2003 Del Sexo Al Género

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Silvia Tubert (ed.

sexo
Los equívocos de un concepto

GENEVIEVE FRAISSE, LINDA NICHOLSON, NEUS CAMPILLO,


CRISTINA MOLINA, PABLO SÁNCHEZ LEÓN, LUISA ACCATI,
GEMMA ÜROBITG, ESTHER SÁNCHEZ-PARDO,
MERCEDES BENGOECHEA Y SILVIA TUBERT

SEGUNDA EDICIÓN

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:

Paloma Alcalá: Profesora de enseñanza media


Montserrat Cabré: Universidad de Cantabria
Cecilia Castaño: Universidad Complutense de Madrid
Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia
Mª. Ángeles Durán: CSIC
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelía Valcárcel: UNED
Instituto de la Mujer

Dirección y coordinación: Isabel Morant Densa: Universitat de Valencia

l.ª edición, 2003


2.8 edición, 2011

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

Ilustración de cubierta: La torre de Babel. Grabado del siglo XVII

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las
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N.I.P.O.: 207-03-047-0
© Genevieve Fraisse, Linda Nicholson, Neus Campillo,
Cristina Malina, Pablo Sánchez León, Luisa Accati, Gemma Orobitg,
Esther Sánchez-Pardo, Mercedes Bengoechea y Silvia Tubert
© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 2003, 2011
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 31.239-2011
I.S.B.N.: 978-84-376-2887-5
Printed in Spain
Impreso en Huertas I. G., S. A.
Fuenlabrada (Madrid)
r

INTRODUCCIÓN

La crisis del concepto de género


SILVIA TUBERT

El concepto de género, introducido en la teorización femi-


nista en los años setenta, ha tenido una especial relevancia en los
países anglosajones, en la medida en que permitió subrayar, por
un lado, la ocultación de la diferencia entre los sexos bajo la
neutralidad de la lengua y, por otro, poner de manifiesto el ca-
rácter de construcción socio-cultural de esa diferencia. Sin em-
bargo, la naturaleza de esta noción es tan problemática como po-
lémica, y en las últimas décadas su uso se ha extendido de una
manera abusiva generando, a su vez, numerosas críticas. Una de
sus principales paradojas es que, a pesar de que género se defi-
ne fundamentalmente por su oposición a sexo, es frecuente en-
contrar en textos científicos y periodísticos una simple sustitu-
ción del segundo por el primero, incluso cuando se trata de con-
notaciones biológicas, por ejemplo, al hablar del «progenitor del
género opuesto» 1. De este modo se elimina la potencialidad

1
Es lo que podemos leer en Otto Kemberg, perteneciente a la Asocia-
ción Psicoanalítica Internacional, Lave Relations. Normality and Pathology,
New Haven-Londres, Yale University Press, 1995.

7
analítica de la categoría para reducirla a un mero eufemismo,
políticamente más correcto. El problema es que de este modo se
encubren, entre otras cosas, las relaciones de poder entre los se-
xos, como sucede cuando se habla de violencia de género en lu-
gar de violencia de los hombres hacia las mujeres: una catego-
ría neutra oculta la dominación masculina.
Habitualmente se entiende que el sexo corresponde al plano
biológico, en tanto que el género es el producto de la construc-
ción socio-cultural. El problema es que esta polaridad no hace
más que reproducir la oposición naturaleza-cultura y el dualismo
cuerpo-mente que han marcado al pensamiento occidental desde
sus orígenes. Por una parte, se supone que esta oposición corres-
ponde a una diferencia real, aunque es producto de una opera-
ción cultural que establece artificialmente límites dentro de un
continuo; por otra, se desconoce que es imposible distinguir en el
sujeto aquello que resulta de su condición biológica y aquello
que ha sido generado por su formación en el seno de un univer-
so humano, lingüístico, cultural.
No sólo las ciencias sociales han demostrado la íntima articu-
lación de natura y nurtura, sino que también biólogos como Jac-
ques Monod entienden que nuestra propia naturaleza biológica,
gestada en el curso de la filogenia, se ha ido modificando en fun-
ción de la presión selectiva de los factores culturales, fundamental-
mente el lenguaje: «Lo importante es que, durante cientos de mi-
les de años, la evolución cultural no podía dejar de influenciar la
evolución fisica; en el hombre más aún que en cualquier otro ani-
mal, e incluso en razón de su autonomía infinitamente superior, es
el comportamiento el que orienta la presión selectiva. Y a partir del
momento en que el comportamiento dejaba de ser principalmente
automático para hacerse cultural, los mismos rasgos culturales de-
bían ejercer su presión sobre la evolución del genoma. Esto hasta
el momento, no obstante, en que la creciente rapidez de la evolu-
ción cultural dejó completamente a un lado la del genoma»2. De
modo que nuestra misma naturaleza se ha constituido como pro-
ducto de la vida civilizada que nos define como seres humanos.

2
J. Monod (1970), El azar y la necesidad, Madrid, Tusquets, 1988.

8
Desde otro punto de vista, recordemos que uno de los des-
cubrimientos esenciales de Freud se refiere precisamente a los
efectos del inconsciente en el cuerpo, es decir, a la eficacia de lo
simbólico sobre lo que se suele percibir como lo más natural en
el ser humano, tal como se pone de manifiesto en el análisis de
los síntomas histéricos. La concepción freudiana del incons-
ciente cuestiona el dualismo cuerpo-mente, puesto que revela
cómo el funcionamiento del cuerpo no se explica totalmente por
su condición de organismo, sino que requiere ser considerado
asimismo como un espacio psíquico o, más bien, simbólico.
Son muchas las investigadoras feministas que han subrayado
las dificultades que presenta el uso indiscriminado del concepto
de género, tanto en la filosofia como en las ciencias sociales. Así,
por ejemplo, la filósofa Judith Butler, que recoge en su trabajo
teórico tanto la influencia del psicoanálisis como la de Foucault,
ha indicado que la diferencia sexo/género sugiere una disconti-
nuidad radical entre los cuerpos sexuados y los géneros cultural-
mente construidos aunque al mismo tiempo el supuesto de un sis-
tema binario de géneros conserva implícitamente la creencia en
una relación mimética del género con el sexo.
Butler sostiene que, si aceptamos que el sexo no se reduce a
ser una entidad anatómica, cromosómica, hormonal, supuesta-
mente natural, sino que la dualidad de los sexos se establece a tra-
vés de una historia, de una genealogía que presenta las oposiciones
binarias como una construcción variable, y que los hechos supues-
tamente naturales del sexo se producen por medio de discursos
científicos al servicio de otros intereses políticos y sociales, habre-
mos de concluir que la categoría sexo es una construcción cultural
en la misma medida que el género. Para el ser humano, el sexo na-
tural, entendido como realidad prediscursiva, previa a la cultura,
no es sino un producto de los discursos y prácticas sociales, aun-
que se lo construye como lo no construido. Pero entonces la dife-
rencia sexo/género pierde su significación, porque no tiene senti-
do definir al género como la interpretación cultural del sexo si el
sexo mismo se entiende como una categoría del género3.

3
J. Butler, Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Jdentity,
Nueva York y Londres, Routledge, 1990.

9
También Jane Flax, filósofa y psicoanalista, ha cuestionado la
sobresimplificación y la generalización abstracta que supone el
concepto de género, que reproduce la lógica dualista propia de
nuestra cultura4.
Nancy Chodorow, socióloga y psicoanalista que utilizó en
sus primeros trabajos la noción de género como categoría expli-
cativa central, ha admitido que aquéllos reflejaban «la búsqueda
feminista de universales y de teorías monocausales de la domina-
ción masculina», que en la actualidad le parecen excesivamente
simplificadoras 5. Chodorow cuestiona su propia visión sociolo-
gista del psicoanálisis, que la llevaba a considerar que las relacio-
nes sociales tenían la primacía en la determinación de los proce-
sos psicológicos. Entiende, en cambio, sobre todo a partir de su
formación y práctica clínicas, que el psicoanálisis describe un
nivel significativo de la realidad que no se puede reducir ni con-
siderar exclusivamente causado por la organización social o cul-
' 1
tural. La multiplicidad de las experiencias relativas al género in-
cluye diversos ejes de poder y de subordinación; algunas dimen-
siones del género asimismo no comprenden una codificación del
poder y, por último, no toda la subjetividad del ser humano está
marcada por el género. Se puede considerar que el reconoci-
miento de que este último no es siempre el factor dominante en
la identidad, en comparación con otros factores sociales, es un
avance significativo en la teoría feminista actual6 . En efecto,

4
J. Flax, «Postmodemism and Gender Relations», en Nancy Fraser y
Linda Nicholson (eds.), Feminism/Postmodernism, Nueva York, Routledge,
1990.
5
N. Chodorow, Feminism and Psychoanalytic Theory, New Haven,
Connecticut, Yale University Press, 1989. Su autocrítica se refiere, funda-
mentalmente, a su obra El ejercicio de la maternidad, Psicoanálisis y socio-
logía de la maternidad y paternidad en la crianza de los hijos (1978), Bar-
celona, Gedisa, 1984. Es interesante observar que el título original es The
Reproduction ofMothering. Psychoanalysis and the Sociology of Gender, en
el que la conjunción une, pero distingue al mismo tiempo como áreas dife-
rentes al psicoanálisis y a la sociología del género. Para una crítica de esa
obra, cfr. mi trabajo La sexualidad femenina y su construcción imaginaria,
Madrid, El Arquero (Cátedra), 1988, págs. 232-4.
6
R. Perry, «Review ofChodorow», op. cit., Signs, vol. 16 (1991), pági-
nas 597-603.
¡
' 1 10
cuando un concepto adquiere un valor paradigmático, los desa-
rrollos teóricos que genera corren el riesgo de tomarse dogmáti-
cos, hegemónicos o excluyentes.
Esta autocrítica, asociada al intento de ir más allá del dua-
lismo y de los conceptos esencialistas que suelen acompañar a
las teorías centradas en el género como concepto explicativo,
responde a la observación de que se ha producido una verdade-
ra inversión de la intención de la que ese concepto se hacía por-
tador: más que revelar lo que había permanecido oculto, opera
como una pantalla que encubre cuestiones de importancia teó-
rica, en las diversas disciplinas que lo han adoptado, y política,
en cuanto a las reivindicaciones del movimiento feminista.
En este sentido merecen citarse in extenso los comentarios
de la filósofa Rosi Braidotti: «Pienso que la noción de género
se encuentra en un punto de crisis en la teoría y la práctica fe-
ministas, que está sufriendo críticas intensas tanto por su inade-
cuación teórica como por su naturaleza políticamente amorfa y
desenfocada. ( ... ) La noción de género es una vicisitud de la
lengua inglesa, que tiene poca o ninguna relevancia para las tra-
diciones teóricas en lenguas románicas.» En países como Ale-
mania, según Braidotti, la ola feminista de los años setenta no
sobrevivió a su paso por las instituciones; en la medida en que
el proceso de institucionalización del feminismo fue lento y no
demasiado exitoso, «el género entró en juego como una solu-
ción de compromiso tardíamente, en lugar de las opciones más
radicales que emergieron de las tradiciones y prácticas locales.
( ... ) La naturaleza importada de la noción de género también
significaba que la distinción sexo/género, que es uno de los pi-
lares sobre los que se ha construido la teoría feminista anglófo-
na, no tiene sentido epistemológico ni político en muchos con-
textos europeos, en los que se emplean habitualmente las no-
ciones de sexualidad y diferencia sexual»7.
También Teresa de Lauretis, especialista en teoría del cine,
constata, al buscar gender en el American Heritage Diction-

7
«Feminism by Any Other Name», Entrevista de Judith Butler a Rosi
Braidotti, dijferences: A Journal ofFeminist Cultural Studies, vol. 6 (1994),
núm. 2+3, págs. 27-61.

11
nary of the English Language, que se trata de un término clasi-
ficatorio. Es una categoría gramatical que permite clasificar los
sustantivos y otras formas gramaticales, no sólo en base al sexo
o a su ausencia (género natural) sino también a otros elemen-
tos, como los morfológicos (género gramatical, presente en las
lenguas románicas). La segunda acepción es «clasificación por
sexo: sexo». Esta proximidad de sexo y gramática está ausente
en las lenguas románicas: el castellano género, el italiano gene-
re y el francés genre no denotan ni connotan el gender de una
persona, que se expresa con el término sexo. De ahí las dificul-
tades que genera su traducción. Por otra parte, el término gen-
der no es un atributo de una persona, sino que representa una
relación de pertenencia a un grupo o categoría, de modo que
asigna a un individuo una posición en el seno de una clase8 .
En lo que respecta a la historiografia, el género se presenta
como una categoría transhistórica con escaso poder explicati-
vo, cuyo carácter omnipresente nada dice de las diversas for-
mas en que se construye la diferencia entre los sexos a través de
las prácticas y discursos sociales en diversos contextos espacio-
temporales, ni de las distintas formas que asumen las relacio-
nes de poder entre hombres y mujeres.
En este sentido, Luisa Accati ha señalado que la necesidad
de adaptar los instrumentos teóricos a nuestras necesidades se
plantea también en el caso de que aquéllos hayan sido elabora-
dos por otras mujeres, en razón de la diversidad de las expe-
riencias. Así, la noción de género, «tal como llega de los países
anglosajones, corresponde a las exigencias de definición res-
pecto de un modelo jerárquicamente monolítico y a una lengua
sin géneros; aplicarla en un contexto social bipolar como el ita-
liano9 equivale a una fuga del problema». Una cosa es partir de
una situación relativamente desexualizada y tratar de definir
qué contiene esta aparente neutralidad, y otra es partir de una
situación que, lejos de haber atenuado la contraposición sexual,
la ha exasperado. En este contexto la historia de género «puede

8
T. de Lauretis, Diferencias. Etapas de un camino a través del feminis-
mo, Madrid, Horas y horas, 2000, págs. 36-8.
9
Lo mismo sucede con el francés o el castellano. (N. de la ed.).

12
convertirse en una operación de neutralización de un conflicto
político» 10 .
Joan Scott coincide con esta apreciación. Ella parte de la
observación de que, en su acepción más simple, género se uti-
liza como sinónimo de mujeres: en los últimos años cierto nú-
mero de libros y artículos que tratan sobre la historia de las muje-
res sustituyeron en sus títulos mujeres por género. La historiadora
entiende que esta acepción, aunque se refiera vagamente a ciertos
conceptos analíticos, se relaciona realmente con la acogida po-
lítica del tema. En estos casos, el empleo del vocablo género in-
tenta destacar la seriedad académica de una obra, en la medida
en que suena más neutral y objetivo que mujeres. «Género pa-
rece ajustarse a la terminología científica de las ciencias socia-
les y se desmarca así de la (supuestamente estridente) política
del feminismo. En esta acepción, género no comporta una de-
claración necesaria de desigualdad o de poder, ni nombra al
bando (hasta entonces invisible) oprimido. Mientras que el tér-
mino historia de las mujeres proclama su política al afirmar
(contrariamente a la práctica habitual) que las mujeres son su-
i jetos históricos válidos, género incluye a las mujeres sin nom-
brarlas y así parece no plantear amenazas críticas» 11 .
Se puede notar entonces, desde el punto de vista del pro-
i yecto feminista de transformación social, que al hablar de pers-
t
pectiva de género en lugar de perspectiva feminista, se estable-
1 ce un campo académico despojado de toda la proyección críti-
1 ca y reivindicativa de los movimientos de mujeres. Como
1 subraya Braidotti, algunas versiones de los estudios de género
consideran que la construcción cultural de la feminidad y la de
la masculinidad son homólogas, lo que sugiere que el estudio
1 del género contradice directamente la connotación política del
análisis feminista, que supone el reconocimiento de la asime-

1
;*
10
L. Accati, «Il padre naturale. Fra simboli dominanti e categorie scien-
tifiche», Memoria. Rivista di Storia delle Donne, núm. 21, abril de 1988.
11 J. Scott, «El género: una categoría útil para el análisis histórico», en

James S. Amelang y Mary Nash (eds.), Historia y género: las mujeres en la

i Europa moderna y contemporánea, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim,


Institució Valenciana d'Estudis i Investigació, 1990.

l
13
tría radical de las posiciones sexuadas 12 . En muchas ocasiones
el género se usa con el objeto de buscar una legitimación aca-
démica, política o social, sin importar demasiado el contenido
al que hace referencia. Numerosos congresos, publicaciones,
proyectos e investigaciones financiados por organismos políti-
cos incluyen en sus programas el término género, aunque ape-
nas tengan relación con el significado original de la palabra.
A partir de una crítica exhaustiva de los usos y abusos de la
noción de género, Joan Scott propone una definición compleja
y multidimensional que reposa sobre la conexión entre dos pro-
posiciones: el género es un elemento constitutivo de las relacio-
nes sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos
y también es una forma primaria de relaciones significantes de
poder. En su primer aspecto comprende los símbolos cultural-
mente disponibles que evocan representaciones múltiples y a
menudo contradictorias (el ejemplo que incluye, y seguramen-
te no es casual, se refiere a Eva y María como símbolos de la
mujer en la tradición cristiana occidental); los conceptos nor-
mativos que manifiestan las interpretaciones de los significa-
dos de los símbolos, en un intento de limitar y contener sus
posibilidades metafóricas (doctrinas religiosas, educativas,
científicas, legales y políticas, que afirman categórica y unívo-
camente el significado de varón y mujer, masculino y femeni-
no, rechazando posibilidades alternativas, como si esas normas
1 i
fueran producto del consenso y no del conflicto); las institucio-
nes y organizaciones sociales como el sistema de parentesco,
pero también el mercado de trabajo, la educación y la política;
finalmente, la construcción de la identidad subjetiva. La segun-
da parte de la definición corresponde a las relaciones signifi-
cantes de poder, aunque el género no es el único campo en el
cual o por medio del cual se articula el poder (control diferen-
cial sobre los recursos materiales y simbólicos, o acceso a los
mismos).
La definición no podría ser más completa y abarcadora, pero
esa complejidad misma plantea diversos problemas: por un lado,
1:
1

12
«Feminism by Any Other Name», cit., pág. 38.

14
es dificil que se aluda simultáneamente a todas esas dimensio-
nes, que suponen un enfoque multidisciplinario, cada vez que en
un discurso aparece la palabra género; por otro, es bastante pro-
bable que en un contexto particular (sociológico, antropológico,
filosófico o psicoanalítico) se apunte a alguna de ellas en espe-
cial, y no a todas, de modo que el concepto resulta sumamente
ambiguo; finalmente, no se ve la utilidad de capturar en un úni-
co vocablo una multiplicidad de significaciones; en interés de la
claridad, sería más conveniente explicitar aquello que se quiere
indicar recurriendo a tantos términos como sean necesarios.
Cuando se introduce en el psicoanálisis, la noción de géne-
ro desplaza del foco al objeto de estudio específico de esa dis-
ciplina: la constitución del sujeto del inconsciente como sujeto
sexuado, a partir de la posición que asume en relación con la
diferencia entre los sexos 13 . Ésta no se enfoca, como pretenden
algunas críticas basadas en lecturas sesgadas de la obra de
Freud, desde un punto de vista anatomo-fisiológico, puesto que
aquél se ocupó precisamente, a lo largo de toda su extensa obra,
de elaborar una concepción de la sexualidad ajena a la biología,
que distingue la pulsión sexual humana del instinto animal.
1
t
Aunque el psicoanálisis puede dirigir su atención a todas
las manifestaciones del ser humano, desde la neurosis hasta la
t
creación artística, desde el individuo hasta las instituciones so-
1
ll
ciales, lo hace siempre desde la perspectiva del deseo incons-
ciente, que se articula, en tanto se sostiene en el lenguaje, en el
1 fantasma y el mito. Es cierto que incluye --o debería incluir-
i1 un permanente autocuestionamiento, puesto que se define no
sólo por un conjunto de elaboraciones teóricas, sino por la apli-
cación de un método de análisis de carácter desconstructivo.

l
También es cierto que no se trata de un dogma unitario, sino de
desarrollos teóricos articulados con la práctica clínica, lo que

'
~
13
Sostener que el concepto pertinente para el psicoanálisis es «di-
ferencia entre los sexos» y no «género» no significa, de ningún modo,

i
adscribirse al feminismo de la diferencia como posición política. Considerar
que la cuestión de la diferencia es ineludible y central para el psicoanálisis
no me impide adherirme, personalmente, a un proyecto emancipatorio que
' persigue la igualdad socio-política y jurídica de mujeres y hombres.

15
significa que coexisten diversas líneas de trabajo que debaten
acerca de la significación de sus conceptos y de la instrumen-
tación técnica de su método fundamental.
Sin embargo, existe un límite establecido por su punto de
vista, la búsqueda de los efectos de lo inconsciente en todo aque-
llo que toma como objeto de estudio, y su método, la asociación
libre en el contexto clínico, que admite «aplicaciones», pero
nunca la experimentación. Si se atraviesan estos límites que de-
finen su especificidad con respecto a otras disciplinas que estu-
dian lo humano, deja de tratarse de psicoanálisis o desaparece su
razón de ser y queda asimilado a la psicología, la sociología o la
estética. Por eso no tiene absolutamente ningún sentido hablar
de «perspectiva psicoanalítica de género»: se trata de una contra-
dicción en los términos. Primero, porque lo esencial en una dis-
ciplina es su punto de vista, ya que los objetos de estudio pueden
ser compartidos por diversas ciencias, pero ninguna puede man-
tener su nombre cuando adopta perspectivas ajenas. Segundo,
porque ninguna perspectiva, sea en el campo que fuere, puede
definirse por el empleo de un concepto.
Estas circunstancias me han llevado a editar el presente vo-
lumen, que intenta presentar un mosaico de reflexiones críticas
sobre el concepto de género, formuladas desde la perspectiva
de diversas disciplinas que se han valido de él y desde distintas
líneas del feminismo. Podemos constatar que, sin menospreciar
su valor histórico, ya se ha hecho imposible seguir aplicándolo
acríticamente sin empobrecer o distorsionar el pensamiento en
las distintas áreas del conocimiento y sin vaciar al feminismo
de su contenido político.
El volumen se abre con un texto de Genevieve Fraisse, en el
que procede a una elucidación --cuyo carácter es eminente-
mente epistemológico-- de los términos en juego. Afirma
Fraisse que el pensamiento feminista norteamericano ha «inven-
tado» el concepto de género a falta de un instrumento adecuado
para expresar el pensamiento sobre los sexos, pero, a diferencia
de lo que sucede en la lengua inglesa, en francés genre no alude
sólo al género gramatical, sino que se emplea también para de-
nominar al género humano, a la especie. De este modo designa
tanto el conjunto de los seres humanos como la sexuación de la

16
especie en dos categorías; en razón de esta polisemia, la impor-
tación de gender ha resultado oscura.
Pronto se pudo apreciar que gender daba lugar a una tra-
ducción en plural, «los géneros», como una forma de retornar
al origen del préstamo, es decir, al campo gramatical. Esta si-
tuación la lleva a observar que el deslizamiento hacia el géne-
ro gramatical reintroduce, en el horizonte de una representa-
¡ ción abstracta y neutra, una dualidad sexuada estricta; al mis-
mo tiempo, la gramática, con sus dos y hasta tres géneros,
podría ser el espacio ideal para el pensamiento acerca de los
1 sexos. Así, el intento de abstracción emprendido con gender

1 en singular quedaría legitimado al retornar al plural. La gra-


mática proporcionaría una buena manera de mantenerse en
1 equilibrio entre los sexos biológicos y el sexo social, entre lo
natural y lo cultural, sin privilegiar la existencia de dos sexos
diferentés ni la arbitrariedad de las atribuciones individuales.
Pero entonces parece no haber espacio para el sexo en tanto
sexualidad. ¿El género sería, se pregunta Fraisse, un mero ta-
1 parrabos?
La autora subraya también la importancia política que se
j ha dado a este término, especialmente en ocasión de la Con-
ferencia de Pekín realizada en 1995 bajo la égida de la Orga-
l nización de las Naciones Unidas, que hizo posible sustituir la
expresión, internacionalmente consagrada, de «derechos de

1 la mujer», por la de género. Desde entonces, por ejemplo, en


África se habla de «género y desarrollo», produciéndose una
j transferencia lingüística de «mujer» a género (y no sólo de
sexo a género). El sustantivo «mujer» ya no opera como una
categoría general para calificar las investigaciones y trabajos
sobre la materia ni para definir un compromiso. En el África
francófona, el término «mujer» es combativo en tanto no sólo
significa que la cuestión de las mujeres implica una relación
entre los sexos, hombres y mujeres, sino que también es la ex-
presión de una demanda de igualdad, aunque sólo sea como
horizonte lejano. El género, en cambio, escamotea la provo-
cación que constituye el hecho de que el sexo esté siempre
presente; evidentemente, hacer desaparecer el vocablo sexo
no puede ser algo anodino.
t•
<.
17
El problema político se acompaña de un problema epistemo-
lógico: ¿es pertinente el esquema heurístico de dos términos que
se oponen o se contradicen? La critica que utiliza este esquema,
¿no es, a su vez, prisionera del mismo, en la medida en que lo
convalida? La oposición entre naturaleza y cultura es un marco
conceptual propio de la época moderna; ¿se modifica algo al re-
plicarla en la tensión entre lo real y el concepto? El pensamiento
nutrido por el cuestionamiento y la acción feministas, ¿no debe-
ría inventar un marco nuevo, una problemática nueva para la
cuestión de la diferencia de los sexos? A la oposición de lo bio-
lógico y lo social (ya sea bajo la forma de sexo frente a género o,
a la inversa, de género contra sexo), ¿no habría que responder de
otro modo que mediante un dualismo ya agotado?
Fraisse concluye que el concepto de género, por su carácter
encubridor y reductor, no puede sustituir a expresiones utiliza-
das por la filosofia, como «diferencia sexual» y «diferencia de
los sexos», que reflejan una distinción ausente en la lengua in-
glesa pero presente en la francesa (y asimismo, añadimos, en la
castellana). Cuando se habla de la «diferencia sexual», la dua-
lidad de los sexos se encuentra dotada de un contenido, de re-
presentaciones múltiples, pero siempre claras, de lo masculino
y de lo femenino. Al hablar de «diferencia de los sexos», en
cambio, la dualidad no implica una afirmación del sentido, ni
una proposición de valor; se trata de un instrumento concep-
tual, de una denominación vacía, y en ello radica precisamente
su pertinencia esencial.
Linda Nicholson subraya la contradicción existente entre
los diversos usos del género. A pesar de que se ha originado
como un término que indica lo socialmente construido, en opo-
sición a sexo, que alude a lo biológicamente dado, se lo ha ido
empleando cada vez más para designar cualquier construcción
social relacionada con la distinción masculino-femenino, inclu-
so con las que separan el cuerpo «femenino» del «masculino».
Este último uso responde al reconocimiento de que la sociedad
modela no sólo la personalidad y la conducta, sino también las
formas en que se presenta el cuerpo. Pero si el cuerpo se perci-
be siempre a través de la interpretación social, entonces el sexo
no es algo separado del género, sino que formaría parte de él.
18
1
,., , l
1 í

W_
1l
Sin embargo, a pesar de esta concepción del género como
organización social de la diferencia sexual, o como creación de
significados de las diferencias corporales, Nicholson entiende
que el primer uso del género pervive, de manera sutil pero im-
portante, aún en el marco del pensamiento de quienes defien-
:t den el segundo. La autora centrará su discurso en la categoría
1 de «mujer» o «mujeres» y no en el género.
i La autora esboza la historia de la poderosa tendencia a con-
1 siderar la identidad sexual como algo dado, básico y común
¡ más allá de las diferencias culturales, que conduce a fundar las
diferencias percibidas entre hombres y mujeres en la naturale-
1
t:
za y el cuerpo. Aunque las feministas de la segunda ola han re-
l chazado explícitamente el determinismo biológico, en gran
parte han continuado sosteniendo uno de sus rasgos definito-
rios, posición a la que Nicholson denominafundacionismo bio-
lógico: la idea de que existen ciertos datos fisiológicos que se
utilizan de manera similar en todas las culturas para diferenciar
1
J
a los hombres y mujeres, y que aquéllos explican, al menos
parcialmente, ciertos elementos comunes, transculturalmente,
en la personalidad y en la conducta de ambos.
Analiza esta posición, por ejemplo, en los trabajos produ-
1 cidos por el feminismo radical, que subrayó las similitudes
entre las mujeres y sus diferencias con respecto a los hom-
bres, lo que resulta dificil de hacer sin invocar de algún modo

1
:t
a la biología. Esto fue rechazado por muchas feministas, no
sólo por sus des-agradables asociaciones con el antifeminis-
mo, sino también porque negaba las diferencias entre las mu-
t jeres. Pero incluso teorías que conceden más importancia que
,1'
el feminismo radical a la historia y a la diversidad cultural se
apoyan frecuentemente en algún uso del fundacionismo bio-
lógico, como sucede en el caso de las posiciones ginocéntri-
1
,(
cas. Tal es el caso de autoras como Carol Gilligan y Nancy
Chodorow (en la primera fase de su trabajo). El problema con
estas teorías es que el feminismo de la «diferencia» se ha con-
vertido en el feminismo de la «uniformidad»: decir que las
mujeres difieren de los hombres en tales y cuales aspectos
equivale a afirmar que las mujeres son de tal y cual modo.
Inevitablemente, una caracterización de la naturaleza o la

19
esencia de las mujeres, aun cuando se la describa como una
naturaleza o esencia construida, tiende a reflejar la perspecti-
va de quien realiza la caracterización.
Algunas ideas acerca de las mujeres y hombres -por
ejemplo, que ellas tienden a centrarse en las relaciones, el cui-
dado y la nutrición de los otros, mientras ellos son agresivos y
combativos-, además de ser falsas generalizaciones, impli-
¡ i can ciertos supuestos acerca del cuerpo y su relación con el ca-
'
rácter. Sin embargo, ha sido en parte la tendencia cultural de
algunos países occidentales a disociar la biología y la persona-
lidad lo que hizo posible el feminismo. Por eso, la autora pro-
pone considerar que el significado de mujer ilustra un conjun-
to de intersecciones entre similitudes y diferencias. El cuerpo
tiene un papel en ese conjunto, pero se trata de una variable
histórica cuya significación se considera como potencialmen-
te diferente en diversos contextos históricos, de modo que
nuestras afirmaciones acerca de las mujeres no se basan en
una realidad dada, sino que emergen en nuestra propia posi-
ción en la historia y la cultura; son actos políticos que respon-
den a nuestros propios contextos.
Neus Campillo también cuestiona la sustitución, en el
discurso filosófico, del concepto de «sexo» por el de «géne-
ro». Lo que se introdujo como un concepto clarificador de la
construcción cultural del sexo, ha llegado a convertirse en su
sustituto, de modo que ya no se habla de «violencia sexual»,
sino de «violencia de género», y la noción de «relaciones en-
tre los sexos» ha sido reemplazada por la de «relaciones en-
tre los géneros». Para la autora, desde la perspectiva de la fi-
losofía crítica, el concepto de sexo y en concreto el de «dife-
rencia de los sexos» no tiene por qué ser sustituido; por el
contrario, puede contribuir a aclarar la problemática que
planteó la distinción sexo-género, e incluso a analizar mejor
algunos problemas como el de la identidad. No se trata de eli-
minar el término «género», sino de no generalizarlo sustitu-
yendo a «sexo».
El feminismo filosófico ha utilizado siempre los términos
«sexo» y «diferencia de los sexos» y el trabajo de desconstruc-
ción y de crítica feminista también lo hace, porque en la histo-

20

,1
ria del pensamiento occidental las mujeres han sido conceptua-
das en función de su sexo. Como Fraisse, Campillo cuestiona la
voluntad conceptual de deshacerse de lo concreto del sexo en
favor de lo abstracto del género y de proponer un concepto que
unificaría supuestamente el desorden de la tradición. Pero esta
decisión metodológica se acompaña de elecciones filosóficas
como la negación de la diferencia sexual (¿incluso de la sexua-
lidad?) y la realización de un análisis puramente social; la afir-
mación de la oposición naturaleza/cultura (biología/sociedad)
más que su cuestionamiento; la pérdida de la representación de
la relación sexual y del conflicto inherente a ella, en provecho
de una abstracción voluntarista.
La idea de que estos términos están ya expresando una pro-
posición filosófica es clave para argumentar que hay que utili-
zar otras palabras: «diferencia de los sexos» es un filosofema
susceptible de tener un papel en el análisis histórico-filosófico,
en el ontológico y en el político. La pregunta por el sentido del
sexo y por el feminismo apunta a una pluralidad de problemas
que quizás sea excesivo tratar conjuntamente. Sin embargo,
desvincularlos conlleva perder de vista lo que interesa: la com-
prensión de la diferencia de los sexos no puede aislarse del pro-
blema del dominio de un sexo sobre el otro. Campillo analiza
esta relación articulando algunos aspectos del pensamiento
de Hegel, Derrida y de filósofas feministas como Simone de
Beauvoir y Judith Butler.
Cristina Molina afirma que las versiones «débiles» del gé-
nero lo definen puramente como representación personal y
subjetiva, lo describen en su vertiente sociológica (como rol o
apropiación de normativas de «lo femenino») y lo presentan en
metáforas estéticas y lúdicas como el teatro, el carnaval, el cir-
co o la parodia. Ello resulta de considerarlo como un mero pro-
ducto discursivo, es decir, como una suerte de guión que permi-
te sólo la representación o el intercambio de papeles. Esta con-
sideración oculta la organización social de poder que ello
implica, a saber -y para seguir con la misma metáfora- el
poder de escribir los guiones y de asignar los papeles.
Si nos atenemos a la versión «fuerte» del género, en su ver-
tiente objetiva, como aparato que organiza un sistema social

21
desigual entre los sexos, es decir, si el concepto de género se
define desde su fundamental asimetría en el ejercicio del poder
como poder de dominio de los hombres sobre las mujeres, en-
tonces no añade nada al concepto de patriarcado. Aunque mu-
chas teóricas feministas han dejado de hablar de patriarcado en
favor de género, la autora distingue ambos conceptos para mos-
trar la fundamental dimensión de poder que tiene el género
como construcción interesada, venciendo la tentación cons-
1
tructivista postmodema de reducirlo a su producción discursiva
! 1
como un «libreto». Cuestiona la excesiva carga explicativa y el
protagonismo que se le ha dado como determinante último de
las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. Pues-
to que esta categoría no ha de pensarse como «explanans uni-
versal» de la opresión de las mujeres, prefiere seguir utilizando
el concepto de patriarcado. Éste, como poder de los hombres
sobre las mujeres, daría cuenta del género y en su dimensión
histórica daría cuenta, igualmente del entrecruzamiento del gé-
nero con otras variables.
Molina define el patriarcado como el poder de asignar es-
pacios, no sólo en su aspecto práctico, colocando a las mujeres
en lugares de sumisión, sino en su aspecto simbólico, es decir,
nombrando y valorando esos espacios como «lo femenino». El
patriarcado sería entonces una suerte de «topo-poder» andro-
céntrico que se confunde, en cierto sentido, con el «todo-po-
der». El género sería la operación y el resultado de ejercer este
poder del patriarcado de asignar los espacios -restrictivos-
de lo femenino mientras se constituye lo masculino desde el
centro, como lo que no tiene más límites que lo negativo, lo ab-
yecto o lo poco valorado.
Si el concepto de género no se usa como instancia crítica,
sino como descripción de la organización social, por ejemplo,
encontramos explicaciones funcionalistas neutras de los géne-
ros como roles complementarios y, por ello, útiles cuando no
esenciales a la marcha social. Si se reduce el género a su pro-
ducción discursiva, como en el caso de J. Butler, obviando su
dimensión de expresión del poder patriarcal y de la autoridad
implícita para nombrar «lo femenino», la lucha feminista se re-
solverá en una suerte de revoluciones interiores, o resistencias

22
1

11
individuales, llevadas por el esfuerzo de descolocarse --o des-
identificarse- cada cual de los lugares y normas genéricas, sin
cuestionarse el poder que hay detrás.
Mientras el horizonte normativo de Celia Amorós, por
ejemplo, en sus propuestas sobre la conquista de la individuali-
dad, sería la justicia por medio de la igualdad, el de Butler -si
pudiera hablarse de normativa- sería la libertad a través de las
desconstrucciones del deseo. Por eso ella promueve la trans-
gresión mientras que Amorós es partidaria de la vindicación.
La una habla en clave estética, la otra en clave ética. En la pro-
puesta de proliferación de géneros, Butler no puede marcar un
criterio normativo de cuál sería la mejor máscara, porque el
bien estaría ya en la propia proliferación al margen de un poder
represor o normativo. Molina concluye cuestionando la posibi-
lidad de que esta visión pueda conciliarse con la vocación ética
y crítica del feminismo.
Pablo Sánchez León esboza una «historia de la historia de
las mujeres», mostrando en qué medida la lucha por el recono-
cimiento académico ha afectado a la conciencia feminista de
sus promotoras, y a la vez cómo la tensión entre identidad aca-
démica e identidad feminista ha quedado plasmada en sus prác-
ticas profesionales colectivas.
Las mismas historiadoras de la mujer han tratado el género
en la historia como una categoría colectiva, capaz de moldear
las biografias de las distintas mujeres, sus objetivos y prácticas
individuales. En la configuraci_ón y evolución de la comunidad
de historiadoras se puede apreciar que el empleo de la catego-
ría de género se ha convertido en un criterio de identificación
de determinados sujetos en el marco académico. Alrededor de
la especialización del conocimiento se configuran «círculos
de reconocimiento» que proporcionan criterios de actuación y
«valoraciones fuertes»; la historiadora del género tiene su iden-
tidad referida al menos a dos círculos específicos, el constitui-
do alrededor del feminismo y el que conforma la comunidad de
los historiadores sociales.
La historia es una modalidad social de saber que resulta
esencial para la expresión y reproducción de las identidades co-
lectivas modernas, un recurso interpretativo central en la cons-

23
titución de sujetos. Una imagen del grupo proyectada hacia el
pasado es un requisito indispensable en la construcción de una
identidad colectiva: la noción de continuidad en el tiempo pro-
porciona certidumbre a sus miembros a la hora de tomar deci-
siones y actuar.
El precio de ganar visibilidad académica había supuesto un
11 i creciente divorcio entre la historia del género y la originaria
! 1

historia feminista. El feminismo sirvió de acicate ideológico en


la búsqueda de enfoques intelectuales renovadores y alternati-
vos mientras ocupó la posición superior en la jerarquía de leal-
tades de las mujeres. La paradoja ha sido que, al decaer el com-
promiso feminista en aras del rigor académico, los impulsos in-
telectuales de uno y otro han venido a restarse entre sí, llevando
la disciplina a una suerte de situación estacionaria.
Judíth Bennett denuncia el creciente abandono de «pers-
pectivas explícitamente feministas», anticipando la polémica
de los años noventa y poniendo en evidencia la larvada crisis de
identidad colectiva de las historiadoras del género. El género
era, para empezar, una categoría que conservaba la aspiración
analítica, si bien adaptada a un periodo de creciente escepticis-
mo acerca de la capacidad del saber histórico para proporcionar
un conocimiento distanciado y objetivo de la realidad social.
Por otro lado, obligaba a trasladar la atención de los procesos
estructurales a las construcciones culturales; se hallaba, por
consiguiente, en línea con la progresiva sustitución de la econo-
mía y la sociología por la antropología en enfoques, métodos,
hipótesis y conceptos prestados de las ciencias sociales. No
conviene sobrevalorar la capacidad analítica de un concepto del
que, incluso en sus momentos más optimistas, la misma Joan
Scott advertía que podía adaptarse a empresas de escaso vuelo
y más bien descriptivas.
Para Joan Hoff, la historia del género se convierte en una
práctica «políticamente paralizadora» al vaciarse de perspecti-
vas relevantes para la mujer actual, lo que contribuye a la des-
politización y desmovilización de las mujeres justamente
cuando estaban logrando un reconocimiento social. La cues-
tión no se refiere sólo a la validez analítica del concepto de gé-
nero, sino a su relevancia en el terreno de la tecnología social,

24
í
1
en relación con un público femenino para el que las visiones
del pasado colectivo tenían una clara e irrenunciable dimen-
sión identificante: ya no se escruta el pasado para alumbrar el
1 sentido del tiempo presente, sino que el presente coloniza el
pasado con sus convenciones. Esta operación se efectúa a tra-
' vés de un recurso discursivo: concebir al sujeto protagonista
de la obra histórica a imagen y semejanza del autor y el colec-
tivo al que pertenece.
La mujer aparece así en cualquier período histórico como
un sujeto individual que lucha por el reconocimiento de su gru-
po y de su identidad colectiva. El problema de una perspectiva
como ésta no es sólo que tiende a caer en la proyección de len-
guajes y representaciones de la actualidad en el pasado, sino
que la noción misma del sujeto que proyecta en el tiempo es ra-
dicalmente ontológica: la mujer, individualmente y como co-
lectivo, es considerada como una precondición, no un resultado
del proceso histórico.
loan Scott afirma que en la medida en que la «historia fe-
minista» se halla al servicio de objetivos políticos, contribuye a
generar una «identidad esencialmente común de las mujeres»,
lo que lleva a considerar sus sujetos de manera ahistórica, como
si todas las mujeres del pasado fuesen, en un sentido irrenun-
ciable, «como nosotras»: «las mujeres de hoy no sólo tenemos
un pasado como sujetos, sino que además tenemos un pasado
común a todas nosotras ... todas hemos sido Eva».
En principio, el análisis de las representaciones de género
convierte en objeto exclusivo de interés las estructuras lingüísti-
cas y culturales que fundan diferencias de género. Sin el apoyo
de otras perspectivas, la que produce este enfoque es una histo-
ria sin sujeto, en el mejor de los casos un elenco de factores, ca-
racteres y significados cuya institucionalización da cuenta de
las desigualdades y las diferencias observables entre varones y
mujeres a lo largo del tiempo. Para la perspectiva del género
como experiencia, sin embargo, dicha demanda no necesita teo-
ría alguna, pues se trata de una constante histórica: siempre ha
habido mujeres, sujetos sexuados que se han sentido y entendi-
do como tales, y que han manifestado su diferencia en forma de
prácticas colectivas específicas.

25
1

La solución seguramente no está en seguir tratando de


contraponer a las historias parciales y cargadas valorativa-
mente una supuesta historia universal y objetiva, sino en distin-
guir institucionalmente entre el tipo de historia de que necesita
dotarse un grupo, un saber que es de carácter identificante, y otro
tipo de conocimiento histórico interesado precisamente en cues-
tionar el reduccionismo con que las identidades sociales ob-
servan el pasado histórico, contribuyendo a que quienes están
implicados en una determinada cosmovisión puedan distan-
ciarse de las convenciones colectivas que alimentan su identi-
dad. La identidad no es un rasgo estructural dado, sino una
variable dependiente de procesos psicosociales cuyas matri-
ces de significado resultan normalmente incomprensibles
fuera de su contexto.
En el caso de las mujeres, esta tarea es tan urgente como ar-
dua. Pues en todo periodo histórico ha existido un sujeto deno-
minado «mujer», y ello ha generado en éste más que en otros
casos el espejismo de considerar a cualquier ser humano bioló-
gicamente femenino del pasado como un sujeto social esencial-
mente semejante por encima del tiempo y del espacio.
Luisa Accati afirma que las democracias occidentales con-
tinúan arrastrando, de modo inconsciente, un imaginario reli-
gioso consolidado a fines del siglo XVI, en el cual la pareja pa-
rental está dividida entre el área protestante en la que todos los
hijos nacen solo del padre (en lo sagrado, la mujer es irrelevan-
te y será suplantada por el marido) y el área católica en la que
todos los hijos nacen solo de la madre (en lo sagrado, el mari-
11 do es irrelevante y resulta suplantado por el hijo). De este
1
modo, ambos cancelan la relación de la pareja como intercam-
bio productivo y la convierten en una relación simbiótica de
dominio del padre sobre la madre o del hijo sobre la madre. La
negación de la relación originaria de la que procede el sujeto es
el aspecto perverso de la autoridad que da forma al Estado mo-
derno en sus orígenes, y esto no ha dejado de crear un ámbito
mental en el que se escinde la relación causa-efecto y se evita
la prueba de la realidad.
En las áreas de cultura católica este origen confesional ha
atravesado e influenciado la historia de las mujeres. Reducir

26
el sexo a género, es decir, la realidad material a cultura y es-
píritu, significa no tolerar la diferencia real entre hombre y
·mujer y la relación sexual entre padre y madre. Nuevamente,
es el verbo el que se encarna y no la carne la que se afirma y,
en el pensamiento religioso, la carne son las mujeres y el ver-
bo son los hombres. Esta hipótesis negadora se acompaña de
un deslizamiento de la investigación, de los Feminist Studies
a los Women Studies y a los Gender Studies, que da lugar a
cierta «supresión política del sujeto femenino», y al riesgo
consiguiente de que la lógica del «gendern sofoque la investi-
gación y la definición de las mujeres. Para evitar esta infaus-
ta hipótesis la autora se remonta al momento en el que tuvo
1 lugar la escisión del pensamiento religioso.
1i La encarnación, tal como la imagina Jacobo I de Inglaterra,
1 expulsa la figura materna de lo sagrado, del marco de referen-
cia simbólico, y todo el escenario civil y religioso deviene mas-
1 culino-paterno. La encamación, tal como la entienden los je-

l suitas del rey de España, coloca la imagen femenina materna


en el centro de lo sagrado, pero como continente no determi-

l1
nante de la asimilación de los hijos varones ni de su sustracción
a las normas de la sociedad paterna.
El feminismo nace precisamente de la contradicción insal-
vable de un pensamiento capaz de concebir dos sujetos autóno-
mos y una voluntad decidida, en cambio, a negar la existencia
de otro sujeto que el masculino. En este escenario, las mujeres

1 se encuentran ante dos posibilidades: la primera es transmitir el


conocimiento que acompaña a su experiencia específica, afir-
mando su pensamiento, establecer los límites del pensamiento
del otro y garantizar el reconocimiento de la alteridad. La au-
toafirmación de las mujeres desmonta el dominio-privilegio y
libera tanto a mujeres como a hombres de la indiferenciación,
hace posible que la subjetividad, tanto de las mujeres como
de los hombres, alcance una capacidad ética, un uso autónomo de
las normas para el control de sí y para el respeto de los otros.
En este caso hay dos sujetos, dos sexos y ningún género.
La otra posibilidad que tienen hoy las mujeres de la cultu-
ra occidental es participar en la subjetividad omnipotente y do-
minante; en este caso, ya no hay ningún sexo y el númer_o de

27
géneros corresponde a los grupos políticos organizados capa-
ces de imponerlos.
En el primer caso, la democracia es un proyecto social que
intenta que todos puedan afirmar su individualidad libremente,
componiendo su historia con los fragmentos de realidad que
heredan del padre, la madre, las mujeres y los hombres. En el
segundo, la democracia es un conjunto social de privilegios y
dominios, y se trata de distribuirlos al mayor número posible de
personas, en condiciones precisas. En esta hipótesis, las identi-
dades de género se multiplican como extensiones de la identi-
dad indiferenciada, dominadora, considerada como masculina:
· a ésta se agregan la femenina, la homosexual masculina, la ho-
mosexual femenina, la transexual y así sucesivamente: a cada
libertad, una imagen prescriptiva y una cuota de dominio de-
mocráticamente consentida.
Era necesario darse cuenta de que existía una mujer «de
género», por lo tanto, ficticia, una construcción abstracta,
pero no era necesario considerar lo masculino y lo femenino
como meras construcciones culturales, como si no existieran
dos sujetos diferentes sino un único sujeto, por un lado ase-
xuado y por otro, preocupantemente omnipotente, hombre y
mujer al mismo tiempo. Liberarse de las determinaciones cul-
turales opresivas se convirtió en liberarse de los límites que
tiene cada uno por el hecho de ser hombre o mujer, es decir,
de los límites del cuerpo. La crítica al sexismo que anulaba a
las mujeres como sujetos para convertirlas en objetos sexua-
les, que acabó en las universidades y se convirtió en materia
de estudio, regresa a una especie de visión angélica de los se-
res humanos, en la cual las mujeres (como también los hom-
bres) ya no son objetos sexuales, sino sujetos sin cuerpo. Es
como si el reclamo justo de no ser consideradas sólo como
objetos comportara ipso facto una negación del hecho de que
! i
en toda relación de intercambio desempeñamos alternativa-
mente las funciones de sujeto y de objeto.
El problema de la diferente participación de las mujeres en
los mecanismos del poder en los contextos católicos y protestan-
tes, la diferencia histórico-simbólica entre ambos, ha sido igno-
1.
rado por la gender history; su equiparación ha generado muchos

28
r
equívocos; seguir ignorándola puede tener efectos perversos tan-
to en el plano psicológico como en el político y, más en general,
simula una secularización que aún no se ha cumplido.
1
1
Gemma Orobitg nos ofrece un estudio de la utilización del
concepto de género en la antropología y de los problemas que
1 plantea a esta disciplina. El concepto de género, a pesar de ha-

l ber surgido en un marco construccionista, tiende a esencializar


las categorías masculino/femenino. La autora subraya la espe-
cificidad del término mujeres: hablar de mujeres como objeto
del análisis antropológico no es lo mismo que hablar de géne-
ro. La equiparación entre mujer y género está en la base de las
revisiones críticas al concepto de género, de su cuestionamien-
to como concepto analítico y político coherente.
Los trabajos antropológicos sobre mujeres intentan hacer
visibles los mecanismos de la subordinación y las capacidades
de las mujeres para generar propuestas sociales alternativas,
constituyéndolas como actores sociales.
Para la mirada construccionista, el concepto de género per-
mite cuestionar las bases biológicas de la diferencia sexual, en
particular, la dicotomía cultura/naturaleza y el esquema de do-
minación/subordinación que se le asocia. A partir de la compa-
ración transcultural surge no sólo la distinción entre sexo y gé-
nero, sino la definición del género como sistema simbólico,
que insiste en la necesidad de dar cuenta no sólo de las relacio-
nes que se establecen entre los distintos elementos del sistema
de género, como los ideales culturales de hombre y mujer, sino
también las relaciones entre el sistema de género y otros siste-
mas sociales -parentesco, naturaleza, producción, sexualidad,
religión, etc. Sin embargo, el concepto de género -y éste es
uno de los puntos básicos de la revisión crítica del concepto
desde la antropología- se fundamenta en una nueva dicoto-
mía, la que opone el sexo al género, cuando caracteriza al sexo
como lo relacionado con lo biológico y al género como lo que
tiene que ver únicamente con lo social. El análisis del sexo
como construcción social, a su vez, tiene sus antecedentes en
los estudios de género, pero, al mismo tiempo, conduce a una
visión crítica del concepto de género, en la medida en que cier-
tas etnografias dan cuenta de sociedades en las que el dimorfis-

29
i i.
mo sexual humano se traduce en el reconocimiento de más de
dos sexos y dos géneros.
El género no puede entenderse sin el sexo: la categorización
social de la biología influye en la construcción social del géne-
ro. El sexo no se entiende sin el género: las categorías sociales
de género influyen en la construcción de las categorías biológi-
cas. Sexo y género asimismo son incomprensibles fuera del
contexto de las relaciones que establecen con otros sistemas
simbólicos: la construcción de aquellas categorías está sujeta a
las variaciones de las relaciones de poder -de la dominación
a la trasgresión y al consenso-- que organizan y justifican el
conjunto de sistemas simbólicos de una sociedad.
Esta aproximación relacional deja de lado las dicotomías y
el modelo único de la dominación/subordinación que se tradu-
cen, políticamente, en una discriminación, aunque sea positiva,
de la mujer y de lo femenino.
Esther Sánchez-Pardo explora los cuestionamientos de la
perspectiva de género en el ámbito de los estudios literarios, y
considera que los estudios de la mujer en su conjunto están en
crisis debido a una saludable pérdida de certidumbres. La pro-
blematización de la identidad emprendida por el postestructu-
ralismo aboga por prácticas criticas desde una perspectiva más
fluida y flexible, que no considere las diferencias de sexo o gé-
nero como un dato a priori. El privilegio del término género es
sospechoso si se tiene en cuenta que aquél es uno más entre los
múltiples ejes de la identidad. Además, las feministas han criti-
1
cado en infinidad de ocasiones la falacia de la homogeneidad
11 !
grupal, señalando las diferencias que existen entre las mujeres
y entre los hombres, así como la desigual compensación y la
devaluación cultural de las mujeres.
Sánchez-Pardo analiza el impacto de las nuevas disciplinas
de los estudios étnicos, postcoloniales y de la critica postestruc-
turalista en el feminismo académico de los últimos años. Los
estudios postcoloniales y la critica postestructuralista han cues-
tionado radicalmente la visión colonial británica que organiza
la disciplina English, así como la prioridad concedida al estu-
dio de lo líterario como objeto central de la critica. En conjun-
to, el postestructuralismo sugiere una fisura entre la descons-

30
trucción del sujeto, por una parte, y la dependencia del feminis-
mo del colectivo «mujeres», por otra. Esta impasse lleva a teó-
ricas como Haraway a recurrir a formulaciones que estima ina-
decuadas, pues inventa una «no identidad» que nadie podrá
contemplar cuando se mire en el espejo.
La autora cita a Chandra Talpade Mohanty quien, utilizan-
do la metodología de los estudios postcoloniales, se propuso
desafiar las generalizaciones sobre «la experiencia de las muje-
res» que, a su juicio, perpetuaba la invisibilidad de las mujeres
de color. Según Mohanty, el feminismo occidental va de la
mano del imperialismo debido al «universalismo etnocéntrico»
que anima a la crítica contemporánea, y «coloniza discursiva-
mente las heterogeneidades materiales e históricas de las vidas
de las mujeres del tercer mundo.»
Finalmente, recurre al análisis de la figura de Antígona rea-
lizada por Judith Butler, que la percibe como representante de la
familia no normativa, de relaciones de parentesco que desafian
el modelo estándar. Este trabajo nos hace ver cómo aparente-
mente sólo «se producen» sujetos viables y coherentes por me-
dio del sometimiento a la norma inflexible del proceso heterose-
xual de adquisición de género. La noción de género no sólo es
cuestionada, sino socavada por infinidad de individuos y agru-
pamientos familiares de los que la vida y la literatura actuales
dan testimonio. En la lectura de Butler, la posibilidad de perpe-
tuación de un sistema de género basado en el binarismo mascu-
lino/femenino presupone necesariamente la exclusión de otras
alternativas, que quiebran la noción de género y la desplazan
más allá de la matriz heterosexual y de la lógica binaria que la
sustenta. Y si el sujeto humano en tanto que sujeto hablante está
inexorablemente «sujetado» a los dictados del imperativo de gé-
nero, el estudio de diversas figuras literarias hace posible encon-
trar otros vocabularios que den cuenta de nuevas versiones de
un sujeto que quizá sea ya indefectiblemente postgenérico.
Mercedes Bengoechea enuncia su crítica al concepto de
género desde la perspectiva de la sociolingüística y desde el
punto de vista del feminismo de la diferencia sexual. La autora
entiende que las aplicaciones de los Estudios Feministas de
Lengua y Género tomaron un camino contrario al buscado; el

31
! j~

divorcio entre teoría feminista y aplicaciones y popularización


del concepto de género tuvo dos vertientes: la asimilación de
género a sexo y una creciente despolitización.
Por una parte, el uso de la categoría género supuso un mero
cambio de etiqueta, más que de postulados esenciales: las inves-
tigaciones sociolingüísticas seguían conceptualizando a la mujer
y al hombre como categorías preexistentes, en lugar de catego-
rías construidas en un contexto social de relación, como dictaba
el paradigma. Aunque las diferencias entre los comportamientos
de mujeres y hombres se explicaban de una manera general
como producto del género y sólo muy excepcionalmente como
producto del sexo (las cuerdas vocales y la variedad tonal serían
algunas de tales excepciones), lo cierto es que la variación se ha-
cía corresponder con el sexo. La posición en la sociedad, la com-
pleja red de dimensiones múltiples que dan sentido al género re-
sultaban dificiles de valorar en estudios cuantitativos que se limi-
taban a correlacionar cierta variable lingüística (pronunciación,
entonación de frases, menor o mayor uso de coletillas interroga-
tivas, la interrupción conversacional...) con el sexo de una perso-
na, entendiéndolo como variable (social o biológico), binario,
inamovible y perceptible a simple vista.
Por otra parte, la divulgación de los hallazgos de la socio-
lingüística implicó una creciente despolitización como resulta-
do de aplicar un modelo que toma a la mujer como hablante de-
ficitaria y sometida, que separa «mujer» y habla «femenina».
La popularización del concepto de género desplazó el én-
fasis hacia la «sujeta» individual que podía «actuar» y así cam-
biar su actuación de género para introducirse con éxito en el
mundo público, donde se exigirían prácticas conversacionales
«masculinas»: el género se empezó a reducir a mera opción
personal. Esta apelación a lo individual provocará frustraciones
1 1 en aquéllas que no logren triunfar en la vida pública, mientras
1 1·
que, si logran el avance individual, éste no supondrá una inte-
gración femenina en el entramado social.
Se elimina así toda referencia feminista a la construcción de
género y se asignan etiquetas a cada elemento lingüístico sin re-
flexión sobre sus causas y significados y desde una visión pura-
mente individualista de la realidad. Uno de los ejemplos más cla-

32
r
1 ros de la perversión a la que conduce esta apropiación de los Es-
tudios de Género puede observarse en los programas de instruc-
ción femenina para casos de violación en «citas con ligues» me-
diante el aprendizaje de técnicas de asertividad. Según estos pro-
gramas, las mujeres no sólo serian en cierto modo culpables del
techo de cristal profesional que encontrarían en su promoción la-
boral por su forma de habla, sino también de la violencia de
género. La idea apolítica de que el género es reversible se ha de-
mostrado parcial; lo es sólo en una dirección: en el mundo públi-
co, en las mujeres la feminidad está naturalizada, no se reconoce
ni se recompensa, pero se castiga su falta.
Desde la sociolingüística, a lo largo de las décadas de los
ochenta y noventa el cambio a la perspectiva de género supuso
también un cambio en el centro de interés: de las mujeres al gé-
nero y de éste a la identidad plural de los seres humanos o al
género como mera actuación modificable. En ese trayecto se ha
ido desarbolando la categoría «mujern mientras se debilitaba el
feminismo como fuerza motriz de los estudios del uso femenino
de la lengua. Éstos han sido los principales daños colaterales de
la aplicación del concepto de género. Se echan en falta estudios
auténticos sobre la esencia y la atribución de la autoridad verbal
y el reparto de autoridad verbal en un mundo que deslegitima
lo femenino. Éste es un segundo camino, pero únicamente pue-
de abordarse si el estilo comunicativo femenino deja de gozar
de la consideración de lenguaje inferior y sumiso.
Género fue una noción propuesta por el feminismo que res-
pondía a la diferencia con división jerarquizada y poder. Con-
ceptualmente no ha dado pie a la posibilidad de distinguir entre
ambos conceptos (diferencia/dominación) cuando, de hecho, la
diferencia no lleva necesariamente a la división jerarquizada.
No todas las diferencias que la investigación ha encontrado res-
ponden a la dominación. Ni siquiera a la mera resistencia a la
dominación. Esa hebra debe también rescatarse y seguirse, es-
tudiar a dónde nos lleva. Pero eso implicaría desentramar des-
de el feminismo la conceptualización del género.
Muchas investigadoras prefieren la categoría de diferencia
sexual. Mantienen que la división sexual es el elemento central
de la estructura cultural y que el orden simbólico patriarcal está

33
I' 11
1,

basado en la soberanía del falo y la anulación de lo femenino ex-


cepto como objeto del deseo masculino. Reniegan de la igualdad
como ideal feminista, puesto que para ellas refrendaría la lógica
falocéntrica de una identidad definida en términos de lo mascu-
lino, y abogan en cambio por la recuperación de lo femenino de
la diferencia sexual, de un imaginario femenino autónomo capaz
de trascender los actuales estereotipos sobre las mujeres. Se po-
dría asimismo tomar de Drucilla Comell el concepto de equiva-
lencia, que no conduciría a la noción de igualdad sino de diferen-
cias del mismo valor aunque no de igual contenido. El trabajo
que esta americana lleva a cabo en el campo del Derecho (denun-
ciando uno de los principios legales fundamentales de las socie-
dades patriarcales occidentales, el de que a todas las personas
debe aplicárseles la ley de forma idéntica, sin contemplar su po-
sición y su irreducible experiencia particular, puesto que esto
puede resultar injusto para las mujeres) podría guiar los estudios
feministas del uso de la lengua.
En lo que respecta a mi propia contribución intento demostrar
que los conceptos de género e identidad de género no representan
una aportación de interés al psicoanálisis, sino que acaban por
«desnaturalizarlo», neutralizando o encubriendo nociones funda-
mentales cuya eliminación supone el rechazo de la teoría misma.
Freud se adelantó notablemente a su época al sostener tanto el ca-
rácter construido, y no natural ni meramente convencional, de la
feminidad y la masculinidad, como la incertidumbre con respecto
a su significado. Al considerar que masculinidad y feminidad son
«construcciones teóricas de contenido incierto», subrayó la dife-
rencia entre las representaciones simbólicas o científicas y la rea-
lidad biológica, subjetiva o social de hombres y mujeres. La refe-
rencia a la incertidumbre constituye una advertencia contra la
asignación de unos contenidos definitivos a esas categorías.
Es ilusorio atribuir entidad real a una clase o comunidad
formada por todas las mujeres, es decir, a una feminidad gené-
rica compartida por todas. Este esencialismo sociológico im-
plica que hay un sujeto a priori que puede llegar o no a asumir
el género que la sociedad le asigna, o que la posición sexual del
sujeto y su deseo son un resultado lineal del género. Desde la
perspectiva psicoanalítica, la feminidad es problemática por

34

L
cuanto no se ha inscrito en lo simbólico sino bajo la forma de
la negatividad, lo que condiciona un malestar generador de sín-
tomas: además de ser la sede de sus propios síntomas, la mujer
misma puede entenderse corno un síntoma de la cultura. Pero
debernos guardamos de confundir este punto de vista con una
sociogénesis ingenua de la psicopatología, tal corno la que se
ha desarrollado desde la perspectiva de género.
Por otra parte, aunque los términos miger y hombre no ten-
gan una significación unívoca ni invariable, sino que supongan
siempre una interpretación cultural, ninguna forma de sexuali-
dad puede definirse corno tal sin el referente de la diferencia
entre los sexos, excepto la perversión, que la reconoce y la re-
niega al mismo tiempo. Stoller, por el contrario, al introducir
esta terminología en el psicoanálisis, supuso que antes de la
elaboración de la identidad nuclear de género habría una proto-
feminidad o feminidad primaria en ambos sexos, tan poco sos-
tenible corno la protornasculinidad que atribuye y critica a
Freud. Para Stoller, todo infans es en un principio femenino; el
cuerpo originario se ferniniza en razón de la simbiosis univer-
sal con la madre, antes de la sexuación, fuera de la diferencia
que da un sentido a los términos masculino y femenino, fuera
de toda dialéctica del deseo. Encontramos aquí la paradoja de
una identidad que se define sin referencia a la alteridad. El vínculo
de la niña con la madre se concibe corno una relación diádica y
refleja: la niña se reconoce en la madre plenamente: la especifi-
cidad femenina, la identidad nuclear de género, se sitúa en una
relación inmediata y no problemática con el origen. En esta con-
cepción no hay lugar para el complejo de Edipo y sus efectos es-
tructurantes, a través de la identificación, sobre la posición se-
xuada del sujeto (Freud habla de «carácter sexual» para designar
lo que se suele denominar «identidad sexual», que no se agota en
el concepto de género) y su elección de objeto.
Feminidad y masculinidad son términos relacionales, que
sólo tienen sentido en referencia a la diferencia entre los sexos.
La sexuación se inscribe en el cuerpo de cada sujeto fundamen-
talmente corno diferencia y no como término absoluto ligado a
determinados órganos sexuales o a la identificación inmediata
con la madre. La identidad nuclear de género (femenino, por

35
1
l.li
,lj!

ejemplo) funciona como un fetiche que oculta la falta, la inac-


cesibilidad del otro, lo que se resiste a la representación, pues-
to que restablece la unidad y homogeneidad del sujeto.
Freud reservó para las categorías «masculino» y «femeni-
no» un margen de indeterminación e incertidumbre en tanto se
refieren a una dimensión subjetiva que no puede reducirse a lo
biológico ni a lo social, y comprendió que la asignación de un
sentido determinado a esas categorías era el producto de las
normas estadísticas y de los ideales culturales. Por el contrario,
Stoller considera que el sentimiento de ser mujer y la femini-
dad pueden desarrollarse «normalmente» a pesar de las anoma-
lías congénitas, como en el caso de niñas que nacen sin vagina,
con genitales masculinizados o sin clítoris, siempre que se les
haya asignado el sexo femenino. Esta «normalidad» consiste
en que ellas se dedican, como las anatómicamente normales, a
las tareas y placeres propios de las mujeres: matrimonio, coito
vaginal con orgasmo y una maternidad adecuada. La oposición
entre feminidad y masculinidad es entonces tributaria de estereo-
tipos fenomenológicos y comportamentales de carácter ideoló-
gico. Además, la idea de que un sentimiento personal pueda es-
tablecerse independientemente de toda consideración anatómi-
ca, de la excitación sexual y de la imagen corporal, es una
creencia transexual. En efecto, el transexual evita el conflicto
afirmando que su género está separado de su sexo.
El género se limita a indicar la pertenencia de un individuo
a un grupo, pero es completamente opaco en cuanto al deseo,
al inconsciente, al fantasma, a la posición sexual y a la elección
de objeto, así como es mudo con respecto a la experiencia y la
imagen corporal de un sujeto. Todos ellos son singulares y no
genéricos: lo único nuclear es la «ambigüedad nuclear», uni-
versal e inconsciente. La sexualidad -destinos de las pulsio-
nes, objetos del placer, condiciones eróticas- es múltiple, y no
se explica por la dualidad de los sexos ni de los géneros. El gé-
nero, por el contrario, permite al sujeto refugiarse en una iden-
tidad colectiva para defenderse de la angustia ante el deseo, que
lo remite a su absoluta singularidad.
En suma, desde mi punto de vista, el concepto de género
tiene un papel fundamentalmente resistencia! ante los descubri-

36
mientas esenciales del psicoanálisis: la sexualidad, incluyendo
el punto clave de la diferencia entre los sexos, desaparece de
los discursos que adoptan esta perspectiva, o se presenta encu-
bierta, de manera sintomática, bajo la denominación espuria de
género. El género, dice Reiche, avanzó al primer plano y repri-
mió, en sentido epistemológico, al concepto de pulsión, puesto
que no se explica por sí mismo sino que «vive de la fuerza con la
que se aparta del sexo» y opera como un «síntoma colectivo» 14 .

14
La argumentación de las distintas autoras muestra coincidencias en
algunas críticas al concepto de género. He preferido reproducirlas a riesgo de
reiteración: primero, para no interferir en el desarrollo de su pensamiento;
segundo, para que se pueda comprobar la insistencia generalizada en esas
críticas.

37
CAPÍTULO 7

Sexo, género y antropología


GEMMA ÜROBITG

La mujer nace, no se hace.


ERNEST JONES

No se nace mujer, se deviene mujer.


S!MONE DE BEAUVOIR

Es el desarrollo de la sexualidad...
el que ha establecido la noción de sexo.
MICHEL fOUCAULT

Estrictamente hablando, no se pue-


de decir que la mujer exista.
JULIA KRlSTEVA

Las mujeres no tienen sexo.


LUCE IRIAGARAY

Me ha parecido interesante proponer, para empezar esta re-


flexión antropológica sobre los conceptos de sexo y de género,
la lectura atenta de estas sentencias que condensan dos de los

253
ejes centrales necesarios para contextualizar el devenir antro-
pológico de ambos conceptos. El primer eje se refiere a la
construcción del objeto, tiene que ver con cómo la mujer se ha
ido introduciendo, definiendo y redefiniendo como objeto para
el análisis antropológico. El segundo eje tiene que ver con la
mirada antropológica, y se refiere a las dimensiones explícita-
mente políticas de estos análisis antropológicos. Como de-
sarrollaré a continuación, ambos ejes son interdependientes.
Además, es precisamente en esta interdependencia entre el de-
sarrollo de la teoría antropológica y su implicación política
donde debemos situar el interés teórico que ha tenido para la
antropología lo que se ha denominado, según el contexto so-
ciohistórico, la Antropología Feminista, la Antropología de la
Mujer o los Women s Studies --que empezaron a desarrollarse
en las Ciencias Humanas a finales de los años 1960 y durante
la década de 1970- y la Antropología del Género --que em-
pieza a desarrollarse en los años 1980-- (Mathieu, 1991; Pine,
1996). Finalmente, en los años 1980-1990, a partir de la revi-
sión crítica del concepto de género, una parte de los estudios
focalizan en el análisis de la percepción del cuerpo, en particu-
lar se interesan en explorar los procesos de construcción social
de la sexualidad, de la raza y de la diferencia sexual, de sus in-
tersecciones y de su valor simbólico, dentro de complejos sis-
temas socio-económicos que los estructuran y a los que sir-
ven de legitimación (Bordo, 1989; Butler, 1990; Moore, 1994;
Stolcke, 1992; 1996).

ÜBJETOS, MIRADAS Y ETNOGRAFÍAS

Para seguir las direcciones del concepto de género dentro


de la antropología -indisociablemente ligado al concepto de
sexo y a su contexto de aplicación: los estudios antropológicos
sobre las mujeres- este capítulo combina, como ya he empe-
zado a esbozar, tres ejes de análisis. El primero, el eje del obje-
to, se organiza alrededor de las redefiniciones sucesivas del ob-
jeto antropológico: mujer, mujeres, sexo/género y relaciones
entre los sexos/géneros. El segundo, el eje de la mirada, tiene

254
en cuenta la ideología con la que se aborda el objeto: esencia-
lismo, construccionismo y desconstruccionismo. El tercero, el
eje etnográfico, incide en algunos ejemplos etnográficos que
ilustran las nuevas direcciones del objeto y de la mirada antro-
pológicos.
En relación con los dos primeros ejes, el objeto y la mira-
da, cada uno de los conceptos que los definen puede vincular-
se a un momento histórico-político, relacionados con la emer-
gencia y las direcciones del movimiento feminista, y con un
momento preciso dentro del desarrollo de la teoría antropológi-
ca, éste también muy ligado a los procesos de colonización, a
la crisis colonial, a las guerras mundiales y al proceso de glo-
balización (Moore, 1994; Stolcke, 1993; Visweswaran, 1997).
En el nivel del análisis social, en lo referente a la emergen-
cia y a las direcciones del movimiento feminista, se han siste-
matizado cuatro periodos principales que aquí interesa consi-
derar porque darán más sentido a este análisis sobre la redefi-
nición del objeto y de la mirada antropológicos en el que se
formulan los conceptos de sexo y género.
La propuesta cronológica que presentaré a continuación
debe tomarse como un marco general, así lo plantea la antropó-
loga Kamala Visweswaran, pues se ha elaborado para el con-
texto estadounidense y, en este sentido, matiza la antropóloga
Carmen Mozo, está sujeta a variaciones cronológicas si nos si-
tuamos en otros contextos como el español, en donde no es
hasta finales de la década de los setenta, en el periodo de tran-
sición democrática, cuando los debates antropológicos se abren
de forma sistemática y reivindicativa a los estudios sobre las
«mujeres» (Mozo, 2002: 99).
Pero pasemos a la descripción de estos cuatro periodos his-
tóricos del feminismo como los sistematiza Visweswaran. El
primero coincide con lo que se ha denominado la primera ola
del feminismo, entre 1880-1920, y supone la transición del fe-
minismo victoriano al feminismo «moderno» incluyendo una
de las épocas de mayor movilización feminista entre 1912
y 1919. Entre 1920-1960 debemos situar el segundo periodo
histórico que coincide con la «disgregación del movimiento de
mujeres». En cuanto al tercer periodo histórico identificado, la

255
denominada segunda ola del feminismo, se sitúa entre 1960
y 1980 y coincide con el mayor auge del feminismo político
entre los años 1967 y 1974. Entre 1980 y 1990 se sitúa, no sin po-
lémica, lo que algunas autoras coinciden en calificar como la
tercera ola del feminismo que surge de la crítica, dentro del
propio movimiento feminista, al feminismo blanco, heterose-
xual y de clase media, dominante y generalizado por la segun-
da ola del feminismo (Stolcke, 1996; Talpade, 1987).
En el marco de esta periodización histórica del feminismo
se suceden, se solapan y se combinan --contrariamente al es-
quema rígido que platea Visweswaran- objetos y miradas.
Las distintas redefiniciones del objeto antropológico -la mu-
jer, las mujeres, el sistema sexo/género y el enfoque relacional
aplicado al estudio de la diferencia sexual- coinciden en sus
interrogaciones principales. Las miradas antropológicas --esen-
cialismo, construccionismo y desconstruccionismo-- son im-
pensables independientemente (Fuss, 1999). Desde un punto
de vista antropológico, lo más interesante es que se trata de ob-
jetos y miradas que dialogan entre ellas a lo largo de la historia
reciente de los estudios antropológicos.

EL EJE DEL OBJETO: LA MUJER, LAS MUJERES,


EL BINOMIO SEXO/GÉNERO Y LAS RELACIONES
ENTRE LOS SEXOS/GÉNEROS

Los términos explicativos de este apartado reproducen el


consenso general sobre el proceso histórico-teórico en el que
debemos situar los conceptos de sexo y género dentro de los es-
tudios antropológicos en particular y de las Ciencias Sociales,
en general (Narotzki, 1995; Pine, 1996; Stolcke, 1996; Viswes-
waran, 1997).
Me interesa insistir en esta imagen del diálogo entre las dis-
tintas definiciones del objeto antropológico para dar cuenta de
las potencialidades analíticas y políticas de los distintos con-
ceptos. En realidad, si quisiéramos buscar un motor común a
las sucesivas redefiniciones del objeto dentro de los estudios
antropológicos, en la base de este diálogo, convergiríamos sin

256
duda en el de la critica al esquema patriarcal que se reproduce
en la práctica etnográfica y en los análisis antropológicos. En
particular, esta critica al esquema patriarcal es la critica a un
análisis social que ordena la realidad en tomo a toda una serie
categorías binarias connotadas: mujer/hombre, naturale-
za/cultura, privado/público, inferior/superior, etc., en lugar de
arrojar una visión critica sobre ellas (Bourdieu, 2000; Héritier,
1996; Moore, 1994; Yanagisako & Collier, 1987). Se trata de
un esquema que, al privilegiar uno de los términos del binomio,
invisibiliza, alteriza -se reconoce la diferencia pero no el de-
recho a diferencia- e idealiza -se reproducen, sin cuestionar-
los, los estereotipos sociales dominantes de la masculinidad y
feminidad- al otro. Las redefiniciones del objeto antropoló-
gico, en las que el concepto de género y el concepto de sexo
tienen un lugar preciso, pueden entenderse como intentos su-
cesivos para superar la invisibilización, la alterización y la
idealización de los distintos sujetos femeninos y, en una bi-
bliografía más reciente, de los distintos sujetos masculinos
(Bandres, 1991; Comwall & Lindisfare, 1994; Frigolé, 1998;
Lemer, 1998; Loizos & Papataxiarchis, 1991; Moose, 1996;
Valdés & Olabarria, 1998).

EJE DE LA MIRADA: ESENCIALISMO,


CONSTRUCCIONISMO Y DESCONSTRUCCIONISMO

Los conceptos de sexo y género tienen una dimensión po-


lítica. Los distintos conceptos que se elaboran desde el feminis-
mo, el sexo y el género no son una excepción, tienen sobre todo
un interés político. Así lo plantea Diana Fuss en un ensayo
cuyo objetivo es una revisión de las posturas esencialistas,
construccionistas y desconstruccionistas en los estudios femi-
nistas.
Estos planteamientos de Fuss nos orientan hacia una lectu-
ra política de las teorías antropológicas sobre las mujeres y so-
bre el género. Esta lectura política da cuenta de cómo el femi-
nismo necesitó de la mirada construccionista, dentro de la cual
situaremos la emergencia de los conceptos de sexo y de géne-

257

JL;

ro. Asimismo da cuenta de cómo en las revisiones sucesivas del


concepto de género se igualan las teorías esencialistas y cons-
truccionistas y cómo, a partir de aquí, se justifica el desarrollo
de la mirada desconstruccionista en los estudios de mujeres y
de género respondiendo a los intereses del feminismo crítico de
los años 1990.
Aunque la tensión entre las diferentes posturas, expone
Fuss, ha producido debates de los que han surgido algunas de
las aportaciones más importantes a la teoría feminista, su ob-
jetivo es desradicalizar la oposición entre las tres miradas y
mostrar su continuidad desde una perspectiva política y, qui-
siera añadir, antropológica. En particular, la autora cuestiona
la crítica radical al discurso de la esencia por parte de las mi-
radas construccionistas y desconstruccionistas. Y es que el
esencialismo tiene un «valor tácito y mediador» en las discu-
siones y en los debates políticos. En otras palabras, los deba-
tes feministas tienen una «necesidad estratégica» de la esen-
cia (Fuss, 1999: 18, 20).
El construccionismo implica únicamente un desplazamien-
to de la esencia de la naturaleza a la sociedad. El deconstruc-
cionismo necesita la esencia como punto de partida para su de-
sencialización. Éstas son las afirmaciones centrales en la pro-
puesta de Diana Fuss.
Si para las esencialistas el orden de la naturaleza propor-
ciona el punto de partida y de referencia determinante de las
prácticas sociales, para las construccionistas este orden natural
es una construcción social. En relación con este último punto,
los estudios postestructuralistas muestran cómo lo que se en-
tiende por hombre y mujer, por un cuerpo masculino y un
cuerpo femenino, ha ido cambiando a lo largo de la historia
(Fuss, 1999: 24-26; Laqueur, 1994; Martin, 1987). Esta pers-
pectiva histórica es la que permite abordarlos como construc-
ciones sociales.
En realidad las divergencias entre las miradas esencialistas
y construccionistas son sólo aparentes si las leemos a través de
la esencia, pues con el construccionismo la esencia, insiste
Fuss, se desplaza de la naturaleza a la sociedad (Fuss, 1999: 27).
Por otro lado, los planteamientos esencialistas actuales pueden

258
ser fácilmente asumidos por las construccionistas. En el senti-
do en que las «nuevas esencialistas» plantean que la historia
produce cambios aunque las categorías hombre y mujer se
mantienen (Bourdieu, 1998; Fuss, 1999: 26; Héritier, 1996).
Y es que el concepto de género, que surgió desde un enfoque
construccionista, esencializa, antes de su revisión critica, las
categorías masculino/femenino.
Esencialistas y construccionistas coinciden no sólo en su
interrogante central, ¿cuál es la relación entre la naturaleza y la
sociedad?, sino también en algunos de los interrogantes que
han suscitado: ¿las esencias pueden cambiar?, ¿las construccio-
nes sociales pueden dejar de ser normativas? Las nuevas pers-
pectivas esencialistas y construccionistas en antropología dan
respuestas, como tendré la oportunidad de mostrar, a estas
cuestiones, lo mismo que la mirada desconstructivista que sur-
ge en el contexto de un feminismo interesado en desesenciali-
zar la categoría mujer, en particular, y las categorías de género,
en general. Se trata, como plantea Donna Haraway, cuya obra
es un ejemplo de lo que podríamos definir como un descons-
truccionismo radical, de encontrar la salida del laberinto de
dualismos en el que hemos inscrito nuestros cuerpos. Un dua-
lismo central en el concepto de género, al menos en sus prime-
ras formulaciones, que es posible disolver, plantea Haraway,
desconstruyendo la biología, cambiando la naturaleza de los
cuerpos. Y es en este contexto donde la autora introduce la
imagen del cyborg que disuelve las categorías del sexo y del
género (Haraway, 1991 ).

EL EJE ETNOGRÁFICO: UNIDAD


Y DIVERSIDAD HUMANAS

El debate sobre los conceptos de sexo y género, la argu-


mentación en tomo al uso diferenciado de ambos conceptos en
el análisis antropológico, se centró en la necesidad de explicar
lo que se formulaba como una constatación: la unidad de la hu-
manidad en lo referente a la diferenciación sexual, macho/hem-
bra; pero, al mismo tiempo, la diversidad cultural en la caracte-
'
1
259

L
rización y distinción de los dos sexos, del lugar que ocupan uno
y otro en el proceso reproductivo, de la importancia que se da a
esta diferencia y, a partir de aquí, de la diversidad cultural en la
experimentación y la simbolización de lo masculino y lo feme-
nino (Pine, 1996).
La noción de género surgió precisamente para analizar esta
constatada diversidad cultural de la unidad biológica. Los cues-
tionamientos a ambos conceptos, sexo y género, a partir de los
años 1980-1990, replantean este debate sobre la unidad (natu-
raleza/sexo) y la diversidad (cultura/género). La justificación
principal de estos nuevos planteamientos se centra en la cons-
tatación de la diversidad cultural no sólo en lo referente a la
construcción del género, sino también del sexo. Y no sólo esto,
algunas etnografias cuestionan las relaciones de jerarquía y su-
bordinación implícitas en los conceptos de sexo y género. En
estos mismo estudios se cuestiona también que el sexo (ma-
cho/hembra) y el género (femenino/masculino) sean categorías
universales e inmutables. En esta línea distintos ejemplos etno-
gráficos sirven de base para la redefinición del género no como
categoría esencial, sino como sistema simbólico (Pine, 1996;
Strathem & MacCormack, 1980).
Las revisiones sucesivas de los conceptos de sexo y géne-
ro, al igual que los fundamentos de lo que se ha denominado
Antropología de la Mujer o de las Mujeres, son indisociables
de la reflexión crítica sobre la práctica etnográfica. La práctica
etnográfica, se plantea a partir de los años 1970, se vio dema-
siado influenciada por el hecho de que los antropólogos fueran
en su mayor parte hombres -las mujeres antropólogas repro-
ducían el «idioma masculino» de la disciplina-, así como por
la tendencia a utilizar informantes hombres. Consecuencias: la
descripción etnográfica y el análisis antropológico reproducían
sobre todo el punto de vista masculino de las sociedades estudia-
das (Ardener, 1992; Héritier, 1996; Moore, 1994; Pine, 1996;
Reiter, 1975). Este argumento etnográfico fue básico para jus-
tificar el desarrollo de los estudios antropológicos sobre las
muJeres.
Durante los años 1970-1980, la crisis de la autoridad etno-
gráfica que surge desde la antropología postmodema tiene

260
también sus repercusiones en los estudios sobre las mujeres.
Tomando como punto de partida el «punto de vista nativo», en
distintas culturas no occidentales se concluye que el esquema
dominación masculina/subordinación femenina, central en los
estudios antropológicos de las mujeres y en las primeras for-
mulaciones de los conceptos de sexo y género, reproducen so-
bre todo los esquemas occidentales de pensamiento que se im-
ponen al funcionamiento de otras culturas (Strathem, 1980;
Harris, 1980).
Estas consideraciones sobre la etnografía nos remiten a una
cuestión central: la universalidad o no de la dominación mascu-
lina. Los distintos posicionamientos en relación con esta pre-
gunta serán centrales para entender el surgimiento de los con-
ceptos de sexo y género, sus posteriores revisiones así como las
propuestas de su disolución sobre la base de su inadecuación
para el estudio de las realidades sociales.

LA MUJER Y LAS MUJERES. MODELOS


DE DOMINACIÓN Y DE SUBORDINACIÓN

Los movimientos de liberación de las mujeres en los años


1960-1970 tuvieron una gran influencia en los estudios antro-
pológicos y, en general, en las Ciencias Sociales. Esta influen-
cia se concretó en una redefinición del objeto, en particular en
la introducción de la clase social como categoría de estudio
y en la transformación del objeto «mujer» como categoría úni-
ca -la introducción de la mujer en las etnografías se hace en
esta línea- en las mujeres en su pluralidad (Narotzki, 1995;
Stolcke, 1996; Visweswaran, 1997).
A partir de 1970, el proyecto feminista de construir una
Antropología de las Mujeres tiene como uno de sus objeti-
vos principales aquello que ya habían iniciado los primeros
estudios antropológicos sobre la mujer (Mead, 1970; Ka-
berry, 1939; Richards, 1956): llenar el vacío de estudios so-
bre el papel social de la mujer que se observaba en la litera-
tura etnográfica y antropológica (Moore, 1994; Pine, 1996;
Reiter, 1975).

261
1

1
M,,
En relación con la universalidad de la dominación mascu-
lina se abren, desde los inicios, dos líneas argumentativas cuyos
desarrollos son aún centrales en los estudios antropológicos.
Una de ellas cuestiona la universalidad de la dominación mas-
culina. Los enfoques feministas-marxistas de los años 1970 y
1980, recuperando las teorías de Engels y Morgan, abordan la
subordinación femenina como un proceso histórico relaciona-
do con los cambios en las relaciones de producción, en particu-
lar ligado a la emergencia del capitalismo y de la propiedad pri-
vada. La posibilidad de sociedades igualitarias, la importancia
de las relaciones de producción para explicar -y también para
transformar- la condición de las mujeres en un contexto de-
terminado, así como la centralidad de las relaciones interperso-
nales en la construcción de las relaciones de poder, son los pun-
tos centrales de estos planteamientos (Narotzki, 1995; Pine, 1996;
Rosaldo, 1974).
Desde el punto de vista antropológico, el interés de estos
trabajos es el estudio de los términos de la dicotomía públi-
co/privado. El distanciamiento entre ambas esferas de la dico-
tomía, en particular a partir de la identificación de la mujer con
su función reproductiva, se entiende como la base ideológica
de la subordinación femenina (Yanagisako & Collier, 1987).
De ahí el interés de estos trabajos por cuestionar esta dicotomía
con estudios sobre la participación de la mujer en la esfera pú-
blica a partir de su implicación directa en los procesos de pro-
ducción o a partir del estudio de las relaciones entre ambas es-
feras o, en otras palabras, de las proyecciones del poder domés-
tico individual de las mujeres a la esfera pública y de sus
consecuencias (Del Valle, 1985; Friedl, 1987; Lamphere, 1974;
Méndez, 1988; Narotzki, 1988; Salazar, 1998). El cuestiona-
miento de la dicotomía público/privado, la mayor participación
de las mujeres en la esfera pública y su posible incidencia en la
difuminación de las desigualdades sociales entre hombres y
mujeres se sitúa con estos estudios en el centro del debate an-
tropológico (Rosaldo & Lamphere, 1974).
La otra línea argumentativa en los estudios antropológicos
sobre las mujeres asume la dominación masculina y se da como
objetivo tanto el análisis de los mecanismos que hacen posible

262
71!,

esta dominación como las estrategias femeninas para subver-


tirla (Bourdieu, 1999; Héritier, 1996; Juliano, 1992, 1998;
Reiter, 1974). Las mujeres son abordadas, en tanto que minoría
social, como creadoras, desde la subordinación, de estrategias de
transgresión/subversión social y de modelos alternativos de so-
ciedad, en la mayoría de los casos silenciados y patologizados
por la cultura dominante (Juliano, 1992; 1998; 1999).
En esta línea se sitúan también los trabajos sobre las for-
mas lingüísticas femeninas. Estos trabajos, recuperando los
planteamientos lacanianos sobre el lenguaje como sistema de
significantes centrales en la construcción de la subjetividad
(Moore, 1995:43) y los planteamientos de la lengua como ele-
mento estructurado a la vez que estructurante de la diferencia
sexual (Irigaray, 1992) o de la diferencia sexual y social (Buxó,
1987) exploran y reivindican distintas formas de expresión fe-
meninas. El silencio y el chismorreo, ambas formas lingüísti-
cas con connotaciones peyorativas e identificadas --de forma
restrictiva- con las mujeres, son analizadas en términos de es-
trategias de comunicación, de creación de la memoria social y
de las esferas de poder (Gal, 1991; García Muñoz, 1997; Har-
ding, 1975). Estos estudios que tienen como objetivo, como
plantea Susan Gal, «redescubrir las voces femeninas», se han
interesado también por el análisis de la especificidad del len-
guaje, y en este sentido del pensamiento, de las mujeres. Las
formas lingüísticas femeninas, desde la perspectiva de estos
estudios, representan toda una serie de respuestas originales
a los procesos de cambio político, económico y tecnológico
(Buxó, 1987; Warren & Bourque, 1991).
En esta misma línea presentan también un gran interés toda
una serie de trabajos antropológicos que se centran en el análi-
sis de los procesos rituales. El ritual, y más concretamente la
función del ritual en la construcción de los procesos sociales, ha
tenido distintos enfoques, dentro de la antropología, que se
combinan en estos estudios. Por un lado, el ritual como ruptura
momentánea del orden social que se produce con la finalidad
última de restablecerlo y reforzarlo (Tumer, 1988). Por otro
lado, y de manera yuxtapuesta, el ritual como espacio social
para la producción e integración de las rupturas, de las transfor-

263

L
maciones del orden social (Augé, 1994). Ambas líneas de aná-
lisis del ritual convergen en la consideración de la naturaleza ex-
presiva del ritual, en su carácter simbólico, en su función al mis-
mo tiempo expresiva y de construcción de la realidad social.
Los estudios realizados en Brasil sobre el rol de las mujeres
en los cultos umbanda y candomblé muestran el ritual como el
contexto en el cual las mujeres de las clases marginadas expre-
san y reformulan --en el sentido de que su participación en el
ritual las sitúa en una nueva red social y de poder- su relación
con lo masculino y con la sociedad en general (Boyer, 2000).
Son interesantes también los estudios, en distintos contex-
tos culturales, de la posesión de los cuerpos de las mujeres por
espíritus demoníacos o malignos y de los rituales asociados a
estas posesiones consideradas socialmente patológicas. En In-
dia (Kakar, 1992), Sudán (Boddy, 1989), Turquía (Strasser, 1998)
o Venezuela (Orobitg, 1999) se describen y analizan estas po-
sesiones, por los momentos en los que se manifiestan en la vida
de las mujeres, como una forma original de desafio y de critica
al poder masculino. Los rituales de exorcismo, formas de resta-
blecer y de reforzar el orden masculino dominante, justificarían
el análisis de las posesiones como un medio a través del cual
las mujeres expresan de fonna individual un sufrimiento colec-
tivo (Strasser, 1998). La relación con la alteridad, o más concre-
tamente, con los seres sobrenaturales que se manifiestan a tra-
vés de los cuerpos femeninos, es lo que permite situar estas cri-
sis de posesión en un ámbito de relaciones sociales más amplio
y, en este sentido, abordarlas como creadoras de identidad. De
esta manera, desde la perspectiva de las mujeres, se abre una
vía de análisis de la posesión femenina distinta a la que se pro-
pone desde la etnopsiquiatria (De Martino, 2000).
Quiero subrayar la especificidad antropológica del término
mujeres, central en los estudios que acabo de describir. Hablar
de mujeres como objeto del análisis antropológico no es lo mis-
mo que hablar de género. Esta equiparación entre mujer y gé-
nero está en la base de las revisiones críticas al concepto de
género o, en otras palabras, de su cuestionamiento como con-
cepto analítico y político coherente. Para orientar estas críticas
no debemos olvidar el contexto en el que surgen y se desarrollan

264
estos estudios sobre mujeres: un contexto social en el que las
mujeres son aún en gran medida invisibles o sólo particular-
mente visibles si analizamos, por ejemplo, el tratamiento actual
de las mujeres por los medios de comunicación.
Los medios de comunicación son, en nuestros días, los me-
diadores por excelencia en las relaciones sociales, sobre todo,
como se propone desde las revisiones actuales del método y la
teoría antropológicas para afrontar el estudio de los procesos de
modernización, por su lugar central en configuración de los
imaginarios sociales (Augé, 1997) o de la imaginación cultural
(Appadurai, 1996). Lo imaginario, la imaginación, se plantea
desde estas distintas perspectivas antropológicas, tiene una in-
fluencia clave en los procesos sociales y culturales. Los cam-
bios sociales van unidos a cambios en el imaginario, y estos
cambios afectan también a la imaginación cultural sobre las
mujeres (Mankekar, 1999).
«Generalitat y Gobierno financian un anuncio sexista para
promocionar el turismo»; «Poca presencia de las mujeres en la
prensa». Son dos titulares de prensa que reproducen la opinión
del Observatori de Dones als Mitjans de Comunicació (La ván-
guardia, 26/II/2003). Estos titulares sintetizan muy bien lo que
puede calificarse como el imaginario sobre las mujeres que se
reproduce en los medios de comunicación. Los datos que pue-
do presentar a este respecto, si bien no son exhaustivos, son in-
teresantes para entender la implicación política de los estudios
antropológicos sobre mujeres.
En 1999, como ejercicio para un curso de licenciatura
sobre la Antropología del Género, propuse un análisis del
tratamiento de las mujeres en la prensa escrita. El trabajo te-
nía como objetivo contrastar, en nuestro contexto social in-
mediato, algunas de las teorías que se proponen desde los es-
tudios de género. Los distintos trabajos que los estudiantes
presentaron en el curso coincidieron en sus conclusiones.
Las mujeres aparecemos en la prensa como reproducto-
ras -las noticias sobre la situación demográfica del país y el
lugar central que tienen en él las mujeres reaparecen año tras
año ilustrando los discursos políticos en el día Internacional
de la Mujer-, aparecemos también como realizadoras del

265

L
trabajo doméstico -aunque sea en artículos que insisten en
la importancia de este trabajo en el ámbito privado y en la
necesidad de un reconocimiento institucional del trabajo del
ama de casa-, aparecemos también como víctimas -las
noticias sobre velos, lapidaciones e inmolaciones de mujeres
en países no occidentales o la violencia doméstica en occi-
dente- y finalmente se muestra la figura de la mujer ejem-
plar y excepcional, aquella que ha logrado un reconocimien-
to en el campo político, literario o artístico.
Reproductora, trabajadora doméstica, víctima y excepcio-
nalmente política, artista o escritora: tal es la construcción este-
reotipada y simple de la mujer en la prensa escrita. Sobre este
punto, los planteamientos de Pierre Bourdieu en su libro sobre
la dominación masculina adquieren todo su sentido cuando ex-
pone que, aunque muchas cosas hayan cambiado para las mu-
jeres, prevalece un orden simbólico dominado por el principio
masculino. Ésta es la razón, plantea Bourdieu, que explica por
qué las cosas no cambian tan profundamente o tan rápidamen-
te, por qué los cambios en la condición social de las mujeres
son sobre todo aparentes (Bourdieu, 1998).
Sin embargo, a la luz de los estudios antropológicos sobre
mujeres que acabo de describir, la crítica al concepto de violen-
cia simbólica por parte de la teoría y del movimiento feminista
adquiere también todo su sentido. El concepto de violencia
simbólica, tal como lo define el mismo Bourdieu, contiene la
idea de que el dominador y el dominado son cómplices, aunque
se trate de una complicidad inconsciente, sobre todo por paiie
de las dominadas, en el proceso de dominación y subordina-
ción (Bourdieu, 1998). Pero ni las antropólogas feministas ni
las mujeres que describen en sus trabajos responden a esta di-
námica propuesta por el sociólogo francés.
Para terminar este punto, sintetizando, es importante subra-
yar que los trabajos antropológicos sobre mujeres tienen como
motor central su visibilización, en particular otra visibilización.
En estos trabajos la visualización de las mujeres se persigue si-
guiendo dos vías complementarias. Por un lado, haciendo visi-
bles los mecanismos de la subordinación (Buxó, 1978; Mén-
dez, 1988). Por otro, haciendo visibles las capacidades de las

266
mujeres para generar propuestas sociales alternativas y consti-
tuyéndolas como nuevos actores sociales a considerar por par-
te de los estudios antropológicos (Juliano, 1992; 1998).

DEL BINOMIO SEXO/GÉNERO


AL GÉNERO/SEXO COMO SISTEMAS SIMBÓLICOS.
CONSTRUIR Y DESCONSTRUIR LA DIFERENCIA

Para analizar el sentido de la introducción en los estudios


etnográficos y antropológicos del concepto de género, a partir
de 1980, una referencia interesante es el texto de Sherry Ortner,
«Is Female to Maleas Nature is to Culture?» (Ortner, 1974). En
la misma compilación de M. Rosaldo y Lamphere, Woman,
Culture and Society (1974), en la que se analizaba la dicotomía
público/privado como el fundamento de la dominación mascu-
lina, el artículo de Ortner introduce la oposición cultura/natura-
leza como fundamento ideológico de toda esta serie de dicoto-
mías connotadas que se asocian, para definirla y justificarla, a
la polaridad hombre/mujer. La asociación de los pares de
opuestos hombre/mujer y cultura/naturaleza, plantea Ortner, se
basa en la identificación de la mujer con sus funciones repro-
ductivas. Se trata, pues, concluye la antropóloga, de construc-
ciones sociales. Y en particular, concretarán las autoras de una
posterior compilación, Nature, Culture and Gender (Strathem
& MacCormack 1980), se trata de construcciones sociales es-
pecíficas del pensamiento occidental.
Ni todas las culturas representan la diferencia de la misma
manera, ni en todos los contextos culturales se da a la diferen-
cia sexual el mismo lugar en tanto categoría cognitiva de refe-
rencia para la ordenación de la realidad social (Mead, 1970;
Pine, 1996).
El concepto de género surge paralelo a esta mirada cons-
truccionista de lo masculino y de lo femenino. Para esta mirada,
el género se plantea como un concepto ideal para hablar sobre la
diferencia sin asumir la universalidad de la dominación mascu-
lina y desconstruyendo, para cuestionar su uso para el análisis
antropológico, las dicotomías del pensamiento occidental que

267

lt~
fundamentaban la explicación de la diferencia. En otras pala-
bras, para la mirada construccionista el concepto de género per-
mite cuestionar las bases biológicas de la diferencia sexual, en
particular, la dicotomía cultura/naturaleza y el esquema de do-
minación/subordinación que se le asocia (Pine, 1996).
Es sobre todo a partir de la comparación transcultural que
surge no sólo la distinción entre sexo y género, sino la defini-
i
ción del género como sistema simbólico. Esta definición del
género como sistema simbólico insiste en la necesidad de dar
cuenta no sólo de las relaciones que establecen entre ellos los
distintos elementos del sistema de género, entre ellos los idea-
les culturales de hombre y mujer, sino también las relaciones
entre el sistema de género y otros sistemas sociales -parentes-
co, naturaleza, producción, sexualidad, religión, etc.
En la citada compilación, Nature, Culture and Gender
(Strathem & MacCormak, 1980), el tratamiento antropológico
del género como sistema simbólico adquiere todo su sentido.
Sobre todo cuando se especifica que las dicotomías naturale-
za/cultura y mujer/hombre que se le asocian surgen en un mo-
mento muy específico de la historia de Occidente. En concreto,
establecen distintas autoras, se trata de dicotomías que se con-
solidan en Europa en el siglo XVIII a través de filósofos como
Rousseau (Bloch & Bloch, 1980; Jordanova, 1980; Pine, 1996).
Estas categorizaciones dicotómicas, concreta Frarn;oise
Héritier, tienen sus antecedentes en la filosofia y la medicina
griegas de Aristóteles, Anaximandro e Hipócrates. Dentro del
pensamiento griego el equilibrio del cuerpo, al igual que el
equilibrio del mundo, se fundamenta en una armoniosa mezcla
de contrarios: caliente/frío, seco/húmedo, masculinidad/femi-
nidad. A cada una de estas categorías se asocian valores positi-
vos y negativos que varían según los contextos. Se trata de un
sistema, mantiene esta antropóloga, que perdura hasta hoy, que
perpetúa las diferencias entre hombres y mujeres como una di-
ferencia natural que está anclada ideológicamente en una idea
cultural sobre el funcionamiento de los cuerpos y de las rela-
ciones entre los cuerpos (Héritier, 1996: 220; 1994: 298).
El concepto de género para el estudio de lo masculino y de
lo femenino surge teniendo en cuenta esta complejidad de los

268
rr'~
.
sistemas de pensamiento, occidentales y no-occidentales, y de
la interrelación entre sistemas de pensamiento e instituciones
sociales. Estos planeamientos, como ya he expuesto al inicio de
este subapartado, son los que llevan a estas autoras a abordar lo
masculino y lo femenino, a través del concepto de género,
como un sistema simbólico.
En este punto, plantea Frances Pine en su excelente síntesis
de los orígenes y del devenir del concepto de género, los estu-
dios etnográficos de Olivia Harris entre los grupos agricultores
Laymi de los Andes bolivianos y los de Marilyn Strathern
entre los pueblos del Monte Hagen en Papúa-Nueva Guinea
presentan toda una serie de datos interesantes (Harris, 1980;
Pine, 1996; Strathem, 1980). En ambos trabajos se muestra
cómo en estas sociedades lo masculino y lo femenino no se ex-
perimentan como categorías dicotómicas ni tampoco como ca-
tegorías esenciales. Harris y Strathem constatan cómo en am-
bas sociedades existe una distinción estructural central entre lo
salvaje y lo doméstico que, en los Andes bolivianos y en Pa-
púa-Nueva Guinea, no están insertos en un esquema relacional
de dominación/subordinación. En los dos contextos, lo mascu-
lino y lo femenino están representados simbólicamente en cada
uno de los ámbitos, el salvaje y el doméstico. En el caso de los
pueblos Hagen lo masculino y lo femenino se asocian indistin-
tamente con lo salvaje y lo doméstico dependiendo del contex-
to. Y no sólo esto, concreta Strathern, a través de la acción las
categorías de lo masculino y lo femenino traspasan sus barreras
ideales (Strathern, 1980).
Si nos situamos en el contexto cultural Laymi analizado
por Olivia Harris, tanto los hombres como las mujeres están
implicados en los procesos de producción o, en otras palabras,
de domesticación de lo salvaje. Ambos, hombres y mujeres,
describe Harris, son considerados no-domesticados antes de
casarse, por lo que tanto el cortejo como las relaciones sexua-
les tienen lugar fuera de la casa. Aún en el contexto Laymi los
niños/niñas sólo son vistos como domesticados cuando empie-
zan a hablar (Harris, 1980).
Estos trabajos introducen datos interesantes para concretar
el concepto de género, en particular, su carácter plástico y rela-

269

l
cional así como la necesidad de abordar el género dentro de un
orden simbólico que pone en relación lo masculino y lo feme-
nino con la edad, la generación, el parentesco y la naturaleza.
El estudio del género a partir de su interrelación con otros
sistemas simbólicos, específicamente con el sistema de paren-
tesco y, a partir de aquí, la consideración del género y del pa-
rentesco como sistemas simbólicos en constante redefinición
dentro de los procesos históricos de las relaciones sociales de
poder, consolidan el lugar del concepto de género en el análisis
antropológico (Collier & Yanagisako, 1987; Ortner, 1981; Ru-
bín, 1975). Por otra parte, planteamientos como los de Strat-
hem justifican la formulación del género, lo masculino y lo fe-
menino, como construcciones sociales que no son ni precultu-
rales, ni inmutables, ni impermeables la una a la otra (Strathem,
1988). En este punto, las implicaciones políticas del concepto
de género son importantes.
Sin embargo, el concepto de género -y éste es uno de los
puntos básicos de la revisión critica del concepto desde la an-
tropología- se fundamenta en una nueva dicotomía, la que
opone el sexo al género, cuando caracteriza al sexo como aque-
llo relacionado con lo biológico y el género como aquello que
tiene que ver únicamente con lo social. A partir de la crítica a
esta dicotomía se impulsa, aunque sea de forma programática,
toda una serie de trabajos que proponen una mirada constructi-
vista sobre el sexo (Mathieu, 2000). El análisis del sexo como
construcción social tiene sus antecedentes en los estudios de
género pero, al mismo tiempo, estos estudios introducirán una
visión critica sobre el concepto de género.
Por un lado, estos estudios sobre la construcción social del
sexo dan cuenta de la superposición entre sexo y género, cues-
tionan la distinción entre uno y otro concepto que surgió en los
años 1980. ¿El sexo no es también una relación social? (Bidet-
Mordrel & Bidet, 2001; Oakley, 1977; Strathem, 1988) ¿Son
necesarios los conceptos de sexo y género?, se pregunta Hen-
rietta Moore en el libro A passion far dijference (Moore, 1994).
Se trata de cuestiones que surgen con fuerza en la antropología
sobre todo a finales de los años 1980 y durante los años 1990
(Moore, 1994; Yanagisako & Collier, 1987). Por otro lado, los

270
estudios que se aproximan al sexo como construcción social,
en particular ciertas etnografias, dan cuenta de sociedades en
donde el dimorfismo sexual humano se traduce en el reconoci-
miento de más de dos sexos y de más de dos géneros.
El estudio de Cecilia Busby sobre género y cuerpo en el Sur
de la India es un buen ejemplo de la visión critica que las inves-
tigaciones etnográficas arrojan sobre la oposición analítica entre
sexo y género. En India, describe Busby, concretamente en Ke-
rala, las sustancias corporales --el semen, la sangre y la leche
materna- son marcas de género, son el referente para la cons-
trucción de lo masculino y de lo femenino. Pero no sólo esto, las
sustancias corporales, las marcas del género, determinan las re-
laciones de las mujeres con sus hijas y de los hombres con sus
hijos que devienen, unas y otras, afirma Busby, relaciones de
género. Las relaciones de parentesco son relaciones de género.
Así se entiende la lógica del sistema de parentesco en Ke-
rala, denominado dravidiano, en el que se tienen actitudes y
obligaciones distintas con los hijos de la hermana de la madre
y de los hermanos del padre, que son considerados como her-
manos, mientras que a los hijos de los hermanos de la madre y
de las hermanas del padre se les considera como primos.
La importancia de las sustancias corporales en la configu-
ración del género y de éste en la organización de las relaciones
de parentesco, y de otros ámbitos de la vida como el de la orga-
nización de la subsistencia, se hace evidente en esta zona de la
India, concluye Busby, si tenemos en cuenta otra figura social,
los hijra, que son definidos por los otros géneros en negativo.
Los hijra no son ni hombres ni mujeres, se les excluye de las
actividades masculinas y de las femeninas. Sin embargo, tienen
un ámbito específico, el ámbito ritual, en donde su rol es muy
importante porque su comunicación directa con los dioses les
otorga poderes especiales para favorecer la fertilidad. Los hijra
son un tercer sexo porque fisiológicamente nacen hermafrodi-
tas, o se trata de mujeres que no han tenido la menstruación u
hombres que siguen un proceso de iniciación y un ritual de cas-
tración a los veinte años. Sobre todo, precisa Busby, se insta a
los homosexuales, porque no utilizan sus potencialidades re-
productivas, a convertirse en hijra (Busby, 1997).
i
271
i
....___
l.
El estudio de Busby ejemplifica la superposición del sexo y
del género desde una perspectiva que analiza el sexo como cons-
trucción social. En esta misma línea, los trabajos etnográficos de
Fran9oise Héritier entre los Sarno (1984), los de Maurice Gode-
lier entre los Baruya de Nueva Guinea (1982), la etnografia de
Valentine E. Daniel entre los Tamil (1987), la etnografia de Palo-
ma Gay y Blasco entre los Gitanos de Jarana (1997) o mi propia
etnografia sobre el grupo indígena Pumé de los Llanos del sudoes-
te de Venezuela (Orobitg, 1999), dan cuenta de esta identifica-
ción entre sexo y género, así como de la necesidad de abordar
también el sexo como sistema simbólico que expresa, re-produ-
ce y justifica la jerarquía de las relaciones sociales.
En este punto la perspectiva construccionista y la perspecti-
va esencialista en el análisis antropológico coinciden en definir
el sexo como una categoría universal en la construcción y justi-
ficación de las relaciones sociales de poder. Sin embargo, surge
un debate a partir de estos estudios sobre el sentido de las rela-
ciones entre el sexo y el género. El género traduce el sexo. El
género puede ser símbolo del sexo, y viceversa (Mathieu, 2000).
Uno de los referentes comunes para la lectura sintética de
estas relaciones, aparentemente contradictorias, entre las cate-
gorías sociales de sexo y género, es el trabajo de Michel Fou-
cault cuando plantea que el sexo es más un efecto que un ori-
gen (Foucault, 1984). En realidad, estas divergencias antropo-
lógicas en la definición de las relaciones entre el sexo y el
género, más que arrojar confusión en la definición de los con-
ceptos, los precisan.
A la luz de las distintas revisiones críticas que acabo de
presentar, los conceptos de sexo y género se precisan dentro del
análisis antropológico incidiendo en el aspecto relacional de la
experiencia. Para sintetizar, la relación adquiere un lugar im-
portante en las definiciones actuales del sexo y del género al
menos en dos niveles.
Por un lado, la relación entre el sexo biológico y el género.
Por otro, la relación como el elemento central en la construc-
ción de las categorías sociales del sexo y del género que dejan
de ser consideradas en estos estudios como categorías esencia-
les e inmutables.

:¡!. 272

~
El sexo y el género no son categorías predefinidas más allá
que una, el sexo, refiere a la construcción social del sexo
biológico, macho y hembra, y la otra, el género, a la construc-
ción social al menos de lo masculino y lo femenino. El género
no puede entenderse sin el sexo: la categorización social de la
biología influye en la construcción social del género. El sexo
no se entiende sin el género: las categorías sociales de género
influyen en la construcción de las categorías biológicas. Sexo y
género son incomprensibles fuera del contexto de las relacio-
nes que establecen con otros sistemas simbólicos: la construc-
ción de las categorías de sexo y de género está sujeta a las va-
riaciones de las relaciones de poder --de la dominación a la
trasgresión y al consenso- que organizan y justifican el con-
junto de sistemas simbólicos de una sociedad.
La originalidad de este planteamiento relacional es la pro-
puesta de construir las categorías antropológicas de sexo y de
género teniendo en cuenta el conjunto de relaciones sociales
que las antropólogas vamos descubriendo en la realidad. Esta
aproximación relacional al sexo y al género deja de lado las di-
cotomías y el modelo único de la dominación/subordinación
que se traducen, políticamente, en una discriminación, aunque
sea positiva, de la mujer y de lo femenino.

CONCLUSIONES: CUERPOS Y PERSONAS

objeto de este trabajo ha sido presentar el concepto de


género, y el de sexo que analíticamente se le asocia, sus defi-
niciones y sus revisiones, dentro de un proceso, al mismo
tiempo político e intelectual. Se trata de un proceso que con-
tinúa abierto. Los estudios antropológicos sobre mujeres y
sobre género dan cuenta, más explícitamente que los estudios
antropológicos en otros campos, de las relaciones entre cam-
bios sociopolíticos y redefinición de los conceptos teóricos,
entre proyectos ideológicos y propuestas de análisis antropo-
lógico. En este punto las conclusiones sobre el lugar de los
conceptos de sexo y género en el análisis antropológico sólo
pueden ser abiertas.

273

L
Cuerpo y persona, los dos conceptos que he introducido en
el título de estas conclusiones, son indisociables hoy de la defi-
nición de los conceptos de sexo y género y de las relaciones en-
tre ambos conceptos. El concepto antropológico de cuerpo re-
fiere a la sexualidad e introduce el lugar de las relaciones entre
los cuerpos en los procesos de construcción social de las rela-
ciones de poder (Bordo, 1989; Méndez, 1998). El concepto de
persona refiere a la subjetividad y a la agency ineludibles hoy
en los estudios de género (Ortner & Whitehead, 1981). Género,
sexo, cuerpo, persona, sexualidad, subjetividad y agency son
conceptos que se han puesto en relación progresivamente en
los estudios antropológicos.
Podríamos retomar todos los estudios etnográficos citados
en este trabajo para dar cuenta de esta nueva composición con-
ceptual de los estudios sobre género. Los estudios etnográficos
sobre los Samo, los Pumé, los campesinos Tamil, los Gitanos o
sobre los filósofos y médicos de la Grecia clásica mostraban
cómo lo masculino y lo femenino, como categorías de género,
se justificaban y se construían a partir de unas determinadas re-
presentaciones del cuerpo, de los fluidos y de los tejidos corpo-
rales. Estos ejemplos, y los estudios sobre los Laymi bolivianos
y los pueblos del Monte Hagen, mostraban también cómo cier-
tos principios o valores sociales se justifican y adquieren todo
su sentido a través de estas representaciones del cuerpo, de los
fluidos y de las relaciones entre los cuerpos.
La idea central es que la representación del cuerpo, de lo
natural, no es ni universal ni inmutable. La naturaleza deja de
ser algo inmutable, se convierte en un símbolo que en cada
contexto particular refiere y da sentido a las relaciones entre las
personas. Como la cultura y las identidades, las representacio-
nes del cuerpo están en constante redefinición por la interrela-
ción constante entre la naturaleza y la cultura, entre la biología
y la sociedad. Por otro lado, si retomamos los trabajos citados
en la descripción de los estudios antropológicos sobre las mu-
jeres, los conceptos de subjetividad -y también de intersubje-
tividad- y de agency son centrales para analizar en su comple-
jidad las relaciones de poder de las que lo masculino y lo feme-
nino son las metáforas.

274
Los nuevos conceptos antropológicos asociados a los de
sexo y género, al igual que ellos, inciden en la construcción so-
cial de las categorías con el objetivo de desconstruir el esque-
ma ideológico patriarcal --dicotomías connotadas y modelo de
dominación/subordinación- que justifica las jerarquías socia-
les de poder y que se proyecta, sin un sentido crítico, a los aná~
lisis antropológicos.
La definición de los conceptos de sexo y de género debe si-
tuarse dentro de un proceso abierto a las dinámicas históricas,
sociales y culturales. El carácter relacional y simbólico de estos
conceptos, su asociación con otros conceptos --cuerpo, sexua-
lidad, persona, subjetividad, agency- los convierten en instru-
mentos ideales para el análisis de los nuevos objetos antropoló-
gicos -por ejemplo, las nuevas tecnologías reproductivas-
desde las nuevas miradas.

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