Un Tal Walter
Un Tal Walter
Jean-Paul Sartre
ser el estudio que se aproxime a él. De ahí que el presente texto ofrezca más una serie
de anotaciones que un organismo teórico cerrado.
El concepto de civilización atenúa hasta cierto punto las diferencias nacionales de los pueblos
y acentúa lo que es común a todos los seres humanos (…) Por el contrario, el concepto alemán
de cultura pone especialmente de manifiesto las diferencias nacionales y las peculiaridades de
los grupos (…) en el concepto de cultura se refleja la conciencia de sí mima que tiene una
nación que ha de preguntarse siempre: “¿En qué consiste nuestra particularidad?” y que
siempre hubo de buscar de nuevo en todas partes su fronteras en sentido político y espiritual,
con la necesidad de manifestarlas además” (Elías, 2008, 85).
De ahí que la acepción alemana de cultura fuera la que resultara más determinante
dentro del contexto de la vida de los Estado-Nación moderno.
En este punto vale la pena recordar el papel definitivo que jugaron las expresiones
artísticas, fundamentalmente las pictóricas, durante el siglo XIX con el fin de
fortalecer la idea local de cultura nacional por medio de la construcción de símbolos
que cristalizaran y mistificaran el imaginario en torno a las culturas nacionales. El
Estado moderno debe esforzarse por unificar ese nuevo sujeto histórico del siglo XIX
denominado masa y para ello debe recurrir, entre otros, a una serie de recursos
simbólicos de unificación y lealtad. De ahí que el arte oficial y académico cumpla la
función simbólica fundamental de mistificar una mitología nacional alimentada de
imágenes del pasado plenas de evocación de la fuente prístina de un origen
primordial. Siguiendo a historiadores de la talla de Hobsbawm o Gellner, Anthony
Smith lo formula de esta manera: “The many new themes of artists, writers and
composers, who expanded and enriched the language of poetry, drama, music, and
sculpture, can be read as so many “invented traditions”, forged to meet new need
through iterative symbolic practices which claim a putative link with the communal
past” (Smith, 2010, 47). El arte del siglo XIX cumple la función de establecer las
bases simbólicas que fundamentan la imaginería de un pasado común y originario que
soporta la identidad cultural de una nación. Imaginarse como nación pasa
necesariamente por construirse un pasado mítico identitario que unifica las masas en
función de su porvenir. Ahora bien, con la aparición de las artes técnicas, con la
fotografía y el cine a la cabeza, este propósito estatal de construcción simbólica del
terruño encontrará sus herramientas idóneas.
Retomando nuestra breve genealogía del término “cultura”, es importante
concentrarse en el momento y el juego de condiciones por las cuales el término
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Emanuel Wallerstein logra exponer con claridad la magnitud política de esta dificultad
epistemológica: “Políticamente el concepto de leyes deterministas parecía ser mucho más útil para los
intentos de control tecnocrático de los movimientos potencialmente anarquistas por el cambio, y
políticamente la defensa de lo particular, de lo no determinado y lo imaginativo parecía ser más útil, no
sólo para los que se resistían al cambio tecnocrático en nombre de la conservación de las instituciones
y las tradiciones existentes, sino también para quienes luchaban por posibilidades más espontáneas y
más radicales de introducir la acción humana en la esfera sociopolítica” (Wallerstein, 2007, 13).
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A través de estas operaciones se elaboró uno de los constituyentes esenciales de todo relato,
ya sea cinematográfico o narración de la experiencia etnológica: el personaje filmado o la
persona en su autoctonía antropológica fueron construidos, por una parte, a lo largo de un
proceso atributivo y cualificativo de identificación con respecto a otras figuras de
comprensión” (Piault, 2002, 20).
De esta manera el agente Estado interviene en nuestro contexto social de forma enérgica y
contundente con procesos de legitimación de demandas y necesidades de la población y la
institucionalización de organizaciones culturales (…) Este proceso se realiza gracias a la
aprobación de políticas públicas aportando unos recursos y generando una necesidad de
profesionales que desarrollen estos programas (Sempere, 2002, 222).
franceses en torno a un culto –no ya el de la religión sino el del arte- para volver a
reestablecer un tejido social que había dañado la historia reciente (Castiñera de Dios, 2013,
84).
De esta forma se consolida una entidad específica del gobierno como gestora y
promotora de cultura. Claro, no sin reclamos por partes de los anarquistas y los
movimientos anti-estatales del 68. Algunas de sus preguntas, legítimas, serían las
siguientes: ¿Por qué el arte, con todo su poder de subversión y a la vez de
propaganda, sería un objeto natural de preocupación por parte de un Estado
democrático? ¿Por qué es tarea natural del Estado llevar al obrero al museo?
Veinte años más tarde, ya bien entrada la década de los 80’s, el término gestión
cultural sería acuñado dentro de la terminología técnica internacional expandiéndose
rápidamente por todas las latitudes. “Según un informe de la Organización de Estados
Iberoamericanos (OEI), la noción de gestión cultural ingresa al discurso cultural en
Iberoamericana hacia la segunda mitad de la década de 1980, tanto en las
instituciones gubernamentales como en los grupos culturales comunitarios” (Moreira,
2003, 23). Y acompañando a esta oficialización de la gestión cultural se le añade su
maridaje con la noción de desarrollo. Para la década de los 80’s la gestión cultural se
convierte en agente de desarrollo de las naciones y por tanto en elemento fundamental
de la agenda administrativa de los gobiernos nacionales. La UNESCO lideró la
formulación estratégica de este maridaje cultura/desarrollo. La idea de desarrollo de
las naciones al margen de la conservación y promoción de la cultura se ha hecho,
desde hace dos décadas, insostenible. El modelo estrictamente económico del
desarrollo ha cedido a uno más integral según dicen los especialistas. Recientemente
la idea de desarrollo se emparenta con la de responsabilidad cultural. De la idea de lo
cultural como freno para el desarrollo, se pasó a la de cultura como factor positivo
para su despliegue (Maccari, Montiel, 2013, 49). Así, en consecuencia, la tarea de la
gestión cultural llega a desbordar el estrecho espacio de las artes para ampliarse al de
las formas de expresión social idiosincráticas en general. La gestión cultural se amplía
más allá de las formas culturales de élite. Es decir, se democratiza. Ya no sólo el arte
culto es objeto de administración por parte de las instituciones sino el conjunto en
general de formas expresivas de una sociedad en beneficio del proyecto de
unificación y prosperidad de las naciones. De ahí la suspicacia de Jean Dubuffet ante
la inevitable fundación del ministerio liderado por Malraux: “La única imagen que yo
tengo del estado es la de la policía, sólo puedo imaginar un ministerio de cultura
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como un departamento de policía con sus comisarías, sus inspectores, sus agentes…”
(Castiñera de Dios, 2013, 80-81).
Como sea, podemos ver en qué medida la gestión cultural, a manos del Estado, parece
ubicarse en la misma posición ambivalente de las ciencias de la cultura. Por un lado,
desempeña una función de formación estética y espiritual en beneficio del cultivo de
las almas, pero por otro lado realiza la labor pedagógica de aquel que instruye sobre la
patria a la que pertenece su pueblo. La gestión cultural se ubica entre el conocimiento
y la experiencia estética. Adicionalmente, en sus formulaciones más recientes, es
expedito de qué manera este doble carácter de la cultura facilita la gestión
administrativa de lo cultural. La cultura ya no sólo es objeto pasivo de un
conocimiento, sino material para una acción preformativa sobre los flujos sociales.
En este punto es necesario acudir a Adorno y Horkheimer. Diremos de manera
anticipada que esta actividad preformativa sobre las masas depende en gran medida
del carácter de fetiche que alcanza la obra de carácter cultural. Nos concentraremos
luego en el caso cinematográfico.
Resumamos para continuar: un breve y selectivo recorrido histórico nos ha permitido
entender los sentidos estratégicos que ha tenido el término “cultura” hasta su
formulación más actual en cuanto objeto de administración en la gestión cultural. De
este modo, se ha hecho visible en qué medida el término posee un doble carácter, a
saber, es objeto singular de experiencia y a la vez objeto de un conocimiento
genérico. El objeto cultural se encuentra a medio camino entre la estética y la
epistemología. De ahí que el museo antropológico, por dar un ejemplo claro, satisfaga
a través de la imagen fotográfica la necesidad de conocimiento y a la vez la urgencia
de experiencias sensoriales novedosas2. De este modo, las artes técnicas de la imagen
(cine y fotografía) satisfacen a plenitud el doble requerimiento que hace este objeto
inestable, la cultura. Al respecto, algunos aportes precisos de Adorno y Horkheimer
nos pueden dar luces.
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A propósito, de esto, el texto de Elizabeth Edwards resulta esclarecedor. Ella señala lo siguiente: “La
ambigüedad que caracteriza a la fotografía se corresponde con la identidad incierta, no sólo de la
antropología, sino también de la práctica museística” (Naranjo, 253). Tanto el museo, como las
ciencias humanas y la fotografía, flotan en este escenario de incertidumbre que problematiza la escisión
moderna entre ciencia, especulación y artes; entre conocimiento, retórica y experiencia estética.
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En relación a esto autores contemporáneos como Paolo Virno, Maurizio Lazzarato, Toni Negri y
Michael Hardt han teorizado ofreciendo resultados bastante notables.
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fabrica de una manera más o menos planificada unos productos que están pensados para ser
consumidos por las masas y que en buena medida determinan este consumo (Adorno, 2008b,
295).
Gran eficacia la del aura que recubre al objeto cultural. Según Bourriaud, la actitud
compasiva de aquel que trata de salvaguardar la diferencia cultural y minoritaria no
hace más que ponerla en bandeja de plata para su apropiación como objeto de
consumo en una suerte de gran acumulado en el que las culturas se suman unas a otras
a través de sus objetos. Resulta contradictorio que en el mismo contexto en que la
erradicación inmisericorde del pasado está en la base de los procesos de
modernización de la vida social, el proyecto de la industria y la gestión cultural nos
encomie a preservar en la imagen las formas minoritarias o en vías de extinción. De
este modo, la obra de carácter cultural se ha convertido en el espacio de expiación de
la culpa y en consecuencia en mecanismo de perpetuación de aquello que la produce4.
A propósito de este tema Hal Foster redactó un texto indispensable. Se trata de “El
artista como etnógrafo”. En él, Foster señala una nueva tendencia del arte desde la
última década del siglo XX. Se trata del paradigma del artista como etnógrafo. Se
trata de un desplazamiento en el arte: “es el otro cultural y/o étnico en cuyo nombre el
artista comprometido lucha las más de las veces” (Foster, 2002, 177). Y como lo
señala el autor, el gran peligro al que se expone este tipo de arte es el de la
idealización del Otro. Esta idealización tiende a hacer del Otro el lugar natural de la
verdad. Como si su ser Otro le otorgara una relación más íntima con la verdad de lo
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Al respecto la posición de Jacques Rancière es definitiva. Para él, la solicitud de intervención del arte
por parte del Estado y la industria no es más que otro recurso por el cual se reafirman las políticas
consensuales imperantes. El consenso supone un acuerdo previo sobre las condiciones mismas de lo
político, acuerdo por el cual se ha distribuido y jerarquizado quién tiene voz activa y quien no. Así, la
función del arte no sería otra que la de incluir a aquel que no tiene voz ni participación política dentro
del conjunto estadístico de quienes han sido tenido en cuenta por el Estado sin que esto signifique su
participación efectiva en la política como producción real de disenso. El excluido suele ser incluido a
través del arte, pero sólo en sentido nominal y estadístico, nunca en sentido real. “El excluido hoy día
reduce esta dualidad a la simple figura social de aquel que está fuera y al que el arte debe contribuir a
meter dentro. Esta figura del excluido pertenece evidentemente a la reconfiguración consensual de los
elementos y de los problemas de la comunidad. Por un lado, el excluido es el producto de la operación
consensual. El consenso busca una comunidad saturada, limpia de sujetos sobrantes del conflicto
político” (Ranciere, 2005, 60). La lógica del consenso produce la categoría del excluido y la racionaliza
según sus necesidades estadísticas y jerárquicas para luego incluirla a través de remiendos sociales por
el arte y la gestión cultural.
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que somos. Lo Otro desafía al hombre occidental como su verdad perdida. Se trataría
así de una actualización estética del mito del buen salvaje. En consecuencia la tarea
del arte sería la de darnos noticia de esta verdad a través de su obra cultural con miras
a alterar nuestra propia identidad. De este modo, el imperativo para el artista sería el
siguiente: Compórtate como un antropólogo! Regrésanos nuestra verdad perdida a
través de la obra antropológica! “Una nueva envidia del etnógrafo consume a muchos
artistas y críticos (…) estos artistas y críticos aspiran al trabajo de campo en el que la
teoría y la práctica parecen reconciliarse” (Foster, 2002, 186). Teoría y práctica; arte y
conocimiento; belleza y verdad. Insistimos en este punto para añadirle algo: el doble
carácter de la obra cultural, a saber, su carácter estético y a la vez epistemológico
encierra la base de su fetichización. La obra cultural encierra la opción de una
experiencia y de un conocimiento que esconde una verdad que se supone brota
espontáneamente de la vida, sin cálculo alguno. La obra cultural, producida en el seno
de la administración de la industria y de la gestión estatal, se ofrece como el lugar de
un conocimiento y una experiencia de lo verdadero en su naturalidad. El fetiche
cultural brilla con la luz de la verdad.
Tras haber reconocido la procedencia y carácter del fetiche de la mercancía cultural,
podemos concentrarnos brevemente en el caso cinematográfico.
Referencias Bibliográficas