ElOcasoDeRoma

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El atardecer de un Imperio, Carlos Los primeros años del emperador Constantino
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su lento ocaso, de

EL OCASO
fue también principio de una nueva Roma. Miguel DISEÑO 21/4/2023 MIGUEL
Otros títulos
EDICIÓN

SELLO ESPASA

DE ROMA
COLECCIÓN
Pedro Simón FORMATO 15 X 23 mm

Los incomprendidos TAPA DURA SOBRECUBIERTA

Finales del siglo III d. C.: Helena, esposa de un soldado, da a luz a un niño SERVICIO
• al que llamará Constantino. En compañía tan solo de una esclava, la joven
Vicente Vallés madre tratará de sobrevivir a la soledad y la pobreza.
Operación Kazán Su marido, Flavio Constancio, perdida la pista de su mujer y su hijo, establece
poderosos lazos con el emperador Caro, lo que le permite obtener el gobierno IMPRESIÓN 4/0 CMYK
• de la provincia de Dalmacia, cargo que ejercerá entre la ambición y la culpa.
José María Pérez «Peridis»
El ocaso de Roma es una novela profunda, de prosa cuidada, excelentemente
El cantar de Liébana documentada y cuyos personajes guiarán al lector a través de un mundo PAPEL -
cambiante en donde los viejos valores y certezas, antes inamovibles,
• se tambalean frente a nuevas verdades. Carlos de Miguel (Valladolid, 1974) es PLASTIFÍCADO mate
licenciado en Historia por la Universidad de
Rafael Tarradas Valladolid. Apasionado por el mundo antiguo UVI Sí
La voz de los valientes y medieval, así como por la literatura, dedica
su vida a la enseñanza y a la divulgación RELIEVE
• histórica. Actualmente ejerce como profesor de
geografía e historia y es autor del reconocido BAJORRELIEVE -
Elvira Mínguez podcast El ocaso de Roma, dedicado al estudio
La sombra de la tierra y análisis del bajo imperio romano y de la STAMPING En forro de tapa LUXOR 404
antigüedad tardía. Esta es su primera novela. (naranja)

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Carlos de Miguel
El ocaso de Roma

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© Carlos de Miguel, 2023
© por los mapas de las guardas, CalderónSTUDIO®
© Editorial Planeta, S.A., 2023
Ediciones Espasa, sello editorial de Editorial Planeta, S.A.
Avda. Diagonal, 662-664
08034 Barcelona

Primera edición: junio de 2023

Preimpresión: MT Color & Diseño, S. L.

Depósito legal: B. 9.592-2023


ISBN: 978-84-670-6726-2

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Capítulo 1
Filipópolis

Tracia, idus de octubre, 272 d. C.

Helena cerró los ojos una vez más intentando conciliar el sue­
ño. No era fácil mantener el equilibrio en aquel viejo rucio,
pero ya estaba acostumbrada. Desde pequeña solía recorrer,
montada en él, la vía que va de Drépano a Nicomedia, con su
padre y algunos esclavos. En aquel tiempo era un borrico ale­
gre y de pelo suave, fuerte y decidido. Ahora, casi veinte
años después, aquel viejo compañero la llevaba en el que se­
ría su último viaje. Huesudo y medio ciego, rendía así el ani­
mal su último servicio a la muchacha. El niño que llevaba en
su interior se movía como un pez nervioso y asustaba a la jo­
ven Helena que solo podía mirar, resignada, a su alrededor.
A lo lejos, la primera luna de otoño. En Bitinia, como en to­
dos los rincones del mundo, los campesinos guardaban ya
sus cosechas antes del invierno y se lanzaban a los montes
en busca de las últimas piezas bajo esa luna grande y gene­
rosa. Ahora, sin embargo, eran los soldados los que parecían
aprovecharse de esa gran luna rojiza, anaranjada casi, que
les permitía alargar un poco más la jornada antes de montar
campamento.
La marcha era lenta, pero transcurría sin pausa. Los cla­
vos de las suelas resonaban, machacones, rítmicos, sobre las
anchas lajas de la Via Militaris, esa gran arteria que unía el

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Bósforo con la vieja Singidunum, en la raya del Danubio, el


gran limes. El ruido era ensordecedor. A las fuertes pisadas
de los soldados se unían los cascos de los caballos, las voces de
los mandos, el crepitar de las ruedas, el mugir de las bestias
de carga y el aullido de los perros. Era como una ciudad en
movimiento. Varias legiones, quién sabía cuántas, que Hele­
na nunca se molestó en contar. Miles de soldados —de a pie
y de a caballo—, a los que seguía toda la impedimenta forma­
da por otro ejército de pesados y chirriantes carros, cientos
de ellos, portando los equipos de asedio, la artillería, el mobi­
liario y materiales de construcción, así como mulas y bueyes,
comerciantes, prostitutas, augures y sacerdotes. Por último,
marchaban las familias de los soldados: esa otra tropa invisi­
ble de mujeres y niños. Todos caminaban convenientemente
protegidos, a salvo de ataques inesperados —ya bárbaros, ya
bandidos o ambas cosas— por una nutrida escolta de jinetes.
Una gran serpiente, en definitiva, de varias millas de largo, va­
riopinta y crujiente, en su lento caminar de este a oeste, del
Bósforo al Danubio.
Ella nunca había estado interesada en temas militares. Los
ejércitos iban y venían, eso siempre lo supo, pero no eran otra
cosa que clientes, gentes itinerantes con la bolsa llena y la
garganta seca. Fanfarrones inclinados a la algarabía y al bu­
llicio, eran también generosos y no reparaban en gastos. Gra­
cias a ellos, sus padres pudieron prosperar allá en Drépano.
Un mesón, que era una hospedería, una mansio de dos pisos
con caballerizas, su propio molino para moler trigo, ganado,
un gran huerto plagado de hortalizas y algunas viñas, amén
de una casa para los sirvientes, cobertizo para los aperos,
hornos, moldes para fabricar los quesos y un lagar. Todo ello
junto a la calzada que venía desde Nicomedia y que, hacia el
sur, llegaba a Éfeso y a las ciudades del Egeo, y hacia oriente
hasta Tarso, Antioquía y Edesa.
Helena pensó en todas esas ciudades. Había visitado al­
gunas, y eran urbes bulliciosas en donde se mezclaban y se

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hablaban mil lenguas, mil dialectos en las puertas de las mu­


rallas, en las calles y plazas de los mercados, o en las antesa­
las de los templos. Cerrando los ojos parecía oír, aún hoy, los
gritos de los comerciantes cantando los precios y describien­
do los productos, el traqueteo de los carros, los empujones de
los esclavos que portaban las literas de sus amos, la mezcla
de olores —mirra, clavo, incienso y canela—, aunque lo que
más recordaba era el sol: el omnipresente astro rey que, en
oriente, parecía brillar con más fuerza. Qué diferente, sin em­
bargo, le parecía todo lo que veía ahora a su alrededor. Moesia
y Tracia eran frías. Los campos eran verdes y frescos pero las
aldeas eran pequeñas, y las ciudades parecían más campa­
mentos militares que otra cosa.
Por sus frescos valles, cruzando ríos caudalosos y espesos
bosques, la Via Militaris conducía a la comitiva, mera com­
parsa de las legiones, a través de las brumas de Occidente.
Casi noche cerrada.
El viento del norte movía apenas los primeros copos de la
temporada. Nieve ligera que se arremolinaba danzante antes
de rozar el suelo. Las voces de los mandos, a lo lejos, bramaban
en un latín tosco, áspero, que era el latín de los soldados. La co­
mitiva detuvo el paso. Gémina, la joven sierva, que había cami­
nado todo el trayecto a su lado, miró preocupada a Helena.
—Tenéis mala cara, domina.
—¡Ay, hija!, ayúdame a bajar. Cómo lo siento hoy.
La sierva miró a su ama, preocupada, y la ayudó a descen­
der del rucio. Gémina rondaba los dieciséis años y era menu­
da, aunque de cuerpo flexible y de espíritu animoso, por lo
que aguantaba el trabajo duro y las caminatas que fuera ne­
cesario sin inmutarse.
—Y más que lo sentiréis, señora. Es la ley de esta vida.
Imaginaos a mi madre que tuvo a dos de golpe.
—¿Y dónde está tu hermana?
—Murió al nacer, señora. —Y según pronunciaba estas pa­
labras enmudeció de repente, como si hablando de estos temas

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fatídicos estuviera tentando al hado y atrayendo la mala fortuna


para el niño todavía no nacido de su señora. Así que añadió—:
Ahora que me fijo en vuestro vientre, lo tenéis poco abultado
aún, aunque muy alto, casi bajo los pechos, lo cual indica, pri­
mero, que será varón y, segundo, que goza de buena salud.
—Así lo quiera la Gran Madre, Gémina.
Helena alzó la cabeza mientras miraba al cielo plomizo.
Seguía nevando.
—No deberíamos haber viajado en estas fechas. Es casi in­
vierno.
—Y más en estas tierras, señora, que cuando no es invier­
no está lloviendo. Así está todo de florido, que en mi vida he
visto yo tanto bosque junto. A ver si mañana llegamos a esa
ciudad, como quiera que se llame.
—Filipópolis, una gran ciudad según dicen. Allí no nos ha
de faltar de nada.
Cuando cayó la oscuridad, Helena y Gémina se abrigaron
bien con las mantas que traían. No había tienda para ellas, ni
siquiera una lona para cubrirse de la intemperie, así que, de
esta manera, al raso, pasaron la noche junto al fuego del cam­
pamento. Frente a ellas, otros tantos rostros de viajeros, otras
mujeres, otros niños abrazados a sus madres formando, to­
dos, un gran círculo alrededor de la hoguera. Al día siguiente
entrarían en Filipópolis, la gran ciudad de Tracia, en donde
permanecerían los días que el emperador y su gran ejército es­
timaran oportuno antes de proseguir ruta hacia Occidente.
Tras Filipópolis llegarían a Serdica y por fin a Naissus, en Dar­
dania, en donde Flavio Constancio había hecho uso de sus
contactos e influencias, ya que era natural de aquellas tierras,
a fin de conseguir un alojamiento en el que Helena pudiera
alumbrar al niño que ambos esperaban y que habría de venir
hacia febrero, sin sufrir los sobresaltos e incomodidades propios
de los viajes. Y así, con este pensamiento, se quedó dormida.

* * *

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Filipópolis

El soberbio arco de Adriano engullía, como una gran boca


abierta de par en par, a los que venían de oriente a través de
la Via Militaris. Era la gran puerta del este que se erigía, mo­
numental y orgullosa desde hacía un siglo, para dar la bien­
venida a los que llegaban a la ciudad. La muralla impresionó
a Helena, que miraba hacia arriba desde el rucio hasta perder
la vista en las almenas, que parecían rozar el cielo. A sus pies,
el río Hebrus surcaba los márgenes de la ciudad para regar
sus huertas.
Nada más atravesar la puerta de Adriano, la Via Militaris
se abría en un amplio abanico de calles, algunas de gran an­
chura, permitiendo el paso de varios carros junto a transeún­
tes y curiosos que deambulaban de aquí para allá en una ac­
tividad frenética. Al norte, el acueducto, gran construcción
de ladrillo dispuesta en bandas horizontales rojas y blancas,
y, junto a él, el teatro de la ciudad, de aspecto ruinoso en al­
gunas de sus partes, y que obreros de toda condición, escla­
vos, asalariados y también ingenieros y arquitectos, se afana­
ban en reconstruir.
—Quedó muy maltrecho tras el gran ataque de los godos
—dijo una voz cálida, casi susurrante, a espaldas de Helena.
—¡Constancio! —gritó ella, dándose la vuelta.
La joven pareja se fundió en un cálido abrazo.
—¿Cómo ha ido el viaje?
—Muy aburrido. Te hemos echado de menos. El niño y
yo.
Helena palpó su vientre, cuyo volumen crecía de manera
visible con el paso de los días y las semanas. Sus manos eran
pequeñas y de rasgos delicados, a pesar de cierta aspereza
adquirida con los años a fuerza de ejercer su oficio de stabularia
y que no era otra cosa que servir mesas, atender clientes y
ayudar, en resumidas cuentas, a sus padres en la mansio de
Drépano. Casi dos décadas paseando su cuerpo de manera

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habilidosa entre los pasillos que se abrían entre las mesas y


los bancos, cuando no esquivando las piernas torpes de los
comensales o desoyendo los exabruptos de los borrachines; y
así, ya con veintidós años que cumpliría en pocos meses, se
daba cuenta de que poca vida llevaba sobre sus hombros más
allá de sus experiencias en Drépano, la ciudad de la luz que
se abría al mar de Mármara.
Como había quedado en encontrarse con Constancio jun­
to a la muralla norte de la ciudad aquel mismo día, Helena
había cepillado con esmero su cabello castaño, de tonos casi
trigueños, y lo había recogido con un bello prendedor, que
había sido de su madre. Arreglada de esta guisa, mirando a
su marido con sus ojos castaños brillantes y con sus manos
blancas sobre la ligera curva de su vientre, a Constancio le
pareció la criatura más hermosa que había sobre el mundo.
—Ven, Helena... venid —dijo Constancio, mirando tam­
bién a Gémina, que había permanecido allí, quieta como una
estatua, contemplando con ternura el reencuentro de la joven
pareja—, es por aquí.
—¿Dónde nos alojaremos? ¿Estaremos muchos días?
—No demasiados, a decir verdad.
Constancio se había rasurado el rostro y lucía flequillo
recto, como solían llevarlo muchos soldados, dejando así una
frente amplia que daba a su semblante blancuzco un cierto
porte aristocrático, a pesar de contar con poco más de veinte
años. Guiando a Helena y a su esclava por las calles de Fili­
pópolis se movía casi con la agilidad de un oriundo, pues era
obvio que había estado allí más veces. Sobre sus cabezas se
alzaban los estandartes imperiales, que colgaban de las alme­
nas de las murallas, de las torres, y también de los templos, y
de los pórticos.
—La ciudad se prepara para recibir al emperador. El gran
Aureliano se dejará ver mañana en el foro, y, con él, los
miembros de su guardia, sus protectores —dijo, golpeándo­
se el pecho con fuerza, orgulloso—. Zenobia, la reina traido­

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ra de Palmira, se ha rendido a Roma y todo Oriente vuelve al


imperio.
—Seguro que habrá una gran celebración —dijo Helena,
asombrada.
—Así debería ser. —Constancio dudó entre dos calles, que
se abrían a derecha e izquierda frente a la plazoleta en don­
de se encontraban—. Así debería ser —continuó—, pero des­
graciadamente no habrá triunfo, ni juegos. Aureliano está
aquí solo de paso. Hay noticias del norte.
Helena miró a su marido con cierta angustia. A pesar de
que hacía tan solo dos años que se conocían —y de que había
pasado uno de sus desposorios—, ella empezaba a intuir que
cada vez que había noticias del norte, del este, o de donde
fuera, Constancio tendría que ausentarse durante meses. ¿Se­
ría su vida siempre así a partir de ahora? Quién lo sabía. Qui­
zá esta situación solo se prolongase mientras durase el en­
frentamiento contra Zenobia y luego las aguas volvieran a su
cauce, tan pronto como acabara la guerra —aunque, ¿alguna
vez terminaba?—. Lo que estaba claro era que él era un sol­
dado a merced de los acontecimientos de frontera, y a ella,
que hubiera preferido seguirlo como a su señor por el mundo
y no separarse jamás de su lado, no le quedaba más remedio
que resignarse y verlo de cuando en cuando. Ahora era la
mujer de un soldado. La esposa legítima de un miembro de
la guardia del emperador.
—¿Noticias del norte? ¿No marchabais hacia la Galia?
—inquirió ella con cierto miedo.
—Los emperadores galos pueden esperar. Ya les llegará
su turno. La prioridad ahora son los carpos dacios —dijo
Constancio, concentrado, intentando no perderse en el déda­
lo que formaba la ciudad vieja—, godos, sármatas quizá.
A pocas millas de aquí, en el Danubio, se prepara un ataque
bárbaro a gran escala como no se veía desde tiempos de Cni­
va, el godo que destruyó esta ciudad veinte años atrás.
—¿Corremos peligro aquí?

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—No —dijo Constancio, categórico y parándose en seco—,


al menos de momento. Los bárbaros solo son capaces de llegar
tierra adentro cuando el ejército imperial no está. Filipópolis
correría peligro si estuviéramos en Egipto o en Siria, pero, con
Aureliano aquí al lado, la victoria es segura, aunque llevará
su tiempo. Daremos buena cuenta de los bárbaros, ya lo ve­
rás. —Y mientras decía esto acariciaba con ternura el rostro
de la muchacha.
Al final de la calle se abría una gran avenida empedrada
que desembocaba en el foro de Filipópolis, colosal plaza en
rectángulo que era meollo y corazón de la ciudad romana.
Esta parte monumental de la urbe estaba bien dispuesta y
mejor trazada en cuadrículas perfectas, y concentraba en de­
rredor los edificios oficiales y administrativos, así como los
templos más importantes. Helena y Gémina se quedaron bo­
quiabiertas, no porque nunca hubieran visto nada parecido
en Nicomedia o en Nicea, sino porque no esperaban que
allá, en la fría Tracia, en aquella tierra en donde soldados y
bárbaros parecían ser enemigos íntimos, pudiera alzarse una
maravilla semejante.
Constancio guio a Helena y a su esclava por el último tra­
mo de la ruta. En una calle larga y recta, fragante por el in­
cienso del cercano templo de Cibeles, se encontraba el hospi-
tium en donde habrían de alojarse. Ubicado en los aledaños
del foro, era un lugar frecuentado por funcionarios imperia­
les, negotiatores y otras gentes principales.
—¡Te habrá costado una fortuna! —dijo Helena sorprendida.
—Soy casi amigo del emperador —dijo Constancio, sol­
tando una carcajada—. ¿Quién se negaría a hospedar a un
fiel soldado de Aureliano?
—Qué cosas dices.
Helena estaba ligeramente turbada, ya que era conocedo­
ra de los costos y tarifas que los viajeros pagaban habitual­
mente por un hospedaje, al menos en la mansio de sus padres.
Y aquello era casi una domus.

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Gémina, hacendosa, descargó del rucio los bártulos y ense­


res que traían mientras daba instrucciones a uno de los escla­
vos del hospitium para que lo alimentara convenientemente.
—Paja de cebada, si es posible —dijo—, y cascarilla, que el
animal es viejo y tiene malos dientes.
—Vamos, Gémina, entremos.
Constancio había reservado una estancia pequeña y de as­
pecto limpio. Mobiliario escaso; apenas una cama, un arcón y
algunas baldas. Helena, sentada sobre el lecho, miraba sus
pies balanceándose sin tocar el suelo.
—Dices que nos alojaremos aquí pocos días. ¿Son tan ur­
gentes los asuntos del norte? ¿Cuándo partís?
Constancio paseó por la estancia despacio mientras acari­
ciaba su barbilla. Helena parecía darle la espalda mientras
observaba, silenciosa, a través del pequeño vano que daba a
la calle empedrada. Esperaba una respuesta
—Mañana —dijo sin pensar demasiado—. Mañana parti­
mos al norte. —Y Constancio se arrodilló y tomó con delicade­
za las manos de Helena, que seguía sentada en el lecho con el
cuerpo frente a él, aunque con el rostro aún mirando hacia
el ventanuco—. Los asuntos del Danubio no pueden demorar­
se por más tiempo. Aureliano nos necesita allí cuanto antes.
—¿Qué tiempos oscuros nos ha tocado vivir? Sin ti no po­
dremos sobrevivir.
—Escucha, Helena, tienes que ser fuerte. Debes hacerlo
por mí y por el niño. Una vez que estéis en Naissus, todo será
más fácil, ya lo verás. Allí me conocen, tengo amigos, contac­
tos, que cuidarán de ti hasta que vuelva.
Helena seguía mirando hacia la calle. La luz del ocaso se
filtraba en la estancia y ella dejó caer, sin quererlo, algunas
lágrimas.
—¿Cómo llegaremos hasta allí? Está lejos —dijo, sorbien­
do su nariz.
—Por tierra. Si el invierno no se echa encima, estaréis allí
en quince días. He preparado todo para el viaje.

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C A R L O S D E M I G U E L

Constancio se levantó entonces, nervioso, y empezó a pa­


sear de nuevo por la pequeña habitación a medida que expli­
caba a su mujer todo lo que tendría que hacer para llegar
sana y salva hasta Naissus. Helena, mientras, cerraba los
ojos, encharcados, y palpaba su vientre con fuerza como si de
esta manera esperara una señal del pequeño que llevaba den­
tro —una leve patada, un gesto o un cambio de postura. Algo
que le dijera que no estaba sola, que él, su hijo, iba a estar con
ella para ayudarla a sobrellevar el trance que la aguardaba.
—El viaje es largo —siguió Constancio—, y más con el in­
vierno tan cerca. Yo mismo he recorrido el camino en un par
de ocasiones. Sin embargo, las calzadas son buenas, y están
bien surtidas de posadas y albergues. Así que por eso no de­
bemos preocuparnos.
—¿Cuál es el problema, entonces?
—La seguridad —dijo de manera casi rutinaria, intentan­
do no preocupar a Helena—. Hay bandidos casi en cada mi­
liario por el hambre que atenaza en estas tierras. La mayoría
son pobres diablos desesperados que no resistirían ni un
asalto cuerpo a cuerpo contra un soldado cualquiera, sin em­
bargo, atacan en grupo, como los lobos, y son peligrosos.
—Me estás asustando —exclamó Helena, y en ese mo­
mento pensó que su marido era un ser inconsciente y carente
del tacto y de la delicadeza que se presupone a los esposos.
—Solo digo la verdad, Helena. No obstante, he consegui­
do un viaje seguro. Lento, pero seguro.
Helena interrogó a su marido con la mirada, como ani­
mándole a que se explicara mejor.
—He logrado —dudó a la hora de encontrar las palabras
adecuadas— que forméis parte de una comitiva oficial que
viajará con salvoconducto del emperador.
—¿Cómo es posible?
—Bueno —continuó Constancio—, como bien sabes, el
cursus publicus, el servicio postal del emperador, incluye dife­
rentes tipos de embajadas y correos, así como otras tareas que

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E L O C A S O D E R O M A

llevan a cabo comisionados imperiales. En dos días sale uno


de estos correos. Su cometido es llevar mercancías pesadas,
cobre y otros metales, oro incluso, para la ceca de Sirmium. La
ruta habitual toma la vía del norte hasta Nicópolis para des­
pués hacer el resto del viaje en barcazas por el Danubio hasta
Sirmium, Siscia o dónde sea necesario, pero ahora, con la Da­
cia en pie de guerra, el emperador no quiere arriesgarse. Por
este motivo, tomará la vía terrestre hasta Naissus, y de allí, por
río, hasta el puerto danubiano de Viminacium, lejos del alcan­
ce de los dacios. Dará un rodeo, pero a nosotros nos beneficia.
Un viaje lento a través de montañas y desfiladeros, sí, pero es­
taréis protegidas por una nutrida guardia de jinetes. Nadie se
atreverá a atacar un correo imperial de esas características.
—¿Cuándo vendrás tú a Naissus?
—Invernaremos en Dacia. Estaré en Naissus en primavera.
—En primavera —dijo mientras bajaba la cabeza, desalen­
tada—, para entonces ya habrá nacido el niño.
Constancio afirmó tajantemente, serio, plantado frente a
ella, intentando transmitir a su esposa parte de su seguridad.
Pero a ella le pareció que el asunto era muy grave, pues no
estaba el mundo para que las madres alumbraran solas, así
como así, lejos de casa y sin un marido junto a ellas.
—Escucha, Constancio —dijo al fin, secando las lágrimas
como podía, cabizbaja, susurrante—. Es tu deseo que nuestro
hijo se llame Constantino, y así se llamará. No quisiera tener
que cambiar su nombre a última hora por el de Póstumo,
como ese emperador galo del que a veces hablas.
—Qué cosas tienes. Estaré de vuelta antes de que te des
cuenta —contestó el soldado, arrodillándose de nuevo frente
a ella—, aunque para entonces no estaréis aquí, sino en Nais­
sus. Es más seguro.
Discurría de esta manera la conversación entre ambos espo­
sos, que duró hasta bien entrada la noche. Y aún les dio tiempo a
pasarla juntos hasta que, de madrugada, Constancio, besando la
frente dormida de Helena, salió por la puerta sin hacer ruido.

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C A R L O S D E M I G U E L

Antes de reunirse con los suyos, sabiendo que casi había


terminado su permiso, Constancio enfiló el empedrado ca­
lle abajo, hacia las dársenas y almacenes ubicados en los
aledaños del puerto de Filipópolis, junto al Hebrus. Allí tra­
bajaban ya los arrieros y transportistas colocando las plan­
chas y lingotes de cobre y oro salidos de las entrañas de las
minas de Adrianópolis y otros lugares de Tracia. Junto a
ellos había un considerable grupo de funcionarios y conta­
bles que llevaban el registro de las mercancías. Todo se
apuntaba y todo quedaba escrito, hasta el más mínimo de­
talle. Uno de aquellos transportistas era cierto Filocles, na­
tural de Scupi, azaroso mercader que había comenzado su
carrera como buhonero, los llamados lixae, siguiendo a las
legiones por los caminos del mundo, y que ahora hacía tra­
bajos ocasionales, aunque abundantes y bien renumerados,
en calidad de mercator para el ejército imperial, surtiéndolo
de productos y mercancías: metales para las cecas, lana,
vino o, lo que era más habitual en aquellas tierras, cerveza,
ámbar y pieles.
Filocles daba órdenes a sus siervos y esclavos de manera
rápida y expeditiva, y a la vez no se le escapaba detalle algu­
no, pues estaba al tanto del peso que soportaban los bastos
carretones, del estado de los correajes, de los toldos, así como
de la actitud de los funcionarios imperiales allí presentes,
que lo miraban con el desprecio propio de quien tiene delan­
te a un contrabandista o un traficante de esclavos.
Constancio lo saludó de lejos, con la palma de la mano le­
vantada. Filocles secó sus manos, húmedas de manejar los
toldos empapados, y se dirigió a uno de sus esclavos.
—¡Gálico! —dijo con una voz ronca, imponente—, encár­
gate del cobre. Debe ir en el segundo carro, recuerda.
Después de dirigió hacia Constancio con los brazos abier­
tos. Mostraba un cuerpo robusto, aunque tendente ya a cierta
orondez, perceptible a través de la incipiente barriga que
abultaba su túnica de manga larga.

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E L O C A S O D E R O M A

—¡Flavio Constancio! Deja que te eche un vistazo. Vaya,


has perdido esa cara de pastorcillo asustado, ¿dónde has de­
jado a las ovejas?
—Solas y tristes —contestó Constancio, burlón—, echan
de menos los mimos que les hacías.
—Ah, has cambiado, muchacho. Eres todo un soldado. Oí
que tu padre murió, ¿es cierto?
—El año pasado.
—Cómo siento escuchar eso. Aún recuerdo los viajes que
hacíamos a través del río, desde Scupi hasta Naissus. Tiem­
pos duros, pero inolvidables.
—Tú también has progresado —continuó Constancio—,
eres todo un mercator.
—Sí, y con salvoconducto imperial. Y este es auténtico
—dijo riendo.
Filocles, mientras hablaba, no perdía ojo de lo que hacían
sus esclavos en torno a los carros, ni tampoco a los funciona­
rios y los contables.
—Esos malditos burócratas.
Constancio sonrió, mostrando unos dientes grandes,
luminosos.
—Ríes mucho, muchacho, ¿no habrás hecho nido tú con
alguna pájara? ¿Con alguna asiática quizá?
—Qué cosas dices. —Y Constancio, ruborizado, miró ha­
cia los trabajadores que se afanaban en la dársena.
—No te habrás casado, ¿no? Mira que eso es aún peor.
Constancio lanzó una escueta risa nerviosa y, frente a
aquel hombre enorme y de aspecto imponente, se sintió como
un chiquillo incapaz de ocultar nada.
—Pues —se detuvo un momento, intentando encontrar la
mejor manera de contar a su amigo todo lo que tenía en men­
te—, lo cierto es que sí, me he casado.
—O sea que, al final, tenía razón —dijo Filocles, alzando
la voz—. ¿Se trata de una de esas asiáticas juguetonas? ¿Una
palmirena de tez tostada?

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C A R L O S D E M I G U E L

—Asiática es, de Bitinia. La conocí de camino a oriente.


—Ah, eres un hombre responsable, como tu padre. Dime.
—Volvió a echar un vistazo hacia donde los carros estaban—.
¿Qué quieres que haga por ti? ¿Quieres que lleve a tu esposa
hasta Naissus?
—Partimos al Danubio mañana mismo y sé que allí, en
Naissus, estará más segura, tanto ella como el niño que lleva
dentro.
—¡Vaya! Sí que te has dado prisa en preñarla —voceó sor­
prendido—. Tenías miedo de que la pájara volara, ¿verdad?
Debe de ser muy hermosa, entonces. —Filocles puso entonces
su gran mano sobre el hombro de Constancio—. Solo espero
que este hijo que esperas nazca varón, y que, además, sea el
primero de muchos.
Constancio asintió, aún ruborizado, agradeciendo así a su
amigo los parabienes.
—Cuenta con ello —prosiguió Filocles—. Llevaré a esa
mujer y al hijo que espera hasta Naissus. Lo hago por ti y por
tu padre, el viejo Eutropio. Si hoy gozo de vida, fortuna y sa­
lud, es gracias a él.
—Pues ahora soy yo el que queda en deuda contigo. —Y
Constancio lo miró a los ojos. Su rubor había desaparecido.
Filocles, que se había dado la vuelta y estaba dando ins­
trucciones por señas a algunos de los porteadores, miró de
pronto fijamente a Constancio.
—No te apures. Se lo debía al viejo. De todas formas
—añadió—, cuando llegues muy alto en el escalafón de este
odioso imperio, estoy seguro de que sabrás acordarte de mí.
Los rayos del sol de oriente, sol de otoño, alumbraban ya
toda la explanada del puerto. Constancio estaba lejos de los
cuarteles. A esas horas, sus compañeros estarían ya reunién­
dose en el foro, en torno al emperador y a sus estandartes. Lo
que debería haber sido una celebración solemne frente a los
magistrados, el gobernador y resto de las autoridades dirigi­
da por Aureliano en persona, iba a ser en realidad una despe­

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E L O C A S O D E R O M A

dida, pues marchaban inmediatamente al norte a sofocar la


rebelión de los carpos. «Poco dura el júbilo cuando todas las
fronteras están amenazadas», pensó Constancio; desde el
muro de Britania hasta el Éufrates, desde el Danubio al Nilo
todo era guerra.
Y así, con este pensamiento, algo desalentado, se despidió
de su amigo Filocles.

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