Negacion Al Tratamiento
Negacion Al Tratamiento
Negacion Al Tratamiento
MONOGRAFÍA:
LA NEGACIÓN AL TRATAMIENTO.
PROBLEMAS ÉTICOS, DEONTOLÓGICOS Y JURÍDICOS.
Alumno/a:
Laura García Blanco.
UNIVERSIDAD DE CANTABRIA.
Escuela Universitaria: Escuela Universitaria de Enfermería “Casa de Salud Valdecilla”.
Curso académico: 2012-2013.
RESUMEN.
ABSTRACT.
In the context of health care, the clinical relationship has been envolving for last decades
up to the point of giving primacy to the patient's will when it's faced with any act that
might be considered paternalist. As a result, patients have been turned into active agents
in the health system and have acquired the ability to make decisions about issues that
concern to their health, including to accept or refuse a treatment.
Many times, rejecting a treatment suppose to the healthcare professionals an ethical and
legal problem due to the fact about facing the legal and moral duty with rights and wishes
of patients which cause concern and lots of questions about what must be the attitude
that professionals should take in these cases. For this reason, the present dissertation is
proposed in order to describe these problems and come to light some conclusions that
can be used as recommendations for the clinical practice.
Key words: refusal to treat; treatmen refusal; patient dropouts; ethics, professional;
liability, legal.
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“Sabemos muy poco, y sin embargo es sorprendente que sepamos tanto, y es
todavía más sorprendente que tan poco conocimiento nos dé tanto poder”.
Bertrand Russell.
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SUMARIO DE CONTENIDOS.
1. INTRODUCCION. ............................................................................................................... 6
1.1. JUSTIFICACIÓN Y PERTINENCIA DEL TEMA. ........................................................... 9
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MONOGRAFÍA:
LA NEGACIÓN AL TRATAMIENTO.
Problemas éticos, deontológicos y jurídicos.
1. INTRODUCCION.
Como consecuencia de este cambio, los pacientes se han convertido en agentes activos
dentro del sistema sanitario, lo que significa que las personas son más responsables del
cuidado de la propia salud, y del control de la evolución de la misma (Jovell et al., 2006).
La población tiene cada vez más acceso a información en materia de salud, proporcionada
tanto por los profesionales sanitarios, como por las asociaciones de pacientes, los medios
de comunicación o Internet. A esta realidad se suma el mayor nivel de formación que ha
adquirido el ciudadano medio, el cual entiende su salud como un bien individual (Navarro
Rubio, Muñiz, & Jovell Fernández, 2008). La nueva perspectiva de un paciente más
informado, implica que los individuos puedan participar en los procesos de toma de
decisiones que afectan a su salud (Jovell et al., 2006). Ello representa, a su vez, un
desarrollo de la capacidad de las personas, para aceptar o rechazar una atención sanitaria
según su propia escala de valores (Del Brío, & Riera, 2006). El nivel de participación es,
entonces, equiparable al concepto de democracia sanitaria (Jovell et al., 2006).
La libertad para la toma de decisiones en este contexto se ampara bajo la Ley General de
Sanidad 41/2002, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y
obligaciones en materia de información y documentación clínica, de la que en España se
han publicado multitud de análisis jurídicos (León Correa, 2006). Las decisiones clínicas,
por ende, deben basarse no sólo en encontrar soluciones eficaces para luchar contra la
enfermedad, sino en el respeto a la voluntad de los enfermos y en su derecho a la
información (Comité de Bioética de Cataluña, 2010).
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vida de la persona que conduzca a un agravamiento de su salud o que pueda incluso
ocasionar la muerte (Comisión de Bioética de Castilla y León, 2013). Los dilemas éticos
que plantea esta cuestión, no son muy distintos de los que puedan derivar de otros
temas, como la eutanasia, el aborto, el genoma humano o la experimentación con nuevos
fármacos (García Guerrero, 2008), ya que el rechazo al tratamiento enfrenta en multitud
de ocasiones las creencias, valores y derechos de médicos y pacientes (Pérez Ferrer,
Gredilla, de Vicente, García Fernández, & Reinoso Barbero, 2006).
El rechazo a un tratamiento, por otro lado, puede venir motivado por diversas causas,
bien sean ideológicas, culturales, religiosas o de cualquier otra índole, como por ejemplo
una percepción diferente de la valoración coste-beneficio de la intervención ante la
posibilidad de que aparezcan efectos adversos o indeseados. Del mismo modo, el rechazo
se puede referir tanto al tratamiento que se inicia, como al que ya está siendo aplicado y
el enfermo decide que se retire. La trascendencia es la misma en ambos casos, a pesar de
que la interrupción de un tratamiento siempre puede resultar emocionalmente más difícil
de aceptar para los profesionales sanitarios, como ocurre con aquellos cuya retirada
puede conllevar la muerte del paciente a causa de la enfermedad subyacente (Comisión
de Bioética de Castilla y León, 2013).
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transfusiones sanguíneas, como la recuperación de células o el uso de la eritropoyetina.
Sin embargo, dependiendo de las circunstancias clínicas, estas terapias no son aplicables
en todos los casos (Ramírez Salazar et al., 2003). La negativa a la transfusión sanguínea
supone entonces una verdadera situación de conflicto para los profesionales implicados
en la atención de estos pacientes, pues deben respetar su decisión de no ser
transfundidos, sean cuales sean las consecuencias, llegando a tener que eludir el deber
ético de preservar la salud y la vida del enfermo (Pérez Ferrer et al., 2006). Ésta es una
cuestión de prioridades, en la que la primera premisa a tener en cuenta es que no todo lo
que se considera ético es legal, ni todo lo legal es siempre ético.
Un paciente de 22 años llega a Urgencias con una factura de fémur tras un accidente de
tráfico. El paciente, testigo de Jehová, se niega a recibir sangre y se niega también
a firmar un consentimiento informado que autorice, en última instancia, la
transfusión de sangre. Transcurrido un tiempo, y a pesar de los argumentos de los
profesionales, el paciente no cambia de parecer y persiste en su negativa a
autorizar la transfusión. En tal circunstancia los médicos se preguntan qué pueden
y deben hacer: evaluar si se trata de una situación de urgencia y si está justificado
intervenir sin consentimiento del paciente; acudir al órgano judicial competente y
solicitar una autorización judicial para la transfusión; proponer el alta forzosa;
trasladar el paciente a otro centro asistencial que admita la intervención en estas
circunstancias; consultar al Comité de ética asistencial del hospital. Y también, de
modo transversal a varios de estos interrogantes, se plantean si es posible alegar
su objeción de conciencia.
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En síntesis, se puede decir que el reconocimiento y la protección de la diversidad de los
valores personales se han convertido en derechos fundamentales dentro de la sociedad
democrática, que ampara la libertad de conciencia y, con ello, el derecho a que toda
persona pueda decir sobre los aspectos que afectan directamente a su vida y a su salud,
incluyendo la aceptación del rechazo a recibir cualquier tipo de asistencia sanitaria. En
este contexto, el profesional sanitario que indica un tratamiento puede discrepar de la
negativa del enfermo a recibirlo, pero está obligado a respetar esa decisión ya que ello
constituye un precepto ético, deontológico y jurídico que todos los profesionales deben
cumplir, a expensas de las excepciones legales que puedan presentarse en determinadas
situaciones (Comisión de Bioética de Castilla y León, 2013).
Esta falta de información puede ser atribuible a que la mayor proporción de publicaciones
científicas que se aproximan los problemas morales y legales de la práctica clínica adoptan
la perspectiva del enfermo y sus derechos, y no tanto tienen en cuenta los conflictos del
profesional (Pérez Ferrer et al., 2006).
A pesar de ello, existe un gran desasosiego entre los profesionales de esta rama del
conocimiento que tiene que ver, en primer lugar, y bajo mi punto de vista, con el carácter
jurisprudencial que se le ha atribuido tradicionalmente a la deontología médica. Dice
Diego Gracia (1991):
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El código único se ha expresado tradicionalmente en forma de leyes, preceptos o
mandamientos. De ahí que el procedimiento de la ética viniera a coincidir con el
derecho (…). Como se sabe, tal procedimiento consiste en la apertura de
expediente disciplinario a un miembro de la profesión a partir de una denuncia, la
subsiguiente información de los derechos, su enjuiciamiento desde el código de
faltas legalmente establecido y, en fin, la imposición de la sanción. Es un
procedimiento típicamente judicial, bien que realizado por la autoridades
profesionales en vez de por jueces. La llamada deontología tiene, por ello, un
carácter jurisprudencial (…) se ha reducido tradicionalmente a eso, un
procedimiento jurídico o parajurídico.
Es decir, las normas deontológicas, definidas como los principios que guían la conducta
profesional, no tienen fuerza jurídica propiamente, aunque bien es cierto que su
incumplimiento puede acarrear sanciones de distinto tipo (García Guerrero, 2008). Pero
muchas veces, el hecho de que una acción negligente sea punible legalmente y
deontológicamente, lleva a pensar que ambos conceptos son sinónimos; sin embargo,
ambos son independientes y sus penalidades también pueden diferir en algunos casos.
Por otro lado, al tratar diariamente con personas, es inevitable que surjan
enfrentamientos entre las voluntades de los trabajadores sanitarios y sus pacientes,
puesto que cada uno tiene su propia manera de ver e interpretar el mundo y sus
realidades: por ejemplo, si un paciente con cáncer decide desistir del tratamiento, no
podemos imponerle nuestro criterio porque creamos que es más recomendable que no lo
haga. De ahí que sea tan importante saber determinar el momento en que la ética
profesional debe imponerse a la moral personal.
Sin embargo, cuando se plantean en la práctica conflictos como este, se suele intentar
establecer, aunque sin éxito, una jerarquización de la ética, la deontología y el derecho,
con la pretensión de lograr una solución, en base a los principios y leyes existentes, que
resulte aceptable y que acalle las consciencias particulares.
Llegar a un consenso sobre una ordenación de tales características es, sin dunda, una
meta difícilmente alcanzable. Algunos autores como Jonsen y Toulmin (1988) y Diego
Gracia (1991) ya lo han intentado, pero sus modelos han sido puestos en entredicho por
otros expertos, como Manuel Atienza (1998), quien también ofrece en su texto Juridificar
la Bioética, una propuesta de elaboración propia sobre el tema. A pesar de ello, es
importante comprender cómo, el derecho y la moral, regulan la vida humana desde
diferentes planos y con fines no coincidentes, aunque no por ello contrapuestos (Del
Moral García 2005). Manuel Atienza realiza en el mismo documento una abstracción en
torno a esta tesis:
Aunque pueda considerarse que el derecho configura un mínimo ético, esto no quiere
decir –o no quiere decir sólo– que la moral empieza donde el derecho termina.
Sin duda, esta última afirmación contiene una idea ampliamente aceptada en
nuestras sociedades (aunque bastante menos clara de lo que parece a primera
vista): la de que el derecho –o, al menos, el derecho penal– debe abstenerse de
regular –de prohibir– conductas que sólo tienen que ver con las opiniones
morales de los individuos; dicho de otra forma, que el derecho debe permanecer
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neutral frente al pluralismo moral: no debe tratar de imponer un determinado
código moral frente a los demás […].
En otras palabras, y citando a Del Moral García, “el derecho no tiene por qué juridificar
todos los criterios éticos, pero tampoco puede vivir al margen de la ética puesto que,
detrás de toda discusión jurídica sobre los grandes principios, siempre hay un debate ético
que no puede obviarse” (2005). Y es que, ética y derecho, se encuentran inexorablemente
unidas al compartir su objetivo final: orientar, y en cierto sentido ordenar, la vida del
hombre, aunque esto lo hagan de distinta forma.
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2. OBJETIVOS DEL TRABAJO.
1) Describir los diferentes problemas éticos, deontológicos y legales que se plantean para
el profesional sanitario durante la práctica asistencial cuando un paciente rechaza,
total o parcialmente, un tratamiento propuesto.
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3. ANTECEDENTES: DEL PATERNALISMO MÉDICO AL MODELO DEL CONSENTIMIENTO
INFORMADO.
Esta actitud en la que el médico, regido por el principio bioético de beneficencia, puede
vulnerar la autonomía de la persona para conseguir su propósito, es la esencia del
paternalismo médico: la relación entre el médico y el enfermo se asemeja a la de un padre
y su hijo, en el sentido de que el primero actúa en defensa de los intereses del segundo y
su autoridad es legítima sobre los deseos de éste (Beauchamp, & McCullough, 1987).
Esta práctica no es igual de valorada por todos pero, pese a ello, es perfectamente
apreciable hoy en día en el trabajo cotidiano de los profesionales sanitarios. Por ejemplo,
están considerados como actos paternalistas: inmovilizar a un paciente -bien sea por
medios químicos o mecánicos- para evitar que se autolesione o impedir que un paciente
consiga su alta voluntaria, demorando los trámites de la misma o inventando objeciones
que eviten los daños derivados del abandono del tratamiento (Alemany García, 2005).
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Probablemente, la definición de paternalismo más citada en trabajos académicos sea la
propuesta por Gerald Dworkin (1971), de acuerdo con la cual el paternalismo consiste en
“la interferencia en la libertad de acción de una persona justificada por razones que se
refieren exclusivamente al bienestar, el bien, la felicidad, las necesidades, los intereses o
los valores de la persona coaccionada”. Sin embargo, el concepto de paternalismo médico
es mucho más amplio y su definición según algunos autores puede generar cierta
controversia.
En cualquier caso, para el tema que ocupa a este trabajo, bastará con comprender que el
paternalismo es un acto de poder en el que el médico consigue que el paciente haga algo
que de otro modo no haría, entendiendo por hacer acciones que pueden ir desde actuar,
o no actuar, hasta pensar o sentir.
Se puede afirmar que el caso más llamativo de ejercicio paternalista de poder es el que
tiene lugar cuando los intereses, deseos o preferencias del médico y del paciente difieren
hasta tal punto que se genera un conflicto visible para ambas partes; no obstante, puede
ocurrir que, en determinados contextos, los deseos y/o preferencias del paciente, aun
siendo efectivos, no lleguen a manifestarse o sean moldeadas a través de medios de
persuasión empleados por las autoridades sanitarias o por los propios médicos. Así, evitar
que un paciente opte, entre las diversas posibilidades, por los tratamientos menos
eficaces ocultándole su existencia, o impedir que rechace una transfusión sanguínea que
necesita para vivir, poniéndosela cuando está en estado de inconsciencia, a pesar de que
había manifestado su oposición, son otros ejemplos de actos paternalistas de poder que
muy frecuentemente ocurren en la práctica clínica (Alemany García, 2005).
Este, junto otros muchos hechos que ocurrieron con posterioridad, marcaron un antes y
un después en la historia de la humanidad y de los derechos civiles y políticos básicos,
como son el derecho a la vida, a la integridad física, a la libertad de conciencia y a la
propiedad. A ellos se sumaron una serie de cambios sociales que ya habían empezado a
surgir a finales del siglo XIX y que lograron emancipar a la población del absolutismo al
que estaba sometida, para alcanzar un Estado de democracia (Lázaro, & Gracia, 2006). La
rebelión social producida a nivel mundial afectó a diferentes esferas y, en lo concerniente
a la medicina, hizo cambiar el paradigma imperante hasta el momento: el modelo
biológico que entendía la salud y la enfermedad como las dos caras opuestas de una
misma moneda, dejó paso a uno nuevo, más holístico, que comprendía que ambos
estados eran parte de un mismo proceso influenciado tanto por los factores biológicos,
como por los aspectos psíquicos y sociales concernientes al individuo (Borrel i Carrió,
2002).
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No obstante, fue necesario esperar hasta el año 1973 para que fuese aprobada la primera
Carta de Derechos del Paciente. Este hecho sin precedentes tuvo lugar gracias a la
Asociación Americana de Hospitales y supuso el reconocimiento oficial del derecho del
enfermo a recibir una completa información sobre su situación clínica y a decidir entre las
opciones posibles, lo que se concretó a través de la elaboración del consentimiento
informado.
A partir de este momento, los enfermos dejaron de ser pacientes para convertirse en
agentes del sistema de salud. El significado de esta afirmación lleva implícita la idea de
que cada persona ha de asumir las decisiones que le afectan y ha de regirse por su propio
sistema de valores: la beneficencia tradicional ya no puede aplicarse sin averiguar
previamente la voluntad del enfermo porque es imprescindible conocer cuál es su
concepto subjetivo de bien o de bienestar para poder planificar unas actuaciones
consecuentes (Lázaro, & Gracia, 2006).
De esta forma, la relación clínica pasa a ser más colaboradora, no solo por el grado
responsabilidad e implicación de la persona en su proceso de salud o enfermedad, sino
porque es capaz también de prestar ayuda a otros pacientes y de contribuir en la mejora
de los servicios sanitarios, bien sea de forma individual o colectivamente. Algunos autores
entienden que los pacientes se han convertido de algún modo en expertos sanitarios
debido a la gran cantidad de información disponible sobre salud en los medios de
comunicación y a los avances tecnológicos que, cada vez más, permiten la rápida difusión
de ésta. Sin embargo, cabe matizar que la participación requiere una actitud, un interés y,
sobre todo, una formación específica que debe adquirirse de forma meticulosa y reflexiva
(Navarro Rubio, et al. 2008).
Hacer una medicina más participativa supone, en definitiva, un cambio cultural en el que
los pacientes ganan derechos y los profesionales sanitarios pierden poder y status
(Márquez, & Meneu, 2007), pero en el que la eclosión de la igualdad y los derechos
sociales protagonizan uno de los acontecimientos más importantes de la Historia.
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4. LOS PROBLEMAS ÉTICOS, DEONTOLÓGICOS Y LEGALES DE LA NEGACIÓN DE UN
PACIENTE A RECIBIR UN TRATAMIENTO.
La vida es un bien que hay que defender y conservar, aunque no en todo momento ni a
cualquier precio puesto que no tiene un valor absoluto, lo que quiere decir que los
profesionales sanitarios no tienen por qué emplear siempre todos los medios disponibles
para conservar la vida de las personas: lejos del encarnizamiento terapéutico, la
obligación de proteger la salud de los enfermos no puede convertirse en la obligación de
salvar su vida a toda costa, menos aun si esto supone ir en contra de su voluntad
(Comisión de Bioética de Castilla y León, 2013).
Separar, en estos casos, el derecho de la moral puede resultar una tarea bastante
compleja, pues como se dijo al principio del trabajo: ni todo lo ético es legal, ni todo lo
legal ético. Además, la relación entre la ética y el derecho es muy estrecha y, en cuanto a
la negación del tratamiento se refiere, se encuentran íntimamente ligadas como se
mostrará al hablar del principio de autonomía.
Las actitudes que adoptan los profesionales sanitarios ante la negación al tratamiento
dependerán de los valores personales de cada uno, pero esto no implica que todas ellas
sean las más aceptables, incluso desde un punto de vista legal (Comisión de Bioética de
Castilla y León, 2013).
Por esa razón, y para que sea posible posicionarse en base a unos preceptos éticos que no
vulneren ninguna ley cuando un paciente rechaza un tratamiento, es indispensable tener
pleno conocimiento de cuáles son los valores que se enfrentan en el plano de la ética
profesional en este tipo de situaciones, de las normas deontológicas de la disciplina en
cuestión y que rigen el modo en que deben desarrollarse las actuaciones sanitarias, y de
las leyes vigentes que obligan a desempeñar la profesión bajo unos códigos de conducta
únicos.
Etimológicamente, la palabra ética proviene del término griego ethikos, que significa
carácter, y se refiere a la ciencia que estudia el comportamiento moral, es decir, lo que es
bueno o malo en el sentido de cómo deben actuar los miembros de una sociedad. Se
puede distinguir, entonces, entre los tipos de ética: una que apunta al bien que las
personas anhelan realizar, de forma individual y en armonía con sus propios valores
personales, y otra introducida por Kant, que es conocida como ética deontológica y que
incluye un conjunto de principios y normas que deben aplicarse en el ejercicio de una
profesión (León Correa, 2006).
La bioética, término acuñado por Van Rensselaer Potter en el último tercio del siglo XX
(Zabala Blanco, 2007), es la rama de la ética que hace más concretamente referencia al
estudio del comportamiento humano en las ciencias de la vida y de la salud. En ella
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concurren una serie de principios, tales como el principio de beneficencia, no
maleficencia, autonomía y justicia, que son el principal punto de partida para las
discusiones en torno a temas como el genoma humano, los trasplantes de órganos, la
experimentación con nuevos fármacos o la eutanasia, entre otros.
Para el tema que nos ocupa en este trabajo, nos centraremos en el debate entre el
principio de autonomía y el de beneficencia. Como se ha explicado previamente, la
ponderación de los principios depende exclusivamente del contexto socio-sanitario que se
esté estudiando; así, debe recordarse que el modelo paternalista ha quedado obsoleto en
las civilizaciones modernas, avanzando la relación entre médicos y pacientes hacia formas
más simétricas y comunicativas, en las que las personas son capaces de gestionar sus
propios proyectos de vida (Zabala Blanco, 2007).
Ningún hombre puede, en buena lid, ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo,
porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, por ello
le ha de hacer más dichoso o, porque, en opinión de los demás, hacerlo sea
prudente o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle
o para suplicarle, pero no para obligarle o causarle daño alguno si obra de modo
diferente a nuestros deseos. Para que esta coacción fuese justificable, sería
necesario que la conducta de este hombre tuviese por objeto el perjuicio de otro.
Para aquello que le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta.
Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano.
Determinar qué es o no es beneficioso para cada uno, no puede ser un juicio técnico, pues
el concepto de beneficio está directamente relacionado con los valores individuales y, por
tanto, solo el enfermo puede decidir lo que es bueno para sí (Comisión de Bioética de
Castilla y León, 2013).
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tomar sus propias decisiones. Igualmente puede ocurrir que sean los propios pacientes
quienes muestren sus diferencias acerca de la importancia de ejercer la autonomía
personal en el ámbito de la salud, encontrando personas a las que les incomoda
verdaderamente la libertad de opción que se les ofrece. En estos casos, lo que se tiende
es a buscar un punto intermedio entre la autonomía y la beneficencia, sin llegar a caer en
la soberanía del paternalismo médico (León Correa, 2006).
Todo este entramado de ideas supone, entre otras cosas, una ruptura en la mentalidad
tradicional de las profesiones médicas, que durante años han buscado el bienestar de los
pacientes empleado sus mejores esfuerzos clínicos y proponiendo, según su ciencia y
conciencia, la alternativa terapéutica más racional que se aplicaba únicamente bajo su
potestad. La aparición del principio de autonomía, o más concretamente de su hegemonía
actual, no significa necesariamente que el principio de beneficencia y, en contraposición,
el de no maleficencia, desaparezcan de los actos médicos, sino que se ven supeditados a
la voluntad, deseos y creencias del individuo en cuestión.
A priori, esto no debería de suponer ningún problema y, menos aún, con la existencia de
una regulación normativa por parte del Estado al respecto. Es decir, legal y éticamente, la
preponderancia del principio de autonomía sobre el de beneficencia, como se ha dicho
anteriormente y como se volverá a evidenciar más adelante, está ampliamente
justificada. Sin embargo, la contradicción moral que supone aceptar este hecho para los
profesionales sanitarios, está más relacionado con la cultura transmitida entre
generaciones, y promociones, que sigue muy ligada al paternalismo médico y, según la
cual, se debe prolongar la vida e intentar alcanzar el mayor estado de salud, sean cuales
sean las consecuencias de esta decisión para la persona o sus allegados en otro orden que
no sea el físico.
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los principios deontológicos que se recogen en un código profesional no dejan de ser el
fruto de una reflexión profunda sobre la misma (De la Torre, 2000). Se puede decir, por
tanto, que la deontología se encuentra a medio camino entre la moral y el derecho.
Concretamente, la deontología médica trata de los deberes del médico y se inspira en los
principios del respeto a la vida, a la integridad de la persona, a la salud individual y a la
colectiva, que se traducen en las siguientes actitudes, responsabilidades y compromisos
básicos (Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, 2011):
19
Segunda. El médico respetará el rechazo del paciente, total o parcial, a una prueba
diagnóstica o a un tratamiento. Deberá informarle de manera comprensible y
precisa de las consecuencias que puedan derivarse de persistir en su negativa,
dejando constancia de ello en la historia clínica.
Estas obligaciones son en todo caso de tipo moral y tienen que ver con lo que se espera
del profesional. Es decir, como se explicó anteriormente, las normas recogidas en los
códigos deontológicos no tienen un carácter jurisprudencial, a menos que su
incumplimiento conlleve también el incumplimiento de la Ley vigente; por esta razón, la
deontología debe ser tomada como un precepto de ética profesional, pero no por ello
libre de compromiso: la vulneración del código dará lugar siempre a la exigencia de
responsabilidades dispuestas en los Estatutos de la Organización Colegial competente en
cada caso.
20
información previa para poder ejercer el derecho a decidir y elegir (Consejo General de
Colegios Oficiales de Médicos, 2010).
En este sentido, poder rechazar una actuación médica no deseada es también una forma
de ejercer el derecho a la libertad, que se encuentra por tanto amparado por la misma Ley
básica 41/2002 que dictamina, en el artículo 2.4, que “todo paciente o usuario tiene
derecho a negarse al tratamiento, excepto en los casos determinados en la Ley”.
Estas excepciones legales, en las que se podrán llevar a cabo las intervenciones clínicas
que se consideren indispensables para la salud o la vida del paciente sin necesidad de
contar con su consentimiento, y dejando al margen la problemática relativa a las múltiples
hipótesis de prestación del consentimiento por representación, así como los denominados
supuestos de estado de necesidad terapéutica (Arruego Rodríguez, 2009), se recogen a su
vez en el artículo 9.2 de la misma Ley:
a) Cuando existe riesgo para la salud pública a causa de razones sanitarias establecidas
por la Ley. En todo caso, una vez adoptadas las medidas pertinentes, de
conformidad con lo establecido en la Ley Orgánica 3/1986, se comunicarán a la
autoridad judicial en el plazo máximo de 24 horas siempre que dispongan el
internamiento obligatorio de personas.
b) Cuando existe riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y
no es posible conseguir su autorización, consultando, cuando las circunstancias lo
permitan, a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él.
21
afirmación del juez Benjamín Cardozo en 1914 del New York Hospital (Zavala Sarrio,
2012):
Todo ser humano de edad adulta y mene sana, tiene un derecho a determinar qué debe
hacerse con su cuerpo; y un cirujano que lleva a cabo una operación sin el
consentimiento de su paciente comete una agresión a consecuencia del cual es
responsable por daños. Esto es verdad, excepto en casos de emergencia, cuando
el paciente está inconsciente y cuando es necesario operar antes de que puede
ser obtenido el consentimiento.
Lo que realmente es importante y hay que tener claro en la práctica es que el hecho de
informar y obtener el consentimiento por parte de un paciente para realizarle una
intervención concreta, no es un acto meramente burocrático, sino que exige que exista
una relación personal previa al propio consentimiento en sí, en la que se haya alcanzado
un conocimiento de la persona, de sus necesidades y de sus circunstancias personales.
Entregar al paciente un documento estándar de Consentimiento Informado, para que
simplemente lo lea y lo entregue firmado, sin una información verbal y personalizada por
parte del profesional, va en contra de lo estipulado por el código de la Deontología
Médica (Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, 2010).
Del mismo modo, iría contra el deber legal, además del deontológico, no poder aseverar
que la persona ha rechazado un tratamiento o una intervención en base a unos criterios
lógicos y en pleno uso de sus facultades, sino tenemos un contacto previamente con ella.
Igual que sería difícil poder comprender sus motivos y, así, plantear otras opciones de
tratamiento que se adapten más a sus necesidades, valores, creencias o miedos.
22
& Rabadán Jiménez, 2010). Sin embargo, dada la dificultad que entraña al afectar
directamente a la moral y los valores, la objeción de conciencia no existe como derecho
constitucional y por tanto no está regido por ninguna ley, si bien es cierto que según la
Sentencia del Tribunal Constitucional en 1987 “la objeción de conciencia con carácter
general (…) no está reconocido ni cabe imaginar que lo estuviera en nuestro Derecho o
Derecho alguno, pues significaría la negación misma de la idea del Estado”.
Cuando un profesional se declara objetor de conciencia puede retirarse del caso, pero
nunca con la finalidad de imponer el tratamiento o para abandonar al enfermo; en este
sentido, para poder ejercer la objeción, tienen que existir alternativas, de forma que sea
posible que el paciente reciba por parte de otros profesionales la asistencia sanitaria que
sea necesaria (Comisión de Bioética de Castilla y León, 2010).
Por esta razón, la auténtica objeción de conciencia tiene que estar fundamentada y se
tiene que sustentar en los valores de la persona que objeta, no pudiendo obedecer a
otros motivos que no sean estrictamente de conciencia, como la ignorancia, la
comodidad, el oportunismo, la inseguridad, el temor o la defensa ante eventuales
conflictos de tipo laboral o legal, porque ello vulneraría los principios éticos y
deontológicos de una buena práctica profesional (Comisión de Bioética de Castilla y León,
2013).
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5. CONCLUSIÓN Y RECOMENDACIONES PARA LA PRÁCTICA CLÍNICA.
Para poder ejercer plenamente cualquiera de las distintas profesiones sanitarias, resulta
indispensable conocer y manejar algunos conceptos básicos sobre la ética y el derecho. El
desconocimiento de estos temas hace que muchas situaciones que se plantean en la
práctica clínica pongan en jaque al profesional, que puede incluso llegar a dudar de sus
propias actuaciones o de las de sus colegas.
No obstante, en el trabajo diario, los profesionales sanitarios tratamos con personas cuya
forma de ver y entender el mundo, así como su forma de pensar o sentir, se han ido
forjando a través las experiencias personales y difieren notablemente de lo que nosotros
mismos podamos concebir. El modo de enfrentarse a la vida no puede ser en ningún caso
juzgado, pero es algo inevitable pues forma parte de la condición humana emitir juicios de
valor ante determinadas situaciones que, bajo nuestro punto de vista, resulten carentes
de toda lógica. Por esta razón, es tan importante que los profesionales sanitarios hagan
un ejercicio de introspección personal con el fin conocer sus propios valores y así poder
establecer unos límites que no interfieran en su labor asistencial.
Ahora bien, ¿qué hay que hacer cuando el enfermo rechaza el tratamiento?
Para el análisis del caso, debe llevarse a cabo un proceso deliberativo, durante el cual
habrá que revisar diversos aspectos técnicos, como por ejemplo: la indicación del
tratamiento que se propone y la probabilidad de que haya que aplicarlo, la gravedad del
proceso, la existencia de tratamientos alternativos, la situación clínica y el estado general
del paciente, así como la capacidad legal y la competencia o capacidad del enfermo para
tomar una decisión tan transcendente (Guerra Cazorla, Palma Caselles, Navío Acosta, &
Agüera Ortiz, 2010). Se aconseja, como norma general, hacer este ejercicio de valoración
en el seno del equipo asistencial, y no individualmente, con el objetivo de poder debatir
24
las ideas y de facilitar la decisión final, ya que si no se puede caer en la trampa de la
propia moral.
El siguiente paso, una vez que el equipo haya sopesado todas las alternativas disponibles
y haya alcanzado algún grado de acuerdo sobre la circunstancias que rodean la negación
al tratamiento, será dialogar con el enfermo para informarle de su situación clínica y de
las consecuencias para su salud acerca de la opción que va a tomar, garantizando en todo
momento la máxima confidencialidad y resaltando su derecho a cambiar de opinión y a
revocar su decisión, si así lo desea. Esto es lo que algunos autores denominan, proceso de
decisión informada.
Debido al carácter técnico que ha tenido y que aún tiene en la actualidad la Enfermería,
ésta participa en todas las fases de los diferentes procedimientos médico-quirúrgicos que
tengan lugar en la práctica asistencial, bien sea empleando técnicas invasivas, como la
colocación de catéteres o la administración de medicación, o simplemente haciéndose
cargo del control y vigilancia del estado de salud y bienestar del enfermo. El contacto
directo y constante con el paciente implica que, casi todas las acciones que se realizan en
el trabajo diario precisen de un consentimiento tácito por parte de la persona para que las
enfermeras puedan brindar los cuidados pertinentes, que en algunos casos puede ser
denegado.
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6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS.
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