Mirarse El Ombligo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 3

Mirarse el ombligo

Aprendemos sobre nosotros mismos cuando nos atrevemos a mirar otros paisajes y escuchar otras
voces | Columna de Irene Vallejo

IRENE VALLEJO 19 MAR 2022

El mundo es un pañuelo. Lo afirma el refranero popular, nuestra particular enciclopedia de bolsillo.


En latín la palabra mappa significaba servilleta, toalla o trapo. Así llamaban a la tela rectangular que,
en el silencio expectante del circo, daba la señal de salida para las carreras de carros, como si
aquellos caballos fueran a galopar por confines y fronteras. Sobre la superficie de esos lienzos, los
romanos dibujaban los perfiles del orbe conocido.

Los mapas retratan nuestros mejores y peores rasgos: curiosidad ávida y hambre de
descubrimiento, pero también vanidad conflictiva y sed de anexión. Nos fascinan porque cuentan
historias y revelan nuestras pasiones. Además, construyen nuestra mirada. Las razones por las que
el norte figura arriba no son científicas, sino estratégicas. Lo alto tiene connotaciones positivas,
mientras que lo bajo se mira por encima del hombro. Asociamos la pobreza al sur y la prosperidad
con países septentrionales. La famosa fotografía de la Tierra que tomó la nave Apollo 17 en 1972 —
la canica azul— fue rotada para su publicación, pues ya solo sabemos leer el planeta colocado de
esa única forma. Sin embargo, durante siglos el este ocupó habitualmente la posición superior
porque la luz surge de oriente, mientras que el norte simbolizaba un territorio de oscuridad: desde
entonces, “orientarnos” significa buscar la referencia allá donde nace el día.

Los mapas dicen muchas verdades, pero también mentiras. Son atlas de las mentalidades, miedos y
expectativas de las sociedades que los crean. La proyección cartográfica más utilizada todavía hoy,
conocida como Mercator, oculta interesadas distorsiones. Los planisferios por los que viajamos con
los ojos y navegamos con la punta del dedo dibujan un occidente enorme y central,
sobredimensionado en un hemisferio norte que ocupa dos tercios y relega el sur a un diminuto
tercio inferior. En un episodio de El ala oeste de la Casa Blanca de 2001, el presidente recibe a varios
miembros de una ficticia Organización de Cartógrafos por la Igualdad, que presionan para renovar
los mapas escolares. Explican que la Europa de Mercator está representada más grande que
Sudamérica, cuando esta última la duplica. Además, Alemania figura en el centro, aunque le
correspondería aparecer más al norte. “Un momento”, interrumpe un perplejo Josh Lyman, “¿me
está diciendo que Alemania no está donde creíamos?”. La respuesta es lapidaria: “Nada está donde
usted cree”.

Desde que empezamos a trazar caminos y geografías sobre servilletas, los seres humanos tendemos
a creernos el ombligo del mundo. A lo largo de la historia, personas y pueblos han sufrido este
espejismo, impropio de habitantes de un planeta esférico. Según los antiguos griegos, Zeus deseaba
saber dónde estaba el centro de la Tierra y, para averiguarlo, soltó dos águilas en los extremos del
universo. Inevitablemente, las aves se encontraron en un lugar de Grecia, Delfos, señalado para la
posteridad con una piedra ovalada a la que llamaron “ónfalo”, es decir, ombligo. Los chinos de aquel
tiempo llamaron a su país Zhonghuó, “reino central”. Unos y otros creían ser el meollo cartográfico
del cosmos y la única cultura civilizada. Cada cual se ubica en el epicentro de todo y tal vez por eso
el mundo tiene más ombligos que cerebros.
A menudo el delirio megalómano ha cincelado las geografías a golpe de invasión, guerra y
sometimiento, en nombre de remotas purezas y naciones triunfantes. La historia prueba, sin
embargo, que el pensamiento y la ciencia fluyen en las encrucijadas de poblaciones diversas, en las
rutas de viajes, encuentros e intercambios. Aunque la sabiduría arcaica acuñó en Delfos una máxima
ensimismada —conócete a ti mismo—, el éxito del oráculo era fundamentalmente cosmopolita:
dependía de los relatos y datos que traían sus visitantes de orígenes distantes. Por eso, el
dramaturgo Menandro se atrevió a rectificarla: “Es más útil decir: conoce a los otros”. En realidad,
aprendemos sobre nosotros mismos cuando nos atrevemos a mirar otros paisajes y escuchar otras
voces. Es poco original sentirse únicos: solo los demás nos dicen quiénes somos.

https://elpais.com/eps/2022-03-19/mirarse-el-ombligo.html#?rel=lom

Esos europeos que hablan español

Los temas de identidad siempre surgen en relación “al otro”. Si estuviéramos siempre en nuestro
mundo nunca nos preguntaríamos quiénes somos, ni como grupo, ni como seres individuales.

Hace poco más de un año me encontraba en Nueva York en una sala de actuaciones parecida a la
del programa de monólogos humorísticos que en España hemos llamado El club de la comedia. De
repente, uno de los actores preguntó que cuántos latinos había en la sala, pero yo no me di por
aludida y no levanté la mano. En ese momento, un chico rubio con más aspecto de centroeuropeo
que de otra cosa levantó su mano. Sorprendida, le pregunté que de dónde era y me dijo que
argentino.

Como española, el término latina o hispana me dejaba fría. En ese momento, confieso que me quedé
completamente descolocada, ya no sabía si tenía que levantar la mano o no, ya que en ese crisol de
culturas que es Nueva York nunca me había preguntado por lo que yo misma era (que lo tenía muy
claro). Quizás lo que sucedía era simplemente que la idea de mí cambiaba si tenía que preguntarme
por cómo me veían los demás habitantes de la ciudad.

Comencé a indagar y todo empezó a complicarse. Al parecer, el término latino se aplica a cualquier
persona nacida en Latinoamérica, y esto es lo mismo que sucede con el término hispano. Por
supuesto, estos términos también sirven para denominar a los descendientes de nacidos en Estados
Unidos.

¿Existe una identidad común para todos los nacidos al sur del Río Grande? Yo diría que depende, y
mucho, de qué categorías estemos hablando. Lo cierto es que ni etnias, ni razas, ni nacionalidades,
ni idiosincrasia hacen pensar en algún tipo de unidad identificativa. Entonces, ¿por qué un término
que trata de unificarlos a todos? La razón es que hay dos factores objetivos importantísimos de
unidad: la lengua española y la religión, o más bien, la cultura católica, que al final acaba siendo más
importante que la religión misma.

Estos valores y costumbres (católicos o no) son los que tejen una especie de red invisible que da
coherencia a eso que llamamos hispanidad, un término que no me resulta ajeno como española.
Con todos los latinos con los que conviví en La Gran Manzana me sentía cómoda. De alguna manera
había algo común entre nosotros: dominicanos, cubanos, colombianos, puertorriqueños… En
ningún momento me sentí realmente extraña, a pesar de todo lo que nos separaba, y nunca olvidaré
la generosidad y la hospitalidad con la que era recibida. ¿Acaso10 no son la generosidad y la
hospitalidad dos valores muy españoles? Este es sin duda el ámbito11 en el que todos nos sentimos
cómodos, el de los valores que compartimos. Encontré a mucha gente estadounidense que hablaba
perfectamente español y con la que la comunicación no era un obstáculo 12 en absoluto, pero no
sentí lo mismo.

Mi reflexión acaba aquí. ¿Acaso no son los valores y muchas costumbres que se transmitieron en
una lengua nacida a muchos miles de kilómetros de distancia lo que nos une?

Pero, además de compartir ese ámbito hispano, los españoles también compartimos el ámbito
europeo (con todo lo que eso significa), y no solo eso, sino que también somos un país
mediterráneo, que también es otro importante factor de cultura. Por el contrario, los
latinoamericanos tienen un “componente latinoamericano”, si se me permite la expresión, al que
los españoles somos ajenos. Todas estas diferencias, al igual que las cosas que nos unen son detalles
que se pueden ver en la forma de alimentarnos, en el horario que hacemos, en nuestra manera de
hacer negocios o incluso en el tono de nuestras voces. Muchas veces los latinoamericanos se
preguntan por qué los españoles hablamos como si estuviéramos enojados, porque su tono suele
ser más amable y suave. Pero, a pesar de las diferencias, son muchas cosas las que nos unen, y
espero que cada vez menos las que nos separen en este mundo globalizado.

La confusión España / español merece en Estados Unidos una mención aparte. Muchos
norteamericanos confunden el español como lengua con el español como nacionalidad, sobre todo
porque no son conscientes del lugar que ocupa España en el mapa del mundo. Muchas veces me
enfrenté al hecho de que se identificaba el hablar español con ser latina, y por tanto nacida al sur
de Estados Unidos. Solo en una ocasión llegaron a decirme: “Ah, española…, una de esas europeas
que hablan español”.

https://hablacultura.com/cultura-textos-aprender-espanol/cultura/esos-europeos-que-hablan-espanol/

También podría gustarte