Textos Pardo y Palma

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“El Ministro y el Aspirante”

Letrilla Felipe Pardo y Aliaga

"No es posible estar mejor:

El amor al orden cunde,

La hacienda va de primor,

Y la instruccion se difunde.

Gobierno tan bienhechor

Forzoso será que funde

La gloria de este hemisferio."

Este ocupa un ministerio.

"Esto se lo lleva el diablo:

El desorden que se nota

No lo ataja ni San Pablo:

La hacienda está en bancarrota,

Y, ó no sé yo lo que hablo,

O hace este gobierno idiota

Del pais un cementerio."

Este quiere un ministerio.

"¡Cuánto complace el que sean

Premiadas hoy las virtudes!

¡Cuánto ver que solo emplean

A hombres de honor y aptitudes!

¡Cuánto que su fin ya vean

Nuestras largas inquietudes

De la ley bajo el imperio!"

Este ocupa un ministerio.

"¡Da horror ver en su apojeo


A viciosos disolutos

Y que no se da un empleo

Sino á pícaros y á brutos!

La nacion es el recreo

De estos dueños absolutos.

¿Quién sufre tal cautiverio?"

Este quiere un ministerio.

"El mandarín mas adusto

Ve en el pueblo á sus iguales,

Y gobierna franco y justo

Con afectos paternales.

¿Y habrá censor tan injusto

Que pueda manejos tales

Juzgar dignos de improperio?"

Este ocupa un ministerio.

"Vilmente hollando la ley

¿A quién dejarán de herir?

Peor que en tiempo del Rey

Va el Estado en mi sentir:

Cada Prefecto es un Dei,

Cada ministro un Visir:

Todo es tapujo y misterio."

Este quiere un ministerio:

"Si del poder se ensancháran

Los límites, ¡ay! entonces

Mucho se facilitaran

De esta máquina los gonces:


Proyectos se ejecutáran

Dignos de grabarse en bronces,

Y algo se hiciera mas serio."

Este ocupa un ministerio.

"Se anhela por una inmensa

Libertad en los negocios,

Y á este fin jime la prensa

Bajo el ministro y sus socios.

¿Quiérenla aun mas estensa

Para entretener sus ócios?

¡O vergüenza! ¡ó vituperio!"

Este quiere un ministerio.

"Mas bienandanza cabal

No tendrá la patria mia

Mientras la imprenta fatal

No vea su dltimo dia,

Y se agote el manantial

De calumnia, de osadía

De imprudencia y de dicterio."

Este ocupa un ministerio.

"No hay libertad de opinion:

Por la imprenta no hay ataques.

Que esperen la Estrema-Uncion

Los que se metan á jaques

Contra cualquiera mandón.

¿Piensan estos badulaques

Que es la nacion monasterio?"


Este quiere un ministerio.

Sin oir este charlar

Eterno, aunque no administro

Ni ambiciono administrar,

Puedo, si el alma rejistro

De cada hombre, penetrar

Que el que quiere ser ministro

No usa del mismo criterio

Que el que ocupa un ministerio.

____________________________

“LA JETA DEL GUERRERO”

Vestido con elegancia de guerra está don Ginés.

Penacho ostenta y arnés;

mas la cruz del Rey de Francia,

para él la honra más completo,

que al pecho lleva colgada,

va tapada

con la jeta.

Lleva caballos, cañones;

lleva cinco mil guanacos;

lleva turcos y polacos

y abundantes municiones.

Pero lo que más inquieta

su marcha penosa y larga

es la carga

de la jeta.
Mira cual padre amoroso

a los soldados que gula;

y tanto que al medio día

y abundantes municiones.

"hijos" suele cariños

decirles: "El sol aprieta:

"Yo a cualquier cosa me amoldo,

haced toldo

de mi jeta".

Al oír tan bienhechores

mandatos en la fatiga,

suelta la grave loriga,

burla los fuertes calores

y descansa el bravo atleta

del campo en la verde alfombra.

"Yo a cualquier cosa me amoldo,

a la sombra

de jeta.

Si numerosos contrarios

a la vanguardia sorprenden

y en ella saciar pretenden

apetitos sanguinarios;

el jefe astuto decreta

que haga en tan terrible aprieto

parapeto

de la jeta.

Si numerosos contrarios
a la vanguardia sorprenden

y en ella saciar pretenden

apetitos sanguinarios;

el jefe astuto decreta

que haga en tan terrible aprieto

parapeto

de la jeta.

Ataca en vasta llanura

inmensa caballería

que envuelve a la infantería

que la arrolla, que la apura,

tomando los batallones

posiciones

en la jeta.

Sí le castiga la suerte,

si adversa le es la victoria,

ha resuelto hacer con gloria

de su jeta plaza fuerte.

pensando no hay quien someta

aunque triunfe en cien batallas,

las murallas

de la Jeta.

Mientras conserve el guerrero

Su jeta no ha de temblar,

pues ve en ello Gibraltar.

Tendrá razón; más yo espero

ver clavada la peruana


bandera que osada reta

en la jeta

calaumana

___________________________________

“¡Qué guapo chico!”

¡Dios me bendijo

no hay duda en ello,

dándome un hijo,

mozo tan bello!

¿Cuánta esperanza

da su crianza!

aunque mi caja

con él camina

a su ruina,

con tal alhaja,

me juzgo rico!

¡Qué guapo chico!

El asombro era

de su colegio

con su mollera

de privilegio.

Ya que ha salido

de él y adquirido

hartas nociones,

sólo pasea

Y zanganea,

por más sermones

que le predico.
¡Qué guapo chico!

Disputa chilla,

no hace bulla;

su tarabilla

nos aturullla.

Si con cariño

le digo: “Niño,

por Dios, no grites”,

echa dilemas,

y echa sorites

por ese pico.

¡Qué guapo chico!

A mi me asombra

la algarabía

de lo que él nombra

Filosofía.

Pido razones y explicaciones

claras y serias;

y en sus respuestas

me dice que éstas

no son materias

para un borrico.

¡Qué guapo chico!

Siguió de historia

para ejercicio

de la memoria
con que propicio

lo dotó el cielo,

con gran desvelo,

curso completo.

Justo es lo alabe;

lo mismo sabe

de Hugo Capeto

que de Alarico.

¡Qué guapo chico!

Más dados, banca

y gallos juega

con mano franca;

y más despliega

en estas cosas

sus portentosas

disposiciones,

que en las ligeras

y pasajeras

ocupaciones

a que lo aplico.

¡Qué guapo chico!

Si lo amonesto

se enciende en furia

porque más que esto,

nada lo injuria.

Tales enojos

brotan sus ojos

que me acobarda.-
Yo callo al punto

como un difunto...

¡Buena me aguarda

si le replico!

¡Qué guapo chico!

______________________

Tradiciones peruanas - Primera serie

Don Dimas de la Tijereta de Ricardo Palma

Cuento de viejas que trata de cómo un escribano le ganó un pleito al diablo

Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga, que allá por los primeros años del pasado
siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un
cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero
de cuerno, gregüescos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña, y capa española de color parecido a
Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante
tres generaciones.

Conocíale el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la
gloria; pues nombrábase don Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia y hombre
que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que
trajo al mundo.

Decíase de él que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de Jerusalén que
cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas, embustes y trocatintas, que las que
cabían en el último galeón que zarpó para Cádiz y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por
quien dijo un caquiversista lo de

Un escribano y un gato

en un pozo se cayeron;

como los dos tenían uñas

por la pared se subieron.

Fama es que a tal punto habíase apoderado del escribano los tres enemigos del alma, que la suya estaba
tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser quien es y con haberla
creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera venido en antojo al Ser Supremo llamarla a juicio,
habría exclamado con sorpresa: -Dimas, ¡qué has hecho del alma que te di?

Ello es que el escribano, en punto a picardías era la flor y nata de la gente del oficio, y que si no tenía el
malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su espíritu para transportarlo
al cielo cuando le llegara el lance de las postrimerías.

Cuentan de su merced que siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la
mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que perturbó al predicador y
arremolinó al auditorio. Pero don Dimas restableció al punto la tranquilidad, gritando: -No hay motivo
para barullo, caballeros. Adviertan que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que
ciertamente ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón.

Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión;
pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues si lo fue o no lo fue San
Apronianos está todavía en veremos y proveeremos. Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que
por ellos interceda.

Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o deme longevidad de elefante con salud de
enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido voluntad de jabonar la paciencia a
miembro viviente de la respetable cofradía de ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un
lego confitado, no tanto en descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que
no es grano de anís, cuanto porque esa es gente de mucha enjundia con la que ni me tiro ni me pago, ni le
debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es
servido, y el tiempo y las aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a
porrillo y sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.

II

No sé quién sostuvo que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si no
dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en
cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en
manos de Adán, que era a la postre un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por
improcedente, y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien siente
rebullirse una alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre Adán! En nuestros días la
disculpa no lo salvaba de ir a presidio, magüer barrunto que para prisión basta y sobra con la vida asaz
trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también
los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no
hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.

¡Arriba, piernas,

arriba, zancas!

En este mundo

todas son trampas.

No faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene! Como que me sirve
nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la vejez, época en que hombres y mujeres
huelen, no a patchouli, sino a cera de bien morir, en la peor tontuna en que puede dar un viejo. Se
enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un
donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres beletmitas, una cintura pulida y
remonona de esas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos,
ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto en el juego de tresillo o rocambor. ¡Cuando
yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!

No embargante que el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca como
un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las buenas noches, se propuso domeñar a la
chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora
trajes de rico terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más
derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con él una obra de caridad, y esta
resistencia traíalo al retortero.
Visitación vivía en amor y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde
encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las calles en bestia de albarda,
con chilladores delante y zurradores detrás. La maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho,
que era mejor sobrina mal casada que bien abarraganada; y endoctrinando pícaramente con sus tercerías a
la muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa y travesura de un pícaro
gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la sobrina, mujer completa ya según las ordenanzas de
birlibirloque, se convirtió en cebo para pescar maravedises a más de dos y más de tres acaudalados
hidalgos de esta tierra.

El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla un saludo, pasaba a
exponerla el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún
boquirrubio que le echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: -
Babazorro, arrópate que sudas, y límpiate que estás de huevo- o canturriando:

No pierdas en mí balas,

carabinero,

porque yo soy paloma

de mucho vuelo.

Si quieres que te quiera

me ha le dar antes

aretes y sortijas,

blondas y guantes.

Y así atendía a los requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal
que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse
a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia
de sus hechizos sobre el corazón del cartulario.

Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.

III

Una noche en que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo,
ordenóle ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la
herejía, que a ella y no a otra se asemejaba don Dimas. Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su
desventura no era para menos, de casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus
cavilaciones, se encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de
esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó:

-Para mi santiguada que es trajín el que llevo con esa fregona que la da de honesta y marisabidilla, cuando
yo me sé de ella milagros de más calibre que los que reza el Flos-Sanctorum. ¡Venga un diablo cualquiera
y llévese mi almilla, en cambio del amor de esa caprichosa criatura!

Satanás, que desde los antros más profundos del infierno había escuchado las palabras del humano, tocó
la campanilla, y al reclamo se presentó el diablo Lilit. Por si mis lectores no conocen a este personaje, han
de saberse que los demonógrafos, que andan a vueltas y tomas con las Clavículas de Salomón, libros que
leen al resplandor de un carbunclo, afirman que Lilit, diablo de bonita estampa, muy zalamero y decidor,
es el correveidile de Su Majestad Infernal.
-Ve, Lilit, al cerro de las Ramas y extiende un contrato con un hombre que allí encontrarás, y que abriga
tanto desprecio por su alma que la llama almilla. Concédele cuanto te pida y no te andes con regateos, que
ya sabes que no soy tacaño tratándose de una presa.

Yo, pobre y mal traído narrador de cuentos, no he podido alcanzar pormenores acerca de la entrevista
entre Lilit y don Dimas, porque no hubo taquígrafo a mano que se encargase de copiarla sin perder punto
ni coma. ¡Y es lástima, por mi fe! Pero baste saber que Lilit, al regresar al infierno, le entregó a Satanás
un pergamino que, fórmula más o menos, decía lo siguiente:

«Conste que yo, don Dimas de la Tijereta, cedo mi almilla al rey de los abismos en cambio del amor y
posesión de una mujer. Ítem, me obligo a satisfacer la deuda de la fecha en tres años». Y aquí seguían las
firmas de las altas partes contratantes y el sello del demonio.

Al entrar el escribano en su tugurio, salió a abrirle la puerta nada menos que Visitación, la desdeñosa y
remilgada Visitación, que ebria de amor se arrojó en los brazos de Tijereta. Cual es la campana, tal la
badajada».

Lilit había encendido en el corazón de la pobre muchacha el fuego de Lais, y en sus sentidos la
desvergonzada lubricidad de Mesalina. Doblemos esta hoja, que de suyo es peligroso extenderse en
pormenores que pueden tentar al prójimo labrado su condenación eterna, sin que le valgan la bula de
Meco ni las de composición.

IV

Como no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, pasaron, día por día, tres años como tres
berenjenas, y llegó el día en que Tijereta tuviese que hacer honor a su firma. Arrastrado por una fuerza
superior y sin darse cuenta de ello, se encontró en un verbo transportado al cerro de las Ramas, que hasta
en eso fue el diablo puntilloso y quiso ser pagado en el mismo sitio y hora en que se extendió el contrato.

Al encararse con Lilit, el escribano empezó a desnudarse con mucha flema, pero el diablo le dijo:

-No se tome vuesa merced ese trabajo, que maldito el peso que aumentará a la carga la tela del traje. Yo
tengo fuerzas para llevarme a usarced vestido y calzado.

-Pues sin desnudarme no caigo en el cómo posible pagar mi deuda.

-Haga usarced lo que le plazca, ya que todavía le queda un minuto de libertad.

El escribano siguió en la operación hasta sacarse la almilla o jubón interior, y pasándola a Lilit le dijo:

-Deuda pagada y venga mi documento.

Lilit se echó a reír con todas las ganas de que es capaz un diablo alegre y truhán.

-Y ¿qué quiere usarced que haga con esta prenda?

-¡Toma! Esa prenda se llama almilla, y eso es lo que yo he vendido y a lo que estoy obligado. Carta canta.
Repase usarced, señor diabolín, el contrato, y si tiene conciencia se dará por bien pagado. ¡Como que esa
almilla me costó una onza, como un ojo de buey, en la tienda de Pacheco!

-Yo no entiendo de tracamandanas, señor don Dimas. Véngase conmigo y guarde sus palabras en el pecho
para cuando esté delante de mi amo.

Y en esto expiró el minuto, y Lilit se echó al hombro a Tijereta, colándose con él de rondón en el infierno.
Por el camino gritaba a voz en cuello el escribano que había festinación en el procedimiento de Lilit, que
todo lo fecho y actuado era nulo y contra ley, y amenazaba al diablo alguacil con que si encontraba gente
de justicia en el otro barrio le entablaría pleito, y por lo menos lo haría condenar en costas. Lilit ponía
orejas de mercader a las voces de don Dimas, y trataba ya, por vía de amonestación, de zabullirlo en un
caldero de plomo hirviendo, cuando alborotado el Cocyto y apercibido Satanás del laberinto y causas que
lo motivaban, convino en que se pusiese la cosa en tela de juicio. ¡Para ceñirse a la ley y huir de lo que
huele a arbitrariedad y despotismo, el demonio!

Afortunadamente para Tijereta no se había introducido por entonces en el infierno el uso de papel sellado,
que acá sobre la tierra hace interminable un proceso, y en breve rato vio fallada su causa en primera y
segunda instancia. Sin citar las Pandectas ni el Fuero Juzgo, y con sólo la autoridad del Diccionario de la
lengua, probó el tunante su buen derecho; y los jueces, que en vida fueron probablemente literatos y
académicos, ordenaron que sin pérdida de tiempo se le diese soltura, y que Lilit lo guiase por los
vericuetos infernales hasta dejarlo sano y salvo en la puerta de su casa. Cumplióse la sentencia al pie de la
letra, en lo que dio Satanás una prueba de que las leyes en el infierno no son, como en el mundo,
conculcadas por el que manda y buenas sólo para escritas. Pero destruido el diabólico hechizo, se
encontró don Dimas con que Visitación lo había abandonado corriendo a encerrarse en un beaterío,
siguiendo la añeja máxima de dar a Dios el hueso después de haber regalado la carne al demonio.

Satanás, por no perderlo todo, se quedó con la almilla; y es fama que desde entonces los escribanos no
usan almilla. Por eso cualquier constipadito vergonzante produce en ellos una pulmonía de capa de coro y
gorra de cuartel, o una tisis tuberculosa de padre y muy señor mío.

Y por más que fui y vine, sin dejar la ida por la venida, no he podido saber a punto fijo si, andando el
tiempo, murió don Dimas de buena o de mala muerte. Pero lo que sí es cosa averiguada es que lió los
bártulos, pues no era justo que quedase sobre la tierra para semilla de pícaros. Tal es, ¡oh lector carísimo!,
mi creencia.

Pero un mi compadre me ha dicho, en puridad de compadres, que muerto Tijereta quiso su alma, que tenía
más arrugas y dobleces que abanico de coqueta, beber agua en uno de los calderos de Pero Botero, y el
conserje del infierno le gritó: -¡Largo de ahí! No admitimos ya escribanos.

Esto hacía barruntar al susodicho mi compadre que con el alma del cartulario sucedió lo mismo que con
la de judas Iscariote; lo cual, pues viene a cuento y la ocasión es calva, he de apuntar aquí someramente y
a guisa de conclusión.

Refieren añejas crónicas que el apóstol que vendió a Cristo echó, después de su delito, cuentas consigo
mismo, y vio que el mejor modo de saldarlas era arrojar las treinta monedas y hacer zapatetas, convertido
en racimo de árbol.

Realizó su suicidio, sin escribir antes, como hogaño se estila, epístola de despedida, donde por más
empeños que hizo se negaron a darle posada.

Otro tanto le sucedió en el infierno, y desesperada y tiritando de frío regresó al mundo buscando donde
albergase.

Acertó a pasar por casualidad un usurero, de cuyo cuerpo hacía tiempo que había emigrado el alma
cansada de soportar picardías, y la de Judas dijo: -aquí que no peco-, y se aposentó en la humanidad del
avaro. Desde entonces se dice que los usureros tienen alma de Judas.

Y con esto, lector amigo, y con que cada cuatro años uno es bisiesto, pongo punto redondo al cuento,
deseando que así tengas la salud como yo tuve empeño en darte un rato de solaz y divertimiento.

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La pinga del Libertador

de Ricardo Palma

Tan dado era Don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la
que empleaban los demás militares de su época. Donde un español o un americano habrían dicho: ¡Vaya
usted al carajo!, Bolívar decía: ¡Vaya usted a la pinga.

Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en
fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de un regimiento peruano, varios
jinetes pasaron cerca del General y, acaso por halagar su colombianismo, gritaron: ¡Vivan los lanceros de
Colombia! Bolivar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por
justiciero impulso: ¡La pinga! ¡Vivan los lanceros del Perú!

Desde entonces fue popular interjección esta frase: ¡La pinga del Libertador!

Este párrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección
morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la
proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho:
"¡Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio
José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los
cojones y a ellos".

En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al
goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia; llamábase
Doña Gila y era, en su coversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por
chinches. Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo
rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los
valorizaba en precio módico.

-Esas cinco hectáreas de campo -dijo la jamona-, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.

-Señora -contestó el proponente-, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de
quinientos pesos para comprarlas..

-Que por eso no se quede -replicó con amabilidad Doña Gila-, pues siendo usted, como me consta, un
hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No
tiene usted quesos que parecen mantequilla?

-Sí, señora.

-Pues recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?

-Sí, señora.

-Pues recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?

Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus
bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:

-¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?

Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita),
considerando que tal vez se trataba de una alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:

-Dándomela a buen precio, tambien recibo la pinga.


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La cosa de la mujer
de Ricardo Palma

Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda
apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.
En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues
muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de
mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.
No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de
las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya
y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.
Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo
Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del
tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el
suelo.
Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de
bruces, o hacia adelante.
La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el
pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el
ombligo y sus alrededores.
El espectáculo fue para aIquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!
Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el
subversivo faIdelIín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso
contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.
Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:
— Muchas gracias, caballero. -Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la
limpieza de las calles, añadió: — ¿Ha visto usted cosa igual...?
Probablemente el marquesito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frasle
de la dama, pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria,
contestó:
— Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no; pero parecidas, con vello de más o de
menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.
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El lechero del convento


de Ricardo Palma

Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina
a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus
obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta
diaria de tres a cuatro duros.
Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San
Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado
formal contrato.
Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de
quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la
ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.
Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la
sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por
enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.
La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:
— ¿Y tienen ustedes muchas vacas?
— Algunas, madrecita.
— Por supuesto que estarán muy gordas...
— Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas
que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.
— ¡Jesús! ¡Jesús! -gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas. Toma los ocho reales de la leche y no
vuelvas a venir, sucio, cochino, ¡desvergonzado!, ¡sirverguenza!
De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su
comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.
— ¡Cojones! ¡Pedazo de bestia! ¡Buena la has hecho, hijo de puta! Ir con esas pendejadas a calentar a las
monjas. ¡Hoy te mato a palos, canalla!
Y le arrimó una buena zurribanda.
A la mañana siguiente, fue el patán andaluz llevando la leche al monasterio, y por todo el camino iba
cavilando sobre la satisfacción que se creía obligado a dar a las monjas.
— Madrecitas -les dijo-, vengo a pedirles mil perdones, por las bestialidades que dijo ayer, ese zopenco
de mi hijo.
— No ponga usted caso en eso, ño Prisciliano -contestó una de las monjas-, son cosas de muchacho
inocente, que no sabe lo que habla.
Se sulfuró al oír esto ño Prisciliano; como yo, tenía tirria y enemiga con los inocentones.
— ¿Inocentón, mi hijo? No lo crea usted, madre. ¡Coño y recoño! Como que no sabe usted, que el otro
día lo sorprendí con tamaña pinga en la mano, cascándose tres golpes de puñeta. ¡Carajo, con el
inocentón!
Y las monjas, poniéndose las manos en los oídos, echaron a correr como palomas asustadas por el
gavilán.
Adivinarse deja, que cambiaron de lechero.
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Historia de un cañoncito
(A Leopoldo Díaz, en Buenos Aires)

Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas las agudezas que del ex presidente gran
mariscal Castilla se refieren, digo que habríamos de deleitarnos con un libro sabrosísimo. Aconsejo a otro
tal labor literaria, que yo me he jurado no meter mi hoz en la parte de historia que con los
contemporáneos se relaciona. ¡Así estaré de escamado!
Don Ramón Castilla fue hombre que hasta a la Academia de la Lengua le dio lección al pelo, y
compruébolo con afirmar que desde más de veinte años antes de que esa ilustrada corporación pensase en
reformar la ortografía, decretando que las palabras finalizadas en ón llevasen ó acentuada, el general
Castilla ponía una vírgula tamaña sobre su Ramón. Ahí están infinitos autógrafos suyos corroborando lo
que digo.
Si ha habido peruano que conociera bien su tierra y a los hombres de su tierra, ese indudablemente fue
don Ramón. Para él la empleomanía era la tentación irresistible y el móvil de todas las acciones en
nosotros, los hijos de la patria nueva.
Estaba don Ramón en su primera época de gobierno, y era el día de su cumpleaños (31 de agosto de
1849). En palacio había lo que en tiempo de los virreyes se llamó besamano, y que en los días de la
república y para diferenciar se llama lo mismo. Corporaciones y particulares acudieron al gran salón a
felicitar al supremo mandatario.
Acercose un joven a su excelencia y le obsequió en prenda de afecto un dije para el reloj. Era un
microscópico cañoncito de oro, montado sobre una cureñita de filigrana de plata: un trabajo primoroso; en
fin, una obra de hadas.
-¡Eh! Gracias..., mil gracias por el cariño -contestó el presidente, cortando las frases de la manera peculiar
suya, y solo suya.
-Que lo pongan sobre la consola de mi gabinete -añadió, volviéndose a uno de sus edecanes.
El artífice se empeñaba en que su excelencia tomase en sus manos el dije, para que examinara la
delicadeza y gracia del trabajo; pero don Ramón se excusó diciendo:
-¡Eh! No..., no..., está cargado..., no juguemos con armas peligrosas...
Y corrían los días, y el cañoncito permanecía sobre la consola, siendo objeto de conversación y de
curiosidad para los amigos del presidente, quien no se cansaba de repetir:
-¡Eh! Caballeros..., hacerse a un lado..., no hay que tocarlo..., el cañoncito apunta..., no sé si la puntería es
alta o baja..., está cargado..., un día de estos hará fuego..., no hay que arriesgarse..., retírense..., no
respondo de averías...
Y tales eran los aspavientos de don Ramón, que los palaciegos llegaron a persuadirse de que el cañoncito
sería algo más peligroso que una bomba Orsini o un torpedo Withehead.
Al cabo de un mes el cañoncito desapareció de la consola, para ocupar sitio entre los dijes que adornaban
la cadena de reloj de su excelencia.
Por la noche dijo el presidente a sus tertulios:
-¡Eh! Señores..., ya hizo fuego el cañoncito..., puntería baja..., poca pólvora..., proyectil diminuto..., ya no
hay peligro..., examínenlo.
¿Qué había pasado? Que el artífice aspiraba a una modesta plaza de inspector en el resguardo de la
aduana del Callao, y que don Ramón acababa de acordarle el empleo.
Moraleja: los regalos que los chicos hacen a los grandes son, casi siempre, como el cañoncito de don
Ramón. Traen entripado y puntería fija. Día menos, día más, ¡pum! lanzan el proyectil.
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Los judíos del prendimiento

En cierta casa de la calle de Gremios y clavado en la puerta principal para que lo leyesen los
transeúntes, aparecía una mañana del año 1636 un pergamino, con letras como el puño, conteniendo esta
redondilla:
«Que en lo que digo no miento
pongo por testigo a Dios:
esta casa es la de los
judíos del prendimiento».
Aquello era un pasquín en regla.
No se necesitaba más para poner en movimiento a la gente novelera y para que la Inquisición
descolgara familiares que en la famosa calesita condujeran al dueño de la casa a la terrorífica cárcel del
Santo Oficio.
Bastábales a sus señorías los inquisidores contra la herética pravedad saber que el jefe de la familia era
portugués, para no dudar que fuese judaizante famoso y, por ende, merecedor del tostón.
Pocos meses antes, el 11 de agosto de 1635, la Inquisición había echado garra a más de cien
portugueses, acusados de concurrir a la casa de Pilatos. Ya he contado en mis Anales de la Inquisición de
Lima los pormenores del luto de fe celebrado el domingo 23 de enero de 1639, en que once portugueses,
hombres todos de caudal, sirvieron de combustible a la hoguera.
El verdadero crimen de éstos y de los seis mil lusitanos avecindados a la sazón en el país y a quienes
por mandato del monarca puso en aprietos la Inquisición, era haberse hecho, trabajando honradamente,
grandes capitalistas. Achacábaseles también no sé qué tramas con Holanda para arrancar estos reinos del
Perú al dominio español. Pretexto político y pretexto religioso. El que salvaba de una ratonera caía de
bruces en la otra. No había escape: o judío o revolucionario, y venga la bolsa.
Eran los portugueses muy entendidos en el laboreo de minas, y así en el corregimiento de Huarochiri,
como en los de Yauyos y Canta, las poseían valiosísimas.
Cuéntase por tradición de padres a hijos que frente a Nazca y de un terreno aurífero llamado Cerro
Blanco sacaron gran cantidad de oro; lo que no nos maravilla, sabiendo que en el departamento de Ica
abunda este metal, como lo revela el nombre de Villacurí (criadero de oro) que desde el tiempo de los
incas se dio a una de sus pampas.
Consta también que cuando principió en Lima la persecución de los portugueses, éstos para impedir
que algunas cargas de metal ya beneficiado, que les venían por la ruta de Ica, cayesen en poder de la
Inquisición, dieron oportunamente orden de ocultarlas. Así se explica que en las pampas de Acarí, en el
sitio llamado Poruma, haya un tesoro perdido en el océano de arena.
Al que esto escribe (cuando en 1855, a consecuencia del naufragio del vapor de guerra Rimac, anduvo
perdido en ese inmenso desierto) lo refirieron en Chocavento varias consejas sobre el tesoro de Poruma, y
sobre el que también escondieron los portugueses en la pampa de Hualluri, en el lugar que hasta hoy se
llama mesa de Magallanes.
Hombre hubo que me contó con toda seriedad que, extraviado una noche en el desierto, encontró las
barras de Poruma y con ellas varios zurrones conteniendo plata de cruz, de la cual guardó en sus
bolsillos [41] muchas monedas; pero que cuando más tarde, provisto de agua y víveres, volvió a
aventurarse, le fue imposible encontrar el sitio. Es general creencia entre los naturales que el diablo es
guardián de los tesoros ocultos, y que por eso han sido estériles las tentativas de cuantos en diversas
épocas han andado por esas pampas buscando lo que otros escondieron.
Continuemos con la tradición.
El dueño de la casa de Gremios llamábase D. Antonio Balseyra Vasconcelos da Cota Pinheyro, natural
de Zelorico do Bebado, marido de una doña Nicolasita, limeña, cándida de abarrajarse, y sobre cuyos
candores tiene un escritor amigo mío largos apuntes, que yo no pongo en letras de molde por hacerle a él
la forzosa de sacarlos a plaza.
No crean ustedes tampoco que el marido fuese muy avisado. Su candidez calzaba puntos mayúsculos,
y era de las que reclaman más candelillas que el retablo de las ánimas.
La familia Balseyra era, en toda la extensión de la palabra, el prototipo de la tontería.
La circunstancia del pasquín, unida a la de que la Inquisición tuviera con ojo al margen todo apellido
portugués, hizo que el vecindario se fijara en que los hijos de Antón Balseyras Vasconcelos y doña Nico
no se llamaban como los demás muchachos del barrio con nombres manoseados en el calendario, sino
algo revesados para esos tiempos, en que no se conocían los Alfredos y Abelardos ni las Deidamias y
Eloísas.
El primogénito, que era el mismo pie de Judas, contaba diez años y se llamaba Ezebelión. A esa edad
había ya roto a pedradas la cabeza a varios chicos de la vecindad.
Seguía a éste Noemí, avucastrito de ocho eneros mal contados.
Completaba la familia Melquisedec, trastuelo de cinco años, bizco, patizambo y jorobado; un
verdadero diablito.
Cuando D. Antonio estuvo ya aclimatado en las mazmorras del Santo Oficio, empezaron los
inquisidores a hurgarle la conciencia, y después de aplicarlo un cuarto de rueda, sacaron en limpio que los
hijos del portugués no habían sido bautizados por el cura de la parroquia, sino por su mismo padre y a
usanza de judíos.
Con la mitad de esto había más que suficiente pretexto para enviar un hombre al quemadero; mas
Balseyra dio tales muestras de compunción, probando hasta la pared del frente que había pecado por tonto
y no por judío, que el Santo Oficio, teniendo también en cuenta que la hacienda del reo era pobre bocado,
lo sentenció a abjurar de levi y a salir por las calles de Lima en bestia de albarda, con sambenito, coroza,
pregonero y espantamoscas.
Ítem, llevaron a los muchachos a la capilla de la Inquisición y se les cristianó en forma. A Ezebelión le
pusieron por nombre Felipe, Melquisedec se convirtió en Tomás, y Noemí se transformó en Carmencita.
El prójimo que, por mal de sus pecados, caía bajo la férula del Tribunal de la fe, tenía tiempo para
pudrirse en la prisión antes de ver terminada su causa. El proceso contra los portugueses duró más de tres
años; algo menos, es cierto, de lo que hoy dura un pleitecillo en nuestros tribunales de justicia, donde al
litigante, entre abogado, escribano, procurador y papel sellado, lo hacen pasar más torturas que los
torniceros a un reo de Inquisición.
Al día siguiente de relajados Manuel Bautista Pérez y demás compañeros mártires, salió Balseyra da
Cota Pinheyro con otros infelices penitenciados a público paseo en burro, con chilladores delante y
zurradores detrás.
Ezebelión y Melquisedec, que tenían de necios tanto como de bellacos, se escaparon de la casa
materna, curiosos de ver la figura que el malhadado autor de sus días haría montado en asno y
con scelerata mitra en la cabeza.
Cuando concluyó la función regresaron los muchachos contentísimos a su casa, gritando:
-¡Señora madre, señora madre! ¡Qué buen mozo estaba señor padre vestido de obispo! ¡Lástima que su
merced no lo haya visto!

La procesión de ánimas de San Agustín

No hay limeño que en su infancia no haya oído hablar de la procesión de ánimas de San Agustín.
Recuerdo que antes que tuviésemos alumbrado de gas, no había hija de Eva que se aventurase a pasar,
dada la media noche, por esa plazuela, sin persignarse previamente, temerosa de un encuentro con las
ciudadanas del purgatorio.
Ni Calancha ni su continuador el padre Torres hablan en la Crónica Agustina de esta procesión, y eso
que refieren cosas todavía mas estupendas. Sin embargo, en el Suelo de Arequipa convertido en cielo se
relata del alcalde ordinario D. Juan de Cárdenas algo muy parecido a lo que voy a contar.
A falta, pues, de fuente más auténtica, ahí va la tradición, tal como me la contó una vieja muy
entendida en historias de duendes y almas en pena.
I
Alcalde del crimen por los años de 1640 era D. Alfonso Arias de Segura, hijo de los reinos de España,
y hombre que se había conquistado en el ejercicio de su cargo la reputación de severo hasta rayar en la
crueldad. Reo que caía bajo su férula no libraba sino con sentencia de horca, que como ven ustedes no era
mal librar. Con él no había circunstancias atenuantes ni influencias de faldas o bragas. Y en esta su
intransigencia y en el terror que llegó a inspirar fincaba el señor alcalde su vanidad.
Habitaba su señoría en la casa fronteriza a la iglesia de San Agustín, y hallábase una noche, a hora de
las nueve, leyendo un proceso, cuando oyó voces que clamaban socorro. Cogió D. Alfonso sombrero,
capa y espada, y seguido de dos alguaciles echose a la calle, donde encontró agonizante a un joven de
aristocrática familia, muy conocido por lo pendenciero de su genio y por el escándalo de sus aventuras
galantes.
Junto al moribundo estaba un pobre diablo, que vestía hábito delego agustino, con un puñal
ensangrentado en la mano.
Era éste un indiecillo de raquítica figura, capaz por lo feo de dar susto a una noche obscura, al que
todo Lima conocía por el hermano Cominito. Era el lego generalmente querido por lo servicial y
afectuoso de su carácter, así como por su reputación de hombre moral y devoto. El repartía al pueblo los
panecillos de San Nicolás, y por esta causa gozaba de más popularidad que el gobierno.
Incapaz, por la mansedumbre de su espíritu, de matar una rata, regresaba al convento después de
cumplir una comisión del padre provincial, cuando acudió en auxilio del herido, y creyendo salvarlo le
quitó el puñal del pecho, acto caritativo con el que apresuró su triste fin.
Viéndolo así armado, nuestro alcalde le dijo:
-¡Ah, pícaro asesino! Date a la justicia.
La intimación asustó de tal modo al hermano Cominito que, poniendo pies en polvorosa, se entró en la
portería del convento. Siguiole el alcalde, echando ternos, y diole alcance en el corredor del primer
claustro.
Alborotáronse los frailes que, encariñados por Cominito, sacaron a lucir un arsenal de argumentos y
latines en defensa de su lego y de la inmunidad del asilo claustral; pero Arias, de Segura no entendía de
algórgoras, y Cominito fue a dormir en la cárcel de corte, escoltado por una jauría de alguaciles, gente de
buenos puños y de malas entrañas.
Al día siguiente principió a formarse causa. Las apariencias condenaban al preso. Se le había
encontrado puñal en mano junto al difunto y emprendido la fuga, como hacen los delincuentes, al
presentársele la justicia. Cominito negó, poniendo por testigos a Dios y sus santos, toda participación en
el crimen; pero en aquellos tiempos la justicia disponía de un recurso con cuya aplicación resultaba
criminal de cuenta cualquier papamoscas. Después de un cuarto de rueda que le hizo crujir los huesos, se
declaró Cominito convicto y confeso de un delito que, como sabemos, no soñó en cometer. La tortura es
argumento al que pocos tienen coraje para resistir.
Queda, pues, sobrentendido que el terrible alcalde a quien bastaba con ocupación al verdugo, sentenció
a Cominito a ser ahorcado por el pescuezo.
Llegó la mañana en que la vindicta pública debía ser satisfecha. Al pueblo se le hizo muy cuesta arriba
creer en la criminalidad del lego, y se formaron corrillos por el Portal de Botoneros para arbitrar la
manera de libertarlo. Los agustinos, por su parte, no se descuidaban, y a la vez que azuzaban al pueblo
conseguían conquistar al verdugo, no sé si con indulgencias o con relucientes monedas.
Ello es que al pie de la horca y entregado ya al ejecutor, éste, en un momento propicio, le dijo al oído:
-Ahora es tiempo, hermano. Corre, corre, que no hay galgos que te pillen.
Cominito, que estaba inteligenciado de que el pueblo lo protegería en su fuga, emprendió la carrera en
dirección a las gradas de la catedral para alcanzar la puerta del Perdón El pueblo le abría paso y lo
animaba con sus gritos.
Pero el infeliz había nacido predestinado para morir en la ene de palo. El alcalde Arias de Segura
desembocaba a caballo por la esquina de la Pescadería a tiempo que el fugitivo llevaba vencida la mitad
del camino. D. Alfonso aplicó espuelas al ánima, y atropellando al pueblo lanzose sobre Cominito y lo
echó la zarpa encima.
El verdugo murmuró: «por mí no ha quedado: ese alcalde es un demonio».
Y cumplió con su ministerio, y Cominito pasó a la tierra de los calvos.
Y qué verdad tan grande la que dijo el poeta que zurció estos versos:
«La vida es comparable a una ensalada,
en que todo se encuentra sin medida:
que unas veces resulta desabrida
y otras hasta el fastidio avinagrada».
II
La víspera de estos sucesos, un criado del conde de *** se presentó en casa del alcalde Arias de
Segura y puso en sus manos una carta de su amo. D. Alfonso, a quien asediaban los empeños en favor de
Cominito, la guardó sin abrirla en un cajón del escritorio, murmurando:
-Esos agustinos no dejan eje por mover para que prevarique y se tuerza la justicia. ¡Mucha gente es la
frailería!
Despachado ya el lego para el viaje eterno, entró en su casa el alcalde después de las diez de la noche,
y acordándose de la carta, despegó la oblea. El firmante escribía desde su hacienda, a quince leguas de
Lima:
«Señor licenciado: Cargo de conciencia se me hace no estorbar que, tan sesuda y noble persona como
vuesa merced se extravíe por celo y amor a la justicia. El devoto agustino que en carcelería, mantiene esta
inocente de culpa. Agravios en mi honra me autorizaron para hacer matar a un miserable. Otra conducta
habría sido dar publicidad al deshonor y no lavar la mancha. Vuesa merced tome acuerdo en su hidalguía
y sobresea en la causa, dejando en paz al muerto y a los vivos. Nuestro Señor conserve y aumente en su
santo servicio la magnífica, persona de vuesa merced. A lo que vuesa merced mandare. -El conde de:***»
Conforme avanzaba en la lectura de esta carta, el remordimiento se iba apoderando del espíritu de D.
Alfonso. Había condenado a un inocente, y por no haber leído en el momento preciso la fatal carta tenía
un crimen en su conciencia. Su orgullo de juez lo había cegado.
La cabeza del alcalde era un volcán. Se ahogaba en la tibia atmósfera del dormitorio y necesitaba aire
que refrescase su cerebro. Abrió una celosía del balcón y recostose en él de codos, con la frente entre las
manos.
Sonó la media noche, y D. Alfonso dirigió una mirada hacia la iglesia fronteriza. Lo que vio heló la
sangre en sus venas, y quedose como figura de paramento. El templo estaba abierto y de él salía una larga
procesión de frailes con cirios encendidos. D. Alfonso quiso huir; pero una fuerza misteriosa lo mantuvo
como clavado en el sitio.
Entretanto, la procesión adelantaba por la plazuela salmodiando el fúnebre miserere y se detenía bajo
el balcón.
Entonces Arias de Segura pudo al resplandor fatídico de las luces contemplar en vez de rostros
descarnadas calaveras y que los cirios eran canillas de difuntos. Y de pronto cesaron las voces, y uno de
aquellos extraños seres, dirigiéndose al alcalde, le dijo:
-¡Ay de ti, mal juez! Por tu soberbia has sido injusto, y por tu soberbia has sido feroz con nuestro
hermano que gime en el purgatorio porque tú lo hiciste dudar de la justicia de Dios. ¡Ay de ti, mal juez!
Y continuó su camino la procesión alrededor de la plazuela, hasta perderse en las naves del templo.
III
¿Sería esto una alucinación del cerebro de D. Alfonso? Lo juicioso es dejar sin respuesta, la pregunta,
y quo cada cual crea lo que su espíritu lo dicte.
Por la mañana un criado encontró a D. Alfonso privado de sentido en el frío piso del balcón. Al volver
en sí, refirió a los deudos y amigos que lo cuidaban la escena de la procesión, y el relato se hizo público
en la ciudad.
Pocos días más tarde D. Alfonso Arias de Segura hizo dimisión de la vara y tomó el hábito de novicio
en la Compañía de Jesús, donde es fama que murió devotamente,
Hubo más. Dos viejas declararon con juramento que desde la calle de San Sebastián habían visto las
luces de los cirios; y ante tan autorizado testimonio no quedó en Lima prójimo que no creyera a puño
cerrado en la procesión de ánimas de San Agustín.
Y a propósito de procesión de ánimas, es tradicional entra los vecinos del barrio de San Francisco que
los lunes salía también una de la capilla de la Soledad, y que habiéndose asomado a verla cierta vieja
grandísima pecadora, sucediola, que al pasar por su puerta cada fraile encapuchado apagaba el cirio que
en la mano traía, diciéndola:
-Hermana, guárdeme esta velita hasta mañana.
La curiosa se encontró así depositaria de algunos centenares de cirios, proponiéndose en sus adentros
venderlos al día siguiente, sacar subido producto, pues artículo caro era la cera, y mudar de casa antes que
los aparecidos vinieran a fastidiarla con reclamaciones. Mas al levantarse por la mañana, encontrose con
que cada cirio se había convertido en una canilla y que la vivienda era un campo santo u osario.
Arrepentida la vieja de sus culpas, consultose con un sacerdote que gozaba fama de santidad, y éste la
aconsejó que escondiese bajo el manto un niño recién nacido y que lo pellizcase hasta obligarlo a llorar
cuando se presentara la procesión. Hízolo así la ya penitente vieja, y gracias al ardid no se la llevaron las
ánimas benditas por no cargar también con el mamón, volviendo las canillas a convertirse en cirios que
iba, devolviendo a sus dueños.
Francamente, no puede ser más prosaico este siglo diecinueve en que vivimos. Ya no asoma el diablo
por el cerrito de las Ramas, ya los duendes no tiran piedras ni toman casas por asalto, ya no hay milagros
ni apariciones de santos, y ni las ánimas del purgatorio se acuerdan de favorecernos siquiera con una,
procesioncita vergonzante. Lo dicho: con tanta prosa y con el descreimiento que nos han traído los
masones, está Lima como para correr de ella.

Cortar por lo sano


I
El 11 de mayo de 1664, a obra de las cuatro de la tarde, entraba en casa de D. Francisco Cavero de
Avendaño, caballero del hábito de Santiago y corregidor de San Jerónimo de Ica, un hombre mal
encarado y que representaba tener poco más de treinta años. Era administrador de una hacienda de viña, a
tres leguas de la por entonces villa de Valverde y hoy ciudad de Ica, y conocíasele por Corvalán el
Malagueño.
Detúvose en la puerta del recibimiento o sala, donde a la sazón estaba el señor corregidor arrellanado
en un sillón de cuero leyendo por la centésima vez las aventuras del famoso hidalgo manchego; y dando
tres pausados golpecitos, aventuró esta pregunta:
-¿Da permiso su señoría?
-Entra, Corvalán. Siéntate y di lo que por acá te trae -contestó D. Francisco, haciendo un doblez en la
página del libro, que colocó sobre la escribanía.
-Pues, con venia de su señoría, le diré que estoy como quien ve visiones y que traigo una legión de
diablos dentro del cuerpo, tal me siento de rabioso. Y pues vueseñoría es mi amigo y me hace la merced
de oírme, consejo, que no otra cosa, he menester.
-Hombre, sepamos antes lo que te acuita; que a estar en manos mías el remedio, salvo de congojas he
de verte.
-Pues señor, dos años hará por San Pedro Advíncula que vueseñoría apadrinó mi matrimonio con
Leocadia, que entre gallos y media noche se me ha vuelto loca de atar por la beatería, y ni pizca do caso
hace de mi persona, por andar de iglesia en iglesia y de jubileo en jubileo y en tapujos con el confesor,
que es un trompo que bien baila.
-Corvalán, los dedos se te antojan huéspedes, y tengo para mí que eres celosillo y maldiciente. Mira
que
Los celos se parecen
a la pimienta,
que si es poca da gusto,
si es mucha quema.
-Algo hay de eso, Sr. D. Francisco; y si he de hablar rectamente, no las tengo todas conmigo. Eso de
que mi mujer vaya al confesonario dos veces por semana me trae escamado; que, como dijo el otro,
cuando el diablo reza engañar quiere. Y la verdad, que por mucho que peque mi conjunta, ya es
demasiado confesar; y como de esas cosas se han visto, la iglesia puede ser pretexto para que la honra de
un cristiano vaya al estricote y barriendo calles. Hoy he propuesto a Leocadia llevármela a la hacienda,
pero ha sido machacar en frío; porque ella, que es argumentadora y más fina que tela de cebolla, me ha
salido con la antífona de que, sin licencia del padre Gonzalo, no me seguirá ni hecha cuartos. Ya ve su
señoría que en mi casa manda el confesor, y que yo, el marido y el pagano, valgo menos que la décima
cifra de la numeración puesta a la izquierda. Ahora que está intelilgenciado, aconséjeme, Sr. D. Francisco
de mi alma. -Sábete, Corvalancillo, por si lo ignoras, que la mujer debe obediencia al marido, y que el
matrimonio es nudo que sólo Dios que lo amarró desatar puede. Métete en tus calzones y corta por lo
sano. Ve con Dios, hijo, y no me vuelvas con chirigotas, que no están bien en un barbado. Conque a
cortar por lo sano y en paz.
Eso de cortar por lo sano fue frase que se le indigestó a Corvalán, y salió de casa del corregidor
murmurando entre dientes:
-¿Conque cortar, eh? Tiene razón mi padrino y he sido un bragazas; pero, en fin, no llega tarde quien
llega, sobre todo si trae consigo cuchillo para cortar.
Y siguió calle arriba en dirección a su hogar.
Iba nuestro celoso a poner pie en el umbral de su casa, cuando se encontró con el padre Gonzalo que
salía de visitar a la hija de espíritu. ¡Váyase el diablo para diablo!
Era el padre Gonzalo un clérigo joven, buen mozo, siempre limpio y atildado y que gozaba fama de
hábil predicador. Al verlo se sintió Corvalán como picado de víbora, y desenvainando el cuchillo que
traía al cinto, lanzose frenético sobre el sacerdote y le clavó diez y siete puñaladas.
¡Diez y siete puñaladas! Apuñalear es. No rebaja siquiera una el historiador Córdova y Urrutia en sus
Tres épocas.
El pueblo miró con impasibilidad tan horrendo delito, y gracias a la oportuna intervención de
alguaciles fue aprehendido el asesino.
Conducido Corvalán a presencia de su padrino el corregidor, le dijo éste:
-¿Qué has hecho, desgraciado?
-Nada más, Sr. D. Francisco, que seguir su consejo. He cortado por lo sano.
II
Diríase que el cielo quiso castigar en el pueblo iqueño el sacrílego crimen cometido por uno de sus
habitantes. [50]
Apenas habían transcurrido doce horas, cuando en la madrugada del 12 de mayo un espantoso
terremoto no dejaba casa en pie, reduciendo a escombros la ciudad, cuya población en ese año de 1664 no
excedía de mil quinientas personas.
Las iglesias de San Francisco y San Agustín, fabricadas con mucha, solidez, se desplomaron, y
únicamente la capilla del señor de Luren resistió a la furia del terremoto.
La tierra se abrió formando anchas grietas, y el vino de las bodegas corrió por las calles formando
arroyos.
En Pisco llegó a sesenta el número de víctimas.
Según la relación (que existe impresa) del licenciado Cristóbal Rodríguez, cura de la matriz, él dio
sepultura en el cementerio de su parroquia a cuatrocientos setenta y cuatro cadáveres, y calcula en más de
ciento los enterrados en los conventos. Es decir, que pereció casi la mitad de la población.
«Pasado el primer remezón, que duraría el espacio de un credo (dice el licenciado Rodríguez), quedó
temblando la tierra por más de un cuarto de hora. A tres motivos atribuyo este cruel castigo que pocos
meses antes había sido pronosticado por el padre Eguilaz, misionero jesuita: a los odios mortales y
rivalidad entro los vecinos, al desacato con que miraban al sacerdocio y a los incestos y adulterios en que
vivían encenagados».
En la, vida del venerable limeño Francisco del Castillo (publicada en 1863 por monseñor García Sanz)
leemos que este temblor fue también sentido en Lima, aunque disminuido en violencia y duración.
Corvalán fue conducido a Lima, y parece que se empeñó en complicar en su causa a Cavero de
Avendaño; pues sostuvo siempre que al dar muerte al padre Gonzalo, lo hizo por seguir el consejo del
corregidor.
La disculpa no lo salvó de morir en la horca, por sentencia del virrey conde de Santisteban, de quien
cuentan que en el Real Acuerdo dijo a uno de los oidores que mostraba escrúpulos para echar su garabato.
-Firme usía de una vez y quédele horra la conciencia, que esto es cortar por lo gangrenado y no por lo
sano.

Mujer y tigre

Siempre es grato elevar nuestro pensamiento a los días de la infancia, esa edad de ilusiones color de rosa,
en que libres de toda zozobra sobre el mañana, creemos que el mundo no se extiende mas allá de nuestros
juguetes y del espacio que abarcan nuestros ojos. ¡Bienaventuradas horas en las que nos imaginamos
orégano todo el monte, y en las que nadie ha murmurado aún a nuestros oídos que la amistad es una
explotación y el amor un artículo de comercio!
Recorría ayer el álbum de mi memoria, y me detuve de pronto ante el recuerdo de una niña, compañera de
mi infancia, enredadora y traviesa si las hubo. Cuando escondía las gafas de la abuela, prendía un petardo
a la cola del gato o hacía alguna otra picardihuela, solía la buena anciana aplicarla un par de azoticos,
exclamando:

-Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la señora de***.

De mí sé decir que tanto recalcaba la vieja sobre esto de la maldad de la señora de***, que tomé por la
susodicha un miedo más cerval que por el coco. Andando, andando, descifré errante viejo manuscrito
cayó por mi cuenta, no dejé bruja a vida de las que penitenció en Lima la Santa Inquisición cuyas
marrullerías no me fuesen conocidas, y cuando menos lo esperaba, cata que me encontré con que en uno
de los libros del Cabildo y en la Estadística de Fuentes existen datos auténticos sobre mi señora la de***.
¡No que nones! Pues yo tengo de escribir esta leyenda, aunque no sea más que para probar que por pícara
y taimada y bellaca que llegase a ser, con el tiempo y las aguas, la pobre niña a quien tan desastroso fin
auguraba la abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al diablo la carne para ofrecer a Dios los
huesos, nunca, en los siglos de los siglos, se presentará mujer que exceda en crímenes a la dama de mi
historia.

Basta de introito, ¡Al avío y picar puntos!

La señorita de*** era por los años de 1601 un fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal
como lo sueña un libertino para curarse de la dispepsia. El señor de***, su padre y la primera fortuna
acaso de la tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse dejando a su heredera doña
Sebastiana bajo la tutela de D. Blas Medina, asturiano severo y con más penacho que el mismo D. Pelayo.
Imagínese el lector si sería codiciable y capaz de despertar el apetito del hombre menos goloso una chica
que amén de su juventud, buen coramvobis y riqueza, tenía la rara fortuna de no llevar suegro ni suegra al
matrimonio.

Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba tan al vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se
ve! Aquél era un siglo de obscurantismo y no de progreso, como el actual, en que hoy mañana toma
marido la mozuela que ayer noche jugaba a las muñecas. No faltan malditos de cocer que afirman que los
matrimonios del día no son para la mujer más que un cambio de juguete, y por eso anda ello enredado
como costura de beata o conciencia de escribano. Repito, pues, que en 1601 el matrimonio era un punto
que calzaba muchos puntos; y el bueno del tutor, que barruntaba en doña Sebastiana comezones de
responder quiero al primer ganapán que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de mozos en casita y
guardar a la niña como tesoro en arca de avaro.

La educación de la mujer de calidad, por entonces, se reducía a leer lo bastante para imponerse de la vida
del santo del día, escribir no muy de corrido lo suficiente para hacer el apunte del lavado, y tocar el arpa,
con más o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en una misa de aguinaldo. Esto, un mucho de
repetir de coro trisagios y novenas, un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de
gentes, y pare usted de contar, fue la educación de la millonaria y bella damisela. ¡Téngame Dios de su
mano y líbreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al siglo, que buenos lomos tuvo su merced para
soportar esa y todas las cargas que me venga en antojo echarle a cuestas.

La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte del maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por
lo feo de dar un espanto al mismo miedo, se reducía a un rechoncho fraile seráfico, al tutor y a su hijo,
muchacho seminarista de diez y ocho años y a quien su padre soñaba convertir en todo un canónigo de
merced. El D. Carlitos, en presencia de su padre y comensales, adoptaba un airecito de unción y bobería
que lo asimilaba a un ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector mío, y a puto el postre si no te dan
un día cualquiera sarna que rascar.
Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de su tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio
todos los domingos para pasar el día en casa de su señor padre, y a punto de oraciones un negro lo
acompañaba hasta entregarlo a los bedeles del seminario.

Pero estaba escrito, D. Carlos tenía más afición que a los infolios teológicos a estudiar en ese libro
misterioso que se llama la mujer. El jesuita Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio, exalta
la curiosidad de los muchachos más que la serpiente que tentó a Eva. Quizá alguno de sus capítulos cayó
en manos del seminarista, y he aquí cómo un mal librajo llevó a carrera de perdición a un joven, casto
como el cándido José, y privó acaso a la iglesia de Lima de una de sus más espléndidas luminarias o
lumbreras. Este preámbulo debe darte, lector, por informado de que magüer las precauciones de D. Blas
para conservar ilesa la prenda que se le dio en depósito, al primer arrumaco que a quemarropa lanzó el
fogoso muchacho sobre la inflamable doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la enamorada
pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de la perezosa España, acostumbraba
dormir la siesta, para darse un hartazgo de palabras almibaradas y demás cosas que sospecho deben darse
entre amantes.

El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa basta para producir un incendio mayor que el
cantado por Homero, viene el demonio de repente y... ¡sopla!

II

Así transcurrieron cinco años en los que, habiendo fallecido D. Blas Medina, entró la joven en el libre
goce de su pingüe mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana del seminarista, convencido de que Dios no lo
llamaba camino de la Iglesia. D. Blas, que en sus mocedades había desempeñado un valioso
corregimiento en el Cuzco y acrecido después su fortuna en el comercio, legó a su heredero un caudal
nada despreciable.

Echose el mocito a campar por sus respetos, a frecuentar el mundo, del que la austeridad de su difunto
padre lo había mantenido a distancia, y a triunfar en toda regla.

El amor que había sentido por Sebastianita se desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar a
caza de novedades. Olvidó la palabra empeñada de casarse y legitimar a los dos niños habidos de sus
secretos amores, y cuando menos lo esperaba la pobre enamorada, recibió una carta en que D. Carlos la
noticiaba que había contraído matrimonio in facie ecclesiæ con una hija del capitán de arcabuceros D.
Santiago Pedrosa, llamada doña Dolores.

Imagínese el lector el efecto que produciría la esquela en el ánimo de la apasionada mujer. Durante algún
tiempo anduvo su honra en lenguas de las comadres de Lima, que hacían de ella mangas y capirotes.
Rugíase también que doña Sebastiana no tenía el juicio muy en sus cabales. A la postre, como toda mujer
que ha amado frenéticamente a la criatura, se volvió al Creador, lo que en buen romance quiere decir que
se tornó beata, y beata de correa, que es otro ítem más; beata de las que leían el librito publicado por un
jesuita con el título de Alfalfa espiritual para los borregos de Jesucristo, en el cual se llamaba a la Hostia
consagrada pan de perro (pan de pecador).

No obstante, siempre que en el templo o en la calle encontraba al perjuro amante tenían lugar escenas
escandalosísimas. Doña Sebastiana no retrocedía en su empeño de volver a cautivar al rebelde, y éste se
había empestillado en el tonto capricho de dar al mundo un ejemplo de fidelidad conyugal.

Y así pasaron tres años, hasta que la infeliz se convenció de que nada tenía que esperar del amor de D.
Carlos, y entonces resolvió cambiar de táctica y consagrarse a la venganza.

III

Era un día lunes, y al salir D. Carlos de la misa de San Agustín se encontró con su sombra o pesadilla
encarnada en Sebastiana.
-Hacedme la merced, Sr. D. Carlos, de escuchar unas pocas palabras que por última vez os quiero decir.

-Estoy a vuestras órdenes, señora mía, siempre que no insistáis en ponerme un afecto que hoy sería un
crimen -la contestó el joven.

-Pláceme veros tan leal esposo. Sabéis que observo una vida religiosa y severa, y por ende desechad la
aprensión de que os diga nada que recuerde nuestros extravíos.

-Hablad, señora,

-Tengo un hijo bastante rico, como sabéis. En Lima y bajo mi amparo no es posible que adquiera la
educación que merece. Mañana zarpa el galeón del Callao para España, y en él marchará el niño a
Madrid, donde será asistido por sus parientes. Os ruego que vos, su padre, le echéis la bendición para que
alcance próspero viaje.

-Vuestra demanda es justa, señora, y os ofrezco que luego pasaré por vuestra casa.

Mediodía era por filo cuando D. Carlos abrazaba a sus dos hijos en el salón de Sebastiana. Su corazón de
padre rebosaba de amor por ellos, y sus caricias y consejos al niño próximo a partir para Europa no tenían
límite. La hija, a una indicación de doña Sebastiana, ofreció a su enternecido padre unos bizcochos y una
copa de vino de Alicante. D. Carlos comió y bebió con los niños, no sin que la madre les hiciese también
la razón, y de pronto su cuerpo se desplomó sobre el canapé.

El infeliz había bebido un narcótico.

IV

Dos horas más tarde una calesa se detenía en el patio de una hacienda próxima a la ciudad.

De ella salieron doña Sebastiana y sus dos niños. El calesero, ayudado de otro esclavo, condujo a D.
Carlos exánime al lecho que en una de las habitaciones le tenía preparado la vengativa dama.

Ésta, a solas con su víctima, le ató fuertemente los brazos y los pies, y esperó a que saliese de su fatal
letargo.

La impresión de D. Carlos, al volver en sí, no alcanza a pintarla nuestra pluma. Cedemos aquí la palabra
al cronista:

«Sebastiana, después de llenar a D. Carlos de improperios, le dijo se preparase para morir en satisfacción
de sus perfidias. Llamó en seguida a su hijo, y colocándolo a la vista de su padre, le dijo: «Te quise
cuando tu padre fue mi amante. Él me abandonó, burlando mi inocencia, y es esposo de otra mujer, que
por él no ha hecho como yo el sacrificio de su honra. Tan vil proceder es el origen del odio que ahora te
tengo, en fuerza del que quiero que mueras a presencia de este infame, de quien rechazo conservar
prendas que le pertenezcan». Entonces hirió furiosamente al niño, le cortó la cabeza y la arrojó sobre D.
Carlos. En seguida llamó a la hija, y con la misma relación y de igual manera la dio muerte. Luego,
prodigándole las más atroces injurias, principió a cortar miembro por miembro del cuerpo de D. Carlos,
hasta que le vio expirar. Concluida tan horrible carnicería, enterró por la noche, en unión del calesero, los
tres cadáveres, y regresó tranquilamente a Lima.

»El alboroto que originó en la ciudad la desaparición de un sujeto tan bienquisto como lo estaba D. Carlos
y las diligencias de la familia de su esposa obligaron al virrey a ofrecer por bando dos mil pesos al que
diese noticia de Medina, y este aliciente impelió al calesero a revelar el crimen. Grande fue la indignación
pública. La delincuente confesó sus delitos en el tormento, y fue sentenciada por la Real Audiencia, a la
pena de horca y que le cortasen después las manos, colocándolas en una pica a extramuros de la ciudad,
en dirección a la hacienda donde cometió tan horribles crímenes.
»En las cuarenta y ocho horas que permaneció en capilla, no se le notó a tan feroz mujer la menor
aflicción. Con gran serenidad decía: «Después de satisfecha mi venganza, aguardo sin temor la muerte».

La señora de*** fue la primera mujer ahorcada en la plaza mayor de Lima.

(1860)

Justos y pecadores

De cómo el lobo visitó la piel del cordero


(A don José María Torres Caicedo)
I
Cuchilladas

Allá por los buenos tiempos en que gobernaba estos reinos del Perú el Excmo. Sr. D. Gaspar de Zúñiga y
Acevedo, conde de Monterrey, arremolinábase a la caída de una tarde de junio del año de gracia 1605,
gran copia de curiosos a la puerta de una tienda con humos de bodegón situada en la calle de Guitarreros,
que hoy se conoce con el nombre de Jesús Nazareno, calle en la cual existió la casa de Pizarro. Sobre su
fachada, a la que daba sombra el piso de un balcón, leíase en un cuadro de madera y en deformes
caracteres:
IBIRIJUITANGA
BARBERÍA Y BODEGÓN
Algo de notable debía pasar en lo interior de aquel antro, pues entre la apiñada muchedumbre podía
el ojo menos avizor descubrir gente de justicia, vulgo corchetes, armados de sendas varas, capas cortas y
espadines de corvo gavilán.
-¡Por el rey! ¡Ténganse a la justicia de su majestad! -gritaba un golilla de fisonomía de escuerzo y
aire mandria y bellaco si los hubo.
Y entretanto menudeaban votos y juramentos, rodaban por el suelo desvencijadas sillas y botellas
escuetas, repartíanse cachetes como en el rosario de la aurora, y los alguaciles no hacían baza en la
pendencia, porque a fuer de prudentes huían de que les tocasen el bulto. De seguro que ellos no habrían
puesto fin al desbarajuste sin el apoyo de un joven y bizarro oficial que cruzó de pronto por en medio de
la turba, desnudó la tizona, que era de fina hoja de Toledo, y arremetió a cintarazos con los alborotadores,
dando tajos a roso y velloso; a este quiero, a este no quiero; ora de punta, ora de revés. Cobraron ánimo
los alguaciles, y en breve espacio y atados codo con codo condujeron a los truhanes a la cárcel de la
Pescadería, sitio adonde en nuestros democráticos días, y en amor y compaña con bandidos, suelen pasar
muy buenos ratos liberales y conservadores, rojos y ultramontanos. ¡Ténganos Dios de su santa mano y
sálvenos de ser moradores de ese zaquizamí!
Era el caso que cuatro tunantes de atravesada catadura, después de apurar sendos cacharros de lo
tinto hasta dejar al diablo en seco, se negaban a pagar el gasto, alegando que era vitriolo lo que habían
bebido, y que el tacaño tabernero los había pretendido envenenar.
Era éste un hombrecillo de escasa talla, un tanto obeso y de tez bronceada, oriundo del Brasil y
conocido sólo por el apodo de Ibirijuitanga. En su cara abotagada relucían dos ojitos más pequeños que la
generosidad de un avaro, y las chismosas vecinas cuchicheaban que sabía componer hierbas; lo que más
de una vez le puso en relaciones con el Santo Oficio, que no se andaba en chiquitas tratándose de
hechiceros, con gran daño de la taberna y de los parroquianos de su navaja, que lo preferían a cualquier
otro. Y es que el maldito, si bien no tenía la trastienda de Salomón, tampoco pecaba de tozudo, y relataba
al dedillo los chichisbeos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes, con notable contentamiento de
su curioso auditorio. Ainda mais, mientras él jabonaba la barba, solía alcanzarle limpias y finas toallas de
lienzo flamenco su sobrina Transverberación, garrida joven de diez y ocho eneros, zalamera, de bonita
estampa y recia de cuadriles. Era, según la expresión de su compatriota y tío, una linda menina, y si el
cantor de Los Lusiadas, el desgraciado amante de Catalina de Ataide, hubiera, antes de perder la vista,
colocado su barba bajo las ligeras manos y diestra navaja de Ibirijuitanga, de fijo que la menor galantería
que habría dirigido a Transverberación habría sido llamarla:
Rosa de amor, rosa purpúrea y bella.
Y ¡por el gallo de la Pasión! que el bueno de Luis de Camoens no habría sido lisonjero, sino justo
apreciador de la hermosura.
No embargante que los casquilucios parroquianos de su tío la echaban flores y piropos, y la juraban
y perjuraban que se morían por sus pedazos, la niña, que era bien doctrinada, no los animó con sus
palabras a proseguir el galanteo. Cierto es que no faltó atrevido, fruta abundante en la viña del Señor, que
se avanzase a querer tomar la medida de la cenceña cintura de la joven; por ella, mordiéndose con ira los
bezos, levantaba una mano mona y redondica, y santiguaba con ella al insolente, diciéndole:
-Téngase vuesa merced, que no me guarda mi tío para plato de nobles pitofleros.
Ello es que toda la parroquia convino al fin en que la muchacha era linda como un relicario y fresca
como un sorbete, pero más cerril e inexpugnable que fiera montaraz. Dejaron, por ende, de requerirla de
amores y se resignaron con la charla sempiterna y entretenida del barbero.
¡Pero es un demonio esto de apasionarse a la hora menos pensada! Puede la mujer ser todo lo
quisquillosa que quiera y creer que su corazón está libre de dar posada a un huésped. Viene una día en
que la mujer tropieza por esas calles, alza la vista y se encuentra con un hombre de sedoso bigote, ojos
negros, talante marcial..., y ¡échele usted un galgo a todos los propósitos de conservar el alma
independiente! La electricidad de la simpatía ha dado un golpe en el pericardio del corazón. ¿A qué
puerta tocan que no contesten quién es?
«Es el amor un bicho

que, cuando pica,

no se encuentra remedio

ni en la botica».

Razón sobrada tuvo don Alfonso el Sabio para decir que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos
lo parecía. Si él hubiera corrido con esos bártulos, como hay Dios que nos quedamos sin simpatía, y por
consiguiente sin amor y otras pejigueras. Entonces hombres y mujeres habríamos vivido asegurados de
incendios. Repito que es mucho cuento esto de la simpatía, y mucho que dijo bien el que dijo:
«El amor y la naranja

se parecen infinito:

pues por muy dulces que sean

tienen de agrio su poquito».

Transverberación sucumbió a la postre, y empezó a mirar con ojos tiernos al capitán don Martín de
Salazar, que no era otro el que en el día que empieza nuestro relato prestó tan oportuno auxilio al
tabernero. Terminada la pendencia, cruzáronse entre ella y el galán algunas palabras en voz baja, que así
podían ser manifestaciones de gratitud como indicación de una cita; y aunque no pararon mientes en ellas
los agrupados curiosos, no sucedió lo mismo con un embozado que se hallaba en la puerta de la tienda y
que murmuró:
-¡Por el siglo de mi abuela! ¡Lléveme el diablo si ese malandrín de capitán no anda en regodeos con la
muchacha y si no es por ella su resistencia a devolver la honra a mi hermana!
II
Doña Engracia en Toledo

En un salón de gótico mueblaje está una dama reclinada sobre un mullido diván. A su lado y en una
otomana se halla un joven leyéndola en voz alta y en un infolio forrado en pergamino la vida del santo del
día. ¡Benditos tiempos en los que, más que el sentimiento, la rutina religiosa hacía gran parte del gasto de
la existencia de los españoles!
Pero la dama no atiende a los milagros que cuenta el Año Cristiano, y toda su atención está fija en el
minutero de un reloj de péndola, colgado en un extremo del salón. No hay más impaciente que la mujer
que espera a un galán.
Doña Engracia de Toledo, que ya es tiempo de que saquemos su nombre a relucir, es una andaluza
que frisa en los veinticuatro años, y su hermosura es realzada por ese aire de distinción que imprimen
siempre la educación y la riqueza. Había venido a América con su hermano D. Juan de Toledo,
acaudalado propietario de Sevilla, que ejercía en Lima el cargo de proveedor de la real armada. Doña
Engracia pasaba sus horas en medio del lujo y el ocio, y no faltaron damas que sintiéndose humilladas se
echaron a averiguar el abolengo de la orgullosa rival, y descubrieron que tenía sangre alpujarreña, que sus
ascendientes eran moros conversos que alguno de ellos había vestido el sambenito de relapso. Para esto
de sacar los trapitos a la colada las mujeres han sido y serán siempre lo mismo, y lo que ellas no sacan en
limpio no lo hará Satanás con todo su poder de ángel precito. Rugíase también que doña Engracia estaba
apalabrada para casarse con el capitán D. Martín de Salazar; mas como el enlace tardaba en realizarse,
circularon rumores desfavorables para la honra y virtud de la altiva dama.
Nosotros, que estamos bien informados y sabemos a qué atenernos, podemos decir en confianza al
lector que la murmuración no era infundada. D. Martín, que era un trueno deshecho, una calavera de gran
tono y que caminaba por senda más torcida que cuerno de cabra, se había sentido un tiempo cautivado por
la belleza de doña Engracia, cuyo trato dio en frecuentar, acabando por reiterarla mil juramentos de amor.
La joven, que tenía su alma en su almario, y que a la verdad no era de calicanto, terminó por sucumbir a
los halagos del libertino, abriéndole una noche la puerta de su alcoba.
Decidido estaba el capitán a tomarla por esposa, y pidió su mano a don Juan, el que se la otorgó de
buen grado, poniendo el plazo de seis meses, tiempo que juzgó preciso para arreglar su hacienda y
redondear la dote de su hermana. Pero el diablo, que en todo mete la cola, hizo que en este espacio el de
Salazar conociese a la sobrina de maese Ibirijuitanga y que se le entrase en el pecho la pícara tentación de
poseerla. A contar de ese día, comenzó a mostrarse frío y reservado con doña Engracia, la que a su turno
le reclamó el cumplimiento de su palabra. Entonces fue el capitán quien pidió una moratoria, alegando
que había escrito a España para obtener el consentimiento de su familia, y que lo esperaba por el primer
galeón que diese fondo en el Callao. No era éste el expediente más a propósito para impedir que se
despertasen los celos en la enamorada andaluza y que comunicase a su hermano sus temores de verse
burlada. Don Juan echose en consecuencia a seguir los pasos del novio, y ya hemos visto en el anterior
capítulo la casual circunstancia que lo puso sobre la pista.
El reloj hizo sonar distintamente las campanadas de las ocho, y la dama, como cediendo a impulso
galvánico, se incorporó en el diván.
-¡Al fin, Dios mío! ¡Pensé que el tiempo no corría! Deja esa lectura, hermano... Vendrá ya D.
Martín, y sabes cuánto anhelo esta entrevista.
-¿Y si apuras un nuevo desengaño?
-Entonces, hermano, será lo que he resuelto.
Y la mirada de la joven era sombría al pronunciar estas palabras.
D. Juan abrió una puerta de cristales y desapareció tras ella.
III
Un paso al crimen

-¿Dais permiso, Engracia?


-Huélgome de vuestra exactitud, D. Martín.
-Soy hidalgo, señora, y esclavo de mi palabra.
-Eso es lo que hemos de ver, señor capitán, si place a vuesarced que hablemos un rato en puridad.
Y con una sonrisa henchida de gracia y un ademán lleno de dignidad, la joven señaló al galán un
asiento a su lado.
Justo es que lo demos a conocer, ya que en la tienda de maese Ibirijuitanga nos olvidamos de
cumplir para con el lector este acto de estricta cortesía, e hicimos aparecer al capitán como llovido del
cielo. Esto de entrar en relaciones con quien no se conoce ni nos ha sido presentado en debida forma,
suele tener sus inconvenientes.
D. Martín raya en los treinta años, y es lo que se llama un gentil y guapo mozo. Viste el uniforme de
capitán de jinetes, y en el desenfado de sus maneras hay cierta mezcla de noble y de tunante.
Al sentarse cogió entre las suyas una mano de Engracia, y empezó entre ambos esa plática de
amantes, que, cuál más, cuál menos, todos saben al pespunte. Si en vez de relatar una crónica
escribiéramos un romance, aunque nunca nos ha dado el naipe por ese juego, enjaretaríamos aquí un
diálogo de novela. Afortunadamente, un narrador de crónicas puede desentenderse de las zalamerías de
enamorados e irse derecho al fondo del asunto.
El reloj del salón dio nueve campanadas, y el capitán se levantó.
-Perdonad, señora, si las atenciones del servicio me obligan a separarme de vos más pronto de lo
que el alma desearía.
-¿Y es vuestra última resolución, D. Martín, la que me habéis indicado?
-Sí, Engracia. Nuestra boda no se realizará mientras no vengan el consentimiento de mi familia y el
real permiso que todo hidalgo bien nacido debe solicitar. Vuestra ejecutoria es sin mancha, en vuestros
ascendientes no hay quien haya sido penitenciado con el sambenito de dos aspas, ni en vuestra sangre hay
mezcla de morería; y así Dios me tenga en su santa guarda, si el monarca y mis parientes no acceden a mi
demanda.
Ante la insultadora ironía de estas palabras que recordaban a la dama su origen, se estremeció ella
de rabia y el color de la púrpura subió a su rostro; mas serenándose luego y fingiendo no hacer atención
en el agravio, miró con fijeza a D. Martín, como si quisiera leer en sus ojos la respuesta a esta pregunta:
-Decidme con franqueza, capitán, ¿tendríais en más la voluntad de los vuestros que la honra que os
he sacrificado y lo que os debéis a vos mismo?
-Estáis pesada en demasía, señora. Aguardad que llegue ese caso, y por mi fe que os responderé.
-Suponedlo llegado.
-Entonces, señora... ¡Dios dirá!
-Id con él, D. Martín de Salazar... Tenéis razón... ¡Dios dirá!
Y don Martín se inclinó ceremoniosamente, y salió.
Doña Engracia lo siguió con esa mirada de odio que revela en la mujer toda la indignación del
orgullo ofendido, se llevó las manos al pecho como si intentara sofocar los latidos del corazón, y luego,
con la faz descompuesta y los vestidos en desorden, se lanzó a la puerta de cristales, bajo cuyo dintel,
lívido como un espectro, apareció el proveedor de la real armada.
-¿Lo has oído?
-¡Pluguiera a Dios que no! -dijo don Juan con acento reconcentrado.
-Pues entonces, ¿por qué no heriste sin compasión? ¿Por qué no le diste muerte de traidor? ¡Mátale,
hermano! ¡Mátale!
IV
¡Dios dirá!

Siete horas después, y cuando el alba empezaba a colorar el horizonte, un hombre descendía, con
auxilio de una escala de seda, del balcón que en la calle de Jesús Nazareno y sobre la tienda de maese
Ibirijuitanga, habitaba Transverberación. Colocaba ya el pie sobre el último peldaño, cuando saltó sobre
él un embozado, e hiriéndole por la espalda con un puñal, murmuró al oído de su víctima:
-¡Dios dirá!
El escalador cayó desplomado. Había muerto a traición y con muerte de traidor.
Al mismo tiempo oyose un grito desesperado en el balcón, y la dudosa luz del crepúsculo guió al
asesino, que se alejó a buen paso.
V
Consecuencias

Quince días más tarde se elevaba una horca en la plaza de Lima. La Real Audiencia no se había
andado con pies de plomo, y a guisa de aquel alcalde de casa y corte que previno a sus alguaciles que,
cuando no pudiesen haber a mano al delincuente, metiesen en chirona al primer prójimo que encontrasen
por el camino, había condenado a hacer zapatetas en el aire al desdichado barbero. Para los jueces el
negocio estaba tan claro que más no podía serlo. Constaba de autos que la víctima había sido parroquiano
del rapista, y que la víspera de su muerte le prestó oportuno socorro contra varios malsines. Esto era ya un
hilo para el tribunal. Una escala al pie del balcón de la tienda no podía haber caído de las nubes, sobre
todo cuando Ibirijuitanga tenía sobrina casadera a quien el lance había entontecido. Una muchacha no se
vuelve loca tan a humo de pajas. Atemos cabos, se dijeron los oidores, y tejamos cáñamo para la horca;
pues importa un ardite que el redomado y socarrón barbero permanezca reacio en negar, aun en el
tormento, su participación en el crimen.
Además, las viejas de cuatro cuadras a la redonda declaraban que maese Ibirijuitanga era hombre
que les daba tirria, porque sabía hacer mal de ojo, y las doncellas feas y sin noviazgo, que si Dios no lo
remediaba serían enterradas con palma, afirmaban con juramento que Transverberación era una mozuela
descocada, que andaba a picos pardos con los mancebos de la vecindad, y que se emperejilaba los sábados
para asistir con su tío, montada en una caña de escoba, al aquelarre de las brujas.
Los incidentes del proceso eran la comidilla obligada de las tertulias. Las mujeres pedían un
encierro perpetuo para la escandalosa sobrina, y los hombres la horca para el taimado barbero.
La Audiencia dijo entonces: «Serán usarcedes servidos»; y aunque Ibirijuitanga puso el grito en el
cielo, protestando su inocencia, le contestó el verdugo: «¡Calle el vocinglero y déjese despabilar!».
A la hora misma en que la cuerda apretaba la garganta del pobre diablo y que Transverberación era
sepultada en un encierro, las campanas del monasterio de la Concepción, fundado pocos años antes por
una cuñada del conquistador Francisco Pizarro, anunciaban que había tomado el velo doña Engracia de
Toledo, prometida del infortunado D. Martín.
¡Justicia de los hombres! ¡No en vano te pintan ciega!
Concluyamos:
El barbero finó en la horca.
La sobrina remató por perder el poco o mucho juicio con que vino al mundo.
Doña Engracia profesó al cabo: diz que con el andar del tiempo alcanzó a abadesa, y que murió tan
devotamente como cumplía a una cristiana vieja.
En cuanto a su hermano, desapareció un día de Lima, y...
¡Cristo con todos! Dios te guarde, lector.
VI
En olor de santidad

De seguro que vendrían a muchos de mis lectores pujamientos de confirmarse por el más valiente
zurcidor de mentiras que ha nacido de madre, si no echase mano de este título para dar a mi relación un
carácter histórico apoyándome en el testimonio de algunos cronistas de Indias. Pero no es en Lima donde
ha de desenlazarse esta conseja; y el curioso que anhele conocerla hasta el fin, tiene que trasladarse
conmigo, en alas del pensamiento, a la villa imperial de Potosí. No se dirá que en los días de mi
asendereada vida de narrador dejé colgado un personaje entre cielo y tierra, como diz que se hallan San
Hinojo y el alma de Garibay.
Potosí, en el siglo XVI, era el punto de América adonde afluían de preferencia todos aquellos que
soñaban improvisar fabulosa fortuna. Descubierto su rico mineral en enero de 1538 por un indio llamado
Gualpa, aumentó en importancia y excitó la codicia de nuestros conquistadores desde que, en pocos
meses, el capitán Diego Centeno, que trabajaba la famosa mina Descubridora, adquirió un caudal que
tendríamos hoy por quimérico, si no nos mereciesen respeto el jesuita Acosta, Antonio de Herrera y
la Historia Potosina de Bartolomé de Dueñas. Antes de diez años la población de Potosí ascendió a
15.000 habitantes, triplicándose el número en 1572, cuando en virtud de real cédula se trasladó a la villa
la casa de moneda de Lima.
Los últimos años de aquel siglo corrieron para Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre
engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y criollos contra vascos, navarros y gallegos. Estas
contiendas terminaban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las armas se inclinó tan pronto a un
bando como a otro. Hasta las mujeres llegaron a participar del espíritu belicoso de la época; y Méndez en
su Historia de Potosí refiere extensamente los pormenores de un duelo campal a caballo, con lanza y
escudo, en que las hermanas doña Juana y doña Luisa Morales mataron a D. Pedro y a D. Graciano
González.
No fueron éstas las únicas hembras varoniles de Potosí; pues en 1662, llevándose la justicia presos a
D. Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al camino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las
cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus
esposos. Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las
tres con lanza y rodela, salió en defensa de su marido que estaba acosado por un grupo de enemigos, y los
puso en fuga, después de haber muerto a uno y herido a varios.
Pero no queremos componer, por cierto, una historia de Potosí ni de sus guerras civiles; y a quien
desee conocer sus casos memorables, le recomendamos la lectura de la obra que, con el título de Anales
de la vida Imperial, escribió en 1775 Bartolomé Martínez Vela.
VII
Ahora lo veredes

Promediaba el año de 1625.


En las primeras horas de una fresca mañana el pueblo se precipitaba en la iglesia parroquial de la
villa.
En el centro de ella se alzaba un ataúd alumbrado por cuatro cirios.
Dentro del ataúd yacía un cadáver con las manos cruzadas sobre el pecho y sosteniendo una
calavera.
El difunto había muerto en olor de santidad, y los notarios formalizaban ya expediente para
constatarlo y transmitirlo más tarde a Roma. ¡Quizá el calendario, donde figuran Tomás de Torquemada,
Pedro Arbués y Domingo de Guzmán, se iba a aumentar con un nombre!
Y el pueblo, el sencillo pueblo, creía firmemente en la santidad de aquel a quien, durante muchos
años, había visto cruzar sus calles con un burdo sayal de penitente, crecida barba de anacoreta,
alimentándose de hierbas, durmiendo en una cueva y llevando consigo una calavera, como para tener
siempre a la vista el deleznable fin de la mísera existencia humana. Y ¡lo que pueden el fanatismo y la
preocupación! Muchos de los circunstantes afirmaban que el cadáver despedía olor a rosas.
Pero cuando ya se había terminado el expediente y se trataba de sepultar en la iglesia al difunto,
vínole en antojo a uno de los notarios registrar la calavera, y entre sus apretados dientes encontró un
pequeño pergamino sutilmente enrollado, al que dio lectura en público. Decía así:
«Yo, D. Juan de Toledo, a quien todos hubisteis por santo, y que usé hábito penitencial, no por
virtud, sino por dañada malicia, declaro en la hora suprema: que habrá poco menos de veinte años que,
por agravios que me hizo D. Martín de Salazar en menoscabo de la honra que Dios me dio, le quité la
vida a traición, y después que lo enterraron tuve medios de abrir su sepultura, comer a bocados su
corazón, cortarle la cabeza, y habiéndole vuelto a enterrar me llevé su calavera, con la que he andado sin
apartarla de mi presencia, en recuerdo de mi venganza y de mi agravio. ¡Así Dios le haya perdonado y
perdonarme quiera!».
Los notarios hicieron añicos el expediente, y los que tres minutos antes encontraban olor a rosas en
el difunto se esparcieron por la villa, asegurando que el cadáver del de Toledo estaba putrefacto y
nauseabundo, y que no volverían a fiarse de las apariencias.
(1861)

La fiesta de San Simón Garabatillo

Faustino Guerra habíase encontrado en la batalla de Ayacucho en condición de soldado raso.


Afianzada la independencia, obtuvo licencia final y retirose a la provincia de su nacimiento, donde
consiguió ser nombrado maestro de escuela de la villa de Lampa.
El buen Faustino no era ciertamente hombre de letras; mas para el desempeño de su cargo y tener
contentos a los padres de familia, bastábale con leer medianamente, hacer regulares palotes y enseñar de
coro a los muchachos la doctrina cristiana.
La escuela estaba situada en la calle Ancha, en una casa que entonces era propiedad del Estado y
que hoy pertenece a la familia Montesinos.
Contra la costumbre general de los dómines de aquellos tiempos, don Faustino hacía poco uso del
látigo, al que había él bautizado con el nombre de San Simón Garabatillo. Teníalo más bien como signo
de autoridad que como instrumento de castigo, y era preciso que fuese muy grave la falta cometida por un
escolar para que el maestro le aplicase un par de azoticos, de esos que ni sacan sangre ni levantan roncha.
El 28 de octubre de 1826, día de San Simón y Judas por más señas, celebrose con grandes festejos
en las principales ciudades del Perú. Las autoridades habían andado empeñosas y mandaron oficialmente
que el pueblo se alegrase. Bolívar estaba entonces en todo su apogeo, aunque sus planes de vitalicia
empezaban ya a eliminarle el afecto de los buenos peruanos.
Sólo en Lampa no se hizo manifestación alguna de regocijo. Fue ese para los lampeños día de
trabajo, como otro cualquiera del año, y los muchachos asistieron, como de costumbre, a la escuela.
Era ya más de mediodía cuando don Faustino mandó cerrar la puerta de la calle, dirigiose con los
alumnos al corral de la casa, los hizo poner en línea, y llamando a dos robustos indios que para su servicio
tenía, les mandó que cargasen a los niños. Desde el primero hasta el último, todos sufrieron una docena
de latigazos, a calzón quitado, aplicados por mano de maestro.
La gritería fue como para ensordecer, y hubo llanto general para una hora.
Cuando llegó el instante de cerrar la escuela y de enviar los chicos a casa de sus padres, les dijo don
Faustino:
-¡Cuenta, pícaros godos, con que vayan a contar lo que ha pasado! Al primero que descubra yo que
ha ido con el chisme lo tundo vivo.
«¿Si se habrá vuelto loco su merced?», se preguntaban los muchachos; pero no contaron a sus
familias lo sucedido, si bien el escozor de los ramalazos los traía aliquebrados.
¿Qué mala mosca había picado al magister, que de suyo era manso de genio, para repartir tan
furiosa azotaina? Ya lo sabremos.
Al siguiente día presentáronse los chicos en la escuela, no sin recelar que se repitiese la función. Por
fin, don Faustino hizo señal de que iba a hablar.
-Hijos míos -les dijo-, estoy seguro de que todavía se acuerdan del rigor con que los traté ayer,
contra mi costumbre. Tranquilícense, que estas cosas sólo las hago yo una vez al año. ¿Y saben ustedes
por qué? Con franqueza, hijos, digan si lo saben.
-No, señor maestro -contestaron en coro los muchachos.
-Pues han de saber ustedes que ayer fue el santo del libertador de la patria, y no teniendo yo otra
manera de festejarlo y de que lo festejasen ustedes, ya que los lampeños han sido tan desagradecidos con
el que los hizo gentes, he recurrido al chicote. Así, mientras ustedes vivan, tendrán grabado en la memoria
el recuerdo del día de San Simón. Ahora a estudiar su lección y ¡viva la patria!
Y la verdad es que los pocos que aun existen de aquel centenar de muchachos se reúnen en Lampa
el 28 de octubre y celebran una comilona, en la cual se brinda por Bolívar, por don Faustino Guerra y por
San Simón Garabatillo, el más milagroso de los santos de achaques de refrescar la memoria y calentar
partes pósteras.
(1871)

Los Incas ajedrecistas

Atahualpa

Al doctor Evaristo P. Duclos , insigne ajedrecista

Los moros, que durante siete siglos dominaron España, introdujeron en el pais conquistado la aficion al
juego de ajedrez.Terminada la expulsión de los invasores por la catolica reina Isabel, era de presumirse
que con ellos desparecerían todos sus habitos y distracciones ;pero lejos de eso, entre los heroicos
capitanes que en Granada aniquilaron el ultimo baluarte del islamismo, había echado hondas raíces el
gusto po el tablero de las sesenta y cuatro casillas o escaques , como en heráldica se llaman.

Pronto dejo de ser el ajedrez el juego favorito y exclusivo de los hombres de guerra, pues cundió entre las
gentes de la Iglesia, abades, obispos, cónicos y frailes de campanillas. Así, cuando el descubrimiento y la
conquista de América fueron realidad gloriosa para España, llego a ser como patente o pasaporte de
cultura social para todo el que al Nuevo Mundo venia investido de cargo de importancia el verle mover
piezas en el tablero.

El primer libro que sobre el ajedrez se imprimiera en España apareció en el primer cuarto de siglo
posterior a la conquista del Perú, con el titulo Invención liberal y arte de axedrez, por Ruy Lopez de
Segovia, clérigo, vecino de la villa de Zafra, y se imprimió en Alcalá de Henares en 1561. Ruy Lopez es
considerado como fundador de teorías y poco de su aparición se tradujo el opusculo al francés y al
italiano.

El librito abundo en Lima hasta 1845, poco mas o menos, en que aparecieron ejemplares del Philidor, y
era de obligada consulta allá en los días lejanisimos de mi pubertad, así como el Cecinarrica para los
jugadores de damas.Hoy no se encuentra el Lima, ni por un ojo de la cara, ejemplar de ninguno de los dos
viejisimos textos.

Que muchos de los capitanes que acompañaron a Pizarro en la conquista, así como los gobernadores de
Vaca de Castro y La Gasca, y los primeros virreyes Nuñez de Vela, marquez de Cañete y el conde de
Nieva, distrajeron sus ocios en las peripecias de un partida, no es cosa que llame la atención desde que el
primer arzobispo de Lima fue vicioso en el juego del ajedrez, que hasta llego a comprometer, por no
resistirse a tributarle culto, el prestigio de las armas reales. Según Jimenez de la Espada, cuando la
Audiencia encomendó a uno de sus oidores y al arzobispo don fray Jerónimo de Loayza la dirección de la
campaña contra el caudillo revolucionario Hernandez Giron, la musa popular del campamento realista
zahirio la pachorra del hombre de toga y la afición del mitrado al ajedrez con este cantarcillo pobre rima,
pero rico en verdades:

El uno jugar y el otro dormir,

¡on que gentil¡


No comer ni apercibir

¡oh que gentil¡

Una ronca y el otro juega...¡

y así va la brega¡

Los soldados , entregados a la inercia en el campamento y desatendidos en la provison de víveres,


pricipiaban ya a desmoralizarse, y acaso el éxito habría favorecido a los rebeldes si la Audiencia no
hubiera tomado el acuerdo de separar al oidor marmota y al arzobispo ajedrecista.

(Notese que he subrayado la palabra ajedrecista , porque el vocablo, por mucho que su uso sea general ,
no se encuentra en el Diccionario de la Academia , como tampoco existe en él el de ajedrista ,que he leido
en un libro del egregio Don Juan Valera)

Se sabe, por tradición, que los capitanes Hernandez de Soto, Juan de Rada, Francisco de Chavez, Blas de
Atienza y el tesorero Riquelme se congregaban todas las tardes, en Cajamarca, en el departamento que
sirvió de prisión al Inca Atahualpa desde el 15 de Noviembre de 1532, en que efectuó la captura del
monarca, hasta la antevíspera de su injustificable sacrificio el 29 de agosto de 1533.

Allí, para los cinco nombrados y tres o cuatro mas que no se mencionan en sucintos y curiosos apuntes
(que a la vista tuvimos, consignados en rancio manuscrito que existió en la antigua Biblioteca nacional),
funcionaban dos tableros, toscamente pintados, sobre la respectiva mesita de madera. Las pieza eran
hecha del mismo barro que empleaban los indígenas para la fabricacion de idolillos y demás objetos de
alfareria aborigen, que hogaño se extraen de la huacas. Hasta los primeros años de la republica no se
conocieron en el Perú otras piezas que las de marfil, que remetian para la venta los comerciantes filipinos.

Honda preocupacion abrumaría el espíritu del Inca en los dos o tres primeros meses de su cautiverio, pues
aunque todas las tardes tomaba asiento junto a Hernando de Soto, su amigo y amparador, no daba señales
de haberse dado cuenta de la manera como actuaban las pieza ni de los lances y accidentes del juego.Pero
una tarde, en las jugadas finales de una partida empañada entre Soto y Riquelme, hizo el ademán
Hernando de Soto de movilizar el caballo, y el Inca, tocándole ligeramente en el brazo, le dijo en voz
baja:

- No capitan, no....¡El castillo¡

La sorpresa fue general, Hernando, después de breves segundos de meditacion, puso en juego la torre,
como le aconsejara Atahualpa, y pocas jugadas después sufría Riquelme inevitable mate.

Despues de aquella tarde, y cediendole siempre las pieza blancas, y al cabo de un par de meses el
discipulo era ya digno del maestro jugababa de igual a igual.

Comentabase, en los apuntes a que me referido que los otros ajedrecistas españoles, con excepcion de
Riquelme invitaron al Inca; pero este se excuso siempre de aceptar, diciendoles por medio del interprete
Filipillo:

-¡Yo juego muy poquito y vuestra merced juega mucho¡.

La tradición popular asegura que el Inca no habría sido condenado a muerte si hubiera permanecido
ignorante en el ajedrez. Dice el pueblo que Atahualpa pago con su vida el mate que por su consejo de
veinticuatro jueces, consejo convocado por Pizarro, se impuso a Atahualpa la pena de muerte por trece
cotos contra once. Riquelme fue de los trece que suscribieron la sentencia.

II
Manco Inca

A Jesus Elías y Salas

Despues del injustificable sacrificio de Atahualpa, se encamino Don Francisco Pizarro al Cuzco, en 1534,
y para propiciarse el afecto de los cuzqueños, declaro no venir a quitar a sus caciques sus señorios y
propiedades, ni a deconocer sus preeminencias , y que castigado ya e Cajamarca , con la muerte , el
usurpador asesino del legitimo inca Huascar , se proponía entregar la insignia imperial al Inca Manco,
mancebo de dieciocho años ,legitimo heredero de su hermano Huascar. La coronación se efectuó con gran
solemnidad, trasladándose luego Pizarro al valle de Jauja, de donde siguió al del Rímac o Pachacamac
para hacer la fundación de la capital del futuro virreinato.

No tengo para que historiar los sucesos y causas que motivaron la ruptura de las relaciones entre el Inca y
los españoles acaudillados por Juan Pizarro, y a la muerte de éste, por su hermano Hernando. Bástente
apuntar que Manco se dio trazas para huir de Cuzco y establecer su gobierno en las altiplanicies

En la contienda entre pizarristas y almagristas, Manco prestó a los últimos algunos servicios y consumada
la ruina y victimación de Almagro el Mozo, doce o quince de los vencidos, entre los que se contaban los
capitanes Diego Méndez y Gómez Peréz, hallaron refugio al lado del Inca, que había fijado su corte en
Vilcapampa.

Méndez, Pérez y cuatro o cinco más de sus compañeros de infortunio se entretenían en el juego de bolos
(bochas) y en el del ajedrez. El Inca se aespañoló (verbo de aquel siglo, equivalente a se españolizó)
fácilmente, cobrando gran afición y aun destreza en ambos juegos, sobresaliendo como ajedrecista.

Estaba escrito que como al Inca Atahualpa, la afición al ajedrez habáa de serle fatal al Inca Manco.

Una tarde hallábanse empeñados en una partida el Inca Manco y Gómez Pérez teniendo por mirones a
Diego Méndez y a tres caciques Manco hizo una jugada de enroque no consentida por las practicas del
juego, y Gómez Pérez le arguyó:

–Es tarde para ese enroque, señor fullero.

No sabemos si el Inca alcanzaría a darse cuenta de la acepción despectiva de la palabreja castellana; pero
insistió en defender la que el creía correcta y válida jugada. Gómez Pérez volvió la cara hacia su paisano
Diego Méndez, y le dijo:

–¡Mire, capitán, con la que me sale este indio pu....erco!

Aqui cedo la palabra al cronista anónimo cuyo manuscrito, que alcanza hasta la época del virrey Toledo,
figura en el tomo VIII de documentos inéditos del archivo de indias: “El Inca alzó entonces la mano y
dióle un bofetón al español. Éste metió mano a su daga y le dió dos puñaladas, de las que luego murió.
Los indios acudieron a la venganza; e hicieron pedazos a dicho matador y a cuantos españoles en aquella
provincia de Vilcapampa estaban”.

Varios cronistas dicen que la querella tuvo lugar en el juego de bolos pero otros afirman que el trágico
suceso fue motivado por desacuerdo en una jugada de ajedrez.

La tradición popular entre los cuzqueños, es la que yo relato, apoyándome también en la autoridad del
anónimo escritor del siglo XVI.

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