Tulio Febres Cordero-Mitos y Tradiciones
Tulio Febres Cordero-Mitos y Tradiciones
Tulio Febres Cordero-Mitos y Tradiciones
Febres Cordero
MITOS Y TRADICIONES
C o l e cc i ó n Bi c e n t e n a r i o Ca r a b o b o
Tulio Febres Cordero Tulio Febres Cordero (Mérida, 1860-
1938). Escritor, historiador, periodista y docente. Sus estudios
de Derecho en la Universidad de Los Andes los combinó con
oficios como tipografía, encuadernación, dibujo y pintura, que
más tarde le servirían durante su quehacer como impresor. En
1822, comienza su labor como periodista, por lo que fundó y
dirigió varias publicaciones periódicas. Su aporte a la cultura
venezolana, abarca ramas del saber como historia, literatura,
educación, antropología y derecho. Obras académicas y sobre
costumbres, mitos y leyendas abarcan su producción intelec-
tual, en su interés por rescatar tradiciones del pueblo venezola-
no. Entre sus obras se cuentan: El derecho de Mérida a la costa
sur del lago de Maracaibo (1904), Don Quijote en América, o
sea La cuarta salida del ingenioso Hidalgo de la Mancha (1905),
Procedencia y lengua de los aborígenes (1921).
Mitos y tradiciones
Tulio Febres Cordero
Colección Bicentenario Carabobo
Índice
27 Primera parte
Mitos de los Andes
53 Segunda parte
Tradiciones y leyendas
55 El perro nevado
75 Una inscripción profética
79 La casa de la Patria
83 La silla de suela
87 Un trabucazo a tiempo
93 Los calzones del canónigo
97 La loca de Ejido
103 Un mono afortunado
105 Los tubos del órgano
Mariano Picón-Salas
Caracas, diciembre de 1951
Primera parte
Mitos de los Andes
La Laguna del Urao
(Leyenda fantástica)
—¿Conoces tú, viajero que visitas las altas montañas de Venezuela, co-
noces tú la leyenda misteriosa de la Laguna del Urao?
—Oh, no, bardo amigo. Sólo sé de esa Laguna que es única en Amé-
rica y que no hay en el mundo otra semejante sino la de Tona, cerca de
Fezzán, en la provincia africana de Sukena.
—Oye, pues, lo que dice el libro inédito de la mitología andina, escri-
to con la pluma resplandeciente de una águila blanca en la noche triste
de la decadencia muisca, cuando la raza del Zipa cayó humillada a los
pies del hijo de Pelayo.
—¿Y es tan reciente el origen de esa Laguna?
—No, esta leyenda corresponde a tiempos anteriores a la conquista
europea de América, a la época muy remota en que se extinguió la pri-
mera civilización andina, de que hay monumentos fehacientes, cuando
invadieron los Muiscas, descendientes de los hijos del Sol, o sea la raza
dominadora de los Incas; pero los bardos muiscas han repetido los can-
tos melancólicos de aquellos primitivos aborígenes, por ellos conquista-
dos, para llorar a su vez su propia ruina; y por eso refieren la leyenda de
la Laguna del Urao al tiempo de la invasión ibérica. Oye, pues, lo que
dice el libro ignorado de sus cánticos:
“Cuando los hombres barbados de allende los mares vinieron a po-
blar las desnudas crestas de los Andes, las hijas de Chía, las vírgenes del
Motatán que sobrevivieron a los bravos Timotes en la defensa de su
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“Y allí estuvo, quieta e inmóvil, hasta otro día en que coaligados los
indios de Machurí, Mucujepe y Quirorá, blandieron también sus ma-
canas contra el formidable invasor. Nuevamente gritaron en el Gran
Páramo las vírgenes petrificadas del Motatán, y nuevamente se levantó
por los aires la laguna salobre de sus lágrimas para ir a asentarse sobre
el suelo cálido de Lagunillas en aquella tierra ardiente, donde la caña
brava espiga y el recio cují florece.
“Un piache maléfico reveló entonces a estos indios el secreto de poder
retener la Laguna en sus dominios, privándola de la virtud de transpor-
tarse como una nube; y el secreto estaba en un sacrificio humano que
hacían anualmente, arrojando al fondo de sus aguas un niño vivo para
aplacar la cólera de venganza en los altivos guerreros de Timotes, muer-
tos por el hombre-trueno de la raza barbada.”
—Esta es, viajero, la leyenda misteriosa de la Laguna del Urao, que
desde entonces está allí en su última jornada, brindando a la industria
su sal valiosa, que es sal de lágrimas vertidas en las cumbres solitarias del
Gran Páramo por las vírgenes desoladas del Motatán, en la noche triste
de la decadencia muisca, cuando la raza del Zipa cayó humillada a los
pies del hijo de Pelayo.
—Y dime, bardo, ¿volverá la Laguna a transportarse algún día por los
aires?
—Después de un silencio de siglos, gritaron en la altura las vírgenes
petrificadas, el día en que los guerreros de la libertad atravesaban vic-
toriosos por los ventisqueros de los Andes; pero la Laguna continuó
quieta e inmóvil, detenida por el maleficio del piache que profanó sus
aguas. Cuando éstas sean purificadas, la laguna misteriosa del Urao se
levantará otra vez, ligera como la nube que el viento impele, pasará de
largo por encima de las cordilleras e irá a asentarse para siempre allá
muy lejos, en los antiguos dominios del valiente Guaicaipuro, sobre la
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tierra afortunada que vio nacer y recogió los triunfos del hombre-águila,
del guerrero de la celeste espada, vengador de las naciones que yacen
muertas desde el Caribe hasta el Potosí.
Las cinco águilas blancas
(Mitología Americana)
Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cin-
co águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras
errantes sobre los cerros y montañas.
¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena sólo dice
que las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época
muy remota.
Eran aquellos los días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos,
primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes del Ande empi-
nado. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; y remedaba el canto
de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina, y
jugaba como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vió volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plu-
mas brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su
coroza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió sin descanso tras las
sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos
valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre
solitaria de las montañas andinas. Las pampas, lejanas e inmensas, se
divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea, jaspeada de
gris y esmeralda, la escala que forman los montes, iba por la onda azul
del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron perpendicularmente sobre aquella
altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras
sobre la tierra.
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Entonces Caribay pasó de un risco a otro risco por las escarpadas sie-
rras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el
viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol
se hundía ya en el Ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida
niña; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las
estrellas, y un vaco resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el
horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de
admiración. La luna había aparecido, y en torno de ella volaban las cin-
co águilas blancas refulgentes y fantásticas.
Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de
los bosques aromáticos, la india mitológica de los Andes moduló dulce-
mente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas
de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando
sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las
cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud
de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su coroza con aquel plumaje raro y esplén-
dido, y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero
un frío glacial entumeció sus manos: las águilas estaban petrificadas,
convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blan-
cas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso.
La luna se oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido
los desnudos peñascos, y las águilas blancas despiertan. Erízanse furio-
sas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo se cubre de
copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.
M itos y tradiciones 221
* * *
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida. Las cinco
águilas blancas de la tradición indígena son los cinco elevados riscos
siempre cubiertos de nieve. Las grandes y tempestuosas nevadas son el
furioso despertar de las águilas; y el silbido del viento en esos días de
páramo, es el remedo del canto triste y monótono de Caribay, y el mito
hermoso de los Andes de Venezuela.
La leyenda del díctamo
El díctamo es una yerbita muy fragante que nace en lo alto de los pá-
ramos andinos. Entre los indios es planta sagrada, a la cual atribuyen la
rara virtud de prolongar la vida. Todos hemos visto y olido los manojitos
de díctamo que las rozagantes parameñas venden en el mercado, pero
es creencia popular que ese no es el verdadero díctamo, el díctamo real,
sino una planta semejante, puesto que la existencia de aquél está envuel-
ta en el misterio: sólo los venados dan con él en la soledad de los pára-
mos, a la hora en que el sol baña con tinte de rosa los escarpados riscos.
* * *
He aquí la leyenda del díctamo:
Hubo un tiempo en que reinaba entre los indios de los Andes una
mujer por extremo hermosa, que ejercía un poder inmenso sobre las
tribus. Los mancebos más arrogantes y valerosos la cargaban en un pa-
lanquín de oro por los floridos campos y las márgenes de los ríos al son
de los instrumentos músicos. Las doradas espigas del maíz y los lirios
silvestres se inclinaban ante ella; y volaban gozosas las avecillas para
endulzar sus oídos con la melodía de sus cantos.
Tan prendados estaban los indios de su reina, que miraban como
calamidad pública el más leve quebranto de salud que la afligiese. No se
consideraban felices sino bajo el suave influjo de sus gracias y la sabidu-
ría de su gobierno; pero sucedió que un velo de tristeza empezó a cubrir
el semblante de la hija del Sol, y poco a poco fue apoderándose de ella
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de algún barranco sombrío, ora subiendo por ásperas cuestas, sin vol-
ver jamás la espalda, dominada por el miedo y espantándose a cada
momento con el ruido de sus propios pasos. No tenía más rumbo que
el vago perfil que dibujaba el misterioso cerro sobre el cielo estrellado.
Cuando hubo llegado a la altura, una aparición bastante extraña la
hizo detener de súbito. Quedó enclavada, lela de espanto a la vista de
unos fantasmas que blanqueaban entre las sombras. Instintivamente se
dejó caer en tierra, sin atreverse siquiera a respirar: una larga fila de in-
dios cubiertos de pies a cabezas con mantas blancas, le cortaba el paso.
Estaban rígidos, como petrificados por el frío glacial de los páramos.
Largo rato permaneció Mistajá sobrecogida de terror, hasta que em-
pezaron a asomar las claras del día por el remoto confín. Entonces sus
ojos fueron penetrando más en las tinieblas, y la fantástica aparición
tomó lentamente la forma de una hilera enorme de piedras blancas cla-
vadas de punta sobre la altiplanicie que remataba el cerro sagrado. Re-
cordó al instante el círculo de que le había hablado la reina, y continuó
su marcha hasta descubrir una entrada por la parte del Oriente.
Era aquel un campo cerrado, una plaza circular de bastante extensión
y simétricamente delineada. Mistajá busca el centro, y con el dardo más
fuerte que halló en su aljaba, se puso a excavar la tierra húmeda por el
rocío. Luego se irguió vuelta hacia el Oriente, y lanzó con toda el alma
tres gritos inmensos, que resonaron por los cerros vecinos. Con mano
trémula enterró el águila de oro y esparció después por todo el círculo
los cabellos de la reina, en momentos en que la aurora teñía de púrpura
el lejano horizonte.
Como le estaba ordenado, quiso fijarse en el cielo, en el aire y en la
tierra, pero un sueño profundo tumbó sus párpados, y se dejó caer ren-
dida, como presa de un poderoso narcótico. Era el instante supremo de
manifestarse el Ches sobre la empinada cumbre.
M itos y tradiciones 227
Murachí era ágil y valeroso, más que todos los indios de la tribu; su
brazo era el más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el más vis-
toso. Cuando él tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus compañeros
empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes, seguros de la
victoria. Murachí era el primer caudillo de las Sierras Nevadas.
Tibisay, su amada, era esbelta como la flexible caña del maíz. De color
trigueño, ojos grandes y melancólicos y abundoso cabello. Eran para
ella los mejores lienzos del Mirripuy1, el oro más fino de Aricagua2 y el
plumaje del ave más rara de la montaña.
Ella había aprendido, mejor que sus compañeras, los cantos guerreros
y las alabanzas del Ches3. En los convites y danzas, dejaba oír su voz, ora
dulce y cadenciosa, ora arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión
salvaje. Todos la oían en silencio: ni el viento movía las hojas.
Tibisay era la princesa de los indios de la Sierra, el lirio más hermoso
de las vegas del Mucujún.
Un día salió espantada de su choza y fue a presentarse a Murachí, el
amado de su corazón. La comarca estaba en armas: los indios corrían de
una parte a otra, preparando las macanas y las flechas emponzoñadas.
[1]_ El Mirripuy se llamaba la región en donde hoy están situados los pueblos del
Morro y Acequias, en que se hilaba y tejía el algodón para las mantas indígenas.
[2]_ Aricagua, pueblo indígena, donde hallaron los españoles minas de oro, explotadas
por los indios.
[3]_ Ches era el nombre con que designaba al Ser Supremo los aborígenes de los An-
des venezolanos.
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[4]_ Zuhé era el Sol. Los indios llamaron a los españoles «hijos del Sol», por su poder
extraordinario.
[5]_ Bien sabido es que el licor común entre los indios procedía del maíz, y se conocía
con el nombre de «chicha», con la cual se embriagaban en las danzas y festines. La
chicha que hoy se conoce en los Andes es muy diferente de la primitiva, que se usa
todavía en Colombia.
[6]_ Usaban nuestros aborígenes mantas que les cubrían el cuerpo, menos los brazos,
que llevaban siempre desnudos. Acaso se llamasen estas mantas «chirgates» o «chínga-
les», como en Cundinamarca, pues se conserva el verbo indígena «chingarse», que sig-
nifica colgarse algo del cuerpo; y así se dice de algunas indias, que cargan «chingados»
los hijos en las espaldas, costumbre que no ha desaparecido todavía.
M itos y tradiciones 231
“Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la piedra que
cae de la montaña.
“Corred guerreros; volad en contra del enemigo; corred veloces, como
el viento, como el agua, como la piedra que cae de la montaña.
“Fuerte es el árbol que resiste al viento; fuerte es la toca que resiste al
río; fuerte es la nieve de nuestros páramos que tesaste al sol.
“Pelead guerreros; pelead, valientes; mostraos fuertes, como los árbo-
les, como las rocas, como las nieves de la montaña.
“Este es el canto de los guerreros del Mucujún”7.
Un grito unánime de bélico entusiasmo respondió a los bellos cantos
de Tibisay.
Concluida la danza, Murachí acompañó a Tibisay por entre la arbo-
leda sombría. No había ya más luminarias que las estrellas titilantes en
el cielo y las irradiaciones intermitentes del lejano Catatumbo8. Ambos
caminaban en silencio, con el dolor de la despedida en la mitad del
alma y temerosos de pronunciar la postrera palabra: ¡adiós!
Hay un punto en que los ríos Milla y Albarregas corren muy juntos
casi en su origen. Los cerros ofrecen allí dos aberturas, a corta distancia
una de otra, por donde los dos ríos se precipitan, siguiendo cañadas
distintas, para juntarse de nuevo y confundirse en uno solo, frente a los
pintorescos campos de Liria, besando ya las plantas de la ciudad florida,
la histórica Mérida.
[7]_ El canto de Tibisay está formado de acuerdo con el espíritu poético de los yara-
víes, que se distinguen por cierta monotonía armoniosa, propia de los cantares indíge-
nas, como se observa hoy mismo entre los indios de raza pura en Mucuchíes, el Morro
y otros pueblos, que dan una cadencia especial, sumamente melancólica, a sus cantos.
[8]_ El relámpago de Catatumbo es un fenómeno raro que se observa perfectamente
desde Mérida. Aparece hacia el occidente en la forma de un relámpago constante,
que ilumina el horizonte, sobre todo en las noches despejadas. Es el mismo «Faro de
Maracaibo» que habla Codazzi.
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* * *
Cuando la primera luz del alba coloreó el horizonte por encima de los
diamantinos picachos de la Sierra Nevada, resonó grave y monótono el
caracol salvaje9 por el fondo de los barrancos que sirven de fosos pro-
fundos a la altiplanicie de Mérida. Los indios, organizados en escuadro-
nes, estaban apercibidos para el combate.
Pronto se divisó a lo lejos un bulto informe que avanzaba por la pla-
nicie, el cual fue extendiéndose y tomando formas tan extraordinarias
a los ojos de los indios que el pánico paralizó sus movimientos por
algunos instantes, pero a la voz del caudillo, la turba se precipita como
desbordado torrente, prorrumpiendo en gritos horribles y llenando el
aire con sus emponzoñadas flechas.
Murachí iba a la cabeza, blandiendo en alto la terrible macana y
transfigurado el rostro por el furor.
Súbita detonación detiene a los indios; palidecen todos llenos de es-
panto; se estrechan unos contra otros, dando alaridos de impotencia;
[9]_ El caracol que llamaban «guarura» servía de trompeta guerrera a los indios, quie-
nes conocían también el tambor, no sabemos si los andinos, porque no hay noticia
cierta, pero respecto de las tribus ribereñas del Orinoco, lo afirma Gumilla, que da
una descripción completa de dichos instrumentos.
M itos y tradiciones 233
* * *
Tibisay vivió desde entonces sola con su dolor y sus recuerdos en aquella
choza querida. Sus cantos fueron en adelante tristes como los de la alon-
dra herida. Los indios la admiraban con cierto sentimiento de religioso
cariño, y la colmaban de presentes. Era para ellos un símbolo de su an-
tigua libertad y al mismo tiempo un oráculo que consultaban sigilosos.
Ya los españoles señoreaban la tierra y gobernaban a los indios. Sólo
Tibisay vivía libre en la garganta de aquellos montes o entre las selvas
* * *
Un día gallardo doncel se aventura a recorrer las cabeceras del Milla.
El casco de su caballo golpea por primera vez las antiguas labranzas de
Murachí. La tumba del guerrero está allí, frente a la choza, sellada con
una laja. La choza está desierta, pero por la abertura de los cerros se oye
de lejos el canto de Tibisay.
El doncel conquistador arrima su caballo con cautela al tronco de un
árbol y emprende a pie una excursión peligrosa. A medida que avanza
por parajes escabrosos tramados de vegetación, sus miradas sondean la
espesura por todas partes.
Tibisay estaba allí, ciertamente, en su traje indígena, con el rico plu-
maje, la vistosa manta y sus collares de oro. Atónita contempló por
[13]_ Don Juan de Milla fue el primer poblador de la parroquia de Milla, en los alre-
dedores de Mérida.
236 T ulio F ebres C ordero
* * *
[14]_ Por regla general lo alto de los páramos, y sobre todo las alturas donde había
alguna laguna, eran sitios sagrados para los indios de la Cordillera; y de aquí procede
la superstición, subsistente aún, de suponer encantados dichos lugares.
M itos y tradiciones 237
* * *
Dice la historia que cuando Nevado vino al mundo se vieron en el
cielo nubes color de sangre y otras señales espantosas, lo mismo que al
moverse contra Roma el formidable Atila. Tal así debieron verse en Ve-
nezuela en el cielo y en la tierra presagios siniestros cuando compareció
en el escenario de la guerra a muerte el terrible Boves. Humillada su
vandálica fiereza en el combate de Mosquiteros por el intrépido Cam-
poelías, vino a levantarse como un dragón infernal en la triste batalla de
La Puerta, donde todo se perdió para la Patria, menos la fe republicana
y la perseverancia heroica de Bolívar, que logró salvarse de las garras
de su feroz enemigo, acompañado de algunos de sus bravos tenientes,
tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante aquel inmenso
desastre.
M itos y tradiciones 247
Oyóse un silbido lejano que pasó inadvertido para los presentes, pero
no para el perro, que partió, como tocado por un resorte eléctrico, des-
apareciendo a la vista de los circunstantes, a tiempo que el mismo Boves
salía a la puerta y lo llamaba con instancia. Cuando éste se convenció,
por el examen de la cadena, que la fuga del perro era premeditada, se
colmó en su ánimo la medida del odio y de la venganza.
Allá, en oscura bocacalle, el indio postrado en tierra, sujetó rápida-
mente al perro por el cuello con una correa que se quitó del cinto, y
rasgando una tira de la falda de su camisa, empezó a amordazarle, in-
grata operación que el inteligente animal soportó dócilmente, aunque
manifestando su contrariedad y sufrimiento con lastimeros quejidos.
Hecho esto, el indio tomó un rumbo opuesto para desorientar a los
que saliesen a perseguirlos, que naturalmente seguirían la dirección que
el perro había tomado en la calle. Ora avanzando cautelosamente, ora
retrocediendo al sentir los pasos de alguna escolta, con mil rodeos y
angustias caminaba en la dirección de los Corrales, para tomar allí la vía
de Barquisimeto.
De pronto, a la mitad de una cuadra, sintió pasos acelerados que ve-
nían a su encuentro. Retroceder era imposible. Los pasos se acercaban
más y más, hasta que sus ojos espantados vieron dibujarse entre las
sombras un bulto informe. Era, por fortuna, una persona inofensiva,
un Padre que pasó de largo por la acera opuesta, llamado, sin duda para
auxiliar algún herido, según creyó Tinjacá. Pero, no, aquel aparente re-
ligioso, como después se supo, era el bravo Escalona que, en hábito de
fraile, se escapaba también de la matanza.
La situación del indio, que caminó toda aquella noche sin descanso,
era doblemente crítica, porque el perro era demasiado conocido en las
villas y lugares por donde había pasado el Libertador, lo que le obli-
gaba a una marcha sumamente penosa por parajes extraviados; pero
252 T ulio F ebres C ordero
* * *
Han transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de Mérida mar-
chan con dirección a Trujillo varios batallones del ejército patriota; y
nuevamente se detiene frente a la casa de Moconoque un considerable
número de jinetes. Es Bolívar y su brillante Estado Mayor.
—Llamad en esta casa, dijo el Libertador a uno de sus edecanes.
254 T ulio F ebres C ordero
cuasi salvaje, que en otro tiempo había aprendido del indio, el mismo
que oyó por primera vez en la helada villa de Mucuchíes y que más
tarde salvó a Nevado en la noche tétrica de Valencia. El eco se encargó
de repetir y prolongar el silbido, que fue a extinguirse como un débil
lamento en el confín lejano.
Entre tanto, Tinjacá sonreía de contento, los jefes y oficiales espera-
ban sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena; y Bolívar,
pálido de gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
Un grito unánime se escapó de todos los pechos.
—¡El perro! ¡el perro!...
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el
mismo Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su
abundosa cola, que semejaba un plumaje blanco, muy blanco como los
copos de nieve. Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo
los pliegues de la capa del Libertador, que se inclinó desde su caballo
para recibirlo en sus brazos.
Si con el Estado Mayor hubiese ido la banda marcial, él habría orde-
nado que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas
de los Andes, resonasen los clarines y tambores en alegres dianas por el
hallazgo de su perro.
A partir de esta fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora
jadeando detrás de su caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro
de un cesto, cargado por una mula, a través de largas distancias y en las
marchas forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de San-
tana de Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provo-
cando las miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que
conocían su historia; y durante el Armisticio, visitó el extinguido Virrei-
nato de Santafé y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes,
sobre las ricas alfombras del palacio capitolino de San Carlos, en Bogotá.
258 T ulio F ebres C ordero
Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los Llanos, sa-
lieron de un caney multitud de perros de todos los tamaños, y se arro-
jaron sobre los caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación,
que los oficiales iban ya a valerse de las espadas para libertarse de aquel
tormento, cuando les llegó el remedio, porque en oyendo Nevado, que
venía un poco atrás adormitado dentro del cesto, los desacompasados
aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de un salto, con espanto de la
bestia que lo cargaba, y a todo correr y dando descomunales ladridos,
arremetió de lleno contra la ruidosa tropa de podencos, los cuales huye-
ron al punto poseídos de terror.
—¡Bravo, bravo! ¡Lo has hecho muy bien, Nevado! exclamaron los
oficiales, agradecidos al potente animal que les quitaba de encima aque-
lla insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar riéndose de la derrota
de los galgos:
—Esos pobres perros jamás habían visto un gigante de su especie.
* * *
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardeci-
do el perro en medio de la batalla, se lanzó como una fiera sobre los
caballos españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba
a privarle de rapidez en la carrera y a hacerle más fatigosa las marchas
sorprendentes de su perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces.
Ni él ni Tinjacá, que lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bo-
lívar ni de su Estado Mayor.
Ya habían sonado en el glorioso campo las dianas de triunfo y sólo
se oían a lo lejos las descargas de fusilería que daba el Valencey en su
heroica retirada. Bolívar, vuelto en sí del frenético entusiasmo de la vic-
toria, pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el
campo, cuando se presenta un Ayudante y le dice:
M itos y tradiciones 259
Por la mano del más grande de sus hijos, de aquel de quien dijo el
poeta de Guayas, que era su voz un trueno y su mirada un rayo. Caracas
enjugó las lágrimas de los padres, hijos y esposas de los patriotas sacrifi-
cados en Quito el 2 de agosto de 1810.
¿Quién había sido el autor de semejante inscripción? ¿Sería el mismo
Bolívar? No, él estaba en Londres por aquellos días. Pero quien quiera
que fuese el desconocido personaje, tuvo la visión cierta de lo porvenir
y la sobrenatural iluminación del profeta.
La casa de la Patria
(Leyenda histórica)
flores; mientras que las sillas de suela, negras y abrillantadas por el uso,
son perdurables y formes, como los cedros, como los bronces, como las
rocas de la montaña.
Es, por antonomasia, la silla del pueblo, la silla del pobre, que en las
horas apacibles de descanso, se huelga en ella, recostándola a la pared,
para entregarse a los dulces coloquios de la familia, en el seno del hogar,
sin envidiar, por cierto, la suerte del rico, que a las mismas horas se
despereza con hastío sobre los cojines de seda y las doradas poltronas.
* * *
Las sillas de suela tienen, entre nosotros, su faz histórica. Sin hacer
cuenta de que en Hispano-América no las había de otra clase en los
siglos pasados y principios del XIX, relataremos lo sucedido a Bolívar
en marzo de 1824, en la ciudad de Trujillo (Perú), según el testimonio
de O’Leary.
Cierto día, al levantarse Bolívar del asiento en que escribía, se le rasgó
el pantalón de una manera visible. Volvió prontamente el Libertador
sus ojos al objeto que le había ocasionado tal percance y descubrió que
era un clavo sobresaliente de la silla de suela donde estaba sentado. Con
sorpresa de los oficiales se inclinó sobre la silla y se puso a examinar el
clavo con detenimiento, sin decir palabra.
De repente se yergue, y da esta orden a secas:
—Que venga inmediatamente el Alcalde de la ciudad.
Creyóse que el Libertador iba a tomar venganza de la rasgadura del
pantalón con alguna alcaldada de padre y muy señor mío; y efectiva-
mente, el Alcalde, que llegó en seguida, oyó con asombro esta orden
terminante y perentoria:
—Haga usted recoger cuantas sillas de suela existan en la ciudad, y
mándelas a la Comisaría.
M itos y tradiciones 271
* * *
El 16 de septiembre de este año la Casa Consistorial de Mérida era ob-
jeto de la atención general: se constituía la Junta Patriótica. Concluido
el acto, los respetables patriotas que la componían y muchos de los
concurrentes diéronse, como era lógico, a comentar el hecho de suyo
trascendental, en el seno de la amistad y de la confianza.
280 T ulio F ebres C ordero
* * *
La Junta Patriótica empezó sus trabajos sin vacilaciones de ningún gé-
nero, con el celo y patriotismo que requerían las circunstancias. El bra-
vo Campo Elías, con el título de Capitán de Granaderos, fue nombrado
inmediatamente Jefe Militar de la Provincia. Se cortaron los caminos
con fosos, y se hicieron trincheras en las alturas que miran al Lago de
Maracaibo para resistir toda invasión.
Gemía el pueblo bajo crecidísimos impuestos, y la Junta echa por tie-
rra los pechos reales; se despreciaba a los naturales, llamándoles indios,
como dictado de bajeza y la Junta los llama públicamente ciudadanos; y
M itos y tradiciones 281
* * *
¿Qué novedad es esa que arranca tan sinceros aplausos y se lleva las mi-
radas de todos hacia las poéticas márgenes del Albarregas?
Espesas columnas de humo, rumor de voces, rechinar de herramien-
tas, ruido inusitado se percibe allí bajo las frondosas ceibas que pueblan
la campiña.
Es la quinta del Canónigo Uzcátegui, convertida súbitamente en ta-
ller de fundición, en inmensa fragua. Casa, criados, dinero, todo lo ha
puesto el abnegado clérigo al servicio de la Independencia, hasta su
asidua consagración a una fábrica de armas y ollas de campaña, materia
absolutamente extraña a su carácter y a sus conocimientos.
De la quinta del Canónigo de Mérida salieron diez y seis cañones
montados en sus cureñas, a tronar en los campos de batalla por la liber-
tad de la Patria.
Así sostenía su firma este patriota benemérito.
La loca de Ejido
(Leyenda)
Los bellos ojos de Marta están fijos en las vueltas de camino. Se oye
ya el galopar de un caballo y la voz fresca y robusta de un joven que se
acerca a la humilde ventanilla.
—¿Nunca podrás ir, Marta? —dijo Lorenzo, después de estrechar
dulcemente la mano de su prometida.
—No, Lorenzo, es imposible: mi mamá ha seguido enferma.
Estas sencillas palabras producen en ambos jóvenes honda impresión.
Hay un lenguaje que sólo las almas apasionadas comprenden, el lengua-
je de los íntimos secretos, el lenguaje de las miradas, de los suspiros y de
las lágrimas. Lorenzo fijó sus ojos con profunda tristeza en los de Marta,
y ésta, que le miraba con toda el alma, se echó a llorar como un niño.
—¡No te vayas, Lorenzo, por Dios, no te vayas! Todos los años he-
mos ido juntos a Mérida, y no tengo valor para quedarme aquí sola
por varios días, creyendo oír a cada instante las pisadas de tu caballo y
buscándote en vano por las vueltas del camino. ¡Ah, qué triste debe ser
este campo cuando tú estés lejos!...
—Marta, dijo Lorenzo, enjugándose también las lágrimas, tú sabes
que no puedo quedarme, que debo forzosamente ir a Mérida con mi
madre.
Sobre el oscuro, casi negro follaje de las vecinas arboledas empezaba
ya a distinguirse la pálida luz de los cocuyos. Ya era el momento de par-
tir. Lorenzo, pálido por la emoción, toma entre sus manos las de Marta,
las cubre de besos y de lágrimas, y sin decir palabra se aleja casi al galope
por la oscura callejuela que formaban a la entrada de la casa los altos y
umbrosos ceibos.
¿Cómo quedó Marta? ¡Ah medid su dolor vosotros los que alguna vez
os habéis alejado del ser querido! El sitio, la hora y un amor entrañable
desde la infancia, sin contrariedades ni ausencias, hicieron más triste y
pesarosa aquella tierna despedida.
M itos y tradiciones 285
* * *
Transcurren tres días, tres días de honda tristeza para Marta. Las calles
de Mérida, por regular solas y silenciosas, están ahora repletas de gente
las puertas de los templos, abiertas de par en par, dan paso a numeroso
concurso. Vense allí confundidos los ricos trajes de las señoras de alto
rango con la tradicional mantellina azul y el humilde paño blanco de
las mujeres del pueblo. La multitud, apiñada en las calles adyacentes al
templo de San Francisco, que sirve de Catedral, acaba de abrirse en alas
con religioso respeto para dar paso al Obispo que se retira a su palacio,
seguido de gran parte del clero.
La imponente solemnidad del dolor domina siempre en las ceremo-
nias del jueves santo: los campanarios están mudos, las imágenes vela-
das, y la música llena de tristeza y profunda melancolía.
¡Ha sonado la hora formidable!
Oyese de improviso el ruido siniestro del cataclismo y simultánea-
mente la tierra se estremece de un modo espantoso, los edificios se de-
rrumban sobre sus bases y espesas nubes de polvo llenan el espacio,
henchido ya de gritos de horrible desesperación. ¡Era el 26 de marzo
de 1812!...
* * *
Noche pavorosa sobreviene. Las casas que el terremoto ha dejado en pie
están sombrías y desiertas; la tierra aún se estremece a cada instante; y la
multitud, refugiada en las plazas, clama a Dios misericordia.
Por el camino de Ejido a Mérida corre a esas horas una pobre mujer, se-
guida a distancia por un niño que en vano la grita para que acorte el paso.
—¡Marta!... ¡Marta!... ¡Espérame!...
Voces que se lleva el viento y que van a perderse en el fondo del ba-
rranco, donde se percibe el sordo rumor del río. Marta ha salido de su
286 T ulio F ebres C ordero
casa como una loca, y así corre desalada por el camino, destrenzado el
cabello sobre los hombros y ya descalza, pues ha perdido en la carrera
las blancas alpargatitas que tenía entre casa. La noche la ha sorprendido
en el camino; pero a ella nada la detiene. En presencia de las ruinas de
Mérida, lanza un grito de horror y se precipita sobre los escombros.
—¡Lorenzo!... ¡Lorenzo!..., clama por todas partes.
¿Quién la oye?... ¿Quién la ve?... ¡Ah, si hay allí tantos gritos y tantas
lágrimas!
Sentada sobre un promontorio de ruinas, una infeliz mujer, transida
de dolor, pronunciaba, de cuando en cuando el mismo nombre: era la
madre del prometido de Marta. Esta la reconoce y se precipita en sus
brazos poseída de espanto.
¡Lorenzo había sucumbido, estaba sepultado bajo las ruinas del tem-
plo de San Francisco!
Los negros y brillantes ojos de Marta adquirieron súbitamente una
expresión extraña; no lanza ya ni un grito, no llora, no gime, no llama a
voces a su amante: es el mutismo que precede a la locura.
Aquella niña, débil por naturaleza y acostumbrada sólo a la vida dulce
y apacible del hogar, no pudo soportar un golpe tan rudo. Cuando la
aurora del nuevo día iluminó las ruinas de Mérida, Marta estaba allí
todavía, inmóvil sobre los escombros de San Francisco, pálida como la
muerte sin lanzar de su pecho el más leve gemido. Podría creerse que el
dolor inmenso de su alma la había petrificado.
* * *
Después del terremoto, todos los años, en los días de Semana Santa, re-
corría las calles de Mérida, seguida por la turba de pihuelos, una pobre
mujer, a quien llamaban la loca de Ejido, que inspiraba a todos la más
profunda lástima. Era joven y a pesar del estrago que había causado en
M itos y tradiciones 287
[1]_ Esto se escribía en 1891. Para la fecha de este libro no existe ni la eminencia ni el
pino. Todo ha sido nuevamente edificado.
Un mono afortunado
(Tradición)
—¿Qué ocurre?
—¡Que se está muriendo el cocinero!...
El arzobispo Méndez, el obispo Lazo y los demás visitantes, que oye-
ron estas palabras, pronunciadas a media voz por el criado, se miraron
las caras con asombro en los primeros momentos, sin saber qué parti-
do tomar ante aquel incidente; pero comprendiendo que se trataba de
un caso grave, abandonaron la sala y fueron todos en seguimiento del
obispo Arias, quien a la sazón había llegado a un ángulo del corredor de
la casa donde estaba el enfermo, tendido en el suelo sobre una estera.
Pronto rodearon el lecho todos los de la visita, en cuyos semblantes se
pintó al instante la mayor sorpresa, y aun hubo algunos que no pudie-
ron contener la risa.
El llamado cocinero, por quien manifestaba el señor Arias tanto in-
terés, el moribundo, no era sino un mono, que había sido criado en
la casa con grande estimación y al que bautizaron con aquel nombre
porque vivía siempre metido en la cocina.
El mono, que desde hacía días era víctima de mortal dolencia, expiró
allí mismo, sin dar siquiera tiempo para que volvieran de la sorpresa los
ilustres personajes que rodeaban el lecho.
La especie corrió de boca en boca por la ciudad y al día siguiente apa-
reció en la Universidad, pintada en la pizarra de la clase de matemáticas,
una tumba con tres mitras, varios bonetes bordados en rededor, y este
epitafio, todo ello obra de picaros estudiantes:
El mono que aquí reposa
Al cielo se fue de fijo:
Tres obispos lo auxiliaron
Fuera del deán y cabildo.
* * *
Pocos personajes en la historia de Mérida han gozado de un prestigio y
popularidad tan manifiestos y merecidos como el canónigo Dr. Francis-
co Antonio Uzcátegui. El pueblo lo quería y respetaba de todo corazón.
A él debía multitud de beneficios. En Mérida y Ejido fue el fundador
de la instrucción popular gratuita. Su peculio particular estaba siempre
al servicio de toda obra de interés general. Esta prontitud y eficacia para
atender a las necesidades públicas, unidas a su carácter sacerdotal y a las
M itos y tradiciones 293
* * *
Es de suponerse la sorpresa, el enojo y el despecho de Correa al abrir los
bultos y ver que no había tales tubos sino cañas mondas y lirondas. Los
comisionados se quedaron sin resuello, y el castigo de la burla habría
sido ruidoso si las armas de Bolívar no hubieran apagado en Cúcuta los
bríos del ejército realista.
Demás estará decir que a la aproximación de Correa a Mérida, doña
Isabel tembló de pies a cabeza y se puso en oraciones, temerosa de que
fuesen a perseguir a su esposo, no obstante su decisión por el rey, supo-
niéndole autor o cómplice de la peregrina sustitución. Pero Correa, a
su paso por Ejido y Mérida, en todo pensó menos en averiguar el caso.
Todos sus cuidados estaban en salvarse de otro desastre. Bolívar victo-
rioso seguía sus pasos.
M itos y tradiciones 295
* * *
Esta tradición tiene una nota final muy triste.
A fines de 1817 hubo en Mérida un movimiento en favor de la Patria
que prontamente fue debelado, pues de Maracaibo, Barinas y San Cris-
tóbal, lugares dominados por los realistas, vinieron fuerzas superiores,
que obligaron a los patriotas a dispersarse antes de ser aniquilados por
semejante coalición.
296 T ulio F ebres C ordero
Los que se retiraron por la vía del Morro, para salir a Pedraza, a su
paso por Ejido, hicieron presos a varios realistas que fusilaron en el pá-
ramo solitario del Quinó entre ellos a don Jaime Fornés, esposo de la
decidida patriota doña Isabel Briceño. ¡Desastres de la guerra a muerte!
El hombre que hubiera podido contener tamaños excesos ya no exis-
tía: el Canónigo Uzcátegui había muerto desde 1815, lejos, muy lejos
de la ciudad nativa, en la amarga soledad del destierro.
El sombrero del padre Gamboa
(Episodio histórico)
* * *
Durante el combate, un viento impetuoso barría los desnudos riscos y
bramaba en la profundidad de los valles, viento que desde el principio
hizo volar como plumas los sombreros de los patriotas, quienes gana-
ron el triunfo con la cabeza descubierta bajo los rigores de un páramo
inclemente.
Al pasar revista al ejército después de la activa persecución del enemi-
go, Ribas observó que una de las más urgentes necesidades de la tropa
era la de sombreros.
—En el botín de guerra hay quinientas gorras de cuero, con sus cha-
pas metálicas, informóle el comisario de Guerra, creyendo que podrían
utilizarse.
—Que se arrojen al fuego en el acto, exclamó Ribas. Jamás vestiré mis
soldados con los despojos del enemigo.
Y en efecto, se hizo al punto una gran hoguera en la plaza, y las qui-
nientas gorras realistas, en las cuales se leía el mote de “España Triun-
fante”, fueron consumidas por el fuego.
Ribas ordenó en seguida que se llamase al Alcalde, y don Pedro José
Briceño se presentó al momento.
—Dentro de una hora debe usted entregarnos doscientos sombreros
para la tropa.
300 T ulio F ebres C ordero
* * *
El venerable y patriota Cura se había captado las simpatías y respeto de
las tropas republicanas, y se hallaba a la sazón en muy graves y tristes
quehaceres. Se ocupaba en dar sepultura a los muertos y comodidad a
los heridos, y lo que es más triste aún, en auxiliar a los oficiales prisione-
ros que iban a ser fusilados, cumpliéndose por vez primera el tremendo
decreto de guerra a muerte.
Por este motivo no supo lo ocurrido con su sombrero sino en los
momentos de partir las fuerzas vencedoras. Prontamente toma en sus
manos aquel preciado objeto de su traje eclesiástico, reservado para las
grandes solemnidades. Sale a la plaza, y en presencia de la tropa, priva
a su sombrero de la forma característica de teja, cortándole al efecto los
cordones que sujetaban de la copa las grandes alas; le pone la divisa de
la Patria, y lo entrega allí mismo al Tambor del Ejército, que sólo tenía
en la cabeza un pañuelo amarrado en forma de turbante.
El Tambor se llena de gozo con tan oportuno obsequio, y al momento
se cubre con el gran sombrero del Cura.
Ribas que recorría las filas en su caballo de batalla, divisa desde lejos
la acción del Tambor, y como un rayo se dirige a él y le dice:
—¿Quién se ha atrevido a quitarle de nuevo el sombrero al señor
Cura?
—Yo mismo lo he presentado con mucho gusto, contestóle el P.
Gamboa.
—Pero ya he dicho que con vos no reza la orden, porque os debemos
muchos y valiosos servicios. Llevaos, pues, vuestro sombrero, que os
haría gran falta.
302 T ulio F ebres C ordero
—¡Oh, no, señor Comandante! Por grande que fuese este sacrificio,
sería nada comparado con la inmensa satisfacción que me proporciona
el saber que las dianas de vuestros triunfos van a resonar ahora bajo las
alas de mi sombrero.
Ribas dió un estrecho abrazo al generoso levita, y los oficiales y tropa
aplaudieron con un hurra atronador tan oportuno ejemplo de despren-
dimiento en favor de la Patria.
De esta suerte, los vencedores de Niquitao, a medio disfraz en fuerza
de las circunstancias, partieron a tambor batiente y banderas desplega-
das a segar nuevos laureles bajo las inmediatas órdenes de Bolívar.
¿Y el P. Gamboa? Los realistas no le perdonaron. Desde la invasión de
Calzada en 1814, fue perseguido y procesado como rebelde. ¡He aquí
uno de los mártires de la Patria!
NOTA.—Los hechos relatados son rigurosamente históricos. En
1880, don José María Baptista Briceño publicó interesantes detalles
sobre el combate de Niquitao, apoyado en el dicho de testigos presen-
ciales y en el testimonio autorizado de su padre, el venerable patricio
don José María Baptista, sobrino político del célebre doctor y coronel
Antonio Nicolás Briceño apellidado el Diablo. De esos apuntamientos
y de otras fuentes fidedignas se han tomado los datos necesarios para
escribir este episodio.
Valor a toda prueba
(Hecho histórico)
Con dos cuchilladas que dió don Juan de Salamanca sobre un rollo
enarbolado en el sitio de Bariquigua, a orillas del río Morere, quedó
fundada la ciudad de Carora, o sea la “Ciudad del Portillo”, según la
voluntad del Rey. Esto sucedía en 1572.
Es, pues, el caso que vivía en dicha ciudad recién poblada don Pedro
de Ávila, casado con doña Inés de Hinojosa, natural de Barquisimeto,
“mujer hermosa por extremo y rica”, como lo afirma Juan Rodríguez
Fresle, autor de esta viejísima crónica.
Aquella casa ardía en celos y disgustos, pues era don Pedro muy dado
a requiebros y aventuras de amor, y demás de esto, jugador de oficio.
La joven doña Inés, que pasaba la vida de enojo en enojo, tenía a su
cuidado una sobrina a quien daba lecciones Jorge Voto, maestro de
música y danza.
A vuelta de muy poco tiempo Voto y la bella barquisimetana llegan
a amarse con tal pasión, que traman la muerte de don Pedro y ponen
desde luego en ejecución su criminal intento.
Un día Jorge Voto arregla sus cuentas de música y danza, despídese
cordialmente de sus amigos y emprende viaje para el Nuevo Reino de
Granada. Camina tres días y regresa sigilosamente a Carora, a donde llega
disfrazado y ya tarde de la noche. Oculto detrás de una esquina espera a
don Pedro, que estaba en una casa de juego, y le da de estocadas hasta de-
jarle muerto en la mitad de la calle. El asesino, protegido por la oscuridad,
huye sin ser visto, y con gran presteza continúa su interrumpido viaje.
312 T ulio F ebres C ordero
* * *
Era viernes en la noche.
Don Pedro Bravo de Rivera, su hermano don Hernán, y Pedro de
Hungría, sacristán de la iglesia de Tunja, cenaban en compañía de un
consumado vihuelista y de dos damas, entre las cuales resaltaba una por
su airoso porte y singular belleza.
La pérfida cuanto hermosa viuda de don Pedro de Ávila, pasado más
de un año de la muerte de éste, vendió sus haciendas en Carora, y
acompañada de su sobrina hizo viaje a Pamplona, donde contrajo se-
gundas nupcias con Jorge Voto. La criminal pareja escogió a Tunja por
lugar de su residencia, y ésta es la casa en donde hemos metido al lector.
Era promotor de la cena don Pedro Bravo de Rivera, vecino de la
ciudad, quien visitaba la casa con el carácter de novio de la sobrina,
aunque sus ojos e intenciones estaban fijos en doña Inés, que siempre
fue la pobre muchacha, en Carora como en Tunja, un pretexto para los
galanes de la tía.
Ya para concluir la cena dijo don Pedro a Jorge Voto estas palabras
textuales:
—“¿Queréisme acompañar esta noche a ver unas damas que me han
rogado os lleve allá, pues quieren versos danzar y tañer?”
—“De muy buena gana lo haré por mandármelo vos”. Replicó el maes-
tro de danza, preparándose para amenizar la velada con los armoniosos
M itos y tradiciones 313
* * *
Don Juan de Villalobos, corregidor de Tunja, era un hombre que no
se paraba en pelillos. Al amanecer el día siguiente, cuando la noticia
del crimen puso en movimiento a toda la ciudad don Juan se echó a
314 T ulio F ebres C ordero
—Hágase usted cargo del tambor, lo incorpora en los bienes del Hos-
pital, y no lo facilite a nadie sino mediante el pago de cuatro reales de
plata por cada tocata religiosa o profana, alquiler que formará parte de
la renta del instituto.
Fue tanta la alegría de las monjas, al verse libres de la carga del tam-
bor, que estuvieron a punto de echar a vuelo las campanas del monaste-
rio; y por lo que toca al mayordomo del Hospital, quiso que el mismo
instrumento se encargase de reclamar la paga del servicio en cada caso,
haciéndole poner al efecto, en letra gorda y parte visible, esta adverten-
cia en verso:
Que no sirva más de balde,
lo manda el juez superior,
que deben sonar los reales
antes que suene el tambor.
[1]_ Esta tradición obtuvo en 1929 el premio «Presidente Gómez», que era de Bs.
2.000 en el certamen promovido por el Director de El Heraldo de Barquisimeto, señor
don R. Samuel Medina, con motivo de haber Pegado felizmente dicho diario a 4.000
en la serie de su numeración.
Resistencia de santa Clara a salir de Mérida
(Caso histórico)
El hecho que más influyó para definir los bandos entre las religio-
sas, fue la disposición realista de trasladar el Convento de Mérida a
Maracaibo, solicitada por el Deán y Vicario Capitular Irastorza y por
el Prebendado Dr. Mateo Más y Rubí, so pretexto de la ruina general
producida por el terremoto de 1812 en la ciudad de la Sierra, aunque el
verdadero motivo era castigarla como revolucionaria, privándola de las
instituciones y preeminencias que más la enaltecían.
324 T ulio F ebres C ordero
I
Introducción
Desde mediados del siglo XVIII se generalizó la piadosa costumbre de
hacer sufragios al alma de Gregorio Rivera en una extensión de cente-
nares de leguas, que formaron la antigua Diócesis de Mérida, cronoló-
gicamente el segundo Obispado de Venezuela.
¿Quién era Gregorio Rivera? Esta pregunta se hacía con frecuencia en
años pasados, en que estaba más viva y generalizada la creencia en los
milagros que obraba la piadosa invocación de esta alma del Purgatorio.
Pero don Gregorio ha continuado siendo un personaje sombrío y mis-
terioso, que la fantasía popular pinta con varios colores en relación con
la muerte trágica de un sacerdote merideño.
En 1869, S. S. el Papa Pío IX, en audiencia privada concedida al
Ilmo. Señor Obispo de Mérida. Dr. Juan Hilario Boset, con gran sor-
presa de éste, le hizo la misma pregunta: ¿Quién era Gregorio Rivera?
Esto lo refería el Ilmo. Sr. Dr. Tomás Zerpa, inmediato sucesor de aquel
prelado en el gobierno de la Diócesis. Acaso en la Cancillería Romana
se habían ya fijado en la antigua y constante aplicación de misas por
el alma de Gregorio Rivera, en vista de las listas remitidas de la Arqui-
diócesis de Bogotá y Obispado de Caracas hasta fines del siglo XVIII y
luego del Obispado de Mérida. A nuestro juicio, es la explicación más
racional que puede darse a la pregunta del Pontífice.
330 T ulio F ebres C ordero
II
Antecedentes de familia
La familia Rivera no aparece en los anales merideños sino a princi-
pios del siglo XVIII. Lo probable es que viniese de Tunja, o de Bogotá,
donde existían desde la conquista individuos notables de este apellido,
uno de ellos don Pedro Bravo de Rivera, actor principal en la tragedia
amorosa transmitida por Rodríguez Fresle (1564 a 1574) que nos sirvió
para escribir la tradición titulada Muertes y Alborotos.
En la conquista de Costa Rica, escrita por Fernández Guardia, figu-
ran también individuos muy conspicuos de este apellido. Parafán de
Rivera, nombrado gobernador de aquella provincia en 1566, y su hijo
don Diego López de Rivera, ambos del linaje del duque de Alcalá, vás-
tago de la antigua casa del marqués de Tarifa, el que hizo construir en
[1]_ El doctor Gabriel Picón Febres hijo, en su libro Anécdotas y Apuntes (1921). ha
publicado, bajo el título de «El crimen de Gregorio Rivera» un interesante relato del
hecho trágico, guiado por la tradición popular, que ha sido muy confusa y contradic-
toria al indicar el tiempo, sitio y circunstancias concomitantes del tremendo asesinato,
porque se carecía de los documentos y datos históricos que hemos logrado adquirir y
con los cuales ilustramos el presente estudio.
332 T ulio F ebres C ordero
[2]_ Don Eusebio casó con María Ignacia Vicaría. Viuda ésta, con lujos menores, casó
en segundas nupcias con don Juan José Moreno, alcalde de Tabay.
M itos y tradiciones 333
4.º Doña Juana del Cristo Rivera y Sologuren, monja profesa de velo
blanco en el monasterio de Clarisas de Mérida desde 1704. Murió en 1753.
5.º Don Gregorio de Rivera y Sologuren, el personaje que motiva este
estudio. No consta que sirviese ningún cargo político ni municipal en
dichos años. En seguida copiamos la partida de su matrimonio, que se
halla en los libros del Sagrario de la Catedral de Mérida.
“En treinta de diciembre de mil setecientos treinta y ocho casé con
palabras de presente, según lo ordena N. S. Iglesia, a don Gregorio
de Rivera y Sologuren con doña Josefa Ramírez; fueron padrinos don
Tomás Dávila y doña María Dávila, y testigos el doctor Rendón y el
doctor Uzcátegui. —Don Manuel de Toro”.
Doña Josefa era hija del Sargento Mayor don Juan Ramírez Maldo-
nado y de doña Nicolasa de la Parra. Tenía en el Convento doña Josefa
una tía materna profesa, doña Ana María de la Concepción de la Parra,
que había sido abadesa de 1733 a 1736, y lo fue también en el trienio
Iniciado en noviembre de 1739. Tenía además, en el mismo Conven-
to, una hermana carnal, llamada doña María Manuela del Rosario Ra-
mírez, profesa desde 1736.
Don Gregorio recibió ochocientos pesos de su suegra doña Nicolasa,
por dote de doña Josefa, entrando en esta cantidad el precio de una
esclava, que pasó al servicio del nuevo hogar.
Había también en la familia allegada de don Gregorio una señora, su
tía carnal, doña María de Rivera y Simbrana, la que, próxima a partir
para el Nuevo Reino, hizo en 1736 donación condicional de una casa,
para atender con Sus rendimientos al culto del Santísimo Sacramento
en el Convento de San Agustín. Figura asimismo por aquel tiempo Ju-
lio Rivera, acaso hijo de don Cristóbal.
Tales son las noticias que hemos podido adquirir sobre la familia de
don Gregorio.
334 T ulio F ebres C ordero
III
El trágico suceso
Era don Gregorio hombre venático, por extremo celoso, por predis-
puesto por lo mismo a resoluciones inesperadas y violentas. Ni la luna
de miel modificó su carácter. Por el contrario, inflamado por los celos,
daba mala vida a la hermosa cuanto infeliz doña Josefa. Es lo cierto que
un día, después de injuriarla cruelmente de palabra, precipítase sobre
ella armado de un puñal.
La pobre señora, que sólo tenía una esclava por compañera, logra
ganar la calle y huir despavorida. Al pasar por el Convento de Clarisas,
cuya puerta se hallaba abierta, entra de carrera y se asila en la santa casa,
con gran sorpresa de las religiosas, entre las cuales tenía doña Josefa una
tía y una hermana, las Madres Ana María de la Concepción y María
Manuela, como ya se ha dicho.
Por el momento no había otro recurso que ampararte en el peligro
inminente que corría su vida; y así lo hicieron las reverendas monjas,
mandando cerrar la portería y negándose a entregar la señora al frenéti-
co don Gregorio, quien se presentó tras ella y hubo de retirarse contra-
riado por la negativa, profiriendo palabras muy exaltadas.
La madre abadesa, envuelta en aquel conflicto, ocurre naturalmente
al señor Vicario y Capellán del Convento, doctor don Francisco de la
Peña y Bohórquez, quien dispuso que podían dar asilo a la perseguida
señora, en tanto se tomase otra providencia, cuando ya pareciere calma-
do don Gregorio.
Según lo dice el Ilmo. Sr. Obispo Dr. Silva en sus apuntes históricos
sobre el Convento de Clarisas, estaba prevenido por los Superiores en
las visitas desde 1734, que no se admitiese en el monasterio mujeres
casadas en calidad de depósito, salvo el caso de peligro de vida u otro
gravísimo daño, y este era el caso presente.
M itos y tradiciones 335
[3]_ Parece que la casa en que vivía el Vicario era la situada en la esquina norte de la
plaza mayor, hoy de Bolívar, casa que fue después solariega de la respetable familia
Salas Roo. Nos referimos en esto a don Carlos María Zerpa, persona autorizada, quien
así lo oyó decir en otros tiempos y a nuestros propios recuerdos de la niñez, pues cree-
mos haber oído igual cosa en la casa del Canónigo Dr. Más y Rubí.
[4]_ Respecto a la clase de arma, hay discrepancia en las noticias que hemos adquirido.
La tradición del Convento se refiere a una pistola; el cronicón titulado La Patria Boba
citado por el Dr. Perera habla de un trabucazo; pero en la partida de entierro, escrita
al siguiente día del hecho, se dice expresamente que fue muerto de un carabinazo, y a
esto debemos atenernos.
M itos y tradiciones 337
[5]_ Según el Dr. Perera, el Deán de Mérida, doctor Piñeiro, oyó relatar en su niñez el
trágico suceso a un vecino anciano, que había visto el cadáver del sacerdote.
[6]_ Los Prelados de los Conventos de Mérida eran para este año de 1739 los siguien-
tes: Dr. Francisco de la Torre, Prior de Santo Domingo; Fr. Pedro Sifuentes. Guardián
de San Francisco; Fr. Francisco Horduño. Los Prelados de los Conventos de Mérida
eran para este año de 1739 los siguientes: Dr. Francisco de la Torre, Prior de Santo
Domingo; Fr. Pedro Sifuentes. Guardián de San Francisco; Fr. Francisco Horduño.
Prior de San Agustín, y el Padre Cristóbal Hidalgo, Rector del Colegio de jesuitas.
M itos y tradiciones 339
IV
Huida de don Gregorio
La tradición refiere de distintos modos lo acaecido a don Gregorio en su
huida de la ciudad, pero pueden hermanarse las dos versiones principa-
les, que por lo fantásticas tendrán para el lector interés especial.
Es el caso que después del trágico suceso, don Gregorio huye a ca-
ballo. ¿Por qué vía pensaba escapar? No se sabe, pero es lógico suponer
que no sería por los caminos reales que partían de Mérida, para Vene-
zuela por Trujillo, ni para Bogotá, por el Táchira. Tampoco es de creerse
que tomase la vía de Gibraltar ni otro punto del Lago, ni tampoco
para Barinas, por ser caminos frecuentados. Lo más verosímil es que
340 T ulio F ebres C ordero
Con la claridad del alba y los primeros cantos de las avecillas silves-
tres, vuelve en sí don Gregorio. Era otro hombre. Aunque taciturno y
desencajado, pintábase en su semblante la serenidad de la resignación
y el arrepentimiento. Limpia y compone sus vestidos, llenos de barro;
rebújase en la capa y emprende el regreso. Hallábase a orillas de una
vereda, al parecer transitada, y por ella se aventura lentamente hacia la
ciudad. Iba a presentarse a la justicia.
A poco andar, encontróse con un sencillo labrador, que mañaneaba a
coger trabajo, quien le pregunta sorprendido y con amigable solicitud:
—¡Don Gregorio! ¿Tan temprano usted por estos retiros?
—No me hable usted ni se me acerque, porque estoy descomulgado
—contéstale con voz solemne, apartándose a la vera del camino.
El labrador, ignorante del atentado, creyó que andaba fugitivo por
loco; y prudentemente lo dejó seguir, articulando para sí palabras de
compasión y asombro.
V
La ciudad en conflictos
La Santa Hermandad, establecida por los Reyes Católicos para la más
activa persecución de los bandidos y criminales que infestaban los ca-
minos y pueblos, pasó a las colonias de América, pero en territorios
tan vastos y despoblados, su acción no parece que llegase a ser del todo
satisfactoria. En la ciudad de Mérida se nombraban anualmente dos
Alcaldes de la Santa Hermandad, uno para el partido de abajo, de la
plaza principal hasta Ejido; y otro para el partido de arriba, o sea desde
la misma plaza hacia el Valle de Carrasco y pueblo de Tabay. Para 1739,
época del suceso que relatamos, los expresados Alcaldes eran, respecti-
vamente, don Alejandro Fernández y don Francisco Paredes.
M itos y tradiciones 343
estos días, pero en consulta con los otros Padres, no lo creyeron conve-
niente, lo que indica cuán pesada era la atmósfera que se respiraba.
Al cabo, el Gobernador de la Provincia, Altuve y Gaviria. nombró jefe
de las Armas, con el título de capitán de infantería, a Fernando Gonzá-
lez, a quien el Cabildo posesionó del cargo el 23 de julio, único acto de
este cuerpo habido después del 10 de mayo, receso en que continuaron
los Alcaldes y Procurador hasta el 4 de diciembre, en que se reunieron
por última vez en el año, para notificarse de haber cesado don Tomás
de Rivera en el cargo de Teniente General, a quien había sustituido ya,
desde el 14 de octubre, el Sargento Mayor don Bartolomé Fernández de
la Riva, quien así lo comunicó desde Barinas.
Bien se comprende que era prudente apartar del orden público a los
Riveras. Muy grave sería el estado de cosas en Mérida, a partir del asesi-
nato del P. Vicario, cuando el Gobernador Altuve y Gaviria que residía
habitualmente en Maracaibo, como capital de la Provincia, creyó nece-
saria su presencia en Mérida para elegir directamente los empleados mu-
nicipales del año de 1740. El documento que sigue es harto elocuente:
“En la ciudad de Mérida en primero de henero de mil septecientos
y quarenta el señor don Manuel de Altuve y Gaviria, familias del Sto.
Offº de la Sta. Yqn. Gobernador y Capn. Gnl. desta Provª del Espíritu
Sto. de la Grita y desta ciud. de Maracaybo, su Laguna, fuerzas y Presi-
dio, hallándose en esta ciu. tubo pr. conveniente pª. la quietud pública
y bien común desta ciudad, eligió y nombró de primer voto pª. Alcalde
Ordinario a Dn. Juan Jph. Díaz de Orgás y de segundo voto a Don
Bentura de Angulo; Procurador Genl. a Dn. Joseph Antº Dávila; Alcal-
des de la Sta. Hermandad, Dn. Pedro de Soto del partido de abaxo y a
Dn. Francº. de Uscátegui y toro pª. el partido de arriba, con la previsión
de que ayan de cumplir su año todos y cada uno de los nombrados en su
empleo, pena de sien ps. de buen oro aplicados en la forma ordinaria, lo
346 T ulio F ebres C ordero
VI
Suplicio de don Gregorio y salvación de su alma
Las diligencias de la Justicia para lograr la captura del delincuente cesa-
ron al punto con la inesperada presentación de don Gregorio, a quien
se procesó sin pérdida de tiempo, breve y sumariamente, pues se trataba
M itos y tradiciones 347
VII
Casos particulares
La perla en el pozo
El primer caso que nos impresionó de niños, fue el ocurrido a nuestra
querida madre por los años de 1869 a 1870. Había ido de paseo a una
casa de campo, en los alrededores de la ciudad, por cuyo huerto cerrado
corría un poético arroyuelo, en el que solía bañarse, como lo efectuó
aquel día. En el baño, notó la pérdida de una hermosa perla, desprendi-
da de uno de los zarcillos. Su sentimiento fue grande, porque se trataba
de una prenda de familia muy estimada.
350 T ulio F ebres C ordero
Vanas fueron las activas diligencias hechas allí mismo para buscar la
perla en el fondo del agua, removiendo arenas y guijas con particular
solicitud. Hubo de volver a la ciudad con gran desconsuelo, convencida
de lo estéril de cualquier otro esfuerzo para buscarla. Quiso además el
destino hacerla perder toda esperanza, pues aquella misma tarde cae
fortísimo aguacero, torrencial y persistente, como son los aguaceros en
el seno de nuestras níveas montañas. El arroyuelo crece, rebosa el cauce
y se desborda por el rústico huerto. La corriente arrastra con violencia
lodo, pedriscos y despojos vegetales.
¿Qué había dicho de la perla? ¿Podría respetarla el impetuoso turbión?
El alma de Gregorio Rivera fue invocada con gran fervor; y al día si-
guiente, tornóse a la busca con piadosa esperanza. La porfía, de tejas para
bajo, era temeraria y hasta risible. Cuando de pronto ¡un grito de gozo!
Desecado un tanto el arroyuelo, brilla la preciosa margarita en el fondo
del agua, aprisionada entre dos guijarros. Hay que creer en que don
Gregorio había intercedido providencialmente, y el milagro fue hecho.
Un taller en oración
Otro caso presenciamos en el taller de imprenta de don Juan de Dios
Picón Grillet, donde aprendíamos el oficio por los años de 1877 a 1878.
Don Juan era también grabador en madera, por mera afición, para ilus-
trar los trabajos tipográficos de su propio taller. En la ejecución de estos
grabados no empleaba buriles ni punzones; valíase con suma destreza de
las puntillas de una navaja inglesa.
Estaba un día grabando una caricatura para el periódico “La Avispa”,
y habiéndose suspendido el trabajo por algunos momentos, para salir a
la calle, cuando vuelve a reanudarlos, nota la pérdida de la navaja, útil
que había guardado en uno de sus bolsillos. Era difícil conseguir en el
comercio una navaja de aquellas condiciones para suplirla. Había sido
M itos y tradiciones 351
traída de fuera por encargo especial. Lo más agravante, pues, era que
quedaba con los brazos cruzados y el trabajo en suspenso.
Busca por aquí, busca por allá, repasa las calles recorridas y los sitios
visitados en su breve salida, solicitándola con gran cuidado, sin éxito algu-
no. Ya desesperanzado, dirígese en el taller a los oficiales con voz solemne:
—Mis amigos, quiero que me acompañen a rezar un padrenuestro y
una avemaría por el alma de Gregorio Rivera, si parece mi navaja.
De más estará decir que todos ofrecimos acompañarlo desde luego.
Era obra de piedad, de afecto y hasta de viva curiosidad para la inquieta
imaginación de los muchachos que ocupaban los bancos del taller.
Don Juan sale de nuevo a la calle. Habían pasado ya dos o tres horas
de la pérdida. Repasa otra vez el camino hecho; y ya tornaba desconso-
lado, cuando en la esquina de la Torre de la Catedral, sitio donde había
buscado repetidas veces, sobre una de las lajas que allí forman el pavi-
mento de la calle, ve brillar de lejos los cantos metálicos de su navaja. Es
este sitio el más céntrico de la ciudad y por encima de la navaja habían
pasado cien personas de toda clase por lo menos.
El milagro era patente. Con gran devoción se hizo el sufragio en la
propia imprenta, encabezando el rezo el señor Picón Grillet, quien no
se cansaba de admirar el cano y recomendar la devoción al alma de
Gregorio Rivera.
El misterioso guía
Caso interesante es también el ocurrido al doctor La bastida, hombre
muy notable del Estado Trujillo, según relato que nos hizo el inteligente
escritor andino doctor José Domingo Tejera. Lo sustancial del asunto es
como sigue: Dirigíase el doctor Labastida a su hacienda, aledaña de Va-
lera, ya al caer la tarde. Sobreviene la noche y furiosa tempestad. Por la
inundación del camino y la completa oscuridad, el distinguido viajero
352 T ulio F ebres C ordero
Arrepentimiento de un ratero
Vaya otro caso ocurrido cuarenta años atrás, más o menos, en la ho-
norable casa del Pro. Dr. Rafael Antonia González, el notable orador
sagrado que ocupó en el Coro de la Catedral de Mérida el sillón de la
Canongía Lectoral, y murió en 1893.
Perdióse allí una hermosa paila de cobre, muy estimada por los servi-
cios frecuentes que prestaba en las faenas domésticas. El ama de la casa,
hermana del Canónigo, espiritual y activa, agotó los recursos en el sen-
tido de averiguar el paradero de la paila, apelando, en definitiva, al acto
piadoso de ofrecer un sufragio por el alma de Gregorio Rivera, para que
moviese al detentador del objeto perdido a hacer la debida restitución.
M itos y tradiciones 353
Sorprendente hallazgo
Por lo reciente, queremos anotar otro caso, ocurrido en una casa de la fa-
milia del que esto escribe, en cuyo seno habíamos refrescado el recuerdo
de la antigua tradición merideña, objeto de este estudio, a propósito de
ocuparnos ya en concluirlo. La rememoración de los hechos extraordi-
narios que quedan relatados, sugirió al instante el pensamiento de apelar,
como último recurso, al alma de don Gregorio Rivera para que pareciese
un objeto extraviado en esos mismos días y que hacía notable falta.
Era un tornillo de cobre, que servía para mover a voluntad las agujas
de un reloj de mesa, que se quería con el natural cariño que se pone a
los objetos consagrados por largo uso doméstico. Era el tornillito una
bagatela ciertamente, pero indispensable en el mecanismo del reloj, que
sin él no podían ponerse las agujas en la hora conveniente.
Hemos dicho que se apeló al alma de don Gregorio Rivera, como úl-
timo recurso, porque ya se había buscado la piececita con gran cuidado
sobre el velador en que estaba el reloj y por los contornos, examinándolo
todo, hasta las rendijas de las baldosas en el pavimento. Habíanse agota-
do, en fin, todos los medios de busca; y hasta se había solicitado con un
relojero otro tornillo que supliese el perdido, sin resultado satisfactorio.
El hecho es que el reloj estaba inútil por tal motivo, y que el alma
de don Gregorio Rivera, a quien se invocó con el ofrecimiento de un
sufragio hizo parecer allí mismo la evaporada piececita. Pero lo más
sorprendente del caso es la manera de aparecer a la vista.
El tornillito apareció pegado a la pared, casi a la altura de la mano, en
el mismo sitio donde se hallaba el velador y donde tan repetidas veces se
había buscado. La pared era lisa, y la piececita metálica se mantenía allí,
M itos y tradiciones 355
en el aire contra ella, sin saberse cómo. Parecía decir a quienes la vieron
con alegría y con asombro: ¡“Cójanme, porque me caigo!...”
Repetimos que se trata de una pequeñez, ciertamente, pero de una
pequeñez que obliga, por lo menos, a meditar un poco, en vista de los
extraños antecedentes descritos en este estudio.
VIII
Advertencia final
Debemos declarar, para concluir estos apuntes, que cuanto va escrito
reviste sólo el carácter de una exposición de hechos, basados unos en
documentos fehacientes, y otros en tradición constante, transmitida
por personas fidedignas; y que al hablar de los sucesos inexplicables rela-
cionados con el alma de don Gregorio Rivera, no lo presentamos como
milagroso, en el sentido canónico de la palabra, sino como cosas raras
y misteriosas, dignas de consideración, que cada quien podrá apreciar,
según el criterio que le dicten sus creencias.
Conviene también advertir que la gracia concedida al alma de don
Gregorio Rivera, a que se refiere esta piadosa tradición, no debe en-
tenderse en sentido infalible por los que a ella ocurran en sus necesida-
des, porque siendo Dios el único dispensador de todo beneficio, ante
su Voluntad soberana debemos inclinarnos siempre, con humildad y
reconocimiento, alcancemos o no los favores que pedimos, según las
enseñanzas de la Iglesia Católica.
Antigua Semana Santa en Mérida
Los días por excelencia en la antigua Mérida eran sin duda los de la
Semana Santa. Familias enteras hacían viaje expreso de otros lugares
para visitar la melancólica ciudad de las nieves y las flores, por la pom-
pa especial de Sus actos religiosos, por sus muchos templos y por su
severo aspecto de ciudad vetusta y caballeresca, donde las costumbres
conservaban todavía el rancio sabor colonial, todo ello en medio de una
naturaleza pródiga en frutos, paisajes y otros singulares encantos.
Eran los tiempos del carnaval hidroterápico, llamémoslo así, por ser el
agua su principal elemento, agua en ocasiones perfumada, que se arroja
de todos modos, con jarros, baldes, tinajas y jeringas hechas de hoja de
lata y de carrizo, vasijas que era fácil llenar en cada contienda, porque el
agua corría descubierta por todas las calles.
Y sería pecado de omisión no recordar los proyectiles carnavalescos
de entonces, las populares cáscaras de huevo, tapadas con cera de colo-
res, y llenas de agua aromatizada con extrema parsimonia, o sea en la
proporción de un cuartillo de Agua Florida por cada cien litros de agua
del río Milla.
Pasado este baño general, todo divertimiento quedaba proscrito, y
empezaba el tiempo de penitencia con verdadero rigor; pues eran mu-
chas las personas de ambos sexos que ayunaban toda la cuaresma sin
más descanso que los domingos. No se pensaba más que en los próxi-
mos días de la gran semana.
358 T ulio F ebres C ordero
Antes solían ponerle letra a los repliques del campanario, según las im-
presiones del momento o por mero espíritu crítico, ya en serio, ya en
broma, costumbre pretérita, porque al presente la música de los bronces
sagrados pasa inadvertida en las poblaciones modernizadas.
Faltan oídos para atender al ruido de las máquinas y material rodante,
al bombo y platillos de los espectáculos públicos, al canto y música de
las victrolas, al continuo vocear de los pregoneros ambulantes y a cuan-
to forma parte de la estruendosa fonética de la vida urbana.
Corresponden al “folklore” merideño las observaciones que hacemos
sobre lo que solían decir las campanas, según la donosa interpretación
de la musa popular. Los versos eran recitados al compás de los repiques,
conforme al son que tocasen, pues también los campaneros tenían re-
pertorio donde escoger.
En el Monasterio de Clarisas daban ciertos repiques breves y picadi-
tos, que eran acompañados con esta letra:
Paticas sucias.
Fustán zancón.
Por vida tuya
Dales jabón.
Dales Jabón.
La arepa y el caldo
Se están calentando
Para el maestro Rosario,
Que está trabajando.
Sin duda, sería este maestro uno de los obreros más populares que
trabajaban en la fábrica de la misma Catedral.
Las campanas del antiguo Seminario de San Buenaventura, capilla
universitaria después, salvo una, las demás quedaron hendidas después
del terremoto de 1812. De suerte que no sonaban bien cuando las echa-
ban a vuelo en días de gala; y los estudiantes, para bromear al viejo coci-
nero del Seminario, decían al compás de los dañados bronces:
Toca el Colegio
Sin ton ni son
Tres perolejos
Y un perolón,
Dale que dale
Ño Encarnación.
Rogad, monjitas.
Por él nomás.
Talán, tantán.
Ora le ponen las manos en actitud de orar, para decirle esta especie
de ovillejo:
Bendito, plátano frito.
Alabao, plátano asao.
Sea, que la cocinera es fea.
Si instan para que se les eche un cuento, se les hace desesperar, rela-
tándoles el siguiente juguete homofónico:
Estera, la vieja Estera,
que hacía esteras y vendía,
que compraba pan y queso
y queso la mantenía.
con que llegaron a América, a fundar los primeros hogares, las valerosas
y gentiles mujeres de España.
Al igual de muchas coplas de origen hispano, estos cantarcitos deben
haber sufrido alteraciones de formas más o menos notables, hijas de
circunstancias del medio y también del capricho, lo que es natural que
suceda en tradiciones de esta índole que sólo verbalmente se perpetúan.
Este breve apunte traerá, de seguro, a la memoria más feliz de nues-
tras amables lectoras, otros cantares semejantes, ya en vía de desapare-
cer, porque hoy se duerme y se entretiene a los niños con ortofónica a
toda hora, con la tarde y por la noche, en la mañana y al mediodía, un
fuego graneado de piezas de música y canto, de profusa variedad en los
estilos y hasta en los colores.
Para ser consecuentes con la materia, concluiremos con lo que se dice
a los chicuelos al darles la colación nocturna o la última golosina, antes
de meterlo en la cama:
Ya con esto y un bizcocho,
hasta mañana a las ocho.
Chapado a la antigua
El interesante artículo del Ilmo. Sr. Dr. Antonio Ramón Silva, Obispo
de Mérida (titulado Criollismo), que tuvo la benevolencia de dedicar-
nos, reproducido ya en Mérida y otros lugares de la República, nos ha
sugerido la idea de estos apuntamientos sobre artes e industrias crio-
llas al presente extinguidas materia que se hermana con las atinadas
observaciones hechas por el amable e ilustre prelado en la parroquia
de Pregonero, muy retirada, pero una de las más ricas e industriosas
del Estado Táchira. Así lo prueban las obras originales realizadas en
su seno bajo la activa dirección del piadoso cuanto inteligente párroco
presbítero Elías Valera, no sólo en lo material, utilizando los múltiples
elementos del suelo y redimiéndose con ello de costosas importaciones
para la fábrica del templo, sino también en el orden más elevado de la
educación moral, ofreciendo en notable ocasión ejemplos de religiosi-
dad y cultura artística, que han merecido ser reseñados, con frases de
aplauso y simpatía por la autorizada pluma del sabio pontífice de los
Andes, a quien dedicamos este estudio como un homenaje de gratitud.
El libre trato y comunicación mercantil con los centros productores
del mundo, vedado a los hispano americanos durante la Colonia, fue
una de las primeras y efectivas ventajas alcanzadas por el heroico esfuer-
zo de la independencia nacional. Pero al llegar a nuestros mercados los
productos extranjeros, de mejor apariencia que los criollos y a precios
relativamente más baratos, sucedió lo que era en realidad inevitable:
que aquéllos fueron preferidos a éstos, con evidente perjuicio para las
386 T ulio F ebres C ordero
Lienzo y cobijas
Los aborígenes tenían cultivos de algodón e hilaban y tejían muy tos-
camente ciertos pañizuelos y telas burdas para cubrirse, sobre todo las
tribus de lo más alto de la Cordillera, en las provincias de Mérida y Tru-
jillo, pues el rigor del trio las obliga por instinto a procurarse abrigo, lo
que no sucedía a las de tierras cálidas, que vivían por lo común desnu-
das. Desde luego, los españoles aprovecharon estos cultivos y construye-
ron telares a semejanza de los europeos, llegando bien pronto la fábrica
de lienzo a ser una de las principales manufacturas en que emplearon
los brazos de los mismos indios en casi todas las encomiendas. Con la
inmediata introducción del ganado lanar, empezó asimismo la fábrica
de frazadas o cobijas, industria que aún perdura, pero muy decaída.
Los mismos españoles empleaban el lienzo criollo en el servicio co-
mún de sus casas, reservando la holanda y otras telas finas que solían
388 T ulio F ebres C ordero
traer de Castilla para las ropas de gala. Igual cosa cabe decir de las fra-
zadas, que servían de abrigo no sólo a indios y mestizos, sino también
a los españoles, pues eran más baratas que la bayeta importada de la
Península y llenaban el objeto a satisfacción general.
Uno de nuestros primeros estadistas, el respetable patricio don Juan
de Dios Picón primer gobernador constitucional de Mérida decía en
1832 que la provincia no tenía necesidad de importar telas de primera
necesidad para el vestido de la masa del pueblo, porque las producía en
cantidad suficiente. ¡Consoladora afirmación, que ojalá pudiéramos re-
petir! Efectivamente, además del lienzo común y las frazadas de algodón
y lana, se hacían la holandilla azul, para el traje común de las mujeres, y
una especie de dril, llamado manta, para ropa exterior de los hombres.
Hasta 1870, más o menos, todavía era general el consumo en las
ropas de cama, de las llamadas motas, que eran unas frazadas de algo-
dones muy suaves y durables, tejidos en el Estado Mérida y también en
Trujillo y en el Táchira, superiores a las comunes que hoy se importan
del extranjero. Las últimas que conocimos eran procedentes de Tabay y
la Otrabanda, en los alrededores de la ciudad de la Sierra.
Harina y galletas
Desde el siglo XVI, el trigo fue para los Andes artículo principal de
riqueza. Se exportaba no sólo en harina, sino ya beneficiado en forma
de galletas o bizcochos con que proveía las embarcaciones que venían al
lago de Maracaibo. Para 1579 ya era éste un negocio activo y de grandes
utilidades para los primeros vecinos de Mérida, Trujillo y La Grita. Se
hacían exportaciones para Cartagena de Indias y las Antillas, de lo cual
hemos tratado más por extenso en una memoria escrita en 1904 sobre
el trigo de los Andes.
M itos y tradiciones 389
Jamones
¿Quién habrá de creerlo? En los siglos pasados, no sólo comían los ja-
mones muy frescos a poco costo, sino que los exportábamos, según
consta de documentos y lo confirma la tradición. Esta industria duró
hasta la época de la Independencia. De ella habla todavía José Domingo
Rus en 1812, refiriéndose a las producciones de Mérida y Trujillo; y ya
existía desde el remoto año de 1579, en que consta que eran ya un artí-
culo de exportación por los primeros puertos del Lago.
Y no es extraño que a tal negocio se dedicasen los primeros pobladores
de los Andes, siendo como eran en su mayor parte de Extremadura en
España, tierra afamada por sus chorizos y salchichones, como es sabido.
¿De esto qué nos queda? Sólo las ganas de volver a aquellos días, pues
ahora los jamones cuestan un ojo de la cara, y vienen de muy lejos, ma-
yorcitos de edad y en perfecto estado de dureza.
Alfombras y tapetes
Aún se lee en libros de geografía antiguos, que una de las industrias
notables de Mérida era la fabricación de alfombras. Efectivamente,
390 T ulio F ebres C ordero
Bocadillo y confitería
He aquí otros ramos industriales que dieron a Mérida justo renom-
bre. Los bocadillos llamados de cajita dulces abrillantados y confites
comunes se exportaban por mayor para otros puntos de la República.
De 1870 a 1880 aún salían arrias de mulas para Barinas y el Tocuyo
cargadas de bocadillo, elaborado en distintos lugares, principalmente
en La Punta, que producía el más selecto. De igual modo se exportaban
los dulces abrillantados y confites. Hoy el celebrado bocadillo de cajita
no existe, y el de pasta común, así como los abrillantados y confites,
casi están reducidos en su producción al mero consumo local, pues ha
sido reemplazados por confituras extranjeras de asombrosa variedad y
brillantes envoltorios, que vienen de Europa y Norte América, induda-
blemente seductoras por la apariencia, pero muy inferiores en lo sustan-
cial, que es el dulce, y muy caras por añadidura, a tiempo que Mérida
goza de singular privilegio por la excelencia del azúcar, pues la de Ejido,
empleada generalmente, es por naturaleza de las mejores del mundo.
Sericicultura
Desde 1847, en que se produjo la primera madeja de seda en los An-
des, debido a la perseverancia y esfuerzos de don Juan de Dios Picón,
continuó explotándose en pequeño esta industria en ciernes por el mis-
mo señor Picón y su honorable esposa, doña Mariana Grillet de Picón,
392 T ulio F ebres C ordero
[1]_ Como nota de progreso muy plausible, debemos registrar el hecho de existir ya
M itos y tradiciones 393
Cantería
¿A quién se le ocurre siquiera en estos tiempos hacer obra de sillería en
los muros de su casa? Las fábricas se hacen de prisa, sin pensar en el ma-
ñana poniendo más cuidado en la ornamentación que en la solidez del
edificio. “El que venga atrás que arree”. Este es el gran lema de la época.
Hasta mediados del siglo XIX la cantería aún era industria en que
se ocupaban muchos brazos. Los canterios, bajo su improvisado toldo,
labraban las piedras en las vegas de los ríos y por las faldas de las vecinas
lomas, donde quiera que las había apropiadas al objeto. El fruto de sus
lentas labores perdura y perdurará por los siglos en obras que todos
admiramos todavía, testimonio elocuente de la grandeza y perpetuidad
que otras generaciones, tildadas hoy de menos cultas, procuraban dar a
los edificios y monumentos que construían para ornato de la ciudad y
comodidad de sus moradores.
La cantería ya no existe en Mérida. El genio impaciente del moder-
nismo ha entonado sobre sus restos indestructibles solemne y prolon-
gado De profundis. Y no tendrá resurrección posible, mientras el soplo
de la verdad no derribe tantos castillos como tenemos formados en el
aire, pues no otra cosa son tanta vana apariencia y meros facsímiles que
hemos importado, so color de obras de cultura y de progreso.
* * *
Otras industrias menores pudiéramos mencionar, no del todo extingui-
das, pero sí en estado de decadencia. La fábrica de bujías o velas finas,
no chorreadas sino moldeadas, de sebo purificado, se extinguió por la
importación de las velas esteáricas y del querosén primero, y luego por
la instalación de alumbrado eléctrico. Existen fábricas de esta última
clase de velas, lo mismo que de fideos, pero su existencia siempre será
en Mérida una Oficina de Sericicultura, a cargo del Sr. José Briceño, fundada por el
Gobierno Nacional.
394 T ulio F ebres C ordero
(1588) uno de los más desgraciados de que tienen noticias los naturales
habidos en estas tierras y el más que han conocido ni experimentado los
españoles después que entraron en ellas por una enfermedad que dió de
viruelas, tan universal para toda suerte de gentes, naturales y españoles,
que habiendo comenzado en la ciudad de Mariquita, en este Nuevo
Reino, en solo una negra que entró infestada de esta enfermedad de la
ciudad, trayéndola de Guinea, sin haber advertido en ella las Justicias
para no dejarla entrar, se infestó todo el Nuevo Reino y corrió por la
posta a la banda del Perú hasta Chile y a la parte del Norte hasta Cara-
cas, que destruyó, así naturales como españoles, más de la tercera parte
de la gente; sólo se libró en este Nuevo Reino la ciudad de Pamplona,
por el vigilante cuidado que tuvo el Corregidor de Tunja y su partido,
Antonio José, que a la sazón se halló en aquella ciudad, guardando con
rigor no entrasen en ella los de fuera”.
* * *
La variolización o inoculación de la viruela precedió mucho tiempo al
descubrimiento de la vacuna. Los chinos que todo lo quieren para sí,
reclaman el honor de la inoculación, con una antigüedad de 500 años
antes de J. C., según unos, y otros la atribuyen a un príncipe de la casa
de Tahing-Siang que vivió en el siglo XII de nuestra era; pero la opinión
más probable es que fue descubierta en Georgia y en Circasia y de allí
pasó a Constantinopla a fines del siglo XVII, siendo, de consiguiente,
los turcos los primeros en Europa que adoptaron la práctica de inocular
los niños en estado de sanidad. En el siglo pasado, Lady María Wortley
Montagu introdujo la inoculación en Inglaterra, empezando la opera-
ción, con buen éxito, por siete condenados a muerte.
Pero estaba reservado al insigne médico inglés Eduardo Jeuner salvar
a la humanidad de los estragos de tan terrible enfermedad. En 1796
hizo Jeuner su primer experimento, inoculando a un muchacho en el
M itos y tradiciones 405
brazo con el pus de una pústula que cierta lechera había adquirido orde-
ñando vacas. El gran descubrimiento de la vacuna quedó Juego a luego
confirmado, y con extraordinaria rapidez circuló por todas partes.
Antes de proseguir, conviene saber que la variolización se había usado
en América por lo menos para el año de 1794, pues en este año se im-
primió en Guatemala una curiosa “Instrucción sobre el modo de practi-
car la inoculación de las viruelas, y método para curar esta enfermedad,
acomodado a la naturaleza y modo de vivir de los indios del Reino de
Guatemala, por el Doctor D. José Flores”, según se lee en una luminosa
memorial sobre la vacuna, escrita por don Rodolfo Figueroa y publica-
da en 1804 en la Revista de la sociedad Guatemalteca de Ciencias.
En 1801 se introdujo la vacuna en España; y por este tiempo ya el
Virrey de Nueva Granada en Sur América, don Pedro Mendinueta y
Muzquis, había ofrecido un premio al que la hallase en los hatos de
las haciendas, más nada se consiguió. “Vino luego de España, agrega
Groot, por desvirtuada. La pidió a Filadelfia, tampoco produjo su efec-
to. Proyectó entonces pees mandar muchachos de Cartagena a Francia,
para que vacunados allá trajeran el pus a la costa, y que de allí se fuese
comunicando hasta el interior, pero entonces apareció la viruela en Po-
payaán (1801) y ya no se trató más que de impedir el contagio.”
El Rey de España don Carlos IV resolvió, en 1803, oído el dictamen
de algunos sabios, propagar la inoculación de la vacuna en sus dominios
de ambas Américas, y a este fin mandó formar una expedición marítima
compuesta de hábiles profesores y dirigida por su médico honorario de
Cámara don Francisco Javier de Balmis, expedición que se haría a la
vela en el puerto de la Coruña.
El fluido vacuno fue transportado por medio de niños vacunados su-
cesivamente, y también en vidrios que debían repartirse junto con 500
ejemplares del Tratado Histórico de la vacuna, compuesto por Moreau
406 T ulio F ebres C ordero
* * *
En seguida registramos algunas noticias referentes a la viruela e intro-
ducción de la vacuna en los Andes venezolanos, que hemos obtenido
consultando los archivos públicos.
En 1612, gobernando en Mérida como Corregidor don Juan de
Aguilar, se supo que en Cartagena de Indias hacía estragos la viruela, y
que de allí habían venido fragatas a los Puertos de San Pedro, Gibraltar
y Barbacoas, en el lago de Maracaibo, que era donde hacia su comercio
la ciudad de Mérida y demás pueblos de la Cordillera. En consecuencia
aquel gobernante y las justicias ordinarias dictaron inmediatamente las
providencias necesarias para librarse del contagio.
En 1745, siendo Alcalde ordinario y Regidor de Mérida don Miguel
de Uzcátegui y Rivas, acordó el Ayuntamiento poner en estado de de-
fensa la ciudad y su jurisdicción, por estar amenazada de la peste de
viruelas y alfombrillas, prohibiendo, al efecto, todo comercio y comu-
nicación con los lugares que padecían la enfermedad. Dióse comisión
al Capitán don Juan Díaz de Orgaz para que dirigiese y organizase todo
lo concerniente a precaver el daño y señalamiento de los lugares y sitios
para degredos.
Para el año de 1804 hubo epidemia de viruelas en el Táchira, según
consta de una certificación oficial dada en 1807 por Francisco Javier
Prato y Santillán, notario público eclesiástico de la Vicaria de San Cris-
tóbal, donde dice, explicando la pérdida de un libro de confirmaciones
de 1794, perteneciente a la parroquia de San Pedro de Capacho, que
“puede ser que por el temor del contagio de viruela, le arrojaron al fue-
go el año de mil ochocientos cuatro (1804), por muerte del cura Pbro.
D. Santiago Volcán”. Lo que hace suponer que dicho cura fuese una de
las víctimas de la epidemia.
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* * *
En una hermosa mañana de mayo, el mes de las flores por excelencia,
la ciudad melancólica se alegra, sus desiertas calles se llenan de gente,
las campanas se echan a vuelo, y en los balcones y ventanas de sus casas
semiarábigas, brillan ardientes y seductores, entre dulces sonrisas, los
negros ojos de recatadas doncellas, que esperan anhelantes el desfile de
la vistosa comitiva, donde viene el guerrero afortunado, el caballero de
la Torre de Plata y de la Celeste Espada.
Es Bolívar que llega. En la casa Consistorial lo reciben en asamblea
pública, los patricios, los togados y los sacerdotes, revestidos de impo-
nente gravedad y con los corazones henchidos de gratitud y simpatía.
—Permitidme, señores, les dice Bolívar al iniciar su breve y elocuen-
te discurso, expresaros los sentimientos de júbilo que experimenta mi
corazón al verme rodeado de tan esclarecidos y virtuosos ciudadanos,
los que formáis la representación popular de esta patriótica ciudad, que
por sus propios esfuerzos ha tenido la dicha de arrojar de su seno a los
tiranos que la oprimían...
Y entonces el más anciano le contesta, terminando con estas palabras
proféticas:
—¡Gloria al Ejército Libertador y gloria a Venezuela que os dió el ser a
vos, ciudadano General! Que vuestra mano incansable siga victoriosa des-
trozando cadenas; que vuestra presencia sea el terror de los tiranos y que
toda la tierra de Colombia diga un día: Bolívar vengó nuestros agravios.
M itos y tradiciones 411
* * *
Dieciocho días permaneció Bolívar en la ciudad de la Sierra Nevada, y
en este tiempo pudo apreciar la abnegación y patriotismo de sus hijos,
hombres y mujeres.
María Simona Corredor le regala una casa, la primera que adquiere la
Patria por especial donación.
Una hermana del Canónigo Uzcátegui le ofrece un cañón, que lleva
grabado en el mismo bronce el nombre de la donante.
Otra mujer, María Rosario Nava, le suplica con lágrimas en los ojos
que reciba en el Ejército al hijo que le han tachado por inválido, pro-
metiendo ir ella a su lado, llevándole el fusil mientras sana del brazo
enfermo.
Y la intrépida Anastasia, la criada del Convento de Clarisas, le relata
satisfecha y sonreída el gran alboroto de las tropas de Correa la noche
del 17 de abril, cuando sigilosamente ella les invade el campamento, les
dispara un trabuco y les toca a fuego en un tambor de guerra, vitorean-
do la Patria.
Pero no es esto todo. Bolívar necesitaba bagajes, y Mérida le da ocho-
cientas caballerías, que transportan el Ejército a través de la Cordillera.
Bolívar necesitaba armas, y Mérida le da cañones, ollas de campaña
y pólvora, todo fabricado en su recinto, mediante la actividad y entu-
siasmo del célebre Canónigo Uzcátegui, que en ello se ocupaba desde
1810.
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Hemos llegado al año trascendental de 1810, en que la figura del Ca-
nónigo emeritense aparece circundada de gloria en el campo de la po-
lítica. El 16 de septiembre se constituye la Junta Patriótica de Mérida,
en el seno de una asamblea presidida por el Ayuntamiento; y allí está el
Canónigo, de los primeros, a la cabeza de aquella revolución inmortal,
cívica en sus comienzos y terriblemente trágica en su desarrollo hasta
llegar al triunfo definitivo de la Independencia.
En aquella gran asamblea de patricios, no faltó quien pretendiera
mortificar al Doctor Uzcátegui, poniendo en duda su valor en la guerra;
y fue entonces, y a virtud de un dicho equívoco o indirecto que alguien
le dirigiera, en los momentos de firmar el acta, cuando el Canónigo se
levantó como herido por una centella, se arrolla la sotana y les dice con
varonil arrogancia:
—¡Señores, hay calzones debajo de estos hábitos!...
No era en aquellos momentos el manso levita ni el grave patricio, sino
el caballero de noble estirpe herido en su honor de valiente. La sangre
belicosa de los Gavirias debió de arder en su corazón de patriota.
Sus manos finas y delicadas, se convirtieron de allí en adelante en
ásperas y potentes manos de herrero; y los que estaban acostumbrados
a ver salir del oratorio de su Quinta el humo suave y perfumado de la
mirra y del incienso, que se difundía por las frondosas márgenes del Al-
barregas, vieron de pronto cubrirse el cielo de espesas y rojizas columnas
de otra clase de humo que arrojaba la casa del Canónigo, convertida por
él mismo en templo de Vulcano, en improvisada fragua, para fundir
dieciséis cañones y otras armas destinadas al ejército patriota, nuevo y
valioso regalo que hacía a la Patria con generosa y sublime resolución.
De más estará decir que fue el Canónigo uno de los miembros prin-
cipales de la Junta de Gobierno que organizó la Provincia de Mérida en
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[1]_ Estos religiosos que O’Leary no nombra, debieron ser franciscanos, pues no había
otros en Trujillo; y entre ellos figurarían el Padre Fr. Ignacio Álvarez, gran patriota
desde 1810; los PP. Fr. Manuel Vásquez, Fr. José María Bonilla y Fr. Miguel Casuela,
los cuales vivían todavía para 1824.
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Y como quiera que no es este el único verso escrito por Bolívar, por
más que él mirase con horror la poesía rimada, según se afirma, vamos
a producir en seguida, a modo de rectificación histórica, lo que hace
algunos años se escribió sobre el particular.
En El Lápiz, del 31 de octubre de 1895, publicamos con el título de
“Un verso de Bolívar”, la siguiente noticia:
“Del Libertador sólo se conoce un verso que escribió en Araure el 25
de julio de 1813, en carta dirigida al Comandante de Armas de Mérida
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Otro punto hay en la biografía del coronel Rangel por don Ramón
Azpurúa que también necesita rectificación, cual es el siguiente:
“Con notable aprovechamiento —dice el biógrafo— cursó el joven
Rangel clases mayores en la Universidad de Mérida y recibió la borla de
Doctor en jurisprudencia civil el día 29 de abril de 1810. El 7 de mayo
de ese año, en los momentos en que lo más granado ele la ciudad de
Mérida se encontraba reunido en un banquete, en celebración del grado
académico del nuevo Doctor Rangel llegó allí la noticia comunicada
oficialmente de la revolución de Caracas el 19 de abril: en aquel mismo
acto se comisionó a éste para pasar a la capital de Venezuela a participar
a la Junta Suprema la adhesión revolucionaria de Mérida.”
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Otro sin duda debió de ser el motivo del banquete, porque hay plena
constancia de que el joven Rangel no fue doctor en derecho civil, sino
Maestro en Filosofía; este último grado no lo recibió tampoco en 1810,
sino el 24 de septiembre de 1809.
En actas y registros del antiguo Seminario de Mérida, existentes hoy
en el archivo de la Universidad de los Andes. aparece: que el joven Ran-
gel inició sus estudios de latinidad en 1800; que en 1.º de junio de 1805
se matriculó para cursar Filosofía; que obtuvo el bachillerato el 24 de
octubre de 1808; que después obtuvo el grado de Licenciado en Filoso-
fía y Letras el 8 de septiembre de 1809; y seguidamente el de Maestro
en la misma facultad con fecha 24 del propio mes y año, en concurso
con don Esteban Arias, don Juan Nepomuceno Rubio, don Agustín
Chipia, don Salvador León y don Miguel Palacio. Consta, además, que
el joven Rangel se matriculó para estudiar Teología de Prima y Víspe-
ras en 1807 y 1809; que también en 1809 se matriculó por primera
vez como jurista; y que el 12 de julio de 1810, habiendo terminado el
curso teológico, obtuvo matrícula para estudiar ambos derechos, civil y
canónico. De suerte que para mediados de septiembre de 1810, en que
dejó los estudios para lanzarse en la revolución libertadora, apenas se
iniciaba en el curso de jurisprudencia civil.
Hay otro argumento concluyente en la materia. Fue en el antiguo Se-
minario de Mérida, donde el joven Rangel hizo todos sus estudios, y este
Instituto sólo estaba facultado para conferir títulos de Doctor en Teología
y Cánones, fuera de los de bachiller, licenciado y maestro en Filosofía. La
erección del Seminario en Universidad fue obra de la Junta Patriótica, el
21 de septiembre de 1810, cuando ya Rangel no era estudiante.
La guerra de independencia no permitió a la nueva Universidad un
funcionamiento normal hasta después del glorioso triunfo de Carabo-
bo. De aquí que los primeros títulos de Doctor en Derecho Civil no
M itos y tradiciones 437
fue realizada
en Caracas
durante el mes
de diciembre de 2022,
ciclo bicentenario
de la Batalla de Carabobo
y de la Independencia
de Venezuela
En Carabobo nacimos “Ayer se ha confirmado con una
espléndida victoria el nacimiento político de la República de
Colombia”. Con estas palabras, Bolívar abre el parte de la Ba-
talla de Carabobo y le anuncia a los países de la época que se
ha consumado un hecho que replanteará para siempre lo que
acertadamente él denominó “el equilibro del universo”. Lo que
acaba de nacer en esta tierra es mucho más que un nuevo Estado
soberano; es una gran nación orientada por el ideal de la “mayor
suma de felicidad posible”, de la “igualdad establecida y practi-
cada” y de “moral y luces” para todas y todos; la República sin
esclavizadas ni esclavizados, sin castas ni reyes. Y es también el
triunfo de la unidad nacional: a Carabobo fuimos todas y todos
hechos pueblo y cohesionados en una sola fuerza insurgente.
Fue, en definitiva, la consumación del proyecto del Libertador,
que se consolida como líder supremo y deja atrás la república
mantuana para abrirle paso a la construcción de una realidad
distinta. Por eso, cuando a 200 años de Carabobo celebramos
a Bolívar y nos celebramos como sus hijas e hijos, estamos afir-
mando una venezolanidad que nos reúne en el espíritu de uni-
dad nacional, identidad cultural y la unión de Nuestra América.
Mitos y tradiciones Este volumen nació de la vocación de Tulio Febres Corde-
ro por rescatar historias populares del pasado venezolano, nutriéndose del rigor
de las fuentes históricas, como una manera de insertarlas en la memoria funda-
cional del país. Así, en la sección “Mitos de los Andes” recupera la mitología de
los pueblos indígenas de la región, valorando su pasado ancestral soslayado por
cierta historiografía oficial. “Tradiciones y leyendas” recoge el origen de lugares
y personajes singulares que perviven en el imaginario colectivo merideño. Por
último, un grupo de escritos retoma y amplía la “pequeña historia” o ciertos
pasajes anecdóticos acerca del comercio durante la conquista, la fabricación de
jamón, las primeras epidemias en Venezuela y el paso de Bolívar por el estado
andino. El “Rapsoda de Mérida” —como bien lo llamó Mariano Picón Salas—
documentó con un estilo conversacional parte de la historia viva del país para
la posteridad, propiciando la comprensión de la gran Historia nacional a partir
de episodios y relatos menores.