El Portal Infinito - Celina Brittez

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El portal infinito

Celina Brittez

H e demorado 360 días y nueve horas en poner en palabras mi


travesía con los libros perdidos de Augusto Roa Bastos1. El des-
cubrimiento de tal tesoro me mantiene cautiva en un torbellino de
casualidades que, aún hoy, continúan revolucionando mi corazón.
Para leer este relato es importante saber que cada detalle que se
narra forma parte de una historia verídica. Mi encuentro con “la bi-
blioteca" ocurrió como por arte de magia, sacudiendo el rompecabe-
zas de mi vida y moviendo muchas piezas de lugar. En el camino, la
realidad y la ficción se fusionaron en un portal del que, sospecho, no
podré salir jamás
El autor más prestigioso del Paraguay apareció en mi casa una
tarde fría de 2018, con casi 300 libros leídos, subrayados y analizados

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Augusto José Antonio Roa Bastos (1917- 2005) fue un escritor, periodista y guio-
nista paraguayo. Está considerado como el autor más importante de Paraguay y uno
de los más destacados en la literatura latinoamericana. Ganó el Premio Cervantes en
1989 y sus obras han sido traducidas a, por lo menos, veinticinco idiomas
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por él que estaban perdidos desde hacía más de cuarenta años. Todo
lo que ocurrió después fue fluyendo como en un cuento, hasta llegar
a este escrito, que no espera más que decir muchas cosas que todavía
me cuesta creer, pero que efectivamente viví. Y es que a veces las
casualidades nos llevan exactamente al punto en el que queremos
estar, aunque lo hayamos buscado cien veces en otros sitios, aun-
que estemos demasiado distraídos o incluso, hayamos abandonado
su búsqueda.
Augusto Roa Bastos vivió en la Argentina por casi treinta años.
Llegó en 1946 escapando de una dictadura y debió marcharse más
adelante, a causa de otra. Sin embargo, la persecución política e ideo-
lógica jamás logró silenciarlo. Durante el exilio su escritura atrave-
sada por el rechazo a la injusticia y el dolor del desarraigo, se volvió
más ágil. Escribió con un amor a su patria y a los suyos, que pronto
lo convertiría en "El supremo escritor"2 y mientras todo aquello ocu-
rría, su biblioteca personal, testigo del fervoroso deseo de resistencia,
aguardaba la llegada de un destino esperanzador: a través de esta,
Augusto viajaría en el tiempo.
Los libros debieron quedarse en la Argentina después del último
exilio y esa quizá sea una primera pieza de este rompecabezas. Sus
hijos, al emigrar a su vez, los ordenaron aguardando un regreso que
nunca ocurrió. En el proceso de guardado registraron tapas, notas y
objetos que funcionaron como indicadores para su reconocimiento
muchos años después. Posteriormente, el departamento debió vaciar-
se y los libros acabaron en un depósito en la Ciudad de Buenos Aires.

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El autor suele ser apodado así en honor a su máxima obra, Yo el Supremo.
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Entonces se perdió el rastro de aquel tesoro, que por algún motivo
llegó a mis manos en 2019. Pero para contar esta parte del relato,
resulta necesario aclarar muchas cosas. Porque creo que el hecho de
que yo estuviera tranquila en mi casa, mirando por la ventana un uni-
verso que, en ese instante me parecía finito, y que de pronto el mis-
mísimo Roa Bastos apareciera en mi puerta con un tesoro repleto de
polvillo, merece una introducción dedicada.
Nací en 1993, diecisiete años después del día en que Augusto tuvo
que abandonar la Argentina y sus libros. Durante pocos años viví a
dos horas de su antiguo departamento. A los ocho años me mudé con
mis padres y hermanos a Comandante Nicanor Otamendi, un pue-
blito rural de la provincia de Buenos Aires donde siempre residió mi
familia paterna, en el campo y cerca de la playa.
La biblioteca perdida de Roa Bastos apareció a media hora de mi
casa, a quinientos kilómetros del departamento en la Ciudad de Bue-
nos Aires. Las cajas estaban distribuidas en un contenedor de basura
lindero a una ruta que conecta con la costa atlántica.
Desde que tengo memoria, la lectura y la escritura son una espe-
cie de escudo protector al que me aferro con fuerza. Suelo sentirme
afortunada de ser una persona capaz de encontrar portales en los li-
bros y ya de pequeña me maravillaba la posibilidad de vivir entre dos
mundos: el real y el imaginario. Siempre me resultó divertido buscar
magia en las causalidades, volver infinito lo limitado.
Durante mi juventud abordé la odisea de fusionar aquella literatu-
ra que consumía con un universo nuevo que se abría a mis pies: debía
redescubrirme. Fue entonces cuando empecé a fantasear con la idea

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de transformarme en la protagonista de un portal, en la superpoderosa
heroína de mis propios relatos. Sin embargo, a pesar de haber escrito
una tonelada de borradores, no lo logré. Y la frustración de no encon-
trarme a mí misma en ninguno de los dos universos (el imaginario y
el real) resultó en que no volviera a escribir un párrafo en muchísimo
tiempo.
Tengo que mencionar todo esto porque ocho años después, el día
en que volví a tomar un lápiz, mi garaje escondía un tesoro. Los libros
perdidos llegaron a mis manos cuando me había olvidado de mí mis-
ma. Y es que la literatura es así, siempre llega para llenar algún hueco,
para regalarnos algo que nos está faltando, aunque no lo sepamos.
En esta línea, cuando la misma vida se transforma en un cuento, el
espíritu lector se enciende como una antorcha en el alma y ya no hay
manera de apagarlo.
Entonces tenía 25 años los dos universos se fusionaron de un
modo absolutamente inesperado. Entonces no lo sabía, pero la casua-
lidad había empezado a tejer, por fin, la historia que había buscado
durante tanto tiempo:
Mi compañero viajaba por una ruta que siempre le había parecido
aburrida, cuando encontró las cajas. Los libros húmedos, sucios, con
hongos, se ofrecieron como parte de un relato de piratas. No los abrió
entonces. Creyó que eran miles. Yo también lo creí. Cuando llegaron,
ocupaban la camioneta entera, el corazón se me escapó del cuerpo.
Desde el principio me resultó enigmática la pieza del rompecabe-
zas que me cruzó con tal aventura. Estábamos en pareja desde hacía
tres años y a veces leíamos juntos a la hora del mate. Fue una ca-

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sualidad que él y no otro pasara por ese camino. Miró para ese lado
y vio la pata de un mueble que parecía de roble. Como había salido
temprano, tuvo tiempo de frenar a ver si encontraba algún mueble
viejo para el monoambiente que estábamos remodelando. En cambio
se topó con una tonelada de libros que rescató para mí: "¿Los querés?
Te los llevo".
Los descargamos en casa de mis padres por una cuestión de es-
pacio. Mientras acomodábamos las cajas repletas de polvo en un rin-
cón accesible del garaje, planeando revisarlas al sol durante el día
siguiente, conversamos sobre el hallazgo. Me invadía una extraordi-
naria emoción por haber encontrado tantos libros nuevos y empecé
a planear dónde ubicarlos: debería colgar bibliotecas en la pared y
quizá sacar algún mueble. Y leerlos a todos…
A lo mejor de a dos, para calmar la ansiedad. Posiblemente, me
tomaría el resto del año. Soñaba despierta mientras contemplaba mi
tesoro, mi espíritu lector se enloquecía a preguntas ¿Qué libros ha-
bría? ¿Quién los había leído antes? ¿Por qué los abandonaron?
Siempre sentí que los libros usados son más especiales que el res-
to, porque portan infinitas historias: las que escriben sus autores (y las
que hay detrás), las que el lector interpreta en diferentes momentos,
las de cómo terminan en una venta de usados. Así, si el libro en sí
mismo es un portal, un libro usado carga miles de escondites y pasa-
dizos absolutamente irresistibles.
Pensé en la cantidad de lugares que podría visitar con mi nuevo
descubrimiento solo permaneciendo un tiempo en la primera esta-
ción: el enigma. Necesitaba imaginar un poco más antes de caer nue-

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vamente en la realidad. Soñar despierta, jugar a adivinar el contenido
de cada obra. Así fue que las cajas fueron reubicadas al fondo del
garaje tal como habían llegado. Y la biblioteca perdida aguardó in-
móvil. Aún no había llegado el momento de descubrirla.
Pasaron meses hasta que acepté iniciar la tarea. Digo "acepté"
porque la incertidumbre inquietaba a mi familia, que aguardaba res-
petuosa mi proceso, pero insistía en hablar del contenido secreto de
las cajas. Fue un domingo de lluvia después de comer un asado. Pre-
paramos el terreno y los corrimos al centro del garaje. Acordamos sa-
carlos de a uno porque nadie quería perderse nada. Además, abrimos
una planilla Excel para catalogarlos. Dividimos roles: sacar, dictar,
registrar, guardar. Entonces no lo sabíamos, pero el aire se iba car-
gando de magia. Qué libro veríamos primero, cuál sería el siguiente,
qué tan lejos llegaríamos hasta encontrar el tesoro. Todo parecería
orquestado.
Algunos estaban destrozados y fue imposible unir las páginas o
encontrar las tapas. También había revistas más recientes, del 2000 en
adelante; unas pinturas de un catálogo digital impresas en papel foto-
gráfico. Recuerdo haber sacado un manual de portugués para niños
pequeños con actividades realizadas en lápiz por una tal “Emma”,
una compilación de poesía, un ticket de compra de una librería cén-
trica. Y de pronto, entre todo aquello, como una pista plantada por
quien desea revelar algo, un recorte de diario: era una noticia digna
de un cuento, sobre una mujer que había vivido toda la vida con su
gemela en el cuerpo. La leí en voz alta y nos revolucionó un poco.
Analizamos entre risas la posibilidad de vivenciar experiencias que

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bien podrían ser parte de una historia de ficción (en ese entonces lo
sentimos ajeno). Continuamos. Un libro de Becker, un papelito suelto
con una letra F, otro recorte; esta vez era un pequeño relato sobre un
poeta paraguayo.
–Cuántos recortes ¿no? nos miramos intrigados.
–Esta biblioteca debe haber sido de un lector empedernido… Mi-
ren este, se corresponde con el cuento. Guardaban notas periodísticas
sobre temáticas afines adentro de sus libros…
Lanzábamos conjeturas extasiados. Ante cada descubrimiento
pensábamos que aparecería algo más grande. Como si fuera poco, las
obras eran excepcionales: poesía, novela, cuentos, teatro, lingüística.
Yo sentía que había encontrado los libros para el resto de mi vida. En
simultáneo, seguían brotando objetos llamativos: una foto, unas hojas
escritas con tinta azul y caligrafía envidiable, una carta mecanogra-
fiada sin firmar.
–¡Uy, qué librazo! este lo leí de chica.
–Miren este, está en otro idioma… ¿Será guaraní?
–¡Es guaraní! ¡Si estuviera el abuelo podría traducirlo!
–¿Y este? tiene una dedicatoria: a Augusto Roa Bastos… ¿Roa
Bastos? me suena.
Mamá me miró absorta. Siempre fue una buena lectora. Además,
durante nuestra niñez nos contaba de memoria (no encontraba el li-
bro) su cuento preferido de la infancia: Pollito de fuego. Años más
tarde, al volcar sobre la mesa los ejemplares de colección que recibí
como agradecimiento por la devolución de los libros al ver un ejem-

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plar de Pollito de Fuego mamá suspiró ante “su cuento” “nuestro
cuento”. Entonces me convencí de que este rompecabezas comenzó
a armarse mucho antes de encontrar los libros.
Pero aún no lo sabía cuando encontré aquel primer libro con la
dedicatoria que nos enfrentó a la realidad-ficción de tener en nuestras
manos algo más preciado de lo esperado: era un ejemplar de Los exi-
liados, novela del escritor paraguayo Gabriel Casaccia. En ese mo-
mento caímos en un túnel, y fue la biblioteca antes dormida la que
extendió para nosotros el puente que nos llevaría al portal.
Se desató el nudo que protegía el tesoro.
A medida que abríamos las cajas, la emoción se multiplicaba: fo-
tos de Roa sonriendo junto a una mesa llena de ejemplares de Yo el
supremo3, Augusto y amigos parados frente a una casa y flores, una
pareja sentada al sol en la playa; cartas de escritores de renombre
pidiéndole correcciones de sus obras, respuestas de Roa quizá nunca
enviadas. El cuento de los libros perdidos comenzaba entonces; y
con el tiempo detenido en ese instante, bien podría decir así:
“Eran las 15.43. El piso estaba lleno de libros húmedos y la fami-
lia sonreía. Se oía la lluvia y el golpeteo de sus corazones extasiados.
Detrás del caos de cajas, en un rincón, muy quieto pero también
sonriente, los miraba aliviado Augusto Roa Bastos”.
En medio de aquella escena convulsionada en la que todos que-
ríamos descubrir algo novedoso, procesaba dificultosamente la situa-
ción. Me detuve en fragmentos, notas al margen, facturas de compra.

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Novela de Roa Bastos publicada en 1974
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No lograba asumir plenamente que todo aquello me perteneciera,
aunque lo tuviera allí, abandonado y sucio. Mi cabeza daba vueltas.
Aún pesaba con fuerza mi frustración literaria; y el encuentro repenti-
no con la posibilidad de unir realidad y ficción me mantenía inquieta.
Necesitaba encontrar una explicación razonable para el suceso, y por
eso buscaba “algo”: una carta secreta, un cassette con mensaje ocul-
to. Necesitaba una prueba que me garantizara que había un motivo
para descubrir una biblioteca abandonada cuyo dueño había sido un
amante absoluto de las letras reconocido a nivel mundial.
Cuando empezaba a sentirme desesperada, uno de los libros per-
dió un papelito que cayó sobre mi falda. Entonces sentí el calor de
quién busca objetivar lo infinito, y se encuentra con una señal mística
que lo tumba de un golpe. Escrito a mano con tinta negra decía: “Yo
sueño cuando no duermo. Cuando duermo no sueño". El libro tenía
la firma de Augusto Roa Bastos. La caligrafía era idéntica. Esa frase
la había escrito él. Por primera vez (luego volvería a sentir esto mu-
chas veces) Roa me hablaba. Me acurruqué para leerla de nuevo; el
momento debía ser poético, coherente con la ocasión. Me interpeló
el contenido.
¿Quién no sueña cuando no duerme, sino alguien que cree en por-
tales donde la realidad, a veces, es mejor, más humana y empática?
¿Para qué soñar dormido, si en tiempos duros resulta mejor soñar
despierto? No sé si interpreté bien la frase, pero significó un abra-
zo grandioso en medio de aquella crisis de emociones. La biblioteca
perdida estaba allí, delante de mis ojos. Y gritaba que la casualidad
seguiría construyendo puentes para creer en la magia.

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Con mi familia hicimos un acuerdo tácito respecto a no decir nada
sobre el hallazgo. No sabíamos qué hacer, pero teníamos claro que,
de algún modo, se nos había asignado la tarea de protegerlo. ¿A quién
llamar, en quien confiar? ¿Hasta dónde contar? Fuera de las paredes
de la casa, nadie mencionaba los libros, pero adentro, no se hablaba de
otra cosa. Las hipótesis nos desbordaban: le habían robado sus libros;
se había escondido de los militares en un campo de la zona; tuvo que
huir y no pudo llevarlos… Desde entonces, todas las cenas familiares
eran con Augusto. Siempre surgía algo nuevo para contar. Debatía-
mos durante horas en la sobremesa…. Y mientras tanto, leíamos.
Personalmente sentí pudor ante la idea de empezar por una obra de
Roa. Además, considerando que Los exiliados, de Casaccia, había sido
el primer libro que él eligió para introducirme en el portal, me pareció
justo partir de allí. Entonces ya estaba segura de que no encontraría
señales lógicas en la biblioteca perdida, y preferí dejarme llevar por las
casualidades. Luego supe que la elección fue correcta. El libro es una
obra maestra sobre el dolor del desarraigo y me ayudó a empatizar con
el sentimiento tan triste de quienes deben vivir lejos de casa . Años más
tarde, el contenido de esta obra me daría el empujón necesario para
soltar mi tesoro y enviarlo de nuevo a Paraguay. No sé cuál leí después,
pero sí que me juré leer todos los libros antes de liberarlos.
Para principios de 2020, durante el aislamiento social preventivo
y obligatorio por el avance de la pandemia del Covid-19, yo tenía
todos los libros de Roa Bastos en mi biblioteca, ordenados por tema
y cada cual con su marca y subrayado exactamente en el lugar donde
los dejó el autor. En ese contexto, también fui mamá, y el embarazo

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en crisis sanitaria me obligó a permanecer en un encierro muchas
veces desesperante. Sumergida en una realidad distinta, sin caos, sin
temor, leí sin parar.
Me aferré al contenido de la biblioteca con la pasión de quién
debe desprenderse de un tesoro y quiere empaparse de él. Simultá-
neamente, conocía un poco más de él: le apasionaba buscar conexio-
nes entre realidad y ficción relevando los diarios, colocando recortes
dentro de los cuentos que, hasta de las maneras más descabelladas,
vislumbraban conexiones con los relatos; su caligrafía no se alteraba
aun en anotaciones breves; mecanografiaba ideas y las escondía en
sus libros; era un fuerte defensor de la igualdad; estudiaba francés;
usaba camisa y chaleco; a veces leía los libros a medias, analizando
a un extremo casi indescriptible capítulos puntuales; usaba las hojas
de un calendario viejo como marcadores de textos; no desechaba las
boletas de venta de las librerías y casi nunca compraba un solo libro
a la vez; atesoraba diferentes papelitos dentro de los libros, todos con
un sentido y un mensaje.
La palabra, el autor y el hombre me mantenían cautiva. Pero pron-
to caí en la cuenta de que me estaba involucrando demasiado en un
puente entre realidad y ficción que no me pertenecía .
Si bien dicen que, con el correr del tiempo, uno transforma los
hábitos repetitivos en costumbres, mi destino con los libros perdidos
era distinto. Con el paso de los años, la incomodidad de tener algo
ajeno empezó a pesarme con más fuerza. El deseo de devolverlos se
volvía urgente: primero llegaron los sueños. Veía a Roa parado en
una estación de tren; en una mano portaba una valija vacía y en la

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otra el ejemplar de Casaccia. Después, comencé a sentir culpa de leer
los papelitos, incluso sus notas. Al final, ya no encontraba consuelo
ni en sus propias obras, pensando en la posibilidad de alterar algún
elemento del destino, con mis manos.
La biblioteca fue custodiada por mi pasión literaria hasta media-
dos de 2022. Durante ese tiempo nadie pudo acercarse a las estante-
rías colgantes, que vigilé furiosa e incansablemente hasta el último
día. Durante ese tiempo crecí, me reinventé, me sumergí en un mun-
do mágico que cambiaría mi percepción de la realidad.
Tardé tres años y siete meses en escribir a la embajada paragua-
ya. Un poco porque quería continuar sumergida en las letras y otro
porque me daba miedo perder el portal que me había cuidado tanto.
Con la biblioteca me encontré a mí misma, me enamoré de Roa, fui
protagonista (por fin) de mi propia historia y volví a creer en muchas
cosas. Tal vez demoré tanto porque me costó asumir que, con esta
causa, aun lejos de los libros, mi vida había cambiado para siempre.
Un día de invierno me contactaron para coordinar la entrega. En
el quinto traslado desde que habían llegado a mis manos, los libros
se preparaban para viajar al Paraguay, donde serían entregados a la
Fundación Augusto Roa Bastos que dirige su hija Mirta Roa. Organi-
zamos una merienda en casa de mis padres. Estábamos inquietos: fe-
lices por devolverla, tristes por despedirla. Habíamos preparado cajas
idénticas por separado. En una especial, sus cartas y fotos personales,
en las demás las obras con sus respectivas marcas. Faltaban minutos
para recibir a los enviados de la embajada paraguaya y yo me sentía
al borde del colapso. Tenía miedo de que algo saliera mal, de haber

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dejado un libro mezclado entre los míos, confundido alguna marca de
lugar o haber olvidado esconder en la caja privada elementos funda-
mentales. Revisaba una y otra vez: catálogo, marcadores, ubicación.
Mamá cerraba con cinta las que ya estaban listas.
A punto de sellar la última caja, vi un libro caído debajo de la
silla. No tuve que hacer un esfuerzo para distinguirlo. Tampoco es-
peré algo diferente. Tratándose de los libros perdidos, el broche final
debía ser especial. Los exiliados, de Casaccia, yacía boca abajo: el
primer libro, el que me movilizó tanto, el de los sueños vividos que
me enfrentaron a la realidad del desarraigo de la biblioteca de Roa y
su deseo de volver a casa. Como despidiéndose, Roa me recordaba
por qué había llegado hasta allí: el puente entre lo real y lo imaginario
se mecía exactamente frente a mis ojos, una vez más.
Después de aquel día, todo avanzó muy deprisa. La biblioteca via-
jó a manos de la familia del autor, compartí los cuentos escritos por
su hija Mira con mi pequeña bebé, algunos curiosos se acercaron a mí
para conocer la historia, lloré de emoción muchas veces, mirando fo-
tos de mis libros en vitrinas de museo. Entonces podía pensar que ya
había sido suficiente. Sin embargo, aún quedaban piezas por mover.
Conté la historia verbalmente muchas veces. Dónde estaba el tesoro,
cómo cambio mi vida, cuando llego el momento de devolverlo a casa,
qué sentí. Me esforcé por no restarle importancia a los detalles, por trans-
mitir un poco de mi sorpresa, por maravillar a quienes me escuchaban
como me habían maravillado a mí. Sin embargo, en casi todas las entre-
vistas surgió una misma pregunta: ¿por qué no pedimos nada a cambio?
Monetizar un portal entre la realidad y la magia. Robar el tesoro

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de un pueblo. Aprovecharse de quien perdió sus puentes. Vender la
magia. La pregunta recurrente me enfrentó a una realidad difícil de
asumir. Estamos perdiendo la capacidad de sentir.
Entonces pensé en el destino, en ese Roa que nunca pudieron callar
y que siempre tuvo la palabra justa para cada oportunidad: cuarenta
años más tarde, en medio de una modernidad a veces un poco egoísta,
Los libros trajeron, al menos para mí, algo en qué creer. Estuve segura,
en aquel momento, de que aún me quedaba una tarea restante: tenía
que contar la historia.
He demorado 360 días y nueve horas en poner en palabras mi
travesía con los libros perdidos de Augusto Roa Bastos. El descu-
brimiento de ese tesoro me mantiene cautiva en un laberinto de ca-
sualidades que, aún hoy, continúan revolucionando mi corazón. El
proceso de empezar y abandonar borradores fue frustrante durante
mucho tiempo. No lograba escribir una sola oración sin sentir que le
restaba magia. No encontraba el modo de contar sin matizar detalles.
Insólitamente, está vez no podía volver ficción algo tan real.
Estaba dándome por vencida cuando una tarde, buscando algo en
mi biblioteca, cayó al suelo un papelito. Quizá una parte de mí estaba
esperándolo hacía tiempo, porque antes de agacharme a levantarlo,
sentí que, otra vez, Roa sonreía mirándome desde algún rincón. La
letra, la tinta, el color de la hoja, era evidente que se trataba de una
de las piezas del tesoro. Lo levanté emocionada, y me tomé algunos
segundos antes de leerlo en voz alta:

“Yo sueño cuando no duermo, cuando duermo no sueño”.

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Por si el universo volviera a parecerme finito, la casualidad
escondió esa primera frase de Roa durante todo este tiempo en mi
biblio-teca. Como esperando el momento en que iba a necesitar la
inspira-ción para contar la historia. Quizá recordando aquello que
los libros gritaron desde el primer día: que serán los sueños los
que vendrán a buscarnos si perdemos el rumbo, que los puentes
están por todas partes y solo es cuestión de dejarse llevar, de
animarse a ver más allá.
Desde algún lugar Augusto Roa Bastos volvió para decirme que
sus letras, espadas y escudos de la libertad, nos cuidarán eternamente
en un portal infinito entre lo real y lo imaginario, al que todos estamos
invitados.
Celina Brittez
Julio de 2023

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La autora

Celina Brittez nació en La Plata, Argentina


en 1993.
Es Licenciada y Profesora Universitaria en
Sociología, graduada de la Universidad Na-
cional de Mar del Plata.
Ha publicado artículos académicos vincu-
lados a ambiente y territorio en congresos
y jornadas, así como en revistas de inves-
tigación.
Durante el 2019, junto con su pareja en-
contraron un lote de libros pertenecientes a
Augusto Roa Bastos, en un contenedor de
basura.
Este evento cambiaría su destino para
siempre, acercándola a un lugar en el que
siempre fue feliz: la literatura.

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