Tulio Febres Cordero-Mitos y Tradiciones

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 256

Tulio

Febres Cordero
MITOS Y TRADICIONES
C o l e cc i ó n Bi c e n t e n a r i o Ca r a b o b o
Tulio Febres Cordero Tulio Febres Cordero (Mérida, 1860-
1938). Escritor, historiador, periodista y docente. Sus estudios
de Derecho en la Universidad de Los Andes los combinó con
oficios como tipografía, encuadernación, dibujo y pintura, que
más tarde le servirían durante su quehacer como impresor. En
1822, comienza su labor como periodista, por lo que fundó y
dirigió varias publicaciones periódicas. Su aporte a la cultura
venezolana, abarca ramas del saber como historia, literatura,
educación, antropología y derecho. Obras académicas y sobre
costumbres, mitos y leyendas abarcan su producción intelec-
tual, en su interés por rescatar tradiciones del pueblo venezola-
no. Entre sus obras se cuentan: El derecho de Mérida a la costa
sur del lago de Maracaibo (1904), Don Quijote en América, o
sea La cuarta salida del ingenioso Hidalgo de la Mancha (1905),
Procedencia y lengua de los aborígenes (1921).

« Monumento a Las cinco águilas blancas (detalle).


Ciudad de Mérida, Venezuela.
Foto: IAM.
137

Mitos y tradiciones
Tulio Febres Cordero
Colección Bicentenario Carabobo

En homenaje al pueblo venezolano

El 24 de junio de 1821 el pueblo venezolano, en unión cívico-militar y


congregado alrededor del liderazgo del Libertador Simón Bolívar,
enarboló el proyecto republicano de igualdad e “independencia o nada”.
Puso fin al dominio colonial español en estas tierras y marcó el inicio de
una nueva etapa en la historia de la Patria. Ese día se libró la Batalla
de Carabobo.
La conmemoración de los 200 años de ese acontecimiento es propicia
para inventariar el recorrido intelectual de estos dos siglos de esfuerzos,
luchas y realizaciones. Es por ello que la Colección Bicentenario
Carabobo reúne obras primordiales del ser y el quehacer venezolanos,
forjadas a lo largo de ese tiempo. La lectura de estos libros permite apre-
ciar el valor y la dimensión de la contribución que han hecho artistas,
creadores, pensadores y científicos en la faena de construir la república.
La Comisión Presidencial Bicentenaria de la Batalla y la
Victoria de Carabobo ofrece ese acervo reunido en esta colección
como tributo al esfuerzo libertario del pueblo venezolano, siempre in-
surgente. Revisitar nuestro patrimonio cultural, científico y social es
una acción celebratoria de la venezolanidad, de nuestra identidad.
Hoy, como hace 200 años en Carabobo, el pueblo venezolano con-
tinúa librando batallas contra de los nuevos imperios bajo la guía del
pensamiento bolivariano. Y celebra con gran orgullo lo que fuimos, so-
mos y, especialmente, lo que seremos en los siglos venideros: un pueblo
libre, soberano e independiente.

Nicolás Maduro Moros


P residente de la R epública B olivariana de V enezuela
Nicolás Maduro Moros
P residente de la R epública B olivariana de V enezuela

Comisión Presidencial Bicentenaria de la B ata l l a y la Victoria de Carabobo

Delcy Eloína Rodríguez Gómez


Vladimir Padrino López
Aristóbulo Iztúriz
Freddy Ñáñez Contreras
Ernesto Villegas Poljak
Jorge Rodríguez Gómez
Jorge Márquez Monsalve
Rafael Lacava Evangelista
Jesús Rafael Suárez Chourio
Félix Osorio Guzmán
Pedro Enrique Calzadilla Pérez
Mitos y tradiciones
Tulio Febres Cordero
M itos y tradiciones 197

Índice

15 Don Tulio, Rapsoda de Mérida


por Mariano Picón-Salas

27 Primera parte
Mitos de los Andes

29 La Laguna del Urao


33 Las cinco águilas blancas
37 La leyenda del díctamo
43 La hechicera de Mérida

53 Segunda parte
Tradiciones y leyendas

55 El perro nevado
75 Una inscripción profética
79 La casa de la Patria
83 La silla de suela
87 Un trabucazo a tiempo
93 Los calzones del canónigo
97 La loca de Ejido
103 Un mono afortunado
105 Los tubos del órgano

111 El sombrero del padre Gamboa

117 Valor a toda prueba

121 El tabaco en la iglesia

125 Muertes y alborotos. De Carora a Tunja

131 Un regalo gravoso

137 Resistencia de santa Clara a salir de Mérida

143 El alma de Gregorio Rivera


143 I. Introducción
145 II. Antecedentes de familia

148 III. El trágico suceso

153 IV. Huida de don Gregorio

156 V. La ciudad en conflictos

160 VI. Suplicio de don Gregorio y salvación de su alma

163 VII. Casos particulares


163 La perla en el pozo
164 Un taller en oración
165 El misterioso guía
166 Arrepentimiento de un ratero
168 Sorprendente hallazgo
169 VIII. Advertencia final

171 Antigua Semana Santa en Mérida


177 Tercera parte
Pequeña historia

179 La letra de los repiques


185 Folklore. Cancionero infantil
191 Chapado a la antigua
195 El comercio de los Andes en tiempo de la Conquista
199 Sobre criollismo. Artes e industrias que fueron
201 Lienzo y cobijas
202 Harina y galletas
203 Jamones
203 Alfombras y tapetes
205 Bocadillo y confitería
205 Sericicultura
207 Cantería

211 La Catedral de Mérida


217 La viruela y la vacuna. Apuntes históricos
223 Bolívar en Mérida
227 El canónigo Uzcátegui. Apuntes biográficos
239 Segundo paso de Bolívar por los Andes venezolanos
243 Dos versos de Bolívar
247 Rectificaciones históricas.
Natalicio y doctorado del Coronel Rangel
Don Tulio, Rapsoda de Mérida

Don Tulio Febres Cordero nació en Mérida el 31 de mayo de 1860 y


falleció en la misma ciudad el 3 de junio de 1938. Fueron sus padres
el ilustre jurisconsulto y profesor de la Universidad de los Andes, Dr.
Foción Febres Cordero y doña Georgina Troconis, descendientes am-
bos de viejos y famosos linajes de la Venezuela colonial y de los años
heroicos de la República, como los Díaz de Viana, Cogorza, Añez, Um-
piérrez, Andrade y Urdaneta. Por línea materna la familia de don Tulio
asciende venezolana y denodadamente hasta aquel togado español don
Francisco Troconis, su sexto abuelo, uno de los defensores de Mara-
caibo durante las varias invasiones de piratas que asolaron la región
lacustre en la segunda mitad del siglo XVII. Y si la vida de don Tulio
permanecerá siempre fiel y sedentaria en su fresco y majestuoso paisaje
merideño, los Febres Cordero habían peregrinado por los más diversos
lugares de la patria, y partiendo de Venezuela, llevaron su abolengo a
otras tierras americanas —como la República del Ecuador— antes de
levantar casa duradera al pie de las Sierras Nevadas. Los primeros que
vinieron al país, poblaron en tierras de Coro, jurisdicción de Casigua,
donde en el siglo XVIII poseían propiedades raíces, fundando asimis-
mo la parroquia del Curaridal y proveyendo al congruo sustento de sus
párrocos. El alférez real, don Antonio, casado con doña María Bernar-
da Pérez Padrón engendró entre otros hijos, a don Bartolomé y a don
Joaquín, troncos de ilustre progenie histórica. Hijos de don Bartolomé
serán el general León de Pebres Cordero, héroe de las campañas del Sur
y jefe de los Ejércitos conservadores en la batalla de Copié, durante la
202 T ulio F ebres C ordero

guerra federal, y don Antonio Febres Cordero y Oberto, letrado y ju-


rista, miembro de varios Congresos de la Gran Colombia. De la rama
de don Joaquín procede tan andariego personaje como el doctor Es-
teban Febres y Cordero, cuatriborlado en Teología, Filosofía y ambos
Derechos, quien a la zaga de su pundonoroso primo el general León se
traslada al Ecuador en 1829 y se convierte en hombre de confianza y
consejero del general Juan José Flores. Actúa como su secretario y más
notorio ministro cuando el Ecuador se separa de la Unión colombiana.
Se le ve después en Panamá como profesor de Derecho Civil y autor de
una obra titulada Ciencia administrativa o principios de administra-
ción pública, editada en aquella ciudad en 1838. Es allí amigo de otro
venezolano heroico y nómade quien después de las jornadas del Perú,
se fijó en el Istmo, animando los primeros movimientos autonomistas
contra el distante Gobierno neogranadino: el general Francisco Picón
y González. ¡Así eran de caminadoras e inquietas aquellas generaciones
venezolanas! Llevaban almofrez y botas para viaje de muchas leguas; y
capeando revoluciones granadinas, ecuatorianas o panameñas, recorrerá
don Esteban otras tierras de América; se casa en Cuba con una parienta
y torna a Venezuela cuando la dictadura de Monagos se torna hostil a
los paecistas, lo que le obliga a regresar y quedarse en el Ecuador. Uno
de sus descendientes, el “hermano Miguel Febres Cordero”, dejó allá
renombre de varón celestial, y se ha elevado a la vaticana Congregación
de Ritos su milagroso expediente de canonización. Así, muy castellana-
mente, debía confundirse en el linaje de los Febres Cordero la mística,
la guerra y ¡a vocación literaria.
No menos andariega fue hasta la primera mitad del siglo XIX la rama
de la familia que permaneció en Venezuela y sufrió todo el rigor de la
guerra larga. El domicilio coriano que ya para fines del siglo XVIII se
había trasladado a los Puertos de Altagracia exige nuevas diásporas. En
vísperas de la independencia y mientras los hijos varones como don
M itos y tradiciones 203

Esteban estudian en el merideño Colegio de San Buenaventura, los


Febres Cordero se establecieron en la rica provincia de Barinas donde
negociaban en reses y tabaco. El padre de don Tulio, el doctor Foción
Febres- Cordero y Díaz de Viana, nació en la villa de Obispos el 8 de
diciembre de 1831, pero toda la familia se mueve después a Mérida
cuando allí funda casa con su bella mujer Isabel Morías, el futuro ven-
cedor de Copié. Es como árbol majestuoso que ampara con su gloria y
renombre a toda la familia.
Y un poco el gusto añorante de plática de próceres y abuelos que
tiene la obra literaria de don Tulio, procede de haber conocido en su
infancia a aquellos últimos veteranos de los días heroicos, viejos letrados
y guerreros que paseaban sus reumas y sus anécdotas por las soledosas
calles de Mérida. La sosegada ciudad andina, centro eclesiástico y uni-
versitario, de sana agricultura, era sitio propicio para ir a comer en paz
la magra pensión de los grandes servidores de la patria. Cada vieja casa
merideña —la de los Paredes, la del general León de Febres Cordero,
la de los Campoelías, la de don Manuel Nucete, la del maestro Juan
de Dios Picón, la de su hermano don Gabriel, héroe baldado de “Los
Horcones”, la de don Juan José Maldonado— eran entonces como mu-
seos vivientes, donde la gesta de la patria se confundía con una larga
crónica de familia. Frecuentemente llegaba a la ciudad con sus cicatri-
ces de cien combates, su longevidad de roble y sus historias, contadas
en el más descosido lenguaje vernáculo, el viejo centauro trujillano,
General Cruz Carrillo. Otro duro titán de Mérida, el General Justo
Briceño andaba por el Centro haciendo de las suyas, y la oligarquía
serrana nunca le perdonó sus compromisos con Monagos. Del Perú, de
Ocaña, de Santander, del Congreso Admirable, hablaban aquellos vie-
jos en su final y casero refugio de gorra y chinelas bordadas. Junto a las
briseras del salón se desteñían las cintas de las condecoraciones. Guar-
daban cartas de Bolívar, de Páez, de Gual, de Miguel Peña. El erudito
204 T ulio F ebres C ordero

Maestro Juan de Dios Picón seguía discutiendo en su correspondencia


frecuente con don Valentín Espinal, la oportunidad de abolir en las
Constituciones venezolanas todo fuero eclesiástico o militar, y defendía,
al mismo tiempo, su viejo proyecto de dividir el país en ocho grandes
provincias, de acuerdo con las realidades geográficas y económicas. La
propia inconformidad de los “godos” merideños con el violento orden
de cosas que imperó en la República después de 1848, era propicia para
que se sumieran en la saudade y el recuerdo. Venezuela para muchos
de ellos había muerto el trágico 24 de enero. El pretérito se idealizaba
como una época clásica, poblada de varones de estilo plutarquiano, de
grave señorío, frente a la turbulencia y el desenfreno contemporáneo.
Desde Mérida se avistaba, además, como de un nido de águilas aquel
combate de facciones que incendia la Federación en las provincias dis-
tantes, y jóvenes de la oligarquía fueron a detener a los federales en la
emboscada de Mocomboco. Las familias merideñas abrían además sus
puertas, cedían casas y ofrecían hospitalidad a aquella inmigración de
linajes barineses —Jiménez, Pulidos, Gonzalos— que escaparon de las
llanuras calcinadas y salvando sólo lo puesto, después del gran combate
de Santa Inés.
Ya hay, así, todo un material legendario e histórico y un como leitmo-
tiv subconsciente que inspirará la obra de don Tulio Pebres Cordero, sin
llegar por su gracia y ecuanimidad, a la intransigencia del viejo partido
deshecho. La sienta en sus piernas, en los años de niñez, y le cuenta
historias, el venerable tío-abuelo don León. Su tío paterno, don Fabio,
que alcanzará una extremada longevidad le familiariza al mismo tiempo
con la historia civil de la República y le hace leer los viejos periódicos
—coleccionados escrupulosamente por él— donde los letrados paecis-
tas y los hombres de la Gran Convención discutieron las formas y atri-
butos del Estado. Comparte su adolescencia entre el taller de imprenta
del doctor Eusebia Baptista donde ya a los quince años gana su pan
M itos y tradiciones 205

como tipógrafo, los estudios en el Colegio y la Universidad, y toda una


mina de papeles viejos, inclasificables y llenos de datos extraordinarios
que invitan con su letra pastrana y sus rúbricas engoladas en el Archi-
vo del Estado y en el de la Curia Eclesiástica. La vida de Mérida está
borbotando allí con sus querellas coloniales de Cerradas y Gavirias, sus
pleitos de aguas y tierras, sus murmuraciones de convento, su ingenua
quisquillosidad jerárquica. Y así comienza a formarse el niño prodigio
de las veladas literarias del setenta y tantos; el mejor y más enamorado
testigo de la ciudad.
Un periodiquito minúsculo, deliciosamente impreso (porque don
Tulio ha de ser, entre otras cosas, un excelente impresor), encanta las re-
uniones merideñas entre el 85 y el 94. Se llama El Lápiz y pocas veces se
dijo en menos hojas de papel, materia de más rica, variada y pintoresca
sustancia. Allí don Tulio persigue la curiosidad histórica y sabe servirla
con gracia impregnada de sencillez. Su prosa —en aquellos días de tan-
to encrespamiento retórico— corre clara, fresca y apacible como el agua
serrana que baña los campos de Liria sobre lecho de berros y pastos nue-
vos. Mérida y toda la región merideña será el concentrado motivo de su
obra, donde la minucia informativa no apaga el sentimiento poético. Si
el trágico terremoto de 1812 destruyó torres, claustros y portalones de
la vieja ciudad andina, entre los arcos ya tapiados y ciegos, en los solares
que antes fueron iglesias y conventos, busca el joven investigador la
impronta romántica del pasado. Y en despaciosa muía y con libreta de
apuntes, recorre también en busca de noticias sobre lenguas y cultura
indígena, los gibados caminos de serranía que conducen a poblachones
viejos, ausentes del camino real, pero donde hay todavía “huacas” y
“adoratorios”, y descendientes de caciques conservan palabras, leyendas
y ritos de tribus desaparecidas. Trae de una excursión a los vetustos
campos de Aricagua la letra de un canto guerrero de los aborígenes,
que ha de incorporar a una de las más bellas fábulas de sus Mitos de los
206 T ulio F ebres C ordero

Andes. Era ya —al cumplir los treinta años— el rapsoda y depositario


de todos los secretos y consejas de la ciudad; el insustituible resucitador
de muertos.
Mérida y él habían sellado un como pacto de fidelidad poética. Mien-
tras intelectuales más ambiciosos o andariegos de su generación —como
Gonzalo Picón Pebres— venían a Caracas, eran Cónsules, Ministros o
Plenipotenciarios, él prefirió permanecer desde 1887 en aquella casa
frente a lo que se llamó después Boulevard de los Pinos, donde instaló
su imprenta, su pequeño museo de curiosidades y donde fueron nacien-
do sus hijos. De la casa a la Universidad donde dictaba amenísima cá-
tedra de Historia, y de ésta al taller de imprenta para armar e imprimir
con deleitoso esmero los propios libros: los Cuentos, la Cocina criolla,
Los mitos de los Andes, La hija del cacique, Tradiciones y leyendas, Don
Quijote en América, las monumentales Décadas de la historia merideña y
entre obra y obra de minuciosidad, gracia e investigación, los pequeños
menesteres intelectuales de un hidalgo de gran familia y mejor cortesía
que preside los exámenes de un Colegio de Señoritas, organiza los pro-
ductos y manufacturas de una exposición regional, escribe una laudato-
ria que habrá de repartirse entre músicas y cohetes en las fiestas de los
santos patrones de Mérida, o pronuncia un discurso de orden para la
inauguración de tantos bustos de próceres como los que se reparten en
las placitas de la ciudad. Y el Concejo Municipal que le encarga la his-
toria de los “ejidos” donde las gentes pobres pastan sus vacas en el llano,
al sur de la ciudad, y el Gobierno del Estado que le reclama estudie los
títulos de Mérida a poseer un puerto en el Lago de Maracaibo, y otra
familia de campanillas, que le ruega completarles el árbol genealógico,
rescatando algún abuelo o línea de sucesión perdida en las complicadas
testamentarías de la Colonia. Se suceden —sin que se altere su sosie-
go— años, gobiernos y revoluciones. Ve nacer la luz eléctrica desde
que en 1894 don Caracciolo Parra trae a lomo de mula desmenuzada
M itos y tradiciones 207

en piezas, la potente maquinaria; el fonógrafo y las primeras funciones


de cine Lumiére cuando el siglo estaba naciendo; automóvil que entra
en la ciudad piloteado por un francés de apellido Duhamel —héroe
de aquellos días—, en 1915. Dos o tres lustros después, ya cruzaban
las cresterías nevadas, espantando a las águilas blancas de su famosa
leyenda, los primeros aviones que tramontaban la cordillera. Envejecía
con su delgada figura de hidalgo, su bastón y su paso menudito, su
sonrisa y humor bonancible, este que fue el más dulce y entretenido
abuelo de la región merideña. ¡Y qué buenas y sabrosas tertulias de
caballeros letrados, cuando aún vivía su memoriado y longevo tío don
Fabio, el brillantísimo Doctor Federico Salas Roo, el naturalista Pedro
Enrique Jorge Bourgoin, los canónigos González; Carrero, Chaparro,
Gil Chipia; el astrónomo y coleccionista don Emilio Maldonado, los
un poco volterianos don Constantino Valeri y el señor Liparelli! Así
como Koenisberg sabía la hora exacta cuando atravesaba las calles el
enfurruñado profesor Kant, las dueñas de casa —que avistan desde las
celosías— ordenan el fuego del sancocho cuando don Tulio sale de la
Universidad. Pero las aceras de ladrillo rojísimo, cocido en los tejares de
la Otrabanda, que recorre hasta su casa, parecen hablarle como aque-
llas losas babilónicas en que reyes y sacerdotes milenarios escribieron
sus mitologías y sus preces. Y aquellas seis o siete cuadras de matinal
caminata se interrumpen de grandes saludos en las esquinas, de asedio
de gentes que inquieren por tesoros ocultos, que vienen a mostrarle
una onza de la época de Felipe V, rescatada de un arcón familiar, o le
llevan como supremo trofeo histórico, los documentos de una antigua
capellanía del siglo XVIII.
¿No vivía él también como añorante caballero de la época de las onzas
y de las capellanías? Otras gentes audaces con la llamada “Revolución
Restauradora”, que movió a labriegos, guerreros y doctores desde sus pe-
ñas andinas, vinieron a triunfar en el Centro, a inaugurar los comienzos
208 T ulio F ebres C ordero

de una Venezuela más despreocupada y derrochadora, la que descubriría


con la “paz” de la dictadura, las concesiones de petróleo, las prebendas
oficiales y los grandes negocios. Pero don Tulio rehuyó toda tentación
de poder o de fácil granjería pública. Una sola vez vino a Caracas en
1912. Se cuenta que rechazó entonces el Ministerio de Instrucción que
le ofrecieron en nombre de Gómez. Y después de visitar el Panteón y a
sus colegas de la Academia de la Historia, cerró las maletas en el hotel,
prometiendo no aventurarse más en expediciones tan largas. Estaba ya
añorando la gran silla de suela —que fue del milagroso obispo Arias—
donde le placía conversar con los amigos y aquel pacífico sol de los ve-
nados, en que mueren tan dulcemente las tardes merideñas. Hubo años
de magro salario y escasez, pero una mujer admirable —doña Teresa
Carnevali de Febres Cordero— le ayudaba con la prolija industria de
sus manos a apuntalar la casa. Recuerdo cuando iba de niño al hogar
de don Tulio en busca de aquellos indescriptibles bizcochitos fabrica-
dos por doña Teresa y de algún ejemplar de Don Quijote en América
—primera de mis lecturas criollistas— adquirido en tres reales. Con
austeridad y sencillez digna de los tiempos más clásicos, la casa de don
Tulio olía simultáneamente a tinta fresca, a pan recién salido del horno
y a aquellos claveles y violetas —tan merideñas— plantados en el patio.
Veo también en la memoria (y no sé si sería cierto) un pequeño ciprés. Y
al fondo del corredor, en amplia pieza, don Tulio está ensimismado en la
escritura. Doña Teresa va andando pasito para no interrumpirlo. Pensé
entonces, por primera vez, en ese recatado goce y maravillosa confiden-
cia que hace el hombre a una hoja de papel, y que llamamos Literatura.
* * *
Muchos podrán escribir sobre los méritos de don Tulio en las letras
nacionales; a mí me basta señalar, más modestamente, cuánto su obra
significa para quienes nacimos en la altiplanicie de Mérida. Haber fijado
aquella apartada Historia que, por confundirse hasta fines de la colonia
M itos y tradiciones 209

con la del virreinato de Nueva Granada, casi no se consideraba en el


cuadro común de los anales venezolanos, es la primera razón de su tarea
histórica. Hasta obedeciendo a la vieja y combatiente venezolanidad de
los Febres Cordero, pobladores y libertadores, don Tulio quiere alegar la
acendrada venezolanidad de Mérida. Y cuando él desentrañó la vida de
aquellos agricultores, pobladores y letrados que formaron la cultura de
la ciudad colonial, ¡qué de figuras extraordinarias aparecieron! Desde el
canónigo Uzcátegui, el que dijo a los guerreros de 1811: “Hay calzones
debajo de estos hábitos”, educador y filántropo, que ya a fines del siglo
XVIII funda y sostiene de su propio peculio la primera Escuela de Artes
y Oficios conocida en Venezuela y sacrifica de viejo cuanto posee en la
lucha por la Independencia, hasta aquel puñado de héroes niños que la
ciudad delega en 1813 al Ejército de Bolívar. En el silencio de los claus-
tros, en la biblioteca ya enciclopédica que formó el obispo Torrijos, se
hablan forjado aquellas cabezas insurgentes que rubrican la declaración
patriótica de Mérida en 1810, cuando el joven Rivas Dávila llega a
matacaballo trayendo las ardorosas consignas de Caracas. El Canónigo
Uzcátegui hace entonces fundir cañones en su hacienda del Albarregas
con los bronces de las iglesias, y la criada Anastasia se escapa del con-
vento de las Clarisas para disparar en la neblina y el espanto de la noche,
los primeros trabucazos patrióticos. ¡Y los que siguen a Campoelías y
los que morirán en los pontones de Puerto Cabello y en la desesperada
inmigración de familias —después de la ofensiva realista de 1814—,
vagando como tribus del Antiguo Testamento, por las más nómades y
desiertas llanuras de Barinas y Casanare! Así se dispersa la familia y la
fortuna del “Rey Chiquito”, don Antonio Ignacio Rodríguez Picón, a
quien Bolívar invita en una carta a interrumpir su prolongado llanto
por los hijos muertos y desaparecidos en las campañas del año 13, y las
de Dávilas, Rúceles, Paredes, Uzcáteguis, Maldonados y Briceños.
210 T ulio F ebres C ordero

De todo ello ha guardado fe la obra literaria de don Tulio Febres


Cordero. Y junto a nuestro vernáculo cantar de gesta, la interpretación
poética y costumbrista de toda la región andina. Las Tradiciones de don
Tulio poblaban para mí y para los merideños de anteriores y posteriores
generaciones, cualquier sitio o aledaño de la ciudad de aquel encanto o
de aquellos fantasmas sin los cuales la Historia sería el relato más soso
y descolorido. Soñábamos de muchachos frente a las paredes pobladas
de añoranzas del viejo convento de San Agustín; imaginábamos al en-
demoniado Gregorio Rivera, tenorio y espadachín, raptarse una monja
de conocido linaje, o íbamos a buscar en las noches del “Llano Grande”
la sombra de aquel gran caballo blanco que arrojaba fuego y que según
algunos timoratos debía ser jineteado por mi bisabuelo Rafael Salas, por
haber tenido la pretensión de fundar en Mérida una Logia masónica.
(Con su corbata de plastrón y su barba rapada a la inglesa, don Rafael se
impresionó de joven con aquel movimiento de los jacobinos colombia-
nos allá por 1827, y trajo a Mérida las palabras y liturgias del Rito escocés
antiguo y reformado y una serie de planes progresistas y quizás heréticos,
para hacer caminos y desarrollar pequeñas industrias locales).
Lo que se puede llamar el buen arte costumbrista de don Tulio que
complementa, poéticamente, su tarea de historiador, se expresa con sen-
cilla gracia en algunas de las Tradiciones, en las Memorias de un mucha-
cho, en los Cuentos y en los mejores capítulos de su discutida novela Don
Quijote en América. Todos nosotros hemos vivido en esos “Mapiches”
o “Sanisidros” imaginarios en que transporta a un mundo de fábula la
vida merideña de fines del siglo XIX y la polémica —tan del gusto de
entonces— entre el progreso y la tradición. Para un estudio —que si
parece muy actual— sobre los orígenes del nacionalismo venezolano,
tienen sumo interés aquellas animadas páginas.
Todo está narrado en un estilo que tiene la fluidez reminiscente de
la mejor conversación de viejo. Era el suyo aquel idioma de familia, sin
M itos y tradiciones 211

énfasis, nutrido de las metáforas más directas que inspiran el paisaje y


la tierra, como el que hablaban los sosegados agricultores que solían ser
también catedráticos de Universidad, en la Mérida tan castiza y cor-
tés del siglo XIX. Parecía tan nuestro y autóctono como las mariposas
azules de la Sierra que coleccionaba su amigo don Emilio Maldonado;
como los colibríes y “chupitas” que exhibía en su pequeña tienda como
fabuloso rey mago, don Salomón Briceño; como el incinillo que las ven-
dedoras mestizas bajan a vender de los páramos en días de aguinaldo,
como esas tejas rojas que sirven de colonial copete a la ciudad, salidas
de los “hornos” de Milla, la Otrabanda y el Vallecito, y que invitan a la
insta como el pan bien cocido. Mérida necesita guardar la imagen de su
rapsoda en alguna de aquellas placitas recoletas, acompañadas siempre
por el subterráneo rumor del agua —El Espejo, Belén, San Agustín—,
o en los maravillosos miradores sobre el Chama, el Albarregas y el Mu-
cujún donde con el estímulo del paisaje provoca ponerse a conversar el
lenguaje insinuante, curioso y anecdótico de don Tulio Febres Cordero.
Fue el merideño que siempre se quedó, por tantos otros que partimos.

Mariano Picón-Salas
Caracas, diciembre de 1951
Primera parte
Mitos de los Andes
La Laguna del Urao
(Leyenda fantástica)

—¿Conoces tú, viajero que visitas las altas montañas de Venezuela, co-
noces tú la leyenda misteriosa de la Laguna del Urao?
—Oh, no, bardo amigo. Sólo sé de esa Laguna que es única en Amé-
rica y que no hay en el mundo otra semejante sino la de Tona, cerca de
Fezzán, en la provincia africana de Sukena.
—Oye, pues, lo que dice el libro inédito de la mitología andina, escri-
to con la pluma resplandeciente de una águila blanca en la noche triste
de la decadencia muisca, cuando la raza del Zipa cayó humillada a los
pies del hijo de Pelayo.
—¿Y es tan reciente el origen de esa Laguna?
—No, esta leyenda corresponde a tiempos anteriores a la conquista
europea de América, a la época muy remota en que se extinguió la pri-
mera civilización andina, de que hay monumentos fehacientes, cuando
invadieron los Muiscas, descendientes de los hijos del Sol, o sea la raza
dominadora de los Incas; pero los bardos muiscas han repetido los can-
tos melancólicos de aquellos primitivos aborígenes, por ellos conquista-
dos, para llorar a su vez su propia ruina; y por eso refieren la leyenda de
la Laguna del Urao al tiempo de la invasión ibérica. Oye, pues, lo que
dice el libro ignorado de sus cánticos:
“Cuando los hombres barbados de allende los mares vinieron a po-
blar las desnudas crestas de los Andes, las hijas de Chía, las vírgenes del
Motatán que sobrevivieron a los bravos Timotes en la defensa de su
216 T ulio F ebres C ordero

suelo, congregadas en las cumbres solitarias del Gran Páramo, se senta-


ron a llorar la ruina de su pueblo y la desventura de su raza.
“Y sus lágrimas corrieron día y noche hacia el Occidente deteniéndo-
se al pie de la gran altura, en las cercanías de Barro Negro, y allí forma-
ron una laguna salobre, la laguna misteriosa del Urao.”
—Permite que interrumpa tu relato. ¿Por qué no está allí ahora la
laguna que dices?
—Escucha, viajero, lo más que refiere el libro inédito de la mitología
andina, escrito con la pluma resplandeciente de una águila blanca en la
noche triste de la decadencia muisca:
“La nieve de los años, como la nieve que cae en los páramos, cayó
sobre las vírgenes de Timotes y las petrificó a la larga, convirtiéndolas
en esos grupos de piedras blanquecinas que coronan las alturas y que los
indios veneran en silencio, llenos de recogimiento y de terror.
“Un día los indios de Mucuchíes, bajo las órdenes del cacique de
Misintá, levantaron sus armas contra el hombre barbado; y las piedras
blanquecinas del Gran Páramo, las vírgenes petrificadas se animaron
por un instante, dieron un grito agudo que resonó por toda la comarca,
y la laguna que habían formado con sus lágrimas se levantó por los aires
como una nube, para ir a asentarse más abajo en el Pantano de Mucu-
chíes, en los dominios del cacique de Misintá.
“Y allí estuvo, quieta e inmóvil, hasta otro día en que los indios
de Mucujún y Chama volvieron sus flechas contra el conquistador
invencible; y la Laguna al punto se levantó por el aire al grito que
dieron en la gran altura las vírgenes petrificadas, y fue a asentarse más
abajo, al pie de los picachos nevados, al amparo de las Cinco Águilas
Blancas, en el sitio del Carrizal, sobre la mesa que circundan las nieves
derretidas de la montaña.
M itos y tradiciones 217

“Y allí estuvo, quieta e inmóvil, hasta otro día en que coaligados los
indios de Machurí, Mucujepe y Quirorá, blandieron también sus ma-
canas contra el formidable invasor. Nuevamente gritaron en el Gran
Páramo las vírgenes petrificadas del Motatán, y nuevamente se levantó
por los aires la laguna salobre de sus lágrimas para ir a asentarse sobre
el suelo cálido de Lagunillas en aquella tierra ardiente, donde la caña
brava espiga y el recio cují florece.
“Un piache maléfico reveló entonces a estos indios el secreto de poder
retener la Laguna en sus dominios, privándola de la virtud de transpor-
tarse como una nube; y el secreto estaba en un sacrificio humano que
hacían anualmente, arrojando al fondo de sus aguas un niño vivo para
aplacar la cólera de venganza en los altivos guerreros de Timotes, muer-
tos por el hombre-trueno de la raza barbada.”
—Esta es, viajero, la leyenda misteriosa de la Laguna del Urao, que
desde entonces está allí en su última jornada, brindando a la industria
su sal valiosa, que es sal de lágrimas vertidas en las cumbres solitarias del
Gran Páramo por las vírgenes desoladas del Motatán, en la noche triste
de la decadencia muisca, cuando la raza del Zipa cayó humillada a los
pies del hijo de Pelayo.
—Y dime, bardo, ¿volverá la Laguna a transportarse algún día por los
aires?
—Después de un silencio de siglos, gritaron en la altura las vírgenes
petrificadas, el día en que los guerreros de la libertad atravesaban vic-
toriosos por los ventisqueros de los Andes; pero la Laguna continuó
quieta e inmóvil, detenida por el maleficio del piache que profanó sus
aguas. Cuando éstas sean purificadas, la laguna misteriosa del Urao se
levantará otra vez, ligera como la nube que el viento impele, pasará de
largo por encima de las cordilleras e irá a asentarse para siempre allá
muy lejos, en los antiguos dominios del valiente Guaicaipuro, sobre la
218 T ulio F ebres C ordero

tierra afortunada que vio nacer y recogió los triunfos del hombre-águila,
del guerrero de la celeste espada, vengador de las naciones que yacen
muertas desde el Caribe hasta el Potosí.
Las cinco águilas blancas
(Mitología Americana)

Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cin-
co águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras
errantes sobre los cerros y montañas.
¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena sólo dice
que las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época
muy remota.
Eran aquellos los días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos,
primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes del Ande empi-
nado. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; y remedaba el canto
de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina, y
jugaba como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vió volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plu-
mas brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su
coroza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió sin descanso tras las
sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos
valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre
solitaria de las montañas andinas. Las pampas, lejanas e inmensas, se
divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea, jaspeada de
gris y esmeralda, la escala que forman los montes, iba por la onda azul
del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron perpendicularmente sobre aquella
altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras
sobre la tierra.
220 T ulio F ebres C ordero

Entonces Caribay pasó de un risco a otro risco por las escarpadas sie-
rras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el
viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol
se hundía ya en el Ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida
niña; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las
estrellas, y un vaco resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el
horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de
admiración. La luna había aparecido, y en torno de ella volaban las cin-
co águilas blancas refulgentes y fantásticas.
Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de
los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes moduló dulce-
mente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas
de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando
sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las
cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud
de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su coroza con aquel plumaje raro y esplén-
dido, y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero
un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas,
convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blan-
cas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso.
La luna se oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido
los desnudos peñascos, y las águilas blancas despiertan. Erízanse furio-
sas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo se cubre de
copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.
M itos y tradiciones 221

* * *
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida. Las cinco
águilas blancas de la tradición indígena son los cinco elevados riscos
siempre cubiertos de nieve. Las grandes y tempestuosas nevadas son el
furioso despertar de las águilas; y el silbido del viento en esos días de
páramo, es el remedo del canto triste y monótono de Caribay, y el mito
hermoso de los Andes de Venezuela.
La leyenda del díctamo

El díctamo es una yerbita muy fragante que nace en lo alto de los pá-
ramos andinos. Entre los indios es planta sagrada, a la cual atribuyen la
rara virtud de prolongar la vida. Todos hemos visto y olido los manojitos
de díctamo que las rozagantes parameñas venden en el mercado, pero
es creencia popular que ese no es el verdadero díctamo, el díctamo real,
sino una planta semejante, puesto que la existencia de aquél está envuel-
ta en el misterio: sólo los venados dan con él en la soledad de los pára-
mos, a la hora en que el sol baña con tinte de rosa los escarpados riscos.

* * *
He aquí la leyenda del díctamo:
Hubo un tiempo en que reinaba entre los indios de los Andes una
mujer por extremo hermosa, que ejercía un poder inmenso sobre las
tribus. Los mancebos más arrogantes y valerosos la cargaban en un pa-
lanquín de oro por los floridos campos y las márgenes de los ríos al son
de los instrumentos músicos. Las doradas espigas del maíz y los lirios
silvestres se inclinaban ante ella; y volaban gozosas las avecillas para
endulzar sus oídos con la melodía de sus cantos.
Tan prendados estaban los indios de su reina, que miraban como
calamidad pública el más leve quebranto de salud que la afligiese. No se
consideraban felices sino bajo el suave influjo de sus gracias y la sabidu-
ría de su gobierno; pero sucedió que un velo de tristeza empezó a cubrir
el semblante de la hija del Sol, y poco a poco fue apoderándose de ella
224 T ulio F ebres C ordero

una enfermedad desconocida, que la consumía sin dolor. Las danzas y


músicas sólo le producían lágrimas. Sus salidas, cada vez más raras, eran
ya tristes y silenciosas como un cortejo fúnebre.
La comarca entera se conmovió profundamente. Por todas partes se
hacían demostraciones públicas para aplacar la cólera del Ches, entre
ellas la extraña y patética danza de los flagelantes, especie de penitencia
pública que consistía en una procesión de danzantes, en la que cada
indio tocaba con una mano la tradicional maraca, y con la otra se azo-
taba las espaldas, todo en medio de una algarabía diabólica, en que se
mezclaban el ingrato sonido de aquel instrumento músico, las declama-
ciones de dolor y los gritos salvajes.
En la selva sagrada, en los adoratorios y en las riberas de las lagunas
andinas los piaches hacían de continuo ceremonias singulares ante los
ídolos deformes del culto indígena; pero la reina continuaba enferma.
Día por día se adelgazaban más sus formas bajo la vistosa manta de
algodón, y perdían sus mejillas aquel color de nieve y rosa que les daba
el aire puro de los Andes.
Mistajá era una graciosa doncella, favorita de la reina. Penas y ale-
grías, todo era común entre ellas, de suerte que la joven india, en la
enfermedad de su amiga y soberana, vivía con el corazón traspasado de
dolor, velando día y noche al lado de su regia e infortunada compañera.
—Mistajá, amiga mía —le dijo un día la reina—, la muerte se acerca
y yo no quiero morir. ¿Sabes tú sí los piaches han agotado todo remedio?
—No, no es posible, le contestó la doncella, bañada en llanto.
—Dime la verdad. ¿Sabes qué les ha contestado el Ches sobre mi mal?
—Ciertamente, nada sé, porque han guardado en esto silencio pro-
fundo, a pesar de que le han consultado por medios extraordinarios.
—Pues mira, Mistajá, mi única esperanza está aquí, díjole la reina,
mostrándole una joya de oro macizo en figura de águila. Cuando mi
M itos y tradiciones 225

padre, ya moribundo, la colocó sobre mi pecho, me dijo estas palabras:


“Esta águila es la mensajera de los favores con que el Ches nos ha ele-
vado sobre los demás indios. Si la pierdes, arruinarás tu estirpe.” Yo,
Mistajá, antes que el poder, prefiero la vida, y por ello estoy dispuesta
a confiarte el águila de oro para que subas en secreto al Páramo de los
Sacrificios y la ofrendes al Ches.
Mistajá perdió el color y tembló de pies a cabeza. Era cosa muy grave
y extraordinaria lo que le ordenaba la reina, pues solamente los piaches
y los ancianos subían a aquella altura desconocida para el pueblo, teatro
de los horribles misterios.
—¿Tiemblas, Mistajá?... Yo iría en persona si tuviese fuerzas, pero no
puedo levantarme siquiera, y sólo en ti confío, pues ni los piaches ni
mis guerreros consentirían jamás en este sacrificio, que puede privarme
del poder.
—Yo haré lo que me mandes, contestóle la fiel amiga, llena de espan-
to, pero resuelta a sacrificarse por su desgraciada reina.
—En alta madrugada debes partir, para que al rayar el sol estés en el
círculo de piedras que debe existir en la cumbre solitaria. Allí cavarás un
hoyo en el centro, y después de invocar al Ches con tres gritos agudos,
que se oigan lejos, muy lejos, enterrarás el águila de oro y esparcirás por
todo el círculo un puñado de mis cabellos. ¡Ay, Mistajá!, yo te ruego que
así lo hagas y que observes con gran atención si en el cielo, en el aire o
en la tierra aparece alguna señal favorable.
Aquella noche Mistajá no pudo conciliar el sueño. Cuando llegó la
hora de partir, la reina la armó con sus propias armas y le entregó junto
con su preciosa joya un hermoso gajo de su abundante cabello. La don-
cella lo miraba todo en silencio, sin poder articular ninguna palabra.
Dos horas de fatigosa marcha había desde la choza real hasta lo alto
del Páramo de los Sacrificios. Mistajá caminaba aprisa, ora por el borde
226 T ulio F ebres C ordero

de algún barranco sombrío, ora subiendo por ásperas cuestas, sin vol-
ver jamás la espalda, dominada por el miedo y espantándose a cada
momento con el ruido de sus propios pasos. No tenía más rumbo que
el vago perfil que dibujaba el misterioso cerro sobre el cielo estrellado.
Cuando hubo llegado a la altura, una aparición bastante extraña la
hizo detener de súbito. Quedó enclavada, lela de espanto a la vista de
unos fantasmas que blanqueaban entre las sombras. Instintivamente se
dejó caer en tierra, sin atreverse siquiera a respirar: una larga fila de in-
dios cubiertos de pies a cabezas con mantas blancas, le cortaba el paso.
Estaban rígidos, como petrificados por el frío glacial de los páramos.
Largo rato permaneció Mistajá sobrecogida de terror, hasta que em-
pezaron a asomar las claras del día por el remoto confín. Entonces sus
ojos fueron penetrando más en las tinieblas, y la fantástica aparición
tomó lentamente la forma de una hilera enorme de piedras blancas cla-
vadas de punta sobre la altiplanicie que remataba el cerro sagrado. Re-
cordó al instante el círculo de que le había hablado la reina, y continuó
su marcha hasta descubrir una entrada por la parte del Oriente.
Era aquel un campo cerrado, una plaza circular de bastante extensión
y simétricamente delineada. Mistajá busca el centro, y con el dardo más
fuerte que halló en su aljaba, se puso a excavar la tierra húmeda por el
rocío. Luego se irguió vuelta hacia el Oriente, y lanzó con toda el alma
tres gritos inmensos, que resonaron por los cerros vecinos. Con mano
trémula enterró el águila de oro y esparció después por todo el círculo
los cabellos de la reina, en momentos en que la aurora teñía de púrpura
el lejano horizonte.
Como le estaba ordenado, quiso fijarse en el cielo, en el aire y en la
tierra, pero un sueño profundo tumbó sus párpados, y se dejó caer ren-
dida, como presa de un poderoso narcótico. Era el instante supremo de
manifestarse el Ches sobre la empinada cumbre.
M itos y tradiciones 227

El paso de una cierva la despertó sobresaltada, a la hora en que los


primeros rayos del sol jugueteaban con el bello plumaje de su coroza.
Un olor fragante se difundía bajo sus pies; todo el círculo, antes yermo
y triste, apareció a sus ojos cubierto de una yerba fresca y lozana, que
la cierva devoraba con especial delicia. Todo el espanto y sufrimientos
de que había sido víctima se tornaron como por encanto en un gozo
inmenso, en una alegría inefable.
Tomó algunos manojos de aquella prodigiosa yerba, descendió rá-
pidamente del Páramo de los Sacrificios para presentarse a la soberana
de los Andes, que recibió la aromática planta como una medicina del
cielo; y volvió el color a sus mejillas, el brillo a sus ojos y la alegría a su
corazón; y la vieron de nuevo todos sus súbditos salir por los floridos
campos y las riberas del espumoso Chama, en hombros de gallardos
donceles y al son de los instrumentos músicos.
Desde entonces existe en los páramos de los Andes el oloroso dícta-
mo, nacido de los cabellos de la hija del Sol, o la yerba de cierva, que
es su nombre indígena, en memoria de la cierva que primero comió
de ella, a la hora en que el sol bañaba con tinte de rosa los escarpados
riscos; pero el precioso díctamo desaparecerá como por encanto el día
en que alguien desentierre el águila de oro ofrendada al Ches en la mis-
teriosa cumbre.
La hechicera de Mérida
(Leyenda de la Conquista)

Murachí era ágil y valeroso, más que todos los indios de la tribu; su
brazo era el más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el más vis-
toso. Cuando él tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus compañeros
empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes, seguros de la
victoria. Murachí era el primer caudillo de las Sierras Nevadas.
Tibisay, su amada, era esbelta como la flexible caña del maíz. De color
trigueño, ojos grandes y melancólicos y abundoso cabello. Eran para
ella los mejores lienzos del Mirripuy1, el oro más fino de Aricagua2 y el
plumaje del ave más rara de la montaña.
Ella había aprendido, mejor que sus compañeras, los cantos guerreros
y las alabanzas del Ches3. En los convites y danzas, dejaba oír su voz, ora
dulce y cadenciosa, ora arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión
salvaje. Todos la oían en silencio: ni el viento movía las hojas.
Tibisay era la princesa de los indios de la Sierra, el lirio más hermoso
de las vegas del Mucujún.
Un día salió espantada de su choza y fue a presentarse a Murachí, el
amado de su corazón. La comarca estaba en armas: los indios corrían de
una parte a otra, preparando las macanas y las flechas emponzoñadas.

[1]_ El Mirripuy se llamaba la región en donde hoy están situados los pueblos del
Morro y Acequias, en que se hilaba y tejía el algodón para las mantas indígenas.
[2]_ Aricagua, pueblo indígena, donde hallaron los españoles minas de oro, explotadas
por los indios.
[3]_ Ches era el nombre con que designaba al Ser Supremo los aborígenes de los An-
des venezolanos.
230 T ulio F ebres C ordero

—¡Huye, huye, Tibisay! Nosotros vamos a combatir Los temibles hi-


jos de Zuhé4 han aparecido ya sobre aquellos animales espantosos, más
ligeros que la flecha. Mañana será invadido nuestro suelo y arrasadas
nuestras siembras. ¡Huye, huye, Tibisay! Nosotros vamos a combatir;
pero antes ven, mi amada, y danza al son de los instrumentos, reanima
nuestro valor con la melodía de tus cantos y el recuerdo de nuestras
hazañas.
La danza empezó en un claro del bosque, triste y monótona, como
una fiesta de despedida, a la hora en que el sol, enrojecido hacia el oca-
so, esparcía por las verdes cumbres sus últimos reflejos. Pronto brillaron
las hogueras en el círculo del campamento y empezaron a despertar, con
las libaciones del fermentado maíz5 los corazones abatidos y los ímpetus
salvajes. Por todo el bosque resonaban ya los gritos y algazara, cuando
cesó de pronto el ruido y enmudecieron todos los labios.
Tibisay apareció en medio del círculo, hermosa a la luz fantástica de
las hogueras, recogida la manta sobre el brazo6, con la mirada dulce y
expresiva y el continente altivo. Lanzó tres gritos graves y prolongados,
que acompañó con su sonido el fotuto sagrado, y luego extasió a los
indios con la magia de su voz.
—“Oíd el canto de los guerreros del Mucujún.

[4]_ Zuhé era el Sol. Los indios llamaron a los españoles «hijos del Sol», por su poder
extraordinario.
[5]_ Bien sabido es que el licor común entre los indios procedía del maíz, y se conocía
con el nombre de «chicha», con la cual se embriagaban en las danzas y festines. La
chicha que hoy se conoce en los Andes es muy diferente de la primitiva, que se usa
todavía en Colombia.
[6]_ Usaban nuestros aborígenes mantas que les cubrían el cuerpo, menos los brazos,
que llevaban siempre desnudos. Acaso se llamasen estas mantas «chirgates» o «chínga-
les», como en Cundinamarca, pues se conserva el verbo indígena «chingarse», que sig-
nifica colgarse algo del cuerpo; y así se dice de algunas indias, que cargan «chingados»
los hijos en las espaldas, costumbre que no ha desaparecido todavía.
M itos y tradiciones 231

“Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la piedra que
cae de la montaña.
“Corred guerreros; volad en contra del enemigo; corred veloces, como
el viento, como el agua, como la piedra que cae de la montaña.
“Fuerte es el árbol que resiste al viento; fuerte es la toca que resiste al
río; fuerte es la nieve de nuestros páramos que tesaste al sol.
“Pelead guerreros; pelead, valientes; mostraos fuertes, como los árbo-
les, como las rocas, como las nieves de la montaña.
“Este es el canto de los guerreros del Mucujún”7.
Un grito unánime de bélico entusiasmo respondió a los bellos cantos
de Tibisay.
Concluida la danza, Murachí acompañó a Tibisay por entre la arbo-
leda sombría. No había ya más luminarias que las estrellas titilantes en
el cielo y las irradiaciones intermitentes del lejano Catatumbo8. Ambos
caminaban en silencio, con el dolor de la despedida en la mitad del
alma y temerosos de pronunciar la postrera palabra: ¡adiós!
Hay un punto en que los ríos Milla y Albarregas corren muy juntos
casi en su origen. Los cerros ofrecen allí dos aberturas, a corta distancia
una de otra, por donde los dos ríos se precipitan, siguiendo cañadas
distintas, para juntarse de nuevo y confundirse en uno solo, frente a los
pintorescos campos de Liria, besando ya las plantas de la ciudad florida,
la histórica Mérida.

[7]_ El canto de Tibisay está formado de acuerdo con el espíritu poético de los yara-
víes, que se distinguen por cierta monotonía armoniosa, propia de los cantares indíge-
nas, como se observa hoy mismo entre los indios de raza pura en Mucuchíes, el Morro
y otros pueblos, que dan una cadencia especial, sumamente melancólica, a sus cantos.
[8]_ El relámpago de Catatumbo es un fenómeno raro que se observa perfectamente
desde Mérida. Aparece hacia el occidente en la forma de un relámpago constante,
que ilumina el horizonte, sobre todo en las noches despejadas. Es el mismo «Faro de
Maracaibo» que habla Codazzi.
232 T ulio F ebres C ordero

En aquel punto solitario, encubierto por los estribos de la serranía,


que casi lo rodean en anfiteatro, Murachí tenía su choza y su labranza.
—Tibisay —dijo a su amada el guerrero altivo— nuestras bodas se-
rán mi premio si vuelvo triunfante; pero si me matan, huye, Tibisay,
ocúltate en el monte, que no fije en ti sus miradas el extranjero, porque
serías su esclava.
El viento frío de la madrugada llevó muy lejos a los oídos de Mura-
chí los tristes lamentos de la infortunada india a quien dejaba en aquel
apartado sitio, dueña ya de su choza y su labranza.

* * *
Cuando la primera luz del alba coloreó el horizonte por encima de los
diamantinos picachos de la Sierra Nevada, resonó grave y monótono el
caracol salvaje9 por el fondo de los barrancos que sirven de fosos pro-
fundos a la altiplanicie de Mérida. Los indios, organizados en escuadro-
nes, estaban apercibidos para el combate.
Pronto se divisó a lo lejos un bulto informe que avanzaba por la pla-
nicie, el cual fue extendiéndose y tomando formas tan extraordinarias
a los ojos de los indios que el pánico paralizó sus movimientos por
algunos instantes, pero a la voz del caudillo, la turba se precipita como
desbordado torrente, prorrumpiendo en gritos horribles y llenando el
aire con sus emponzoñadas flechas.
Murachí iba a la cabeza, blandiendo en alto la terrible macana y
transfigurado el rostro por el furor.
Súbita detonación detiene a los indios; palidecen todos llenos de es-
panto; se estrechan unos contra otros, dando alaridos de impotencia;

[9]_ El caracol que llamaban «guarura» servía de trompeta guerrera a los indios, quie-
nes conocían también el tambor, no sabemos si los andinos, porque no hay noticia
cierta, pero respecto de las tribus ribereñas del Orinoco, lo afirma Gumilla, que da
una descripción completa de dichos instrumentos.
M itos y tradiciones 233

y bien pronto se dispersan, buscando salvación en los bordes de los


barrancos, por donde desaparecen en tropel.
Sólo Murachí rompe su macana en la armadura del fuero conquista-
dor; sólo el bravo Murachí ve de cerca aquellos animales espantosos que
ayudaban a sus enemigos en la batalla; pero también sólo él ha quedado
tendido en el campo, muerto bajo el casco de los caballos.
El clarín castellano tocó victoria y la tierra toda quedó bajo el domi-
nio del rey de España10.
Cabe las márgenes del apacible Milla, en aquel sitio apartado y tris-
te, abrióse un hoyo al pie de la peña para sepultar a Murachí, con sus
armas, sus alhajas11 y las ramas olorosas que Tibisay cortó en el bosque
para la tumba de su amado.

* * *
Tibisay vivió desde entonces sola con su dolor y sus recuerdos en aquella
choza querida. Sus cantos fueron en adelante tristes como los de la alon-
dra herida. Los indios la admiraban con cierto sentimiento de religioso
cariño, y la colmaban de presentes. Era para ellos un símbolo de su an-
tigua libertad y al mismo tiempo un oráculo que consultaban sigilosos.
Ya los españoles señoreaban la tierra y gobernaban a los indios. Sólo
Tibisay vivía libre en la garganta de aquellos montes o entre las selvas

[10]_ La conquista de la provincia de las Sierras Nevadas, como se llamó originaria-


mente Mérida y su jurisdicción, se efectuó a partir del año 1558. En marzo de 1559,
los españoles al mando del capitán Juan Maldonado se adueñaron de la mesa de Mé-
rida y su fértil valle, a donde trasladaron la ciudad, que había sido fundada por Rodrí-
guez Suárez en el sitio donde está hoy situada Lagunillas, según lo hemos averiguado
en vista de los datos que suministra Fr. Pedro Simón.
[11]_ Tal era la costumbre indígena, sepultar a los muertos con sus armas, sus alhajas
y hasta con comestibles suficientes para varios días. En esto eran semejantes a varios
pueblos orientales, que ponen al difunto en la sepultura con el fiambre necesario para
un largo viaje.
234 T ulio F ebres C ordero

de sus contornos; pero era un misterio su vida, algo como un mito de


los aborígenes, que atraía a los españoles con el fantástico poder de las
ficciones poéticas.
Ningún conquistador había logrado verla todavía, y sin embargo,
nadie ponía en duda su existencia. Decíanles los indios que era una
princesa muy hermosa, viuda de un guerrero afamado, a quien había
prometido vivir escondida en los montes mientras hubiese extranjeros
en sus nativas Sierras. Era un encanto la voz de la fugitiva, que los ca-
zadores oían de vez en cuando por aquellos agrestes sitios, como el eco
de una música triste que hería en la mitad del alma y hacía saltar las
lágrimas. En sus labios el dialecto muisca, su lengua nativa12, sonaba
dulce y melodioso, y no era menester entenderlo para sentirse conmo-
vido el corazón.

* * *
Un día gallardo doncel se aventura a recorrer las cabeceras del Milla.
El casco de su caballo golpea por primera vez las antiguas labranzas de
Murachí. La tumba del guerrero está allí, frente a la choza, sellada con
una laja. La choza está desierta, pero por la abertura de los cerros se oye
de lejos el canto de Tibisay.
El doncel conquistador arrima su caballo con cautela al tronco de un
árbol y emprende a pie una excursión peligrosa. A medida que avanza
por parajes escabrosos tramados de vegetación, sus miradas sondean la
espesura por todas partes.
Tibisay estaba allí, ciertamente, en su traje indígena, con el rico plu-
maje, la vistosa manta y sus collares de oro. Atónita contempló por

[12]_ Los primitivos habitantes de los Andes venezolanos pertenecían etnográfica-


mente a la gran nación muisca. Así lo evidencian las semejanzas en lengua, costumbres
y símbolos religiosos. Del dialecto muisca de las Sierras Nevadas se conservan muchas
voces, entre ellas las que servían para la numeración.
M itos y tradiciones 235

unos instantes a su perseguidor y pronta como el cervatillo, desapareció


entre el monte.
Don Juan de Milla13 tornó a su casa pensativo y triste. Ya otros como
él habían tenido igual visión, y tornaban lo mismo, conmovidos, fas-
cinados y llenos de un sentimiento indescriptible, mezcla de terror y
encanto, con que les cautivaba aquella hermosa india, especie de sirena
de las montañas, a la cual llamaban Hechicera, porque a todos los he-
chizaba con la magia de su voz y el misterio de su vida.
Don Juan sintió que el rayo de aquella mirada melancólica y salvaje
le había herido en la mitad del corazón. Pidió se le concediese toda
aquella tierra como lote de conquista, y su demanda fue al punto satis-
fecha. Hízose cazador, más por justificar sus excursiones al monte que
por natural inclinación; pero la ninfa encantada del Mucujún, fiel a la
promesa hecha a su amado, no se ofrecía a sus ojos en ningún paraje.
Escuchábase desde lejos su canto triste y monótono, que arrancaba sus-
piros del fondo del alma, pero los días corrían sin que la encantadora
visión se ofreciese nuevamente a sus ojos.
La choza de Murachí era fuerte y capaz. Don Juan, como dueño de
la tierra, quiso habitarla en tanto levantaba en aquel paraje una casa a
la española. Construyó en las inmediaciones hornos para hacer cal y
ladrillo, hizo acopio de materiales y emprendió resueltamente la fábrica;
pero he aquí que un día, cuando los cimientos estaban echados, cubrió-
se el cielo de nubes plomizas por la parte del Norte; empezó a llover
como un diluvio, y las aguas apacibles hasta entonces, de aquel riachue-
lo que regaba sus nuevas estancias crecieron de súbito con tanta fuerza,
que arrasaron la campiña y derribaron de raíz los sólidos cimientos de
la casa, especie de castillo en que don Juan pensaba sentar su residencia
señoril. La noche sobrevino lóbrega y pavorosa.

[13]_ Don Juan de Milla fue el primer poblador de la parroquia de Milla, en los alre-
dedores de Mérida.
236 T ulio F ebres C ordero

Espantado don Juan, buscó refugio en un estribo de los cerros, pues el


agua besaba los umbrales de la choza. Guarecido allí con su Servidumbre,
oyó una voz clara y conmovedora que en lo alto de la peña entonaba en
lengua extraña un canto doliente, suplicante, interrumpido a intervalos
por gritos de la mayor tribulación.
—¡La Hechicera!, exclamaron los españoles.
—¡Tibisay!, dijeron los indios sobrecogidos por el terror.
Nadie, empero, se movió de su puesto. La creciente aún resonaba a
sus pies de un modo espantoso, y no se veía nada, nada, porque la os-
curidad era absoluta e imponente. En lo alto, dominando el estruendo
de las aguas, la Hechicera daba al viento sus cuitas con lastimeras voces:
“—¡Ay, Murachí, el amado de mi corazón! Las aguas han tronchado
las flores que crecían en tu tumba y pasado sobre tus huesos queridos;
pero alégrate, esposo mío, porque el extranjero no gozará ya más del
abrigo de tu choza ni sus caballos pastarán en tu labranza. Yo he sacri-
ficado mis largos cabellos en el Páramo Sagrado14 para que el Ches vele
siempre sobre tu tumba.
“—¡Ay, Murachí, el amado de mi corazón! ¡Tu fiel Tibisay ya no ríe,
ni canta, ni se engalana con flores! Mis ojos están tristes y apagados
como el sol entre las nieblas, y vivo sola, sola con mi enorme desventura
en la mitad de las selvas.”
Tres gritos agudos, penetrantes que hirieron como saetas el corazón
de don Juan, resonaron en lo alto de la peña. La Hechicera había
desaparecido.

* * *

[14]_ Por regla general lo alto de los páramos, y sobre todo las alturas donde había
alguna laguna, eran sitios sagrados para los indios de la Cordillera; y de aquí procede
la superstición, subsistente aún, de suponer encantados dichos lugares.
M itos y tradiciones 237

Cuando el alba difundió sus vagos reflejos, el mancebo español y sus


neones, como vueltos en sí después de una horrible pesadilla, vieron a
sus pies los estragos de la creciente. Nada quedaba de la casa en fábrica
ni de la choza indígena... Don Juan estaba pálido y dominado por una
impresión profunda, en que se mezclaba cierto terror supersticioso por
aquel paraje dónde parecía que los elementos obedecían a la voz se-
ductora de la Hechicera. El semblante atribulado de los indios que le
acompañaban y el sentido misterioso de los cantos de Tibisay, que ellos
le dieron a conocer, acabaron por convencerle de que aquel sitio era
inhabitable y temerarias sus pretensiones.
Alejóse de allí para siempre, y en memoria del suceso los españoles
dieron al río el nombre de Milla, por el apellido de don Juan, quedan-
do en la fantasía popular, aún a través de los siglos, la creencia de que
hay por allí un encantamiento algo sobrenatural que llena de miedo al
solitario viandante.
Tibisay moriría de dolor o de hambre, acaso despeñada en el fondo
de algún, barranco sombrío, o aterida de frío en las noches de fuertes
heladas; pero ella vive en aquellos agrestes parajes de la ciudad de las
nieves, que se conocen con el nombre de La Hechicera, transfigurada y
fantástica, como vive Filomela en la leyenda ática.
El canto del ave extraña que resuena en la selva; el ruido de las hojas
sacudidas por el viento frío de los páramos; la rápida carrera de la liebre
o el cervatillo; la sombra de la nubecilla errante; el rayo de sol que abri-
llanta el rocío bajo la arboleda; todo hace recordar allí al bello y melan-
cólico personaje de esta leyenda de la Conquista, a la infeliz Tibisay, la
princesa india, el lirio más hermoso de las vegas del Mucujún.
Segunda parte
Tradiciones y leyendas
El perro nevado
(Leyenda histórica)

El silencio de los páramos es completo. No hay aves que canten, ni


árboles que luchen con el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen el
espacio. Es una naturaleza grandiosa, pero llena de gravedad y de tris-
teza. Aquellos cerros desnudos y altísimos, acumulados al capricho,
parecen las ruinas de un mundo en otro tiempo habitado por cíclopes
y gigantes.
Lo que pasa en alta mar, lo que pasa en la llanura Inmensa, eso mismo
sucede en medio de los páramos andinos. El hombre se siente humi-
llado ante la naturaleza, y se recoge en sí mismo. Por eso la ascensión a
las alturas de la Cordillera venezolana no solamente es fatigosa para el
cuerpo, sino abrumadora y triste para el espíritu. Bajo las mantas y abri-
gos que son necesarios al viajero para soportar un frío que acalambra los
miembros, el alta también se recoge y busca el calor de los recuerdos, de
los pensamientos y de los afectos que le son más caros en la vida.
En una hermosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta
de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de
la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela.
La casa parecía desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en
la puerta, cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca
retrocedieron espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino
dando furiosos aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un
carnero, de la raza especial de los páramos andinos, que en nada cede a
la muy afamada de los perros del monte de San Bernardo.
242 T ulio F ebres C ordero

Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro, brillaron de súbito


diez o doce lanzas enristradas contra él pero en el mismo instante se oyó a
espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:
—¡No hagáis daño a ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más her-
mosos que he conocido!
Era la voz del brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros
de los Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo
admirando al perro, que parecía dispuesto a defender por sí solo el paso
contra toda la escolta de caballería, hasta que el dueño de la casa, don
Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con instancia.
—¡Nevado!... ¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa,
gruñendo sordamente. Su pinta era en extremo rara, y a ella debía el
nombre de Nevado, porque, siendo negro como un azabache, tenía las
orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como los copos de nieve.
Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos montes.
El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediata-
mente a las órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los infor-
mes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron
hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez
a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse,
preguntó al señor Pino si sería fácil conseguir un cachorro de aquella raza.
—Muy fácil me parece, le contestó, y desde luego me permito ofrecer
a S. E., que esta misma tarde lo recibirá en Mucuchíes, como un recuer-
do de su paso por estas alturas.
Media hora después de haber llegado el Brigadier a la citada villa, le
avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento.
Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de parte
de éste con el perro ofrecido.
M itos y tradiciones 243

—¡El mismo perro Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es éste el cacho-


rro que me envía su padre?
—Sí, señor; éste mismo, que es todavía cachorro y puede acompañar-
le mucho tiempo.
—¡Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradez-
co en lo que vale su generoso sacrificio porque debe ser un verdadero
sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.
El chico regresó a Moconoque aquella misma tarde, satisfecho de los
agasajos y muestras de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don
Juan José Pino, que llegó a ser padre de una numerosa y honorable fa-
milia de Mérida y alcanzó la avanzada edad de noventa y cuatro años.
Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba
de acariciar a Nevado, que por su parte no tardó en corresponderle las
caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad, que más de
una vez hizo tambalear al Libertador al echársele encima para ponerle
las manos en el pecho.
Averiguando con varios señores de Mucuchíes si habría en la tropa
algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y
vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Cam-
poelías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino y, de
consiguiente, conocedor del perro y sus costumbres.
No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden
a Campoelías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le man-
dase al consabido indio, llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza
pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La
orden, despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente
obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse
sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor
seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo iban a fusilar.
244 T ulio F ebres C ordero

Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del


lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales, cuan-
do se le presentaron con el recluta.
—¿Eres tú el indio Tinjacá?
—Sí, señor.
—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?
—Sí, señor; se ha criado conmigo.
—¿Estás seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin nece-
sidad de cadena?
—Sí, señor; siempre me ha seguido, contestó el indio, volviendo en
sí de su estupor.
—Pues te tomo a mi servicio, con el único encargo de cuidar del perro.
El indio estaba tan turbado por la brusca transición efectuada en su
ánimo, que no acertó a decir palabra alguna de agradecimiento. Al cabo
se atrevió a preguntar tímidamente dónde estaba el perro.
—Está amarrado en mi alojamiento, le contestó Bolívar.
—Pues si su merced quiere una prueba del cariño que me tiene Ne-
vado, mande que lo suelten y le respondo que al punto se vendrá para
acá, a pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche.
Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este
modo su incredulidad; pero después de reflexionar un poco, dió la or-
den y se quedó en el mismo sitio, advirtiendo a Tinjacá que si la prueba
resultaba adversa lo castigaría severamente.
Las calles de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas por muchos ji-
netes e infantes ocupados en procurar a las tropas el rancho y las como-
didades necesarias. Bolívar empezó a temer que el perro, al verse suel-
to, se volviera como un rayo para Moconoque, pero en este momento
Tinjacá se llevó la mano derecha a la boca y acomodándose los dedos
M itos y tradiciones 245

entre los labios de un modo particular, lanzó un silbido extraño y


penetrante, distinto de los demás silbidos que hasta allí había oído
Bolívar y sus compañeros. Algo de salvaje y de guerrero había en
aquel silbido, que dominó todos los ruidos y algazara de los vivacs y
debió de resonar hasta muy lejos.
—El perro debe ya estar suelto, dijo Bolívar con inquietud, vol-
viéndose a Tinjacá.
—Sí, señor, respondió éste, y muy pronto estará aquí.
Y seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo vibrar
el tímpano a todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad.
Todos los corazones palpitaban aceleradamente, menos el del indio,
que lleno de confianza, esperaba tranquilamente el resultado, son-
deando la oscuridad con sus miradas en la dirección del alojamiento
del Brigadier, que distaba de allí tres o cuatro cuadras. Un grito de
contento se escapó de sus labios.
—¡Allí viene! —exclamó, echando con ligereza un pie atrás para
recibir sobre el pecho el pesado cuerpo del perro, que se le tiró enci-
ma dando saltos de alegría.
—Ya ve su merced cómo el perro sí me quiere, dijo respetuosa-
mente Tinjacá, dirigiéndose a su jefe.
Todos quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si
cabe, la estimación y afecto que ya Bolívar tenía por su perro. Él
mismo le daba de comer, porque decía que el perro debe recibir
siempre la ración directamente de las manos del amo. El resultado
de estas contemplaciones qué que a los pocos días ya Nevado tenía
por su nuevo amo el mismo cariño que demostraba por Tinjacá, y
que Bolívar aprendió a llamarle de muy lejos con el mismo silbido
cuasi salvaje que le enseñó el indio.
246 T ulio F ebres C ordero

Del ingenio festivo y picaresco de algunos oficiales del Estado Mayor


salió la especie de bautizar a Tinjacá con el nombre de Edecán del Perro,
especie que celebró Bolívar, pero no sus edecanes, a quienes nunca les
cayó en gracia el tal nombre.
Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de
1813. Sus furibundos latidos se mezclaban sobre los campos de batalla al
redoble de los tambores y estruendo de las armas. Era un perro de conti-
nente fiero, semejante a un terranova, pero singularmente hermoso, que
se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El 7 de agosto, en la entrada triunfal a Caracas, Nevado, acezando
de fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que
adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor perfumada, de
las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica del
Libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro.
El hermoso Nevado era digno de aquellas flores.

* * *
Dice la historia que cuando Nevado vino al mundo se vieron en el
cielo nubes color de sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al
moverse contra Roma el formidable Atila. Tal así debieron verse en Ve-
nezuela en el cielo y en la tierra presagios siniestros cuando compareció
en el escenario de la guerra a muerte el terrible Boves. Humillada su
vandálica fiereza en el combate de Mosquiteros por el intrépido Cam-
poelías, vino a levantarse como un dragón infernal en la triste batalla de
La Puerta, donde todo se perdió para la Patria, menos la fe republicana
y la perseverancia heroica de Bolívar, que logró salvarse de las garras
de su feroz enemigo, acompañado de algunos de sus bravos tenientes,
tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel inmenso
desastre.
M itos y tradiciones 247

Meses antes, sobre el campo de Carabobo, donde habían sido derro-


tadas por completo las armas realistas, Nevado estuvo a punto de ser
lanceado al precipitarse furioso sobre los caballos enemigos. El perro
parecía perder el juicio a vista del humo de la pólvora, del choque de las
armas y las sangrientas escenas del combate.
Para prevenir este mal, ordenó Bolívar a Tinjacá que tuviese amarrado
el perro en las acciones de armas; y esta orden, estrictamente obede-
cida, fue acaso su perdición en La Puerta, porque sus fuertes latidos,
escuchados desde muy lejos, orientaron a los perseguidores, y pronto
descubrieron éstos a Tinjacá, que huía siguiendo los pasos de Bolívar,
pero entorpecido por el perro, que iba amarrado a la cola del caballo.
El perro y su guardián fueron presentados a Boves como una pre-
sa inestimable. Hasta las filas realistas había llegado la fama del noble
animal. En los labios de Boves apareció una sonrisa siniestra, y con
la refinada malicia que lo caracterizaba, se dirigió al atribulado indio,
diciéndole:
—Has cambiado de amo, pero no de oficio. Te necesito para que me
cuides el perro, y por eso te perdono la vida. Yo sé que no te atreverás a
huir, porque él sería el primero en descubrirte hasta en las entrañas de
la tierra.
Boves acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima pinta,
pensando desde luego aprovecharse de su finísimo olfato para descubrir
algún día el paradero de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes
el perro no podría olvidar en mucho tiempo.
Nevado asistió cautivo al sitio de Valencia, que Boves dirigía perso-
nalmente. Bolívar había ordenado a Escaloña que defendiese la ciudad
a todo trance, y Escalona y su puñado de héroes así lo hicieron, hasta
que reducidos al escaso número de noventa soldados, sin pertrechos ni
víveres y constreñidos por los clamores del vecindario, se vieron en la
248 T ulio F ebres C ordero

dura necesidad de aceptar la capitulación propuesta por Boves, quien se


adueñó de la plaza por este medio.
Pero antes, este sanguinario jefe realista hizo celebrar una misa en
su campamento, y adelantándose hasta el altar en el momento solem-
nísimo de la elevación, juró en alta voz ante la Hostia consagrada que
cumpliría y haría cumplir los artículos de la capitulación, los cuales
garantizaban la vida y hacienda al vecindario y guarnición de la ciudad
heroica. Lo que después sucedió no habrá historiador que lo relate sin
llamar la cólera del cielo sobre aquel insigne malvado.
Tinjacá y el perro fueron incorporados en la guardia personal del
feroz caudillo, alojándose con él en la casa del Zuizo, recinto lleno de
familias patriotas, asiladas allí por temor a los ultrajes de la soldadesca
desenfrenada.
Muchas damas patriotas, temerosas de provocar las iras del vencedor,
asistieron, llenas de angustia y de sobresalto, al baile que la oficialidad
realista organizó en la propia casa del Zuizo, residencia de Boves, para
obsequiar a éste por el triunfo de sus armas; y cuando este hombre
infernal agasajaba con pérfidas sonrisas a las matronas y señoritas allí
reunidas, en los hogares de éstas, en las prisiones y en las calles corría
despiadadamente la sangre de los patriotas.
Aquel sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de los Abasidas,
que hizo sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre familia de
los Ommíadas, prisioneros que descansaban en la fe de su palabra, y
que sobre sus cuerpos todavía agonizantes hizo tender tapices y servir
un banquete a los oficiales de su ejército; ese califa pérfido fue, sin em-
bargo, menos cruel e inhumano que Boves en aquella Sambartolomé
valenciana. Este monstruo llevó su refinamiento hasta hacer que las ma-
dres, esposas e hijas de las victimas danzasen entre músicas y flores, en
medio del esplendor de las bujías, a la misma hora en que, allá entre las
M itos y tradiciones 249

sombras, se retorcían sus deudos más queridos villanamente sacrificados


a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes de que llegase a conocimiento de aquellas mártires la tremenda
verdad de su infortunio y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se
sabía y se contaba en los corredores de la casa, en los cuales reinaba
un extraño movimiento. Entrada y salida de oficiales, órdenes secretas,
sonrisas diabólicas en unos, caras de espanto en otros. Todo lo advirtió
Tinjacá, y tembló de pies a cabeza. ¡La hora de la matanza había llegado!
Los distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban bailando, des-
aparecieron sin saberse cómo de las manos de sus verdugos, cuando
dentro de la misma sala uno de los oficiales tenía ocultas debajo de la
chaqueta las cuerdas para amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el
doctor Espejo en su escondite, fue fusilado en la plaza pública.
El indio concibió al punto la idea de fugarse con el perro, su fiel e in-
separable compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado lo
comprometía, porque, a pesar de la mucha gente y gran animación que
había en la casa, sería muy notable su salida acompañado del perro, el cual
estaba encadenado en el interior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer en momentos tan críticos? Empezaban ya a oírse en labios
de la soldadesca los nombres de los patriotas asesinados aquella misma
noche, y multitud de partidas armadas cruzaban descaradamente las
calles en busca de víctimas. Tinjacá corrió al interior de la casa, y so
pretexto de que iba a partir pan para darle al perro, pidió en la cocina
un cuchillo de servicio. Seguidamente se dirigió al lugar donde estaba
el perro, que se hallaba inquieto y gruñendo de cuando en cuando por
el ruido inusitado que llegaba a sus oídos. Con suma rapidez se allegó a
él, lo acarició con más extremos que nunca y disimuladamente le cortó
el collar de cuero de donde pendía la cadena, dejándolo unido apenas
por un hilo, de suerte que Nevado con poco esfuerzo se viese libre; y
250 T ulio F ebres C ordero

repitiéndole sus extremadas caricias, hasta dejarlo sosegado, se alejó de


allí, escurriéndose por entre la mucha gente que llenaba la casa.
Al verse en la calle, consultó la dirección del viento y se alejó de aque-
lla mansión diabólica. Más de una vez se detuvo y vaciló. El paso que
daba podía costarle la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves
cuando cayó prisionero en La Puerta. Huir solo era menos expuesto,
pero no podía resignarse a abandonar el perro, por el cual sentía un ca-
riño entrañable, un cariño que rayaba en culto, a que se unía el orgullo
de ser el único guardián, el único responsable de aquel animal que era
para Bolívar una joya de gran valor. El pobre indio de los páramos veía
en Nevado el talismán de su fortuna; a él debía su posición al lado del
Libertador, y el cariño sincero que éste le profesaba. Abandonarlo, era
sacrificar su carrera, su porvenir, era sacrificarlo todo.
La música del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era necesario
detenerse un momento y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje es-
taba solitaria, a la inversa de los alrededores de la casa del Zuizo, donde
hervía el concurso de soldados y curiosos.
Cesó la música y repentinamente en los grupos de militares y otras
personas que llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un
movimiento simultáneo de sorpresa y de terror.
—¡Se ha soltado el perro! —exclamaron muchas voces. Efectivamen-
te, Nevado atravesaba como una flecha los corredores de la casa y rom-
piendo por el apiñado grupo que obstruía la puerta, derribando a unos
y haciendo tambalear a otros se lanzó a la calle, atronando con sus lati-
dos todo el vecindario. Ya fuera, se detuvo algunos instantes, volviendo
a todas partes la cabeza, con la nariz hinchada, en alto las velludas orejas
y batiendo su hermosísima cola, que a la luz que despedían las ventanas
del Zuizo semejaba un gran plumaje, blanco, muy blanco como la nieve
de los Andes.
M itos y tradiciones 251

Oyóse un silbido lejano que pasó inadvertido para los presentes, pero
no para el perro, que partió, como tocado por un resorte eléctrico, des-
apareciendo a la vista de los circunstantes, a tiempo que el mismo Boves
salía a la puerta y lo llamaba con instancia. Cuando éste se convenció,
por el examen de la cadena, que la fuga del perro era premeditada, se
colmó en su ánimo la medida del odio y de la venganza.
Allá, en oscura bocacalle, el indio postrado en tierra, sujetó rápida-
mente al perro por el cuello con una correa que se quitó del cinto, y
rasgando una tira de la falda de su camisa, empezó a amordazarle, in-
grata operación que el inteligente animal soportó dócilmente, aunque
manifestando su contrariedad y sufrimiento con lastimeros quejidos.
Hecho esto, el indio tomó un rumbo opuesto para desorientar a los
que saliesen a perseguirlos, que naturalmente seguirían la dirección que
el perro había tomado en la calle. Ora avanzando cautelosamente, ora
retrocediendo al sentir los pasos de alguna escolta, con mil rodeos y
angustias caminaba en la dirección de los Corrales, para tomar allí la vía
de Barquisimeto.
De pronto, a la mitad de una cuadra, sintió pasos acelerados que ve-
nían a su encuentro. Retroceder era imposible. Los pasos se acercaban
más y más, hasta que sus ojos espantados vieron dibujarse entre las
sombras un bulto informe. Era, por fortuna, una persona inofensiva,
un Padre que pasó de largo por la acera opuesta, llamado, sin duda para
auxiliar algún herido, según creyó Tinjacá. Pero, no, aquel aparente re-
ligioso, como después se supo, era el bravo Escalona que, en hábito de
fraile, se escapaba también de la matanza.
La situación del indio, que caminó toda aquella noche sin descanso,
era doblemente crítica, porque el perro era demasiado conocido en las
villas y lugares por donde había pasado el Libertador, lo que le obli-
gaba a una marcha sumamente penosa por parajes extraviados; pero
252 T ulio F ebres C ordero

si Nevado era para él una amenaza constante y causa de mil zozobras


por los campos y vecindarios que recorría, todos enemigos, en cambio
era también un compañero fiel y cariñoso, que velaba su sueño y sa-
bía esgrimir sus poderosas garras y agudos colmillos para defenderle en
cualquier lance personal.
Al cabo de algunos días logró incorporarse a la gente de Rodríguez,
el jefe patriota de la guarnición de San Carlos, llamado por Escalona
cuando supo la aproximación de Boves. Sabido es que Rodríguez llegó
a los alrededores de Valencia con su tropa, que no pasaba de cien hom-
bres, y tuvo que replegarse, porque el ejército sitiador le impidió la en-
trada. Unido, pues, a este puñado de valientes, corrió la suerte de ellos,
atravesando lugares llenos de guerrillas enemigas, ora combatiendo día
y noche, ora pereciendo de necesidades en las selvas y desiertos, hasta
que lograron, al fin, incorporarse todos, esto es, cuarenta o cincuenta
que sobrevivieron, al no menos heroico ejército de Urdaneta, que al-
canzaron en el Tocuyo, para emprender todos juntos aquella célebre
retirada que salvó del pavoroso naufragio de 1814 la emigración y las
reliquias de la Patria.
A su paso por Mucuchíes, Urdaneta dejó de retaguardia en este lugar
trescientos hombres al mando de Linares, y con el resto de sus tropas ocu-
pó a Mérida. El valor temerario de Linares lo obligó a combatir con Cal-
zada, que los seguía y que casi inesperadamente descendió del páramo de
Timotes y los atacó con todo su ejército en la propia villa de Mucuchíes.
Tinjacá y Nevado, como era natural, estaban allí con la fuerza de Li-
nares en su tierra nativa, y se vieron envueltos en aquel combate heroi-
co, que fue desastroso para los patriotas. El pronto auxilio despachado
de Mérida al mando de Rangel y Páez, que volaron con un cuerpo de
caballería al socorro de Linares, llegó tarde, pues se encontraron con los
primeros derrotados una legua antes de llegar a la villa.
M itos y tradiciones 253

El pánico y la consternación se adueñaron de Mérida, cuyo vecinda-


rio vino a aumentar la gran emigración de familias que venían desde el
centro de la República al amparo de Urdaneta quien continuó su mar-
cha hacia la Nueva Granada.
¿Qué había sido de Tinjacá y de Nevado? Tratándose del perro del
Libertador, Urdaneta y su oficialidad averiguaron inmediatamente con
los derrotados por su paradero, pero nadie dió razón y se temió que hu-
biese caído otra vez en manos de los españoles. Pero esto no era cierto,
porque sabedor Calzada de que el perro se hallaba en el combate de
Mucuchíes hizo las más escrupulosas pesquisas para descubrirlo, alla-
nando al intento la casa y hacienda del señor Pino, su primitivo dueño;
pero todo fue en vano; Tinjacá y Nevado no se volvieron a ver. Parecía
que se los había tragado la tierra.
Meses después, cuando Bolívar y Urdaneta se vieron en Pamplona
por primera vez después de estos desastres, aquél supo con tristeza toda
la historia del perro, y admirando la fidelidad y valentía del indio, ex-
clamó con entera seguridad:
—¿Sabe usted, Urdaneta, que abrigo una esperanza?
—Espero conocerla, general.
—Pues creo que mi perro vive y que lo hallaré cuando atravesemos de
nuevo los páramos de los Andes para libertar a Venezuela.
No era la primera vez que Bolívar hablaba en tono profético.

* * *
Han transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de Mérida mar-
chan con dirección a Trujillo varios batallones del ejército patriota; y
nuevamente se detiene frente a la casa de Moconoque un considerable
número de jinetes. Es Bolívar y su brillante Estado Mayor.
—Llamad en esta casa, dijo el Libertador a uno de sus edecanes.
254 T ulio F ebres C ordero

El estrecho camino apenas podía contener a los jefes y oficiales que


habían hecho alto en aquel sitio.
La casa estaba cerrada, y sólo después de fuertes y repetidos golpes
crujieron los cerrojos de la puerta, y apareció en el umbral una india
anciana, trémula y vacilante, que era la casera, la cual miró con ojos
asombrados a la brillante comitiva.
—¿Vive todavía aquí don Vicente Pino o alguno de su familia?, le
preguntó Bolívar.
—No, señor, todos emigraron para la Nueva Granada hace algunos
años.
—¿Puede usted, entonces, informarme algo sobre el paradero del pe-
rro Nevado y el indio Tinjacá, después del combate de Mucuchíes?
—He oído contar muchas veces la historia del indio y del perro, pero
ni aquí han vuelto ni nadie sabe qué ha sido de ellos.
Cuando Bolívar y su Estado Mayor continuaron la marcha, la india,
deslumbrada todavía por el brillo y bizarría de tantos jefes y oficiales,
volvió a correr los cerrojos de la puerta, y se entró a comentar el suceso
con los otros habitantes de la casa.
—¡Jesús credo! les dijo, esto es para confundir a cualquiera. Otra vez
el perro; otra vez la misma pregunta. Si pasan los españoles averiguan
por el perro, y si pasan los patriotas, la misma cosa. ¡Ese animal debe
valer mucho dinero!
Pero no solamente en Moconoque, sino en la villa de Mucuchíes, a
cada paso de tropas eran interrogados los vecinos sobre el perro, cuyo
desaparecimiento estaba envuelto en el misterio. Bolívar también ave-
riguó allí por Nevado y su guardián sin resultado alguno, y con esto
perdió la esperanza que había abrigado de hallarlo a su paso por los
páramos de Mérida.
M itos y tradiciones 255

Al día siguiente emprendieron la gran ascensión del páramo de Ti-


motes. Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y
entraron en la soledad temible, donde la marcha es lenta y silenciosa,
ora cortando la falda de un cerro, ora subiendo por algún plano rápida-
mente inclinado, con harta fatiga de las bestias de silla. Ya hemos dicho
que el silencio es allí completo, y absoluta la desnudez del suelo. Hasta
la menuda gramínea y la reluciente espelia, que constituyen la única
vegetación de estas elevadas regiones, desaparecen en aquella espantosa
soledad de varias leguas.
Los caracteres más alegres y festivos allí se apocan y entristecen. Una
fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al dios fabuloso,
que según los aborígenes vivía de pie sobre el risco más empinado de los
Andes, con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado
en los labios: era el dios de la meditación y del silencio.
El Estado Mayor de Bolívar marchaba con una lentitud imponente.
Solo se oían las pisadas y fuertes resoplidos de los caballos acezantes. El
panorama, en lo general uniforme, ofrecía sin embargo rápidos cambia-
mientos debido al viento helado que sopla en aquellas alturas, el cual
tan pronto acumula las nieblas en torno del viajero, envolviéndolo por
completo, como las aleja, ensanchándole el horizonte, para dejarle ver
aquí y allá riscos y peñones atrevidos, que asoman sus cabezas mons-
truosas por entre las nubes de un modo tan caprichoso como fantástico.
Los hilos de agua que vienen de lo alto, acrecidos por las lluvias y los
deshielos, forman zanjones profundos que cortan el camino de trecho
en trecho. Abismado cada cual en sus propios pensamientos caminaban
todos, cuando de repente se oyó un grito de guerra.
— ¡Viva la Patria! ¡Viva Bolívar!
Grito inesperado que rompió el silencio augusto del Gran Páramo y
que, por un fenómeno propio de la comarca, fue repetido al punto por
256 T ulio F ebres C ordero

bocas misteriosas que se abrieron en el fondo de los valles y cañadas,


al conjuro del dios Eco; de suerte que las voces Patria y Bolívar fueron
retumbando de cerro en cerro hasta morir débilmente en lontananza
como el vago rumor de un trueno.
Antes de que el eco se extinguiese, Bolívar vió salir de uno de aque-
llos zanjones un personaje extraño, que parecía estar allí acechándole
el paso y que corrió hacia él con la ligereza de un gamo. Una larga y
oscura manta rayada de colores muy vivos cubría casi todo el cuerpo de
aquel hombre, que tomaron por un loco en vista del modo tan brusco
e inusitado con que se presentaba.
—¿No me conoce ya S. E.? dijo dirigiéndose al Libertador con el
sombrero en la mano.
—¡Tinjacá! exclamó Bolívar lleno de asombro.
—Siempre a sus órdenes, mi general. Ayer supe en mi retiro del pá-
ramo que S. E. pasaba...
—¿Y el perro? ¿Dónde está Nevado?, le preguntó Bolívar sin dejarlo
proseguir.
—Está por aquí mismo con una persona de confianza, pero no lo
traje porque todavía, dudaba, y quise ver antes por mis propios ojos si
era verdad que S. E. iba con el ejército.
—Pues ve a traérmelo en el acto.
—No hay necesidad. El vendrá solo, le contestó el indio a tiempo que
hacía un movimiento para llamarlo, pero al instante Bolívar le detuvo
diciéndole:
—¡Espera! que yo lo llamaré.
Y con la excitación de su alegría, que era indescriptible como la sor-
presa de sus tenientes, zafóse un guante y llevándose a los labios sus
dedos acalambrados por el frío, lanzó al viento aquel silbido extraño,
M itos y tradiciones 257

cuasi salvaje, que en otro tiempo había aprendido del indio, el mismo
que oyó por primera vez en la helada villa de Mucuchíes y que más
tarde salvó a Nevado en la noche tétrica de Valencia. El eco se encargó
de repetir y prolongar el silbido, que fue a extinguirse como un débil
lamento en el confín lejano.
Entre tanto, Tinjacá sonreía de contento, los jefes y oficiales espera-
ban sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena; y Bolívar,
pálido de gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
Un grito unánime se escapó de todos los pechos.
—¡El perro! ¡el perro!...
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el
mismo Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su
abundosa cola, que semejaba un plumaje blanco, muy blanco como los
copos de nieve. Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo
los pliegues de la capa del Libertador, que se inclinó desde su caballo
para recibirlo en sus brazos.
Si con el Estado Mayor hubiese ido la banda marcial, él habría orde-
nado que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas
de los Andes, resonasen los clarines y tambores en alegres dianas por el
hallazgo de su perro.
A partir de esta fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora
jadeando detrás de su caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro
de un cesto, cargado por una mula, a través de largas distancias y en las
marchas forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de San-
tana de Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provo-
cando las miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que
conocían su historia; y durante el Armisticio, visitó el extinguido Virrei-
nato de Santafé y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes,
sobre las ricas alfombras del palacio capitolino de San Carlos, en Bogotá.
258 T ulio F ebres C ordero

Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los Llanos, sa-
lieron de un caney multitud de perros de todos los tamaños, y se arro-
jaron sobre los caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación,
que los oficiales iban ya a valerse de las espadas para libertarse de aquel
tormento, cuando les llegó el remedio, porque en oyendo Nevado, que
venía un poco atrás adormitado dentro del cesto, los desacompasados
aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de un salto, con espanto de la
bestia que lo cargaba, y a todo correr y dando descomunales ladridos,
arremetió de lleno contra la ruidosa tropa de podencos, los cuales huye-
ron al punto poseídos de terror.
—¡Bravo, bravo! ¡Lo has hecho muy bien, Nevado! exclamaron los
oficiales, agradecidos al potente animal que les quitaba de encima aque-
lla insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar riéndose de la derrota
de los galgos:
—Esos pobres perros jamás habían visto un gigante de su especie.

* * *
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardeci-
do el perro en medio de la batalla, se lanzó como una fiera sobre los
caballos españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba
a privarle de rapidez en la carrera y a hacerle más fatigosa las marchas
sorprendentes de su perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces.
Ni él ni Tinjacá, que lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bo-
lívar ni de su Estado Mayor.
Ya habían sonado en el glorioso campo las dianas de triunfo y sólo
se oían a lo lejos las descargas de fusilería que daba el Valencey en su
heroica retirada. Bolívar, vuelto en sí del frenético entusiasmo de la vic-
toria, pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el
campo, cuando se presenta un Ayudante y le dice:
M itos y tradiciones 259

—Tengo la pena de informar a S. E. que Tinjacá, el indio de su servi-


cio, está gravemente herido.
—¿Y el perro? le preguntó al punto.
—El perro... dijo titubeando el Ayudante, el perro también está herido.
Bolívar puso al galope su fogoso caballo de batalla en la dirección
indicada.
Un cirujano hacía la primera cura al pobre indio, quien al divisar al
Libertador hizo un gran esfuerzo para incorporarse, diciéndole con voz
torpe y extenuada:
—¡Ah, mi general, nos han matado al perro!...
Bolívar miró en torno con la rapidez del rayo y descubrió allí mismo,
a pocos pasos de Tinjacá, el cuerpo exánime de su querido perro, atra-
vesado de un lanzazo. El espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco
como la nieve de los Andes, estaba tinto en sangre roja, muy roja como
las banderas y divisas que yacían humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo cuadro, inmóvil como una esta-
tua, y torciendo de pronto las riendas de su caballo con un movimiento
de doloroso despecho, se alejó velozmente de aquel sitio. En sus ojos de
fuego había brillado una lágrima, una lágrima de pesar profundo.
El hermoso perro Nevado era digno de aquella lágrima.
Una inscripción profética

Día de gran fatiga fue el 2 de noviembre de 1810 para el pobre sacris-


tán de la Iglesia de Nuestra Señora de Altagracia, de Caracas: multitud
de personas de ambos sexos discurrían por el espacioso templo, como
trabajadores unos y como simples curiosos los más. Los golpes de mar-
tillo y el ruido de tablas y escaleras que se llevaban de un sitio para
otro, unidos al cuchicheo de los grupos de espectadores, producían un
rumor sordo y confuso, que lo sagrado del recinto hacía más grave e
imponente.
Al caer la tarde, el templo empezó a oscurecerse con más rapidez que
de costumbre, porque las ventanas, veladas con negras cortinas, sólo
dejaban pasar una débil claridad, una luz triste, muy triste, que venía de
fuera acompañada del lúgubre plañido de las campanas.
Después del toque del Ángelus, que todos rezaron a media voz con
piadoso recogimiento, las campanas siguieron tocando a muerto. El sa-
cristán fue encendiendo entonces con una cerilla, aquí y allá, varios ci-
rios rígidos y amarillentos, que difundieron una luz en extremo fúnebre
por las naves ya silenciosas y casi desiertas del templo. Los trabajadores
y los curiosos, después del toque del Ángelus, habían desaparecido casi
simultáneamente.
El último que salió fue don Francisco Isnardi, quien dijo al sacristán
en la puerta:
—Deje apenas ajustado el postigo, porque volveré después de comer
a concluir el trabajo que falta.
262 T ulio F ebres C ordero

El sacristán así lo hizo, y tomó a su vez dirección de su casa, quedando


templo, campanario y calles adyacentes solitarios y en silencio.
Pero decimos mal: el bulto de un hombre, deslizándose como una
sombra, pegado al muro, se acerca misteriosamente, empuja el postigo,
lo cierra detrás de si, y salva sin ruido los umbrales del templo. Sólo dos
cirios continuaban ardiendo sobre negros candelabros.
“En el crucero de la Iglesia (dice un escrito de aquel tiempo firmado
por don José de Sata y Bussi) y bajo un majestuoso baldaquino formado
por cortinas negras pendientes de los cuatro arcos, tachonadas de lágri-
mas de plata y airosamente apabellonadas se elevaba un catafalco, cuya
forma arquitectónica era la siguiente:
“Sobre un zócalo de ocho varas de frente y tres de alto, estaba coloca-
da una urna cineraria de jaspe violado, como el de todo el monumento
de tres varas de alto, cuyo almohadillado era de jaspe cenizoso; de su
cúpula salía una repisa de jaspe negro, y sobre ella se elevaba una pirá-
mide, de la misma piedra de la urna, de ocho varas de alto, y terminada
por un vaso etrusco, en el que ardía una antorcha sepulcral compuesta
de aromas, igual a las cuatro que adornaban los ángulos del monumen-
to, elevadas sobre el almohadillado de los ángulos del zócalo principal.
“Del frente de la urna salía un cartelón macizo que terminaba a plomo
en su base, y delante de él sobresalía una lápida que servía de apoyo al
Genio de la humanidad doliente, representado en dos figuras abandona-
das al dolor más acerbo. En el centro del cartelón se leía, entre un airoso
festón de laureles de oro, la siguiente inscripción, de la misma materia:
«Para aplacar al Altísimo
irritado
por los crímenes cometidos en Quito
contra la inocencia americana,
ofrece este holocausto
el Gobierno y el pueblo de Caracas.»
M itos y tradiciones 263

El misterioso personaje se detiene un momento delante del magnífico


catafalco, recorre con la vista las sombrías naves del templo, y rápida-
mente se dirige a una de las escaleras que habían dejado los trabajado-
res. La levanta en peso con vigorosa mano, y la apoya sobre uno de los
arcos, caso en la mitad del templo, resonando, en seguida, varios golpes
precipitados de martillo.
En sitio de los más visibles había quedado colgado un gran cartel
inscrito, que era imposible leer a la escasa luz de los cirios. Ni don Fran-
cisco Isnardi, inventor del catafalco y director de la decoración general
del templo, ni el sacristán se fijaron aquella noche en que había una
inscripción más en la iglesia.
Pero al día siguiente, en medio del solemnísimo acto de los fune-
rales, la concurrencia detuvo su atención sobre aquel cartel de origen
desconocido: entre las inscripciones que adornaban el templo, aquella
era la más significativa, pues en su fondo se adelantaba a más de lo que
declaraba el acta revolucionaria del 19 de abril. Dejaba entrever, de una
manera profética, una cruzada redentora desde el Ávila hasta el Coto-
paxi. Decía así:
«El reino de la muerte es más largo
que el de la vida.
¡Víctimas de la libertad de Quito,
descansad por los siglos en el fondo del
sepulcro!
Ruiz de Castilla perecerá bien pronto:
Santa Fe os vengará:
Caracas enjugará las lágrimas de
vuestros padres, hijos y esposas.»

Esto sucedía en noviembre de 1810, y años después, primero en Pi-


chincha y luego en Junín y Ayacucho, las víctimas de aquella horrorosa
matanza fueron vengadas, y la profecía quedó cumplida.
264 T ulio F ebres C ordero

Por la mano del más grande de sus hijos, de aquel de quien dijo el
poeta de Guayas, que era su voz un trueno y su mirada un rayo. Caracas
enjugó las lágrimas de los padres, hijos y esposas de los patriotas sacrifi-
cados en Quito el 2 de agosto de 1810.
¿Quién había sido el autor de semejante inscripción? ¿Sería el mismo
Bolívar? No, él estaba en Londres por aquellos días. Pero quien quiera
que fuese el desconocido personaje, tuvo la visión cierta de lo porvenir
y la sobrenatural iluminación del profeta.
La casa de la Patria
(Leyenda histórica)

Doña María Simona Corredor de Pico, viuda, vivía en Mérida, para


el año de 1813, enfrente del Alcalde don Ignacio de Rivas, por la calle
donde estuvo el convento de San Francisco, derruido por el terremoto
de 1812, que hoy es calle de Lora.
Era doña María Simona de genio muy vivo e insinuante, y aunque ya
de unos cuarenta años de edad, el clima delicioso de las Sierras Nevadas
mantenía fresco y lozano su rostro, iluminado por dos ojos brillantes y
expresivos: era una morena que honraba el tipo de la mujer criolla.
Su difunto esposo le había dejado algunas economías, de que ella
disfrutaba con el recato y moderación de una dama virtuosa a carta
cabal, entregada sólo a las faenas de la casa y sin cuidado de familia por-
que no le dió el cielo ningún hijo ni tampoco tenía parientes cercanos.
Únicamente las inquietudes políticas, a partir del 19 de abril de 1810,
turbaban de cuando en cuando el sosiego de su vida.
El célebre canónigo Dr. Francisco A. Uzcátegui, alma del movimiento
revolucionario en la ciudad de Mérida, era amigo y consultor de doña
María Simona, quien lo imitó desde luego en el ardoroso sentimiento
del amor a la naciente Patria.
En los preparativos para el recibimiento del Ejército de la Unión,
que comandaba el entonces Brigadier Simón Bolívar, su tocaya Doña
Simona prestó en asocio de otras distinguidas damas merideñas sus es-
pontáneos y patrióticos servicios. El Ayuntamiento tenía preparado un
acto, en que su Presidente Don Ignacio de Rivas, padre del famoso
266 T ulio F ebres C ordero

Rivas Dávila, saludó a Bolívar y al Ejército de la Unión a nombre de la


nueva Provincia independiente.
El entusiasmo de los merideños fue grande en aquella ocasión. En
la plaza pública, al recibir a Bolívar, le aclamaron por primera vez con
el título de Libertador. Campo Elías, los Picones y Paredes, el viejo
Ponce, los Maldonados, Rangel, Rivas Dávila y muchos otros oficiales
se hallaban al frente de los voluntarios que se alistaron en el Ejército
patriota; y fue entonces cuando se vieron en Mérida hechos dignos de
la heroicidad de Esparta.
Entre las mujeres, una hermana del canónigo Uzcátegui costea un
cañón y lo regala a la Patria; la varonil Anastasia, criada del Convento
de Monjas Clarisas, espanta a Correa, en altas horas de la noche, con el
sonido de una caja de guerra y el disparo de un trabuco; otra merideña,
la célebre Nava, se sale a campaña, llevando un fusil, mientras el hijo,
que iba a su lado, sanaba de un brazo enfermo.
Doña Ma. Simona se sentía desde lo íntimo movida a cosas seme-
jantes y esperaba el momento oportuno para manifestarse. Como era
vecina de Don Ignacio de Rivas, Presidente de la Municipalidad, y éste
conocía mejor que cualquiera otro los quilates de su patriotismo, al
abrirse el empréstito en favor del Ejército de Bolívar, inscribió desde
luego a Doña Simona en la suma de quinientos pesos.
—Vecina, vaya contando el dinero.
—¿Qué ocurre Don Ignacio?
—Pues que urge equipar al Ejército, que seguirá de un momento a
otro y el Ayuntamiento acordó un empréstito forzoso.
—¿De suerte que el Brigadier Bolívar está necesitado de fondos?
—Ni más ni menos; y usted de seguro, no le negará su auxilio.
—Cincuenta pesos tengo en dinero a la disposición.
Don Ignacio hizo un gesto de sorpresa y le contestó sonriendo:
M itos y tradiciones 267

—Pues yo la hacía más rica y por eso la inscribí en quinientos pesos.


—¡Quinientos!, pocas veces los he visto juntos; pero, en fin, Don Ig-
nacio, si todos tuvieran la voluntad de dar que yo tengo, pronto estaría
listo el Ejército. Llévese los cincuenta y después hablaremos.
Doña Simona pensó en vender su vajilla de plata y sus gargantillas de
oro para cubrir el empréstito, pero no halló quien le diese por todo ello el
dinero que necesitaba; y en idas y venidas, en vueltas y revueltas, corría un
tiempo precioso, pues aunque nadie la compelía por la fuerza, ella desea-
ba dar una prueba de su ardiente patriotismo en ocasión tan importante.
Ya las tropas estaban formadas en la plaza, ya las cajas tocaban a mar-
cha, ya se oían los sollozos y brillaban las lágrimas de despedida en
torno de los voluntarios; todo era agitación y movimiento por la calle
donde estaba alojado el Brigadier Bolívar.
Cuando se vió venir acompañada por el noble anciano Don Ignacio
de Rivas, una dama vestida de negro, fue introducida en la sala de reci-
bo del Brigadier y presentada a éste por el mismo Rivas:
—Doña María Simona Corredor de Pico, viuda, desea hablar con el
ciudadano Jefe del Ejército de la Unión.
—Señora, dijo Bolívar, ya había oído el nombre de usted como el de
una distinguida compañera de causa.
—Sí, señor, soy patriota y vengo a ofreceros mi casa, que podéis ven-
der aquí mismo en mil doscientos pesos, donativo que hago a la Patria
del modo más espontáneo, ya que no puedo servir de otro modo.
—Pero, señora, acaso esta generosa acción pueda perjudicar a su fa-
milia y dejarla a usted misma sin abrigo.
Soy sola en el mundo, sin hijos ni familia próxima; y por lo que a mi
toca, no temo arruinarme con esta donación que os ruego aceptéis en
nombre del Ejército y de la causa que defendéis.
268 T ulio F ebres C ordero

—Pues, señora, jamás olvidaré este noble rasgo de vuestra generosi-


dad que proporciona recursos para la campaña y que me da a conocer
el entusiasmo de la mujer merideña por la libertad de nuestra Patria.
En el archivo público de Mérida se conserva, para perpetua memoria,
la escritura de donación de dicha finca que Doña Simona otorgó a favor
de la Patria en 22 de junio de 1813, días después de haber partido Bo-
lívar, ante el Escribano Don Rafael de Almarza y los testigos Don Juan
José Rangel y Don Antonio Ignacio Aponte.
La antigua casa de Don Ignacio de Rivas, padre de Rivas Dávila, en
que vino a vivir después Don José Francisco Jiménez. Comisario de
Guerra del Ejército Libertador, está señalada en Mérida con una piedra
conmemorativa. En frente de esta casa, calle de por medio, quedaba la
casa de Doña Simona, que se llamó de la Patria, y era de tapia y teja con
agua corriente para su servicio.
La primera finca propia, obtenida por donación directa, digámoslo
así, de que disfrutó la Patria Venezolana, fue esta casa, regalo de una pa-
triota merideña. No puede negarse que Doña Simona supo ponerse a la
altura de su consultor y respetable amigo el canónigo Uzcátegui, quien
en 1811 había hecho también su regalo a la Patria, consistente en diez
y seis cañones montados sobre sus cureñas.
La silla de suela

Entre las diversas clases de billas, inventadas y por inventar, ninguna


puede disputarle la palma en solidez, comodidad y conveniencia a la
tradicional silla de suela que tan importante papel desempeña en la
economía doméstica.
¿Quién no ha traqueado, de aquí para allá, una silla de estas, lustrosas
por el uso inmemorial, pero fuertes y resistentes como un yunque?
No hay exageración en afirmar que es el mueble más durable. Cono-
cemos algunas que cuentan más de un siglo de servicio.
La silla de suela, que dicho sea de paso, no debe faltar en ninguna
casa, es el todo en las faenas domésticas.
Sirve de escalera y de andamio para subirse en todas partes, a clavar,
tapizar, componer las tejas de la barda, podar los árboles, etc.
Tendida a lo largo en el suelo, sirve de banco para montar cajas, baú-
les, bultos, tablas y cualquiera otra cosa.
La silla de suela no tiene punto fijo: recorre toda la casa, sufriendo
golpes y empellones, siempre inconmovible como una pieza de hierro.
Es el asiento clásico en los colegios y comunidades; la cama, el baúl y
la silla de suela han sido el mobiliario de todo estudiante interno.
Si en las ciudades, la silla de suela es tan útil y benemérita, en el cam-
po no se diga: allí es la reina de los asientos. A su lado parecen figuras de
alfeñique esas sillas de juncos y esterilla, que el arte moderno ofrece, tan
efímeras como los celajes, como las brisas, como el perfume de tiernas
270 T ulio F ebres C ordero

flores; mientras que las sillas de suela, negras y abrillantadas por el uso,
son perdurables y formes, como los cedros, como los bronces, como las
rocas de la montaña.
Es, por antonomasia, la silla del pueblo, la silla del pobre, que en las
horas apacibles de descanso, se huelga en ella, recostándola a la pared,
para entregarse a los dulces coloquios de la familia, en el seno del hogar,
sin envidiar, por cierto, la suerte del rico, que a las mismas horas se
despereza con hastío sobre los cojines de seda y las doradas poltronas.

* * *
Las sillas de suela tienen, entre nosotros, su faz histórica. Sin hacer
cuenta de que en Hispano-América no las había de otra clase en los
siglos pasados y principios del XIX, relataremos lo sucedido a Bolívar
en marzo de 1824, en la ciudad de Trujillo (Perú), según el testimonio
de O’Leary.
Cierto día, al levantarse Bolívar del asiento en que escribía, se le rasgó
el pantalón de una manera visible. Volvió prontamente el Libertador
sus ojos al objeto que le había ocasionado tal percance y descubrió que
era un clavo sobresaliente de la silla de suela donde estaba sentado. Con
sorpresa de los oficiales se inclinó sobre la silla y se puso a examinar el
clavo con detenimiento, sin decir palabra.
De repente se yergue, y da esta orden a secas:
—Que venga inmediatamente el Alcalde de la ciudad.
Creyóse que el Libertador iba a tomar venganza de la rasgadura del
pantalón con alguna alcaldada de padre y muy señor mío; y efectiva-
mente, el Alcalde, que llegó en seguida, oyó con asombro esta orden
terminante y perentoria:
—Haga usted recoger cuantas sillas de suela existan en la ciudad, y
mándelas a la Comisaría.
M itos y tradiciones 271

Pocas horas después, ya no cabían las sillas en la Comisaria General;


y los vecinos se devanaban los sesos pensando en la causa de aquella
contribución de guerra tan rara e inexplicable.
—¿Si será que el Libertador ha combinado algún plan de batalla en
que el ejército debe combatir sentado?
—No, decían otros, es que van a utilizar la madera para leña, y la
suela para cartucheras y correaje.
—Pues, lo más racional es creer, dijo uno de los edecanes, que se trata
de armar barricadas para la defensa de la ciudad.
En tanto zumbaban las crónicas por todas partes, y se removían las
sillas nuevas y viejas, desde la sala hasta la cocina en todas las casas,
Bolívar sonreía de contento, pues había hecho un descubrimiento de
importancia.
Se estaba equipando el ejército; y desde hacía días se había agotado
por completo el estaño, que era indispensable para soldar las cantinas y
otros útiles de campaña, de suerte que estaban paralizados los trabajos
indefinidamente, porque no se esperaba conseguir tan pronto dicho
material.
Bolívar, que sabía herrar un caballo y cortar un vestido como el mejor
herrero y el mejor sastre, conoció al punto que el clavo saliente era de
estaño. Se cercioró de ello, y por medio de la contribución ya dicha,
obtuvo el metal necesario para soldar las cantinas y ollas de campaña
del gran Ejército que, meses después, iba a vitorear la América libre en
los campos de Ayacucho.
Un trabucazo a tiempo
(Episodio histórico)

Anastasia era su nombre de pila. Del apellido no hablan las crónicas.


Mujer varonil que servía a las reverendas monjas del Convento de Santa
Clara como criada en las diligencias de calle. Era ella la que todas las
tardes cerraba la portería por fuera y anudaba luego la llave de la cuerda
que al efecto era arrojada por una de las altas rejas del Convento que
daban a la calle, costumbre que todavía recordarán muchos vecinos de
Mérida.
Desde que se supo que un gato había arañado a Barreiro, cuando éste
disciplinaba a un batallón en Mérida, vino a ser proverbial entre los es-
pañoles el dicho de que “en Mérida hasta los gatos eran patriotas”. Muy
lógico es, pues, que Anastasia, como buena merideña, lo fuese hasta la
medula de los huesos.
En las pulperías y en el mercado, a donde iba con frecuencia por
razón de su oficio, podía ella apreciar los rumbos de la política y de la
guerra. Supo al dedillo en 1813 cómo el Brigadier Bolívar había derro-
tado a Correa en Cúcuta y que éste, después de otra derrota en La Grita,
venía de raspas cuando se adueñó de Mérida y acampó en la plaza con
todas sus tropas.
Anastasia tenía vara alta con todos los patriotas notables, que cono-
cían su fidelidad y su entusiasmo por la causa. So pretexto de vender
granjerías del Convento, se introdujo un día en la casa del viejo patriota
don Lorenzo Maldonado; y allí supo los planes de alzamiento en que
andaban los insurgentes, apoyados en la aproximación de Bolívar, con
274 T ulio F ebres C ordero

quien estaban en comunicación directa, y las comisiones que en los


mismos ojos de Correa enviaban ya a los campos y pueblos vecinos para
mover la gente.
Anastasia bailaba en un pie de contenta por todo ello, y no veía las
santas horas de oír ya por la ciudad el grito entusiasmador de ¡Viva la
Patria! sobre todo cuando Correa cerró su campamento, circunscribién-
dolo a la plaza, en vista de los movimientos alarmantes que notaba en la
ciudad y las noticias cada vez más apremiantes de que Bolívar llegaba.
La vanguardia de su ejército estaba ya en Bailadores.
Sintió Anastasia que le palpitaba el corazón con fuerza y dominada
por un pensamiento súbito, se dijo interiormente.
—¡Es una corazonada! ¿Qué puede ser que no sea? Manos a la obra.
Después del terremoto de 1812 y las tristes vicisitudes porque pasó la
Patria, nadie pensó en Mérida en reedificar formalmente los edificios.
Para 1813, por el mes de abril, un año después de la catástrofe, había
muchas casas ruinosas de pavoroso aspecto, completamente abandona-
das. A cada paso tropezaba la vista con escombros, de suerte que aun
en torno de la plaza principal el aspecto era tristísimo, contribuyendo a
ello principalmente la ruina del antiguo templo, que amenazaba venirse
al suelo aun antes del terremoto; por lo que estaba iniciada la fábrica
de una gran Catedral sobre los planos de la de Toledo, en cuyas cepas,
todavía visibles, se gastaron cerca de ochenta mil fuertes. Tal era Mérida
en 1813.
Vióse a Anastasia sacar un lío de su pobre casucha, y echar a caminar
por las ruinosas calles, cruzando por aquí y por más allá, como sin rum-
bo fijo hasta perderse entre los escombros de un caserón mitad derruido
y mitad en pie, que distaba pocas cuadras de la plaza.
—Perdóneme su merced, dijo a la madre Portera, al acto de despe-
dirse por la tarde, pero voy a hacerle un encargo. Aquí traigo una vela
M itos y tradiciones 275

para que se la encienda a Nuestra Señora de las Mercedes, para que me


saque de un apuro.
—¿Y qué te pasa Anastasia?
—Mañana lo sabrá su merced, si Dios nos da vida.
—Cuidado, Anastasia, mira que los tiempos son muy críticos, y he-
mos sabido que te ocupas mucho en las cosas de la guerra.
—Pierda cuidado, su merced, que no es nada.
La monja Portera se retiró cavilosa, porque no se le ocultaba, el ca-
rácter políticamente inquieto de la criada, en tanto que esta exclamaba
a media voz:
—¡Si ella supiera!
La noche se echó encima. La ciudad, pasadas las nueve, quedó sin
farol siquiera. Oíanse de cuando en cuando los alertas de las avanzadas
de Correa, apostados en los ángulos de la plaza.
Un bulto informe se adelanta en medio de las tinieblas por detrás de
los escombros que rodeaban en mucha parte a plaza. Detiénese en un
paredón, resto de antigua sala, y allí quédase inmóvil por algunos ins-
tantes. De pronto una voz vibrante y robusta rompe el sepulcral silencio
con el grito de ¡Viva la Patria! seguido de una detonación de arma de
fuego y el redoble de un tambor. El primer pensamiento de los realistas
fue que Bolívar caía de sorpresa sobre la plaza.
Fácil es comprender la alarma que cundió en el campo de Correa. So-
naron muchos tiros y gritos de combate en las avanzadas que unas con
otras se creyeron enemigas. En medio de aquella gran confusión quién
creía que en el seno mismo del campamento había algún traidor, quién
que era obra de algún espíritu maligno. Sea lo cierto que en la madru-
gada, y aún ignorante de la verdad del caso, Correa juzgó como más
acertado abandonar a Mérida y emprender marcha hacia Betijoque.
276 T ulio F ebres C ordero

Al amanecer del día 18 de abril se oyó un toque de diana en la plaza.


Asomáronse con cautela los patriotas, a quienes tenían en vela y con
suma ansiedad los tiros y gritos de la noche y el movimiento de tropas
sentido en la madrugada; y vieron llenos de sorpresa que no había en la
plaza más alma viviente que Anastasia, con un trabuco terciado y dán-
dole al parche con más bríos que un tambor mayor.
La fiel insurgente era secreta depositaría de algunos elementos de gue-
rra escondidos por los patriotas en su humilde vivienda después del de-
sastre de 1812; y si a esto se agrega que era ella la que tocaba el tamboril
en los inocentes regocijos del Convento, comprenderemos por qué tuvo
tan a la mano armas y tambor, y por qué también sabía tocar de lo lindo
este instrumento bélico.
Muy lejos estamos de atribuir sólo a este incidente la marcha de Co-
rrea, cuyo ejército no era una bicoca, pues pasaba de mil hombres. Él se
fue porque después de los hechos de armas de Cúcuta y la Angostura de
la Grita y las noticias ciertas de que Bolívar avanzaba no podía, por nin-
gún motivo, permanecer en Mérida, ciudad enemiga en cuyos alrede-
dores organizaba ya el bravo Campo Elías tropas de voluntarios con que
auxiliar al Ejército Libertador. Pero es lo cierto que Correa precipitó su
retirada por el heroísmo de la criada del Convento, la varonil Anasta-
sia, que infundió por aquel medio en el ánimo de las tropas derrotadas
cierto terror pánico inevitable, pues no faltó quien atribuyese a espanto
tan descomunal alboroto.
Cuando el sol apareció brillante sobre la nevada cima de la ciudad, la
plaza hervía, no diremos en soldados, porque carecían de armas, sino en
ciudadanos prontos a sacrificarse por la Patria. Bolívar, desde Cúcuta,
donde supo lo ocurrido y la actitud patriótica de Mérida, envió a Don
Cristóbal Mendoza con el carácter de Gobernador de la Provincia para
organizaría; y el 23 de mayo llegó él mismo, por primera vez, a la ciudad
M itos y tradiciones 277

de la Sierra. Quinientos merideños salieron con él a campaña y puede


decirse también que quinientos merideños dieron entonces su sangre
por la Patria, pues dice la tradición que sólo quince regresaron a sus
hogares.
De Anastasia, la pobre, nada más se dice. El heroísmo la sacó un día
de la oscuridad en que vivía: la exhibió grande después de una feliz
aventura y todos la vieron en la plaza pública transfigurada por el in-
menso regocijo de su alma gritando ¡Viva la Patria! al sonoro redoble de
la caja de guerra y con el arma cruzada sobre el pecho. Pero la tradición
no dice más. Habla sólo de un hijo, a quien mandó a la guerra a ejem-
plo de las matronas de Esparta, el cual fue a morir fusilado en Bogotá.
Tal es la leyenda de la varonil Anastasia y la historia de un trabucazo
a tiempo.
Los calzones del canónigo
(Recuerdo histórico)

“Un eclesiástico fue el que llamó a los mejicanos a la independencia; y


un eclesiástico fue también el que hizo escuchar a los peruanos la pri-
mera palabra de libertad y les excitó a la insurrección”. Son palabras de
Federico Lacroix.
Y el 19 de Abril de 1810, a una señal del Canónigo Madariaga desde
los balcones del Cabildo de Caracas, cae el gobierno de Emparan y cla-
rea la libertad en el horizonte de Venezuela.
Y en Bogotá, otro eclesiástico, el Canónigo Rosillos, es el primero en
proponer al Virrey Amar la constitución de una Junta Suprema, como
la de Quito, atrevimiento que le cuesta la cárcel, de donde sale el 21
de julio, en brazos del pueblo, para ocupar asiento al lado de Camilo
Torres, Balaya y otros patriotas distinguidos.
Y acá, en el seno de las altas montañas, en el corazón de la Cordillera
andina, la decisión y entusiasmo de otro Canónigo, el Dr. D. Francisco
Antonio Uzcátegui, fue mucha parte a la actitud noble y patriótica de
Mérida en 1810.

* * *
El 16 de septiembre de este año la Casa Consistorial de Mérida era ob-
jeto de la atención general: se constituía la Junta Patriótica. Concluido
el acto, los respetables patriotas que la componían y muchos de los
concurrentes diéronse, como era lógico, a comentar el hecho de suyo
trascendental, en el seno de la amistad y de la confianza.
280 T ulio F ebres C ordero

El entusiasmo del Canónigo Uzcátegui, miembro de la Junta, era no-


torio; y su exaltación por la Independencia desde el principio, produjo
favorable impresión en el ánimo del pueblo, naturalmente receloso ante
esta conmoción política inusitada y al parecer temeraria. Hablaba con
calor en defensa de Mérida, sin que le preocupase mucho el peligro más
próximo para aquellos días: las armas de Maracaibo, que caerían desde
luego sobre la indefensa pero sublevada Provincia.
No faltó en aquella oportunidad quien, reflexionando sobre el gra-
vísimo paso que se daba, llamase la atención del Dr. Uzcátegui, que
parecía ser el alma de aquel movimiento, diciéndole en tono amigable,
pero con sorna, estas o semejantes palabras:
—Nuestra libertad está ya escrita y firmada, resta ahora sostenerla.
Hemos hecho lo más fácil, pero lo que falta...
Aquí le interrumpe con vehemencia el exaltado Canónigo, y arrollán-
dose la sotana hasta la cintura, exclama con muestras de una resolución
irrevocable:
Para lo que falta, mi amigo, hay calzones debajo de estos hábitos. Por
mi parte, sabré sostener afuera lo que he firmado aquí.

* * *
La Junta Patriótica empezó sus trabajos sin vacilaciones de ningún gé-
nero, con el celo y patriotismo que requerían las circunstancias. El bra-
vo Campo Elías, con el título de Capitán de Granaderos, fue nombrado
inmediatamente Jefe Militar de la Provincia. Se cortaron los caminos
con fosos, y se hicieron trincheras en las alturas que miran al Lago de
Maracaibo para resistir toda invasión.
Gemía el pueblo bajo crecidísimos impuestos, y la Junta echa por tie-
rra los pechos reales; se despreciaba a los naturales, llamándoles indios,
como dictado de bajeza y la Junta los llama públicamente ciudadanos; y
M itos y tradiciones 281

prohíbe darles en lo sucesivo aquel tratamiento; Carlos IV había negado


rotundamente la gracia de Universidad para el Colegio de Mérida, por-
que S. M. no creía conveniente se propagase la ilustración en la Amé-
rica, y la Junta Patriótica, en el primer bando que hace leer en la plaza
pública, crea la Universidad, semejante en todo a la de Caracas, porque
a su juicio era conveniente instruir a la juventud americana.
Los patriotas de Mérida de 1810 entraron con firmeza y energía en
la hermosa senda de esa revolución extraordinaria que más tarde, capi-
taneada por Simón Bolívar, había de pasear sus armas en carro triunfal
por los dilatados campos del Nuevo Mundo.

* * *
¿Qué novedad es esa que arranca tan sinceros aplausos y se lleva las mi-
radas de todos hacia las poéticas márgenes del Albarregas?
Espesas columnas de humo, rumor de voces, rechinar de herramien-
tas, ruido inusitado se percibe allí bajo las frondosas ceibas que pueblan
la campiña.
Es la quinta del Canónigo Uzcátegui, convertida súbitamente en ta-
ller de fundición, en inmensa fragua. Casa, criados, dinero, todo lo ha
puesto el abnegado clérigo al servicio de la Independencia, hasta su
asidua consagración a una fábrica de armas y ollas de campaña, materia
absolutamente extraña a su carácter y a sus conocimientos.
De la quinta del Canónigo de Mérida salieron diez y seis cañones
montados en sus cureñas, a tronar en los campos de batalla por la liber-
tad de la Patria.
Así sostenía su firma este patriota benemérito.
La loca de Ejido
(Leyenda)

Es el tiempo en que los ceibos gigantescos de los alrededores de Mérida


aparecen cubiertos de flores. No cobijan ellos todavía las sombrías ar-
boledas de café, sino que viven diseminados aquí y allá por las playas de
los ríos y en torno de las casas de campo, luciendo en todas partes sus
espesas copas de grana y esmeralda.
En una hacienda de la antigua villa de Ejido, a dos leguas y media de
Mérida, vive Lorenzo, mancebo de veinte años, de buena presencia y
jefe a tan temprana edad de una hermosa finca, herencia de su padre.
A inmediaciones de la hacienda de Lorenzo, y medio oculta entre los
ceibos, existe una casita mitad de teja y mitad de paja, situada en la
orilla del camino. En aquel sitio apartado y silencioso, pero lleno de
encantos por la dulce melancolía del paisaje, suele detenerse Lorenzo
cada vez que va a la villa. Pocas diligencias tiene, a la verdad, que hacer
en el pueblo, pero él las inventa, porque su corazón vive más en aquel
paraje que en ningún otro.
Es la hora del crepúsculo. El aire tibio de Ejido apenas mueve las ho-
jas de los árboles, y no se percibe más ruido que el grito de los peones
que anuncian desde lejos su llegada a la hacienda. Trémula, vacilante,
con la turbación propia de la inocencia espera Marta esta vez el regreso
de Lorenzo, asomada a una ventanilla que domina el camino por uno
de los costados de la casa. Desde niños se ven y se hablan a través de
aquellos rústicos balaustres, sin que esto sea un secreto para ambas fa-
milias, que se complacen en formular proyectos de fiestas y alegrías para
el próximo matrimonio de la simpática pareja.
284 T ulio F ebres C ordero

Los bellos ojos de Marta están fijos en las vueltas de camino. Se oye
ya el galopar de un caballo y la voz fresca y robusta de un joven que se
acerca a la humilde ventanilla.
—¿Nunca podrás ir, Marta? —dijo Lorenzo, después de estrechar
dulcemente la mano de su prometida.
—No, Lorenzo, es imposible: mi mamá ha seguido enferma.
Estas sencillas palabras producen en ambos jóvenes honda impresión.
Hay un lenguaje que sólo las almas apasionadas comprenden, el lengua-
je de los íntimos secretos, el lenguaje de las miradas, de los suspiros y de
las lágrimas. Lorenzo fijó sus ojos con profunda tristeza en los de Marta,
y ésta, que le miraba con toda el alma, se echó a llorar como un niño.
—¡No te vayas, Lorenzo, por Dios, no te vayas! Todos los años he-
mos ido juntos a Mérida, y no tengo valor para quedarme aquí sola
por varios días, creyendo oír a cada instante las pisadas de tu caballo y
buscándote en vano por las vueltas del camino. ¡Ah, qué triste debe ser
este campo cuando tú estés lejos!...
—Marta, dijo Lorenzo, enjugándose también las lágrimas, tú sabes
que no puedo quedarme, que debo forzosamente ir a Mérida con mi
madre.
Sobre el oscuro, casi negro follaje de las vecinas arboledas empezaba
ya a distinguirse la pálida luz de los cocuyos. Ya era el momento de par-
tir. Lorenzo, pálido por la emoción, toma entre sus manos las de Marta,
las cubre de besos y de lágrimas, y sin decir palabra se aleja casi al galope
por la oscura callejuela que formaban a la entrada de la casa los altos y
umbrosos ceibos.
¿Cómo quedó Marta? ¡Ah medid su dolor vosotros los que alguna vez
os habéis alejado del ser querido! El sitio, la hora y un amor entrañable
desde la infancia, sin contrariedades ni ausencias, hicieron más triste y
pesarosa aquella tierna despedida.
M itos y tradiciones 285

* * *
Transcurren tres días, tres días de honda tristeza para Marta. Las calles
de Mérida, por regular solas y silenciosas, están ahora repletas de gente
las puertas de los templos, abiertas de par en par, dan paso a numeroso
concurso. Vense allí confundidos los ricos trajes de las señoras de alto
rango con la tradicional mantellina azul y el humilde paño blanco de
las mujeres del pueblo. La multitud, apiñada en las calles adyacentes al
templo de San Francisco, que sirve de Catedral, acaba de abrirse en alas
con religioso respeto para dar paso al Obispo que se retira a su palacio,
seguido de gran parte del clero.
La imponente solemnidad del dolor domina siempre en las ceremo-
nias del jueves santo: los campanarios están mudos, las imágenes vela-
das, y la música llena de tristeza y profunda melancolía.
¡Ha sonado la hora formidable!
Oyese de improviso el ruido siniestro del cataclismo y simultánea-
mente la tierra se estremece de un modo espantoso, los edificios se de-
rrumban sobre sus bases y espesas nubes de polvo llenan el espacio,
henchido ya de gritos de horrible desesperación. ¡Era el 26 de marzo
de 1812!...

* * *
Noche pavorosa sobreviene. Las casas que el terremoto ha dejado en pie
están sombrías y desiertas; la tierra aún se estremece a cada instante; y la
multitud, refugiada en las plazas, clama a Dios misericordia.
Por el camino de Ejido a Mérida corre a esas horas una pobre mujer, se-
guida a distancia por un niño que en vano la grita para que acorte el paso.
—¡Marta!... ¡Marta!... ¡Espérame!...
Voces que se lleva el viento y que van a perderse en el fondo del ba-
rranco, donde se percibe el sordo rumor del río. Marta ha salido de su
286 T ulio F ebres C ordero

casa como una loca, y así corre desalada por el camino, destrenzado el
cabello sobre los hombros y ya descalza, pues ha perdido en la carrera
las blancas alpargatitas que tenía entre casa. La noche la ha sorprendido
en el camino; pero a ella nada la detiene. En presencia de las ruinas de
Mérida, lanza un grito de horror y se precipita sobre los escombros.
—¡Lorenzo!... ¡Lorenzo!..., clama por todas partes.
¿Quién la oye?... ¿Quién la ve?... ¡Ah, si hay allí tantos gritos y tantas
lágrimas!
Sentada sobre un promontorio de ruinas, una infeliz mujer, transida
de dolor, pronunciaba, de cuando en cuando el mismo nombre: era la
madre del prometido de Marta. Esta la reconoce y se precipita en sus
brazos poseída de espanto.
¡Lorenzo había sucumbido, estaba sepultado bajo las ruinas del tem-
plo de San Francisco!
Los negros y brillantes ojos de Marta adquirieron súbitamente una
expresión extraña; no lanza ya ni un grito, no llora, no gime, no llama a
voces a su amante: es el mutismo que precede a la locura.
Aquella niña, débil por naturaleza y acostumbrada sólo a la vida dulce
y apacible del hogar, no pudo soportar un golpe tan rudo. Cuando la
aurora del nuevo día iluminó las ruinas de Mérida, Marta estaba allí
todavía, inmóvil sobre los escombros de San Francisco, pálida como la
muerte sin lanzar de su pecho el más leve gemido. Podría creerse que el
dolor inmenso de su alma la había petrificado.

* * *
Después del terremoto, todos los años, en los días de Semana Santa, re-
corría las calles de Mérida, seguida por la turba de pihuelos, una pobre
mujer, a quien llamaban la loca de Ejido, que inspiraba a todos la más
profunda lástima. Era joven y a pesar del estrago que había causado en
M itos y tradiciones 287

su rostro la locura y acaso el hambre, conservaba en todas sus facciones


el misterioso atractivo de la simpatía. Pasaba las noches a la intemperie
lanzando tristes y desgarradores gemidos sobre las ruinas del antiguo
templo de San Francisco, hasta que cierto día, ya casi al terminar la
guerra de la Independencia, dos hombres levantaron de allí el cadáver
de la loca por orden de la autoridad.
Aquella mujer era Marta, la infortunada joven, víctima de una pasión
tan profunda como inocente, llevada por la mano del destino hasta mo-
rir, aterida por el frío y sin consuelo alguno, sobre aquellos escombros
queridos donde hacía tiempo tenía enterrada el alma; flor fragante y
delicada que el huracán de la desgracia arrancó de los poéticos campos
de Ejido para aventarla, ya descolorida y marchita, sobre un montón de
ruinas.
Nadie se acuerda ya en Mérida de la loca de Ejido, pero aún están allí
las ruinas de San Francisco, transformadas por el tiempo en una bella
eminencia cubierta de césped y coronada por un verde y frondoso pino
que fue acaso mudo y melancólico testigo de las últimas lamentaciones
de Marta sobre la tumba de Lorenzo1.

[1]_ Esto se escribía en 1891. Para la fecha de este libro no existe ni la eminencia ni el
pino. Todo ha sido nuevamente edificado.
Un mono afortunado
(Tradición)

En 1827 se consagró en Mérida el Ilmo. señor Dr. Ramón Ignacio


Méndez, arzobispo de Caracas y Venezuela. Fueron consagrantes el
Ilmo. señor Dr. Rafael Lazo de la Vega, obispo de Mérida, que después
lo fue de Quito, y el ilustrísimo señor Dr. Buenaventura Arias, obispo
“in partibus” de Jericó, que luego gobernó la diócesis de Mérida como
Vicario Apostólico.
El Sr. Arias era cándido e inocente como un niño y de costumbres tan
sencillas y puras, que llegó a morir en olor de santidad. Consérvase la
tradición de algunos hechos que lo hacen aparecer, en efecto, como un
santo. Cuéntase, por ejemplo, que después de una fuerte tempestad que
le sorprendió en camino para el campo donde vivía su familia, ejercicio
que hacía frecuentemente a pie, pasó el río Chama, estando éste crecido
hasta el punto de haber derrumbado el puente, y llegó felizmente a la
casa de sus padres con gran sorpresa de éstos y de cuantos tuvieron no-
ticia del hecho, pues el río Chama, aun sin estar crecido, es invadeable
por aquella parte. También se dice que no usó en su vida más que una
sotana, y que siempre estuvo el paño tan flamante como recién salido
de la fábrica.
Es el caso, pues, que ya consagrado arzobispo de Caracas, estaban un
día éste y el Ilmo. Sr. Lazo, acompañados del V. Deán de la Catedral,
Dr. Luis Ignacio Mendoza, de varios miembros del Cabildo eclesiástico
y de otros clérigos, de visita en casa del santo obispo de Jericó, cuando
se presentó inopinadamente un criado en la sala y llamó con urgencia
al Sr. Arias. Este, pidió el permiso de estilo para retirarse, y al salir in-
terpeló al criado:
290 T ulio F ebres C ordero

—¿Qué ocurre?
—¡Que se está muriendo el cocinero!...
El arzobispo Méndez, el obispo Lazo y los demás visitantes, que oye-
ron estas palabras, pronunciadas a media voz por el criado, se miraron
las caras con asombro en los primeros momentos, sin saber qué parti-
do tomar ante aquel incidente; pero comprendiendo que se trataba de
un caso grave, abandonaron la sala y fueron todos en seguimiento del
obispo Arias, quien a la sazón había llegado a un ángulo del corredor de
la casa donde estaba el enfermo, tendido en el suelo sobre una estera.
Pronto rodearon el lecho todos los de la visita, en cuyos semblantes se
pintó al instante la mayor sorpresa, y aun hubo algunos que no pudie-
ron contener la risa.
El llamado cocinero, por quien manifestaba el señor Arias tanto in-
terés, el moribundo, no era sino un mono, que había sido criado en
la casa con grande estimación y al que bautizaron con aquel nombre
porque vivía siempre metido en la cocina.
El mono, que desde hacía días era víctima de mortal dolencia, expiró
allí mismo, sin dar siquiera tiempo para que volvieran de la sorpresa los
ilustres personajes que rodeaban el lecho.
La especie corrió de boca en boca por la ciudad y al día siguiente apa-
reció en la Universidad, pintada en la pizarra de la clase de matemáticas,
una tumba con tres mitras, varios bonetes bordados en rededor, y este
epitafio, todo ello obra de picaros estudiantes:
El mono que aquí reposa
Al cielo se fue de fijo:
Tres obispos lo auxiliaron
Fuera del deán y cabildo.

¡Cuántos no envidiarán, de seguro, la fortuna de aquel mono que


llegó a ver reunido en su lecho de muerte todo un Concilio provincial!
Los tubos del órgano
(Tradición)

El segundo obispo de Metida, Dr. D. Fr. Manuel Cándido de Torrijos,


no obstante el corto tiempo de su pontificado, se ha hecho célebre por
los muchos y valiosos regalos que hizo a la Catedral y al Seminario. Se
refiere que su equipaje constaba de cuatrocientas cargas, y que en ellas
venían treinta mil libros para la Biblioteca del Seminario, además de
los instrumentos necesarios para montar en dicho Instituto el Gabinete
de Física, entre ellos una máquina eléctrica, la primera sin duda que se
introdujo en Venezuela, pues el obispo Torrijos vino en 1794.
Para la Catedral trajo el cuerpo de San Clemente Mártir, santa reli-
quia que aún se venera allí y que está colocada en el altar del Crucifica-
do; y trajo también ricos ornamentos, un reloj muy fino para la sacristía
y un famoso órgano, cuyas flautas eran de plomo y pesaban por sí solas
más de seis arrobas.
El terremoto de 1812 acabó con este órgano; y en la traslación que se
hizo a diversos lugares de las alhajas y objetos salvados del cataclismo,
los tubos y restos del órgano fueron a parar a la vecina ciudad de Ejido,
donde se depositaron en casa de D. Jaime Fornés, que a fuer de español
era consumado realista, aunque su esposa doña Isabel Briceño, tanto
por vínculos de sangre como por propia inclinación era por el contrario
fervorosa partidaria de los patriotas.
Así las cosas, sobreviene la aproximación de Bolívar a Venezuela, pro-
cedente de Nueva Granada, en su brillante campaña de 1813. Antes del
combate de Cúcuta desastroso para los realistas, el jefe español Correa
292 T ulio F ebres C ordero

se había dirigido al Vicario Capitular y Deán, Dr. D. Francisco Javier


Iraztorza, que residía en Lagunillas, pidiéndole auxilios de toda clase
para las tropas del rey. Muy bien sabia Correa que su exigencia seria
atendida, pues no ignoraba que el Deán Iraztorza era realista hasta la
médula de los huesos.
Desdé luego pidió éste donativos al Clero y fieles, que muy poco le
dieron, porque casi todos eran patriotas. Entonces apeló a los Diezmos
a la fábrica de la Catedral, a su propio peculio y a otras fuentes, juntan-
do por todo tres mil pesos que en dinero sonante entregó a los comi-
sionados realistas. Pero como Correa pedía también armas y pertrechos,
si los habla, el Deán Iraztorza dispuso que a falta de otra cosa le fueran
remitidos los tubos del órgano para que los convirtiese en balas.
Y aquí viene lo peregrino del caso. La orden de entrega fue comuni-
cada a D. Jaime Fornés, depositario de los tubos en Ejido, como se ha
dicho. En la casa de éste los recibieron comisionados realistas y allí mis-
mo los enfardelaron, distribuidos en dos bultos, bien envueltos en tela
y encerados, a fin de que nadie en el tránsito pudiera descubrirlos. Esta
operación se hizo en la tarde, dejando todo listo para levantar la carga
al amanecer el día siguiente, como en efecto lo hicieron, emprendiendo
viaje hacia Cúcuta con el dinero y las seis arrobas de plomo que pesaban
las flautas del órgano de la Catedral de Mérida.

* * *
Pocos personajes en la historia de Mérida han gozado de un prestigio y
popularidad tan manifiestos y merecidos como el canónigo Dr. Francis-
co Antonio Uzcátegui. El pueblo lo quería y respetaba de todo corazón.
A él debía multitud de beneficios. En Mérida y Ejido fue el fundador
de la instrucción popular gratuita. Su peculio particular estaba siempre
al servicio de toda obra de interés general. Esta prontitud y eficacia para
atender a las necesidades públicas, unidas a su carácter sacerdotal y a las
M itos y tradiciones 293

dotes de hombre caballeroso e insinuante en el trato social, le dieron


tal ascendiente desde los tiempos de la Colonia, que siendo Vicario
de Mérida para 1781, fue el mediador escogido por las autoridades de
Caracas y Maracaibo para contener la insurrección de los Comuneros
proclamada en los pueblos de la provincia.
Desde 1810 hasta poco después del terremoto de 1812 dominaron en
Mérida los patriotas, llegando el canónigo Uzcátegui a ejercer el poder
ejecutivo como Presidente en turno; pero a consecuencia de aquel de-
sastre, vinieron tropas de Maracaibo y Coro, y la ciudad quedó someti-
da a los realistas. El canónigo se vió en la necesidad de emigrar para la
Nueva Granada con muchos otros patriotas.
A su paso por la entonces villa de Ejido, llegóse a la casa de don Jaime
liornas, el cual estaba ausente a la sazón, pero se hallaba allí su esposa,
cuyas simpatías por la Patria no se ocultaban al canónigo.
—Vengo expresamente, le dijo, a recomendarle la ocultación de los
tubos del órgano, para que no lleguen a caer en poder de los realistas.
Entiérrelos, si es posible.
La señora, que era amiga y admiradora del canónigo, prometióle de
su parte salvar a todo trance el sagrado depósito de manos de los realis-
tas; pero no llegó ella nunca a imaginarse que el mismo Deán y Vicario
daría a don Jaime la orden de entrega. La buena señora se consternó
en extremo al ver llegar los comisionados con la orden escrita. No era
prudente aconsejar a su esposo que se negase a cumplirla, porque sería
tanto como hacerse reos de rebelión contra el Rey. No había caso: los
temores del canónigo se iban a cumplir.
Don Jaime Fornés entregó los tubos y partió en seguida para un cam-
po donde asistía de ordinario los días de trabajo. Doña Isabel quedóse
pensando en la manera de salvarlos. Al fin concibió una idea atrevi-
da, cuya ejecución exigía prontitud y destreza. Los tubos estaban allí
294 T ulio F ebres C ordero

todavía, en los corredores de su casa, enfardelados y listos para ponerlos


en el lomo de una muía y llevarlos a Correa.
En el silencio de la media noche, la distinguida dama, que no había
pegado los ojos, se levanta cautelosa, a fin de no despertar a las criadas
de su servicio. En puntillas se dirige a un cuarto retirado en el fondo de
la casa, y llama muy quedo. Una voz varonil le contesta al punto. Era
un esclavo de su entera confianza, a quien impone del plan secretísimo
que ha combinado para salvar los tubos. El esclavo lo comprende al
instante, y sin entrar en explicaciones ni proferir palabra, se arma de un
cuchillo de monte y se interna en la huerta de la casa, plantada de caña
de azúcar, cosa no rara en Ejido, donde hay huertas urbanas que son
verdaderas haciendas.
En resumen: entre doña Isabel y el esclavo desenfardelaron los tubos y
los sustituyeron con cañas de peso igual, volviendo a envolver y liar los
tubos de la misma manera que antes estaban.

* * *
Es de suponerse la sorpresa, el enojo y el despecho de Correa al abrir los
bultos y ver que no había tales tubos sino cañas mondas y lirondas. Los
comisionados se quedaron sin resuello, y el castigo de la burla habría
sido ruidoso si las armas de Bolívar no hubieran apagado en Cúcuta los
bríos del ejército realista.
Demás estará decir que a la aproximación de Correa a Mérida, doña
Isabel tembló de pies a cabeza y se puso en oraciones, temerosa de que
fuesen a perseguir a su esposo, no obstante su decisión por el rey, supo-
niéndole autor o cómplice de la peregrina sustitución. Pero Correa, a
su paso por Ejido y Mérida, en todo pensó menos en averiguar el caso.
Todos sus cuidados estaban en salvarse de otro desastre. Bolívar victo-
rioso seguía sus pasos.
M itos y tradiciones 295

Libertada de nuevo la provincia de Mérida en mayo de 1813, pudo el


Canónigo regresar del destierro, y secretamente fue impuesto por doña
Isabel de la salvación de los tubos y del lugar de su escondite. En 1814
se dispuso traer de Ejido los restos del órgano para ver si podía recons-
truirse; pero las vicisitudes de la guerra lo impidieron. La ciudad cayó
en poder de Calzada, y el Canónigo y los principales patriotas con sus
familias, se incorporaron en la emigración que desde el centro de Vene-
zuela venia al amparo del ejército de Urdaneta, en la heroica retirada de
aquel año tan aciago para, la Patria.
A su paso por Ejido, el Canónigo se allegó otra vez a la casa de su
amiga y copartidaria doña Isabel Briceño, para decirle rápidamente es-
tas palabras:
—Ahora sí se van los tubos del órgano para Cúcuta.
—¿Los lleva Usía consigo?, exclamó sorprendida doña Isabel.
—No, señora; pero van más seguros todavía: van en los cañones de
los fusiles, convertidos en balas.
¡Caprichos del destino! Las flautas de aquel magnífico instrumento de
música sagrada, que habían resonado dulcemente bajo las bóvedas del
augusto templo, fueron a resonar también, pero de muy distinto modo,
en los campos de batalla bajo las banderas de la naciente República.

* * *
Esta tradición tiene una nota final muy triste.
A fines de 1817 hubo en Mérida un movimiento en favor de la Patria
que prontamente fue debelado, pues de Maracaibo, Barinas y San Cris-
tóbal, lugares dominados por los realistas, vinieron fuerzas superiores,
que obligaron a los patriotas a dispersarse antes de ser aniquilados por
semejante coalición.
296 T ulio F ebres C ordero

Los que se retiraron por la vía del Morro, para salir a Pedraza, a su
paso por Ejido, hicieron presos a varios realistas que fusilaron en el pá-
ramo solitario del Quinó entre ellos a don Jaime Fornés, esposo de la
decidida patriota doña Isabel Briceño. ¡Desastres de la guerra a muerte!
El hombre que hubiera podido contener tamaños excesos ya no exis-
tía: el Canónigo Uzcátegui había muerto desde 1815, lejos, muy lejos
de la ciudad nativa, en la amarga soledad del destierro.
El sombrero del padre Gamboa
(Episodio histórico)

Días después del terrible decreto de guerra a muerte, el 30 de junio de


1813, se hallaba acampado en la Boca del Monte, cerca de Boconó de
Trujillo, el general José Félix Ribas, Comandante de la retaguardia del
Ejército Libertador de Venezuela, cuando se presentó en el campamen-
to un emisario que manifestó en seguida el deseo de hablarle con la
mayor reserva.
Era un paisano de Niquitao que llegaba jadeante, con el rostro demu-
dado y cubierto de barro de pies a cabeza, después de haber atravesado
con riesgo de la vida los ríos Burate y Boconó que estaban crecidos por
efecto de las lluvias torrenciales.
Ribas le prestó desde luego vivísima atención, sospechando que se
trataba de algún asunto grave.
—Señor comandante, le dijo el desconocido emisario, no hay tiempo
que perder. Los enemigos están casi a dos leguas de Niquitao en el sitio
de La Vega.
—¿Qué dice usted?...
—Han salido de Barinas por vía de Calderas, como mil hombres des-
pachados por Tizcar, al mando del comandante Martí. El señor Alcalde,
don Pedro José Briceño, que es patriota decidido, me envía con este
parte verbal, porque no hubo tiempo de hacerlo por escrito.
Ribas sólo tenía trescientos hombres, la mayor parte reclutas. No obs-
tante esto, resuelve contramarchar, de acuerda con Urdaneta, que acaba
298 T ulio F ebres C ordero

de unírsele con cincuenta; pero antes de ponerlo en práctica hace preso


al emisario, que era don Juan Guillén, diciéndole a secas y de una ma-
nera perentoria:
—Voy a hacer que venga el Cura de Boconó para que lo confiese a
usted ahora mismo, porque si la noticia que me comunica resulta falsa,
lo fusilo a usted en el acto.
Antes que inmutarse, Guillén se sonrió con perfecta tranquilidad de
ánimo, lo que decidió a Ribas a salir en el mismo instante al encuentro
del enemigo.
En la noche del 1 de julio llega a Niquitao; y a las nueve de la maña-
na del siguiente día 2 rompe los fuegos sobre las tropas de Martí que
ocupaba alturas inexpugnables en el sitio de las Mesitas, en tanto que el
cura del lugar, Pbro. Ricardo Gamboa, gran patriota desde 1810, sacaba
una rogativa con los ancianos y mujeres que quisieron acompañarlo en
tan críticas circunstancias, a fin de interponer sus plegarias para salvar
el pueblo del azote de las tropas de Tizcar, cuyo solo nombre inspiraba
horror después de la reciente matanza de patriotas que había ejecutado
en Barinas.
Bien conocidos son los detalles del combate de Niquitao, combate
desigual en extremo, en que lanzaba centellas la valiente espada de Ri-
bas, y donde Urdaneta, Campo Elías, Ortega, Planas y muchos otros
pelearon durante nueve horas con épica desesperación, hasta desalojar
al enemigo de sus formidables posiciones.
El último baluarte de los realistas fue una peña alta e inaccesible hasta
la cual subieron los soldados de Campo Elías, indios de Mucuchíes en
su mayor parte, mostrando un valor increíble, pues sin hacer caso de la
granizada de balas que caía sobre ellos, trepaban más como gatos que
como hombres, desprovistos de fusiles, que allí eran un estorbo, lleva-
ban tan sólo el desnudo acero, cogido con los dientes.
M itos y tradiciones 299

Asombrado Martí de semejante arrojo dirige sus miradas a una y otra


parte del campo de batalla, angustiado y perplejo, y descubre a través
del humo, en la dirección del pueblo, la gente y estandarte de la rogativa
del P. Gamboa, lo que toma por el grueso del ejército de Bolívar.
La derrota ya iniciada, se declara entonces de una manera rápida y
general. Casi toda la tropa realista, con sus armas, pertrechos y equipaje,
vinieron a manos de los vencedores en pocas horas.

* * *
Durante el combate, un viento impetuoso barría los desnudos riscos y
bramaba en la profundidad de los valles, viento que desde el principio
hizo volar como plumas los sombreros de los patriotas, quienes gana-
ron el triunfo con la cabeza descubierta bajo los rigores de un páramo
inclemente.
Al pasar revista al ejército después de la activa persecución del enemi-
go, Ribas observó que una de las más urgentes necesidades de la tropa
era la de sombreros.
—En el botín de guerra hay quinientas gorras de cuero, con sus cha-
pas metálicas, informóle el comisario de Guerra, creyendo que podrían
utilizarse.
—Que se arrojen al fuego en el acto, exclamó Ribas. Jamás vestiré mis
soldados con los despojos del enemigo.
Y en efecto, se hizo al punto una gran hoguera en la plaza, y las qui-
nientas gorras realistas, en las cuales se leía el mote de “España Triun-
fante”, fueron consumidas por el fuego.
Ribas ordenó en seguida que se llamase al Alcalde, y don Pedro José
Briceño se presentó al momento.
—Dentro de una hora debe usted entregarnos doscientos sombreros
para la tropa.
300 T ulio F ebres C ordero

—¡Doscientos sombreros, señor! En este pueblo no se fabrican de


ninguna clase; y aunque se recogiesen los de uso, no alcanza el vecinda-
rio a doscientas almas.
—El caso no admite excusa. Proceda usted sin demora a buscar los
sombreros donde haya lugar.
Don Pedro se echó a la calle con las manos en la cabeza pensando en
el modo de cumplir tan estrecha orden. Acompañado de dos alguaciles
empieza a recorrer el pueblo, registrando una a una todas las casas, sin
excepciones de ningún género.
Donde no hallaba sombrero a la vista, hacía abrir los baúles, alacenas
y escaparates, sin pararse en oír los reclamos y quejas que en cada casa
provocaban semejantes actos de allanamiento y expropiación.
Es lo cierto que a la hora precisa del plazo, el vecindario entero se ha-
llaba con la cabeza descubierta, pues estaban en poder del celoso Alcal-
de todos los sombreros existentes en Niquitao. Pero aun así, no llegaba
el número sino a ciento cincuenta, los cuales presentó a Ribas con las
disculpas del caso.
—Muy bien, señor Alcalde. Aplaudo su actividad en servicio de la
Patria.
Tanto Ribas como los oficiales que lo acompañaban no pudieron
contener la risa al ver aquella extravagante mescolanza de sombreros de
todas hechuras, clases y tamaños. Los había de mujer, con velos y toqui-
llas unos, de grandes alas y vistoso plumaje otros, restos de la moda vi-
gente en Francia para la época del Directorio. Hasta papapilas y gorros
de dormir habían caído en manos del inflexible Alcalde.
—¿Y esto qué contiene?, preguntóle Ribas al ver una gran caja de
cartón forrada en cuero.
—Es el sombrero del señor Cura, contestóle el Alcalde.
M itos y tradiciones 301

—No, no, devuélvale usted al P. Gamboa su sombrero. Con él no


reza la orden.

* * *
El venerable y patriota Cura se había captado las simpatías y respeto de
las tropas republicanas, y se hallaba a la sazón en muy graves y tristes
quehaceres. Se ocupaba en dar sepultura a los muertos y comodidad a
los heridos, y lo que es más triste aún, en auxiliar a los oficiales prisione-
ros que iban a ser fusilados, cumpliéndose por vez primera el tremendo
decreto de guerra a muerte.
Por este motivo no supo lo ocurrido con su sombrero sino en los
momentos de partir las fuerzas vencedoras. Prontamente toma en sus
manos aquel preciado objeto de su traje eclesiástico, reservado para las
grandes solemnidades. Sale a la plaza, y en presencia de la tropa, priva
a su sombrero de la forma característica de teja, cortándole al efecto los
cordones que sujetaban de la copa las grandes alas; le pone la divisa de
la Patria, y lo entrega allí mismo al Tambor del Ejército, que sólo tenía
en la cabeza un pañuelo amarrado en forma de turbante.
El Tambor se llena de gozo con tan oportuno obsequio, y al momento
se cubre con el gran sombrero del Cura.
Ribas que recorría las filas en su caballo de batalla, divisa desde lejos
la acción del Tambor, y como un rayo se dirige a él y le dice:
—¿Quién se ha atrevido a quitarle de nuevo el sombrero al señor
Cura?
—Yo mismo lo he presentado con mucho gusto, contestóle el P.
Gamboa.
—Pero ya he dicho que con vos no reza la orden, porque os debemos
muchos y valiosos servicios. Llevaos, pues, vuestro sombrero, que os
haría gran falta.
302 T ulio F ebres C ordero

—¡Oh, no, señor Comandante! Por grande que fuese este sacrificio,
sería nada comparado con la inmensa satisfacción que me proporciona
el saber que las dianas de vuestros triunfos van a resonar ahora bajo las
alas de mi sombrero.
Ribas dió un estrecho abrazo al generoso levita, y los oficiales y tropa
aplaudieron con un hurra atronador tan oportuno ejemplo de despren-
dimiento en favor de la Patria.
De esta suerte, los vencedores de Niquitao, a medio disfraz en fuerza
de las circunstancias, partieron a tambor batiente y banderas desplega-
das a segar nuevos laureles bajo las inmediatas órdenes de Bolívar.
¿Y el P. Gamboa? Los realistas no le perdonaron. Desde la invasión de
Calzada en 1814, fue perseguido y procesado como rebelde. ¡He aquí
uno de los mártires de la Patria!
NOTA.—Los hechos relatados son rigurosamente históricos. En
1880, don José María Baptista Briceño publicó interesantes detalles
sobre el combate de Niquitao, apoyado en el dicho de testigos presen-
ciales y en el testimonio autorizado de su padre, el venerable patricio
don José María Baptista, sobrino político del célebre doctor y coronel
Antonio Nicolás Briceño apellidado el Diablo. De esos apuntamientos
y de otras fuentes fidedignas se han tomado los datos necesarios para
escribir este episodio.
Valor a toda prueba
(Hecho histórico)

El 25 de mayo de 1828, día domingo, la iglesia de Bucaramanga fue


testigo de un suceso poco conocido en la historia. Cualquiera que hu-
biese visto el templo de diez a once de la mañana, habría creído que se
efectuaba alguna solemnidad religiosa, a juzgar por el concurso extraor-
dinario que llenaba las naves.
Y sin embargo, no había música, ni canto, ni más clero que un solo
sacerdote oficiando en el altar. Era una simple misa rezada. Pero a pesar
de que el coro estaba silencioso, los caballeros, las damas y el pueblo
todo dirigía sus miradas hacia aquella parte de una manera persistente
y tenaz, aunque no todos del mismo modo, pues unos lo hacían sin
rebozo alguno, desatendiendo por completo la misa, mientras que los
más discretos compartían la atención entre el coro y el altar.
El mismo sacerdote, al volverse al pueblo durante el santo sacrificio,
no podía sustraerse de la curiosidad general y echaba una rápida mirada
al coro.
¿Qué poderoso imán era aquél que así se atraía a los fieles, sin dejarlos
oír la misa con la atención debida?
Había en el coro ciertamente algo raro, excepcional: había allí un
gran personaje, uno de esos genios extraordinarios que deben ser vistos
y tocados para convencerse de que son realmente hombres, como de-
cían los griegos del gran Alejandro.
Bolívar estaba allí, a vista de todos, oyendo misa como cualquier
católico.
304 T ulio F ebres C ordero

El cura, por indicación del mismo Libertador, le había hecho colocar


asientos especiales en el coro para él y los jefes de su comitiva, que aquel
día eran Soublette, O Leary, Ferguson, Wilson y Lacroix, que registra el
hecho en su Diario de Bucaramanga.
Era, pues, explicable la curiosidad de los vecinos. De los más remotos
campos y pueblos vecinos venían gentes de aprovechar la permanencia
de Bolívar en dicha ciudad para conocerlo y saber si era chico o grande
de tamaño, de qué color tenía los ojos, el pelo y la tez, cómo era su porte
y su andar, y en una palabra, si su figura correspondía a la idea grandio-
sa que se habían formado del Fundador de cinco naciones.
En los momentos solemnes de la elevación de la Sagrada Hostia, hubo
en el centro de la iglesia cierto movimiento de alarma entre las mujeres
motivado por la caída de una de ellas con un accidente, cosa que no
se supo sino mucho después. A este primer movimiento siguieron allí
mismo voces, gritos y confusión general en el pueblo.
—¡Temblor!...
—¡Incendio!...
—¡Misericordia, misericordia, Señor!
Tales eran los clamores que se oían por todas partes, a tiempo que el
concurso en masa se dirigía como una ola humana hacia las puertas del
templo. En pocos instantes la iglesia quedó desierta. Sólo dos personas
se quedaron inmóviles en sus puestos: Bolívar en el coro y el sacerdote
en el altar.
Los capitanes más renombrados del mundo han tenido algún lado
flaco en materia de valor personal. De Alejandro se cuenta que tenía
terrores supersticiosos; de Napoleón, que sabía dominar el miedo, pero
que lo sentía al entrar en batalla; y del Aquiles Americano, del mismo
Páez, que asombró por su rara valentía, se dice que ¡temblaba como un
niño a la vista de una culebra!
M itos y tradiciones 305

Sólo de Bolívar no se cuenta flaqueza alguna en punto a valor. Siem-


pre sereno e impávido ante todo género de peligros. Ni la furia de los
elementos en la tierra y en el mar; ni la presencia de los animales más
feroces ponían espanto en su corazón de héroe. Dícese que cierta vez
se lanzó al Orinoco con las manos atadas para probar que era buen
nadador; y demasiado conocido es su atrevimiento al borde del abismo
cuando fue a visitar el famoso Salto de Tequendama.
Por eso no temía tampoco a terremotos ni incendios; y cuando en la
iglesia de Bucaramanga todos huían de un peligro inminente, hasta los
bravos militares de su comitiva, él se mantenía sereno, con la serenidad
olímpica del valiente a toda prueba.
Fué Bolívar como el Cid, que no conoció el miedo sino de oídas.
El tabaco en la iglesia
(Tradición)

En los tiempos de la Gran Colombia sirvió el Decanato de la Catedral


de Mérida el Dr. D. Luis Ignacio Hurtado de Mendoza, prócer de la Pa-
tria, firmante del Acta de Independencia en 1811, hermano del célebre
patricio don Cristóbal de Mendoza.
Parece que el Deán Mendoza era hombre de mucho carácter y tenaz
en el cumplimiento de sus propósitos. Estaba a la sazón en boga entre
la gente principal el uso del tabaco en polvo llamado rapé; y los señores
Canónigos no dejaban de la mano la preciosa caja que lo contenía ni
aun en pleno oficio de coro. El Deán Mendoza se propuso quitarles
semejante hábito.
En primera ocasión les recordó amigablemente la Bula de Urbano
VIII de 1624, que prohibía el uso del tabaco en la Iglesia bajo pena de
excomunión, diciéndoles que, aun cuando tal canon no estuviese en
vigencia, era lo más prudente abstenerse de usar el tabaco dentro del
sagrado recinto.
Los Canónigos se moderaron un tanto en la costumbre, pero a poco
volvieron a brillar las pulidas cajas en el coro de la Catedral, y los sorbos
y estornudos alternaban diariamente con la recitación de las preces en
el Oficio Divino.
Cierto día, al iniciar el cuotidiano rezo, los Capitulares se miraron
entre sí sorprendidos. Cada uno había hallado en su breviario un pape-
lito con este letrero: Interesa a los Señores Canónigos solicitar y leer las
Constituciones Sinodales de la Gran Canaria, de 1629.
308 T ulio F ebres C ordero

Con viva curiosidad se dieron a buscarlas, y en ellas hallaron termi-


nantemente prohibido al clero y fieles el tomar el tabaco en las iglesias,
bajo pena de excomunión mayor y mil maravedís de multa por cada
infracción.
Comprendieron al punto que los papelitos eran obra del Deán, y se
contuvieron un poco en el uso del rapé a las horas del Oficio. Pero a
vuelta de pocos días las primorosas cajitas volvieron a relucir en manos
de los señores Capitulares, quienes a cada paso tomaban el tabaco en
polvo, olvidados por completo de las prohibiciones canónicas. El Deán
vivía contrariado y devanándose los sesos para hallar remedio eficaz
contra el abuso.
A tenerlo presente, de seguro les habría recordado también la terrible
ley dada por el Gran Duque de Moscovia en 1634, que mandaba cortar
las narices a los que sorbieran tabaco en polvo.
El Dr. Mendoza era fumador, y como tal llevaba siempre provista la
tabaquera. Hallándose un día en el coro, atormentado por el taqui-ta-
qui del abrir y cerrar las cajas de rapé y por el ruido de los sorbos y
estornudos consiguientes, tomó de súbito una resolución, especie de
ultimátum, dirigido a los Canónigos.
Manda a un acólito que le acerque un cirio encendido. Obedece el
acólito, y con grandísimo asombro de clero y fieles, el Deán saca un
tabaco, lo enciende y principia a fumar tranquilamente bajo la bóveda
de la Santa Iglesia Catedral.
Todos se quedaron en suspenso por algunos instantes, hasta que uno
de los Canónigos, se acerca al Deán y le dice escandalizado:
—¿Dr. Mendoza, qué es esto?...
—Nada, mi amigo, sino que ustedes me han contagiado. Yo también
quiero darme el gusto del tabaco aquí en la Iglesia.
—¿Pero de ese modo, señor Deán?...
M itos y tradiciones 309

—No hay modo que valga. Si es permitido en polvo, también debe


serlo en humo, porque tan vicio es lo uno como lo otro.
Muy recio lo dijo para que todos lo oyesen; y tirando al suelo el taba-
co, continuó el interrumpido rezo.
Aunque tal costumbre perduró todavía por luengos años es fama que
en los días del Dr. Mendoza nunca se volvió a tomar rapé en el coro de
la Catedral.
Y para los que usan el tabaco en la forma cuasi líquida de chimó, con
mengua de la limpieza de los pavimentos, no estará demás recordarles
que el primer Obispo de Mérida D. Fr. Juan Ramos de Lora, por decre-
to de 4 de junio de 1875, prohibió el uso del chimó en la iglesia, bajo
pena de excomunión mayor.
Muertes y alborotos. De Carora a Tunja
(Crónica del siglo XVI)

Con dos cuchilladas que dió don Juan de Salamanca sobre un rollo
enarbolado en el sitio de Bariquigua, a orillas del río Morere, quedó
fundada la ciudad de Carora, o sea la “Ciudad del Portillo”, según la
voluntad del Rey. Esto sucedía en 1572.
Es, pues, el caso que vivía en dicha ciudad recién poblada don Pedro
de Ávila, casado con doña Inés de Hinojosa, natural de Barquisimeto,
“mujer hermosa por extremo y rica”, como lo afirma Juan Rodríguez
Fresle, autor de esta viejísima crónica.
Aquella casa ardía en celos y disgustos, pues era don Pedro muy dado
a requiebros y aventuras de amor, y demás de esto, jugador de oficio.
La joven doña Inés, que pasaba la vida de enojo en enojo, tenía a su
cuidado una sobrina a quien daba lecciones Jorge Voto, maestro de
música y danza.
A vuelta de muy poco tiempo Voto y la bella barquisimetana llegan
a amarse con tal pasión, que traman la muerte de don Pedro y ponen
desde luego en ejecución su criminal intento.
Un día Jorge Voto arregla sus cuentas de música y danza, despídese
cordialmente de sus amigos y emprende viaje para el Nuevo Reino de
Granada. Camina tres días y regresa sigilosamente a Carora, a donde llega
disfrazado y ya tarde de la noche. Oculto detrás de una esquina espera a
don Pedro, que estaba en una casa de juego, y le da de estocadas hasta de-
jarle muerto en la mitad de la calle. El asesino, protegido por la oscuridad,
huye sin ser visto, y con gran presteza continúa su interrumpido viaje.
312 T ulio F ebres C ordero

A la mañana siguiente andaba el pueblo de Carora en tribulaciones y


carreras: Don Pedro de Ávila era vecino muy notable y su muerte causó
por lo consiguiente honda impresión en toda la ciudad. Doña Inés puso
el grito en el cielo, lloró y se desesperó con grandes extremos; la vara de
la justicia anduvo por muchos días de aquí para allá dando golpes en
vago; y todo concluyó, al fin, por quedarse don Pedro muerto y la causa
a oscuras.

* * *
Era viernes en la noche.
Don Pedro Bravo de Rivera, su hermano don Hernán, y Pedro de
Hungría, sacristán de la iglesia de Tunja, cenaban en compañía de un
consumado vihuelista y de dos damas, entre las cuales resaltaba una por
su airoso porte y singular belleza.
La pérfida cuanto hermosa viuda de don Pedro de Ávila, pasado más
de un año de la muerte de éste, vendió sus haciendas en Carora, y
acompañada de su sobrina hizo viaje a Pamplona, donde contrajo se-
gundas nupcias con Jorge Voto. La criminal pareja escogió a Tunja por
lugar de su residencia, y ésta es la casa en donde hemos metido al lector.
Era promotor de la cena don Pedro Bravo de Rivera, vecino de la
ciudad, quien visitaba la casa con el carácter de novio de la sobrina,
aunque sus ojos e intenciones estaban fijos en doña Inés, que siempre
fue la pobre muchacha, en Carora como en Tunja, un pretexto para los
galanes de la tía.
Ya para concluir la cena dijo don Pedro a Jorge Voto estas palabras
textuales:
—“¿Queréisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han
rogado os lleve allá, pues quieren versos danzar y tañer?”
—“De muy buena gana lo haré por mandármelo vos”. Replicó el maes-
tro de danza, preparándose para amenizar la velada con los armoniosos
M itos y tradiciones 313

sones de su vihuela, en tanto que don Hernán, atormentado sin duda


por la conciencia, escribía en la mesa con la punta de un cuchillo las
siguientes palabras:
Jorge Voto, no salgáis esta noche de casa, porque os quieren matar.
El músico leyó este letrero y otro por el mismo tenor que el hermano
de don Pedro le puso a la vista, pero no hizo caso de tan oportuna alerta.
Después de un largo rato la casa quedó en silencio: los convidados se
habían dispersado. Sólo dos bultos se percibían en medio de las sombras
de la noche: eran don Pedro Bravo y Jorge Voto que caminaban por las
desiertas calles de Tunja en pos de las misteriosas damas.
—No están aquí estas señoras, que se cansarían de esperar, dijo don
Pedro en llegando al fondo de unas casas muy altas; pero vamos que yo
sé dónde las hemos de hallar.
Y caminando en silencio fueron hasta cerca de un puente en las afue-
ras de Tunja.
—Allí están, vamos allá, exclamó don Pedro, señalando dos bultos
blancos que apenas se distinguían en medio de la oscuridad.
Jorge Voto da algunos pasos, y repentinamente retrocede lleno de
espanto: suelta la vihuela y desenvaina la espada, pero ya era tarde. Don
Pedro le da por un costado alevosa estocada, y luego caen sobre él fero-
ces e implacables don Hernán y Pedro de Hungría, que no eran otros
las fingidas damas.
El cadáver fue echado en un hoyo profundo, y los asesinos huyeron
precipitadamente.

* * *
Don Juan de Villalobos, corregidor de Tunja, era un hombre que no
se paraba en pelillos. Al amanecer el día siguiente, cuando la noticia
del crimen puso en movimiento a toda la ciudad don Juan se echó a
314 T ulio F ebres C ordero

la calle con la vara de la justicia en alto, hizo poner en la plaza pública


el cadáver de Voto, y a voz de pregón citó para aquel lugar a todos los
habitantes de Tunja. Sólo faltó don Pedro Bravo de Rivera. Doña Inés,
que a la sazón representaba la misma comedia que en Carora, fue cerca-
da de guardias y prendida en el acto.
En tales momentos la campana llamó a misa de la Virgen, pues era
sábado. Todos los vecinos, incluso el Corregidor, dejando el muerto,
acudieron al templo. En el templo tropezó don Juan de Villalobos con
don Pedro, a quien aludo y dijo con mucha sorna:
—Desde aquí oiremos misa.
El no haber concurrido don Pedro a la plaza y los decires que corrían
por el pueblo sobre sus relaciones con doña Inés, fueron causa de que
todas las sospechas recayesen sobre él como autor del delito. El corregi-
dor envió desde el coro por unos grillos, en que metió a don Pedro y se
metió él mismo para mayor seguridad.
El Sacristán fue descubierto por el sacerdote en el propio altar al ser-
virse de las vinajeras, pues tenía aquél una manga toda manchada de
sangre. Pondérese la sorpresa de los fieles en vista de semejantes nove-
dades dentro de la iglesia.
Concluida la misa, don Pedro se negó a salir del coro, lo cual motivó
algunas palabras sobre fueros y desafueros entre el Cura y el Corregidor;
pero éste, que, como hemos dicho, era hombre que no se ahogaba en
poca agua, cortó el nudo con una alcaldada de marca mayor: mientras
corrían a toda prisa postas a Bogotá con recados para la Real Audiencia
sobre aquel conflicto, se echó un bando por las calles en que don Juan
de Villalobos mandaba —desde el coro— que todos los vecinos lleva-
sen sus camas a la iglesia para hacerle compañía en tanto se resolvía el
singularísimo caso, so pena de traidores al Rey y de mil pesos para la
Real Cámara.
M itos y tradiciones 315

Excusado es decir que la iglesia se llenó de catres, y que la casa del


Señor quedó convertida en Tunja, por varios días, en un dormitorio
público.
Vino de Bogotá en persona don Andrés Díaz Venero de Leiva, pri-
mer presidente del Nuevo Reino de Granada conocido por sus notables
prendas de bondad y de justicia. Sacó a don Pedro de la iglesia y cono-
ció de la causa hasta sentenciarla definitivamente.
Don Pedro fue degollado, don Hernán, su hermano, alzado de una
horca, el sacristán tomó las de Villadiego, y la desleal Inés fue ahorcada
en un árbol que había en la calle, junto a la casa de Jorge Voto, y que
más de sesenta años después de estos sucesos, para 1636, existía aún
en Tunja, según lo afirma Rodríguez Fresle, pero ya seco, recordando
al pueblo el fin trágico de aquella hermosa, causa de tantas muertes y
alborotos.
Un regalo gravoso
(Tradiciones históricas)

Para mediados del siglo XVIII no había en la ciudad de Mérida más


que dos tambores: el público, que se tocaba en las horas disciplinarias
del cuartel, en los bandos y en la celebración de los fastos sucesos de
la Monarquía, contándose entre ellos los nacimientos y bodas reales; y
otro tambor, de propiedad particular, que se usaba en las festividades
religiosas y demás actos que se amenizaban con banda de música.
Este último no descansaba, pues habiendo en la ciudad doce o trece
templos, incluyendo las capillas, y celebrándose en cada uno varias fies-
tas al año, con tocatas desde la víspera y en la madrugada, a la hora del
Ángelus, y en la procesión del santo, si la había, el tambor no faltaba en
compañía de los platillos, fuera de las tocatas semipiadosas organizadas
aquí y allá por los pudientes, ora con motivo de la bendición de algu-
na imagen u obra nueva, ora en homenaje al nacimiento, en los días
jubilosos de aguinaldos y pascuas, en rumbosas paraduras del Niño y
en alguno que otro auto sacramental en día de Reyes, de Corpus o por
Pascua Florida, amén de las fiestas puramente profanas, como gallos,
corridos a caballos, mojigangas y toros de plaza.
Habíase hecho costumbre, muy difícil de contrariar, el que este tam-
bor debía facilitarse gratis para cualquiera de las referidas tocatas. Nadie
pagaba medio real por el servicio o alquiler del necesario instrumento.
De suerte que los Padres jesuitas, en cuyo colegio existía, tenían que
facilitarlo siempre a las otras comunidades religiosas y a los vecinos, sin
poder excusar el favor. Pero hubo, al fin, de agotárseles la paciencia, y en
consulta, tomaron la siguiente rotunda determinación:
318 T ulio F ebres C ordero

“En primero de Septiembre del año de 1761, habiéndose juntado los


PP. a consulta, se leyeron las Reglas y cuentas, y preguntados si habían
reparado alguna cosa tocante a lo espiritual o temporal que necesitase
de remedio, respondieron no ofrecerse cosa. Uno de los Padres propuso
los inconvenientes graves que había en la caja de guerra que se prestaba
a todo género de personas en casi todas las festividades que había en el
año en toda la ciudad: lo primero, porque el negro que la tocaba perdía
semanas enteras de trabajo: lo segundo, por ser necesario abrir las puer-
tas de la Clausura a deshoras de la noche y de la madrugada con harta
incomodidad de la Comunidad y aún reparo de los de afuera: lo tercero,
que de esto se seguía que el negro venía las más veces ebrio; y propuestas
estas razones y otras, fueron unánimes de parecer que para quitar quejas
a los externos, la caja se vendiera, si se pudiere, y si no, se rompiese u
ocultase, de manera que no sirva para nada. Xavier Erazo. —Cayetano
González. —Enrique de Rojas”.
Desde luego hicieron activas diligencias para venderla, sin resultado
alguno. Muy tonto sería el que comprase un instrumento de tal géne-
ro, que sólo producía dolores de cabeza, por la arraigada costumbre de
servirse de él gratis et amore. No resolvieron sin embargo, romperlo ni
ocultarlo, tanto porque les era útil en los días de gala del Colegio, como
por el temor de concitarse mayores disgustos, inutilizando el único ins-
trumento de dicha clase con que todos contaban en la ciudad y los
contornos para las fiestas y divertimientos.
Así las cosas, ocurrió una de tantas solicitudes. Los Padres Agustinos
mandaron recado a los jesuitas, pidiendo prestado el tambor para una
de sus fiestas.
—Dígales —contestó el P. Rector, al lego que llevó la misión— que
va el tambor, pero no el tamborero, porque hay inconveniente para
ello; y que si les place pueden dejar allá el instrumento, y disponer de él
como cosa propia, pues se lo donamos sin ninguna condición.
M itos y tradiciones 319

No se hicieron rogar los Agustinos, y muy complacidos aceptaron


el obsequio, habilitando prontamente para tamborero a un criado que
ayudaba al Sacristán en los oficios de la iglesia. Y desde aquel día, las
continuas solicitudes del instrumento cambiaron de dirección, pues los
jesuitas las encaminaban a los Agustinos, quienes al cabo de un tiempo,
vinieron a abrir los ojos ante el peso de la carga, porque hasta de los
pueblos vecinos solían enviar por el tambor, en nombre de los Curas,
de los Prebostes de las Cofradías o de vecinos notables, a quienes no era
prudente desairar.
Resueltos ya los Agustinos, como sus causantes a salir del tambor a
todo trance, presentóseles como llovida del cielo, una ocasión propicia.
Las monjas clarisas mandaron por el instrumento en son de préstamo,
para una de sus fiestas de tabla.
—Dígale a la Madre Abadesa —respondió el Prior de San Agustín a
la criada de las monjas— que con mucho gusto le enviamos el tambor;
y que no se moleste en devolverlo, porque si le es útil, puede dejarlo allá
para siempre, pues aquí no lo necesitamos.
Con seráfica candidez aceptaron las clarisas el regalo, que les venía
a pelo en aquellos días, con la circunstancia de que solían ellas tener
fiestecillas interclaustrales por San Juan y la Nochebuena, en que canta-
ban piadosos romances y villancicos, al son de tamboriles y panderetas,
inocentes recreaciones en que podrían usar también el tambor que sin
costo alguno adquirían.
No habrá para qué decir que andando el tiempo, vinieron a advertir
la pesada carga que se habían echado encima por aquello de tener que
abrir y cerrar la portería con alarmante frecuencia, dado el rigor de la
clausura, para sacar y meter el andariego instrumento. Ocurrióseles que
acaso los frailes Franciscanos, sus hermanos en Regla, pudieran redimir-
las de tal pesadumbre.
320 T ulio F ebres C ordero

Pero el P. Guardián del Convento de San Francisco, que reservada-


mente sabía lo que pesaba el tambor sin haberlo llevado a cuestas, con
mucha política barajó el negocio, excusándose como pudo. Desconso-
ladas las monjas por esta parte, pensaron en los frailes dominicos, con
quienes nunca habían tratado sobre el asunto.
Muy pronto les vino la sopa a la miel, como dice, porque estos re-
ligiosos mandaron por el tambor para la fiesta de San Vicente Ferrer,
titular de la iglesia emeritense de Santo Domingo. Al punto se lo des-
pacharon las monjas con la advertencia de que podían servirse de él y
dejarlo luego allá, para uso de su convento, si lo teman a bien, porque
ellas tenían serios inconvenientes para tenerlo en lo sucesivo.
El prior de Santo Domingo rióse con mucha sorna, y nada contestó
por el momento, pero pasada la fiesta, les devolvió el tambor con expre-
sivo voto de gracias por el servicio, añadiéndoles lo siguiente:
—En cuanto a dejarlo aquí —dígale a la señora Abadesa —que lo
sentimos mucho, porque fuimos nosotros las primeras víctimas, ¡y
hace como diez años que nuestro convento pasó la caja a poder de los
jesuitas!
Había llegado el caso de dar al asunto un corte autoritario, a fin de
conciliar el beneficio que todos derivaban, del tambor con la comodi-
dad del que por desdicha llegaba a poseerlo. Comprendiéndolo así las
monjas, ocurrieron al Vicario Juez Ecco, cargo que a la sazón desempe-
ñaba el Pr. Dr. Luis Dionisio Villamizar, pamplonés, quien desde luego
tomó conocimiento del negocio.
Pidió informe a las comunidades, excepto a la de los jesuitas que ya
habían sido expulsados, pero que lo dejaron por escrito; y después de
madura reflexión, hizo llamar al mayordomo del Hospital de San Juan
de Dios, empleado que dependía de la autoridad eclesiástica, y le comu-
nicó la siguiente orden como resolución definitiva en la materia:
M itos y tradiciones 321

—Hágase usted cargo del tambor, lo incorpora en los bienes del Hos-
pital, y no lo facilite a nadie sino mediante el pago de cuatro reales de
plata por cada tocata religiosa o profana, alquiler que formará parte de
la renta del instituto.
Fue tanta la alegría de las monjas, al verse libres de la carga del tam-
bor, que estuvieron a punto de echar a vuelo las campanas del monaste-
rio; y por lo que toca al mayordomo del Hospital, quiso que el mismo
instrumento se encargase de reclamar la paga del servicio en cada caso,
haciéndole poner al efecto, en letra gorda y parte visible, esta adverten-
cia en verso:
Que no sirva más de balde,
lo manda el juez superior,
que deben sonar los reales
antes que suene el tambor.

De esta suerte, los toques del viejo y peloteado bombo vinieron a


convertirse a la postre en pan de caridad para, los menesterosos. Ojalá
tuvieran siempre las tocatas de música una repercusión semejante en los
asilos de beneficencia. Justo tributo de la alegría al dolor.
En la apacible y rigurosa clausura del Convento de Santa Clara, con-
servóse fielmente esta curiosa historia, con el documento inédito ya
copiado, que la confirma, tradición que nosotros oímos referir a perso-
nas fidedignas en la casa del notable canónigo Dr. José Francisco Más y
Rubí, honorable mansión situada frente a dicho monasterio, que sirvió
de primer refugio a las religiosas cuando- fueron exclaustradas el 30 de
mayo de 18741.

[1]_ Esta tradición obtuvo en 1929 el premio «Presidente Gómez», que era de Bs.
2.000 en el certamen promovido por el Director de El Heraldo de Barquisimeto, señor
don R. Samuel Medina, con motivo de haber Pegado felizmente dicho diario a 4.000
en la serie de su numeración.
Resistencia de santa Clara a salir de Mérida
(Caso histórico)

El Convento de Clarisas de Mérida fundóse en 1651 mediante tra-


bajos que venían desde principios de aquel siglo, y últimamente, con
esfuerzos y eficaz ayuda del Pbro. Ledo. D. Juan de Vedoya. Damas
muy linajudas no sólo de Mérida, sino de otros lugares del occidente de
Venezuela, tomaron el hábito, llevando al Monasterio, fuera de la dote,
valiosas donaciones.
Pero el terremoto de 1812 y la guerra de Independencia fueron para
las Clarisas causa de grandes pérdidas materiales y hondas tribulaciones
en el orden espiritual.
Los bandos políticos de patriotas y realistas sentaron también sus rea-
les en el apacible y poético asilo, pues había allí monjas muy allegadas
a principales actores en la gran lucha. De aquí nació el versito popular:
Las monjas están rezando
En abierta oposición:
Unas piden por Fernando,
Otras ruegan por Simón.

El hecho que más influyó para definir los bandos entre las religio-
sas, fue la disposición realista de trasladar el Convento de Mérida a
Maracaibo, solicitada por el Deán y Vicario Capitular Irastorza y por
el Prebendado Dr. Mateo Más y Rubí, so pretexto de la ruina general
producida por el terremoto de 1812 en la ciudad de la Sierra, aunque el
verdadero motivo era castigarla como revolucionaria, privándola de las
instituciones y preeminencias que más la enaltecían.
324 T ulio F ebres C ordero

Obtuvieron para ello real provisión de la Audiencia de Caracas en


1813, la que fue revocada el mismo año, hasta que vino de la Península
una real orden para efectuar la traslación, de modo interino; pero las
circunstancias políticas no permitieron a los realistas llevarla a cabo sino
en 1815. Con el apoyo del Capitán General D. Juan Manuel Cajigal,
del famoso Calzada y del Coronel Correa, comandante militar de Ma-
racaibo, el Deán Irastorza dió plenos poderes al Prebendado Dr. Más
y Rubí, quien se presenté en Mérida, acompañado del Pbro. D. José
Antonio Luzardo, a efecto de ejecutar la tiránica disposición.
Los comisionados organizaron todo lo necesario en materia de peo-
naje, bestias de silla y de carga y otras prevenciones del caso, entre ellas
alguna tropa bien armada, pues temían en el tránsito cualquier acto
hostil de parte de los patriotas merideños y trujillanos, enemigos decla-
rados de la traslación.
Notificada oficialmente la Abadesa, que era patriota, contestó con
gran diplomacia, cohibida por el voto de obediencia, que el viaje de
toda la comunidad era imposible, porque a más de que había religiosas
impedidas, unas por ancianas y otras por enfermas no pocas se negaban
a salir por causas que no se escapaban al Superior.
De treinta que eran las monjas, trece optaron por trasladarse a Ma-
racaibo, siguiendo la voluntad de las autoridades realistas. Entre ellas
podemos mencionar a tres de familias muy conspicuas de aquella ciu-
dad: Sebastiana, Más y Rubí, que las presidia; Josefa de Jesús Monsant y
Josefa Carmona y Jugo, siendo la primera hermana, y la segunda prima
del prebendado Dr. Más y Rubí.
Diecisiete religiosas manifestaron, al contrario, que estaban dispues-
tas a no salir de su antiguo claustro emeritense. Entre éstas se conta-
ban las siguientes: Gertrudis, Angela Regina y María Manuela, madre
la primera y hermanas las otras dos del Dr. D. Cristóbal Mendoza;
M itos y tradiciones 325

Carmen, hermana del Coronel Rivas Dávila; María Joaquina, hermana


del Arzobispo Méndez; Petronila, hermana del Arzobispo Fernández
Peña; y otras ligadas muy estrechamente por la sangre a los próceres
merideños y trujillanos, como Encarnación Briceño, Josefa Rangel y la
misma Abadesa, que era Clara Rivas y Paredes.
Desde la víspera del día señalado, todo quedó listo para la salida, que
parece que en la mañana del 3 ó del 4 de mayo del año arriba indicado de
1815. Sacáronse a la portería del Convento, que era un amplio salón, los
muchos baúles, petacas y almofreces que constituían el equipaje. Entre
los objetos del culto que debían también transportarse de orden superior,
estaba la antigua imagen de Santa Clara, fundadora de la Regla, acomo-
dada en larga y angosta caja, debidamente clavada y forrada en encerados.
La discrepancia en opiniones políticas que dividía a las monjas, no era
poderosa para extinguir en ellas los afectos cultivados en el claustro al
calor de los sentimientos fraternales y prácticas religiosas. La despedida
fue triste y conmovedora de ambas partes. Hubo muchas lágrimas y
lamentos cuando crujió la maciza puerta del hermético asilo para dar
salida a las trece monjas viajeras con las criadas de su servicio.
Oportunamente habían ido los arrieros a levantar el gran equipaje;
y cuando le llegó el turno al bulto que contenía la imagen fue grande
la sorpresa de todos los presentes al ver que pesaba como si contuviera
barras de plomo. Se necesitaba la fuerza de dos hombres para moverlo
apenas del suelo. Era del todo imposible conducirlo a lomo de mula.
Ya las monjas estaban a caballo en la calle, frente al Convento, cada
una con su palafrenero, en actitud de marcha, cuando fue avisado el
Dr. Más y Rubí de lo que ocurría con el bulto de la imagen; y conside-
rando que al divulgarse aquella extraña novedad, podía sobrevenir cual-
quier alboroto por parte del pueblo e interrumpir la salida, dió orden
de dejar la caja y emprender la marcha, recomendando reservadamente
326 T ulio F ebres C ordero

al Capellán del Convento y a las autoridades realistas que allí estaban, la


averiguación del caso, por si se trataba de alguna superchería.
Pero tal sospecha resultó infundada, porque en alejándose el numero-
so grupo de viajeros, escoltados por fuerte piquete de tropas, procedióse
a abrir el pesado bulto como estaba mandado. La imagen apareció con
su vestido de costumbre y algunas flores artificiales que las montas ha-
bían puesto a su lado, aprovechando los vacíos que quedaban. Sólo el
busto y brazos de la Santa eran de madera sólida, montados sobre arma-
zón de forma casi cónica, hecha con listones de tabla, artefacto usado en
las imágenes de bulto que deben ser vestidas.
Viendo que allí nada había que fuese de gran peso, volvieron a tantear
el bulto, notando con nueva sorpresa que ya no pesaba como antes.
Poseídos de santo temor ante este hecho evidente, inexplicable de
tejas abajo, resolvieron allí mismo que la imagen fuese devuelta a las
monjas que habían quedado; e impuesta de ello la Abadesa por el torno
de la portería, abrióse de nuevo la maciza puerta del claustro, y dos
criadas salieron en el acto por la interesante caja.
Y, según la tradición, subió de punto el asombro de los circunstantes
al ver que aquellas dos débiles mujeres, sin mayor esfuerzo, hicieron
lo que no habían podido los dos esforzudos arrieros, que fue levantar
fácilmente la caja del suelo, con todo su contenido, e introducirla con
gran prontitud en el sagrado recinto, donde fue recibida con indecibles
transportes de admiración por toda la Comunidad.
Al punto le improvisaron un altar en el interior del claustro, mientras
podía volver la imagen a su nicho de honor en el templo, la circundaron
de flores frescas, encendiéronle multitud de cirios, le quemaron mirra e
incienso y trémulas de gozo por el milagroso hecho, cayeron ce rodillas
ante Santa Clara, desahogando su agradecimiento por medio de fer-
vientes y entrecortadas oraciones.
M itos y tradiciones 327

Hallándose la ciudad dominada por los realistas, y siendo opuestos a


sus miras el misterioso caso, que tanto favorecía, por el contrario, los in-
tereses que defendían los patriotas, trataron las autoridades de ocultarlo
a todo trance, pero a hurtadillas y en secreto, como era de espetarse, co-
rrió la crónica por el poblado y los campos de que Santa Clara se había
hecho la pesada para no salir de su Convento.
La peregrinación de las monjas realistas fue triste y angustiosa por la
fragosidad de los caminos y las lluvias torrenciales de mayo. Para colmo,
una de las religiosas, la Madre José Carmona, que iba enferma, murió
en Timotes, víctima de un “accidente casual”, se un dijo entonces el
Dr. Más y Rubí, lo que retardó seis días la marcha. La buena y solícita
hospitalidad que les brindó Maracaibo a donde llegaron el 21 de mayo,
vino a compensarles las penalidades del largo viaje.
Pero en lo principal, o sea, el definitivo establecimiento del Monaste-
rio en la importante ciudad lacustre, las circunstancias fueron alejando
día por día la esperanza de realizarlo. El Deán Irastorza, principal pro-
motor y ejecutor de la traslación, murió en 1817; el Obispo Lasso, que
también la patrocinó, junto con cambiar de opinión política en 1821,
cambió asimismo de parecer a tal respecto; y el Congreso de Cúcuta
decretó ese mismo año la restitución a Mérida de la Sede Episcopal y
sus anexos, de que había sido despojada por los realistas.
Extinguido, en fin, el régimen colonial en todo Venezuela al glorioso
empuje de las armas libertadoras el cisma de las Clarisas hubo de con-
cluir, volviendo a Mérida en 1827 las monjas que habían partido para
Maracaibo en 1815, menos cinco, ya fallecidas, pero que estaban sus-
tituidas por otras distinguidas damas que habían tomado el hábito en
aquella ciudad del Lago, entre ellas María Rosario Farias, hermana del
prócer Coronel Farias y Josefa González Seguí, nuevas vírgenes zulianas
que venían a hermosear el Claustro emeritense con el suave fulgor de
sus virtudes y merecimientos.
328 T ulio F ebres C ordero

La alegría de las monjas fue inmensa con la llegada de las ausentes


y consiguiente reintegración de la Comunidad. Echáronse a vuelo las
campanas, volvió a verse a la Santa Patrona circundada de flores, luces y
perfumes, a tiempo que el órgano y los cánticos llenaban de armonía el
recinto de la hermosa capilla.
Las opiniones políticas no entibiaban ya los sentimientos de dulce
fraternidad religiosa: no había va realistas ni insurgentes. Bajo el her-
moso tricolor, de la República, todas volvían a formar como antes un
solo coro de piadosísimas almas, consagradas al servicio del Señor bajo
la estrecha Regla de la milagrosa Santa Clara.
El alma de Gregorio Rivera

I
Introducción
Desde mediados del siglo XVIII se generalizó la piadosa costumbre de
hacer sufragios al alma de Gregorio Rivera en una extensión de cente-
nares de leguas, que formaron la antigua Diócesis de Mérida, cronoló-
gicamente el segundo Obispado de Venezuela.
¿Quién era Gregorio Rivera? Esta pregunta se hacía con frecuencia en
años pasados, en que estaba más viva y generalizada la creencia en los
milagros que obraba la piadosa invocación de esta alma del Purgatorio.
Pero don Gregorio ha continuado siendo un personaje sombrío y mis-
terioso, que la fantasía popular pinta con varios colores en relación con
la muerte trágica de un sacerdote merideño.
En 1869, S. S. el Papa Pío IX, en audiencia privada concedida al
Ilmo. Señor Obispo de Mérida. Dr. Juan Hilario Boset, con gran sor-
presa de éste, le hizo la misma pregunta: ¿Quién era Gregorio Rivera?
Esto lo refería el Ilmo. Sr. Dr. Tomás Zerpa, inmediato sucesor de aquel
prelado en el gobierno de la Diócesis. Acaso en la Cancillería Romana
se habían ya fijado en la antigua y constante aplicación de misas por
el alma de Gregorio Rivera, en vista de las listas remitidas de la Arqui-
diócesis de Bogotá y Obispado de Caracas hasta fines del siglo XVIII y
luego del Obispado de Mérida. A nuestro juicio, es la explicación más
racional que puede darse a la pregunta del Pontífice.
330 T ulio F ebres C ordero

En años anteriores, como queda dicho, era más invocada y de con-


siguiente recibía más sufragios esta amia en pena. Recordamos que el
Pbro. Dr. José M. Pérez Limardo nos dijo, a propósito de este asunto,
que una de sus primeras misas celebradas en Barquisimeto, fue mandada
a aplicar por don Gregorio Rivera, cuando no tenía conocimiento de
la tradición a que nos referimos. Esto mismo, o cosa parecida debió de
ocurrir a otros sacerdotes antiguos de Pamplona, Coro, Maracaibo, Bari-
nas, Trujillo, Táchira y demás lugares del primitivo Obispado de Mérida,
porque la devoción estaba muy extendida y era por extremo popular.
Desde 1885, cuando fundamos El Lápiz, nos propusimos inquirir
lo que hubiera de cierto en el particular. Por conducto del mismo Dr.
Pérez Limardo, Provisor del Ilmo. Sr. Obispo Dr. Lovera, obtuvimos
de las reverendas monjas clarisas de Mérida, exclaustradas desde 1874,
algunos breves apuntes, apoyados en los recuerdos que conservaban las
más ancianas. También oímos entonces los relatos que hacían del hecho
conforme a la tradición constante, varias personas fidedignas, entre ellas
don Juan Antonio Rodríguez, Dr. José Federico Bazo y don Félix An-
tonio Pino, como también la venerable anciana doña Agustina Más y
Rubí, que murió de ochenta y dos años en 1903, hermana del canónigo
doctoral de Mérida Dr. J. Francisco Más y Rubí.
El Ilmo. Sr. Dr. Antonio Ramón Silva, investigador muy inteligente
y acucioso en materias históricas, impuesto del asunto hace ya algunos
años, pidió noticias a la Arquidiócesis de Bogotá, contestólo el Ilmo.
Sr. Arzobispo, manifestándole la dificultad de adquirir estas remotas
noticias por las tristes vicisitudes del Convento de Clarisas de aquella
metrópoli; pero el mismo Ilmo. señor Silva obtuvo del Pbro. Dr. Ma-
nuel Felipe Perera, venezolano, residente en Bogotá desde 1873 muerto
en 1919, alguna luz, que orientó las pesquisas en punto al tiempo del
suceso. Referíase el Padre Perera, de prodigiosa memoria, al relato del
M itos y tradiciones 331

Deán de Mérida Dr. Ciriaco Piñeiro, y al Dr. Alexandre, seminaristas


para la época de la Independencia; y basado en la Patria Boba, precisaba
el año de 1739 como fecha del suceso.
El hecho principal vino a quedar comprobado plenamente con la par-
tida de entierro del Pbro. Dr. Francisco de la Peña, fechada en dicho año,
que halló personalmente el Ilmo. Sr. Silva en los libros del Sagrario de la
S. Iglesia Catedral, documento que se verá en el lugar correspondiente.
Con estas noticias y otras halladas en los archivos públicos de Mérida,
hemos logrado formar una relación del hecho, si no completa, por lo
menos la más circunstanciada que hasta ahora se haya escrito1.

II
Antecedentes de familia
La familia Rivera no aparece en los anales merideños sino a princi-
pios del siglo XVIII. Lo probable es que viniese de Tunja, o de Bogotá,
donde existían desde la conquista individuos notables de este apellido,
uno de ellos don Pedro Bravo de Rivera, actor principal en la tragedia
amorosa transmitida por Rodríguez Fresle (1564 a 1574) que nos sirvió
para escribir la tradición titulada Muertes y Alborotos.
En la conquista de Costa Rica, escrita por Fernández Guardia, figu-
ran también individuos muy conspicuos de este apellido. Parafán de
Rivera, nombrado gobernador de aquella provincia en 1566, y su hijo
don Diego López de Rivera, ambos del linaje del duque de Alcalá, vás-
tago de la antigua casa del marqués de Tarifa, el que hizo construir en

[1]_ El doctor Gabriel Picón Febres hijo, en su libro Anécdotas y Apuntes (1921). ha
publicado, bajo el título de «El crimen de Gregorio Rivera» un interesante relato del
hecho trágico, guiado por la tradición popular, que ha sido muy confusa y contradic-
toria al indicar el tiempo, sitio y circunstancias concomitantes del tremendo asesinato,
porque se carecía de los documentos y datos históricos que hemos logrado adquirir y
con los cuales ilustramos el presente estudio.
332 T ulio F ebres C ordero

Sevilla el edificio conocido con el nombre de Pilatos, semejante en un


todo a la casa del Pretor romano de Judea según Edmundo de Amicis.
Don Cristóbal de Rivera y Simbrana casó en Bogotá con doña Juana
de Sologuren y Maldonado, hija del Contador Real don Juan de Sologu-
ren y de doña Catalina Arias Maldonado. Otro don Juan de Sologuren,
padre del anterior probablemente, llegó de España a Bogotá en 1617,
casado con doña Juana de Olariega y Ocáriz, de la nobleza de Sanlúcar
en Barrameda. Trajo larga familia y gran séquito de criados y equipaje,
según doña Soledad Acosta de Samper.
Del matrimonio dicho, de don Cristóbal con doña Juana, nacie-
ron varios hijos. Algunos de ellos ocuparon puestos distinguidos hasta
1739, según se verá en seguida:
1.º Don Cristóbal de Rivera y Sologuren, casado con doña Isabel de
la Peña y Bohórquez, tuvo entre otros hijos a don Eusebio2 y a doña
Laura Ignacia, abuela materna del Coronel Rivas Dávila. Entre otros
cargos, fue don Cristóbal Alcalde Ordinario de Mérida en 1734 y 1739.
2.º Don Carlos de Rivera y Sologuren, casado, sin sucesión, con doña
Cecilia de la Peña y Bohórquez, hermana de la esposa de don Cristóbal.
En 1723 fue Depositario General y Alcalde Ordinario de Mérida, y
juntamente con su referido hermano, fue Alcalde de la Hermandad en
1735. Murió en 1742.
3.º Don Tomás de Rivera y Sologuren. En 1738 fue Alcalde de Bari-
nas. y en esta ciudad recibió, a fines de dicho año, el nombramiento de
Teniente General de la Provincia de Maracaibo, con jurisdicción sobre
Mérida y sus términos. Era Gobernador de dicha Provincia don Manuel
de Altuve y Gaviria, merideño de cepa. Don Tomás ejerció la Tenencia
hasta octubre de 1739. No sabemos si fue casado y si dejó descendencia.

[2]_ Don Eusebio casó con María Ignacia Vicaría. Viuda ésta, con lujos menores, casó
en segundas nupcias con don Juan José Moreno, alcalde de Tabay.
M itos y tradiciones 333

4.º Doña Juana del Cristo Rivera y Sologuren, monja profesa de velo
blanco en el monasterio de Clarisas de Mérida desde 1704. Murió en 1753.
5.º Don Gregorio de Rivera y Sologuren, el personaje que motiva este
estudio. No consta que sirviese ningún cargo político ni municipal en
dichos años. En seguida copiamos la partida de su matrimonio, que se
halla en los libros del Sagrario de la Catedral de Mérida.
“En treinta de diciembre de mil setecientos treinta y ocho casé con
palabras de presente, según lo ordena N. S. Iglesia, a don Gregorio
de Rivera y Sologuren con doña Josefa Ramírez; fueron padrinos don
Tomás Dávila y doña María Dávila, y testigos el doctor Rendón y el
doctor Uzcátegui. —Don Manuel de Toro”.
Doña Josefa era hija del Sargento Mayor don Juan Ramírez Maldo-
nado y de doña Nicolasa de la Parra. Tenía en el Convento doña Josefa
una tía materna profesa, doña Ana María de la Concepción de la Parra,
que había sido abadesa de 1733 a 1736, y lo fue también en el trienio
Iniciado en noviembre de 1739. Tenía además, en el mismo Conven-
to, una hermana carnal, llamada doña María Manuela del Rosario Ra-
mírez, profesa desde 1736.
Don Gregorio recibió ochocientos pesos de su suegra doña Nicolasa,
por dote de doña Josefa, entrando en esta cantidad el precio de una
esclava, que pasó al servicio del nuevo hogar.
Había también en la familia allegada de don Gregorio una señora, su
tía carnal, doña María de Rivera y Simbrana, la que, próxima a partir
para el Nuevo Reino, hizo en 1736 donación condicional de una casa,
para atender con Sus rendimientos al culto del Santísimo Sacramento
en el Convento de San Agustín. Figura asimismo por aquel tiempo Ju-
lio Rivera, acaso hijo de don Cristóbal.
Tales son las noticias que hemos podido adquirir sobre la familia de
don Gregorio.
334 T ulio F ebres C ordero

III
El trágico suceso
Era don Gregorio hombre venático, por extremo celoso, por predis-
puesto por lo mismo a resoluciones inesperadas y violentas. Ni la luna
de miel modificó su carácter. Por el contrario, inflamado por los celos,
daba mala vida a la hermosa cuanto infeliz doña Josefa. Es lo cierto que
un día, después de injuriarla cruelmente de palabra, precipítase sobre
ella armado de un puñal.
La pobre señora, que sólo tenía una esclava por compañera, logra
ganar la calle y huir despavorida. Al pasar por el Convento de Clarisas,
cuya puerta se hallaba abierta, entra de carrera y se asila en la santa casa,
con gran sorpresa de las religiosas, entre las cuales tenía doña Josefa una
tía y una hermana, las Madres Ana María de la Concepción y María
Manuela, como ya se ha dicho.
Por el momento no había otro recurso que ampararte en el peligro
inminente que corría su vida; y así lo hicieron las reverendas monjas,
mandando cerrar la portería y negándose a entregar la señora al frenéti-
co don Gregorio, quien se presentó tras ella y hubo de retirarse contra-
riado por la negativa, profiriendo palabras muy exaltadas.
La madre abadesa, envuelta en aquel conflicto, ocurre naturalmente
al señor Vicario y Capellán del Convento, doctor don Francisco de la
Peña y Bohórquez, quien dispuso que podían dar asilo a la perseguida
señora, en tanto se tomase otra providencia, cuando ya pareciere calma-
do don Gregorio.
Según lo dice el Ilmo. Sr. Obispo Dr. Silva en sus apuntes históricos
sobre el Convento de Clarisas, estaba prevenido por los Superiores en
las visitas desde 1734, que no se admitiese en el monasterio mujeres
casadas en calidad de depósito, salvo el caso de peligro de vida u otro
gravísimo daño, y este era el caso presente.
M itos y tradiciones 335

Por otra parte, tanto la familia de don Gregorio como la de doña


Josefa estaban vinculadas con lo más granado y principal de la ciudad.
De suerte que todo concurría para que el asunto fuese considerado de
grave trascendencia y tratado por lo mismo con la mayor mesura. Iba en
ello hasta la tranquilidad pública, porque aún no estaban extinguidos
los bandos que de antiguo dividían las familias en Gavirias y Cerradas,
por más que ya no sonasen estos dictados en las divisiones intestinas.
Pero en el ánimo melancólico de don Gregorio no hubo inclinación
alguna en sentido conciliatorio. Persistiendo con tenacidad en que debían
entregarle su esposa, ármase deliberadamente, y resuelto a todo, encami-
nase otro día, que fue el 5 de mayo de 1739 al monasterio de Clarisas.
A los recios golpes que daba, contesta la monja portera tras el torno.
Don Gregorio le dice de mal talante que deseaba hablar personalmente
con la madre abadesa. La portera, con el sobresalto del caso, pasa el
recado, en momentos en que la superiora se hallaba en la piadosa labor
de vestir una imagen del Niño Jesús. Llena de angustia, dirígese a la
portería, pero se devuelve del camino, sobrecogida por súbito presen-
timiento.
En viendo don Gregorio que la abadesa excusaba presentarse, sale
de la portería ciego de ira, lanzando terribles amenazas. Las monjas
hacen cerrar tras él las puertas, y se entregan a la oración. Eran los pri-
meros días de mayo, días tristes en Mérida por las continuas lluvias y
las espesas nieblas, más tristes aún en aquel tiempo, debido a la mayor
proximidad de los bosques vírgenes, que casi besaban las plantas de la
ciudad de los Caballeros.
Los pasos precipitados de don Gregorio se oyeron resonar por algu-
nos instantes en la solitaria calle, simultáneamente con el crujir de las
cerraduras del monasterio. Y sobrevino el silencio, el silencio precursor
del desastre.
336 T ulio F ebres C ordero

Oyese de pronto una detonación de arma de fuego no muy lejana,


seguida a poco de confusos rumores, gritos y carreras de alarma. Terror
pánico, apodérase de las monjas, quienes presienten algo funesto. Los
momentos se hacen siglos, el ruido exterior aumenta, y, en definitiva,
oyen con indescriptible angustia una voz del pueblo, clara e hiriente,
que clama venganza al cielo.
—¡Han matado al Padre Vicario!...
Doña Josefa Ramírez da un grito desgarrador y cae sin sentido, a
tiempo que las religiosas todas levantan las manos al cielo poseídas de
espanto.
Entre las reverendas monjas había dos muy allegadas al infortunado
Padre Peña: la Madre Inés del Espíritu Santo, su tía paterna, y la Madre
Beatriz del Santísimo Sacramento, su hermana carnal.
¿Qué había sucedido? Don Gregorio convertido en una furia, va a la
casa del Vicario, que no distaba mucho del Monasterio3. El sacerdote
se hallaba de espaldas para la calle, sentado a la mesa. Don Gregorio le
dispara la carabina que llevaba prevenida4, dejándole muerto en el acto.
Es de imaginarse la alarma, confusión y espanto que tan horrible
atentado causara en una ciudad hondamente cristiana y piadosa como
Mérida, asiento para entonces de cuatro Conventos de Religiosos, fuera
del monasterio de Clarisas.

[3]_ Parece que la casa en que vivía el Vicario era la situada en la esquina norte de la
plaza mayor, hoy de Bolívar, casa que fue después solariega de la respetable familia
Salas Roo. Nos referimos en esto a don Carlos María Zerpa, persona autorizada, quien
así lo oyó decir en otros tiempos y a nuestros propios recuerdos de la niñez, pues cree-
mos haber oído igual cosa en la casa del Canónigo Dr. Más y Rubí.
[4]_ Respecto a la clase de arma, hay discrepancia en las noticias que hemos adquirido.
La tradición del Convento se refiere a una pistola; el cronicón titulado La Patria Boba
citado por el Dr. Perera habla de un trabucazo; pero en la partida de entierro, escrita
al siguiente día del hecho, se dice expresamente que fue muerto de un carabinazo, y a
esto debemos atenernos.
M itos y tradiciones 337

Don Gregorio llevaba intenciones de disparar contra la abadesa, si le


negaba la esposa. Quiso Dios salvar a la reverenda monja, infundiéndole
el repentino temor que la hizo retroceder: lo que determinó a don Gre-
gorio a salir en busca del Vicario y Capellán del Convento, con la sinies-
tra intención de matarlo. Aprovechando los primeros momentos, el ma-
tador huye, alejándose del sitio del crimen como una sombra maléfica...
Al punto acuden los alguaciles y alcaldes, el clero y religiosos de todas
las Ordenes, gran número de caballeros y damas de lo más distinguido,
y el pueblo todo a la casa del que había sido Presbítero Dr. D. Francisco
de la Peña y Bohórquez, Familiar del Santo Oficio. Vicario Juez Ecle-
siástico y Capellán de las Monjas Clarisas.
Para colmo de infortunio, doña Isabel y doña Cecilia, hermanas car-
nales del Vicario muerto, estaban casadas con don Cristóbal y don Car-
los, hermanos del matador, y era el primero nada menos que alcalde de
la ciudad, o sea la superior autoridad civil y política.
El duelo comprendía de cerca a las familias Peña, Bohórquez y Gavi-
rias, con las cuales estaba ligada casi toda la sociedad merideña. Un her-
mano del Vicario, don José de la Peña y Bohórquez, casado con doña
Josefa Rangel Briceño y doña Gertrudis de la Peña, también hermana
del muerto, lo mismo que el joven don José Benito de Balza, su sobrino
y pupilo, todos hallábanse allí, transidos de dolor y de pasmo, rodeando
el cadáver de la venerable víctima.
Nubes plomizas oscurecieron la tarde, a tiempo que en todos los cam-
panarios se tocaba a muerto. Al fúnebre y general tañido, acudían en tro-
pel multitud de personas de los extremos de la ciudad y campos vecinos.
Pondérese a cuantos comentarios se prestaría tan desgraciado suceso;
qué de versiones, qué de conjeturas se harían en la ciudad sobre sus
pormenores y circunstancias. La gente no cabía en la casa, vivamente
impresionados codos ante el cuadro que ofrecía la caía mortuoria, una
338 T ulio F ebres C ordero

vez colocada sobre fúnebre mesón en el centro de la sala, según las


costumbres del lugar. Durante toda la noche, la luz de altos blandones
alumbraba de lleno el cadáver, vestido con los ornamentos sacerdotales
y con el sagrado cáliz entre las rígidas manos5.
En la mañana del día siguiente efectuáronse las exequias y enterra-
miento. Los cantos graves y dolientes del oficio de difuntos, el continuo
doblar de las campanas y el aspecto del majestuoso cortejo, en que iban
los religioso» de la ciudad, dominicos, agustinos, franciscanos y jesui-
tas6, en filas por uno y otro lado de la calle, lo mismo que los oficiales
de la Inquisición, los ministros de la justicia, los diputados de las Her-
mandades y Cofradía, los caballeros distinguidos, todos con sus veneras
y uniformes; y detrás, la gran muchedumbre conmovida y silenciosa;
todo este inusitado y fúnebre aparato, despertaba sentimientos de di-
versa índole respecto al desventurado autor de tamaño crimen; algunos,
cristianamente compasivos, y de absoluta condenación los más, pues el
atentando hería profundamente a la sociedad civil y a la Santa Iglesia.
He aquí un traslado fiel de la partida de este memorable entierro, doble-
mente autorizada por tener la firma del actual Ilmo. Obispo Diocesano:
“Certifico: que en el libro 5.° general de partidas de Bautismos, Ma-
trimonios y Entierros, al folio 2.061 hay una partida del tenor siguiente:
“En seis de Mayo de mil setecientos treinta y nueve, yo el cura Bendo
enterré en la Sta. Iglesia Parroqul, el cuerpo difunto del Dr. Don. Fran-
co; de la Peña, Comiss.º del Santo Of.º y Vic.º Juez Eclesc.º, a quien

[5]_ Según el Dr. Perera, el Deán de Mérida, doctor Piñeiro, oyó relatar en su niñez el
trágico suceso a un vecino anciano, que había visto el cadáver del sacerdote.
[6]_ Los Prelados de los Conventos de Mérida eran para este año de 1739 los siguien-
tes: Dr. Francisco de la Torre, Prior de Santo Domingo; Fr. Pedro Sifuentes. Guardián
de San Francisco; Fr. Francisco Horduño. Los Prelados de los Conventos de Mérida
eran para este año de 1739 los siguientes: Dr. Francisco de la Torre, Prior de Santo
Domingo; Fr. Pedro Sifuentes. Guardián de San Francisco; Fr. Francisco Horduño.
Prior de San Agustín, y el Padre Cristóbal Hidalgo, Rector del Colegio de jesuitas.
M itos y tradiciones 339

mató alevosamente de un carabinazo D. Gregorio de Rivera; se le hizo


entierro mayor con tres posas. Misa y Vig.ª, y para que conste firmo.
—Don Manuel de Toro. Es copia exacta. —ANTONIO RAMÓN,
Obispo de Mérida.”
Faltaba algo sombrío y extraordinario para completar el impresio-
nante cuadro del día. Con la solemnidad del caso el Dr. D. Manuel de
Toro y Uzcátegui, Cura de la Matriz, que había asumido el cargo de
vicario, declaró entredicha la Iglesia merideña por el enorme sacrilegio
cometido en la persona de la primera autoridad del partido eclesiástico;
y fulminó contra el matador la excomunión mayor en que había incu-
rrido ipso facto, tremenda sanción canónica, por primera vez aplicada
en la ciudad, que hizo profunda impresión en el ánimo ya conturbado
del pueblo. La llama de una vela encendida fue apagada dentro de la
caldereta en el umbral de la puerta mayor del templo, a tiempo que
con voz solemne se pronunciaba el nombre de don Gregorio de Rive-
ra. ¡Ánathema sit! Luego... las iglesias fueron cerradas, los campanarios
quedaron mudos y la ciudad en tribulación!

IV
Huida de don Gregorio
La tradición refiere de distintos modos lo acaecido a don Gregorio en su
huida de la ciudad, pero pueden hermanarse las dos versiones principa-
les, que por lo fantásticas tendrán para el lector interés especial.
Es el caso que después del trágico suceso, don Gregorio huye a ca-
ballo. ¿Por qué vía pensaba escapar? No se sabe, pero es lógico suponer
que no sería por los caminos reales que partían de Mérida, para Vene-
zuela por Trujillo, ni para Bogotá, por el Táchira. Tampoco es de creerse
que tomase la vía de Gibraltar ni otro punto del Lago, ni tampoco
para Barinas, por ser caminos frecuentados. Lo más verosímil es que
340 T ulio F ebres C ordero

pretendiera internarse en los territorios que demoran al sur de Mérida,


tomar el camino de las Misiones existentes entonces en Aricagua, Mu-
cutuy y Mucuchachí, lugares muy apartados.
Ya avanzada la noche, fatigado y jadeante el caballo, apenas reaccio-
naba a los repetidos espolazos. La figura de don Gregorio, más que la de
un viajero, parecía la de un loco, pues cuanto más impasible quedaba el
caballo después de cada golpe de espuela, mayores eran los movimien-
tos de piernas y brazos con que el desesperado jinete pretendía obligarlo
a avanzar.
Llega por fin un momento en que el caballo se detiene, rendido de
cansancio, a tiempo que el viento dispersaba la niebla, y algo empezaba
a distinguirse en medio de las sombras. Don Gregorio, seguro de haber
caminado toda la noche, mira en torno, para saber dónde se hallaba, si
entre boscaje o en lugar descubierto. El caballo estaba para caerse muer-
to de fatiga y debía descansar por fuerza.
No un grito, sino sordo rugido se escapa entonces de su pecho, arro-
jándose de súbito al suelo, poseído de espanto, para lanzarse a todo
correr, de manera desaforada, ¿Qué había visto? ¿Era la justicia que ya
le daba alcance? ¿Por qué huía aterrorizado de tal suerte? Parece increí-
ble, pero la tradición constante así lo dice. Don Gregorio descubrió
perfectamente edificios que le eran harto conocidos: se hallaba frente a
la Iglesia Matriz, en la misma plaza de Mérida, después de haber cami-
nado toda la noche para alejarse de la ciudad...
Excusando lugares poblados, emprende de nuevo la fuga, caminando
sin descanso hasta ponerse fuera de los vecindarios que rodeaban la ciu-
dad. Marchaba a pie, entre las sombras, agobiado por el peso enorme
de su crimen.
Siniestro resplandor lo hace volver los ojos, y en el mismo instante
nuevo terror crispa todo su cuerpo, y un grito de espanto se escapa de
M itos y tradiciones 341

su pecho. Lo seguía un bulto negro horripilante, figura de lobo o de


pantera, un horrendo dragón infernal cuyos ojos eran ascuas y cuya
boca arrojaba ardientes llamaradas.
La desesperación se apodera de su ánimo. Corre desolado a campo
traviesa, volviendo siempre el rostro, pero la espantable fiera lo sigue
por todas partes. De pronto llega a los escombros de una casa de tapia,
y allí se asila, perseguido va de cerca por la tremenda visión. Era una
casa cuyos techos se habían hundido, llenando de tierra, tejas y maderas
todo el pavimento. Se hallaba abierta la puerta que daba al camino,
pero sus hojas estaban sembradas en los escombros y medio ocultas por
la maleza. Era una ruina completamente abandonada y lúgubre, predi-
lecto asilo de aves nocturnas.
Desesperado casi frenético trata en vano de cerrar la enclavada puerta,
aspado en medio de ella, dando frente al temido dragón, con mirada
de terrible angustia, desencajado y pálido como un muerto. La negra y
espantable figura retrocede entonces, bufando de ira y desgarrando el
suelo con las agudas y centelleantes garras. Don Gregorio viéndola de
huida, respira con alguna libertad, deja caer los brazos lleno de pensa-
mientos tétricos y sombríos, pero tan luego como baja los brazos, el
terrible animal vuelve sobre él con mayor coraje. El desdichado prófugo
se aspa de nuevo en la puerta, agarrando a las abiertas hojas, forcejean-
do por cerrarlas. Obraba por instinto en el acceso de la desesperación.
El animal retrocede entonces, como la vez primera, lanzando llamas
y rugidos espantosos, que dejan atónito al criminal. Comprende allí
mismo que es la figura en cruz, en que mantiene su cuerpo, lo que
retrae y encoleriza al dragón infernal. Da un gran grito, invocando a
María Santísima, de quien era devoto, y se desploma sin sentido entre
la húmeda maleza. ¡Puede huirse de la justicia humana pero jamás de la
justicia de Dios!
342 T ulio F ebres C ordero

Con la claridad del alba y los primeros cantos de las avecillas silves-
tres, vuelve en sí don Gregorio. Era otro hombre. Aunque taciturno y
desencajado, pintábase en su semblante la serenidad de la resignación
y el arrepentimiento. Limpia y compone sus vestidos, llenos de barro;
rebújase en la capa y emprende el regreso. Hallábase a orillas de una
vereda, al parecer transitada, y por ella se aventura lentamente hacia la
ciudad. Iba a presentarse a la justicia.
A poco andar, encontróse con un sencillo labrador, que mañaneaba a
coger trabajo, quien le pregunta sorprendido y con amigable solicitud:
—¡Don Gregorio! ¿Tan temprano usted por estos retiros?
—No me hable usted ni se me acerque, porque estoy descomulgado
—contéstale con voz solemne, apartándose a la vera del camino.
El labrador, ignorante del atentado, creyó que andaba fugitivo por
loco; y prudentemente lo dejó seguir, articulando para sí palabras de
compasión y asombro.

V
La ciudad en conflictos
La Santa Hermandad, establecida por los Reyes Católicos para la más
activa persecución de los bandidos y criminales que infestaban los ca-
minos y pueblos, pasó a las colonias de América, pero en territorios
tan vastos y despoblados, su acción no parece que llegase a ser del todo
satisfactoria. En la ciudad de Mérida se nombraban anualmente dos
Alcaldes de la Santa Hermandad, uno para el partido de abajo, de la
plaza principal hasta Ejido; y otro para el partido de arriba, o sea desde
la misma plaza hacia el Valle de Carrasco y pueblo de Tabay. Para 1739,
época del suceso que relatamos, los expresados Alcaldes eran, respecti-
vamente, don Alejandro Fernández y don Francisco Paredes.
M itos y tradiciones 343

El Alcalde ordinario, a quien tocaba por su oficio hacer justicia con


toda prontitud y eficacia, era nada menos que hermano del matador.
Verdad que también era cuñado del muerto, y aquí su confusión y gra-
ve apuro. De hecho se apersonó de la justicia el segundo Alcalde, don
Antonio Rangel Briceño, quien tenía una hermana, que era cuñada del
P. Peña y concuñada del otro Alcalde, don Cristóbal de Rivera. Así es-
taban con mayor o menor proximidad de parentesco, unidos muchos
hombres de influjo con los personajes principales del suceso, lo que
mantenía en suspenso a unos, apasionados y violentos a otros, y en gran
exaltación a todos, autoridades, nobleza, clero, clase media y masa del
pueblo. Agrégase a esto que el Teniente General de la Provincia, don
Tomás de Rivera y Sologuren, a la sazón en Barinas, era también her-
mano de don Gregorio, como ya se ha dicho en otro lugar.
El jefe de armas o Capitán de Número, como se llamaba entonces, ha-
bía renunciado hacía poco, de suerte que el puesto estaba vaco, en espera
de que lo proveyese el Gobernador de la Provincia, a quien competía el
nombramiento. En estas críticas circunstancias reuniéronse en cabildo el
8 de mayo, tres días después del desastre, el Alcalde segundo, don Anto-
nio Rangel Briceño, y el Procurador General, don Juan Díaz de Orgaz, y
resolvieron lo siguiente copiado textualmente del acta respectiva:
“Fué acordado por el dicho señor Procurador el que, mediante a ne-
cesitar en lo presente la Real Justicia de pleno favor en el vecindario, y
que por no haber Capitán de Número ni Jefe a quien impetrar auxilio,
pueden omitirse algunas precisas diligencias de justicia, en cuya con-
sideración. aunque privativamente toca al Sr. Gobernador y Capitán
General de esta Provincia el nombrar Cabos para esta jurisdicción, en
virtud de la facultad que reside en este Cabildo, para que haya Capitán
de Número, ínterin que se da cuenta a dicho Señor, nombramos por tal
Capitán de Número de esta ciudad a Don Juan Quintero, y como tal
cargue la insignia correspondiente, y mandamos a todos los vecinos lo
344 T ulio F ebres C ordero

tengan y le guarden todos los honores y preeminencias correspondien-


tes, y que los demás Capitanes estén al comando del dicho nombrado,
para que éste dé las providencias y auxilios que convengan convocando
a sus compañías y soldados.”
Incontinenti, prestó el juramento don Juan Quintero Príncipe y en-
tró en posesión del cargo. Don Cristóbal no asistió a este cabildo, ex-
cusándose por estar quebrantada su salud; pero si concurrió dos días
después a otro cabildo urgente, para tratar sobre el entredicho en que
estaba la ciudad. He aquí el acta:
“En la ciudad de Mérida en diez de Mayo de mil setecientos y treinta
y nueve años Nos el Cap. Dn. Cristóbal de Ribera y Sologuren y Dn.
Ant.º Rangel Briceño. Alcaldes Ordinarios, habiéndonos congregado
para tratar y conferir las cosas tocantes al bien ppcº., con asistencia
del Sr. Dn. Juan Díaz. Procurador General; en este estado al dicho Sr.
Procurador presentó una petición en orden a impetrar misericordia a
Ntra. Sta. Me. Igla. en nombre de Rpa. por el entredicho en que se halla
por la muerte ejecutada en el Vicº. Juez Ecclº. De esta ciud., a lo cual
proveimos que se le hiciese exorto al Sr. Juez Eccº, para que se sirva de
alzar el entredicho; y por no ocurrir otra cosa, cerramos este Cabdo. y
lo firmamos por ante nos en defecto de Escno. Dn. Cristóbal de Ribera
y Sologuren. Antº Rangel Briceño. Juan Ph. Díaz Orgaz.”
Con esta fecha 7 de mayo se había dirigido a la Justicia José Rafael
Obando, haciéndole ver la necesidad de sepultura en que se hallaba un
cuerpo de dos días de muerto, con peligro de infestar la ciudad. Todo,
pues, concurría a mantener la población en conflicto. Lógico es presu-
mir que las diligencias de justicia, a que se refiere el Cabildo, no eran
tan sólo las de captura del delincuente, sino otras motivadas por el trá-
gico acontecimiento. La ciudad andaba revuelta y encendidos los odios
de partido. Consta en documentos de aquella época que el P. Cristóbal
Hidalgo, Superior de los jesuitas, pensó dar misiones en la ciudad, por
M itos y tradiciones 345

estos días, pero en consulta con los otros Padres, no lo creyeron conve-
niente, lo que indica cuán pesada era la atmósfera que se respiraba.
Al cabo, el Gobernador de la Provincia, Altuve y Gaviria. nombró jefe
de las Armas, con el título de capitán de infantería, a Fernando Gonzá-
lez, a quien el Cabildo posesionó del cargo el 23 de julio, único acto de
este cuerpo habido después del 10 de mayo, receso en que continuaron
los Alcaldes y Procurador hasta el 4 de diciembre, en que se reunieron
por última vez en el año, para notificarse de haber cesado don Tomás
de Rivera en el cargo de Teniente General, a quien había sustituido ya,
desde el 14 de octubre, el Sargento Mayor don Bartolomé Fernández de
la Riva, quien así lo comunicó desde Barinas.
Bien se comprende que era prudente apartar del orden público a los
Riveras. Muy grave sería el estado de cosas en Mérida, a partir del asesi-
nato del P. Vicario, cuando el Gobernador Altuve y Gaviria que residía
habitualmente en Maracaibo, como capital de la Provincia, creyó nece-
saria su presencia en Mérida para elegir directamente los empleados mu-
nicipales del año de 1740. El documento que sigue es harto elocuente:
“En la ciudad de Mérida en primero de henero de mil septecientos
y quarenta el señor don Manuel de Altuve y Gaviria, familias del Sto.
Offº de la Sta. Yqn. Gobernador y Capn. Gnl. desta Provª del Espíritu
Sto. de la Grita y desta ciud. de Maracaybo, su Laguna, fuerzas y Presi-
dio, hallándose en esta ciu. tubo pr. conveniente pª. la quietud pública
y bien común desta ciudad, eligió y nombró de primer voto pª. Alcalde
Ordinario a Dn. Juan Jph. Díaz de Orgás y de segundo voto a Don
Bentura de Angulo; Procurador Genl. a Dn. Joseph Antº Dávila; Alcal-
des de la Sta. Hermandad, Dn. Pedro de Soto del partido de abaxo y a
Dn. Francº. de Uscátegui y toro pª. el partido de arriba, con la previsión
de que ayan de cumplir su año todos y cada uno de los nombrados en su
empleo, pena de sien ps. de buen oro aplicados en la forma ordinaria, lo
346 T ulio F ebres C ordero

que ejecutará incontinenti, ante el Alcalde ordinario y me dará cuenta;


y por este así lo dijo, mandó y firmó en estas Reales Casas de la de la
Ciudad de Mérida con el Ayuntamiento como es uso y costumbre. D.
Manuel de Altube y Gaviria. —Dn. Cristóbal de Ribera y Sologuren.
—Antº Rangel Briceño. —Jn. Jph. Díaz Orgaz.”
Como caso raro anotamos, para terminar este capítulo y volver a don
Gregorio, que un hermano de éste, don Carlos de Rivera, aparece en
documentos fehacientes como apoderado de la sucesión del P. Peña y
depositario de sus bienes. Con tal carácter recibió de don Fernando Dá-
vila Rendón cincuenta pesos que éste dió, intervención de la autoridad,
para manumitir a un esclavo llamado Domingo, que era del finado P.
Peña. Debe recordarse que don Carlos era esposo de doña Cecilia de la
Peña, hermana del Vicario, lo que explica la representación que tuvo en
la mortuoria.
Tan vinculada por sangre y afectos estaba la familia Peña Bohórquez
con la Rivera, que todavía para el año de 1773, doña Gertrudis de la
Peña, otra hermana del Vicario, ya anciana, fue madrina de su resobrina
doña Bárbara Dávila y Rivera, nieta de don Cristóbal, cuando ésta casó
con don Ignacio de Rivas, de cuyo matrimonio vino al mundo en 1778,
el célebre Coronel Rivas Dávila. El padrino de estas bodas fue el doc-
tor Diego Benito de Balza, también de la familia Peña Bohórquez por
ambas líneas, por ser hijo de don Diego Benito de Balza y Peña y doña
María N. Peña y Bohórquez, hermana del sacerdote asesinado.

VI
Suplicio de don Gregorio y salvación de su alma
Las diligencias de la Justicia para lograr la captura del delincuente cesa-
ron al punto con la inesperada presentación de don Gregorio, a quien
se procesó sin pérdida de tiempo, breve y sumariamente, pues se trataba
M itos y tradiciones 347

de un hecho cometido a plena luz del día, en el centro de la ciudad,


confesado también por el mismo criminal. Aunque no se halla noticia
del proceso en los archivos merideños, el expediente debió de ir en
alzada o consulta al Gobernador de Maracaibo; y de éste, a la Real Au-
diencia de Bogotá, a quien correspondía el fallo definitivo de muerte.
Debió autorizarlo el capitán don Francisco González Manrique, recién
posesionado del gobierno del Virreinato, último Presidente, quien en-
tregó el mando al virrey don Sebastián de Eslava en 1740; y gobernaba
el Arzobispado, en sede vacante, don Nicolás Javier de Barasorda La-
rrazábal, a quien tocó conocer en el asunto del entredicho de Mérida.
La familia Rivera tenía relaciones valiosas en Bogotá7. A ello debían
la excelente posición que ocupaban en Mérida. Ya hemos dicho que en
1736 había partido para Bogotá doña María de Rivera y Simbrana, tía
de don Gregorio; y meses antes del desgraciado suceso, don Cristóbal
de Rivera había estado también en la capital del Virreinato. Es de su-
poner que mediaran influencias en favor del reo para redimirlo de la
muerte infamante de horca, alegando la nobleza de su cuna.
En la clase de suplicio había en España y otros países manifiesta dife-
rencia, según la calidad de los reos y delitos. Por lo regular, no se daba
a los nobles y caballeros muerte de horca, sino decapitación, garrote o
arcabuceo, para la época del crimen que relatamos. Don Gregorio fue
conducido a caballo al lugar del suplicio, en la plaza mayor de Mérida,
siendo allí fusilado y no ahorcado, según se desprende de la legislación

[7]_ Respecto a orígenes genealógicos de la familia Rivera Sologuren, véase el Apén-


dice de la interesante obra histórica del doctor Vicente Dávila, titulada Próceres Meri-
deños. Por Inadvertencia, no va esta nota al final del capítulo II, en que se habla sobre
el particular.
NOTA. —La firma de don Gregorio de Rivera aparece estampada el 3 de marzo de
1739, dos meses antes del crimen, actuando como testigo en el acto de dar posesión
del cargo de Alcalde de la Santa Hermandad a don Francisco Paredes, acto que tuvo
lugar en el Cabildo, bajo la presidencia de don Cristóbal de Rivera, Alcalde Ordinario.
348 T ulio F ebres C ordero

vigente y de la tradición más fidedigna, que es sin duda la del Convento


de Clarisas de la misma ciudad, donde había religiosas ligadas estrecha-
mente, por vínculos de sangre, con el matador y con la víctima.
Léase, pues, lo que dijo al Provisor Dr. Pérez Limarda en 1891, la ve-
nerable e ilustrada monja Josefa González Egui, que entró al Convento
muy niña, siendo toda su vida dechado de virtudes y una especie de
oráculo místico para las otras madres monjas en los amargos días de su
exclaustración:
“Llegado el tiempo de la ejecución, dice la distinguida religiosa en
sus apuntes, lo hicieron penar mucho, porqué- como aquí no había
gente aguerrida, no acertaban, por lo que suplicaba desde el banquillo
que abreviaran; y a pesar de haberse preparado con la recepción de los
Santos Sacramentos, sufrió en los momentos de su agonía fortísima
combate con el espíritu malo, y consintió en un pensamiento de des-
esperación, por lo que fue condenado a pena eterna. En este conflicto
ocurrió a María Santísima, a quien toda su vida había saludado con las
tres Avemarías que comienzan Dios te salve Hija de Dios Padre, supli-
cándola lo amparase en la hora de la muerte. Intercedió María Santí-
sima para que la pena eterna se le conmutara en temporal y también
le alcanzó la gracia de que a cualquiera que haga algún sufragio por su
alma, parecieran las cosas perdidas; y para que tuviera efecto, le alcanzó
que viniera a decirlo a una religiosa de Bogotá, la madrugada siguiente
de la muerte, a la que le refirió lo que había pasado con él en el juicio
de Dios; y habiéndole preguntado la religiosa que por qué no había
venido a decirlo a las de aquí (Mérida). le contestó que así lo disponía
el Señor para que diera crédito a su palabra, y le suplicó extendiera la
noticia. Luego que se supo, hicieron allí la prueba en una cosa que tío
tenían esperanza de recobrar, e inmediatamente dispuso el Señor que
los usurpadores espontáneamente la entregaran.”
M itos y tradiciones 349

Difundida esta revelación desde Bogotá hasta Mérida, multiplicáron-


se prontamente los sufragios por el alma de Gregorio Rivera, ante los
casos evidentes de la gracia concedida por Dios a este-gran pecador arre-
pentido para que parecieran las cosas perdidas. Hasta proverbial llegó
a ser la exclamación piadosa: ¡Alma de Gregorio Rivera! en los casos de
pérdida o extravío de cualquier prenda u objeto de valor.
¡Qué de millares de casos particulares pudieran haberse catalogado
en otros tiempos! Pero como más impresiona lo raro que lo habitual, y
vino a ser cosa tan común invocar con éxito el alma de Gregorio Rivera,
puede decirse que ya se practicaba esto con la misma fe y naturalidad
con que se ocurre a las prácticas religiosas que el místico tesoro de la
Iglesia ofrece a los mortales en sus necesidades y tribulaciones. Era cosa
sabida de todos y vulgarísima. Así nos explicamos el silencio de nuestros
antiguos cronistas sobre la historia de don Gregorio y la devoción a que
dió origen.
Apenas haremos, en capítulo aparte, sucinta relación de los casos par-
ticulares que recordamos. Acaso la lectura de, estas páginas reviva el re-
cuerdo de otros que la tradición conserve en el seno de algunas familias.

VII
Casos particulares
La perla en el pozo
El primer caso que nos impresionó de niños, fue el ocurrido a nuestra
querida madre por los años de 1869 a 1870. Había ido de paseo a una
casa de campo, en los alrededores de la ciudad, por cuyo huerto cerrado
corría un poético arroyuelo, en el que solía bañarse, como lo efectuó
aquel día. En el baño, notó la pérdida de una hermosa perla, desprendi-
da de uno de los zarcillos. Su sentimiento fue grande, porque se trataba
de una prenda de familia muy estimada.
350 T ulio F ebres C ordero

Vanas fueron las activas diligencias hechas allí mismo para buscar la
perla en el fondo del agua, removiendo arenas y guijas con particular
solicitud. Hubo de volver a la ciudad con gran desconsuelo, convencida
de lo estéril de cualquier otro esfuerzo para buscarla. Quiso además el
destino hacerla perder toda esperanza, pues aquella misma tarde cae
fortísimo aguacero, torrencial y persistente, como son los aguaceros en
el seno de nuestras níveas montañas. El arroyuelo crece, rebosa el cauce
y se desborda por el rústico huerto. La corriente arrastra con violencia
lodo, pedriscos y despojos vegetales.
¿Qué había dicho de la perla? ¿Podría respetarla el impetuoso turbión?
El alma de Gregorio Rivera fue invocada con gran fervor; y al día si-
guiente, tornóse a la busca con piadosa esperanza. La porfía, de tejas para
bajo, era temeraria y hasta risible. Cuando de pronto ¡un grito de gozo!
Desecado un tanto el arroyuelo, brilla la preciosa margarita en el fondo
del agua, aprisionada entre dos guijarros. Hay que creer en que don
Gregorio había intercedido providencialmente, y el milagro fue hecho.

Un taller en oración
Otro caso presenciamos en el taller de imprenta de don Juan de Dios
Picón Grillet, donde aprendíamos el oficio por los años de 1877 a 1878.
Don Juan era también grabador en madera, por mera afición, para ilus-
trar los trabajos tipográficos de su propio taller. En la ejecución de estos
grabados no empleaba buriles ni punzones; valíase con suma destreza de
las puntillas de una navaja inglesa.
Estaba un día grabando una caricatura para el periódico “La Avispa”,
y habiéndose suspendido el trabajo por algunos momentos, para salir a
la calle, cuando vuelve a reanudarlos, nota la pérdida de la navaja, útil
que había guardado en uno de sus bolsillos. Era difícil conseguir en el
comercio una navaja de aquellas condiciones para suplirla. Había sido
M itos y tradiciones 351

traída de fuera por encargo especial. Lo más agravante, pues, era que
quedaba con los brazos cruzados y el trabajo en suspenso.
Busca por aquí, busca por allá, repasa las calles recorridas y los sitios
visitados en su breve salida, solicitándola con gran cuidado, sin éxito algu-
no. Ya desesperanzado, dirígese en el taller a los oficiales con voz solemne:
—Mis amigos, quiero que me acompañen a rezar un padrenuestro y
una avemaría por el alma de Gregorio Rivera, si parece mi navaja.
De más estará decir que todos ofrecimos acompañarlo desde luego.
Era obra de piedad, de afecto y hasta de viva curiosidad para la inquieta
imaginación de los muchachos que ocupaban los bancos del taller.
Don Juan sale de nuevo a la calle. Habían pasado ya dos o tres horas
de la pérdida. Repasa otra vez el camino hecho; y ya tornaba desconso-
lado, cuando en la esquina de la Torre de la Catedral, sitio donde había
buscado repetidas veces, sobre una de las lajas que allí forman el pavi-
mento de la calle, ve brillar de lejos los cantos metálicos de su navaja. Es
este sitio el más céntrico de la ciudad y por encima de la navaja habían
pasado cien personas de toda clase por lo menos.
El milagro era patente. Con gran devoción se hizo el sufragio en la
propia imprenta, encabezando el rezo el señor Picón Grillet, quien no
se cansaba de admirar el cano y recomendar la devoción al alma de
Gregorio Rivera.

El misterioso guía
Caso interesante es también el ocurrido al doctor La bastida, hombre
muy notable del Estado Trujillo, según relato que nos hizo el inteligente
escritor andino doctor José Domingo Tejera. Lo sustancial del asunto es
como sigue: Dirigíase el doctor Labastida a su hacienda, aledaña de Va-
lera, ya al caer la tarde. Sobreviene la noche y furiosa tempestad. Por la
inundación del camino y la completa oscuridad, el distinguido viajero
352 T ulio F ebres C ordero

se extravía, vagando a la ventura por entre malezas, su situación viene a


ser en extremo conflictiva.
A la luz de un relámpago, ve cerca la figura de un hombre en actitud
pacífica. Creyendo que fuese algún aldeano, suplícale allí mismo que
lo saque al camino, tirando de diestro la muía de silla, porque le era
imposible dirigirla personalmente en medio de las tinieblas. Obedece el
inesperado guía, conduciéndolo en seguida por entre torrentes de agua
y descargas eléctricas a sitio abrigado.
El doctor se halla, cuando menos se lo imaginaba, en el patio de su
propia hacienda.
Echa pie a tierra, dejando la bestia a cargo del que lo guiaba, para
entrar a la casa y dar órdenes de hospedar y servir a su providencial
compañero, como se lo dictaba el más vivo agradecimiento.
Pero, ¡oh sorpresa! El misterioso guía había desaparecido. La atribu-
lada familia del doctor Labastida rezaba en aquellos críticos momentos
al alma de Gregorio Rivera, encomendándole la suerte del viajero. ¡El
fantástico conductor era el mismísimo don Gregorio!

Arrepentimiento de un ratero
Vaya otro caso ocurrido cuarenta años atrás, más o menos, en la ho-
norable casa del Pro. Dr. Rafael Antonia González, el notable orador
sagrado que ocupó en el Coro de la Catedral de Mérida el sillón de la
Canongía Lectoral, y murió en 1893.
Perdióse allí una hermosa paila de cobre, muy estimada por los servi-
cios frecuentes que prestaba en las faenas domésticas. El ama de la casa,
hermana del Canónigo, espiritual y activa, agotó los recursos en el sen-
tido de averiguar el paradero de la paila, apelando, en definitiva, al acto
piadoso de ofrecer un sufragio por el alma de Gregorio Rivera, para que
moviese al detentador del objeto perdido a hacer la debida restitución.
M itos y tradiciones 353

El mismo Pro. Dr. González quiso hacer el sufragio aplicando una


misa por el descanso de don Gregorio. Era participe de la fe ciega que
mostraba su hermana en la mediación de aquella alma del Purgatorio,
a tiempo que estaba interesado, como debe suponerse, en que pareciese
la paila, porque la compra de otra de iguales condiciones era un gasto
extraordinario, conflictivo para su bolsillo, pues es fama que el sabio
y popular sacerdote, por caritativo y accesible a todos los necesitados,
siempre andaba a tira que te alcance en materia de recursos pecuniarios.
La casa del Dr. González, muy conocida en Mérida, estaba situada
detrás de la Catedral, en la esquina de la Curia Eclesiástica, la misma en
que vivió el Deán Dr. Ciriaco Piñeiro. En vez de zaguán, tenía a mane-
ra de portal una pieza donde había tres puertas siempre cerradas, que
comunicaban con los varios departamentos de la casa. De estas puertas,
la principal y de más trajín, que era de una sola hoja muy ancha, cerrá-
base automáticamente por medio de una piedra forrada en cuero, que
colgaba por el respaldo de la misma hoja, sostenida por una soga del
travesaño superior de la misma puerta. Era este un medio sencillo e in-
genioso de que se valían nuestros antepasados para evitar que la puerta
quedase abierta por descuido de los que entraban y salían, artificio que
no faltaba en los postigos de los grandes portones, en aquellos portones
casi cuadrados, pintados de rojo y con enormes cabezas de clavos a la
vista. De estas costumbres conventuales de otros tiempos ya no queda
rastro, y por ello las anotamos como dato histórico.
Volviendo a lo principal del asunto, que es la paila, el reverendo Ca-
nónigo aplicó la misa en sufragio por el alma de don Gregorio; y ese
mismo día a plena luz del sol, apareció misteriosamente la paila en sitio
visible del portal, sin que nadie diese razón de cómo ni por quién había
sido colocada en tal paraje.
El caso se hizo notorio en la vecindad, y fue considerado por todos
como prodigio obrado por el alma del famoso don Gregorio, quién
354 T ulio F ebres C ordero

movió la conciencia del infeliz ratero, en el sentido de la inmediata


restitución.

Sorprendente hallazgo
Por lo reciente, queremos anotar otro caso, ocurrido en una casa de la fa-
milia del que esto escribe, en cuyo seno habíamos refrescado el recuerdo
de la antigua tradición merideña, objeto de este estudio, a propósito de
ocuparnos ya en concluirlo. La rememoración de los hechos extraordi-
narios que quedan relatados, sugirió al instante el pensamiento de apelar,
como último recurso, al alma de don Gregorio Rivera para que pareciese
un objeto extraviado en esos mismos días y que hacía notable falta.
Era un tornillo de cobre, que servía para mover a voluntad las agujas
de un reloj de mesa, que se quería con el natural cariño que se pone a
los objetos consagrados por largo uso doméstico. Era el tornillito una
bagatela ciertamente, pero indispensable en el mecanismo del reloj, que
sin él no podían ponerse las agujas en la hora conveniente.
Hemos dicho que se apeló al alma de don Gregorio Rivera, como úl-
timo recurso, porque ya se había buscado la piececita con gran cuidado
sobre el velador en que estaba el reloj y por los contornos, examinándolo
todo, hasta las rendijas de las baldosas en el pavimento. Habíanse agota-
do, en fin, todos los medios de busca; y hasta se había solicitado con un
relojero otro tornillo que supliese el perdido, sin resultado satisfactorio.
El hecho es que el reloj estaba inútil por tal motivo, y que el alma
de don Gregorio Rivera, a quien se invocó con el ofrecimiento de un
sufragio hizo parecer allí mismo la evaporada piececita. Pero lo más
sorprendente del caso es la manera de aparecer a la vista.
El tornillito apareció pegado a la pared, casi a la altura de la mano, en
el mismo sitio donde se hallaba el velador y donde tan repetidas veces se
había buscado. La pared era lisa, y la piececita metálica se mantenía allí,
M itos y tradiciones 355

en el aire contra ella, sin saberse cómo. Parecía decir a quienes la vieron
con alegría y con asombro: ¡“Cójanme, porque me caigo!...”
Repetimos que se trata de una pequeñez, ciertamente, pero de una
pequeñez que obliga, por lo menos, a meditar un poco, en vista de los
extraños antecedentes descritos en este estudio.

VIII
Advertencia final
Debemos declarar, para concluir estos apuntes, que cuanto va escrito
reviste sólo el carácter de una exposición de hechos, basados unos en
documentos fehacientes, y otros en tradición constante, transmitida
por personas fidedignas; y que al hablar de los sucesos inexplicables rela-
cionados con el alma de don Gregorio Rivera, no lo presentamos como
milagroso, en el sentido canónico de la palabra, sino como cosas raras
y misteriosas, dignas de consideración, que cada quien podrá apreciar,
según el criterio que le dicten sus creencias.
Conviene también advertir que la gracia concedida al alma de don
Gregorio Rivera, a que se refiere esta piadosa tradición, no debe en-
tenderse en sentido infalible por los que a ella ocurran en sus necesida-
des, porque siendo Dios el único dispensador de todo beneficio, ante
su Voluntad soberana debemos inclinarnos siempre, con humildad y
reconocimiento, alcancemos o no los favores que pedimos, según las
enseñanzas de la Iglesia Católica.
Antigua Semana Santa en Mérida

Los días por excelencia en la antigua Mérida eran sin duda los de la
Semana Santa. Familias enteras hacían viaje expreso de otros lugares
para visitar la melancólica ciudad de las nieves y las flores, por la pom-
pa especial de Sus actos religiosos, por sus muchos templos y por su
severo aspecto de ciudad vetusta y caballeresca, donde las costumbres
conservaban todavía el rancio sabor colonial, todo ello en medio de una
naturaleza pródiga en frutos, paisajes y otros singulares encantos.
Eran los tiempos del carnaval hidroterápico, llamémoslo así, por ser el
agua su principal elemento, agua en ocasiones perfumada, que se arroja
de todos modos, con jarros, baldes, tinajas y jeringas hechas de hoja de
lata y de carrizo, vasijas que era fácil llenar en cada contienda, porque el
agua corría descubierta por todas las calles.
Y sería pecado de omisión no recordar los proyectiles carnavalescos
de entonces, las populares cáscaras de huevo, tapadas con cera de colo-
res, y llenas de agua aromatizada con extrema parsimonia, o sea en la
proporción de un cuartillo de Agua Florida por cada cien litros de agua
del río Milla.
Pasado este baño general, todo divertimiento quedaba proscrito, y
empezaba el tiempo de penitencia con verdadero rigor; pues eran mu-
chas las personas de ambos sexos que ayunaban toda la cuaresma sin
más descanso que los domingos. No se pensaba más que en los próxi-
mos días de la gran semana.
358 T ulio F ebres C ordero

Casi todas las familias principales tenían demasiado en qué ocuparse,


porque fuera de los ordinarios preparativos de trajes de gala y acopio de
menesteres para bien vestir en tales días, era costumbre organizar, con
la debida antelación, el mejor arreglo del paso o santo que les tocaba
componer para las procesiones, distribución hecha de antaño, que venía
a constituir una piadosa servidumbre en cada familia, pues pasaba el
encargo de generación en generación; y en su buen desempeño ponían
todos particular esmero, haciendo a veces gasto de mucha cuantía.
En la semana de Pasión se efectuaban los Ejercicios de San Ignacio
de Loyola en la Capilla del Seminario (hoy salón universitario de actos
públicos), presididos por el rector de aquel instituto, el Provisor Doctor
Contreras. El ejercicio de la tarde era concurridísimo por parte del clero
y fieles de las cuatro parroquias urbanas. Todavía alcanzamos nosotros,
de niños, a ver estos ejercicios y a oír en ellos la palabra de los Presbí-
teros doctores Mas y Rubí, Quintero y Pineda, y también a Monseñor
Zerpa y al Doctor González, que se hallaban entonces en la plenitud
de la vida y han ganado tan justa fama como elocuentes predicadores.
Las grandes ceremonias de la Catedral empezaban con la Bandera o
Vexilla, que el pueblo llamaba Las Cocas por el aspecto de los señores
Canónigos, vestidos de capa magna con larguísima cola, y cubiertos
con el capuz, todo negro, en la majestuosa procesión que se hace con
la Bandera desde el pie de la Iglesia hasta el altar mayor. Es en realidad
imponente la sagrada figura del Obispo, de pie sobre la grada del altar,
batiendo lentamente la bandera negra con cruz roja sobre todo el clero
postrado sobre las alfombras del presbiterio. Por semejanza se viene a la
mente el recuerdo de aquellas ceremonias, comunes en los tiempos de
lucha armada entre cristianos e infieles, en que los obispos entregaban a
los cruzados la bandera victoriosa de Cristo, bajo el gótico embovedado
de los templos medievales.
M itos y tradiciones 359

El orden y número de pasos de cada procesión era el siguiente:


Domingo de Ramos. —Salía la procesión de la Iglesia del Espejo en
este orden: 1.º Jesús en el Huerto, recibiendo de manos de un ángel el
cáliz de la amargura. 2.º La Dolorosa.
Lunes Santo. —Salía de Belén: 1. º La Cruz y el Sudario. 2.º Jesús
en la Columna. 3.º La Magdalena. 4.º San Juan. 5.º La Dolorosa.
Martes Santo. —De San Francisco: 1.º La Cruz y el Sudario. 2.º La
Humildad y Paciencia. 3.º La Magdalena. 4.º San Juan. 5.º La Dolorosa.
Miércoles Santo. —Del mismo templo de San Francisco: 1.º Jesús
Nazareno, con la Cruz y el Cireneo. 2.º La Magdalena. 3.º La Verónica.
4.º San Juan. 5.º La Dolorosa.
Jueves Santo. —Del Llano: 1.º Jesús Crucificado. 2.º La Magdalena.
3.º San Juan. 4.º La Dolorosa.
Viernes Santo. —A las 11 a. m., sallan de la iglesia del extinguido
Convento de Clarisas el Santo Sepulcro y la Dolorosa. En la calle se les
incorporaban las Tres Marías, que salían de la Capilla del Seminario,
y San Juan, que salía al encuentro desde la Catedral a donde venían a
recogerse todos los pasos, para salir de nuevo solemnemente en la tarde,
precedidos de la Cruz y el Sudario. A las 9 p. m., se llevaba de la Catedral
al Convento la imagen de la Dolorosa: era la procesión de la Soledad.
La dulce y triste imagen de la Dolorosa, vestida de negro, el silencio
de la noche, la multitud de luminarias y el canto del Stabat Mater eje-
cutado en ocasiones por respetables individuos de la colonia italiana,
todo concurría para que la procesión de la Soledad fuese por extremo
simpática y conmovedora.
Ya desde el Domingo de Ramos se veía llena la Catedral en las horas
de ceremonia. En los oficios de la mañana, ora pontificase el Obispo
ora oficiase el Deán por falta del Prelado, el concurso era extraordina-
rio, y como en aquellas no tan lejanas calendas todo concurrente, sin
360 T ulio F ebres C ordero

distinción de clase ni categoría, recibía el ramo bendito, daba gusto ver


ondear tantísimos ramos juntos en la procesión que precede a la misa.
Pero la gran concurrencia a las procesiones empezaba el miércoles,
sin que pueda creerse por esto que las anteriores careciesen de ella. En
general, todas eran muy solemnes y concurridas, pero el miércoles va el
concurso ocupaba en desfile tres o cuatro cuadras. Dos niños vestidos
de Nazareno llevaban los cordones del estandarte de la Hermandad, que
se sacaba junto con los pasos de la procesión.
Cierto pavor sagrado se apoderaba del ánimo, sobre todo en las muje-
res y los niños, a la hora del oficio de Tinieblas. Como un trueno sordo
se oía desde lejos el ruido de los golpes simultáneamente dados por el
pueblo en los escaños, sobre las tarimas y en las puertas cerradas de la
Catedral, cuando el tenebrario quedaba apagado y se ocultaba la última
vela encendida tras el oscuro velo que cubría los nichos y primorosas
labores del antiguo altar mayor.
Demasiado conocidos son los actos del Jueves Santo, que siempre
se han celebrado en Mérida con toda la pompa del culto católico. Tan
honda fue la impresión que dejó en los merideños el terremoto del
Jueves Santo en 1812, que muchas familias dejaban de concurrir al La-
vatorio o Mandato, temerosas de otra espantosa sacudida de la tierra, y
por regla general no se llevaban niños a esta ceremonia, para estar más
expeditos todos en caso de una carrera.
Los monumentos de aquel tiempo no descollaban ciertamente por
el arte, en lo cual debe reconocerse el adelantamiento actual. Antes
eran adornados con flores artificiales en su mayor parte y con matas de
trigo, sembradas ad hoc en platos y otras vasijas, a tiempo que ahora
se componen con suma elegancia y buen gusto, por la profusión de
primorosos ramos de flores naturales y otros paramentos artísticos de
admirable efecto.
M itos y tradiciones 361

Una guardia cívica, compuesta de jóvenes distinguidos, autorizada


por el gobierno, hacía los oficios de ordenanza el Jueves y Viernes San-
to, y saludaba con salvas de fusilería el canto de Gloria. Esta costumbre
empezó a decaer con motivo de lo ocurrido en 1877, en que estuvieron
a punto de entrar en combate la guardia cívica y la guarnición perma-
nente de la plaza, con gran alarma de la población, por causa de un
inesperado accidente, que no es del caso relatar.
La Pascua Florida se festejaba con regalos y convites particulares. No
faltaba en las casas principales un manso cordero o algún pavo o lechón,
listo para ser sacrificado el Sábado Santo, al rasgarse el velo del templo,
entre los alegres repiques, las descargas de fusilería y la multitud de tiros
sueltos de escopeta, pistolas y trabucos, que era costumbre disparar en
tal ocasión.
Y por el torno de la portería, en el Convento de Clarisas, salían para
la casa del Prelado y los señores canónigos, entre los obsequios de gala,
aquellos azafates cubiertos de ovejitas de alfeñique, trabajadas con gran
primor, y también las cestas colmadas de esponjados y olorosos mojico-
nes, o de tiernas quesadillas de dulce, las nevadas floretas, especialidad
de las monjas, confecciones todas selectas y afamadas, que hacían agua
la boca a chicos y grandes.
Para terminar este cuadro retrospectivo, repetiremos lo que escribi-
mos sobre el particular en 1900: “Para los que dichosamente guardan
en su pecho la fe de nuestros mayores, y la confiesan francamente, sin
pagar tributo a la moda de incredulidad que muchos siguen contra los
propios e íntimos dictados de su corazón; para aquéllos, pues, es la
semana por excelencia, el tiempo santo de la familia en que se agolpan
los recuerdos con su cortejo de satisfacciones y tristezas; recuerdos de
piedad y de cariño, que anudan la garganta y hacen saltar las lágri-
mas. Ora reviven a nuestros ojos figuras venerandas de seres queridos,
362 T ulio F ebres C ordero

protectores y amigos, que en otros tiempos nos enseñaron a creer y nos


edificaron con su ejemplo; ora sentimos en el alma algún hondo vacío
en el santuario de los íntimos afectos, el recuerdo de la madre que nos
hacía arrodillar delante de las imágenes de la Pasión y rezaba con noso-
tros llena de unción y piedad; y tantos otros conmovedores recuerdos,
que nos dominan bajo la bóveda del templo, ante los altares velados, el
mutismo de las campanas, la majestad de los ritos y la tristeza imponen-
te de los cánticos.”
Tercera parte
Pequeña historia
La letra de los repiques

Antes solían ponerle letra a los repliques del campanario, según las im-
presiones del momento o por mero espíritu crítico, ya en serio, ya en
broma, costumbre pretérita, porque al presente la música de los bronces
sagrados pasa inadvertida en las poblaciones modernizadas.
Faltan oídos para atender al ruido de las máquinas y material rodante,
al bombo y platillos de los espectáculos públicos, al canto y música de
las victrolas, al continuo vocear de los pregoneros ambulantes y a cuan-
to forma parte de la estruendosa fonética de la vida urbana.
Corresponden al “folklore” merideño las observaciones que hacemos
sobre lo que solían decir las campanas, según la donosa interpretación
de la musa popular. Los versos eran recitados al compás de los repiques,
conforme al son que tocasen, pues también los campaneros tenían re-
pertorio donde escoger.
En el Monasterio de Clarisas daban ciertos repiques breves y picadi-
tos, que eran acompañados con esta letra:
Paticas sucias.
Fustán zancón.
Por vida tuya
Dales jabón.
Dales Jabón.

Los repiques de la Catedral, largos y pausados, se ajustaban a otra


letra más sustanciosa:
366 T ulio F ebres C ordero

La arepa y el caldo
Se están calentando
Para el maestro Rosario,
Que está trabajando.

Sin duda, sería este maestro uno de los obreros más populares que
trabajaban en la fábrica de la misma Catedral.
Las campanas del antiguo Seminario de San Buenaventura, capilla
universitaria después, salvo una, las demás quedaron hendidas después
del terremoto de 1812. De suerte que no sonaban bien cuando las echa-
ban a vuelo en días de gala; y los estudiantes, para bromear al viejo coci-
nero del Seminario, decían al compás de los dañados bronces:
Toca el Colegio
Sin ton ni son
Tres perolejos
Y un perolón,
Dale que dale
Ño Encarnación.

También algunos sucesos históricos de importancia motivaban versos


que servían de letra a los repiques. Una antigua criada del extinguido
Convento de Clarisas repetía ciertos versitos de la época de la Indepen-
dencia, cuando fas monjas merideñas estuvieron divididas en patriotas
y realistas:
Las monjas están rezando
En abierta oposición:
Unas piden por Fernando
Y otras ruegan por Simón.
Tilón, tilón.
No haya diatribas.
Venga la paz:
Sólo Bolívar
Debe mandar.
M itos y tradiciones 367

Rogad, monjitas.
Por él nomás.
Talán, tantán.

Otros versos semejantes recuerdan la última expedición de Morales


en 1823, cuando este jefe realista pretendió en vano la reconquista de
la Cordillera, nos de Mérida abandonaron por el momento la ciudad,
dejándola silenciosa y desierta como un cementerio.
Esto infundió temores al jefe realista, quien optó por pasar de largo y
acampar a la intemperie en pleno Llano Grande. Los versitos zumbones
dicen así:
Vino Morales,
Vino y siguió.
Porque en las calles
A nadie vió.
Tilón, tilón.
Rompió el silencio
La libertad.
Rayos y truenos
Pronta a lanzar.
Talán, tantán.
Viendo el canario
La tempestad,
A todo paso
Se fue a embarcar.
Talán, tantán.
¿Vendrá otra vez?
Nunca Jamás.
Talán, tantán.

Efectivamente, de la Grita contramarchó para reembarcarse por vía


de Zulia, ante la actitud de los patriotas, pues avanzaban contra él fuer-
zas desde Cúcuta y desde Trujillo, en combinación con las de Mérida.
368 T ulio F ebres C ordero

Siempre sufrió descalabro en un cuerpo de retaguardia, que los republi-


canos le desbarataron, tomándole armas y prisioneros.
Del tiempo de la Federación también hay versos de la misma índole,
que recuerdan la expedición fracasada del Comandante Natividad Petit
en 1859 cuando este jefe venía sobre Mérida, donde lo habían batido y
hecho prisionero en 1855, gobernando los Monagas. Esta amenaza de
las tropas federalistas puso en gran conflicto a los merideños, que eran
casi todos del bando contrario. Los versos se refieren a los momentos
críticos de organizar el somatén:
Toque a rebato
La Catedral,
Pues es el caso
De gravedad.
Talán, talán.
Tomen las armas.
Dice el clarín.
Que todos vayan
Contra Petit.
Tilín, tilín.
Lista la tropa.
Dice el tambor,
Para ir en contra
Del invasor.
Tilón, tilón.
Toque a rebato
La Catedral
Contra el asalto
Del federal.
Talán, talán.

Prontamente le salieron al encuentro hasta Mucuchíes, donde fue


desbaratada la expedición federalista y muerto el bravo Comandante
Petit, después de reñido combate.
M itos y tradiciones 369

Los bandos leídos en las esquinas principales, previo el llamamiento


de oyentes con toques de caja militar, y los versos que se recitaban al son
de los repiques, suplían en parte por aquellas calendas las informaciones
y comentarios de la prensa, precioso elemento que era escaso en algunas
ciudades y faltaba en otras por completo.
Las costumbres tienen que amoldarse por fuerza al medio y las nece-
sidades; de suerte que bien puede decirse de las generaciones lo mismo
que de los individuos: cada uno tiene su modo de matar pulgas.
Folklore. Cancionero infantil

Mérida, julio, 1929. ¿Qué madre no canta al arrullar en los brazos a su


hijo o al mecerlo en la cuna? No sólo la madre, sino también la abuela,
la tía, la hermanita mayor y la niñera, sepan o no cantar, vélense casi
siempre de algún viejo y popular cantarcito para dormir a la criatura
con tonadilla especial:
Dormite, niñito,
que tengo qué hacer,
lavar los pañales
y hacer de comer.
Los ángeles vienen
a verte dormir,
y si no te duermes
se vuelven a ir.
Dormite, niñito,
dormite ya.
que viene la coca y
que comerá.

Cuando ya el pequeñuelo hace gracias y empieza a ser objeto de jue-


gos y divertimientos, también se 1e cantan o dicen versos y frases toma-
das del repertorio doméstico ad hoc. Le sacuden la manecita, diciéndole
a compás:
La manita la tengo quebrada
y no tengo huesito ni nada.
372 T ulio F ebres C ordero

Que me llamen al cirujano


pa que me saque este gusano.

Ora le golpean la palmita de la mano con la punta del dedo índice,


diciéndole:
Pon, pon, el dedito en el bolsón
pellizcando el papelón.
Pon, pon, la viejita en el rincón
comiéndose un chicharrón.

Ora le ponen las manos en actitud de orar, para decirle esta especie
de ovillejo:
Bendito, plátano frito.
Alabao, plátano asao.
Sea, que la cocinera es fea.

Y cuando ya el niño empieza a andar, tirándole de los bracitos, como


quien juega tieso que tieso, lo balancean, repitiéndole aquel cantar de
los tiempos coloniales, que inspiró una glosa al renombrado poeta José
Asunción Silva:
Los maderos de San Juan
piden queso, piden pan:
y aserrín, aserrán.
Los de Roque, alfondoque,
los de Enrique, alfeñique:
trique, trique, triquitrán.

Y ya más grandecitos, cuando principian a ser actores en los juegos,


entre los primeros que sirven para entretenerlos, figura aquel muy sabi-
do en que formando rueda, extendidas las manos de los jugadores sobre
una superficie plana, con las palmas hacia abajo, el que preside el juego
se las va pellizcando por el dorso, una a una, con este cantar:
M itos y tradiciones 373

Pico pico menorico


centorico:
quién te dió tal largo pico.
Pico de gallo,
nariz de caballo;
cesta, ballesta:
que manda mi padre
que caiga en ésta.

Para que tomen la moraleja, en casos que lo han menester, se repiten


coplas como éstas:
Yo me llamo Juan Orozco:
mientras como, no conozco;
cuando acabo de comer,
empiezo a reconocer.
El que parte y bien comparte
y en repartir tiene tino,
se reserva de contino
para sí la mejor parte.

Si instan para que se les eche un cuento, se les hace desesperar, rela-
tándoles el siguiente juguete homofónico:
Estera, la vieja Estera,
que hacía esteras y vendía,
que compraba pan y queso
y queso la mantenía.

Entre las fabulillas de infantil entretenimiento, figura la que empieza


así:
La pulga y el piojo
se quieren casar,
y no hacen la boda
por falta de pan.
374 T ulio F ebres C ordero

Más dice el gorgojo


desde su trigal:
«¡hágase la boda
que el pan sobrará».

Así se va indicando lo que les falta, y cada animalito va diciendo des-


de su querencia lo que puede dar. El mosquito dijo que daría el vino;
el cocuyo ofreció la luz, y el grillo prometió que el canto corría de su
cuenta. El final de la fabulilla, reconstruido sobre los pasajes que recor-
damos, es como sigue:
Pues ya que contamos
con vino y con pan,
con luz y con canto,
¿padrino no habrá?
Al punto con garbo
responde el ratón:
«yo asumo ese cargo
por ser el mayor».
Vestidos los novios
con mucho primor,
del lindo casorio
la fiesta empezó.
Mas ¡triste destino!,
un gato llegó
y al pobre padrino
de un salto apresó.
Así, de repente,
la boda acabó,
llorando la muerte
del pobre ratón.

Labor interesante para contribuir a formar el folklore venezolano, se-


ría la recopilación de todos estos cantares y dichos dedicados a la infan-
cia, los cuales en su mayor parte debieron venir en el equipaje espiritual
M itos y tradiciones 375

con que llegaron a América, a fundar los primeros hogares, las valerosas
y gentiles mujeres de España.
Al igual de muchas coplas de origen hispano, estos cantarcitos deben
haber sufrido alteraciones de formas más o menos notables, hijas de
circunstancias del medio y también del capricho, lo que es natural que
suceda en tradiciones de esta índole que sólo verbalmente se perpetúan.
Este breve apunte traerá, de seguro, a la memoria más feliz de nues-
tras amables lectoras, otros cantares semejantes, ya en vía de desapare-
cer, porque hoy se duerme y se entretiene a los niños con ortofónica a
toda hora, con la tarde y por la noche, en la mañana y al mediodía, un
fuego graneado de piezas de música y canto, de profusa variedad en los
estilos y hasta en los colores.
Para ser consecuentes con la materia, concluiremos con lo que se dice
a los chicuelos al darles la colación nocturna o la última golosina, antes
de meterlo en la cama:
Ya con esto y un bizcocho,
hasta mañana a las ocho.
Chapado a la antigua

A ojos cerrados pueden sacrificarse los bienes materiales que brindan


los inventos modernos, por recuperar los bienes espirituales que hemos
perdido, pues más vale hermosear y engrandecer el alma que pulir el
cuerpo.
Quisiera haber vivido en la época romántica, cuando en la nieta de
las aspiraciones resplandecía como un sol el ideal de la gloria, hacia el
cual se iba por un solo camino: el de la virtud y el del honor. Es ahora
el ideal de la fortuna el que atrae a la humanidad por todos los caminos
imaginables.
Quisiera haber vivido en la época en que los magnates y patricios eran
agricultores, y en el campo vivían en soberbias mansiones señoriales,
dando eficaz ejemplo de frugalidad y amor a la industria agrícola; y
cuando en las villas y ciudades sólo vivían de ordinario los artesanos, los
mercaderes y los letrados.
Quisiera haber vivido cuando en el campo de la filosofía práctica
levantábase la Doctrina Cristiana como una columna resplandeciente,
señalando a grandes y chicos el derrotero de la Verdad; a diferencia de
estos tiempos, en que cada pensador construye un faro en ese mismo
campo, poniéndole luz del color que más le place, de donde resulta una
iluminación filosófica tan múltiple y polícroma, que desorienta a la ju-
ventud, haciéndola titubear, al querer elegir la luz que deba guiarla por
el camino de la verdadera sabiduría.
378 T ulio F ebres C ordero

Quisiera haber vivido cuando el primordial anhelo de los padres de


familia y de los educacionistas no era ciertamente formar doctores, lite-
ratos, financistas, mercaderes, ingenieros, atletas, etc., sino hacer prime-
ro de cada joven un hombre de honor y Cumplido caballero como base
esencial para ejercer dignamente cualquiera profesión.
Quisiera haber vivido cuando la literatura sólo se cultivaba por el mé-
todo intensivo y no por el extensivo; cuando la bibliografía era menos
copiosa, pero más selecta y magistral; y cuando las bellas creaciones del
arte eran obras únicas originales, como trabajadas directamente por la
mano del hombre, y no productos de mecanismos automáticos, que de
modo casi instantáneo las multiplican, difunden y vulgarizan, con una
uniformidad y baratura desastrosa para el arte mismo, el cual huye de la
vulgaridad y es aristocrático, por esencia, presencia y potencia.
Quisiera haber vivido cuando el hogar no era una simple casa de
huéspedes, sino una institución sagrada, una comunidad de acendra-
dos afectos, una especie de fortaleza de la vida, a la vez que un taller
admirable de múltiples labores, con despensas provistas en abundancia,
servidumbre dócil, diligente y cariñosa; tiempo a que se refiere al poeta
Gabriel y Galán en estos versos, que ya hemos citado en otra ocasión:
«La vida era solemne.
Puro y sereno el pensamiento era.
Sosegado el sentir como las brisas
Mudo y fuerte el amor, mansas las penas.
Austeros los placeres,
Raigadas las creencias,
Sabroso el pan, reparador el sueño,
Fácil el bien y pura la conciencia.»

Quisiera haber vivido en ese tiempo cuando el deporte femenino


era puramente doméstico, circunscrito al recinto inviolable del hogar,
M itos y tradiciones 379

donde amas y criadas, matronas y doncellas se ejercitaban en labores


inocentes y provechosas a la familia, como el cultivo del huerto y del
jardín, la cría de aves de corral, el arte culinario, el amasijo, la reposte-
ría, fuera de la calceta, los bordados y otras labores de mano.
En resumen, quisiera haber vivido en la época en que todos los sen-
deros de la vida se luchaba bajo ese clásico lema: Por Dios, por la Patria
y por la Dama. Por Dios, que preside nuestros destinos e inculca en la
conciencia los principios de la moral y de la justicia; por la Patria, que
inspira acciones heroicas y sublimes y nos exige que la sirvamos no con
la mira de lucro, sino por el honor y el deber de servirla; y por la Dama,
o sea la Mujer, que representa la familia y los afectos más tiernos del
alma, y reina en la sociedad con el triple poder de la virtud, el amor y
la belleza.
El comercio de los Andes en tiempo de la Conquista

La primera ciudad fundada en territorio de los Ardes venezolanos fue


Trujillo, en 1556, la cual sufrió varias mudanzas y vicisitudes en los
primeros años, hasta quedar situada, al fin, “entre las angustias de dos
encrespados cerros”, como dice Fray Pedro Simón.
A fines de 1558, se fundó la ciudad de Mérida, donde está la antigua
villa de Lagunillas: y al que siguiente, por el mes de marzo fue traslada-
da al sitio que me ocupa, en las faldas de la Sierra Nevada.
En 1559, según unos, o 1560, según otros, fundóse la villa de San
Cristóbal; y en 1576, la ciudad, del Espíritu Santo de la Grita.
La variedad y excelencia del clima, la muchedumbre de indios man-
sos y otras circunstancias favorables, hicieron que pronto se realizase la
conquista y se extendiese, ganando para los españoles tierras vastísimas
e inmejorables.
Los conquistadores de los Andes llegaron hasta las márgenes de la
gran Laguna de Maracaibo, donde fundaron los primeros puertos allí
conocidos. Los de Mérida fundaron a Carvajal y los de Trujillo a Barba-
coas, cerca de la desembocadura del Motatán.
Más tarde, Alonso Pacheco, vecino de Trujillo, inició en 1571 la fun-
dación de la ciudad y puerto, que vino a fundar después definitivamen-
te el capitán Pedro Maldonado, el año de 1574, cerca de la entrada
de la laguna, con el nombre de Nueva Zamora, que tomó a la larga el
nombre de Maracaibo que era el del lago desde su descubrimiento.
Fundada Barinas en 1576 como ciudad dependiente del gobierno que
por entonces formaban Mérida y la nueva ciudad de la Grita, aquella
382 T ulio F ebres C ordero

región, privilegiada por la cría, cobró presto grande importancia, en es-


pecial por la fama de su tabaco, que exportaba por la vía de Mérida para
las plazas de varios países, así en las Indias como en Ultramar.
Esta circunstancia y el incremento de la misma ciudad de Mérida,
obligaron en 1591 a promover dos nuevas e importantes fundaciones,
a saber: Pedraza, como lugar de refugio y punto de defensa contra las
incursiones de los indios que asaltaban los nuevos establecimientos en
aquella rica comarca de los llanos; y Gibraltar como puerto de carga
y descarga en la ribera del lago de Maracaibo que sirviese al naciente
comercio de los pueblos del interior de la Cordillera.
El tráfico principió por exportar de Mérida y Trujillo la harina de
trigo, que se produjo excelente en nuestras tierras frías; el cacao, que era
silvestre, el algodón, las pieles y otras granjerías, a que se unía gran suma
del famoso tabaco de Barinas y algunas cantidades de oro que explota-
ban los españoles en minas que hallaron descubiertas en la comprensión
de Mérida: todo lo cual se sacaba para las provincias de Caracas, Santo
Domingo, Cartagena de Indias y Santa Marta.
Para 1579, ya habían salido de los puertos de Mérida y Trujillo na-
víos cargados de harina, bizcocho, jamones, ajos, cordobanes, badanas y
otras cosas, como lo aseveran Rodrigo de Argüelles y Gaspar de Párraga
en memorial dirigido al Gobernador de Venezuela desde la Nueva Za-
mora o Maracaibo que apenas contaba para entonces cinco años de vida
y no había en ella sino paja y enea por techumbre. Gibraltar no existía
para esta fecha.
En este mismo año de 1579, según vemos en manuscritos originales
e inéditos de la propia fecha, ajustaron un negocio mercantil varios ve-
cinos principales de Mérida, entre ellos los Capitanes Pedro García de
Gaviria y Hernando Cerrada, jefes de las parcialidades o bandos en que
se dividió la ciudad desde su fundación, los cuales se comprometían a
dar mil arrobas de harina al mercader Antonio de Amézaga. puestas en
cualquiera de los puertos de la laguna de Maracaibo, a razón de medio la
M itos y tradiciones 383

arroba, en cambio de artículos o mercaderías que el dicho Amézaga les


enviaría, según los géneros y precios de la lista que en seguida copiamos,
poniendo puntos suspensivos donde hemos hallado alguna voz ilegible:
“La botija de vino de... perulera, a tres pesos y medio mercante, bien
acondicionado, de dar y recibir de las usadas.
“La botija de aceite bueno, a peso y medio.
“El quintal de fierro de plancha y vergajón, a seis pesos y medio.
“El acero, a dos y medio (reales) la libra.
“El peltre, cada libra a medio peso.
“El jabón de ladrillo grande, a tres pesos la libra.
“El rúan perfecto, la vara a peso.
“El anascote, a peso y medio vara.
“La vara de paño veinteocheno de Segovia, a siete pesos bueno y bien
acondicionado.
“La vara de paño azul velarte veintecuatreno, a cinco pesos y medio vara.
“La vara de terciopelo de Granada, de pelo y medio, a seis pesos y me-
dio vara.
“La vara de raja negra buena de Florencia, a siete pesos vara.
“Cada vara de raso a cuatro pesos y medio.
“Cada docena de herraje a tres pesos.
“La vara de tafetán de... doble peso, a peso y medio.
“La onza de seda tirada y floja, a nueve reales.
“Sombreros de fieltro de Portugal, aforrados en tafetán con su cairel
y toquillas, a tres pesos.
“La vara de holanda buena, a dos pesos y medio.”
El diccionario de la lengua ayudará a quien quiera darse cuenta de la
significación de algunos nombres de la anterior lista, desusados al pre-
sente, pero que son castellanos de buen linaje.
384 T ulio F ebres C ordero

La moneda común era el peso de ocho reales y el tomín, que equivalía


a un real. Había también el ducado, que valía once reales y un marave-
dí; y el castellano de oro, que valía catorce reales y catorce maravedís.
Son curiosos e importa conocer los precios que entonces tenían en
los Andes los ganados mayores y menores, va que ellos nos revelan una
abundancia de la especie sólo comparable a la muy celebrada de los
llanos de Venezuela en otros tiempos. En la cría de mulas y ceba del
ganado vacuno distinguióse la Villa de San Cristóbal cuyos moradores
tenían ricos criaderos en el valle de Cúcuta, abundante orégano silvestre
y en venados bermejos, como dice Fray Pedro Simón.
De manuscritos de 1578 a 1579, sacamos la noticia de aquellos pre-
cios, a saber:
Cien cabezas de ganado vacuno importaban de ciento veinticinco a
ciento cincuenta pesos.
Tres yuntas de bueyes, con sus arreos y arados, aparecen evaluadas en
treinta y dos pesos.
Treinta cabezas de yeguas y potros, en sesenta pesos.
Las ovejas se vendían en partidas a peso cada una.
Los cerdos, desde cuatro reales hasta dos y medio pesos cada uno,
según el tamaño y condiciones.
Pero lo que más llama la atención es la partida de un inventario prac-
ticado en Mérida en 1578, que hace recordar, por el contraste los pre-
cios fabulosos de las cabalgaduras en el Perú, durante la conquista, en
que un caballo de silla llegó a valer seis mil y más pesos. La expresada
partida dice claramente:
“Item más, un caballo ensillado y enfrenado en catorce pesos.”
Sobre criollismo. Artes e industrias que fueron

El interesante artículo del Ilmo. Sr. Dr. Antonio Ramón Silva, Obispo
de Mérida (titulado Criollismo), que tuvo la benevolencia de dedicar-
nos, reproducido ya en Mérida y otros lugares de la República, nos ha
sugerido la idea de estos apuntamientos sobre artes e industrias crio-
llas al presente extinguidas materia que se hermana con las atinadas
observaciones hechas por el amable e ilustre prelado en la parroquia
de Pregonero, muy retirada, pero una de las más ricas e industriosas
del Estado Táchira. Así lo prueban las obras originales realizadas en
su seno bajo la activa dirección del piadoso cuanto inteligente párroco
presbítero Elías Valera, no sólo en lo material, utilizando los múltiples
elementos del suelo y redimiéndose con ello de costosas importaciones
para la fábrica del templo, sino también en el orden más elevado de la
educación moral, ofreciendo en notable ocasión ejemplos de religiosi-
dad y cultura artística, que han merecido ser reseñados, con frases de
aplauso y simpatía por la autorizada pluma del sabio pontífice de los
Andes, a quien dedicamos este estudio como un homenaje de gratitud.
El libre trato y comunicación mercantil con los centros productores
del mundo, vedado a los hispano americanos durante la Colonia, fue
una de las primeras y efectivas ventajas alcanzadas por el heroico esfuer-
zo de la independencia nacional. Pero al llegar a nuestros mercados los
productos extranjeros, de mejor apariencia que los criollos y a precios
relativamente más baratos, sucedió lo que era en realidad inevitable:
que aquéllos fueron preferidos a éstos, con evidente perjuicio para las
386 T ulio F ebres C ordero

artes e industrias ya establecidas en el país, realmente imperfectas, pero


aptas desde su origen para cobrar mayor fuerza y servir de base al desen-
volvimiento económico de la República, cuando a su vida propia.
Día por día se esfuman y desvanecen, como meras nubecillas muchas
teorías económicas, que nos han tenido alucinados, ante esta verdad
grande como un templo: La verdadera riqueza de un pueblo consiste
en producir cuanto sea necesario para su propia subsistencia. En una
palabra, la doctrina que puede llamarse del auto-abastecimiento, para lo
cual contamos con un aliado poderosísimo: la Naturaleza misma, que
ha vaciado en Venezuela el cofre de todos sus tesoros, sin reserva alguna.
Concretando nuestras observaciones a los Andes venezolanos, aquella
competencia extranjera acabó en pocos años con algunas industrias y
dejó otras en estado de lamentable decadencia. Todos los conatos y as-
piraciones en el campo de la actividad industrial, antes que propender
al fomento y perfección de los ramos existentes de riqueza particular,
y por ende de la pública, se dirigieron al cultivo del café, como fruto
exclusivo para la exportación.
Propagóse entre los agricultores de la misma manera que la leyenda
de El Dorado entre los conquistadores, este gran principio económico:
“Producir café, es producir moneda, y con moneda todo se adquiere.”
Y los frutos de primera necesidad, maíz, plátanos, yuca, papas y granos,
que son el pan cotidiano del pueblo, antes muy abundantes y baratos,
empezaron a escasear y subir de precio en proporción alarmante. Los
conuqueros, que en los Andes son los más productores de tales frutos,
víctimas de la gran ilusión, poco a poco han ido dedicando lo mejor de
sus tierras y toda la energía de sus brazos al cultivo del precioso arbusto,
cuyos frutos se han considerado como granos de oro. Y en verdad lo
son, pero no de modo absoluto, sino relativo y muy contingente, por-
que debe mirárseles como artículo de lujo y no de primera necesidad,
M itos y tradiciones 387

como producto siempre expuesto a las vicisitudes del comercio exterior.


En la producción de riqueza, todo exclusivismo es una espada de Da-
mocles, que amenaza con la misma miseria.
Si múltiples son las cosas indispensables para la subsistencia, múlti-
ples tienen que ser los esfuerzos de cada pueblo para producirlas en su
seno. Estar atenidos a que todo nos venga de fuera, en cambio de un
solo fruto exportable, es tanto como sacrificar buena parte de nuestra
genial independencia, para entrar en una cuasi esclavitud económica,
llena de angustias y contratiempos. Otros frutos, que eran en aquella
época de principal riqueza, como el trigo, cacao caña de azúcar, añil y
algodón, vinieron a quedar extinguidos por completo los dos últimos,
y cultivados los otros sólo para el consumo local. Igual cosa pasó en las
manufacturas criollas, según se verá en seguida al reseñar las que tuvi-
mos, y que por desdicha, ya no existen o han venido a menos.

Lienzo y cobijas
Los aborígenes tenían cultivos de algodón e hilaban y tejían muy tos-
camente ciertos pañizuelos y telas burdas para cubrirse, sobre todo las
tribus de lo más alto de la Cordillera, en las provincias de Mérida y Tru-
jillo, pues el rigor del trio las obliga por instinto a procurarse abrigo, lo
que no sucedía a las de tierras cálidas, que vivían por lo común desnu-
das. Desde luego, los españoles aprovecharon estos cultivos y construye-
ron telares a semejanza de los europeos, llegando bien pronto la fábrica
de lienzo a ser una de las principales manufacturas en que emplearon
los brazos de los mismos indios en casi todas las encomiendas. Con la
inmediata introducción del ganado lanar, empezó asimismo la fábrica
de frazadas o cobijas, industria que aún perdura, pero muy decaída.
Los mismos españoles empleaban el lienzo criollo en el servicio co-
mún de sus casas, reservando la holanda y otras telas finas que solían
388 T ulio F ebres C ordero

traer de Castilla para las ropas de gala. Igual cosa cabe decir de las fra-
zadas, que servían de abrigo no sólo a indios y mestizos, sino también
a los españoles, pues eran más baratas que la bayeta importada de la
Península y llenaban el objeto a satisfacción general.
Uno de nuestros primeros estadistas, el respetable patricio don Juan
de Dios Picón primer gobernador constitucional de Mérida decía en
1832 que la provincia no tenía necesidad de importar telas de primera
necesidad para el vestido de la masa del pueblo, porque las producía en
cantidad suficiente. ¡Consoladora afirmación, que ojalá pudiéramos re-
petir! Efectivamente, además del lienzo común y las frazadas de algodón
y lana, se hacían la holandilla azul, para el traje común de las mujeres, y
una especie de dril, llamado manta, para ropa exterior de los hombres.
Hasta 1870, más o menos, todavía era general el consumo en las
ropas de cama, de las llamadas motas, que eran unas frazadas de algo-
dones muy suaves y durables, tejidos en el Estado Mérida y también en
Trujillo y en el Táchira, superiores a las comunes que hoy se importan
del extranjero. Las últimas que conocimos eran procedentes de Tabay y
la Otrabanda, en los alrededores de la ciudad de la Sierra.

Harina y galletas
Desde el siglo XVI, el trigo fue para los Andes artículo principal de
riqueza. Se exportaba no sólo en harina, sino ya beneficiado en forma
de galletas o bizcochos con que proveía las embarcaciones que venían al
lago de Maracaibo. Para 1579 ya era éste un negocio activo y de grandes
utilidades para los primeros vecinos de Mérida, Trujillo y La Grita. Se
hacían exportaciones para Cartagena de Indias y las Antillas, de lo cual
hemos tratado más por extenso en una memoria escrita en 1904 sobre
el trigo de los Andes.
M itos y tradiciones 389

Y eran tan baratas y abundantes las cosechas de trigo, treinta o cuaren-


ta años atrás que se amasaba con muy poco dispendio en la generalidad
de las casas de familia de alguna proporción, en unas como negocio,
para surtir de pan las pulperías, y en otras para el consumo doméstico
solamente; y fuera de esto, al mercado de Mérida traían de los pueblos
vecinos de tierra fría a Mucurubá, Mucuchíes y el Morro, rimeros de are-
pas de harina, hechas a todo budare, a centavo cada una lo que permitía
que hasta la gente más infeliz pudiera alimentarse con el sustancioso pan
de trigo. Hoy un pan de a centavo, aquí en los Andes, que es la tierra del
trigo, es golosina que no satisface a un niño de pocos años.

Jamones
¿Quién habrá de creerlo? En los siglos pasados, no sólo comían los ja-
mones muy frescos a poco costo, sino que los exportábamos, según
consta de documentos y lo confirma la tradición. Esta industria duró
hasta la época de la Independencia. De ella habla todavía José Domingo
Rus en 1812, refiriéndose a las producciones de Mérida y Trujillo; y ya
existía desde el remoto año de 1579, en que consta que eran ya un artí-
culo de exportación por los primeros puertos del Lago.
Y no es extraño que a tal negocio se dedicasen los primeros pobladores
de los Andes, siendo como eran en su mayor parte de Extremadura en
España, tierra afamada por sus chorizos y salchichones, como es sabido.
¿De esto qué nos queda? Sólo las ganas de volver a aquellos días, pues
ahora los jamones cuestan un ojo de la cara, y vienen de muy lejos, ma-
yorcitos de edad y en perfecto estado de dureza.

Alfombras y tapetes
Aún se lee en libros de geografía antiguos, que una de las industrias
notables de Mérida era la fabricación de alfombras. Efectivamente,
390 T ulio F ebres C ordero

tuvimos tal producción no sólo para el consumo de la ciudad, sino


para surtir los pueblos comarcanos. Y se hacían de antiguo con tal arte,
que el Gobernador de Maracaibo pidió una de las más hermosas que
dejaron los jesuitas, cuando fueron expulsados en 1767, no sabemos si
para su propio uso o para ornato de algún templo de aquella ciudad; y
una de las últimas trabajadas en Mérida, según tradición fidedigna fue
por encargo de Barinas, para el presbiterio de la Iglesia, que costó dos-
cientos pesos y se transportó con peones, porque su peso y volumen no
permitía llevarla a lomo de mulas.
Lo más rico y satisfactorio de esta manufactura, era que nada absolu-
tamente se importaba para ejercerla con alguna perfección. En la pro-
vincia lo había todo: la lana, el algodón, los hilados, las tintas para los
varios colores, por cierto indelebles; y hasta los telares, todo era produc-
to criollo, excepto únicamente el hierro, que se importaba en lingotes
y cabilla. Nuestros herreros forjaban entonces la herramienta ordinaria
más indispensable para la agricultura y artes comunes, inclusive los cla-
vos, que tampoco se importaban: eran hechos aquí pacientemente a la
mano, desde los más gordos para envigar las iglesias, hasta los más finos
que se empleaban en clavetear la piel o el lienzo en los distintos muebles
domésticos que lo han menester. Las Puntas de París, realmente muy
económicas, eran desconocidas por completo.
Volviendo a las alfombras, fue manufactura que no sólo daba como-
didad y lucimiento a los templos y estrados con sus herniosos produc-
tos, sino que era a la vez honesta ocupación de muchas familias, por ser
trabajo doméstico muy llevadero y hasta divertido. Los productos se
han hecho famosos por su duración y firmeza. Aún existen ejemplares
que así lo prueban. La alfombra que cubre la tarima del altar en la nueva
Capilla del Cristo de la Matriz, de Ejido, data de 1815 a 1820, y fue
de doña Espíritu Santo García de Dávila, cuyo nombre tiene inscrito.
Casi de la misma edad, más o menos, debe ser la que, ya mutilada, se
M itos y tradiciones 391

conserva en la Universidad de los Andes, alfombra que antiguamente se


colocaba en los días de ceremonia a lo largo de la capilla del Seminario,
en medio de las dos filas de académicos; y en templos y casas particu-
lares aún existen restos dispersos de esta simpática manufactura, que
comprendía también la de tapetes o carpetas de gala para mesas y cómo-
das, de que si no queda rastro alguno por ser obras de mayor delicadeza.

Bocadillo y confitería
He aquí otros ramos industriales que dieron a Mérida justo renom-
bre. Los bocadillos llamados de cajita dulces abrillantados y confites
comunes se exportaban por mayor para otros puntos de la República.
De 1870 a 1880 aún salían arrias de mulas para Barinas y el Tocuyo
cargadas de bocadillo, elaborado en distintos lugares, principalmente
en La Punta, que producía el más selecto. De igual modo se exportaban
los dulces abrillantados y confites. Hoy el celebrado bocadillo de cajita
no existe, y el de pasta común, así como los abrillantados y confites,
casi están reducidos en su producción al mero consumo local, pues ha
sido reemplazados por confituras extranjeras de asombrosa variedad y
brillantes envoltorios, que vienen de Europa y Norte América, induda-
blemente seductoras por la apariencia, pero muy inferiores en lo sustan-
cial, que es el dulce, y muy caras por añadidura, a tiempo que Mérida
goza de singular privilegio por la excelencia del azúcar, pues la de Ejido,
empleada generalmente, es por naturaleza de las mejores del mundo.

Sericicultura
Desde 1847, en que se produjo la primera madeja de seda en los An-
des, debido a la perseverancia y esfuerzos de don Juan de Dios Picón,
continuó explotándose en pequeño esta industria en ciernes por el mis-
mo señor Picón y su honorable esposa, doña Mariana Grillet de Picón,
392 T ulio F ebres C ordero

persuadidos de que éste era el mejor estímulo para darle incremento,


tan luego hubiese suficiente provisión de morera. En bordados, boto-
naduras, cordones y hasta algunas borlas de doctor y otras insignias de
mérito brilló desde entonces la seda merideña. Olvidada esta industria,
pero vivos los primeros árboles de morera en Mérida y Tabay, traba-
ja con empeño por implantarla de nuevo don Juan E. Lacruz desde
1883; y seguidamente concurre con su influjo y personales labores el
venerable deán doctor José de Jesús Carrero, con lo cual se generalizó
el entusiasmo y llegaron a plantarse por aquellos años más de sesenta
mil árboles de morera, introducirse semillas, construirse tornos y ver
casi colmadas las esperanzas de los que siempre hemos pensado que esta
industria puede ser venero de riqueza para el país.
En la Exposición de los Andes de 1888, acaso lo más halagüeño para
el porvenir del departamento de la seda de Mérida, que allí se exhibió
manufacturada en medias, franelas cobertores y frazadas, y en hermosas
y ondulantes madejas, que brillaban de día y brillaban aún más de no-
che, a la intensa luz de las lámparas de querosén fabricado en el Táchira
y estrenado en la Exposición. Uno y otro producto ganaron con justicia
el gran premio.
Todavía para 1895 esta naciente industria se hallaba en actividad,
como lo prueba el hecho de que el Ilmo. señor Obispo Dr. Antonio
Ramón Silva celebró su primera pontifical en esta S. I. Catedral con
medias de seda hilada y tejida ad hoc en la misma ciudad de Mérida.
De estos halagadores ensayos sólo nos queda la experiencia de que
se produce la seda con ventaja en estos valles de los Andes, y quedan
también diseminados en nuestros campos esos sesenta mil árboles de
morera, y acaso más, base preciosa para acometer, casi con seguro éxito,
el establecimiento de tan rica industria1.

[1]_ Como nota de progreso muy plausible, debemos registrar el hecho de existir ya
M itos y tradiciones 393

Cantería
¿A quién se le ocurre siquiera en estos tiempos hacer obra de sillería en
los muros de su casa? Las fábricas se hacen de prisa, sin pensar en el ma-
ñana poniendo más cuidado en la ornamentación que en la solidez del
edificio. “El que venga atrás que arree”. Este es el gran lema de la época.
Hasta mediados del siglo XIX la cantería aún era industria en que
se ocupaban muchos brazos. Los canterios, bajo su improvisado toldo,
labraban las piedras en las vegas de los ríos y por las faldas de las vecinas
lomas, donde quiera que las había apropiadas al objeto. El fruto de sus
lentas labores perdura y perdurará por los siglos en obras que todos
admiramos todavía, testimonio elocuente de la grandeza y perpetuidad
que otras generaciones, tildadas hoy de menos cultas, procuraban dar a
los edificios y monumentos que construían para ornato de la ciudad y
comodidad de sus moradores.
La cantería ya no existe en Mérida. El genio impaciente del moder-
nismo ha entonado sobre sus restos indestructibles solemne y prolon-
gado De profundis. Y no tendrá resurrección posible, mientras el soplo
de la verdad no derribe tantos castillos como tenemos formados en el
aire, pues no otra cosa son tanta vana apariencia y meros facsímiles que
hemos importado, so color de obras de cultura y de progreso.

* * *
Otras industrias menores pudiéramos mencionar, no del todo extingui-
das, pero sí en estado de decadencia. La fábrica de bujías o velas finas,
no chorreadas sino moldeadas, de sebo purificado, se extinguió por la
importación de las velas esteáricas y del querosén primero, y luego por
la instalación de alumbrado eléctrico. Existen fábricas de esta última
clase de velas, lo mismo que de fideos, pero su existencia siempre será

en Mérida una Oficina de Sericicultura, a cargo del Sr. José Briceño, fundada por el
Gobierno Nacional.
394 T ulio F ebres C ordero

contingente, porque la estearina y la sémola, materias primas, vienen


del extranjero. Al precio que tienen hoy dichas velas, bien merece pen-
sar en el restablecimiento de la fábrica de aquellas bujías, superiores a
las chorreadas que popularmente se consumen.
Dos clases de jabón se usaban desde la Colonia en estos pueblos: el
criollo o de la tierra, nombre que conserva, que era el más abundante
y popular y se usaba en el lavado común de ropa y enseres domésticos,
porque se fabricaba con algún esmero; y el jabón amarillo o de Castilla,
que era el importado. A la larga, este último ha venido prevaleciendo
en el consumo general, quedando corrido, y con razón, el de la tierra,
debido a que se ha descuidado de tal suerte su fabricación, que el que
se produce es por extremo rudimentario. Pero en vista de la crecien-
te carestía de todos los artículos importados, también es industria que
podría perfeccionarse sin gran costo, pues lo mismo que para las velas
purificadas de sebo, se cuenta con la materia prima y los ingredientes
necesarios, lo que es de suma importancia.
En fin, bien pudiéramos redimirnos en mucho de las angustias eco-
nómicas y los contratiempos que se padecen cuando todo se espera de
fuera, si restableciésemos nuestras industrias muertas y fomentásemos
las que subsisten en lamentable decadencia. Un estado industrial flo-
reciente no se improvisa: es obra de tiempo, a que deben concurrir en
proporción, con sus luces y esfuerzos, una a una todas las generaciones.
¿A qué grado de perfección industrial e independencia económica es-
taríamos en los Andes, si en vez de extinguirse tales ramos de riqueza,
hubieran sido atendidos y fomentados durante el transcurso del siglo
XIX? Ha llegado el día de reconocer el error y lamentarlo.
Basta a los doctos la ciencia para ver claro y hondo en la evolución de
la sociedad por cualquiera de sus fases; pero la masa del pueblo necesita
sentir sobre su cabeza el martillo de la experiencia para convencerse de
M itos y tradiciones 395

ciertas verdades. La actual guerra europea es un golpe formidable que a


todos alcanza y a todos obliga a meditar sobre lo porvenir. En lo suce-
sivo se tendrá como axioma económico en todas las latitudes del globo,
que en materia de artículos de indispensable necesidad para la vida, lo
más seguro es lo que se produce en el país y está dentro; porque lo de
fuera, como no depende de nuestra voluntad y dominio, afuera puede
quedarse por toda una eternidad, dejando en descubierto las necesida-
des más premiosas.
Pero ya son aires nativos los que orientan e impelen la nave preciosa
de nuestras artes e industrias hacia seguro puerto. De uno a otro extre-
mo de la República se piensa, se habla y se labora en el sentido de acre-
centar la cría y la agricultura, fundar nuevas industrias, restablecer las
que antes hubo en el país, empezando por el algodón y los telares, y en
una palabra, en explotar directamente todos y cada uno de los variados
ramos de riqueza en que abunda el suelo venezolano.
A ello tienden, con laudable persistencia, los poderes públicos de la
Nación y los Estados, por medio de la construcción de puentes y ca-
rreteras, repartición de semillas e informaciones técnicas sobre meto-
dología industrial. A esta loable acción gubernativa debe corresponder
lógicamente por parte de los ciudadanos, una eficaz acción individual
en el propio sentido, pues en asuntos de esta naturaleza, nada vale batir
meras palmas ante ajenos esfuerzos; lo práctico y efectivo es poner desde
luego manos a la obra. A Dios rogando y con el mazo dando.
La Catedral de Mérida
Antecedentes históricos. La obra del Obispo Milanés. Templos que
sirvieron antiguamente de Catedral. Edificación y consagración de
la actual por el Ilustrísimo señor Boset. Mejoras en tiempo del Ilus-
trísimo señor Locera. Capilla de San Felipe. Ruina por el terremoto
de 1894. Restauración general de la Catedral por el Ilmo. Sr. Silva.
Fiesta de la bendición de la parte nueva y consagración del Ara
Máxima.

El 4 de diciembre de 1786 fue erigida la Catedral de Metida por el


primer Obispo Fr. Juan Ramos de Lora, bajo el título de la Inmaculada
Concepción; y seis años después, en 30 de enero de 1792, se instaló el
cabildo eclesiástico. Los oficios de la nueva Catedral se celebraban en
el antiguo templo parroquial de San José de Mérida, pues el Ilmo. Sr.
Lora atendió preferentemente a la fundación y edificación de un Co-
legio. Seminario, que inauguró el 1º de noviembre de 1790, el año de
su muerte.
Para 1803, el templo que servía de Catedral amenazaba inminente
ruina, lo que obligó a trasladar ésta para el de San Francisco, donde
continuaron los oficios, en tanto que el Ilmo. Sr. Milanés, que llegó
consagrado el 25 de septiembre de 1802, se ocupaba activamente en la
construcción de una Catedral muy vasta, sobre el plano de la de Tole-
do en España, que se hizo venir al efecto, edificio que llenaba toda la
manzana, como se ve todavía por los sólidos cimientos que existen. Esta
obra quedó paralizada a causa del terremoto de 1812, en que pereció
el Ilmo. Sr. Milanés, quien invirtió en ella más de setenta y cinco mil
pesos fuertes.
Como se ha dicho, el templo de San Francisco sirvió de Catedral,
y allí se hacían los oficios de Semana Santa cuando la mencionada
398 T ulio F ebres C ordero

catástrofe del 26 de marzo de 1812. Posteriormente, por los años de


1828 y 1829, servía también de Catedral la Capilla del Seminario, que
había sido reedificada por el Ilmo. Sr. Lazo; y después fue trasladada al
antiguo templo de Santo Domingo, donde hoy está la Iglesia de Nues-
tra Señora del Carmen.
Cuando vino consagrado el Ilmo. Sr. Boset, en 1842, emprendió des-
de luego la edificación de la Catedral en la misma área donde estaban
los cimientos de la trazada por el Sr. Milanés, pero de menores propor-
ciones y sobre nuevo plano. El edificio, inclusive la actual torre, que-
dó terminado para 1867, siendo de justicia recordar los esfuerzos del
virtuoso y abnegado sacerdote José de los Ángeles Cano, quien ayudó
de un modo muy notable al Ilmo. Sr. Boset en esta obra benemérita,
que se consagró con toda pompa y solemnidad a fines de diciembre de
dicho año. La fiesta de la Dedicación se celebra el tercer domingo de
noviembre.
El Coro antiguo de la Catedral estaba situado cerca de la puerta ma-
yor, en el espacio determinado por las cuatro primeras columnas. El
Ilmo. señor Lovera lo quitó de allí para dejar franca la entrada, y lo
colocó entre el Presbiterio y el pueblo, haciendo levantar, al efecto, el
pavimento de esta parte y el del Presbiterio, donde repuso el antiguo
altar con uno de mármol, cuya mesa la forma una sola piedra, que des-
cansa por el frente sobre elegantes columnas. Este altar fue consagrado
el día 24 de marzo de 1888. También se colocó en el tiempo del Ilmo.
señor Lovera la hermosa efigie del Sagrado Corazón de Jesús, que se
halla frente a la puerta lateral.
Ya desde el tiempo del Ilmo. Sr. Tomás Zerpa. Gobernador del Obis-
pado en Sede Vacante, se habían hecho algunas mejoras de importancia,
como el arreglo y decoración de la Sala Capitular, la composición y en-
losado del atrio y la adquisición del órgano que actualmente funciona.
M itos y tradiciones 399

El 12 de noviembre de 1893 se bendijo la capilla dedicada en la Ca-


tedral a San Felipe Neri, y se trasladé a ella el Santo Sepulcro. Dicha
capilla es la más capaz y se halla frente a la de Santa Filomena, que data
de 1875, poco más o menos; y existe otra dedicada al Sagrado Corazón
do María, que es la más pequeña.
Tal era el estado de la Catedral para el terremoto del 28 de abril de
1894, que destruyó el Presbiterio, las Sacristías, y la parte superior del
frontis, deteriorando todo el edificio, inclusive la torre, que se creyó
perdida. El Rvdo. Sr. Vicario Capitular, Dr. José de Jesús Carrero, hizo
reparar inmediatamente los techos de todo el cuerpo de la iglesia, previ-
niendo así las enormes goteras que amenazaban precipitar la ruina gene-
ral del templo; de suerte que pudieron defenderse las imágenes y enseres
principales y continuar los oficios en esa parte por más de dos años,
hasta que se trasladó definitivamente el servicio a la Iglesia parroquial
del Sagrario, que está unida a la Catedral, tanto por haberse iniciado ya
los trabajos generales de restauración, como por haber quedado comple-
tamente reedificada la Iglesia del Sagrario desde el 29 de junio de 1895,
bajo la piadosa e inteligente dirección de su V. Cura Pro. Alfredo Clarac.
El Ilmo. Sr. Obispo Diocesano, doctor Antonio Ramón Silva, que aun
antes de su consagración atendía ya desde Caracas, con verdadero celo
apostólico, al remedio de las urgentes necesidades que padecía su Dió-
cesis, tan luego llegó a ocupar su sede en 16 de marzo de 1895, dedicó
sus esfuerzos preferentemente a la reedificación de la parte destruida de
la Catedral y embellecimiento de todo el edificio, para lo cual constituyó
una junta muy honorable, compuesta de los Sres. Magistral Pro. Dr.
Juan Ramón Chaparro, Mercedario Pro. Dr. J. Trinidad Colmenares,
doctor Acisclo Bustamante, Genarino Uzcátegui y Carlos Lares.
Los trabajos comenzaron por la torre, que se creyó amenazaba próxi-
ma ruina, la cual fue rodeada con fuertes cinchas de hierro, a efecto de
quitar todo temor.
400 T ulio F ebres C ordero

Con la fábrica del nuevo Presbiterio, obra dilatada y costosa, la Ca-


tedral se ensanchó hacia el fondo, viniendo a quedar el Coro en lo
que antes era la Sacristía central, por lo que fue necesario aumentar el
plano general del Presbiterio, de suerte que el celebrante mira al pueblo
durante el Santo Sacrificio de la Misa, que es una de las tres posiciones
señaladas por la Sagrada Liturgia.
Estas notables mejoras y la decoración de todo el templo, cuyos mu-
ros han sido tapizados y pintados al óleo los arcos y columnas, vienen a
darle a la Catedral una forma indudablemente más elegante, a lo que se
une la parte superior de la fachada, repuesta por completo en mejores
condiciones cuanto al gusto artístico de la obra.
Debe mencionarse también la preciosa adquisición hecha por la Ca-
tedral de un púlpito de mármol, regalo del digno Presidente del Estado
Los Andes, Dr. Atilano Vizcarrondo. Este nuevo púlpito fue colocado
en lugar del antiguo y estrenado por el Ilmo. Sr. Obispo el día 5 de julio
del presente año 1896.
El Ilmo. Sr. Silva ha escogido de antemano para la bendición de la par-
te nueva y consagración del altar, el domingo 15 de noviembre, día en
que se conmemoraría la Dedicación de la Catedral; y, al efecto, formuló
el correspondiente programa en unión del V. Cuerpo Capitular. Toda
la ciudad recibió con alborozo la feliz nueva de esta solemnidad, que se
llevó a cabo en medio de gran concurrencia y con la mayor pompa.
En la noche de la víspera fueron colocadas en la Iglesia del Sagrario
Reliquias de los Santos Mártires Vicente, Urbano, Lorenzo. Filomena,
Benigno, Plácido, Pacífico, Severiano, Pío. Valentín. Amando y Victo-
riano, que iban a ser depositadas en el Ara Máxima; y después del canto
de “Maitines” y “Laudes”, continuaron expuestas a la veneración públi-
ca durante toda la noche, asistiendo por turno los miembros del Clero.
La noche se prestó para esta velación, porque estuvo serena y muy clara,
M itos y tradiciones 401

cosa de admirar en el mes de noviembre, mucho más cuando durante


el día anterior fue un llover sin escampar y hubo gran nevada en todos
los páramos.
A las siete y media de la mañana comenzaron en la S. I. Catedral los
imponentes actos de la Bendición y Consagración, con asistencia del
Cdno. Presidente del Estado y Cuerpo de empleados en los diversos
ramos del servicio público; de los padrinos, madrinas, que ocupaban
dos largas filas en la nave principal y de un extraordinario concurso
de fieles. Como estas ceremonias son raras, puede decirse que nadie
advertía lo largo de ellas por el interés con que se observaban los más
mínimos detalles.
El Pontífice consagrante descollaba bajo la alta bóveda del Presbiterio,
acompañado del V. Capítulo, Curas de la ciudad y de algunas parro-
quias foráneas y de todo el Clero. Todas las miradas estaban fijas en él,
y en el desnudo mármol que purificaba con sus bendiciones y consa-
graba con el óleo santo. La orquesta estaba silenciosa, sólo se oía por el
recinto aquel canto grave y hasta doliente que hace recordar los grandes
días de la Semana Santa; pero cuando el Altar quedó consagrado, una
como gloriosa transición se efectuó en el templo; brillaron sobre el altar
las luces y las vestiduras de gala, resonó la música triunfalmente, y, en-
tre nubes de incienso, empezó la celebración del Santo Sacrificio de la
Misa, en que ofició de pontifical el Ilmo. Sr. Obispo.
El Sr. Pro. Alfredo Clarac, Secretario del Obispado, pronunció un
elocuente sermón, en que ilustró a los fieles sobre el significado de las
ceremonias de la Consagración e hizo ver que el corazón del cristiano
es también un altar, altar vivo consagrado por los Santos Sacramentos
del Bautismo y la Confirmación, que debemos conservar siempre puro
y ofrecer en él a cada instante el sacrificio de nuestro amor a la divina
Víctima del Calvario.
402 T ulio F ebres C ordero

Hubo exposición del Santísimo durante el resto del día y Reserva y


Bendición por la tarde; terminando así esta fiesta, que ha dejado satis-
fechos en extremo a todos los habitantes de Mérida, que anhelaban ver
de un todo restaurada la S. I. Catedral.
Nos complace recoger esta crónica, humildemente bosquejada, y se-
llarla con una respetuosa y cordialísima felicitación al Ilmo. y Rvmo.
señor Silva, al muy V. Cabildo y a la honorable Junta, directamente
encargada de la reedificación y embellecimiento del templo.
La viruela y la vacuna. Apuntes históricos

Origen de la viruela. Primeras epidemias en Venezuela. Antigüedad


de la vacunación. Descubrimiento de la vacuna. Su propagación en
América. Datos sobre los Andes venezolanos.

Tanto la viruela como el sarampión, según los árabes, pasaron de Etiopía


a la Arabia 572 años antes de J. C. A Egipto llegaron un siglo después.
Los Cruzados trajeron esta plaga a Europa en el siglo XIII; y dícese que
los criados de los primeros conquistadores la trajeron a la isla Española,
y luego los dinamarqueses acabaron de propagarla en el Nuevo Mundo.
Oviedo, en su Historia de Venezuela, describe la primera entrada de
la viruela en estos términos: “Y fue el caso, que llegó por este tiempo,
que ya era el año de 1580, al puerto de Caraballeda, un navío portugués
que venía de arribada de las costas de Guinea; y no habiéndose hecho
reparo a los principios de que venía infestado de viruelas, cuando se
advirtió en el daño fue cuando no tuvo remedio, pues, siendo achaque
que nunca se había padecido en estas partes, cundió con tal violencia,
que encendido el contagio entre los indios, hizo tal general estrago, que
despobló la provincia, consumiendo algunas naciones enteras, sin que
de ellas quedase más que el nombre que acordase después de la memoria
de su ruina, fatalidad de las mayores que ha padecido esta gobernación
desde su descubrimiento, pues convertida toda en lástimas y horrores,
hasta por los caminos y quebradas se encontraban los cuerpos muertos
a docenas, sin que por todas partes se ofreciese a la vista otra cosa que
objetos para la compasión y motivos para el sentimiento”.
Ocho años después de esta primera epidemia, ocurrió la segunda, que
otro historiador de las Indias, el fidedigno Fr. Pedro Simón, nos des-
cribe de esta manera: “Fue este año de mil quinientos ochenta y ocho
404 T ulio F ebres C ordero

(1588) uno de los más desgraciados de que tienen noticias los naturales
habidos en estas tierras y el más que han conocido ni experimentado los
españoles después que entraron en ellas por una enfermedad que dió de
viruelas, tan universal para toda suerte de gentes, naturales y españoles,
que habiendo comenzado en la ciudad de Mariquita, en este Nuevo
Reino, en solo una negra que entró infestada de esta enfermedad de la
ciudad, trayéndola de Guinea, sin haber advertido en ella las Justicias
para no dejarla entrar, se infestó todo el Nuevo Reino y corrió por la
posta a la banda del Perú hasta Chile y a la parte del Norte hasta Cara-
cas, que destruyó, así naturales como españoles, más de la tercera parte
de la gente; sólo se libró en este Nuevo Reino la ciudad de Pamplona,
por el vigilante cuidado que tuvo el Corregidor de Tunja y su partido,
Antonio José, que a la sazón se halló en aquella ciudad, guardando con
rigor no entrasen en ella los de fuera”.

* * *
La variolización o inoculación de la viruela precedió mucho tiempo al
descubrimiento de la vacuna. Los chinos que todo lo quieren para sí,
reclaman el honor de la inoculación, con una antigüedad de 500 años
antes de J. C., según unos, y otros la atribuyen a un príncipe de la casa
de Tahing-Siang que vivió en el siglo XII de nuestra era; pero la opinión
más probable es que fue descubierta en Georgia y en Circasia y de allí
pasó a Constantinopla a fines del siglo XVII, siendo, de consiguiente,
los turcos los primeros en Europa que adoptaron la práctica de inocular
los niños en estado de sanidad. En el siglo pasado, Lady María Wortley
Montagu introdujo la inoculación en Inglaterra, empezando la opera-
ción, con buen éxito, por siete condenados a muerte.
Pero estaba reservado al insigne médico inglés Eduardo Jeuner salvar
a la humanidad de los estragos de tan terrible enfermedad. En 1796
hizo Jeuner su primer experimento, inoculando a un muchacho en el
M itos y tradiciones 405

brazo con el pus de una pústula que cierta lechera había adquirido orde-
ñando vacas. El gran descubrimiento de la vacuna quedó Juego a luego
confirmado, y con extraordinaria rapidez circuló por todas partes.
Antes de proseguir, conviene saber que la variolización se había usado
en América por lo menos para el año de 1794, pues en este año se im-
primió en Guatemala una curiosa “Instrucción sobre el modo de practi-
car la inoculación de las viruelas, y método para curar esta enfermedad,
acomodado a la naturaleza y modo de vivir de los indios del Reino de
Guatemala, por el Doctor D. José Flores”, según se lee en una luminosa
memorial sobre la vacuna, escrita por don Rodolfo Figueroa y publica-
da en 1804 en la Revista de la sociedad Guatemalteca de Ciencias.
En 1801 se introdujo la vacuna en España; y por este tiempo ya el
Virrey de Nueva Granada en Sur América, don Pedro Mendinueta y
Muzquis, había ofrecido un premio al que la hallase en los hatos de
las haciendas, más nada se consiguió. “Vino luego de España, agrega
Groot, por desvirtuada. La pidió a Filadelfia, tampoco produjo su efec-
to. Proyectó entonces pees mandar muchachos de Cartagena a Francia,
para que vacunados allá trajeran el pus a la costa, y que de allí se fuese
comunicando hasta el interior, pero entonces apareció la viruela en Po-
payaán (1801) y ya no se trató más que de impedir el contagio.”
El Rey de España don Carlos IV resolvió, en 1803, oído el dictamen
de algunos sabios, propagar la inoculación de la vacuna en sus dominios
de ambas Américas, y a este fin mandó formar una expedición marítima
compuesta de hábiles profesores y dirigida por su médico honorario de
Cámara don Francisco Javier de Balmis, expedición que se haría a la
vela en el puerto de la Coruña.
El fluido vacuno fue transportado por medio de niños vacunados su-
cesivamente, y también en vidrios que debían repartirse junto con 500
ejemplares del Tratado Histórico de la vacuna, compuesto por Moreau
406 T ulio F ebres C ordero

de la Sarthe y traducido por el mismo Director Balmis. Todo esto fue


comunicado a las autoridades de América, de orden del Monarca, por
don José Antonio Caballero, en oficio circular de 1.º de septiembre de
1803, que tenemos a la vista y nos suministra estos datos.
El itinerario de la expedición era el siguiente: “El buque conductor de
los diez individuos que componen la expedición y de los Niños dirigirá
su rumbo en primer lugar a La Habana, haciendo escalas en las islas de
Tenerife y Puerto Rico, para reponer algunos otros Niños, si hicieren
falta: para introducir en ellas tan precioso descubrimiento; y para co-
misionar algunos individuos al Virreinato de Santa Fe. a las provincias
de Caracas, u otra parte de Tierra Firme, según conviene: el resto de la
expedición continuará su derrota a Vera Cruz y haciendo el giro por
Nueva España y el Perú, terminará la comisión en Buenos Aires, des-
pués de haber enviado algunos de ellos a Filipinas, en la nao Acapulco,
o desde el Callao de Lima”.
“El 30 de noviembre de 1803, dice el historiador Groot, salió la expe-
dición del puerto de la Coruña, a cargo del Doctor D. Francisco Javier
Balmis, y el 7 de septiembre de 1806, se presentó al Rey este profesor
después de haber dado vuelta al mundo y dejado en todas partes esta-
blecida la vacunación. La expedición se compuso de varios profesores
de medicina y de los niños que tomados en diversos puntos debían ir
conservando el pus de brazo a brazo. El subdirector de la expedición lo
fue el doctor don José Salvani, quien trajo la vacuna a Santa Fe desde
Caracas, a donde había venido con Balmis, el cual siguió para La Ha-
bana y Yucatán.”
La Historia ha recogido el nombre de la primera persona vacunada
en Venezuela, que fue el niño Luis Blanco, nacido en Caracas el 25
de junio de 1802 y muerto en 1874, después de una carrera meritoria
como servidor público.
M itos y tradiciones 407

* * *
En seguida registramos algunas noticias referentes a la viruela e intro-
ducción de la vacuna en los Andes venezolanos, que hemos obtenido
consultando los archivos públicos.
En 1612, gobernando en Mérida como Corregidor don Juan de
Aguilar, se supo que en Cartagena de Indias hacía estragos la viruela, y
que de allí habían venido fragatas a los Puertos de San Pedro, Gibraltar
y Barbacoas, en el lago de Maracaibo, que era donde hacia su comercio
la ciudad de Mérida y demás pueblos de la Cordillera. En consecuencia
aquel gobernante y las justicias ordinarias dictaron inmediatamente las
providencias necesarias para librarse del contagio.
En 1745, siendo Alcalde ordinario y Regidor de Mérida don Miguel
de Uzcátegui y Rivas, acordó el Ayuntamiento poner en estado de de-
fensa la ciudad y su jurisdicción, por estar amenazada de la peste de
viruelas y alfombrillas, prohibiendo, al efecto, todo comercio y comu-
nicación con los lugares que padecían la enfermedad. Dióse comisión
al Capitán don Juan Díaz de Orgaz para que dirigiese y organizase todo
lo concerniente a precaver el daño y señalamiento de los lugares y sitios
para degredos.
Para el año de 1804 hubo epidemia de viruelas en el Táchira, según
consta de una certificación oficial dada en 1807 por Francisco Javier
Prato y Santillán, notario público eclesiástico de la Vicaria de San Cris-
tóbal, donde dice, explicando la pérdida de un libro de confirmaciones
de 1794, perteneciente a la parroquia de San Pedro de Capacho, que
“puede ser que por el temor del contagio de viruela, le arrojaron al fue-
go el año de mil ochocientos cuatro (1804), por muerte del cura Pbro.
D. Santiago Volcán”. Lo que hace suponer que dicho cura fuese una de
las víctimas de la epidemia.
408 T ulio F ebres C ordero

La vacuna llegó a la ciudad de Mérida en el mes de octubre de 1804,


siendo Justicia Mayor don Antonio I. Rodríguez Picón, quien hizo pu-
blicar un bando, después de misa mayor, el domingo 21 de dicho mes,
por el cual exhortaba a los habitantes para que ocurriesen a vacunarse
en las casas de las personas encargadas de ello.
Parece que al principio cundieron por estos pueblos, inclusive en Ma-
racaibo, ciertos temores infundados o preocupaciones contra la vacuna,
a juzgar por el oficio que el Capitán General don Manuel de Guevara
y Vasconcelos dirigió desde Caracas al Gobernador de Maracaibo don
Fernando Miyares, con fecha 30 de septiembre de 1805, en que le or-
dena desvanecer tales incertidumbres y temores por medio de bandos,
excitando de nuevo a la vacunación ponderando sus beneficios. En Mé-
rida se hizo tal publicación el 22 de diciembre de 1805.
Las últimas epidemias de viruela habidas en Mérida son las de los
años de 1819 y 1855; de ésta aún existen víctimas indeleblemente mar-
cadas de tan terrible mal.
En el presente año de 1898, se ha visto desgraciadamente azotado
el centro de la República por esta epidemia, activamente combatida
con todos los recursos de la ciencia y del Gobierno. En la actualidad,
el poder ejecutivo de Los Andes, por medio de Juntas de Sanidad, pro-
mueve con eficacia la vacunación y demás medios conducentes a salvar
el Estado.
Bolívar en Mérida

La historia justifica el título medioeval de “Ciudad de los Caballeros”,


que desde su origen lleva Mérida, granadina hasta 1777, y venezolana
desde entonces. Es ciudad de leyenda, ciudad romántica, intensamente
espiritual y caballeresca.
En 1561, cuando los nacientes pueblos de Venezuela, poseídos de
espanto, se vieron invadidos por el Atila vizcaíno, el tremendo Aguirre,
los caballeros de Mérida toman a su solo cargo la empresa de impedirle
el paso para el Nuevo Reino de Granada, y en número de veinticinco,
con Bravo de Molina por capitán, se van en son de guerra, aun contra
las órdenes de la Real Audiencia de Bogotá, ligeros y gallardos sobre los
caballos de la conquista, hasta la ciudad de Barquisimeto; y allí toman
parte principal en la derrota del famoso tirano, trayendo a Mérida como
trofeo una de las banderas por ellos ganada al tomar el Fuerte enemigo.
Y en 1766, en la época de los piratas, cuando eran saqueadas y puestas
a rescate nuestras ciudades, los caballeros de Mérida se cubren de nuevo
con los brillantes arreos del combate, y bajo las órdenes de su goberna-
dor, D. Gabriel Guerrero de Sandoval, que sucumbe bizarramente en
la demanda, van a teñir con su sangre las costas del Lago, en defensa de
Gibraltar, contra el despiadado Olonés, que la toma a sangre y fuego.
Y en 1781, al grito de insurrección de los comuneros del Socorro,
los caballeros de Mérida responden prontamente, privando del mando
a las autoridades del Rey, y dándose un gobierno propio, emanado del
común, que es el pueblo. Fueron necesarias dos expediciones militares
410 T ulio F ebres C ordero

una de Maracaibo y otra de Caracas, mandadas por Alburquerque y


Casas, respectivamente, para someter a los merideños sublevados.
Ya sabían, pues, que no era temeraria empresa echar por tierra el régi-
men colonial; y de nuevo lo hicieron en 1810, siguiendo la revolución
de Caracas, inicio de la gran cruzada redentora del Nuevo Mundo.

* * *
En una hermosa mañana de mayo, el mes de las flores por excelencia,
la ciudad melancólica se alegra, sus desiertas calles se llenan de gente,
las campanas se echan a vuelo, y en los balcones y ventanas de sus casas
semiarábigas, brillan ardientes y seductores, entre dulces sonrisas, los
negros ojos de recatadas doncellas, que esperan anhelantes el desfile de
la vistosa comitiva, donde viene el guerrero afortunado, el caballero de
la Torre de Plata y de la Celeste Espada.
Es Bolívar que llega. En la casa Consistorial lo reciben en asamblea
pública, los patricios, los togados y los sacerdotes, revestidos de impo-
nente gravedad y con los corazones henchidos de gratitud y simpatía.
—Permitidme, señores, les dice Bolívar al iniciar su breve y elocuen-
te discurso, expresaros los sentimientos de júbilo que experimenta mi
corazón al verme rodeado de tan esclarecidos y virtuosos ciudadanos,
los que formáis la representación popular de esta patriótica ciudad, que
por sus propios esfuerzos ha tenido la dicha de arrojar de su seno a los
tiranos que la oprimían...
Y entonces el más anciano le contesta, terminando con estas palabras
proféticas:
—¡Gloria al Ejército Libertador y gloria a Venezuela que os dió el ser a
vos, ciudadano General! Que vuestra mano incansable siga victoriosa des-
trozando cadenas; que vuestra presencia sea el terror de los tiranos y que
toda la tierra de Colombia diga un día: Bolívar vengó nuestros agravios.
M itos y tradiciones 411

Así habló el viejo Rivas, padre de Rivas Dávila, y en seguida aquella


asamblea de próceres y todo el pueblo, agolpado frente a la casa Con-
sistorial, gritaron a una: “¡Viva Bolívar! ¡Viva el Libertador!”, quedando
así ungido con este sobrenombre el futuro fundador de cinco naciones
soberanas.

* * *
Dieciocho días permaneció Bolívar en la ciudad de la Sierra Nevada, y
en este tiempo pudo apreciar la abnegación y patriotismo de sus hijos,
hombres y mujeres.
María Simona Corredor le regala una casa, la primera que adquiere la
Patria por especial donación.
Una hermana del Canónigo Uzcátegui le ofrece un cañón, que lleva
grabado en el mismo bronce el nombre de la donante.
Otra mujer, María Rosario Nava, le suplica con lágrimas en los ojos
que reciba en el Ejército al hijo que le han tachado por inválido, pro-
metiendo ir ella a su lado, llevándole el fusil mientras sana del brazo
enfermo.
Y la intrépida Anastasia, la criada del Convento de Clarisas, le relata
satisfecha y sonreída el gran alboroto de las tropas de Correa la noche
del 17 de abril, cuando sigilosamente ella les invade el campamento, les
dispara un trabuco y les toca a fuego en un tambor de guerra, vitorean-
do la Patria.
Pero no es esto todo. Bolívar necesitaba bagajes, y Mérida le da ocho-
cientas caballerías, que transportan el Ejército a través de la Cordillera.
Bolívar necesitaba armas, y Mérida le da cañones, ollas de campaña
y pólvora, todo fabricado en su recinto, mediante la actividad y entu-
siasmo del célebre Canónigo Uzcátegui, que en ello se ocupaba desde
1810.
412 T ulio F ebres C ordero

Bolívar necesitaba dinero, y Mérida destruida recientemente por el


terremoto, y saqueada por los realistas, abre sin embargo sus arcas, y le
da treinta mil pesos en oro para raciones del Ejército Libertador.
Bolívar necesitaba algo más valioso todavía, necesitaba soldados, y
Mérida le da quinientos voluntarios, organizados por el bravo Campo
Elías, entre los cuales se cuentan oficiales distinguidos: los Rivas Dá-
vila, Rangel, Picón, Ponce, Paredes, Maldonado, Briceño, Uzcátegui.
Nucete, Pacheco, Fernández Peña, Ovalle, Pino, Marquina, Quintero,
Sánchez Espinosa, Gutiérrez. Torres y otros más.
Son los mismos caballeros de capa y espada de la ciudad romántica,
que han velado sus armas en el templo de la Libertad, y salen a pelear
por ella, hasta morir sobre el escudo, lejos del nativo suelo.
¡De aquellos quinientos solamente quince volvieron al seno de sus
familias!
Estos son, en verdad, ejemplos de patriotismo sublime, como los ca-
lificó el mismo Bolívar, que siempre hizo de Mérida los más gratos y
honrosos recuerdos.
El canónigo Uzcátegui. Apuntes biográficos

Era su nombre Francisco Antonio Uzcátegui y Dávila, nacido en Mé-


rida a mediados del siglo XVIII y perteneciente por ambas líneas, pa-
terna y materna, a familias muy notables e influyentes de la ciudad de
los Caballeros. Llevaba el mismo nombre del Capitán don Francisco
de Uzcátegui, que fue casado con doña María Bolchis Reodil y estaba
establecido en Mérida para 1626, progenitor de todos los de tal apellido
en el occidente de Venezuela, inclusive el doctor Félix Uzcátegui, com-
pañero distinguido de Bolívar en la campaña de 1813.
Por la línea materna, descendía el Canónigo Uzcátegui del Capitán
don Alonso Dávila y Rojas, que en 1604 fue Teniente de Corregidor y
Justicia Mayor de Mérida, cuando esta ciudad dependía de Tunja. Fue
casado dicho don Alonso con una hija del conquistador y fundador
capitán Pedro García de Gaviria, jefe de uno de los bandos políticos en
que por largo espacio de tiempo estuvo dividida la ciudad de la Sierra.
Era, pues, el Canónigo Uzcátegui merideño de cepa e ilustre entron-
que a que agrega el prestigio y la riqueza, pues ambas familias gozaban
en la Colonia de suficientes bienes de fortuna; y los individuos de su
seno que seguían la carrera eclesiástica disfrutaban de rentas especiales,
de antiguo establecidas con el nombre de Capellanías.
Formando Mérida para entonces parte del Virreinato de Santafé de
Bogotá, a esta capital fue enviado el joven Uzcátegui, y en ella recibió
las Sagradas Ordenes y el Doctorado: de suerte que para el año de 1781,
ya lo encontramos revestido de autoridad y en puesto muy honorífico
414 T ulio F ebres C ordero

ejerciendo el cargo de Vicario Juez Eclesiástico de Mérida y Táchira,


que ya eran territorios venezolanos desde 1777, motivados por la insu-
rrección de los Comuneros en el vecino Virreinato de Nueva Granada.
Cuando la ola revolucionaria venía de Pamplona hacia Mérida, el
hombre de más prestigio para contenerla en el ánimo exaltado de los
pueblos era sin duda el Doctor Uzcátegui, ya conocido aun fuera de su
ciudad nativa por sus singulares dotes de carácter, ilustración y popula-
ridad. Larga correspondencia sostuvieron con él, desde el mes de mayo,
el Capitán General de Caracas don Luis de Unsaga y don José de Ava-
los, quienes enviaron de comisionado a don Francisco de Arteaga; y tan
luego llegó éste a Mérida, les propuso, como medio de atajar la revuelta,
el nombramiento de don Juan Nepomuceno Uzcátegui, hermano del
Vicario, para el cargo de Teniente Gobernador, porque sería tanto como
dar el mando al meritorio y talentoso Padre Uzcátegui.
Pero desgraciadamente existía una seria enemistad y aun causa pen-
diente entre don Juan Nepomuceno y don José Antonio Luzardo, que
ejercía algún influjo político, según aparece, y entonces el Capitán Ge-
neral cortó el nudo haciendo Teniente Gobernador a su propio comi-
sionado don Francisco de Arteaga, quien trataba estos asuntos asociado
al químico español don Pedro de Verástegui, que se hallaba a la sazón
haciendo estudios en la Laguna de Urao de Lagunillas.
Es el caso que por el mes de julio el Jefe Comunero don Juan José
García invadió el Táchira con una columna de tropas, y llegó hasta
Mérida, sin que las autoridades coloniales pudieran resistir el ímpetu
revolucionario del pueblo, apoyado en las armas de García. Este jefe
organizó los Comunes de la Grita y Mérida y regresó con sus tropas.
Muchas personas notables se vieron en la necesidad de emigrar hacia
Trujillo y Maracaibo, entre ellas el mismo Vicario Uzcátegui, quien lo
hizo en los primeros momentos para excusar las relaciones oficiales en
que forzosamente debía entrar como tal Vicario con el nuevo Gobierno,
M itos y tradiciones 415

pues ni en su persona ni en sus intereses podía esperar ningún daño


aquel distinguido sacerdote, que gozaba de tantas simpatías en todas las
clases sociales, desde el acaudalado patricio hasta el infeliz esclavo.
Prontamente, volvió a Mérida el Doctor Uzcátegui a interponer sus
valiosos y humanitarios servicios en favor de los revoltosos, cuando
caían sobre ellos don Francisco Alburquerque con tropas de Maracaibo,
y don Juan de Salas con gente traída desde Caracas. Acaso a la hábil y
autorizada mediación de este patriota y abnegado levita deba atribuirse
la extensión del indulto dado por el Virrey de Bogotá, para que com-
prendiese a los Comuneros de Venezuela.
Al año siguiente de estos sucesos, en 1728, el Pbro. Dr. Uzcátegui,
guiado por un noble propósito, raro en los espíritus superiores de la
época, funda de su peculio particular la primera escuela pública gra-
tuita que existió en Mérida; dotada con un capital de cuatro mil pesos,
asegurados en todos sus bienes de fortuna. La escritura y estatutos de
fundación tienen fecha 10 de septiembre de 1782, documento impor-
tante que hallamos en 1891 en los Protocolos del Registro Principal de
Mérida.
Posteriormente, el mismo Pbro. Doctor Uzcátegui, no satisfecho con
este primer establecimiento de tanta utilidad, hace la fundación de otro
en la vecina ciudad de Ejido, para entonces Villa, destinado a Escuela de
Artes y Oficios, con un capital de tres mil pesos, cargado también sobre
sus bienes patrimoniales.
Esta es una de las páginas más hermosas en la vida del Doctor Uzcáte-
gui. Aplicar sus bienes a un objeto tan útil en beneficio del público, y po-
ner en ello tanto celo e interés ese rasgo de carácter poco común, y más
en aquella época, en que la instrucción era uno de tantos privilegios con-
cedidos a la clase acomodada, o sea a los que podían pagar preceptores
en la localidad, aun tratándose de las primeras letras, para hacer luego vía
a Caracas-Bogotá a Santo Domingo en pos de los estudios secundarios.
416 T ulio F ebres C ordero

Hay también la circunstancia de que no puede atribuirse este nobi-


lísimo acto de desprendimiento del Doctor Uzcátegui a la triste consi-
deración de que ya fuesen contados los días de su existencia no. pues
estaba joven todavía o por lo menos, en la plenitud de la vida. El Rey
don Carlos III, por cédula de 19 de junio de 1788. aprobó, en términos
muy honrosos para el autor, ambas fundaciones, que a la larga desa-
parecieron por causa de los desastres e inseguridad de la cosa pública
durante la guerra de independencia. En 1816, el Ilmo. Sr. Lazo de la
Vega instaló provisionalmente el seminario de Mérida en la casa que
había donado el Doctor Uzcátegui para la Escuela de dicha ciudad, casa
espaciosa y muy central, próxima al extinguido convento de Clarisas. Ya
para fines de 1813, el Cabildo patriota, de que era alma el Pbro. Doctor
Uzcátegui, como Racionero, en asocio del Pbro. Doctor Arias, después
Obispo, había dispuesto establecer la Escuela de Mérida, fundada por
el primero, en el mismo plantel del Seminario, y decimos Cabildo pa-
triota, porque también lo había realista, formado en Maracaibo por el
Deán Irastorza y el Canónigo Mas y Rubí.
Erigido el Obispado de Mérida desde 1777 no tuvo Obispo hasta
1784, en que llegó consagrado el Ilmo. Sr. Fr. Juan Ramos de Lora,
pero éste no pasó de Maracaibo, donde lo detuvieron, en tanto iban
vivas instancias al Rey, para que variase la erección de la Silla, alegando
que Mérida era una ciudad muy retirada y escasa de comodidades y
recursos, para ser asiento del Solio y Catedral del nuevo Obispado. Era
tan triste la pintura que le hacían de Mérida y de los caminos que debía
atravesar, que el Obispo se mantenía en suspenso sin saber qué partido
tomar, y hasta llegó a escribir de su parte al Rey, instándole también
para que variase el asiento de la Silla, aun sin conocer a Mérida.
En estas circunstancias, llega de improviso a Maracaibo un eclesiásti-
co de caballeroso y distinguido porte, que, sin dar su nombre, solicita
audiencia del Prelado, le revela quién es y el objeto exclusivo de su viaje,
M itos y tradiciones 417

que no era otro sino ofrecerle todo género de recursos y comodidades


para el viaje a la capital de su Obispado, manifestándole que dejaba en
el puerto mulas de silla y de carga una litera y peones suficientes, que
todo estaba listo y que además llevaba los bolsillos llenos de oro para
atender a cualquiera otra necesidad.
El Ilmo. Sr. Lora, que a la verdad no tenía motivo fundado para dete-
nerse por más tiempo, aceptó de mil amores la compañía y facilidades
que de modo tan franco y tan espléndido le ofrecía el Pbro. Dr. Uzcá-
tegui, e hito con felicidad su viaje a Mérida, de donde escribió al Rey,
por el primer correo, revocando su anterior solicitud, pues al hallarse en
el seno de la apacible y romántica ciudad de las Nieves, al contemplar
sus varios templos y sus múltiples bellezas naturales, y sobre todo, al
gozar del trato de una sociedad culta y distinguida, que lo colmaba de
atenciones, cambió por completo de parecer, convencido de que no era
tan fiero el león de los Andes como se lo habían pintado.
El Cabildo Eclesiástico de Mérida se instaló el 30 de enero de 1792,
con el Deán Dr. Irastorza, el Mercedario Dr. Villamizar y el Prebendado
Dr. Mateo Más y Rubí, como fundadores; y en tanto venían los otros
Canónigos, se nombró al Dr. Uzcátegui, con el carácter de suplente.
Los doctores Irastorza y Mas Rubí se quejaban de que no hubiese en la
ciudad carne fresca diariamente, convirtiendo esta queja en argumento
para probar que Mérida no era digna de tener Catedral ni Cabildo,
argumento no menos curioso que aquel otro muy risible, alegado ante
el Rey, de la enfermedad de coto o papera que afeaba a los merideños.
El Teniente Justicia Mayor don Juan Nucete había puesto en licita-
ción la pesa pública, pero nadie hacía postura que llenase el fin desea-
do, porque el negocio era en extremo expuesto a pérdidas, debido a la
arraigada costumbre de beneficiar reses en todos los hatos y haciendas
circunvecinos, y ofrecer la carne ya oreada al expendio en las pulperías
y casas particulares, costumbre general por lo visto en las Colonias,
418 T ulio F ebres C ordero

pues leemos en una obra histórica del Uruguay que en la ciudad de


Montevideo, el Cabildo y Regimiento tuvo que prohibir en absoluto,
por idéntica razón, la matanza de reses fuera del matadero y el libre
expendio de la carne.
A esta urgente necesidad económica por una faz, y de honor para
Mérida por otra, atendió al punto el Canónigo Uzcátegui con larga
mano, pues se dirigió al Ayuntamiento ofreciéndole espontáneamen-
te una casa para fundar la Carnicería Pública, y comprometiéndose a
beneficiar por su cuenta doscientos novillos al año, para que no faltase
carne fresca en dicho establecimiento, con lo cual hizo un bien efectivo
al numeroso vecindario y anuló de hecho la queja de aquellos señores
capitulares, mal avenidos con la alta jerarquía eclesiástica de Mérida.
El 6 de mayo de 1800 fue día de gala y general regocijo en la ciudad
por la posesión que dió al Cabildo Eclesiástico al Pbro. Dr. Uzcátegui
del cargo de Primer Racionero de la Catedral. Hubo con tal motivo
gran banquete según lo dice en su Diario de Apuntes don Antonio Ro-
dríguez Picón. En 1804, este benemérito patriota, siendo Justicia Ma-
yor, arregló el servicio de agua limpia de la ciudad y construyó la prime-
ra pila o fuente pública en la plaza mayor, que duró hasta 1875, siendo
el Canónigo Uzcátegui uno de los principales contribuyentes en dinero
para dicha obra, según consta de manuscritos oficiales de aquélla época.
En 1807, el Ilmo. señor Obispo Milanés hizo la fundación del La-
zareto de Mérida, que vino a servir de asilo a los enfermos de todo el
Occidente de Venezuela, y mucha parte del actual departamento de San-
tander en la vecina República de Colombia. También encontramos al
Canónigo Uzcátegui como director cooperador en la realización de esta
obra humanitaria y de evidente utilidad pública, pues su ilustre funda-
dor la puso desde luego bajo la dirección económica de aquel activo y
celoso Canónigo, hombre de múltiples dotes, que en todo estaba y a
todo atendía con vigoroso impulso y acendrado amor a la tierra nativa.
M itos y tradiciones 419

* * *
Hemos llegado al año trascendental de 1810, en que la figura del Ca-
nónigo emeritense aparece circundada de gloria en el campo de la po-
lítica. El 16 de septiembre se constituye la Junta Patriótica de Mérida,
en el seno de una asamblea presidida por el Ayuntamiento; y allí está el
Canónigo, de los primeros, a la cabeza de aquella revolución inmortal,
cívica en sus comienzos y terriblemente trágica en su desarrollo hasta
llegar al triunfo definitivo de la Independencia.
En aquella gran asamblea de patricios, no faltó quien pretendiera
mortificar al Doctor Uzcátegui, poniendo en duda su valor en la guerra;
y fue entonces, y a virtud de un dicho equívoco o indirecto que alguien
le dirigiera, en los momentos de firmar el acta, cuando el Canónigo se
levantó como herido por una centella, se arrolla la sotana y les dice con
varonil arrogancia:
—¡Señores, hay calzones debajo de estos hábitos!...
No era en aquellos momentos el manso levita ni el grave patricio, sino
el caballero de noble estirpe herido en su honor de valiente. La sangre
belicosa de los Gavirias debió de arder en su corazón de patriota.
Sus manos finas y delicadas, se convirtieron de allí en adelante en
ásperas y potentes manos de herrero; y los que estaban acostumbrados
a ver salir del oratorio de su Quinta el humo suave y perfumado de la
mirra y del incienso, que se difundía por las frondosas márgenes del Al-
barregas, vieron de pronto cubrirse el cielo de espesas y rojizas columnas
de otra clase de humo que arrojaba la casa del Canónigo, convertida por
él mismo en templo de Vulcano, en improvisada fragua, para fundir
dieciséis cañones y otras armas destinadas al ejército patriota, nuevo y
valioso regalo que hacía a la Patria con generosa y sublime resolución.
De más estará decir que fue el Canónigo uno de los miembros prin-
cipales de la Junta de Gobierno que organizó la Provincia de Mérida en
420 T ulio F ebres C ordero

todos sus ramos, a ejemplo de lo que hiciera la de Caracas establecida


el 19 de abril. No dice la tradición que el Canónigo Uzcátegui tuviese
dotes de orador, pero a la verdad, el nervio de su gran influjo no estaba
en el brillo de las palabras, sino en los hechos de admirable elocuencia
con que conmovía y exaltaba al pueblo. Era como el tribuno Letorio,
que en críticos momentos decía a los romanos: “Yo no sé hablar, pero
sé ejecutar lo que digo”.
En ocasiones el sentimiento popular, reprimido por temor o respeto
a la autoridad preestablecida viene a ser como un gran caudal de agua
detenida, que sólo ha menester abrirle brecha en la tapiza, para que al
punto rompa y se derrame con entera libertad. El sentimiento patrió-
tico, el deseo ardiente de variar de condición, subiendo de colonos a
ciudadanos, tuvo desde 1810 ruidoso desbordamiento en el seno de las
montañas andinas, contribuyendo mucho a ello la resuelta actitud de
los hombres más conspicuos, entre ellos, el Canónigo Uzcátegui, dota-
do de un poder irresistible de insinuación aun sobre los corazones más
fríos e indiferentes.
Organizada la Provincia por la Junta Patriótica, uno de los actos más
notables fue la reunión de un Colegio Electoral Constituyente, forma-
do con representantes de todos los partidos capitulares o cantones de
Mérida y Táchira. Este cuerpo, en que estaba el Canónigo como di-
putado por Lobatera, dictó la Constitución Provincial el 31 de julio
de 1811, y el mismo día hizo la elección de los altos empleados en los
varios ramos del servicio público. El Poder Ejecutivo lo componían cin-
co individuos, que duraban en sus funciones un año, y turnaban en el
mando mensualmente. Fueron nombrados los ciudadanos siguientes:
1.º “Pbro. Dr. Francisco Antonio Uzcátegui, Canónigo de la S. I.
Catedral de Mérida.
2.º Pbro. Dr. Mariano de Talavera, después Obispo de Trícala y Vica-
rio Apostólico de Guayana.
M itos y tradiciones 421

3.º Doctor Casimiro Calvo, abogado, vecino de San Cristóbal.


4.º Don Pedro Briceño y Peralta, vecino de Mérida; y
5.º Don Clemente Molina, vecino de Bailadores.
El 1.º de agosto se juramentaron los que se hallaban presentes en
la capital, y tomaron posesión del Poder Ejecutivo, ejerciéndolo desde
luego el Canónigo Uzcátegui, por lo cual tiene la gloria de haber sido el
primer Presidente Constitucional de Mérida, en la gloriosa Federación
de 1811.
Para los que ignoran cuán meritorio era servir entonces tan alto em-
pleo, conviene recordar que el cargo concejil, puramente patriótico,
pues los miembros del Poder Ejecutivo no tenían sueldo alguno... Bien
estaba el Canónigo de Presidente, porque tratándose de la Patria nunca
llegó a servirla por la paga, sino que más bien pagaba, por servirla.
El 16 de septiembre de 1811, primer aniversario de la revolución de
Mérida, fue el día escogido para la solemne promulgación y juramento
de la Independencia nacional, declarada en Caracas por el Congreso
de las Provincias Unidas el memorable 5 de julio. Con este motivo to-
cóle al Canónigo organizar un acto de tanta trascendencia, y se dirigió
como Presidente del Ejecutivo, al Cabildo Eclesiástico para los fines del
Tedeum; pero hubo contestaciones dilatorias por parte de este Cuerpo,
debido a que el Deán Pbro. Doctor Francisco Javier Irastorza, era uno
de los jefes más enérgicos y autorizados del realismo en Mérida, aso-
ciado al Canónigo Doctor Mateo Más y Rubí, que no lo era menos.
De suerte que los patriotas sólo tenían en el seno del Cabildo a los
Canónigos Racioneros Doctor Uzcátegui y Doctor Buenaventura Arias,
después Obispo de Jericó, porque el Doctor Luis Ignacio Mendoza se
hallaba en Caracas, y su hermano, el Magistral Doctor Juan José Men-
doza, había renunciado el cargo y estaba en Barinas. Ante la actitud
enérgica del Poder Ejecutivo, presidido por el Canónigo Uzcátegui, y
contra toda su voluntad, los Doctores Irastorza y Más Rubí, cantaron
422 T ulio F ebres C ordero

en Mérida el primer Tedeum en acción de gracias por la Independencia,


después de hecha la bendición de las primeras banderas de la República
en el templo de San Francisco.
El cataclismo del 26 de marzo de 1812 fue doblemente desastroso,
porque no sólo derribó en su fábrica los principales edificios de Mérida
con pérdida de ochocientas vidas, sino que derribó también el nue-
vo y hermoso edificio de la República, transtornando en su caída los
fundamentos de instituciones que eran gala y orgullo de la metrópoli
andina tales como la Sede Episcopal, el Colegio Seminario, erigido ya
en Universidad desde 1810, y el Convento de Clarisas, venerable asilo
que contaba para entonces más de ciento sesenta años, establecimientos
que la reacción española pretendió arrebatarle en castigo de su rebeldía,
haciendo del terremoto el principal argumento para el despojo porque
se alegaba que Mérida no era ya sino un montón de ruinas.
Y para que el argumento se mantuviese en toda su fuerza y vigor, el
Deán Irastorza, elevado a Gobernador del Obispado, por la muerte del
Obispo Milanés, impedía a los vecinos, por medios violentos, todo tra-
bajo de reedificación, ayudado por el Doctor Mas y Rubí y por los jefes
realistas, que llegaron hasta meter en un calabozo y cargar de grillos al
respetable ciudadano don Ignacio Pereira, porque había hecho algunas
reparaciones en el edificio del Convento de Clarisas.
El Canónigo Uzcátegui pudo escapar oportunamente, pues antes del
combate de San Antonio del Táchira, librado el 13 de junio de 1812,
adverso para los patriotas, había logrado transponer la frontera y refu-
giarse en Nueva Granada velando siempre, aun en el destierro, por los
intereses permanentes de la tierra nativa, pues allá en Bogotá se ocupó
en hacer efectiva la manda piadosa que el Doctor Marcelino Rangel
había hecho en favor de las niñas pobres de Mérida.
Pocos meses después de libertada la provincia de Mérida por Bolívar
en 1813, el Canónigo vuelve a sus queridas montañas. La ciudad lo
M itos y tradiciones 423

recibe alborozada, y el noble levita se consagra de nuevo a ella en cuer-


po y alma. En ausencia de los Doctores Irastorza y Mas Rubí, que se
habían trasladado a Maracaibo, forman Cabildo con el otro Racionero
Doctor Arias y con el Doctor Talavera y el Pbro. Manzaneda y Salas,
sacerdotes patriotas, nombrados Canónigos suplentes en fuerza de las
circunstancias.
El Canónigo Uzcátegui restablece, en seguida, los oficios de la Cate-
dral en el Templo de las monjas, supliendo de su bolsillo la mitad de los
sueldos eclesiásticos, porque 110 había rentas; atiende a la reedificación
del Seminario; reorganiza las Escuelas que antes había creado, asegu-
rando las rentas para su sostenimiento en otros bienes de su patrimonio
particular, por cuanto el terremoto había destruido las casas que tenía
donadas con tal objeto; y cuando suena la hora del desastre para las
armas republicanas en 1814, hace acuñar las alhajas inservibles de la
Catedral, antes que caigan en poder de las tropas, aprovechando acaso
el mismo cuño que sirviera a Bolívar en 1813, cuando acuña en Mé-
rida la plata de las ricas vajillas, que le ofrecieron las familias patriotas
emigradas de Barinas; y refiere la tradición que hizo más el Canónigo,
pues los tubos del órgano de la Catedral que el Deán Irastorza creyó
haber enviado a Correa con destino a balas, por ser de plomo, salieron
entonces de su escondrijo, y con igual destino fueron a poder de los
republicanos porque el Canónigo Uzcátegui los ofreció a la Patria.
Desgraciadamente, tantos y tan abnegados esfuerzos fueron por el mo-
mento infructuoso pues el 17 de septiembre Calzada derrota en Mucu-
chíes la retaguardia del reducido ejército de Urdaneta, quedando Mérida
a merced del vencedor. ¡Momentos de gran tribulación y espanto! Al día
siguiente la población patriota emigra, al amparo de las mismas tropas
de Urdaneta, que continuaron su célebre retirada hacia la Nueva Gra-
nada. Entre aquellos emigrantes iba el Canónigo Uzcátegui, con el alma
transida de dolor al verse impotente y otra vez en camino del destierro.
424 T ulio F ebres C ordero

Al alejarse, en triste y angustiosa peregrinación, con aquel venerable


grupo de nobles patricios, distinguidas matronas y castas vírgenes, im-
pelidos todos por el huracán del común desastre, los ojos del Canónigo
debieron de volverse con amargura infinita hacia los sitios y objetos
más queridos de la ciudad ilustre. Pronto fueron desapareciendo, tras
las vueltas del camino, los techos rojizos de las casas solariegas y los
blancos y mudos campanarios; luego se ocultaron también las sombrías
arboledas, las lomas cultivadas y las verdes colinas, hasta quedar sólo en
lontananza el nevado perfil del empinado monte, soberbia atalaya del
nativo suelo, que recibe el último adiós de los proscritos al esfumarse
como débil celaje en el confín lejano.
Poco después, a mediados de mayo de 1815, allá en la vetusta y le-
gendaria metrópoli de los Zipas, en silenciosa y fúnebre alcoba, cuatro
velones de cera alumbraban pálidamente el cuerpo exánime del esclare-
cido Canónigo, talento útil, corazón de oro, brazo de hierro siempre en
activo servicio de la Iglesia, de la Patria y del Progreso.
Un personaje de estos quilates, tan popular e intensamente ligado a
los intereses vitales de Mérida, en la época gloriosa de su transformación
social y política, es por extremo acreedor a los homenajes más expresi-
vos de la admiración y la simpatía. El Rector de la Universidad de los
Andes, Doctor Ramón Parra Picón, le ha decretado ya un monumento
de mármol, que se levantará en el recinto de tan ilustre Instituto, el cual
cuenta al célebre Canónigo en el número de sus principales fundadores.
Bien merece los honores de la apoteosis este verdadero e insigne ser-
vidor público, que si hubiera nacido veinte años más tarde, la gran Co-
lombia le habría dado asiento en el augusto Senado de la República y
adornado su frente con el santo esplendor de la Mitra.
Segundo paso de Bolívar por los Andes venezolanos

El 23 de septiembre de 1820 movióse el coronel Ambrosio Plaza, de


San Cristóbal hacia Mérida, por orden de Bolívar, con las dos primeras
Brigadas de la Guardia del mismo Libertador. En Mérida se hallaba a la
sazón la División española de La Torre, quien la había dejado al mando
del Coronel don Juan Tello, y partido para Calabozo. Tello se situó en la
Parroquia de Bailadores, hoy Tovar, con los batallones Navarra, Barinas
y El Tambo, que sumaban más de mil soldados, según algunos autores.
El General Pedro Briceño Méndez, secretario del Libertador, relata ofi-
cialmente los movimientos de guerra habidos en los Andes en septiembre
y octubre de 1820. De oficio dirigido al Jefe de Estado Mayor General,
fechado en Mérida en 1.º de octubre tomamos los párrafos siguientes:
“La Guardia acampó el 29 en Estanques; se había adelantado el 28 el
coronel Rangel, con los cazadores del Vencedor y 30 carabineros, a reco-
nocer el puente de Chama, que siendo el único tránsito, estaba fortifica-
do por el enemigo, aprovechando su situación naturalmente formidable.
Aunque este puente era suficiente a impedir el paso, los españoles lo
hicieron absolutamente inaccesible, atrincherándose a media legua de él
en un desfiladero que, cubierto con 100 hombres debía ser impractica-
ble. El coronel Rangel, luego que examinó esta posición la tarde del 29,
mandó 25 cazadores que divirtiesen por el frente al enemigo, mientras
que con el resto de la compañía, a las órdenes del capitán Morillo, la
forzaba por un flanco: en efecto, bastó una carga firme para que fuese
vergonzosamente abandonada, perdiendo los nuestros un soldado.
426 T ulio F ebres C ordero

“Parecía que aunque perseguido el enemigo, se sostendría en el puen-


te, a favor de un puesto que permite la oposición de los hombres al ejér-
cito más numeroso; pero los españoles, llenos de terror, lo desocuparon
también, a pesar de las órdenes de defenderlo, no deteniéndose ni aun
a cortarlo: apenas para facilitar su fuga, lo inutilizaron por el momento,
pero de manera que pudo repararse en el día 30.
“Como el Libertador había forzado sus marchas desde que fue ins-
truido de los obstáculos que debía encontrar la Guardia, pudo reunirse
a ella a la orilla del Chama en la tarde de ayer. A la madrugada de
hoy (1.º de octubre) previno que los cuerpos pasasen el puente, y él
se adelantó rápidamente con los cazadores del Vencedor y el batallón
Tiradores, por si lograba alcanzar al enemigo. Informado S. E. en San
Juan de la marcha de éstos, ganando ya dos jornadas, dispuso venir solo
con su Estado Mayor a esta ciudad (Mérida); y ha entrado a las once del
día, entre las aclamaciones y aplausos de un pueblo que ha justificado
siempre sus sentimientos patrióticos. Mañana llegará la Guardia y con-
tinuará sus operaciones.”
Desde el 21 de septiembre había llegado Bolívar a San Cristóbal, de
donde salió para Mérida en seguida de Plaza, según parece el 26 del
propio mes, llegando a la ciudad de la Sierra el 1.º de octubre, a las once
de la mañana, como queda dicho. Tello y su tropa habían desocupado la
ciudad el día antes, 30 de septiembre. El Libertador se alojó en Mérida
en la casa del coronel Rangel, a la cual se dirigió algunas horas después
de su llegada, pues aunque se le tenía otra casa preparada, informado de
que ella había sido objeto de reciente embargo, secuestro o cosa pareci-
da, excusóse de aceptarla. Era esta casa del emigrado José Fernández y
pesaba sobre ella un gravamen a favor del Rectorado del Seminario. La
del coronel Rangel, lo mismo que la que ocupó Bolívar en 1813, están
señaladas con piedras conmemorativas.
Bolívar permaneció en Mérida hasta el día 4, en que siguió para Tru-
jillo, a donde llegó el 7 en la tarde. Dos leguas antes de llegar a Trujillo
M itos y tradiciones 427

encontróse, según O’Leary, con una comitiva de frailes, que venían a


recibirlo en muy buenas mulas; y como las bestias en que iban Bolívar
y sus compañeros estaban rendidas de cansancio, los religiosos, a exi-
gencias del Libertador, hubieron de consentir en una permuta temporal
de cabalgaduras, ciertamente inesperada y desventajosa para ellos, pero
que permitió a Bolívar rendir su jornada en bestias muy frescas y brio-
sas. Es claro que no debió ser muy grata a los reverendos frailes la ocu-
rrencia, por más que fuesen patriotas, pues para colmo de su infortunio
caía a la sazón una fuerte lluvia1.
Briceño Méndez comunicó a los vicepresidentes de Venezuela y Co-
lombia, con fecha 8 de octubre, desde Trujillo, la rápida y feliz recon-
quista de las dos provincias andinas por las armas libertadoras.
En este oficio les dice: “El 2 entró la Guardia del Libertador en Méri-
da. Destacados de allí 40 hombres de caballería a las órdenes del señor
coronel Rangel, pasaron por la noche el Páramo de Macachíes, y el 3,
al amanecer, dieron con el todo del enemigo. Sólo aquél Jefe con los
coroneles Gómez, Infante y Mayor Segarra, y siete dragones, bastaron
para atacar la retaguardia de las 3.ª División española y tomarles todo
su parque de víveres y municiones, 14 fusileros armados, matándoles 4
oficiales y 6 soldados. Ya antes había tomado el equipaje del Obispo de
Mérida que hace de caudillo y de proveedor de esta División; el equipa-
je se envió a la Catedral de aquella ciudad.”
Respecto a la actitud realista del Obispo Lasso, es de justicia recordar
que cinco meses después, el 1.º de marzo de 1821, tuvo ocasión el mis-
mo Obispo de entenderse personalmente con Bolívar, a quien recibió
por primera vez a la puerta de la Iglesia de Trujillo, revestido de Pontifi-
cal. El Libertador hincó una rodilla ante el venerable Pontífice, y éste le

[1]_ Estos religiosos que O’Leary no nombra, debieron ser franciscanos, pues no había
otros en Trujillo; y entre ellos figurarían el Padre Fr. Ignacio Álvarez, gran patriota
desde 1810; los PP. Fr. Manuel Vásquez, Fr. José María Bonilla y Fr. Miguel Casuela,
los cuales vivían todavía para 1824.
428 T ulio F ebres C ordero

dió a besar la cruz entrando luego al templo, donde se efectuó luego un


acto religioso de acción de gracias según lo ha relatado el mismo Ilmo.
señor Lasso, quien a las cinco de la tarde fue a visitar a Bolívar en su
alojamiento, que era la casa del General Urdaneta, según Groot.
Fue recibido por el Héroe con las mayores demostraciones de aprecio.
Desde entonces el Obispo Lasso fue un poderoso auxiliar de la Patria,
pues entró desde luego en correspondencia con la Silla Apostólica en
favor de la Gran Colombia y fue allí mismo uno de los constituyentes
en el Rosario de Cúcuta, diputado por Maracaibo.
El mismo Briceño Méndez, ocho días después de la entrevista de Bo-
lívar con el Obispo Lasso le dice a éste en un oficio fechado en la ciudad
de Trujillo: “S. E., animado de los sentimientos de piedad religiosa de
que se gloria, tiene por uno de sus primeros y más importantes deberes
proteger y sostener a la Iglesia y a sus dignos Prelados. Nada es más
satisfactorio para S. E., que ratificar estas disposiciones de parte del
Gobierno de la República a un Pastor virtuoso, que mostrándose digno
sucesor de los Apóstoles, sólo se ocupa de conservar en su esplendor las
sabias máximas del Evangelio, dejando ilesos y respetados los derechos
del pueblo.”
En el tercer viaje de Bolívar por la Cordillera, su marcha fue muy
rápida. El 19 de febrero de 1821 anuncia al Gobernador de Maracaibo,
desde Cúcuta su marcha para Trujillo. El 21 estaba en Táriba; el 24,
en Bailadores; el 25 y 26, en Mérida: el 28 en el Cucharito: y el 1.º de
marzo en Trujillo, según lo comunica Briceño Méndez su secretario al
Presidente de Cundinamarca, con fecha 3 de marzo desde la misma
ciudad de Trujillo.
Tres veces, pues, estuvo Bolívar al pie de la Sierra Nevada: en mayo de
1813, en octubre de 1820 y en febrero de 1821, siempre victorioso y a
vanguardia del Ejército Libertador.
Dos versos de Bolívar

Con el título de Bolívar Poeta, ha publicado don Manuel Uribe A. una


interesante leyenda, sirviéndole de tema un verso que cree dicho escri-
tor sea el único que hizo Bolívar, verso que estampó en broma al pie
de una carta que le dirigiera en San José de Cúcuta uno de sus amigos
y con militones, que Uribe menciona sólo con el nombre de Coronel
Marcial, en que éste pedía al Libertador, con mucho encarecimiento, el
permiso necesario para vender cinco mulas de la Brigada, como recur-
so extremo para atender a los cuidados especiales de su esposa, que se
hallaba en vísperas de dar a luz un hijo, invocando al intento los acen-
drados y tiernos afectos de padre y madre. El verso, según Uribe, estaba
concebido en estos términos:
«Tantas razones son nulas
Para el que no tiene madre,
Y no ha sido nunca padre,
Pero vende cinco mulas.»

Y como quiera que no es este el único verso escrito por Bolívar, por
más que él mirase con horror la poesía rimada, según se afirma, vamos
a producir en seguida, a modo de rectificación histórica, lo que hace
algunos años se escribió sobre el particular.
En El Lápiz, del 31 de octubre de 1895, publicamos con el título de
“Un verso de Bolívar”, la siguiente noticia:
“Del Libertador sólo se conoce un verso que escribió en Araure el 25
de julio de 1813, en carta dirigida al Comandante de Armas de Mérida
430 T ulio F ebres C ordero

don Antonio Ignacio Rodríguez Picón, con motivo de la herida recibi-


da en “Los Horcones” por un hijo de éste, el joven adolescente Gabriel
Picón. El verso dice así:
«Y tú, padre, que exhalas suspiros
Ai perder el objeto más tierno.
Interrumpa tu llanto y recuerda
Que el amor a la Patria es primero.»

“Más tarde aquel niño-héroe, como ha sido llamado, siendo Gober-


nador de Mérida en 1842, tuvo la dicha de erigir una hermosa colum-
na en honor del Libertador, primer monumento de este género que se
dedicara en Venezuela, el cual es conocido en Mérida con el nombre de
Columna Bolívar.”
El Progreso, periódico que entonces existía en Caracas, público a su
vez con el título de Otros Versos del Libertador, la siguiente rectificación:
“Hace pocos días publicamos unos versos escritos por el Libertador,
que tomamos de El Lápiz de Mérida, y que han sido reproducidos por
muchos colegas de la República. Al estamparlos el colega merideño,
advierte que son los únicos que escribiera Bolívar.
“Nosotros vamos a tener la gloria de dar a la estampa otros, del gé-
nero festivo, y que debemos a la bondad del señor Manuel Martel Ca-
rrión, contenidos en la siguiente carta dirigida a él por el señor Manuel
Jacinto Martel:
“Caracas, julio 13 de 1890. Señor M. Martel Carrión. Mi querido
tocayo y pariente: En retribución al obsequio que me acabas de hacer
hoy, día de gran celebridad por el Centenario del Héroe de las Pampas,
consistente en una hoja del naranjo que Bolívar regaba en San Pedro
Alejandrino, y que tú tomaste con tus propias manos, te copio a con-
tinuación unos versos de aquel genio con motivo de una licencia que
mi padre le pidió, en verso también, para vender unas mulas, y con ese
M itos y tradiciones 431

dinero hacer el bautismo de tu tocayo y pariente, pues que él iba a ser


su padrino. Helos aquí:
«¡Tantas razones son nulas
Para quien no tiene madre
Ni jamás ha sido padre!...
Pero venda usted las mulas.
Tu afmo. tocayo y pariente. —M. J. Mattel.»

No cabe duda en que este verso conservado por la distinguida familia


Martel, es el mismo que, con algunas variantes, ha servido de tema al
señor Uribe para su leyenda Bolívar Poeta.
El otro verso del Libertador, transmitido en carta al Comandante
Rodríguez Picón, más notable por su espíritu y oportunidad, figura hoy
en la letra del Himno Patriótico del Estado Mérida.
El Comandante Rodríguez Picón fue un gran patriota. Con la sere-
nidad de un espartano envió a la guerra en 1813 a sus hijos Francisco,
Jaime y Gabriel, y también a Campo Elías, que era su hijo político.
Digno fue, pues, el notable patricio merideño de la muestra singular
de cariño con que lo honrara el Libertador.
Rectificaciones históricas.
Natalicio y doctorado del Coronel Rangel

Don Ramón Azpurúa, primer biógrafo del Coronel Antonio Rangel,


dice que éste nació en 13 de junio de 1788 en la ciudad de Mérida, dato
que ha sido copiado por otros escritores hasta la fecha y que también
aparece en la biografía más completa del héroe, obra del Doctor Vicen-
te Dávila, que se halla en la interesante compilación histórica titulada
Próceres Merideños.
A propósito de reclamar en 1887 para que se incorporase al Coronel
Rangel en la lista de jefes y oficiales concurrentes a Carabobo, repro-
dujimos en El Lápiz el dato sobre su nacimiento tomado de Azpurúa,
diciendo que en 1888 se cumplía el centenario del héroe merideño.
El justo reclamo refrescó la memoria del ilustre prócer, y patriótica-
mente inspirado el Gobernador de la Sección Mérida doctor José de
Jesús Dávila, dió un decreto con fecha 23 de abril de 1888, por el cual
disponía la celebración solemne del referido centenario. El Gobierno
del Estado Los Andes, presidido por el Doctor Carlos Rangel Garbiras,
nieto del Coronel Rangel, decretó a su vez como homenaje a este y
demás Libertadores, la celebración de una Exposición regional de toda
suerte de productos, primera habida en los Andes.
Se estaba ya en vísperas de las grandes fiestas, conforme a varios pro-
gramas circulados con antelación. Los actos eran muchos y rumbosos.
Había empezado a llegar gente, atraída por los mismos programas,
y principalmente por la Exposición, cuyo hermoso local recibía día
por día mayor número de objetos de las Secciones Mérida, Táchira y
434 T ulio F ebres C ordero

Trujillo; a lo que se agregaba la circunstancia de haberse invitado es-


pecialmente para las fiestas al Ejecutivo Federal, a los Gobiernos de los
Estados de la Unión, a las corporaciones y municipalidades en toda la
extensión de los Andes. Artistas, oradores y poetas, todos se hallaban en
plena actividad.
Habíase solicitado en la parroquia del Sagrario de Catedral la partida
de bautismo del Coronel Rangel, sin éxito alguno. No obstante esta soli-
citud, don Carlos Rangel Pacheco, hijo del prócer, a quien habían pedi-
do dicha partida para publicarla en la portada de un periódico el día del
centenario, nos encargó con vivo interés que la solicitásemos de nuevo;
y así lo hicimos, ocurriendo otra vez al archivo de la parroquia Sagrario.
Con gran sorpresa la hallamos, pero el descubrimiento nos puso en un
conflicto. La partida acusaba un yerro gordo. ¡Rangel no había nacido en
1788, sino en 1789! Luego faltaba un año para cumplirse el centenario.
Copiamos rápidamente la partida en nuestra cartera, cerramos el li-
bro de bautismos y notificamos lo ocurrido al V. Cura, quien al punto
se dió cuenta del conflicto, conviniendo ambos en guardar secreto. Se-
guidamente pedimos audiencia privada al Presidente del Estado Doctor
Rangel Garbiras, interesado como su padre en el hallazgo de la partida.
Le comunicamos reservadamente el error en que todos estábamos res-
pecto a la fecha del natalicio del Coronel Rangel, manifestándole que
lo mejor era dejar las cosas como estaban, porque no era ya posible dar
paso atrás en las fiestas del centenario, y que para los fines del homenaje
patriótico, lo mismo era tributarlo un año antes o un año después. He
aquí la partida:
“En la ciudad de Mérida en veinte y uno de julio de mil setecientos
ochenta y nueve, yo el Tte. de Cura bauticé, puse óleo y chrisma a un
niño que se llama Josef Antonio, hijo legítimo de Juan Josef Rangel
y Nicolasa Becerra. Padrinos Juan Dionisio Becerra y María Nicolasa
M itos y tradiciones 435

Pérez: advertí el parentesco espiritual y obligaciones. Testigo don Ma-


tías de la Cruz. Doy fe. Gabriel Salom.”
No indica la partida el día en que naciese el niño, pero se sabe por
tradición de familia que fue el 13 de junio, día de San Antonio, y que
por esta razón se le puso el nombre de Antonio. La que nació en 1788,
el 24 de enero, fue Juana Paula, hermana del Coronel, niña que le pre-
cedió un año y cinco meses en el orden natural de la generación, cir-
cunstancia que aleja la duda que pudiera ocurrir, de que acaso el niño
José Antonio hubiera estado sin bautizo más de un año, duda que, por
otra parte, no tendría razón de ser, en vista de las costumbres rigurosas
de la época, en que los recién nacidos eran llevados a la pila bautismal
lo más pronto posible.
Hay que hacer, pues, esta rectificación en los decretos, documentos
oficiales, y piezas biográficas y literarias relativas al Coronel Rangel, rec-
tificación no oportuna en aquellos días, y retardada después en espera
de acopiar mayor número de datos.

* * *
Otro punto hay en la biografía del coronel Rangel por don Ramón
Azpurúa que también necesita rectificación, cual es el siguiente:
“Con notable aprovechamiento —dice el biógrafo— cursó el joven
Rangel clases mayores en la Universidad de Mérida y recibió la borla de
Doctor en jurisprudencia civil el día 29 de abril de 1810. El 7 de mayo
de ese año, en los momentos en que lo más granado ele la ciudad de
Mérida se encontraba reunido en un banquete, en celebración del grado
académico del nuevo Doctor Rangel llegó allí la noticia comunicada
oficialmente de la revolución de Caracas el 19 de abril: en aquel mismo
acto se comisionó a éste para pasar a la capital de Venezuela a participar
a la Junta Suprema la adhesión revolucionaria de Mérida.”
436 T ulio F ebres C ordero

Otro sin duda debió de ser el motivo del banquete, porque hay plena
constancia de que el joven Rangel no fue doctor en derecho civil, sino
Maestro en Filosofía; este último grado no lo recibió tampoco en 1810,
sino el 24 de septiembre de 1809.
En actas y registros del antiguo Seminario de Mérida, existentes hoy
en el archivo de la Universidad de los Andes. aparece: que el joven Ran-
gel inició sus estudios de latinidad en 1800; que en 1.º de junio de 1805
se matriculó para cursar Filosofía; que obtuvo el bachillerato el 24 de
octubre de 1808; que después obtuvo el grado de Licenciado en Filoso-
fía y Letras el 8 de septiembre de 1809; y seguidamente el de Maestro
en la misma facultad con fecha 24 del propio mes y año, en concurso
con don Esteban Arias, don Juan Nepomuceno Rubio, don Agustín
Chipia, don Salvador León y don Miguel Palacio. Consta, además, que
el joven Rangel se matriculó para estudiar Teología de Prima y Víspe-
ras en 1807 y 1809; que también en 1809 se matriculó por primera
vez como jurista; y que el 12 de julio de 1810, habiendo terminado el
curso teológico, obtuvo matrícula para estudiar ambos derechos, civil y
canónico. De suerte que para mediados de septiembre de 1810, en que
dejó los estudios para lanzarse en la revolución libertadora, apenas se
iniciaba en el curso de jurisprudencia civil.
Hay otro argumento concluyente en la materia. Fue en el antiguo Se-
minario de Mérida, donde el joven Rangel hizo todos sus estudios, y este
Instituto sólo estaba facultado para conferir títulos de Doctor en Teología
y Cánones, fuera de los de bachiller, licenciado y maestro en Filosofía. La
erección del Seminario en Universidad fue obra de la Junta Patriótica, el
21 de septiembre de 1810, cuando ya Rangel no era estudiante.
La guerra de independencia no permitió a la nueva Universidad un
funcionamiento normal hasta después del glorioso triunfo de Carabo-
bo. De aquí que los primeros títulos de Doctor en Derecho Civil no
M itos y tradiciones 437

vinieron a concederse en Mérida sino en 1827, seis años después de


muerto el coronel Ranger, siendo los agraciados, por su orden, don
Esteban Febres Cordero y don Pedro Pablo Febres Cordero, el Rangel,
siendo los agraciados, por su orden, don Esteban que fue el decano, se
ha publicado ya en el diario merideño PATRIA.
No fue, pues, el Coronel Rangel Doctor en Derecho Civil, sino
Maestro en Filosofía y Letras, e insigne maestro también en acciones
heroicas, porque siempre hizo prodigios de valor, según la frase de Bolí-
var al recomendarlo en el parte de la batalla de Carabobo.
COLECCIÓN BICENTENARIO CARABOBO
COMISIÓN PRESIDENCIAL BICENTENARIA DE LA BATALLA Y LA VICTORIA DE CARABOBO
Preprensa e impresión
Fundación Imprenta de la Cultura
ISBN
978-980-440-173-2
Depósito Legal
DC2022002023
Caracas, Venezuela, diciembre de 2022
La presente edición de
Mitos y tradiciones

fue realizada
en Caracas
durante el mes
de diciembre de 2022,
ciclo bicentenario
de la Batalla de Carabobo
y de la Independencia
de Venezuela
En Carabobo nacimos “Ayer se ha confirmado con una
espléndida victoria el nacimiento político de la República de
Colombia”. Con estas palabras, Bolívar abre el parte de la Ba-
talla de Carabobo y le anuncia a los países de la época que se
ha consumado un hecho que replanteará para siempre lo que
acertadamente él denominó “el equilibro del universo”. Lo que
acaba de nacer en esta tierra es mucho más que un nuevo Estado
soberano; es una gran nación orientada por el ideal de la “mayor
suma de felicidad posible”, de la “igualdad establecida y practi-
cada” y de “moral y luces” para todas y todos; la República sin
esclavizadas ni esclavizados, sin castas ni reyes. Y es también el
triunfo de la unidad nacional: a Carabobo fuimos todas y todos
hechos pueblo y cohesionados en una sola fuerza insurgente.
Fue, en definitiva, la consumación del proyecto del Libertador,
que se consolida como líder supremo y deja atrás la república
mantuana para abrirle paso a la construcción de una realidad
distinta. Por eso, cuando a 200 años de Carabobo celebramos
a Bolívar y nos celebramos como sus hijas e hijos, estamos afir-
mando una venezolanidad que nos reúne en el espíritu de uni-
dad nacional, identidad cultural y la unión de Nuestra América.
Mitos y tradiciones Este volumen nació de la vocación de Tulio Febres Corde-
ro por rescatar historias populares del pasado venezolano, nutriéndose del rigor
de las fuentes históricas, como una manera de insertarlas en la memoria funda-
cional del país. Así, en la sección “Mitos de los Andes” recupera la mitología de
los pueblos indígenas de la región, valorando su pasado ancestral soslayado por
cierta historiografía oficial. “Tradiciones y leyendas” recoge el origen de lugares
y personajes singulares que perviven en el imaginario colectivo merideño. Por
último, un grupo de escritos retoma y amplía la “pequeña historia” o ciertos
pasajes anecdóticos acerca del comercio durante la conquista, la fabricación de
jamón, las primeras epidemias en Venezuela y el paso de Bolívar por el estado
andino. El “Rapsoda de Mérida” —como bien lo llamó Mariano Picón Salas—
documentó con un estilo conversacional parte de la historia viva del país para
la posteridad, propiciando la comprensión de la gran Historia nacional a partir
de episodios y relatos menores.

COLECCIÓN BICENTENARIO CARABOBO

También podría gustarte