El Susurro de Las Mujeres
El Susurro de Las Mujeres
El Susurro de Las Mujeres
JULIETA LANTERI
—Ajá —dijo Fausto, concentrado en sus apuntes. Faltaba poco para que rindieran uno
de los exámenes más difíciles de la carrera, no quería distraerse.
Fausto elevó la mirada de ojos cansados y apoyó los codos sobre la mesa, necesitaba
relajar un poco la postura, que se volvía rígida cuando estudiaba.
—¡Pero es mujer!
Los amigos compartían un departamento que alquilaban a bajo precio sobre la calle
Esmeralda. Dardo venía del interior y tenía el apoyo de su familia, que lo mantenía en
Buenos Aires para que pudiera terminar sus estudios de medicina. En cambio, Fausto,
porteño de pura cepa, se sostenía gracias a su trabajo en la cocina de un bar durante la
noche; con su familia no podía contar.
—¡Pues claro que sí! Me parece indigno que una mujer que se precie de tal examine y
toque otro cuerpo que no sea el de su marido.
—No estoy de acuerdo, Dardo —dijo Fausto con gesto de hartazgo—. ¿Podemos seguir
estudiando?
—Mira lo que dice aquí. —Levantó un viejo ejemplar de la Revista del Centro de
Estudiantes de Medicina donde, bajo el título de «Mujer médica», un tal Pater escribía:
«Que no se prostituya su cuerpo no significa que se conserven vírgenes e impolutas,
porque el estudio de la profesión médica obliga a ver, oler y tocar infinidad de
quisicosas harto desagradables». ¿No estás de acuerdo con ello?
—No lo digo solo yo, ya viste cómo las miran por los pasillos de la facultad. Escucha
esto y prometo dejarte estudiar —insistió Dardo—: «La debilidad antropológica del
sexo acabará por poner entonces las cosas en su lugar, y ya no podrá disponer de esa
imperturbabilidad física y anímica que requiere la práctica de una carrera sembrada de
dificultades y de imposiciones abrumadoras».
Dardo elevó los ojos, esperaba la aprobación de su amigo, pero esta no llegó.
—Escucha, Dardo, estoy atrasado y temo reprobar. Volvamos al estudio y una vez que
aprobemos el examen seguimos con esto de las mujeres. —Fausto era un hombre de
ideas avanzadas, quizás debido a la influencia de su madre, antes de que se perdiera en
el vicio. Para él, la mujer tenía las mismas capacidades que un hombre, incluso más,
porque por lo general podían hacer varias cosas a la vez, algo que a un varón le requería
de un máximo esfuerzo.
La noche se les vino encima, y con el cuerpo y los ojos doloridos hicieron una pausa
para cenar.
Al día siguiente se presentaron en la facultad para realizar el examen, que duró más de
dos horas.
—Tengo que trabajar —se excusó Fausto—, sabes que no puedo faltar otra vez, a don
Atilio no le gusta.
—Estuve en el café, con los muchachos —dijo Dardo mientras volcaba la yerba—. Se
está preparando una gran carrera de autos para diciembre.
—Dicen que será desde Recoleta hasta el Tigre Hotel. —Le extendió un mate a su
compañero, que ya se había sentado frente a él, aún somnoliento—. Voy a movilizar
mis contactos para que tengamos un sitio privilegiado.
Fausto no respondió, de momento tenía en mente solo una cosa: recibirse de médico.
Querida hermana, ¡cuánto te extraño! Me gustaría que vinieras conmigo a Buenos Aires,
a vivir con nosotras, aunque sé que a mamá se le partiría el alma. La vida aquí es muy
distinta a la del pueblo. Tía Allegra ha cambiado mucho desde el fallecimiento de su
esposo, tuvo que hacerse cargo de todo, ya no es tan feliz.
¿Por qué no respondes mis cartas? Hace ya más de un mes que espero respuesta a mi
misiva anterior. ¿Te habrá llegado? En ella te contaba sobre mi nueva amiga, una mujer
excepcional. Ella me animó a estudiar. Sí, querida Gianna, estudiar. Aquí eso está
reservado para los varones de las familias decentes, y a nosotras se nos enseña bordado
y cuestiones que tienen que ver con el manejo del hogar. Pero con Julieta no hay
convenciones ni límites que aguanten frente a su decisión. Es italiana, como nosotras,
llegó a la Argentina cuando tenía seis años. Vivían en Cuneo, un pueblo en el Piamonte,
pero su padre se vino aquí, como tantos otros, a hacer «la América», y de labrador pasó
a rentista.
Como te decía, Julieta me incentivó a estudiar. Ella se ocupó bien de averiguar lo que
les había pasado a las otras mujeres que quisieron hacerlo antes que ella, y me contó el
periplo de Élida Paso, descendiente de Juan José Paso, integrante de la Primera Junta de
este país. La pobre muchacha quería ser médica y debió acudir a los tribunales para
poder estudiar. El fallo llegó tarde porque murió antes; al menos logró recibirse de
farmacéutica. Pero le dejó la puerta abierta a la primera mujer en recibirse de médica, la
doctora Cecilia Grierson. Y mi querida amiga, Julieta Lanteri —recuerda bien ese
nombre porque hará historia—, está a punto de aprobar su tesis doctoral.
Con la ayuda de Julieta, ya hablo muy bien el español y lo escribo casi a la perfección.
He logrado convencer a la tía y estoy estudiando el secundario, con un profesor de la
Escuela Normal. Yo también quiero hacer una carrera, no de medicina, sino de abogada.
Y sé que si sigo los pasos de Julieta voy a llegar bien lejos.
Espero tus novedades, hermana mía… Escríbeme, eres la única de la familia que puede
hacerlo, y no lo has hecho en meses; empiezo a preocuparme.
—Tía, voy a salir —informó a la mujer que bordaba, sentada cerca del ventanal que
daba a la calle.
—¿Sola? —Allegra miró el reloj que colgaba de la pared y anunciaba las cuatro de la
tarde—. Sabes que…
—Ya sé lo que vas a decirme, tía… —Se acercó a ella y la besó en la mejilla—. Pierde
cuidado, solo iré al correo y luego me reuniré con Julieta.
—Ay, esa joven no es buena influencia… —Siempre decía lo mismo, más que nada
para cumplir con su deber de mayor responsable de su sobrina, aunque en el fondo
sentía admiración por la muchacha que estaba a punto de presentar su tesis doctoral.
—Vamos, tía, sabes bien qué clase de mujer es Julieta… —Se alejó para tomar el
sombrero—. No te preocupes, volveré pronto.
Caminó hasta el correo donde despachó la carta y luego enfiló sus pasos hacia la casa de
su amiga. Ajustó un poco la mantilla sobre el pecho porque se había levantado un viento
frío y era propensa a los dolores de garganta.
En casa de los Lanteri tocó a la puerta y fue la misma Julieta quien la invitó a pasar. Su
amiga era unos años mayor que ella, que apenas llegaba a los veinte, pero esa diferencia
de edad no hacía mella en su relación. Fiorella admiraba la libertad de Julieta, y la otra
se dejaba admirar. Cuantas más mujeres pudiera reclutar para su causa, mejor.
—Ven —le dijo la anfitriona luego de los saludos; la tomó del brazo y la empujó con
suavidad hacia el comedor—. Espérame aquí que vamos a salir.
—¿Desde cuándo las mujeres nos reunimos para tomar el té? —replicó Julieta con sorna
antes de desaparecer detrás de una puerta.
Regresó al cabo de unos minutos, lista para partir. Llevaba unos cuadernos además de
su clásico bolsito de mano. Calzó el sombrero, el abrigo, y partieron.
—Del Congreso Internacional del Libre Pensamiento que se llevará a cabo dentro de
poco, aquí, en Buenos Aires —dijo Julieta, triunfal.
En 1904, Julieta junto con la doctora Cecilia Grierson habían fundado la Asociación
Universitarias Argentinas, donde las pocas profesionales compartían sus dificultades,
porque una vez que obtenían el título debían hacer frente a otros prejuicios y trabas que
les impedían ejercerlo. Las contadoras tampoco podían, porque las mujeres no eran
consideradas ciudadanas, solo lo eran los varones mayores de edad.
—Defenderemos nuestros derechos, que el mundo sepa que nosotras también podemos,
que no somos minusválidas congénitas, como dicen por ahí.
—No entiendo eso… —dijo Fiorella, cuyo español no reconocía aún ciertos términos.
Julieta le explicó—. ¿Qué dicen tus padres de todo esto?
—Mis padres me aceptan como soy, creo que se han resignado. —Elevó los hombros y
dobló la esquina—. Vamos, que estamos cerca.
Llegaron a un edificio y Julieta ingresó por una puerta que estaba abierta. Fiorella la
siguió y subió las escaleras que las llevaron a la primera planta. Allí, en un salón con
ventanales a la calle, un grupo de mujeres las aguardaba.