La Pareja Del Numero 9 - Claire Douglas

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LAS

VÍCTIMAS. Cuando Saffron y Tom se mudan a la casa de campo de la


abuela Rose, en el número 9 de Skelton Place, solo pueden pensar en la nueva
vida que tienen por delante. Sin embargo, algo surge que no estaba en sus
planes: dos cuerpos enterrados son hallados en su jardín.
LA INVESTIGACIÓN. El forense determina que datan de treinta años atrás y
solo hay una persona que puede arrojar algo de luz sobre el caso: Rose.
LOS TESTIGOS. Por desgracia, la abuela Rose lleva tiempo perdiendo la
memoria y sus recuerdos son muy confusos.
EL ASESINO. A partir de ese momento y con la prensa encima, Saffron
intentará que su abuela recuerde un pasado cada vez más nebuloso, mientras
empiezan a salir a la luz oscuros secretos del pasado.
LA VERDAD. ¿Qué pasó realmente treinta años atrás? ¿A quién pertenecen
los cadáveres? y, lo más importante ¿tiene su abuela algo que ver con el caso?

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Claire Douglas

La pareja del número 9


ePub r1.0
Titivillus 29-09-2022

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Título original: The Couple at No. 9
Claire Douglas, 2021
Traducción: Milo J. Krmpotić

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Para Elizabeth Lane, Rhoda Douglas y June Kennedy.

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Primera parte

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Saffy
Abril de 2018

Estoy en el jardín delantero arrancando los hierbajos que, como arañas


gigantes, han brotado a ambos lados del camino de acceso cuando oigo unos
gritos. Suenan graves y guturales. Los albañiles se encuentran en el jardín
trasero, con la excavadora mecánica. Durante toda la mañana, mientras
podaba el rosal que crece bajo la ventana del salón, he estado oyendo su
traqueteo en el aire, como un molesto dolor de cabeza. Pero acaba de
detenerse, y eso basta para que mi corazón se acelere y para que Nieve —el
pequeño westie de la abuela, que está tumbado a mi lado— haya levantado las
orejas. Me vuelvo hacia la casa, y una película de sudor me cubre la espalda.
¿Habrá pasado algo? Me imagino un escenario de miembros amputados y
sangre que mana a chorros —algo que no concuerda con el azul del cielo y el
sol resplandeciente—, y se me revuelve el estómago. Nunca, ni en mis
mejores momentos, he tenido demasiado aguante, pero a las catorce semanas
de embarazo sigo sintiendo náuseas cada mañana… Bueno, cada mañana,
cada tarde y cada noche.
Me pongo en pie, con las rodillas de los tejanos manchadas de barro —
aún uso mi talla de siempre, aunque la cintura ya me va un poco demasiado
ceñida—, y me quedo pensando, mordiéndome el interior de la mejilla,
regañándome para mis adentros por mi indecisión. Nieve se pone en pie
también, las orejas enhiestas, y suelta un ladrido solitario cuando uno de los
albañiles —Jonty, el que es joven y atractivo— aparece de repente desde uno
de los laterales de la casa. Se acerca corriendo; se le marca el sudor de las
axilas en la camiseta y sacude la gorra en el aire para llamar mi atención,
mientras sus rizos rubios se balancean con cada paso.
Mierda, va a decirme que ha habido un accidente. Resisto la tentación de
salir corriendo en el sentido opuesto y, en su lugar, con la mano me protejo
los ojos del sol, que incide sobre el techo de paja. Jonty no parece estar
herido, pero cuando se acerca más veo una expresión conmocionada en su
rostro pecoso.

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—¿Alguien se ha hecho daño? —le pregunto en voz alta, intentando
ocultar el pánico en mi voz.
Ay, Dios, voy a tener que pedir una ambulancia. No he llamado a
emergencias en mi vida. Y no llevo bien lidiar con la sangre. De pequeña
quise ser enfermera hasta el día en que mi mejor amiga se cayó de la bici y se
abrió un tajo en la rodilla.
—No. Lamento molestarla, pero… —Suena como si estuviera sin aliento,
y las palabras le salen apelotonadas por la prisa—. Hemos encontrado algo.
Será mejor que venga. ¡Rápido!
Dejo caer los guantes de jardinería sobre la hierba y rodeo la casa tras él.
Nieve me pisa los talones, preguntándose de qué se tratará. ¿Un tesoro, quizá?
¿Alguna reliquia del pasado que podría exhibirse en un museo? Los gritos, no
obstante… No parecían de alegría, provocados por el descubrimiento de algún
objeto precioso. Estaban teñidos de miedo.
Ojalá Tom estuviera aquí. No me siento cómoda tratando con los albañiles
mientras él se encuentra en el trabajo: no hacen más que preguntarme cosas,
esperan que tome decisiones que temo que resulten equivocadas, y nunca he
sido una persona autoritaria. Tenemos veinticuatro años, solo han pasado tres
desde que salimos de la universidad. Todo esto —el traslado desde el piso de
Croydon a Beggars Nook, un pueblecito pintoresco de los Cotswolds, y la
casita con vistas al bosque— ha sido tan inesperado… Un regalo sorpresa.
Jonty me guía hasta el jardín trasero. Antes de que vinieran los albañiles
tenía un aspecto idílico, con sus matorrales, la madreselva que serpenteaba
por el emparrado y la rocalla en una esquina, llena de pensamientos
aterciopelados que lo teñían todo de tonos rosados y violáceos. Ahora hay una
fea excavadora de color naranja, rodeada por una montaña enorme de tierra.
Los otros dos albañiles —Darren, de treinta y tantos, con barba de hípster y
cuya actitud confiada indica que debe de ser el jefe, y Karl, que tendrá mi
edad y es bajo y fornido como un jugador de rugby— están mirando el
agujero que han hecho en el suelo; ambos tienen los brazos en jarra y sus
pesadas botas se hunden en el terreno. Cuando me acerco vuelven la cabeza
hacia mí de golpe con una sincronía perfecta. Lucen una expresión de
sorpresa a juego, pero en la mirada de Karl hay algo parecido a un chispazo
de excitación. Sigo su mirada y reparo en el destello marfileño que sobresale
entre el barro como un fragmento de porcelana. De manera instintiva me
agacho y sujeto a Nieve por el collar para impedir que se meta de un salto en
el agujero.

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—Mientras excavábamos hemos encontrado algo —dice Darren cruzando
los brazos sobre la camiseta manchada de tierra.
—¿De qué se trata?
Nieve trata de zafarse de mi mano y yo lo sujeto con más fuerza.
—De unos restos —contesta Darren con expresión sombría.
—¿Como… de un animal? —pregunto.
Darren intercambia una mirada con los otros dos. Karl da un paso
adelante, confiado, casi alegre, y al hacerlo patea el polvo del suelo.
—Parece una mano…
Retrocedo horrorizada.
—¿Me están diciendo… que son restos humanos?
Darren me dirige una mirada compasiva.
—Eso creo. Será mejor que llame a la policía.

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Dos horas más tarde, cuando Tom llega a casa, yo estoy paseándome arriba y
abajo por la cocina, una reliquia de los años ochenta con sus unidades de
granja y sus imágenes de ovejas y cerdos de mofletes rollizos en los azulejos
de las paredes. Hemos logrado encajar la mesa de roble de nuestro viejo
apartamento, pero solo podemos mover dos de las cuatro sillas. En febrero,
poco después de mudarnos, nos sentamos con el arquitecto, un sexagenario
bajito y medio calvo llamado Clive que goza de buena reputación en la zona,
para diseñar la parte trasera de la casa: ampliaríamos la cocina para que
tuviera el mismo ancho que el resto de la casa, y unas puertas de acero y
cristal darían al amplio jardín. Y, si he de ser sincera, eso ha provocado que
dejara de pensar tanto en el embarazo, que me sigue teniendo de los nervios
pese a que me han hecho ya la ecografía de las doce semanas y todo parece ir
bien. Pero me pueden las posibilidades. ¿Y si pierdo al bebé? ¿Y si no se
desarrolla como debe, o nace demasiado pronto, o sufre muerte prenatal? ¿Y
si cuando nazca no consigo arreglármelas o sufro una depresión posparto?
No ha sido un embarazo buscado. Era algo sobre lo que Tom y yo
habíamos hablado por encima, quizá para después de la boda, pero estábamos
ocupados emprendiendo nuestras respectivas carreras y ahorrando para juntar
la entrada necesaria para comprarnos nuestro propio apartamento. Los bebés y
las bodas quedaban para cuando fuéramos mayores. Para cuando nos
convirtiéramos en adultos de verdad. Pero tuve una gripe estomacal y me
olvidé de tomar precauciones extra. Y esa única pifia se ha traducido en esto.
Un bebé. Seré una madre joven, pero no tanto como mi propia madre.
Nieve está tumbado en su camita, al lado del horno, observándome
mientras camino con la cabeza apoyada sobre las patas. A través de la ventana
emplomada veo el meollo de la actividad que tiene lugar en el jardín trasero.
Han levantado una carpa blanca sobre la mitad del césped, y los agentes de la
policía y unos hombres vestidos con trajes forenses vienen y van junto a otro
individuo que lleva una cámara colgada del cuello. Alrededor de la carpa han
colocado una cinta de color amarillo fluorescente que ondea con la suave
brisa que corre y que lleva impresa la leyenda ESCENARIO DEL CRIMEN - NO
PASAR. Cada vez que la miro me dan náuseas. Puede parecer que haya salido
de una secuencia de un drama criminal de la televisión, pero la presencia de la
policía hace que tome conciencia de lo que está sucediendo en realidad. Me

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ha sorprendido (y, además, ha hecho que me enorgulleciera un poco de mí
misma) la rapidez con la que he tomado el control de la situación después de
recuperarme de la conmoción inicial. Pese a tener el corazón desbocado en
todo momento, primero he llamado a la policía y, después de prestar
declaración, he mandado a los albañiles a casa prometiéndoles que ya los
informaría de la fecha en la que podrán regresar al trabajo. A continuación he
llamado a Tom a su oficina de Londres, y él me ha dicho que se subiría al
siguiente tren para volver a casa.
Oigo la Lambretta de Tom detenerse en el camino de acceso. Siempre
había querido tener una motocicleta y, cuando nos mudamos aquí, se compró
una de segunda mano para ir y venir de la estación. Es más barato que tener
dos coches, y todo el dinero que nos hemos ahorrado lo hemos podido
destinar a la ampliación de la cocina.
Oigo que la puerta de entrada se cierra con fuerza. Tom entra
apresuradamente en la cocina con una expresión ansiosa grabada en la cara.
Lleva puestas las gafas de pasta negras que se compró hace un año, cuando
comenzó a trabajar en el departamento financiero de una empresa de
tecnología. Pensó que le darían un aspecto más serio y moderno. El flequillo
rubio le cae sobre la cara y toda su ropa está arrugada: la camisa de lino, la
chaqueta, los tejanos. No importa lo que se ponga, siempre acaba teniendo
aspecto de estudiante. Huele a Londres: a humo y trenes y cafés con leche
para llevar y a los aromas caros de otras personas. Nieve se ha puesto a dar
vueltas alrededor de nuestras piernas, y Tom se agacha para acariciarlo
distraído, ya que sigue dedicándome toda su atención.
—Dios mío… ¿Estás bien? Menudo susto… ¿El bebé…? —dice
poniéndose en pie.
—No pasa nada. Estamos bien —le contesto colocándome las manos
sobre el vientre en un gesto protector—. La policía sigue fuera. Nos han
entrevistado a los albañiles y a mí, y ahora han puesto una cinta para proteger
el escenario del crimen y han montado una carpa y todo.
—Joder. —Tom mira por encima de mí, hacia la escena que tiene lugar al
otro lado de la ventana, y su expresión se oscurece durante unos segundos. A
continuación se vuelve hacia mí—. ¿Te han contado algo?
—No mucho, no. Es un esqueleto humano. Quién sabe el tiempo que
llevará allí… Hasta donde sé, podría tener cientos de años.
—O ser de la época de los romanos —dice él con una sonrisa irónica.
—Exacto. Lo más probable es que haya estado aquí desde antes de que
construyeran Skelton Place. Y eso fue… —Frunzo el ceño al darme cuenta de

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que en realidad no lo recuerdo.
—En 1855.
Por supuesto Tom sí lo sabe. Solo necesita leer las cosas una vez para
recordarlas. Siempre es el primero en responder a las preguntas de cultura
general de los concursos de la tele, y se pasa la vida buscando datos y
curiosidades en el móvil. Es lo opuesto a mí: tranquilo, pragmático, nunca
reacciona de manera exagerada…
—Pero parece una mierda bastante seria —dice meditativo, con la vista
clavada en la escena del jardín.
Sigo su mirada. Alguien se ha presentado con dos perros especializados
en buscar cadáveres. ¿Sospechan que hay más cuerpos? Se me revuelve el
estómago.
Tom se vuelve hacia mí y dice con voz seria:
—No es lo que esperábamos cuando decidimos venir a vivir al campo.
Sigue un silencio, y a continuación ambos prorrumpimos en una risa
nerviosa.
—Oh, Dios —digo calmándome—. Me siento mal riéndome de esta
manera. Al fin y al cabo, alguien ha muerto.
Eso hace que nos carcajeemos de nuevo.
Nos interrumpe alguien que se aclara la garganta, y al volvernos vemos a
una agente de policía plantada en la puerta trasera. Es una de esas puertas
dobles típicas de establo y, puesto que la hoja superior está abierta, la mujer
aparece enmarcada por ella y da la sensación de que esté a punto de realizar
un espectáculo de marionetas. Nos mira como si fuésemos un par de escolares
traviesos. Nieve empieza a ladrar.
—No pasa nada —le susurra Tom al perro.
—Lamento interrumpirles —dice la agente, que no parece lamentar nada
—. He llamado.
Entonces abre la hoja inferior de la puerta para situarse en el umbral.
—No hay problema —dice Tom, y suelta a Nieve, que de inmediato sale
disparado hacia la agente para olfatearle los pantalones.
Ella parece un tanto molesta mientras intenta apartarlo suavemente con la
pierna.
—Soy la agente Amanda Price. —Será unos quince años mayor que
nosotros; tiene el pelo oscuro, cortado por encima de los hombros, y unos ojos
de color azul intenso—. Tan solo quería confirmar que son los dueños de la
propiedad… ¿Tom Perkins y Saffron Cutler?

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Técnicamente la dueña es mi madre, pero no complico las cosas
diciéndoselo.
—Sí —responde Tom mirándome con los ojos desorbitados—. Esta es
nuestra casa.
—Bien —dice la agente Price—. Me temo que vamos a quedarnos un
tiempo más. ¿Tienen dónde pasar la noche, quizá el fin de semana?
Pienso en Tara, que ahora mismo vive en Londres, y en Beth, mi amiga
del colegio, que está en Kent. Los amigos de Tom residen en Poole, donde
nació, o en Croydon.
—No llevamos demasiado tiempo aquí. Aún no tenemos amistades en la
zona —contesto, y me doy cuenta de lo aislados que estamos en este nuevo
pueblo en mitad de ninguna parte.
—¿Sus padres viven cerca?
Tom niega con la cabeza.
—Los míos siguen en Poole, y la madre de Saffy está en España.
—Y mi padre vive en Londres —añado—. Pero tiene un apartamento de
una sola habitación…
La agente frunce el ceño, como si toda esa información fuera irrelevante.
—En tal caso les sugiero que se vayan a un hotel, solo hasta el domingo.
La policía les pagará los gastos derivados de esta inconveniencia. Será solo
mientras protegemos el escenario del crimen y completamos la excavación.
Las palabras escenario del crimen y excavación me dan náuseas.
—¿Cuándo podremos reanudar las obras? —pregunta Tom.
La mujer suspira, como si esa pregunta quedara demasiado lejos.
—Me temo que no podrán disponer del jardín trasero hasta que no
hayamos terminado la excavación y retirado el esqueleto. Tendrán que esperar
a que el PC se ponga en contacto con ustedes. El perito criminalista —aclara
cuando la miramos con expresión perpleja.
—Entonces ¿piensan que aquí ha habido un asesinato? —le pregunto
mientras le dirijo una mirada ansiosa a Tom.
Él intenta tranquilizarme con una sonrisa, pero más bien le sale una
mueca.
—Le hemos dado tratamiento de escena de crimen, sí —responde ella
como si yo fuera extremadamente estúpida, pero no nos proporciona más
información y me da la sensación de que preguntarle al respecto no serviría de
nada.
—Solo llevamos aquí algunos meses —digo con la necesidad de
explicarme, no vaya a ser que esta adusta agente de policía crea que hemos

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tenido algo que ver con lo ocurrido, como si tuviéramos la costumbre de ir
escondiendo cadáveres en el jardín—. Es posible que eso lleve años aquí…,
siglos, quizá.
Pero la expresión en su rostro hace que se me entrecorte la voz.
La agente Price aprieta los labios.
—De momento no estoy autorizada a contarles nada más. Hemos
solicitado la ayuda de un antropólogo forense para confirmar que los huesos
son humanos, y les mantendremos informados. —Pienso en la mano que Karl
ha afirmado haber visto. No parece que pueda haber lugar a muchas dudas.
Tras unos segundos de silencio incómodo ella hace ademán de marcharse,
pero se detiene como si de repente hubiera recordado algo—. Ah, y por favor,
tienen una hora para irse de aquí.
La miramos cuando sale al jardín trasero, ese mundo espantoso de policías
forenses, y yo me esfuerzo por contener las lágrimas. Tom me coge la mano
en silencio, como si hubiera perdido la capacidad para ofrecerme palabras de
consuelo.
Y de repente constato que esto es real. El hogar de nuestros sueños,
nuestra hermosa casita de campo, se ha convertido en la escena de un crimen.

Por suerte, en El Venado y el Faisán, el hostal del pueblo, tienen una


habitación libre y aceptan perros. Nos presentamos allí con una bolsa de viaje
cada uno, aunque Tom ha insistido en cargar con la mía mientras yo me
ocupo de la correa de Nieve.
La dueña, Sandra Owens, nos dirige una mirada inquisitiva.
—¿No son los nuevos dueños de la casita de Skelton Place? —nos
pregunta mientras merodeamos por el bar.
Desde que nos mudamos a Beggars Nook solo hemos estado una vez en el
pub, y fue un domingo del mes pasado, a la hora de comer. Nos sorprendieron
gratamente sus paredes pintadas con gusto, de un color verde claro de la
marca Farrow & Ball, los muebles rústicos y su deliciosa comida casera. Al
parecer, los Owen lo remodelaron por completo después de comprarlo, hace
cinco años.
No sé qué decir. En cuanto se sepa la noticia comenzará a circular por
todo el pueblo.
—Hemos tenido una pequeña complicación con las obras —contesta
Tom, amable pero sin mojarse mucho—, así que hemos pensado que lo mejor
sería pasar algunas noches fuera, hasta que se solucione.

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—Ya —acepta Sandra, aunque no parece demasiado convencida.
Es una mujer atractiva, de unos cincuenta años, con el cabello por encima
del hombro, reflejos rubios y un elegante vestido cruzado. No tardará
demasiado en averiguar la verdad, pero a ninguno de los dos nos apetece
contarle nada esta noche. Aunque no son ni las siete de la tarde y aún hay luz,
empiezo a notarme cansada. Lo único que quiero es meterme en la cama.
La mujer nos acompaña hasta una habitación doble, pequeña y acogedora,
cuya ventana trasera da al bosque.
—El desayuno se sirve de siete y media a diez —nos dice antes de irse.
Tom está plantado junto al menaje para preparar el té, mirando por la
ventana hacia los árboles en la lejanía.
—No me lo puedo creer —dice de espaldas a mí.
Yo me tumbo sobre la cama, que es bonita, con sus cuatro postes y su
edredón acolchado de tonos oscuros. En circunstancias normales esto sería un
premio para nosotros. Llevamos una eternidad sin irnos de vacaciones —
hemos destinado todo el dinero de estos últimos cinco meses a la ampliación
—, pero está contaminado, ensombrecido por lo sucedido en casa. Cada vez
que lo pienso me entra un mareo.
Nieve se sube a la cama de un salto y se tumba a mi lado, me pone la
cabeza en el regazo y me mira con sus enternecedores ojos marrones.
—No me puedo creer que nos hayan echado de nuestra propia casa —digo
acariciándole la cabeza.
Acto seguido me envuelvo en la chaqueta de punto. Ha refrescado, o
quizá sea la conmoción.
Tom pone en marcha la pequeña tetera de plástico y viene a tumbarse con
nosotros en la cama. El colchón es más blando que el que tenemos en casa.
—Lo sé. Pero todo irá bien —dice recuperando su antiguo optimismo—.
Pronto podremos continuar con la ampliación y todo volverá a la normalidad.
Me acurruco contra él, deseando poder creerle.

Resistimos la tentación de pasear por delante de la casa. En su lugar,


dedicamos el fin de semana a pasar tiempo en el pub o a disfrutar de largas
caminatas por el pueblo y el bosque.
—Al menos no he tenido que pasarme todo el fin de semana pintando —
me dice Tom el sábado, y me coge de la mano mientras caminamos sin prisa
por la plaza Mayor.

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Desde que nos mudamos ha hecho ya tantas cosas en la casa… Se ha
ocupado de la moqueta andrajosa de las escaleras, ha pintado el salón y
nuestro dormitorio de color gris paloma y ha lijado los tablones del suelo. A
continuación quería quitar el empapelado del dormitorio pequeño y prepararse
para pintarlo antes de la llegada del bebé, aunque postergó esa tarea hasta
después de la ecografía de la semana doce para no tentar a la suerte.
El domingo, después de comer, cuando al fin regresamos y dejamos las
bolsas a nuestros pies, como visitantes en nuestro propio hogar, el corazón se
me hunde en el pecho. Los coches y las furgonetas de la policía continúan
aparcados en el camino de acceso. Otro agente de uniforme —esta vez un
hombre de mediana edad— nos informa de que deberían acabar de excavar
hacia el final del día, y nos dice que, mientras ellos sigan allí, podemos entrar
en la casa pero no en el jardín. Me pregunto si habrán registrado nuestro
hogar. La idea me incomoda: no me gusta nada pensar que la policía ha
podido rebuscar entre nuestras cosas. Cuando se lo comento a Tom él me
asegura que, en caso de hacerlo, nos habrían avisado antes.
Tom y yo nos pasamos el resto de la tarde escondidos en el salón.
—¿Qué estarán pensando los vecinos? —digo plantada junto a la ventana
mientras tomo a sorbos una infusión.
Pienso en Jack y en Brenda, la pareja de ancianos de la casa de al lado. Un
seto separa su propiedad de la nuestra y dificulta la visión, pero ella es sin
duda de las que fisgan desde el otro lado de la cortina, y cuando Clive les
mandó los planos de la ampliación de la cocina se opusieron a ella.
Una pequeña multitud se ha reunido junto al camino de acceso; los
vehículos policiales ocultan nuestra casa solo en parte.
—Me apuesto algo a que son periodistas —dice Tom por encima de mi
hombro, los dedos entrelazados alrededor de su taza—. Quizá deberías llamar
a tu padre y que te dé algún consejo.
Mi padre es el redactor jefe de uno de los tabloides de distribución
nacional. Asiento con expresión lúgubre. Me siento tan expuesta como si
alguien hubiera arrancado el techo de la casa.
—Esto es una pesadilla —murmuro.
Por una vez Tom no intenta tranquilizarme. Al contrario. Su rostro es una
tumba y uno de los músculos de la mandíbula le palpita mientras mira por la
ventana y se toma el café en silencio.

Llamo a mi padre para pedirle consejo.

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—¿Y no te apetece darle la exclusiva a tu viejo? —pregunta él con humor
socarrón.
Me río.
—¡Si no sé nada! Quizá tiene siglos de antigüedad.
—Bueno, si no es así, ya te advierto que, en cuanto la policía confirme
que se trata de un crimen e identifique el cuerpo, la prensa se os echará
encima.
—¿Deberíamos mudarnos? —Aunque mientras se lo pregunto no tengo ni
idea de adónde podríamos ir en realidad. No podemos permitirnos un hotel.
Ojalá papá viviera más cerca. O mamá, pero ella está aún más lejos.
—No. No, no lo hagáis. Estad preparados, eso es todo. Y, si necesitáis
algo, información o consejo, avisadme.
Me doy cuenta de que está en la redacción por los teléfonos que suenan en
segundo plano y por el barullo general de conversaciones y actividad.
—¿Mandarás a alguien aquí?
—Supongo que de momento usaremos una agencia de prensa. Pero si
piensas hablar con los medios, acuérdate de mí, ¿vale? En serio, Saff, si hay
algo que no tienes claro, ya sea con la policía o con los periodistas, llámame.
—Gracias, papá —le digo ya más tranquila. Mi padre siempre ha tenido la
capacidad de hacer que me sintiera segura.

A la mañana siguiente, después de que la policía retire la carpa y la cinta,


Tom y yo miramos horrorizados el agujero inmenso que han dejado en el
jardín. Es cuatro veces más grande que el que cavaron los albañiles. Tom le
pregunta a su jefe si puede trabajar desde casa durante unos días, y nos los
pasamos evitando al pequeño grupo de periodistas que siguen revoloteando
por allí.
Y cuando llega el miércoles, el día en que Tom regresa al trabajo, la
policía llama por teléfono.
—Me temo que no hay buenas noticias —dice con voz ronca el detective,
cuyo nombre olvido de inmediato. Me pongo rígida, a la espera—. Se han
encontrado dos cuerpos.
Estoy a punto de dejar caer el teléfono.
—¿Dos cuerpos?
—Me temo que sí. Han recuperado todos los huesos, y los forenses han
podido determinar que pertenecieron a un hombre y a una mujer. También
hemos averiguado la edad de las víctimas basándonos en el desarrollo y el

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tamaño de los huesos. Ambas se encontraban entre los treinta y los cuarenta y
cinco años.
No puedo hablar, la náusea va en aumento.
—Por desgracia —prosigue el detective—, la mujer murió por una
contusión en la cabeza. Aún estamos intentando confirmar cómo falleció el
hombre. La descomposición de los tejidos lo dificulta todo. Con el esqueleto
de la mujer resultó más fácil debido a la fractura en el cráneo.
Cierro los ojos con fuerza, intentando no imaginármelo.
—Eso… es terrible. —A duras penas puedo asumirlo—. ¿Están… están
seguros de que no hay más?
De repente me asalta una visión en la que levantan todo el jardín para
revelar una fosa común, y la idea hace que me estremezca. Me vienen a la
cabeza otras «casas de los horrores», como la prensa suele llamarlas
morbosamente: el número 25 de Cromwell Street y White House Farm. ¿Se
volverá nuestra casa igual de infame? ¿Nos quedaremos atrapados aquí para
siempre, sin nadie que quiera comprarla? El corazón se me acelera y trago
saliva, intento concentrarme en lo que me está diciendo el detective.
—Desplazamos unos perros buscadores de cadáveres hasta el lugar.
Tenemos la certeza de que no aparecerán más cuerpos.
—¿Cuánto… cuánto tiempo llevaban los cadáveres allí?
—Aún no podemos estar completamente seguros. La tierra de su jardín
tiene una base bastante alcalina y, por tanto, esas condiciones han contribuido
a preservar algunas prendas de ropa y los zapatos, pero por su estado de
descomposición pensamos que los enterraron entre 1970 y 1990.
Se me pone la piel de gallina. Dos personas fueron asesinadas en mi casa.
En mi idílica casita de campo. De repente todo se vuelve oscuro, surrealista.
—Y, por supuesto, debemos hablar con todas las personas que ocuparon
la casa entre esos años —continúa el detective—. Me temo que, al tratarse de
la anterior dueña del lugar, tendremos que comenzar con la señora Rose Grey.
Siento que la habitación se ladea.
Rose Grey es mi abuela.

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Mayo de 2018

No puedo dejar de pensar en los cuerpos. Los tengo en la cabeza cuando saco
a Nieve para que dé su paseo diario por el pueblo, cuando veo la televisión
con Tom y mientras trabajo en un proyecto en la habitación diminuta
revestida de papel floral de los años setenta que hay en la parte delantera de la
casa y que utilizo como despacho.
La noticia no tardó en correr por el pueblo y, aunque han transcurrido más
de diez días desde la excavación, la gente sigue especulando al respecto. Aún
no conocen las últimas noticias, sobre la manera y el momento en que
murieron las víctimas, pero hace un rato, mientras estaba en el colmado, he
oído a la anciana señora McNulty cotilleando sobre el tema con una de sus
amigas, una mujer encorvada que llevaba un pañuelo en la cabeza y que
arrastraba una carrito de lona a cuadros.
—No creo que haya sido cosa de los Turner —ha dicho esta—. Llevaban
años allí. La señora Turner era muy apocada.
—No obstante —ha contestado la señora McNulty bajando la voz, con un
destello de excitación en los ojos, pequeños y brillantes—, ¿no tuvieron una
historia hace algunos años? ¿Con su sobrino y aquellos bienes robados?
—Ah, sí. Lo recuerdo. Bueno, se dieron prisa en marcharse —ha dicho la
mujer del pañuelo bajando la voz—. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos años? Y oí que
dejaron la casa un poco desordenada. Por lo visto guardaban cosas de manera
compulsiva. Pero el jardín lo tenían bien cuidado. A la señora Turner le
gustaba plantar bulbos.
—Y ahora han aparecido esos jóvenes.
—He oído que les han dado la casa gratis. Una herencia, al parecer.
—Los hay que tienen suerte.
Con las mejillas al rojo vivo, he devuelto la lata de judías cocidas al
estante y he salido de la tienda antes de que repararan en mí.
En este momento cojo la chaqueta de punto del respaldo de la silla. Hoy
está más fresco, al sol le cuesta asomar de entre las nubes, y me agacho para
darle un beso a Nieve en la peluda coronilla.
—Hasta luego, señorito.

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Como cada jueves, he acabado antes de trabajar para ir a visitar a la
abuela. Me ataca un sentimiento de culpa cuando pienso que la semana
pasada falté a mi visita por el enjambre de periodistas que había enfrente de
casa. Sin embargo, el de hoy no va a ser como cualquier otro jueves. Hoy,
cuando me siente delante de mi abuela, me estaré preguntando qué pasó hace
tantos años. ¿Cómo fue posible que dos personas acabaran muertas y
enterradas en su jardín?

Al dirigirme veloz hacia el Mini, mis castigadas zapatillas Converse de color


amarillo hacen crujir la gravilla del camino. Llevo puesto un mono de tela
vaquera con el dobladillo por fuera. Me siento mucho más cómoda con él
ahora que mi barriguita se está expandiendo. Me encuentro en la decimosexta
semana de embarazo y ya la tengo abultada, pero parezco más hinchada que
embarazada. Me he recogido el pelo, oscuro y rizado, con el preceptivo
coletero de tela amarilla. Mi madre siempre pone mala cara cuando ve mi
colección de coleteros.
—Son tan… años ochenta —dice mirándolos con desdén—. No me puedo
creer que vuelvan a estar de moda.
No la he visto desde Navidades y tampoco es que aquello fuera demasiado
bien gracias al grosero de Alberto, su novio. Las semanas pasan volando y
aún no le he contado que va a ser abuela. Cada vez que pienso en hacerlo me
imagino su decepción.
Al sentarme al volante reparo en un hombre que está plantado en la calle,
oculto a medias por nuestro muro delantero, observando la casa. Es
achaparrado, con cara de bulldog, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y
lleva tejanos y una chaqueta encerada. Al verme se aleja. ¿Estaba sacando
fotos de la casa? Será otro periodista… La mayor parte de ellos se han
rendido, de momento, hasta que haya información nueva. Pero aún aparecen
de vez en cuando, como los hierbajos del jardín delantero. El sábado, mientras
bajábamos por el camino de acceso para sacar a Nieve a dar un paseo, uno de
ellos se plantó de un salto delante de nosotros, cortándonos el paso, para
sacarnos una foto. Tom se puso furioso y comenzó a insultarlo mientras el
tipo se escabullía de vuelta a su coche.
Salgo del camino y paso con lentitud a su lado, asegurándome de dejarle
el espacio suficiente para que no tenga que pegarse al seto, pero al hacerlo me
doy cuenta de que me está lanzando una mirada tan intensa que me deja

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conmocionada. Por el espejo retrovisor le veo subiéndose a un sedán de color
negro que está aparcado colina abajo, junto al número 8.
Ayer, al volver del trabajo, Tom me contó que había visto un artículo
sobre los cuerpos del jardín en un The Sun que alguien había dejado en el
metro. Tenía un titular sensacionalista en el que escribían «Skeleton Place»,
un juego de palabras entre esqueletos y Skelton Place, e iba acompañado por
la foto que el periodista nos sacó el sábado y en la que salimos con cara de
sorpresa.
—Ay, Señor; Tom… —le dije, sonrojándome de miedo—. ¡Van a decir
que somos los Fred y Rosemary West de Wiltshire!
Él se rio con ganas.
—No, no lo dirán. Es algo que pasó hace al menos treinta años. Ni
siquiera habíamos nacido.
«Pero mi abuela sí».
Aparto de mi cabeza la imagen del hombre mientras continúo bajando por
la colina y paso por delante de El Venado y el Faisán, al pie del montículo.
Entonces vuelvo a pensar en lo tranquilo que es Beggars Nook, con sus bellos
edificios de piedra de los Cotswolds. Atravieso la plaza Mayor, contemplo el
cruce del mercado, la bonita iglesia, el colmado, el café y la única tienda, en
la que venden baratijas, tarjetas de felicitación y prendas de ropa holgadas y
caras. Todo ello accesible a pie desde casa y en una hondonada, rodeado de
bosques y de robles gruesos que se extienden hasta el cielo. Da la impresión
de que el pueblo esté escondido del resto del mundo. Cruzo el puente y sigo
por la carretera, larga y serpenteante, con hermosas casas de piedra a lado y
lado, hasta que llego a la granja que hay al final. Es tan diferente de la
urbanizada Croydon… Tan segura… O al menos eso pensaba. Ahora ya no
estoy tan convencida de ello.
Los asesinatos debieron de suceder antes de que la abuela comprara la
casa, en los años setenta. Sé que la fue alquilando durante décadas después de
mudarse a Bristol; nos enteramos de ese detalle hace poco, después de que
ingresara en una residencia. Mamá y yo nos quedamos un tanto sorprendidas.
Hasta donde sabíamos, la abuela tenía una sola propiedad: la casa adosada de
ladrillo rojo en el barrio de Bishopston, en Bristol, donde mamá se crio y
donde yo pasaba los veranos. Antes de que la demencia se apoderara de ella, a
la abuela le gustaba cocinar y cuidar de sus plantas, era tranquila y
pragmática, nunca levantaba la voz. No como mamá, que tiene la mecha corta
y carece de filtros, aunque ahora se ha ablandado un poco. Aquellos veranos
con la abuela en la casa de Bristol, con su enorme jardín y el huerto contiguo,

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se convirtieron en un refugio para mí, en un respiro de mi madre y de los
dramas que siempre parecían rodearla.
Yo adoraba a Bruce, su perro labrador negro y gordo, de bigotes grises
(mamá no dejó nunca que tuviéramos una mascota, «apestan», decía, pero la
casa de la abuela nunca olía mal), y los cómodos sofás pasados de moda, con
sus fundas de algodón blanco que lavaba y almidonaba cada semana; los
caramelos de azúcar y mantequilla que guardaba en una lata en lo alto de la
despensa y el jardín con una valla alambrada que lo separaba de los vecinos,
el aroma cálido y mohoso del invernadero y las tomateras que había en su
interior. Resultaba reconfortante ver a la abuela allí, cuidándolas, hablándoles
con dulzura para animarlas a crecer. Quiero muchísimo a mi madre, pero era
—y sigue siendo— tan enérgica, tan efusiva y expresiva, con su vestuario de
colores vivos y su personalidad desmesurada, que a veces me deja exhausta.
Siempre me he sentido más unida a mi abuela; a las dos nos gusta muchísimo
la naturaleza y estar al aire libre, pero ambas somos solitarias, preferimos
nuestra propia compañía a la de las multitudes.
La abuela consiguió que no me sintiera un bicho raro cuando le confesé
que prefería quedarme en casa a ver EastEnders que salir a la calle a jugar
con los demás chicos, y me dijo que no pasaba nada si no me apetecía estar
todo el día ahí fuera montando jarana. De pequeña mi madre siempre me
decía que era «demasiado callada» y «demasiado tímida», y me preguntaba:
«¿Por qué no sales y tratas con las demás chicas de tu clase, en vez de tener
una sola amiga?». Pero mamá es una mariposa social capaz de revolotear
entre un grupo de amigos y otro con una facilidad que siempre le he
envidiado, aunque no la haya deseado para mí misma. El resultado fue que,
conforme me iba haciendo mayor, me sentía cada vez más torpe y poco
interesante, y nunca sabía qué decir. Hasta que conocí a Tom en la
universidad. Él hizo que sintiera que podía ser yo misma, y a su lado me di
cuenta de que podía ser ingeniosa y divertida.
El tráfico va en aumento a medida que me acerco a Bristol. La residencia
en la que vive mi abuela está junto a una carretera de doble calzada en un
pueblo llamado Filton.
Hace casi un año me di cuenta de que la abuela tenía un problema muy
serio. Comenzó de manera bastante inocua. Ella siempre había sido
olvidadiza, era frecuente oírla decir cosas como «a ver, ¿habéis visto mi
bolso?» o «¿dónde he dejado yo las gafas?» con ese acento cockney que
nunca perdió pese a haber salido de Londres con veintipocos años. Siempre
fue muy práctica e independiente. Hasta el año pasado era capaz de subirse al

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tren para ir a visitarme a Croydon, valiéndose de un mapa —tenía un móvil
antiguo y siempre llevaba en el bolso una guía callejera con las esquinas
dobladas— y tirando de Nieve, su pequeño westie. Pese a que siempre nos
ofrecíamos a hacerlo, se negaba a dejar que Tom o yo fuéramos a buscarla a
la estación.
La primera señal fueron las dos tarjetas de cumpleaños que me mandó con
pocos días de diferencia, como si se hubiera olvidado de que había enviado la
primera. Unos meses más tarde, cuando vino a pasar unos días con nosotros,
parecía más olvidadiza. Se le iba el nombre de Nieve de la cabeza con
facilidad y no se acordaba de sacarlo a pasear o de darle de comer, de modo
que me veía obligada a recordárselo o a hacerlo yo misma. Y entonces,
cuando ya llevaba algunos días con nosotros, una tarde, mientras veíamos la
televisión, se volvió hacia Tom y hacia mí y preguntó: «A ver, ¿dónde se ha
metido la otra pareja?». Aquello me provocó un escalofrío. No había otra
pareja. La abuela había pasado toda la tarde sentada con nosotros. Y me partió
el corazón darme cuenta de que a veces no tenía ni idea de quiénes éramos
Tom o yo; de que su memoria venía y se iba como un transistor con una mala
señal.
Aquella visita nos dejó claro que la abuela no podía cuidar de Nieve, así
que, cuando me ofrecí a quedármelo, ella estuvo de acuerdo. Lloré bajo las
gafas de sol al verla subirse al tren sin su querido perro, arrastrando la maleta
de ruedas, y no me tranquilicé hasta que llamó un rato más tarde para decir
que estaba a salvo en su casa.
Pero solo tres días más tarde me telefoneó llevada por el pánico para
decirme que había perdido al perro, y tuve que recordarle con delicadeza que
Nieve estaba viviendo con Tom y conmigo.
La gota que colmó el vaso, lo que me llevó a llamar a mamá y a
contárselo todo, fue cuando Esme, una de las vecinas de mi abuela, se puso en
contacto conmigo.
—Es por tu abuela, querida —me dijo—. Se ha dejado una sartén al fuego
y la comida ha hervido hasta secarse. Ha tenido suerte de que me pasara por
ahí… Podría haber quemado toda la casa.
Cuando le confesé mis preocupaciones, mi madre vino de España y se
llevó a la abuela a ver al médico. A partir de ese momento las cosas se
sucedieron con rapidez —pero es que mamá siempre obtiene resultados,
pertenece a ese tipo de personas que deciden las cosas—, y a la abuela le
encontraron una residencia privada para ancianos no muy lejos de la casa de

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Bristol en la que vivía, la que tiene el huerto y que yo siempre consideraré mi
hogar.
Dejo el coche en el aparcamiento espacioso que hay delante del inmenso
edificio de color gris y aspecto gótico llamado Elm Brook, un nombre que
suena más a lugar de retiro que a residencia de la tercera edad. Pese a que
mamá me contó que había sido un psiquiátrico con barrotes en las ventanas,
Elm Brook es un sitio agradable. No es una residencia excesivamente cara,
pero a pesar de ello la abuela tuvo que vender la casa para poder pagarla. Me
cuesta tragar saliva cuando recuerdo lo que sentí al recoger sus cosas y vaciar
su casa.
El pasado mes de noviembre, durante uno de sus momentos de mayor
lucidez, la abuela nos habló a mamá y a mí de la casita. Fue la primera vez
que supimos de su existencia.
—Está a tu nombre, Lorna —susurró la abuela inclinándose hacia delante
sobre la silla de respaldo alto, sin soltar la mano de mi madre—. Te transferí
las escrituras hace diez años.
Y yo me maravillé ante la astucia de la abuela. Al poner la casa a nombre
de mi madre, no haría falta que la vendiéramos para pagar la residencia.
Un rato después, mientras nos despedíamos delante del edificio, mamá,
que estaba temblando bajo su abrigo de color naranja brillante, se volvió hacia
mí y me dijo:
—Siempre he sabido que mi madre era una mujer muy astuta, que
guardaba dinero como una ardillita. Habrá comprado esa casa como
inversión. —Se echó el aliento sobre las manos—. En cualquier caso, yo no la
quiero. Es tuya si así lo deseas. Sé que no te gusta nada vivir en la ciudad.
Aquello me sorprendió, porque por una vez tuve la sensación de que mi
madre me comprendía de verdad.
—Pero si ni siquiera la has visto… —protesté.
—Ya, pero ¿para qué quiero yo una casa en mitad de ninguna parte?
Entendí su punto de vista. Una casa en el campo era algo demasiado
vulgar para ella. No, mamá necesitaba sol y sangría y hombres exóticos no
mucho mayores que yo.
Así que tomó el avión de regreso a San Sebastián sin llegar a visitar la
casa. Su interés por ella no podría haber sido menor, lo cual me ayudó a
sentirme menos culpable por haber aceptado su oferta. Una casa gratis. Sin
hipoteca. Aquello representaba un tipo de libertad financiera que Tom y yo no
habríamos esperado ni en un millón de años, y menos a los veintipocos. Como

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resultado, pude renunciar a mi trabajo en Croydon y hacerme autónoma,
rodeada de una campiña idílica. Fue un sueño hecho realidad.
Pero ahora paso revista a aquella conversación. Diez años atrás la abuela
puso las escrituras a nombre de mi madre. ¿Por qué? ¿Fue solo por motivos
económicos? ¿Para evitar el impuesto de sucesiones? ¿O fue porque sabía que
allí se había cometido un asesinato?
Pero no, eso es ridículo. Es imposible que la abuela tuviera el menor
conocimiento de todo aquello. Estoy segura de ello, igual que tengo la certeza
de que me encantan el café solo y los bocadillos de mantequilla de cacahuete,
el vello aterciopelado en las orejas de Nieve y el olor de la hierba recién
cortada.
Respiro hondo y agarro fuerte el volante con las dos manos para
calmarme. Cuando la visito, me resulta imposible predecir con qué abuela voy
a encontrarme. A veces me reconoce, mientras que en otras ocasiones actúa
como si yo fuera un miembro del personal de la residencia, y siempre acabo
sintiendo que he vuelto a perderla por completo.
Al salir del coche reparo en un sedán negro que reduce la velocidad al
pasar a mi lado. No estoy segura, pero parece el mismo coche que he visto
aparcado antes cerca de casa. El conductor ha girado la cara hacia mí. Se trata
de un hombre, pero no puedo distinguir sus rasgos. ¿Será el mismo tipo de
antes? ¿Va a aparcar aquí también? Acto seguido el coche acelera y se aleja
por la carretera. Me quedo un instante observándolo, preguntándome si me
estoy preocupando por una nimiedad o si hay motivos para hacerlo.

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La abuela está sentada en la sala de recreo, junto a la ventana en saledizo que
da a los jardines, muy bien cuidados, frente a una mesa de café y una silla
vacía. Ha salido el sol, y sus rayos, que entran a raudales a través de las
cortinas de gasa, resaltan las motas de polvo que danzan alrededor de la
cabeza de la abuela como orbes diminutos. Se me encoge el corazón con un
amor tan inmenso que se me empañan los ojos. Viéndola aquí siento un
anhelo doloroso por volver al pasado y que las cosas sean como entonces, con
la abuela yendo de aquí para allá por su pequeña cocina, preparando una
sucesión interminable de tazas de té del color de la melaza, o en el
invernadero, enseñándole a la adolescente que fui a plantar rabanitos.
Tiene la cabeza inclinada. Su rostro ya no es tan regordete, ahora le cuelga
la piel de los carrillos y los pómulos son más prominentes. Tiene el cabello
esponjado y níveo —antes era de un bonito color rojo cobrizo; salido de una
botella, según aseguraba ella misma—, con una textura algodonosa. Está
desplazando las piezas de un rompecabezas sobre la mesa y, por un instante,
esa imagen me devuelve a mi infancia, cuando nos sentábamos juntas por las
tardes en un silencio amigable e intentábamos dar con la mejor manera de
hacer un puzle mientras el sol se ponía.
Me quedo plantada en la puerta unos minutos, limitándome a observarla.
En la sala hace calor y huele a cerrado, a comida asada y también a vegetales
que han estado hirviendo durante demasiado rato. La moqueta, roja con
espirales doradas, sería más propia de algún anticuado hostal de la costa.
—Hoy Rose tiene un buen día —dice una voz a mi espalda.
Es Millie, una de las cuidadoras, mi favorita. Es algo más joven que yo, y
posee el rostro más amable y la sonrisa más amplia que haya visto. Lleva el
cabello moreno corto y de punta, y varios piercings que le suben hasta la
mitad de ambas orejas.
—Oh, me alegro mucho. Tengo que darle una noticia.
Millie enarca una ceja.
—Vaya, espero que sea buena…
Me toco el vientre cohibida y asiento con la cabeza. No quiero pensar en
lo otro. La mala noticia. Los cadáveres.
Millie me aprieta el hombro para animarme y se va para ayudar a un
anciano que está intentando levantarse de la silla. Yo me dirijo hacia el otro

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extremo de la sala, serpenteando entre los residentes que se han apiñado
delante del televisor y el anciano que está leyendo un periódico del revés en la
esquina, hasta llegar junto a la abuela.
Ella levanta la cabeza al ver que me acerco y, por un momento, la
confusión se adueña de sus rasgos y tengo que tragarme el disgusto. No me ha
reconocido. Al final, el de hoy no es uno de sus días buenos.
Me siento frente a ella en una silla que tiene un respaldo tan alto que me
da la sensación de haberme sentado en un trono.
—Hola, abuela. Soy yo, Saffy.
La abuela guarda algunos segundos de silencio, sigue moviendo las piezas
del rompecabezas de aquí para allá, pese a que aún no ha empezado a
componer la imagen. La caja, que está apoyada en un extremo de la mesa,
muestra a un cachorro de labrador de color negro rodeado de flores.
«Comencemos por encontrar los bordes» solía decir siempre, y se ponía a
buscar las piezas adecuadas con manos ágiles y curtidas por las muchas horas
que dedicaba al jardín.
Pero ahora no sigue ningún método. En su lugar se limita a desplazar las
piezas sin sentido, con dedos arrugados y retorcidos.
—Saffy, Saffy… —murmura sin mirarme. Y, acto seguido, levanta la
cabeza de golpe y en sus ojos centellea el reconocimiento—. ¡Saffy! Eres tú.
Has venido a verme. ¿Dónde has estado?
Su rostro entero se ilumina y yo estiro el brazo y toco su mano delicada.
Tiene setenta y cinco años, pero desde que entró en la residencia parece
mucho mayor.
Sé que no dispongo de mucho rato antes de que su mente vuelva a
retroceder en el tiempo. No deja de fascinarme todo lo que recuerda acerca
del pasado cuando es incapaz de acordarse de cosas tan recientes como lo que
ha tomado para desayunar.
—Estoy embarazada, abuela. Voy a tener un bebé —le digo, incapaz de
mantener la dicha y el miedo alejados de mi voz.
—Un bebé. Un bebé. Es maravilloso. Menudo regalo. —Me coge las
manos con más fuerza de la necesaria—. Una chica con suerte. ¿Está…? —La
mirada se le nubla y me doy cuenta de que tiene problemas para calibrar sus
recuerdos—. ¿Está Tim contento?
—Tom. Y sí, está que toca el cielo con las manos.
Antes de que le diagnosticaran la demencia, la abuela solía mimar a Tom.
Cada vez que le veía se deshacía en detalles. Solía mandarle paquetitos con
comida: una tarta casera, un licor de endrinas que había elaborado ella misma,

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el ruibarbo que cultivaba en el jardín y que sabía que a él le encantaba y a mí
no.
«Tienes que alimentarlo», solía decirme.
Yo tenía que recordarme a mí misma que esa manía de mantener a tu
hombre feliz era algo generacional. Tampoco es que recordara a la abuela al
lado de ningún hombre. Mi abuelo murió antes incluso de que naciera mi
madre.
La expresión de la abuela se oscurece.
—Victor no se alegró. Oh, no, no se alegró nada.
¿Victor? Nunca le había oído mencionar a ningún Victor. Me contó que
mi abuelo se llamaba William, aunque tampoco es que hablara mucho de él.
Ni siquiera mamá sabía gran cosa al respecto. Pero no quiero interrumpir el
flujo de su conversación con mis preguntas, así que me quedo en silencio.
—Quería hacerle daño al bebé —dice frunciendo el ceño.
—Bueno, Tom nunca haría nada que pudiera lastimar a nuestro hijo. Tom
es un buen hombre. Tú le adoras, ¿lo recuerdas?
Su expresión vuelve a cambiar.
—Oh, sí. Tom es encantador. A Tom le encantan los desayunos
completos.
Le sonrío. Cada vez que nos quedábamos con ella, la abuela le preparaba
un desayuno completo a la inglesa.
—Así es.
¿Cómo voy a sacar el tema de los dos cadáveres que han aparecido en el
jardín? ¿Debería hacerlo? Quizá lo mejor sea que lo deje estar de momento.
Pero entonces pienso en la policía, que tendrá que entrevistarla tarde o
temprano, porque saben que, aunque la tuviera alquilada, fue la dueña de la
casa durante aquellos años. Si se lo comento, cuando la policía hable con ella
la sorpresa será menor.
—Y… nos encanta vivir en Skelton Place —comienzo a decir con
timidez.
El rostro de la abuela se ensombrece.
—¿Skelton Place?
—La casa, abuela. En Beggars Nook…
—¿Estáis viviendo en la casa de Skelton Place?
—Sí. Mamá ha querido quedarse en España. Ya sabes cómo es. Le
encanta el sol. Así que Tom y yo estamos viviendo en Skelton Place. Ha sido
muy generoso por tu parte… —Todo esto ya se lo había contado, claro. La
abuela se pone a mover de nuevo las piezas del puzle, al tuntún, y temo

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haberla perdido otra vez. Tengo que contárselo ahora, rápido, antes de que
vuelva a encerrarse en sí misma—. Y ha pasado algo extraño… Comenzamos
a excavar en el jardín para ampliar la casa y encontramos dos cuerpos.
La abuela levanta la cabeza de golpe.
—¿Cuerpos?
—Sí, abuela. Enterrados en el jardín.
—¿Cadáveres?
—Hum… Sí.
¿Es que hay otro tipo de cuerpos enterrados?
—¿En Skelton Place?
Asiento de modo alentador.
—Un hombre y una mujer.
La abuela se me queda mirando tan fijamente que temo que haya entrado
en una especie de estado catatónico. Pero entonces los ojos se le llenan de
lágrimas, como si estuviera recordando algo. De repente me coge las manos
de nuevo, y con el movimiento desplaza las piezas del rompecabezas.
Algunas caen al suelo.
—¿Es Sheila? —pregunta con un susurro.
«¿Sheila?»
—¿Quién es Sheila, abuela?
La abuela aparta las manos y una capa de confusión, como unas cataratas,
le cubre los ojos. Parece una niña asustada y se va encogiendo en el asiento.
—Qué chiquita tan perversa… Lo decía todo el mundo. Una chiquita
perversa…
—¿Quién? ¿Quién era una chiquita perversa?
—Lo decía todo el mundo.
Tengo que cambiar de tema. La abuela se está poniendo nerviosa. Me
agacho para recoger las piezas de puzle de la moqueta.
—El jardín aquí está precioso —digo al levantarme mirando por la
ventana, más allá de la abuela—. ¿Aún puedes salir a pasear cada día?
Quizá esté perdiendo la cabeza, pero la abuela no tiene ningún problema
físico.
Ella, no obstante, sigue murmurando algo acerca de Sheila y la chiquita
perversa.
Estiro los brazos sobre la mesa y tomo su mano nudosa entre las mías.
—Abuela…, ¿quién es Sheila?
Ella deja de balbucear y me mira a los ojos, esforzándose por
concentrarse.

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—No… no lo sé.
—En algún momento la policía querrá hablar contigo, pero solo porque
eras la dueña de la casa y…
Un fogonazo de pánico atraviesa su rostro.
—¿La policía? —pregunta mirando con cara de espanto a su alrededor,
como si esperara que un agente estuviera a su espalda.
—No pasa nada. Solo quieren hacerte unas preguntas. No hay nada de lo
que preocuparse. Es el procedimiento. Algo que han de quitarse de encima.
—¿Es Lorna? ¿Lorna se ha muerto?
Me trago la sensación de culpa.
—No, abuela. Mamá está en España, ¿lo recuerdas?
—Chiquita perversa.
Dejo ir la mano de la abuela con delicadeza y me recuesto en la silla. Ella
vuelve a balbucear para sí. Hoy ya no podré obtener nada de ella. No debería
haber mencionado los cuerpos. Ha sido injusto. Por supuesto que no sabrá
nada acerca de ellos. ¿Por qué habría de ser así? Estiro el brazo y ayudo a la
abuela con el puzle en un silencio cordial, tal y como solíamos hacer cuando
yo era pequeña. Primero los bordes.

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Theo
Theo entra en el camino de acceso y aparca el viejo Volvo al lado del
Mercedes negro de su padre, que parece un coche fúnebre. La vieja y
laberíntica casa se cierne sobre él como surgida de una película de terror,
eclipsa el sol y le provoca un escalofrío. Odia ese lugar. Desde siempre. Sus
amigos se quedaban impresionados cuando iban de visita, cosa que sucedía
rara vez —intentaba mantenerlos alejados de allí—, pero la piedra gris y
deprimente y las feas gárgolas que le observan desde el tejado como si
estuvieran a punto de abatirse sobre él siguen dándole repelús. Es una casa
demasiado grande para un anciano que vive solo. Theo no entiende por qué su
padre se niega a venderla. Duda que tenga para él algún valor sentimental. Se
imagina que será un símbolo de estatus. Theo nunca ha necesitado presumir
de sus posesiones. Tampoco es que tenga gran cosa en términos materiales,
pero en cualquier caso no mide su autoestima de esa forma. Es otra de las
cuestiones que su padre no logra comprender.
Entra sin llamar en el vestíbulo cavernoso, con su revestimiento de
madera, las escaleras en voladizo que ha odiado con inquina desde la muerte
de su madre y las cabezas de ciervo en las paredes. De pequeño esas cabezas
le provocaban pesadillas. Aspira el olor familiar a humo de leña y cera para
suelos. Su padre tiene una asistenta, Mavis, que acude un par de veces por
semana a limpiar y a lavarle la ropa, pero se supone que no ha de presentarse
hasta el día siguiente.
—¡Papá! Soy Theo —dice en voz alta.
No hay respuesta, así que sube las escaleras a la carrera hasta llegar al
estudio, que se encuentra en la parte delantera de la casa. Las suelas de goma
de sus zapatillas chirrían contra el suelo pulido. Su padre pasa un montón de
tiempo en el estudio. ¿Haciendo qué? Theo tan solo puede imaginárselo, ya
que se jubiló años atrás.
Nada más abrir la puerta del estudio se da cuenta de que su padre está de
mal humor; rezuma rabia. Su rostro alargado, con la nariz chata y familiar que
Theo ha heredado, está más sonrojado de lo habitual. Incluso la coronilla
asoma, colorada, a través de los restos de su cabello blanco y ralo.

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Cuando actúa de esta manera, Theo piensa que su padre es un capullo. En
realidad lo piensa la mayor parte del tiempo, incluso cuando no se comporta
como un niño malcriado en vez de como el consultor jubilado de setenta y
seis años que es. Se pregunta qué le habrá sacado de quicio esta vez. No es
que le cueste demasiado ponerse así. Lo más probable es que Mavis haya
guardado uno de sus trofeos de golf en el lugar equivocado. Theo se siente
muy agradecido por no tener que seguir viviendo con él.
Solo se ha pasado por ahí para ver cómo está. Igual que cada semana.
Porque, pese a que no fuera el mejor de los padres ni el más atento de los
maridos, siente que es su deber como hijo. Y sabe que es lo que su madre
habría deseado. Theo es la única familia que le queda a su padre. Y, a veces,
cuando este se olvida de comportarse como un imbécil redomado, en sus
momentos de mayor vulnerabilidad, cuando se sientan en el sofá a ver una
película juntos y él se queda dormido y su rostro transmite paz y vejez, con la
barbilla descansando sobre el pecho, Theo siente una oleada de afecto hacia
él. Acto seguido su padre se despierta y vuelve a ser el mismo cascarrabias
insoportable de siempre y la simpatía que Theo había experimentado hasta
hacía unos instantes se evapora.
Pese a todo, Theo intenta tener paciencia con él. Entiende que la pérdida
de su esposa —la madre de Theo—, catorce años atrás, resultó devastadora.
Caroline Carmichael apenas había cumplido cuarenta y cinco años cuando
murió, y era tan dinámica, tan cariñosa… Su desaparición ha dejado un
agujero abierto en sus vidas. Tampoco es que su padre vaya a admitir sus
sentimientos. Según él, mostrarse vulnerable es una forma de debilidad.
Prefiere ocultar sus emociones bajo esa fachada bronca. Pese a ello, Theo
siempre ha experimentado un respeto reticente hacia él. Es un hombre
brillante. Excepcionalmente listo y con un talento inmenso en su terreno.
Incluso ahora, después de jubilarse, continúa escribiendo artículos para
publicaciones médicas.
Theo se aclara la garganta. Su padre está tan ocupado cerrando los cajones
de golpe que en un primer momento no le oye. Theo ha de carraspear varias
veces antes de que su padre levante la mirada.
—¿Qué quieres?
«Encantador», piensa Theo. Ha tenido un día de mierda ayudando a
Simon, su cuñado, con una mudanza, y le toca el turno de noche en el
restaurante, que pese a encontrarse en una de las calles más importantes de
Harrogate, no es lo bastante elegante para impresionar a su padre. No
obstante, Theo disfruta trabajando allí como chef. Se siente sucio después de

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haber cargado con los muebles desde la furgoneta y necesita darse una ducha
antes de que den las seis de la tarde y comience su turno.
—He pensado que podía venir de visita y asegurarme de que estés
comiendo bien. Te he preparado un par de lasañas para que las congeles. —
Levanta la bolsa de plástico para ilustrar sus palabras.
Su padre gruñe a modo de respuesta antes de darle la espalda y continuar
rebuscando en uno de los cajones.
Theo se pasa una mano por el mentón. Tiene que afeitarse. A Jen no le
gusta nada que lleve esa barba incipiente, dice que le rasca la cara cuando la
besa. Se adentra en la habitación.
—¿Te puedo ayudar?
—No.
—Vale. De acuerdo. Te dejo esto en el congelador y me largo. Esta noche
trabajo.
Su padre no contesta. Inclinado sobre el cajón abierto, su cuerpo parece
un signo de interrogación. Theo ve el perfil de sus omóplatos a través del
polo. Siempre va arreglado, y eso es algo por lo que Theo se siente
agradecido. Se ducha a diario, se pone la misma loción de afeitar que lleva
años usando y se viste con su uniforme preferido: unos chinos y, si hace frío,
un polo elegante de Ralph Lauren con un suéter de punto trenzado y el cuello
en forma de uve. Si su padre se dejara, Theo comenzaría a preocuparse.
—No te olvides de comerte la lasaña. Te dará fuerzas.
—Te preocupas demasiado. Igual que tu madre.
Theo tiene una imagen de su encantadora madre dejándose la piel en un
intento fútil por hacer feliz a su padre. Entre ellos se llevaban dieciocho años.
En la escuela, los amigos de Theo solían pensar que su padre era su abuelo,
cosa de la que él se avergonzaba, aunque con toda probabilidad no le habría
importado si su padre se hubiera comportado como un abuelo bondadoso. Sin
embargo, sus amigos se quedaban impresionados cuando, de vez en cuando,
iba a recogerle a la escuela en su lujoso coche.
Cuando está a punto de abandonar la habitación, su padre se pone en pie y
comienza a frotarse los chinos. Es alto, más incluso que Theo, con las mismas
extremidades largas y un físico larguirucho. Theo ha de admitir que, para su
edad, sigue siendo un hombre atractivo, y continúa estando en forma gracias a
que juega de manera regular al golf en el club.
—Voy a mirar abajo —dice al pasar al lado de Theo, rozándole. No añade
información sobre lo que está buscando—. ¿Quieres quedarte a tomar una
taza de té?

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Mierda. Ahora Theo se sentirá obligado.
—Una taza rápida. Esta noche tengo que trabajar.
—Sí, ya me lo has dicho.
Su padre quería que estudiara Medicina para seguir los grandes pasos de
su importante familia. Cree que su trabajo de chef es poco más que una
afición. Theo sigue irritándose cada vez que piensa en ello, así que intenta no
hacerlo.
—Voy a poner la tetera —dice Theo, pero su padre no le contesta y sale
como una exhalación del despacho.
Las suelas de sus zapatos de cuero calado golpean con suavidad el parqué
laqueado.
En el momento en que Theo se dispone a seguirle, algo en el escritorio de
su padre le llama la atención. La mesa está inmaculada, igual que todo lo que
hay en el estudio, por mucho que haya estado rebuscando en ella. Pero sobre
el vade de cuero acolchado de color verde ha quedado un recorte de
periódico. Theo se pregunta si tendrá algo que ver con su madre. Pese a que
nunca ha querido hablar sobre su muerte, su padre conserva de manera
obsesiva cualquier papel en el que se mencione su nombre. Se acerca y,
cuando lo coge, se siente confundido al ver que no tiene nada que ver con su
madre. Está fechado la semana anterior y es una pieza pequeña, de pocos
párrafos, acompañada de una fotografía. Habla sobre una pareja joven de un
pueblo de los Cotswolds, en Wiltshire, que ha encontrado dos cuerpos en su
jardín trasero. «SKELETON PLACE», clama el titular. Los nombres de la pareja
están subrayados en rojo, igual que un tercero: el de Rose Grey. Debajo del
artículo alguien ha escrito: «Encuéntrala».

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6

Lorna
Está lloviendo con fuerza y Lorna maldice entre dientes cuando una de las
varillas se suelta de repente de la tela, el paraguas se cierra como un acordeón
sobre su cabeza y deja de proteger su cabello recién cortado. Después de que
el estilista —el fornido Marco— se haya pasado una eternidad secándolo para
obtener un acabado elegante, su peinado se hinchará hasta adoptar la forma de
una campana. Ella quería estar guapa para Alberto, hacer un esfuerzo de cara
a la cita que tienen esta noche. Después de dos años juntos, Lorna teme que
las cosas entre ellos se hayan estancado; ella trabaja de día, mientras que él se
queda hasta tarde supervisando el bar del que es dueño. Se lo imagina
coqueteando con jovencitas, recreando el papel de Tom Cruise en Cocktail.
¿Por qué, ay, por qué ha de escoger siempre a los hombres equivocados?
Demasiado jóvenes. Demasiado atractivos. Demasiado egocéntricos. Va a
cumplir cuarenta y uno dentro de tres meses. Debería tener más cabeza. Pero
no, no quiere pensar en términos negativos. Ese no es su estilo. Y, de todos
modos, él le ha prometido que se tomará la noche libre para que puedan salir
a bailar. Quizá logren recuperar un poco de la pasión del principio.
Lleva solo una chaqueta ligera de lino por encima del aburrido uniforme
del hotel (una blusa blanco crudo y una falda de color verde oscuro que le
llega hasta las rodillas, aunque lo ha combinado con una bufanda rosa chicle),
ya que esta mañana, cuando ha salido de casa, hacía calor. Los zapatos de
tacón le están rozando los talones. Cuando haya recorrido los diez minutos
que la separan del apartamento que comparte con Alberto estará empapada.
Pero sigue caminando con paso firme por la plaza, que está llena de gente,
intentando ignorar la raspadura en carne viva del talón. No se atreve a
detenerse, no sea que alguien se estampe contra su espalda. Tampoco es que
se queje. Adora el trajín de San Sebastián. El mar está agitado: las olas llegan
blancas y rabiosas a la orilla y hay un idiota haciendo surf entre su espuma.
Pese al mal tiempo, un grupo de turistas se ha acomodado en la playa,
decidido a que las tormentas no les estropeen la fiesta.
Ha tenido un día difícil en el trabajo. Es recepcionista en un hotel que ha
comenzado a llenarse, como sucede siempre durante esta época del año. Han
llegado varias familias procedentes del Reino Unido a lo largo de la semana,

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y algunas de ellas se han quejado del clima, ya que no esperaban dejar
Inglaterra en mayo con una ola de calor anticipada para encontrarse con estas
tormentas primaverales en España. Lorna les ha indicado cómo llegar al
acuario. Y comprende su decepción: han ido allí de vacaciones por el sol y la
playa y los restaurantes de tapas con terraza. Ella sintió lo mismo cuando
llegó por primera vez, sorprendida de que, en efecto, también lloviera en
España. Pero adora el lugar, le encanta su pequeño apartamento con patio en
un hermoso edificio sobre una calle de adoquines del casco viejo. Y la
comida. Podría comer paella y gambas y calamares cada día, por no
mencionar los pintxos.
Se toca las puntas del cabello, que se le ha mojado. Se ha pasado toda la
tarde sentada detrás del mostrador observando cómo los ocupantes del hotel
llegaban al vestíbulo empapados y decepcionados, suspirando por la visita a
la peluquería, y ahora su peinado está arruinado.
Después de otros cinco minutos caminando por un laberinto de calles
llenas de gente y rodeada por altos edificios de piedra coloreada con balcones
de hierro forjado, llega a casa. Cruza el enorme portal y entra en el vestíbulo.
Recorre el pasillo, largo y estrecho, dejando atrás el ascensor de cristal que
lleva al segundo piso, y entra por otra puerta en el extremo opuesto que
conduce, a través de un patio abierto, a dos dúplex perpendiculares entre sí: el
suyo y el de Mari. Mirando el edificio desde fuera, uno nunca diría que tras él
se esconda todo esto.
Mari, una mujer menuda de cincuenta y muchos con el pelo oscuro hasta
la cintura, está en la puerta de su apartamento sacudiendo una alfombra para
quitarle el polvo.
—Buenas noches —le dice mientras Lorna atraviesa el patio con cuidado
de no resbalar sobre las baldosas de terracota mojadas por la lluvia.
Lorna le sonríe y le devuelve el saludo con la mano, consciente de que
debe de parecer una rata ahogada. Abre la puerta del apartamento, que
conduce directamente al salón-comedor, con unas escaleras de madera que
suben hasta el segundo piso, donde se encuentra el dormitorio. La cocina y el
vestidor están en la parte trasera del apartamento, frente a unos edificios y una
pista de cemento para jugar al baloncesto cubierta de grafitis. A veces oye a
los chicos del barrio jugando en ella o escuchando música a altas horas de la
noche. Es reconfortante, hace que deje de sentirse sola mientras Alberto está
en el trabajo.
Se desprende de la chaqueta mojada, se quita los zapatos sacudiendo las
piernas y se agacha para examinarse el talón, donde le ha salido una ampolla.

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Se dirige con lentitud a la cocina de galera, donde pone la tetera a calentar. Se
siente tentada por la botella de vino blanco que guarda en la nevera, pero
acaba decidiendo que no. Más tarde podrá dejarse el pelo suelto, lleva siglos
sin hacerlo. Se apoya sobre la encimera mientras espera a que hierva el agua
de la tetera y mira el reloj. Son casi las seis. Debería tener tiempo suficiente
para alisarse el cabello antes de que Alberto vuelva a casa. Le ha prometido
que llegaría a las siete.
Se da cuenta de que hay dos vasos de vino en el fregadero. Estaba segura
de haber lavado los platos por la mañana, antes de irse a trabajar. Nunca deja
cosas sucias, la cocina es demasiado pequeña para permitírselo. Verla llena de
cacharros la estresaría. Había dejado a Alberto en la cama mientras este se
tapaba la cara con un brazo bronceado. Él le ha dicho que no tenía que estar
en el bar hasta las cuatro de la tarde. Así que… ¿qué ha estado haciendo
durante todo el día? Y, lo que es más importante, ¿con quién? Coge los vasos
de vino y los examina en busca de señales de pintalabios. No hay nada,
vuelve a dejarlos en el fregadero. Decide que se está comportando de una
manera ridícula. Ahí es donde empieza la locura. Por lo general ella no es así.
Es una persona confiada. Resulta que demasiado confiada: su novio anterior,
Sven, la dejó por otra persona cuando llevaban dieciocho meses juntos. Por
entonces ella vivía en Ámsterdam, se marchó de Inglaterra cuando Saffy
conoció a Tom. Tras romper con Sven no quiso quedarse allí y decidió
buscarse la vida en España. Al cabo de pocos meses conoció a Alberto y se
enamoró de él. Alto, musculoso, moreno, seis años más joven que ella:
Alberto. Pensó que él la haría sentirse más joven, pero ha acabado sucediendo
lo contrario.
El móvil comienza a vibrar sobre el escritorio y ella estira el cuerpo para
cogerlo. El nombre de Saffy lanza destellos en la pantalla y Lorna siente un
arrebato de felicidad, al que sigue una punzada de culpa. Lleva desde Navidad
sin ver a su hija y la echa de menos.
—Hola, cariño —dice al teléfono.
—Mamá… —Saffy suena vacilante, y Lorna le presta de golpe toda su
atención. Se pone en pie, imaginándose el rostro bello y un tanto inquieto de
su hija.
—¿Va todo bien?
—Sí…, bueno, no. Ha pasado una cosa rara.
No se va por las ramas. Es algo que le gusta mucho de su hija. Siempre
directa al grano.

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—Vaaale… —Lorna se prepara para las diversas catástrofes que podrían
ocurrirle a su única hija estando ella tan lejos, catástrofes por las que en
general intenta no preocuparse. Siente que se le encoge el estómago.
La línea telefónica comienza a crepitar y Lorna se dirige hacia el salón
mientras Saffy sigue hablando. ¿Acaba de decirle algo acerca de unos
cadáveres?
—… hace diez días, en el jardín, mientras los albañiles excavaban… —
Suena como una chica más joven de lo que es.
Lorna se hunde en el sillón de color verde lima, con el móvil aún clavado
a la oreja y el alma cayéndosele a los pies.
—¿Qué? —Se queda boquiabierta mientras su hija le cuenta los detalles.
¿Y por qué se está enterando en ese momento? Saffy le ha dicho que
sucedió hace diez días…
—La policía querrá hablar con la abuela, aunque aún no me han dicho
nada al respecto —dice Saffy—. ¿Sabes la fecha exacta en la que compró la
casa? Sé que nos dijo que fue en algún momento de los años setenta, pero
quizá se equivocó.
Lorna recoge las piernas y se hace un ovillo. La lluvia le ha mojado la
blusa y siente frío y humedad.
—No tengo ni idea. Ni siquiera sabía de la existencia de Skelton Place
hasta que nos lo contó el año pasado. Hasta donde yo sé, no llegó a vivir allí.
—Tienes las escrituras, ¿verdad? Ahí debería aparecer la fecha en que la
abuela compró la casa.
Lorna frunce el ceño.
—Las tengo en alguna parte, sí. Las buscaré. Pero es posible que la
policía ya disponga de esa información.
—Aunque así sea, me gustaría saberlo —dice Saffy—. Y la lista de
arrendatarios.
—Sería mejor que hablaras con su abogado…, veré si encuentro sus datos.
Saffy no debería tener que lidiar con esto por su cuenta. Lorna sabe lo
unida que está a su abuela, comparten un vínculo que Lorna nunca tuvo con
su madre. La quiere, por supuesto, pero siempre han sido muy diferentes. Su
madre es una persona reservada que nunca quería socializar ni vivir aventuras
y, como resultado, Lorna se descubrió rebelándose a una edad muy temprana.
Bebía y salía de fiesta a los catorce, se quedó embarazada a los quince. Su
madre, con resignación y tristeza, dijo que era una cría salvaje. Saffy fue el
mejor regalo que Lorna podría haberle hecho para compensarla por ello. Una
hija tranquila y estudiosa que prefería quedarse en casa los sábados por la

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noche antes que salir de fiesta. La enterneció ver el amor que sentían la una
por la otra. Y se le partió el corazón, sobre todo por Saffy, cuando a su madre
le diagnosticaron Alzheimer.
—Me vengo para Inglaterra —dice Lorna de repente—. ¿Puedo quedarme
contigo en la casa? Me encantaría verla.
—¿Venir aquí? Pero… no tienes por qué. No hace falta.
Lorna se traga la decepción.
—Quiero verte. Te echo de menos. Y también llevo tiempo sin ver a tu
abuela. Y podría ayudarte a solucionar las cosas.
—Mamá…, no creo que sea tan sencillo.
—Ya lo sé, pero me gustaría hacerte compañía. Sobre todo si la policía va
a estar husmeando, haciendo preguntas y alterándote. No me importaría
quedarme en un hotel…
—No, no es eso. Claro que puedes quedarte aquí. Tenemos un futón. —
Sigue una pausa—. ¿Vendrá Alberto contigo?
Lorna piensa en los dos vasos de vino del fregadero y se recuesta sobre
los blandos cojines del sillón.
—No. Si he de serte sincera, nos iría bien pasar un tiempo separados.
—Oh, mamá…
—No pasa nada. Todo está bien. Esta noche vamos a salir. Pero está liado,
con el bar… —Deja que sus palabras queden colgando en el aire.
Su hija es una chica lista, mucho más sensata que ella cuando tenía su
edad. No se dejará engañar. ¿Cuándo invirtieron sus papeles? Debería ser
Saffy quien la llamara para hablar de los problemas que tiene con su novio.
En su lugar, lleva cuatro años con Tom, mientras que Lorna a duras penas
puede conservar una relación con un hombre durante cuatro minutos.
—¿Qué vais a hacer esta noche?
Su hija se ríe de manera completamente desenfadada.
—Lo normal. Quedarnos en casa, pedir comida a domicilio y ver Netflix.
Lorna le sonríe al teléfono. De repente anhela estar allí. Con su hija,
comiendo fish and chips con los platos sobre el regazo, viendo películas.
—Cogeré un vuelo el sábado por la mañana. ¿Te parece bien?
—Iré a recogerte al aeropuerto de Bristol. Mándame un mensaje cuando
sepas los horarios.
Se despiden y Lorna sube las escaleras de madera hasta el dormitorio para
cambiarse y ponerse el vestido rojo y ajustado que tanto le gusta a Alberto. Él
lo llama «el Jessica Rabbit» porque le realza el busto. Mientras intenta
arreglarse el pelo, se pone a reflexionar sobre la conversación que ha

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mantenido con su hija. Dos cuerpos enterrados en el jardín. Un hombre y una
mujer. Un recuerdo, nebuloso y distorsionado, pasa revoloteando por su
cabeza —el fogonazo de un jardín, su oscuridad agujereada por los fuegos
artificiales que estallan en el cielo nocturno—, pero, antes de que pueda
atraparlo, este se aleja flotando como las semillas de un diente de león
llevadas por la brisa, lejos de su alcance.

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7

Saffy
Veo a mamá de inmediato. Está cruzando la zona de llegadas del aeropuerto
de Bristol a grandes zancadas, con una pamela de paja innecesariamente
grande y unos vaqueros piratas que revelan todas sus curvas. Lleva las
muñecas llenas de pulseras y unos enormes pendientes largos que reflejan la
luz mientras avanza. Parece un candelabro. Los hombres se la quedan
mirando. Es algo de lo que solía avergonzarme cuando era pequeña: la
exuberancia de mi madre, ese coqueteo intrínseco que le sale de forma natural
y el alarde constante de su escote; era mucho más joven que las demás madres
que se agolpaban ante la puerta de la escuela. Pero ya no. Al vivir en países
diferentes me he dado cuenta de lo mucho que la echo de menos. Me pregunto
si será porque yo misma voy a ser madre. No sé cómo le sentará la idea de
convertirse en abuela a los cuarenta y uno. ¿Hará que se sienta vieja? Me
trago la ansiedad. Ahora no puedo pensar en eso. Tengo demasiadas cosas en
la cabeza.
Como la llamada que recibí ayer por la tarde del detective.
Cuando mamá me ve, una amplia sonrisa le ilumina toda la cara y se me
acerca golpeando el suelo con sus sandalias de tacón, tirando de una maleta
con estampado de leopardo.
—¡Cariño! —exclama, y me envuelve en un abrazo. Su olor me resulta
familiar: perfume de Tom Ford y crema solar de coco—. Estoy encantada de
verte.
—Yo también. Tienes buen aspecto, mamá.
Ella se separa un poco sin llegar a soltarme para poder examinarme.
—Tú también —dice, y he de reírme ante la sorpresa que desprende su
voz—. Parece que has ganado un poco de peso. Te sienta bien. Ya sabes que
creo que estás demasiado delgada. —A continuación mira a su alrededor—.
¿Dónde está Tom?
—Nos está esperando en el coche con Nieve.
Ella entrelaza mi brazo con el suyo.
—Me alegraré de verle. Bueno, ahora háblame de esos esqueletos. Todo
esto parece increíble, ¿verdad? —Abro la boca para contestar, pero mamá
prosigue—: A ver, mientras la policía no irrumpa en la residencia y altere a tu

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abuela con un montón de preguntas… Dime el nombre del agente de policía
con el que estás tratando y averiguaré exactamente lo que están planeando.
Voy a…
Comienza a dolerme la cabeza. La quiero muchísimo, pero, Dios mío, no
para de hablar nunca.
Dejo que siga parloteando mientras nos dirigimos al coche. Tom está
apoyado sobre el Mini con la sonrisa desconcertada que siempre parece
adoptar cuando mamá está cerca. Nieve husmea el suelo entre sus pies.
—¡Tom! —exclama mamá corriendo hacia él, y le abraza.
Sus pulseras están a punto de darle en la oreja. Él me mira por encima del
hombro de mamá enarcando las cejas, y yo reprimo una carcajada.
—Me alegro de verte. ¿Has tenido un buen vuelo? —pregunta él,
liberándose de su abrazo.
Ella sacude una mano desdeñosa.
—Estaba repleto. He venido aplastada entre dos personas muy grandes. —
Se encoge de hombros—. Pero ya estoy aquí. Y debo decir que el clima es
más agradable que el que hay ahora mismo en San Sebastián.
Observo cómo mamá se sube con escasa elegancia al asiento trasero
mientras Tom coge su equipaje y lo guarda en el maletero. Hemos comentado
que, con la llegada del bebé, deberíamos cambiar de coche y comprarnos un
cuatro puertas. Pero, con la ampliación de la casa, vamos justos de dinero.
—Estoy emocionada con la idea de ver la casita —dice mamá echándose
hacia delante y cogiéndose al respaldo del asiento de Tom mientras yo saco el
coche del aparcamiento—. Después de hablar contigo encontré las escrituras
y le pegué un telefonazo al abogado… —Pues claro que hizo eso. Me apuesto
algo a que se puso con ello al minuto de colgarme el teléfono, pero agradezco
no haber tenido que hacerlo yo—. Al parecer, tu abuela compró la casa en
marzo de 1977 y vivió allí hasta que la alquiló, en la primavera de 1981.
Entonces se compró la casa de Bristol. —Todo esto lo dice sin hacer una sola
pausa para respirar.
—Entonces habrás vivido en la casa durante una época… —le digo
sorprendida—. ¿Lo recuerdas?
—Humm… No, la verdad es que no. Tendría unos tres años cuando nos
mudamos. Pero quizá verla de nuevo me refresque la memoria.
—Bueno, por dentro está un poco anticuada —le explico—. Sobre todo la
cocina, aunque Tom está haciendo unos progresos espectaculares con el resto.
—Le dirijo a Tom una sonrisa fugaz—. Por desgracia la habitación de
invitados aún tiene las paredes de color amarillo brillante.

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Mamá se ríe.
—Eso me irá como anillo al dedo. Bueno, cuéntame más cosas de tu
abuela.
Miro a mamá por el retrovisor. Se ha quitado el sombrero y en sus ojos de
color marrón oscuro hay un brillo de excitación. Pero también hay algo más,
un dolor que intenta esconder. Me pregunto cómo le irán las cosas con
Alberto. Siempre tengo la sensación de que mi madre está huyendo de algo.
Abro la boca para hablar, con la esperanza de que esta vez no me
interrumpa.
—Anoche me llamó un detective. Un tal Matthew Barnes. Parecía
bastante agradable, pero me dijo que había hablado con Joy, la directora de la
residencia. Ella aconsejó a la policía que entrevistaran a la abuela en Elm
Brook, porque allí se siente a salvo. Y que o tú o yo también deberíamos estar
presentes. Creen que se encuentra lo bastante bien para que la entrevisten
porque tiene algunos momentos de lucidez y parece recordar un montón de
cosas del pasado, lo cual podría ser útil.
—Yo también vendré —insiste mi madre.
—Vale, genial. Hummm… ¿Cuánto tiempo planeas quedarte? ¿Qué hay
de tu trabajo?
Mamá resopla por la boca.
—Me he tomado una semana libre. Creo que esto puede clasificarse como
una circunstancia especial, ¿tú no?
—Yo…, sí, bueno…, pero se trata solo de una formalidad. Tienen que
hablar con todas las personas que ocuparon la propiedad durante esos veinte
años.
—Ya lo sé. Pero me encantaría pasar un tiempo contigo, cariño. Llevo
desde Navidad sin verte.
«Y menuda pesadilla fue aquella visita», pienso. Pero, para ser justa, he
de decir que no fue culpa de mamá. Fue el tarado de su novio quien se
comportó de manera grosera y desdeñosa, actuando como si hubiera preferido
estar en cualquier otra parte, a ser posible en una playa española, en vez de
pasar el día en nuestro diminuto piso de Croydon. Y en el pasado, siempre
que estábamos juntas, tenía la sensación de que mamá se moría por regresar a
su vida llena de agitación.
Con el rabillo del ojo veo que Tom está mirando al frente con expresión
de «a mí no me metas en esto».
Giro hacia la circunvalación de Long Ashton. No hay nada que pueda
decir. Y tampoco es que no quiera pasar tiempo con ella, pero es que ahora no

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dispongo de la energía necesaria para lidiar con sus…, bueno, digamos que
con su energía. Ella nunca lo dice, no hace falta que lo haga, pero sé que no
aprueba que me haya establecido tan pronto. Hace unos años, cuando Tom y
yo nos fuimos a vivir juntos, intentó convencerme de que no lo hiciera. Y
cuando le conté que estábamos ahorrando para la entrada de una casa, me
recomendó que no me atara a una hipoteca siendo tan joven. Es evidente que
tenerme a los dieciséis arruinó su adolescencia. Y lo cierto es que ahora, a
juzgar por sus fotos de Facebook, parece estar compensándolo.
—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras —le digo intentando
ignorar el peso que noto en la boca del estómago.

Cuarenta minutos más tarde llegamos a Beggars Nook.


Mamá guarda silencio durante el tiempo suficiente para poder mirar por la
ventanilla los edificios de piedra de los Cotswolds.
—Qué lugar tan despampanante. Y qué nombre tan extraño. Un tanto
espeluznante. Y no lo sé, me resulta familiar, pero podría ser porque me
recuerda a esos pueblos tan bonitos de Agatha Raisin. ¿A cuánto está la
ciudad más cercana?
Pongo los ojos en blanco sin que ella lo note. La conozco. Lo más
probable es que ya esté planeando un día de compras. Este pueblo queda
demasiado apartado para ella.
—Chippenham, a unos doce o trece kilómetros.
—Trece kilómetros. Vaya. —Mira a su alrededor con cierto pánico en la
expresión, como un caballo a punto de desbocarse.
Nos dirigimos hacia el centro del pueblo y, cuando pasamos junto a la
plaza Mayor, mi madre suelta un grito ahogado.
—¿Qué es eso? —pregunta, señalando una construcción de piedra con
forma de cubo, los laterales abiertos y un chapitel sobre el tejado.
Descansa sobre un extremo de la plaza, allí donde convergen las tres
calles principales, y se encuentra delante de la iglesia. Es un punto de
referencia muy llamativo, rodeado de escalones de piedra por los cuatro
costados.
—Es la cruz de mercado —contesta Tom, al que se le ilumina la cara ante
la oportunidad de poder comunicar un dato—. Lo investigué cuando nos
mudamos. Data del siglo XIV. Al parecer, son bastante habituales en las
ciudades y pueblos con mercado, aunque nunca había visto una tan bonita.
Mamá frunce el ceño sin dejar de mirarla.

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—Me… me acuerdo de ella.
—¿En serio?
Ella parpadea.
—Es muy difuso, pero ya la había visto. Yo… —Niega con la cabeza—.
Resulta muy frustrante, pero es como si la imagen estuviera ahí, en el fondo
de mi mente, acompañada de una sensación. —Se lleva una mano al corazón
y veo, por el retrovisor, que ha cerrado los ojos—. Esta sensación… —Los
abre de golpe—. Pero acto seguido desaparece.
—Una vez leí —dice Tom— que nuestros recuerdos no dejan de
evolucionar, así que solo podemos acceder a la versión de ese recuerdo que
retenemos en la memoria por última vez, en lugar de al suceso original.
Pongo los ojos en blanco y me río, pero mamá permanece impávida —
cosa poco habitual en ella—, con la nariz pegada al cristal como una niña
ansiosa pero también un poco dubitativa. Le dirijo una mirada rápida a Tom y
él se encoge de hombros. Continúo subiendo por la colina hasta llegar a la fila
de doce propiedades conocida como Skelton Place. Aparco sobre el camino
de acceso, la grava salta como si nos saludase. Me siento aliviada al ver que
hoy no hay periodistas por los alrededores. Han transcurrido dos semanas
desde que aparecieron los cuerpos, así que tengo la esperanza de que ya estén
ocupados con otra historia.
—Cielos, el bosque es bastante lúgubre, ¿no? —observa mi madre—.
Rodea todo el pueblo. Me siento como si estuviera en el cuento de Caperucita
Roja.
—Puede serlo, sobre todo los días grises —contesto.
—Me sorprende que las casas no tengan nombre —dice—. Mirad qué
glicinia tan bonita. Y el techo de paja. Skelton Place número 9 suena tan…,
no sé. —Se estremece un poco—. Tan siniestro.
Sé a qué se refiere, aunque también me fastidia que le ponga peros a todo.
No es un nombre precisamente bonito y no parece pegarle a nuestra pequeña
propiedad. No es muy grande ni tiene el mismo valor que la casa de la abuela
en Bristol, pero nunca he vivido en un lugar tan hermoso, tan pintoresco y tan
de postal. En este momento la glicinia está esplendorosa y envuelve toda la
parte delantera de la casa como una boa de plumas de color lila oscuro. Y
desde el camino no se ve el agujero inmenso del jardín trasero.
Por derecho debería ser mamá quien viviera aquí, acompañada por el
juguete sexual del que se hubiera encaprichado en cada momento, y no Tom y
yo. Me ofrecí a pagarle algo de dinero procedente de nuestros ahorros. Ella se
negó. Hasta donde yo sé, mamá no tiene ninguna otra propiedad. El piso

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donde me crie, en Bromley, Kent, era de alquiler. Me dijo que no le gusta
sentirse atada a ninguna parte, pero a mí siempre me ha parecido un poco…
irresponsable.
Aún no hemos encontrado el momento de poner las escrituras a nuestro
nombre. Quería abordar la cuestión con mamá antes de comenzar a trabajar en
la ampliación de la cocina, pero todavía no lo he conseguido. Tampoco he
conseguido sacar el tema de mi embarazo. Soy consciente de que el tiempo
apremia.
Salgo del coche y me estiro. Me duele la espalda y tengo náuseas. Inspiro
profundamente el aire de la campiña mientras Tom y mamá se bajan del
vehículo. Ella lanza una risita cuando se le enreda el tacón en el cinturón de
seguridad, y Tom se suma a las risas mientras acude en su ayuda. A Tom se le
da muy bien la gente. Es tan paciente… Sé que será un padre excelente.
—Huele un poco mal —dice mamá, ya en el camino de acceso—. ¿Es
estiércol?
Le hago una mueca a Tom. Mientras rodeo el coche para unirme a ellos
veo que hay alguien junto al seto, al final del camino. Me quedo paralizada.
Es ese hombre de nuevo. El mismo al que vi el otro día merodeando por la
casa, y el que —estoy segura— pasó conduciendo a mi lado delante de la
residencia de la abuela.
—¡Tom! Ese hombre… —comienzo a decir, pero Tom también se ha
fijado en él y le pasa la correa de Nieve a mi madre.
—Malditos periodistas —murmura entre dientes.
—¿Por qué siguen dando vueltas por aquí si la policía no tiene pistas
nuevas? —digo alzando la voz.
Aún no han divulgado la noticia del cráneo aplastado.
—¡Eh! —le grita Tom acercándose a él, pero el hombre desaparece tras el
seto.
Veo a Tom salir corriendo detrás del tipo por el camino.
—¡Eh! ¡Espere! —Al llegar a la entrada se detiene, vuelve la cabeza y se
encoge de hombros—. Ha desaparecido.

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8

Lorna
Lorna observa a Tom mientras vuelve apresuradamente hacia el lugar donde
se encuentran. Al llegar junto a Saffy le pasa un brazo sobre los hombros y
Lorna siente una punzada de envidia ante el vínculo tan evidente que
comparten. Hubo un tiempo en que las cosas con Euan eran así, pero tener un
bebé siendo los dos adolescentes representó un peaje para su relación. Saffy
está guapa con ese mono que le queda un poco grande; se muerde el labio
como hacía de pequeña. Lorna siempre le repetía que dejara de hacerlo.
—Qué raro —dice Tom, que parece haberse quedado sin aliento—. Debía
de ser un periodista, pero ¿por qué ha salido corriendo? ¿Por qué no nos ha
preguntado nada?
Lorna le devuelve aliviada la correa de Nieve. Nunca ha sentido afinidad
con los animales.
La cara de Saffy parece contraída por la preocupación.
—Ya le había visto antes. El otro día —dice.
Lorna sabe que su hija va a exagerar. Se le va a disparar la imaginación.
Su pequeña Doña Agonías… A los cuatro años se le metió en la cabeza que
un monstruo o un dragón podía entrar en su apartamento, y Lorna tuvo que
pasarse algunos meses sentándose cada noche al borde de su cama para
convencerla de que eso no era posible.
—Cariño, no es más que otro reportero —le dice, apretándole el antebrazo
con dulzura—. Es lo que cabía esperar. Vamos, tengo muchas ganas de ver la
casa por dentro.
Saffy vuelve a echarle un vistazo a la calle. Sus grandes ojos de color
marrón se desplazan por ella veloces, como los de un cachorro asustado, pero
acto seguido se vuelve hacia Lorna, apretando los labios, y asiente con la
cabeza.
Tom las invita a pasar por la puerta arqueada hacia un pequeño vestíbulo
con vigas en el techo y madera desnuda en el suelo. Se hace a un lado para
que ellas entren primero. Lorna se da cuenta de que unos pocos centímetros
separan la cabeza de Tom de las vigas. El joven luce una expresión de orgullo
en la cara, y Lorna recuerda lo que Saffy le ha dicho en el coche.

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—Tiene un aspecto maravilloso, Tom —le elogia admirando las paredes
pintadas con Farrow & Ball y los tablones pulidos del suelo.
—Bueno, el salón está por aquí —dice Saffy señalando hacia una puerta
de madera a su izquierda—, y al final del pasillo está la cocina. Es pequeña,
pero hay sitio para una mesa. Más o menos. Y…
Pero Lorna ya ha girado de manera instintiva hacia la derecha, en
dirección a la estancia que hay justo antes de las escaleras. Abre la puerta y el
recuerdo estalla en su mente como un fogonazo. Una máquina de coser. El
sonido del pedal, ese clac, clac, clac. Parpadea con rapidez. Cuando la vista se
le aclara, ve que allí no hay ninguna máquina de coser. Solo un escritorio con
su ordenador debajo de la ventana, y unas paredes decoradas con un papel
anticuado y feo, de colores marrón y amarillo.
—Mi estudio —dice Saffy a su espalda—. Aún no nos ha dado tiempo de
pintarlo. ¡Dudo que hayan cambiado este papel en los últimos cincuenta años!
Lorna se vuelve hacia su hija y se obliga a sonreír. Una máquina de coser.
Su madre nunca tuvo una máquina de coser en la casa de Bristol.
—Es bonito —dice—. Tendrá un aspecto encantador cuando lo pintéis.
Saffy le dirige una sonrisa insegura, como si hubiera percibido que algo la
ha desconcertado.
—Y luego, en el piso de arriba… —Señala los escalones de madera
desnuda. ¿Eran así antes?—. Allí están los tres dormitorios. El principal en la
parte delantera de la casa, uno doble pequeño y uno individual que da al
jardín trasero y que es donde pondremos al be… —Saffy se detiene y una
expresión horrorizada atraviesa su rostro.
—¿Al qué? ¿Ibas a…? —De repente Lorna cae en ello. La redondez de la
cara de Saffy, el ligero aumento de peso…—. ¿Ibas a decir «al bebé»?
Las mejillas de su hija se vuelven de color fucsia y ella asiente con
expresión culpable.
—Sí. Estoy embarazada.
Lorna se tambalea. Embarazada. Mierda. Es tan joven… Aún es su bebé.
Siente la decepción como un golpe sordo en el pecho. Saffy solo tiene
veinticuatro años, apenas ha vivido. ¿Es que no ha aprendido nada de ella?
Siempre le ha dicho que esperara a ser mayor y a asentarse profesionalmente
antes de casarse y tener hijos.
—Yo… Vaya, es una noticia maravillosa, cariño —logra decir,
tragándose sus verdaderos sentimientos—. Felicidades. —Le da un abrazo,
pero nota a Saffy tensa. ¿Tan poco convincente ha sido? Se separa de ella
para dirigirse a Tom, que está plantado con gesto incómodo junto a la puerta,

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con su maleta aún en la mano y Nieve sentado a sus pies; su yerno tiene la
cabeza ladeada y la vista puesta en ella—. Para ti también, Tom. Vaya. —Se
vuelve hacia su hija—. ¿De cuánto estás? ¿Ya te han hecho la ecografía de los
tres meses?
Saffy asiente con la cabeza y el sonrojo le baja por el cuello, en dirección
a la camisa de rayas azules y blancas.
—Sí, ya estoy de diecisiete semanas. El bebé nacerá el 13 de octubre.
«Diecisiete semanas». Eso quiere decir que Saffy debió de saberlo hace
dos meses largos, quizá incluso tres. Lorna no puede evitar sentirse herida por
que su hija no acudiera a ella de inmediato. Ella también se lo ocultó a su
madre, por supuesto, pero fue porque ni siquiera había cumplido los dieciséis
cuando se enteró, y Euan era solo un año mayor. Pasaron cinco meses antes
de que Rose se diera cuenta. La hija única y rebelde de la tranquila y
tradicional Rose Grey había hecho lo que los vecinos llevaban años
prediciendo: logró que la dejaran preñada antes de terminar el instituto. Todo
el mundo la llamaba «bombicao», pero Lorna no se arrepentía de nada. Se
separó de Euan cuando Saffy tenía solo cinco años, pero lo intentaron de
veras: se fueron a vivir juntos y se casaron. Y, aunque se divorciaran a los
pocos años, Euan siguió siendo una parte importante de la vida de Saffy, que
de pequeña pasaba dos fines de semana al mes en su pisito de Londres. Lorna
sabe que los dos siguen manteniendo una buena relación. Ni ella ni Euan
volvieron a casarse, así que Lorna conservó el apellido de él.
Había imaginado el día en que se convirtiera en abuela. Era consciente de
que no sería muy mayor, habiendo sido madre a tan temprana edad. Pero,
joder, esperaba tener más de cuarenta y un años. ¿Qué pensaría Alberto?
Todas esas ideas pasan por su cabeza a gran velocidad. Y acto seguido
recupera la compostura. Está siendo egoísta. Esto no tiene nada que ver con
ella, sino con Saffy y con Tom y con su bebé.
—Me alegro mucho por ti, cariño. De verdad.
Saffy parece desinflarse aliviada.
—No es que lo planeáramos, pero… —Suelta una risita nerviosa—.
Bueno, ya sabes.
Lorna también se ríe.
—Lo sé. ¿Se lo… se lo has contado a tu padre?
—Todavía no. Quería decírtelo a ti primero.
Intenta no alegrarse por haberse enterado antes que Euan al menos.
—Bueno, pues adelante. Pongamos la tetera al fuego y me muestras dónde
estaban enterrados los cuerpos. Nunca pensé que diría esa frase.

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Tom anuncia que se va a dar una vuelta a la manzana con Nieve para
darles la oportunidad de ponerse al día, y desaparece por la puerta. ¿Por qué
Lorna tiene la sensación de que Tom no veía el momento de largarse? No
obstante, se alegra de tener a su hija solo para ella durante un rato.
La cocina es pequeña y está anticuada. Nada más entrar, Lorna se dirige
directamente hacia la ventana. Ve al otro lado del vidrio el desorden que reina
en el jardín: la excavadora abandonada, las losas que han desenterrado, el
agujero inmenso en el suelo y el bosque como inquietante telón de fondo. Le
provoca escalofríos. Percibe que Saffy está a su espalda, pero no se vuelve.
Tiene la sensación de que alguien le está soplando con suavidad en la nuca, y
se estremece. En el extremo del jardín, justo antes de que comience el bosque,
hay un árbol grande de flores de color violeta con una rama gruesa que parece
un brazo estirado hacia la casa. Traga aire de golpe.
—¿Qué pasa, mamá?
—Ese árbol… —Niega con la cabeza. Los pétalos de color violeta. Solía
meterlos en su cubo y hacer una pasta con agua. Lo recuerda—. De niña
jugaba en este jardín —dice—. Me resulta muy familiar. Creo… creo que en
algún momento hubo un columpio hecho con una cuerda en el árbol. Solía
fingir que hacía perfume con sus flores.
Siente la mano cálida de Saffy apretándole el hombro.
—Vaya, mamá.
Lorna se vuelve hacia su hija.
—¿Te sientes feliz de estar aquí? ¿Sabiendo lo que ha pasado?
Saffy palidece y está un poco llorosa.
—Es que… no tenemos ningún otro sitio adonde ir. Y antes de esto me
encantaba estar aquí.
Lorna traga saliva con dificultad.
—Lo sé.
—Y pasó hace mucho tiempo, ¿no es así? No tanto como esperaba. —Le
dirige una sonrisa fugaz y acto seguido desvía los ojos húmedos hacia la
ventana—. Me pregunto de quién se tratará.
—Es posible que la policía lo descubra a través de sus fichas dentales.
¿Podemos salir? Me gustaría verlo más de cerca.
—Podemos, ahora que la policía ha acabado de trabajar. Voy a buscar la
llave de la puerta trasera, espera un segundo.
Saffy se desplaza con lentitud, los hombros encorvados, y Lorna siente
deseos de estrecharla entre sus brazos.
—Ya está.

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Saffy ha vuelto, y Lorna se aparta de su camino para que pueda abrir la
puerta del establo. Salen juntas al jardín. El sol se está poniendo y los árboles
proyectan sus sombras sobre el césped.
Se dirigen hacia el terreno desnivelado para asomarse al agujero abierto:
es muy profundo y, al acercarse, Lorna huele la humedad de la tierra.
—¿Comprobó la policía que no hubiera más cuerpos? —pregunta
sintiéndose como cuando visita de vez en cuando un cementerio y toma
conciencia de los cadáveres que hay bajo sus pies, pese a saber que en este
caso ya se han llevado los dos cuerpos.
Saffy asiente con la cabeza.
—Trajeron unos perros especiales. Ya no hay más, no te preocupes.
Lorna le pasa el brazo por los hombros.
—Venga, tomémonos esa taza de té y luego puedes enseñarme mi
habitación.

Al rato Tom regresa con Nieve y todos ellos se apiñan alrededor de la mesa
de madera de la cocina para cenar; Saffy la ha alejado de la pared para hacerle
sitio a Lorna. Entonces ella vuelve a sacar el tema del bebé.
—Bueno, ¿habéis pensado ya algún nombre?
—La verdad es que no —contesta Saffy con la boca llena de salsa
boloñesa.
—¿Queréis saber el sexo?
Saffy le dirige una mirada fugaz a Tom.
—No. Nos gustaría que fuese una sorpresa.
—A ti te gustaría que lo fuera —dice Tom cordial—. A mí no me
importaría averiguarlo.
—Es solo que pienso que será una bonita sorpresa.
—Pero, si nos lo dicen, ¡sabremos de qué color hemos de pintar su
habitación!
Saffy pone los ojos en blanco.
—Siempre tan pragmático —dice con cariño—. ¿No podemos pintarla de
color gris claro?
Lorna intenta no hacer una mueca. ¿A qué viene tanto gris? ¿Qué ha
pasado con los demás colores?
Saffy estira el brazo sobre la mesa, toma la mano de Tom y se la aprieta.
En las demostraciones de afecto, Saffy ha salido más a su padre, pero es que
irradia amor por este hombre. Eso hace que Lorna sea más dolorosamente

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consciente de lo que no comparte con Alberto. En realidad, de lo que no
compartió con ningún otro hombre de su pasado, salvo quizá con Euan. Pero
es que eran tan jóvenes…
Saffy deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa con los ojos vidriosos.
—No dejo de pensar en la abuela. Tendría que estar aquí, con nosotros.
—Ya lo sé, cariño —contesta Lorna con dulzura.
A su hija se le llenan los ojos de lágrimas.
—¿Crees que está bien en ese lugar? Me da miedo que sea infeliz y que
no comprenda por qué está allí. Que se asuste en algunos momentos. ¿Crees
que podríamos traerla aquí de visita?
—Eso quizá la confunda. Y allí la cuidan bien. Es una buena residencia,
lo investigué.
Saffy siempre ha sido muy sensible, como le gustaba decir a Lorna. Es
una chica tan sensible… Una vez, a los nueve años, durante unas vacaciones
en Portugal, rompió a llorar en el restaurante al ver a las langostas del tanque,
listas para que se las comieran. Tardó días en superarlo. Se pasaba horas
preocupada por un sin techo con el que se cruzaban por la calle, o por algún
perro abandonado.
—Pero… no es su casa, ¿verdad?
—Estando aquí debes de acordarte mucho de ella.
El rostro de Saffy se desmorona.
—Sí. Y la echo de menos.
—Yo también.
Lorna se da cuenta con una sacudida de que es verdad. Cuando nació
Saffy su madre se volcó en su única nieta, y las dos han estado siempre muy
unidas. Lorna se alegró de que se quisieran tanto e intentó, lo intentó de veras,
que no le importara ser la tercera en discordia cuando coincidían todas juntas.
Se parecían tanto entre sí… Lorna era consciente de ello. Pero mientras que
su madre permitió que sus diferencias abrieran una brecha entre ellas, Lorna
se prometió que nunca dejaría que le pasara lo mismo con Saffy.
—¿Por qué no me enseñas dónde irá la habitación del bebé? —sugiere
con la esperanza de animar a su hija.
A Saffy se le ilumina el rostro y conduce a Lorna hacia el pasillo y
escaleras arriba.
—Aquí pondremos un tapete, pero aún no nos hemos decidido por uno.
Quizá de lana natural… —Se encoge de hombros—. O algo así.
Al llegar al final de las escaleras entran en una habitación muy pequeña.
No mide más de dos metros y medio por tres y tiene una chimenea en la pared

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de la izquierda, pero Lorna se da cuenta de que es perfecta para un bebé. De
momento, salvo por unas pocas cajas apiladas en un rincón, está vacía. Han
levantado la moqueta y los tablones del suelo están al descubierto. El papel de
las paredes, descolorido. Pero, nada más entrar en la habitación, Lorna se
siente abrumada por una sensación de déjà-vu tan intensa que ha de sujetarse
al saliente de la ventana.
—¿Qué pasa? —pregunta Saffy con voz alarmada—. ¿Te encuentras
bien?
—Es solo…
Lorna se dirige hacia la ventana, que da al jardín trasero. Desde ella se
puede ver el árbol de color violeta. Solo mantenía esa tonalidad en primavera;
a continuación las hojas se volvían de color verde y, con la llegada del
invierno, caían formando una alfombra sobre el césped. Lorna se vuelve y
estira el brazo para tocar el papel de la pared. Lo recuerda. Recuerda estar
tumbada en esa misma habitación, intentando descifrar rostros en los rosales
del empapelado.
Se vuelve hacia su hija.
—Creo que este era mi dormitorio.

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9

Theo
La tumba parece desnuda. Las rosas amarillas que dejó en ella la semana
pasada ya están marchitas, se han puesto de color marrón. El calor debe de
haber acelerado su deterioro.
—Así que tu padre ha vuelto a fallar… —dice Jen a su lado, dando voz a
sus ideas.
—¿Te sorprende? —pregunta él intentando mantener un tono
desenfadado.
Su esposa enarca las cejas, que siempre lleva bien cuidadas, a modo de
respuesta. Le aprieta el brazo con suavidad, pero no dice nada. Theo sabe que
no le cae bien su padre —y ¿por qué habría de gustarle, viendo cómo la trata?
—, pero nunca habla mal de él. Ella le da el ramo de flores de colores
brillantes que han comprado de camino al cementerio.
—Os dejo solos un rato.
—No hace falta.
—Ya sé que te gusta hablar con ella.
Él le dirige una sonrisa fugaz.
—Y te parece raro.
Se lo contó al principio de su relación y se arrepintió de inmediato. No
quería que lo tomara por un niño de mamá afligido.
—Claro que no es raro. Es solo que me hubiera gustado tener la
oportunidad de conocerla.
—Le habrías caído de fábula.
Y es cierto. Le pasa con todo el mundo. Gracias a su personalidad
efervescente y a su naturaleza cálida, Jen es una de esas personas que se
hacen querer de manera instantánea. Te hacen sentir cómodo desde el primer
momento.
Ella estira el cuerpo y, de puntillas, le da un beso.
—Estaré por allí, leyendo viejas lápidas.
—Bueno, eso sí que es raro… —contesta él riéndose.
—¡Eh! ¡Es interesante! —Le dirige una sonrisa por encima del hombro
mientras se aleja en dirección a una tumba vieja y agrietada sobre la que
descansa un ángel enorme.

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Theo la observa: el roce de su falda veraniega y la camiseta ceñida, los
hombros echados hacia atrás, el paso confiado, el pelo de color rubio rojizo
recogido en un moño que se bambolea mientras ella avanza a grandes
zancadas hacia la parte antigua del cementerio.
Acto seguido se vuelve hacia la tumba de su madre.
—Se está haciendo la valiente, mamá —dice—. Aún no se ha quedado
embarazada y sé que eso le preocupa. Llevamos casi un año intentándolo. —
Se pregunta si, en caso de que su madre siguiera viva, él se mostraría igual de
sincero con esos temas.
Se agacha para sacar las rosas muertas del jarrón. El olor fétido del agua
podrida le sube por la nariz y le golpea en la garganta. Las arroja dentro de la
bolsa de plástico que tenía preparada para llevar al compost y coloca el ramo
nuevo.
Theo visita a su madre cada sábado —casi siempre sin Jen, que por lo
general está trabajando en la ciudad, en el salón de belleza, y solo tiene un
sábado libre al mes—, y cada vez llega con la esperanza de ver algo más que
las flores podridas que dejó la semana anterior; algo que le indique que su
padre ha estado allí. Que en realidad le importa. Pero lleva años sin encontrar
nada. Si echa la vista atrás, piensa que es algo que fue sucediendo de manera
gradual, a lo largo del primer o el segundo año su padre fue dejando de ir.
Sospecha que ya no visita la tumba porque se emociona demasiado. Al no
visitarla puede fingir que aquello no pasó.
Theo se arrodilla sobre la hierba seca y resigue con los dedos la fecha de
la lápida: MIÉRCOLES, 12 DE MAYO DE 2004. Es el decimocuarto aniversario de
su muerte. ¿Cómo pueden haber transcurrido catorce años, se pregunta, si él
tiene la sensación de que sucedió el día anterior? Theo estaba en la
universidad, en York, cuando recibió la llamada que le cambió la vida. Tenía
diecinueve años. Y, pese al calor que hace, siente un escalofrío al recordarlo.
La voz profunda y autoritaria de su padre, cargada de emoción al final de la
frase. «Se ha caído —le dijo—. Se ha caído por las escaleras y está muerta.
Lo siento, hijo. Lo siento mucho». Theo estaba plantado ante la barra del bar
estudiantil, encajonado entre sus colegas, con el móvil en la mano; fue
incapaz de comprender lo que le decía su padre mientras a su alrededor todos
bebían y cantaban felices. «Tienes que venir a casa». Se subió al autocar de
inmediato, agradecido por no haberse emborrachado. Solo había tenido la
oportunidad de beberse media pinta. Pese a todos los años que han
transcurrido, recuerda con claridad el trayecto entre York y Harrogate. Se
acuerda de que esperaba que su padre estuviera confundido y se hubiera

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equivocado, aunque era consciente de que no había ningún problema con su
mente, siempre despierta.
En el hospital le dio la impresión de que él estaba roto. Mermado y viejo.
«¿Qué voy a hacer? —repetía una y otra vez con tez cetrina—. ¿Y ahora qué
voy a hacer?»
Theo nunca regresó a la universidad para graduarse en Medicina. En su
lugar pasó el resto de aquel curso con su padre en la horrible mansión que
siempre había odiado, intentando encontrar recuerdos de su madre en todos
los rincones. Pero al cerrar los ojos por la noche lo único que veía era la
imagen de su madre cayéndose por esas malditas escaleras de roble en
voladizo, para acabar desplomada y rota a sus pies. Al parecer se pasó todo el
día allí, hasta que su padre volvió del trabajo y se la encontró. Él le contó que
había muerto al instante, pero hoy por hoy Theo sigue sin saber si debe
creerle. No puede dejar de torturarse pensando en ella tirada sobre el parqué
pulido con cera de abeja, sufriendo, incapaz de llegar hasta el teléfono para
pedir ayuda. Murió mientras Theo estaba ocupado follándose a su primera
novia en el pequeño dormitorio del apartamento que compartía con otros
estudiantes en York. En septiembre, para escarnio de su padre, se pasó al
grado de Restauración y Hostelería. Pero sabía que su madre se habría
alegrado por él, que le habría dicho que la vida es demasiado corta.
Aunque el cementerio está tranquilo, Theo baja la voz para hablar con su
madre. Le describe el artículo que halló dos días atrás en el estudio de su
padre.
—Creo que papá está intentando encontrar a alguien —dice pellizcando
una brizna de hierba, que tiene la consistencia de la paja.
No ha podido dejar de pensar en ello. Memorizó los dos nombres que
aparecían en el artículo. Saffron Cutler y Rose Grey. «Encuéntrala». Pero ¿a
cuál de las dos y por qué?
A raíz de la muerte de su madre, al esconderse, al negarse a hablar de
cualquier tema importante, su padre se convirtió en un enigma para Theo. En
los meses que siguieron al accidente, mientras los dos se paseaban nerviosos
por la casa, Theo pensó —con ingenuidad, constata ahora— que podrían
consolarse el uno al otro. Quizá hasta acabarían más unidos. Pero en su lugar,
tras aquella primera noche en el hospital, con la extraña efusión emotiva de su
padre, no hubo nada. Solo silencio. Su padre volvió al trabajo después del
funeral y dejó a Theo para que se regodeara en la soledad y en la aflicción.
Theo sabía que el matrimonio de sus padres había distado mucho de ser
perfecto. Mirando atrás, se daba cuenta de que su padre era un hombre

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posesivo. La manera en que le exigía a su madre que se cambiara de ropa
cuando pensaba que se había vestido «como una zorra», tal y como él decía…
A Theo jamás se le hubiera ocurrido que su madre pareciera una zorra. Si
algún día le dijera algo así a Jen, ella le cruzaría la cara de una bofetada, y con
toda la razón. Theo sonríe para sí al pensar en lo peleona que es su esposa. Su
pequeña bomba incendiaria. Pero su madre se limitaba a suspirar con buenas
maneras y a ponerse algo más recatado para satisfacer a su marido. Salía muy
rara vez con sus amigas; de hecho, Theo no recuerda que tuviera una sola
amiga de verdad. Sus padres quedaban con otras parejas —gente mayor, del
trabajo de él— e iban a galas recargadas y a cenas. Pero su madre nunca se
alejaba demasiado de su marido.
Theo jamás supo cómo pasaba su madre el tiempo en aquella casa
mientras su padre estaba en el trabajo, pero ella nunca tuvo un empleo. Una
vez, a los dieciséis años, volvió del colegio antes de tiempo y se la encontró
llorando ante el tocador. Tenía los ojos hinchados y él tuvo la seguridad de
haber visto un cardenal inflamado en su hombro, pero ella se lo tapó
rápidamente con una chaqueta de punto cuando él entró en el dormitorio. Le
preguntó si se encontraba bien y, en un extraño momento de sinceridad, ella
contestó:
—Me siento como una prisionera.
Y a continuación le dirigió una sonrisa llorosa y le dijo que se estaba
comportando de manera ridícula, que era cosa de las hormonas y que la
ignorara. Pero a Theo la inquietud le duró varios días. Se dedicó a observar a
sus padres con mayor detenimiento. La manera en que se trataban era muy
diferente de la que veía en los padres de sus amigos. «Es su manera de ser,
cariño. Tu padre es un hombre brillante. Trabaja muy duro. Es solo que a
veces se estresa un poco». Pero nunca vio que su padre le levantara la mano.
De ser así, le habría dado una paliza.
—Hay tantas cosas que me gustaría poder preguntarte… —dice ahora—.
Y te prometo que, si algún día tengo la suerte de convertirme en padre, no
seré un lisiado emocional como él. —Se pone en pie y se sacude los tejanos
para quitarse el polvo—. Hasta la semana que viene. Te quiero, mamá.
Se aleja tranquilamente en busca de Jen, que está plantada junto a una
tumba inmensa, de dos siglos de antigüedad, en la que pueden leerse los
nombres de unos diez miembros de la misma familia. Llega por detrás de ella
y le pasa los brazos por la cintura.
—Ya está —dice él.

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—¿Y si vamos a tomar un café? —pregunta ella mientras se vuelve.
Entonces frunce el ceño—. ¿Qué sucede? Pareces… inquieto.
—No lo sé. Tengo la sensación de que algo va mal. Con papá. Por ese
artículo. —Le había hablado a Jen de él al acabar el turno de aquella noche.
—¿Por qué no le preguntas de qué se trata?
—Mi padre no es como el tuyo. —Su suegro está en las antípodas de su
padre: es cálido, amable, gracioso, cariñoso.
—Ya lo sé, pero si se lo preguntas cara a cara, no podrá escabullirse.
Theo… —dice ella con dulzura—. Sabes que te quiero, pero cuando se trata
de tu padre…, no sé…, es como que andas pisando huevos.
Él se ríe.
—¡Pisando huevos!
—Sí, pisando huevos. Es como si le tuvieras miedo.
—¡Tú conoces a mi padre!
—Sí. Es tremendo. No te voy a engañar.
Su mujer está siendo diplomática. Ni siquiera ella, con su personalidad
efusiva y chispeante, ha logrado ganarse a su padre. Nunca se lo ha contado a
Jen, pero después de llevarla a casa por primera vez, él le dijo que era una
chica normal y corriente. Fue la única ocasión en que se enfrentó a su padre
después de la muerte de su madre. Le dijo que la amaba y que, si se enteraba
de que le decía o hacía algo desagradable, no volvería a dirigirle la palabra.
Su padre pareció sorprenderse y murmuró entre dientes que la relación no iba
a durar. Pero ahí estaban, cinco años después, casados desde hacía tres.
—No me contará la verdad. Papá debería haber sido político.
—Tiene que haber alguien a quien se lo puedas preguntar. Sé que tus
abuelos están muertos, pero… ¿algún primo, quizá?
Theo coge a su esposa de la mano y los dos salen paseando del
cementerio. No conoce a sus primos. Es algo que a Jen le cuesta comprender
porque tiene una familia enorme y todos se llevan bien.
—Comenzaré por preguntárselo a él. Y si no me da lo que quiero, lo
averiguaré por mí mismo.
—Bien. Y yo te ayudaré. Será una distracción. —Le sonríe, pero tiene los
ojos demasiado brillantes.
Es como si alguien le estuviera estrujando el corazón.
—Jen…, podríamos ir a ver a alguien. Que nos hagan algunas pruebas…
Ella niega con la cabeza y un rizo rubio le cae sobre los ojos.
—Aún no. No estoy preparada para enfrentarme a eso. De momento
vamos a esperar.

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Él le besa la mano a modo de respuesta, pero ya tiene la cabeza puesta de
nuevo en su padre y en el artículo de periódico. «Mañana —se promete—.
Mañana averiguaré a quién está buscando mi padre y por qué».

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Lorna
La casa está demasiado oscura y silenciosa, y a Lorna le cuesta dormirse
sobre ese futón tan duro sabiendo que su hija y el novio de esta se encuentran
al otro lado de la pared. Aún no se ha acostumbrado a la idea de que su única
hija practique sexo y ahora vaya a tener un bebé. Un bebé. No puede creer
que vaya a convertirse en abuela.
Echa de menos los sonidos de San Sebastián: las risas y los chillidos
ocasionales de los adolescentes, la música procedente de un restaurante de
pintxos cercano. Los ruidos reconfortantes de la vida urbana, no este silencio
terrible. Acaba pensando en Alberto. Se pone de lado y coge el móvil de la
mesilla. Es pasada la medianoche. En España, una hora más. Supone que él
seguirá en el bar, como buena ave nocturna que es.
Se incorpora e intenta quitarse de la cabeza la imagen de su novio rodeado
por una bandada de mujeres ligeras de ropa. No tiene sentido quedarse
tumbada intentando dormir. Padeció insomnio en el pasado y todos los
consejos que leyó sobre el tema recomendaban levantarse de la cama. Se echa
encima el quimono de color rosa oscuro, abre la puerta del dormitorio con
cuidado para no despertar a Saffy y a Tom, y atraviesa lentamente el pasillo
hasta la habitación pequeña. Se siente atraída por ese dormitorio, por la
oportunidad que le ofrece de comprender su pasado. Abre la puerta, se encoge
cuando esta chirría y entra en la estancia.
La ventana carece de cortinas, y la luz de la luna se cuela en forma de
esquirla e ilumina una mancha de barniz ennegrecido pegada como la brea a
uno de los tablones del suelo. Lorna se detiene delante de la ventana que da al
jardín. El agujero en el suelo parece todavía más amenazador en la oscuridad.
El bosque, denso y frondoso, recorre su contorno posterior. Lorna obliga a su
cerebro a recordar más.
—¿Qué sucedió aquí? —le pregunta en un susurro a su reflejo.
Pero este se limita a devolverle la mirada, como un espíritu maligno de
cabello largo y rizado y ojos desorbitados y afligidos. Se aparta de la ventana
y examina la habitación. Su cama estaba en ese rincón, junto a la puerta,
donde ahora descansan las cajas. Sí, sí, se acuerda de eso. Tenía una
estructura blanca, de hierro, y una amplia manta de ganchillo llena de colores,

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con grandes margaritas amarillas; debajo de ella guardaba un par de zapatos
de charol de color rojo, como los de Dorothy en El mago de Oz. Llevaba
mucho tiempo sin pensar en esos zapatos. Eran sus favoritos. ¿Adónde irían a
parar cuando se mudaron a Bristol? ¿Y la cama de hierro y la manta de
ganchillo?
El empapelado está desleído en algunos lugares, amarillento en otros. La
chimenea necesita que la renueven y una gruesa capa de polvo cubre la repisa
de madera. Es evidente que los anteriores arrendatarios no usaban este
espacio. Saffy y Tom tendrán menos trabajo si quieren convertirla en el cuarto
del bebé. Lorna se vuelve hacia la ventana. Una nube pasa por delante de la
luna, así que durante unos instantes el bosque y el jardín ofrecen un aspecto
desolador y siniestro.
Debería volver a la cama y ponerse a leer. Tiene por comenzar la nueva
novela de Marian Keyes. Tira del quimono para envolver su cuerpo con más
fuerza. Ha cogido frío y tiembla ligeramente.
Cuando está a punto de dar media vuelta y marcharse, algo brillante llama
su atención. Ha sido un pequeño destello entre los árboles del bosque. Pega la
nariz al vidrio y con las manos forma un círculo alrededor de la cara. Se le
acelera el corazón. Parece una linterna. ¿Hay alguien ahí, observando la casa?
Parpadea, pero no aparta la mirada del punto de luz, del brillo que lo rodea
como un halo y que se desplaza entre la oscuridad de los árboles. Y, acto
seguido, este se desvanece con la misma rapidez con la que ha aparecido.
Lorna se queda diez minutos más, esforzándose por sacar algo en claro, pero
allí no hay nada.

A la mañana siguiente no le menciona el incidente a su hija. Sabe que solo


logrará que se preocupe, y es lo último que desea. En su lugar, después de
vestirse y de desayunar —una de las fritangas de Tom, se da cuenta de que
Saffy se limita a jugar con ella sobre el plato—, les dice que le gustaría dar
una vuelta por el jardín.
—Voy contigo —contesta Saffy, haciendo ademán de levantarse de la
mesa.
Tom ya se ha puesto la ropa vieja de los arreglos, les ha dicho que quiere
comenzar temprano a pintar la barandilla del vestíbulo.
—No, no pasa nada. Acaba de desayunar. Voy a ver si algo me refresca la
memoria.
—Oh…, vale. Buena idea.

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Aunque el sol brilla con fuerza esta mañana, el aire es frío y el césped está
cubierto de rocío. Al salir al jardín Lorna siente que la humedad se cuela por
los laterales de sus sandalias. Inspira con fuerza el aire del campo, libre de
contaminación. Esta mañana tiene un aroma más refrescante, como el de la
ropa recién lavada. Ignora el agujero en el suelo y continúa caminando hasta
el hermoso árbol de color violeta, que está en el extremo del jardín. Se
pregunta qué tipo de árbol será. Toma nota mentalmente de que debe
preguntárselo a Saffy. Se vuelve hacia la casa para asegurarse de que su hija
no la está observando y encaja el pie en una de las ramas bajas y gruesas para
ayudarse a sortear el muro. La acción le sale de una forma tan natural que
tiene que haberla realizado antes. Se sujeta al tronco buscando apoyo antes de
saltar al otro lado.
Allí el terreno es más elevado. Frente a ella se extienden pequeños
senderos que serpentean entre los árboles y a cuyos lados crecen las
campanillas. Lorna examina el punto donde vio la luz la noche anterior. No
está segura de lo que espera encontrar. ¿Huellas, quizá? Pero el suelo está
demasiado seco. Y entonces repara en algo. Hay un grupo de campanillas
aplastadas, como si alguien las hubiera pisado hace poco. Se acerca a ellas,
estudiando el terreno, y entonces ve algo más entre las flores pisoteadas. Tres
colillas.
Lo de la noche anterior no fue fruto de su imaginación. Alguien
aprovechó la oscuridad para colarse en el bosque. Alguien estuvo observando
la casa. Observándolos a ellos.

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Segunda parte

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11

Rose
Nochebuena de 1979

El pueblo nunca había estado tan bonito como la tarde en que conocí a
Daphne Hartall.
A lo largo de la calle Mayor, de una farola a otra colgaban luces blancas y
cálidas que titilaban contra la negrura del cielo. Los miembros del coro de la
iglesia se habían colocado sobre los peldaños de la cruz de mercado y
cantaban Noche de paz delante del inmenso árbol de Navidad, y algunos
tenderetes destartalados rodeaban la plaza. Melissa Brown, la dueña del único
café de Beggars Nook —que tenía el imaginativo nombre de Melissa’s—
había abierto hasta tarde para servir bebidas calientes y tartaletas de frutas. El
olor de las castañas asadas y el vino caliente y especiado llenaba el aire.
Y esa Navidad ya eras lo bastante mayor para apreciar la magia de todo
aquello.
—Mami. ¿Bebida?
Bajé la mirada hacia ti. Tenías la naricita respingona roja por el frío, y la
bufanda de color rosa que te había tejido te cubría la barbilla. Ya había
oscurecido y aún no era la hora de cenar.
—¿Por qué no? —contesté con una sonrisa, y tomé tu mano suave y
lanuda entre las mías—. ¿Qué te parece un chocolate caliente?
Soltaste un chillido de emoción e intentaste tirar de mí para cruzar la
plaza.
Y en ese momento la vi.
Vi a la mujer que iba a cambiar mi vida. Aunque, por supuesto, entonces
aún no lo sabía.
Parecía estar triste. Eso fue lo primero que pensé. Estaba plantada sola
junto a la cruz de mercado, echándose el aliento sobre las manos desnudas
mientras observaba al coro. Llevaba puesto un abrigo de terciopelo de color
verde oliva al que le habían cosido parches de colores, y los pantalones
acampanados le quedaban un poco grandes por la zona de los muslos. Era
muy delgada, observé; se le marcaban las clavículas sobre la camisa. Llevaba
una boina de ganchillo calada sobre el cabello rubio, peinado con la raya al

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medio, y una bolsa enorme colgaba de su hombro. Me di cuenta de que era
nueva en el pueblo. Se le veía en la mirada. Y yo me encargaba de estar
pendiente de los recién llegados, pese a que siempre mantenía las distancias.
Tenía que hacerlo. Por mi seguridad. Y por la tuya. Aquel pueblo perdido en
las profundidades de los Cotswolds era un lugar al que la gente iba a
esconderse. Y yo podía reconocer a un espíritu afín nada más verlo.
—Mami —me urgiste, tirándome de la mano.
—Perdona, Lolly —dije.
Aparté la mirada de la extraña y te seguí hacia el interior del café. Se te
iluminaron los grandes ojos castaños cuando Melissa te dio el chocolate
caliente en una taza blanca para llevar, coronada por un remolino de nata. Me
reí y te dije que no te lo acabarías nunca. Salimos del café y nos quedamos
fuera, con los dedos enroscados alrededor de las tazas calientes. Mientras tú
lamías la nata del chocolate, yo me puse a buscar a la mujer entre el grupo de
gente que se había reunido junto al árbol de Navidad. La vi desplazarse por la
multitud, los hombros encorvados contra el frío, lanzando miradas furtivas
aquí y allá, como si tuviera miedo de algo. Parecía un animal al que
estuvieran dando caza. ¿Era ese el mismo aspecto que tenía yo tres años antes,
cuando llegué al pueblo embarazada de ti y desesperada por comenzar de
nuevo?
—Espera un momento, cariño. Tengo que comentarle algo a Melissa.
Te solté la mano y entré en el café. Melissa Brown era una mujer
voluminosa de pelo entrecano, cortado por los hombros, recogido a los lados
y con la raya al medio; se trataba de una persona anticuada tanto en sus
opiniones como en su aspecto. No estaba casada y llevaba toda la vida en
Beggars Nook. Como resultado, lo sabía todo acerca de todo el mundo.
Bueno, de casi todo el mundo. Sé que a mí me consideraba un enigma porque
me lo había mencionado en numerosas ocasiones. «Querida Rose —solía
decirme, sujetando mis manos entre las suyas, grandes y húmedas—. Menudo
enigma estás hecha». La frase acostumbraba surgir después de que yo evitara
una de sus numerosas preguntas. Pero siempre se portó bien conmigo e
intentó hacer que me sintiera integrada en el pueblo.
El café estaba tranquilo. La mayoría de la gente seguía reunida junto a la
cruz de mercado o se había ido a examinar los tenderetes repletos de
espumillón de colores y adornos chillones. Tú ya me habías convencido para
que te comprara uno: una pequeña hada dorada que iría en lo alto del árbol.
—Melissa —dije bajando la voz pese a que estábamos solas en el local—.
No sabrás quién es esa mujer, ¿verdad? La chica delgada con la boina de

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ganchillo…
Melissa se secó las manos en el delantal floreado y miró en su dirección.
Acto seguido negó con la cabeza.
—No la había visto nunca. Es posible que sea del pueblo de al lado. Oh,
antes de que se me olvide, Nancy me ha dicho que había alguien interesado en
el anuncio que pusiste en su escaparate. Ya sabes, el del huésped.
Nancy, que trabajaba en la tienda del pueblo, era la hermana pequeña de
Melissa. Yo me había mostrado imprecisa en el anuncio a propósito y le había
pedido a Nancy que, si alguien estaba interesado, le tomara los datos para
poder llamar yo en vez de proporcionar alguna información sobre mí. Ni
siquiera había dejado mi nombre. No podía arriesgarme.
—Genial. —Ya sabía que, si el interesado era un hombre, no me pondría
nunca en contacto con él.
Había cometido un error con la anterior inquilina. Pertenecía al sexo
correcto, era mujer, pero me hacía demasiadas preguntas. Quiso que fuéramos
amigas, así que tuvo que marcharse.
—Le diré a Nancy que te pase sus datos…, mañana, si quieres.
Asentí, pero ya estaba distraída, alejándome del mostrador en dirección a
la puerta abierta, donde te había dejado.
Me quedé paralizada. Ya no estabas allí.
Te había dado la espalda durante apenas un par de minutos. Había sido
una estupidez. Por lo general nunca te perdía de vista, pero verás, en aquel
momento me sentí excepcionalmente a salvo, rodeada por la dicha navideña
colectiva y por unos vecinos a los que en realidad no conocía, pero a los que
llevaba observando tres años desde lejos para saber en quién podía confiar.
Todos ellos parecían gente honrada y trabajadora. Buena gente. Y pensé que
podía fiarme de ti, que te había inculcado desde que aprendiste a caminar que
debías tener cuidado, que debías mantenerte cerca de mí. Que no te alejaras
sola. Pero no eras más que una niña pequeña de apenas dos años y medio.
Una niña pequeña maravillada por el brillo de la Navidad.
Habías desaparecido.
—¡Lolly! —grité incapaz de mantener el pánico alejado de mi voz.
Abandoné el café y salí a la calle. Escudriñé las aceras y la plaza, al grupo
de cantantes de villancicos, que acababa de terminar su interpretación de
Noche de paz y comenzaba a dispersarse. Había sido un minuto, dos como
mucho. No podías estar muy lejos. No te veía por ninguna parte. No veía tu
abriguito de color rojo, ni tu bufanda rosa, ni tu gorro de borlas de colores
brillantes. Sentí que me ardían las orejas.

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—¿Estás bien? —Oí la voz de Melissa a mi espalda, pero me sonó
distorsionada, como si yo estuviera bajo el agua.
—¡No está! ¡Lolly se ha ido! —grité—. No la veo. No la veo por ningún
lado.
La gente se paseaba por allí, riéndose, conversando, bebiendo vino
caliente. Yo quería gritarles: «¡APARTAOS! ¿DÓNDE ESTÁ? ¿DÓNDE ESTÁ MI
HIJA?». Sentía cómo las lágrimas se agolpaban en mis ojos, la presión del
pánico sobre el pecho.
«Te ha secuestrado». Eso era lo único que podía pensar, una y otra vez; la
frase se repetía como una película de terror en el interior de mi mente.
Me abrí paso entre la gente gritando tu nombre. Notaba que Melissa
estaba a mi espalda, intentando calmarme, pero no podía entender lo que me
decía. Me embargaba un pánico cegador, una expresión que había oído decir
y respondía exactamente a lo que sentía… Estaba cegada por el miedo.
Seguí avanzando con Melissa pisándome los talones. La oí preguntar si
alguien había visto a una niña pequeña con un abrigo rojo de lana gruesa.
Y entonces te vi. Te vi entre la multitud, cogida de la mano de aquella
mujer misteriosa a la que acabaría conociendo tanto y que se llamaba Daphne
Hartall. Estabas sonriendo, pero tenías rastros de lágrimas secas en las
mejillas.
Me acerqué a toda velocidad, casi te arranqué de la mano de la mujer alta
y delgada, y me agaché para ponerme a tu nivel y estrecharte contra mí,
oliendo tu aroma dulzón y familiar.
—Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios.
—Lo siento muchísimo —dijo la mujer con voz ronca—. Parecía haberse
perdido, así que le he dicho que la ayudaría a encontrar a su mamá.
Me di cuenta de que tenía tu taza de poliestireno en la mano, el borde
pegajoso de chocolate.
Me puse en pie y te cogí de la mano. No pensaba soltártela nunca más.
—¿Lo ves? —dijo una voz a mi espalda. Era Melissa, cuyo pecho enorme
subía y bajaba mientras intentaba coger aire—. Sabía… que estaría bien.
—Gracias, Melissa. Lamento haber… reaccionado de manera tan
exagerada.
Ella asintió con una mano en el pecho, dijo que no había problema y que
debía volver al café. Pero mientras se alejaba me dirigió una mirada extraña
por encima del hombro. Fui consciente de lo que estaba pensando: que yo era
una madre sobreprotectora. Una histérica.
Siguieron unos instantes de silencio incómodo, y entonces la mujer dijo:

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—Me llamo Daphne.
—Rose. Y esta es Lolly.
La mujer sonrió y eso hizo que su rostro al completo se iluminara y
pareciera menos severo, menos anguloso. Al estar más cerca de ella pude ver
que las puntas de sus largas pestañas eran de color azul.
—Sí, me lo ha contado. Es un nombre poco habitual.
—En realidad es Lorna, pero le cuesta pronunciarlo. Se llamaba a sí
misma Lolly y se le ha quedado. Bueno, gracias de nuevo. —Vacilé,
preguntándome si debía ceder a la curiosidad—. ¿Eres nueva en el pueblo?
Ella asintió con la cabeza.
—Estoy en una de las habitaciones que alquilan en El Venado y el Faisán,
pero busco alojamiento. Algo más permanente. Al menos durante un tiempo.
Me pregunté si había sido ella quien se había interesado por mi anuncio.
—Quizá pueda ayudarte con eso —le dije con una sonrisa.
Ella me la devolvió, con timidez, mostrando un fogonazo de sus dientes,
pequeños y blancos. Aquello era toda una casualidad, pensé. Estábamos
destinadas a encontrarnos.
Vaya si me equivoqué.

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12

Saffy
Mamá permanece callada, cosa poco habitual en ella, durante el trayecto en
coche hasta la residencia de la abuela. Mira por la ventanilla cuando pasamos
junto a la plaza Mayor, la cruz de mercado y el café Beggars Bowl. Más allá,
el chapitel de la iglesia resplandece bajo la luz esplendorosa del sol. Ha
llovido durante la noche y el aire tiene un aroma fresco, como a recién lavado;
hace que todo parezca más nítido y brillante. ¿Estará pensando en Alberto?
No le ha mencionado demasiado. Me pasé la mayor parte de la tarde de ayer
mostrándole el pueblo mientras compartíamos recuerdos sobre la abuela, y
Tom, discretamente, se quedaba rezagado con Nieve. Mamá supo llegar por
instinto hasta el café, y al subir los escalones de piedra desmigajada de la cruz
de mercado, dijo que había sentido un déjà-vu.
—Esto… —indicó señalando un edificio pequeño contiguo a la iglesia—.
Estoy segura de que era una guardería o una escuela dominical o algo así.
Había reservado una mesa a la hora de comer en El Venado y el Faisán,
convencida de que a ella le encantaría, ya que el lugar ha obtenido premios
por su cocina; mi madre es la mayor gourmet que conozco. Mientras
paseábamos por las calles adoquinadas me pareció que estaba extrañamente
nerviosa, y ella no dejó de preguntar si era fácil acceder al bosque que hay
detrás de la casa. Es muy raro que mamá esté de los nervios. Es de ese tipo de
personas despreocupadas que siempre buscan lo bueno de las cosas. Cuando
le pregunté qué le pasaba, negó con la cabeza —estuvo a punto de golpearse
con sus propios pendientes, que son enormes— y entrelazó mi brazo con el
suyo. «Nada, mi niña. Me encanta estar aquí contigo. Bueno, ahora enséñame
dónde está ese gastropub tan encantador. Mataría por un poco de carne
asada».
—¿Estás bien? —le pregunto ahora, mientras salimos del pueblo en
dirección a la M-4.
Ella gira la cabeza hacia mí, me ofrece una sonrisa breve pero
deslumbrante. Bajo el maquillaje que se ha puesto con mano experta, no
obstante, parece cansada.
—Pues claro. ¿Por qué?
«Pues porque no estás hablando por los codos, como de costumbre».

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—Es solo que estás un poco… más callada de lo normal —digo en su
lugar, intentando mostrarme diplomática.
—Estoy pensando en tu abuela, eso es todo. ¿Estará lúcida para la
entrevista de hoy?
De repente el sol se oculta y todo parece más lúgubre.
—Yo también estoy preocupada. No quiero que se asuste, pero al menos
la van a entrevistar en la residencia. Y me alegra que no te vayas hasta el
sábado, porque así podrás ver a la abuela otra vez antes de marcharte.
Mamá se mueve inquieta en el asiento y se arregla la camisa, que es de
piel vaquera y estilo canesú, ajustada, un tanto ceñida sobre el pecho.
También lleva unos vaqueros blancos y unas sandalias de color tostado con
tacón. Se acaba de pintar de color fucsia las uñas de los dedos de los pies. Yo
no me pinto las mías desde Navidad, pero tampoco importa demasiado porque
me paso la vida en zapatillas, incluso con este calor. Si alguna vez me pongo
sandalias, se trata de mis fieles Birkenstock, que mamá ha considerado
siempre «sumamente feas».
—He pensado que podría quedarme un poco más. —Hace una pausa—. Si
a ti no te molesta…
Me pregunto qué la habrá llevado a tomar la decisión de prolongar su
estancia. Pensaba que una semana ya se le haría larga. Que para entonces
estaría sin duda echando de menos a Alberto y la playa.
—Pues claro que no me molesta —le digo, aunque no sea verdad en
sentido estricto.
La personalidad de mamá llena hasta tal punto la casa que de algún modo
tengo la sensación de que todo es más pequeño. No puede evitar encargarse
de las cosas: cocina para nosotros incluso cuando no tenemos hambre o, justo
cuando estamos a punto de relajarnos en el sofá, me acosa para que le traiga
la ropa y así poder poner una lavadora. Cuando lava los platos me hace sentir
culpable y tengo que ir a ayudarla pese a que Tom y yo por lo general lo
dejaríamos para el día siguiente, ya que preferimos arrellanarnos delante del
televisor. Tom se porta genial con ella, pero anoche noté el estrés en su
expresión mientras intentaba ver The IT Crowd y ella le daba conversación.
—¿Qué hay de tu trabajo? —le pregunto a mamá.
—Podría tomarme una excedencia sin sueldo. De todos modos, me deben
un montón de vacaciones.
—Vale. Ya sabes que puedes quedarte todo el tiempo que quieras, pero
necesito trabajar. Tengo una fecha de entrega —le explico, y es cierto, así que

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con un poco de suerte entenderá que no puedo pasarme todo el día sentada
charlando.
Ella estira el brazo y me da unos golpecitos cariñosos en la rodilla
mientras sus pulseras tintinean.
—No tienes que preocuparte por mí. Tú limítate a actuar con normalidad
y haz como que no estoy aquí.
Me dan ganas de reírme. Eso es imposible con mi madre.
—¿A Alberto no le importará?
Ella sacude una mano llena de anillos para descartar la idea.
—Déjamelo a mí. Todo irá bien. —Me obligo a tragarme la ansiedad. No
puedo evitar pensar que mamá está huyendo de su vida en España, de los
problemas que sin duda tiene con Alberto. Hace que me sienta culpable por
tener a Tom y estar esperando un bebé cuando ella nunca ha sido capaz de
sentar cabeza. Ella suelta una carcajada seca—. Cariño, estás muy seria. Deja
de preocuparte.
—No me preocupo.
—Ya te estás mordiendo el labio otra vez. Es lo que haces siempre cuando
estás nerviosa. Soy una mujer adulta. Todo irá bien. No tienes que
preocuparte por mí… Soy yo la que tiene que preocuparse por ti.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué deberías hacerlo?
—Lo que quería decir… —Hace girar el anillo del dedo índice. Fue un
regalo de mi padre. Es un zafiro precioso y, aunque se separaron hace muchos
años, ella nunca se lo quita—. Lo digo solo en general, ¿sabes? Es lo que
hacen las madres.
¿Por qué tengo la sensación de que hay algo que no me está contando?
El sol estalla al salir de detrás de una nube, esplendoroso y cegador, y
tengo que bajar la visera del coche. Pero mamá tiene razón. Estoy nerviosa.
Estoy nerviosa por la posibilidad de vomitar una infusión y media tostada, por
tener que ver a la policía, por la entrevista de la abuela. Por lo que ella pueda
contarles.

Cuando llegamos, la abuela está sentada en su silla habitual, en un rincón de


la sala de recreo. El sol entra con fuerza a través del cristal y tengo la
sensación de que hace demasiado calor y no hay aire suficiente. Las ventanas
francesas están firmemente cerradas, y la abuela lleva puesta una sudadera de
color rosa. Debe de estar asándose.

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Hoy no hace ningún puzle. En su lugar mira al otro lado de la puerta,
hacia el jardín, perdida en sus ideas. Me pregunto en qué estará pensando.
—Cielos —dice mamá llevándose una mano a la garganta—. Parece
mucho más pequeña y delgada que la última vez que la vi. —Se le quiebra la
voz.
Me trago los nervios y miro el reloj. Pasan pocos minutos de las diez. La
policía dijo que llegarían a las diez y media.
Joy, la directora de la residencia, una mujer delgada y entrometida de
cincuenta y muchos, se acerca a nosotras dando grandes zancadas. No nos
hemos movido de la puerta.
—Hoy Rose tiene un buen día —dice con una sonrisa que no se refleja en
sus ojos, enmarcados por unas gafas de pasta. Siempre transmite la sensación
de que la están incordiando—. Os avisaré cuando llegue la policía. No quiero
que entren aquí y me distraigan al resto de los residentes.
Mamá asiente, le da las gracias y nos dirigimos hacia donde está la abuela.
Junto a ella hay un sillón de dos plazas hecho de mimbre, y ambas nos
apretujamos en él.
La abuela no levanta la vista, continúa con la mirada perdida a media
distancia. Lleva puesta la dentadura postiza. Estoy tan acostumbrada a verla
sin ella que el efecto le altera toda la forma de la cara, acentúa su mandíbula
y, de algún modo, hace que ofrezca un aspecto más severo.
—Hola, abuela —le digo desplazando el peso de mi cuerpo hacia ella, ya
que la tengo al lado.
Mamá se inclina sobre mí y estira el brazo para cogerle la mano.
—Me alegro de verte, mamá. Tienes buen aspecto.
Pero la abuela se vuelve y le frunce el ceño. Su expresión está vacía.
—¿Quién eres?
Se me cae el alma a los pies.
—Soy yo, Lorna. Tu hija —responde mi madre con voz vacilante.
El pánico revolotea por la cara de la abuela.
—Yo no tengo ninguna hija.
Al ver la expresión consternada de mamá se me llenan los ojos de
lágrimas, y me pongo a parpadear con rapidez para evitar que se derramen.
Eso no ayudaría a nadie. Mamá se recupera con rapidez.
—Pues claro que sí. Y una nieta. —Pero le suelta la mano a la abuela.
Esta se vuelve hacia mí y sus ojos chispean al reconocerme.
—¡Saffy!
Le sonrío, intentando no mirar a mamá.

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—Hola, abuela.
—¿Cómo se encuentra ese chico tan encantador con el que estás?
—Bien.
—Espero que sigas alimentándole.
Me río. Mamá se ha dejado caer contra el respaldo del sofá, desalentada
por completo.
—Hoy no es jueves. Por lo general vienes a verme los jueves.
A veces me deja estupefacta lo despierta que puede estar la abuela. Y en
otras ocasiones es como si alguien se hubiera colado en la residencia durante
la madrugada para borrarle la memoria. Me parece aún más cruel que no se
acuerde de mamá cuando se muestra tan lúcida con otras cosas.
—Es lunes, tienes razón. Pero hoy vendrá la policía. ¿Te acuerdas de que
la semana pasada te hablé de los cadáveres en el jardín?
La abuela se queda rígida y mamá se inclina hacia delante, expectante.
—¿Por qué quiere verme la policía?
—Solo quieren hacerte unas preguntas porque viviste en esa casa, eso es
todo. —Ella entorna los ojos—. Intenta contestar lo mejor que puedas. La…
la última vez mencionaste a una Sheila. Y a un tal Victor.
—Sheila. Una chiquita perversa.
¿Quién es esa Sheila a la que no deja de referirse? Pese a que me
encantaría averiguar más cosas, tengo que hacer que se concentre en el tema
que nos traemos entre manos.
—¿Te acuerdas de cuando vivías en la casa, abuela?
La abuela endereza la espalda.
—Pues claro que sí. No soy idiota, hostia.
Me deja atónita. La abuela nunca me había hablado de esa manera, y
jamás la había oído soltar un taco.
—Ya sé que no eres idiota —le digo con dulzura.
La voz de mamá nos interrumpe.
—Creo que deberíamos dejarle el interrogatorio a la policía, cariño.
—No la estoy interrogando —contesto lanzándole una mirada dura, pese a
ser consciente de que en realidad sí lo estoy haciendo.
Pero es que mamá no sabe manejar a la abuela. Y yo sí. Las tres nos
sumimos en un silencio brusco. Sé que mamá no deja de darle vueltas a que la
abuela se haya olvidado de ella. Y entiendo lo doloroso que habrá sido, pero a
mí también me lo hace a veces. Desde que entró en la residencia, mamá no ha
venido demasiado a visitarla. Debería haberle advertido que era algo que
podía suceder.

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—Jean la golpeó —dice la abuela de repente rompiendo el silencio.
Me inclino hacia ella.
—¿Quién es Jean?
—Jean la golpeó. La golpeó en la cabeza y ella se cayó al suelo.
Contengo el aliento, no quiero interrumpir el flujo de sus palabras. Noto la
tensión que irradia de mamá.
¿Es posible que después de todo la abuela sepa algo sobre los cadáveres?
Nos quedamos esperando. Un instante, dos… A mi lado mamá abre la
boca y yo niego con la cabeza mirándola. «No —le ruego en silencio—. No
hables».
—No supe qué hacer. Todo el mundo me dijo que era malvada. Todo el
mundo me dijo que lo que había hecho estaba mal. Victor quería hacernos
daño.
Me inclino lentamente para no cortarle el ritmo.
—Abuela…, ¿nos estás diciendo que una persona llamada Jean mató a la
mujer de Skelton Place?
Me vuelvo horrorizada para mirar a mamá.
—Victor…, Sheila…
Me froto las sienes. Noto que comienza a dolerme la cabeza. La abuela
está confundida, y yo también. Me digo a mí misma que es su demencia la
que habla. Antes de mi última visita nunca la había oído mencionar esos
nombres.
Por fortuna, en ese momento Joy se acerca a nosotros.
—Ha llegado la policía —anuncia con un susurro, mirando a su alrededor
para asegurarse de que los demás residentes no la hayan oído—. Creo que
tendríais que venir todas conmigo.

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13

Lorna
Siguen a Joy hasta una sala que se encuentra junto al vestíbulo, donde hay una
chimenea y el papel de las paredes tiene la textura del terciopelo y el color
azulado de los huevos de pato. Saffy lleva a su abuela cogida del brazo, y a
Lorna se le está rompiendo el corazón en silencio. No solo al ver a su madre,
que parece mucho más anciana que la última vez que la visitó, seis meses
antes, sino por la conmoción de que no la haya reconocido. Es consciente de
que no ha ido a visitarla tanto como hubiera debido. Pero desde España era
difícil. O al menos eso es lo que se decía a sí misma. No obstante, en lo más
hondo es consciente de que, de haber querido, podría haberla visto más a
menudo. Son solo noventa minutos en avión. Pero le resultaba más sencillo
no pensar que su madre estaba apagándose en una residencia, con la mente
cada vez más confusa. Prefería concentrarse en los hombres ridículamente
musculosos y poco adecuados para ella que utilizaba como juguetes sexuales.
En este momento se la come el sentimiento de culpa. Ha sido una hija terrible.
Los dos sillones de estampado floral dispuestos a lado y lado de la
chimenea están ocupados por un par de hombres que llevan la camisa con el
cuello abierto y pantalones de vestir, y que lucen un brillo de sudor en la cara.
En esa habitación hace más calor incluso que en la sala de recreo. El más
mayor —cuarenta y tantos, sospecha Lorna, con el cabello en retirada, los
ojos azules y la mandíbula cincelada— se pone en pie cuando entran. El más
joven —veintimuchos, achaparrado, con el pelo de punta del color del agua
de fregar sucia— permanece sentado; está bebiendo lo que parece un batido
de chocolate en un vaso transparente de Starbucks.
—Soy el sargento detective Matthew Barnes —dice el mayor mientras les
estrecha la mano por encima de la mesa de café—. Y este es mi colega, el jefe
de detectives Ben Worthing. Somos del Departamento de Investigaciones
Criminales de la policía de Wiltshire.
Ben las saluda con la cabeza, pero Lorna se da cuenta de que su mirada se
demora en Saffy.
El sargento Barnes regresa a su asiento y Joy se entretiene guiándolas
hasta las sillas que hay delante de los agentes y tomando sus pedidos de té y
café. Lorna y Saffy se sientan flanqueando a la anciana, que parece muy

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pequeña y confundida en la silla; tiene los dedos entrelazados sobre el regazo
y sus ojos se mueven veloces entre los dos hombres, como los de una niña
nerviosa. Lorna estira el brazo y coge de la mano a su madre para
tranquilizarla. Se siente aliviada cuando Rose se lo permite.
—Bien, no quiero que se preocupe, Rose —empieza el sargento Barnes
con amabilidad—. Esta es una charla informal. De momento solo estamos
recopilando información, tal y como hemos hecho con las demás personas
relacionadas con la propiedad. —Tiene una libreta y un bolígrafo sobre la
mesa, frente a él. Abre la libreta y le quita la tapa al bolígrafo, preparándose.
Rose no dice nada; en su lugar se queda mirando al frente, bebiéndose el té
que Joy ha tenido la amabilidad de llevarle—. Bueno, ante todo, ¿puedo
pedirle que me dé algunos datos, Rose? Como su fecha de nacimiento.
De repente su madre parece dejarse llevar por el pánico y baja la taza.
—Yo…, hum…, julio…, no, agosto… de 1939, creo.
—Naciste en 1943, mamá —intercede Lorna, que se vuelve hacia el
sargento Barnes—. El 20 de marzo de 1943.
—Oh, sí, sí, en 1943. En mitad de la guerra, ¿sabe?
Rose toma otro sorbo de té y aprieta los labios. Lorna mira por encima de
su cabeza hacia Saffy, que le devuelve una mirada ansiosa.
Esto sin duda va a ser un desastre. ¿Cómo van a entrevistarla si su madre
ni siquiera recuerda su propia fecha de nacimiento?
—¿Y le han diagnosticado el mal de Alzheimer? —pregunta el sargento
Barnes.
Su madre no dice nada, así que Lorna responde por ella:
—Sí, el verano pasado.
Saffy se mueve nerviosa en su asiento. Lorna se da cuenta de que apenas
ha tocado el vaso de agua.
—Gracias, Lorna —dice el sargento Barnes asintiendo con la cabeza pero
sin sonreír—. Bien, Rose, según mis anotaciones, usted inició el proceso de
alquiler de la casa en abril de 1981.
Ella niega con la cabeza.
—No… lo sé.
El policía consulta su libretita negra.
—Nos consta que tuvo un primer arrendatario en junio de 1981. Una
pareja que le alquiló la casa durante diez años. Ya hemos hablado con ellos.
Pero, antes de eso, usted residió en la propiedad durante casi cuatro años.
¿Alguien más vivió allí con usted?
—Yo… alojé a una persona.

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Es la primera noticia que tiene Lorna al respecto. Endereza la espalda y ve
que Saffy hace lo mismo.
—¿Alojó a alguien? ¿Hombre o mujer? —pregunta el sargento Barnes.
—Mujer. Daphne… Daphne Hartall. —Pronuncia el nombre casi con
placer, como si llevara mucho tiempo sin hacerlo y disfrutara de la manera en
que ha surgido de sus labios.
Su madre nunca había mencionado antes a ninguna Daphne.
—¿Recuerda en qué año fue eso? —pregunta el sargento Barnes.
—Creo que 1979. No. 1980. —Rose sorbe el té ruidosamente y se vuelca
un poco de líquido sobre el suéter de color rosa. Saffy mantiene la mano en el
aire, cerca de la taza, preparada para ayudarla con ella—. El último año que
pasé en la casa.
—¿Y qué edad tenía Daphne?
—Tenía… tenía la misma edad que yo, creo. Treinta y pico. O… quizá
cuarenta. No… —Sus ojos se disparan de aquí para allá—. No lo recuerdo
con exactitud.
—¿Y qué fue de ella?
—No… no lo sé. Se marchó. Perdimos el contacto.
—¿Eran amigas?
—Sí. Sí, éramos amigas. —Ahora Rose parece malhumorada. Igual que
cuando Lorna le preguntaba sobre su padre.
—Y alguna de las dos… ¿tuvo un amigo en la casa durante esa época?
Rose se sobresalta de repente y un chorro de té salta de la taza y le cae
encima.
Saffy hace una mueca de dolor.
—Ven, abuela, déjame que te coja la taza —dice, y el alivio inunda su
rostro cuando la tiene a salvo en la mano y puede dejarla sobre la mesa.
—Rose… —insiste el sargento Barnes—. ¿Algún hombre las visitó?
Su madre se estremece.
—No. No, teníamos miedo… Victor.
Lorna frunce el ceño. Otra vez Victor. ¿Quién es ese Victor?
—¿Por qué tenía miedo, Rose? —pregunta el sargento Barnes con
dulzura.
—Victor quería hacerle daño al bebé. —Se toca la parte baja del vientre,
como si estuviera recordando lo que se sentía al estar embarazada.
«¿Se refiere a mí? —se pregunta Lorna—. No puede ser. Me dijo que mi
padre murió antes de que yo naciera».

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Cuando Lorna era pequeña su madre siempre se mostró sobreprotectora
con ella. Insistía en ir a buscarla a la parada del autobús escolar cada tarde,
cuando a todos sus amigos los dejaban caminar hasta casa solos. Rose nunca
permitió que ella se alejara, siempre se aseguraba de saber adónde iba Lorna y
a qué hora pensaba volver, y cuando ella se retrasaba llamaba por teléfono a
los padres de sus amigas, lo que avergonzaba tanto a Lorna que se aseguraba
de volver siempre a tiempo. ¿Fue ese el motivo? ¿El miedo que sentía hacia
un hombre llamado Victor?
El sargento Barnes frunce el ceño.
—¿Quién es Victor? ¿Se acuerda de su apellido?
Ella niega con la cabeza.
—Fue hace tanto tiempo… —Se vuelve hacia Saffy y le dice—: No
quiero contestar a más preguntas. Quiero ver Bargain Hunt.
—Ay, abuela… —Saffy la coge de la mano—. Ya falta poco, ¿verdad,
detective?
El sargento Barnes asiente con la cabeza.
—Solo un poquito más, Rose, por favor. ¿Puede recordar algo más acerca
de Victor? ¿Estuvo alguna vez en la casa?
—No. No lo sé. No… —Parpadea con rapidez—. No lo recuerdo.
—¿Me puede contar algo más sobre Daphne?
—No. Como ya le he dicho, pasó un tiempo viviendo en la casa conmigo.
Un año, creo. Y luego se fue. Siguió con su vida. Sí…, sí, siguió con su vida.
—¿Y tuvo a algún otro inquilino en esa época?
—No. Oh, sí, sí, sí que hubo otra. Antes de Daphne. Pero no se quedó
mucho tiempo.
—¿Recuerda su nombre?
—No…
El sargento Barnes respira hondo.
—De acuerdo. Bueno, tendremos que investigarlo. ¿Y alguna vez fue
testigo de que hirieran a alguien en la casa?
—Jean la golpeó en la cabeza.
A Lorna se le cae el alma a los pies.
El sargento Barnes le dirige una mirada a su colega y vuelve a poner la
vista en Rose.
—¿Jean? ¿Quién es Jean, Rose?
—Jean la golpeó en la cabeza y ella no volvió a levantarse.
El sargento Barnes descruza las piernas y mantiene una expresión
impertérrita, pero Lorna nota el tic de excitación en las comisuras de sus

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labios.
—¿Jean golpeó a Daphne en la cabeza?
—No.
—Entonces ¿a quién?
La confusión revolotea sobre el rostro de su madre. Parece cansada, tiene
unas ojeras oscuras.
—No lo sé.
—Creo que mi madre ya ha tenido bastante, ¿no les parece? —intercede
Lorna.
Tiene la sensación de que todo esto está mal. ¿Cómo pueden creer
cualquier cosa que diga su madre?
El sargento Barnes asiente derrotado.
—De acuerdo. —Se vuelve hacia Lorna—. Pero si su madre recuerda algo
más, lo que sea, por insignificante que parezca, por favor, háganoslo saber.

Lorna está plantada en el pasillo, observando cómo Saffy y Joy acompañan a


su madre de vuelta a la sala de recreo. Ella parlotea sobre Bargain Hunt y
Lorna sigue oyendo su voz después de que doblen la esquina, con el intenso
acento cockney que ha conservado durante todos estos años. No parece que la
charla vaya a acarrear consecuencias negativas duraderas, pero Lorna está
furiosa con el detective Barnes y quiere cantarle las cuarenta.
Se queda en el pasillo hasta que este sale de la habitación seguido de Ben
Worthing. Se cuelga el bolso del hombro y se dirige hacia él.
—¿De verdad era necesario? Es una anciana con demencia, por el amor de
Dios. Espero que no se haya tomado en serio lo que ha dicho sobre los tales
Victor y Jean. Está confundida, eso es todo. No sabe lo que dice.
Su estallido parece haber tomado al sargento Barnes por sorpresa.
—Tenemos que entrevistar a todas las personas que residieron en la
propiedad durante esa época —dice con calma, y a Lorna le cuesta
imaginárselo levantando la voz—. Se trata de un crimen muy serio, y
necesitamos toda la información que podamos reunir. Pero sí, entiendo que
Rose sufre demencia. No me tomaré al pie de la letra nada de lo que nos diga.
No obstante, podría haber algo tras lo que nos ha contado, y no estaría
cumpliendo con mi deber si dejara de investigarlo.
—Mi madre no sabrá nada. Usted nos ha dicho que ha hablado con la
gente que le alquiló la casa. ¿Han podido arrojar algo de luz sobre todo esto?
Él suspira.

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—De momento, no. Pero, como le he dicho, ahora mismo solo estamos
intentando confirmar lo mejor posible quién residió en la propiedad y en qué
momento. También estamos trabajando duro para identificar los cuerpos.
Cuando sepamos con exactitud quiénes fueron y cuándo murieron, será más
sencillo que…
Los interrumpe el borboteo de un líquido a través de una pajita, y los dos
se vuelven para ver al detective Worthing ventilarse el resto del batido de
chocolate. Lorna le fulmina con la mirada y el hombre tiene la decencia de
mostrarse avergonzado.
—Le espero en el coche, jefe —dice antes de escabullirse del edificio.
¿«Jefe»? ¿En serio? Lorna pone los ojos en blanco. El sargento Barnes se
ha dado cuenta porque le dice impávido:
—Es nuevo. Creo que ha visto demasiados episodios de Veinticuatro
horas al día.
Lorna frunce los labios, pero se niega a reírse. El policía no se va a librar
tan fácilmente.
Arrastra los pies contra el suelo. Una de las sandalias le está rozando la
ampolla que le salió hace poco.
—¿Y qué pasará ahora?
Él se queda unos segundos mirándola, cosa que ella no logra interpretar.
Se pregunta si será por compasión.
—Estaremos en contacto.

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14

Saffy
Al volver, Tom todavía no ha regresado del trabajo y mamá dice que va a
preparar la cena, así que saco a Nieve a dar un paseo. Aún hace calor, el sol
sigue titilando entre los árboles. Cuando paso tranquilamente por delante del
número 8, Brenda Morrison sale a toda prisa, sin haberse quitado siquiera las
zapatillas de borreguito.
—¡Eh, quiero comentarte algo! —me dice con el ceño fruncido.
Me detengo e intento sonreír con educación mientras me vuelvo hacia
ella. Nunca he llegado a cogerles cariño, ni a ella ni a Jack, su marido.
Ninguno de los dos hizo que nos sintiéramos especialmente bienvenidos
cuando nos mudamos aquí, por no hablar de su oposición a que ampliáramos
la cocina. Siempre se están quejando de algo: la posición de nuestro cubo de
la basura, el ruido de los obreros al excavar, que Nieve ladre en el jardín…
—¿Cómo estás, Brenda?
—Nada bien. Estoy cansada de que estén apareciendo periodistas todo el
día. La semana pasada nos encontramos a uno en el jardín trasero, sacando
fotos por encima de la valla. No hay derecho. A mi Jack le está provocando
problemas con el reflujo gástrico.
—Lo siento mucho… A mí tampoco me gusta nada que vengan.
—Llevamos casi treinta años viviendo aquí y nunca habíamos visto algo
parecido.
—No sé qué es lo que pretenden conseguir. No hay información nueva y
quizá no se sepa nada durante un tiempo —digo.
El sargento Barnes nos ha comentado antes que están rastreando el
registro de personas desaparecidas entre 1970 y 1990 para intentar identificar
los cuerpos. Podrían tardar meses.
—Y también vino la policía la semana pasada a hacernos preguntas —
prosigue ella con su acoso y derribo, como si yo no hubiera dicho nada—. Y
te voy a contar lo que les dije a ellos: llevamos más de treinta años viviendo
aquí y, si hubieran asesinado y enterrado a dos personas en el jardín de la casa
de al lado, bueno… —Cruza los brazos sobre el pecho—. Lo habríamos visto.
A mí no se me escapa nada.
Lo cual no representa ninguna sorpresa.

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—¿Treinta años? Así que llegasteis en…
—1986. Le compramos la casa a una encantadora pareja de viejecitos.
Querían mudarse a un adosado para estar más cerca de su hijo.
—¿No conociste a mi abuela? ¿Rose Grey? No vivía aquí por entonces,
pero era la casera. No sé si alguna vez se pasó por aquí o…
Pero ella niega con la cabeza.
—No. Cuando nos mudamos, en tu casa estaban Beryl y Colin Jenkins, y
no recuerdo que me presentaran a ninguna Rose Grey.
Nieve tira de la correa y yo me pongo en cuclillas para acariciarlo.
—Y después llegaron los señores Turner, ¿no? —pregunto, recordando la
conversación de la señora McNulty en el colmado.
Brenda me fulmina con la mirada. En el momento en que comienzo a
pensar que se negará a hablar del tema se inclina hacia mí y me doy cuenta de
que, pese a su gesto quisquilloso, está encantada de poder cotillear. Se ciñe la
chaqueta de color crema sobre el cuerpo delgaducho.
—Los Turner, Valerie y Stan, se mudaron en 1988 o 1989. Tenían un hijo
que no era de fiar. Siempre estaba metiéndose en problemas.
—¿Te acuerdas del nombre de ese hijo?
—Harrison. Sí, eso es. Lo recuerdo por George Harrison. Era un salvaje.
Me sabía mal por sus padres, que eran mayores. Stan tenía un problema serio
de artritis.
—¿Se lo contaste a la policía?
—Pues claro que sí. La semana pasada.
Espero que hayan investigado al hijo. Tomo nota mental de que debo
preguntárselo al sargento Barnes.
—En cualquier caso —digo intentando sonar animada—, ahora mismo no
hay ningún periodista. Quizá se hayan tomado el día libre.
Pero ella se aclara la garganta con fuerza y vuelve a meterse en su casa sin
despedirse.

Más tarde le cuento a Tom la conversación que he mantenido con Brenda


mientras estamos plantados delante del fregadero, lavando las cosas de la
cena antes de que mamá insista en hacerlo ella. Ya ha reorganizado el cajón
de la cubertería. He informado a Tom de la visita a la abuela mientras
comíamos.
Mamá ha subido a su dormitorio para ocuparse de las ampollas de sus
pies. No sé por qué insiste en ir a todas partes en tacones. La piel plateada del

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salmón que hemos cocinado se ha quedado pegada a la fuente del horno y yo
libero mi frustración frotándola con fuerza. Estoy desesperada por comprar un
lavavajillas, pero a saber cuándo podremos retomar las obras. Parece que la
cocina de mis sueños tardará bastante en hacerse realidad. Aunque la policía
haya dejado de considerar el jardín como escenario de un crimen y nos haya
dicho que tenemos permiso para continuar con las reformas, los albañiles no
podrán volver hasta dentro de unos meses porque han comenzado a trabajar
en otro encargo. No puedo dejar de preguntarme si no será una excusa.
—Lo del hijo podría ser una línea de investigación interesante para la
policía —dice Tom—. Quizá sus padres le ayudaran a encubrirlo.
Veo una salpicadura de pintura blanca en su pelo. Nada más llegar del
trabajo se ha puesto la ropa vieja de hacer arreglos y me ha dicho:
—Tengo tiempo de dar otra capa de pintura antes de la cena.
Ya casi ha acabado con la barandilla, y a continuación quiere ponerse con
el dormitorio pequeño. Pero hay algo que me detiene. Cada vez que entro en
él me asalta una sensación extraña. Eso me viene sucediendo solo desde que
aparecieron los cuerpos, y sé que se debe a que la ventana da al jardín y a ese
agujero inmenso. Es un recordatorio de lo sucedido, nada más. Sé que lo
superaré. Cuando todo esto se haya acabado.
—Hoy la abuela ha mencionado a una tal Jean y un tal Victor —digo—.
Creo que está confundida, pero… —Suspiro—. Por primera vez ha hecho que
me preguntara si no sabrá algo acerca de los cuerpos. Como si estuviera
intentando recordar algún detalle. Pero después de hablar con Brenda… —
Dejo esas palabras flotando en el aire.
Al salir, el sargento Barnes nos ha dicho que la mujer que le vendió la
casa a la abuela en 1977 murió hace mucho tiempo. No tuvo hijos, pero sí una
hermana con la que ya han hablado. Ha añadido que estaban siguiéndoles la
pista a las dos familias que alquilaron la casa entre los años 1981 y 1990, pero
no ha mencionado al hijo de los Turner. También ha dicho que investigaría a
Daphne Hartall y a la otra inquilina. Al parecer se están esforzando mucho
por identificar los cuerpos, pero nos ha comentado que será un proceso largo
debido a su estado de descomposición. Parece una labor descomunal.
—Debe de haber sido muy difícil para tu abuela. Igual que discernir si lo
que dice en realidad tiene algún sentido o son solo divagaciones debidas a la
demencia —observa Tom mientras seca un plato, que está a punto de caérsele
de las manos.
—¡Cuidado! Es uno de los pocos que no están descascarillados.

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Él hace una mueca. Tenemos el chiste privado de que es muy patoso. La
noche en que nos conocimos, en la Universidad de Bournemouth, me
acompañó de vuelta a mis aposentos estudiantiles porque yo había bebido
demasiado. Fui consciente de su bondad desde el primer momento: cuidó de
mí, me trajo agua y me preparó una tostada para que comiera algo. Recuerdo
que, mientras le observaba al atravesar el desordenado salón con una bandeja,
sentí una punzada de cariño por aquel chico sexy y un tanto friki de cabello
rubio revuelto que intentaba impresionarme. En ese momento él tropezó con
la alfombra, y el plato y la taza salieron volando por la sala. Se quedó
paralizado de horror, me miró a los ojos y acto seguido ambos estallamos en
carcajadas, y aquello sirvió para romper el hielo.
Desde entonces resbaló sobre una terraza de madera húmeda cuando
fuimos con el agente inmobiliario a ver el primer piso que alquilamos, se cayó
sobre el tocón de un árbol y se rompió el tobillo durante un romántico paseo
por el bosque, y el año pasado tropezó con Nieve y se fastidió la espalda
durante una semana. Por no mencionar las gafas y los platos que ha dejado
caer a lo largo de los años. Él dice que le falta coordinación porque nunca se
ha acostumbrado a su complexión desgarbada y a sus extremidades
larguiruchas. «Soy como un cachorro de pastor alemán que ha crecido
demasiado rápido», suele bromear.
Con cuidado, Tom deja el plato sobre la encimera laminada y coge del
escurreplatos la fuente del horno con una precaución tan exagerada que me
hace reír.
Mamá irrumpe en la cocina. Parece aturullada.
—Se me ha ocurrido una idea genial —dice—. ¿Por qué no revisamos las
cosas de tu abuela? Tanto hablar de Jean y de Victor me ha picado la
curiosidad.
—¿Sus cosas? —repito mientras le quito el trapo a Tom para limpiarme la
espuma de las manos.
—Sí. Ya sabes, las cosas que metimos en cajas cuando vaciamos la casa
de Bristol.
Frunzo el ceño.
—Lo donamos casi todo a la beneficencia. Sus muebles y demás.
—Sí, sí, pero conservamos sus papeles personales, ¿verdad? Los de la
administración de la casa y tal. —Parece impaciente.
Asiento recordando los sobres y las cajas llenas de papeles que metimos
en el aparador y que no nos molestamos en revisar, diciéndonos a nosotras

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mismas que ya lo haríamos más adelante. Pero luego nos olvidamos y mamá
regresó a España.
—¿Qué hiciste con todo eso?
—Pues… —Intento recordarlo—. Podría estar en la habitación de
invitados o en el altillo. Aún tenemos que abrir un montón de cajas.
Mamá enarca una ceja, como diciendo: «Pero ¡si lleváis meses viviendo
aquí!». Sé que ella lo habría solucionado todo durante la primera semana.
—De acuerdo. Tenemos que encontrar esas cajas y revisarlas.
Se me cae el alma al suelo.
—¿Cómo? ¿Ahora?
Estaba deseando sentarme delante del televisor con un paquete de
Minstrels para ver una comedia romántica ligera, algo gracioso con lo que
distraernos de todo lo que está pasando.
Su cara se relaja.
—Lo siento, cariño. Debes de estar cansada. He olvidado lo agotador que
es el segundo trimestre. Dime dónde están y yo las revisaré.
Estoy tentada de hacerle caso, no voy a mentir. Pero tampoco puedo dejar
que lo haga ella sola. No estaría bien.
—No pasa nada. Te ayudaré. Vamos.
Le dirijo a Tom una mirada exasperada por encima del hombro. Él sonríe
compasivo y dice que pondrá a hervir la tetera.

Las encontramos en el altillo. Son las dos cajas grandes más alejadas, las que
están embutidas en un rincón debajo de los aleros. Tom tiene que ayudarnos a
bajarlas por las escaleras. Acto seguido los tres nos sentamos en el suelo con
una bebida caliente y las examinamos a conciencia mientras Nieve descansa
con la cabeza sobre el regazo de Tom.
—Dios, tu abuela guardaba un montón de porquería —dice él revisando
una montaña de recibos.
—Mirad esto. —Levanto un volumen con una tapa de cuero de color
marrón—. Es un libro de poemas. Parece antiquísimo. —Lo abro. Las páginas
están amarillentas y huelen a moho—. Oh…, vaya.
—¿Qué? —pregunta mamá.
Despego poco a poco una flor prensada que había entre dos páginas.
—Es una rosa. —Está seca y cruje, pero sigue teniendo un vívido color
carmesí quemado—. Alguien a quien ella quería le dio esto. —Vuelvo a

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colocar la flor con cuidado en el libro y se lo doy a mamá—. Son poemas de
amor.
Mamá toma el libro con mirada brillante y lo hace girar entre las manos.
Sé cómo se siente. La abuela siempre ha sido tan reservada…, nunca ha
hablado de su pasado, de sus amantes, de su marido. Cuesta imaginar que
tuviera una vida antes de ser madre y abuela. Una vida en la que recibió una
rosa prensada dentro de un libro de poemas. Una vida en la que estuvo
enamorada.
—Quizá fue mi padre quien se la dio —dice mamá—. ¿Y fotos antiguas?
¿Hay alguna en tu caja?
—Siempre fueron escasas —contesto, recordando la vez en que quise ver
algún retrato de mi abuelo y ella proclamó que apenas tenía fotos, que en su
época la gente no se sacaba tantas, cosa que me costó creer. No es que se
hubiera criado en la Inglaterra victoriana—. ¿Has visto alguna vez una de tu
padre? —le pregunto a mamá, que sigue mirando el libro de poesía.
Ella lo deja en el suelo, junto a sus pies, a regañadientes.
—No, nunca. Me dijo que se habían perdido durante una mudanza.
—Así que no sabes nada de él…
—No. No mucho. No le gustaba hablar de él. Me dijo que la alteraba
demasiado. —Continúa fisgoneando en la caja—. Me contó que murió antes
de que yo naciera. Un ataque al corazón. Nunca visitamos ninguna tumba.
Pienso en el hombre enterrado en el jardín. Por un momento espantoso me
pregunto si podría tratarse de mi abuelo. Trato de quitarme la idea de la
cabeza. Menuda ridiculez. No voy a comenzar a dudar de la abuela a estas
alturas. Y ese libro de poesía, la rosa reseca…, tuvieron que estar enamorados
en algún momento.
—¿Alguna vez conociste a alguien de la familia de tu padre? —le
pregunto a mamá.
Ella niega con la cabeza.
—No. Tu abuela siempre dijo que sus padres habían muerto jóvenes, igual
que los de ella, y que ambos eran hijos únicos.
—¿Y no supiste nada más sobre él?
Mamá levanta la mirada de la caja y medita acerca de ello.
—La verdad es que no. Supongo que me cansé de preguntar. Me daba la
sensación de que nunca quería hablar de él. —Vuelve a mirar la caja y acto
seguido pega un grito de alegría que me lleva a dar un salto. Tiene un sobre
marrón de tamaño folio en la mano—. ¡Aquí dentro hay fotos!
Me acerco gateando hasta donde está, al lado de la ventana.

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—Déjame ver.
Saca un montoncito de tamaños diferentes y comienza a hojearlas. La
mayoría son de mamá en diversos momentos de su infancia y en el jardín de
la casa de Bristol, pero acto seguido saca cinco o seis fotos cuadradas.
—Mira estas —me dice, pasándomelas.
Es tal mi ansiedad por ver esas fotos desconocidas que casi me siento
sobre ella. Parece que las sacaron con una de esas viejas cámaras Polaroid y
son de mamá cuando era pequeña de verdad, no tendría más de dos o tres
años. En la mayoría aparece sentada con las piernas cruzadas en lo que parece
ser el jardín de esta casa, que apenas se ve al fondo. En una salen ella y la
abuela, mucho más joven, más delgada que nunca, vestida con pantalones de
campana y una camiseta de rayas.
—Oh, Dios mío… —dice mi madre mirando otra foto.
Me asomo sobre su hombro. En ella vuelve a aparecer mamá de pequeña,
plantada delante de la casa; se puede ver la glicinia, violeta y espumosa, sobre
ella. A su lado, en cuclillas, hay una mujer a la que no reconozco. No es un
plano cercano, cuesta distinguir sus rasgos, pero no se trata de la abuela.
Mamá gira la cabeza para mirarme, tiene los ojos marrones abiertos como
platos.
—¿Quién es esta mujer? ¿Crees que podría tratarse de Daphne?
—Es posible. —Cojo la foto y le doy la vuelta. En el reverso se lee:
«Lolly, abril de 1980. Skelton Place, 9». Frunzo el ceño—. ¿Quién es Lolly?
—Yo —contesta mamá—. Es como me refería a mí misma. Al parecer no
sabía decir «Lorna».
—Nunca oí que la abuela te llamara de ese modo.
Mamá suelta una risita.
—Lo más probable es que le echara una bronca por ello. Supongo que es
el tipo de cosas de las que comencé a avergonzarme al crecer.
Le paso la foto a Tom, que le echa un vistazo y suelta una carcajada.
—Bonito peinado de paje, Lorna.
—Mamá solía cortarme el pelo. ¡Ese flequillo…!
Vuelvo a la caja que estaba revisando y saco un sobre, con la esperanza de
encontrar más fotografías. En su lugar doy con un recorte de prensa
amarillento.
—¿Qué es esto? —Es tan viejo que me preocupa que vaya a deshacerse
entre mis manos—. Está fechado en enero de 1977 y apareció en un periódico
llamado Thanet Echo.
—¿Qué?

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Esta vez es mamá la que se acerca rápidamente hacia mí y las dos nos
ponemos a leerlo a la vez.
SE CREE QUE LA MUJER DE BROADSTAIRS QUE DESAPARECIÓ HACE
MÁS DE UNA SEMANA SE AHOGÓ DE MANERA TRÁGICA.

La última vez que se vio a Sheila Watts, de treinta y siete años, fue durante
Nochevieja en el pub de su barrio, El Caballo de Carga. Algunas personas que
estuvieron festejando hasta bien entrada la noche afirman que se marchó con ellos a
las playas de Viking Bay para continuar con la celebración.
Los testigos contaron a la policía que la señora Watts estaba en la playa pasada la
medianoche y que la vieron meterse en el mar. Su ropa apareció junto a la orilla, pero
a ella no se la volvió a ver.
Alan Hartall, de treinta y ocho años, vecino de la señora Watts, afirmó: «Sheila
era un tanto solitaria. Era una persona retraída, aunque yo llegué a conocerla bien. Al
ser Nochevieja decidió venir con nosotros a tomar una copa al pub y luego nos
acompañó a la playa. Fue la única que se metió en el agua. Estábamos distraídos
bebiendo y nos olvidamos por completo de ella. Cuando descubrí que no había vuelto
a casa, me di cuenta de lo que debía de haber sucedido y alerté a la policía».
Después de que el servicio de guardacostas rastreara la bahía sin resultado, la
policía local ha hecho pública una declaración diciendo que creen que la señora
Watts falleció de forma accidental.

Me vuelvo hacia mamá.


—¡Sheila! ¿Crees que será la persona de la que hablaba la abuela hoy?
Mamá parece tan desconcertada como perpleja me siento yo.
—Quizá la conociera.
—¿De Broadstairs? Pero pensaba que la abuela era de Londres…
—Creo que vivió en muchos lugares antes de que yo naciera.
Le paso el artículo a Tom, que se pone a leerlo. La luz menguante que
entra por las ventanas emplomadas proyecta una sombra sobre un lado de su
cara, lo que provoca que su nariz parezca estar torcida. Tom me devuelve el
artículo.
—Esto tiene que ser importante —dice alternando la mirada entre mamá y
yo, y prestando voz a lo que pensamos las dos—. ¿Por qué otro motivo
guardaría alguien un artículo de periódico durante cuarenta años?

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Theo
Theo ha estado vigilando a su padre atentamente desde la semana anterior,
cuando se encontró con el artículo de periódico; no ha dejado de buscar
excusas para presentarse en esa mansión sin alma entre un turno y otro,
armándose de valor para sacar a colación el tema de la pareja de Wiltshire. En
el mejor de los casos, su padre nunca se ha mostrado abierto con Theo, pero
de un tiempo a esta parte, cada vez que su hijo se presenta en su casa se
comporta con él como si fuera un intruso y le interroga por sus motivos para
estar allí. A Theo le gustaría que por una vez pareciera sentirse un poco
complacido de verle. Pero le ha prometido a Jen que iba a preguntárselo. A
Jen, que no temería preguntarle cualquier cosa a su familia, cálida y abierta.
Así que vuelve a estar allí, un martes a la hora de comer, antes de su turno
en el restaurante. Maldita sea, ¿por qué es tan difícil abordar el tema con su
padre? Es un hombre adulto, pero cuando está cerca de él vuelve a sentirse
como el adolescente inseguro que fue, obedeciendo la voluntad de su madre y
manteniendo la boca cerrada, haciendo todo lo que su padre deseaba para no
alterarle, para mantener el equilibrio, tal y como ella hizo siempre. Para evitar
que su padre se enfade.
—No necesito más comida —dice este con brusquedad cuando Theo entra
en la cocina con su fiel bolsa de refrigeración, en la que lleva pollo al curry y
un pastel casero—. Ya tengo el congelador lleno. De todos modos, ceno en el
club de golf la mayoría de las noches.
Theo no sabe por qué se molesta en prepararle nada, joder. Dios, le
encantaría decirle a su padre adónde se puede ir. Pero pese a que su madre
lleva catorce años muerta, no logra hacerlo. Sabe que ella se sentiría
decepcionada por su comportamiento.
—De hecho —dice Theo dejando caer la bolsa sobre la mesa—, he venido
a preguntarte algo. —Siente el corazón desbocado bajo la camiseta y se
imagina a Jen a su espalda, animándole a continuar.
—Dime, ¿de qué se trata? —Su padre sostiene un palo de golf en la mano
y está lustrando la punta con un trapo. Cuando Theo tenía trece años, intentó
enseñarle a jugar al golf. Le compró su propio kit de hierros y le dijo el
nombre de cada uno. Theo detestó cada minuto que pasaba en el campo, pero

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estuvo practicando durante más de un año para satisfacerle. Y, cuando su
padre se dio cuenta de que nunca llegaría a ser bueno, perdió el interés por
enseñarle.
Theo respira hondo.
—La semana pasada, cuando estuve aquí, encontré un recorte de
periódico sobre tu escritorio. Hablaba de una pareja de Wiltshire que estaba
de reformas y que había encontrado dos esqueletos en el jardín. Habías
subrayado los nombres de dos mujeres y había un mensaje: «Encuéntrala».
Su padre deja de pulir el palo de golf, pero no levanta la mirada. En
cambio, tensa los músculos de los hombros y un tendón forma un bulto en su
cuello.
—¿Has estado metiendo las narices en mis cosas?
—No, pues claro que no.
Su padre se pone en pie, con el palo de golf aún en la mano. Durante un
instante de delirio Theo se pregunta si piensa golpearle con él. Su padre
levanta la vista y le dirige una mirada glacial con sus ojos azules.
—Entonces preocúpate de tus propios asuntos, hostia.
Theo intenta ocultar su sorpresa. Su padre llevaba años sin hablarle así.
—¿A quién estás intentando encontrar?
—¿Es que no me has oído? —Su padre da dos pasos hacia él. Su rostro se
ha oscurecido.
Theo vuelve a sentir un miedo viejo y familiar.
«Ya no soy un crío asustadizo», se recuerda a sí mismo.
—¿Por qué no me lo cuentas? Quizá podría ayudarte.
Su padre deja escapar una carcajada desagradable.
—¿Tú?
«¿Por qué eres tan capullo?», piensa Theo. Pero se mantiene firme. Se
niega a recular hacia la puerta.
—Sí, yo. ¿Conoces a esa pareja de Wiltshire?
—Por supuesto que no.
—Entonces ¿a cuento de qué guardas el artículo?
Su padre baja el palo de golf, lo apoya sobre la mesa de la cocina, y Theo
deja escapar un ligero suspiro de alivio.
—Solo lo usé para escribir algo encima. No tiene nada que ver contigo.
Le está mintiendo. Su padre debe de pensar que es idiota.
—Entonces ¿qué significa lo de «encuéntrala»?
—¿Por qué contigo todo ha de tener algún significado oculto? Qué es lo
que quieres preguntarme en realidad, ¿eh? ¿A qué viene todo esto? —Se

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queda mirando a Leo, apretando los dientes con fuerza—. Soy un adulto, no
tengo que consultártelo todo. ¿Lo entiendes?
Theo le aguanta la mirada. «¿Qué estás escondiendo, papá? Porque sé que
estás ocultando algo».
—Esto no es ningún juego —dice Theo, intentando que su voz no
trasluzca emoción—. Te estoy preguntando por ese artículo, eso es todo.
Últimamente pareces angustiado, como si te molestara algo.
—Lo único que me molesta eres tú —escupe él con brusquedad.
Theo respira hondo. No tiene sentido discutir con su padre cuando está de
ese humor. Levanta las manos.
—Vale. Ya te dejo tranquilo. —Coge la bolsa de la mesa—. ¿Entiendo
que no quieres esto?
Su padre frunce el ceño como respuesta.
—Pues me lo llevo. Ya nos lo comeremos Jen y yo.
Sale de la cocina con la bolsa y no vuelve la mirada hasta que se sienta al
volante del Volvo. Hasta cierto punto tiene la esperanza de que su padre irá
tras él para disculparse. Pero no lo hace, claro. Theo deja caer la bolsa sobre
el asiento del copiloto y se queda sentado unos minutos sin poner en marcha
el motor, azotado por el sentimiento de culpa, como siempre. ¿Lo que ha
hecho ha estado fuera de lugar? ¿Debería haberlo manejado de manera
diferente?
«Es solo que tu padre es de la vieja escuela —solía decirle su madre con
dulzura—. No se le da bien mostrar sus emociones. Pero nos quiere». Theo
nunca supo con seguridad si intentaba convencerle a él o a sí misma.
Es consciente de que no debería sorprenderle que su padre no le haya
revelado nada. Tras la muerte de su madre Theo intentó que hablaran de ella,
pero su padre se negó a dejarse llevar. Enterró su aflicción bajo nuevas capas
de amargura y rabia, como una lasaña bien hecha.
Y ahora eso, un misterio extra. Los dos cadáveres en un jardín de
Wiltshire, a unos trescientos veinte kilómetros de distancia. Y la palabra
encuéntrala en la caligrafía estirada de su padre.
Al fin entiende que nunca obtendrá nada de su padre. Son ya demasiados
años. Demasiadas preguntas sin respuesta. Es simple: tendrá que investigar
por su cuenta.

«Pero ¿por dónde comenzar?», piensa después, mucho después, al acabar su


turno en el restaurante. Jen duerme a pierna suelta en el piso de arriba, pero él

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sigue frenético. Siente que está molido, le duelen los pies de no haberse
sentado en toda la noche, pero su mente continúa demasiado activa y no
puede relajarse.
«Google», piensa. Comenzará por ahí.
Se dirige hacia el portátil, que siempre está sobre la mesa del comedor de
su adosado victoriano de dos dormitorios. El brillo de la pantalla es la única
luz de la habitación. Ve su reflejo sobre las ventanas francesas que dan al
jardín.
Empieza por teclear «Saffron Cutler». Aparecen algunos artículos sobre
los cuerpos que se encontraron en el jardín, pero no añaden nada al recorte
que había sobre el escritorio de su padre. Sigue desplazándose por la página.
Hay un montón de noticias firmadas por alguien llamado Euan Cutler, que al
parecer trabaja para un periódico sensacionalista. Rose Grey también es un
callejón sin salida: no tiene ni idea de cuál de todas esas Rose Grey podría ser
la que mencionaba el artículo que encontró.
A continuación introduce el nombre de su padre.
Aparece un buen número de entradas; su padre es un hombre ilustre. Theo
tarda un rato en cribarlas y está a punto de rendirse. No sabe lo que espera
encontrar. Hay una página que detalla su larga y exitosa carrera médica, y
entonces repara en otro artículo sobre una clínica privada abierta en 1974.
Viene acompañado por una foto granulada en blanco y negro de su padre,
cuando era mucho más joven, plantado junto a otro hombre en alguna fiesta
de etiqueta. Observa la pantalla con más atención. Hay un pie de foto: «Larry
Knight, socio de la clínica». Theo piensa que es extraño. Hasta donde él sabe,
su padre nunca tuvo ningún socio en la pequeña clínica privada que dirigió y
que vendió al jubilarse, seis años atrás.
Escribe el nombre de su padre y el del «Doctor Larry Knight» en Google.
Aparecen algunos artículos de diversas publicaciones médicas. Dicen que se
separaron a los cuatro años de montar la clínica. Theo se pregunta por qué. Su
padre siempre ha sido un enigma para él; hay tantas cosas de su pasado que
desconoce… Quizá Larry Knight pueda proporcionarle algunas respuestas. Se
da cuenta de que se está agarrando a un clavo ardiendo. Allí no hay nada que
relacione a su padre con los cuerpos de Wiltshire. Pero es posible que Larry
Knight pueda ofrecerle información sobre la vida de su padre antes de que
conociera a su madre; quizá incluso sepa algo sobre Rose Grey.
Se frota los ojos. Se siente a la vez exhausto y nervioso. No puede apartar
la vista de la pantalla, pese a que allí no hay ninguna información nueva.

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Intenta alejar el cansancio parpadeando, pero el nombre de su padre sigue
flotando delante de sus ojos.
«Doctor Victor Carmichael».

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Rose
Enero de 1980

Daphne se vino a vivir con nosotras el día de Año Nuevo. Se presentó ante la
puerta justo cuando acabábamos de comer, con el cabello rubio recogido en
una trenza de raíz, al estilo francés, temblorosa bajo el abrigo fino, armada tan
solo con un morral y la ropa que llevaba puesta.
Durante los días y semanas que siguieron a menudo me pregunté por qué
una mujer que, según supuse, estaría acercándose a los cuarenta no tenía otras
posesiones materiales. Deduje que habría abandonado su última ubicación
precipitadamente.
¿Fue temerario por mi parte invitar a una extraña a nuestro hogar? No me
lo pareció. Al menos no en aquel momento. Por entonces para mí no era más
que una inquilina, alguien que me pagaría un alquiler, otra fuente de ingresos
para dejar de despilfarrar lo que me quedaba de la herencia de mis padres. Su
comportamiento durante la tarde de Nochebuena me llevó a pensar que se
encontraba tan desesperada como yo por esconderse. Y estaba dispuesta a
apostar mi propia vida a que sus motivos eran parecidos a los míos: huir de un
hombre.
Aquella primera tarde fue un poco embarazosa. Le mostré la casa y la
llevé a su dormitorio para que pudiera dejar las cosas. Vi el lugar a través de
sus ojos: los tablones de madera sin barnizar del suelo —aún no había
encontrado el momento de poner la moqueta, salvo por tu habitación; rosa,
como querías—, la cocina cutre con sus baldosas de color marrón, las
chimeneas en vez de radiadores, la vieja estufa Rayburn, siempre encendida,
en la que ponía el agua a hervir con una tetera de hierro forjado.
—¿Para qué usas esta? —preguntó Daphne, señalando la puerta de la
izquierda mientras bajábamos las escaleras.
—De momento, para nada —contesté mientras la hacía pasar a la
habitación vacía, con el empapelado de colores marrón y amarillo que había
quedado del anterior propietario—. No es demasiado grande. Creo que lo más
probable es que fuera un saloncito, o algo así.
Ella frunció el ceño.

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—Supongo que podrías usarla como comedor.
—Cierto, pero la mesa está en la cocina.
—¿Y como cuarto de juegos para Lolly?
—Ella suele jugar conmigo en el cuarto de estar. O arriba, en su
habitación. Pero… —Vacilé, mirándola—. Tú misma puedes usarla. Para lo
que quieras.
Se le iluminó la cara y se volvió hacia mí con los ojos desorbitados.
—¿En serio? Eso sería genial. Aunque… —Su semblante se ensombreció
—. Ya no tengo mi máquina de coser.
—¿Te gusta coser?
—Solía hacerme mi propia ropa… —Se sonrojó—. En cualquier caso,
ahorraré y me compraré otra.
Me pregunté si se habría confeccionado ella misma el abrigo con parches
que llevaba puesto. Sin duda había algo artesano en él.
—Quizá puedas conseguir una de segunda mano. Puedo preguntar por ahí.
—Gracias. —Levantó la vista para mirarme a los ojos y la mantuvo
clavada en mí durante un momento tan largo que acabó resultando incómodo.
Llevaba rímel de color azul en las pestañas y le había caído una motita
sobre la mejilla, que estaba pálida. En el iris tenía un punto negro muy
pequeño que parecía un lunar.
Fui la primera en bajar la mirada.
—Ya. Bueno, será mejor que vaya a ver qué hace Lolly —dije.
Di media vuelta y volví a subir las escaleras.
Más tarde, después de arroparte en tu camita de hierro, Daphne y yo
fuimos a sentarnos al sofá de pana marrón como si fuéramos una pareja
nerviosa durante su primera cita. Ella seguía con el abrigo puesto y llevaba un
par de botas de plataforma azules que, al asomar por debajo de los pantalones
acampanados, transmitían la sensación de que le hubieran pintado los dedos
de los pies con un bolígrafo. Serví un par de vasos del Babycham que Joel, el
propietario de El Venado y el Faisán, me había regalado por Navidad, y nos
sentamos a observar las llamas y los troncos mientras chisporroteaban y
crepitaban en la chimenea. El olor de la madera al arder y del combustible del
encendedor resultaba pesado y embriagador. La radio estaba puesta y Heart of
Glass, de Blondie, sonaba en segundo plano.
Vi que Daphne trataba de adaptarse al modesto cuarto de estar, con el
papel floreado rosa y azul que yo misma había puesto cuando llegamos a la
casa y la lámpara de suelo con flecos en el rincón opuesto a ella.

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—Espero que no sea demasiado sencillo para ti —le dije—. Al menos
tenemos lavabo interior. Lo instalaron los dueños anteriores.
Daphne sonrió de manera enigmática mientras paseaba la mirada por la
sala.
—He vivido en sitios peores —dijo, e intenté no ofenderme. Había hecho
la casa más hogareña posible para ti.
—Era barata. —Le sonreí, y me encogí de hombros intentando aparentar
despreocupación y que no se notara que en secreto me sentía orgullosa de
tener mi propia casa. Era algo que nadie podría volver a arrebatarme: mi
seguridad—. No quería gastarme todo el dinero que tenía en una propiedad.
—Ignoré la advertencia del agente inmobiliario, quien dijo que las crestas del
tejado de paja debían cambiarse cada diez años. Me pareció que faltaba
mucho para eso. Para entonces quizá ya me habría mudado.
Daphne enarcó una de sus cejas finas, dibujadas con lápiz.
—Debe de resultar duro ser madre soltera.
Asentí con la cabeza. «Es mejor que la alternativa», pensé, pero eso no lo
dije.
—¿Tu marido te dejó la casa?
Vacilé. Pensaba que yo era viuda. ¿Qué podía contarle sin acabar
revelándole algo? Tienes que entender, Lolly, que yo siempre había sido muy
sincera. Antes se lo contaba todo a la gente —lo que me había costado una
camiseta nueva, lo que ganaba, con quién salía—, tanto si querían saberlo
como si no. Pero aprendí por las malas a mantener la boca cerrada.
Asentí y tomé un sorbo de mi bebida.
—¿Cuánto hace que murió?
—Cuando estaba embarazada —contesté, y me sentí fatal por mentir.
—Es terrible —dijo ella jugando con su vaso, y le echó una ojeada a mi
mano, reparando en la ausencia de un anillo de casada.
No quise admitir que nunca había existido tal anillo.
—Y tú… ¿has estado casada? —le pregunté en su lugar.
Ella se estremeció.
—Dios, no. No pienso casarme nunca.
—¿En serio?
—No comprendo por qué alguien desearía atarse a un hombre.
¿Era porque a ella también la habían tratado mal? ¿O me había
equivocado al juzgarla? Quizá tan solo fuera una especie de espíritu libre. O
una hippy. Quizá creyera en el amor libre. Era una mujer atractiva, de ojos
grandes y hundidos, rostro delicado y larga melena teñida de rubio, aunque se

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intuía el color castaño de las raíces. Estaba segura de que los hombres se
interesaban por ella. Siempre había pensado que yo era razonablemente
atractiva, no despampanante, ni una de esas mujeres que te hacen volver la
cabeza ni nada por el estilo, pero sí natural, no una belleza amenazante. Y me
daba cuenta de que Daphne era más llamativa.
—Hum… —Me aclaré la garganta—. Sé que esto es un poco delicado, y
lo más probable es que debiéramos haberlo hablado antes de que te mudaras.
Pero… con Lolly aquí y tal… Creo que es mejor que no… ¿Cómo podría
decirlo con delicadeza? Que no haya visitas nocturnas.
Se me quedó mirando unos instantes, y a continuación soltó una sonora
carcajada.
—¡Ay, Rose! Mírate, te has sonrojado. Te prometo que no recibiré a
ningún hombre en mi habitación. Con sinceridad, no hay nada que me
interese menos que los hombres.
Bebí un trago aliviada.
—¿Te importa si fumo?
Negué con la cabeza.
—Intento que no se fume cerca de Lolly, si no te importa.
Ella pareció sorprenderse un poco, pero se encogió de hombros.
—No pasa nada. Saldré al jardín.
Dejó el vaso sobre la mesilla y se puso en pie. La seguí hasta la cocina y
salimos por la puerta trasera. Se detuvo temblando en el patio, vestida con su
jersey de cuello alto y su abrigo fino, y me sentí tan culpable que le dije que
podíamos quedarnos en el umbral. Me ofreció un pitillo enrollado. Nos
quedamos allí en silencio, dando caladas a los cigarrillos mientras una fina
capa de hielo cubría los adoquines frente a nuestros ojos.
—Gracias —acabó diciendo ella—. Por haberme alquilado la habitación.
Creo que esto va a funcionar.
No supe si fue por el alcohol, la nicotina o una mezcla de ambos, pero de
repente me dije que tenía razón. Las dos deseábamos lo mismo, ya me había
dado cuenta. Paz y tranquilidad. Anonimato.
Plantada allí con ella, aquel primer día del nuevo año, de la nueva década,
no hubiera soñado ni en un millón de años que su equipaje, su pasado, fuera a
ponernos en peligro.

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Lorna
A la mañana siguiente Lorna se ofrece a sacar de paseo a Nieve para darle un
poco de espacio a Saffy. Pese a que solo lleva allí cuatro días, la expresión un
tanto disgustada de su hija le indica que se está entrometiendo en su camino.
Cuanto más intenta Lorna ayudar en la casa, más cara pone Saffy de estar
chupando un caramelo amargo. Pensaba que aquel «macabro hallazgo» podía
unirlas. Lo deseaba, de hecho. Sabe que se trata de una idea egoísta, pero,
ahora que Saffy está embarazada, teme que la brecha entre ellas se vuelva
todavía más ancha.
Es consciente de que cometió errores cuando Saffy era pequeña. Lorna
estuvo encantada de que su madre se encargara de ella. Le mandaba a Saffy
cada verano para poder tomarse un respiro, para poder actuar como la
adolescente —y más adelante como la mujer joven— que era, yendo a clubes
y a pubs, y cuando Euan y ella acabaron separándose, liándose con hombres
inadecuados.
Y ahora Saffy al fin la necesita. La necesita de verdad. Por más que ella
aún no lo sepa.
La deja en su pequeño y deprimente estudio, encorvada sobre el
ordenador, y sale a la luz del sol. Respira profundamente varias veces y se
pone a toser cuando el olor a campo le golpea la parte de atrás de la garganta.
No hay ni una nube en el cielo. Lleva una camiseta ligera, tejanos y sandalias.
Seguramente debería haber salido con unos zapatos más planos. Los tacones
no representan la mejor opción para las cuestas y pendientes de Beggars
Nook.
Al bajar por la gravilla del camino de acceso con Nieve repara en la
enorme furgoneta que hay aparcada en la calle. Sobre la acera una mujer
joven y bien vestida, con traje de color violeta y un cabello oscuro que no se
mueve bajo la brisa, se está dirigiendo a la cámara.
—Es posible que esta les parezca otra idílica casita de los Cotswolds —le
dice al micrófono en tono sepulcral—. Pero las apariencias engañan. Aquí, en
Skelton Place, han aparecido dos cuerpos.
Se vuelve señalando hacia la casa y Lorna se queda paralizada, sin saber
muy bien si debe seguir caminando o quedarse quieta. A la periodista se le

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ilumina la cara al verla.
—Y aquí tenemos a uno de sus propietarios. —Se acerca a Lorna—.
Debió de sentirse conmocionada al descubrir los cuerpos —dice encajándole
el micrófono delante de la cara.
Lorna se encrespa.
—Esta no es mi casa.
—Oh. —La reportera parece abatida, pero a continuación tira de
profesionalidad—. Deduzco que no es usted Saffron Cutler.
—No, no lo soy.
—Tengo entendido que esta casa perteneció a la abuela de Saffron. ¿Es
eso correcto?
—Sin comentarios —contesta Lorna—. Ahora, si me lo permite…
—¡Corten! —grita el cámara, que está en mitad de la calle, porque un
conductor airado le ha pegado un bocinazo para que se aparte.
El tipo se dirige a grandes zancadas hacia la acera, pero no se disculpa ni
le dice nada al conductor.
La reportera lo fulmina con la mirada antes de volver a clavarla con
rapidez en Lorna.
—Sería genial que pudiéramos entrevistarla para nuestro telediario.
Heleana Phillips, encantada de conocerla. —Le ofrece la mano, pero Lorna no
se la estrecha.
—Aquí no hay ninguna historia —responde con brusquedad—. No
sabemos nada sobre los cuerpos. Pasaron muchos años antes de que mi hija
viniera a vivir aquí.
Heleana se pasa un mechón de cabello brillante por detrás de la oreja.
—Bueno —dice tratando de sonar tranquila, y Lorna sospecha que está
usando ese tono para engatusarla—, yo creo que es una historia muy
interesante. No se encuentran dos cadáveres cada día, ¿verdad? ¿Está segura
de que no hay ninguno más?
—Del todo —contesta Lorna, que tira con suavidad de Nieve para que se
ponga en pie, y comienza a alejarse.
Ve que algunas de las ancianas que viven al otro lado de la calle se han
congregado en la acera y observan la escena con expresión reprobadora y los
brazos cruzados sobre el pecho. Lorna es consciente de que la tal Heleana y el
resto de los reporteros se limitan a hacer su trabajo —está acostumbrada a
ello, ya que al fin y al cabo vivió un tiempo con Euan—, pero le gustaría que
se largaran de allí. Sobre todo por el bien de Saffy: se ha dado cuenta de que

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su hija tiende a esconderse cuando están en el exterior, como si fuera
prisionera en su propia casa.
Lorna baja la colina enojada, con su calzado inadecuado, ignorando a
Heleana. Tiene el corazón desbocado pero no reduce la marcha hasta llegar a
El Venado y el Faisán, al pie de la cuesta. Entonces se detiene a recuperar el
aliento y sigue caminando hasta la plaza Mayor, que se abre ante ella como el
escenario de un libro troquelado para niños, y, al pasar junto a la cruz de
mercado y la iglesia, pequeña y pintoresca, la asalta el mismo recuerdo
diáfano, que se aleja flotando de ella y la sume en la frustración. La cruz de
mercado le resulta tan familiar que se descubre acercándose a ella. Se sienta
sobre uno de sus fríos peldaños y estudia el resto de la plaza. Y entonces la
golpea un recuerdo que lucha por abrirse camino dentro de su cabeza. En él
cruza la plaza andando, flanqueada por dos mujeres, que le cogen de una
mano cada una. Su madre… y alguien más. Alguien sin rostro. ¿La mujer de
la fotografía, quizá? Se trata más de una sensación que de un recuerdo, y de
inmediato hace que se sienta melancólica, casi afligida.
«¿Qué pasa con este lugar?», se pregunta mientras se pone en pie. En él
siente que la envuelve una tristeza que no logra explicar, como si una neblina
fría hubiera caído sobre ella para cubrirla en forma de velo.
«Esto no va a funcionar», piensa. Tiene que reaccionar. Debe recordar
para qué está allí. Va marcando mentalmente las casillas de todo lo que quiere
comprar: los ingredientes para preparar una paella tradicional española para
Saffy y Tom esa noche. Cruza el puentecito para llegar al colmado al final de
una hilera de casas adosadas y ata a Nieve a un poste. Ya se está haciendo al
perro. Incluso diría que siente cierto afecto por él.
En el colmado no tienen todos los ingredientes que necesita, así que se ve
obligada a improvisar. Mientras se pasea por los pasillos estrechos se da
cuenta de que algunos clientes la observan. Los ignora. Está acostumbrada a
que la miren. Va a pagar y, a continuación, con Nieve, se dirige sin prisas al
Beggars Bowl, el café de la esquina.
Los perros están permitidos, así que entra con Nieve. Es un local muy
pequeño, apenas hay espacio suficiente para un par de mesas redondas al
fondo. Delante de ella hay un anciano con un mechón de cabello blanco que
está hablando con el joven al otro lado de la barra, y ella llega a tiempo de oír
el final de la conversación:
—… un lugar tan tranquilo, pero ahora hay periodistas por todas partes, y
policías. Uno se presentó en mi casa anoche para hacernos preguntas. Era la
hora de la cena. ¿Quién llama a la puerta tan tarde? ¡Dime! Esto es lo que

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sucede cuando los jóvenes se ponen a ampliar sus casas… —Titubea al ver a
Lorna. Enarca las cejas, blancas y arrugadas, pero no prosigue con su diatriba.
Lorna siente la tentación de decirle que no se detenga por ella, pero
tampoco quiere ponerle las cosas más difíciles a Saffy. Al fin y al cabo ella es
la que tiene que vivir con esta gente.
El hombre coge el vaso que le ofrece el chico de detrás del mostrador,
saluda a Lorna con un asentimiento de cabeza, pero sin sonreírle, y sale del
local.
—¿Qué le pongo? —le pregunta el joven.
Si sabe quién es ella no lo demuestra, y Lorna se siente agradecida. Pide
un latte y se pone a charlar con él mientras se lo prepara. Descubre que se
llama Seth, que creció en el pueblo, que su tía era la propietaria del café y que
en octubre se irá a estudiar Ingeniería a Nottingham. Al salir del local con su
preciado latte, Lorna sonríe para sí. Es la primera persona amable que se ha
encontrado en el pueblo desde su llegada.
Al reducir la marcha para tomar un trago de su bebida, oye que alguien se
aclara la garganta a su espalda. Se vuelve y ve a un hombre de cincuenta y
muchos años, vestido con camisa de cuadros y vaqueros. El cabello corto y
canoso, y unos ojos entornados que parecen estudiarla durante unos instantes
que se hacen más largos de lo que dictaría la buena educación. Se detiene y
Nieve se deja caer con un ruido seco ante sus pies.
—Hola —dice él con una sonrisa agradable—. Usted vive en el número 9
de Skelton Place, ¿verdad? —Tiene acento del norte y algo en su tono y en su
postura le dice a gritos que estuvo en el ejército.
—No, solo estoy de visita —contesta Lorna.
—Yo tampoco soy de por aquí —dice él sorprendiéndola.
—Oh. Ya. —Entonces se le ocurre—: ¿Es usted periodista?
Él parece extrañarse.
—Oh, no…, no. Solo estoy de visita. Me llamo Glen. —Le ofrece la mano
y Lorna siente que sería una grosería no estrechársela.
—Lorna.
Su apretón es firme.
—Me he enterado de lo de los cuerpos. En el pueblo todo el mundo habla
de eso.
—Sí, me lo puedo imaginar.
Él le sonríe, sosteniéndole aún la mano. Ella se pregunta si no estará
intentando ligársela. Debe de ser al menos quince años mayor que ella. Piensa

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que es bastante atractivo, en lo que a hombres mayores se refiere, pero hay un
cierto gesto duro en su rostro. Retira la mano.
—En fin —dice—. Tengo que regresar. Encantada de conocerle, Glen.
—Lo mismo digo —contesta él, pero no se mueve de su sitio.
Mientras se aleja tiene la seguridad de oír que él le grita:
—¡Saludos a Rose!
Pero, cuando se vuelve, el hombre se está dirigiendo hacia el bosque.
Lorna frunce el ceño al ver cómo se aleja, se plantea si debería salir corriendo
tras él y preguntarle si conoce a su madre, pero acaba decidiendo que debe de
haber oído mal.

Al llegar a la casita Lorna se siente aliviada al ver que Heleana y su equipo se


han marchado. Llama al timbre y Saffy la deja entrar con aire distraído.
—Hola, cariño —le dice mientras desabrocha la correa del collar de
Nieve.
Saffy se agacha para besar al perro en la cabeza y regresa a su estudio. En
la pantalla hay una portada de libro en pruebas. El nombre de Leon Bronsky
atraviesa su parte superior con enormes letras de color rojo y por debajo se ve
una muñeca de porcelana de aspecto siniestro en llamas. Lorna ha leído
algunos de los libros de Bronsky: son extremadamente oscuros.
—¿La has hecho tú?
Saffy asiente con la cabeza.
—Su editorial nos ha contratado para que hagamos la portada y llevemos
la mercadotecnia. Pósteres, titulares para los anuncios en las revistas, ese tipo
de cosas. Es un cambio de imagen. Se ha pasado al terror. Y la comisión es
buena. Es un contrato enorme.
Lorna hace una mueca de dolor, imaginando que el libro será mucho más
horripilante que los anteriores.
—¿Tuviste que leerlo?
Saffy se ríe.
—Sí. Me provocó pesadillas. —Se quita un mechón de la cara sin apartar
los ojos de la pantalla y de esa portada espeluznante—. Me alegro de que los
periodistas se hayan ido al fin.
—Yo también. Una me ha acorralado antes, pero no te preocupes, no le he
dicho nada. —Levanta la bolsa de la compra en el aire—. He comprado cosas
para la noche. No he conseguido todo lo que quería, pero me las arreglaré
para preparar una especie de paella.

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Saffy gruñe algo a modo de respuesta; el ceño fruncido, concentrada en la
pantalla. Lorna decide que será mejor dejarla y se va a la cocina a guardar lo
que ha comprado. A continuación se va a deambular por el salón. La noche
anterior estaban demasiado cansadas para acabar de revisar las cajas, y Tom
ha tenido que levantarse al alba para ir a trabajar.
Lorna se acomoda para continuar con la labor del día anterior. Ve que el
zócalo está cubierto por una capa de polvo y resiste la tentación de ir en busca
de un trapo. Se quita las sandalias y enrosca los pies entre el cuerpo y los
tablones de madera del suelo mientras intenta descifrar si ese montón de
papeles es importante o si se trata tan solo de recibos. En ese momento le
suena el móvil.
Es Alberto.
Se le encoge el estómago. Lleva días intentando llamarle. Al llegar él le
mandó algunos mensajes rápidos, pero cada vez que le telefoneaba saltaba el
buzón de voz.
—My treasure, te echo de menos —le dice en cuanto responde—.
¿Cuándo volverás a casa?
—Yo también te he echado de menos. —No está segura de que sea cierto
—. Me voy a quedar aquí hasta el fin de semana al menos.
—Me siento muy solo en el apartamento sin ti.
Lorna lo duda. Por lo general se queda en el bar hasta tarde. No obstante,
sí que suena como si la echara de menos. Quizá se haya equivocado con sus
sospechas hacia él.
Pero no le ha preguntado por Saffy ni por su madre, recuerda Lorna con
una punzada de decepción.
—Ahora mismo me necesitan aquí. Saffy está embarazada…
Le relata todo lo sucedido desde que llegó a Beggars Nook, pero tiene la
impresión de haberle perdido en algún punto del camino porque él suena
aburrido cuando contesta:
—Siempre y cuando regreses pronto, my love. I am dying to see you.
—Yo también tengo muchas ganas de verte —miente ella, y cuelga con
una gran tristeza.
Se pasa la hora siguiente repasando los papeles de su madre con la
esperanza de encontrar algo de interés, quizá algunas fotos más. Es posible
que de su padre. Por lo general no pensaba mucho en él, pero sí había
ocasiones en las que echaba de menos tener a un padre cerca. Recuerda que
una vez, en la escuela, cuando tenía unos diez años, participó en un concurso
de cultura general —a lo largo de una semana debían ver quién presentaba

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más datos—, pero la biblioteca estaba en la ciudad y, sin un coche para llegar
hasta allí, solo pudo usar la enciclopedia anticuada que su madre conservaba
en casa. Anne, su mejor amiga, ganó porque su padre la llevó a la biblioteca
cada tarde de aquella semana para ayudarla a encontrar lo que necesitaba.
Sintió celos de Anne y de ese padre complaciente y de su Mini Metro. Lorna
quedó en la última posición del concurso.
Roza con la mano el artículo de periódico sobre Sheila que encontraron
ayer. Vuelve a examinarlo, preguntándose por qué su madre decidió
conservarlo. ¿Era Sheila una amiga? ¿Mantuvo siempre la esperanza de llegar
hasta el fondo de lo que le pasó? A Lorna le parece que se trata de un caso
muy evidente de ahogamiento. Y entonces repara en algo. Y le sorprende que
no cayeran en ello el día anterior.
«Alan Hartall, de treinta y ocho años, vecino de la señora Watts, afirmó:
“Sheila era un tanto solitaria. Era una persona retraída, aunque yo llegué a
conocerla bien”».
Alan Hartall. ¿No era el mismo apellido de Daphne, la inquilina de su
madre? ¿Fue por eso por lo que conservó el artículo? Lorna se pone en pie y
sale apresuradamente de la habitación, cruza el pasillo hacia la de Saffy e
irrumpe sin llamar a la puerta.
Saffy levanta la mirada.
—¿Y ahora qué, mamá? Ya voy con retraso gracias a los periodistas que
se han pasado buena parte de la mañana llamando a la puerta…
Lorna aplasta el artículo contra el escritorio, delante de ella.
—Lo siento, cariño, pero mira esto —le dice, indicándole la línea de texto
—. Alan Hartall. El mismo apellido que Daphne.
Saffy vuelve la cabeza hacia su madre y se le iluminan los ojos.
—Oh.
—Tenemos que investigarlo. Podría ser un vínculo para averiguar si
Daphne y ella son familia.
—Pero eso fue hace cuarenta años. Alan Hartall podría estar muerto.
Lorna suspira. Es la respuesta típica de la pesimista de su hija.
—Y, si no, tendrá la edad de tu abuela. Tenemos que intentarlo. Quizá
pueda hablarnos de esa tal Daphne.
—Sí…, pero… —Saffy se saca una goma de la muñeca y se ata el cabello
con ella—. No sé qué sentido tendría, mamá. Dudo que la abuela estuviera
viviendo aquí cuando se cometieron los asesinatos.
—Ya lo sé, pero quizá Daphne pueda arrojar un poco de luz sobre las
cosas. La policía está interrogando a todas las personas que vivieron aquí. Y

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—traga saliva— estaría bien ver a alguien que conociera a tu abuela. De
joven.
—Deberíamos dejárselo a la policía.
—Pero están tardando siglos… —Lorna comienza a pasearse por la
pequeña habitación mientras la frustración crece en su interior. Ahora que se
le ha ocurrido esa idea, no puede renunciar a ella—. Tienen que hablar con
muchísima gente. Los antiguos propietarios, los antiguos arrendatarios… y,
aunque en efecto encuentren a Daphne y la interroguen, no nos contarán gran
cosa al respecto, ¿verdad? Si Daphne sigue viva, sería fascinante hablar con
ella, ¿o no? Conoció a tu abuela. Vivió aquí con ella. Conmigo. No hará
ningún daño. Quizá sepa algo sobre la tal Sheila. Es evidente que tiene su
importancia, o tu abuela no habría conservado ese artículo de periódico.
Quizá fueran amigas las tres…
—Ya le he pedido a papá que investigara a Sheila y su ahogamiento.
—Oh. Vale. ¿Le has… le has contado lo del bebé?
Saffy asiente con la cabeza.
—Se ha sorprendido. Pero está feliz, espero.
—Me alegro mucho.
Lorna se queda plantada junto al escritorio de su hija hasta que esta suelta
un suspiro de resignación.
—De acuerdo. ¿Cómo quieres que lo hagamos? —pregunta.
Lorna da una palmada.
—Vale, bueno, creo que deberías volver a llamar a tu padre, si no te
importa. A través del periódico puede acceder al censo electoral y averiguar si
aún existe algún Alan Hartall que viva en la zona de Broadstairs. Pero no te
preocupes aún por eso. Estás trabajando.
Saffy le devuelve el artículo.
—Luego le llamo. Déjame que acabe con esto.
—Genial. —Lorna le da un abrazo rápido y se retira a la sala de estar.
«No es gran cosa para comenzar —piensa mientras continúa rebuscando
en la caja—. Pero es lo único que tenemos por ahora».

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Saffy
Entro en la sala de estar con el móvil en la mano. Mamá está sentada en el
sofá, con uno de los cojines de color mostaza pegado al pecho. Levanta la
mirada y en sus ojos oscuros hay un destello de excitación.
—¿Y…? ¿Has hablado con él?
—Sí. Papá dice que intentará averiguar todo lo que pueda mañana. Esta
tarde no ha ido a la redacción.
Mamá se levanta del sofá de un salto y se dirige hacia la ventana. Está
descalza y se pone a saltar de uno de sus pies perfectamente bronceados al
otro. Su energía resulta casi visible, como el brillo que tenían los niños en los
viejos anuncios de Ready Brek que ella misma me hizo ver una vez en
YouTube.
—Tengo la sensación de que debería estar haciendo algo más para
encontrar a Daphne. —Se lleva la mano al grueso collar y comienza a pasarse
las cuentas de aguamarina entre los dedos durante unos instantes. A
continuación se vuelve hacia mí con un fogonazo en la mirada—. Me voy a
Londres.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Iré a visitar a tu padre. No le he visto desde tu graduación. Será
agradable ponerse al día.
Es lo raro que tienen mis padres. Pese a estar divorciados, siguen
llevándose bien. Se pasaron toda mi graduación bebiendo y riéndose, y
cuando le conté a Tara que, de hecho, estaban divorciados, se quedó
sorprendidísima. A menudo me pregunto si, en caso de haberse conocido en
otra etapa de la vida, y no durante la adolescencia, habrían aguantado juntos.
—Es posible que papá no encuentre nada sobre Alan Hartall —le digo—.
Como mucho obtendrá una dirección, y te la puede dar por teléfono.
—Ya lo sé, pero así tendré algo que hacer. Y dejaré de entrometerme en
tu camino. Tienes trabajo pendiente y yo no hago más que dar vueltas por
aquí sin serte útil. Cogeré el tren mañana. ¿Te importaría llevarme a la
estación? —Antes de que pueda contestarle, ya se ha sacado con un
movimiento veloz el móvil del bolsillo trasero de los vaqueros—. Mañana
hay un tren a Paddington que sale a las… —Se acerca la pantalla—. A las

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nueve y veintiocho. —Levanta la mirada—. ¿No será demasiado pronto para
ti?
Mamá sigue pensando que no he cambiado desde que era una adolescente
y me quedaba holgazaneando en la cama hasta el mediodía.
—Está bien —le contesto.
Pienso que es una locura, pero eso la sacará de casa durante el día y me
dará libertad para acabar el diseño del libro para Caitlyn, mi jefa, a quien no
le gustó la anterior prueba. Me preocupa haber perdido el toque. He estado
demasiado distraída con la mudanza, el bebé, la abuela, mi madre. Y, por
supuesto, con el pequeño asunto de los cadáveres.
—Deja de morderte el labio —me dice mamá mientras pasa veloz a mi
lado—. Voy a poner la tetera.

A la mañana siguiente, cuando me levanto mamá ya se ha vestido y está


maquillándose en la mesa de la cocina. Tom ha salido de casa a las seis. Cada
día tiene un trayecto largo, y creo que se le está pasando la ilusión de la
novedad. Anoche llegó tarde a casa por culpa de los retrasos en los trenes y
cayó exhausto sobre la cama, me rodeó el vientre con los brazos y se quedó
frito casi de inmediato.
—¡Qué guapa! —digo, y es cierto pese a que yo nunca me pondría esa
ropa.
Lleva una chaqueta de tweed ceñida de color blanco y negro con grandes
botones dorados, sus vaqueros favoritos, de un tono cereza y muy ajustados, y
una camiseta blanca y escotada con el mismo collar pesado de ayer. Me siento
como si no estuviera a la altura, con mi mono holgado y la camiseta de color
limón.
—Gracias. —Me sonríe desde su espejo compacto. A continuación lo deja
sobre la mesa y frunce el ceño—. ¿Te encuentras bien? Pareces un poco…
cansada.
—Estoy bien. Es solo que tengo náuseas por las mañanas. —Su perfume
me está provocando un dolor de cabeza mareante.
Pero no es solo eso. Me siento un poco intranquila por tener que pasarme
todo el día sola en casa. Por lo general estoy acostumbrada a hacerlo. Y
estaba deseando disponer de algo de tiempo sin que mamá estuviera dando
vueltas a mi alrededor. Pero, ahora que se va de verdad —y con Tom también
en Londres—, me he dado cuenta de que voy a quedarme sola. En esta casa
inquietante, sobre la que flota el espectro de dos cadáveres.

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Intento no mirar por la ventana mientras me sirvo un vaso de agua. Tom
piensa que tendremos que contratar a otra empresa de construcción. Cuanto
antes tapen ese agujero, mejor. Cada vez que lo miro me pongo de los
nervios.
Mamá echa la silla hacia atrás.
—Siéntate, cariño. ¿Qué te puedo ofrecer? ¿Una tostada? ¿Unas galletas
saladas para que picotees?
He visto que ya ha lavado y guardado las cosas de la cena. Me siento
como si fuera una invitada en su casa, y técnicamente supongo que lo soy.
Incluso le ha dado de comer al perro, algo que nunca pensé que fuera a hacer.
Mamá me trae unas galletas y yo me hundo en la silla mientras ella ordena
la cocina a mi alrededor. Estoy demasiado cansada para protestar. La ansiedad
recubre mi interior. Me siento como si fuera yo la que va a subirse a un tren
hacia Londres. ¿Qué podría sacar a la luz papá? Sin duda esto podría destapar
la caja de Pandora.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —le pregunto, dejando la galleta sobre la
mesa. No me está ayudando.
—He quedado con tu padre para comer temprano. —Se mira el reloj
estrecho de oro en la muñeca—. Bueno, será mejor que vayamos tirando.
¿Seguro que estás bien para llevarme? No tengo problemas en coger un taxi.
Me pongo en pie.
—Estoy bien, mamá. Vamos.

Se pasa todo el trayecto hasta la estación hablando. Cuando llegamos ya tengo


un dolor de cabeza tremendo. Sigue haciéndolo mientras sale del coche.
—Te llamaré luego para ponerte al tanto. Al volver tomaré un taxi, así que
no te preocupes por recogerme. Ya…
El coche de detrás me pita.
—Mamá, se supone que no puedo parar aquí.
—Vale, me voy, me voy. —Cierra la puerta del copiloto y, saludándome
con la mano, me manda besos mientras me alejo.
El camino de regreso a la casa resulta pacífico y silencioso.
Nada más entrar decido llamar a papá, que atiende al segundo timbrazo.
—Hola, cariño. Iba a llamarte, pero he pensado que sería demasiado
pronto.
Son las nueve y media. ¿Qué les pasa a mis padres?
—Me preguntaba si ha habido suerte con Sheila Watts —le digo.

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Por su respiración suena como si estuviera caminando. Me gusta
imaginármelo recorriendo las calles de Londres a grandes zancadas, quizá con
un café para llevar, la libreta guardada en la chaqueta, camino de la redacción.
Mi padre, grandote y atractivo.
—Bueno, en realidad sí que he encontrado algo —contesta.
Enderezo la espalda.
—¿Ah, sí?
—En el archivo había una carpeta dedicada a ella.
Suelto un grito ahogado.
—¿En serio? ¿Qué contenía? ¿Era de la misma Sheila?
—Supongo que sí. Estoy hasta el cuello acabando una historia importante,
así que solo la he hojeado. Me temo que no me ha parecido gran cosa. Me
sorprende que no la hayan triturado. Hay muchas cosas que han quedado
olvidadas en el archivo. Pero quizá sea útil. ¿Le saco fotos y te las envío?
—Eso sería genial.
—Tengo que irme. Estoy trabajando, pero te mandaré un correo luego.
—Gracias, papá.
Cuelgo sintiéndome intrigada por ver esa carpeta.

Tengo que despejarme antes de ponerme a trabajar, así que decido sacar de
paseo a Nieve, que da vueltas alrededor de mis piernas, inquieto, mientras
cojo la correa y se la engancho al collar. Antes de salir de casa me asomo al
pequeño cristal de la puerta de entrada para asegurarme de que no haya
periodistas en el exterior. Al ver que no hay moros en la costa, abro la puerta
y salgo. Me ciño la chaqueta y me dirijo al sendero que, algunas casas más
abajo, conduce al bosque que hay detrás de los terrenos de Skelton Place.
Mamá piensa que es un lugar inquietante y opresivo, pero a mí me parece
hermoso y apacible. Me gusta el aroma a madera de los árboles, la tierra
húmeda, las campanillas que crean una moqueta de color violeta durante esta
época del año, y la manera en que el sol centellea entre los árboles. Tengo la
sensación de que aquí puedo respirar como es debido, sin contaminación,
rodeada solo de naturaleza.
Me adentro en el bosque, en una zona donde los árboles son tan espesos
que apenas dejan pasar la luz, y siento un pequeño escalofrío, la chaqueta es
demasiado fina. Nieve tira de la correa mientras recorremos senderos
serpenteantes y pasamos por encima de raíces nudosas que sobresalen del
suelo como una red de tuberías.

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Estoy tan absorta en mis pensamientos que al principio no oigo a nadie a
mi espalda.
Entonces se rompe una rama.
Hace tanto ruido que doy un salto y vuelvo la cabeza de golpe. Hay un
hombre plantado a un par de metros de mí. Le reconozco: es el que estaba
delante de la casa el otro día, el que con toda seguridad me siguió hasta la
residencia de la abuela la semana pasada.
Me sonrojo y siento la boca seca. Nieve deja de olfatear el tronco de un
árbol y se planta junto a mí con las orejas enhiestas.
El hombre lleva una chaqueta encerada y unas botas gruesas. Por su
aspecto, debería estar en una finca elegante, con un rifle de caza en la mano.
—Hola —me dice sonriente.
Asiento con la cabeza y continúo caminando.
—Saffron, ¿verdad?
Me detengo. ¿Quién es? ¿Será un periodista? Me vuelvo hacia él e intento
hablar sin que se me altere la voz.
—Mire, si es usted periodista, la policía no me ha contado nada más
acerca de los cuerpos que se encontraron en mi jardín. Sé tanto sobre todo
este asunto como usted. Sucedió mucho antes de que yo naciera.
Él levanta una mano.
—No soy de la prensa.
—Oh.
No sé qué más puedo decir. Siento el primer aguijonazo de la ansiedad.
Hasta donde sé el bosque está desierto y soy terriblemente consciente de que
me encuentro a solas con un extraño individuo.
—En realidad —dice él— me llamo Davies y soy detective privado.
—¿De-detective privado?
¿Por qué me seguiría un detective privado hasta el bosque? ¿Por qué no se
limitó a llamar a mi puerta?
—No la estaba siguiendo —dice con una risita, como si me hubiera leído
la mente—. He pensado que sería demasiado temprano para presentarme en
su casa y he decidido dar un paseo por el bosque. Es muy bonito.
Frunzo el ceño.
—Hum…, ¿quién le ha contratado?
—Me temo que no puedo decírselo. —Pasea la mirada por el bosque,
como si esta fuera una charla informal, de escasa importancia, pero se le nota
tenso, y eso me indica que está fingiendo.

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—Ya. Bueno, y yo me temo que no sé nada, así que… —Comienzo a
alejarme.
—¡Espere! —me pide, aunque no me sigue. Me detengo y me vuelvo
hacia él—. Es con su abuela con quien quiero hablar en realidad.
—¿Con mi abuela? ¿Por qué?
—Es… Bueno, es una cuestión personal.
—Mi abuela se encuentra en una residencia. No está en condiciones de
hablar con nadie.
Una sombra atraviesa su rostro, le confiere un aspecto menos abierto.
—¿Está enferma?
—Sufre demencia.
Él se pasa la mano sobre el mentón, con su barba de dos días.
—Oh. Eso va a poner las cosas mucho más difíciles. Mucho más. Verá,
mi cliente necesita que le dé una información. —Su tono se ha vuelto más
frío, ha desaparecido cualquier pretensión de cordialidad.
Se me acelera el corazón.
—¿Qué tipo de información?
—Sobre algo que pasó hace mucho tiempo.
—Ya veo —digo, pese a que estoy completamente desconcertada.
—¿Cuándo se marchó su abuela de la casa?
—Hace años. Lleva mucho tiempo sin vivir en ella.
—¿Recuerda el año?
—No con exactitud, no. —No pienso contarle nada. Él parece sopesar la
cuestión por un instante. Nieve comienza a tirar de la correa impaciente—.
Mire —añado—, la verdad es que no hay nada que pueda contarle. Mi madre
y yo ni siquiera supimos que la abuela tenía esta casa hasta que entró en la
residencia. De verdad que no puedo ayudarle.
Él se acerca mientras busca algo en el interior de la chaqueta.
—¿Puedo darle esto? —Saca una pequeña tarjeta de visita de color crema.
Estiro el brazo y se la cojo. En ella aparece escrito, por debajo de un número
de móvil: «G. E. Davies. Detectives privados T&D»—. Mi cliente busca algo
que se encuentra en manos de su abuela; tiene la certeza de que lleva muchos
años en su poder.
Pienso en las dos cajas de cartón llenas con sus cosas y me prometo
volver a revisarlas.
—¿Y de qué se trata?
Él suspira, parece frustrado.
—Una especie de documento. Papeleo.

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—¿De qué va todo esto?
—Yo solo sigo órdenes, Saffron. —Baja la voz pese a que no hay nadie
cerca, y siento una oleada de miedo. Doy un paso hacia atrás—. Mi cliente
afirma que ese documento es muy importante. Le pertenece y quiere
recuperarlo.
—¿Aunque hayan transcurrido todos estos años?
—Sí, sobre todo después de todos estos años. Así que si lo encuentra
llámeme. Si cayera en las manos equivocadas podría provocarle todo tipo de
problemas a su abuela. ¿De acuerdo?
—¿En… en qué sentido?
—Es complicado. Pero también es muy importante. Lo entiende, ¿verdad?
—Asiento con la cabeza—. Bien. Entonces espero recibir noticias suyas.
Se vuelve y yo me quedo observándole mientras recorre los senderos,
pisando las gruesas raíces, hasta que desaparece a la vuelta de un recodo.

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19

Theo
La casa de Larry Knight es una construcción independiente de ladrillo rojo y
estilo eduardiano en uno de los barrios pudientes de Leeds. A lado y lado de
la puerta de entrada, pintada de negro, hay sendos árboles en miniatura con
forma de bola dentro de macetas cuadradas de metal.
Theo logra encontrar sitio fuera, bajo un inmenso cerezo que está
perdiendo las flores. Los pétalos han cubierto la acera. Es una tarde hermosa:
el sol está bajo y proyecta estrías en una gama de colores pastel desde el
horizonte. Más allá del canto de los pájaros y del sonido lejano de unos niños
que juegan, la calle se encuentra en silencio.
Theo tiene la sensación de que la suerte le ha ayudado a dar con Larry.
Después de muchas llamadas logró contactar con una clínica en la que
figuraba su nombre y, tal y como esperaba, allí le dijeron que se había
jubilado. Cuando se disponía a colgar, la recepcionista le reveló que el
negocio se encontraba en las capaces manos de Hugo, el hijo de Larry. Theo
le dejó un mensaje y Hugo le devolvió la llamada para hablar de su padre. A
las pocas horas Larry le llamó y aceptó una entrevista cara a cara. Así que allí
está, en una calle desconocida de Leeds, en una hermosa tarde de miércoles.
Ha llegado solo unos minutos tarde, pero sospecha que Larry le estaba
esperando porque la puerta se abre frente a él antes de que haya tenido la
oportunidad de llamar al timbre. Un anciano que ha compensado la frente
despejada dejándose una barba blanca y espesa aparece en el umbral. Lleva
puesta una chaqueta de punto por encima de una camisa que le aprieta la
barriga. Tiene los ojos de color azul, bondadosos, de comisuras que se
arrugan cuando le sonríe, cosa que sucede nada más verle.
—Santo cielo —dice—, eres la viva imagen de tu padre cuando tenía tu
edad.
—Con un poco de suerte ahí se acabarán los parecidos —dice Theo,
riéndose para quitar hierro a sus palabras.
Larry parece sorprenderse, pero se hace a un lado para dejarle entrar.
Theo se detiene en el inmenso vestíbulo. Las paredes están decoradas con una
amplia colección de fotografías familiares, todas de tamaños diferentes pero
que de algún modo se complementan entre sí. Les echa una ojeada.

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Vacaciones familiares en destinos exóticos, retratos de boda, niños azotados
por el viento y con botas de lluvia en la playa, nietos acurrucados bajo mantas
de cuadros sobre sofás mullidos, incluso las mascotas familiares tienen su
marco. El lugar no podría ser más diferente respecto a la casa en la que Theo
se crio, donde la única foto en las paredes era una que mostraba a su padre
recibiendo un trofeo de golf en 1984.
Se vuelve hacia el anciano, hacia Larry Knight. Se da cuenta del motivo
por el que el negocio que tenían él y su padre no prosperó. Son polos
opuestos. Theo siente una punzada repentina al pensar en lo que habría sido
su infancia si se hubiera criado con esa familia, rodeado de hermanos con
botas de lluvia, construyendo castillos en la arena de una playa invernal, con
la casa llena de perros y gatos y conejillos de Indias y hámsteres. Una casa
henchida de amor y de risa, no de miedo e intimidación. Una existencia
documentada en las paredes del vestíbulo. Es todo cuanto desea para Jen y
para sí en caso de que tengan la suerte de convertirse en padres.
Entonces piensa en lo triste que estaba Jen esa misma tarde, cuando él se
ha ido, sentada en el sofá con una bolsa de agua caliente pegada al vientre, sus
hermosos ojos de color verde claro brillantes por las lágrimas que intentaba
no verter. Otra vez le ha bajado la regla; otra oportunidad perdida. Él no
quería dejarla sola, pero ella ha insistido: «Siempre y cuando me traigas unos
Maltesers», le ha dicho mientras él le daba un beso de despedida.
—Tiene una casa preciosa —dice Theo ahora, y lo dice en serio.
Dos golden retrievers entrados en años y con los bigotes de color gris se le
acercan con andares patosos y él se pone en cuclillas para acariciarlos.
Larry le responde con una sonrisa.
—Venga, vamos —le dice dándole una palmada en la espalda, como si le
conociera desde hace años—. Pasemos a la sala de estar. ¿Quieres una taza de
té? ¡Marge! —grita antes de que Theo pueda contestar.
La mujer que se abrazaba a Larry en las fotos, pero más entrada en años,
aparece en el vestíbulo. Es alta, de pómulos salientes, con el cabello blanco
cortado a la altura de los hombros, y se la ve elegante con su blusa de seda y
sus pantalones de color azul marino.
—Este es Theo, el chico de Victor.
—Hola, Theo —dice ella estrechándole la mano con calidez—. Encantada
de conocerte. ¿Una taza de té?
Contesta que le encantaría tomarse una, y a continuación sigue a Larry
hacia una habitación en la parte delantera de la casa. Es un lugar muy
confortable, y Theo se acomoda en un extremo del sofá mientras su anfitrión

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se sienta en un sillón, con uno de los perros a sus pies. El otro va a sentarse al
lado de Theo, sobre el sofá, y deja descansar la cabeza en su regazo.
Larry se ríe entre dientes.
—Le caes bien a Bonnie.
Theo le acaricia la cabeza.
—Adoro los perros. Ojalá algún día mi esposa y yo podamos tener uno.
—Bueno —dice Larry con las manos sobre la prominente barriga—, me
sorprendió saber de ti. Llevo sin ver a Victor desde…, cielos…, años. ¿Qué
tal le va?
—Está bien, gracias. Se ha jubilado.
—¿Y cómo está tu madre? Fui a su boda… ¿Cuándo fue, a ver? Hace
treinta y cinco años.
—Mi madre… murió hace catorce años. Sufrió un accidente.
A Larry se le demuda la expresión.
—Lamento oír eso. Debía de ser joven.
—Sí. Demasiado. —Theo traga saliva con dificultad—. Sé que le parecerá
extraño que haya querido verle, pero… —Mira a ese hombre de expresión
bondadosa, con una familia extensa y feliz, y sabe que puede hablar con
sinceridad—. He descubierto algo relacionado con mi padre que me ha
provocado más preguntas que respuestas.
—De acuerdo.
—Tuvo una clínica con mi padre. Allá por los años setenta.
—Sí, así es. Una clínica privada. Trabajamos juntos durante años.
—Y me preguntaba… —Hace una pausa cuando Marge entra con dos
tazas. Acepta una con cuidado de mantenerla lejos de la cabeza de Bonnie,
que sigue descansando sobre su pierna.
—Y te preguntabas… —le apunta Larry cuando Marge abandona la
estancia.
Theo se concentra e intenta poner sus ideas en orden.
—La verdad es que no lo sé. Todo esto comenzó cuando encontré un
artículo de periódico sobre el escritorio de mi padre. —Vacila un instante—.
¿Le suena una tal Rose Grey?
Larry piensa en ello.
—No me suena ese nombre.
—¿Y el de Saffron Cutler?
Larry niega con la cabeza.
—Mi padre es tan reservado… Ni siquiera llegó a contarme que hubiera
tenido un socio. —Larry observa a Theo con expresión paciente por encima

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del borde de su taza, esperando a que vaya al grano—. ¿Por qué decidieron
separarse?
Larry parece arrepentido.
—Sí. Aquello fue un mal asunto.
La expectación hace que a Theo se le acelere el pulso…, pero también
teme lo que Larry pueda revelarle.
—¿Hizo mi padre algo malo?
—Hum… Bueno, nadie lo sabe con seguridad. Por supuesto, Victor
siempre mantuvo su inocencia, pero recibimos una queja por parte de una
joven. Lo siento, no te resultará fácil escuchar esto.
Theo se prepara. Sea lo que sea, es consciente de que con toda
probabilidad ya lo habrá imaginado.
—Una mujer se quejó de que Victor se había comportado de manera
inapropiada con ella. Durante un reconocimiento.
Se le cae el alma a los pies. Esto no se lo esperaba.
—Pero ¿no había una enfermera en la consulta con ellos?
—Eran los años setenta —contesta Larry a modo de explicación.
—¿La mujer presentó cargos?
—Acudió a la policía, pero era su palabra contra la de él.
Theo puede imaginar que una mujer, cuarenta años atrás, tuviera
problemas para lograr que la escucharan, que la creyeran.
Una rabia candente crece en su interior ante la idea de que su padre fuera
capaz de algo tan espantoso, y bebe un sorbo de té para intentar extinguirla.
No puede mostrarle sus emociones a Larry, no en ese momento. Aún no.
—¿Recuerda el nombre de esa mujer?
Larry piensa durante unos instantes.
—No lo recuerdo. Me viene a la cabeza Sandra, pero quizá me equivoque.
Por desgracia se suicidó un año más tarde.
El té se cuaja en el estómago de Theo.
—Oh, Dios, eso es espantoso.
Larry asiente con expresión grave.
—¿Le pidió a mi padre que dejara la clínica después de aquello?
—Yo quería creerle…
—Pero no pudo.
Él suspira.
—No fue solo eso. Hubo otras cosas.
Theo ha sabido siempre que su padre podía ser un maniático del control y
un maltratador, pero pensaba que era un médico brillante. Quizá fuera un mal

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padre en casa, pero en su trabajo ayudaba a mejorar la vida de la gente.
—¿Hubo más quejas?
—No de esa naturaleza, por suerte. —Larry le da un sorbo a su té.
—Pero ha dicho que hubo otras cosas…
—Bueno, es solo que dejamos de… encajar, supongo, durante los meses
que siguieron a la acusación. Creo que queríamos cosas diferentes. Tu padre,
como sin duda sabrás, es un hombre muy ambicioso. Y yo… supongo que
deseaba una vida más tranquila.
Theo percibe que hay más cosas que Larry no le está contando.
—¿Mantuvieron el contacto?
Él asiente con la cabeza.
—Algo, a lo largo de los años. Acabábamos en las mismas conferencias.
Coincidió con Marge algunas veces, aunque él nunca llevaba a su esposa a
aquellos actos. —Theo no se sorprende. A su padre siempre le gustó mantener
el trabajo y la vida doméstica separados, más allá de las contadas veces en
que su madre tuvo que preparar la cena cuando les visitaba alguno de sus
colegas—. Seguí su carrera. Me alegró ver que le iba bien. Esperaba…
esperaba de verdad que se hubiera producido un malentendido entre Victor y
la joven.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
Larry entorna los ojos.
—Oh, deja que lo piense. Debió de ser hará catorce o quince años. Sí, eso
es, fue durante una conferencia, en otoño de 2004.
—Eso fue pocos meses después de la muerte de mi madre.
Larry parece afligido.
—Ah…, pues no me lo dijo, pero tampoco hablé mucho con él.
Mantuvimos una conversación rápida, de trabajo.
Bonnie decide que en el sofá hace demasiado calor y se baja de un salto
para dejarse caer ante los pies de Theo. Este se inclina para dejar la taza sobre
la mesa de café.
—¿Puedo preguntarle algo? —dice—. Y, por favor, responda con
sinceridad. No se preocupe por mis sentimientos.
—Por supuesto —responde Larry.
—¿Usted cree que mi padre se comportó de manera inapropiada con esa
joven? ¿Cree que ella decía la verdad?
El rostro de Larry se nubla.
—Bueno, sería solo mi opinión. No se presentaron cargos contra tu padre,
tienes que entender eso. Y en aquel momento deseaba de veras poder creerle.

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—Lo sé…, pero ¿le cree ahora?
Larry guarda silencio durante un rato. Theo casi puede ver su cerebro
sopesando la respuesta. Al final dice:
—Nunca lo sabremos con seguridad. Pero mi corazón me dice que aquella
joven no se inventó nada. Pasara lo que pasase en la clínica aquel día, la
mujer creyó de veras que tu padre había actuado de manera inapropiada.
Theo se queda frío.
Ha acudido a esa casa en busca de respuestas, pero ahora tiene más
preguntas que nunca.

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20

Rose
Enero de 1980

Me había acostumbrado tanto a que estuviéramos solas tú y yo que al


principio me resultó extraño que hubiese alguien más en la casa,
compartiendo con nosotras el único baño, la cocinita, obligándome a
mostrarme respetuosa al decidir cuál de los cuatro canales de televisión ponía.
Me sentía como si tuviéramos a un invitado permanente y me costaba
relajarme. Con Kay, la anterior inquilina, me había sentido igual, y esa
impresión nunca llegó a desaparecer. Esperaba conseguir un trabajo cuando
fueras lo bastante mayor para ir a la escuela, pero hasta entonces la única
manera que tenía de ganar algo de dinero era alquilando una de las
habitaciones de nuestro hogar.
No obstante, a diferencia de lo que pasó con Kay, le cogiste cariño a
Daphne de inmediato. Para ti era como una tía y, aunque conmigo se
mostraba reservada, contigo sí que conversaba, como si se sintiera más
cómoda tratando con niños. Se pasaba horas sentada sobre la alfombra de
borreguito de la habitación delantera, jugando contigo y tus muñecas Sindy.
Incluso le tejió un mono de colores verde salvia y crema a tu muñeca favorita.
A ti te encantó.
Pensé que pasaría más tiempo en su habitación, pero cada noche venía a
sentarse con nosotras y me preparaba una taza de té por mucho que acabara
de regresar a casa de su turno en el pub. Cada semana traía troncos para la
chimenea. Era una mujer considerada.
Daphne cobraba en efectivo y por día de trabajo limpiando en El Venado
y el Faisán, así que solía pasar las tardes fuera, y tú ibas a la guardería tres
mañanas a la semana. Solíamos sentarnos a cenar juntas; a Daphne le gustaba
preparar guisos en una de las cacerolas de color marrón que habían
pertenecido a mis padres. Casi siempre había una borboteando sobre el fuego
y a veces, cuando se sentía especialmente creativa, le añadía bolas de masa
hervida. Fue nuestro alimento principal durante aquel invierno: estofados
espesos con carne.

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—Es barato y sencillo —decía ella, troceando las zanahorias de manera
tan profesional que yo me preguntaba si habría trabajado en un restaurante.
Se pasaba siglos en la cocina con algún suéter holgado con agujeros en las
muñecas —yo sospechaba que se los cosía ella misma—, cortando la carne
que hubiera conseguido en la carnicería, plantada ante la encimera con una
pierna doblada, igual que un flamenco.
—Oh, he tenido tantos trabajos diferentes a lo largo de los años… —decía
cuando le preguntaba al respecto—. ¿Hay algo que no haya hecho?
Incluso entonces, al principio, cuando las cosas iban bien, cuando
ignoraba lo que nos esperaba, había algo en Daphne que me intrigaba. Al
margen de aquella primera noche, parecíamos haber llegado a un acuerdo
tácito para no hablar de nuestros pasados. Pero me descubrí deseando
averiguar más cosas sobre ella, consciente a la vez de que, si la sondeaba
demasiado, Daphne podría hacer lo mismo conmigo, y quizá acabaría
revelándole cosas que nos pondrían en peligro.
¿De qué o de quién había huido Daphne?
Pero, durante aquellas semanas, sobre todo al principio, me notaba más
segura al tener a otra persona adulta en la casa. Me sentía cuidada, y aquello
resultaba tan agradable como insólito. No me había sentido así desde Audrey.
Fue un invierno frío. Las ventanas emplomadas se empañaban y había una
fina capa de escarcha en los vidrios. Pisar el suelo de piedra de la cocina era
como entrar en una pista de hielo —lo notábamos incluso a través de los
calcetines—, pero se estaba bien en nuestra pequeña casita, las tres solas,
alejadas de los extraños. A salvo.

A las pocas semanas de que Daphne se mudara, una noche, cuando tú ya


estabas en la cama y nosotras nos habíamos sentado delante del televisor a ver
Hart y Hart, ella me preguntó si me gustaría acompañarla alguna vez al pub.
Mis actividades sociales se reducían a alguna reunión del Women’s Institute
con Melissa o a los días en que ayudaba en la iglesia local mientras tú estabas
en la guardería, y me preocupaba incluso que aquello pudiera ser demasiado,
me preguntaba si no estaba desatendiéndote.
—¿Y si Joyce y Roy se quedaran de niñeras? —sugirió—. No hace falta
que volvamos tarde.
Joyce y Roy eran una pareja de bondadosos ancianos que vivían en la casa
de al lado, una construcción parecida a la nuestra pero sin el techo de paja. Te
tenían cariño y a veces cuidaban de ti cuando yo participaba, dos veces al

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mes, en el tañido de las campanas de la iglesia. Confiaba en ellos. No les
gustaba cotillear, no hacían demasiadas preguntas, tenían un hijo algo menor
que yo al que apenas veían y no tenían nietos. Te hacían regalos por tu
cumpleaños y por Navidad, cuerdas de saltar a la comba con los mangos
pintados a mano y juguetes Weeble, y cuando Joyce salía al jardín delantero a
podar los rosales siempre se detenía para saludar, y su rostro se iluminaba al
verte.
Me sentí mal al pedirles que te cuidaran para poder irme al pub, pero a
Daphne, con su sonrisa de dientes separados y el cabello revuelto colgándole
sobre los hombros, pareció emocionarle mucho la idea. Era la única mujer de
mi edad a la que conocía en el pueblo. ¿Qué daño podía hacer que saliéramos
juntas una noche? ¿Que fuéramos a tomar algo y a comportarnos como
treintañeras normales en vez de como un par de ermitañas?
Así que le contesté que sí y al día siguiente, cuando les pedí el favor,
Joyce y Roy se mostraron encantados de poder ayudar. Vinieron un día
después por la tarde —era viernes—, con unos Smarties para ti, y te dije que
podías quedarte despierta un poco más tarde de lo habitual para estar con
ellos. Pero no pude evitar sentirme apesadumbrada al decirte adiós con la
mano, viéndote plantada en el vano de la puerta entre los dos ancianos, Roy
con su chaqueta de punto de grandes botones y Joyce con su vestido de flores,
mientras la luz del vestíbulo se derramaba sobre el camino de acceso. Y
entonces, cuando Joyce cerró la puerta, Daphne y yo nos vimos arrojadas a la
oscuridad. Hacía tanto frío que el aliento se nos condensaba delante de la
nariz y la escarcha centelleaba en el suelo. Nos aferramos la una a la otra para
bajar sin resbalar por la colina que conducía al pueblo. Daphne llevaba su
abrigo aterciopelado con parches, un jersey de cuello alto de color negro,
unos pantalones de pana acampanados de un tono borgoña y una bufanda
larga alrededor del cuello. Yo me había puesto un vestido largo de flores y
unas botas por debajo del grueso abrigo de piel con borreguito que había
comprado en una tienda solidaria cinco años atrás. Intenté no ponerme
nerviosa, aunque estábamos las dos solas y a oscuras; traté de no pensar que
podían estar observándonos desde los arrayanes, me dije que a nadie se le
ocurriría buscarme en Beggars Nook. En su lugar procuré concentrarme en
Daphne, mi inquilina, la persona que —pese a todas las promesas que me
había hecho después de lo de Kay— se estaba convirtiendo en mi amiga.
—¿Estás segura de que quieres ir a El Venado y el Faisán trabajando allí?
—le pregunté.
Ella se encogió de hombros.

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—No me importa. Se está calentito. Hay alcohol. Y nos evita tener que ir
en coche a algún otro sitio.
Yo odiaba conducir, pero lo hacía de vez en cuando, cuando era necesario.
Y saber que el Morris Marina de mi madre estaba aparcado delante de la casa
me daba una seguridad extra: si alguna vez tenía que hacerlo, podría escapar
con rapidez.
Desde el exterior el pub se veía bonito, como de tarjeta de Navidad. Aún
tenía una ristra de luces de colores alrededor de la puerta y, aunque las
ventanas cuadradas de piedra con parteluz estaban empañadas, se veía el
contorno de la gente que se daba achuchones dentro. Al entrar nos golpeó un
pandemonio de sonidos y un olor a alcohol rancio mezclado con cacahuetes.
En una esquina había un grupo de hombres mayores que jugaban a los dardos
y alguien había puesto Don’t Bring Me Down, de la ELO, en la gramola. Joel,
el propietario, levantó la mirada desde detrás de la barra mientras entrábamos
en el local. A mí me dedicó una sonrisa amable, igual que siempre, pero su
expresión se ensombreció un poco cuando reparó en Daphne. Me pregunté
por qué. Me dio mala espina y me recordó de nuevo que en realidad no
conocía a mi inquilina. No podía confiarme. Era agotador aquel estado
constante de alerta, igual que los guardias del palacio de Buckingham, pero
llevaba cuatro años con él. Por lo general Joel era muy afable; era uno de esos
tipos vitales llenos de jovialidad, y las arrugas de la risa dibujaban unos
paréntesis en torno a su boca cuando sonreía, cosa que sucedía a menudo.
Cuarenta y muchos, atractivo de manera ruda y terrenal, con un cálido acento
del suroeste y pasión por los jerséis de Aran. Y se había portado bien conmigo
en el pasado. Cuando llegué al pueblo, embarazada de ti y asustada de mi
propia sombra, me ayudó una vez en la que pensé por error que me seguían,
ya que un hombre —que resultó ser Mick Bracken, de la granja al extremo de
Beggars Nook— estaba paseando con toda la inocencia a su perro detrás de
mí en unos terrenos que, según sé ahora, le pertenecían. Joel me hizo sentar
en uno de los taburetes del bar, me preparó una taza de café y esperó a que
dejara de temblar. Nunca me preguntó nada, nunca intentó saber qué o quién
me daba tanto miedo. Fue tan solo una presencia tranquilizadora. A menudo
había deseado que fuera mi tipo.
—¿En qué puedo ayudarlas, señoritas? —preguntó Joel desde el otro lado
de la barra.
—¿Qué quieres beber? Invito yo —dijo Daphne, introduciendo la mano
en el bolso de flecos para coger la cartera—. Es mi agradecimiento por
tenerme como inquilina.

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Capté la mirada que intercambiaron ella y Joel, y me provocó una
sensación de inquietud, como si supieran algo que yo desconocía.
Pedí una copa de vino blanco seco, Daphne pidió lo mismo y fuimos a
sentarnos a una esquina cerca del fuego, en el lado opuesto a la zona del pub
donde los hombres jugaban a los dardos.
—¿Qué tal te llevas con Joel? —le pregunté, intentando sonar relajada,
mientras me quitaba el abrigo.
Él estaba de espaldas a nosotras, llenando un vaso con un alcohol
ambarino de una botella colgada en la pared.
—Bien, supongo. ¿Por qué?
—Es solo que me ha parecido sentir…, no sé…, una tensión entre
vosotros.
Daphne se apartó el pelo de la cara. Esa noche se había maquillado más de
lo habitual, llevaba muchísimo delineador de color azul, y eso hacía que sus
ojos parecieran inmensos. ¿Esperaba ligarse a alguien? La idea me dio risa.
Joel era el único hombre del local que valía la pena. Ella bajó la voz y se
inclinó por encima de la mesa. Olí el vino en su aliento.
—Intentó algo conmigo. Al poco de llegar. Insistió mucho, quiso
obligarme.
—¿Qué? —balbuceé horrorizada. A veces había sospechado que Joel
podía sentir algo por mí, pero nunca había dicho nada al respecto. Y jamás me
había hecho sentir incómoda—. Sí. Estaba pasando la aspiradora por la
moqueta, aquí abajo, tras cerrar a media tarde, y se me acercó por detrás. Me
abrazó con mucha fuerza, de manera que no pudiera apartarme, y comenzó a
frotar la cara contra mi cuello. Se pegó tanto a mí… —hizo una mueca de
asco— que lo noté… —se estremeció— todo.
—Oh, Dios mío.
Juzgar a las personas se me daba peor de lo que pensaba. Nunca hubiera
pensado que Joel fuese capaz de eso. Siempre me había parecido un perfecto
caballero.
Ella se recostó contra la silla con una sonrisa ufana y cruzó los brazos
sobre el pecho.
—Ya…
—¿Y tú qué hiciste?
—Lo aparté de un empujón. Le dije que si volvía a intentar algo así le
cortaría la polla. —Estuve a punto de atragantarme con el vino—. Y desde
entonces me está complicando la vida. Es evidente que no le gusta verse

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rechazado. Argh. De verdad, estoy hasta las narices de que los hombres
piensen que pueden hacernos estas cosas a las mujeres. Bueno, pues a mí no.
No pude dejar de admirar su actitud peleona, tan opuesta a la de aquella
mujer nerviosa y agitada a la que había visto en Nochebuena. Pero reafirmó lo
que creía saber acerca de su pasado. Había sido víctima de un hombre
misógino y cruel, igual que yo.
Estiró el brazo y me cogió la mano.
—Tenemos que estar unidas tú y yo, Rose. Ahí fuera hay un mundo de
mierda. Tenemos que cuidar la una de la otra.
Le dirigí una mirada a Joel, que estaba sirviendo a un par de ancianos en
la barra, riéndose entre dientes de algo que le habían dicho, y la decepción
hizo que se me cayera el alma a los pies. Me había tomado el pelo, pero era
como todos.
Joel debió de notar que le observaba, porque se volvió hacia mí y me
dedicó una sonrisa breve y cálida.
Yo no se la devolví.

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Lorna
Le ve antes de que él la vea a ella. El hombre es grande como un oso. Está
sentado en un rincón del restaurante, con una camisa de color azul pálido que
se tensa sobre sus anchos hombros, el cabello oscuro y ondulado, y un asomo
de barba en su atractivo rostro. Se le hace un nudo en el estómago.
Euan Cutler. Su antiguo marido, amante y mejor amigo.
Tiene la cabeza inclinada sobre una libretita, está mordisqueando el
extremo de un bolígrafo y, cuando un camarero exageradamente efusivo la
conduce hasta él, ve que tiene manchas de tinta en el dedo índice. Eso la
devuelve a los inicios de su matrimonio, cuando él comenzó a cursar
Periodismo y siempre estaba garabateando cosas en un rincón de su piso
diminuto.
Mientras ella se acerca él levanta la mirada y deja el bolígrafo sobre la
mesa. Tiene uno de esos rostros que parecen serios, un tanto intensos, como
de boxeador antes de un combate, hasta que sonríe y sus rasgos se suavizan de
inmediato.
—¡Lorna! —Se pone en pie.
Con su metro ochenta y ocho, Euan se eleva sobre ella y tiene que
agacharse para darle un beso en la mejilla. Huele igual que siempre: a loción
de afeitado almizcleña y jabón de lavar la ropa, lo cual contrasta con su
aspecto desaliñado.
Ella se sienta frente a él. Esperan a que les den los menús y a pedir la
bebida antes de ponerse a hablar.
—Tienes buen aspecto —dice él.
—Tú también.
Y es verdad, lo tiene. Sigue siendo corpulento, pero está más esbelto,
menos barrigón. Y, aunque haya arrugas alrededor de sus ojos, a los cuarenta
y dos años aún posee unos rasgos juveniles.
—¿Qué tal te va lo de vivir en España?
—Bien, ya me conoces. Culo inquieto.
Él se ríe.
—Eso me suena.
—¿Qué me dices de ti? ¿Has conocido ya a la mujer de tus sueños?

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—Estoy demasiado ocupado trabajando.
—Eso me suena. —Ella le devuelve la broma.
Se miran a los ojos.
—Lamento lo de Rose —dice él apartando la mirada.
—¿La demencia o lo de los cuerpos? —pregunta ella intentando bromear,
pero él no se ríe.
—Debe de ser duro para ti y para Saffy.
Lorna se pone a juguetear con la servilleta que tiene sobre el regazo sin
mirarle a los ojos.
—Es como si la hubiéramos perdido aunque siga viva. Cuando fui a
verla… —se le quiebra la voz— no me reconoció.
Él estira el brazo por encima de la mesa y le coge la mano.
—Rose se portó bien conmigo… incluso después de que nos separáramos.
Lorna asiente con la cabeza, avergonzada porque se le ha formado un
nudo en la garganta. Se ha esforzado mucho, a lo largo de la semana, en ser
fuerte para Saffy, en ser positiva y optimista.
—Es difícil porque se confunde, y no quiero que Saffy se preocupe y algo
afecte al bebé. —Levanta la vista y le mira—. ¿Qué te parece? Abuelos con
cuarenta y pocos.
Él sonríe.
—Era de esperar, supongo. Saffy no es de las que van de flor en flor. Esa
chica nació siendo adulta. —Retira la mano.
—Una niña de lo más seria —coincide ella, y se sonríen al recordar su
historia compartida.
Se quedan en silencio y se miran a los ojos durante unos segundos, hasta
que Lorna aparta la vista. Tiene que ser proactiva e ir a lo práctico. Al fin y al
cabo, ese es el motivo por el que está allí. Se agacha para coger el recorte de
periódico del bolso y se lo pasa a Euan por encima de la mesa.
Él le pone la mano encima, pero no lo coge.
—Antes de meternos en el tema echémosle un vistazo al menú. Me muero
de hambre y no puedo tomarme más de hora y media.
—Oh, Dios, por supuesto.
Él se ríe entre dientes.
—Y ya sabes lo que nos pasa a la que nos ponemos a hablar.
El camarero se presenta en la mesa con sus bebidas, y Euan pide un
bistec, mientras que Lorna elige el pescado.
—Ahora que nos hemos quitado eso de encima, veamos… —dice
cogiendo el artículo—. El Thanet Echo. Ese periódico sigue existiendo.

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Lorna le explica lo que han descubierto.
—Suena como si la tal Sheila se hubiera suicidado.
Euan frunce el ceño.
—O fue homicidio accidental. En todo caso, ya lo he hablado con Saffy.
He encontrado una carpeta.
—Oh, ¿de veras? ¿Con información sobre Sheila?
—Sí. No hay mucho, pero le he prometido a Saffy que le mandaría la
información por correo electrónico más tarde. —Le devuelve el recorte—. No
pensarás que tu madre sabe algo acerca de los cadáveres del jardín, ¿verdad?
Lorna coge el artículo y vuelve a meterlo en el bolso.
—Lo dudo. Son solo… Lo más probable es que sean solo los desvaríos de
una anciana, pero que dijera que Jean golpeó a alguien en la cabeza y que ese
alguien era Sheila… Y que acto seguido encontráramos este artículo… Y la
relación entre Alan Hartall y Daphne Hartall… Me tiene intrigada, eso es
todo.
Él se ríe.
—¡Quizá deberías haber sido periodista!
—Me sorprende que tú y tu gente no hayáis ido a Skelton Place a echar un
vistazo —le dice ella, y toma un trago de Coca-Cola light.
—Una agencia de prensa nos ha pasado información y hemos publicado
algo, claro. Pero la cosa se pondrá interesante cuando identifiquen a las
víctimas y la policía tenga alguna pista sobre el asesino, si es que eso llega a
pasar. En ese momento me temo que el enjambre se volverá aún más grande.
Advierte a Saffy, ¿vale?
El camarero regresa, y a Lorna le ruge el estómago cuando le pone la
lubina delante. Tiene un aspecto delicioso. La prueba.
—¿Y tienes los datos de contacto de Alan Hartall? —pregunta con la boca
llena.
Euan corta el bistec. Es evidente que le sigue gustando crudo, casi vivo.
—Solo direcciones. Todo sacado de viejas guías telefónicas. Encontré a
dos Alan Hartall que vivieron en la zona de Broadstairs, pero no tengo ni idea
de su edad.
—Iré para allí esta tarde.
Él levanta la mirada del bistec.
—Está a una hora y media en tren.
—Ya lo sé.
—Son muchas cosas para un solo día. Tendrás cuidado, ¿verdad?
Ella se ríe.

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—Dudo que Alan Hartall, sea quien sea, resulte peligroso. Debe de ser un
anciano a estas alturas.
Pero Euan no se ríe. En su lugar se pasa una de sus enormes manos por la
barba incipiente, algo que hacía siempre cuando se sentía inquieto.
—Incluso los ancianos pueden ser peligrosos.

Lorna llega a Broadstairs pasadas las cuatro. El tren de vuelta a St. Pancras
sale a las seis y media, lo cual no le deja mucho tiempo para intentar
encontrar al Alan Hartall correcto. Y plantada allí, delante de la estación, con
un olorcillo a patatas fritas y a brisa marina, le flaquean las fuerzas. ¿Es esto
una auténtica locura? Puesto que Alan Hartall podría llevar mucho tiempo
muerto o haberse mudado, ¿no estará buscando una aguja en un pajar?
La primera dirección es Pierremont Avenue, a cinco minutos caminando
de la estación, según le indica Google Maps en el móvil. Sigue el puntito de
color azul mientras oye el taconeo de su calzado sobre el pavimento y va
dejando atrás una serie de casas anodinas hasta llegar a su destino. Parece ser
una calle larga con edificaciones más o menos bonitas y antiguas. «Podría
estar en cualquier sitio», piensa; al margen del graznido de las gaviotas no
tiene la sensación de encontrarse en una ciudad junto al mar. El puntito azul
lanza destellos junto a una casa estilo años setenta con un contenedor delante.
Lorna vacila, se recoloca la chaqueta y echa los hombros hacia atrás. Siente
que la recorre un burbujeo de nervios. Animada por la esperanza, se dirige
hacia la puerta y llama con fuerza. Tardan un rato en abrirle: es una mujer de
su edad que va vestida con mallas y una camiseta holgada y que parece
estresada. Una niña pequeña se aferra a su pierna.
—Lamento molestarla… —comienza a decir Lorna.
—Si vende algo, no estoy interesada —dice la mujer sin sonreír.
—No, estoy buscando a alguien —se apresura a añadir Lorna antes de que
la mujer le cierre la puerta—. Un tal Alan Hartall.
Ella niega con la cabeza.
—Lo siento. Aquí no vive ningún Alan Hartall. Nos acabamos de mudar.
—¿Conoce a alguien con ese nombre?
La mujer parece irritada.
—No. —La niña se pone a llorar—. Si me disculpa… —No ha acabado la
frase cuando le cierra la puerta en las narices.
Lorna deja escapar un largo suspiro. Esto es una pérdida de tiempo.
¿Cómo se le habrá ocurrido que el Alan Hartall que fue amigo de Sheila

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Watts podría vivir allí?
Se acomoda el bolso en el hombro, atraviesa el portal de acceso y se
queda junto al murete, buscando la otra dirección que tiene. Parece que debe
dirigirse hacia el mar. Al menos, si allí tampoco hay suerte, podrá bajar a
pasear por la playa, quizá comprarse un café y disfrutar del sol de última hora
de la tarde. Da gracias al cielo por que ambos lugares estén cerca entre sí.
Dios, hace calor. Se quita la chaqueta y la cuelga entre las asas del bolso.
El sol le quema la nuca. Baja la mirada hacia el móvil. La siguiente dirección
se encuentra al final de Wrotham Road y, mientras baja por ella, ve una
neblina de color azulado a lo lejos. El mar. «Esto ya me gusta más», piensa al
tiempo que el entusiasmo comienza a burbujear en su interior. Esta dirección
pertenece a un apartamento remodelado en un amplio edificio victoriano de
ladrillo rojo. Llama al interfono del piso C y se queda a la espera, cruzando
los dedos y confiando en conseguir algún tipo de pista.
Pero no obtiene respuesta pese a que llama tres veces. Se queda apretando
el botón durante diez segundos al menos. La decepción es intensa. ¿Qué
puede hacer ahora? ¿Pasar una nota por debajo de la puerta y esperar que
Alan Hartall siga viviendo allí? ¿Y tener fe en que no la recoja y la tire a la
basura alguna de las personas que viven en los demás pisos?
Se pone a hurgar en el bolso, intentando dar con un bolígrafo y algo en lo
que escribir, cuando oye un chisporroteo en el interfono y una voz de hombre
que dice:
—¿Hola?
La inunda la adrenalina.
—Hola. ¿Hablo con Alan Hartall?
—¿Sí? —Tiene la voz ronca. De anciano—. ¿Quién es?
Le cuesta creérselo. ¿Será de verdad el Alan Hartall que está buscando?
—Me llamo Lorna. Espero que no le moleste que me haya presentado de
esta manera, pero estoy buscando al Alan Hartall que conoció a Sheila Watts
en los años setenta.
—Ya —dice la voz incorpórea—. ¿Es de la policía?
—No, no, nada de eso. Es solo que… creo que quizá mi madre también la
conociera. ¿Conoció usted a Sheila Watts?
Sigue una pausa, no se oye más que el crepitar de la electricidad estática.
Lorna se pregunta si la habrá oído siquiera.
—Hola… —repite.
No hay respuesta. ¿Habrá dicho algo equivocado? Quizá también sufra de
demencia. O sea duro de oído. O…

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Sus pensamientos quedan interrumpidos cuando la puerta se abre de
golpe. Al otro lado del umbral hay un hombre de unos setenta años con una
buena mata de pelo blanco en punta. Lleva bastón, pero todavía conserva un
aspecto vivaz, con sus vaqueros y su camiseta.
Tiene los ojos de color avellana, la nariz voluminosa y las cejas pobladas
y canosas.
—¿Conoció usted a Sheila Watts? —le pregunta él.
«Es él. Tiene que ser él», piensa Lorna.
—¡Sí! Bueno, no… no exactamente. Creo que mi madre sí. Encontré entre
sus cosas un recorte de periódico sobre la muerte de Sheila.
—Sí, un asunto triste. Parecía una chica agradable. No es que le pueda
contar gran cosa sobre ella. No la conocí tan bien.
Lorna vacila, se pregunta cuál será la mejor manera de hacerle la pregunta
siguiente.
—De hecho, es una historia muy larga, pero también estoy intentando
localizar a otra conocida de mi madre. Una tal Daphne Hartall. Me
preguntaba si tiene alguna relación con usted.
El hombre parece confundido, sus cejas pobladas oscilan de arriba abajo.
—Daphne Hartall es mi hermana.
—¿Daphne Hartall es su hermana?
¡Lo sabía! Sabía que no podía ser una coincidencia. Hartall es un apellido
demasiado poco común.
—¿Por qué me pregunta por Daphne? —Hay dolor en su mirada cuando
menciona ese nombre.
Lorna cambia el peso de un pie al otro. ¿Por dónde comenzar a
explicarse?
—Su hermana se alojó con mi madre, allá por 1980. Y creo que las dos
debieron de conocer a Sheila Watts. Pienso que quizá mi madre también
viviera aquí, en Broadstairs, en algún momento. ¿La conoció? Se llama Rose
Grey… —Él niega con la cabeza, parece confundido. Lorna no sabe si se está
explicando bien—. Bueno, en realidad solo quería hablar con Daphne. Y
averiguar más sobre mi madre. Ahora sufre de demencia y…
Alan se aclara la garganta.
—Un momento —pide enarcando las cejas tupidas—. ¿Me dice que su
madre conoció a Daphne en 1980?
—Sí, vivieron juntas. En Wiltshire.
Él chasquea la lengua y pone cara de impaciencia.

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—No, no. Aquí hay algo que falla. Daphne nació y vivió siempre en
Broadstairs. No se fue nunca. Y… —Se le humedecen los ojos—. Daphne
murió. A los treinta y dos años, de cáncer. En 1971.

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22

Saffy
Tras la conversación con el detective privado entro en la casa temblando.
¿Para quién trabajará? Y ¿qué tipo de información cree que posee la abuela?
Me pregunto si tendrá algo que ver con Sheila, pero descarto esa idea de
inmediato. El detective ha aparecido después de que se encontraran los
cuerpos, así que tendrá algo que ver con ellos. Pero ¿el qué? ¿Sabrá la abuela
más de lo que es capaz de explicarnos?
Voy a poner la tetera y me molesto al ver que mamá la ha colocado al otro
lado del microondas. La devuelvo a su sitio mientras Nieve mordisquea un
juguete a mis pies.
Pego un salto al oír que llaman a la puerta.
Me quedo paralizada. «Ay, Dios. Es él». El detective privado. Me ha
seguido a casa. ¿Sabrá que estoy sola? ¿Piensa entrar a la fuerza y obligarme
a que registre la casa? Mi imaginación se pone a funcionar a toda máquina y
me digo a mí misma que tengo que tranquilizarme. Nieve se levanta de un
salto y se va trotando hacia el vestíbulo entre ladridos. Yo me dirijo a la
ventana del cuarto de estar y miro hacia fuera, intentando ver de quién se
trata, con el corazón desbocado. Quizá sea solo un periodista, pienso. Lo
deseo, de hecho. Un coche desconocido está aparcado en el camino de acceso
al lado de mi Mini: es un sedán grande de color azul. ¿Será del detective
privado? Si intenta entrar llamaré a la policía. Pero no, un momento, fuera
hay dos hombres. Los reconozco porque son los agentes de policía de ayer.
Aliviada, me dirijo a la puerta y la abro de par en par. Deben de tener
noticias. ¿Por qué otro motivo se molestarían viniendo en persona en vez de
llamar? Se me seca la garganta.
—Hola, Saffron —saluda el de mayor edad, el sargento Barnes, que me
muestra la placa de manera innecesaria—. ¿Podemos entrar?
—Por supuesto —contesto haciéndome a un lado.
Los conduzco al salón y les pregunto si quieren beber algo, pero los dos
me dicen que no.
El sargento Barnes se sienta en el sofá y el detective Worthing hace lo
mismo sobre el borde del sillón. Los dos imponen en una estancia tan
pequeña, pero tenerlos aquí hace que de inmediato me sienta más segura.

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Siguen unos segundos de silencio, roto tan solo por los pájaros que cantan en
el exterior.
Me siento al otro lado del sofá. El sargento Barnes gira el cuerpo hacia
mí. Veo la telaraña que tiene tatuada en el brazo. Él repara en mi mirada y se
tira de la manga de la camisa hacia abajo.
—¿La señora Cutler no está?
—Hum. No. Hoy… hoy se ha ido a Londres. —Ahora que están aquí
podré preguntarles si han averiguado algo sobre el Harrison Turner que
mencionó Brenda.
Un fogonazo de consternación atraviesa su rostro.
—Me temo que tenemos malas noticias.
Asiento con la cabeza y me armo de valor.
—Vale.
—Hemos identificado al varón enterrado en el jardín.
Se me seca la boca.
—Vale —digo preguntándome por qué habría de ser una mala noticia. A
menos que le conociera, pero eso no es posible. Y entonces pienso en la
abuela y se me revuelve el estómago.
El sargento Barnes se saca la libretita negra del bolsillo interior de la
chaqueta y pasa algunas de sus páginas.
—¿Le dice algo el nombre de Neil Lewisham?
Niego con la cabeza.
—No lo había oído nunca. —«Vaya al grano».
—Bien, como se podrá imaginar, identificar los cuerpos ha sido una tarea
difícil, teniendo en cuenta que fallecieron hace mucho tiempo. Pero hemos
revisado una lista de desaparecidos entre 1975 y 1990, en el suroeste de
Inglaterra sobre todo, y en una franja de edad entre los treinta y los cuarenta y
cinco años. En abril de 1980 la esposa de Neil Lewisham denunció la
desaparición de su marido, que tenía treinta y nueve años. Aunque era de
Surrey, lo que nos llevó a fijarnos en él fue que su esposa declaró que antes de
desaparecer se disponía a visitar a alguien en la zona de Chippenham. Por
supuesto ya en 1980 siguieron esa pista, pero no condujo a nada. Por
desgracia su esposa ya ha fallecido, pero hablamos con su hijo, quien se
prestó a realizar una prueba de ADN. Y el ADN concuerda.
Es como si alguien me hubiera dejado sin aliento de un puñetazo.
—Entonces, me está diciendo que murió en esta casa… ¿mientras mi
abuela vivía aquí?

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—Eso es lo que parece, sí. Lo vieron por última vez en la estación de
Chippenham el 7 de abril de 1980. Desde entonces no se ha vuelto a saber de
él, y no ha intentado acceder nunca más a su cuenta bancaria. Así que
podemos asumir que murió el día 7 o poco después.
—¿Está completamente seguro de que se trata de ese hombre? El ADN…
Quiero decir… —Frunzo el ceño—. ¿Cómo? —Sin duda la carne ya se habría
descompuesto.
—Podemos extraer ADN de los dientes y de los huesos. Que coincide con
el de su hijo. Estamos seguros de que es él.
Estoy mareada. La abuela vivía aquí cuando murió.
—No… no me lo puedo creer.
El sargento Barnes se remueve en su asiento.
—Lo siento —dice aguantándome la mirada con expresión sincera. Acto
seguido vuelve la página de la libreta que tiene en la mano y da unos
golpecitos con el bolígrafo sobre el papel—. Seguimos intentando identificar
el otro cuerpo. Por el momento —prosigue— solo podemos buscar entre las
mujeres desaparecidas durante ese periodo de tiempo, así como a cualquier
persona que pudiera tener una relación con Neil Lewisham. Ahora que
disponemos de una fecha, al menos podremos acotar el marco temporal.
Quizá tardemos un poco, pero tenemos a un equipo trabajando en ello.
Además, varios agentes han estado entrevistando puerta a puerta a los
vecinos, preguntándoles si residían en Beggars Nook por entonces y lo que
recuerdan. También tenemos a unos agentes investigando los antecedentes de
la casa, para ver si alguien denunció alguna vez que aquí se produjera un
altercado o cualquier otra cosa. Y estamos trabajando en la victimología.
—¿La victimología?
—Sí, la de Neil Lewisham. Es básicamente información sobre la víctima,
para ver si podemos averiguar por qué lo asesinaron. Solo quiero
tranquilizarla y que sepa que estamos haciendo todo lo posible.
Me trago las náuseas.
—¿Y esto qué significa… para mi abuela?
El sargento se sacude una pelusa imaginaria de los pantalones y evita
mirarme a los ojos.
—Bueno, tendremos que hablar de nuevo con ella para ver lo que
recuerda. También estamos intentando localizar a las dos inquilinas de su
abuela: Kay Groves y, por supuesto, Daphne Hartall.
No le cuento que mi madre se encuentra en este momento en Kent,
intentando encontrar a Daphne por su cuenta.

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—¿Y qué hay de las personas a las que mencionó mi abuela? Victor y
Jean…
—Sí, cuesta más cuando no se conoce el apellido.
Miro al detective más joven. Está garabateando algo en la libreta y levanta
la vista cuando percibe que le estoy observando. Me dirige una mirada
compasiva.
—Hay algo más —digo volviendo a prestar atención a Barnes. Saco la
tarjeta que me ha dado el detective y se la paso—. Hoy un hombre me ha
parado en el bosque. —Le explico nuestra conversación—. Al final parecía
estar muy inquieto, como si de verdad quisiera obtener esa información, sea la
que sea. Me ha dicho que se llamaba Davies.
El sargento Barnes mira la tarjeta frunciendo el ceño.
—Lo investigaré —me dice. Anota el número en la libreta y me devuelve
la tarjeta—. Si encuentra algo que pueda ser lo que él anda buscando, por
favor, llámeme. Le recomiendo que no se ponga en contacto con él.
—De acuerdo. —Asiento y, mientras lo hago, vivo una experiencia
extracorpórea, como si estuviera viéndome desde arriba mientras hablo con el
Departamento de Investigaciones Criminales acerca de mi abuela.
Hace dos meses me habría entrado el pánico al pensar que debería hablar
con la policía sin estar Tom a mi lado.
—Tendremos que hablar con Rose lo antes posible —dice el sargento
poniéndose en pie, y el detective Worthing lo imita—. Llamaré a la residencia
para organizarlo todo y la mantendré informada.
Los acompaño a la salida. Mientras veo alejarse su coche me doy cuenta
de que al final no les he preguntado por Harrison Turner. De todos modos
ahora no parece tener sentido.
«La abuela vivía aquí cuando mataron a Neil Lewisham».
Sus palabras resuenan en mi mente. «Jean la golpeó en la cabeza». ¿Serán
sus divagaciones menos inocuas de lo que pensé en un primer momento?
Todas las veces que ha mencionado a Jean, Victor y Sheila, ¿era una manera
de contarme lo que sucedió hace cuarenta años?

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Lorna
—¿Murió? —Lorna se tambalea y ha de sostenerse contra la pared—. ¿En
1971? Pero… no es posible.
—Creo que sé cuándo murió mi hermana —contesta Alan con
brusquedad.
—Por supuesto. No pretendía… Lo siento… Es solo que no lo entiendo.
Él se la queda mirando con el tupido ceño fruncido. Entonces relaja la
expresión.
—Parece un poco pálida. ¿Quiere entrar a tomar un vaso de agua?
Lorna se muere de sed, pero recuerda lo que le ha dicho Euan: «Incluso
los ancianos pueden ser peligrosos».
—Hum… No, estoy bien. Gracias. Me… ¿Hay alguna cafetería por aquí
cerca?
—Abajo, en el paseo marítimo. —Señala hacia el mar—. Hay un lugar
muy agradable al lado de la playa.
—Gracias.
Él la estudia en silencio.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Lorna. Lorna Cutler.
—La verdad es que no entiendo de qué va todo esto —dice, ahora con
mayor amabilidad.
Ella se recoloca el bolso sobre el hombro.
—Yo tampoco —reconoce con un suspiro—. Debe de ser otra Daphne
Hartall. Pero la conexión con Sheila…
El anciano se queda callado, como si estuviera reflexionando con
detenimiento.
—¿Le apetece que la acompañe a la cafetería? Podemos tomarnos algo
mientras me lo cuenta todo. Conocí a Sheila Watts, así que es posible que
pueda ayudarla.
Lorna se anima. No será una irresponsable si va a la cafetería con él,
¿verdad? A plena luz del día, en un espacio público…
—Eso estaría muy bien —contesta.

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—Pues vamos —le dice Alan con la mirada brillante, y ella le sonríe
llevada por la gratitud.
Él cierra la puerta a su espalda y se dirigen hacia la avenida principal.
«Esto está mucho mejor», piensa Lorna mientras cruzan la calle, atraviesan
unos bonitos jardines y dejan atrás un quiosco siguiendo el camino que
conduce al paseo marítimo. La gente deambula en pantalones cortos y
camiseta, comiendo helado y disfrutando del estupendo tiempo de mayo. Alan
le habla de su bastón y de la cadera; le duele y tendrá que operársela. Pero se
muestra sorprendentemente firme al andar, e incluso camina más rápido que
ella, que se ve obligada a trotar sobre los tacones para mantener su ritmo.
El hombre la conduce hasta una cafetería pequeña y vibrante, con música
y una terraza con mesas que dan a la playa. La gente se pasea, algunos beben
pintas y otros toman sorbos de las tazas enormes y coloridas que contienen
sus capuchinos.
—¿Qué le apetece? Invito yo —dice ella descartando con un gesto de la
mano la oferta que Alan le hace de pagar—. Ha sido muy amable al hablar
conmigo.
—Es un placer. Me alegra tener compañía —responde Alan con una
sonrisa.
Tiene un hoyuelo en la mejilla izquierda. Dice que le apetece una cerveza,
y Lorna decide pedir un vaso de vino. «Tampoco tengo que conducir», se dice
a sí misma. Luego ya comprará un café para llevar y se lo tomará en el tren.
Alan ha encontrado una mesa en una esquina de la terraza, con vistas a la
bahía y a la hilera de casetas de playa con tonalidades alegres. Ella se sienta a
su lado y respira profundamente el aire de mar. Podría vivir allí, piensa, con el
sol a la espalda, la música y todo ese ajetreo. De repente ansía regresar de
nuevo a San Sebastián.
Alan le agradece la pinta y toma un trago largo, que le deja el labio
superior manchado de espuma.
—Buenísima.
Ella se ríe. El vino y el sol y la música la han embelesado y han ayudado a
suavizar la decepción de saber que Daphne murió antes de que pudiera
convertirse en la inquilina de su madre.
—Bueno, dígame —pide él, dejando la pinta sobre la mesa de madera—,
¿qué tiene todo esto que ver con Sheila Watts?
Lorna le habla de los cuerpos que aparecieron en el jardín, del artículo
sobre Sheila, de que la inquilina de su madre también se llamaba Daphne
Hartall. Saca el recorte del bolso y se lo da.

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—Y entonces vi esto, su declaración en el periódico.
Él lo examina y se lo devuelve.
—No me he traído las gafas. ¿Le importa leérmelo?
Lorna hace lo que le ha pedido, asegurándose de leer con lentitud y
claridad; a menudo la acusan de hablar demasiado rápido. Al acabar ve que él
está mirando hacia el mar, como si en cierto modo esperara divisar a Sheila en
la playa.
—Era una chica extraña —dice con la vista aún perdida en la lejanía—.
Un tanto solitaria, ya sabe. Pero éramos amigos. —Se vuelve y le da la
espalda—. Vivía en el apartamento que hay debajo del mío. No donde resido
ahora, sino en Stone Road.
Lorna no tiene ni idea de dónde está eso, pero le sigue la corriente
asintiendo con la cabeza.
—Aunque no conoció a ninguna Rose Grey —aclara.
Él niega con la cabeza.
—No, no, seguro que no.
—Es que no entiendo por qué mi madre habría conservado un artículo
sobre Sheila Watts a menos que ella o su inquilina la conocieran.
Alan sorbe ruidosamente la pinta a modo de respuesta.
Abajo, en la playa, Lorna ve a un adolescente retozar entre las olas con un
cockapoo de color marrón. Levanta la vista y vuelve a mirar a Alan.
—¿Qué pasó la noche que murió Sheila? ¿Lo recuerda?
—Era Nochevieja. Fuimos en grupo al pub del barrio, y decidimos ver la
llegada del año nuevo en la playa. Sheila no conocía a ninguno de mis
amigos, pero se apuntó. Como ya le he dicho, en realidad era bastante
reservada. Llevaba pocos años en Broadstairs. Había nacido en Londres, creo.
Me dijo que había viajado mucho.
—Mi madre era de Londres. Quizá se conocieran antes de que Sheila
viniera aquí. —Se ha levantado una brisa procedente del mar, y Lorna vuelve
a ponerse la chaqueta. Ahora la zona en la que están sentados ha quedado a la
sombra.
—Es posible. En cualquier caso aquella noche Sheila estuvo más callada
de lo normal. En el pub apenas habló. Se quedó sentada con expresión
taciturna en un rincón, bebiendo. Aunque no se comportó como si estuviera
borracha. Le pregunté un par de veces qué le pasaba. Como le he dicho, no es
que estuviéramos muy unidos, pero había llegado a conocerla un poco durante
los dos años que fue mi vecina. A veces subía a mi piso a tomar una taza de
té. Hablábamos mucho. Eran charlas profundas, en realidad. Sobre la muerte

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de mi hermana. Ella me confesó que también había perdido a alguien. No me
dijo de quién se trataba. La noche que murió, Sheila parecía inquieta y
nerviosa. Siempre me pregunté si no sería una exyonqui. Estaba muy delgada.
Era paranoica.
—¿Paranoica? ¿Sobre qué?
—Estaba convencida de que la seguían. A menudo me preguntaba si no le
debería dinero a su camello o algo por el estilo. —Se ríe. Es una risa profunda
y ronca, como si se estuviera recuperando de una bronquitis—. Lo más
probable es que esté leyendo demasiado entre líneas al echar la vista atrás.
Pero era cautelosa. Esa es la palabra.
—Entonces ¿qué pasó aquella noche cuando llegaron a la playa?
—Sheila se fue a pasear por su cuenta. Le pregunté si quería compañía,
pero se me quitó de encima, me dijo que estaba sensible, que siempre le
sucedía por Año Nuevo y que prefería estar sola. Mis amigos y yo nos
sentamos a beber, y entonces vi que Sheila se desvestía y se metía en el agua.
Una locura, si quiere saber mi opinión. —Se estremece—. Está frío de la
hostia el mar en diciembre.
Lorna sonríe.
—Me lo imagino.
—Me quedé sentado con un par de colegas, bajándonos algunas latas. Nos
emborrachamos y nos olvidamos de Sheila. Más tarde, de camino a casa, nos
dimos cuenta de que no estaba con nosotros. Mi colega Phil y yo regresamos
corriendo a la playa, al punto donde había dejado la ropa, pero no la vimos en
el agua. Fue como si el mar se la hubiera tragado un momento antes. —Hace
una mueca.
—Y entonces ¿dio la alarma?
—Sí. Era evidente que se había ahogado. Quizá había bebido más de lo
que pensábamos. Nos sentimos fatal.
—Es terrible —dice Lorna. Y, pese al calor que hace ese día, siente que se
le pone la piel de gallina en los brazos. Por mucho que lo ame, el mar también
la ha aterrorizado desde siempre. Es como un animal salvaje y poderoso,
nunca sabes de qué humor te lo vas a encontrar. Hay que tenerle respeto—.
¿Piensa que fue un accidente o que se suicidó?
—Sinceramente, no podría decirlo —contesta—. La verdad es que lo que
siguió fue triste. Nadie vino a vaciar su piso. No creo que tuviera familia. Así
que me encargué yo. Y apenas tenía pertenencias. Algo de ropa y la comida
que había quedado en la nevera y en las alacenas. Era un apartamento que ya
venía amueblado. Nada era suyo. No había objetos personales. No me

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encontré cosas amontonadas ni el menor desorden. La verdad es que no había
nada que pudiera ofrecer alguna pista sobre el tipo de persona que había sido
Sheila Watts.
—¿Y su monedero? ¿O las llaves?
—Las llaves del apartamento estaban en los pantalones que dejó en la
playa. No apareció ni su monedero ni ningún bolso. En aquel momento la
policía sugirió que quizá se lo hubieran robado mientras se encontraba en el
agua. Aquella noche había poca gente en la playa.
Una idea comienza a cobrar forma en la cabeza de Lorna, como una
fotografía mientras la revelan.
—¿Cree que podría haber fingido su muerte?
Alan se recuesta contra la silla, dibuja una O con la boca.
—Es una conclusión un tanto apresurada.
—Es que… —Lorna intenta ordenar todas las ideas que tiene en la cabeza
de manera que cobren sentido—. Es raro que mi madre tuviera un recorte de
prensa sobre Sheila, y que su inquilina se llamara Daphne Hartall. No es que
se trate de un nombre muy común, ¿verdad? Es demasiada coincidencia.
Tiene que haber alguna conexión.
—¿Qué me intenta decir?
—Quizá esté errando el tiro por completo, pero… —La excitación hace
que se le dispare el corazón—. ¿Sería posible que la Daphne Hartall a la que
conoció mi madre y la Sheila Watts a la que conoció usted fueran la misma
persona?
—¿Piensa que Sheila fingió su muerte y robó la identidad de mi hermana?
—Suena escéptico.
—La gente hace esas cosas. ¿Alguna vez se mostró especialmente
interesada en Daphne?
—Bueno… —Alan se frota la barbilla—. Sí, supongo que sí, ahora que lo
dice. Y hubo un detalle que me reconcomió durante un tiempo. Tras la muerte
de Sheila, un día me puse a limpiar las cosas de Daphne, que guardaba en una
cajita en la biblioteca, y no pude encontrar su partida de nacimiento, pero
quizá fuera solo culpa mía por ser tan desordenado.
—¿Cree que Sheila podría habérsela llevado?
Alan parece afligido.
—Es posible. Tuvo la oportunidad de hacerlo.
—Y habría sido la manera perfecta de desaparecer si alguien la estaba
buscando.
Cuanto más lo piensa, más convencida está.

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Sheila Watts y Daphne Hartall son la misma persona.

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Rose
Febrero de 1980

A medida que pasaban los días me sentía cada vez más intrigada por Daphne.
En cierto sentido era tan fuerte… y por otro lado había en ella una
vulnerabilidad que despertaba mi lado maternal, pese a que teníamos la
misma edad. Deseaba protegerla, tal y como deseo protegerte a ti. Quería
cuidar de aquella mujer delgada y atractiva a quien —estaba segura— un
hombre había aterrorizado, igual que a mí.
Tras la noche en El Venado y el Faisán de la semana anterior y lo que me
contó sobre Joel, supe con una seguridad aún mayor que debíamos
mantenernos unidas. Al parecer no se podía confiar en los hombres. Incluso
Joel —a quien consideraba bondadoso y fiable— era un depredador que
esperaba el momento adecuado para abalanzarse sobre su presa. Casi cada
noche nos quedábamos sentadas hasta tarde hablando sobre los derechos de la
mujer.
—¿Por qué piensan los hombres que pueden darte una palmada en el culo
y llamarte «cariño»? —preguntó ella abrazándose las rodillas, con las mangas
de su suéter grueso cubriéndole las manos—. Estamos en 1980, no en 1950.
Lo que decía era tan guay, tan moderno… Tan diferente de mí, que me
había pasado los tres años anteriores residiendo allí, en el quinto pino.
Y resultaba tan sencillo vivir con ella… Parecía intuir cuándo quería estar
a solas contigo y se quedaba discretamente en su habitación o se iba a pasear
por el pueblo. Se las había arreglado para conseguir una máquina de coser de
segunda mano —una vieja y voluminosa Singer con pedal— y la había puesto
en la habitación que teníamos junto al vestíbulo. Solía oír su zumbido cuando
Daphne confeccionaba sus diseños o se arreglaba los vaqueros con parches.
Quería hacerte un bonito vestido de verano y un día volvió a casa con un rollo
de tela estampada de color amarillo. Te mostraste encantada con aquella idea.
Era capaz y autosuficiente, contaba con un montón de conocimientos
prácticos, y yo la admiraba por ello.
Fue un invierno frío, febrero peor que enero. El hielo se adhería como una
costra a la hierba y la niebla caía sobre el bosque, que apenas era visible

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desde la ventana de tu dormitorio. Eso me ponía de los nervios, me
preocupaba que alguien pudiera estar vigilando la casa. Daphne debía de
sentir lo mismo: una noche, cuando tú ya te habías ido a la cama y ella y yo
estábamos plantadas en la cocina, fumando acurrucadas sobre el fogón en
busca de calor, me dijo:
—Es raro. —Dirigió la mirada hacia la ventana mientras exhalaba una
nube de humo. Aquel día había ido a trabajar, ya que se negaba a abandonar
su puesto de limpiadora solo porque Joel hubiera intentado algo con ella—.
Pensar que este lugar pueda ser nuestro refugio o nuestra perdición.
Sus palabras me provocaron un escalofrío.
—¿Qué quieres decir?
Volvió la mirada hacia mí, intensa y perturbadora.
—Creemos que estamos a salvo, escondidas aquí, lejos del mundo, lejos
del peligro, pero ese peligro podría encontrarse aquí de todos modos.
Atrapado en este lugar, con nosotras.
Nunca le había contado que estuviera escondida, pero fue como si lo
supiera. Como si pudiera percibirlo. Quizá porque a ella le pasaba lo mismo.
—¿En esta casa? —pregunté perpleja y un poco atemorizada. ¿Qué
intentaba decirme?
—No, en este pueblo. No podemos huir, Rose. ¿Es que no lo ves?
Apagué el cigarrillo y me abracé a mí misma.
—No digas eso —contesté en voz baja y asustada.
—El bosque… —siguió, con el mismo tono extraño—. ¿Está ahí para que
nadie pueda entrar o para que nosotras no podamos salir? —Sus ojos se
movían veloces, y vi que estaba asustada.
—Aquí estamos a salvo —dije con firmeza, aunque no supe si pretendía
convencerla a ella o a mí misma.
Daphne se volvió hacia mí, los labios fruncidos alrededor del cigarrillo
mientras le daba una calada, los ojos clavados en los míos, pero guardó
silencio durante algunos segundos. Entonces dijo:
—Soy consciente de que no hemos hablado del pasado. Y eso está bien.
No deberíamos tener que hacerlo. Nuestro futuro empieza aquí.
—Exacto —coincidí con tono jovial, intentando animarla—. Y…
podemos protegernos la una a la otra, ¿verdad? Cubrirnos las espaldas.
Ella asintió con la cabeza sin dejar de mirarme a los ojos. Acto seguido
apagó el cigarrillo contra el fregadero y se dirigió hacia la puerta trasera,
donde yo me había detenido. Su rostro quedó tan cerca del mío que, durante

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un momento de locura, me pregunté si iba a besarme. En su lugar me apartó
un mechón de pelo de la cara.
—Gracias —dijo en voz baja—. Yo pienso lo mismo. No preguntes y no
te mentirán. —Sentí que me ruborizaba. Ella retrocedió un paso, se aclaró la
garganta y se dirigió hacia el fogón—. Eres tan buena, Rose… —murmuró de
espaldas a mí, con los hombros encorvados. Vi el perfil de su columna a
través del suéter—. De haberte conocido hace unos años las cosas podrían
haber sido muy diferentes.
Me acerqué a ella y le puse la mano con suavidad en el hombro.
—Al menos nos hemos encontrado ahora. Y ningún hombre volverá a
hacernos daño.
Ojalá hubiera sido cierto.

A la mañana siguiente fui a dejarte a la pequeña guardería de la iglesia.


Llevabas tus botas de lluvia favoritas, las de color amarillo, y el gorro de
borlas rosa y rojo que te había tejido. Era una mañana gélida, el hielo cubría
las calles y había que pisar con cuidado para no resbalar. El cielo estaba gris.
Asentí con la cabeza para saludar a otros padres que se aferraban a las manos
de sus pequeñuelos mientras cruzábamos la plaza Mayor. Padres a los que
nunca me había molestado en conocer. Al llegar a la cruz de mercado subiste
corriendo los escalones, como hacías cada vez que la veías. Cuando llegaste a
lo alto giraste sobre tus talones como si estuvieras en un escenario medieval.
—¿Dónde está Daffy? —preguntaste mientras yo te ayudaba a bajar,
preocupada por que pudieras resbalar. Tenías solo dos años y medio y te
costaba decir algunas palabras. Daffy, como el pato. Te equivocaste al
pronunciar su nombre la primera vez y se quedó así—. ¿Vendrá a buscarme?
Me entusiasmaba que te hubieras encariñado de Daphne, pero no estaba
segura de confiar aún en ella lo suficiente para permitir que fuera a recogerte
a la guardería. Ella no sabría de quién debía estar pendiente si él venía a por
nosotras. Durante los tres años anteriores me había repetido con regularidad
que no nos encontraría nunca. ¿Cómo iba a saber dónde buscarnos? Pero eso
no impedía que me preocupara. Era un hombre inteligente. Un hombre rico.
Sin duda tendría sus métodos, sus espías. No podría relajarme nunca, jamás
podría dejar de mirar por encima del hombro.
—Quizá algún día, cariño, pero aún no, ¿de acuerdo? De todos modos
estará en el trabajo.

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Tu expresión se ensombreció hasta que viste a la maestra, la señorita
Tilling, y entonces saliste corriendo hacia ella, con los rizos oscuros, tan
parecidos a los de él, flotando a tu espalda.
Me aseguré de que la señorita Tilling te hiciera entrar en la clase, igual
que cada mañana antes de marcharme. Satisfecha, convencida de que estabas
a salvo, me alejé y me detuve a tomarme un chocolate caliente en el café de
Melissa. Esta parecía estar muy interesada en Daphne y quería saberlo todo
sobre ella. Yo me cuidé de no decir demasiado. Melissa era una de las
principales cotillas de Beggars Nook y, si Daphne intentaba mantener un
perfil bajo, yo debía ser discreta.
Melissa pareció aburrirse al constatar que no me iba a arrancar ningún
chismorreo interesante y se alejó para ir a atender a otro cliente. Al salir del
local me topé con Joel.
Joel, que hasta hacía poco había sido mi salvador. Una presencia
tranquilizadora. El primer hombre en quien había confiado desde hacía mucho
tiempo. La persona que desde nuestro primer encuentro siempre se había
preocupado por mí, siempre me había preguntado si necesitaba algo. Tras la
nevada del año anterior se presentó ante mi puerta y se ofreció a limpiarme el
camino de acceso. Fue a él a quien llamé cuando se me rompió una tubería.
Le había dejado entrar en mi círculo más privado. Pero, al imaginármelo
magreando a Daphne y convirtiendo su vida en un infierno después de que
ella lo rechazara, sentía escalofríos.
Estaba a punto de pasar a su lado sin decirle nada, pero él me detuvo.
—Eh, Rose, llevo un tiempo sin verte, ¿cómo estás?
Me había dado cuenta de que, desde la llegada de Daphne, Joel no había
pasado por casa a ofrecerme su ayuda o para ver cómo estaba siquiera. Era el
sentimiento de culpa, había decidido yo.
—Estoy bien —contesté con brusquedad.
Él tenía un aspecto alicaído. Una bufanda de cuadros le cubría la barbilla
y llevaba un Crombie de lana de color negro. Tenía la punta de la nariz
colorada. Pese a la rabia que sentía hacia él, mi desleal corazón me traicionó y
noté que me ablandaba al recordar lo bien que se había portado conmigo.
Parecía afligido.
—¿He hecho algo mal? —Enterró las manos en los bolsillos—. Tengo la
sensación de que estás disgustada conmigo.
En aquel momento me vinieron a la cabeza las palabras de Daphne,
recordándome que Joel era igual que todos.
—Daphne me contó lo que le hiciste —dije.

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—¿Que…? ¿Cómo? —Pareció sorprenderse de verdad—. Lo siento, me
he perdido.
—Me dijo que le dedicaste… —bajé la voz, pese a que nos
encontrábamos a más de siete metros de la puerta del café— unas atenciones
no solicitadas.
Él se rio.
—Bromeas, ¿verdad?
—¿Tengo pinta de estar bromeando?
Su rostro se ensombreció.
—Daphne miente. Nunca haría nada parecido.
—¿Y por qué habría de mentir?
—No lo sé. Yo… —Bajó la mirada hacia las botas que protegían sus pies,
le pegó una patada a un pedacito de hielo que había sobre el pavimento. Un
rubor le subía por el cuello—. Pero no es verdad. —Levantó la vista para
mirarme a los ojos—. No te miento, Rose, te lo prometo.
Siempre le había tenido por un hermano mayor que me protegía. Pero no.
No. No podía creer en lo que me decía. Esto ya me había pasado antes. Todo
comenzaba con encanto y promesas, pero seguían las mentiras y el control, y
culminaba con el miedo, la intimidación y el abuso.
Conocía a Daphne desde hacía solo dos meses, pero sabía que ella no me
mentiría sobre algo así.
—Tengo que irme —logré decir.
Cuando me disponía a marcharme él me cogió de la muñeca.
—Eh —dijo en voz baja—. No podemos dejar las cosas así. Somos
amigos, ¿no?
Me quedé mirando los dedos con los que rodeaba mi muñeca, y él la soltó
y dejó caer el brazo a un lado.
Me alejé ofendida, convencida de que no me equivocaba con él. Ni con
los hombres en general.
Estaba tan segura de que Daphne no me mentiría…
Ahora, sentada aquí, después de todo lo que ha pasado, mientras te
escribo, deseo con todo mi corazón poder retroceder en el tiempo.

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25

Theo
Mientras sube al coche, Theo no puede quitarse de la cabeza la conversación
que ha mantenido con Larry. El cristal está lleno de flores de cerezo que
parecen confeti y él acciona los limpiaparabrisas, pero estos no llegan hasta
las que se han acumulado en la ranura que recorre la parte superior de la
capota.
Una joven acusó a su padre de agresión sexual y al cabo de menos de un
año estaba muerta.
Theo enciende el motor y se pone a manipular el GPS para escribir la
dirección de casa. Cuando está a punto de ponerse en marcha ve que Larry se
dirige con prisas hacia él, y baja la ventanilla.
—He recordado su nombre. La mujer que acusó a tu padre. No era
Sandra, sino Cynthia. Cynthia Parsons. Tenía veintitrés años.
Veintitrés años. Theo pensaba que no sería posible sentirse peor con toda
esta mierda.
Le da las gracias a Larry, le saluda con la mano y lo ve volverse cada vez
más pequeño en el retrovisor antes de girar al final de la calle. De repente
siente que odia a su padre profundamente. Coge el volante con fuerza,
imaginando que el cuero falso que hay debajo de sus manos es la garganta
fibrosa de su padre. Pero acto seguido relaja la presión. No hay un ápice de
violencia en su ser. Está enojadísimo con su padre, joder, pero es consciente
de que nunca podría hacerle daño. De otro modo sería igual que él.
«Esa mujer podría haber mentido». La idea brota de golpe en su cabeza y
desea creérsela… Ay, vaya si lo desea. Pero no puede. Piensa en ella, en
Cynthia, luchando por hacerse oír a mediados de los setenta, cuando un
hombre como su padre disfrutaba de todo el poder. Si se negara a creerla en el
presente no sería diferente de su padre. Durante un instante de locura se siente
aliviado, de hecho, al pensar que su madre no está allí para enterarse. ¿Qué
hubiera hecho en caso de saberlo? ¿Habría tenido la fuerza necesaria para
abandonarle?
R U Mine? de los Arctic Monkeys comienza a sonar en la radio y Theo
sube el volumen para intentar ahogar sus pensamientos. ¿Qué debería hacer a
continuación? No tiene sentido presentarse en casa de su padre con ese tema.

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No es que él vaya a darse la vuelta encogiéndose de hombros para admitirlo.
No hará más que enfadarse de nuevo, ponerse a la defensiva y mostrarse
desagradable.
Entonces se le ocurre una nueva idea.
Si su padre fue capaz de agredir sexualmente a alguien, ¿qué otras cosas
terribles habrá hecho?

Jen está sentada en la cama, viendo Friends. Durante el trayecto de vuelta se


ha detenido en un garaje para comprarle una bolsa gigante de Maltesers, tal y
como le había prometido, y a ella se le iluminan los ojos cuando él entra en el
dormitorio haciendo que la bolsa se balancee provocativamente, después de
asegurarse de que una máscara de alegría oculta la ansiedad de su rostro.
—Perfecto —dice ella, y sus rodillas se hunden en el colchón cuando se
incorpora y le rodea el cuello con los brazos.
Él se sube a la cama y se tumba completamente vestido a su lado.
—¿Cómo te encuentras? —pregunta Theo mientras ella vuelve a
acomodarse, abre la bolsa y se mete un puñado de dulces en la boca.
—Ahora mejor —farfulla Jen entre los Maltesers, y le ofrece uno.
Él niega con la cabeza.
Jen pone la televisión en pausa, aunque se trate de un episodio que han
visto mil veces, uno de los favoritos de Theo; aquel en que las chicas pierden
su apartamento en favor de los chicos por culpa de un concurso de preguntas.
Lo más probable es que Jen pudiera recitar de memoria todos los diálogos.
«Televisión reconfortante», lo llama ella, y tiene razón. A Theo no se le
escapa que se trata del mismo episodio en el que Phoebe descubre que está
embarazada.
—¿Y bien? —pregunta ella, tragándose los dulces que tiene en la boca—.
¿Cómo ha ido? —Un fogonazo de preocupación atraviesa su mirada—.
Pareces triste.
Él se encoge de hombros.
—No soy buen actor, ¿verdad?
—¿Qué te ha contado Larry?
—Más pruebas de que mi padre es un idiota de la hostia. Tampoco es que
las necesitara.
—Oh, cariño…
Él la contempla, su esposa hermosa, y de repente no tiene ganas de
contárselo. No quiere que ella le mire y se acuerde de que es familia de un

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hombre capaz de cometer un acto tan enfermizo. No quiere mancillar lo que
comparten, esa vida inocente y carente de complicaciones en una casa
victoriana de dos pisos con dos habitaciones en cada uno de ellos, y sus
sueños de tener niños y mascotas. Vuelve a pensar en las fotografías colgadas
en la pared de la casa de Larry Knight, en el futuro que con tanta
desesperación desea vivir junto a Jen y en los niños que aún no han nacido, y
el espectro de su padre amenaza con mancharlo todo.
Pero no puede dejar de contarle esto. Se niega a ser el tipo de hombre que
le oculta cosas a su mujer. Él no es su padre.
Se lo explica todo.

Más tarde, después de abrazarse y de comerse todo el chocolate y de


prometerse el uno al otro que no permitirán que los pecados del padre
destruyan sus vidas, a Theo se le ocurre una idea.
—Creo que deberíamos ir a Wiltshire. Conocer a los dueños de la casa.
Mi padre está interesado en ellos por algún motivo. Tengo que averiguar por
qué.
—¿Estás seguro? —pregunta Jen—. Quizá sea mejor mantener el pasado
enterrado.
Theo baja la pierna de la cama para quedar sentado sobre el borde, de
espaldas a ella.
—Es que no puedo…
Siente la mano de Jen sobre el hombro.
—¿Tiene que ver con tu madre?
Theo se vuelve para mirarla.
—Sigo preguntándome por el día en que murió.
—¿Por qué?
—Fue un accidente. Es lo que dijo todo el mundo. Pero ¿y si él le hizo
algo?
—¿Como qué? ¿Empujarla?
—A mí una vez me empujó por las escaleras.
—Ay, cariño…
—No te lo cuento para que me compadezcas.
Jen se aparta el cabello rubio cobrizo de la cara.
—Ya lo sé. Me dijiste que tu padre estaba en el trabajo cuando sucedió.
—No puedo dejar de pensar que podría haberla empujado para luego irse
a trabajar como si no hubiera pasado nada. Ya sabes cómo se pone cuando se

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enfada. Quizá no tuviera la intención de hacerlo. Y luego fingió encontrársela
al volver a casa. Llevaba… —Se le entrecorta la voz y hace una pausa
avergonzado. No había llorado desde la muerte de su madre—. La policía dijo
en su momento que cuando él llegó ella llevaba ya algunas horas muerta. Pero
si fue capaz de agredir a una mujer cuando se suponía que tenía que estar
examinándola, si es capaz de empujar a un niño y de pegar a mi madre… —
Piensa en el suicidio de Cynthia Parsons. Larry le ha dicho que saltó desde un
aparcamiento de varias plantas. No le cabe la menor duda: su padre fue
responsable de esa muerte por mucho que no la empujara en persona.
Jen le frota la espalda.
—No puedes pensar de esa manera, cariño —le dice con dulzura—. Tú
mismo dijiste que la muerte de tu madre lo dejó destrozado. Sé que tu padre
tenía… tiene mal genio, pero su trabajo era muy estresante y por desgracia
descargaba sus frustraciones sobre tu madre y sobre ti. Pero no tengo la
menor duda de que siempre os quiso.
Él asiente con la cabeza, tiene un nudo en la garganta. Recuerda la
conmoción y la devastación en el rostro de su padre el día que su madre
murió.
—Enterarme de lo de Cynthia ha hecho que… todo cambie.
Se quedan en silencio mientras Jen sigue acariciándole la espalda.
—Vayamos —dice ella de pronto—. Vayamos a Wiltshire y busquemos a
esa gente. Y, si no pueden arrojar nada de luz sobre el asunto, bueno, será
agradable pasar un fin de semana fuera de casa. Creo que nos iría bien a los
dos, ¿tú no?

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26

Saffy
Tras despedirme de los detectives llamo a mamá, pero me salta directamente
el buzón de voz. No dejo mensaje. Prometió llamarme cuando estuviera de
regreso, y ni siquiera son las cinco de la tarde. Me pregunto si la comida con
papá habrá servido de algo y si habrá conseguido la dirección de Alan Hartall.
Dijo que me informaría de sus planes. Típico de mi madre. Es tan voluble que
lo más probable es que ni siquiera haya tenido en cuenta que me gustaría
saber a qué hora piensa volver.
Estoy sentada al escritorio cuando me sobresaltan unos golpes en la
puerta. Me acerco y miro por el cristal. Al otro lado hay una mujer bien
vestida, con una blusa de lunares. Abro la puerta, apenas una rendija.
—¿Sí?
—¿Saffron Cutler?
—Sí.
—Hola, me llamo Nadia Barrows y soy del Daily Mail. ¿Sería posible
que…?
—No estoy interesada. Por favor, váyase —digo con firmeza, y cierro la
puerta antes de que ella pueda contestar.
Vuelvo al estudio. Desde la ventana veo a unos cinco periodistas apiñados
al final del camino de acceso. Ya deben de haber dado a conocer el nombre de
Neil Lewisham. Estoy segura de que querrán preguntarme por la abuela. En la
ventana del estudio no hay ni cortinas ni persiana. ¿Me estarán viendo? Es
una pesadilla. No quiero tener que lidiar con esto yo sola, con Tom en el
trabajo y mamá fuera de casa. Escondo la cabeza entre las manos y lanzo un
gruñido mientras siento una oleada de náuseas. Noto que Nieve se frota contra
mis piernas y me agacho para acariciarle la cabeza. Siempre que me estreso él
lo percibe.
El teléfono zumba junto a mi oreja y levanto la cabeza. Un mensaje de
papá aparece brillante en la pantalla. «Hola, cariño. Te he mandado la carpeta
sobre Sheila Watts. He visto a tu madre durante la comida. Tiene buen
aspecto. He conseguido un par de direcciones a nombre de Alan Hartall en
Broadstairs, así que se ha ido para allí. Besos».

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No contesto. En su lugar, con un subidón de adrenalina, abro el correo
electrónico.
Tal y como me prometió, papá ha sacado fotos de los papeles sobre Sheila
Watts. No hay gran cosa: algunos artículos de varios periódicos regionales de
la zona de Kent acerca del incidente y unas hojas que parecen haber sido
arrancadas de una libreta rayada. No logro entender lo que dicen; son todo
puntos y símbolos. Me doy cuenta de que es taquigrafía. He visto a papá
utilizar ese sistema cuando anota mensajes telefónicos. Sigo buscando. La
última imagen es un recorte de prensa de un periódico nacional: el mismo
para el que trabaja papá. El artículo fue escrito en 1978 y no habla de Sheila,
sino de un crimen ocurrido a principios de los años cincuenta. Lo examino sin
entender qué relevancia puede tener. Quizá lo guardaran en la carpeta de
Sheila por error. Me recuesto decepcionada contra la silla. Allí no hay nada
nuevo. A menos que se encuentre entre las notas taquigráficas. Estoy a punto
de cerrar el correo cuando algo me llama la atención en el último artículo. Su
firma. La miro de cerca. La pieza la escribió un tal Neil Lewisham.

Llamo a papá de inmediato. Por el ruido de fondo de los teléfonos que suenan
y la sensación general de actividad, deduzco que sigue en la redacción.
Comienzo a contárselo todo con frases rápidas, sin tomar aire, hasta que papá
me interrumpe para decirme que se acaba de enterar por una «fuente». Pues
claro que sí.
—Tu abuela podría haber estado fuera cuando pasó —me dice—. Que ese
hombre muriera mientras ella residía allí no significa necesariamente que se
enterara. No teniendo a una inquilina.
—Ya lo sé. Pero lo extraño es que en la carpeta que me has enviado hay
un artículo firmado por esa misma persona. —Se me pone la piel de gallina en
los brazos al pensar en ello—. Al parecer Neil Lewisham trabajó para el
Mirror a finales de los setenta.
—Ya me parecía a mí que ese nombre me sonaba. Pero habrá trabajado
aquí mucho antes de que yo llegara. Veré lo que puedo averiguar. Quizá fuera
un periodista independiente. ¿El artículo trata sobre Sheila?
—No. Parece una especie de resumen de algo. No se menciona el nombre
de Sheila. Ah —digo, al recordarlo de repente—, ¿te importaría descifrarme
los signos taquigráficos de la foto número cuatro?
—Sí, la he visto. Por desgracia parece ser el sistema Pitman y yo solo
conozco el Teeline. Pero ya preguntaré por aquí. Algunos de los veteranos

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quizá puedan leerlo.
—Gracias, papá. —Siento una punzada de remordimiento—. Lamento
pedirte todo esto. Debes de estar hecho polvo. ¿A qué hora acabas? —Ojalá
encontrara una buena novia; me preocupa que esté trabajando demasiado.
—No te disculpes nunca por pedirme cosas —dice con dulzura—. Y
acabaré pronto. Ah, Saff, si los periodistas siguen molestándote, diles que eres
la hija de Euan Cutler, del Mirror. ¡Eso hará que se callen!
Cuelgo sintiéndome mejor. Me pongo en pie y miro por la ventana justo a
tiempo de ver que los tres periodistas que quedaban se alejan caminando
colina abajo.

Vuelvo a llamar al móvil de mamá, pero no hay respuesta. Es la tercera vez


que lo hago desde que los detectives se han ido. La ansiedad me corroe las
entrañas. Siempre coge el teléfono cuando la llamo. ¿Y si le ha pasado algo?
¿Y si ha encontrado a Alan Hartall, y este no es un anciano sino un psicópata?
Mamá es tan entusiasta que no pensaría en los riesgos que puede correr. Se
cree invencible. La abuela solía contarme historias de cuando mamá era
adolescente y volvía de la ciudad haciendo autoestop, y soy consciente de que
me hablaba de ello solo a modo de advertencia, para mantenerme a salvo,
pero no tendría que haberse molestado. Yo nunca me comportaría de manera
tan irresponsable.
Le dejo un mensaje de voz pidiéndole que me llame urgentemente porque
tengo noticias.
Pero a las ocho de la tarde sigue sin ponerse en contacto conmigo.
El sol se está poniendo, sus últimos rayos destellan a través del bosque
contra la parte trasera de la casa. Dentro hay una oscuridad lúgubre, pero es
demasiado temprano para encender las luces. En su mensaje, Tom me ha
dicho que volvería en el tren de las 18.34, así que debería estar aquí antes de
media hora. Voy a la cocina, preparo un té Red Bush y me apoyo sobre uno
de los feos muebles, reconfortada por tener a Nieve, que se ha tumbado sobre
mis pies descalzos. Estoy comenzando a sentirme incómoda aquí. Esa es la
verdad del asunto. No son solo los cuerpos —aunque eso ya fue terrible—,
sino también el detective privado de antes y su insistencia en que la abuela
dispone de algún tipo de información que su cliente desea recuperar. He
vuelto a revisar las cajas de la abuela, pero allí no hay nada lo bastante
importante para que alguien contrate a un detective por ello.

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La abuela. Puesto que no ha obtenido nada de mí, quizá el detective vaya
a por ella. Dejo la taza de golpe sobre la encimera. El té salpica hacia un lado
y cae en el fregadero mientras me saco el móvil del bolsillo. Llamo a la
residencia.
—Elm Brook, Joy Robbins al habla.
—Joy, hola, soy Saffy, la nieta de Rose Grey.
—Ah, hola, Saffy, ¿cómo est…?
—¿Se ha puesto alguien en contacto contigo en relación con mi abuela?
¿Un tal señor Davies, quizá?
—Hum…, no, creo que no. ¿Por…?
—Algunas personas han venido preguntando por ella. Un hombre me ha
abordado diciendo que era detective privado, y solo quería asegurarme de que
no os había molestado ni a ti ni a la abuela, y de que no ha ido a la residencia
a visitarla.
—Oh, vale… Qué raro. Pero no te preocupes —responde con un tono de
voz seco y cortante, tranquilizador porque suena oficial—. No dejamos pasar
a cualquiera.
—Gracias. Y, si alguien se presenta y pregunta por ella…, ¿te importaría
informarme a mí primero?
—Pues claro que no.
—Gracias. De paso, ¿cómo está? Mañana iré a visitarla de todos modos,
pero…
—Está bien. Hoy un poco confundida. No ha dejado de llamarme Melissa.
—¿Melissa?
Joy se ríe.
—Debo de recordarle a alguien que conoció, eso es todo. Les pasa a
muchos de los residentes. Nos vemos mañana.
En el momento de colgar suena un golpe fuerte en la puerta y estoy a
punto de dejar caer el móvil del susto. Acto seguido oigo la llave en la
cerradura, la voz de Tom al saludar a Nieve, y me tiemblan las piernas de
alivio.
Esto es ridículo. Soy un amasijo de nervios. Pasarme todo el día sola en la
casa me ha estresado.
Tom sigue con el casco puesto, lo cual le da un aspecto un tanto ridículo,
y la sorpresa se adueña de su expresión cuando me lanzo a sus brazos.
—Eh, ¿qué sucede?
Le conduzco al salón. Él se sienta en el sofá para quitarse el casco. Se le
ha quedado el pelo aplastado contra la cabeza. Me observa en silencio

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mientras camino de un lado al otro de la habitación y las palabras brotan
veloces de mi boca. Cuando acabo él se queda mirándome con un destello de
furia en los ojos.
—¿Quién coño se ha creído ese tal Davies que es? Podría matarlo.
—Tom…
—¿Cómo se atreve a asustarte de ese modo?
—Me preocupa más la persona para la que trabaja. No me ha contado qué
tipo de información se supone que debería tener la abuela. —Suspiro—. No
sé, tengo la sensación de que esto se está convirtiendo en una gran bola de
nieve. Aquí está pasando algo más importante. ¿No estaremos cagándola,
metiendo la pata cada vez más sin tener una visión completa del asunto? Y
ahora mamá ha salido disparada hacia la puta Broadstairs para encontrarse
con un hombre que podría ser el Alan Hartall que buscamos, pero que
también podría no serlo, y no me ha llamado, y nuestro jardín trasero es el
escenario de un crimen…, y no me hagas hablar de los periodistas. No puedo
salir por la puerta sin que se me acerquen. ¡Me siento como si estuviera en
arresto domiciliario! —Tras la diatriba me quedo sin aliento y me hundo en el
sofá, a su lado, con la cabeza entre las manos y los hombros temblando—.
Ojalá nos hubiéramos quedado en Croydon —murmuro mientras las lágrimas
ruedan por mis mejillas y golpean sordas contra los vaqueros—. Estoy harta
de todo esto, Tom. Se suponía que aquí íbamos a comenzar desde cero.
Nosotros y el bebé… Ni siquiera quiero entrar en su dormitorio, porque sé
que la ventana da al jardín. Ver el agujero en el que estaban esos cuerpos…
Tom me atrae hacia sí, el cuero frío de la chaqueta se pega a mi cara.
—Mañana llamaré diciendo que estoy enfermo. No pienso dejarte aquí
sola.
Me incorporo perpleja. Tom nunca se ha cogido un día de baja. Ni
siquiera cuando sufrió una intoxicación alimentaria y tuvo que llevarse una
bolsa por si se mareaba durante el trayecto en tren.
—Tom, no puedes…
—Creo que me lo he ganado, ¿no te parece? Y no quiero que estés sola
mañana. Puedo seguir pintando. Y llamaré a los albañiles, averiguaré cuándo
pueden volver para continuar con la obra. Si nos vuelven a dar largas,
contrataremos a otros. Y así no tendremos que volver a mirar ese agujero.
—Mamá debería volver… —Pensar en mamá hace que vuelva a
marearme de la preocupación—. ¿Qué hora es?
Tom mira el reloj.

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—Poco más de las ocho y media. —Se pone en pie y se quita la chaqueta
—. No es propio de Lorna olvidarse de llamar, ¿verdad? Siempre está pegada
al móvil.
—Ya lo sé.
Cojo el teléfono y pruebo a llamarla de nuevo.
Me sale directamente el buzón de voz.

A las diez de la noche sigue sin llegar a casa.


Cada vez que oigo un coche, cosa que no sucede a menudo, voy corriendo
hasta la ventana con la esperanza de que sea un taxi, pero nada.
—¿Crees que debería llamar a la policía? —le pregunto a Tom, que está
sentado delante del televisor mirando un capítulo de The Wire, aunque
ninguno de los dos logra concentrarse.
—La policía no hará nada. ¿No hay que esperar veinticuatro horas o algo
así antes de que comiencen a investigar la desaparición de un adulto?
Respiro hondo, intentando no dejarme llevar por el pánico. No sé qué
hacer conmigo misma: mi cuerpo rezuma una energía nerviosa. Sé que mamá
es un espíritu libre y nunca me preocupo por ella cuando está en España, pero
aquí hay algo que me da mala espina. Estoy convencida de que me habría
llamado… A fin de cuentas, nos hemos embarcado juntas en este trayecto.
Descorro la cortina gris y floreada que nos trajimos del apartamento de
Croydon y que no llega a cubrir toda la ventana. Fuera está oscuro. Ni
siquiera hay una farola que ilumine la calle, y la luna es una rodaja de cuarto
creciente en el cielo, oculta a medias por una nube. La noche parece pesada y
opresiva, es como una manta gruesa enrollada alrededor de mi coche y de la
moto de Tom, que hace que las formas más inocuas parezcan amenazadoras.
—Ven, apártate de la ventana —dice Tom con dulzura—. Estoy
convencido de que está bien.
—Entonces ¿por qué no ha llamado? —gimo con los puños apretados a
ambos lados del cuerpo.
No puedo sacudirme la sensación de que le ha pasado algo malo. Algo
relacionado con todo esto.
¿En qué nos hemos metido?

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Lorna
Lorna encuentra un asiento de ventana en el tren de regreso a Londres. Sin
soltar el caramel macchiato, da gracias por que nadie haya ocupado el asiento
contiguo, para así poderse tumbar. Está deshecha y un poco entonada. No
debería haberse tomado ese último vaso de vino.
Son más de las ocho y aún tiene que ir de Londres a Chippenham.
Mientras el tren abandona la estación ella apoya la cabeza en el cristal y
observa las manchas de colores violeta y melocotón que el sol proyecta sobre
el cielo; medita acerca de la conversación que ha mantenido con Alan y sus
sospechas de que Daphne y Sheila son la misma persona. No ve el momento
de contárselo a Saffy.
Endereza la espalda de golpe. ¡Saffy! No la ha llamado en todo el día.
Maldita sea, le prometió que lo haría durante el trayecto de vuelta. Hurga en
el bolso buscando el móvil. ¿Dónde está? Lleva demasiadas porquerías ahí
dentro: tickets viejos, tarjetas de visita, una libreta, dos bolígrafos, el
monedero y maquillaje. Pero, por mucho que busque, no encuentra el móvil.
Se vuelve a recostar contra el respaldo. Se le habrá caído… ¿O se lo ha
dejado en la mesa al marcharse? Lanza un gruñido y asusta al hombre del
asiento de delante. Toda su vida está en ese aparato. No se sabe ningún
número de memoria. ¿Quién se los aprende hoy día? De repente se siente
desnuda y vulnerable sin él, y maldice para sus adentros al mundo moderno,
los avances tecnológicos que la han vuelto tan adicta a esa pequeña y estúpida
máquina. Reprime el deseo de ponerse a gritar. ¿Qué va a hacer ahora? Espera
que haya una hilera de taxis frente a la estación de Chippenham o se las verá
con una larga caminata de vuelta hasta Beggars Nook. Son al menos ocho
kilómetros. Y sin el móvil no sabrá cómo llegar.
Mientras observa cómo la campiña de Kent pasa zumbando frente a sus
ojos, piensa que de todos modos ya no puede hacer nada. No le queda otra
opción que beberse el café e intentar relajarse.

Son más de las once cuando el segundo tren se detiene en la estación de


Chippenham. Lorna espera que Tom y Saffy no estén demasiado preocupados

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por ella. Siente una punzada de culpa porque lo más probable es que se hayan
quedado despiertos esperándola, ya que no tiene llave de la casa.
La estación se encuentra desierta: los otros tres pasajeros que han bajado
con ella se han fundido en la oscuridad de la noche. Siente un escalofrío y se
ciñe la chaqueta de tweed, consciente del eco que producen sus tacones sobre
el andén vacío. Camina deprisa, quiere llegar a casa, ver a Saffy, contarle todo
lo que ha averiguado durante el día.
En la entrada no hay taxis esperando. Tan solo la carretera vacía. ¿Qué va
a hacer ahora? ¿Podría pedir un móvil prestado? Un joven al que reconoce del
tren está plantado junto a la salida, con un maletín a los pies, auriculares en
las orejas y unas zapatillas Nike de color rojo que no concuerdan con su
atuendo formal. Tiene la cabeza gacha y va desplazando la pantalla del móvil.
Se acerca furtivamente a él, consciente de que debe de parecer un poco
maníaca. Al verla él se quita los cascos.
—Disculpa… ¿Puedo usar tu móvil para pedir un taxi?
—Claro —contesta él sin sonreírle—. Le pido uno. Tengo un número en
la agenda. ¿Adónde quiere ir?
—A Beggars Nook.
Él se ríe.
—¿Beggars Nook? ¿Dónde demonios está eso?
Lorna se obliga a sonreír.
—Es un pueblecito que hay aquí cerca.
El chico llama a la empresa de taxis y acto seguido tapa el micrófono con
la mano.
—¿Nombre? —pregunta en un susurro.
—Lorna —susurra ella también, sin estar segura del motivo por el que lo
ha hecho.
Él le dirige una mirada de extrañeza.
—Llegará dentro de diez minutos —le dice tras colgar.
—Gracias. Te estoy muy agrade…
—Tengo que irme, me han venido a recoger —la interrumpe el joven, que
sale trotando hacia el Fiesta que acaba de aparcar frente a ellos.
Lorna observa cómo el coche se aleja, consciente de que se ha quedado
completamente sola.
Por suerte no tiene que esperar mucho a que llegue el taxi. Se hunde
aliviada en el asiento trasero. Son solo quince minutos hasta Beggars Nook.
—¿Qué número? —pregunta el conductor mientras cruza el pueblo en
dirección a la casa de Saffy.

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—Skelton Place, 9. Pare aquí, por algún sitio —dice ella, haciendo un
gesto vago con la mano.
No logra recordar el punto exacto de la colina en el que se encuentra la
casa. Paga y se baja del coche, que comienza a alejarse. Sus luces traseras
parpadean y desaparecen cuando el taxi toma la curva, lo que la deja sumida
en una oscuridad absoluta. Siente que la negrura la engulle. ¿Por qué no habrá
farolas? Empieza a subir la colina. «Sí, no está lejos», se dice a sí misma. Ahí
está la callejuela que lleva al bosque y al buzón de correos. Desde allí solo
son dos casas más.
Oye pasos a su espalda y se le eriza el vello de la nuca. Cuando se ha
bajado del taxi no había nadie a su alrededor.
Todo sucede con gran rapidez. Una mano le cubre la boca desde atrás.
Otro brazo la sujeta por el pecho, como la barra de seguridad de acero en una
atracción de feria. Y ella piensa que esto no puede pasar en un pueblecito
rural como Beggars Nook. Ni siquiera es capaz de gritar… La mano del tipo
hace una presión demasiado intensa sobre su cara. Intenta patalear, pero él
hace más fuerza con el brazo, y Lorna apenas logra respirar.
La arrastra hacia atrás, en dirección a la callejuela. Hacia el bosque.
Intenta oponerse, clavar los talones en el pavimento, pero el hombre es
demasiado fuerte. Con un chasquido se le rompe el tacón de una de las
sandalias. Tiene tanto miedo que le han entrado ganas de hacer pis.
«Tranquila —se dice a sí misma—. Tranquila, tranquila».
Ya están en la callejuela, entre dos casas que quedan ocultas al otro lado
de los setos. Nadie podrá verla.
—Escúchame —gruñe él, y nota el calor de su aliento contra la oreja—, si
haces lo que te digo no te haré daño.
«Me va a violar —piensa Lorna—. Mientras no me mate… No me mates,
por favor», suplica en silencio. No puede dejar sola a Saffy. Está a punto de
ser abuela.
—Necesito información sobre Rose Grey.
Se queda tan perpleja que por un instante se le pasa el miedo. No es
casualidad que el asaltante la haya elegido a ella. Conoce a su madre, y ella
reconoce la voz.
No puede hacer otra cosa que asentir con la cabeza.
—Tienes que preguntarle dónde enterró las pruebas. Es importante. Si no
se lo preguntas le haré daño a tu hija.
«Oh, Dios. A Saffy no. No».
—Lo que sea —murmura contra la palma de su mano.

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—Ahora voy a dejarte hablar. Si gritas volveré. Si acudes a la policía lo
sabré. Y no querrás que vaya a hacerle una visita a Rose, ¿verdad? Sé dónde
está la residencia.
Nota el martilleo del pulso en los oídos, pero asiente con la cabeza. Él le
quita la mano de la boca, pero sigue sujetándola con fuerza desde atrás para
que no pueda verle la cara.
—Necesito tu número de teléfono —dice.
—He… he perdido el móvil.
—Una historia verosímil.
Le entran ganas de llorar.
—Es verdad. Puedes mirar en mi bolso. —Aún lo lleva colgado del
hombro, el peso del hombre lo mantiene allí clavado.
—Entonces llama al número de la tarjeta. Tu hija sabrá a cuál me refiero.
La suelta con tanta fuerza que Lorna cae hacia delante, sus rodillas chocan
contra el pavimento y lanza un grito de dolor. Oye unos pasos que se alejan
por la callejuela, en dirección al bosque, pero no se atreve a darse la vuelta
hasta que el hombre ha desaparecido.
Se pone en pie. Le tiemblan las piernas, y a la altura de las rodillas se ha
hecho un agujero en los vaqueros, cuyos bordes están oscurecidos por la
sangre y la arenilla. Sale cojeando de la callejuela y gira hacia la izquierda, se
detiene para recoger el tacón roto. Le tiembla todo el cuerpo. Los arbustos y
los setos que ocultan las demás propiedades también ayudarían a esconder un
crimen, piensa mientras se dirige renqueante hacia la casa. Podrían haberla
violado y asesinado ahí mismo, en la calle, y nadie habría visto nada.
Se siente aliviada al ver el número 9 y constatar que la luz del salón sigue
encendida, filtrándose a través de las cortinas que no llegan a cubrir bien la
ventana. Sube cojeando por el camino, la sandalia sin tacón se hunde en la
gravilla. Antes de que pueda llegar a la puerta esta se abre de golpe y aparece
su hija, con una mezcla de horror y alivio en el rostro.
—¡Mamá! —grita, y se arroja entre sus brazos—. Ay, Dios mío, estaba
tan preocupada… ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha pasado?
Ella se las arregla para asentir mientras Saffy la hace entrar en la casa y la
lleva hasta el sofá. Tom está plantado al lado del hogar, y la expresión en su
rostro al verla es de un horror tal que Lorna ha de contener una carcajada
histérica.
—Me ha… me ha atacado —dice—. El hijo de puta me ha atacado. Debía
de estar esperándome… He perdido el móvil. Perdóname por no haberte
llamado.

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—¡Ay, Dios mío! No te preocupes por eso —dice Saffy, que se ha sentado
junto a ella y le coge la mano—. Tienes sangre en la rodilla. ¿Estás bien?
¿Quién te ha atacado?
—Creo que era el mismo tipo de ayer. Glen, dijo que se llamaba.
Saffy frunce el ceño.
—¿De ayer?
Lorna se traga las lágrimas. No puede echarse a llorar. Ha de ser fuerte
por su hija, que parece paralizada.
—Me abordó cuando saqué a pasear a Nieve. Parecía bastante
agradable…, pero mientras me alejaba le oí decir algo sobre tu abuela. Pensé
que no le había entendido bien, pero…
Tom comienza a pasearse de un lado al otro.
—Esto es increíble, joder. Tenemos que llamar a la policía. Saffy, ¿cuál es
el número del sargento Barnes? —Ya tiene el móvil en la mano.
—¡No! —grita Lorna, poniéndose en pie, pero se tambalea sobre su único
tacón y tiene que volver a sentarse. Se le ha descascarillado la pintura de las
uñas y tiene los pies sucios—. No podemos llamar a la policía. Me ha dicho
que se enteraría. Me ha dicho que…, me ha dicho que sabe dónde vive la
abuela.
Lorna se lo cuenta todo… o casi todo, en cualquier caso. Omite la parte en
la que el tipo ha amenazado con hacerle daño a Saffy. No quiere asustarla más
de lo necesario: el estrés y la preocupación no pueden ser buenos para el bebé.
—Ha dicho algo de que la abuela había enterrado las pruebas. Y que
quería saber dónde.
—¿Las pruebas? —Saffy se pone pálida—. ¿Eso ha dicho? ¿Unos
documentos que tiene la abuela?
—No… no lo sé. Que yo recuerde, no creo que haya mencionado ningún
documento. Quería que se lo preguntara a la abuela. Ha mencionado una
tarjeta —dice Lorna—, no sé a qué se refería.
Saffy inspira de golpe.
—El muy gilipollas… Es el mismo tipo.
—¿A qué te refieres?
—Esta mañana me he encontrado con alguien. Me ha dicho que era
detective privado, y que le habían contratado para encontrar una carpeta o
unos documentos o algo que tiene la abuela. Al principio ha intentado
mostrarse amable, pero a medida que la conversación avanzaba me he ido
sintiendo cada vez más inquieta. Era… —Se estremece—. Era un hombre
bastante intenso. Al final me ha entrado miedo. Antes de irse me ha dado su

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tarjeta. Ponía «G. E. Davies». Glen. Tiene que ser el mismo hombre. —Se
dirige a la mesa de café y coge algo—. Mira —dice, ofreciéndoselo a Lorna.
—No puede ser un detective privado de verdad —dice Tom, que continúa
paseándose—. No si va atacando a mujeres por la calle.
Lorna coge la tarjeta de manos de su hija. Parece vulgar, hecha de manera
poco profesional. Se la devuelve.
—Ha hablado específicamente de «pruebas».
Saffy se estira el pelo, parece muy agobiada.
—Hoy ha venido la policía —dice, y Lorna escucha el relato que le hace
de la visita—. Cuando se iban les he dado el número de Davies y han dicho
que le echarían un vistazo. También deberíamos contarles esto.
Lorna no puede asumir toda esa información. Enterarse de que su madre
vivía en la casa cuando se produjo al menos uno de los asesinatos, y ahora
esto. Debe de haber alguna conexión. Se inclina para quitarse las sandalias.
Tendrá que ver si puede pegar el tacón de nuevo.
—¿En qué demonios se metió Rose? —Tom deja de pasearse, se cruza de
brazos, clava una mirada furiosa en Lorna, como si esta tuviera la culpa. Ella
es la madre ahí: es quien tiene que hacerse cargo.
—Vámonos a la cama —dice Lorna poniéndose en pie—. Mañana iré a la
residencia contigo, cariño. A ver qué averiguamos.
—Mamá…
Lorna levanta la mano mostrándoles la palma, pasea la mirada entre el
rostro inquieto de Saffy y la expresión enojada de Tom.
—Los dos necesitáis descansar —dice en su tono más autoritario—.
Hablaremos de esto mañana.
Sale renqueando del salón y sube las escaleras; la rodilla le duele. La furia
va creciendo en su interior. ¿Cómo se atreve ese hombre a amenazar a su
familia? Al día siguiente, piensa, comprará unas alarmas de pánico y algún
espray de pimienta. Si ese hombre vuelve a acercarse a su hija, lo matará.

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Rose
Febrero de 1980

El día después de que me encontrara con Joel en la plaza Mayor llegó la


nieve.
Me despertaste entrando en mi habitación como una loca y te pusiste a
saltar sobre mi cama, un ángel con tu camisón blanco.
—¡Nieve! ¡Nieve! —gritabas mientras me sacudías para acabar de
despertarme, y me condujiste hasta la ventana.
El suelo de madera estaba frío. Tenías un aspecto de lo más adorable con
tus grandes ojos de color marrón desorbitados de placer y los rizos oscuros de
tu cabello, que te caían sobre los hombros. Sobre la capa de nieve que ya
había en el suelo se precipitaban copos gruesos y densos. El cielo era de un
blanco nacarado perfecto, y daba la impresión de que el mundo entero estaba
envuelto en una colcha.
—¡Hoy no hay guardería! No pienso salir así —dije mientras volvía a
meterme en la cama y me acurrucaba.
Tú aplaudiste entusiasmada.
—¡Muñeco nieve!
—Sí, muñeco de nieve. Pero más tarde.
En ese momento Daphne apareció en la puerta del dormitorio, vestida con
varias capas y con unos calcetines gruesos por encima de las perneras del
pijama, que se hinchaban en lo alto y daban la impresión de que llevara
puestos unos bombachos anticuados. Su largo cabello rubio dibujaba un halo
alrededor de su rostro.
—Hace un frío de la hostia —dijo soplándose aire de manera dramática en
las manos.
—¡Nieve! ¡Nieve! —te pusiste a cantar mientras la cogías de las manos y
tirabas de ella como si estuvieras jugando al corro de la patata.
Daphne echó la cabeza hacia atrás y se rio. Y, observándoos, sentí que se
me henchía el corazón de felicidad. Ahí estábamos las tres, en aquella casita,
cómodas y a salvo, resguardadas del mundo.
No necesitábamos a nadie más.

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Encendimos el fuego en la sala de estar y Daphne puso leche en el fogón para
preparar chocolate caliente mientras yo rebuscaba en las alacenas y me
aseguraba de que tuviéramos comida suficiente para los días siguientes, por si
no podíamos llegar hasta las tiendas. Compraba casi todos los alimentos en el
colmado, pero una vez al mes me veía obligada a conducir hasta el Safeway
de la rotonda, que era más grande pero estaba a casi cuatro kilómetros del
pueblo. Por suerte había estado allí la semana anterior.
—Tenemos un montón de latas de alubias y de pasta con tomate —
anuncié—. Y ayer congelé un poco de pan.
—Aún nos queda bastante de mi sopa casera —dijo Daphne mientras me
pasaba una taza de chocolate caliente.
Tú ya te habías sentado a la mesa de la cocina y sorbías ruidosamente de
tu taza mientras hacías balancear las piernecitas. Vi que, por debajo del
camisón, te habías puesto del revés las botas de lluvia de color amarillo.
—Lolly, cariño, tendrás que vestirte antes de poder salir.
—Daffy —dijiste poniéndote en pie.
—Ya eres una chica mayor, puedes vestirte tú sola —repliqué, y miré a
Daphne poniendo los ojos en blanco, pero ella te dirigió una sonrisa beatífica.
—Pues claro que te ayudaré —afirmó cogiéndote de la mano—. Venga,
princesa Piruloli, vamos a buscar un montón de ropa calentita que puedas
ponerte.
Siempre te llamaba «princesa Piruloli» y a ti te encantaba. La querías
mucho.
Daphne pasó varias horas contigo aquel día, haciendo un muñeco de nieve
en el jardín. Os observé un rato desde la ventana, riéndome con vosotras
cuando se os caía la cabeza, algo que pasó bastantes veces.
—Es más difícil de lo que parece —señaló Daphne mirándome.
La nieve seguía cayendo sobre vuestros gorros, se te pegaba al cabello y
daba la sensación de que tuvieras unas flores blancas y diminutas entrelazadas
en las coletas.
Me mentalicé y salí a regañadientes. Odiaba el frío, pero Daphne no
parecía notarlo. Y tú tampoco, pese a que tenías los mitones empapados y la
nariz y las mejillas enrojecidas. A esas alturas la nieve ya casi te llegaba por
encima de las botas de lluvia. Daphne no tenía, así que llevaba sus botas
normales, de plataforma y baratas, que no parecían demasiado impermeables.
—Solo tenemos que encontrar unas pasas y una zanahoria para hacer los
ojos y la nariz —te dijo cuando acabó, plantada allí con los brazos en jarra,

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admirando su obra.
Entraste corriendo en la casa y al cabo de un rato saliste triunfante, con
una zanahoria pequeña y arrugada y dos gruesas pasas sultanas.
—Las dos parecéis estar heladas hasta los huesos —dije. La nevada había
disminuido y solo caía algún copo ocasional—. Venga, voy a preparar unas
tostadas con judías.

Más tarde, mientras jugabas con tus peluches en el dormitorio, Daphne y yo


fuimos a sentarnos junto al fuego con una taza de té. Ella aún tenía los dedos
en carne viva por el frío. Estiró las piernas sobre el sofá y dejó descansar los
pies en mi regazo.
Me puse rígida, avergonzada por el exceso de confianza. No obstante,
Daphne actuaba con total naturalidad.
—Mete las piernas aquí —dijo dándome unos golpecitos en el tobillo. Yo
vacilé, pero acto seguido subí las piernas al sofá y dejé que mis pies
descansaran contra su muslo—. ¿Ves? Ahora estás más cómoda, ¿a que sí?
Le devolví la sonrisa. Estaba más cómoda, sí. Tenía la sensación de que
era el tipo de cosas que una haría con una hermana, eso era todo. Algo
completamente natural. No tenía por qué avergonzarme por ello. Me relajé sin
cambiar de posición, sonriéndole por encima de la taza.
Conocía a Daphne desde hacía menos de dos meses, pero se había
incorporado a nuestras vidas sin ningún esfuerzo. Y ahí estábamos las dos, a
gusto la una en compañía de la otra. Podíamos quedarnos sentadas en un
silencio amigable, sin necesidad de charlar. Parecíamos saber lo que la otra
pensaba o sentía, y actuábamos en consecuencia. De repente me di cuenta de
que su presencia nunca me molestaba. Era interesante, inteligente,
independiente y divertida. Era bondadosa y considerada, por la manera en que
jugaba contigo y tejía trajes para tus peluches y tus muñecas, o por los
regalitos que te traía, como tu bizcocho favorito o piñas del bosque que
rociaba con pintura plateada y que colocaba sobre el alféizar. Se pasaba horas
doblada sobre la máquina de coser para hacerte ropa. La semana anterior
había aparecido con una monstera tan grande que ocultaba su cabeza mientras
la metía en casa por la puerta. En ese momento descansaba en un rincón,
junto al hogar. No tuve valor para contarle que las plantas se me daban fatal:
se me morían casi siempre.
—¿Tienes alguna hermana? —le pregunté olvidando la regla según la cual
había que evitar esas conversaciones.

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Sentí que se ponía rígida, pero para mi sorpresa negó con la cabeza.
—No.
—Yo tampoco. ¿Y tus padres?
Daphne tomó un sorbo de su bebida. El fuego chisporroteaba en el hogar.
Lo único que sabía de ella era que se había criado en el sur de Londres, no
muy lejos de donde yo vivía con mis padres, pero que se mudó a los once
años. Desde ese momento, según me dijo, había estado «en todas partes».
Ella negó con la cabeza.
—Es una historia larga y aburrida. Soy la oveja negra. Ya sabes cómo es
eso…
No lo sabía, pero asentí de todos modos.
Daphne apartó la vista de mí y no añadió nada más, se quedó mirando el
fuego con sus enormes y tristes ojos.
Al cabo de unos minutos volvió a posarlos en mí, mientras algo cambiaba
en su expresión.
—Siempre he sido muy reservada. En los demás lugares en los que he
estado, la gente con la que me alojaba… Los mantuve a distancia. Pero
contigo… —Suavizó la expresión—. Eres la única persona con la que me he
permitido intimar, Rose. Desde hace mucho mucho tiempo. Espero que no
hagas que me arrepienta.
Sentí que me sonrojaba.
—Pues claro que no. Pero ¿puedo preguntártelo? ¿Por qué yo?
—No lo sé. Tengo la sensación de que somos iguales.
Tenía razón. Yo también lo notaba: las dos éramos autosuficientes,
estábamos decididas a ser fuertes, pero a la vez nos habían hecho daño.
Daphne era la primera persona a la que había permitido entrar en mi vida
desde que hui, aquella terrible noche tres años atrás. Y tenía la impresión de
que a ella le pasaba lo mismo.
Como hija única nunca había sabido lo que se sentía al tener un hermano,
pero siempre había imaginado que sería algo parecido a la cercanía que
experimenté con Daphne en ese momento. Le dirigí una mirada y ella la
sostuvo. Unas mariposas revolotearon por mi estómago. Sentía algo más por
ella que un afecto propio de hermanas, en realidad era consciente de ello.
Cuanto más la conocía, más profundos se volvían mis sentimientos. Noté que
se me sonrojaban las mejillas ante la idea de que ella pudiera darse cuenta.
Daphne me devolvió la sonrisa.
—Y también… con Lolly. Las tres juntas somos como la familia que me
habría gustado tener.

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—A mí también —contesté con una voz llena de emoción.
Intercambiamos una sonrisa tímida y ella estiró el brazo para cogerme la
mano y apretarme los dedos con suavidad. En ese instante supe que haría
cualquier cosa por Daphne: quería ocuparme de ella y protegerla. Nunca
había sentido algo así por nadie, además de por ti y quizá por Audrey. Ahora
puedo entender que me estaba enamorando.
Entonces entraste dando saltos en la habitación con una Barbie a medio
vestir. Se la encajaste a Daphne en el regazo.
—No puedo —gemiste.
Y Daphne se rio y te atrajo contra sus piernas mientras vestía a la muñeca
para ti.
Fue el día perfecto. Las tres acurrucadas en el sofá, felices y a salvo,
mientras las llamas rugían y la nieve caía suavemente fuera.
Ojalá hubiéramos podido quedarnos así, lo habría deseado de verdad.

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Tercera parte

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29

Theo
El jueves por la mañana, Theo se descubre de manera inesperada solo en el
estudio de su padre y se le presenta una oportunidad demasiado buena para
dejarla escapar.
La oportunidad de fisgar.
No es un comportamiento que Theo se haya permitido antes. Él no es de
ese tipo de personas. Nunca le ha revisado el móvil a Jen ni ha intentado
colarse en su correo electrónico, como han hecho algunos de sus amigos con
sus medias naranjas. La confianza mutua es importante para él. Y sabe que
Jen piensa lo mismo.
«Mi padre quizá sea un pervertido que está ocultando algo», se dice a sí
mismo, en un intento por calmar su conciencia.
Theo no había planeado ir a casa de su padre ese día, sobre todo después
de la visita a Larry del día anterior, pero le reconcomía la culpa por la
discusión que habían mantenido y, aunque se había pasado casi toda la noche
despierto en la cama, sin saber si lo que sentía era furia o decepción, la culpa
encontró la manera de colarse entre sus emociones, como el trocito de cáscara
que cae en el cuenco cuando rompes un huevo contra él.
Tras contarle que pensaba pasarse a ver a su padre antes de ir al trabajo,
Jen le dirigió una sonrisa cómplice.
—Sigue siendo tu padre —le dijo con dulzura, y le dio un beso de
despedida.
Pero al llegar no obtuvo respuesta, se encontró solo con Mavis, la
asistenta, que estaba saliendo.
—Se ha ido al club de golf —le informó ella—. No volverá hasta más
tarde.
Theo sostuvo en alto la mochila.
—Le he traído comida —mintió—. No te preocupes, vete y ya cerraré yo.
—Eres un buen hijo. —Mavis le dio unas palmadas cariñosas en la mejilla
y acto seguido se escabulló por el camino de acceso para ir a tomar el
autobús.
En ese instante, plantado en el estudio de su padre, Theo se siente el peor
hijo del mundo. Incluso de niño sabía que no debía entrar nunca allí sin

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permiso. El lugar estaba prohibido y, en caso de desafiar las órdenes de su
padre, le esperaría un castigo terrible. Tampoco es que entrara nunca. En
aquella época no sentía el menor interés: la habitación estaba llena de cosas
aburridas, relacionadas con el trabajo de su padre, y de feos trofeos de golf.
Pero ahora… ahora el corazón se le desboca por los nervios. Su padre se
niega a contarle nada, pero es consciente de que esa habitación debe de ser la
cámara acorazada que esconde sus numerosos secretos.
Theo pasea la mirada por el estudio, por el revestimiento de madera de las
paredes, los estantes empotrados y la vitrina, el escritorio con su vade
acolchado de color verde. ¿Por dónde comenzar? ¿Qué debe buscar? El olor
es intenso, una mezcla de aroma almizcleño caro y madera pulida. Es ridículo,
la verdad, pero Theo siempre ha tenido la sensación de que su padre
desprende olor a importante.
Se dirige hacia las estanterías empotradas de la pared más alejada de él, al
otro lado del escritorio. Por debajo de ellas, a lado y lado, hay un par de
puertas. Son los mismos armarios en los que estuvo hurgando su padre la
semana anterior, durante uno de sus ataques de mal genio. Theo se agacha y
tira de una de las puertas. Hay una serie de archivadores en una larga fila.
Saca uno y lo hojea; parece contener documentos fiscales antiguos. Vuelve a
dejarlo, asegurándose de mantener el orden correcto. Está convencido de que
es una de las cosas en las que repararía su padre. Prueba con el otro armario,
pero está cerrado con llave. Maldición. Ni siquiera se había planteado esa
posibilidad. ¿Por qué iba su padre a dejarlo cerrado con llave a menos que se
trate de algo que no quiere que vea nadie? Ni siquiera Mavis puede entrar allí
a limpiar. En su lugar prueba con los cajones del escritorio. Para su sorpresa
no están trabados, pero tampoco contienen nada interesante, solo algunos
recibos unidos por una pinza, un paquete de bolígrafos Bic, una pluma
elegante, certificados del club de golf y un frasco de píldoras. Theo lo coge,
examina la etiqueta. Es un medicamento para la presión arterial. Ni siquiera
sabía que su padre tuviera la tensión alta. Deja el frasco en su sitio. «Tiene
que haber algo», piensa mientras sus ojos se dirigen de nuevo hacia el armario
cerrado. Necesita ver lo que hay en él, no le importan las consecuencias.
Vuelve a abrir uno de los cajones del escritorio y coge dos clips grandes; los
dobla para que formen una uve e introduce uno de sus extremos en la
cerradura. Es algo que ya había intentado antes, con un grupo de amigos, años
atrás, en la escuela, cuando trató de abrir la vitrina donde se guardaban todas
las medallas deportivas porque querían gastarle una broma a uno de los

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jugadores del equipo de rugby. Recuerda que había que apretar uno de los
extremos mientras meneaba el otro.
—Vamos, pedazo de mierda, ábrete —masculla entre dientes, apretando
la mandíbula.
Al fin oye un chasquido, nota que algo se suelta y el armario se abre de
golpe. Theo se queda allí en cuclillas, sorprendido de haberlo conseguido.
Y a continuación se le cae el alma a los pies. El armario está vacío. Todo
ese esfuerzo, y su padre tenía cerrado con llave un puto armario vacío. Mira a
su alrededor como si se tratara de una especie de broma y su padre fuera a
aparecer tras la puerta, riéndose de él. Pero no, está solo. ¿Por qué cerraría su
padre un armario vacío? A menos, piensa poniendo en orden sus ideas, que se
haya llevado lo que había allí a otro lugar más seguro. Se asoma al armario,
hace presión con suavidad en sus estantes. El de abajo cruje bajo su mano. Lo
inspecciona con mayor detenimiento: está suelto, es más un panel que un
estante. Lo empuja y la parte superior se desplaza, revela una especie de
sección oculta. A Theo se le desboca el corazón. Hay algo allí: una pequeña
pila de recortes de periódico con una carpeta flexible negra de tamaño A4 por
encima. Coge los recortes. Todos están fechados en 2004, son de los
periódicos locales y hablan del accidente de su madre. Theo entiende que su
padre haya querido conservarlos, pero ¿por qué esconderlos? Quizá tan solo
se haya olvidado de ellos, piensa, devolviéndolos a su sitio.
A continuación se centra en la carpeta, que contiene dosieres de plástico.
Los hojea. En la parte inferior de cada una de esas quince fundas, más o
menos, hay una fotografía suelta. Nada más. Saca la primera. Es en color, de
tonos apagados y otoñales, y muestra a una mujer de la edad de Theo que no
parece ser consciente de que le estén sacando esa foto. Está embarazada, le
quedan pocas semanas para dar a luz. Por el estilo de su peinado y de su ropa
puede ser de finales de los sesenta o principios de los setenta. Le da la vuelta
a la foto, esperando quizá una fecha o un nombre, pero no hay nada. Le echa
un vistazo al resto de la carpeta y se encuentra con lo mismo: fotografías de
mujeres, tomadas sin que ellas lo supieran. Pero nada más. La última imagen
parece ser más reciente. Quizá de hace diez años, quince como mucho. Sin
duda, del siglo XXI. ¿Por qué tiene su padre una carpeta con fotos de mujeres
desconocidas?
De repente a Theo se le ocurre una idea espantosa. Quizá su padre abusó
sexualmente de ellas, y ahora está obsesionado. ¿Las estará acosando? Una
miríada de posibilidades espantosas le pasa por la cabeza; es como el guion
gráfico de una película de terror, y cierra la carpeta de golpe. No, reflexiona.

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No puede ser. Si su padre fuera un criminal sexual en serie, ¿acaso alguna de
esas mujeres no habría acudido a la policía para denunciarle? Hasta donde él
sabe, salvo Cynthia Parsons nadie lo ha hecho. Se pregunta si será alguna de
ellas. Vuelve a abrir la carpeta y regresa a la primera foto. Si al menos tuviera
otros nombres de los que tirar… Se saca el móvil del bolsillo trasero de los
pantalones y, sin saber muy bien por qué, fotografía las cinco primeras
imágenes.
El crujido de la gravilla bajo unos neumáticos le lleva a pegar un salto, y
se pone en pie para ir hasta la ventana del estudio a mirar. Su padre está
aparcando el Mercedes en el camino de acceso, al lado de su viejo Volvo.
«Cojones». Había pensado que tendría más. Su padre habrá visto su coche y
sabrá que está allí. En la casa. Solo. Algo que no ha hecho desde que se mudó
del todo, al acabar la universidad.
Vuelve a poner la carpeta encima de los recortes de prensa y deja caer el
estante sobre ellos. Cierra la puerta del armario con fuerza, el corazón le late
con tanta intensidad que nota su martilleo en los oídos. No se atreve a pensar
en lo furibundo que se pondrá su padre si le encuentra en el estudio. Intenta
volver a trabar el armario, pero, por mucho que lo mueva, el clip no funciona.
Comienza a sudarle la frente. No le queda más remedio que dejarlo así y
esperar que su padre piense que se olvidó de echar la llave.
Regresa a la ventana. Su padre está plantado en el camino de acceso,
mirando el coche de Theo con el ceño fruncido mientras se pasa la mano por
la nuca. En ese momento levanta la mirada hacia el estudio, y Theo tiene que
agacharse. Mierda, ¿le habrá visto?
Se aleja gateando de la ventana y sale del estudio, baja corriendo por las
escaleras y sus zapatillas deportivas chirrían sobre el parqué mientras corre
hacia la cocina. Oye la llave de su padre en la cerradura. Theo se sirve un
vaso de agua y se sienta en un taburete junto a la isla, intentando recuperar el
aliento y que parezca que ha estado allí todo el rato.
Las suelas de los caros zapatos de cuero calado de su padre resuenan en el
vestíbulo. Y acto seguido ahí está, llenando el umbral con su metro noventa
de estatura.
—¿Qué haces aquí? —gruñe.
—Mavis me ha dejado entrar. Quería verte… para disculparme por lo del
otro día.
Su padre le observa con cautela, como si no supiera si debe creerle.
—Me ha dicho que no tardarías en volver. —La mentira le sale con una
facilidad sorprendente, pero se sonroja de todos modos, tal y como solía hacer

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en la escuela cuando algún profesor le pillaba con las manos en la masa.
Su padre se acerca a la tetera y la enciende. Parece cansado. Tiene nuevas
arrugas debajo de los ojos, y se lleva las dos manos a la parte baja de la
espalda para hacer una especie de estiramiento.
—¿Tienes bastante comida? —pregunta Theo.
—Pues claro que sí. Soy un adulto. Puedo cuidar de mí mismo. Hice el
servicio militar.
«Dios —piensa Theo, poniendo los ojos en blanco sin que su padre se dé
cuenta—; otra vez con el cuento de siempre». Su padre perteneció a la última
hornada que tuvo que hacer el servicio militar y, durante la infancia de Theo,
nunca permitió que a este se le olvidara.
Observa a su padre mientras se prepara una taza de té; los brazos
bronceados y nervudos que salen del polo. Siempre creyó saber el tipo de
hombre que era. Estricto, anticuado, brillante, de familia adinerada, educado y
controlador. Pero no un pervertido.
Ni un acosador, ni un psicópata.
«¿Eres alguna de esas cosas, papá?», le pregunta en silencio.
Theo se plantea, mientras mira cómo aprieta la bolsa de té contra la taza,
si alguna vez ha querido a su padre. Se ha compadecido de él, sí; se ha sentido
obligado hacia él, responsable de él tras la muerte de su madre. Pero amor…
No está seguro. Quizá de pequeño, cuando mantenía intacta la esperanza de
que le quisiera, de que se convirtiera en el padre que siempre había querido
tener. Se da cuenta, con una sacudida, de que no le gusta su padre. Es frío y
duro, y Theo está harto de excusarle mentalmente por su comportamiento.
Podría salir de allí en ese momento sin volver la vista atrás. Y, de no ser
porque sabe que su madre se sentiría decepcionada y eso le provoca ansiedad,
lo haría. Duda que a su padre le importe una mierda si no vuelve a visitarlo
nunca más.
—Bueno —dice Theo, bajándose de un salto del taburete alto—. Me voy.
Su padre se vuelve hacia él con expresión de sorpresa.
—¿No quieres una taza de té?
Él vacila. ¿Desea su padre que se quede? Cuesta tanto interpretar su
voluntad como la de una estatua de piedra. ¿Se trata de una ofrenda de paz? Y
entonces se acuerda de lo que le dijo Larry, de la denuncia de Cynthia
Parsons. Se acuerda de los ojos enrojecidos de su madre y de los morados que
escondía. Se acuerda de la manera en que se encogía de miedo cuando era
pequeño y su padre tenía uno de esos días en que no paraba de gritar. Pero
entonces mira los ojos azules de su padre, la esclerótica blanca que se está

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volviendo amarillenta con la edad, y siente una punzada de compasión. Es un
anciano. Lo más probable es que se sienta solo.
—Venga, va —se descubre diciendo.

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30

Saffy
Por la mañana Tom llama a la oficina para decir que está enfermo, tal y como
me prometió anoche, pese a que le digo que no es necesario.
—Solo quiero asegurarme de que ese tipo no regrese —dice durante el
desayuno.
Llueve por primera vez en varias semanas, y la casa está fría y húmeda.
Hay que cambiar las ventanas, pero tampoco es que podamos ponernos a
pensar en ello ahora mismo con la que está cayendo, por no mencionar el
dinero. Ya bastante nos va a costar la ampliación, pero por los marcos
desencajados se cuela una corriente de aire y yo tiemblo bajo el pijama
mientras me tomo un té Red Bush —lo único que me entra en el estómago—
sentada a la mesa de la cocina. Me siento exhausta tras haberme pasado toda
la noche dando vueltas en la cama, inquieta por mamá y ese hombre que se
hace llamar Glen Davies.
—No quiero que te metas en líos por nuestra culpa —le digo en cuanto
entra en la cocina.
Lleva un manojo de prendas de ropa entre los brazos. Ni siquiera he
tenido la oportunidad de preguntarle cómo le fue ayer con Alan Hartall.
—¿Puedo usar la lavadora? —pregunta—. Me estoy quedando sin ropa.
Gracias al cielo me traje otro par de zapatos. No me puedo creer que se me
hayan roto mis sandalias favoritas.
—Dámelas, que te las arreglo —dice Tom, y se pone en pie para llevar el
plato vacío y la taza al fregadero.
Se ha puesto unos vaqueros llenos de manchas de pintura y con agujeros
en las rodillas. Quiere comenzar con la habitación pequeña. Sé que es la
manera que tiene de intentar que vuelva a sentirme entusiasmada con el bebé
y la casa; de distraerme de todo lo demás. No tolero la idea de admitir delante
de él que con cada día que pasa me siento cada vez menos a gusto en este
lugar.
A mi lado el móvil comienza a vibrar y el número de papá aparece
brillante en la pantalla.
—¿Llegó tu madre a casa al final? —Es lo primero que me dice cuando
contesto.

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—Sí. —Miro a mamá, que levanta la vista hacia mí—. Perdió el móvil.
Todo… todo está bien. —No quiero hacer que se preocupe mencionando que
asaltaron y amenazaron a mamá mientras venía hacia aquí.
—¿Es tu padre? ¿Puedo hablar con él? —pregunta ella poniéndose en pie
y cogiéndome el teléfono antes de que pueda contestar siquiera.
Se lo lleva a la oreja.
—¿Euan? Sí, soy yo. —Sale de la habitación en dirección al vestíbulo
para que no pueda oír lo que dicen.
—Qué grosera —le digo a Tom, y nos reímos los dos, inquietos, mientras
él se sienta en la silla junto a la mía.
Mamá vuelve al cabo de cinco minutos y me devuelve el móvil. No me
cuenta de qué han hablado. En su lugar se hace una taza de té y se sienta con
nosotros a la mesa.
—He tenido una idea —anuncia—. Creo que deberíamos irnos a España.
Podéis quedaros conmigo durante un tiempo.
Estoy a punto de escupir el té.
—Estás de broma.
—No creo que sea seguro que te quedes aquí.
—¿Y qué hay de nuestros trabajos? ¿Y de la abuela? No podemos…
marcharnos así como así.
—En España hay residencias —contesta—. Podemos llevarnos también a
la abuela.
—Si nos vamos —dice Tom pragmático—, todos nuestros problemas
seguirán aquí cuando volvamos. No podemos escapar de esto, Lorna.
Ese es el problema con mamá. Se ha pasado toda la vida pensando que
huir era la respuesta para todo.
¿Y de qué quiere huir esta vez? ¿Hay algo que no me está contando?

Mamá me pone al tanto de su visita a Alan Hartall mientras conduzco para ir


a visitar a la abuela. Tom se ha quedado en casa con Nieve, guardando el
fuerte, y me ha dicho que pensaba arrancar el papel del dormitorio pequeño.
Una sombra de tristeza ha atravesado el rostro de mamá al oírle. Se acordaba
de ese papel. Fue suyo de pequeña, es un vínculo con el pasado.
Antes de salir me he asegurado de dejarle a Tom el número del sargento
Barnes, por si Davies merodea alrededor de la casa. A la vuelta le llamaré yo
misma para informarle de lo que le pasó a mamá. No puede ser que Davies se
vaya de rositas cuando va asaltando a mujeres por la calle.

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—Así que creo que Sheila Watts robó la identidad de Daphne Hartall.
Estoy convencida de que la mujer que se alojó con tu abuela es la misma.
—¿Y le mintió a la abuela?
Mamá se encoge de hombros.
—No lo sé. Podríamos intentar preguntárselo cuando lleguemos. En todo
caso, le he pedido a tu padre que vea lo que puede averiguar acerca de Sheila
Watts y Daphne Hartall.
—Ya le he preguntado por Sheila —le digo, y le cuento lo de la carpeta y
que encontré el nombre de Neil Lewisham en un artículo relacionado con otro
caso—. Tenemos que acudir a la policía, en serio —añado consciente de que
mamá no estará de acuerdo—. Quizá el sargento Barnes pueda solucionar
todo esto.
—¿Para quién trabaja Davies y qué es lo que sabe? —pregunta—. Argh,
eso es una paja mental.
—¡Mamá!
—Bueno, lo siento, pero lo es. Y sacarle algo a la abuela es como
arrancarle un diente.
Llueve con fuerza, los limpiaparabrisas del Mini chirrían mientras hacen
horas extra. He puesto la calefacción al máximo al ver que mamá, que lleva
una chaqueta fina, estaba temblando. Se ha negado a coger prestado alguno de
nuestros impermeables. Sus rizos oscuros, como los míos pero más cortos, se
han encrespado.
Cuando llegamos, la abuela está sentada en la silla que suele ocupar junto
a las puertas de cristal que dan al jardín; pienso, como de costumbre, que debe
de echar de menos pasar el rato en el invernadero, cuidando de los rabanitos y
plantando bulbos en el huerto. El tamborileo de la lluvia sobre las ventanas
Velux combinado con el calor tropical que hace confieren a la sala un toque
acogedor. La abuela lleva puesto el suéter de color verde que le regalé por
Navidad hace dos años. Frente a ella hay un puzle por terminar, el que ya
hicimos en otra ocasión, con la imagen del perro. Está perdiendo el cabello,
que se ha ahuecado como la lana de algodón en torno a su rostro. Igual que
cada semana, se me encoge el corazón al verla tan pequeña y vulnerable.
La abuela nos sonríe mientras mamá y yo nos sentamos en las sillas que
tiene al lado. Pero se trata de una sonrisa cortés. Como la que se le dirige a un
desconocido.
—¿Puedo ayudaros? —pregunta, y noto que mamá se pone tensa a mi
lado.
—Abuela, soy yo, Saffy.

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Se le iluminan los ojos.
—¡Saffy!
—Y Lorna, tu hija —añade mamá.
—¡Lolly!
Me seco las lágrimas que han brotado por la comisura de mis ojos, con la
esperanza de que nadie se haya dado cuenta. Nunca la había oído llamar a mi
madre por ese nombre, y me pregunto si ha regresado al pasado, a cuando
mamá era una niña pequeña.
—Sí —responde mi madre con un alivio evidente en la voz, y toma la
mano de la abuela—. Soy Lolly.
—Lo siento, Lolly —dice la abuela mientras su expresión se viene abajo
—. Lo siento mucho. —Las lágrimas ruedan por sus arrugadas mejillas y
tengo la sensación de que se me va a partir el corazón.
—¿Por qué lo sientes? —pregunta mamá con suavidad y una mirada
ansiosa que me dirige a mí antes de posarla de nuevo en la abuela—. No
tienes que sentir nada.
—¿La policía va a volver?
—Ahora no te preocupes por la policía. Yo me encargaré de ellos —
contesta mamá con firmeza y, como si fuera una ilusionista, saca un pañuelo
de la nada y se lo da a la abuela. Siempre parece tener uno, Dios sabe dónde
teniendo en cuenta lo ceñida que lleva toda la ropa.
La abuela lo acepta y se seca las lágrimas.
—Mamá —mi madre titubea y me dirige una mirada de preocupación—,
¿te puedo preguntar si recuerdas a un hombre llamado Neil Lewisham? —La
abuela levanta la vista y mira a mamá con sus grandes ojos; parpadea, pero no
dice nada—. ¿Y qué hay de Sheila Watts?
—¿Sheila Watts?
—Sí. Mencionaste a una tal Sheila el otro día, ¿te acuerdas?
La abuela se vuelve hacia mí sin dejar de secarse las mejillas.
—Jean la golpeó en la cabeza. Jean la golpeó en la cabeza, y ella ya no
volvió a levantarse.
—¿Jean golpeó a Sheila? —le pregunto.
—No. Jean golpeó a Susan. Susan es la que se murió —dice, y ahora
suena impaciente, como si tuviéramos que saber de lo que está hablando.
¿Susan? ¿Quién demonios es Susan?
—El cuerpo en el jardín ¿es el de Susan? —le pregunto con dulzura,
porque no quiero asustarla.

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—No sé si está en el jardín —contesta ella frunciendo el ceño y rasgando
el pañuelo entre las manos—. No sé dónde la metieron.
—¿Quiénes, abuela?
—La gente que vino a llevársela, por supuesto. No iban a dejarla allí
sangrando, ¿verdad?
Veo con el rabillo del ojo la expresión perpleja de mi madre.
—Entonces ¿Susan está muerta? —pregunto. Se me hace un nudo en el
estómago por la ansiedad. La memoria de la abuela es como una ventana de
cristal esmerilado que se ha roto: los fragmentos no significan nada por sí
solos, pero tienen todo el sentido cuando se disponen en el orden correcto—.
¿Recuerdas su apellido? ¿El de esa Susan?
—Wallace. Se llamaba Susan Wallace.
Oigo que mamá traga aire de golpe.
—¿Y dices que Jean mató a Susan Wallace y la enterró en el jardín?
La abuela niega con la cabeza, parece angustiada.
—No, no, no, no la enterró. No. Pero Jean la golpeó en la cabeza. La
golpeó en la cabeza y se murió.
—¿Y eso sucedió en 1980, cuando vivías en la casa? —pregunta mamá
inclinándose hacia ella.
—No… No lo sé… —La abuela comienza a retorcerse las manos, el
pañuelo se ha desintegrado sobre su regazo—. No recuerdo cuándo pasó.
Está… está todo muy borroso. —Frunce la expresión y me mira—. A ver,
¿quién es esta? —pregunta de sopetón, como si la conversación nunca hubiera
tenido lugar.
Está señalando a mamá.
—Es Lorna. Tu hija —le contesto, y se me cae el alma a los pies.
—Ah, sí…, sí… —Vuelve la cabeza para mirar por la ventana, salpicada
de gotas de lluvia.
Yo miro a mamá.
—Creo que la hemos perdido.

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Rose
Febrero de 1980

Pasamos unos días gloriosos recluidas por la nieve en la casa. Podría haber
seguido viviendo así para siempre, las tres solas, aisladas del mundo. Vimos
películas en blanco y negro por la tele, nos tomamos la sopa casera de Daphne
y yo preparé una tarta especialmente para ti. Fue como pasar unas segundas
Navidades. Pero al cuarto día comprobé consternada que las calles estaban
más despejadas, solo quedaban barro y bancos de nieve teñida de amarillo en
la cuneta. Te llevé a la guardería; el pavimento resbalaba bajo nuestras botas
de lluvia, ya que la nieve se había congelado.
Cuando volví a casa Daphne se estaba poniendo el abrigo fino lleno de
parches, y tenía el cabello recogido en una cola de caballo.
—¿Adónde vas? —le pregunté sorprendida.
—A trabajar. No puedo quedarme de vacaciones para siempre —dijo
mientras se ceñía el gorro de ganchillo sobre la cabeza—. Por mucho que me
apetezca. No quiero que Joel me despida.
Me sorprendía que no lo hubiera hecho ya, después de que ella lo
rechazara. Aún estaba intentando decidir qué Joel era el real: si el que yo creía
conocer o el que, según Daphne, había tratado de forzarla. Pero, claro, me
estaba dando cuenta de que en el pasado había sido muy ingenua con los
hombres. Ya no podía confiar en mi propio juicio.
Me preguntaba si Joel tendría miedo de lo que Daphne pudiera hacer si se
atrevía a despedirla: cuando quería, ella podía mostrarse luchadora y decidida.
Había visto la manera en que reprendió a los operarios de la basura después
de que se olvidaran de recoger una de nuestras bolsas, y los gritos que le pegó
a uno de los chavales del pueblo por patear una paloma.
Sin ella me sentí rara y sola en casa. Y me descubrí contando las horas
hasta su regreso, buscando entretenimientos como poner una lavadora, fregar
el suelo de la cocina e irme paseando hasta la plaza Mayor para recogerte de
la guardería. El colmado estaba abierto, pero el café de Melissa seguía
cerrado.

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Sabía que Daphne acababa su turno a las cinco, justo antes de que el pub
volviera a abrir en su horario de tarde. Por lo general llegaba a casa sobre las
cinco y media.
Pero pasaron de las cinco y media y ella seguía sin volver.
Ya había oscurecido, pero el reflejo de la nieve diluía la negrura. La noche
era clara y pude ver las estrellas en el cielo y el perfil sombreado del bosque
que nos rodeaba.
—¿Dónde Daffy? —preguntaste mientras cocinaba unas barritas de
pescado en la sartén.
Daphne solía cenar con nosotras, y tú mirabas anhelante su silla vacía y el
salvamanteles que usaba siempre, el que tenía grandes flores de color violeta.
—Debería volver pronto —contesté intentando que mi tono fuera ligero
cuando en realidad notaba el peso del miedo.
¿Y si le había pasado algo malo? ¿Y si Joel, furioso por su rechazo, le
había hecho daño? La experiencia que yo misma había vivido cruzó por mi
mente como un fogonazo y me estremecí ante la idea de que ella pudiera estar
pasando por algo parecido.
Esperé otra hora y ya no pude soportarlo más. Te llevé a casa de Joyce y
Roy, y les pregunté si podían cuidar de ti hasta que volviera. Se mostraron
encantados de tenerte allí, tal y como había anticipado, por más que no
quisiera dejarte. Pero temía que Daphne pudiera estar en apuros en alguna
parte. Y a continuación me puse a avanzar trabajosamente por la nieve, sucia
y medio derretida, en dirección al pub, que destacaba como un faro sobre el
bosque a oscuras que tenía detrás, con su ristra de luces de colores en el
exterior y el brillo de colores ámbar y amarillo que se proyectaba por sus
ventanas y se reflejaba sobre la acera. Cerca de allí el río se veía negro y
amenazador, y me imaginé a Daphne precipitándose hacia sus aguas. «No —
me dije a mí misma—. Daphne no tiene motivos para cruzar el puente. Esa es
la dirección opuesta a Skelton Place». Temblaba bajo el abrigo mientras me
acercaba al pub. Intenté mirar a través de las ventanas emplomadas, pero
costaba distinguir los rasgos de la gente, que no eran más que figuras reunidas
en torno a la barra. Aunque por lo general Daphne volvía directamente a casa,
con nosotras, pensé que quizá se había quedado a tomar algo. Y entonces me
pregunté si al fin y al cabo, pese a lo que me contó, no se sentiría atraída por
Joel. Sentí la decepción como un golpe seco. Después de todo lo que
habíamos dicho, de las promesas que nos habíamos hecho acerca de los
hombres. Que no los necesitábamos en nuestras vidas. Que a partir de ahora
íbamos a estar unidas. Pensaba, deseaba, que fuera como yo.

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Respiré hondo para calmar los nervios, dispuesta a preguntarle a Joel si
sabía dónde estabas.
—Rose.
Giré sobre mis talones. Una figura merodeaba entre los arbustos, cerca del
puente.
Una mujer salió de entre las sombras, pero no se parecía a Daphne. Tenía
el pelo cortado a lo pixie y de color castaño.
Cuando salió a la luz solté un grito ahogado. Era Daphne. Su larga
cabellera rubia había desaparecido.
—¿Qué haces? ¿Qué te has hecho en el pelo? —farfullé entre dientes.
Ella parecía aterrorizada.
—Es una peluca. La llevo conmigo en el bolso. —Miraba a su alrededor
furtivamente—. Me ha encontrado, Rose. Creo que me ha encontrado.

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32

Theo
Como cada viernes por la noche el restaurante está bastante lleno y Theo
apenas tiene tiempo para pensar mientras prepara pollo al ajillo, patatas
salteadas y su plato estrella, el solomillo Wellington. Suele crecerse cuando le
toca trabajar con rapidez, la adrenalina le inunda mientras va sacando platos y
grita sus órdenes al personal más joven. Con educación. No es ningún Gordon
Ramsay. Pero esa noche le duele la cabeza y sabe que se debe a que no ha
dormido mucho. Pese a que su padre, de hecho, se mostró cordial con él tras
encontrárselo en la cocina el día anterior, y estuvieron charlando mientras se
tomaban una taza de té, Theo no pudo sacarse de la cabeza ni lo que le dijo
Larry ni esas extrañas fotografías. Al menos se siente agradecido, porque al
día siguiente saldrá con Jen hacia ese pueblo de los Cotswolds para intentar
averiguar más cosas sobre los cadáveres y su posible relación con su padre.
Es esa idea lo que le mantiene en pie. En el peor de los casos será una
oportunidad para escaparse con Jen.
Ha trabajado duro durante las cinco horas que dura su turno, y la cosa solo
empieza a calmarse después de las diez de la noche. Se está despejando
mientras escucha la cháchara de su colega Noah sobre la película que vio la
noche anterior cuando Isla, una de las camareras, se le acerca.
—Hay un cliente que quiere felicitar al chef —le dice con una gran
sonrisa, casi orgullosa, como si fuera el cocinero de un restaurante con
estrella Michelin.
Es algo que solo le ha pasado una vez, aunque Perry, el otro chef, lo ha
experimentado en más ocasiones. Por suerte Perry no ha trabajado esa noche,
así que Theo sabe que el cliente sin duda se refiere a él.
El restaurante es pequeño, son solo unas diez mesas ordenadas en una fila
doble. Isla le conduce por el pasillo entre ellas, que en su mayoría continúan
ocupadas por grupos de gente que está en mitad de su cena. En la de la
esquina, junto a las enormes ventanas que dan a la calle, hay un hombre
mayor sentado solo; lleva una camisa Ralph Lauren y unos chinos que a Theo
le resultan familiares.
Se queda paralizado. Es su padre.

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—Aquí está —dice Isla haciendo el gesto de tachán, y le da unas
palmaditas en la espalda—. Estamos muy orgullosos de nuestro chef.
La camarera les guiña un ojo y, por suerte, se aleja sin llegar a darse
cuenta de que el cliente es el padre de Theo.
—¿Qué… qué haces aquí? —pregunta.
El plato de su padre está vacío. Mesa ocho: ha pedido marisco. Le
sorprende. Su padre es un hombre tradicional, de carne asada. Siempre ha
sido muy exigente con la comida, así que debe de haberle gustado mucho si se
la ha ventilado.
—¿Es que un padre no puede ir al restaurante en el que su hijo trabaja
como chef? —Se recuesta contra la silla y cruza los brazos sobre su ancho
pecho—. Buen trabajo, hijo. He disfrutado mucho del plato.
Theo parpadea, no tiene la seguridad de haberle oído correctamente.
—Es solo que llevo dos años trabajando aquí y esta es la primera vez…
—Quería verlo por mí mismo —dice su padre mirando a su alrededor—.
Es muy agradable.
Su sonrisa es una especie de mueca. Theo es consciente de que el
restaurante no es lo bastante elegante para él, así que ¿por qué finge? ¿Por qué
ha ido allí en realidad?
Theo cambia el peso del cuerpo de un pie al otro.
—Pues me alegro de que te guste, pero ahora tengo que volver a la cocina.
Su padre asiente. La luz del restaurante es tan intensa que hace que tenga
un aspecto más cetrino de lo normal. Cuando Theo se dispone a regresar a la
cocina su padre le dice:
—Sí que amaba a tu madre, ¿sabes? —Theo se detiene con el corazón
desbocado—. Sé que crees que no era así.
—Yo nunca he dicho eso —contesta Theo desconcertado.
—No fui el mejor de los maridos. —Tiene los hombros echados hacia
atrás, rígidos—. Soy consciente de mis errores, pero nunca le habría hecho
daño. —Theo recuerda los morados que su madre intentaba esconder y sabe
que su padre le está soltando un auténtico cuento chino al negar que le hiciera
daño. Se pregunta si se creerá sus propias palabras. ¿Habrá rescrito la historia
dentro de su mente para así poder vivir con las cosas terribles que ha hecho?
O quizá sí que la amó, a su manera retorcida—. Su muerte fue un accidente.
Theo se queda helado. Su padre lo sabe. Sabe que ha estado en su estudio.
Se ha dado cuenta de que husmeó en el armario que luego no pudo dejar
cerrado. ¿Por qué otro motivo iba a estar allí en ese momento, hablándole de
su madre?

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—¿Y Cynthia Parsons? —se le escapa y, al darse cuenta de lo que ha
dicho, se estremece. No debería haber sacado el tema allí. Está en el trabajo.
Es una conversación demasiado importante para mantenerla durante una
pausa de cinco minutos.
Su padre se queda completamente pálido.
—¿Qué sabes tú sobre Cynthia Parsons?
—Sé que te denunció —contesta Theo en voz baja para no llamar la
atención del resto de los clientes. Debe de ser una visión extraña, él, con su
uniforme blanco de chef, hablando de manera tan intensa con un anciano.
Pensarán que su padre se ha quejado. Podría dar una mala imagen.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Agresión sexual —espeta Theo, incapaz de que el asco que siente no se
traslade a su voz.
—No sabes nada de ese tema —gruñe su padre—. Y te agradecería que en
el futuro acudieras a mí en vez de ir husmeando a mis espaldas.
—Claro —dice Theo encogiéndose de hombros, intentando mostrarse
sereno pese a que se le ha disparado el corazón y le sudan las palmas de las
manos al pensar que después de tanto tiempo está ajustando cuentas con su
padre—. Porque tú eres tan comunicativo… Intenté preguntártelo antes, pero
nunca fuiste sincero conmigo.
—Me entristece que pienses que debes fisgonear.
Theo cruza los brazos sobre el pecho. ¿Debería negarlo? No tiene sentido.
—Sé que has estado en mi estudio —dice su padre con la misma voz,
completamente calma—. Te dejaste la puerta del armario sin cerrar con llave.
—¿Por qué tienes una carpeta llena de fotos de mujeres y un montón de
artículos de periódico sobre mamá?
Su padre se le queda mirando con expresión impávida. Y Theo tiene la
sospecha de que lo más probable es que haya ensayado concienzudamente lo
que iba a decirle antes de ir allí.
—Los recortes de periódico son viejos, de la época de la muerte de tu
madre. Me había olvidado por completo de ellos. Y la carpeta es de pacientes
a las que he ayudado a lo largo de los años, eso es todo. No lo entenderás
porque no eres médico, pero uno se siente apegado a la gente a la que ayuda.
Quería recordarlas.
Hay algo que no encaja.
—Entonces ¿por qué te molestaste en esconderlo bajo llave?
Su padre hace un sonido de pedorreta con la boca.

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—Oh, deja de actuar como si estuvieras en Colombo, por el amor de Dios.
Estás haciendo una montaña de un granito de arena. Me había olvidado de
eso. Ya sabes que llevo años jubilado. —Cruza las piernas y mira a Theo con
expresión engreída.
Theo se pasa las manos por el cabello. No puede permitir que su padre se
libre de esta. No ahora que está allí. No ahora que ha sacado el tema.
—Entonces Cynthia mintió, ¿no es así?
Su padre se ajusta la rodilla de los pantalones.
—Es complicado. Yo no hice nada malo. Ella tenía novio, se puso
histérica e intentó hacer como que yo me había comportado de manera
inapropiada. Por entonces aún no estaba con tu madre. Fue antes de que nos
conociéramos. No necesito forzar a ninguna mujer, Theo.
Desea creerle, pero no puede. Su padre se está comportando de manera
demasiado agradable, demasiado servicial. Como si se encontrara acorralado.
—Entonces ¿a cuento de qué el artículo de periódico en tu escritorio, con
el mensaje de «encuéntrala» escrito encima? ¿Por qué…?
—¿Por qué, por qué, por qué? —espeta él—. He pensado que podía venir,
ser amable, intentar explicártelo. Pero no, para ti no es suficiente, ¿verdad?
Siempre incordiando, igual que tu madre. —Coge la chaqueta y se pone en
pie.
—Mira, papá, esta conversación hay que mantenerla en privado. Acabo
dentro de media hora. Podría venir y…
Pero, antes de que pueda terminar la frase, su padre pasa a su lado
propinándole un empujón. Theo pierde el equilibrio y golpea la mesa de
detrás, que por suerte está vacía.
Su padre vuelve sobre sus pasos; no muestra la menor señal de culpa por
haberle hecho daño a su hijo.
—¡No vuelvas a meter tus narices en mis cosas nunca más, joder! ¿Lo
entiendes? —escupe entre dientes.
El restaurante se queda en silencio, todos los rostros se han vuelto hacia
Theo mientras su padre cierra de un portazo al salir.

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Saffy
El viernes por la tarde, cuando ya ha oscurecido, oigo a mamá hablar con
Alberto por teléfono en el salón. Ha tenido que usar mi móvil. El suyo debería
llegar mañana o en los próximos días: logró encontrar su rastro llamando al
café de Broadstairs en el que lo había perdido. Por suerte, un buen samaritano
se lo entregó a los camareros de la barra. Me da la sensación de que le está
diciendo que va a quedarse otra semana y, por mucho que me incordie con sus
aspavientos y su exceso de energía y su cháchara incesante, si se marchara
mañana la echaría de menos. La idea de pasar estos días tan largos sola en la
casa, con los periodistas rodeándome como una manada de lobos, y con un
turbio detective privado acechando en el bosque, hace que me entre el pánico.
Tampoco ayuda que me pase el día diseñando portadas para novelas
siniestras. Y aún hay tantas cosas que ignoramos sobre la abuela y el pasado y
esos cadáveres… Sobre Sheila y Jean y Susan… Es evidente que la abuela
sabe algo y que no tiene la cabeza en su sitio, como ese juego al que solíamos
jugar juntas cuando yo era pequeña, donde la parte de arriba de un cuerpo
dibujado no se correspondía con la de abajo. Siento de manera constante una
ansiedad sostenida y no sé con seguridad si se debe a mis hormonas o a toda
esta situación; quizá sea una mezcla de ambas.
Anoche llamé al sargento Barnes y le conté que Davies había asaltado a
mamá. Ella intentó impedirlo diciendo que la había amenazado con volver si
acudía a la policía, pero era lo que había que hacer.
Cuando mamá entra en la cocina, donde estoy haciendo el té, me obligo a
sonreír. Le ofrezco una taza, que ella acepta con gesto distraído. He acabado
de trabajar por hoy, aunque tampoco es que haya avanzado mucho con mamá
asomando la cabeza por la puerta del estudio a cada hora para preguntarme si
me encontraba bien o si necesitaba algo.
—No creo que Alberto esté muy feliz —comienza a decir, sorbiendo el té
con expresión pensativa—. Me parece que se irá de casa.
—¿Qué? ¿Porque no estás a su entera disposición?
Ella hace una mueca.
—No. No es solo eso. Desde hace un tiempo nos falta algo. Y, ahora
mismo, tanto él como mi vida allí parecen estar a un millón de kilómetros de

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distancia. No puedo irme. Aún no. Tu abuela sabe algo sobre este tema, es
evidente, y tenemos que llegar hasta el fondo. Descubrir si tiene más
información o si está protegiendo a alguien.
—¿A tu jefe no le importará que te tomes otra semana libre?
—Mi jefe no tendrá ningún problema. Me debe un montón de vacaciones.
Saffy, déjamelo a mí —dice con voz severa—. Aún no puedo regresar a
España. No mientras no hayamos solucionado todo esto.
Suspiro.
—Pero quizá nunca lo solucionaremos.
—Pues claro que sí. —Se ríe. Porque en el mundo de mi madre todo está
en orden, ella ya se asegura de ello—. Si tu abuela sabe algo sobre las
víctimas, quiénes son y quién las mató, habrá mantenido silencio durante
todos estos años por miedo. La policía lo entenderá, estoy segura.
Vuelvo la cabeza y sujeto la taza con ambas manos; tengo náuseas. Desde
la ventana de la cocina puedo ver el agujero: la tumba abierta. El espantoso
descubrimiento con el que comenzó todo este asunto. Ni siquiera esos obreros
tan petulantes quieren regresar, y no los culpo por ello. Así que estaremos
atrapados con él durante un tiempo: el recordatorio de que aquí asesinaron a
dos personas. Ojalá nunca nos hubiéramos planteado ampliar la cocina, joder.
Habríamos seguido viviendo en una ignorancia feliz y no habría ocurrido
nada de todo esto.

Me voy a la cama temprano, no son ni las diez. Llevo mareada todo el día y
no sé si es por el embarazo o por el estrés.
Antes me quedo un rato en la bañera, remojándome hasta que el agua se
enfría. Ya estoy casi de dieciocho semanas y veo la hinchazón bajo el agua.
Mi ombligo ha cambiado de forma, despunta más de lo normal. Salgo de la
bañera con cuidado y me seco, y a continuación me pongo el pijama más
cómodo que tengo. Me meto en la cama, la sensación del edredón sobre mi
piel es fría y muy agradable. Oigo a Tom y a mamá, que conversan en el piso
de abajo. No puedo descifrar lo que dicen, pero soy consciente de que lo más
probable es que estén hablando de la abuela. Es sobre lo que giran todas
nuestras conversaciones últimamente. Me pongo de lado y me abrazo las
rodillas. Esta debería ser una época feliz, esperando con ganas la llegada del
bebé, reformando la casa. Pero ahora todo me parece sucio y gris. Ruedo
sobre la espalda y paseo la mirada por la habitación. ¿Sería este el dormitorio
de la abuela cuando vivía aquí? Debía de tener la cama encarada de la misma

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manera, hacia el hogar de hierro forjado de la pared opuesta y la ventana a su
derecha, que da al camino de acceso a la casa. Pese a lo cansada que estoy me
pongo en pie y me dirijo hacia la ventana, corro las cortinas preguntándome si
Glen Davies seguirá merodeando por ahí afuera.
Noto una presión que me recorre el abdomen seguida de una sensación de
humedad. Voy corriendo al baño con el corazón desbocado y el rostro
acalorado por el pánico. Me bajo los pantalones del pijama y me siento en la
taza del váter. Oh, Dios, oh, Dios… No puedo respirar. Hay una mancha roja
en el pijama. Es sangre. No debería haber sangre.
—¡Tom! —grito.
Oigo sus pisadas apresuradas mientras sube las escaleras. Entra corriendo
en el baño.
—¿Qué sucede? ¿Qué…? —Debe de ver la conmoción y la devastación
en mi rostro porque me ayuda a ponerme en pie con suavidad—. Ve a
vestirte. Tenemos que ir al hospital.
Me pongo unos pantalones de chándal viejos, de color azul marino, que
llevaba años sin usar, y un suéter que no pega con ellos. Mamá aparece en el
umbral con el rostro lívido.
—¿Es el bebé?
—No lo sé, no lo sé —gimo mientras me recojo el pelo con una goma
elástica. Tengo la garganta seca—. Aún es demasiado pronto, mamá. Estoy
solo de dieciocho semanas.
Me estrecha entre sus brazos mientras lloro, aunque se trata más bien de
un lamento de miedo, y doy gracias, doy gracias de verdad por tenerla aquí.
El trayecto hasta el hospital está teñido de irrealidad. Tom conduce
demasiado rápido y mamá me consuela en el asiento de atrás.
—¿Crees que será un aborto natural? —le pregunto una y otra vez.
—No lo sé, cariño, no lo sé. —Me aparta el cabello de la cara y me
acuerdo de todas las veces que hizo lo mismo cuando yo era pequeña y me
despertaba una pesadilla, o cuando estaba enferma. Y recuerdo que la abuela
también lo hacía cuando me quedaba con ella en verano, y me dejaba
meterme en la cama con ella si me despertaba asustada en mitad de la noche.
—No era demasiada sangre, es más cuando me limpio, ¿sabes? —le digo,
intentando mantener la esperanza.
—Esperemos a ver lo que dicen los médicos.
No sabemos bien adónde debemos ir, así que nos dirigimos directamente a
urgencias, pero desde allí nos mandan al ala de maternidad. Deben de haber
llamado para avisar de nuestra llegada porque una enfermera de rostro

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bondadoso viene a recibirnos y me conduce a una sala en la que hay dos
mujeres en diferentes momentos del embarazo reclinadas en la cama y
conectadas a una máquina. Hay un olor empalagoso a desinfectante. Estoy
demasiado aterrorizada para llorar. La enfermera me indica que me acueste en
la cama. Tengo las palmas de las manos húmedas, pero no suelto la de Tom.
Después de explicarle lo de la sangre, la enfermera se aleja con rapidez y
regresa instantes después con un ecógrafo. Hace correr la fina cortina de color
azul a nuestro alrededor con semblante sereno. Me arde la cara, pero tengo el
cuerpo helado de miedo. Tom está lívido. Mamá se ha quedado al otro lado de
la cama y por primera vez no sabe qué decir. Gail, la enfermera, me levanta el
suéter. Yo me bajo la cintura de los pantalones de chándal con manos
temblorosas para que pueda explorar mi abdomen. Me dirige una breve
sonrisa alegre, pero su rostro me indica que está preocupada. Mantiene una
expresión de concentración mientras observa la pantalla y va desplazando con
lentitud la sonda sobre mi vientre. Siento una presión en el pecho y, mirando
a Tom, muevo la cabeza con tristeza. «Lo hemos perdido».
En ese momento Gail levanta la vista y nos dirige una amplia sonrisa, y
me entran ganas de llorar por el alivio que siento.
—El corazón del bebé parece estar bien —dice—. Es posible que tengas
una infección urinaria y que eso haya provocado las manchas. Haremos un
análisis de orina, pero ve con cuidado y estate al tanto, y si ves alguna mancha
más llámanos de inmediato.
Gail se va dando grandes zancadas en busca de un bote para la muestra de
orina, y de repente mamá y Tom me están abrazando, los dos a la vez.

Cuando llegamos a casa, armados con un tratamiento de antibióticos después


de que se haya confirmado la infección, y con un número de teléfono al que
llamar en caso de que haya algún otro problema, ya son más de las doce de la
noche.
Tom y yo entramos aún con una sobredosis de adrenalina por el alivio que
sentimos.
—Nunca había pasado tanto miedo —digo en el vestíbulo.
El incidente lo ha puesto todo en perspectiva y desde este momento voy a
hacer lo posible por cuidar de mi hijo. Me rodeo el vientre con las manos para
protegerlo y me prometo en silencio que voy a mantener al bebé a salvo
cueste lo que cueste.
Espero que Nieve acuda brincando a recibirnos, pero no hay señal de él.

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—Aquí hace frío —observa mamá.
Lleva solo su pequeña chaqueta de tweed sobre una blusa bastante
escotada, pero tiene razón: hay una corriente procedente de la parte trasera de
la casa. Tom enciende la luz y recorre el pasillo en dirección a la cocina. Al
abrir la puerta lanza un grito ahogado.
—Pero ¿qué coño…?
Mamá me mira preocupada, y la euforia que sentía hasta hace un instante
se desvanece, reemplazada por una sensación de intranquilidad. «Nieve». Me
dirijo hacia allí con rapidez. Tom está plantado en medio de la cocina con
gesto alarmado. La puerta trasera está abierta de par en par. No hay ni rastro
de Nieve.
Han vaciado los cajones de manera aparentemente apresurada, así que
bolígrafos, recibos viejos, facturas de impuestos municipales y todo aquello
que habíamos metido en cualquier cajón que hubiera quedado libre está
desperdigado por el suelo.
—¡¿Dónde está Nieve?! —grito mirando frenética a mi alrededor.
Mamá va corriendo al salón y vuelve con nosotros.
—Será mejor que llaméis a la policía —dice con voz tensa—. Parece que
os han entrado a robar.
—Espera —dice Tom mientras coge un cuchillo del estuche de madera
que hay junto al microondas—. Llamad a emergencias y quedaos aquí.
Podrían seguir en la casa.

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Rose
Febrero-marzo de 1980

Daphne estaba nerviosa y asustadiza mientras la conducía a casa. Aquella


extraña peluca le daba un aspecto poco natural, como si un animal salvaje
hubiera aterrizado sobre su cabeza. No dejaba de lanzar miradas rápidas hacia
los setos, como si estuviera esperando que alguien surgiera desde ellos para
saltarle encima.
—Joel me ha dicho que un hombre vino al pub preguntando por mí —me
explicó casi sin aliento, ya que caminábamos lo más rápido posible. Le pasé
un brazo por la espalda para intentar consolarla, y entonces noté que estaba
temblando. Parecía muy vulnerable, igual que la primera vez que la vi, en
Nochebuena—. Al fin me ha encontrado. Quizá debería marcharme, Rose.
Quizá debería seguir adelante.
El miedo se adueñó de mí. No quería que se fuera.
—No saques conclusiones apresuradas. Aún no. Hasta que sepas más. —
Traté de tranquilizarla pese a ser consciente de que, si se hubiera tratado de
mí, yo también habría querido salir huyendo—. No vuelvas al pub. Intenta
pasar desapercibida durante un tiempo.
Ella asintió, los hombros encorvados junto a las orejas.
—Todo saldrá bien —le dije una y otra vez mientras atravesábamos la
oscuridad a grandes zancadas camino de casa. Ojalá hubiera acertado.

Daphne estaba demasiado asustada para salir de casa. Cada vez que llamaban
a la puerta o se oía algún movimiento fuera, en la calle, parecía ponerse de los
nervios. Tenía la cara pálida y macilenta, y fumaba más incluso de lo habitual
en ella. Me pasé horas procurando calmarla y, con el paso de los días, sentí
que iba convenciéndola, pensé que quizá se quedaría.
Y, entonces, un día, cuando tú estabas en la guardería, vino a verme
mientras quitaba el polvo en el salón.
—Tengo que cortármelo. Es demasiado fácil que me reconozcan.

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Su pelo. Su hermoso y abundante pelo de color pajizo. El pelo que yo le
envidiaba. El pelo por el que en sueños deslizaba las manos.
Dejé lo que estaba haciendo. En sus ojos, grandes y hundidos, había una
mirada suplicante.
—¿Me ayudarás? No quiero ir a la peluquería.
Retrocedí horrorizada.
—¿Estás de broma? ¿Quieres que te corte el pelo?
—Por favor.
¿Cómo podía negarme si me miraba de esa manera? Quería ayudarla.
Quería mantenerla a salvo. Mantenernos a las tres a salvo. Pero yo no era
peluquera. Una vez te corté el flequillo y fue un desastre…, aún te estaba
creciendo.
—También tengo una caja de tinte. De color chocolate. Era el único que
había en el colmado. Lo compré hace algunas semanas, por si acaso. Es
menos probable que me reconozca con el pelo así. Lo he llevado largo y rubio
durante la mayor parte de mi vida.
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Estás segura de que es lo que quieres?
—Segura. —Dio un paso adelante y se quedó tan cerca de mí que pude
ver las débiles pecas de su nariz y las motas verdes de sus iris. El corazón me
palpitaba. Y entonces me cogió de la mano—. Ven —me pidió guiándome
fuera de la sala, en dirección a las escaleras—. Hagámoslo antes de que
tengas que ir a buscar a Lolly.

No quedó demasiado mal. Fue mejor de lo que esperaba. De pequeña mi


vecina trabajaba como peluquera en su casa, y yo solía observarla fascinada
cuando cortaba el pelo a sus clientas usando dos dedos como una especie de
regla frente a las tijeras. Era un estilo que funcionaba muy bien con el rostro
delicado de Daphne, pese a que tuve que recortar una y otra vez para
igualarlo. Pero a ella no le importó. Parecía no sentir el menor interés por su
aspecto. La entendí. Yo me había comportado igual desde que dejé mi vieja
existencia atrás. La cuestión era sobrevivir.
Pero, al verla, te pusiste a gritar:
—No, Daffy. ¡Niño! —le dijiste frunciendo el ceño.
Siempre reaccionabas así cuando yo me hacía algo en el pelo. Daphne
pareció desolada, y yo te reñí por haber sido grosera. Te fuiste corriendo a tu

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habitación con una pataleta. Le aseguré a Daphne que te acostumbrarías a su
nuevo corte. Y, por supuesto, así fue.
Aquel fin de semana, el primero de marzo, la nieve ya se había derretido
casi por completo. Solo quedaban algunos restos en las zonas más elevadas,
como cal que hubieran dejado allí tirada. El sábado Daphne salió de casa por
primera vez en una semana, algo más confiada después del corte de pelo. Al
volver anunció que había encontrado otro trabajo.
—En la granja —dijo mientras se deshacía del abrigo.
Se dejó la bufanda de rayas puesta alrededor del cuello. La casa seguía
absurdamente fría, y la temperatura parecía haber descendido algunos grados
respecto a la semana anterior. Tenía el fuego encendido en la sala delantera,
pero no podías notar nada de calor a menos que te sentaras delante de él.
Desde hacía tiempo tenía la intención de instalar calefacción central, pero
nunca me parecía el momento adecuado para contratar a unos extraños y
dejarlos entrar en casa, en nuestro refugio, y además era una reforma bastante
cara.
—Pero está lejos —contesté. La granja estaba al otro lado del pueblo—.
¿Qué tipo de trabajo vas a hacer? —le pregunté mientras me daba una taza de
té.
En la cocina hacía tanto frío que pude ver el vapor que Daphne
desprendía.
—Trabajillos. Asear los caballos, limpiar, ese tipo de cosas. Prefiero estar
rodeada de animales que de gente. Aparte de Lolly y de ti, por supuesto. —
Tomó un sorbo de té mirándome por encima de la taza, y se me derritió el
corazón.
Así que Daphne comenzó a trabajar en la granja. Cada día, sin importarle
el clima que hiciera, recorría fatigosamente los dos kilómetros y medio de ida
y vuelta con el gorro de ganchillo calado sobre el peinado nuevo; regresaba a
casa oliendo a paja y a caballos pero feliz, con las mejillas sonrosadas y la
mirada brillante. Dando vueltas por la granja se sentía libre, como el tigre al
que liberan en la jungla después de haberlo tenido encerrado en el zoo; era
feliz estando al aire libre en vez de recluida en un pub, manoseada por el
dueño y siendo objeto de las miradas lascivas de los clientes borrachos. Me
sentí aliviada al ver que parecía menos inquieta ante la posibilidad de que la
encontraran.
—¿Por qué no vienes tú también? —me preguntó al cabo de unos días—.
Sería divertido que trabajáramos juntas. A menudo me dejan sola, puedo estar
a mi aire. Es muy agradable no tener a nadie que te haga preguntas. Mick, el

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granjero, es bastante huraño, deja que haga las cosas como me parezca. Hay
otro tipo, Sean. También es nuevo, atractivo, si eso es lo que te va.
Pero era difícil que pudiera conseguir un empleo. Aún faltaban dos años
para que comenzaras la escuela.
—Quizá cuando Lolly vaya a clase —contesté.
Había calculado que tenía ahorros suficientes para hacer algunas
reparaciones en la casa y que me quedaría lo necesario para salir del apuro
hasta que pudiera trabajar. No le cobraba demasiado a Daphne por la
habitación —a fin de cuentas, no es que la casa fuera un lujo—, y ella me
daba una tercera parte de lo que gastábamos en comida. Pero me había dado
cuenta de que se le daba bien el dinero. Era frugal, siempre que podía se
aseguraba de comprar cosas de oferta, como las latas del colmado que
vendían con descuento cuando estaban a punto de caducar. Por no hablar del
dinero que me ahorraba en ropa para ti con los patrones que cosía en su
máquina.
Por entonces ya era consciente de que sentía algo por ella. Era una cosa
que no había vuelto a experimentar desde mi relación anterior con Audrey.
Me hizo tanto daño que después de ella no me permití acercarme a nadie más.
Pero no podía evitar sentir aquello por Daphne. No tenía ni idea de si ella me
correspondía. A veces, cuando me tocaba la mejilla, o cuando se acercaba
mucho a mí, o cuando, sentadas en el sofá, ella levantaba los pies y los
colocaba sobre mi regazo, me preguntaba si sería posible. Pero estaba
demasiado asustada para hacer algo al respecto, no quería cruzar esa línea. No
quería hacer que se marchara.
Éramos tan felices que nos olvidamos de estar en alerta constante, pese a
que tendríamos que haberlo hecho. Deberíamos haber tenido un poco más de
cuidado tras descubrir que alguien buscaba a Daphne. Pero, a medida que
pasaban las semanas, al no haber visto a ningún hombre extraño en el pueblo,
nos dejamos llevar por una falsa sensación de seguridad; pensamos con
ingenuidad que su disfraz nos mantendría a salvo. Como si un corte de pelo y
un tinte fueran suficiente para ocultarla. Qué estúpidas fuimos.
Deberíamos haber estado preparadas, pero no fue así.
Así que, cuando él se presentó en la puerta de casa aquella ventosa noche
de principios de abril, nos pilló desprevenidas.

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Lorna
—Bueno —dice uno de los dos agentes de uniforme al entrar en el salón
donde Lorna y Saffy esperan sentadas la una al lado de la otra, con sendas
tazas de té entre las manos, desveladas por culpa de la adrenalina y del miedo
pese a que las dos se sienten exhaustas. No se han quitado el abrigo. Los
policías se han pasado los últimos minutos registrando la casa—. Parece que
no se han llevado nada. Ni las joyas, ni ningún aparato electrónico. Es un robo
muy extraño.
Lorna intercambia una mirada rápida con su hija. Está convencida de que
esto ha sido obra del cabronazo de Davies. El contenido de las cajas de su
madre está esparcido por el suelo. Es evidente que buscaba las «pruebas» que
está convencido de que ella escondió aquí, en la casa. Se pregunta, en caso de
que estas existan, si las habrá encontrado. Quizá en ese caso las dejará
tranquilas a las dos.
Un rato antes, después de que Tom comprobara que no había nadie más
en la casa, Saffy le ha rogado que saliera a buscar a Nieve.
—¿Y si quien haya entrado le ha hecho daño? —le ha preguntado con los
ojos desorbitados y tristes y el rostro pálido.
A Lorna aquello le ha roto el corazón. Después de todo lo que Saffy ha
tenido que vivir durante la noche, eso es lo último que necesitaba. Quiere
mucho a ese maldito perro. Tom ha esperado a que llegara la policía para no
dejarlas solas. Hace quince minutos que ha salido, y desde entonces Saffy no
ha dejado de morderse el labio. «Parece completamente agotada», piensa
Lorna mientras se fija en sus ojeras oscuras. Es más de la una de la
madrugada. Lorna desearía poder proteger a Saffy de todo esto. Nunca fue
especialmente estricta, no tanto como su propia madre. Dejaba que Saffy
viera películas no recomendadas para menores de quince años cuando tenía
diez. No le importaba que quisiera salir hasta tarde (aunque tampoco era que
Saffy lo aprovechase), ni que desayunara magdalenas de chocolate o bebiera
algo de vino en Navidad. Cuando ella le preguntaba sobre lo que pasaba en el
mundo —las hambrunas en países subdesarrollados o los círculos de
pedófilos— siempre le respondía con sinceridad, por brutal que pudiera sonar.
Recuerda la vez que su madre le dijo, cuando ella era más joven que Saffy y

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ya estaba casada con Euan y vivía a más de ciento cincuenta kilómetros de
distancia, en Kent: «Nunca dejaré de preocuparme por ti. No importa la edad
que tengas». Y Lorna intentó no pensar de esa manera durante la adolescencia
de Saffy, consciente de lo que era sentirse asfixiada por una madre cariñosa
pero, por encima de todo, sobreprotectora. En ese momento, en cambio… En
ese momento está más preocupada que nunca por su hija. Al fin entiende lo
que quiso decir su madre tantos años atrás.
—Yo que ustedes —dice uno de los agentes, pelirrojo y atractivo,
ligeramente parecido al actor Damian Lewis— cambiaría la puerta trasera de
la cocina. No es muy segura. El intruso ha entrado dándole una patada a la
cerradura. Estaba en el suelo. Alguien tendrá que arreglarla. Con el bosque
ahí atrás… —Niega con la cabeza mientras se mete la libreta en el bolsillo del
uniforme.
—Ya lo sé, pero no nos molestamos porque íbamos a ampliar la cocina —
le explica Saffy.
—Bueno, yo al menos cambiaría la cerradura. Y plantéese instalar una
alarma antirrobos.
A Lorna se le cae el alma a los pies. No podrán descansar en paz hasta que
les cambien la puerta.
El agente pelirrojo y su compañero se acaban el té que les ha preparado
Lorna y se marchan. Su partida hace que Lorna se sienta vulnerable. Como si
fueran una presa fácil.
—Tendremos que contárselo al sargento Barnes —dice Saffy en voz baja
—. Las dos sabemos que esto no ha sido un intento de robo. —Parece más
pequeña, envuelta en ese abrigo tan grande.
—La policía se encargará. Les he dado su nombre —contesta Lorna, y,
poniéndose en pie, recoge las tazas de la mesa de café y se las lleva a la
cocina.
La puerta trasera, que Lorna ha logrado cerrar calzándole un periódico por
debajo, se abre de golpe y deja entrar una ráfaga de viento y de lluvia. Saffy
lanza un chillido de miedo y Lorna salta como un resorte desde el fregadero
para colocarse delante de su hija, dispuesta a defenderla de cualquier intruso,
pero se trata de Tom. Solo de Tom. La lluvia le ha oscurecido el cabello y se
lo ha aplastado contra la cabeza. Tiene a Nieve sujeto a una correa. Lorna se
lleva una mano al corazón, que está a punto de salírsele del pecho, y respira
hondo.
Saffy corre a darle un abrazo.

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—¡Gracias a Dios! Estaba tan preocupada… —A continuación se agacha
para plantar un beso en la húmeda cabeza de Nieve—. Oh, mi muchacho, mi
hombrecito encantador…
Lorna no puede evitar una mueca: desde donde está puede oler al perro.
—Lo he encontrado husmeando por el bosque. Parece estar bien. No tiene
ninguna herida —les cuenta él mientras desabrocha la correa del perro. Acto
seguido cierra la puerta y, para evitar que el viento vuelva a abrirla, encaja
una silla—. De momento tendremos que conformarnos con esto. —Coge la
cerradura de la encimera—. Pero habrá que colocarla de nuevo. Tengo
algunos tornillos en la caja de herramientas.
Sale de la cocina a grandes zancadas, con la cerradura en la mano.
Saffy coge una toalla vieja y llena de agujeros de un gancho y la usa para
secar las pezuñas de Nieve. El perro tiene las patas manchadas de barro, pero
le lame la cara con afecto, feliz de volver a estar en casa.
Tom regresa con las mismas grandes zancadas y la caja de herramientas.
—Voy a ponerme con esto —dice sacando el taladro eléctrico.
—Dentro de menos de un minuto tendremos aquí a Brenda protestando
por el ruido —dice Saffy.
—Si se presenta, ya le diré yo lo que pienso —replica Lorna.
—¿Y si Davies vuelve y le da otra patada a la puerta? —pregunta Saffy
—. No sé si podré dormir sabiendo que alguien ha estado aquí, rebuscando
entre nuestras cosas. Me siento tan… violentada.
—Dudo que vuelva esta noche —farfulla Tom con un tornillo entre los
dientes.
—Exacto. —Lorna espera haber sonado más segura de lo que se siente—.
Venga, cariño, tienes que dormir un poco. Ya lo solucionaremos todo por la
mañana.
Saffy asiente con la cabeza y se lleva a Nieve con ella al piso de arriba.
Lorna se queda en la cocina observando cómo Tom cambia la cerradura, con
el corazón en un puño. Al acabar, Tom bosteza.
—Dios, estoy agotado.
Le dice que suba, que ella apagará las luces del piso de abajo. Le ve
marcharse, se prepara un té descafeinado y va a sentarse en el incómodo sofá
del salón medio a oscuras, rodeada por todo ese desorden.
Se pone de rodillas y coge una fotografía que ha caído cerca del hogar; en
ella están su madre y la misteriosa Daphne Hartall, que podría ser en realidad
Sheila Watts, plantadas en el jardín trasero. Tiene pinta de hacer frío: llevan

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puestas sus bufandas y abrigos y sonríen ampliamente. Se pregunta quién
sacaría la foto. ¿Es posible que lo hiciera ella?
—¿Qué me estoy perdiendo? —les dice entre dientes a las dos mujeres de
la foto—. ¿Qué hicisteis vosotras dos?

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Lorna
A la mañana siguiente Lorna se despierta temprano. Se quedó dormida en el
sofá; aún lleva puesta la chaqueta de tweed, el abrigo acolchado de Saffy hizo
las veces de edredón y tiene la fotografía de Daphne y de su madre pegada a
la mejilla.
Los rayos del sol se derraman por el salón a través de las ranuras que
dejan las cortinas, ruedan por el suelo y hacen brillar las motas de polvo que
flotan en el aire. Lorna consulta su reloj de muñeca. Son las nueve pasadas.
Se sienta y se despereza. Le duelen todos los músculos del cuerpo. No se
oyen movimientos en el piso de arriba. No quiere despertarlos. Necesitan
dormir. Da gracias por que sea sábado y no tengan que levantarse para
trabajar. Se le cae el alma a los pies cuando ve el desorden que hay en el suelo
y recuerda de golpe todo lo que sucedió la noche anterior. Esto no va a
funcionar. Tiene que pasar a la acción.
Se pone en pie y se dirige en silencio a la cocina. La losa de los azulejos
está helada, y ella va descalza. Se siente aliviada al ver que la silla sigue en su
sitio, encajada bajo el picaporte de la puerta.
Abre la nevera. No hay leche. Irá al pueblo a comprar comida. Es una de
las cosas que puede hacer por Saffy y Tom, tareas prácticas que les quiten una
carga de encima.
Lorna se pone ropa limpia, coge el bolso y sale de casa sin hacer ruido. En
la puerta se encuentra con el cartero, un anciano que lleva puestos los
pantalones cortos reglamentarios del Royal Mail y que le sonríe bondadoso
mientras le entrega un sobre acolchado. Su móvil. Estaba perdida sin él. Le da
las gracias al hombre y pone en marcha el teléfono. Apenas le queda batería.
Repara en las diez llamadas perdidas de Saffy. Se lo mete en el bolso.
El azul claro del cielo resulta engañoso: la brisa tiene un toque helado.
Mientras baja la colina avanza por la mitad de la calle para que no puedan
arrastrarla de nuevo hacia los arbustos. Cada vez que una ramita se parte a su
espalda se le eriza el vello de la nuca, pero se trata solo de alguien que pasea a
su perro o de una pareja que ha salido a dar una vuelta de buena mañana. Está
dejando que su imaginación la ponga nerviosa. No puede hacer eso. Tiene que
ser fuerte por su hija. A los pies de la colina pasa por delante de El Venado y

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el Faisán. Hay una pareja joven sentada a una de las mesas del exterior; están
tomando café y la saludan cuando pasa con un movimiento de la cabeza.
Parecen estar muy enamorados, como si hubieran ido allí a pasar el fin de
semana, y ella se acuerda de Alberto. En realidad está más enamorada de él
como idea que como persona. Descubre que no le importa que con toda
probabilidad en ese momento él esté sacando sus cosas del apartamento.
Mientras atraviesa la plaza se fija en la iglesia: está frente a la cruz de
mercado y detrás de una alta verja de hierro con la puerta entornada. Es un
edificio bonito y antiguo, con chapitel, vidrieras y un pequeño cementerio de
cuidadas tumbas en la parte delantera. Lorna se queda merodeando junto a los
barrotes, mirándola. De repente experimenta una sensación familiar. El
recuerdo que regresa a la superficie. Camina con su madre, que está
disgustada. Tiene lágrimas en las mejillas. El recuerdo se desvanece como
una aparición y Lorna se queda junto a la verja durante un rato, intentando
evocarlo de nuevo. Pero allí no hay nada, solo la sensación de pesadez que se
instala en su interior, una tristeza profunda. ¿Habían asistido a un funeral?
¿Quizá por la muerte de algún conocido? Lorna se esfuerza por no llorar
mientras se dice que está comportándose de manera ridícula. Es solo una
sensación…, no tiene ni idea del motivo por el que de repente se nota tan
afligida.
Respira hondo y se dirige hacia la pequeña cafetería al otro lado de la
plaza, donde pide un café con leche y se alegra al ver que Seth es el
encargado de servírselo. Intenta reprimir la melancolía que se ha cernido
sobre ella haciéndole preguntas anodinas que la ayuden a pensar en otras
cosas. Ese día la acompaña una anciana al otro lado de la barra. Debe de tener
al menos ochenta años, la cara regordeta, triple papada y mejillas sonrosadas.
Es fornida y vivaracha pese al bastón para caminar en el que se apoya
mientras observa a Seth. Lleva unas gafas pequeñas y doradas y se ha
recogido el espeso cabello entrecano con una pinza. Saluda a Lorna con una
sonrisa.
—Soy Melissa, la tía abuela de Seth —dice—. Hace cuarenta años era la
dueña de este café. No es que haya cambiado mucho con el tiempo.
Lorna endereza la espalda, la adrenalina la recorre mientras se presenta.
—He venido a visitar a mi hija, que vive en Skelton Place. Mi madre
vivió allí hace mucho, a finales de los setenta.
—Oh, ¿cómo se llamaba tu madre? Me he pasado toda la vida en este
pueblo, así que es posible que la conociera.
—Se llama Rose. Rose Grey.

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Melissa se queda boquiabierta.
—¿Lolly? —dice con un grito ahogado.
Lorna traga saliva.
—Sí. ¿Nos habíamos visto antes?
Melissa da una palmada.
—Sí. Cuando eras pequeña. Un montón de veces… Ay, me alegro tanto
de verte… Cuéntame, ¿cómo está Rose? Me entristeció mucho no tener la
oportunidad de despedirme de ella. Ni de ti. Os disteis tanta prisa en
marcharos…
—¿En serio? —Lorna se pregunta si tuvo algo que ver con los cuerpos.
Seth le da el café con leche.
—El mundo es un pañuelo —le dice con una risita mientras ella le paga.
—Es mucha la gente que ha vivido en este pueblo durante décadas.
Generaciones —le cuenta Melissa—. Eso Seth no lo comprende. Su madre se
mudó hace años y él solo viene a trabajar durante las vacaciones porque
conozco a la dueña. —Le da unos golpecitos afectuosos en la espalda y él
sonríe.
Pero Lorna sigue dándole vueltas. Ahí tiene a una mujer que conoció a su
madre de joven. No se lo puede creer.
—Mi madre, ¿cómo era en aquella época? ¿Sabes por qué se marchó tan
de repente? —pregunta decidida a reconducir la conversación; no quiere dejar
escapar esa oportunidad.
—Nunca llegó a despedirse. Simplemente hizo las maletas y se fue. Era
una mujer muy reservada y nerviosa. Siempre estaba como un flan, la verdad.
Siempre preocupada por ti. Una vez, en Nochebuena, te alejaste por tu cuenta
y, la verdad, pensé que a Rose le iba a dar un infarto. Pero entonces acogió a
aquella inquilina y eso pareció cambiarla. Estaba más feliz. Eran uña y carne
esas dos.
—¿Te acuerdas de Daphne Hartall?
—¡Daphne! Eso es. No recordaba su nombre hasta que lo has dicho. Sí,
Daphne. Una mujer atractiva. Trabajaba en la granja. —Baja la voz y mira a
su alrededor furtivamente, pese a que no hay más clientes en el diminuto local
—. He oído lo de los cuerpos en la casa. Mala cosa. Dicen que han
identificado a uno, y que murió en 1980. Me sorprendió leer eso.
—Sí —dice Lorna—. Mi hija se enteró el otro día. ¿Reconoces el nombre
de Neil Lewisham?
Melissa frunce el ceño y niega con la cabeza.
—No. No creo que fuera de la zona.

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—Mamá aún vivía en la casa en aquel momento.
—Bueno, sí —dice ella—, pero no me puedo creer que Rose haya tenido
algo que ver con eso. No habría matado ni a una mosca. Y te tenía a ti, claro.
Una niña pequeña en la casa… No habría hecho nada que te pusiera en
peligro.
—Sí, ya lo sé. Pero me imagino que la gente hablará.
—Lo harán. Pero muchos de ellos no se acordarán de Rose. Yo la conocí.
Siempre tuve un sentimiento de ternura hacia ella. Y, bueno, ¿cómo está?
Seguro que no se puede creer que esté pasando todo esto, ¿verdad?
—Está… Bueno, por desgracia sufre demencia y está en una residencia.
—Oh, lo siento mucho —lamenta Melissa—. Parecía una mujer
encantadora. Me recuerdas a ella, ¿sabes? Con el cabello más oscuro, por
supuesto.
Lorna le sonríe, pese a que en lo más profundo de su ser siempre ha
pensado que no se parece en nada a su madre. Rose tiene la piel más blanca,
los ojos más claros, es más alta y con menos curvas. Lorna tiene asumido que
salió a su padre.
—¿Alguna vez mencionó a mi padre? —pregunta.
Melissa niega con la cabeza, y sus tres papadas se bambolean.
—No. Era muy hermética acerca de su pasado. Me parece que todo el
mundo dio por sentado que era viuda, pero yo no lo creí.
—¿En serio? —Lorna se sorprende—. Es lo que me dijo siempre. Que él
murió antes de que yo naciera.
—Cuando llegó a Beggars Nook estaba embarazada. Y sin duda estaba
sola. Pero era muy reservada.
—¿Te enteraste de más cosas acerca de Daphne? ¿Qué le pasó?
—No, la verdad es que no. A veces venía al café, pero era tan cerrada
como Rose. Más aún, incluso. Las dos eran muy reservadas. Sobre todo hacia
el final.
—¿Hacia el final?
—Sí, antes de que se marcharan.
—¿Daphne se fue antes que mi madre?
—Siempre di por sentado que se fueron a la vez. Que se mudaron juntas.
Me pregunté… —Hace una pausa—. No. No me corresponde decir nada. No
me gustan los cotilleos y, de todos modos, es algo que sucedió hace mucho
tiempo.
Seth se aclara la garganta con fuerza, y Melissa lo reprende con buen
humor.

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—¿Qué te preguntaste? —insiste Lorna.
Melissa le dirige una mirada tímida a Seth.
—El mundo ha cambiado mucho. Ahora es todo mucho más abierto. Pero
eran… feministas. —Dice la palabra con un susurro, como si fuera algo de lo
que habría que avergonzarse.
Seth mira a Lorna y pone los ojos en blanco.
—Esta gente mayor… —Se ríe.
Lorna no entiende el motivo de tanto secretismo. Le gusta pensar que ella
misma es una mujer feminista. ¿Por qué Melissa ha hecho que sonara como
algo tan pecaminoso? Y entonces lo comprende.
—¿Quieres decir que crees que mi madre y Daphne eran amantes? —le
pregunta.
—Bueno… —Melissa, ya de por sí rubicunda, se sonroja aún más
mientras cruza los brazos por debajo de su voluminoso pecho—. No digo que
lo fueran, pero hubo habladurías, por supuesto. Siempre las hay en un pueblo
como este. —Lorna toma un sorbo del café con leche para ocultar su sonrisa
—. Entonces ¿no sabes qué fue de Daphne? —pregunta Melissa.
—No. Mamá no la mencionó nunca. Nos hemos enterado de que existía
hace poco.
—Bueno, dale un abrazo a Rose de mi parte, ¿quieres? Le tenía aprecio. Y
a ti. Me alegra mucho ver que te has convertido en una mujer tan bonita.
Ahora es Lorna la que se sonroja.
—Gracias, eres muy amable. —Anota su número en una servilleta y la
desliza sobre el mostrador para dársela a Melissa—. Si te acuerdas de algo
más… Cuesta mucho preguntárselo a mamá ahora, por la demencia, pero
cualquier información que tengas… Me encantaría averiguar qué sucedió con
Daphne.
Melissa asiente con la cabeza.
—Claro —contesta, guardándose la tarjeta en su gruesa chaqueta de
punto.
Lorna compra unos croissants y cruza el puente sin prisas para dirigirse al
colmado. Durante el trayecto de vuelta a la casa se pregunta por su madre y
por Daphne. ¿Se enamoraron y acabaron discutiendo? ¿Fue ese el motivo por
el que Daphne desapareció de sus vidas cuando dejaron Beggars Nook, y la
razón por la que lo hicieron de manera tan repentina? Hasta donde ella sabe,
su madre nunca tuvo un solo novio. ¿Por qué pensó que tenía que esconderle
su sexualidad a Lorna durante todos esos años?

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Se da cuenta de que es muchísimo lo que ignora acerca de su madre. Lo
que nunca se molestó en preguntar, incluso cuando ya era adulta. ¿Estaba tan
centrada en sí misma que se negó a ver lo que había tras la fachada desaliñada
y autosuficiente de Rose?, ¿que ni se molestó en preocuparse por ella? Se
limitó a aceptar que no hubiera un padre en su vida y dio por buena la versión
de los hechos que le contó su madre. Si echa la vista atrás se da cuenta de que
en sus historias había inconsistencias. Siempre explicaba lo mínimo, nunca
daba detalles. En realidad tampoco es que Lorna se los pidiera. Nunca fue una
chica especialmente curiosa.
Siente una oleada de culpa y arrepentimiento. Tantos años perdidos en los
que podría haber llegado a conocer a su madre de verdad…
Cuando llega a la casa la puerta se abre de golpe y Saffy aparece en el
umbral irradiando ansiedad. Algo va mal.
—¿Qué pasa?
Su hija aún está en pijama.
—Ha llamado la policía. ¡Quieren hablar con la abuela hoy mismo!

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Saffy
Mamá ha intentado convencerme de que me quede en casa, pero no puedo.
Tengo que estar allí cuando la policía hable con la abuela. Debo protegerla lo
mejor que pueda. Estoy al volante, y mamá se encuentra en el asiento del
copiloto irradiando tensión. Sabía que la policía querría volver a hablar con la
abuela, pero me preocupa que nos hayan avisado con tan poca antelación.
Ahora que han descubierto que Neil Lewisham murió mientras ella vivía en la
casa, ¿la considerarán sospechosa de su asesinato?
—Es que no me puedo creer que la abuela estuviera enterada de esto, ¿tú
sí? —le digo mientras nos dirigimos hacia la autopista. Mamá guarda silencio
y a mí se me ponen los pelos de punta—. ¿Puedes imaginártelo?
—No lo sé. No lo creo, cariño, pero…
—Pero ¿qué? —le digo con brusquedad—. No puedes pensar que la
abuela haya sido capaz de matar a alguien.
Mamá resopla.
—Pues claro que no. Pero eso tampoco significa que no sepa algo. Quizá
estaba allí cuando pasó. Quizá incluso ayudó a ocultarlo.
Me niego a creerlo.
—La abuela es la persona más formal que conozco, y siempre ha
respetado la ley. Es imposible. —Mamá aprieta los dientes y yo siento que la
irritación burbujea en mi interior—. No puedo creer que dudes de ella. ¡Es tu
madre!
—Pero no es perfecta. Es un ser humano, como cualquier otro.
Me aferro al volante porque temo que, si me pongo a hablar, acabaré
derramando todo el resentimiento que he guardado hacia mamá durante todos
estos años.
—Y —prosigue mi madre— ha mencionado a esa tal Jean, que golpeó a
alguien en la cabeza. ¿Fue testigo de algo?
—¡Pues claro que no! ¡Solo son nombres que se le ocurren al azar!
—Pero acertó con el de Sheila, ¿no es cierto? Sheila es real. Ya te he
contado lo que dijo Alan… y que creo que en realidad Daphne era Sheila
Watts.

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—Eso no lo sabemos a ciencia cierta. A continuación me dirás que el otro
cuerpo en el jardín pertenece a Daphne… ¿Piensas que la abuela también la
mató? —Mamá guarda silencio—. ¿Crees que es Daphne?
—Yo no he dicho eso. Pero esta mañana he hablado con Melissa, y me ha
dicho que Daphne y tu abuela se fueron del pueblo a la vez. Tengo las mismas
ganas que tú de no pensar mal de mi madre, pero hay que afrontar los hechos.
—Eso es ridículo. Solo porque no tengas fe en la abuela… Solo porque
nunca te hayas preocupado… —Me detengo. He hablado demasiado.
Mamá guarda silencio durante unos segundos. Entonces replica:
—¿A qué te refieres?
—Nada. Olvídalo.
—No. Si tienes algo que decirme, te sugiero que lo hagas.
Me vuelvo hacia ella. Sus labios apretados dibujan una línea de rabia.
Llevamos años sin discutir, desde que yo era adolescente y ella me pegaba
algún grito por tener la habitación desordenada.
—Vale. Pienso que has sido un poco… irresponsable.
—¿Irresponsable?
—Sí. Te largaste a España. Dejaste sola a una mujer anciana y solitaria.
Apenas la visitabas. En realidad, ¿cuántas veces has visto a la abuela durante
los últimos seis años? ¿Una o dos veces al año?
—Eso no es justo.
—Pero es cierto. ¿Y a mí? ¿Cuántas veces has venido a verme? Y cuando
nos visitas te traes a alguno de tus muchos novios espantosos. Y no hagas
como que te alegras de que vaya a tener un bebé. —Estoy lanzada y no puedo
parar, pese a que sé que me estoy comportando como una cabrona—.
¡Cuando te lo conté pude ver en tu rostro lo decepcionada que estabas! Que te
arrepientas de haberme tenido tan joven no significa que yo sea como tú.
Igual que no veías el momento de librarte de mí cada verano para poder salir
y comportarte como una adolescente yéndote con otros hombres. Es por eso
por lo que dejaste también a papá… ¡Y te preguntas por qué estoy más unida
a la abuela!
Sigue un silencio conmocionado. No me acabo de creer que se lo haya
dicho. No me atrevo a mirarla. No me gusta enfrentarme a los demás. Deben
de ser las hormonas del embarazo. De todos modos sé que me siento así, que
llevo años sintiéndome así. La verdad es que ha sido un alivio poder
sacármelo de encima.
Sigo conduciendo en un silencio tenso, incómodo. Me tiemblan las
piernas. Con el rabillo del ojo veo que mamá se seca una lágrima de la

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mejilla, y me inunda la culpa.
—Lo siento —digo—. No quería decir todo eso.
—Sí, sí que querías —contesta mamá en voz baja.
—Son las hormonas. Es solo que estoy tan… tan… ¡enfadada!
—Lo sé. —Me dirige una breve sonrisa aunque tiene los ojos húmedos—.
Y estoy de acuerdo en que no siempre he sido la mejor de las madres. He
cometido errores…
—¡Mamá, no!
—Es cierto, y tú también los cometerás. Pienses lo que pienses ahora.
Pero nunca me arrepentí de haberte tenido. Ni por un instante. No me gustaría
nada que pensaras eso.
Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta.
Ya hemos llegado a Elm Brook, y mientras dejo el cambio de marchas en
punto muerto para aparcar el coche mamá pone una mano sobre la mía.
—¿Estamos en paz tú y yo?
—Por supuesto —contesto.
Si me inquieta la idea de tener un bebé a los veinticuatro, no me puedo ni
imaginar lo aterrador que fue para mi madre con dieciséis. Nunca debería
haberle dicho esas cosas horribles.
Joy nos recibe en la puerta con su aire estresado de siempre. Parece más
agobiada de lo normal, pero entiendo el motivo. Lo más probable es que
nunca haya tenido que lidiar con que la policía se presente para interrogar a
alguno de los residentes.
Nos detenemos en el vestíbulo. Mamá muestra un gesto sombrío. A mí, la
fea moqueta con espirales hace que se me revuelva el estómago.
—¿Ha llegado la policía? —le pregunta mamá a Joy.
—Están ahí adentro. —Joy nos indica la sala en la que estuvimos la
última vez—. Voy a buscar a Rose. De momento sigue en su habitación. No
ha pasado muy buena noche. Traeré un poco de té.
La ansiedad se desata en mi estómago.
—¿En qué sentido no ha pasado una buena noche? —pregunto.
—Ha estado despertándose, gritando. A veces ocurre. Se olvidan de dónde
están. En cualquier caso, si no os importa ir entrando… —Joy empuja la
puerta y se apoya en ella para que podamos pasar—. Yo voy a buscar a Rose.
El sargento Barnes ya se encuentra allí, acompañado esta vez por otra
persona, una mujer que tendrá más o menos mi edad. Están sentados en los
mismos sillones a lado y lado de la chimenea, y se ponen en pie cuando
entramos. Nos presenta a la mujer, se trata de la detective Lucinda Webb. Su

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melena cobriza se derrama sobre los hombros de una blusa estampada. Me
doy cuenta de que esta vez Joy solo ha dispuesto dos sillas extra.
—Tú siéntate aquí —me dice mamá, señalándome una de las sillas—. No
me importa quedarme de pie.
—¿Estás segura?
—Pues claro. ¡Siéntate!
Nos estamos comportando de manera poco natural la una con la otra, con
extremada educación, pero hago lo que me dice.
Sigue un silencio incómodo y doy gracias cuando se abre la puerta y Joy
conduce a la abuela hacia el interior de la habitación. Verla provoca que se
me llenen los ojos de lágrimas: parece tan asustada, es como una niña
pequeña y tímida. Tengo ganas de estrecharla entre mis brazos y llevármela
lejos de todo esto. Parece estar más delgada bajo ese jersey de punto de color
rosa y la falda plisada, y me preocupa que no esté comiendo lo suficiente. Me
fijo en que lleva un collar dorado y unos pendientes a juego que reconozco, y
me pregunto si alguno de los cuidadores se los habrá puesto esta mañana para
que estuviera guapa. Se sienta a mi lado y parpadea con rapidez, como si
fuera un polluelo.
Estiro el brazo y le cojo la mano.
—Abuela…
—¿Quién eres? —me pregunta, y me siento como si me hubieran clavado
un cuchillo en el corazón.
—Soy yo, Saffy —contesto intentando no llorar.
Antes de que ella pueda añadir algo más, mamá se pone en cuclillas a su
lado y le dice:
—Mamá, no hay razón para tener miedo. La policía solo quiere hacerte
algunas preguntas más.
—¿Por qué? —pregunta ella, pero se vuelve hacia mí desconcertada, y
veo en su mirada que me reconoce.
Le aprieto la mano.
—No pasa nada, abuela —le digo para tranquilizarla.
Mamá se pone en pie y se queda a mi espalda, hace que se me erice el
vello de la nuca. Ojalá tuviera su propia silla. ¿Por qué no le ha traído Joy
una?
El sargento Barnes se ha arremangado la camisa. No hace tanto calor
como la última vez, pero aun así hay una capa de sudor en su frente.
—Hola, Rose —dice—. No hay nada de lo que preocuparse. Como le ha
dicho su hija, solo queremos hacerle unas preguntas. ¿Le parece bien?

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—Supongo —responde ella juntando las manos sobre el vientre.
Joy regresa con una silla para mamá, que se sienta en ella.
El sargento Barnes parece un tanto irritado por tantas interrupciones.
Cuando Joy sale de la habitación, continúa.
—Rose, ¿le suena de algo el nombre de Neil Lewisham?
La abuela se vuelve hacia mí, y le dirijo una sonrisa alentadora.
—Creo que no —contesta ella.
El sargento Barnes pone una fotografía en la mesa de madera y nos la
acerca. La abuela se queda mirándola, con su mano de huesos finos y
delicados aún en la mía. Me inclino hacia delante para verla mejor. Un
hombre de cabello corto y rubio nos observa desde la imagen. Es un tipo
normal y corriente. No hay nada en él que destaque. Lleva un sobretodo largo
de color negro, tiene una mano metida en el bolsillo y con la otra sostiene un
cigarrillo.
—Este es el hombre al que encontraron muerto en su antigua casa, Rose
—le explica con gravedad—. Creemos que murió en 1980, mientras usted aún
vivía allí.
La abuela abre unos ojos como platos por el miedo.
—No pasa nada, abuela —le digo en voz baja—. ¿Qué recuerdas sobre
este hombre?
—Nos estaba persiguiendo —dice volviéndose hacia el sargento Barnes.
La miro perpleja. Había dado por hecho que no le conocería. No puedo
mirar a mamá. No le he hablado a la policía de la carpeta de Sheila, ni del
artículo firmado por Neil Lewisham que había en ella por si de algún modo
acababa implicando a la abuela.
—¿Qué quiere decir, Rose? —la sondea la detective Webb con voz
amable, y descubro el motivo por el que la han hecho venir. Un toque
femenino.
Tengo la boca seca y sigo agotada tras lo sucedido anoche. Me doy cuenta
de que Joy no ha traído el té que nos prometió.
—¿Le hizo usted daño, Rose? ¿O fue Daphne? —La voz de Lucinda
Webb es reconfortante, como el agua caliente con miel para una garganta
irritada.
La abuela me suelta la mano y se la lleva a la pelambrera blanca.
—No lo recuerdo…
—¿Tenía una relación con usted? ¿O con Daphne?
—No, no lo sé…
—¿Fue a la casa, Rose? ¿Lo recuerda?

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—Estaba enfadado —contesta la abuela, que ahora parece más tranquila,
con las manos quietas en el regazo—. Estaba enfadado.
—¿Por qué estaba enfadado?
Me quedo rígida. ¿De veras podrá la abuela recordarlo? ¿O es que vuelve
a estar confundida?
—Intentó hacernos daño.
—¿Y por qué querría hacer eso? —pregunta la detective Webb.
—Porque se enteró de lo de Sheila.
Me doy cuenta de que mamá se ha quedado callada. No sé si debo decir
algo. ¿Y si meto a la abuela en un aprieto?
—¿Quién es Sheila? —pregunta la detective Webb con la misma voz
reconfortante.
La abuela se queda contemplándose el regazo en silencio.
Mamá me mira y acto seguido vuelve la cabeza hacia los detectives.
—Creo… creo que podría referirse a una mujer llamada Sheila Watts.
Hace poco descubrí que es posible que robara la identidad de Daphne Hartall.
Los dos policías se vuelven hacia mamá.
—Prosiga —dice el sargento Barnes.
—A finales de los años setenta una mujer llamada Sheila Watts se ahogó
en el mar. Mi madre tenía un artículo sobre ella entre sus cosas. Estuve
investigando un poco y, en pocas palabras, es posible que Sheila Watts
hubiera fingido su muerte y robado la identidad de la verdadera Daphne
Hartall.
Un atisbo de irritación recorre el rostro rocoso del sargento Barnes.
—¿Por qué no nos lo dijo antes?
—Lo siento, estos últimos dos días han pasado muchas cosas. Quería
hacerlo.
El sargento Barnes parece avergonzarse un poco.
—Por supuesto. —Se dirige de nuevo a la abuela con voz grave, como la
del presentador de telediario que se apresta a anunciar el fin del mundo—.
Neil Lewisham era un periodista de investigación. Se emborrachaba a
menudo y, según su hijo, mantenía una relación turbulenta con su esposa.
Rose, ¿viajó Lewisham aquel día hasta Beggars Nook para ver a Daphne
porque descubrió que en realidad era Sheila Watts? —Hay urgencia en su
voz, como si fuera consciente de que se le está acabando el tiempo antes de
que la abuela vuelva a esconderse en sí misma.
Ella no dice nada. Su boca es una línea obstinada.

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—¿Se enteró Neil Lewisham de lo de Daphne? —sondea la detective
Webb a la abuela con su voz suave y líquida—. ¿De que en realidad era
Sheila?
—No —contesta la abuela, levantando la mirada hacia los detectives
mientras juguetea con el collar sobre su garganta—. Se enteró de lo de Jean.

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Rose
Abril de 1980

El día antes de que Neil Lewisham se presentara delante de nuestra puerta fue
del todo perfecto.
La Pascua cayó el primer fin de semana de abril. Nos lo pasamos de
fábula celebrándola, las tres solas. Daphne hirvió unos huevos que le habían
dado en la granja y nos sentamos a pintarlos a la mesa de la cocina. Tú te
reías de las caras graciosas que Daphne dibujaba en ellos; se le daba
sorprendentemente bien. El domingo de Pascua escondimos en el jardín
algunos huevos de chocolate, cuyos envoltorios de papel de plata de colores
lanzaban destellos entre las plantas y los arbustos. Fue un día soleado, pero
frío. Nunca olvidaré la felicidad en tus ojos y tus chillidos de emoción
mientras los buscabas y Daphne y yo te observábamos orgullosas junto a la
puerta trasera de la casa.
Más tarde, por la noche, mientras dormías, Daphne y yo nos sentamos a
charlar y a beber vino junto al fuego. Y entonces se volvió hacia mí con unos
ojos que parecían enormes a la luz de las llamas.
—Me… me gustaría contarte algo, Rose. Pero me da miedo que pueda
estropear nuestra amistad.
Me acerqué a ella con la esperanza de que dijera todo aquello que yo
sentía.
—Nada de lo que digas podría estropear nuestra amistad —respondí en
voz baja.
Ella me cogió de la mano y se acercó a mí hasta que nuestros rostros
quedaron separados por unos pocos centímetros. Me apartó el cabello de la
cara con suavidad. Me incliné hacia ella con el corazón palpitante hasta que
nuestros labios se rozaron. Entonces, ella me atrajo hacia sí y me dio un
profundo beso. Me cogió de la mano y me condujo por la escaleras hasta su
dormitorio, donde me quedé hasta altas horas de la madrugada, momento en
el que regresé en silencio a mi propia cama para que no te asustaras cuando
vinieras a buscarme al despertarte.

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Ojalá me hubiera empapado de cada uno de los momentos maravillosos de
aquel día, ojalá hubiera escudriñado cada uno de sus segundos bajo una lupa:
la risa ronca de Daphne, tus chillidos de felicidad, la manera en que la luz del
sol rebotaba sobre el papel plateado de los huevos, el olor a chocolate y a
flores que traía la brisa. Daría cualquier cosa por poder revivir aquel día en
bucle, una y otra vez.
Porque al día siguiente todo iba a cambiar.

Apareció el lunes por la tarde, mientras te acostaba.


Oí voces en el vestíbulo, amortiguadas, aunque era evidente que una de
ellas pertenecía a un hombre. Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Nunca
venía nadie a casa. Acabé de arroparte y cerré la puerta de tu dormitorio a mi
espalda al tiempo que rompía a sudar preguntándome de quién se trataba.
¿Era el hombre al que Daphne tanto temía? ¿Nos había encontrado?
Bajé las escaleras con rapidez mientras mi cabeza bullía planteándose
quién podía haber venido. Pero no había nadie con Daphne, estaba sola.
—¿Quién era? —pregunté en voz baja, porque no quería asustarte—. He
oído que hablabas con alguien.
Ella negó con la cabeza y entró en la sala de estar. La seguí. Se quedó en
mitad de la habitación, rodeándose el cuerpo con los brazos. Estaba tan pálida
que parecía a punto de desmayarse.
—Es él —dijo con un susurro—. Ay, Dios, Rose, me ha encontrado. Me
ha encontrado.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Dónde… dónde está ahora?
—Se ha ido por el lateral de la casa, hacia el jardín. Le he dicho que
hablaríamos allí. No sabía qué hacer.
—Tenemos que llamar a la policía.
Me dirigí hacia el teléfono de color naranja, que estaba junto al sofá, pero
ella me detuvo antes de que tuviera tiempo de cogerlo.
—No podemos. ¿Es que no lo ves? No merece la pena. Nunca ha servido
de nada. En su día no me ayudaron, ¿por qué iban a hacerlo ahora?
Bajé la cabeza.
Ojalá me hubiera limitado a llamar a la policía. Quizá nada de aquello
habría sucedido. Es el miedo, que te hace actuar de manera extraña. Te nubla
el cerebro. Y llevaba tanto tiempo asustada… Tienes que creerme, Lolly.
Daphne me puso una mano en el hombro.

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—Tengo que hablar con él, intentar convencerle de que me deje tranquila.
No sé si funcionará. —Dejó escapar un pequeño sollozo—. Tengo miedo,
Rose. No… no es un buen hombre.
Sus palabras evocaron en mí imágenes de tu padre y de las cosas que me
había hecho. ¿Qué haría yo si decidiera presentarse aquí, sin avisar, igual que
el tal Neil?
Estreché a Daphne entre mis brazos y le di un beso en la coronilla.
—Todo irá bien. No dejaré que te pase nada —dije con fiereza—. Vamos
a solucionar esto juntas. Venga.
Me aparté de ella, la cogí de la mano y la guie hacia la cocina. Vi que
había un hombre en el jardín, fumando. En ese momento no pensé en mi
seguridad ni tampoco —me da vergüenza admitirlo— en la tuya. Me dije que
Neil no estaba interesado en nosotras. Era a Daphne a quien quería. Era a
Daphne a quien estaba buscando.
Abrí la puerta trasera y Daphne salió al patio por delante de mí.
—Hola, Jean —le dijo.
La luz procedente de la cocina le iluminaba la cara. Era muy rubio, tenía
las pestañas traslúcidas. Llevaba puesta una chaqueta Harrington de color
negro, una camiseta blanca y vaqueros. Olía a alcohol rancio.
«¿Jean?»
—¿Quién es esta? —Inclinó la cabeza hacia mí.
—Mi mejor amiga —contestó ella volviéndose para mirarme a los ojos, e
intercambiamos un mensaje mudo.
Éramos dos mujeres en la treintena que se conocían desde hacía cuatro
meses. Yo no había tenido una amiga del alma desde la escuela, pero eso no
bastaba para explicar por qué mis emociones hacia ella eran tan intensas.
—Será mejor que tengas cuidado —me dijo él con los ojos entornados,
pero con una expresión petulante en el rostro—. ¿Es que no sabes de lo que es
capaz esta mujer?
«Ya está —pensé—. Quiere hacer como que Daphne es la mala de la
película. La que está equivocada». Lo había visto una vez en una película en
blanco y negro. ¿Cómo se llamaba a lo que hacían los hombres como él? ¿Luz
de gas?
Me quedé ahí, temblando bajo la chaqueta de punto y la falda larga, sin
decir nada, mirándole furiosa a modo de respuesta. Él le dio una calada a su
cigarrillo y lanzó el humo, lenta y deliberadamente, en mi dirección. En ese
momento sentí un odio intenso hacia él. Daphne dio un paso al frente, pero yo
le cogí la mano e intenté que retrocediera.

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—No tienes que hacerlo —le dije.
Ella negó con la cabeza. Me sorprendió su docilidad después de tanto
hablar sobre lo de hacer frente a los hombres. Se encogió de hombros para
librarse de mí y se acercó a él. Se la veía delgada con aquel suéter de algodón
y los vaqueros acampanados. Llevaba puestas sus fieles botas, que se
hundieron en la hierba cuando se plantó a su lado y los dos me dieron la
espalda. Olí el indicio de una hoguera procedente de algún jardín vecino. Al
margen de la luz procedente de la cocina, la oscuridad fuera era total, era el
tipo de negrura que solo existe en la campiña, donde no hay contaminación y
apenas luces, y con un bosque frondoso como fondo. A lado y lado el alto
seto impedía que los vecinos nos vieran.
¿Lo pensé en aquel momento? ¿Lo planeé? Supongo que a algún nivel
debió de ser así.
Me quedé esperando junto a la puerta trasera. Observando. Escuchando.
Como un animal preparado para atacar. Sus voces llegaban flotando hasta mí.
—Después de todos estos años —oí que decía el hombre. Veía el extremo
de su cigarrillo, un puntito de color ámbar contra la oscuridad, como una
luciérnaga—. Sabía que te encontraría. Incluso con este peinado tan feo,
joder. No puedes esconderte de mí, Jean.
—Me llamo Daphne —dijo ella con firmeza. Me di cuenta de que tensaba
los hombros. Con el pelo corto su cuello tenía un aspecto largo y elegante—.
No sé por qué sigues llamándome Jean. No soy la persona que tú crees.
Él bajó la voz, pero aún pude oírle.
—Los dos sabemos que eres Jean. —Esas palabras sonaron como una
amenaza, aunque no supe con seguridad por qué. Al menos no en aquel
momento—. Cuando te saque a la luz mi carrera se disparará.
Me pregunté qué había querido decir. Y entonces todo cobró sentido. Un
policía. No era de extrañar que Daphne me hubiera pedido que no los llamara.
Era uno de ellos. Un hombre que abusaba de su poder. Un hombre al que los
demás creían de manera automática.
Igual que Victor Carmichael.
Victor era un pedazo de basura que se hacía pasar por un miembro
honorable de la comunidad, un médico, ni más ni menos. Nadie habría creído
en mi palabra frente a la suya. Había intentado destruir mi vida, y al parecer
Neil había hecho lo mismo con Daphne.
—Huiré de nuevo —la oí decir, aunque su voz sonaba débil en la
oscuridad.
—Y yo no dejaré de encontrarte.

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—Esta vez no.
—Fingir tu muerte. Eso fue inteligente, te lo concedo. Pero no eres lo
bastante lista, Jean.
Notaba el pulso en los oídos. No quería que Daphne se marchara. Me di
cuenta de que la amaba. Me hacía feliz. No quería vivir mi vida sin ella.
Deseaba que las cosas siguieran siendo como hasta entonces, con las tres
viviendo en casa, a salvo…, tal y como habíamos estado hasta que Neil
apareció para corromper aquel mundo maravilloso.
¿Fue pensar en Victor y en la manera en que me había tratado lo que me
llevó a hacer aquello? ¿Fue pensar en la posibilidad de que Daphne tuviera
que estar huyendo para siempre, sin poder estar conmigo, con nosotras?
Estaba tan rabiosa, tan harta de sentirme impotente… Por una vez deseaba
pasar a la acción. No quedarme de brazos cruzados. Deseaba ser la persona al
mando.
Solo quería hacer que todo desapareciera. Que él desapareciera.
Le vi pasar un dedo por su mejilla y su cuello, su rostro demasiado cerca
del de ella. Entonces cogió a Daphne por el antebrazo y la empujó de espaldas
contra el muro de la casa.
—Eres una mentirosa —gruñó.
Vi el miedo en el rostro de Daphne, y eso me devolvió al momento en que
Victor me había pegado por primera vez. El momento en que descubrí que no
todos los hombres eran tan bondadosos como mi padre. Qué tonta e ingenua.
Pero ya no era esa persona. Tú me habías cambiado. Tenía que proteger a
Daphne y la vida que llevábamos las tres.
—Déjala en paz —dije desde el umbral.
Fue como si diferentes fotos pasaran con un fogonazo por delante de mis
ojos: el miedo de Daphne, la mueca burlona en el rostro de Neil, que parecía
disfrutar de su poder.
No recuerdo haber cogido el cuchillo del pan que había sobre la encimera.
No recuerdo haber atravesado el patio a grandes zancadas para clavárselo
por debajo de la caja torácica con un movimiento fugaz.
Todo sucedió tan rápido…
Solté el cuchillo, conmocionada por lo que había hecho, y retrocedí
tambaleándome mientras veía el horror que se reflejaba en la cara de Daphne.
—¡Serás puta! —bramó Neil con voz ronca mientras caía de rodillas sobre
la hierba—. Puta de mierda.
Se sujetó el mango del cuchillo, que sobresalía de su estómago.
Me llevé las manos a la boca. «Oh, Dios. Oh, Dios. ¿Qué he hecho?»

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Neil se dejó caer de espaldas sobre la hierba, con las manos aún en el
mango del cuchillo. La sangre empapaba la parte delantera de su camiseta:
una mancha granate sobre el blanco. Había tanta… Comencé a sentir náuseas
de horror.
Daphne se me acercó con rapidez y me pasó un brazo por los hombros.
—No pasa nada —me dijo con suavidad—. No pasa nada… Oh, Rose,
Rose…
—La policía. Tengo que llamar a la policía. —Me sentía como si me
faltara el aire.
Neil yacía ahora bocabajo, le temblaban las pestañas. Daphne se agachó y
le arrancó el cuchillo, pero al parecer eso empeoró las cosas. La sangre
comenzó a brotar con más fuerza que antes, manaba a borbotones entre los
dedos con los que se cubría el estómago mientras gemía.
Me quité la chaqueta de punto.
—Rápido, intentemos contenerla con esto —sugerí.
Daphne negó con la cabeza.
—Se está muriendo, Rose —señaló con voz cortante, pragmática, carente
de emociones.
—Tengo que decírselo a la policía —dije entre sollozos.
—No. No tienes que hacerlo.
—Sí. ¡Podríamos salvarlo!
—¿Quieres salvarlo? ¿A un hombre como él? Un maltratador, un trozo de
mierda despreciable.
—Yo…
Nos interrumpió el gemido que emitió Neil. Me arrodillé, hice una bola
con la chaqueta de punto y se la pegué al vientre. Él me cogió la mano con
tanta fuerza que me hizo perder el equilibrio y caí hacia atrás.
—Ahora las dos sois unas asesinas —soltó entre dientes, proyectando
unas gotitas de saliva que fueron a parar a mi mentón—. Las dos sois iguales.
Una sacudida de asombro.
—¿Qué?
—Es Jean Burdon. —Señaló con el dedo a Daphne, que estaba en pie a mi
espalda—. Jean Burdon.
—Cállate —mascullé con la boca seca—. Deja de hablar. Estoy
intentando ayudarte. —Volví a ponerme de rodillas y me incliné sobre él. El
tipo me asqueaba, pero no podía dejarle morir. Me engulló el pánico—.
¡Daphne! —grité por encima del hombro—. Llama a una ambulancia.
Ella se arrodilló a mi lado.

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—No pienso llamar a nadie —repuso con calma. Noté su mano en mi
hombro—. Tenemos que dejar que muera. —Neil había cerrado los ojos y una
película de sudor le cubría la cara. ¿Estaba muerto ya? Yo temblaba sin
control. No podía apartar los ojos de él, de aquel hombre con aspecto de
muñeco de cera que yacía en mi jardín. Daphne me cogió del brazo y tiró de
mí—. Si llamamos a una ambulancia, se lo notificarán a la policía e irás a la
cárcel —me dijo en un susurro—. Te quitarán a Lolly. No volverás a verla
nunca. Y tú no quieres ir a la cárcel, Rose. Créeme.
¿Qué había querido decir? ¿Hablaba desde la experiencia?
Cerré los ojos. ¿Qué sería de ti si yo iba a prisión? Al abrirlos Daphne me
estaba observando con un gesto serio en su bello rostro. Me cogió la mano,
devolviéndome a la tierra, tranquilizándome. Me alisó el flequillo, me besó la
cara, los labios.
—Por favor, escúchame, Rose —dijo con voz grave y baja—. Es lo mejor
que podía pasar.
Nos volvimos hacia Neil, nos quedamos plantadas junto a él mientras la
vida abandonaba su cuerpo.
Se trataba del hijo de alguien. Quizá del hermano de alguien. Quizá de un
marido. De un padre. Y yo le había asesinado.
Podría haberlo salvado, pero no hice nada. Me quedé al lado de Daphne,
abrazadas las dos, demasiado conmocionada para llorar siquiera, y esperamos
hasta estar seguras de que había muerto.
—¿Ahora qué hacemos? —pregunté.
—Creo que tendremos que enterrarlo —contestó ella.
—¿Enterrarlo? —dije con voz entrecortada—. ¿Enterrarlo dónde? ¿En el
bosque?
—No. En el bosque no. Es demasiado peligroso. Alguien podría vernos.
Tenemos que hacerlo aquí, en el jardín.
Me tapé la boca con la mano.
—No puedo. Aquí no, no donde juega Lolly. No donde escondimos los
huevos de Pascua…
En ese momento me eché a llorar, una cascada de lágrimas calientes me
cayó por las mejillas.
—Rose —dijo ella con suavidad—. No eres una mala persona. Me estabas
protegiendo. —Llevó una mano a mi rostro y me secó las lágrimas con
delicadeza—. Y estaré en deuda contigo durante el resto de nuestras vidas.
Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. Pero ahora tienes que ser fuerte. Por
Lolly.

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Asentí con la cabeza. Tenía razón. ¿Qué otra opción me quedaba?
Eso fue lo que me dije a mí misma, en cualquier caso.
Más tarde —mucho más tarde, después de que nos pasáramos horas
cavando y enterrando a un adulto junto a mi chaqueta de punto manchada de
sangre— me permití pensar en lo que había dicho Neil mientras agonizaba.
«Ahora las dos sois unas asesinas».

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39

Saffy
—¿Qué quieres decir, abuela? —le pregunto—. ¿Quién es Jean?
—Jean Burdon —contesta ella con un deje de impaciencia en la voz—.
Neil Lewisham pensaba que Daphne era Jean Burdon.
Me doy cuenta de que los policías intercambian una mirada de sorpresa y
oigo que mamá emite un grito ahogado.
—¿Quién es Jean Burdon? —digo confundida.
¿De qué me suena ese nombre? Y entonces recuerdo el artículo en la
carpeta de Sheila: estaba dedicado a una tal Burdon. ¿Su nombre era Jean? Lo
miré por encima. Al no reconocer el nombre di por sentado que había acabado
en la carpeta equivocada. Me quiero morir. Debería haberlo leído bien. De
haber visto que hablaba de una tal Jean habría recordado las divagaciones de
la abuela.
«Jean la golpeó en la cabeza».
—¿Ha oído hablar de Mary Bell? —me pregunta el sargento Barnes.
Asiento con la cabeza.
—¿No fue una niña condenada por asesinato?
—Sí, y el de Jean Burdon fue un caso parecido, solo que diez años antes.
Cuando salió de la cárcel, convertida en una mujer joven, le proporcionaron
una nueva identidad y nunca más se supo de ella. —Se dirige a la abuela—.
¿Se refiere a ella, Rose? ¿A la Jean Burdon que mató a su amiga a principios
de los años cincuenta? ¿En el este de Londres?
Me siento desconcertada. Veo que mamá mira a la abuela con expresión
horrorizada.
La abuela asiente y junta las manos sobre el regazo.
—Y ¿era ella? —pregunta la detective Webb, sentándose al borde de la
silla—. ¿Era Daphne en realidad Jean Burdon?
—Yo… —La abuela se retuerce las manos.
—Rose… —dice la detective Webb, colocando los codos sobre la mesa
—. ¿Daphne mató a Neil Lewisham?
La abuela aprieta los labios. Una sombra atraviesa su rostro y me pregunto
qué estará pensando.

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—¿Quién es Neil Lewisham? —Se vuelve hacia mí—. ¿Quién es esta
gente? —Agita el brazo hacia los policías y hacia mamá también.
Se me cae el alma a los pies.
—Creo que la abuela ya ha tenido bastante —digo cogiéndole la mano.
—Rose, ¿puede recordar si Daphne asesinó a Neil Lewisham? —insiste el
sargento Barnes, que parece desesperado por seguir con la entrevista.
Pero la abuela niega con la cabeza, le observa con una mirada vacía y no
dice nada más.
Los policías intercambian una mirada de resignación.
—Tendremos que continuar otro día —nos indica el sargento Barnes a
mamá y a mí.
Mientras salimos de la sala oigo que la detective Webb le murmura a su
colega:
—Creo que tendremos que investigar el otro cuerpo como si se tratara de
Daphne Hartall.

—¿Habías oído hablar de Jean Burdon? —le pregunto a mamá en el coche


mientras volvemos a casa.
La tensión entre las dos resulta casi palpable tras la discusión de antes.
—Sí, por supuesto —contesta ella con sequedad—. Quizá seas demasiado
joven. El caso de Jean Burdon quedó eclipsado por el de Mary Bell.
—¿A quién mató Jean Burdon?
—A otra niña pequeña. Jean solo tenía diez años cuando sucedió. Igual
que la niña a la que mató. Evidentemente pasó antes de que yo naciera, pero
recuerdo haber leído al respecto.
Me noto mareada.
—Dios, es espantoso. Imagínate que descubres eso sobre tu inquilina.
Mamá asiente con expresión sombría.
—¿Crees que Daphne mató a Neil Lewisham porque él descubrió que era
Jean Burdon? —pregunto.
Mamá parece incómoda.
—Es posible. Sobre todo tratándose de un periodista. Tiene sentido.
—Pero, en ese caso —digo con la boca seca—, si el otro cuerpo es el de
Daphne, ¿quién la mató a ella?

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Al llegar a casa veo que Tom ha salido con Nieve y me dirijo directamente al
estudio para mirar de nuevo el artículo de la carpeta de Sheila que me mandó
papá. Se trata de una pieza corta, con un estilo simple y directo, en la que Neil
se pregunta qué fue de Jean Burdon y entrevista a algunas personas que
podrían haberla visto.
A continuación introduzco el nombre de Jean Burdon en Google y
aparecen numerosas entradas, en su mayoría artículos de periódico
acompañados de fotos granuladas en blanco y negro de una niña pequeña de
rostro regordete con el pelo cortado por encima de los hombros. Pincho uno
de los enlaces.
17 de febrero de 1951

THE DAILY MAIL
NIÑA DE ONCE AÑOS, CONDENADA POR ASESINATO

Una niña de once años ha sido condenada a cadena perpetua después de que el
Tribunal Penal Central la declarase culpable de asesinato.
Jean Burdon escuchó, serena e inexpresiva, la lectura del veredicto de
culpabilidad después de que el jurado estuviera deliberando durante cuatro horas.
Se considera que Jean Burdon «golpeó con un objeto contundente la sien» de
Susan Wallace, de diez años de edad, durante una agresión injustificada que tuvo
lugar el 20 de junio del año pasado. A Susan la encontraron muerta dos chicos que
pasaban por un edificio abandonado y en ruinas por los bombardeos.
El juez Downing la describió como un peligro para otros niños y dijo que pasará
«muchos años» en una dependencia de seguridad.

Mamá entra en el estudio con una taza de té en la mano.


—Aquí tienes. Red Bush —dice mientras la coloca con cuidado sobre mi
escritorio—. No sé cómo puedes beber esa cosa. Su olor me revuelve el
estómago.
—Mira esto —le digo, y mamá se pone a leer el artículo por encima de mi
hombro—. ¿Crees que Daphne Hartall podría haber sido en realidad esta
persona?
—Bueno, es posible que Sheila Watts fuera la nueva identidad que le
asignaron a Jean Burdon.
—¿Y la abuela se enteró?
—Puede ser. También mencionó a una tal Susan Wallace, ¿no? ¿Lo
recuerdas? ¿Cuando habló de Jean?
—¿No crees que podría estar confundida porque este fue un caso muy
importante y lo recuerda de cuando era niña? —le pregunto esperanzada.
Mamá me mira nerviosa.
—No lo creo —contesta—. Lo siento.

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Las lágrimas pugnan por salir.
—La policía pensará que Daphne mató a Neil Lewisham, ¿verdad? Y que
la abuela se enteró y mató a Daphne. Ahora tienen un motivo.
Mamá me da unos golpecitos en el hombro.
—No te preocupes, necesitarán más pruebas antes de tirar por ese camino
—dice, pero no parece muy convencida.
—¿Piensas que el detective privado puede estar trabajando para Daphne,
Sheila, Jean o comoquiera que se llame? Siempre y cuando el otro cuerpo no
sea el suyo, claro.
—¿Qué te hace creer eso?
—Bueno, Davies dijo que su cliente está buscando una documentación
importante y según lo que me contaste se refirió a ella como «las pruebas».
¿De qué otra cosa podría estar hablando? Es evidente que se trata de una
especie de matón. Y que la persona para la que trabaja parece estar
desesperada.
—Le he trasladado a la policía todo lo que sabemos acerca de Glen
Davies. Con suerte hablarán con él y harán que les cuente para quién trabaja.
—Pero Daphne ya sería muy mayor… —digo dudosa, frotándome la sien.
Noto que se acerca una migraña.
Pienso en la abuela, no como es ahora sino como fue durante mi infancia.
Fuerte, fiable, buena pero reservada. Es evidente que tenía secretos que mamá
y yo no conocimos nunca, pero era de una lealtad feroz, protectora como una
leona. Si el otro cuerpo pertenece a Daphne y en realidad se trataba de Jean
Burdon, esta podría haber sido una mujer peligrosa, inestable. ¿Es posible que
la abuela la asesinara para proteger a su hija? Me llevo la mano a la barriga,
recordando lo protectora que me sentí anoche tras volver del hospital.
—No logro creer que la abuela pueda ser una asesina —digo pensando en
voz alta. Me vuelvo hacia mamá, que se ha sentado en la pequeña butaca del
rincón. No parece que me esté escuchando—. ¿Mamá?
—Tenemos que hablar… sobre lo que me has dicho en el coche.
Devuelvo la vista al ordenador.
—Hay cosas más urgentes en las que pensar.
—No quiero que haya tensión entre nosotras. Te quiero mucho.
—Y yo también te quiero a ti. Por favor, ¿no podemos olvidarlo? Ha sido
una discusión ridícula.
Mamá abre la boca para decir algo, pero nos interrumpen unos golpes en
la puerta. Nos miramos la una a la otra. Lo primero en lo que pienso es que se
trata de él, de Davies.

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—Quédate ahí. —Mamá se pone en pie y se dirige hacia el vestíbulo. Yo
inclino la silla y la veo mirando por el cristal de la puerta—. Es una pareja
joven —dice, y suena desconcertada.
—¿No son periodistas? Es sábado por la tarde. ¿Quién más podría llamar
a esta hora?
—No parecen periodistas.
Abre la puerta. Yo me pongo en pie y me planto a su lado mientras me
pregunto de quién se podría tratar. Me sorprende ver a una pareja de
veintimuchos años, quizá treinta y pocos. Una mujer menuda y bonita, que
lleva un moño enrollado como una piña en la cabeza, y un hombre alto, de
pelambrera oscura y revuelta y unos ojos cálidos de color marrón. Él tiene un
rostro atractivo y amigable en el que se forman hoyuelos cuando sonríe. Es
casi tan alto como Tom y transmite un aire relajado con su camiseta y sus
vaqueros.
—Hola —saluda sonrojándose ligeramente—. Me llamo Theo Carmichael
y esta es Jen, mi esposa. —Ella saluda con una sonrisa—. Sé que esto parece
una locura, y espero que no te importe que nos hayamos presentado de esta
manera… —Los miro fijamente, perpleja. ¿Serán vecinos? ¿Testigos de
Jehová?—, pero la semana pasada encontré este artículo sobre el escritorio de
mi padre.
Me da el recorte y lo examino. Está dedicado a los cuerpos que
aparecieron en el jardín, y alguien ha subrayado mi nombre y el de la abuela.
En la parte inferior, escrito con letra desgarbada, aparece el mensaje
«encuéntrala».
—Qué raro —digo pasándole el artículo a mamá—. Saffron Cutler soy yo,
y Rose Grey es mi abuela. ¿Dices que lo encontraste en el escritorio de tu
padre? ¿Cómo se llama?
—Victor Carmichael. Creo que conoció a tu abuela. —Tiene un ligero
acento de Yorkshire.
Victor. Me quedo demasiado sorprendida para contestar de inmediato.
—Mi abuela mencionó hace poco a un tal Victor. No entendimos a quién
se refería, ya que no se acordaba de su nombre. Ahora sufre de demencia —
añado cuando él me dirige una expresión desconcertada. Los escudriño a los
dos—. ¿Queréis pasar? —me descubro preguntando.
Ellos asienten agradecidos y pasan al vestíbulo. Los conduzco hacia el
salón.
—¿Qué haces? —me pregunta mamá articulando con la boca.

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—Parecen buena gente —le contesto con un susurro—. Necesitamos
respuestas.
Theo y Jen se sientan en el sofá, y él deja caer la mochila entre sus pies.
—¿Queréis beber algo? —pregunta mamá mientras yo me siento en el
sillón que hay junto a la ventana.
—Estamos bien, gracias —responde Jen—. Nos hemos alojado en el
hostal que hay al final de la carretera y hemos comido tarde.
—Venimos desde Yorkshire —explica Theo mientras mamá se acomoda
en una silla, junto al hogar—. Mirad, iré al grano: creo que mi padre esconde
algo. Ha estado actuando de manera muy extraña. Bueno —suelta una
carcajada breve—, más extraña de lo normal. No quiso decirme por qué
escribió ese «encuéntrala» en el artículo ni darme la menor información
cuando le pregunté al respecto. Se puso a la defensiva, se enfadó. Y entonces
encontré una carpeta escondida en uno de sus armarios que estaba llena de
fotografías de mujeres. Me preguntaba si alguna de ellas sería tu abuela.
Me ofrece el móvil y me pongo en pie para cogerlo. Sin sentarme, paso de
una en una todas las imágenes. Son de mujeres jóvenes y bonitas. Una está
muy embarazada. Por su vestuario y peinados, parece que abarquen un
periodo de veinte años.
—No —contesto devolviéndole el móvil—. Ninguna de ellas es la abuela.
Vuelvo a sentarme.
—Oh. —Theo parece decepcionado—. Me has dicho que tu abuela
mencionó a un tal Victor… ¿Qué dijo de él?
Le dirijo a mamá una mirada de incomodidad.
—Hum… —musito volviéndome hacia Theo—. Dijo algo de que quería
hacerle daño al bebé.
Theo parece conmocionado.
—¿Hacerle daño al bebé? Mi padre es médico. Puede ser muchas cosas —
su expresión se ensombrece—, pero… ¿hacerle daño a un bebé?
Jen le coge la mano.
Nos sumergimos en un silencio embarazoso hasta que mamá mete baza:
—¿Qué edad tiene tu padre? Mi madre, Rose, es septuagenaria.
—Mi padre me tuvo siendo mayor. Mi madre era mucho más joven. Papá
tiene setenta y seis.
—Entonces son de la misma edad. ¿Es posible que estuvieran juntos en
algún momento?
Theo se encoge de hombros.
—La verdad, no lo sé. ¿Dijo Rose algo más sobre mi padre?

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—Es que está muy confundida —contesto a modo de explicación—.
Menciona muchos nombres. Dijo el de Victor algunas veces, pero al hacerlo
parecía estar…, bueno…, asustada.
Theo se queda pálido.
—¿Asustada?
—Quizá asustada no sea la palabra. —Frunzo el ceño intentando recordar
—. Agitada. Sin duda, dijo que él quería hacerle daño al bebé. Por lo que dijo
me pareció…, y lo siento si estoy siendo muy franca, pero me pareció que no
era un buen hombre.
Marido y mujer se miran.
—No creo que sea un buen hombre —murmura Theo de repente con
aspecto vulnerable, y me compadezco de él.
—Todo ha sido tan extraño desde que aparecieron los cuerpos… —dice
mamá—. ¿Os suena el nombre de Daphne Hartall? —Theo niega con la
cabeza—. Daphne fue una inquilina de mamá que en 1980 vivía aquí con ella.
Creemos que también se la conoció como Sheila Watts.
—No he oído hablar de ella —dice Theo.
Me doy cuenta de que sigue entrelazando una mano con la de Jen, y creo
que están tan desesperados como nosotras por obtener respuestas.
—La estamos buscando… Bueno, la policía la busca —explica mamá—.
Pero hay algo más. Un hombre nos ha abordado tanto a Saffy como a mí estos
últimos días diciendo que era detective, aunque a mí me asaltó por la calle
una noche, cuando volvía a casa.
Jen lanza un grito ahogado.
—Eso es espantoso.
—Fue horrible —confirma mamá—, pero el caso es que me dijo que su
cliente le había contratado para que encontrara unos documentos que mi
madre tiene en su posesión. Los llamó «las pruebas».
—¿Las pruebas? —Jen frunce el ceño.
—Sí, no se explayó, y yo estaba aterrorizada.
—¿Cómo se llama ese hombre? —pregunta Theo—. ¿Dijo para quién
trabajaba?
—No —contesta mamá—. Se negó a decirlo, pero sí que me dio su propio
nombre. Glen Davies.
—Un momento, ¿qué? —Theo se sienta más recto—. ¿Glen Davies?
—Sí, eso me dijo. Y creemos que luego entró en esta casa buscando esas
pruebas de las que me habló.

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—Yo conozco a alguien que se llama Glen Davies —dice Theo mientras
su rostro pierde todo el color—. Trabaja para mi padre.

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40

Theo
—¡¿Trabaja para tu padre?! —grita la más joven de las dos mujeres, Saffron.
No se lo puede creer, tiene los ojos que se le van a salir de las órbitas.
Theo siente que se le revuelve el estómago al pensar que el secuaz de su
padre (como siempre lo ha considerado) ha estado allí, aterrorizando a esas
mujeres.
—Sí —confirma, y luego cruza las piernas y vuelve a descruzarlas. Ojalá
hubiera aceptado la bebida que le han ofrecido: tiene la boca sequísima—.
Conoce a mi padre desde hace años. Ni siquiera sé de qué. Antes hubo otro
tipo, un sujeto parecido, exmilitar, pero se jubiló. Es lo único que sé. Pero
desde luego Glen Davies no es ningún detective privado.
—Entonces ¿qué es lo que hace en realidad para tu padre? —pregunta la
mujer de mayor edad, Laura, ¿o era Lorna? A duras penas ha logrado asimilar
todo lo que ha ocurrido desde que ha entrado en esa casa.
Theo se encoge de hombros. ¿A qué se dedica Glen Davies? Nunca ha
estado seguro.
—Siempre he dado por hecho que era como el encargado de la seguridad
de mi padre. Se pasa por su casa de vez en cuando. Mira cómo están las
alarmas antirrobo, le da consejos, ese tipo de cosas. Mi padre es un hombre
pudiente. Ha tenido éxito en su terreno.
—Bueno, Glen Davies es un puto matón, eso es lo que es —dice Laura.
No: Lorna. Está seguro de que se llama Lorna—. Allanó la casa cuando mi
hija tuvo que irse al hospital. Es como si hubiera estado esperando fuera a que
nos marcháramos. Todo esto… —Se pone en pie y comienza a pasearse por la
habitación, abriendo los brazos. Theo la observa fascinado. Hay algo
extremadamente familiar en ella. Como si la hubiera visto antes, aunque no se
le ocurre dónde—. Todo esto ha de tener algo que ver con tu padre. Y esas
fotografías… —Se detiene y vuelve sobre sus pasos en dirección a Theo,
extendiendo el brazo—. ¿Puedo verlas?
Coge el móvil. Todos observan expectantes mientras Lorna las desplaza
una a una. Entonces la mujer suelta un gruñido de frustración y le devuelve el
teléfono.
—No reconozco a nadie. Esperaba que mi madre estuviera ahí.

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—Ya lo he mirado —dice Saffron.
—Lo sé. Solo quería echar un vistazo. —Lorna le dirige a su hija una
mirada de disculpa, y Theo siente una punzada de añoranza hacia su propia
madre.
Coge el teléfono. Comparte la frustración de Lorna.
—¿Te acuerdas de si Glen te preguntó algo más? La noche en que te…
asaltó.
—Solo preguntó por las pruebas. Eso fue todo. Oh, y me amenazó, dijo
que nos haría daño a mí o a Saffy… —se estremece— si hablaba con la
policía.
Theo traga saliva intentando apaciguar el pánico que crece en su interior.
¿Tendrá algo que ver su padre con los asesinatos que se cometieron en ese
lugar? Quizá se haya equivocado de camino con la carpeta de aquellas
mujeres. A menos que se trate de sus víctimas.
—Creo que mi madre huía de alguien. Una mujer que la conoció en esa
época la recuerda como una persona nerviosa y reservada, y al parecer estaba
embarazada cuando llegó aquí —añade Lorna, que vuelve a sentarse pero
sigue desprendiendo una energía nerviosa, como unos fuegos de artificio a
punto de estallar.
—¿Y crees que huía de mi padre?
Lorna echa un vistazo a su hija y vuelve a posar la mirada en Theo.
—Comienzo a pensarlo ahora. Mi madre siempre intentó eludir el tema de
mi padre. Me dijo que se llamaba William, pero nunca me mostró fotos,
nunca contaba nada… Era como si quisiera olvidarse de él.
Theo piensa en Cynthia Parsons. ¿Fue Rose también una de sus víctimas?
¿Una exnovia que huyó de él porque le tenía miedo? ¿Una exnovia
embarazada?
—Cariño —dice Jen con delicadeza, poniéndole una mano sobre el brazo.
Sabe lo que está a punto de decirle. Él también lo ha pensado. Lorna es
idéntica a su padre: el mismo cabello oscuro y rizado, la nariz ancha, la forma
de los ojos y del mentón. Si Lorna le ha resultado tan familiar al entrar en la
sala, se debe a que al verla se siente como si estuviera mirándose al espejo.
—Creo que Victor podría ser mi padre —dice Lorna antes de que él pueda
expresar sus sospechas.
Saffron se lleva de golpe las manos a la boca.
—Ay, Dios mío —exclama poniéndose en pie—. ¡Pues claro!
—Yo también lo creo —asiente Theo con lentitud—. Te pareces
muchísimo a él.

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Sigue una pausa embarazosa, hasta que Lorna dice:
—Entonces, el bebé al que quería hacerle daño… ¿era yo? Y, si quería
hacerme daño, ¿significa eso que también quería hacerle daño a mi madre?
¿Por qué huyó de él?
Theo siente que la vergüenza crece en su interior: vergüenza por ser hijo
de quien es. Desea decirles que él no se parece en nada al mierda de su padre.
—Creo que maltrataba a mi madre. Vi algunos… moratones. Era
dominante, manipulador.
—¿Sigue estando con tu madre? —le pregunta Lorna.
Él se aclara la garganta.
—Ella falleció. Se cayó por las escaleras.
—Lo siento mucho.
Saffron sigue en pie, mirándolos boquiabierta. «Mi sobrina», piensa Theo.
—Entonces ¿tu padre será el cliente al que mencionó Glen Davies? —
pregunta Lorna, que continúa sentada, el tronco inclinado hacia delante, las
cejas bien torneadas y fruncidas, los codos apoyados sobre las rodillas—. Y,
en tal caso, ¿significa eso que estuvo involucrado en los asesinatos?
Theo se remueve sobre ese sofá tan incómodo. Joder. Los cuerpos en el
jardín. El artículo de periódico. Que haya contratado a Glen Davies para
meter miedo a esas mujeres, a su propia familia. Es el tipo de actos
despreciables que su padre cometería si con ello pudiera protegerse a sí
mismo. Pero ¿un asesinato? Ni en sus pesadillas más salvajes habría
imaginado algo así.

Cuando regresan a la habitación en El Venado y el Faisán, Theo está exhausto


y se deja caer sobre la cama con dosel. Desde las ventanas de guillotina
pueden ver el bosque. Tiene la garganta irritada por lo mucho que ha hablado
durante esa tarde.
Jen se sube a la cama, a su lado.
—No me lo puedo creer —dice—. Tienes una medio hermana.
—Y es posible que mi padre sea un asesino —contesta él, y no puede
evitar las náuseas al pensarlo—. ¿Por qué otro motivo habría contratado a
Glen Davies? ¿Qué hizo? ¿Y qué necesita que Glen encuentre de manera tan
desesperada?
—Oh, mi amor —dice ella recostándose sobre el recodo de su brazo y
dejando reposar la cabeza sobre su pecho—. Lo siento mucho. ¿Crees que tu
padre se enteró de que tenía una hija?

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—No estoy seguro. No logro discernir si recortó ese artículo de periódico
porque aparecieron los cuerpos y temía que se descubriera algo sobre él, o
porque eso le indicó dónde se encuentra Rose. Pero es que un asesinato… —
gime Theo—. Eso es una cosa completamente diferente. Y… —Se detiene,
incapaz de expresar en voz alta lo que está pensando en realidad.
—¿Qué? —pregunta Jen incorporándose.
Él respira hondo.
—Si mi padre es capaz de cometer un asesinato, eso le da un giro
completo al accidente de mi madre. —Él también se incorpora para encarar a
su esposa—. Jen, ¿y si mi padre mató a mi madre?

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Rose
Abril de 1980

No pude salir de la cama en dos días. Era como si hubiera tenido una crisis
nerviosa. Quería olvidarlo todo, el cuchillo entrando en un costado del cuerpo
de Neil, el horror en su expresión, la sangre que salía a borbotones de él, el
agujero que cavamos en el jardín, el olor a tierra húmeda, los gusanos que se
retorcían en su interior, el ruido sordo que produjo su cuerpo al caer en
aquella tumba improvisada. Todas esas imágenes se filtraban en mis sueños,
los convertían en pesadillas. Aquel acto, su muerte, había abierto la
compuerta, y me veía inundada por todos mis viejos miedos y emociones.
Daphne estuvo perfecta. Se ocupó de ti, te llevó a la guardería, te recogió,
cocinó para ti, te lavó la ropa, te mantuvo a salvo. Era la única persona del
mundo entero en la que confiaba para hacer esas cosas, aparte quizá de Joyce
y Roy, los vecinos de al lado.
—Rose, cariño… —dijo sentándose al borde de mi cama la tarde del día
siguiente—. Tienes que comer algo.
Había oscurecido y tú estabas completamente dormida, arropada en tu
cama. Daphne te había traído un rato antes para que me dieras las buenas
noches y yo te había estrechado contra mí, como si tu inocencia pudiera
aliviar mi negro corazón. A continuación había escuchado tus risitas
procedentes del otro extremo del pasillo mientras Daphne tardaba siglos en
leerte un cuento en tu habitación, ya que ponía diferentes voces graciosas.
Llevaba una taza en la mano.
—Bébete esto. Le he echado un poco de whisky. Estás conmocionada, eso
es todo. Dentro de unos días estarás fresca como una rosa.
Como una rosa. Era muy poco propio de Daphne decir algo así. Y me di
cuenta de que estaba tan descolocada como yo.
—Soy una asesina —dije incorporándome y cogiendo la taza—. He
cruzado la línea, le he quitado la vida a alguien. Nunca lo superaré.
No podía dejar de pensar en el montículo de tierra fresca cerca de las
baldosas del patio, el parche de color marrón que señalaba su tumba entre la

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hierba. ¿Cómo podría volver a salir al jardín? ¿O mirar de nuevo por la
ventana de la cocina sin recordar constantemente lo sucedido?
—Tienes que hacerlo —dijo ella con tono severo—. No puedes quedarte
aquí compadeciéndote de ti misma, Rose. Eres madre. Es el mayor de los
regalos. Has liberado al mundo de un hombre malvado. Es una lástima que no
podamos hacer lo mismo con los demás. —Acto seguido se rio para
demostrar que bromeaba, pero algo en su mirada me llevó a pensar que, si yo
de repente me hubiera mostrado de acuerdo, ella se lo habría planteado.
Dos treintañeras vengadoras.
—No tengo estómago para eso —respondí intentando obligarme a soltar
una risita.
Ella me apartó el cabello de la cara con ternura.
—Ya lo sé. Eres demasiado dulce. —Me dio un beso en la frente.
—¿Te quedas conmigo esta noche? —le pregunté—. No quiero estar sola.
—Por supuesto. —Se metió en la cama conmigo, completamente vestida,
y nos pasó el edredón por encima, apoyándose en las almohadas.
Noté sus calcetines contra las piernas desnudas. Tomé un sorbo de té, el
whisky dejó un rastro cálido al bajarme por la garganta.
—Cada vez que cierro los ojos veo su cara.
—Lo sé —me tranquilizó ella.
—Solo quiero que esas imágenes desaparezcan.
—Lo harán.
—¿De veras? —Me volví para escudriñarla—. Pareces saber mucho sobre
este tema. —Vacilé. Tenía que preguntárselo, pero me aterraba su respuesta.
¿Qué haría si Neil tenía razón? Tomé su mano en la mía, sus huesos delgados
bajo los míos. Tú y ella erais las dos únicas personas a las que quería en todo
el mundo—. Por favor, cuéntame la verdad. No soporto las mentiras. No más
mentiras. Pero necesito saberlo. ¿Neil tenía razón? ¿Eres Jean Burdon?
Estuvo mirándome durante un rato larguísimo. Sus pupilas se veían
inmensas bajo la luz menguante, oscurecían la práctica totalidad de sus iris.
Cuando ya pensaba que no iba a contestar me dijo:
—¿Me querrías igual, Rose?
¿Lo haría? Tenía que pensar en ti. Quizá, si yo misma no hubiera matado
a un hombre muy poco antes, la habría echado a patadas en ese instante.
—Necesito saber la verdad.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No quería hacerlo —dijo en voz tan baja que tuve que esforzarme por
oírla—. Fue un accidente. Yo tenía diez años. Mi infancia… no fue

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precisamente idílica, Rose. Pero nunca le he hecho daño a nadie más. Tienes
que creerme.
La miré fijamente. Era una niña. No podía concebir que fuera a hacerle
daño a nadie en aquel momento. Al fin y al cabo era yo la que había asesinado
a Neil. Y estaba tan enamorada de ella que habría creído cualquier cosa que
me dijera.
Nos pasamos la mayor parte de aquella noche sentadas hablando. Ella se
sinceró ante mí por primera vez desde que nos habíamos conocido. Me contó
la historia de Jean Burdon, la niña a la que los periódicos llamaron «maligna»,
a la que su padre desatendía y maltrataba físicamente, que deambulaba
solitaria por las zonas bombardeadas del este de Londres.
—Y entonces hice una amiga —dijo, el rostro ceniciento a la luz de la
luna—. Y me sentí tan feliz por haber encontrado a alguien a quien le
importaba de verdad… No sabía gestionar mis emociones. No comprendía
nada acerca de las relaciones, en especial con otros niños. Albergaba tanta
rabia en mi interior… —Emitió un pequeño sollozo y yo le apreté la mano
para consolarla—. El caso es que cuando Susan, porque se llamaba así,
decidió que ya no quería ser mi amiga, me enfurecí. Dijeron que cogí un
ladrillo y que le golpeé la cabeza con él. Pero no lo recuerdo. Creo que quizá
la empujé y ella se golpeó la cabeza al caer.
—Oh, Daphne…
—Fui a la cárcel, por supuesto. Bueno, no era una cárcel para adultos. Era
un módulo de seguridad. Me rehabilitaron, todo gracias a una serie de adultos
bondadosos y equilibrados que me enseñaron lo que era correcto e incorrecto,
algo que mis padres no habían hecho nunca. —Se subió el edredón hasta la
barbilla y se estremeció como si lo estuviera recordando.
—Debió de ser terrible —dije.
—Fue menos terrible que la casa en la que me crie.
No podía ni imaginármelo. Mi propia infancia había sido maravillosa, yo
era hija única de unos padres buenos y atentos.
Aquella noche dejé que Daphne me hablara de su infancia, de su vida. Me
contó que le dieron una nueva identidad como Sheila Watts, que tuvo que
robarle la identidad de Daphne Hartall a su amigo Alan al darse cuenta de que
aquel periodista, Neil Lewisham, había descubierto quién era en realidad.
Yo no le confié mi historia. No en ese momento. Llevaba tanto tiempo
manteniéndola en secreto que contarla en voz alta habría sido demasiado.
Y no quería que las cosas cambiaran entre nosotras. Daphne podía sentirse
incómoda al conocerla. Dejé que siguiera pensando que era viuda, que mi

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supuesto marido había muerto antes de que tú nacieras.
Ni siquiera le había hablado de mi anterior novia.
Audrey y yo estuvimos juntas durante mucho tiempo. No tuvimos que
esconder nuestra sexualidad: no había nadie a quien escondérsela. Mis padres
estaban muertos, y ella provenía de una familia de intelectuales muy liberal.
Sus padres eran académicos. Incluso en los años setenta, con el amor libre y
la revolución sexual, había gente que continuaba juzgándonos, que no tenía el
menor problema en hacernos saber que no nos aprobaban.
Pero, al cumplir los treinta, comencé a desear lo único que Audrey no
podía darme.
Un bebé.
Y entonces conocí a Victor.

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42

Lorna
—Tenemos que llamar al sargento Barnes —es lo primero que dice Lorna a la
mañana siguiente.
—¿Debemos molestarlos un domingo? —pregunta Saffy desde el sofá,
envuelta en su batín de terciopelo color berenjena; parece que no se encuentra
demasiado bien.
Tom sigue en la cama. Se quedaron despiertos hasta tarde, hablando
durante horas después de que Theo y Jen se marcharan. Lorna se ha levantado
a las siete de la mañana y ya ha hablado con su jefe en España para decirle
que necesita más días libres. Para su sorpresa, él se ha mostrado comprensivo.
—Desde luego. Esto es importante —contesta con firmeza.
Aunque aún es temprano, el sol ya irrumpe por las ventanas, y eso anima
a Lorna. Lo necesita tras las revelaciones de la tarde anterior. Lo único bueno
que ha descubierto es que quizá tenga un medio hermano. Pero el resto… Que
Victor Carmichael sea su padre y las cosas abyectas que podría haber hecho.
¿Qué tipo de hombre mandaría a un matón como Glen Davies para asustarla?
A su propia hija… «Pues el tipo de hombre capaz de asesinar a alguien»,
piensa. ¿Podría haber tenido algo que ver con los cuerpos en el jardín? ¿Se ha
dejado llevar por el pánico porque el pasado se le está echando encima y le
preocupa que le descubran después de todos estos años? ¿Qué «pruebas»
tendrá su madre contra él?
Y luego está Saffy. Lorna contempla a su hija, que tiene la mirada perdida
y se muerde la uña del pulgar. Todo el resentimiento que ha ido acumulando,
cosas que Lorna ni siquiera había imaginado. ¿Ha sido una mala madre? Aún
tiene clavadas en el corazón las palabras que le dijo en el coche. No sabe
cómo puede arreglar nada de eso.
Lorna coge el móvil de la mesa de centro.
—¿Te importa poner la tetera a calentar, cariño? Ya llamo yo al sargento
Barnes.
Esa mañana se ha tomado ya dos tazas de café y se nota agitada. Saffy lo
hace a regañadientes: se levanta del sofá y se dirige hacia la cocina. Lorna oye
el barullo que produce al abrir los armarios y poner las tazas sobre la
encimera.

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El sargento Barnes responde de inmediato y ella se lanza a contarle los
acontecimientos de la tarde anterior, hablando tan deprisa que él ha de pedirle
que repita las cosas.
—Muy buen trabajo —dice al acabar ella—. Hoy mismo mandaremos a
alguien para que hable con Victor Carmichael.
—Vive en Yorkshire.
—No es problema. Y, ahora que sabemos para quién trabaja Glen Davies,
no debería costarnos encontrarlo —añade. Lorna experimenta una oleada de
alivio. Desde que la asaltó por la calle ha estado en alerta constante. Tiene la
esperanza de que puedan encerrarlo—. Como habrá supuesto —prosigue el
sargento—, la tarjeta que le dio era falsa. Lo más probable es que el número
pertenezca a un móvil de prepago, y cuando uno de mis agentes llamó no
contestó nadie. Podemos organizar una prueba de ADN. ¿Cuándo piensa
Theo Carmichael volver a su casa?
—Se quedará hasta mañana. Tengo su número… Estoy segura de que no
le importará que se lo dé a usted.
—Genial. La mantendré informada.
El sargento Barnes cuelga, y Lorna va a reunirse con Saffy en la cocina.
Su hija está de pie frente a la nevera abierta, mirando en su interior.
—Se ha acabado la leche. Otra vez. ¿Cómo es posible que nos estén
pasando tantas cosas? —se lamenta.
—Lo siento —dice Lorna acordándose de la leche—. Me he tomado la
que quedaba con el café de esta mañana. ¿Por qué no vuelves a la cama? Iré al
pueblo a comprar más. —Le frota el brazo a su hija; bajo sus dedos el
terciopelo tiene la suavidad de un oso de peluche—. Prepararé algo bueno
para la cena de esta noche. Algo reconfortante.
—Gracias, mamá. ¿Te importa llevarte a Nieve contigo?
Lorna accede y observa a Saffy mientras esta recorre con lentitud el
pasillo y sube las escaleras, como si llevara sobre los hombros todo el peso
del mundo.

Al salir del colmado cargada con una bolsa de plástico, Lorna se topa con
Melissa.
—Me alegra mucho verte de nuevo —le dice ella con una sonrisa
resplandeciente. Lleva unas gafas para leer sujetas por una cadena que le
rodea el cuello.

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Lorna se pregunta qué se debe de sentir al pasarse toda la vida en un
mismo pueblo. Ella no lleva ni dos semanas allí y ya comienza a estar
agobiada.
—He estado pensando mucho en nuestro encuentro del otro día. —
Melissa baja la voz y apoya el peso sobre el bastón—. En Rose. Y en Daphne.
—¿Ah, sí? —Lorna intenta no sentirse esperanzada. Aquello ocurrió
cuarenta años atrás. ¿Qué podría recordar Melissa que le resulte útil?
—¿Te gustaría venir a tomar una taza de té? Vivo ahí mismo, junto al río.
Lorna oye a un bebé que llora al otro lado de la cruz de mercado y una
voz de mujer que intenta apaciguarlo.
—Me encantaría —contesta.
Tiene la impresión de que es muy probable que Melissa se sienta sola y
quiera rememorar el pasado. De ese modo Saffy y Tom dispondrán de otro
rato a solas. Y le gustaría averiguar más cosas sobre cómo era su madre de
joven y sobre la misteriosa Daphne. Necesita distraerse antes de reunirse con
Theo y Jen.
—¿Te molestan los perros? —pregunta desatando la correa de Nieve de
una farola—. Es de mi hija.
—Pues claro que no. —Melissa se pone la bolsa de viaje al hombro y echa
a caminar con lentitud, apoyándose con fuerza en el bastón.
Cruzan el puentecito y siguen el río durante un rato. Nieve se detiene a
olfatear el tronco de un sauce llorón, y a continuación llegan a una hilera de
viviendas al otro lado del pueblo. La casa de Melissa es más pequeña que la
de Saffy y es un adosado, pero está construida con la misma piedra de los
Cotswolds y conserva el estilo típico de las residencias de Beggars Nook.
Lorna entra detrás de Melissa directamente en un salón con un techo bajo
de vigas y decoración anticuada: sofás de estampado floral con amplios
brazos, platos colgados en las paredes… Pero tiene su encanto y está limpio y
bien organizado, lo cual es importante para Lorna. No soporta el desorden. Se
pregunta si Melissa llegó a casarse alguna vez, o si tuvo hijos.
—Estás en tu casa —le dice ella indicándole el sofá—. ¿Un té?
Lorna acepta encantada y se ofrece a prepararlo, pero Melissa se niega en
redondo. Es una mujer muy independiente y resulta evidente que se siente
más segura en su propia casa, ya que deja apoyado el bastón contra la pared.
Lorna se acomoda en el sofá con Nieve a los pies.
Melissa vuelve con dos tazas y le ofrece una a Lorna. A continuación
hunde su robusto cuerpo en un sillón gastado que hay delante del sofá, al lado
de la pequeña ventana emplomada.

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—La chimenea es preciosa —comenta Lorna.
Está hecha de hierro forjado y tiene una protección exterior. La repisa está
repleta de figuritas y fotografías enmarcadas. No puede dejar de preguntarse
cuánto se debe de tardar en quitarle el polvo a todo eso. Pero está inmaculado,
no hay una sola mota a la vista.
—Gracias. Tenemos una en cada habitación, aunque nunca he usado las
de los dormitorios. Dudo que alguien lo haga hoy en día, pero estas casas se
construyeron antes de que hubiera calefacción central —dice con una risita.
—Pero les da carácter —dice Lorna, que toma un sorbo de té y piensa en
los hogares de la casa de Saffy. Se pregunta si los de los dormitorios se
habrán utilizado desde los tiempos de su madre—. En fin, dime, ¿qué estabas
a punto de contarme delante del colmado?
Melissa deja la taza sobre la mesilla que tiene al lado y aprieta los labios,
con lo que un temblor recorre los pliegues de su papada.
—Bueno —comienza—, verte y evocar a Rose ha hecho que todo vuelva
a mí.
—¿Qué ha vuelto?
—Aquel otoño tan extraño.
Lorna se quita la chaqueta. Aunque el día es templado Melissa tiene la
calefacción encendida y allí hace un calor sofocante. Ha empezado a sudarle
la parte baja de la espalda.
—¿El otoño de 1980?
—Sí.
—¿En qué sentido fue extraño?
—Bueno —Melissa cruza los brazos sobre el vientre—, fue cuando me di
cuenta de que algo no iba bien. Con Rose.
—¿En serio? —Lorna se inclina hacia delante para dejar la taza. El té está
logrando que se sienta más acalorada.
—Como te dije, siempre se había mostrado callada, reservada. Era
evidente que era una madre devota y soltera. Nunca mencionó que hubiera un
marido. Siempre estaba en tensión, nerviosa; se preocupaba en exceso por tu
seguridad. Me estoy repitiendo, perdona, todo esto ya te lo conté. Bien, a
pesar de todo Rose siempre intentaba ayudar a la comunidad. Trabajaba como
voluntaria en el café de la iglesia dos veces al mes. Estaba en el Women’s
Institute. Y luego, a principios de verano, lo dejó todo. Cortó por completo
todos los lazos con nosotros, la gente del pueblo.
—¿Y qué hay de Daphne?

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—Oh, la veíamos por ahí. Trabajó un tiempo en el pub y luego en la
granja. A veces os veíamos a las tres juntas, así que sabíamos que Rose estaba
bien. Creo que pensaba que no necesitaba a nadie más que a Rose. Eran tan…
autosuficientes.
—¿Y pensaste que quizá mantenían una relación?
—Eso creo, sí. Pero no es que lo pregonaran. Eran otros tiempos.
—Entonces ¿qué quieres decir con lo del otoño extraño?
—Bueno, fue una cosa de lo más rara. Rose vino a verme. Recuerdo que
fue la Noche de la Hoguera. Hubo un acto en el pueblo…, en la granja, con
fuegos artificiales y todo eso. La vi allí, con Daphne y contigo. Rose parecía
más inquieta de lo habitual, pero me pregunté si no sería por el evento. Creo
que no le gustaban las multitudes. Quizá no se sintiera a salvo. El caso es que
más tarde, bastante rato después, me abordó y me dijo que temía por su vida.
—Oh, Dios mío —dice Lorna con voz entrecortada. Eso no se lo esperaba
—. ¿Te contó por qué?
—Fue después de que yo la avisara de que alguien había entrado en el
café buscándola. Me preguntó quién era, pero yo no sabía el nombre de aquel
hombre…, no le había visto antes. Aunque sí volví a cruzarme con él algunas
veces después de que Rose se mudara, por el pueblo, pero entonces debió de
marcharse también, porque no supe nada más de él. Bueno, el caso es que me
dijo que había hecho algo y que temía que te apartaran de ella. Para serte
sincera, estaba bastante alterada. De verdad que fue muy raro. Intenté
tranquilizarla, pero ella me soltaba evasivas, tenía demasiado miedo para
contarme nada.
¿Era Victor quien la tenía tan atemorizada? Lorna se mordisquea una de
las uñas de gel. ¿Él la encontró y fue ese el motivo por el que se marchó tan
deprisa? ¿Sin despedirse de nadie?
—El hombre, ¿te dijo cómo se llamaba?
Melissa niega con la cabeza.
—No, no que yo recuerde…
—Y mi madre, ¿te mencionó el nombre de Victor?
Melissa frunce el ceño.
—No lo sé…, quizá. Fue hace mucho tiempo. Solo recuerdo que se asustó
mucho cuando le conté que alguien la estaba buscando. ¿Por qué? ¿Quién es
Victor?
—Creo que es mi padre. Y que ella había huido de él.
—Oh, eso es terrible. Ahora todo cobra sentido. Aquella noche parecía
estar muy asustada. Como te dije, cuando llegó al pueblo simplemente dimos

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por hecho que era viuda.
Lorna se remueve en su asiento.
—No puede tratarse de una coincidencia, ¿verdad? Se entera de que
alguien la busca y acto seguido sale huyendo. —Lanza un suspiro—. No
recuerdo gran cosa de cuando vivíamos aquí, ni de Daphne, así que debieron
de separarse en algún momento cuando yo aún era pequeña. Tras salir de aquí
mamá y yo nos fuimos a vivir a Bristol.
—Parecían estar muy unidas.
—Mira que la quiero, pero mi madre es un bicho raro. Que yo recuerde
nunca ha tenido una relación. Ni con un hombre, ni con una mujer. Se
concentró en cuidar de mí, y cuando yo me marché de casa, en mi hija.
—Pero algo pareció asustarla de veras la Noche de la Hoguera —repite
Melissa con voz melancólica—. Porque me dijo… —mira el hogar y frunce el
ceño— una frase realmente extraña.
—¿Qué te dijo?
—Dijo: «Si me pasa algo malo, mira en el hogar».
Lorna frunce el ceño.
—¿En la chimenea? ¿Cuál? ¿La tuya?
Ella se ríe.
—No. La mía no creo. Supuse que se refería a la de su casa. Pero no lo sé.
A Lorna se le acelera el corazón. El hogar. Deben de ser las pruebas que
Victor está tan desesperado por encontrar. ¿Habrán estado allí durante todo
ese tiempo?
—Y… —A duras penas puede contener la excitación—. ¿Llegaste a
mirar?
—No. No, la verdad es que no le di demasiadas vueltas. Después de que
se marchara me enteré de que aún era la dueña de la casa y de que la había
alquilado. Así que pensé que debía de estar bien. De no haber sido así… Si,
no sé, la hubieran encontrado muerta en la casa o algo por el estilo, bueno,
entonces sí, sí, habría hecho lo que me pidió, pero se marchó y otras personas
se mudaron a vivir allí. Unos diez años después de su marcha, allá por 1990,
me topé con un agente inmobiliario que estaba mirando la casa y le pregunté
por Rose. Me contó que seguía siendo su propietaria y que había arrendado
Skelton Place. Di por sentado que habría escapado del hombre que tanto
miedo le daba.
«Dios», piensa Lorna mientras las lágrimas le nublan la visión y se
imagina a su madre, sola y asustada, criándola por su cuenta.

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—Los cuerpos del jardín —dice Melissa de repente—. ¿Ya saben a quién
pertenecen?
—Uno es el de un periodista llamado Neil Lewisham. Y el otro aún no lo
saben. Pero me lo he estado preguntando. Quizá no se separaran, sino que el
otro cuerpo pertenezca a Daphne.
Melissa traga aire de golpe.
—Pero ¿quién la habría asesinado?
Lorna baja la vista, se mira las manos.
—Me preocupa que la policía piense que fue mi madre.
—No, no, eso no estaría bien —replica Melissa subrayando las palabras
—. Rose nunca le habría hecho daño a Daphne ni habría dejado que alguien la
lastimara. No sin llamar a la policía o hacer algo.
—A no ser que fuera mi madre quien la mató —dice Lorna tragando
saliva.

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Saffy
—¿Qué haces? —me pregunta Tom cuando me levanto de la cama y
comienzo a vestirme con rapidez—. Pensé que podríamos quedarnos aquí
tumbados. —Levanta las cejas de manera insinuante—. Ahora que Lorna ha
salido un rato.
—Lo siento, quiero ir a ver a la abuela. Necesito verla. Pasar un rato con
ella.
—Recuerda que tenemos una cita con Theo y su esposa más tarde.
¿Volverás a tiempo?
—Sí. —Me pongo una camiseta que llevaba un par de años sin usar y
unos pantalones de chándal, y me recojo el pelo en un moño desordenado.
Tom se incorpora. Tiene el pecho desnudo y siento un fogonazo de deseo,
pero este desaparece con la misma rapidez con que ha llegado. Tengo
demasiadas cosas en la cabeza.
—Voy contigo. Llevo siglos sin ver a tu abuela y…
—¡No! —rujo, y de inmediato me doy cuenta de que he sonado un poco
áspera—. No pasa nada. Creo que la abuela hablará más si voy sola.
Él me mira fijamente, la ansiedad grabada en su expresión.
—Estoy preocupado por ti, Saff. Tienes mucho que asimilar con todo este
tema, y ahora vas y sales corriendo para Bristol.
—No estaré mucho rato. —Me siento al borde de la cama y meto el pie en
uno de los calcetines deportivos—. Quiero preguntarle a la abuela por Victor.
Ahora que sé más cosas. Y quizá sea más sencillo sin…
—¿Sin tener a tu madre allí?
Asiento con la cabeza, sintiéndome culpable.
Él me coge la mano.
—¿Estáis bien las dos? Ayer, cuando volví del trabajo, noté una ligera
tensión entre vosotras. Sé que acababais de mantener un encuentro muy
intenso con Theo y que habíais descubierto lo de Victor, pero… había algo
más, como que se fraguaba algo entre vosotras.
—Tuvimos una pequeña discusión. Le dije algunas cosas que no debería
haberle dicho.
—Oh, Saff.

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—Ya lo sé. No fue mi mejor momento. Mamá intenta hacerlo lo mejor
posible. Y la quiero, pero…
—Eh… —Levanta los brazos con las palmas hacia mí—. No tienes que
explicármelo. Sé que las cosas entre vosotras son complicadas.
—Es que con mi abuela era mucho más sencillo, ¿sabes? —Me río con
ironía—. O eso pensaba.
Tom me atrae hacia sí y me besa.
—Conduce con cuidado —dice—. Y ¡no tardes mucho o es posible que
para cuando vuelvas tu madre ya nos haya reorganizado toda la casa!

Cuando llego la abuela está en la cama. Joy me cuenta que ha pasado mala
noche, y yo intento apaciguar el remolino de ansiedad que noto en el
estómago mientras recorro el pasillo que conduce a su habitación. Millie, la
encantadora enfermera de la abuela, me ha advertido que algún día quizá deje
de reconocerme por completo, que sus pequeñas ventanas de lucidez se irán
volviendo cada vez más infrecuentes, hasta que acaben por no existir. Soy
consciente de que hasta ahora hemos tenido suerte. Llegará un día en que ella
desaparecerá por completo y en su lugar habrá una anciana que no recuerde
quién es, y mucho menos quién soy yo. Una anciana sin memoria, ni del
pasado ni del presente.
La abuela está en la cama, recostada sobre dos almohadas inmensas, con
las mantas bien arropadas bajo las axilas. Sus manos, cruzadas sobre la manta
de arriba, se ven nudosas y frágiles; tiene la piel como de papel de arroz,
atravesada por venas azules. Tiene los ojos cerrados y yo me quedo junto a la
puerta, observándola durante un rato; sus párpados son traslúcidos, sus
pestañas, en su día largas y oscuras, son ahora escasas y rozan sus sonrosadas
y curtidas mejillas. Aparenta tener mucho más que setenta y cinco años, es
una figura empequeñecida en una cama enorme. Sobre la mesa hay una
fotografía enmarcada de cuando yo era una adolescente. La sacó en el jardín
de la casa de Bristol, debajo del manzano, mientras yo abrazaba a Bruce, su
labrador negro. No había entrado en su habitación desde que llegó a la
residencia, el año pasado, y al ver la foto se me hace un nudo en la garganta y
tengo que esforzarme para no llorar. No quiero que la abuela me vea alterada.
En silencio, para no despertarla, me siento en la silla al lado de su cama.
Frente a mí hay un amplio ventanal por el que veo un árbol que está
floreciendo en el exterior; sus pétalos de color rosa tapan la mitad del vidrio.
«Eso le gustará», pienso mientras tomo una de sus frágiles manos. Ojalá

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pudiera retroceder en el tiempo hasta un momento en el que no sufriera de
demencia. Todos aquellos años, sentadas en su salón, las dos solas, todas esas
oportunidades perdidas para haber charlado, para haber conocido su pasado.
Hay una bandeja encima de su cama, es como las de los hospitales, con
una jarra de agua y un vaso. Le sirvo un poco por si tiene sed cuando se
despierte. Y entonces me siento con ella. Disfruto de nuestra soledad. Como
en el pasado.

Estoy leyendo en el móvil los correos de trabajo que no he podido abrir


durante la semana cuando oigo una tos. Levanto la mirada y veo que la abuela
se ha despertado. Permanece tumbada, mirando al frente durante unos
instantes, como si intentara ubicarse, hasta que repara en mí y abre mucho los
ojos.
—¿Quién eres? —me pregunta en un susurro con voz ronca.
Le doy el vaso de agua y ella se lo lleva a los labios con la mano
temblorosa.
—Soy yo, abuela. Soy Saffy. —Le señalo la foto—. Tu nieta, ¿recuerdas?
Pero en sus ojos solo hay confusión. Confusión y miedo.
Así que me pongo a hablar. Sobre Skelton Place, sobre Nieve, sobre
mamá, la casa de Bristol con el enguijarrado y el invernadero, cualquier cosa
que pueda ayudarla a recordar quién es.
—Y solías mostrarme las tomateras en el invernadero, ¿recuerdas? Me
enseñaste a plantar semillas y rábanos. —Tengo que hacer una pausa para
tragarme mis emociones—. Y ahora voy a tener mi propio bebé.
—Un bebé.
Al sonreír se le ilumina toda la cara y vuelve a ser mi abuela. Mi
maravillosa, bondadosa y reservada abuela, que adoraba tejer y cuidar del
jardín y ver la televisión durante el día y hundir galletas de crema en el té
reposado mucho rato.
Me inclino hacia delante para cogerla de la mano.
—Imagínatelo, vas a ser bisabuela —le digo intentando mantener un tono
de voz ligero.
—Imagínatelo —repite ella, los ojos brillantes. No lleva la dentadura y
eso hace que parezca mucho mayor, tiene la parte inferior de la cara como los
títeres Punch y Judy. Y en ese momento sus ojos se nublan—. Serás una
buena madre, ¿verdad? ¿Cuidarás del bebé?
—Pues claro que sí. Y Tom será un buen padre.

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—Tom… Tom… —dice, y entonces un destello de reconocimiento
atraviesa su rostro—. Tom es un buen hombre.
—Sí, lo es.
—Tienes mucha suerte. Neil no era un buen hombre. Y Victor tampoco.
Victor. Me alivia que ella misma haya sacado el tema. Esta es mi
oportunidad.
—¿Victor es tu exmarido, abuela? —le pregunto.
Ella suelta un resoplido de risa.
—Pues claro que no. Nunca he estado casada.
—Pero Victor es el padre de Lorna. ¿El padre de Lolly?
Sus grandes ojos de color avellana se encuentran con los míos.
—Sí…, sí, creo que sí.
—¿Lo crees?
Frunce la expresión.
—Todo está tan borroso…, mis recuerdos. No siempre son claros.
—Ya lo sé —asiento con dulzura—. Ya lo sé, abuela. —Se le llenan los
ojos de lágrimas y los míos hacen lo mismo—. No pasa nada —la tranquilizo
—. No pasa nada.
—Sí que pasa —dice ella mientras una lágrima cae de su ojo y serpentea
por su arrugada mejilla—. Incluso después de todos estos años la echo de
menos.
Siento que me duele el corazón.
—¿A quién echas de menos, abuela?
—A ella.
Me pregunto si se refiere a Daphne.
—¿Qué le pasó? —le digo, aunque no estoy segura de querer que me
conteste.
¿Y si me confiesa ahora mismo que la mató y que la enterró en el jardín al
lado de Neil? ¿Qué haría yo con esa información? Ahora es una anciana, y la
quiero. Deseo protegerla. ¿De qué me serviría una confesión? Por primera
vez, desde que comenzó todo esto, no estoy convencida de querer saber la
verdad. Es posible que algunos secretos estén mejor sin salir a la luz.
—¿Victor le hizo daño, abuela?
Ella asiente con la cabeza, lágrimas en las mejillas.
—Sí. No es un buen hombre.
—Lo sé. No parece que lo sea.
—La engañó —revela.
—¿Engañó a Daphne?

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Ella niega con la cabeza.
—No, no.
—¿Te engañó a ti?
Ella me mira y parpadea. Entonces estira los brazos y me pone las manos
sobre el pelo, por detrás de las orejas.
—Te quiero —dice.
—Ay, abuela, yo también te quiero.
—Y quiero a Lolly. No dejes que Victor la encuentre —me pide cerrando
los ojos de nuevo—. Mantenla a salvo.
—Abuela, Victor ya es un hombre mayor. No le hará daño.
Cuando abre los ojos me doy cuenta de que la abuela que conozco ya no
está, y de que la ha reemplazado una desconocida.
—¿Quién eres? —me pregunta, como si la conversación que acabamos de
mantener no hubiera ocurrido nunca.
Así que me quedo sentada, repitiendo con paciencia todo lo que le he
dicho antes, con la esperanza de que vuelva a mí.

Más tarde, mientras me dirijo al coche, recibo una llamada del sargento
Barnes.
—Han encontrado a Glen Davies y lo han arrestado.

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Rose
Verano de 1980

Mi miedo y mi paranoia iban a peor. Cada vez que oía un ruido pensaba que
era la policía, que había venido a arrestarme y estaba en la puerta de casa.
Cada vez que paseaba por el pueblo me preocupaba que la gente estuviera
hablando de mí, que de algún modo lo supieran. En el periódico había
aparecido un artículo sobre la desaparición de Neil Lewisham y, al ver su
rostro mirándome desde el papel, me engulló el pánico y tuve que salir de la
tienda. No llevaba bien el haber matado a un hombre. Por mucho que
intentara convencerme a mí misma de que lo había hecho por un buen motivo.
Daphne estuvo increíble. Durante los meses siguientes me apoyó en todo
momento. Le encargó a un cantero del lugar que le trajera unos adoquines y
me dijo que iba a «remodelar» el jardín. Pero yo sabía lo que quería hacer en
realidad. Iba a alargar el patio para que tapara la zona en la que estaba
enterrado el cuerpo de Neil. Para que yo no tuviera que volver a ver aquel
parche donde la hierba no coincidía con la del resto del jardín.
—¿Dónde aprendiste a hacer todas estas cosas? —le pregunté un día,
cuando entró en la cocina después de haber estado poniendo los adoquines,
con una mancha de tierra en la mejilla.
Miró a su alrededor para asegurarse de que tú no pudieras oírnos.
—Aprendí muchas cosas en la cárcel —dijo. Se le sonrojaron las mejillas,
en ese momento parecía muy vulnerable—. Pasé mucho tiempo en ella.
—Oh, Daphne…
Intenté ser fuerte, por ella y por ti.
Pero las pesadillas continuaban y me despertaba durante la noche cubierta
por una película de sudor. La cara de Neil se transformaba en la de Victor y
estaba convencida de que nos acabaría encontrando. Al fin y al cabo Neil lo
había hecho.
Aún no le había hablado a Daphne de Victor, pero cuanto más
enamoradas estábamos, más me costaba no contarle mi pasado. No es que ella
me preguntara por él, ni que insistiera. Ella tampoco hablaba de la época en la

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que fue Jean. Era como si las dos quisiéramos limitarnos a vivir el presente.
Como si no hubiéramos existido antes de conocernos.
—Tienes que dejar de torturarte con lo de Neil —me había dicho Daphne
en las diversas ocasiones en las que me lancé en sus brazos temblando y
llorando, abrumada por el miedo y la culpa. Ella me estrechaba contra sí y me
besaba y me aseguraba que todo saldría bien—. Nadie lo sabrá nunca —decía,
pero con ello solo lograba que me sintiera peor. Fuera de control y vulnerable.
Me dejaba perpleja que Daphne no pareciera estar preocupada por Neil y
por que sus restos descompuestos estuvieran enterrados en nuestro jardín. Al
fin y al cabo su desaparición había aparecido en los periódicos. Estaba casado
y tenía un hijo pequeño. La culpa me reconcomía. Incluso con el nuevo
adoquinado odiaba salir ahí fuera, y cada vez que lo hacía me veía inundada
por los recuerdos de aquella noche. Fue duro, sobre todo durante aquel verano
tan caluroso, cuando tú querías estar todo el rato en el jardín.
—Ya salgo yo con ella —decía Daphne tocándome el brazo con suavidad.
Y yo la observaba desde la ventana de la cocina, como una prisionera,
sentarse a tu lado mientras tú escarbabas en el suelo con tu palita y construías
una pequeña rocalla, intentando no estremecerme al pensar que el cuerpo del
hombre al que había asesinado se encontraba a menos de siete metros de
distancia. Por la noche soñaba que bajaba por las escaleras y me encontraba
con que habían quitado los adoquines para destapar el agujero, pero este
estaba vacío, sin el cuerpo. Otras veces me preocupaba que no hubiéramos
cavado bastante y que algo, el perro de alguno de los vecinos o un zorro,
pudiera desenterrarlo por accidente y dejar el cuerpo a la vista. O me
imaginaba que Neil seguía vivo, que había sobrevivido al acuchillamiento y
que estaba empeñado en vengarse, vestido aún con la camiseta manchada de
sangre.
—Ningún animal podrá desenterrarlo ahora que he colocado los
adoquines, no sufras —me tranquilizaba Daphne cuando le confesaba mis
temores.
Casi cada noche se colaba en mi habitación cuando tú estabas
completamente dormida. Era reconfortante notar la calidez de su cuerpo junto
al mío. Así no me sentía tan sola con mis oscuros pensamientos. Una noche
de julio, calurosa y húmeda, mientras yacíamos abrazadas con una sábana
blanca por encima, me preguntó:
—¿Crees que eres bisexual?
Me incorporé y me apoyé en el codo para mirarla. La luz de la luna
resaltaba sus pómulos afilados.

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—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, estuviste casada.
—Hum, en realidad nunca he estado casada.
Sus ojos se veían enormes en la penumbra.
—¿Cómo? Pero el padre de Lolly…
—No soy viuda. Hui de él. Era… es… un psicópata.
Sentí la rigidez de su cuerpo junto al mío.
—Me preguntaba si también habrías huido de alguien. Siempre parecías
tan… reservada. Como yo, supongo. Aunque, por lo que parece, las dos
escapamos de situaciones muy diferentes. —Estiró la mano y me tocó la
mejilla—. Pero entonces pensé que quizá solo eras tímida. —Apartó la mano
y se subió la sábana por encima del pecho. Tenía los brazos bronceados de
haberse pasado tantos días en el jardín, contigo—. Entonces ¿el padre de
Lolly sigue ahí fuera?
Asentí con la cabeza.
—Se llama Victor.
—Victor. —Pronunció el nombre con lentitud—. Suena pijo.
—Nunca tuvimos una relación… romántica —dije intentando
tranquilizarla—. Es… es complicado. —No quería hablarle de Victor, ni de lo
que me había hecho. No quería que se quedara entre nosotras como una
presencia maligna, que manchara lo que teníamos—. Antes de él estuve
mucho tiempo con una mujer, Audrey. ¿Qué hay de ti?
Soltó una risita en la oscuridad.
—He practicado el sexo con hombres, pero nunca me sentí bien
haciéndolo. Entonces me di cuenta de que prefería a las mujeres.
Sentí una punzada de celos.
—De todos modos no deberíamos ponerle etiquetas.
—No lo estoy haciendo. Es solo que me preguntaba por el padre de Lolly,
eso es todo. Siempre he querido tener hijos, pero ya he cumplido los cuarenta.
Aquello me sorprendió. Parecía más joven.
—¿En serio? No los aparentas.
Me contestó con una sonrisa. Volví a acurrucarme en la cama y las dos
nos quedamos bajo la sábana, cara a cara. A su espalda las sombras danzaban
sobre la pared.
—¿Se acaba yendo? —susurré en la oscuridad.
—¿El qué?
—La culpa. Por haber matado a alguien.

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En un primer momento no dijo nada, y me pregunté si la habría ofendido.
Entonces contestó con voz triste:
—Nunca me perdonaré a mí misma por lo que le hice a Susan. He pagado
el precio. He cumplido mi condena. He arruinado mi vida. Pero nunca lo
superaré.
—No eras más que una niña. ¿Yo qué excusa tengo?
—El amor —dijo en voz baja, buscando mi mano bajo la sábana—. Lo
hiciste por amor.

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Lorna
Saffy se queda mirando boquiabierta a su madre.
—¿En el hogar? ¿En cuál? En la casa hay cuatro.
—Ya he mirado en ese —le contesta Lorna con timidez indicándole la
chimenea del salón, y acto seguido le enseña las manos, llenas de hollín.
—Ese lo usamos con regularidad nada más mudarnos —dice Saffy,
torciendo el labio—. Cualquier cosa que hubiera allí quedó incinerada hace
mucho tiempo.
Tom entra a paso lento en la sala y ofrece una taza de té a cada una. Lorna
ya ha bebido tanto que siente como si tuviera sarro en la boca, pero la acepta
de todos modos. Saffy toma la suya de manos de Tom, que se sienta a su lado
en el sofá. Desde que ha vuelto de visitar a su abuela parece apenada. Ha
dicho que está cada vez peor, y Lorna ha sentido una punzada de culpa por no
haberla acompañado. Es consciente de que tiene que regresar pronto a
España: su jefe no le guardará el puesto para siempre, por no hablar de su
apartamento y del asunto inacabado que tiene con Alberto. Por otro lado, no
quiere dejar solas a Saffy y a su madre. Cada vez que piensa en ello, las
palabras que su hija le dijo en el coche le hacen daño. No le gustaría nada que
sintiera que la está abandonando.
Saffy se levanta de un salto.
—Vamos a mirar en el piso de arriba —propone.
—No podemos retrasarnos —dice Tom—. ¿No tenemos que encontrarnos
con Theo a las dos?
—Aún falta media hora —informa Saffy—. Es importante. Vamos.
Lorna está a punto de levantarse de la silla, pero entonces vacila.
—¿En qué consistirán esas pruebas? ¿El arma de un crimen? ¿Un
cuchillo?
Saffy pone los brazos en jarra. Lorna ya puede apreciar con claridad el
perfil de su barriga de embarazada.
—No seas tonta, mamá. Dijo que era algún tipo de documento. Eso es lo
que estamos buscando.
Tom frunce el ceño, pero también se pone en pie.

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—¿Por qué estaría Victor tan desesperado por encontrar documentos
antiguos? ¿Qué podrían contener que lo ligara al escenario de un crimen?
—Bueno, vamos a averiguarlo —sugiere Saffy impaciente, y coge a Tom
de la mano—. Venga.
Lorna sigue a su hija y a Tom al piso de arriba con Nieve pisándoles los
talones y ladrando excitado, contagiado de su adrenalina. Primero van al
dormitorio de Saffy y Tom. La cama está por hacer y la ropa que Tom llevaba
el día anterior está tirada sobre una silla junto a la ventana. Saffy se dirige al
pequeño hogar de hierro forjado.
—Ya me encargo yo —dice Tom apresurándose a pasar por delante de
ella—. No quiero que hagas esfuerzos.
Saffy y Lorna observan cómo se pone de puntillas y palpa el interior de la
chimenea. Saffy da un chillido y salta hacia atrás cuando aparece una araña
con pinta de enfadada.
—Aquí no hay nada —indica quitándose el polvo y las telarañas del pelo.
—Probemos ahora con el tuyo —señala Saffy—. Cielos, mamá —añade
al entrar en la habitación inmaculada de Lorna—. Puedes dejarla
desordenada, ¿sabes?
La chimenea es más pequeña que la de la habitación de Saffy y tiene un
borde de madera, grabado con flores. No les cuesta mucho descubrir que allí
tampoco hay nada.
—El dormitorio pequeño… —comienza a decir Lorna, pero Saffy ya ha
salido al descansillo.
La habitación está vacía, salvo por las cajas del rincón. Lorna ve la zona
en la que Tom ha empezado a quitar el empapelado.
—Es gracioso que este fuera mi dormitorio.
Se dirige hacia la ventana y mira el jardín. Intenta imaginarse a su madre
allí, con Daphne, excavando, enterrando un cuerpo. Pero no puede. Es como
imaginarse a Nieve con una cabeza humana.
—Aquí tampoco parece que haya nada —declara Saffy.
Lorna se vuelve para ver a su hija palpando el hogar y, por encima de ella,
a Tom metiendo los brazos por el tiro de la chimenea. Es como si estuvieran
interpretando una especie de gag cómico.
—¿Crees que Davies lo habrá encontrado?
Lorna suspira.
—Quizá Melissa no lo recuerde bien. Ha pasado mucho tiempo.
Saffy se le acerca y se planta a su lado, y Lorna le pasa un brazo por los
hombros pese a la diferencia de altura. Se quedan así un rato, en el dormitorio

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que había pertenecido a Lorna, mirando el hogar como si este contuviera
todas las respuestas.

Cuando están a punto de salir de casa para ir a reunirse con Theo y Jen, a
Saffy le suena el móvil.
Mete la mano en el bolso y contesta a la llamada; articula con la boca que
se trata del sargento Barnes.
A Lorna se le revuelve el estómago. ¿Qué querrá ahora? ¿Habrán hablado
con Victor?
—De acuerdo —asiente Saffy, que les dirige a los dos una mirada ansiosa
—. Entiendo. Y ¿está seguro? Ya… —Se coloca un rizo por detrás de la oreja
—. Sí. Está bien. Gracias.
Aprieta el botón del móvil para colgar y vuelve a guardarlo en el bolso.
—¿Qué pasa? —pregunta Tom.
—Los forenses han comparado el segundo cuerpo con los registros
dentales de cuando Jean Burdon estuvo en la cárcel, y los resultados acaban
de llegar. No coinciden. No es ella.

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Rose
Septiembre de 1980

El problema del amor es que te ciega. Y yo estaba tan cegada por mis
sentimientos hacia Daphne que era como si tuviera vértigo.
Rompí la única regla que tenía desde que hui de Victor: guardar las
distancias.
Pero había algo que me reconcomía.
Daphne sabía demasiado sobre mí.
Y yo, por mi parte, sabía demasiado sobre ella.
La identidad que había robado, la deshonra que había sufrido como Jean
Burdon, su paso por la cárcel.
Sabía que la amaba, pero ¿y si nuestros crímenes nos acababan atando?
¿Y si nos impedían separarnos, en caso de que una fuera a delatar a la otra?
¿Qué pasaría con ella si su verdadera identidad llegase a ser de
conocimiento público? Sería vilipendiada por los vengadores de turno. Tras
salir de la cárcel, su nueva identidad era Sheila Watts. Pero se despojó de esa
piel el día que se «ahogó», de modo que ya no había agentes de libertad
vigilada controlándola, ni policías que se aseguraran de que no volviera a
matar. No es que yo pensara que fuera a hacerlo de nuevo. Confiaba en ella.
A fin de cuentas las dos éramos asesinas en aquel momento. Y ella cometió su
error cuando era una niña inocente, desatendida, maltratada, que repartía a
diestro y siniestro. Yo debería haber actuado con más sensatez a los treinta y
seis.
No, en todo caso Daphne me tenía bajo su control. Podría conducir a la
policía literalmente hasta el cuerpo.
Pero me tranquilicé a mí misma diciéndome que valía la pena, porque
nuestro amor era verdadero: era puro y real y para siempre. Me dije que nunca
llegaría el momento en el que alguna de las dos usara lo que sabía como una
especie de chantaje emocional para que la otra no se fuera. Daphne no era una
persona manipuladora. No le gustaban los juegos. Yo no tenía por qué
preocuparme.
Daphne no era como Victor.

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Al menos eso fue lo que me dije en aquel momento.

Era una hermosa mañana de principios de otoño, los árboles ya habían


comenzado a perder las hojas. Tú disfrutabas mucho pasando por encima de
ellas y pateándolas de camino a la guardería, y el pueblo estaba precioso,
rodeado de aquellos colores rojizos, dorados y marrones. Fuera hacía fresco,
pero lucía el sol y, después de dejarte, decidí tomar el camino más largo hasta
casa, a través del bosque. Este se encontraba en paz, la luz del sol se colaba en
diagonal entre los árboles y, mientras hundía las manos en los bolsillos de mi
abrigo de piel con borreguito, sentí que me inundaba la felicidad. Al girar la
esquina del sendero que conducía a la parte trasera de la casa reparé en que
había alguien en nuestro jardín, junto al muro de piedra que lo separaba del
bosque. Me detuve y me oculté detrás de un tronco muy grueso. Era Daphne.
Y no estaba sola. Había un hombre con ella. Me palpitaba el corazón, se me
revolvió el estómago. ¿De quién se trataba esa vez? ¿Sería otro periodista
empeñado en descubrir su verdadera identidad?
Me pregunté si sería Sean, uno de los peones de la granja. Yo no le
conocía, pero Daphne había hecho buenas migas con él en el trabajo. Al
parecer le daba cosas: huevos que sobraban, alguna lata de pintura, medio
litro de leche. Yo esperaba que no estuviera llevándose esas cosas de manera
ilegal, pero Daphne decía que era un hombre «decente», lo cual, viniendo de
ella, era todo un elogio. Se me pasó por la cabeza que pudiera sentirse atraído
por Daphne, pero yo confiaba en ella. Sabía que me amaba.
Al mirarlos más de cerca vi que se trataba de Joel.
La brisa llevó sus voces hasta mí.
—Creo que deberías irte —le oí decir a Daphne.
Me dispuse a salir de detrás del árbol. ¿La estaría molestando de nuevo?
Pero la respuesta de Joel me dejó clavada en el suelo.
—No entiendo por qué te inventaste esas mentiras sobre mí —dijo
exasperado, levantando los brazos. Desde donde yo estaba pude ver que
parecía confundido de verdad—. Rose y yo éramos amigos y ahora lleva
meses sin hablarme. Cuando la veo por la calle me evita.
—Está en su derecho.
—La pusiste contra mí inventándote que soy una especie de… de baboso.
—No seas ridículo.
—Nunca intenté nada contigo. Nunca te acosé. Lo único que hice fue
contarte lo que sentía por Rose. ¿Lo hiciste por eso? ¿Para evitar que

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tuviésemos algo?
—Métete en la cabezota que no está interesada en ti y que nunca lo estará,
independientemente de lo que yo le haya contado —dijo Daphne entre
dientes.
Me sorprendió la rabia que mostraba su rostro. Por lo general era tan
serena, tan despreocupada… Siempre había admirado su paciencia, su
bondad. A ver, desde luego que no era ninguna santa. Era aprensiva, igual que
yo. Se enfadaba ante las injusticias y las desigualdades. Era independiente y
capaz. Pero nunca se mostraba mezquina ni injusta…, o eso creía yo. No
obstante, si Joel había dicho la verdad, si Daphne me mintió al decir que
intentó aprovecharse de ella, habría sido una actitud muy manipuladora por su
parte.
—Pero eso no lo sabías, ¿verdad? No en aquel momento. Pensaste que
quizá yo le gustaba y decidiste ponerle fin. Es posible que hayas engañado a
todo el mundo por aquí, Daphne, con tu aspecto de no haber roto nunca un
plato, pero yo te tengo calada.
—¡¿Por qué no te vas a la mierda?! —rugió ella—. Déjanos tranquilas.
Inspiré con tanta fuerza que me dolió el pecho. Me quedé esperando la
reacción de Joel, pero él se limitó a mover la cabeza con expresión afligida.
—Espero que no la estés utilizando. Rose es una buena persona.
—Pues claro que no.
Él miró hacia la casa.
—Lo tienes bien montado aquí. Un techo sobre tu cabeza. El amor. Una
familia ya hecha.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho. Llevaba un suéter holgado de color
beige y los pantalones de montar de color crema que le había regalado por su
cumpleaños. Le estaba volviendo a crecer el pelo y ya lo llevaba por los
hombros, pero se lo seguía tiñendo de oscuro. A mí me gustaba así. Tenía las
mejillas sonrosadas por el frío y le brillaban los ojos con intensidad. Estaba
muy guapa.
—Amo a Rose.
—Espero que así sea.
—Pareces estar celoso.
—Quizá lo esté.
Ella pateó el suelo con mis botas de lluvia, que solía ponerse para ir a
trabajar.
—Bueno, Rose nunca habría sentido interés por ti, así que no importa lo
que le dijera.

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Él suspiró.
—Pero al menos habríamos seguido siendo amigos. ¿O tampoco quieres
que pase eso?
—No sé a qué te refieres.
—¿Rose ve a alguien además de a ti?
—Siempre ha sido una mujer solitaria. Eso no es culpa mía.
Él negó con la cabeza.
—Melissa me ha dicho que Rose ha dejado de ir a tañer la campana en la
iglesia. Y que ya no acude al Women’s Institute.
—Eso es decisión suya, no mía. Es solo que nos gusta pasar tiempo
juntas. ¿Recuerdas lo que es eso? ¿El primer brote del amor, cuando lo único
que quieres es a la otra persona? Deja de intentar que parezca otra cosa.
Nunca impediría que Rose hiciera algo que desea hacer, y viceversa.
No podía seguir allí, escuchando aquello. No estaba bien. Abandoné la
sombra del árbol y me dirigí hacia la parte trasera del jardín. Trepé el muro y
bajé de un salto a la hierba. La sorpresa en la cara de Daphne fue tan cómica
que tuve que reprimir una carcajada.
—¿Qué… qué haces? —preguntó con un grito ahogado mientras me
acercaba a ellos.
—Lo siento, a veces vuelvo por aquí. Me gusta caminar sola por el
bosque. Pensaba que estarías en el trabajo.
Se le puso la cara de color carmesí oscuro.
—Yo… Sí, estaba a punto de irme. Joel se ha pasado.
Me di cuenta de que intentaba adivinar si yo había escuchado su
conversación, pero mantuve un tono ligero.
—¿Va todo bien? —le pregunté a Joel.
—Todo bien. —Me sonrió de manera breve y cálida—. Me alegra verte
tan bien, Rose… Si necesitas algo… —Me dirigió una mirada cargada de
significado—. Lo que sea, ya sabes dónde encontrarme, ¿verdad?
—Hum, claro…
—Bien. Entonces me largo.
Nos quedamos observando cómo Joel cruzaba el jardín a grandes
zancadas, hasta que desapareció por el lateral de la casa.
—¿A qué ha venido todo esto? —dije preguntándome si Daphne me
contaría la verdad.
Pero ella estiró los brazos, me estrechó contra su cuerpo y, a modo de
respuesta, me besó profundamente.

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—Tengo media hora antes de entrar a trabajar. Aprovechemos que Lolly
no está aquí —contestó mientras se apartaba y me cogía de la mano para
conducirme hacia la casa.
Pero yo no pude desprenderme de la sensación que se había instalado en
mi interior. Si Daphne me había mentido, si me había manipulado con Joel,
¿en qué más no me habría sido sincera?

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Theo
El lunes, antes de comenzar su turno, Theo decide hacerle una visita a su
padre. Necesita algunas respuestas ahora que sabe lo de Lorna y Rose. No le
ha visto desde que este salió con cajas destempladas del restaurante la semana
anterior. Tiene que esperar unos minutos, enfadado consigo mismo por que su
corazón esté más acelerado de lo normal. Y entonces oye el golpeteo sordo de
sus pasos al cruzar el vestíbulo, y la puerta se abre de golpe. Su padre aparece
al otro lado, con un suéter de rombos color pastel y unos chinos.
—¿Qué quieres?
—Tienes que dejarme entrar.
—No quiero hablar contigo. ¿Fuiste tú quien le habló de mí a la policía?
Debería haberlo supuesto. Siempre sospechando de todo.
Está a punto de cerrarle la puerta en la cara, pero Theo mete el pie en la
rendija antes de que tenga la oportunidad de hacerlo.
—De hecho, no fui yo. Y, si me dejas entrar, podré explicártelo —
contesta Theo intentando sonar más enérgico de como se siente.
Su padre se queda mirando la zapatilla deportiva de su hijo, encajada en la
puerta.
—Parece que no tengo otra opción —dice retrocediendo.
A continuación gira sobre sus talones y se aleja con gesto envarado por el
vestíbulo. Theo le sigue hasta la cocina, que está inmaculada, como siempre.
No hay un solo objeto fuera de su sitio. Su padre se detiene junto a la
encimera, en la esquina, y enciende la tetera.
—Date prisa. Me esperan en el club.
Theo se pregunta en ese momento si su padre tiene la capacidad de amar.
No se imagina hablándole a su futuro hijo del modo en que su padre se dirige
a él.
—¿Qué te dijo la policía?
—No mucho. Me hicieron algunas preguntas.
—¿Sobre qué?
No responde, se queda ahí plantado, mirando a Theo y parpadeando.
—Sé lo de Rose Grey —continúa Theo—. Sé que tiene una hija… que
posiblemente sea mi hermana. —Victor continúa mirándole con frialdad—.

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Sé que hiciste que el matón de Davies amenazara a esa familia. Que
amenazara a tu propia hija, hostia puta. ¿Cuál es tu problema?
Su padre parece quedarse atónito. Theo nunca había soltado un taco en su
presencia. Y el niño bueno que hay en su interior, el crío que siempre desea
satisfacer a la gente, se ha encogido de dolor al hacerlo.
—No sé de qué me hablas. Eres igual que tu madre. Siempre dejándote
llevar por las emociones.
—Al menos tengo alguna, a diferencia de ti.
—Amé a tu madre. Y amaba a Rose —contesta él.
A Theo le entran ganas de reírse. Está convencido de que su padre no sabe
lo que es eso. Confunde la posesión con el amor.
—Bueno, ¿y qué fue Rose para ti?
—Fue… alguien con quien mantuve una relación, —dice parpadeando, y
a Theo le da la impresión de que no le está contando la verdad.
—¿Y qué pasó?
—Vivió conmigo y se marchó al quedarse embarazada. Intenté
encontrarla, pero en aquella época no era tan sencillo. No había móviles,
buscadores, internet… Simplemente desapareció de la faz de la Tierra. Y
entonces conocí a tu madre y Rose me pareció menos importante.
—¿Y tu hija?
—Ni siquiera estaba seguro de que Rose hubiera tenido el bebé. Yo era
más o menos de tu edad cuando la conocí. Ella ya tenía experiencia. Solo
estaba de seis meses cuando me dejó. Y era tan… voluble.
Eso no concuerda con lo que Lorna le ha contado acerca de su madre.
—¿Me estás diciendo que pensaste que el bebé no era tuyo? Bueno, pues
tengo una noticia para ti, papá. Lo es. El parecido es inconfundible. ¿Es a ella
a quien querías encontrar? ¿Fue ese el motivo por el que tenías el artículo
sobre el escritorio o me estás ocultando algo más?
Su padre se lleva una mano a la cabeza; se le ve afligido y, en ese
momento, a Theo, en lugar del tipo controlador y autoritario al que siempre ha
temido, le parece un anciano.
—Es complicado. Le pedí a Glen que lo investigara por mí.
Lo dice como si estuviera tratando algo tan anodino como el clima.
—¿Qué hace Glen en realidad? Les dijo que era detective privado, pero es
una trola, ¿verdad? ¿Es un timador? No sé lo que te habrá dicho la policía,
pero si estás vinculado con él no te irá nada bien.
—No seas ridículo. —Le da la espalda para preparar el té.

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Hay algo que no cuadra en todo esto: las respuestas de su padre son
deliberadamente huidizas.
—¿Qué me dices de las pruebas? —pregunta Theo.
Su padre no responde nada, pero Theo nota que se le tensan los hombros y
titubea mientras deja caer la bolsa de té.
—¿Pruebas?
Intenta ganar tiempo, Theo es consciente de ello.
—Sí. Al parecer, cuando tu secuaz asaltó por la calle a Lorna, tu propia
hija —espeta con la esperanza de que su padre perciba el asco en su voz—,
mencionó que Rose había enterrado unas pruebas. ¿A qué se refería?
Su padre sigue de espaldas a él.
—No tengo ni idea —contesta, pero Theo nota en su voz que le está
mintiendo.
—Y luego Davies allanó la casa. No se llevaron nada, qué curioso. Pero
es evidente que buscaba algo.
Su padre se vuelve y le ofrece una taza.
—Yo no sé nada de eso.
—Pues claro que sí —dice Theo aceptando el té—. Davies nunca hace
nada a menos que se lo indiques. ¿Esto es lo que le contestaste a la policía?
Ellos no se dejarán engañar, papá. Ahora estás atado a Glen.
Su padre le mira por encima de la taza. Es la que Theo le compró una vez
por el Día del Padre, con un jugador de golf en mitad de un swing. Theo
percibe un destello extraño en los ojos de su padre: ¿culpa, quizá?
¿Remordimiento? ¿Miedo? No está seguro. Siempre ha sido tan difícil de
descifrar… Tan hermético…
Theo sorbe el té. Observándole se da cuenta de que su padre sigue siendo
capaz de intimidarle, pero ahora es un jubilado. Ya no puede hacerle daño. No
tiene el menor control sobre su vida. Theo es del todo autosuficiente: nunca
ha esperado nada de él. Todo lo que hizo por él nació del sentimiento del
deber y del amor hacia su madre. De pequeño siempre le machacaron con que
tenía que querer y respetar a su padre…, pero ese debería haber sido un
camino de doble sentido. Pensaba que tenía que querer a su padre y nunca se
lo cuestionó. Pero ahora, si ha de ser verdaderamente sincero consigo mismo,
no alberga esos sentimientos hacia él. Se bebe el té.
—¿Y las fotos de las mujeres que tenías en tu estudio?
—Son solo mujeres a las que ayudé. Me gusta mantener un registro, eso
es todo. —La voz de su padre suena tensa—. Ya te lo dije en el restaurante.
—Sacándoles fotos sin que lo supieran.

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—No es ningún crimen. No le hacía daño a nadie.
—Entonces ¿por qué las escondiste?
Su padre vacía el té en el fregadero y está a punto de arrojar la taza, que
repiquetea contra su interior.
—Ya he tenido bastante de este tercer grado. Debo irme. —Pasa ofendido
junto a él—. Ya te marcharás cuando quieras —le dice mirándole de reojo, y
coge la bolsa con los palos de golf que hay junto a la puerta y se la cuelga del
hombro—. Y no te molestes en colarte en mi estudio. No encontrarás nada.
—¿Qué hay del asesinato, papá? —pregunta siguiéndole por el vestíbulo
—. ¿Es ese el motivo por el que mandaste a Glen a buscar pruebas a casa de
Rose?
También tiene en la punta de la lengua una pregunta sobre el accidente de
su madre, pero decide no hacérsela. De momento.
Su padre se detiene rígido como un palo y a continuación se vuelve
lentamente hacia Theo con una expresión amenazadora en el rostro.

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48

Lorna
Lorna se encuentra en la cocina, preparando un guiso de verduras. Era una
receta de su madre, y todo ese trocear y cortar la tranquiliza, hace que su
mente deje de estar tan acelerada. Hay mucho ruido indeseado en su cabeza:
los cuerpos, Victor, su madre.
Apenas ha visto a Saffy en todo el día: se ha encerrado en su estudio
diciendo que necesitaba trabajar.
Mete la cazuela en el horno. Lorna echa de menos la carne. No la ha
probado desde que llegó. Se ha dado cuenta de que, para contentar a Saffy,
Tom también se limita a comer pescado. No le iría nada mal una
hamburguesa bien gorda y jugosa.
Vuelve a entrar en el salón y se sorprende al ver a su hija en el sofá.
—¿Ya has acabado de trabajar?
Saffy se restriega los ojos.
—Estoy reventada. Llevo ocho horas seguidas sentada al escritorio, y solo
he hecho una pausa.
Lorna siente que la golpea la ansiedad.
—Tienes que tomártelo con calma…
—¿Cómo podría hacerlo? —gime ella—. ¡Todo esto me ha distraído
muchísimo! Voy retrasada y no me puedo permitir que me despidan.
Lorna aprieta los labios, no quiere decir nada que pueda molestar a su
hija. Saffy ha sido siempre una chica tan tranquila… Pero Lorna es consciente
de que todo esto debe de estar afectándola, por no mencionar que tendrá las
hormonas disparadas.
—No puedo dejar de pensar en lo que me contó la policía ayer —dice
Saffy con un suspiro—. Lo de que el cuerpo no pertenece a Jean Burdon.
—Aún podría tratarse de Daphne. Quizá tu abuela se equivocó al decir
que Daphne era en realidad Jean. O Daphne le mintió.
—Pero en la carpeta de Sheila había un artículo sobre Jean Burdon escrito
por Neil Lewisham. Esa es una conexión. Y papá ha llamado antes para
contarme que una persona de su periódico había descifrado las notas
taquigráficas, y que estas dicen que Jean y Sheila eran la misma persona.

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—La policía lo averiguará —afirma Lorna, a quien le ruge el estómago al
notar que el olor del guiso ha llenado la casa—. Hay que tener fe en ellos. En
el sargento Barnes.
Saffy suspira.
—En cuanto la policía lo averigüe, los periodistas regresarán como
avispas, con el cuchillo entre los dientes. Sé que solo están haciendo su
trabajo, pero esta es nuestra vida.
—Lo sé.
Durante los últimos días la prensa ha perdido interés en el caso, pero
Euan, a quien Lorna sigue mandando mensajes para tenerlo informado, le ha
advertido de que es lo habitual en estos casos: aparece una nueva pista y los
periodistas vuelven al ataque.
Oyen un portazo en la entrada y Lorna se da cuenta de que Saffy se ha
puesto rígida. Acto seguido Tom asoma la cabeza por la puerta del salón.
—Aquí hay algo que huele bien.
—Llegas pronto —dice Saffy feliz, y Lorna siente una punzada de envidia
al verla correr hacia él y rodearle con los brazos.
Ella solía ser la destinataria de esas carreras cuando Saffy era pequeña, si
es que no lo era la abuela. Ahora es Tom. Lleva puesto un casco blanco que
parece un huevo. Se lo quita y se sacude el pelo, que está ligeramente
húmedo.
—Estoy muerto de hambre —dice arrojando el casco sobre la silla.
Lorna resiste la tentación de cogerlo e ir a colgarlo del gancho del
vestíbulo.
—Solo queda media hora y… —La interrumpen unos golpes en la puerta.
Tom va hasta la ventana y mira hacia fuera. Aún hay luz, el sol está a
punto de posarse al otro lado de los árboles. Es uno de esos atardeceres que
tanto le gustan a Lorna, en los que el calor del día permanece flotando en el
aire.
—Son una anciana y un joven —dice.
Lorna se acerca también a la ventana.
—Oh, son Melissa y Seth, su sobrino. —Sale disparada hacia la puerta y
la abre—. Hola, entrad.
Los conduce al salón y se los presenta a su hija y a su yerno.
Melissa sonríe y le ofrece un sobre. A continuación pasea la mirada por la
casa, la posa en los modernos sofás y en los suelos de madera, y vuelve a
dirigir la atención a Lorna.

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—Después de nuestra conversación me acordé de que tenía estas fotos —
le dice.
—He intentado que mi tía esperara hasta mañana, pero se ha empeñado en
venir ahora —dice Seth con una sonrisa mientras se mete las manos en los
bolsillos de los vaqueros.
—Pensé que os gustaría verlas —añade Melissa—. Son de cuando Rose
venía a tañer la campana con nosotras en la iglesia. Solía pasárselo muy bien.
—¿Era campanera? —pregunta Saffy levantando una ceja por la sorpresa
—. Nunca me lo mencionó.
Lorna tiene ganas de añadir que son muchas las cosas que su madre no les
contó nunca, pero lo piensa mejor. Echa un vistazo a las fotos. Un grupo de
unas seis mujeres, entre las que se encuentra Melissa cuando era mucho más
joven, sonríen a la cámara, cada una de ellas con un tramo de cuerda en las
manos, en lo que parece ser el interior de la torre de una iglesia. A juzgar por
los peinados y la ropa, debieron de tomarlas a finales de los años setenta.
Lorna estudia a las mujeres, pero no ve a su madre.
—¿Está aquí? —pregunta con el ceño fruncido.
Melissa mira la foto por encima de su hombro.
—Sí, ahí está. —Señala a una mujer con el pelo largo y ondulado.
Es posible que la foto sea antigua, pero Lorna se da cuenta de inmediato
de que no se trata de su madre.
—No es ella. Me resulta vagamente familiar, pero…
—¿Qué quieres decir? —pregunta Melissa arrancándole las fotos de la
mano—. Sí que es ella, ahí está. Y en esta otra…
—A ver… —dice Saffy, que se acerca y le coge la foto a Melissa—. Un
momento. Esa no es la abuela. —Se vuelve hacia Lorna con las cejas en alto
—. Es… es la otra mujer de las fotos de la abuela. Es Daphne.
Melissa se ríe.
—No, hombre, no. Daphne aún no vivía aquí cuando se sacaron estas
fotos. Son de 1978. Esa es Rose. Si sabré yo qué aspecto tenía Rose.
Una mano helada estruja el corazón de Lorna, que sale disparada hacia la
caja que continúa en una esquina del salón, la que aún no han acabado de
revisar. Recupera las fotos y se las muestra a Melissa con manos temblorosas.
—La otra mujer, en estas fotos… —dice.
—¿Esta? —pregunta Melissa, señalando a la más alta de las dos, la del
cabello corto y oscuro, y la piel pálida. Su madre.
—Sí. ¿Quién… quién es?
Saffy está a su lado.

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—Mamá, no entiendo nada. Ya sabes quién es. Es la abuela.
Lorna coge la mano de su hija y se la aprieta.
—¿Quién es? —le pregunta de nuevo a Melissa, clavando el dedo en la
foto, con voz urgente, mientras una náusea crece en su estómago.
—Pues es Daphne, por supuesto —contesta Melissa, mirándolas a las dos
como si fueran idiotas. Ay, muy muy idiotas…—. Esa es Daphne Hartall.

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Cuarta parte

Página 269
49

Daphne
Me llamo Rose. Así es como pienso en mí misma, pero esta maldita
enfermedad hace que se me olviden las cosas, que me sienta confundida, que
todo se distorsione en mi cabeza. Lo único que tengo son mis recuerdos, y
estos se están desvaneciendo como una foto vieja abandonada demasiado
tiempo al sol. Llevo casi cuarenta años siendo Rose. De todas las personas
que he sido, Rose es con la que llevo más tiempo.
Pero este último año las cosas se están difuminando. Las caras que antes
me eran familiares se han vuelto desconocidas. Y cuando olvido el presente
pienso en esas identidades como si fueran otras personas, como si no
formaran parte de mí en absoluto. Jean, Sheila, Daphne. Sobre todo Daphne.
Ella fue mi favorita, porque conoció el amor.
Tuve una infancia terrible. No es excusa, soy consciente de ello. Hay
muchas personas con infancias terribles que no acaban convirtiéndose en
asesinas.
Nací como Jean Burdon el 3 de agosto de 1939 en Stepney Green,
Londres. Hija única de unos padres que se odiaban el uno al otro… y a los
que yo les importaba una mierda. Mi padre era un borracho, mi madre era
prostituta, y yo aprendí demasiado y demasiado pronto sobre los hombres y el
sexo. La mayor parte del tiempo me las tenía que arreglar sola, merodeando
por las calles del East End, asoladas por las bombas, intentando mantenerme
alejada del camino de mi padre porque de otro modo recibiría una paliza solo
por haber respirado. Mi psicóloga en el módulo de seguridad me dijo que, a
menudo, quienes sufren malos tratos acaban convirtiéndose en maltratadores.
Y ese fue mi caso.
Susan Wallace fue mi primera amiga. Mi única amiga. Era dulce y bonita,
y durante un verano glorioso nos volvimos inseparables. Sus padres me
trataban bien: dejaban que me quedara a tomar el té y, aunque su familia
también era pobre, intentaban ayudarme dándome algún suéter tejido por la
señora Wallace o un trozo de pan con mermelada o una manzana cuando les
sobraban. Y entonces, un día, Susan decidió que ya no quería ser mi amiga.
Me dijo que había encontrado una nueva amiga del alma. Una niña pequeña
que se acababa de mudar a la casa de al lado. Nunca había experimentado

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nada parecido a aquel rechazo, y me embargó una rabia ciega. No pensaba
asesinarla. Solo quería evitar que se fuera.
Durante la vista el juez se mostró duro e implacable. Declaró que yo era
una psicópata, pero no creo que eso sea cierto. Desde que salí de la cárcel he
leído sobre ellos, y los psicópatas son incapaces de sentir amor, compasión,
empatía. Yo siento todas esas cosas. Mi problema ha sido siempre que amo
demasiado.
Sí, fui Jean Burdon durante casi treinta espantosos años. Y sí, no veía el
momento de huir de ella, de convertirme en Sheila Watts. Salí de la cárcel a
los veintiocho, rehabilitada y poseyendo una nueva identidad. Intenté hacer
borrón y cuenta nueva, de verdad que lo intenté. Me mantuve alejada del resto
de la gente, procuré no establecer relaciones y no sentir apego por nadie, traté
de recordar todas las advertencias que me había hecho el psicólogo. Y
funcionó durante un tiempo. Me mudé a Broadstairs, en Kent, y allí fui
bastante feliz durante algunos años. Pero entonces aquel periodista comenzó a
husmear; de algún modo había descubierto quién era yo. Podría haberle
contado la verdad al agente de la condicional y me habrían trasladado a otro
sitio, con otra identidad, pero me pareció que fingir mi muerte y adoptar la
identidad de la hermana de Alan era una opción mucho más sencilla. De ese
modo nadie sabría quién era. Ni el servicio de prisiones ni los agentes de la
libertad vigilada. Por fin sería libre. Por fin sería la persona que había deseado
ser siempre: Daphne Hartall, leal hasta extremos feroces, un espíritu libre y
feminista que no aguantaba la mierda de nadie.
Así que me mudé al suroeste, primero a Cornualles, luego a Devon, y al
final a un pueblecito llamado Beggars Nook.
Y fue allí donde cometí el mayor de mis errores y rompí todas las
promesas que me había hecho a mí misma.
No solo me enamoré de Rose, sino también de Lolly, su hija.

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50

Lorna
A Lorna le tiembla la mano con la que sostiene la taza. Ha tomado tanta
cafeína durante los últimos diez días que se siente como si estuviera nadando
en ella.
Sentado delante de Lorna, en el sofá al lado de Saffy, y encorvado sobre
su libreta, el sargento Barnes luce una expresión seria.
—¿Está segura?
—Sí —dice Lorna—. Creemos que el cuerpo que encontraron pertenece a
Rose Grey. Mi… —traga saliva— mi verdadera madre.
—Lo siento mucho —dice el sargento Barnes levantando la vista hacia
ella, sus ojos de color azul claro están llenos de compasión.
—Yo… Gracias.
Lorna no sabe bien qué es lo que la apena más: si el hecho de que al
parecer la mujer a la que siempre tomó por su madre en efecto haya acabado
siendo una asesina, o el hecho de que lo más probable es que su auténtica
madre esté muerta.
Saffy apenas ha abierto la boca. Está sentada con las manos en el regazo,
el rostro fruncido, las espesas cejas unidas en un gesto de preocupación. Otro
golpe para ella, piensa Lorna con pesar. ¿Cuánto más podrá aguantar?
—Rose… Daphne… es posible que aún sea inocente, ¿saben? Quizá no
matara a la verdadera Rose Grey, si en efecto el cuerpo que encontramos es el
suyo —dice el policía—. Cabe la posibilidad de que el asesino sea Victor
Carmichael, y es algo que vamos a investigar, pueden estar seguras de ello.
—Pero, entonces, ¿por qué robó su identidad? —pregunta Lorna.
—Quizá fuera la oportunidad que necesitaba para mantenerla a usted a
salvo. Si Victor era su padre y le tenía miedo por algún motivo…
—Supongo que sí —dice Lorna, y un destello de esperanza se enciende en
su interior.
Pero intenta extinguirlo. No quiere llevarse una decepción.
El sargento Barnes se marcha cuando Tom regresa de pasear a Nieve. Ya
ha oscurecido, y está lloviendo. A Nieve el vello le dibuja surcos en el rostro,
como arrugas. Lorna observa cómo Saffy abraza a Tom, hundiendo la cabeza
en su pecho, como si intentara borrar de su mente las últimas horas.

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—Bueno —dice Tom al entrar en el salón—, ¿qué ha dicho la policía?
—Ya tenían el ADN de mamá por lo de Theo —contesta Saffy
dedicándole a su madre una sonrisa, a pesar de tener húmedos los ojos—. Así
que sacarán una muestra del cuerpo para ver si hay una coincidencia
significativa con el de mamá.
Se aleja de Tom y se planta junto al hogar. Lorna está preocupada por
ella. Todo esto no puede ser bueno para el bebé.
Tom se deja caer sobre el sofá y se rasca la cabeza.
—Mierda, es que esto es… Mierda.
—Lo sé —dice Saffy sentándose a su lado. Entonces mira a Lorna con los
ojos brillantes—. Pero, aunque no sea mi verdadera abuela… —se lleva las
manos al corazón—, aún la quiero. ¿Es un error?
—Pues claro que no, cariño —contesta Lorna reprimiendo las lágrimas.
Se sienta al otro lado de su hija y la atrae hacia sí para darle un abrazo—. La
verdad es que no recuerdo nada de mi auténtica madre. Solo algunas
imágenes, y solo desde que estoy aquí. Es más bien como una emoción.
Como una aflicción. Y me pregunto… —parpadea para contener las lágrimas,
no puede echarse a llorar en ese momento— si quizá se debe a la pena que
sentí cuando la perdí. ¿Quién sabe? Solo la recuerdo a ella…, a Daphne.
—Eras muy pequeña, mamá. No tenías ni tres años. Mañana tengo que ir
a ver a la abuela. ¿Vendrás conmigo? —pregunta levantando la mirada hacia
Lorna.
Sus ojos, grandes y oscuros, le hacen recordar a la niña pequeña que fue
en el pasado.
—Por supuesto. Pero, cariño, no esperes obtener ninguna respuesta.

Al día siguiente, cuando llegan a Elm Brook, les dicen que Rose se encuentra
cada vez peor y que está en la cama. Saffy se sienta a un lado de la abuela,
Lorna al otro, y las dos contemplan cómo duerme mientras le tiemblan las
pestañas, como si estuviera soñando. Como si estuviera en un mundo en el
que es Daphne Hartall, quizá.
—Se la ve tan pequeña… —dice Lorna con un susurro—. Cada vez que
vengo parece haberse encogido un poco. Y si es Daphne Hartall, o Jean
Burdon, tiene que estar cerca de los ochenta.
Saffy no dice nada. En su lugar se queda mirando fijamente a la mujer a la
que durante todos esos años ha considerado su abuela. Lorna la ve estirar el
brazo y cogerle la mano. Siente un conflicto interno: no tiene ningún

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parentesco con esa mujer, pero es la única madre que ha conocido. La única
abuela que Saffy ha conocido. Y su vínculo sigue ahí, continúa siendo
evidente.
—Ojalá pudiera acordarme de mi verdadera madre —dice Lorna sintiendo
un peso en el pecho—. Es como si… ella, Daphne… —prácticamente espeta
su nombre—, hubiera borrado por completo todos mis recuerdos de ella.
—¡Mamá! —Saffy parece conmocionada por la rabia en la voz de Lorna.
Lorna se pone en pie.
—Voy a buscar algo de beber para las dos.
No sabe si será capaz de hacerlo, de sentarse junto al lecho de esa mujer
sabiendo que se ha pasado todos esos años mintiéndoles a la cara y que quizá
incluso asesinó a su verdadera madre. Lorna está a punto de levantarse
cuando Rose comienza a parpadear y abre los ojos.
—Abuela, soy yo, Saffy —le dice su nieta con dulzura, con amor. Es
evidente que ese día no las reconoce y parece encogerse aún más en el lecho,
como si les tuviera miedo—. No pasa nada, abuela, soy yo —repite Saffy con
voz reconfortante, sin soltarle la mano—. Soy yo, Saffy.
—Hola, Daphne —dice Lorna, que oye a Saffy tragar aire, percibe su
desaprobación—. Sabemos quién eres. Sabemos quién eres en realidad.
Pero la anciana se limita a mirarlas a las dos desde la cama, con los ojos
llenos de terror.
—¿Y tú quién eres?
—Es tu hija, abuela. Lolly.
—¿Lolly? —Intenta coger la mano de Lorna—. ¿De verdad eres tú?
Pareces tan mayor…
—¿Qué le pasó a Rose? —pregunta Lorna con sequedad, negándose a
aceptar su mano. Esa mujer ya no es su madre—. Sé que es el otro cuerpo que
había en el jardín.
Pero Daphne se limita a mirarla y a parpadear, con la confusión llenándole
el rostro.
—Me llamo Rose —dice—. Me llamo Rose. Me llamo Rose.
A Lorna se le pone la piel de gallina en los brazos. Es como si
repitiéndolo como un mantra pudiera convertirlo en realidad.
—No, no es así. Te llamas Jean. Eres Jean Burdon, ¿verdad? Ya puedes
admitirlo. Lo sabemos todo.
—Me llamo Rose.
—Basta —dice Lorna bruscamente—. Nos debes la verdad.
—¡Mamá! —dice Saffy con tono duro—. La estás asustando.

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—No puedo hacer esto. Es que… no puedo.
Lorna se dirige hacia la puerta. Tiene que marcharse. Ya esperará a Saffy
fuera. Todo en lo que creía. Todo. No ha sido más que una mentira enorme.
—Lolly… —Las dos se vuelven hacia la cama. La abuela intenta
incorporarse, pero tiene los ojos clavados con firmeza en Lorna—. Lo siento
—dice con voz desesperada. Lorna se sorprende al ver las lágrimas que corren
por sus mejillas arrugadas—. Lo siento mucho.
—¿Por qué? —pregunta Lorna, con voz gruesa y rota por la emoción—.
¿Por qué lo hiciste?
Pero la anciana de la cama la mira ahora con expresión vacua, como si
Lorna volviera a ser una extraña para ella.

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Rose
Octubre de 1980

Desde la visita de Joel la desconfianza había entrado a hurtadillas en nuestra


casa. Al principio avanzó con lentitud, como el óxido en un coche, pero se fue
extendiendo, insidiosa, erosionando y mancillando nuestra relación. Después
de Audrey, y sobre todo después de Victor, necesitaba confiar en alguien por
completo. Cuando me despertaba por la mañana, con el rostro de Daphne a mi
lado, sobre la almohada, se me caía el alma a los pies. Me sentía
decepcionada. Quizá esperaba demasiado de la gente, de ella. Era difícil
saberlo. Pero la mentira… ¿Cómo se podía conocer a alguien de verdad,
amarle, cuando te habían mentido?
Allí sentada, viéndola dormir, solo podía preguntarme qué otras mentiras
me habría contado.
Me había mentido sobre Neil Lewisham haciéndome creer que era un
exnovio violento. Pero yo misma… ¿había actuado de manera muy diferente?
Cuando nos conocimos dejé que pensara que era viuda. Y, en realidad, ella
nunca dijo que Neil fuera su ex. Yo lo di por sentado. Y yo lo maté. ¿Me
había manipulado ella para que lo hiciera? ¿Le había hecho el trabajo sucio?
Daphne ya había matado antes…, lo confesó ella misma. Aunque afirmara
que se trató de un accidente, que empujó a la pequeña Susan Wallace en un
arrebato, tras una discusión, y que esta se cayó y se rompió la cabeza contra
unos ladrillos abandonados en el edificio en ruinas en el que estaban jugando.
Nunca había intentado averiguar más, no tenía ninguna razón para no creer lo
que me había dicho. Pero, después de que me mintiera sobre Joel, decidí ir en
coche hasta la biblioteca de Chippenham mientras tú estabas en la guardería.
Allí pude acceder a los periódicos de la época en microfichas; leí todos los
artículos sobre el juicio, me enteré de que, de manera deliberada y, según las
conclusiones del abogado, también brutal, sin que mediara provocación, Jean
golpeó a Susan Wallace en la cabeza con un ladrillo, y no una vez, sino dos.
Me quedé allí sentada, con las pruebas frente a mí, completamente
paralizada.
También me había mentido sobre eso.

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Sentí deseos de salir huyendo contigo en ese mismo instante. Abandonar
la casa, escapar de Beggars Nook y correr, correr, correr. Pero no podía. La
casa era mía. Era el único bien que me quedaba. Ni siquiera tenía trabajo. No
podía largarme así como así.
No, era Daphne la que tendría que marcharse.
Estuve paseándome por la casa, planeando lo que iba a decirle mientras
esperaba a que regresara de la granja. Entonces te vi jugando con tus muñecas
Sindy sobre la mullida alfombra del salón. Parecías tan feliz, tan inocente…
No podía ponerme a discutir con Daphne delante de ti.
Cuando ella llegó a casa, apenas media hora más tarde, fuiste corriendo a
abrazarla. Ella dejó caer una bolsa entre los pies antes de estrecharte.
—¡Daffy! —gritaste.
Y a continuación la cogiste de la mano y tiraste de ella hacia el salón antes
de que ella pudiera quitarse el abrigo siquiera. Daphne soltó una risita, se dejó
arrastrar, y a mí se me revolvió el estómago.
Me dirigió una mirada cargada de incertidumbre por encima de tu cabeza.
Sabía que le preocupaba que yo me estuviera apartando de ella desde que
descubrí lo de Joel. Había intentado tranquilizarme diciéndome que a él se le
habían cruzado los cables, insistiendo en que se sentía incómoda en su
presencia y en que él había intentado algo con ella.
Pero yo ya no me lo creía. Joel había sonado demasiado sincero.
Me fui a la cocina, sabiendo que ella me seguiría, cosa que hizo mientras
se quitaba el abrigo y dejaba la bolsa de la compra sobre la encimera. Tenía
las mejillas sonrosadas por el frío.
—Eh, tú —indicó acercándose para darme un beso. Pero yo me aparté
antes de que pudiera hacerlo. Dejó caer los hombros ante aquel rechazo—.
¿Sigues enfadada conmigo?
—No lo sé —mentí.
—No lo entiendo… —Dejó la cabeza colgando, el flequillo le caía sobre
los ojos.
Parecía tan frágil, ahí plantada, que mi instinto me pidió que me acercara
a ella y la rodeara con los brazos. Pero no podía. En su lugar le di la espalda y
puse la tetera en el fogón.
—¿Qué hay en la bolsa? —pregunté en su lugar.
—Oh. —Daphne la abrió—. Sean me ha dado una pieza de ternera.
—Últimamente te está dando muchas cosas. ¿Estás segura de que lo tiene
permitido?
—A Mick, el dueño, le sobran un montón de productos. No le importa.

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Me sentí incómoda. ¿Qué granjero regalaba sus productos? ¿Sería otra de
las mentiras de Daphne?
Más tarde, tú ya estabas en la cama, nos sentamos juntas en el sofá, cada
una en un extremo, como al principio de conocernos. Por lo general nos
hacíamos un ovillo, enroscando brazos y piernas como una criatura de dos
cabezas y ocho extremidades.
—Tengo algo para ti —dijo, y me dio un librito forrado en cuero. Lo cogí,
leí su título, repujado en letras doradas sobre la piel. Poemas de amor.
—Ábrelo —me invitó. Hice lo que me pedía y me sorprendió encontrarme
una rosa roja prensada entre sus páginas—. Te quiero muchísimo —dijo—.
Por favor, perdóname.
—Entonces ¿me mentiste?
—Fui una estúpida. Solo quería saber si él te gustaba. O si te gustaban las
mujeres. Bueno, yo.
—Daphne, tienes que ser sincera conmigo. No puedo tener una relación
contigo a menos que seas completamente honesta.
—Lo soy. —Se acercó unos centímetros a mí—. Claro que lo soy.
—¿Y qué hay de lo que pasó cuando eras pequeña? Me dijiste que habías
matado a Susan Wallace por accidente.
—Fue un accidente.
—He leído los periódicos.
Ella se echó hacia atrás de golpe, como si la hubiera abofeteado.
—¿Qué? ¿Has estado husmeando sobre mí?
—Tengo una hija de dos años y medio.
La expresión dolida de su rostro me destrozó.
—¿Crees que podría hacerle daño a Lolly?
—No. —Había ido demasiado lejos, me di cuenta de ello. Sabía que la
quería como si fuera su propia hija—. No, por supuesto que no.
Se plantó de golpe frente a mí, se arrodilló ante mis pies y tomó mis
manos entre las suyas. Las besó y levantó la vista para mirarme. El corazón
me dio un vuelco. Era tan guapa…
—Rose, lamento haberte mentido sobre Joel. Fue una estupidez.
—Yo…
Me arrastró hacia al suelo con ella y comenzó a pasarme las manos por el
pelo con una mirada cargada de intensidad.
—Te amo. Nunca he amado a nadie como te amo a ti. Tienes que creerme.
—Te creo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.

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—No puedes dejarme. Sin ti estaría perdida.
—Daphne…
—Promételo. Prométemelo, Rose. No puedes dejarme.
Vacilé, pensando en lo decidida que estaba a pedirle que se fuera de casa.
Pero era consciente de que solo estaba enfadada. La quería muchísimo.
—No tengo planeado dejarte.
Su rostro dibujó una expresión de alivio.
—Oh, bien.
Me besó rodeándome con los brazos. El libro de poesía que me acababa
de regalar resbaló por mi regazo y cayó al suelo de madera, donde quedó
junto a nuestros cuerpos. Entonces se apartó y me cogió el rostro con las
manos.
—Sé demasiado sobre ti —dijo con gesto serio.
—Y yo sé demasiado sobre ti.
—Entonces estamos atrapadas, ¿no? —Se rio para romper la tensión, pero
no logró disipar la inquietud que me recorría.
Y quizá nos habría ido bien. Quizá podríamos haber dejado atrás todo
aquello.
De no ser por Sean.

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52

Theo
Es de noche y está lloviendo cuando Theo sale del restaurante. Desde que
mayo dejó paso a junio no ha hecho más que llover a cántaros, y tiene que
correr por la calle mojada hasta su coche cubriéndose la cabeza con la
chaqueta.
Han transcurrido diez días desde el fin de semana en Beggars Nook. Diez
días desde que conoció a Lorna y Saffron, quienes podrían ser parte de su
familia. Lorna le ha mandado algunos mensajes de texto; igual que él, está
pendiente del resultado de los análisis de ADN. Tiene sensaciones
encontradas al respecto: por un lado se siente feliz ante la posibilidad de que
sea su hermana —siempre ha querido tener hermanos—, pero por otro el
miedo a que su padre sea un asesino le revuelve el estómago.
Tal y como suponía, cuando le preguntó por los cuerpos su padre se puso
furioso. Le gritó, le dijo que no debía dejarse llevar por su imaginación y se
largó dando un portazo. No ha sabido nada de él desde entonces.
Es tarde, casi medianoche, y la calle se encuentra vacía. El Volvo está
aparcado debajo de una farola cuyo halo ilumina la lluvia. Se sienta al volante
y cierra la puerta con fuerza para escapar del mal tiempo. El martilleo de la
lluvia contra el techo del vehículo resulta ensordecedor, y Theo está
empapado, exhausto. Enciende el motor y sube la calefacción al máximo. Está
a punto de ponerse en marcha cuando le vibra el móvil en la chaqueta, que
está completamente mojada.
Saca el móvil del bolsillo, que también está húmedo. Un número
desconocido centellea en la pantalla. ¿Quién le estará llamando a esa hora de
la noche?
—¿Hola…? —atiende indeciso.
—Soy yo. —La voz de su padre suena ronca al otro lado de la línea y
Theo se queda tan sorprendido al oírle que no puede articular palabra durante
un par de segundos—. Hola. ¿Estás ahí?
—Sí. Lo siento, papá. Estoy aquí. ¿Qué pasa?
—Me han detenido. —Así que al final ha sucedido. Su padre no ha
logrado librarse de esta. Comienza a sentirse mareado—. El cabrón de Davies
está intentando culparme de todo. De todos sus crímenes.

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A Theo se le cae el alma a los pies. ¿Todos sus crímenes? ¿Cuántos ha
habido? La idea le recorre como una descarga eléctrica.
—¿Quieres decir que ha confesado? ¿Él mató a esas dos personas en
Beggars Nook en 1980?
—Sí. No. Eso no. Otras cosas.
La oscuridad de la noche parece cernirse sobre Theo, que permanece
sentado en el coche mientras la lluvia golpea oblicua las ventanillas. Se
estremece.
—¿Qué, exactamente?
—Está intentando implicarme diciendo que soy responsable de la muerte
de tu madre.
Theo siente que le cuesta respirar. Se tira del cuello de la camiseta.
—¿Y…? —logra decir.
—Por supuesto que es mentira. No he hecho nada mal. Ese día estaba en
el trabajo. Ya lo sabes. Tengo coartada.
Una coartada que evidentemente no debe de sostenerse, piensa Theo, ya
que le han arrestado. Podría haber empujado a su madre durante una
discusión, quizá, y después escaparse al trabajo y hacer como que se había
pasado todo el día allí.
—¿Y por qué Davies habría de saber si mataste a mamá o no?
Hay algo que no cuadra. ¿Lo descubrió Davies de algún modo y lo ha
usado contra su padre? ¿O es que le ayudó a encubrirlo? En 2004 Davies
hacía todo tipo de trabajos para su padre. Con el transcurso de los años ha
sido su consejero legal, su contable y su jefe de seguridad. Y ahora, de
repente, es un detective privado. Theo nunca ha logrado averiguar qué papel
desempeña.
—Y ahora… ahora me están interrogando sobre el suicidio de Cynthia
Parsons. Piensan que pudo haber juego sucio. —No suena triste o arrepentido:
parece furioso—. Pero yo no tuve nada que ver con eso. —Theo se pasa una
mano por la cara mientras la rabia burbujea en su interior—. Mira,
consígueme un abogado. A Ralph Middleton. Su número está en internet.
Es… ¡Espera un puto minuto, no he acabado! —le chilla, Theo imagina, a la
persona que tiene detrás—. Mira, hijo, tengo que irme. Se me ha acabado el
tiempo. Llámale. Por favor.
La llamada se corta. Theo se queda mirando el parabrisas manchado de
lluvia y la calle vacía que hay más allá. Una imagen del encantador rostro de
su madre aparece en su mente, lo hace con tanta claridad que es como si la
hubiera visto el día anterior. ¿Por qué querría su padre asesinarla? ¿Estaba

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ella planeando abandonarle? ¿Se habría enterado de la agresión sexual? ¿O de
las mujeres de la carpeta? ¿O de los cuerpos en Skelton Place? Por el amor de
Dios, su padre podría llevar años asesinando gente. Theo siente ganas de
vomitar. Le da un palmetazo al volante, y un dolor agudo le atraviesa. Joder.
Joder. Joder.
Y, pese a la aversión que siente hacia su padre, Theo no puede dejar de
notar una pesadez en el pecho que le asfixia hasta que se ve obligado a
liberarla en forma de sollozos. Se queda allí sentado un rato, con la frente
apoyada sobre el volante de su pequeño y helado coche, y deja fluir las
lágrimas. En realidad no sabe por quién está llorando. Desde luego no por su
padre, de quien espera que se pudra en la cárcel. Desde luego por su madre, a
quien su padre robó la vida de manera temprana, y en parte por sí mismo, a
quien le arrebataron una madre amorosa.
Se echa hacia atrás y se seca las lágrimas. El móvil continúa en su regazo
y se da cuenta de que tiene un mensaje de Lorna. Se lo ha enviado algunas
horas antes, y él no lo había visto al estar ocupado en el restaurante. Aprieta la
pantalla y esta, al encenderse, ilumina el interior del coche.
Simplemente dice: «Es oficial. Eres mi hermano».

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53

Saffy
Entro en casa detrás de Tom y me detengo en el umbral a sacudir el paraguas.
Para ser junio, llueve y hace frío. Un hombre sale de detrás de uno de los
setos y yo aguanto la respiración, temiendo que se trate de Davies, a quien por
algún motivo habrán liberado de la custodia policial. Pero solo es un jubilado
paseando a su perro. Al verme inclina la gorra a modo de saludo y yo se lo
devuelvo con la mano, aunque sin entusiasmo, antes de dar media vuelta y
cerrar la puerta.
Venimos de dejar a mamá en el aeropuerto. Ayer anunció de repente que
había reservado un vuelo para hoy, que le habría gustado mucho poder
quedarse más tiempo pero que habían pasado dos semanas y no tenía más
remedio que regresar. Mientras nos despedíamos con un abrazo pensé que han
quedado muchas cosas por decir entre nosotras. No hemos encontrado el
momento adecuado para proseguir la discusión que tuvimos en el coche, ni
para que yo la tranquilizara diciéndole que la quiero. Todo eso ha quedado
enterrado bajo el descubrimiento de que la abuela es en realidad Daphne. Si
mamá a duras penas ha logrado procesar sus sentimientos al respecto, mucho
menos podrá enfrentarse a los trapos sucios de nuestro pasado.
—Bueno —dice Tom agachándose para desabrochar la correa de Nieve
—. ¿Pedimos que nos traigan algo para la cena? Podría zamparme un fish and
chips.
—Echaré de menos los platos de mamá —afirmo con melancolía mientras
sacudo las piernas para sacarme las zapatillas y me quito el abrigo acolchado.
De repente la casa me parece demasiado grande y silenciosa sin ella.
Cuelgo el abrigo en el perchero que hay junto al estudio. Tom hace lo mismo.
La lluvia nos ha dejado empapados durante la carrera entre el coche y la casa.
—Lo sé. Yo también la echaré de menos. Es una fuerza de la naturaleza
—dice antes de dirigirse hacia la cocina.
—¿Crees que estará bien? —le pregunto camino de la tetera, y sonrío para
mí al ver que mamá ha puesto la tostadora en un rincón. No es capaz de dejar
las cosas tranquilas—. Debe de haber sido toda una conmoción enterarse de
que su madre en realidad no es su madre.

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Miro por la ventana, hacia el jardín. Seguimos esperando a que nos
confirmen si el cuerpo pertenece a la verdadera Rose Grey. El sargento
Barnes dijo que deberíamos recibir los resultados mañana.
—Igual que para ti —dice Tom con dulzura—. Durante todos estos años
has creído que Rose era tu abuela.
—Yo aún la quiero. No puedo… —Trago saliva mientras se me llenan los
ojos de lágrimas—. No puedo dejar de quererla. No puedo olvidar todo lo que
hemos vivido juntas…, todo lo que ha hecho por mí, ¿sabes? Pero cuando
pienso que podría haber asesinado a mi verdadera abuela…
—Lo entiendo. —Tom se acerca y me rodea la cintura con los brazos—.
Pero no me puedo creer, sea quien sea, que se trate de una asesina. Podría
haber otra explicación si el cuerpo en efecto pertenece a la auténtica Rose.
—Mató a alguien cuando tenía diez años. Estaba equivocada en todo lo
que creía saber sobre la abuela.
Tom guarda silencio mientras encajamos esas palabras.
—Hemos leído los artículos de la época —dice al cabo de un rato—. Pasó
una infancia espantosa…, ella misma fue maltratada. Y se rehabilitó.
Hemos mantenido esta conversación varias veces desde que nos
enteramos de lo de Daphne, claro. Y siempre nos encallamos en el mismo
punto. Porque no hay manera de eludir el hecho de que Rose, Jean, Daphne,
se llame como se llame, fue la mejor abuela del mundo. La gente puede
cambiar, dar la vuelta a sus circunstancias, adaptarse a una nueva forma de
vida.
—Me parece que todo esto ha dejado a mamá bien jodida —digo
estremeciéndome; estoy helada hasta los huesos, y Tom me abraza con más
fuerza—. Creo que ha reprimido los recuerdos de aquella época. Tenía casi
tres años. No es que fuera un bebé cuando sucedió. Es muy posible que eso
explique por qué está siempre huyendo. Como ahora. Una vez más las cosas
se han puesto difíciles y ella se ha dado el piro a España. Cuando yo era
pequeña íbamos de un lado para otro. Nací en Bristol, luego nos mudamos a
Kent y luego a Brighton, para volver otra vez a Kent, y entonces ella se fue
por toda Europa. Creo que ni siquiera sabe de qué huye.
—Saff… —dice él con suavidad—. No podía quedarse aquí para siempre.
Tiene su vida en España. Un apartamento. Un trabajo. En algún momento
debía regresar.
Suspiro.
—Ojalá mamá hubiera ido a la residencia antes de marcharse. La abuela
no está bien. Me preocupa que se muera y que mamá nunca tenga la

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oportunidad de perdonarla, de…
—Cariño —dice Tom, apartándose—, no puedes esperar que Lorna
perdone a tu abuela simplemente porque tú lo has hecho.
—Lo sé.
—La persona en la que más confiaba del mundo entero le mintió durante
toda su vida.
Dejo la cabeza colgando. Tiene razón. No puedo culpar a mamá por estar
tan enojada con la abuela. Pero también sé que se arrepentirá de esto si no
tiene la oportunidad de poner las cosas en orden. Aunque solo sea para
escuchar la versión de la abuela.
—Mamá y Theo tienen mucho en común, ¿verdad? A los dos les
mintieron sus progenitores.
—Pero esa es la cuestión —dice Tom apartándome un rizo de la frente—.
Tu abuela no es la madre de Lorna. Mierda, es que no soy capaz ni de
imaginar lo que eso puede hacerle a la cabeza de uno.
—Supongo. Es algo muy retorcido. Es solo que… no puedo enfadarme
con una anciana tan frágil, Tom, no puedo.
Tom se aleja de mí para ir a preparar el té, y yo me quedo observándole.
Siento emociones encontradas. Entiendo que mamá esté tan alterada, pero
cada vez que pienso en la abuela tumbada en la cama de su residencia, con los
ojos desorbitados y asustada, me acuerdo de la mujer que cuidaba de mí cada
verano, la mujer que no esperaba que fuera una persona diferente, que me
permitía ser torpe, tímida y desmañada. La abuela me quiso como si fuera su
propia nieta, no tengo la menor duda al respecto. Conmigo siempre fue tan
bondadosa, tan dulce… Me protegía. A mí, a sus plantas y a sus animales.
No…, es imposible que ella asesinara a la verdadera Rose. Me niego a
creerlo. Lo único que ha hecho siempre ha sido cuidar de mamá y de mí.
—Pero me apena que no pudiera ser sincera. —Acepto la taza de té que
me ofrece Tom y la rodeo con las manos para sentir su calor—. Por el libro de
poemas que encontramos, es evidente que quería a Rose. Quizá nunca lograra
superar su pérdida.
—De hecho, es muy triste —dice Tom pensativo, antes de dar un sorbo a
su bebida—. La ha estado añorando durante todo este tiempo.
Se me encoge el corazón.
—Y pensar que estuvieron aquí, Tom. Aquí mismo, en esta cocina. —Me
acerco a la ventana y coloco la mano sobre el cristal emplomado, como si eso
fuera a conectarme con ellas, con el pasado; como si mi mano pudiera tocar
las huellas invisibles que dejaron atrás—. ¿Crees que mató a Neil Lewisham?

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—Creo que es posible que una de ellas lo hiciera. Y que la otra la
protegió.
—Dios.
Respiro hondo, el vidrio está frío bajo mis dedos, y observo cómo caen las
gotas en cascada por la ventana. En el exterior el diluvio ha provocado una
neblina que oculta el bosque a lo lejos, pero a través del cristal me las
imagino ahí fuera, dos criaturas etéreas en el jardín, Daphne y Rose,
enterrando sus secretos.

Más tarde, después de comernos los platos de fish and chips que he tenido que
ir a recoger en coche al pueblo de al lado, y después de hablar con mamá,
quien me ha asegurado que había llegado a San Sebastián sana y salva, me
escapo al piso de arriba para darme un baño. Una de las primeras cosas que
hicimos al descubrir que la casa era nuestra fue cargarnos el baño antiguo;
instalamos una bañera de pata de garra y una cabina de ducha. Me toco el
vientre. El bebé me está dando patadas de forma regular, son como burbujitas
por debajo de la piel. Voy por la mitad del embarazo. Tenemos cita la semana
que viene para la siguiente ecografía. A veces no me puedo creer que
hayamos llegado tan lejos. Oigo el murmullo de la televisión en el piso de
abajo. Tom está viendo un partido de fútbol. Salgo de la bañera y me
envuelvo en la bata de baño, y a continuación voy a la habitación de mamá.
La ha ordenado antes de marcharse esta mañana: ha deshecho la cama y ha
metido las sábanas hechas un ovillo en la lavadora. No queda ninguna señal
de que alguna vez estuvo aquí, más allá de un ligero aroma a su perfume
almizcleño. No sé si son las hormonas, pero me duele su ausencia como
nunca; es peor incluso que de niña, cuando me dejaba con la abuela durante
aquellos largos veranos.
Entonces me dirijo al pequeño dormitorio de la parte de atrás, la
habitación que pertenecerá al bebé. La que solía ocupar mamá cuando era
pequeña. Es evidente que quienes le alquilaran la casa a la abuela solo la
usaron como desván. Me acerco al hogar, recordando nuestra loca carrera
alrededor de la casa en busca de las pruebas que Davies estaba convencido de
que teníamos. Toco la madera y noto su calidez. Es como la protección de la
habitación de mamá: de pino, con una talla de flores delicadas. Está cubierta
de polvo. Me sorprende que mamá no entrara aquí a limpiar. Me dispongo a
dirigirme hacia la ventana, pero al hacerlo tropiezo con un clavo que
sobresale de uno de los tablones del suelo y me cojo de la esquina de la repisa

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de la chimenea para no caerme. Me enderezo, con la mano aún en la repisa, y
me doy cuenta de que esta se ha separado un poco de la pared. Me acerco a
mirar. Con el corazón acelerado por la emoción tiro de la madera. Hay algo
escondido tras ella. Una especie de agujero donde el hogar se encuentra con el
ladrillo. Queda oculto por la repisa, pero puedo ver que allí hay algo. Algo
escondido.
—¡Tom! —grito—. ¡Tom!
Oigo el sonido atronador de sus pasos sobre las escaleras y acto seguido él
entra en la habitación, disparado y sin aliento.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Es el bebé?
—Creo que he encontrado el lugar en el que la abuela escondió las
pruebas —digo—. Rápido, ayúdame a levantar esto.
Se acerca veloz, y entre los dos levantamos la repisa. Esta se separa del
resto del hogar y revela un agujero en la chimenea. Con cuidado, Tom deja la
madera en el suelo y empieza a toser por la polvareda que hemos levantado.
En el agujero hay un sobre de color marrón cubierto de telarañas. Meto la
mano en él sin preocuparme por las arañas, los insectos o cualquier otra cosa
de las que en general me producen ansiedad.
—No me puedo creer que lo hayamos encontrado —digo mirando a Tom
perpleja, sujetando el sobre de tamaño A4 como si fuera el Santo Grial. Y en
ese momento se me nubla la visión—. Ojalá mamá estuviera aquí.
De repente estoy nerviosa por lo que el sobre pueda revelar acerca de la
abuela, o de la auténtica Rose.
Me dejo caer de rodillas y Tom hace lo mismo, así que acabamos sentados
los dos sobre los tablones de madera rugosa. Extraigo el contenido del sobre.
Es una carpeta forrada en piel con fundas transparentes. La abro vacilante y
lanzo un grito ahogado. Mujeres desnudas. Fotos tomadas con lo que debe de
ser una cámara Polaroid. Todas ellas parecen estar dormidas. Algunas llevan
camisones de hospital, que les han levantado para que muestren sus cuerpos
desnudos. Se me revuelve el estómago.
—Oh, Dios —digo pasándole la carpeta a Tom.
Él se echa para atrás.
—¿Qué demonios es esto? Parece que las fotos están numeradas. —Cierra
la carpeta de golpe—. Mira, aquí, en la portada. Sale el nombre de una
clínica.
Me inclino para mirar. En letra dorada se puede leer: «Clínica de fertilidad
Fernhill».

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—¿Crees que será la clínica de Victor? ¿Tendrá algo que ver con lo que
Theo encontró en el estudio de su padre? ¿Recuerdas a todas esas mujeres?
Algunas estaban embarazadas. Mierda. Tom, ¿crees que la verdadera Rose
fue a esa clínica?
—¿Inseminación artificial?
—Tiene sentido, ¿no te parece? La abuela y Rose fueron amantes. Quizá
Rose y Victor jamás mantuvieron una relación. —De repente soy consciente
de las implicaciones del asunto.
—Tienes que llamar a Theo —dice Tom con gesto grave.
—Estas deben de ser las pruebas de las que habló Davies. Al final no
tienen nada que ver con los asesinatos, sino con otra cosa. Y es algo
relacionado con la clínica de Victor.
—¿Cómo las obtuvo Rose?
Niego con la cabeza desconcertada. Hay tantas cosas que siguen sin tener
sentido… ¿Por qué sacaría alguien fotos de todas esas mujeres desnudas?
¿Serían consentidas? De algún modo presiento que no fue así. Parece algo
demasiado clínico, las mujeres dormidas… o anestesiadas, las piernas
colocadas sobre estribos, como si se encontraran en mitad de una
intervención.
Me llevo una mano al corazón, que se me ha disparado por debajo del
camisón. Y entonces veo que hay algo más dentro del sobre. Otro sobre más
pequeño. Blanco. Sellado. De los que sirven para mandar cartas. Le doy la
vuelta. Delante hay dos palabras escritas con letra florida: «Para Lolly».

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Rose
Noviembre de 1980

Y así fue como nos encontró. Supongo que era inevitable. No podíamos
permanecer escondidas para siempre, tú, yo, Lolly. Era solo cuestión de
tiempo.
Nadie se metía con Victor Carmichael y se salía con la suya.
Pero, cuando llegó noviembre, yo seguía sumida en una inconsciencia
dichosa. Las cosas entre Daphne y yo se habían tranquilizado. A veces seguía
despertándome en mitad de la noche, con el pijama pegado al cuerpo
empapado en sudor y el corazón desbocado tras soñar que mataba a Neil. Y,
cuando eso sucedía, Daphne, mi ángel, estaba a mi lado para tranquilizarme y
hablarme con suavidad hasta que volvía a quedarme dormida. Había hecho las
paces con el hecho de que la culpa iba a vivir por siempre más dentro de mi
ser, de que sería mi sombra. Y ese era el precio que tenía que pagar.
Seguía desconfiando de Daphne, claro que sí. Pero la amaba y deseaba
creer en ella. Y lo hacía la mayor parte del tiempo. Desde el incidente con
Joel no me había dado ninguna razón para que dudase de ella. Al mismo
tiempo no acababa de sentarme bien que de vez en cuando contara
mentirijillas, como la de que le daban cosas «gratis» en la granja —o, más
concretamente, que Sean se las daba—; nada demasiado valioso, huevos y
leche.
Un día me llamó desde la granja para pedirme que fuera a recogerla en mi
Morris Marina. Le habían dado un par de cajas de azulejos sobrantes, me dijo.
Parecía estar tan feliz cuando se subió al coche con ellas… Aquel fin de
semana quitó las feas baldosas de color marrón que había alrededor de la
cocina y el fregadero, y yo la observé impresionada mientras pegaba las
nuevas a la pared.
—¿Qué? —preguntó riéndose al ver mi cara de fascinación—. No te
creerías la de cosas que aprendí a hacer en la cárcel.
Fue un triste recordatorio de su pasado, y tuve que tragarme la sensación
de incomodidad que se alojaba en mi pecho cada vez que ella mencionaba que

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había estado en prisión. Tampoco es que lo hiciera a menudo. Y nunca
delante de ti.
Te encantaron los azulejos nuevos: eran muy de casa de campo, con
dibujos de cerdos y ovejas, pero sirvieron para alegrar aquella cocina tan
lóbrega.
Al día siguiente, un miércoles, Daphne nos acompañó a la guardería
porque tenía el día libre. Por la noche había una exhibición pirotécnica y
estaba desesperada por que fuéramos. A mí me preocupaba un poco la idea de
llevarte —no habías visto nada parecido antes, y tenía miedo de que te
asustaras—, pero, pese a que yo odiaba las multitudes, Daphne me convenció
de que sería divertido.
Te vimos entrar en la clase dando brincos al lado de la señorita Tilling.
—Escucha, Daph, sobre lo de esta noche… —comencé a decir—. ¿No
crees que Lolly es un poco pequeña…?
Nos interrumpió Melissa, que había salido del café y se dirigía hacia
nosotras a toda velocidad con una taza de poliestireno en la mano.
—Hola, señoritas —nos dijo, y miró directamente nuestras manos
entrelazadas.
Avergonzada, me aparté de Daphne, que mostraba una expresión
desafiante. Sé que ella habría seguido dándome la mano sin importarle lo que
pudiera pensar Melissa. Esta no llegaba a la cincuentena, pero tenía una
visión de la vida bastante anticuada. Nunca había entendido nuestra relación.
—Rose, menos mal que te pillo —dijo ignorando por completo a Daphne
—. El lunes un hombre estuvo en el café preguntando por ti.
Se me detuvo el corazón.
—¿En serio? ¿Te… te dijo su nombre?
Ella negó con la cabeza.
—No. Solo me preguntó si te conocía.
—¿Qué aspecto tenía?
Melissa pareció pensar durante unos segundos.
—Bueno, era atractivo, supongo. Cabello oscuro. Alto.
Victor. Tenía que ser él.
—¿Le dijiste… —tragué saliva, tenía la garganta seca— algo?
Me dirigió una mirada compasiva.
—No, por supuesto que no.
—Gracias —le dije sintiendo una oleada de cariño hacia ella—. Muchas
gracias.
Ella me dio unos golpecitos en el hombro para tranquilizarme.

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—Un tipo encantador. —Su expresión se nubló—. Pero parecía decidido a
encontrarte, Rose.
Reprimí las lágrimas mientras notaba que Daphne se acercaba a mí.
—Por favor —le pedí con voz temblorosa—. Por favor, no le digas nada
sobre mí.
Melissa examinó mi rostro con esos ojos suyos de color grosella.
—Desde luego que no —contestó con expresión seria.
Le di las gracias y me alejé antes de acabar hiperventilando delante de
ella.
—¿Crees que habrá sido Victor? —me preguntó Daphne con un susurro
por encima del hombro. Tenía que correr para mantener mi ritmo.
—¿Y quién podría ser, si no? —respondí con brusquedad, y acto seguido,
al ver la expresión dolida de su rostro, me sentí culpable—. Perdona, lo
siento. Es solo que… —Dejé escapar un sollozo—. Me ha encontrado.
Después de tres años me ha encontrado, joder.
—Rose, tranquilízate, me estás asustando. ¡Para! —Me cogió del brazo—.
Para —repitió, esta vez con más suavidad. Ya habíamos subido la mitad de la
colina en dirección a casa. No había nadie a nuestro alrededor, pero yo
temblaba como si Victor se encontrara a mi espalda—. Escúchame, fue hace
ya dos días. Lo más probable es que se haya ido. ¿Dónde vive?
—En Yorkshire —contesté, secándome las lágrimas.
Era donde habíamos vivido Audrey y yo, para estar cerca de su familia.
Fui feliz allí hasta que conocí a Victor.
—De acuerdo. Así que es posible que viniera hasta aquí, pero como nadie
le dijo nada habrá regresado a casa.
—No… no lo sé, no parece propio de Victor. Si piensa que estoy aquí no
se rendirá.
Daphne me cogió la mano.
—Venga, volvamos a casa y hablémoslo. Si quieres que vaya luego a
buscar a Lolly, lo haré. Él no sabe qué aspecto tengo, ¿verdad?
Asentí con la cabeza y dejé que me condujera a casa. Ya dentro hizo que
me sentara a la mesa de pino y me preparó una taza de té.
—Podemos mudarnos, si eso es lo que deseas… —dijo mientras me
pasaba una taza y se sentaba a mi lado. No nos habíamos quitado los abrigos
ni las botas.
—No puedo vender la casa. Sobre todo ahora, con… —No logré decir el
nombre de Neil. Estábamos atrapadas allí.

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—Entonces podríamos alquilarla. Y mudarnos a otro sitio. A la ciudad.
Allí será más fácil esconderse.
—¿Y si alguien… le encuentra?
—Si la alquiláramos no permitiríamos que ningún arrendatario levantara
el jardín. Lo pondríamos en el contrato.
Sentí una oleada de náusea.
—Daph, tengo que ser sincera contigo. Sobre Victor.
Ella se apartó el flequillo de la cara.
—¿Qué quieres decir?
—No… Nunca mantuvimos una relación romántica. Nunca practicamos el
sexo. Era mi médico.
—¿Tu médico? No lo entiendo.
—Era mi especialista en fertilidad. Pero… —Tragué saliva. Durante tres
años me había esforzado tanto por sacármelo de la cabeza… La traición que
experimenté. El miedo. Todo seguía en carne viva. Su amenaza de quedarse
contigo—. Hizo algo espantoso.
Ella estiró el brazo sobre la mesa para cogerme la mano.
—¿Qué? ¿Qué hizo?
—Me engañó.
—¿Cómo?
Era un alivio revelar el secreto que había escondido durante tanto tiempo.
Así que se lo conté todo.

Unos cuatro años antes Audrey y yo habíamos acudido a la clínica del doctor
Victor Carmichael, en Harrogate, para comenzar un tratamiento de fertilidad.
Cuando le explicamos nuestro dilema se mostró muy agradable y cariñoso,
nos aseguró que ya había ayudado a otras parejas de personas del mismo
sexo. Tras escoger a un donante anónimo me registró para realizar el
procedimiento. Audrey y yo siempre estuvimos de acuerdo en que sería yo la
que tendría el bebé.
Si echo la vista atrás, cuando pienso en las sesiones en la consulta de
Victor, resulta evidente que yo había empezado a gustarle. Pensé
ingenuamente que disfrutaba de mi compañía, ya que teníamos más o menos
la misma edad. Hasta más tarde no me di cuenta de que no era eso lo que
sucedía.
Me quedé embarazada con rapidez pese a que, a los treinta y tres, era
mayor de lo que se consideraba normal a mediados de los años setenta. Fue

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caro y tuve que usar parte del dinero que me habían dejado mis padres, pero
me sentía muy feliz de que hubiera funcionado.
Y entonces Audrey me rompió el corazón.
Ella debería haber estado eufórica al ver que me quedaba embarazada tan
deprisa, pero, a medida que mi vientre crecía, cada vez se mostraba más
distante y acabó por admitir que, después de todo, no podía soportar la idea de
ser madre. Que no era lo que deseaba. Me dejó y se fue a vivir con sus padres.
Yo me quedé destrozada, asustada, sola y embarazada de cuatro meses.
Durante la siguiente cita con Victor me vine abajo y se lo conté todo. Después
de aquello nos hicimos amigos. Se pasaba a verme para asegurarse de que
estuviera comiendo bien y para sacarme de casa: obras de teatro, cenas en
restaurantes que nunca habría sido capaz de permitirme. Disfrutaba de su
compañía. Era un hombre inteligente y encantador. Y no pensé que estuviera
cruzando ninguna línea entre paciente y médico, aunque ahora me doy cuenta
de lo ingenua que fui. Pero estaba destrozada, me sentía muy sola, y agradecía
sus atenciones. Al fin y al cabo él sabía que me gustaban las mujeres. Cuando
llegó el momento de renovar el contrato de alquiler, Victor me invitó a
alojarme con él.
—Tengo una casa grande y preciosa —dijo—. Y no tengo pareja. Deja
que cuide de ti. No deberías estar sola en un momento como este.
Me sorprendió que siguiera soltero. Aquel hombre atractivo y disponible
debería haber estado rodeado de mujeres. Pero, cuando le pregunté al
respecto, me contestó que era un adicto al trabajo y que no le quedaba tiempo
para casarse y tener hijos, no mientras la consulta siguiera creciendo. La casa
era espectacular, y se encontraba en una de las calles más elegantes de
Harrogate. No pude negarme. Quizá, si mis padres hubieran seguido vivos o
hubiera tenido amigos en la zona —nos habíamos mudado allí pocos meses
antes de que me quedara embarazada para estar cerca de la familia de Audrey
—, me habría resistido. Pero me sentía afligida y aterrorizada y, ay, era tan
ingenua que admiraba a Victor. Le respetaba.
Por desgracia él no hizo lo mismo conmigo.
Al principio la cosa fue bien. Nos entendíamos. Pero entonces él se volvió
posesivo: cuando salía me preguntaba adónde iba y con quién. Yo trabajaba
como acomodadora en un cine del barrio, repartiendo helados después de las
películas de serie B, y cuando me hice amiga de una mujer él comenzó a
ponerse celoso. En ese momento me di cuenta de mi error. Quizá yo no
tuviera ningún interés romántico en Victor, pero él sí lo tenía en mí. También
empecé a reparar en otras cosas: me indicaba lo que debía comer, cómo debía

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vestir, las horas de sueño que necesitaba. No podía respirar. Y cuando no
aceptaba sus «consejos» se pasaba los días siguientes ignorándome, cerrando
las puertas de la casa con violencia y haciéndome el vacío.
Una noche en la que volví tarde del trabajo me dedicó palabras muy
duras, me acusó de ser voluble y dijo que debía actuar como la madre en la
que iba a convertirme. Me quedé mirándole perpleja. Se suponía que éramos
amigos, pero me sentía como si me quisiera controlar. Discutimos y le dije
que se preocupara de sus propios problemas, que era mi amigo, no mi amante,
y ciertamente no era el padre del niño que iba a tener.
Nunca olvidaré la expresión que me dirigió. Petulante, como si supiera un
secreto que yo desconocía.
—De hecho —señaló mientras sus labios se torcían con crueldad—, sí que
lo soy.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, pero una mano helada había
atenazado mi corazón en el momento en que entendí con exactitud lo que
había hecho.
—¿Para qué usar un donante anónimo de semen cuando podías tenerme a
mí? —indicó haciendo que sonara como algo natural. Introducir su semen en
mi cérvix sin mi consentimiento—. ¿Por qué me miras así? No es ilegal.
Le grité, le dije que me había violado, que me había mentido. Él escuchó
mi diatriba con expresión fría, como si yo no fuera más que una cría que
estaba reaccionando de manera exagerada. Subí corriendo las escaleras y
comencé a recoger mis cosas mientras no dejaba de pensar adónde podría ir.
Me quedaría en un hotel y compraría una propiedad; tenía el dinero ahorrado
y de todos modos era lo que planeaba hacer con Audrey. Tras su marcha no
me había visto con fuerzas, pero tampoco podía quedarme en casa de Victor.
Mientras hacía la maleta oí que la llave giraba en la puerta de mi habitación.
Me había encerrado en ella.
—No pienso dejar que te vayas —aseguró desde el otro lado de la puerta
con voz calma, siniestra—. Estás embarazada de mi hijo.
Nunca había pasado tanto miedo. Me trajo comida, me dijo que lo hacía
por mi propio bien, que me amaba, que quería casarse conmigo. Se negaba a
escucharme cuando le explicaba que nunca podría pensar en él de esa manera.
«Jamás dejaré que te vayas, Rose», me decía.
Y me di cuenta de que tenía que ser lista. Tenía que engañarle, igual que
él me había engañado a mí. Así que fingí considerar su propuesta. Cuando
pasó a confiar en mí lo suficiente para dejarme en la casa a solas sin cerrar las
puertas con llave, comencé a planear mi huida. Primero debía encontrar una

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especie de «póliza de seguro» por si acababa encontrándome. Pensé que un
hombre como Victor debía de haber cometido errores en el pasado. Registré
su estudio y, cuando empezaba a pensar que no iba a encontrar nada, la vi.
Una carpeta en el cajón de su escritorio. Parecía algo insignificante, tenía el
nombre de su clínica grabado en ella. Pero nada más abrirla la dejé caer
conmocionada. Eran fotos de mujeres con las piernas separadas por estribos
en una de sus consultas: la misma en la que había estado yo. Las fotos
parecían haberse tomado con una cámara Polaroid y sin el consentimiento de
sus protagonistas: todas las mujeres llevaban camisones de hospital, como si a
mitad de una intervención él hubiera decidido fotografiar sus genitales para su
uso personal. No era algo propio de un médico normal. Todas las mujeres
parecían estar anestesiadas. Me sentí asqueada; Victor era de cabo a rabo el
monstruo que yo había sospechado. Me pregunté si yo estaría entre ellas, pero
no quise mirar. Tenía el estómago revuelto y tuve que concentrarme en no
vomitar.
Me planteé acudir a la policía en ese mismo momento. Era evidente por
las fotos que le prohibirían seguir ejerciendo la medicina, y quizá incluso iría
a la cárcel. Pero Victor me asustaba y me intimidaba. No podía arriesgarme a
que intentara librarse de esa, y mucho menos a que lo lograra. Era un médico
respetado, y quizá había destruido todas las pruebas de que me habían
inseminado artificialmente. Mentiría, manipularía, diría que habíamos
mantenido una relación y que el bebé era suyo.
No tuve más opción que huir lo más lejos posible, llevándome la carpeta
conmigo.
Los siguientes treinta minutos fueron la media hora más aterradora de mi
vida. Metí mis pertenencias en dos maletas, pero tuve que dejar atrás muchas
cosas. A continuación pedí que un taxi me recogiera a dos calles de distancia.
Todo ello con el corazón en un puño, ya que temía que Victor apareciera en
cualquier momento para detenerme. Mientras corría por la calle, arrastrando
las maletas, me lo imaginé persiguiéndome, y las pulsaciones se me
dispararon. Solo me sentí a salvo al subir al taxi y, más tarde, al tren,
consciente de que cada kilómetro que recorría me iba alejando más de él.
No vine a Beggars Nook de inmediato. Me alojé en un hostal de
Chippenham mientras buscaba agentes inmobiliarios. Hasta que encontré una
propiedad lo bastante barata para que pudiera permitírmela: el número 9 de
Skelton Place.
Un lugar escondido.
O eso pensé.

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Hasta aquel momento.

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Lorna
El apartamento se ve vacío sin las cosas de Alberto. Lorna se pasea por él con
pesar. Otro puñado de años de su vida malgastados junto al hombre
equivocado. Siente una pesadez en el pecho, pero sabe que no es por él. Se
debe a la hija y al yerno a los que ha dejado en Inglaterra. Ya está cansada de
ir saltando de país en país, de hombre en hombre. Desea estar cerca de Saffy y
del bebé, cuando él o ella llegue. Echar raíces de una vez. Theo y Jen
aparecen de golpe en su mente. El hermano que ignoraba tener. También
desea establecer una relación con ellos, pese a los secretos oscuros que
acechan en el pasado. Y, por encima de todo, quiere compensar a Saffy por no
haber estado allí en todo momento cuando ella era pequeña. De vez en
cuando, mientras pone orden en el apartamento, las palabras de su hija se
cuelan en su mente.
Podría alquilar algo pequeño en algún punto del canal de Bristol para no
estar demasiado lejos de Saffy. Sí, decide mientras se sienta al borde de la
cama y se quita las botas. Sí, eso es lo que hará. Al día siguiente, a primera
hora, pondrá el plan en marcha: el alquiler en San Sebastián se renueva
anualmente, puede marcharse más o menos cuando quiera. La idea hace que
sienta una energía repentina.
Saca la fotografía de Daphne y Rose posando delante de la casa, con sus
vaqueros acampanados y sus camisetas de tirantes. Daphne —la más alta de
las dos— le pasa el brazo a Rose por los hombros. Saffy le dio la foto antes
de que se fuera. No puede dejar de mirar el rostro hermoso de su auténtica
madre, buscando algún parecido. Desde que se enteró de la verdad ha estado
soñando con ella, esa mujer menuda de cabello castaño dorado y ojos de color
chocolate, como los suyos y los de Saffy. Instantáneas de una vida que vuelve
a ella en su subconsciente mientras duerme: camina por el bosque cogida de
la mano de su madre, se detiene en la plaza Mayor a escuchar los villancicos
mientras se toma un chocolate caliente. No sabe si son recuerdos o es su
cerebro, que se imagina escenarios deseando que hubieran sido reales. Se
sintió tan triste cuando intentó recordar el pasado mientras estaba en Beggars
Nook… Aquello fue real. Estaba afligida por la muerte de su madre —la
verdadera Rose— y ni siquiera fue consciente de ello.

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Un rato antes ha tenido noticias del sargento Barnes. Han llegado los
análisis de ADN.
Le ha dicho que la muestra que tomaron del segundo cuerpo coincide lo
suficiente con el de Lorna para sugerir que se trata de su madre.
No era ninguna sorpresa, pero de todos modos Lorna ha roto a llorar al
enterarse.
Mientras deja la foto sobre la mesita de noche sus pensamientos se ven
interrumpidos por una llamada en el móvil. El nombre de Saffy centellea en la
pantalla y, de repente, Lorna se anima.
—Hola, cariño. ¿Estás bien?
—¡Mamá! —Suena como si le faltara el aliento—. ¡Las hemos
encontrado! Las pruebas que buscaba Davies. Las pruebas que Rose escondió
en la chimenea. Es… —traga saliva— una carpeta con fotografías de mujeres
desnudas.
—¿A qué te refieres?
—Parece que Victor sedaba a sus víctimas antes de realizarles algún tipo
de intervención. Y luego les sacaba fotos. Desnudas.
A Lorna se le revuelve el estómago.
—Ay, Dios mío.
—Lo siento.
Lorna se siente mareada.
—¿Has hablado con la policía?
—Estábamos a punto de hacerlo. Pero… he encontrado algo más.
—Vale…
—Una carta. A tu nombre.
Una carta desde más allá de la tumba, de su auténtica madre. Lorna se
pone en pie y comienza a pasearse por la habitación.
—¡Ábrela!
—¿Estás segura?
—Por supuesto. Por supuesto. Necesito saber lo que dice.
—Vale, espera un momento. —Lorna oye el rasgueado del sobre al
romperse, y Saffy vuelve a aparecer al otro extremo de la línea—. Vale,
bueno, es una carta larga.
—¿Cómo de larga?
—Unas cinco páginas o así. En folios A4. Por las dos caras.
—¿Qué dice?
—¿Quieres que te la lea entera?
«Sí».

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—No. No, no lo hagas. Tardarás siglos.
Oye que Saffy pasa las hojas.
—¿Quieres que la lea y…? ¡Oh, Dios mío! —Su hija lanza un grito
ahogado.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—Rose dice aquí que ella mató a Neil Lewisham. Mamá, es una
confesión.
A Lorna no le aguantan las piernas, vuelve a dejarse caer sobre la cama.
—Tendrás que mostrársela a la policía. Tienes que contárselo todo. Y
darles la carpeta de Victor. Mierda, sabía que no podía marcharme. No
debería haber regresado.
Oye que Saffy traga aire de golpe.
—Oh, mamá… —le dice, con voz triste—. La estoy leyendo por encima,
pero en la carta, Rose… Parece que Victor dio con ella.

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Rose
Noche de la Hoguera, 1980

Decidí esconder la carpeta bajo la repisa torcida de la chimenea de tu


habitación, que nunca había encajado bien porque faltaban unos ladrillos por
debajo. No le conté a Daphne dónde la había puesto. Era mejor que no lo
supiera nadie.
—Mañana… —dijo ella plantada ante el fogón, mezclando una sartén
llena de zanahorias, patatas y brócoli— miraremos cómo alquilar Skelton
Place. Y podemos encontrar algún lugar donde vivir en Bristol. Es una ciudad
grande. Será más sencillo pasar desapercibidas.
—Vale —acepté.
Una calle anónima y ajetreada, donde todas las casas tuvieran el mismo
aspecto. Un lugar en el que nadie supiera nuestros nombres. Debería haber
hecho eso desde el principio. No debería haber venido a Beggars Nook.
—Pero esta noche —dijo Daphne inclinando el cuerpo hacia mí con una
cuchara de palo en la mano— vayamos a la exhibición de fuegos artificiales y
actuemos con normalidad. Por Lolly, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
—Bien —dijo ella—. Bien. Podemos hacerlo. Todo irá bien.
Yo no estaba tan segura. Era como si el mundo se me estuviera viniendo
encima, así que el pueblo me provocaba claustrofobia. Y la casa. El lugar
donde siempre me había sentido más segura.
—Creo que deberías ponerte mi peluca vieja —sugirió ella de repente.
Estaba plantada con su pose habitual de flamenco y el suéter medio
arremangado—. Ocultar ese maravilloso pelo ondulado que tienes.
Me reí. Mi pelo era de color castaño apagado, no es que destacara
precisamente.
—Me pondré un gorro con borla. Hará frío y estará oscuro, así que si
Victor está allí, merodeando, le costará reconocerme.
Daphne me escudriñó, frunciendo cada vez más el ceño.
—¿Qué? —le pregunté sintiéndome cohibida de repente.

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—Nada. —Negó con la cabeza—. Solo que eres más fuerte de lo que
crees, Rose Grey.
—No lo sé.
—Lo eres —dijo ella, ahora con un tono de voz más suave—. La manera
en la que escapaste de Victor… En serio, estoy impresionada. —Me mandó
un beso con la mano y siguió cocinando.

Aquella noche, mientras las tres lo atravesábamos, había una atmósfera de


expectación en el pueblo. Tú caminabas entre las dos, como era habitual,
cogiéndonos una mano a cada una mientras Daphne te hablaba de las
manzanas de caramelo clavadas en un palito. La miré por encima de tu
cabeza. Parecía despreocupada y feliz. Sin la menor inquietud. Mientras que
yo tenía el estómago como el tambor de una lavadora y me encogía de miedo
cada vez que oía una carcajada o a un perro que ladraba. No estaba
preocupada solo por Victor. Era también la idea de comenzar una nueva vida
lejos del pueblo y de todo lo que me resultaba familiar. Estaba empezando a
dudar del plan de irnos a Bristol. Era algo que Daphne siempre había querido
hacer. Creo que le preocupaba que, si nos quedábamos allí, alguien acabara
viniendo en busca de Neil y descubriendo quién era ella en realidad. Pero,
aunque me había criado en Londres, nunca me gustaron las ciudades grandes.
Daphne, no obstante, tenía razón en algo. Si Victor me había encontrado,
no nos quedaba más remedio que mudarnos.
La exhibición pirotécnica se celebraba en un prado cercano a la granja en
la que trabajaba Daphne. Era toda una caminata, en especial para ti, pero no te
quejaste. Estabas demasiado entusiasmada con la idea de los dulces y los
fuegos artificiales. Seguimos al gentío por la plaza del pueblo, cruzamos el
puente y nos dirigimos hacia la granja.
—Ayer, en el trabajo, Sean me contó que habría perritos calientes y una
hoguera —te dijo Daphne.
Tú chillaste de emoción y nos cogiste las manos con fuerza. El año
anterior aún eras demasiado pequeña para ir a cualquier exhibición.
Otra vez Sean. Daphne lo mencionaba a menudo. Vivía en Chippenham, y
venía cada día desde allí. Ella decía que le veía como a un hermano pequeño,
pero me preocupaba que no fuera una buena influencia. Desde que estaba en
la granja no hacía más que traer cosas a casa, y yo no estaba segura de que
Mick fuera a sentirse muy feliz si se enteraba. Daphne podía tener amigos,
por supuesto, yo nunca quise ser una pareja controladora. Pero no podía evitar

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sentirme inquieta. Me parecía más seguro no relacionarnos demasiado con
nadie. Y, aunque no conocía a Sean, ya estaba convencida de que no confiaba
en él.
—Está bastante lleno de gente —dije intentando que mi voz no sonara
ansiosa.
—Creo que también habrán vendido entradas en los pueblos vecinos —
contestó Daphne.
Se me erizó el pelo.
Era incapaz de disfrutar. Observé a Daphne mientras te conducía por el
prado, llevándote de un tenderete al otro. Yo iba detrás de vosotras como un
guardaespaldas en alerta máxima, aterrorizada aún ante la posibilidad de que
Victor me estuviera buscando. Era de noche y caía una llovizna muy fina.
Veía rebotar las borlas de tu gorro rosa y rojo mientras seguías a Daphne,
cogiéndola con fuerza de la mano.
—Asegúrate de no soltarla —le recordé a Daphne, y debí de sonar
demasiado severa porque ella abrió mucho los ojos, sorprendida y dolida, y
contestó que sí, que por supuesto.
—Protegeré a esta niña con mi vida —dijo.
Me quedé acechando a vuestra espalda cuando os detuvisteis en la parada
de las manzanas de caramelo.
—¿No debería comerse un perrito caliente antes? —pregunté
inclinándome hacia vosotras, pero Daphne ya estaba poniendo el dulce en tu
ansiosa mano.
—Lo siento —articuló con la boca por encima del hombro, pero no
pareció lamentarlo en absoluto.
Yo estaba demasiado alterada para comer, así que no me molestó que
Daphne pasara de largo frente al puesto de los perritos calientes y se pusiera a
serpentear contigo entre la multitud para llegar al frente. La inmensa hoguera
ya estaba encendida, y el humo se elevaba y se perdía en la humedad de la
noche. La gente se agolpaba a nuestro alrededor con copas de poliestireno en
las manos, y se oía una melodía metálica y débil procedente de uno de los
tenderetes más cercanos. Empezaste a saltar delante de nosotras —estabas
muy exaltada—, hasta que te puse las manos sobre los hombros para que
pararas.
—Vas a cansarte demasiado.
Intenté reírme, pero la carcajada se me quedó atravesada en la garganta.
Daphne se inclinó hacia mí y me susurró al oído:

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—¿Quieres beber algo? ¿Un chocolate caliente? Hace mucho frío y quizá
haya que esperar un rato.
—No… —Me puse de puntillas para mirar a nuestro alrededor nerviosa
—. No lo sé. Podrías perdernos.
—Os encontraré, no te preocupes —contestó ella.
Y acto seguido desapareció, moviéndose sin dificultad entre la multitud
con su abrigo de terciopelo lleno de parches y su gorro de ganchillo, y yo me
acordé de la noche, casi un año antes, en que la vi por primera vez en la plaza
y mi corazón se puso a cantar.
Me volví hacia ti.
—Daffy ha ido a buscar algo para beber —te expliqué, sin saber si
intentaba tranquilizarte a ti o a mí misma.
Te cogí la mano con fuerza.
—No —replicaste soltándote—. No quiero.
—No, cógeme la mano —dije con brusquedad, y de inmediato me sentí
culpable—. Por favor, Lolly, no quiero que te pierdas.
Me diste la espalda para seguir comiéndote la manzana de caramelo, pero
dejaste que te cogiera de la mano. ¿Dónde se había metido Daphne? Estaba
tardando demasiado. Deseé que estuviéramos en casa, a salvo.
—Hola, hola… —dijo una voz a mi espalda. Era Melissa, que llevaba una
petaca en la mano—. ¿No es emocionante? Y qué cantidad de gente…
—Hum… —musité, echando un vistazo por encima de su hombro para
ver si localizaba a Daphne. Acto seguido me volví hacia Melissa porque se
me había ocurrido una idea—. De hecho, me alegro de toparme contigo. Esto
te va a sonar extraño —dije bajando la voz e inclinando el cuerpo hacia ella
para que no pudieras oírnos—, pero ese hombre que estuvo en el café
preguntando por mí… me preocupa que sea alguien a quien conocí.
Alguien… de quien me escapé.
—Oh, cariño, lo siento. No me di cuenta…
La detuve mostrándole la palma de la mano. Necesitaba sacarme aquello
de encima antes de cambiar de opinión.
—He hecho algo estúpido, estúpido de verdad. Mi vida podría estar en…
—articulé con la boca la siguiente palabra para que no la oyeras— peligro.
Melissa enarcó las cejas.
—¿A qué te refieres?
—Si me pasara algo…
—Pero bueno, no te pasará nada, cariño, ¡no seas ridícula!

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—Escúchame. Por favor. Si me pasa algo, las pruebas están en el hogar.
¿Lo recordarás? Es muy muy importante.
Ella pareció horrorizarse.
—Lo… lo haré. Pero me preocupas. ¿Puedo llamar a alguien? ¿La policía,
quizá?
—¡No! —estuve a punto de gritar. Me volví y te sonreí. Cuando volviste a
prestar atención a la hoguera añadí en un susurro—: No. Por favor, nada de
policía. Estoy segura de que todo irá bien, es solo por si acaso.
Melissa me dirigió una mirada llena de preocupación, pero lo aceptó.
—Oh, ahí está Maureen. Lo siento, cariño, tengo que irme.
Me dio la espalda, probablemente aliviada por haber encontrado a alguien
más en sus cabales con quien conversar. Estiré el cuello para ver si lograba
localizar a Daphne. Estaba tardando siglos en volver con las bebidas. Y
entonces la vi, junto a la parada de perritos calientes, hablando con alguien.
Se me aceleró el corazón. Parecía ser un hombre. Alto, moreno. ¿Era… era
Victor? No, no, pues claro que no lo era. Aquel hombre parecía más joven,
llevaba botas de trabajo y una chaqueta encerada. Daphne le sonreía y él hacía
lo mismo, a juzgar por la manera en que echaba la cabeza hacia atrás mientras
le tocaba el hombro. Sentí un ataque de celos. ¿Estaban coqueteando?
—Mami, ¿cuándo comenzará?
Volví a centrarme en ti mientras la inquietud crecía en mis entrañas como
las bacterias.
—Pronto, cariño. Muy pronto.
—Estoy mala. —Me pusiste la manzana de caramelo a medio comer en la
mano.
—No me extraña —dije intentando mantener un tono de voz ligero—.
¡Oooh, mira! ¡Mira, está comenzando!
Te distrajiste con un cohete que rasgó el cielo y que estalló sobre nuestras
cabezas con rayos de colores rosados y violáceos.
Y en ese momento noté una mano en el hombro. Pegué un salto, pero solo
era Daphne, que pegó una mejilla fría contra la mía.
—Lo siento —dijo—. Ten.
Me dio un vaso de papel y yo dejé caer la manzana de caramelo al suelo,
reprimiendo la culpa que sentía por ensuciar de esa manera para aceptarlo sin
soltar tu mano.
—¿Con quién hablabas?
Ella frunció el ceño.
—Con nadie. ¿Por…?

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—Te he visto. Con un hombre.
—¿Un hombre? —Pareció confundida por unos instantes, hasta que por lo
visto cayó en ello—. Ah, sí, era Sean.
—¿Qué hace aquí? ¿Ha venido desde Chippenham?
Ella se encogió de hombros como si no fuera importante. Se me pasó por
la cabeza que no le había dicho que viniera para presentárnoslo. ¿Sabía
siquiera que yo existía? ¿Estaba enterado de lo nuestro? Me dije a mí misma
que me estaba comportando de manera ridícula. Pues claro que se lo debía de
haber dicho. A menos que él pensara que Daphne era tan solo mi inquilina.
Ella soltó una risita.
—Creo que le gusto un poco. Pero ya nos va bien. —Me quedé mirándola
perpleja. ¿Qué había sido de todos sus principios feministas? ¿De las
conversaciones sobre no necesitar a los hombres que habíamos mantenido con
tanta frecuencia?—. ¿Qué? —Se rio y bebió un trago—. Me ayuda a cargar
las cosas pesadas.
—Dios, Daphne. —Le di la espalda.
Sus siguientes palabras quedaron ahogadas por la explosión de los fuegos
artificiales, y yo me agaché para ponerme a tu altura. No quería mirar a
Daphne. Tú observabas concentrada, la boca abierta por la sorpresa, el
petardo que había estallado en un festival de tonos amarillos y dorados, pero
te tapaste las orejas con las manos.
—¿Hacen demasiado ruido?
Negaste con la cabeza.
—Bonito.
Pese a que no sabía bien por qué estaba enojada con ella, ignoré a Daphne
durante el resto del espectáculo. ¿Estaba celosa porque había tonteado con un
hombre? ¿O porque parecía que no le importaba lo más mínimo que Victor
pudiera estar allí y que yo me encontrara en peligro? Cuando ella temió por la
presencia de Neil, yo la apoyé. Maté por ella. Y, a cambio, ella se comportaba
como si mi situación fuera un gran chiste.
Cuando acabó la exhibición, te cogí con fuerza de la mano y me volví,
esperando ver a Daphne a nuestra espalda. Pero se había ido.

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Rose
Noche de la Hoguera, 1980

Escudriñé el prado en busca de Daphne. No podía haberse ido demasiado


lejos. Era evidente que se había molestado por cómo la había tratado. Rara
vez discutíamos. Tampoco es que tuviéramos muchos temas sobre los que
reñir, viviendo a salvo en nuestra casita, contigo, por mucho que el espectro
de Neil flotara sobre nosotras. Pero, ahora que Victor podía estar en la zona,
todo había quedado patas arriba. Yo volvía a encontrarme en estado de alerta
máxima.
—Mamá, cansada —te quejaste mientras te arrastraba por el prado.
La gente se estaba dispersando y nosotras avanzábamos en zigzag;
buscaba a Daphne, pero también seguía extremadamente pendiente de si veía
a Victor. Tú no dejabas de sorber tu chocolate caliente, pero mi vaso ya
estaba vacío.
—Lo siento, cariño, pero tenemos que llegar a casa lo más rápido posible
—dije procurando esconder el miedo en mi voz.
¿Por qué se había marchado Daphne y nos había dejado solas pese a saber
que tenía miedo de que apareciera Victor? Mientras intentábamos salir del
prado se produjo un cuello de botella, ya que todo el mundo trataba de
atravesar la puerta de la verja a la vez, y no nos quedó más remedio que
detenernos a esperar. Miré a mi alrededor inquieta: estábamos rodeadas por
todos lados de gente que pateaba impaciente el suelo y se quejaba en voz alta
por la espera. Examiné los rostros de todos los hombres por si alguno era el
de Victor y te apreté la mano con fuerza.
—No me sueltes —te dije con mi voz más severa.
Al fin la multitud cedió y comenzó a avanzar. Yo suspiré de alivio
mientras la gente se dispersaba, pero sintiéndome agradecida porque había un
número suficiente de personas para poder protegernos en caso de que Victor
estuviera allí.
Pero, mientras caminábamos por la calle Mayor y ascendíamos la colina
en dirección a Skelton Place, todo el mundo se desvaneció y acabamos las dos
solas.

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—Un poquito de miedo, mami —me dijiste cogiéndome la mano con
fuerza, y se me partió el corazón.
Seguramente habías percibido mi angustia, porque por lo general no te
asustabas nunca. Mirabas a tu alrededor, los setos elevados y el bosque que
nos rodeaba, con los ojos desorbitados por el terror. En algún punto a lo lejos
un búho ululó.
—Parece más tarde de lo que es porque esta noche la luna se ha escondido
detrás de las nubes —te dije intentando que mi voz sonara alegre—. Son solo
las ocho.
—Estoy cansada.
—Ya casi estamos en casa, no falta mucho, hay que subir un poco más la
colina. ¿Quieres que te lleve a caballito?
Asentiste entusiasmada con la cabeza, y me agaché para dejar que te
auparas a mi espalda. Me rodeaste el cuello con los bracitos y yo te sujeté de
los tobillos.
—¡Arre, arre! —bromeé haciendo como que era un caballo y trotando
colina arriba, aunque pensé que me iban a fallar las piernas por el cansancio.
El miedo a que Victor saliera de repente de detrás de un arbusto me
proporcionó la adrenalina necesaria para continuar avanzando.
—¿Dónde está Daffy? —preguntaste en el momento en que la casa
apareció a la vista.
Se me cayó el alma a los pies al ver que las luces no estaban encendidas.
—La hemos perdido —dije, y mi voz sonó grave en la oscuridad—. Pero
no te preocupes, no estará muy lejos.
Te bajaste de un salto mientras abría la puerta de entrada.
La casa estaba fría y a oscuras y vacía. Me sentía inquieta, como si
alguien fuera a saltarme encima. Encendí la luz del vestíbulo. El abrigo de
Daphne no estaba en el perchero. ¿Dónde se había metido? Una imagen en la
que ella aparecía con Sean atravesó fugaz mi mente, pero la aparté.
Encendí todas las luces del piso de abajo. Las ventanas se volvieron
opacas. ¿Habría alguien ahí fuera, mirándonos?
Sentí un escalofrío. Un fuego de artificio explotó sobre nuestras cabezas e
hizo que pegara una sacudida.
—Venga, Lolly, vamos a meterte en la cama. —Te cogí de la mano y te
llevé al piso de arriba.
Te arropé y te leí un cuento, pero te quedaste dormida antes de que
acabara. Entonces te di un beso en la frente y te aparté el pelo, precioso y
rizado, de la cara.

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Un nuevo ruido en el exterior me hizo saltar. En esa ocasión no había
sonado como ningún petardo.
Venía del jardín.
Con cuidado me levanté de tu cama y me acerqué a la ventana, aparté la
cortina de tela de cuadros.
Me quedé paralizada de miedo.
Había un hombre en el jardín, mirando hacia la casa.
Era Victor.

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Theo
—De acuerdo —dice Theo al teléfono mientras le dirige una mirada a Jen,
que se ha puesto las gafas de sol sobre la cabeza y está levantando las cejas en
gesto de interrogación. Está echada en la tumbona del jardincito, las piernas
desnudas y estiradas—. Entonces ¿le han imputado? —Theo se encuentra
plantado en el patio, con el sol quemándole el cuello—. Y… —baja la voz—
¿le han transferido a la cárcel de Wakefield?
Las ventanas francesas que dan a su salón comedor están abiertas y va a
guarecerse en la sombra, por miedo a que los vecinos puedan oírle. El interés
de la prensa ya está siendo tempestuoso.
—Correcto —contesta Ralph, el abogado de su padre, dueño de una voz
profunda y a quien Theo se imagina como el tipo de persona que disfruta del
vino de buena calidad y de las veladas en la ópera, aunque nunca haya
coincidido con él—. Por la importancia de los cargos. Permanecerá en prisión
preventiva hasta el juicio. Le han acusado de asesinato y también de agresión
sexual.
—¿Y qué pasa con el fraude de fertilidad? —Theo aún no dispone de
todas las piezas del puzle, solo las que han logrado reunir con Saffy a partir
de las pruebas que encontró.
—Sí, eso también parece probable. Aunque no está tan claro. Gracias al
interés de la prensa, numerosas mujeres se han presentado ante la Fiscalía.
Llevaba años haciéndolo.
Theo se siente mareado. Las fotos de mujeres que encontró en el estudio
de su padre eran un catálogo. Una manera de recordar con exactitud a quién
había inseminado artificialmente con su propio semen. Las otras mujeres, las
de la carpeta que encontró Saffy… No soporta siquiera pensar en eso.
Ralph debe de confundir el silencio de Theo con ansiedad, porque le dice:
—Lo siento, no pinta bien para tu padre. Le he recomendado que acepte el
cargo de homicidio involuntario con Caroline, porque dice que no pretendía
matarla, que fue un accidente. Que discutieron, que ella iba a dejarle y que la
empujó llevado por la rabia. Ella se tambaleó y cayó por las escaleras. Si se
declara culpable no habrá juicio. Pero ya sabes cómo es tu padre.

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Theo siente un nudo en la garganta al oír el nombre de su madre. Su padre
no tardó demasiado en admitir el crimen, cosa que le sorprendió. Pensaba que
se iría a la tumba clamando su inocencia. Pero al parecer las pruebas eran
demasiado evidentes para que las negara: el testimonio de Glen Davies, según
el cual le confesó haber cometido el crimen; el hecho de que su coartada no
resistiera un escrutinio mayor; y que un vecino recordara haber hablado con él
esa misma mañana a una hora posterior a aquella a la que su padre afirmaba
haber salido hacia el trabajo.
—¿Qué hay del asesinato de Rose?
—Con ese la policía sigue analizando las pruebas. En la carta que les
proporcionó Saffron Cutler, Rose escribe que temía que Victor la hubiera
encontrado, que le vio en el jardín durante la Noche de la Hoguera. Pero la
carta se interrumpe justo ahí. Podemos suponer, por supuesto, que la encontró
y que ese es el motivo por el que nunca tuvo la oportunidad de acabar la carta.
Pero está claro que quizá no será suficiente para un tribunal. No obstante, una
testigo, una tal Melissa Brown, ha dicho que un hombre que coincide con la
descripción de Victor estuvo preguntando por Rose unos días antes de su
desaparición. Te mantendremos informado.
—¿Y qué pasa con Cynthia Parsons?
—No hay indicios suficientes para sugerir que su muerte fuera algo más
que un suicidio —le contesta el abogado.
«Al menos ha confesado que es responsable de la muerte de mamá»,
piensa Theo. Si tan solo admitiera haber asesinado a Rose, Lorna y Saffy se
quedarían en paz.
—Me ha preguntado si te gustaría ir a visitarle —dice Ralph con una voz
que de repente suena vacilante.
—Mató a mi madre —contesta Theo—. Espero que se pudra en la cárcel.
Jen le observa desde el jardín con expresión atenta, pero no sabe bien si
ella puede oír lo que dice.
—Lo sé, pero tenía que preguntártelo. En cualquier caso estamos en
contacto. Te haré saber la fecha en la que tu padre se presentará ante el juez
para declararse culpable o inocente.
—Gracias por la información —dice Theo, y cuelga.
La verdad es que tiene sed de justicia. Quiere que su padre pague por sus
crímenes. Se hunde en un sillón, con el móvil aún en la mano. Una sombra se
cierne sobre él, y al levantar la mirada ve a Jen plantada en el umbral,
tapándole el sol.
—¿Estás bien, cariño?

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Theo asiente con la cabeza. Tiene las manos sudadas y deja caer el móvil
sobre la mesa.
Jen se sube a su regazo y le pasa los brazos por el cuello. Huele a crema
solar de coco. No le dice nada. No hace falta que lo haga.
—Soy familia de ese cabrón —dice él con un suspiro.
—No te pareces en nada a él. Has salido en todo a tu madre. No lo
olvides. Y no estás solo. Lorna debe de sentirse igual ahora que sabe que es su
padre.
—Es cierto. —Gracias al cielo por Lorna. Theo ha hablado por teléfono
con ella cada pocos días desde la noche en que le mandó el mensaje
diciéndole que eran hermanos—. A Davies también le han imputado varios
delitos —dice atrayendo a Jen hacia sí—. Tengo la sensación de que habrá
llegado a algún acuerdo, pero le han acusado de agredir y amenazar no solo a
Lorna y a Saffy, sino también a otras mujeres. Por fraude, por hacerse pasar
por agente de policía, por allanamiento de morada… La lista es larga.
Nota que Jen se estremece.
—¿Has decidido si irás a ver a tu padre? —le pregunta con dulzura—.
¿Aunque solo sea para saber por qué discutió con tu madre, y si es cierto que
ella pensaba dejarle?
—No quiero volver a verle nunca más —contesta él disgustado—. Le
odio. Y nunca dirá la verdad. Nunca me dará una explicación de por qué hizo
todas esas cosas. Pondrá excusas, intentará culpar a mamá.
—Lo siento. No puedo ni imaginar lo que debe de ser esto.
Al menos tiene a Jen, se consuela Theo; una mujer maravillosa que
siempre le ha apoyado en todo y en quien confía sin reservas.
—Creo que voy a llamar a Lorna para ponerla al día de todo esto.
—Claro. —Jen le da un apretón afectuoso en el hombro y se baja de su
regazo—. Yo voy a seguir tomando el sol.
Ella le sonríe por encima del hombro mientras regresa al jardín. Theo la
mira cuando se aleja. Ya comienza a tener los hombros enrojecidos. Es
consciente de que no se sentirá satisfecha hasta que no haya pasado al menos
otra hora ahí fuera, pese a que él le ha advertido de los riesgos del cáncer de
piel. Al fin y al cabo, no deja de ser hijo de un médico.

Más tarde Theo va a visitar la tumba de su madre. Para ser sábado el


cementerio está más concurrido de lo normal, pero lo atribuye al buen tiempo.
Las parejas se pasean por el recinto cogidas del brazo, hay familias con niños

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pequeños y cochecitos. Se le encoge el corazón. Tiene tantas ganas de
disfrutar de eso con Jen… Es una ironía cruel que su padre engendrara de
manera ilegal a todos esos niños cuando él, Theo, no puede conseguir que su
esposa se quede embarazada. Se pregunta por qué lo hizo. Ha leído sobre
otros casos de médicos que cometieron fraude de fertilidad, un delito del que
nunca había oído hablar. El complejo de Dios es por lo general uno de los
motivos. Eso define a su padre a la perfección.
Al llegar junto a la tumba de su madre se pone en cuclillas para sacar las
flores viejas del jarrón y reemplazarlas con unas rosas frescas.
—Le han cogido, mamá —dice mientras arregla las rosas—. Ha
reconocido que te empujó, y piensan que también es el culpable de la muerte
de Rose. Nunca… —Se le quiebra la voz—. Nunca entenderé lo que sucedió
aquel día. Nunca le entenderé a él. Pero te aseguro, mamá, te prometo que si
tengo la suerte de convertirme en padre, seré todo lo que él no fue.
Pone la mano sobre la lápida de mármol lustroso, recordando la última
vez que vio a su madre: el fin de semana anterior a su muerte. Ella estaba en
la puerta de casa, obligándole a coger una bolsa llena de pasteles caseros y
lasañas. Fue su madre quien hizo que deseara convertirse en chef. Ella le dio
un gran abrazo, fue casi como si supiera que iba a ser el último. Y se quedó
allí, saludándolo con la mano, hasta que él abandonó el camino de acceso
dando marcha atrás. Su sonrisa escondía el dolor que debía de sentir.
—Lo siento muchísimo —dice mientras se le forma un nudo en la
garganta—. Siento no haber sido consciente nunca de lo que papá era capaz.
Siento no haber podido salvarte.

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59

Daphne
Agosto de 2018

Hoy vienen a visitarme dos mujeres. Ambas tienen el cabello moreno y


rizado, pero una es mayor que la otra. La más joven lleva un mono vaquero y
parece estar embarazada. La mayor se ha puesto un vestido sin mangas de
color naranja. Ambas son muy guapas. Pero es que todas las jóvenes me
parecen guapas, con su juventud y su agilidad y esas caderas que no les
duelen al andar.
—Abuela… —dice la más joven, sentada al lado de mi cama.
Últimamente he pasado mucho tiempo en la cama. No me siento lo
bastante fuerte, pero no sé por qué. Toso y la chica joven frunce preocupada
el gesto. Se muerde el labio inferior. La mujer mayor parece enfadada. Me
recuerda a alguien. Esa expresión que pone, la decepción en su mirada. Me
recuerda a Rose.
—Soy Saffy —dice la embarazada.
Saffy. Saffy. Me suena ese nombre. Me ha llamado «abuela». Debe de ser
mi nieta. La otra ha de ser su madre: se parecen mucho. Pero yo no tuve hijos.
Eso sí lo sé. Me acordaría. La más joven está llorando, no sé por qué. Las
lágrimas resbalan por su rostro y caen sobre las perneras vaqueras, donde
dejan manchas oscuras. «¿Por quién lloras, querida?» Tengo ganas de
preguntárselo, pero mi boca no se mueve. No me salen las palabras.
La mujer mayor se mantiene detrás de su hija y le aprieta los hombros.
—Mamá —dice mirándome—. Soy Lorna. Lolly.
Lolly. Pues claro que es Lolly. Mi Lolly, mi amor.
—Ojalá lo recordaras —dice con dulzura—. Ojalá recordaras lo que le
pasó a Rose, por qué tomaste su nombre.
Pues claro que lo recuerdo.
—Para mantenerte a salvo —digo de repente, y ella abre mucho los ojos
sorprendida.
Mi voz suena ronca. Es como la de una anciana. Las manos, que tengo
entrelazadas sobre la sábana, están arrugadas y llenas de venas. Soy una
anciana. Pues claro que sí. ¿Por qué lo olvido una y otra vez?

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Lolly rodea la cama y pone sus manos sobre las mías.
—Deseo perdonarte, lo deseo de verdad —dice. Siento la calidez de sus
manos en las mías—. Sobre todo ahora. Nunca sabremos lo que sucedió
aquella noche.
Le devuelvo la mirada. No estoy del todo segura de saber a qué noche se
refiere. Cierro los ojos. Me duele tenerlos abiertos. También me duelen el
pecho y los pulmones. Aunque suenan muy lejanas, oigo sus voces. Hablan de
Skelton Place. Y de Rose.
Mi Rose.
Me doy cuenta de que están hablando de un juicio que se celebrará dentro
de poco. Y de Victor Carmichael. Están hablando de la noche en que murió
Rose.
Y, pese al dolor en el pecho y al dolor en los pulmones, comienzo a
hablar.

Notaba que Rose se estaba alejando de mí. Era la misma sensación que tuve
de pequeña. Cuando era Jean. Susan también se apartó de mí, y sabía que
con Rose estaba pasando lo mismo. Si echo la vista atrás, todo comenzó
después de que ella matara a Neil. No era una asesina. No era capaz de
poner las cosas malas que había hecho dentro de una caja y de guardarla en
las profundidades de su mente, para no pensar más y no obsesionarse con
ellas. Al contrario que yo, Rose no podía hacerlo. Ella necesitaba creer que
era una buena persona, que era bondadosa, que un día iría al cielo. A mí me
gustaba mucho esa cualidad suya. Esa inocencia. Resultaba refrescante tras
lo que había vivido. Pero a veces también podía ser tremendamente molesta.
Esperaba demasiado de la gente. Nadie era bueno o malo por completo, pero
para Rose las cosas eran blancas o negras. Y me di cuenta de que, tras
descubrir quién era yo en realidad, comenzó a replantearse sus sentimientos
hacia mí. Lo superó porque ella también había asesinado a alguien, pero
podía consolarse pensando que lo había hecho por lealtad y por amor. Por
protección y en defensa propia. En mi caso había sido por rabia y miedo, y
por aquella sensación de abandono que tenía tan arraigada.
No sé por qué seguí coqueteando con Sean. No me atrajo ni por un solo
segundo, pero deseaba que Rose se pusiera celosa, supongo, para que se
diera cuenta de que me amaba. De que me necesitaba. Y entonces, durante la
exhibición pirotécnica, fui consciente de la manera en que me miraba. Fría,
desapegada. Como si se hubiera cansado de mí. Me sentí tan dolida que no

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pude quedarme a su lado. Así que me marché, me perdí entre la multitud. Al
descubrir que yo me había ido ni siquiera pareció preocuparse. Se limitó a
coger a Lolly de la mano y a avanzar entre el gentío en dirección a casa.
Estuve caminando un rato por el pueblo, intentando poner mis ideas en
orden, con la esperanza de que Rose me echara de menos y se diera cuenta
de que estábamos hechas la una para la otra. Esperaba que, al volver, su
miedo hacia Victor fuera tan grande que aceptase que debíamos irnos juntas.
Una nueva vida lejos de Beggars Nook.
Cuando regresé a casa Rose estaba caminando arriba y abajo por la
cocina con la cara pálida. Tenía un cuchillo en la mano. Parecía un caballo
hermoso pero impredecible, a punto de soltar una coz o de salir huyendo.
—¡Ahí estás! —dijo entre dientes nada más verme entrar—. ¿Cómo has
podido desentenderte de mí de esa manera? Sabías que tenía miedo, con
Victor merodeando por ahí.
—Rose —le dije con dulzura, acercándome a ella, con la mano extendida
para tranquilizarla.
—¡Le he visto! —gritó—. Estaba en el jardín.
Agitó el cuchillo a su alrededor.
—Me acerqué a la ventana de la cocina. El jardín estaba vacío, tal y
como esperaba.
—Rose, cariño… Deja ese cuchillo. No hay nadie en el jardín.
—Tú…, tú… —Tenía los dientes apretados y temblaba de miedo. O quizá
fuera rabia. No supe discernirlo—. ¿Adónde ha ido? ¿Qué le has dicho?
—Tenemos que marcharnos, Rose —dije en su lugar—. Ahora que Victor
sabe dónde estás.
—Eso no es verdad —replicó ella con los ojos brillantes.
—Por favor, Rose, estás exagerando…
Fue lo peor que le podría haber dicho. En ese momento comenzó a
acusarme de mentirle, de haberla manipulado.
—Nunca debería haber confiado en ti —afirmó—. Joel tenía razón.
Sus palabras me provocaron un gran dolor.
—Pero nos queremos.
—Esto ha sido un error —espetó—. Tengo que pensar en Lolly antes que
en nosotras. Has de marcharte. Tú y Sean…
—No hay nada entre Sean y yo. ¿De qué estás hablando?
—Se acabó. Quiero que te vayas. ¡Ahora!
—Yo… ¿Qué? —No podía creer lo que me estaba diciendo—. ¿Estás
rompiendo conmigo?

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—No confío en ti. —Sollozó con tristeza, pero dejó el cuchillo sobre la
encimera con mano temblorosa—. Lo siento, Daphne. Te quiero, pero no
confío en ti. Creo que eres capaz de mentir. Además —dijo secándose las
lágrimas de los ojos—, no puedo seguir con esto.
Aquello no podía estar sucediendo. Creía haber encontrado la felicidad
que siempre había ansiado tener. La familia que siempre había deseado.
Perder a Rose era una cosa, pero perder también a Lolly… Quería a esa niña
como si fuera mi propia hija.
—No permitiré que me dejes —dije acercándome a ella y atrayéndola
entre mis brazos—. Nos amamos.
—Creo que tengo que hacer borrón y cuenta nueva. Comenzar desde
cero.
—No puedes —gemí.
Ella se apartó de mí y se pasó una mano por los ojos. El cabello ondulado
le caía sobre los hombros. Era unos cinco centímetros más baja que yo, y en
ese momento parecía pequeña y frágil. Yo estaba desesperada. Necesitaba
que se diera cuenta de que estaba cometiendo el mayor error de su vida.
—Sabemos demasiadas cosas la una de la otra —empecé a decir.
—Oh, no me vengas con esas —replicó ella—. Eso ya no te va a servir
conmigo. No puedes probar que maté a Neil.
Acto seguido me lanzó todo tipo de acusaciones. Que la estaba
manipulando y que le estaba mintiendo con Sean. Lo había adivinado, mi
lista y dulce Rose. La había subestimado.
En ese momento supe que no me perdonaría nunca. Que la había perdido.
Fue un accidente.
Igual que la muerte de Susan Wallace fue un accidente.
Intentó pasar junto a mí dándome un empujón. Dispuesta a alejarse.
Y lo único que supe fue que no podía dejar que se marchara. Y que no
podía permitir que se llevara a Lolly.
Me dominó la ira. Sucedió de repente. Cogí la tetera, la de hierro forjado
que usábamos en la cocina, y la estrellé contra la coronilla de su hermosa
cabeza. Ella cayó de espaldas, como si se hubiera desmayado, con los ojos
abiertos por la sorpresa, y se derrumbó entre mis brazos. Cuando me di
cuenta de lo que había hecho ya era demasiado tarde. La sostuve mientras se
moría. La sostuve y lloré y le dije que la amaba. Una y otra y otra vez.
Porque era verdad. Y, además de a Lolly, y años más tarde de a Saffy, nunca
he querido a nadie más.

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Al acabar veo que Lolly me mira horrorizada, boquiabierta, mientras las
lágrimas corren por sus mejillas. Y me doy cuenta de que lo he dicho todo en
voz alta. Le he contado a esta mujer maravillosa, a esta persona fantástica, a
la que quiero como si fuera mi propia hija, que asesiné a su verdadera madre.
Saffy —mi bondadosa y considerada nieta— me sostiene la mano. Y, pese
a todo lo que le acabo de contar, no me la suelta. Puedo ver a Rose en ella. La
misma astucia, la misma inocencia, la misma fe. Y espero no haber acabado
con todas las cualidades de esta chica tan dulce.
—Lo siento —digo. Mi mente está espantosa y dolorosamente lúcida en
este momento.
Porque lo cierto es que mi mente siempre ha estado más despierta de lo
que les he dejado creer. No me malinterpretéis, padezco demencia: mis
recuerdos son borrosos, mi cerebro se olvida de todo y no reconozco a la
gente a la que quiero, a la gente a la que amo. Pero cuando tengo esos
momentos de claridad, de agudeza perfecta, recuerdo muchas más cosas sobre
el pasado, sobre lo que hice, de lo que ellas creen.
Y ahora lo saben. Se han enterado de la verdad —de mi verdad— antes de
que siga hundiéndome en mí misma, porque llegará el día en el que no tenga
forma de revelarla. Y quería que supieran que no asesiné a Rose a sangre fría,
que no soy una psicópata, que el juez se equivocó conmigo cuando era una
niña. He sido una buena madre y una buena abuela.
Quería que supieran que, pese a todo, amé a Rose.
La amé de verdad.

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Epílogo
Un año después

Lorna observa a su familia, que está reunida en el jardín del número 9 de


Skelton Place. Las puertas de doble hoja de la cocina reformada están abiertas
de par en par, y Nieve está sentado dentro, a la sombra, disfrutando del
frescor de las nuevas baldosas de pizarra, con la cabeza apoyada sobre las
patas. A veces, sobre todo en jornadas calurosas de verano como esta, a Lorna
le cuesta creer lo que sucedió allí hace casi cuarenta años.
De vez en cuando, al cerrar los ojos por la noche, sueña que Daphne
aparece en cuclillas en el jardín y se pone a hacer palanca en los adoquines
del patio para levantarlos y poder enterrar a Rose al lado de Neil. A veces sus
sueños son tan nítidos que se pregunta si no se tratará de un recuerdo
reprimido, y si no lo habrá vivido. Es algo en lo que está trabajando con
Felicity, su psiquiatra. No es de extrañar que Daphne nunca vendiera la casa y
que esta permaneciera vacía durante un tiempo antes de que la pusiera en
alquiler. No podía arriesgarse a que nadie encontrara los cuerpos.
Pero no quiere pensar en ello. Porque ese día la escena que tiene lugar en
el jardín es feliz. El sol está alto en un cielo sin nubes y ante ella, sobre el
césped, Saffy y Tom están pendientes de Freya, su hija de nueve meses. Tom
ha extendido la colorida alfombra de juegos sobre la hierba y Freya está
sentada en ella como la reina en la que se ha convertido para todos, con su
vestido de color amarillo, rodeada de peluches y de mordedores. Saffy está
recostada junto a ella, apoyada en un codo. Lorna es consciente de lo mucho
que Saffy quiere a su hija, de un modo que no podía imaginar antes de ser
madre. Y eso le ha dado una confianza nueva, ha hecho que floreciera de una
manera que llena a Lorna de orgullo. Junto a ellos, sentados en dos tumbonas
y sonriendo con indulgencia, están Theo y Jen, que por fin se ha quedado
embarazada. Tuvieron suerte al primer intento con la fecundación in vitro y
Jen saldrá de cuentas dentro de ocho semanas.
«Las cosas les han salido bien a todos», piensa Lorna paseando la mirada
entre los presentes con un vaso helado de Pimm’s en la mano. Y se alegra, se
alegra de verdad. También se alegra de estar viviendo en Inglaterra y, por una

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vez en la vida, de haber echado raíces en Portishead. Incluso se ha comprado
un apartamento con vistas al puerto deportivo en el mismo bloque donde
estaba el piso que alquiló al regresar de España, y a veces, sobre todo durante
los días de calor, se siente como si estuviera en el extranjero. Al fin es dueña
del lugar donde vive. Y está más cerca que nunca de Saffy. Después de que su
hija diera a luz las dos mantuvieron una conversación con el corazón en la
mano.
—La quiero tanto que me duele —le dijo Saffy con su hija recién nacida
entre los brazos, desde la cama del hospital, y se quedó mirando a Lorna con
lágrimas en los ojos—. Lo siento. Lamento lo que te dije, y haber dudado de
ti. Eres la mejor madre del mundo. Y ahora lo sé. El amor que siento por
Freya… Dios, moriría por ella.
—Igual que yo moriría por ti.
E intercambiaron una sonrisa por encima del copete de pelo del bebé. Una
sonrisa con la que se lo dijeron todo. De madre a madre.
Se ven al menos una vez por semana: a veces es Saffy la que se acerca en
coche a Portishead, y a veces es Lorna la que va a la casa de Skelton Place.
Disfrutan de una cercanía que Lorna nunca llegó a tener con Daphne. Siempre
hubo una brecha entre ellas que Lorna no lograba comprender. Pero ahora
conoce el motivo. En algún nivel subconsciente debía de saber que Daphne no
era su verdadera madre.
Acude a la consulta de Felicity una vez cada quince días, y la psiquiatra la
ha ayudado mucho a superar sus problemas, el principal de los cuales es la
ansiedad que le provoca ser hija de dos asesinos, aunque tampoco es que
ponga a Rose y a Victor en el mismo saco. Y Felicity le ha hecho entender
que ella no tiene mal corazón, que eso no es hereditario. Pero a la vez le ha
hecho comprender que sí que huye de los problemas y que le cuesta forjar
relaciones románticas. Así que es algo en lo que va a trabajar en el futuro.
Sigue habiendo una chispa entre ella y Euan. Él incluso se ha quedado a pasar
alguna noche en el nuevo piso. No sabe adónde la conducirá —si es que eso
conduce a algún sitio—, pero le entusiasma la idea de averiguarlo.
—Bueno… —dice Theo levantando el vaso. Tom está junto a la barbacoa,
en una esquina, con un par de pinzas en la mano, que eleva a su vez como si
fueran una bebida—. Por la justicia.
—Por la justicia —repiten todos.
—Y por el futuro —añade Lorna.
Jen se acaricia la barriga y coge la mano de Theo.

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El día anterior se enteraron de que el juicio de Victor, que llevaba
semanas en marcha, había acabado al fin. Victor se negó a declararse culpable
de asesinato, pero su confesión de homicidio imprudente fue rechazada. Así
que se celebró un juicio y se le declaró culpable del asesinato de Caroline
Carmichael, así como de haber cometido delitos sexuales contra las mujeres
de la carpeta. Veinte mujeres diferentes. Se dictará sentencia el mes siguiente.
Lorna sabe que Theo no ha ido a visitarle, y ella tampoco piensa hacerlo. No
siente ningún interés por conocer a su padre, por llamarlo de algún modo.
Nunca hubo pruebas suficientes para acusar a Victor del asesinato de
Rose. Lorna siente un peso en el pecho al pensar en Daphne, tumbada en la
cama de la residencia, admitiendo lo que había hecho. Por primera vez supo
que la mujer a la que siempre había considerado su madre le estaba diciendo
la verdad. Ni ella ni Saffy revelaron a la policía su confesión. Quizá, si Victor
hubiera sido acusado de aquel crimen, lo habrían hecho.
Daphne murió pocos días después. De neumonía. Saffy se lo tomó mucho
peor que Lorna. Saffy tiene un corazón inmenso y logró perdonarla, pero
Lorna no sabe si podrá hacerlo algún día. Daphne le robó a su verdadera
madre, a una madre a la que apenas recuerda, y eso le parte el corazón.
Lo que Lorna tuvo que vivir después de que la auténtica Rose
desapareciera de repente sigue siendo un enigma. Tiene la esperanza de que
Felicity sea capaz de ayudarla a recuperar algunos de sus recuerdos, por
dolorosos que resulten. ¿Cuándo comenzó a llamar «mamá» a Daphne? Debió
de llorar por su madre real. Debió de sentirse abandonada y confundida, y es
algo que nunca le perdonará a Daphne. Por mucho que esta dedicara su vida a
cuidarla. Nunca superará esa traición.
Se termina el vaso de Pimm’s y va a la cocina a servirse un poco de agua.
No puede beber demasiado: ha de volver a casa en coche. Se pasea por la
cocina, que ahora es muy diferente: bonitas unidades de estilo Shaker y color
gris claro con encimeras de piedra blanca. Es consciente de que Saffy se
siente culpable; a menudo afirma que esa casa le pertenece en realidad a
Lorna. Pero está contenta de que Saffy se la quede. Y ella es feliz en su
apartamento con vistas al mar. Ha encontrado trabajo como encargada de un
hotel boutique de Bristol y ha hecho amigos nuevos. Al morir Daphne Lorna
heredó el resto de su dinero, y había más de lo que esperaba. Dinero que
evidentemente le había robado a Rose fingiendo que era ella. Fue suficiente
para que pudiera comprar el apartamento al contado.
Tras la detención de Victor Lorna se preguntó si Saffy querría quedarse en
Skelton Place. Pero su hija le dijo que viviendo allí se sentía más cerca de

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Rose. Y, para honrarla, ha plantado un rosal en un extremo del jardín que está
creciendo con fuerza: ya es más alto que el muro de piedra.
—¿Te encuentras bien, mamá? —Saffy aparece a su lado con Freya en la
cadera. Al ver a Lorna, la niña, que está chupándole la oreja a una jirafa de
plástico, estira los brazos regordetes, y Lorna la coge feliz, disfrutando del
calor del cuerpecito de su nieta contra el suyo—. Hoy pareces… un poco
melancólica.
Tras hacer reír a la niña poniendo caras divertidas, Lorna se vuelve hacia
su hija.
—Es solo que no dejo de pensar en todo lo que ha pasado.
Saffy se dirige a la enorme nevera de estilo americano para llenar de agua
el vaso de Lorna.
—¿Por qué no te quedas esta noche? Puedes ocupar la habitación de
Freya, y ella dormirá en nuestra cama. Theo y Jen se quedan.
—Lo sé, pero… esta noche voy a leer la carta. Creo que ya va siendo
hora, ¿tú no? Lo he postergado durante demasiado tiempo.
Saffy le dirige una sonrisa compasiva y asiente con la cabeza.
—Tengo que decirte algo al respecto —dice con timidez.
La carta. La ha tenido guardada en un cajón, incapaz de leerla. Sabe que
removerá sus sentimientos, pero ya se siente preparada para ello.
—¿Qué?
—La última página. En su momento no se la di a la policía. Lo siento.
Entenderás por qué cuando la leas. Cuando me devolvieron la carta me
aseguré de poner esa última página en su sitio antes de dártela. Fue antes de
que…, bueno, antes de que la abuela nos contara lo que hizo. Tenía miedo de
que pudiera implicarla. Estuvo mal por mi parte.
Lorna frunce el ceño.
—No lo entiendo.
—Ya lo entenderás cuando la leas —dice Saffy—. Solo intentaba proteger
a la abuela. La quería de verdad.
—Ya lo sé, cariño. Yo también. No debo olvidarlo.
Se quedan juntas, los brazos entrelazados, con Freya entre las dos
mordisqueando su juguete.
—Me gusta pensar que Rose está aquí —dice Saffy mirando hacia el
jardín—. La Rose de verdad. Cuidándonos desde arriba.
Lorna sonríe a su hija. Siempre tan romántica.
Pero, a pesar de todo, desea que sea verdad.

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Más tarde, de vuelta en su apartamento, se sirve un vaso de vino y sale al
balcón. El sol se está poniendo y observa a las parejas y los grupos de amigos
que se han emperifollado para ir de fiesta. Oye las risas y las conversaciones
de la gente sentada a las mesas del restaurante de enfrente. Sí, eso es lo que a
ella le gusta, piensa mientras se pone cómoda para leer la carta. Le gusta
sentir que está en el meollo de las cosas, que a su alrededor hay parejas que
disfrutan de su primera cita, o de la última; amigos que celebran, que
rememoran. Se pregunta qué tipo de persona habría sido en caso de que su
verdadera madre hubiera sobrevivido.
Saca la carta del sobre. Está escrita en folios rayados de tamaño A4, que
se han vuelto amarillentos por el paso del tiempo, con dos arrugas
horizontales, y se detiene un segundo a observar la caligrafía florida de su
madre, a quien se imagina sentándose a escribir casi como si se hubiera
tratado de un diario. Pasa la yema del dedo con ternura sobre la palabra Lolly
y sus ojos se posan en la primera frase:
El pueblo nunca me había parecido tan bonito como la tarde en que conocí a
Daphne Hartall.

Mientras lee tiene la sensación de que puede oír la voz de su madre,


melodiosa y reconfortante, como si estuviera sentada a su lado, y recuerda
todos esos cuentos para dormir que creía haber olvidado. Y se queda allí, al
tiempo que el sol se pone y salen las estrellas, hechizada por el mundo de su
madre, descubriendo su aventura romántica con Daphne, su miedo hacia
Victor y lo que pasó la noche de los fuegos artificiales. La noche en que
murió.
Y, en la última página, la pieza final del puzle que Saffy ocultó a la
policía en un intento desesperado por proteger a la mujer a la que siempre
había considerado su abuela.
Al terminar de leer Lorna sostiene la carta contra el pecho y se queda
mirando la luna, su reflejo en el agua del puerto deportivo, con lágrimas en
las mejillas, sintiendo que al fin lo ha comprendido todo.
Así que ahora lo sabes, mi niña querida, mi Lolly. Lo sabes todo. Mi confesión.
Mis pecados.
Y, si estás leyendo esto, si lo has encontrado junto con las pruebas contra el
hombre de quien hui, me temo que eso significará que me ha pasado algo malo.
Porque verás, ya no confío en la mujer a la que amo. Esta noche he descubierto
que me ha mentido y manipulado de la peor manera, y creo que lo ha hecho también
a lo largo de nuestra relación. Dijo que me amaba y, a su manera retorcida, creo
que así es. Y no tengo la menor duda de que te quiere. Pero esta noche ha caído más
bajo que nunca. Temo que nadie pueda abandonar a Daphne Hartall y continuar con
vida.

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Estoy escribiendo esto junto a tu cama, mientras duermes. Tu lamparita con
forma de seta venenosa brilla en la oscuridad, y tus párpados tiemblan mientras
sueñas. No quiero dejarte, mi hija preciosa. La idea de estar sin ti me duele
muchísimo. Y nunca me separaría de ti de manera voluntaria, recuérdalo, por favor.
Hace un momento, después de los fuegos artificiales, he creído que Victor me
había encontrado. Pero estaba equivocada. Cuando he reunido el valor para mirar
de nuevo por la ventana de tu dormitorio he visto que el hombre del jardín no era él.
Ya lo había visto en la exhibición pirotécnica. Era Sean. Y en ese momento me he
dado cuenta de lo tonta que he sido confiando en ella. De lejos se parece a Victor, y
sin duda Daphne es consciente de ello. Y sospecho que ella le ha pedido que fuera a
plantarse allí para asustarme, para hacerme creer que Victor me había encontrado.
Creo que también lo envió al café de Melissa, convencida de que ella me diría que
alguien me estaba buscando. Quizá quería que el miedo nos uniera más, empujarme
a que me mudara a la ciudad con ella. Creo que sospecha que he tenido dudas sobre
nuestra relación. Que estaba a punto de decirle que se marchara.
Y me encuentro, como dicen, entre la espada y la pared. Porque si acudo a la
policía acabaré arrestada por el asesinato de Neil Lewisham y te separarán de mí.
Así que he decidido quedarme y luchar.
Y si me sale mal, si no gano esta pelea, necesito que sepas lo mucho que te
quiero. Te quiero más que a nada en el mundo. He intentado de veras ser la mejor
madre posible. Protegerte. He tomado algunas decisiones estúpidas, pero no soy una
mala persona. Por favor, créeme.
Sé fuerte, cariño mío, mi niña. No estás condicionada por mí ni por Victor. Eres
tú misma. Conviértete en la mujer que me gustaría haber sido, mi hermosa Lolly.
Con todo mi amor, para siempre,
Mamá

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Agradecimientos

Comencé a escribir La pareja del número 9 durante el primer confinamiento,


bajo la incertidumbre y el miedo. Tenía que dar clases en casa a dos niños y
me pregunté si sería capaz de concentrarme el tiempo suficiente para terminar
una novela. La decisión de ambientar la historia en 2018, cuando no nos
encontrábamos en mitad de una pandemia, y la oportunidad de poder escapar
a ese otro mundo, me ayudó psicológicamente, y por ese motivo los
personajes de Saffy, Lorna, Theo, Rose y Daphne siempre serán especiales
para mí.
Este libro no habría sido posible sin la ayuda de las siguientes personas.
Primero, Juliet Mushens, que no solo es una agente genial e inteligente (y la
que mejor viste), sino también una persona especial, una amiga y una amante
de los gatos como yo. No hay nadie mejor para ayudarme a conducir mi
carrera como escritora, y me siento muy afortunada de formar parte del
Equipo Mushens. Además, estoy en deuda con Liza DeBlock, de Mushens
Entertainment, por haberse mostrado tan paciente con mis problemas de
organización.
A Maxine Hitchcock, mi maravillosa editora, que ha logrado que este
libro sea mil veces mejor gracias a su labor inteligente y perspicaz, a sus
ánimos y a su bondad. ¡No veo el momento de que volvamos a encontrarnos
en Bath! Y también a Clare Bowron —la reina de los cortes—, por toda su
ayuda con la segunda y tercera versiones del manuscrito. Mi agradecimiento
inmenso también para el resto del espectacular equipo de Michael Joseph:
Rebecca Hilsdon, Bea McIntyre, Hazel Orme, Lucy Hall, Ella Watkins y
todos los integrantes de los equipos de ventas, mercadotecnia y diseño, por lo
duro que han trabajado y por su creatividad. Me siento muy agradecida por
todo lo que habéis hecho.
A mis editores extranjeros, y en especial a Penguin Verlag, en Alemania;
Harper, en Estados Unidos; Nord, en Italia, y Foksal, en Polonia, por haber
seguido creyendo en mí.

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A mis geniales amigos escritores, la gente de West Country, Tim Weaver
y Gilly Macmillan, por las llamadas de Zoom, las comidas en el pub, los
mensajes de texto, las risas y los consejos, y a Gillian McAllister, Liz Tipping
y Joanna Barnard, por esos memes tan graciosos, por los mensajes de
WhatsApp y por haberme apoyado. Y al resto de mis amigos, por respaldarme
siempre; no os citaré a todos aquí por miedo a dejarme a alguien, pero me
muero de ganas de que volvamos a salir juntos de fiesta.
Gracias, como siempre, a mi familia y a mi familia política; en especial a
mi madre y a mi hermana por leer los borradores antes de que se publiquen.
¡Mamá es una correctora muy meticulosa! A Ty, mi marido, por ayudarme a
desarrollar distintos puntos de la trama y por mostrarse completamente
sincero cuando cree que algo no funciona. Y a mis dos hijos, Claudia e Isaac,
de quienes estoy orgullosísima. Os quiero muchísimo a todos.
Un agradecimiento enorme a Stuart Gibbon, de Gib Consultancy, por su
paciencia al responder a mis preguntas sobre los procedimientos policiales
con cuerpos enterrados hace décadas y sobre la manera en que unos agentes
tratarían a un sospechoso vulnerable.
A todos mis lectores, muchas gracias por comprar, pedir prestados y
recomendar mis libros, y por todos vuestros mensajes en las redes sociales.
Saber de vosotros me alegra el día.
A los blogueros y reseñistas, por vuestro apoyo, por los blog tours y por
haberos tomado el tiempo de leer y comentar mis libros; os estoy muy
agradecida.
Y, por último, a tres mujeres maravillosas que por desgracia ya no se
encuentran entre nosotros: mi bisabuela, Elizabeth Lane; mi abuela, Rhoda
Douglas, y mi tía abuela, June Kennedy. Las tres fueron personas importantes
en mi vida y desafortunadamente acabaron sufriendo esa enfermedad cruel
que es el mal de Alzheimer. Aunque me alegra poder decir que nunca
enterraron ningún cuerpo en el jardín, su fuerza y su espíritu me inspiraron sin
duda a la hora de escribir sobre Rose.

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CLAIRE DOUGLAS, escritora y periodista británica nacida en Bristol, reside
en Bath junto a su familia.
Douglas trabajó como periodista durante quince años, escribiendo tanto en
periódicos como en revistas femeninas. Sin embargo, ella tenía en mente
desde pequeña que quería ser novelista; su sueño cristalizó cuando ganó el
premio Marie Claire a Mejor Debut del Año en 2013 gracias a The Sisters.
Desde que Douglas arrancara su carrera literaria ha publicado otros títulos
enmarcados en el género del thriller como Local Girl Missing o Last Seen
Alive, ambos éxitos de ventas del Sunday Times. De su producción ha visto la
luz en castellano La pareja del número 9.

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