Appiah - El Mito de La Meritocracia-2018

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El mito de la meritocracia: ¿quiénes obtienen realmente lo que se merecen?

Clasificar a las
personas por “mérito” no hará nada por arreglar la desigualdad,

Por Kwame Anthony Appiah, periódico “The Guardian”, 19,- 10-2018, disponible en:
https://www.theguardian.com/news/2018/oct/19/the-myth-of-meritocracy-who-really-gets-what-they-
deserve Traducción y adaptación (algo recortada) de Manuel Ángel Santana Turégano

Michel Young fue un niño un tanto inconveniente. Su padre, un australiano, era un músico y crítico
musical, y su madre, que creció en Irlanda, era una pintora de inclinaciones bohemias. Eran duros,
distraídos y frecuentemente se peleaban. Michel, nacido en 1915 en Manchester, se encontró pronto con
que ninguno de sus progenitores tenía mucho tiempo para él. En una ocasión en que sus padres habían
aparentemente olvidado su cumpleaños se imaginó que le esperaría una gran sorpresa al final del día. Pero
no, realmente se habían olvidado su cumpleaños, no que no fuera una sorpresa. Escuchó a sus padres
hablar de darlo en adopción y nunca pudo abandonar su miedo al abandono. Todo cambió para él cuando,
a 14 años, le enviaron a un internado experimental en Dartington Hall, en Devon. Éste había sido creado
por los grandes filántropos progresistas Leonard y Dorothy Elmhirst, e intentaba cambiar la sociedad
cambiando las almas. Fue como si lo hubieran dado en adopción, puesto que los Elmhirsts lo trataron
como a un hijo, animándolo y apoyándolo durante el resto de sus vidas. De repente se convirtió en un
miembro de la élite transnacional: cenando con el presidente Roosevelt, escuchando conversaciones entre
Leonard y Henry Ford. Young, que ha sido considerado el sociólogo práctico más grande del siglo
pasado, fue pionero en la moderna exploración científica de la vida social de la clase trabajadora inglesa.
No quería tan sólo estudiar la estructura de clases, en cualquier caso; quería mejorar el daño que creía que
ésta podía hacer. El ideal de Dartington se centraba en el cultivo de la personalidad y las aptitudes, en
cualquiera de las formas que éstas pudieran tomar, y la estructura de clases británica simplemente
impedía este ideal. ¿Qué podría suplantar el viejo sistema de jerarquía social que parecía un sistema de
castas? Para muchos, hoy en día, la respuesta es “meritocracia”, un término que acuñó el propio Young
hace 60 años. La meritocracia representa una visión en la cual el poder y los privilegios se distribuirían
según el mérito de cada individuo, no según su origen social.

Muchas personas hoy en día están comprometidas con una visión acerca de cómo deberían organizarse las
jerarquías de dinero y estatus en nuestro mundo inspiradas en el ideal meritocrático. Pensamos que los
trabajos deberían de ir no a las personas con mejores contactos o con mejor pedigrí, sino a quienes tienen
las mejores cualificaciones para ocuparlos, independientemente de su origen social. En algunas ocasiones
admitimos excepciones, como por ejemplo la discriminación positiva, para ayudar a deshacer los efectos
de discriminaciones previas. Pero estas excepciones serían sólo provisionales: cuando desaparezcan las
discriminaciones por motivos de sexo, raza, clase o casta, las excepciones dejarán de aplicarse. Hemos
rechazado la antigua sociedad de clases. Moviéndonos hacia el ideal meritocrático, nos hemos imaginado
que hemos eliminado las viejas discriminaciones de las jerarquías heredadas. Como sabía Young, eso no
es lo que realmente ha pasado. A Young no le gustaba el término “estado del bienestar”, pero antes de
cumplir los 30 años había ayudado a construir uno. Como director de la oficina de investigación del
partido laborista británico, escribió el borrador de grandes partes del manifiesto a partir del cual el partido
ganó las elecciones de 1945. Muy pronto el partido laborista, como había prometido, elevó la edad de
escolarización obligatoria hasta los 16 años, incrementó la educación para los adultos, mejoró la provisión
pública de viviendas, hizo gratuitas las escuelas secundarias públicas, creó un servicio nacional de salud y
otorgó seguridad social para todos. Como resultado, las vidas de la clase trabajadora británica empezaron
a cambiar radicalmente a mejor. Los sindicatos y las leyes de trabajo redujeron las horas que trabajaban
los empleados manuales, incrementando así sus posibilidades de ocio. La elevación de sus ingresos hizo
posible que compraran televisiones y neveras. Y los cambios, parcialmente ocasionados por los nuevos
impuestos al patrimonio, se daban también en la parte superior de la jerarquía social. En 1949, el Ministro
de Hacienda laborista Stafford Cripps, introdujo un impuesto que alcanzó el 80% en los patrimonios de
más de un millón de libras, o aproximadamente de 32 millones de libras en términos actuales, ajustados a
la inflación. Durante un par de generaciones, estos esfuerzos por la reforma social protegieron a los
miembros de las clases trabajadores y permitieron que muchos de sus hijos se movieran hacia arriba en la
jerarquía de ocupaciones, ingresos y, hasta cierto punto, de estatus. Young era claramente consciente de
estos logros; también era claramente consciente de sus limitaciones. Como había pasado en los Estados
Unidos, la asistencia a la universidad se disparó en Gran Bretaña después de la Segunda Guerra Mundial,
y uno de los principales indicadores de clase era cada vez si habías ido o no a la universidad. El estatus de
clase media de los bibliotecarios, no muy bien remunerados, reflejaba que su ocupación requería una
educación más allá de la escuela secundaria; que los trabajadores mejor pagados de la cadena de montaje
fueran considerados “clase trabajadora” reflejaba la ausencia de tal requerimiento. La conciencia de

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pertenecer a la clase trabajadora, hablaba de movilización de clases, de trabajadores que intentaban
asegurar sus intereses. La emergente era de la educación, por el contrario, hablaba de movilidad, los
trabajadores manuales. ¿Minaría esto la movilidad la conciencia de clase?

Estas cuestiones reconcomían a Young. A través de un instituto de estudios comunitarios que fundó en
Bethnal Green ayudó a crear y apoyó a docenas y docenas de programas y organizaciones que atendían a
las necesidades sociales que había identificado, como la Asociación de Consumidores o la Open
University que ha tenido más de dos millones de estudiantes desde que Young la fundara en 1969, lo que
la convierte en la institución académica más importante del Reino Unido por número de alumnado. Pero
la educación era importante para él no sólo como un medio para la movilidad, sino como una manera de
hacer a las personas más fuertes como ciudadanos, independientemente de su condición, menos
fácilmente manipulables por la publicidad comercial o por los planificadores del gobierno. En etapas
posteriores de su vida llegó a crear la “Escuela para los Emprendedores Sociales”. A lo largo de las
décadas, quiso reforzar las redes sociales, el “capital social” como lo llaman los científicos sociales hoy
en día, de las comunidades que se ven presionadas por aquellos que estaban cada vez más reclamando la
parte del león del poder y la riqueza en la sociedad. Lo que le motivaba era su sentimiento de que las
jerarquías de clase resistirían las reformas que él ayudaba a implementar. Explicó cómo pasaría esto en
una sátira de 1958, su segundo best- seller, titulado “El ascenso de la meritocracia” (The rise of the
Meritocracy), y es que al concepto de “meritocracia” el nombre se lo puso alguien que se podría
considerar un enemigo de la misma. El libro de Young era supuestamente un análisis escrito en 2033 por
un historiador que analizaba retrospectivamente al desarrollo en las últimas décadas de una nueva
sociedad en Gran Bretaña. En ese futuro distante, las riquezas y el poder se ganaban, no se heredaban. La
pertenencia a la nueva clase dominante venía determinada, escribía el autor, por la fórmula: “Coeficiente
Intelectual + esfuerzo = Mérito”. La democracia daría paso al gobierno de los más inteligentes- “no una
aristocracia de nacimiento, no una plutocracia de la riqueza, sino una auténtica meritocracia del talento.
Ésta es la primera vez en que usa el término “meritocracia”, y el libro intentaba mostrar cómo sería una
sociedad gobernada por este principio.

La visión de Young era decididamente distópica. A medida que la riqueza refleja cada vez más la
distribución del talento natural, y que los ricos se casan cada vez más entre ellos, la sociedad se divide en
dos grandes clases, en las cuales cada cual acepta que tiene más o menos lo que se merece. Se imaginaba
un país en el que “el triunfador sabe que su éxito es una justa recompensa por sus propias capacidades y
por sus propios esfuerzos”, y en la cual las clases inferiores saben que han fracasado en cada
oportunidad que se les ha dado. “Se les examina una y otra vez… si se les ha etiquetados como “burros”
repetidamente ya no pueden intentar seguir fingiendo; su imagen de sí mismos es más bien un reflejo,
poco favorecedor, de lo que son”. Pero, como el narrador de la novela de Young admite, “casi todos los
padres van a intentar obtener una mejor posición para su descendencia”. Y cuando tienes desigualdad de
ingresos, una de las cosas que la gente puede hacer con ese dinero extra es intentar alcanzar ese objetivo.
Si el estatus financiero de tus padres ayudan a determinar tus futuros ingresos, ya no estaríamos viviendo
bajo la fórmula del “Coeficiente intelectual + esfuerzo= Mérito”. Los temores de que esto sucediera se
han acabado demostrando, por supuesto, bien fundados. Cuando el acceso generalizado a la educación se
introdujo en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, se pensaba en la educación se veía como un gran
igualador social. Pero un par de generaciones más tarde los investigadores nos cuentan que en la
actualidad la educación superior es un gran mecanismo de estratificación social. Los economistas han
encontrado que muchas universidades estadounidenses de élite, incluyendo entre otras a Brown,
Dartmouth, Penn, Princeton y Yale admiten a más estudiantes del 1% superior de la distribución de
ingresos que del 60% inferior. Para alcanzar una posición en la parte superior de la distribución de
riqueza, poder y privilegios ayuda mucho empezar desde allí. La “meritocracia americana”, plantea el
profesor de Derecho de Yale Daniel Markovits, se ha “convertido precisamente en aquello para lo que en
su momento se construyó para combatir: un mecanismo de transmisión dinástica de riqueza y privilegios
entre las generaciones”. Young, que murió en 2002, a la edad de 86, vio lo que estaba pasando: “la
educación ha dado su sello de aprobación a una minoría”, escribió, “y su sello de desaprobación a los
muchos que no pueden brillar desde el momento en que son relegados a una educación inferior desde muy
corta edad”. Lo que debería haber sido mecanismos de movilidad se han convertido en fortalezas del
privilegio. Asistió a la emergencia de un grupo cohorte de meritócratas que pueden llegar a ser
insufriblemente presumidos e inaguantables, mucho más que quienes saben que han conseguido sus
logros no tan sólo gracias a su propio mérito sino también porque han sido, en tanto que hijos de alguien,
beneficiarios del nepotismo. Los recién llegados se creen de hecho que tienen a la moral de su lado. Ésta
nueva élite se ha vuelto tan segura de sí misma que no hay prácticamente límites a las recompensas que
son capaces de atribuirse a sí mismos. La coraza del “mérito”, planteaba Young, había hecho a los
ganadores insensibles a la vergüenza o al reproche.

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Uno, aunque sólo sea uno, de los rasgos del populismo que ha llevado a Donald Trump al poder se
expresa a través del resentimiento hacia una clase que se define por su educación y sus valores: el grupo
de personas cosmopolitas y con multitud de títulos académicos que domina los medios de comunicación
de masas, la cultura pública y las profesiones en los Estados Unidos. Clinton arrasó en los 50 condados
con mayor nivel educativo del país, como hizo notar Nate Silver poco después de la elección de 2016;
Trump barrió en los 50 contados con nivel educativo más bajo. Los populistas piensan que las élites
liberales miran por encima del hombro a los americanos ordinarios, ignoran sus preocupaciones y se
aprovechan del poder que tienen en su propio beneficio. Puede que no los llamen una clase superior, pero
los indicadores que los populistas utilizan para definir a la “élite liberal”, como son el dinero, la
educación, las conexiones y el poder, encajan perfectamente con las definiciones del siglo pasado de
clases altas y medias altas. Y muchos votantes blancos de clase trabajadora sienten una sensación de
subordinación, derivada de la carencia de educación superior, y ello puede explicar, al menos en parte,
sus opciones políticas. A principios de la década de 1970, los sociólogos Richard Sennett y Jonathan
Cobb recopilaron estas actitudes en un estudio memorable titulado “Las heridas ocultas de la clase”. Este
sentimiento de vulnerabilidad, sin embargo, no impide que se sientan superiores en otros ámbitos. Los
hombres de clase trabajadora a menudo piensan que los hombres de las clases medias y altas son “poco
hombres”, o que no se merecen lo que tienen. Aun así, una parte significativa de lo que se podría
considerar la clase trabajadora en Estados Unidos ha sido convencida de que, de algún modo, no merecen
las oportunidades que a ellos se les han negado. Puede que se quejen de que las minorías tienen ventajas
injustas en la competición por el trabajo y en la distribución de las ayudas estatales. Tienden a contemplar
el tratamiento de las minorías raciales como una excepción a la regla general: piensan que los Estados
Unidos son y ciertamente deberían ser una sociedad en las cuales las oportunidades sean para aquellos
que se las ganen. Si un nuevo sistema dinástico está en cualquier caso tomando forma, podrías concluir
que la meritocracia ha fallado porque, como muchos se quejan, no es lo bastante meritocrática. Si el
talento se capitaliza eficientemente sólo en los tramos impositivos más elevados se podría concluir que
simplemente hemos fallado en alcanzar el ideal meritocrático. Quizá no es posible que todos los niños/as
tengan la suerte de contar con padres y madres igual de buenos, pero se podría intentar garantizar la
meritocracia asegurando que todos los niños tengan las mismas ventajas educativas y acceso a los mismos
círculos sociales que en la actualidad las familias exitosas otorgan a sus hijos. ¿Por qué no esa la
respuesta correcta? Porque, creía Young, el problema no está solo en cómo se recompensan socialmente a
los individuos, sino también en aquello en lo que consisten las recompensas. Un sistema de clases filtrado
por la meritocracia seguiría siendo, desde su punto de vida, un sistema de clases: incluiría una jerarquía
de respeto social, que garantizaría la dignidad a los que están en la cima, pero les negaría el respeto y el
auto respeto a quienes no heredaron el talento y las capacidad para el esfuerzo que, combinados con una
buena educación, les dará el acceso a las ocupaciones mejor remuneradas. Por ello los autores de su
ficticio “Manifiesto de Chelsea”, el cual, en su novela “El ascenso de la meritocracia” se supone que es
el último signo de resistencia al nuevo orden, abogan por una sociedad que “a la vez posea y actúe en
base a valores plurales”, incluyendo la amabilidad, el valor y la sensibilidad, de manera que todos
tuvieran una posibilidad de desarrollar sus capacidades particulares para tener una buena vida. Aún para
las personas que cumplen con la ecuación “Coeficiente Intelectual + Esfuerzo = Mérito”, esa ecuación
implicaría una desigualdad previa.

Esta visión alternativa, en la que cada uno de nosotros recibe su parte de talentos y persigue un conjunto
de objetivos distintos, con el auto respeto que ello implica, es la que aprendió Young mientras estuvo en
la escuela de Dartington Hall. Y su profundo compromiso con la igualdad social puede parecer, a la
manera de las escuelas utópicas, quijotesco. Aun así, señala un marco filosófico más amplio: la tarea
central de la ética es preguntar qué significa que una buena vida. Una respuesta plausible es que “vivir
bien” quiere decir cumplir con los desafíos que plantean tres cuestiones claves: tus capacidades, las
circunstancias en que te toca nacer y los proyectos que decides que son importantes para ti. Dado que
cada quien nace con distintas capacidades, y en distintas circunstancias, y dado que las personas eligen
sus propios proyectos, cada persona se enfrenta a desafíos distintos. No hay medidas comparativas que
permitan evaluar si mi vida es mejor que la tuya; Young tenía razón al mostrar su desacuerdo con la idea
de que “las personas se pueden ordenar según un ránking de valor, de mayor o menor”, que está de
alguna manera implícita en la propia idea de la meritocracia. Al final, lo que importa no es qué tal
quedemos en la comparación con otros. No necesariamente tenemos que encontrar algo que hagamos
mejor que nadie; lo que importa, para la escuela de Dartington Hall, es simplemente que lo hagamos lo
mejor que podemos. La idea de la meritocracia, pensaba Young, confunde dos preocupaciones distintas.
Una es una cuestión de eficiencia; la otra es una cuestión de valor humano. Si queremos que las personas
hagan trabajos difíciles, que requieren talento, educación, esfuerzo, entrenamiento y práctica, necesitamos
también ser capaces de identificar a los candidatos/as con la adecuada combinación de aptitudes y la
actitud adecuada, y darles incentivos para entrenar y practicar para estos trabajos. Dado que las

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oportunidades ocupacionales y educacionales son limitadas tendremos que encontrar maneras de
asignarlas, y por lo tanto criterios de selección para hacer coincidir las personas y los puestos, junto a los
incentivos adecuados para garantizar que el trabajo necesario se haga. Si estos principios de selección han
sido diseñados de manera razonable podríamos decir, si queremos, que las personas que satisfacen los
criterios para entrar en determinados centros educativos u ocupar determinados puestos “merecen” estos
puestos. Esto es lo que se llama, utilizando la jerga de algunos filósofos, “mérito institucional”. Las
personas merecen estos puestos en la medida en que las personas que compran números de lotería que
finalmente resultan ganadores merecen estos premios: estas personas han conseguido estos puestos
mediante una aplicación adecuada de las reglas. El mérito institucional, en cualquier caso, no tiene
nada que ver con el valor intrínseco de quienes acceden a determinadas universidades o empleos, de
la misma manera que quienes ganan la lotería no son personas con un “mérito especial” y quienes
no compran números de loterías ganadores son personas de alguna manera menos valiosas. Aún en
los niveles más elevados de logro la suerte juega un papel muy importante. Si Einstein hubiera nacido un
siglo antes quizá no habría hecho contribuciones importantes en su campo; un Mozart que hubiera nacido
a principios del siglo XX y hubiera aprendido la escalas atonales quizá tampoco. Y ninguno de ellos
habría hecho un gran uso de sus capacidades si hubieran nacido entre los indios Nukak del Amazonas. Y
además, por supuesto, la capacidad para el trabajo duro es en sí misma el resultado de una dotación
natural pero también de haber sido criados de determinada manera. Así que ni el talento ni el esfuerzo, las
dos cosas que determinarían las recompensas en el mundo de la meritocracia, son en sí mismas
completamente algo que se logra, sino que en parte son cualidades que nos vienen dadas. Las personas
que son, como se dice de manera un tanto brutal en “El ascenso de la meritocracia”, etiquetadas
repetidamente como “burros/as” tienen, a pesar de ello, las capacidades, y el mismo desafío común de
construir una vida con sentido. Las vidas de estas personas menos exitosas no son menos valiosas que las
de otros, pero no porque sean más o menos valiosas. Sencillamente, no hay manera sensata de comparar
el valor de las vidas humanas.

Si dejamos de lado la noción de “mérito”, cuyas limitaciones se han señalado, se pueden ver las cosas de
una manera más sencilla. El dinero y el estatus son recompensas que pueden animar a las personas a hacer
las cosas que es necesario hacer. Una sociedad bien diseñada hará emerger y empleará el talento de
manera adecuada. Las recompensas sociales, como las riquezas o el honor, inevitablemente será siempre
desigualmente repartidas, porque ésa es la única manera en que pueden servir como incentivos para el
comportamiento humano. Pero nos equivocamos cuando negamos no tan sólo el mérito sino también la
dignidad a aquellas personas que, debido a la lotería de los genes que les han tocado y las circunstancias
históricas que les ha tocado vivir, han acabado obteniendo menores recompensas. Las personas
inevitablemente van a querer compartir tanto el dinero como el estatus con aquellos a quienes aman, e
intentarán asegurar para su descendencia recompensas económicas y sociales. Pero no deberíamos
asegurar las “ventajas” de nuestros hijos/as en una manera tal que ello implicara que otros niños/as no
tuvieran una vida decente. Todo niño o niña debería de tener acceso a una educación decente, adecuada a
sus talentos y gustos; todo niño o niña debería de ser capaz de poder contemplarse a sí mismo con auto
respeto. Cómo democratizar aún más las oportunidades de mejorar es algo que sabemos cómo hacer, pese
a que el estado actual de la política en nuestros países haga poco probable que nos dediquemos a hacerlo
en el corto plazo. Pero estas medidas ya eran contempladas en la distopía meritocrática de Young, en la
cual la herencia tenía poca importancia. Su idea más profunda es que además de ocuparnos de esto, que sí
sabríamos cómo hacerlo, tendríamos que intentar ocuparnos de algo que aún no sabemos cómo hacer: a
erradicar el desprecio por quienes se ven desfavorecidos por la ética de la competición por el esfuerzo”.
“Es una buena día asignar a los individuos a los trabajos de acuerdo con su mérito”, escribió Young. “Es
terrible estos individuos que han accedido a trabajos por su mérito se fosilizan como una clase social sin
lugar que no deja espacio para nadie más”. El objetivo no sería erradicar la jerarquía y aplanar todas las
montañas; vivimos en multitud de jerarquías inconmensurables, y la circulación de la valoración social
siempre va a favorecer al mejor novelista, al matemático más importante, al hombre de negocios más
sagaz, al corredor más rápido, al emprendedor social más efectivo. No podemos controlar completamente
la distribución social del capital humano, económico o social, ni erradicar las intrincadas estructuras que
surgen de éstas criterios clasificatorios que se entrelazan. Pero las identidades de clase no tienen por qué
internalizar estas “heridas de clase”. Es una tarea urgente el revisar colectivamente las maneras en que
pensamos acerca del valor humano, en servicio de la equidad moral.

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