El Susurro de Las Mujeres

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CAPÍTULO 2

Buenos Aires, 1906

Nadie nos regalará nada.

JULIETA LANTERI

—¿Escuchaste? —preguntó Dardo a su amigo—. Parece que la Lanteri al fin va a


recibirse.

—Ajá —dijo Fausto, concentrado en sus apuntes. Faltaba poco para que rindieran uno
de los exámenes más difíciles de la carrera, no quería distraerse.

—¿Ajá? ¿Solo eso tienes para decir? —insistió el otro.

Fausto elevó la mirada de ojos cansados y apoyó los codos sobre la mesa, necesitaba
relajar un poco la postura, que se volvía rígida cuando estudiaba.

—No sé qué pretendes que diga, es una estudiante más.

—¡Pero es mujer!

Los amigos compartían un departamento que alquilaban a bajo precio sobre la calle
Esmeralda. Dardo venía del interior y tenía el apoyo de su familia, que lo mantenía en
Buenos Aires para que pudiera terminar sus estudios de medicina. En cambio, Fausto,
porteño de pura cepa, se sostenía gracias a su trabajo en la cocina de un bar durante la
noche; con su familia no podía contar.

—¿Eso cambia las cosas para ti?

—¡Pues claro que sí! Me parece indigno que una mujer que se precie de tal examine y
toque otro cuerpo que no sea el de su marido.

—No estoy de acuerdo, Dardo —dijo Fausto con gesto de hartazgo—. ¿Podemos seguir
estudiando?

Sin hacer caso a sus demandas Dardo añadió:

—Mira lo que dice aquí. —Levantó un viejo ejemplar de la Revista del Centro de
Estudiantes de Medicina donde, bajo el título de «Mujer médica», un tal Pater escribía:
«Que no se prostituya su cuerpo no significa que se conserven vírgenes e impolutas,
porque el estudio de la profesión médica obliga a ver, oler y tocar infinidad de
quisicosas harto desagradables». ¿No estás de acuerdo con ello?

—¿Estás poniendo a las estudiantes al mismo nivel que las prostitutas?

—No lo digo solo yo, ya viste cómo las miran por los pasillos de la facultad. Escucha
esto y prometo dejarte estudiar —insistió Dardo—: «La debilidad antropológica del
sexo acabará por poner entonces las cosas en su lugar, y ya no podrá disponer de esa
imperturbabilidad física y anímica que requiere la práctica de una carrera sembrada de
dificultades y de imposiciones abrumadoras».

Dardo elevó los ojos, esperaba la aprobación de su amigo, pero esta no llegó.

—Escucha, Dardo, estoy atrasado y temo reprobar. Volvamos al estudio y una vez que
aprobemos el examen seguimos con esto de las mujeres. —Fausto era un hombre de
ideas avanzadas, quizás debido a la influencia de su madre, antes de que se perdiera en
el vicio. Para él, la mujer tenía las mismas capacidades que un hombre, incluso más,
porque por lo general podían hacer varias cosas a la vez, algo que a un varón le requería
de un máximo esfuerzo.

Dardo se rindió y volvió a concentrarse en sus apuntes.

La noche se les vino encima, y con el cuerpo y los ojos doloridos hicieron una pausa
para cenar.

Al día siguiente se presentaron en la facultad para realizar el examen, que duró más de
dos horas.

—Festejemos esta noche —propuso Dardo cuando salieron.

—Tengo que trabajar —se excusó Fausto—, sabes que no puedo faltar otra vez, a don
Atilio no le gusta.

—Pues tú te lo pierdes… —Dardo encendió un cigarro y ofreció otro a su amigo—.


Quedé con los muchachos en ir a un nuevo lugar que abrieron por el Bajo, con chicas
muy bonitas.

—Si termino temprano iré, aunque dudo que el cuerpo me aguante.

Dardo largó una carcajada.

—¡Parece que tuvieras cuarenta años!

Los amigos se separaron y Fausto se encaminó hacia el departamento, necesitaba comer


y descansar un rato si pretendía llegar a la noche con algo de lucidez. La víspera no
había dormido sino apenas unos minutos, su interés estaba en recibirse cuanto antes para
poder cambiar de vida. No quería ser como el resto de los hombres de su familia, él
rompería esa racha de borrachines y malandras.

De camino compró algo, el vacío de su estómago se manifestaba en sonidos. Una vez


saciado, se arrojó sobre la cama y se durmió al instante.

Despertó cuando las llaves anunciaron el arribo de Dardo; ya era de día. El


departamento era pequeño, solo disponían de una habitación que compartían, la cocina y
el baño.
—Bueno, bueno, la bella durmiente despertó —dijo el recién llegado con su desparpajo
habitual—. Prepararé unos mates.

Sin aguardar a que Fausto se despertara del todo encendió la radio.

—Estuve en el café, con los muchachos —dijo Dardo mientras volcaba la yerba—. Se
está preparando una gran carrera de autos para diciembre.

—¿Dónde? —Quiso saber Fausto, a quien no le interesaba demasiado el deporte.

—Dicen que será desde Recoleta hasta el Tigre Hotel. —Le extendió un mate a su
compañero, que ya se había sentado frente a él, aún somnoliento—. Voy a movilizar
mis contactos para que tengamos un sitio privilegiado.

Fausto no respondió, de momento tenía en mente solo una cosa: recibirse de médico.

Querida hermana, ¡cuánto te extraño! Me gustaría que vinieras conmigo a Buenos Aires,
a vivir con nosotras, aunque sé que a mamá se le partiría el alma. La vida aquí es muy
distinta a la del pueblo. Tía Allegra ha cambiado mucho desde el fallecimiento de su
esposo, tuvo que hacerse cargo de todo, ya no es tan feliz.

¿Por qué no respondes mis cartas? Hace ya más de un mes que espero respuesta a mi
misiva anterior. ¿Te habrá llegado? En ella te contaba sobre mi nueva amiga, una mujer
excepcional. Ella me animó a estudiar. Sí, querida Gianna, estudiar. Aquí eso está
reservado para los varones de las familias decentes, y a nosotras se nos enseña bordado
y cuestiones que tienen que ver con el manejo del hogar. Pero con Julieta no hay
convenciones ni límites que aguanten frente a su decisión. Es italiana, como nosotras,
llegó a la Argentina cuando tenía seis años. Vivían en Cuneo, un pueblo en el Piamonte,
pero su padre se vino aquí, como tantos otros, a hacer «la América», y de labrador pasó
a rentista.

Como te decía, Julieta me incentivó a estudiar. Ella se ocupó bien de averiguar lo que
les había pasado a las otras mujeres que quisieron hacerlo antes que ella, y me contó el
periplo de Élida Paso, descendiente de Juan José Paso, integrante de la Primera Junta de
este país. La pobre muchacha quería ser médica y debió acudir a los tribunales para
poder estudiar. El fallo llegó tarde porque murió antes; al menos logró recibirse de
farmacéutica. Pero le dejó la puerta abierta a la primera mujer en recibirse de médica, la
doctora Cecilia Grierson. Y mi querida amiga, Julieta Lanteri —recuerda bien ese
nombre porque hará historia—, está a punto de aprobar su tesis doctoral.

Con la ayuda de Julieta, ya hablo muy bien el español y lo escribo casi a la perfección.
He logrado convencer a la tía y estoy estudiando el secundario, con un profesor de la
Escuela Normal. Yo también quiero hacer una carrera, no de medicina, sino de abogada.
Y sé que si sigo los pasos de Julieta voy a llegar bien lejos.

Espero tus novedades, hermana mía… Escríbeme, eres la única de la familia que puede
hacerlo, y no lo has hecho en meses; empiezo a preocuparme.

Me despido con todo mi amor,


Fiorella

La muchacha cerró la carta y la introdujo en el sobre. La despacharía ese mismo día, no


deseaba demorar más la comunicación con su hermana, que vivía en un pueblo de la
Toscana.

—Tía, voy a salir —informó a la mujer que bordaba, sentada cerca del ventanal que
daba a la calle.

—¿Sola? —Allegra miró el reloj que colgaba de la pared y anunciaba las cuatro de la
tarde—. Sabes que…

—Ya sé lo que vas a decirme, tía… —Se acercó a ella y la besó en la mejilla—. Pierde
cuidado, solo iré al correo y luego me reuniré con Julieta.

—Ay, esa joven no es buena influencia… —Siempre decía lo mismo, más que nada
para cumplir con su deber de mayor responsable de su sobrina, aunque en el fondo
sentía admiración por la muchacha que estaba a punto de presentar su tesis doctoral.

—Vamos, tía, sabes bien qué clase de mujer es Julieta… —Se alejó para tomar el
sombrero—. No te preocupes, volveré pronto.

Fiorella salió dejando tras de sí un revuelo de faldas y su característico perfume a


violetas.

Caminó hasta el correo donde despachó la carta y luego enfiló sus pasos hacia la casa de
su amiga. Ajustó un poco la mantilla sobre el pecho porque se había levantado un viento
frío y era propensa a los dolores de garganta.

En casa de los Lanteri tocó a la puerta y fue la misma Julieta quien la invitó a pasar. Su
amiga era unos años mayor que ella, que apenas llegaba a los veinte, pero esa diferencia
de edad no hacía mella en su relación. Fiorella admiraba la libertad de Julieta, y la otra
se dejaba admirar. Cuantas más mujeres pudiera reclutar para su causa, mejor.

—Ven —le dijo la anfitriona luego de los saludos; la tomó del brazo y la empujó con
suavidad hacia el comedor—. Espérame aquí que vamos a salir.

—¿Salir? Creí que tomaríamos el té…

—¿Desde cuándo las mujeres nos reunimos para tomar el té? —replicó Julieta con sorna
antes de desaparecer detrás de una puerta.

Regresó al cabo de unos minutos, lista para partir. Llevaba unos cuadernos además de
su clásico bolsito de mano. Calzó el sombrero, el abrigo, y partieron.

—¿Vas a decirme a dónde vamos? —insistió Fiorella.

—A prepararnos para el congreso.

Fiorella se detuvo en seco y la miró.


—¿De qué congreso hablas?

—Del Congreso Internacional del Libre Pensamiento que se llevará a cabo dentro de
poco, aquí, en Buenos Aires —dijo Julieta, triunfal.

En 1904, Julieta junto con la doctora Cecilia Grierson habían fundado la Asociación
Universitarias Argentinas, donde las pocas profesionales compartían sus dificultades,
porque una vez que obtenían el título debían hacer frente a otros prejuicios y trabas que
les impedían ejercerlo. Las contadoras tampoco podían, porque las mujeres no eran
consideradas ciudadanas, solo lo eran los varones mayores de edad.

—¿Un congreso internacional? ¿Aquí? —Fiorella le siguió el paso, corto y rápido—. ¿Y


qué haremos allí? —Descontaba que ella también participaría, aunque no sabía cómo ni
en carácter de qué.

—Defenderemos nuestros derechos, que el mundo sepa que nosotras también podemos,
que no somos minusválidas congénitas, como dicen por ahí.

—No entiendo eso… —dijo Fiorella, cuyo español no reconocía aún ciertos términos.
Julieta le explicó—. ¿Qué dicen tus padres de todo esto?

La muchacha la miró de soslayo y una sonrisa se dibujó en su boca.

—Mis padres me aceptan como soy, creo que se han resignado. —Elevó los hombros y
dobló la esquina—. Vamos, que estamos cerca.

Llegaron a un edificio y Julieta ingresó por una puerta que estaba abierta. Fiorella la
siguió y subió las escaleras que las llevaron a la primera planta. Allí, en un salón con
ventanales a la calle, un grupo de mujeres las aguardaba.

El susurro de las mujeres, Gabriela Exilart

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