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Un Tal Walter

Este documento discute el concepto de "industria cultural" propuesto por Adorno y Horkheimer en su libro "Dialéctica de la Ilustración". Explica que este concepto ha generado mucho debate y críticas, centrándose en tres puntos: la masificación de las obras, la pasividad del público y la obra como fórmula. Luego, el documento analiza la naturaleza heterogénea del cine como arte, industria y mercancía, y cómo esto afecta el estudio del cine como fenómeno cultural.
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Un Tal Walter

Este documento discute el concepto de "industria cultural" propuesto por Adorno y Horkheimer en su libro "Dialéctica de la Ilustración". Explica que este concepto ha generado mucho debate y críticas, centrándose en tres puntos: la masificación de las obras, la pasividad del público y la obra como fórmula. Luego, el documento analiza la naturaleza heterogénea del cine como arte, industria y mercancía, y cómo esto afecta el estudio del cine como fenómeno cultural.
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Cine, cultura e industria

Seudónimo: Un tal Walter

Categoría 1/ Texto Largo


2

Cine, cultura e industria

Se trata desde ahora de una especie de


sociedad sin tierra, que sueña con su
espiritualidad en vez de asirla a través de mil
tareas de la vida cotidiana. Esto provoca el
orgullo, como reacción de defensa, y un
estrechamiento enfermizo de los vínculos
sociales. He aquí una sociedad frenética en
el aire.

Jean-Paul Sartre

En 1947 Max Horkheimer y Theodor Adorno publican su ya ilustre Dialéctica de la


ilustración. El texto, como es bien sabido, encarna una crítica radical a la racionalidad
política moderna. Probablemente uno de los términos técnicos de la publicación que
más ha suscitado discusión es el de Industria cultural. Desde el momento de su
aparición hasta nuestros días han sido bastantes los teóricos que se han pronunciado al
respecto, bien sea para suscribir la posición de estos pensadores como para refutarla.
Sea la posición que se asuma, es claro que Adorno y Horkheimer abrieron un campo
de discusión que aún se mantiene palpitante. Podríamos llegar a decir incluso que, de
cierto modo, la discusión actual sobre las sociedades del espectáculo y las sociedades
de control se alimenta silenciosamente de la discusión teórica abierta por ellos a
finales de los 40’s del siglo XX.
Sin embargo, a pesar del aporte que ha llegado a significar el concepto de Industria
cultural para los análisis críticos de la modernidad, no han sido pocos los autores que
se han pronunciado en contra de la postura de Adorno y Horkheimer. Desde Walter
Benjamin hasta Umberto Eco, pasando por Habermas y Noël Carroll, la evaluación
del concepto no ha sido necesariamente complaciente (Carroll, 2002). Podríamos
decir, siguiendo a Carroll, que el grueso de las críticas en contra se concentran en tres
puntos fundamentales, a saber, el problema de la masificación, el de la pasividad del
espectador y el de la obra como fórmula. En términos generales, el asunto de la
masificación se puede formular del siguiente modo: en tanto la industria cultural
produce mercancías, su destino es producir obras-cliché; esto es, producir obras en
serie que no se diferencian entre ellas más que de una manera superficial,
reproduciendo siempre el sentido común. Como segunda medida, el argumento de la
pasividad del espectador sugiere que la obra de la industria cultural es necesariamente
de fácil digestión y para ello acude a formas estéticas simples, de fácil consumo,
3

reduciendo así la experiencia estética del espectador-consumidor a su expresión más


infantil. Finalmente, se sugiere que a diferencia de la obra de arte genuina, la obra de
la industria cultural reproduce irreflexivamente una serie de lineamientos formales
que satisfacen las condiciones industriales de producción en serie y de
entretenimiento del público-consumidor. De esta manera, la fórmula opera como
recurso que garantiza el éxito de la obra como objeto de producción industrial.
Formulado de este modo es fácil entender el mar de críticas que han recaído sobre el
pensamiento de Adorno y Horkheimer. Por ello, es importante señalar que esta
exposición de la industria cultural se satisface en las generalidades más que en la
precisión de su formulación científica. Es decir, estas críticas recaen sobre una
caracterización genérica y abstracta del fenómeno que aunque asoma ocasionalmente
en el texto original de los teóricos de Frankfurt, no agota la profundidad de su
argumento. Una lectura rigurosa de la exposición que hacen Adorno y Horkheimer
permite reparar en detalles que la exposición general pasa por alto y en los que se
juega la filigrana argumentativa del problema. Este artículo se propone atender una
pequeña serie de formulaciones precisas sobre la industria cultural con el ánimo de
alcanzar alguna profundidad y precisión sobre ciertos aspectos del problema que
usualmente son pasados por alto con el ánimo de ofrecer un semblante crítico sobre el
cine considerado como fenómeno cultural. Para decirlo de un modo más preciso, este
artículo se propone atender en detalle la caracterización de la obra cinematográfica
como objeto cultural en tanto fetiche. Todo esto con el ánimo de hacer claridad sobre
algunos aspectos políticos del cine que hasta el momento no han sido tematizados con
suficiencia.
Vale la pena aclarar que, dada la naturaleza de nuestro objeto de estudio, el cine en
cuanto fenómeno cultural, la exposición del problema reclama una forma particular.
El cine es desde su base material de procedencia heterogénea. Esto es, el cine es arte y
a la vez industria, es expresión cultural y a la vez mercancía, es grito de
independencia y a la vez mecanismo ideológico de seducción. En suma, el cine es una
expresión de carácter impuro desde su base y por ese motivo las aproximaciones
atentas a él deben proceder en consecuencia. La presente investigación es el resultado
de una mezcla de heterogéneos. Este texto va de la teoría del cine a la del fetiche-
mercancía, va del problema de la técnica de reproducción serial de imágenes a la
teoría del Estado moderno. El cine es un fenómeno heterogéneo y asimismo lo debe
4

ser el estudio que se aproxime a él. De ahí que el presente texto ofrezca más una serie
de anotaciones que un organismo teórico cerrado.

Modernidad, cultura e imagen técnica.


La “cultura” como término que designa un problema diferenciado es un asunto
fundamentalmente moderno. La palabra cultura recoge una significación precisa solo
en la modernidad encontrando en la formulación científica de las ciencias de la
cultura, principalmente antropología y etnología, su expresión más acabada. Es
necesario que hagamos un recorrido selectivo y veloz sobre la historia del concepto
hasta el presente para poder reconocer sus presupuestos con el fin de establecer unas
ciertas claridades sobre el cine en tanto objeto cultural.
El antecedente premoderno del término “cultura” proviene del lenguaje agrícola
medieval. Para el siglo XIII el latín Colere designa el estado de un cultivo, se dice de
un cultivo bien cuidado, conservado en buen estado. Ya para el siglo XVI designa
más bien el acto mismo de cuidar del cultivo. Con ello, el término empieza a designar
una acción por la cual un cierto objeto se desarrolla como producto del cuidado
constante y conciente. Para 1718 la palabra cultura hace su incursión en el
diccionario de la lengua francesa para referirse a la facultad de cultivar
espiritualmente algún tipo de habilidad o disciplina (artes, letras, ciencias) (Cuche,
2002, 11). Así, paulatinamente la noción de cultura va a alejarse de su original ámbito
agrícola para empezar a significar la instrucción de una mente cultivada. Surge con
ello la imagen del hombre culto y la idea según la cual la cultura se opone a la
naturaleza. Así, la cultura es lo privativamente humano que funda un reino distinto al
natural. Esta es una de las ideas más fuertemente arraigadas que la modernidad ha
heredado del siglo de las luces. De ahí se sigue un fuerte universalismo de la idea de
cultura como la acumulación de saberes y formas del hacer tradicionales que se
transmiten entre los hombres de distintas generaciones. Universalismo enciclopédico
que no es otra cosa que eurocentrismo encubierto: “El peso de la tradición ilustrada
impuso conceptos tales como: “la cultura es única y universal”; “las artes, las ciencias
y los libros son la forma más alta de cultura”; “el tipo de cultura europea es avanzada
y superior”; “El progreso cultural existe y su parámetro es la civilización europea””
(Moreira, 2003, 15). En el contexto francés la idea de cultura es relevada durante la
segunda mitad del siglo XVIII por la de “civilización”, lo que arrastra consigo una
concepción histórica y evolutiva de la realidad social de los seres humanos. Según
5

Norbert Elías, el concepto de “civilización” en su versión francesa unifica y


universaliza lo que la categoría de “cultura”, apropiada por la tradición teórica
alemana, diferencia y entiende como local:

El concepto de civilización atenúa hasta cierto punto las diferencias nacionales de los pueblos
y acentúa lo que es común a todos los seres humanos (…) Por el contrario, el concepto alemán
de cultura pone especialmente de manifiesto las diferencias nacionales y las peculiaridades de
los grupos (…) en el concepto de cultura se refleja la conciencia de sí mima que tiene una
nación que ha de preguntarse siempre: “¿En qué consiste nuestra particularidad?” y que
siempre hubo de buscar de nuevo en todas partes su fronteras en sentido político y espiritual,
con la necesidad de manifestarlas además” (Elías, 2008, 85).

De ahí que la acepción alemana de cultura fuera la que resultara más determinante
dentro del contexto de la vida de los Estado-Nación moderno.
En este punto vale la pena recordar el papel definitivo que jugaron las expresiones
artísticas, fundamentalmente las pictóricas, durante el siglo XIX con el fin de
fortalecer la idea local de cultura nacional por medio de la construcción de símbolos
que cristalizaran y mistificaran el imaginario en torno a las culturas nacionales. El
Estado moderno debe esforzarse por unificar ese nuevo sujeto histórico del siglo XIX
denominado masa y para ello debe recurrir, entre otros, a una serie de recursos
simbólicos de unificación y lealtad. De ahí que el arte oficial y académico cumpla la
función simbólica fundamental de mistificar una mitología nacional alimentada de
imágenes del pasado plenas de evocación de la fuente prístina de un origen
primordial. Siguiendo a historiadores de la talla de Hobsbawm o Gellner, Anthony
Smith lo formula de esta manera: “The many new themes of artists, writers and
composers, who expanded and enriched the language of poetry, drama, music, and
sculpture, can be read as so many “invented traditions”, forged to meet new need
through iterative symbolic practices which claim a putative link with the communal
past” (Smith, 2010, 47). El arte del siglo XIX cumple la función de establecer las
bases simbólicas que fundamentan la imaginería de un pasado común y originario que
soporta la identidad cultural de una nación. Imaginarse como nación pasa
necesariamente por construirse un pasado mítico identitario que unifica las masas en
función de su porvenir. Ahora bien, con la aparición de las artes técnicas, con la
fotografía y el cine a la cabeza, este propósito estatal de construcción simbólica del
terruño encontrará sus herramientas idóneas.
Retomando nuestra breve genealogía del término “cultura”, es importante
concentrarse en el momento y el juego de condiciones por las cuales el término
6

deviene concepto científico en la base de las nacientes antropología y etnografía del


siglo XIX. Con las florecientes ciencias sociales y humanas en el siglo XIX la
categoría cultura alcanzará un nuevo estatuto. Bebiendo de la doble fuente del
positivismo newtoniano y del dualismo cartesiano que distingue el reino natural del
humano (Wallerstein, 2007, 4) las ciencias de la cultura van a encontrar su espacio
dentro del cuadro de los saberes científicos modernos. Se trataría así de hallar las
leyes regulares y mensurables que gobiernan la vida autónoma de los hombres como
sociedad o cultura. Se atribuye a Edward Burnett Tylor la invención del sentido
científico del término. Para 1883 él mismo introduce la cátedra de antropología en
Oxford en medio de la discusión que ocasiona un saber que aspira a ser científico y
cuyo objeto, la cultura, escapa a la regularidad del comportamiento de la naturaleza.
Justamente por esta inestabilidad epistemológica en la que se encuentran las ciencias
de la cultura, ellas tienden a una inagotable tarea de relativización de sus propios
axiomas. En el contexto de las florecientes sociedades de masas era urgente un saber
sobre este nuevo sujeto histórico, pero a la vez era imperativo relativizar este
conocimiento para hacerlo sensible a su objeto1. De este modo, la noción de cultura
en su acepción científica tendería lentamente a dejar atrás los universalismos de sus
formulaciones iniciales al precio de poner en riesgo su estatuto científico. Así, se abre
un camino inagotable de reflexividad epistemológica en el seno de las ciencias
sociales y humanas que hace que hasta sus categorías fundamentales, la cultura en
este caso, se hagan volátiles.
Es justamente allí, en el ojo del huracán, donde los recursos técnicos de la fotografía y
del cine encontrarán un lugar privilegiado. Ante la improbabilidad de la ciencia, la
técnica viene a redimir al conocimiento de su crisis. Para decirlo en el lenguaje un
poco críptico de Vilém Flusser: “Precisamente en esta etapa crítica, en el siglo XIX,
se inventaron las imágenes técnicas a fin de hacer los textos nuevamente imaginables,
para colmarlos de magia y, así, superar la crisis de la historia” (Flusser, 1990, 15). Las
ciencias de la cultura corren con el doble riesgo del positivismo extremo que defrauda
a su huidizo objeto o, por el contrario, de la pura especulación que no logra el nivel de

1
Emanuel Wallerstein logra exponer con claridad la magnitud política de esta dificultad
epistemológica: “Políticamente el concepto de leyes deterministas parecía ser mucho más útil para los
intentos de control tecnocrático de los movimientos potencialmente anarquistas por el cambio, y
políticamente la defensa de lo particular, de lo no determinado y lo imaginativo parecía ser más útil, no
sólo para los que se resistían al cambio tecnocrático en nombre de la conservación de las instituciones
y las tradiciones existentes, sino también para quienes luchaban por posibilidades más espontáneas y
más radicales de introducir la acción humana en la esfera sociopolítica” (Wallerstein, 2007, 13).
7

rigor y exactitud reclamados a la ciencia en la modernidad. En este escenario llega la


fotografía como antídoto al dilema. Ella ofrece el objeto como imagen, salvando su
apariencia no mensurable, su singularidad mágica no positiva. Pero a la vez
documenta con una supuesta –pero obviamente falsa- neutralidad técnica su realidad
sensible. Entre la técnica y la magia, la imagen fotográfica viene a redimir a las
ciencias de la cultura de su inestabilidad epistemológica, pues las aproxima a la
singularidad de su objeto que no se comporta según leyes universales, pero a la vez
ofrece, al menos como promesa, la documentación técnica de la realidad en beneficio
de su conocimiento positivo. Juan Naranjo lo ilustra de la siguiente manera: “La
fotografía desempeñó un papel fundamental en esta transformación cultural, en que la
imagen fue ganando terreno a la palabra impresa, ya que éste es uno de los medios en
que más se desdibujan las fronteras entre la realidad y su representación” (Naranjo,
2006, 11). El hipotético realismo fotográfico permite que se dé un equívoco
conveniente para la antropología según el cual estamos frente a la singularidad
misma del objeto cultural estudiado, a la vez que, convertido en imagen, contamos
con él como material cuantificable, archivable, manipulable y demás. Con la
fotografía estamos entre la generalidad de la teoría que se ve ilustrada en cada imagen
y la singularidad de cada rostro que como un tipo viviente se hace irreductible al
cálculo de sus rasgos. De ahí que la fotografía científica de este tipo adoptara unos
protocolos muy precisos para estandarizar a su objeto en la misma medida que lo
conservaba como singularidad irrepetible en la imagen. Este tipo de fotografía se
alimentaría de la antropometría para regular sus variaciones. No es casual que los
usos fotográfico carcelarios y clínicos de la época adoptaran el mismo
comportamiento, pues en su ejercicio de control buscaban estandarizar la información
del criminal o del paciente, conservando la singularidad de su aspecto como caso
asociable a un individuo. “Al combinar la fotografía con la antropometría pudieron
obtenerse medidas estandarizadas sobre el cuerpo humano, lo que permitió la
comparación y al mismo tiempo, reunir de forma económica una gran cantidad de
información” (Naranjo, 2006, 16). Entre la técnica y la magia es lo mismo que entre
el aura y el control.
El caso cinematográfico es aún más claro. Las potencias narrativas del medio
permiten que la antropología construya sus relatos de un modo análogo al modo en
que la ficción construye los propios, pero no con el fin de defraudar la realidad, sino,
por el contrario, de construirla como objeto de conocimiento científico por medio de
8

la imagen. De tal modo que el espacio narrativo y el científico se reforzaban en una


estrategia aparentemente paradójica. Marc Henri Piault dice lo siguiente de este
exótico maridaje:

A través de estas operaciones se elaboró uno de los constituyentes esenciales de todo relato,
ya sea cinematográfico o narración de la experiencia etnológica: el personaje filmado o la
persona en su autoctonía antropológica fueron construidos, por una parte, a lo largo de un
proceso atributivo y cualificativo de identificación con respecto a otras figuras de
comprensión” (Piault, 2002, 20).

Entre la ciencia y la narrativa, a través del uso del medio cinematográfico, la


antropología concilia sus opuestos y satisface sus necesidades como saber de la
cultura. De este modo, tanto el cine como la fotografía, por su doble naturaleza de
imagen y de técnica salvan a las ciencias de la cultura de su ambigüedad
epistemológica. Ahora bien, la pregunta que nos ocupará más adelante consiste en lo
siguiente: ¿qué hace el arte cinematográfico y ya no la antropología con este equívoco
(técnica/magia) para el caso de sus obras consideradas de carácter cultural? Ya
llegaremos a ello con un poco de paciencia.
Para finalizar nuestra breve y fragmentaria genealogía del concepto de cultura, vale la
pena que nos detengamos en uno de los usos contemporáneos más frecuentes del
concepto con el fin de aclarar un conjunto de prácticas características de los gobiernos
nacionales actuales. Me refiero a la idea por la cual la cultura ya no es sólo un objeto
de conocimiento, sino además un campo de gestión. La idea más palpitante en
relación a la cultura en el presente la ha hecho objeto de la denominada gestión
cultural, claramente heredera del comportamiento de la industria cultural. Aunque la
gestión cultural surge como resultado de la actitud de defensa del patrimonio cultural
de las naciones frente al manoseo de la industria cultural, no sería del todo
descabellado considerar la gestión cultural como industria cultural de Estado.
Es claro que desde la edad media se puede reconocer un esfuerzo por parte de los
gobiernos por establecer un conjunto de referentes simbólicos que sirvan como
referencia para su población. El uso de banderas, escudos, códigos simbólicos en las
armas y armaduras viene desde bien atrás. Tampoco es difícil rastrear el modo en que
los nacientes Estados-nación del siglo XIX se esfuerzan por construir, como dijimos
arriba, relatos épicos sobre sus orígenes con el fin de establecer una versión oficial de
sí mismos para garantizar el sentido pertenencia y de lealtad de sus masas. Incluso, no
sería difícil ver en el programa propagandístico de Lenin, Mussolini o Goebbels el
9

esfuerzo por unificar a las masas en torno a un proyecto cultural. No obstante, el


sentido preciso de gestión cultural es más reciente. Sólo hasta la década de los 60’s
del siglo pasado se puede hablar en sentido institucional y operativo de gestión
cultural. “A partir de 1960 y 1980, la gestión cultural se ha ido incorporando al
planteamiento de las políticas públicas de los estados” (Moreira, 2003, 10). Al hablar
de gestión cultural hablamos de gestión administrativa de Estado, lo cual significa la
aparición de organizaciones e instituciones administrativa y presupuestalmente
autónomas, dedicadas a la gestión de la vida cultural de una nación. El Estado en su
centralidad asume como su responsabilidad la constitución y organización de
unidades operativas de gestión de la cultura en nombre de la prosperidad:

De esta manera el agente Estado interviene en nuestro contexto social de forma enérgica y
contundente con procesos de legitimación de demandas y necesidades de la población y la
institucionalización de organizaciones culturales (…) Este proceso se realiza gracias a la
aprobación de políticas públicas aportando unos recursos y generando una necesidad de
profesionales que desarrollen estos programas (Sempere, 2002, 222).

En esta medida, la gestión pública opera como una red institucional y de


profesionalización disciplinar que responde a una serie de necesidades de unificación
y administración de la vida social de las masas.
Resulta paradigmático el caso francés. Para 1960, bajo el gobierno de Charles de
Gaulle, Malraux sería nombrado como el primer ministro de cultura de la historia. El
naciente ministerio se ocuparía de lo cultural en un sentido diferente a la gestión
educativa que venía cumpliendo su gobierno. Este ministerio tendría tareas
específicas y un espacio de acción perfectamente delimitado según procedimientos
administrativos específicos. “Malraux organizó su ministerio centrándose en lo
cultural y desprendiéndose de las responsabilidades de la educación nacional que
había sido un área estratégica del gobierno francés desde la revolución. El suyo sería
un ministerio de los artistas, de los creadores, de la creación.” (Castiñera de Dios,
2013, 82). El nuevo proyecto ministerial ocupaba un lugar estratégico en el panorama
político de la época, pues a través suyo se buscaba consolidar la unidad de un pueblo
que aún no se reponía de la ocupación nazi. Se trataba de un proyecto laico de
unificación nacional:

La preocupación de Malraux se centraba específicamente en la cultura como factor de unión


de una sociedad fragmentada. Al crear la red de casas de cultura describió a éstas como
nuevas catedrales laicas que tienen que volver a ser los espacios que congreguen a los
10

franceses en torno a un culto –no ya el de la religión sino el del arte- para volver a
reestablecer un tejido social que había dañado la historia reciente (Castiñera de Dios, 2013,
84).

De esta forma se consolida una entidad específica del gobierno como gestora y
promotora de cultura. Claro, no sin reclamos por partes de los anarquistas y los
movimientos anti-estatales del 68. Algunas de sus preguntas, legítimas, serían las
siguientes: ¿Por qué el arte, con todo su poder de subversión y a la vez de
propaganda, sería un objeto natural de preocupación por parte de un Estado
democrático? ¿Por qué es tarea natural del Estado llevar al obrero al museo?
Veinte años más tarde, ya bien entrada la década de los 80’s, el término gestión
cultural sería acuñado dentro de la terminología técnica internacional expandiéndose
rápidamente por todas las latitudes. “Según un informe de la Organización de Estados
Iberoamericanos (OEI), la noción de gestión cultural ingresa al discurso cultural en
Iberoamericana hacia la segunda mitad de la década de 1980, tanto en las
instituciones gubernamentales como en los grupos culturales comunitarios” (Moreira,
2003, 23). Y acompañando a esta oficialización de la gestión cultural se le añade su
maridaje con la noción de desarrollo. Para la década de los 80’s la gestión cultural se
convierte en agente de desarrollo de las naciones y por tanto en elemento fundamental
de la agenda administrativa de los gobiernos nacionales. La UNESCO lideró la
formulación estratégica de este maridaje cultura/desarrollo. La idea de desarrollo de
las naciones al margen de la conservación y promoción de la cultura se ha hecho,
desde hace dos décadas, insostenible. El modelo estrictamente económico del
desarrollo ha cedido a uno más integral según dicen los especialistas. Recientemente
la idea de desarrollo se emparenta con la de responsabilidad cultural. De la idea de lo
cultural como freno para el desarrollo, se pasó a la de cultura como factor positivo
para su despliegue (Maccari, Montiel, 2013, 49). Así, en consecuencia, la tarea de la
gestión cultural llega a desbordar el estrecho espacio de las artes para ampliarse al de
las formas de expresión social idiosincráticas en general. La gestión cultural se amplía
más allá de las formas culturales de élite. Es decir, se democratiza. Ya no sólo el arte
culto es objeto de administración por parte de las instituciones sino el conjunto en
general de formas expresivas de una sociedad en beneficio del proyecto de
unificación y prosperidad de las naciones. De ahí la suspicacia de Jean Dubuffet ante
la inevitable fundación del ministerio liderado por Malraux: “La única imagen que yo
tengo del estado es la de la policía, sólo puedo imaginar un ministerio de cultura
11

como un departamento de policía con sus comisarías, sus inspectores, sus agentes…”
(Castiñera de Dios, 2013, 80-81).
Como sea, podemos ver en qué medida la gestión cultural, a manos del Estado, parece
ubicarse en la misma posición ambivalente de las ciencias de la cultura. Por un lado,
desempeña una función de formación estética y espiritual en beneficio del cultivo de
las almas, pero por otro lado realiza la labor pedagógica de aquel que instruye sobre la
patria a la que pertenece su pueblo. La gestión cultural se ubica entre el conocimiento
y la experiencia estética. Adicionalmente, en sus formulaciones más recientes, es
expedito de qué manera este doble carácter de la cultura facilita la gestión
administrativa de lo cultural. La cultura ya no sólo es objeto pasivo de un
conocimiento, sino material para una acción preformativa sobre los flujos sociales.
En este punto es necesario acudir a Adorno y Horkheimer. Diremos de manera
anticipada que esta actividad preformativa sobre las masas depende en gran medida
del carácter de fetiche que alcanza la obra de carácter cultural. Nos concentraremos
luego en el caso cinematográfico.
Resumamos para continuar: un breve y selectivo recorrido histórico nos ha permitido
entender los sentidos estratégicos que ha tenido el término “cultura” hasta su
formulación más actual en cuanto objeto de administración en la gestión cultural. De
este modo, se ha hecho visible en qué medida el término posee un doble carácter, a
saber, es objeto singular de experiencia y a la vez objeto de un conocimiento
genérico. El objeto cultural se encuentra a medio camino entre la estética y la
epistemología. De ahí que el museo antropológico, por dar un ejemplo claro, satisfaga
a través de la imagen fotográfica la necesidad de conocimiento y a la vez la urgencia
de experiencias sensoriales novedosas2. De este modo, las artes técnicas de la imagen
(cine y fotografía) satisfacen a plenitud el doble requerimiento que hace este objeto
inestable, la cultura. Al respecto, algunos aportes precisos de Adorno y Horkheimer
nos pueden dar luces.

Industria cultural y fetiche

2
A propósito, de esto, el texto de Elizabeth Edwards resulta esclarecedor. Ella señala lo siguiente: “La
ambigüedad que caracteriza a la fotografía se corresponde con la identidad incierta, no sólo de la
antropología, sino también de la práctica museística” (Naranjo, 253). Tanto el museo, como las
ciencias humanas y la fotografía, flotan en este escenario de incertidumbre que problematiza la escisión
moderna entre ciencia, especulación y artes; entre conocimiento, retórica y experiencia estética.
12

Cuando los autores de la Dialéctica de la Ilustración someten a crítica la industria


cultural, no meramente están haciendo una crítica puntual de un sector productivo en
particular. Por el contrario, la crítica a la industria cultural entraña una crítica a la
forma misma de la modernidad en su expresión más elaborada. Así, para ellos, la
industria cultural no es un fenómeno parcial de la modernidad, sino la expresión de su
consumación. La crítica de la industria cultural no es sólo la crítica de un sector de la
producción tardomoderna, sino del modelo mismo del sistema. Ella encarna los
principios de la producción en las sociedades en las que la generación de excedentes
ya está garantizada y en la que entonces es necesaria la producción de consumo3. En
esta medida, la crítica de la industria cultural es una crítica generalizada a la
modernidad tardía. Por ello, los autores no sólo someten a examen el término
industria, sino, necesariamente también, el término cultura.
Al respecto Adorno y Horkheimer aseguran lo siguiente: “Hablar de cultura ha sido
siempre algo contra la cultura. El denominador común “cultura” contiene ya
virtualmente la toma de posesión, el encasillamiento, la clasificación que entrega la
cultura al reino de la administración” (Horkheimer, Adorno, 1988, 7). El grueso de la
teoría encuentra en el concepto de cultura el triunfo de una sociedad autoconsciente
de su historicidad. En esta autorreflexión el denominativo cultura operaría como una
categoría de reconocimiento de lo que somos en cuanto sociedad histórica. Sin
embargo, los teóricos de Frankfurt lejos de ver la emergencia el triunfo de una
racionalidad autoconsciente, ven la consolidación de una gran máquina de
administración de la vida social de los hombres. Para ellos esta forma de la
autoconciencia es sinónimo de control. La noción de cultura distribuye las diferencias
en un plano taxonómico que las hace susceptible de clasificación, ordenamiento y
administración. La vida misma del concepto cultura supone el comportamiento de lo
que él designa como objeto de cálculo y gestión. Una vez designado como cultura, tal
objeto se somete a la intromisión de aquel que calcula y administra. Es decir, la
denominación de un fenómeno como cultural presupone su devenir Objeto. Esto es:
sustancia pasiva que se ofrece para ser conocida y posteriormente intervenida según
un cálculo y una proyección. Por eso, ellos prosiguen: “Sólo la subsunción
industrializada, radical y consecuente, está en pleno acuerdo con este concepto de
cultura” (Horkheimer, Adorno, 1988, 7) Expuesto como cultural todo fenómeno es

3
En relación a esto autores contemporáneos como Paolo Virno, Maurizio Lazzarato, Toni Negri y
Michael Hardt han teorizado ofreciendo resultados bastante notables.
13

develado como Objeto dispuesto para el conocimiento apropiador y, asimismo, como


mercancía. El objeto de conocimiento es tan pasivo como la mercancía. En cuanto
objeto cultural todo está disponible para ser observado y en consecuencia para ser
exhibido al modo de la mercancía turística. Incluso sin ser intercambiado por dinero,
el objeto cultural supone su circulación, su aceleración para el conocimiento y la
experiencia. El modelo de la libertad y perpetuación cultural de las naciones es el de
la mercancía, esto es, el de la acelerada circulación en su exhibición ¿De qué sirve la
cultura si no se la exhibe? ¿Qué mejor medio para el despliegue de este constitutivo
valor exhibitivo del objeto cultural que la fotografía y el cine, los grandes
aceleradores de la circulación por la imagen? En el entusiasmo del antropólogo y del
turista armados con sus cámaras, resuena el entusiasmo del consumidor frente a la
vitrina.
Así, el concepto de cultura supone designar un fenómeno social como Objeto natural
para el conocimiento y la experiencia. En esta medida, el concepto de cultura, como el
fetiche de la mercancía, oculta por principio su procedencia, esto es, su modernidad.
El concepto de cultura no sólo objetualiza aquello a lo que se refiere, sino que se
fetichiza a sí mismo al naturalizarse en cuanto, por principio, oculta sus compromisos
con la cosificación del mundo característica de la modernidad. En su texto breve
titulado, Crítica de la cultura y sociedad, Adorno lo formula así: “La cultura sólo se
puede idolatrar si ha sido neutralizada y cosificada” (Adorno, 2008, 14). Sólo como
Objeto la cultura es un asunto y en tanto que tal, motivo de conocimiento,
especulación, circulación y exhibición. Sin embargo, la cultura como concepto se
oculta al suponer que se refiere a objetos naturales. La cultura como concepto se
supone inmanente a las culturas a las que se refiere. El colmo del fetiche cultural es
suponerse inmanente al mundo, natural a él, esto es, exterior a todo cálculo o gestión.
La industria cultural explotará este componente fetichista.
En su Resumen sobre la industria cultural Adorno insiste en la necesidad de
diferenciar entre la industria cultural y la cultura de masas. Él asegura que llamar a la
industria cultural por otro nombre, cultura de masas, se presta para un equívoco no
meramente nominal, sino sustancial. En sus palabras él lo formula de este modo:

En nuestros borradores hablábamos de “cultura de masas”. Pero sustituimos esta expresión


por “industria cultural” para evitar la interpretación que agrada a los abogados de la causa:
que se trata de una cultura que asciende espontáneamente de las masas, de la figura actual del
arte popular. La industria cultural es completamente diferente (…) En todos sus sectores
14

fabrica de una manera más o menos planificada unos productos que están pensados para ser
consumidos por las masas y que en buena medida determinan este consumo (Adorno, 2008b,
295).

La industria cultural afirma en su defensa que sus productos responden a las


solicitudes espontáneas de las masas y en esa medida sus contenidos brotan de manera
inmediata, no mediada, de la creatividad natural de las personas. En esta medida, sus
obras serían franca expresión de la vida social. Sin embargo su naturaleza industrial
sugiere otra cosa. En cuanto industria ella se comporta según un cálculo de costos y
beneficios especulando siempre con su eficacia. Los productos de la industria cultural
no son, para Adorno, obras de arte devenidas mercancías. Más bien, ellas son
mercancías sin más: “Las obras espirituales del estilo de la industria cultural ya no
son también mercancías, sino que son mercancías y nada más” (Adorno, 2088b, 296).
En tanto que mercancías son fetiches.
Desde el análisis de Marx es claro de qué forma la mercancía, expuesta en la vitrina,
circulando en el mercado, oculta por naturaleza las condiciones sociales de su
producción, esto es, la explotación que la hizo posible. Su belleza y acabamiento
invisibiliza el trabajo que la trajo al mundo. Sin embargo, con los productos de la
industria cultural en tanto mercancías hay un componente adicional. Sobre ellos recae
el imaginario de la autoría. La idea de un autor detrás del producto de la industria
cultural lo reviste de un aura que lleva al colmo su poder hipnótico, su carácter de
fetiche. Mientras cualquier mercancía aparece como el resultado impersonal del
trabajo en la fábrica, el producto de la industria cultural se ofrece como el resultado
de la inventiva individual de un autor. “Cada producto se presenta como individual; la
individualidad sirve para reforzar la ideología, pues con ella se produce la impresión
de que lo completamente cosificado y mediado es un refugio de la inmediatez y de la
vida” (Adorno, 2008b, 297). La figura de una individualidad que firma el producto
encierra el truco perfecto. La firma individual oculta el trabajo colectivo, oculta la
planificación, la distribución y especialización del trabajo. En suma, la firma autoral
que supuestamente está detrás de la obra de carácter cultural oculta la planeación
natural de tal obra en cuanto mercancía. El producto de la industria cultural es
revestido del aura de la autoría y con ello invisibiliza su carácter de mercancía. Así, la
industria cultural se fortalece del equívoco que ella misma produce. Equívoco por el
cual sus formas racionalizadas pasan por espontáneas. “El resultado es la mezcla,
esencial para la fisionomía de la industria cultural, entre streamlining, dureza y
15

precisión fotográfica (por una parte) y residuos individualistas, entusiasmo y


romanticismo racionalizado (por otra parte)” (Adorno, 2008b, 298). De este modo,
sobre un objeto producido según procedimientos industriales recae el aura de la
producción artesanal, de la producción no industrial. Adorno prosigue su descripción
de este modo: “Si aceptamos la definición de la obra de arte tradicional mediante el
aura, mediante la presencia de algo no presente (Benjamin), lo que define a la
industria cultural es que no contrapone estrictamente al principio aurático algo
diferente, sino que conserva el aura en descomposición como una niebla” (Adorno,
2008b, 298). De nuevo, la obra cultural oscila entre el aura y la mercancía, entre lo
irrepetible y la reproductibilidad técnica. Lo cultural goza de este doble carácter y se
nutre de él. Sea como objeto de conocimiento en las ciencias de la cultura, como
objeto de administración en la gestión cultural o como objeto de producción
industrial, el objeto cultural se fortalece bebiendo de esta doble fuente. Se trata de una
incoherencia productiva.
Ahora bien, podríamos trasladar perfectamente lo que señala Adorno sobre la figura
del autor a la idealización de la obra como producto cultural. Podríamos decir que
cierto tipo de obras que se ofrecen como expresión cultural de un pueblo, de una
idiosincrasia, reciben el mismo trato que recibe una supuesta obra autoral. En ambos
casos sobre el producto recae la idea de una espontaneidad creativa que la hizo
posible. Sobre el producto de carácter cultural recae la idea fetichista de la
espontaneidad de su procedencia. Incluso, se suele considerar que las expresiones
culturales ofrecen una resistencia al frío mundo de la circulación en el mercado. Se le
pide al artista indígena que redima a su tribu a través de su obra, se le solicita al artista
gay que manifieste con sinceridad la idiosincrasia de la minoría a la que pertenece, se
quiere ver en la obra del artista negro una oda contra el racismo. Con la activación de
esta halo que recubre la obra cultural se confunde el contenido edificante con la
experimentación artística. Nicolás Bourriaud lo expone de este modo: “Los tiempos
posmodernos ven nuevamente obras que manifiestan sentimientos edificantes
disfrazados de una “dimensión crítica”, imágenes que se redimen su indigencia formal
por la exhibición de un estatuto minoritario o militante, o discursos estéticos que
exaltan la diferencia y lo “multicultural” sin saber claramente por qué” (Bourriaud,
2009, 25). De este modo, el producto cultural, materializado según un proceso
industrial planificado, pasa por espontaneidad revolucionaria y con ello los supuestos
16

medios de preservación de la diferencia no son otra cosa que meros objetos de


producción industrial. De nuevo Bourriaud nos da luces al respecto:

La supuesta diversidad cultural preservada bajo la campana de vidrio del “patrimonio de la


humanidad” termina siendo el reflejo invertido de la estandarización general de los
imaginarios y de las formas: cuantos más vocabularios plásticos heterogéneos de tradiciones
visuales múltiples no-occidentales integran el arte contemporáneo, más claramente aparecen
los rasgos distintivos de una cultura única y globalizada (Bourriaud, 2009, 11-12).

Gran eficacia la del aura que recubre al objeto cultural. Según Bourriaud, la actitud
compasiva de aquel que trata de salvaguardar la diferencia cultural y minoritaria no
hace más que ponerla en bandeja de plata para su apropiación como objeto de
consumo en una suerte de gran acumulado en el que las culturas se suman unas a otras
a través de sus objetos. Resulta contradictorio que en el mismo contexto en que la
erradicación inmisericorde del pasado está en la base de los procesos de
modernización de la vida social, el proyecto de la industria y la gestión cultural nos
encomie a preservar en la imagen las formas minoritarias o en vías de extinción. De
este modo, la obra de carácter cultural se ha convertido en el espacio de expiación de
la culpa y en consecuencia en mecanismo de perpetuación de aquello que la produce4.
A propósito de este tema Hal Foster redactó un texto indispensable. Se trata de “El
artista como etnógrafo”. En él, Foster señala una nueva tendencia del arte desde la
última década del siglo XX. Se trata del paradigma del artista como etnógrafo. Se
trata de un desplazamiento en el arte: “es el otro cultural y/o étnico en cuyo nombre el
artista comprometido lucha las más de las veces” (Foster, 2002, 177). Y como lo
señala el autor, el gran peligro al que se expone este tipo de arte es el de la
idealización del Otro. Esta idealización tiende a hacer del Otro el lugar natural de la
verdad. Como si su ser Otro le otorgara una relación más íntima con la verdad de lo

4
Al respecto la posición de Jacques Rancière es definitiva. Para él, la solicitud de intervención del arte
por parte del Estado y la industria no es más que otro recurso por el cual se reafirman las políticas
consensuales imperantes. El consenso supone un acuerdo previo sobre las condiciones mismas de lo
político, acuerdo por el cual se ha distribuido y jerarquizado quién tiene voz activa y quien no. Así, la
función del arte no sería otra que la de incluir a aquel que no tiene voz ni participación política dentro
del conjunto estadístico de quienes han sido tenido en cuenta por el Estado sin que esto signifique su
participación efectiva en la política como producción real de disenso. El excluido suele ser incluido a
través del arte, pero sólo en sentido nominal y estadístico, nunca en sentido real. “El excluido hoy día
reduce esta dualidad a la simple figura social de aquel que está fuera y al que el arte debe contribuir a
meter dentro. Esta figura del excluido pertenece evidentemente a la reconfiguración consensual de los
elementos y de los problemas de la comunidad. Por un lado, el excluido es el producto de la operación
consensual. El consenso busca una comunidad saturada, limpia de sujetos sobrantes del conflicto
político” (Ranciere, 2005, 60). La lógica del consenso produce la categoría del excluido y la racionaliza
según sus necesidades estadísticas y jerárquicas para luego incluirla a través de remiendos sociales por
el arte y la gestión cultural.
17

que somos. Lo Otro desafía al hombre occidental como su verdad perdida. Se trataría
así de una actualización estética del mito del buen salvaje. En consecuencia la tarea
del arte sería la de darnos noticia de esta verdad a través de su obra cultural con miras
a alterar nuestra propia identidad. De este modo, el imperativo para el artista sería el
siguiente: Compórtate como un antropólogo! Regrésanos nuestra verdad perdida a
través de la obra antropológica! “Una nueva envidia del etnógrafo consume a muchos
artistas y críticos (…) estos artistas y críticos aspiran al trabajo de campo en el que la
teoría y la práctica parecen reconciliarse” (Foster, 2002, 186). Teoría y práctica; arte y
conocimiento; belleza y verdad. Insistimos en este punto para añadirle algo: el doble
carácter de la obra cultural, a saber, su carácter estético y a la vez epistemológico
encierra la base de su fetichización. La obra cultural encierra la opción de una
experiencia y de un conocimiento que esconde una verdad que se supone brota
espontáneamente de la vida, sin cálculo alguno. La obra cultural, producida en el seno
de la administración de la industria y de la gestión estatal, se ofrece como el lugar de
un conocimiento y una experiencia de lo verdadero en su naturalidad. El fetiche
cultural brilla con la luz de la verdad.
Tras haber reconocido la procedencia y carácter del fetiche de la mercancía cultural,
podemos concentrarnos brevemente en el caso cinematográfico.

Algunos aportes sobre el cine y la cultura


Líneas arriba señalábamos de qué modo la obra de carácter cultural/antropológico
aparece como ocupando un lugar particular en cuanto medio de reivindicación de las
minorías en ella representadas. Este tipo de obra, se dice, le otorgaría naturalmente
vocería a las expresiones idiosincráticas que no la poseen. En el campo
cinematográfico, a este tipo de obra se le denomina, por lo general, como
cinematografía nacional y de autor por oposición a la industria de Hollywood. En el
espacio cinematográfico esta tensión entre la obra cultural y la industrial insiste por
contrariedad en el carácter marginal, exterior a la industria, de la primera. Podríamos
caracterizar el asunto del siguiente modo: “Especially in the West, national cinema
production is usually defined against Hollywood. This extends to such a point that in
western discussions, Hollywood is hardly ever spoken of as a national cinema,
perhaps indicating its transnacional reach” (Croft, 2002, 26). La estructura de
producción, distribución y exhibición del modelo de Hollywood establece unas claras
condiciones de producción industrial, de tal suerte que la obra extranjera o autoral que
18

escapa a tales condiciones recibe, por negación, el mote de cinematografía nacional.


Mientras el cine de Hollywood existe como objeto de exportación por su base
industrial transnacional, las cinematografía nacionales se ofrecen al espectador como
aquellas obras que escapan a este modelo. Así, la definición de cinematografía
cultural, autoral o nacional, es relativa al modelo del que pretende escapar:
Hollywood. Sin embargo, el concepto de cinematografía nacional es bastante borroso.
En su artículo Reconceptulizing National Cinema/s, Stephen Crofts hace visible los
significados variables y hasta contradictorios del término. Él distingue siete sentidos
usualmente atribuidos a la expresión “cine nacional”: estas variaciones del término
van desde la cinematografía del tercer mundo hasta la cinematografía angloparlante,
pero no americana, que busca en su región reproducir el modelo de producción
industrial hollywoodense (Croft, 2002, 27). Así, en esta categorización podrían entrar
cinematografías tan distintas como la de Dogma 95, el denominado Tercer cine
latinoamericano o la cinematografía mainstream de la India -Bollywood. Como sea,
esta dicotomía cine nacional y cine industrial de Hollywood se presta para cometer
una serie de errores fetichizantes.
Por lo general, se suele asociar las cinematografías alternativas a mecanismos de
financiación no-privados en lo que Thomas Elsaesser denomina un modo de
producción cultural (Elsaesser, 1989, 3). Para él, se trata de un modo de producción
alternativo al industrial. Para el modo de producción cultural, la financiación depende
de becas de creación, concursos, premios y facilidades provenientes de la legislación
estatal. Pero esta oposición suele ocultar algo; dada esta caracterización antagónica se
dice que el cine cultural depende en gran medida de la acción estatal mientras la
producción cinematográfica de Hollywood existe justamente por su independencia de
la intervención del gobierno americano. Esto es falso no sólo porque el cine marginal
en muchísimas ocasiones depende de dineros de la industria privada, sino además y
sobre todo, por que la cinematografía de Hollywood es dependiente, si bien no en
estricto sentido financiero, sí en sentido administrativo, de las políticas del Estado.
Hollywood no habría surgido ni mucho menos se habría mantenido sin la intervención
favorable del Estado norteamericano. Ahondemos en ello: Como muy bien logra
exponerlo Rubén Arcos Martín en su texto dedicado al cine como fenómeno cultural,
aunque se suele tener la idea de que Hollywood logró su imperio al margen de la
intervención estatal, un análisis cuidadoso del fenómeno arroja resultados distintos:
“el sector cinematográfico constituye uno de los casos más notables en lo referido a la
19

cooperación entre la empresa privada y el gobierno norteamericano” (Arcos Martín,


2010, 42). Aunque es escasa la bibliografía al respecto, es posible afirmar que el
apoyo del Estado americano fue indispensable en el fortalecimiento de la industria
cinematográfica americana al interior de su país como estrategia para proyectarse
como industria transnacional. Más delante Arcos Martín señala:

hemos de señalar que la ausencia de un ministerio de cultura, de cuotas de exhibición o de


subvenciones no implica la inexistencia de apoyo por parte del gobierno federal, de
políticas en otros ámbitos y de legislación que, en definitiva, constituyen factores
decisivos que posibilitan la creación y permanencia en el tiempo de ese escenario de
dominio de la industria cinematográfica norteamericana ( Arcos Martín, 2010, 61).

¿Por qué inferir de la ausencia de apoyos económicos a través de premios o estímulos


la ausencia total de apoyo y estrategia gubernamental? El estado americano entendió
que el cine era un vehículo idóneo de promoción de sus productos con miras a la
expansión global de sus mercados no sólo cinematográficos sino de manufacturados.
Se sabía bien que introduciendo sus películas a lo largo del mundo, Hollywood
introduciría automóviles, lavadoras y demás productos de la industria americana en
los hogares del mundo. Por ello, el estado fortaleció un plan jurídico ambiguo en
términos de la ley antimonopolio. Para 1918 el congreso eximiría a ciertos sectores de
la ley antimonopolio con miras a fortalecer su eficacia económica en el extranjero.
Entre estos sectores, uno de los más aventajados era el cinematográfico (Arcos
Martín, 2010, 67). Este aparato jurídico facilitaría de consolidación del emporio
industrial de Hollywood al precio de hacer la vista gorda ante los principios de
protección anti-monopolio fundamentales para el gobierno americano: “Por una parte
se reconocía que estas asociaciones representaban un peligro para la libre
competencia y los intereses de los consumidores norteamericanos, pero a la vez se
incentivaba su formación para fortalecer la competitividad de Estados Unidos en el
mercado mundial” (Arcos Martín, 2010, 67). Adicionalmente, el gobierno americano
ofrecía sus servicios diplomáticos para hacer frente a cualquier dificultad comercial
con los gobiernos extranjeros en términos de bloqueos o desestímulos a la proyección
fílmica. Heredando de esta actitud, podemos ver cómo en el presente las mesas de
negociación de los tratados comerciales internacionales entre las Estado Unidos y
otras naciones ven en los contenidos cinematográfico y televisivos un objeto de
atención particular.
20

Finalmente, cabe señalar una estrategia adicional: el gobierno americano dispone en


la tercera década del siglo pasado la coordinación de una nueva organización
dedicada a recopilar información sobre los gustos cinematográficos de los
consumidores internacionales país por país, región por región. De este modo el
gobierno se encargaría de conseguir, organizar y distribuir esta información en
beneficio de la maximización de los procedimientos de distribución de las películas
de Hollywood. Esta información sería poco a poco introducida como material activo
dentro del proceso mismo de producción cinematográfica.
De acuerdo con esta breve exposición de la relación Estado-Hollywood podemos
asegurar una cosa. La labor del gobierno, que usualmente se entiende como la de
protección del patrimonio cultural por medio de la gestión cultural, se pone en
evidencia en este caso como mecanismo de administración comercial. En este sentido,
como anticipábamos arriba, podemos entender la gestión cultural como acción
industrial de Estado. Bien sea que hablemos del cine de carácter cultural patrocinado
por el gobierno o se trate de la producción industrial con financiación privada, en
ambos casos el objeto cultural se comporta como mercancía. Se suele decir que las
subvenciones y apoyos del Estado liberan, al menos en cierto punto, la producción
cinematográfica de sus ataduras industriales; es decir, liberan al cine de los
requerimientos narrativos y formales exigidos para los filmes y de la premeditada
vida social de la película como mercancía. Sin embargo, esto es erróneo. Como señala
Thomas Elsaesser a propósito del llamado nuevo cine alemán de los años 70’s,
podríamos decir que el escenario de la subvención estatal flota sobre el limbo de una
contradicción: por un lado se le solicita a las películas defender una postura
cinematográfica nacional, pero por otro lado se le pide que se comporte
comercialmente al modo de un filme americano. Como si las decisiones estéticas,
narrativas y formales no afectaran la vida social de las obras; es decir, como si romper
con el canon formal hollywoodense en nombre de una cinematografía local no trajera
consigo necesariamente alteraciones al nivel de la distribución y socialización de las
obras (Elsaesser, 1989, 1). Esta contradicción es expresión del doble carácter de la
mercancía cultural puesto en choque.
Así, visto desde la perspectiva de la producción, al modo en que Marx hace con la
mercancía, la obra cinematográfica de carácter cultural o autoral desempeña un papel
análogo al de la obra industrial, pero sobre ella recae una doble solicitud: primero,
debe satisfacer las obligaciones de una obra industrialmente producida, esto es, debe
21

seguir el modelo de comportamiento comercial impuesto por Hollywood, y por otro


lado, se le pide que actúe como objeto cultural; es decir, que contenga a la vez un
cierto contenido estético y un cierto valor epistemológico de reconocimiento de lo
Otro o de la minoría. Como sea, sobre ella recae la exigencia de circular como circula
cualquier película de James Cameron pero ocultando su procedencia tras la piel de
cordero de la cultura, lo autoral o nacional. Como sugiere Andrew Higson, vista desde
la perspectiva del consumo la obra cinematográfica nacional muestra un nuevo brillo.
Ella se muestra así como una categoría económica de distribución y exhibición
cinematográfica (Higson, 2002, 53). El cine cultural, entendido así, es un género más
en las salas de exhibición. En consecuencia, sobre él recae un conjunto de
expectativas administrativas, económicas y hasta ideológicas nacionalistas. El cine
nacional es un objeto de gestión estatal que al aparecer como fenómeno cultural
oculta su naturaleza y proyecta silenciosamente sobre las masas sus
condicionamientos.
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