JUNG, CARL. C. - Teoría Del Psicoanálisis (OCR) (Por Ganz1912)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 217

Título original:

VERSUCH EINER DARSTELLUNG DER


PSYCfíOANAT YTISCHIA Til LORIE

Traducción de
F. OLIVER BRACHFELD

Portada de
J. PALEI

Primera edición: Junio, 1983

© 1961, PLAZA & JANES, S. A.. Editores


Virgen de Guadalupe. 21-33
Esplugues de Llobregat (Barcelona)
■>
Printed in Spain — Impreso en España
ISBN: 8401-45015-2 — Depósito Legal: B. 21.832 - 1983

GRAFICAS GUADA. S. A. — Virgen de Guadalupe, 33


Esplugues de Llobregat (Barcelona)
g a n z l9 1 2

ÍNDICE

S-

Prólogo yi

Capítulo Primero. — De la teoría traumáti­


ca a lateoríadinámica . 21

Capítulo II .— La teoría de la libido. —


Las tres fases de lavida humana . 57

Capítulo III. — Sueños y neurosis . . . jjj

Capítulo IV. — Los principios de la tera­


pia psicoanalítica ■ . ■ 179

Capítulo V. — Análisis de una niña de once


a ñ o s .................................................................... 217
g a n z l9 1 2

Si intentáramos captar los tres grandes siste­


mas —Freud, Adler, Jung— en su íntima esencia
(y no en sus enseñanzas), si intentáramos exponer­
los al modo más breve, se podría decir:
«En la labor investigadora de Freud se percibe
por todas partes el cálido soplo de la metrópoli.
La dialéctica demasiado clara y hasta cegadora le
pertenece. Freud es un Fausto que no deja tran­
quilos a los demás, y que, a su vez, nunca está
tranquilo.
»En la escuela de Adler, encontramos por todas
partes la pequeña ciudad; cada cual puede mirar
por la ventana de su vecino y controlar celosamen­
te su standard de vida. El hacerse valer es lo más
importante. Se perciben olores de cocina domésti­
ca de la clase media por todas las calles.
»Con Jung, sin embargo, no estamos ya en la
metrópoli ni en la pequeña ciudad; nos encontra­
mos en la atmósfera libre y fresca de los Alpes.
El turista contrata un guía para algunas horas,

7
pero en lo demás sólo puede confiar en si mismo Jung publica la Teoría del Psicoanálisis, en su
y en sus propias fuerzas. Junto a él, hay rocas y primera edición alemana, en 1913, bajo el título
tierra, y encima brilla el límpido cielo y el sol que Versuch einer Darstellung der psychoanalytischen
nos proporciona energías.» Theorie. La aparición de este estudio marca tina
Es de esta manera, poco más o menos, que un profunda crisis tanto para la persona del propio
médico y escritor, fervoroso admirador de Jung, Jung, como para el movimiento psicoanalítico. Al
caracterizó cierto día los tres sistemas principales escribirlo, Jung no discrepaba aún por completo
del moderno psicoanálisis. Al recorrer las pági­ (com o ocurrió más tarde, aunque en el fondo haya
nas de este libro, el lector respirará sin duda esta muchas semejanzas entre los dos) del pensamiento
* refrescante atmósfera de los Alpes suizos, de los de su maestro Sigrnund Freud. Habíase producido
que es oriundo el ya desde hace mucho tiempo ya la otra gran heterodoxia en el seno de la escue­
famoso Carlos Gustavo Jung, autor del presente la freudiana, cisma aún más fecundo y más impor­
libro. En una marcha ascendente, que el lector no tante de lo que debía de ser luego el de Jung: Al­
experimentará ni un momento como algo penoso, fredo Adler. Jung asumió todavía la presidencia
nos abandonaremos a la segura guía de C. G. Jung, del cuarto Congreso de Psicoanálisis, celebrado en
quien orientara nuestros pasos con singular maes­ Munich, pero esta participación fue la última; las
tría por los laberintos ideológicos del psicoanáli­ divergencias entre su modo de ver y el de la escue­
it-rtirao-a.

sis, teniendo en las manos la brújula del buen la «oficial» llegaron a abrir una sima entre Freud
sentido humano y el azadón de la crítica. Llega­ v Jung, a pesar de las valiosas aportaciones de este
í
Jfr

remos así, poco a poco, a una alta planicie desde último a la obra de su maestro. Sin embargo,
la cual tendremos una visión más elevada de las Jung no ha llegado nunca a alcanzar la indepen­
teorías del psicoanálisis. dencia de espíritu de Adler, ni a sacudir por com­
T eoría del Psicoanálisis no es ninguna exposi­ pleto el yugo del potentísimo pensamiento freu-
ción sistemática del estado actual del psicoanáli­ diano. En medio de las fundamentales discrepan­
sis, dividido hoy en tantas ramas y escuelas que cias que separaban a los dos grandes psiquiatras
mutuamente se combaten; contiene todos los gér­ vieneses, Jung creyó encontrar la misión peculiar
menes de las teorías que el propio C. G. Jung pro­ del psicoanálisis suizo: la de mediar entre lo que
fesa en la actualidad. Exposición sencilla, fácil­ le parecían dos exageraciones sectarias, y que él
mente asequible hasta para quienes no posean una m ism o intentó explicar luego en su Tipología psi­
preparación especial para esta clase de problemas; cológica (que tanto contribuyó a hacerle famoso),
precisión de una actitud que hubo de marcar épo­ mediante unas diferencias existentes entre las
ca en la historia del movimiento psicoanalítico, y «ecuaciones personales» de Freud y de Adler.
vibrante polémica contra los detractores del psi­ Adler y Freud se contraponen en irreconciliable
coanálisis que, de mal talante, achacaron toda cla­ antagonismo, ¿No serían ambos igualmente exage­
se de defectos a la teoría psicoanalitica: he aquí rados, igualmente unilaterales, habiendo reconoci­
lo que es la presente obra. do cada uno de los dos sólo una parte de la ver-

9
dad? Y si así fuera, ¿no se podrían explicar sus
discrepancias por su manera de ser y su tempera­
mento: introvertido el uno, extravertido el otro?
Estos dos términos constituían un hallazgo y son
apalabras aladas»; pero, ¿explican verdaderamente
las diferencias que separan a A dler de Freud?
Jung se propuso salvar esta sima, para elevarse
luego, por encima de ambos, hacia una mayor ple­
nitud, hacia una verdad más amplia que la de sus
dos eminentes colegas. La Historia dirá si ha lo­
grado o no su propósito, pero no dudamos de que
haya quienes acusen al psiquiatra suizo de un
eclecticismo harto fácil que representa un sacrifi­
cio menor que el adscribirse en cuerpo y alma a
una de las dos teorías —por e je m p lo - radical­
mente antagónicas: sabido es que, huyendo de fá­
ciles eclecticismos, somos discípulos, colaborado­
res de Alfredo Adler. Para medir la temperatura,
disponemos de tres clases de termómetros, fabri­
cados según Réamur, Celsius y Fahrenheit. Los
tres nos sirven m uy bien para medir la temperatu­
ra, aunque con unas escalas diferentes; lo im por­
tante es medir, y saber luego lo que hayamos me­
dido, o sea lo que los grados del term óm etro sig­
nifican en uno y otro de los sistemas. Lo m ism o
ocurre cuando se trata de explicar la psique del
hombre: se puede proceder a nuestro examen se­
gún los tres sistemas diferentes, pero no se debe
olvidar nunca desde qué punto de vista heñios
procedido. Así se evitarán confusiones.
Jung no es causalista como Fred, ni teologico-
fm alista como Adler; para él, la vida anímica es
«causal y final al m ism o tiem po». Como se verá
por las páginas que siguen, para Jung la causa de
la neurosis no radica en los traumatismos; existen
personas que, a pesar de traumatismos, no han

10
llegado nunca a ser neuróticas, mientras que, en
otras, algún traumatismo meramente imaginado
condujo a la producción de dolencias. Si bien para
Freud la represión es algo rígido que se puede «di­
solver-m ediante la técnica del psicoanálisis a n a -
lizar, ¿no quiere decir «disolver»?—, si bien, según
Adler, la neurosis desaparecería si no existiera en
el paciente una fa lta de ánimo y valor, Jung reco­
noce tanto la existencia de los «com plejos» como,
por otro lado, la importancia fundam ental del
«conflicto actual», del que nos hablará en las pá­
ginas del presente libro (y en cuya importancia
tanto insistiera la escuela adleriana). De esta ma­
nera, Jung reconoce la determinación psicológica

bastante menos que su consecuente continuador


Alfredo Adler.
La neurosis es, para Jung, la opresión de uno
de los dos polos de nuestra personalidad en favor
del otro. La idea de la compensación (que ya en
las teorías de Freud tiene cierta importancia, pero
que sólo en las de A dler fu e plenamente recono­
cida, en el concepto de la supercompensación) apa­
rece también en Jung como el carácter primordial
de todo acontecer anímico. La vida es un juego de
compensaciones, un eterno vaivén, entre placer y
dolor, conciencia e inconsciencia, crecimiento y
disminución, extraversión e introversión, progre­
sión y regresión, vida y muerte.
Continuador importantísimo de las teorías
energéticas del alma, la libido es para Jung la por­
tadora de la energía anímica, un concepto análogo
al de la energía en la Física. Con esto, claro está,
la libido queda desexualizada y su concepto se
amplia considerablemente, transformándose con
ellO también la noción de la sexualidad, que se

11
subdivide en varias fases, según las fases de la siempre, fueron la expresión de los dominantes del
humana a que corresponde. La idea jungiana de inconsciente». Existe un patrimonio común de la
la escisión de la libido es considerada por muchos Humanidad: el patrimonio anímico heredado, y
como m uy fecunda; otros verán en su desexua- las adquisiciones de los antepasados perduran no
lización, sin duda, una «resistencia» debida al sólo corporal, sino también anímicamente, en los
fondo metafísico y religioso que el aparente prag­ descendientes. ,Ay de quienes no saben dominar
matismo trata en vano de ocultar en la obra que estas ancestrales herencias anímicas! A veces, es­
presentamos. tas últimas cobran existencia autónoma, como ver­
Pragmatismo tan sólo aparente, acabamos de daderas rpersonalidades parciales., causando gra­
decir. En efecto, nadie más que Jung está preocu­ ves conflictos anímicos en el individuo que las
pado por problemas metafísicos y religzosos, y no lleva. En los sueños del hombre normal, en las
sólo en nuestra civilización occidental, sino tam­ fantasías del niño, en la mente escindida del es­
bién en los primitivos y en los antiguos orientales. quizofrénico, todos arepasamos lecciones que re­
Es espiritualista: «nosotros, los modernos, tene­ pasaron antaño nuestros antepasados», como dijo
mos la necesidad de vivir de nuevo, en el espíritu, 'Lietzsche. La teoría de Jung cobra, pues, una im­
esto es, de convertirlo en protovivencía», nos dice portancia historicocultural, con su concepción de
en un estudio suyo. Éste es su credo. Salva la re­ los «arquetipos» del alma y del inconsciente co­
ligión para los psicoanalistas (como Rhaban Liertz i lectivo; importancia tal vez mayor que la de las
intentará salvar cierto día el psicoanálisis para la teorías freudianas; importancia a la cual nunca m
religión, fracasando en su intento), y es incapaz ha pretendido Adler. Al m ism o tiempo, consigue
de considerarla, siguiendo a Freud, como mera con ello una eíasticidad m uy grande que le permi-
ilusión. No está dispuesto a elevar la sexualidad 'e encuadrarse dentro de otras teorías. Si bien,
hace algunos años, en un concurso público de la
por encima de todo.
Pero hay todavía más. Prescindiremos, en este Universidad de Leipzig sobre xpsicologia profun­
da., se consignaban los nombres de los otros dos
lugar, de explicar sus conceptos - d e cariz un tan­
triunviros del psicoanálisis como exponentes de la
to e sco lá stico - de animus y de anima, y sólo de­
misma, sin que se mencionara a Jung, vernos hoy
dicaremos pocas palabras a su concepto de los ar­
lía aparecer su nombre en casi todos los libros
quetipos, o sea del inconsciente colectivo. Según
Jung, el alma no nace como una tabula rasa; hay icerca de problemas psicoanalíticos, con nuevos
brillos. Es verdad que, entre los tres, es Jung el
continuidad entre las generaciones humanas, y,
único «ario»; hace algunos años, los psiquiatras
«en cierto modo, somos parte de una gran alma
ie la Alemania hitleriana le elevaron, por tanto,
única, de un hombre único, inmenso, para hablar
como Swedenborg». Si bien el alma no posee re­ , 7 la presidencia de una asociación de psicoanalis-
^ *as «arios», y Jung fu e a presidir, en efecto, su
presentaciones heredadas, tiene por lo menos unas
posibilidades, debidas a la herencia; de producir ingreso. Verdaderamente, de los «arquetipos»
hasta su identificación con el concepto místico
de nuevo aquellas representaciones «que, desde

13
I de la «sangre» (ta idea de que, lo que somos, lo en manos de Freud, se transforma en las de Jung
somos en virtud de lo que fueron nuestros ante­ en un concepto netamente energético y desexuali-
pasados), no hay más que un paso. Esto tiende un zado, en estrecha analogía con el concepto de la
puente entre Jung, psicólogo conservador, v la conservación de la energía, de la Física.
teoría política del nacionalsocialismo. Estas lucubraciones le dan a Jung ocasión para
Porque Jung es, en últim o análisis, y a pesar precisar, en todos los puntos en que ello sea nece­
de su aparente ideología liberal, un psicólogo de la sario, su pensamiento frente a las de su maestro
reacción, y su «psicología analítica??es, respecto Freud, cuyas teorías enriqueció antaño con el «mé­
al «psicoanálisis» freudiano, lo m ism o que el fas­ todo de las libres asociaciones de ideas», el con­
cismo o el nacionalsocialismo respecto al socialis­ cepto de los Komplexworter, y hasta con los tér­
m o marxista con el que tienen, a pesar de todo, minos «complejo» o «imago», lo mismo que con
hondas correlaciones. Pero estos problemas se re­ el postulado, hoy vigente entre psicoanalistas, de
fieren ya a una fase m uy posterior de la evolu­ que todo médico psicoanalista debe someterse a
ción de nuestro psicólogo que poco tiene que ver un extenso análisis previo antes de iniciar su prác- *
con el autor de este libro, excepto el hecho de tica psicoanalüica en enfermos.
que en las siguientes páginas se halla en germen Para la justa y crítica comprensión de tan ca ­
todo su ulterior desarrollo. pital tema de nuestro tiempo, como es e2 Psico­
Es por este motivo que podemos afirmar que análisis, es imprescindible el conocimiento de esta
éste es uno de los mejores libros de Jung. El fa­ luminosa obra que representa un capitulo aparte
moso psicoanalista suizo expone en las páginas en la historia del movimiento analítico.
que siguen, con una terminología sencilla (pero no
por eso carente de metáforas y de otros recursos Dr .F . Oliver Brachfeld
de estilo), todo el desarrollo de sus propias ideas
psicoanalíticas, desde los primeros problemas del
histerismo que despertaron el interés de Freud y
de sus colaboradores, hasta su separación del
maestro vienés. Pasa revista a las teorías del trau­
matismo, de los «instintos parciales», de la libido
y de la neurosis, ilustradas todas con interesantí­
simos ejemplos, como son é2 análisis de la «seño­
ra histérica rusa», o de la «niña de once años». En
brillantes páginas, el autor nos explica su concep­
ción personal acerca de la libido, resunziendo en
form a breve y asequible los resultados de otra
monumental obra suya, mucho más extensa sobre
dicho tema. La libido, concepción pansexualista N on : Este comentario fue escrito y publicado en el año 19Í>1,
poco antes de que falleciera el autor de este libro.

14
PRÓLOGO

En la presente obra, me he esforzado en poner


de acuerdo mis experiencias prácticas con la teo­
ría psicoanalitica. He circunscrito en ella mi acti­
tud frente a los principios que mi venerado m aes­
tro Sigmund Freud tiene formulados tras largos
años de asiduo trabajo.
Sorprenderá tal vez que hasta hoy no haya ex­
plicado esta mi actitud aunque mi nom bre apare­
ce relacionado, desde hace ya tanto tiempo, con el
psicoanálisis; esto se debe al hecho de que no me
he creído ya en la posibilidad de form ular crítica
alguna, al darme cuenta, hace ahora diez años, de
hasta qué punto había rebasado Freud los límites
de los conocimientos adquiridos por la psicopato-
logía y, en general, dentro del sector de la psicolo­
gía, de los procesos complejos del alma.
No he querido enorgullecerme como tantos
otros que, confiados en su ignorancia y en su in­
capacidad, han creído tener el derecho de recha­
zarlo todo a guisa de critica; me dije que antes

17
2 — Teoría del Psicoanálisis
era preciso trabajar modestamente en silencio du­ bles. H e tomado por máxima la regla pragmática
rante varios años en este terreno. Desde luego no de William James:
han faltado las desagradables consecuencias de
críticas prem aturas y superficiales; los ataques de
una indignación ignorante no dieron en el blanco; You m usí bring out of each word its practi­
e! psicoanálisis continúa prosperando, indiferente ca! eashvalue, set it at work within the stream as
a la gazmoñería incientífica nacida en torno suyo. a programm for more work and more particulary
La planta crece y se propaga en dos mundos a la as an indication of the ways in which you can set.
vez: en Europa y en América. Una vez más, la We don 't fie back upon them, w e move forward,
crítica oficial participa del triste sino del procto- and, an occasion, make nature over again by their
fantasmista de la Noche de Walpurgis y puede aid.
decir con él:

os que extraer de cada palabra su valor


Ihr seid noch im m er da! nein dar ist unarhort! inm e di ato práctico, y utilizarla dentro de la co­
Verschwindet doch! Wir haber ja aufgeklárt! rsiente deT tu experiencia. Aparece entonces me­
nos como una_^q1ncióri-rp>fw^-üno un programa~cte~
más trabajoTy en particular como una indicación
¿Estáis todavía aquí? No, ¡esto es inaudito! de los métodos enj^iie -podemos progresar. No áe-
¡Desapareced! ¡Hemos esclarecido! peñdgIñ5s'^e~éllos; progresamos, y a veces asimi­
lamos de nuevo con su ayuda.)

Estos señores han olvidado que todo cuanto


existe tiene una razón suficiente para existir, hasta Mi crítica no la dicta un raciocinio académico,
el psicoanálisis. No caigamos en el error de nues­ sino la observación directa de los hechos en el sec­
tros adversarios, negándoles a ellos también este tor psicoanalítico durante diez años de serio tra­
mismo derecho. Pero comprendamos el deber que bajo. Sé que mi experiencia no es tan amplia
nos ha sido impuesto y que consiste en ejercer como la de Freud, pero me parece que algunas de
nosotros mismos una crítica basada en el conoci­ mis fórmulas reflejan con mayor exactitud que
miento de los hechos. Me parece que el psicoanáli­ las suyas la observación de los hechos. He podido
sis tiene necesidad de este equilibrio interno. darme cuenta de cuán Útiles me han sido estas
Se ha supuesto erróneamente que mi actitud concepciones y cuánto me han ayudado a dar a
representa una «escisión» en el movimiento psi- mis alumnos una idea justa del psicoanálisis.
coanalítico. Tales cismas no existen sino allí don­ No creo que una escisión deba ser la conse­
de se trata de creencias; ahora bien: en psicoaná­ cuencia inevitable de una crítica modesta y co­
lisis, se trata de una ciencia con fórmulas varia­ medida; confío, bien al contrario, en que la mía
ayudará al desarrollo del movimiento psicoanalíti-
co, y que, gracias a ella, cuantos hayan carecido
de experiencia práctica; cuantos, cohibidos por las
hipótesis teóricas, no hayan podido, hasta ahora
captar el verdadero carácter de nuestro método,
podrán comprender el real valor científico del psi­
coanálisis.

C. G. JUNG

Zurich, otoño de 1917.


Capítulo primero

DE LA TEORÍA TRAUMÁTICA A LA
TEORÍA DINÁMICA
t
La teoría del traum atismo . — No me parece
tarea muy fácil hablar en el momento actual de
psicoanálisis, no sólo porque topamos inmediata­
mente con los más complicados problemas de la
ciencia moderna, sino, ante todo, por tropezar con
numerosas dificultades, de las cuales parece impo­
sible dar una descripción clara. El lector no en­
contrará, pues, en este libro, una exposición doc­
trinal completa teórica y prácticamente elaborada.
A pesar de todo el trabajo realizado hasta la fe­
cha, el psicoanálisis aún no ha llegado a tanto.
Tampoco podemos brindar al lector la génesis ni
la evolución del sistema. La literatura sobre temas
psicoanalíticos esta bastante divulgada hoy; ¿para
qué repetir entonces lo que se ha dicho ya tantas
veces? Otra dificultad más se debe al hecho de
que existan actualm ente opiniones tan equivoca­
das sobre la naturaleza del psicoanálisis que a ve­
ces es imposible captar su verdadero carácter, y
uno tiene que preguntarse muy a menudo cómo
un hombre de alguna cultura científica ha podido

23
llegar a ideas tan fantásticas. Pasemos por alto probablemente bajo la influencia de la teoría del
estas lucubraciones, consagrando nuestro tiem­ nervous shock de Page. Charcot comprobó asimis­
po y nuestro esfuerzo a problemas que, por su mo, gracias al hipnotismo, que estuvo en aquel
momento en auge, que los síntomas histéricos po­
naturaleza, podrían verdaderamente dar lugar a
una mala inteligencia. dían provocarse y suprimirse mediante la suges­
tión. Creía estar en presencia de algo análogo a
En el decurso de los últimos decenios, la teo­
los casos de histerismo de2 accidente (Unfall-Hys-
ría psicoanalista ha evolucionado considerable­
mente, cosa que aún mucha gente parece ignorar. terie), que en aquel entonces se hacían cada vez
más frecuentes
Muchas personas, por ejemplo, que han leido la
obra inicial: Estudios sobre el histerismo, de Para Charcot, el shock del traumatismo sería
Breuer y Freud, persisten en la opinión de que, el factor del hipnotismo; la emoción producida
por él provocaría una parálisis total momentánea
según la teoría psicoanalítica, el histerismo y, en
de la voluntad, mientras podría producirse la re.
general, todas las neurosis, son oriundos de trau­
matismos de la primera infancia. Siguen, pues, presentación del trauma como una especie de
combatiendo esta teoría del trauma, sin sospechar autosugestión. Esta concepción ofreció la base a
toda una teoría psicogenética. Estudios etioló-
que ha quedado abandonada por el propio Freud
gicos (1) debían demostrar más tarde la existencia
ya hace más de quince años, quedando rempla­ de este mecanismo, o de otro mecanismo seme_
zada por otras concepciones. La aludida transfor­
mación del psicoanálisis tiene tanta importan­ jante, en los casos de histerismo no traumático.
cia para todo el desenvolvimiento técnico y teó­ Es esta laguna la que vinieron a llenar en la etio-
logia del histerismo los descubrimientos de
rico del psicoanálisis, que vale verdaderamente
Breuer y Freud, demostrando que los casos Qr_
la pena de someterla a un detenido examen. Se­
gún el citado libro de Breuer y Freud, el síntoma dinarios del histerismo (aquellos que no se con­
histérico no provendría de una fuente orgánica sideraban como consecuencia de algún traumatis­
desconocida, tal como se creyó antaño, sino que mo) englobaban no obstante, a su vez, este efe.
deberíase a determinados fenómenos anímicos de mentó revestido de la misma importancia etio-
lógica. Era naturalmente que Freud, discípulo
gran valor efectivo: lesiones anímicas o trauma­
personal de Charcot, viera en este descubrimien­
tismos. Todo observador concienzudo puede con­
firmar hoy día, por sus propias experiencias, que, to una confirmación de las ideas de su maestro.
La teoría, elaborada en su mayor parte por Freud,
en efecto, encontramos muy a menudo en los co­
basada en las experiencias que se habían reali­
mienzos del histerismo síntomas sobremanera mo­
lestos y dolorosos. zado hasta aquella fecha, está marcada por con­
siguiente por el sello de la etiología traumática,
Tal fenómeno no escapó por completo a la
atención de los médicos antiguos; sin embargo, hasta tal punto que, con justo derecho, se la pue­
de denominar teoría del ^raum atismo
fue Charcot, a mi entender, quien aprovechó por
primera vez esta observación teóricamente útil, (1 ) Etiología: explicación de las causas de una enfermedad.

25
La novedad de esta teoría — haciendo abstrac­
ción completa del análisis profundizado de los
síntomas— consistía en la disolución del concep­
to de autosugestión (en un principio factor diná­
mico de la teoría) y en. su sustitución por unas
representaciones detalladas de los efectos psicoló­
gicos y psicofísicos originados por el shock. El
shock o traum atism o produce una emoción de la
cual el individuo se libra; esta emoción queda en
condiciones normales descargada, ab-reaccionada
hacia fuera. En el caso del histerismo, el traum a­
tismo no se experimenta sino parcialmente; re­
sulta de ello una retención de la emoción (Affekt-
Einklemmung). La energía potencial de esta emo­
ción retenida, pero siempre dispuesta a actuar, en­
tretiene los síntomas de la enfermedad, pasando
(m ediante una conversión de energías) del sec­
tor anímico al sector físico. La terapia debía,
pues, tener por objetivo en este estudio de los co­
nocimientos psicoanalíticos, la liberación de esta
emoción retenida, esto es, el separar de los sín­
tomas las cantidades de energía emotiva conver­
tidas y reprim idas. Por esto se la ha llamado muy
justam ente teoría purificadora o catártica, sien­
do su objetivo el de ab-reaccionar las emociones
retenidas. El análisis veíase así más o menos es­
trecham ente vinculado a los síntomas; prim ero
se les analizó, o bien sirvieron de punto de par­
tida al trabajo analítico; procedimiento que está
en completa oposición con la técnica aplicada ac­
tualm ente por los psicoanalistas. El método ca­
tártico (como asimismo la teoría sobre cuya base
descansa) fu e aceptado por otros especialistas,
en la m edida en que se interesaron por él, y llegó
a obtener consagración oficial en varios libros de
texto de enseñanza psiquiátrica.

26
Si bien los descubrimientos de Breuer y Freud
son indudablemente justos (cosa que se puede
com probar en cualquier caso de histerism o, no
por eso deja de suscitar la teoría misma algunas
objeciones. El método de los psiquiatras demues­
tra con admirable claridad ias relaciones que
existen entre los síntomas actuales y los aconte­
cimientos traum áticos de antaño, así como las
consecuencias psicológicas aparentem ente forzo­
sas de la situación traum ática inicial. No pQr eso
. se deja de tener dudas sobre la im portancia etio-
lógica del llamado traum atism o. En prim er lugar,
a todo aquel que conozca el histerism o le pare­
cerá muy dudoso que se pueda reducir una neuro­
sis, con todos sus detalles, a ciertos aconteci­
mientos del pasado, o sea al motivo de la pre^H'
p ° siciów Actualmente está de moda considerar
los estudios mentales anormales que no sean de
proveniencia exógena como productos de una de-
generac10n hereditaria y no como oriundos de la
psique y je las circunstancias del medio ambien­
te- Esto es una exageración. Sabemos fijar muy
bien, por ejemplo, la línea mediana en la etiolo­
gía de la tuberculosis; existen, sin duda, casos de
tuberculosis en los cuales el germen de la en^er"
m e^ad se m ultiplica desde la prim era infancia,
en un terreno tan predispuesto por la herencia,
Que las condiciones mas favorables son incapaces
de salvar al enfermo de su sino. Sin embargo,
existen igualmente casos de infección m ortal con
una ausencia total de toda afección hereditaria y
de predisposición. Tales constataciones tienen su
valor en el sector de la neurosis cuando las cosas
no pueden pasar de ningún modo de otra m anera
que en otros sectores de la patología. Una teoría
constitucional extrema sería tan falsa como una

27
teoría unilateral del medio ambiente. Aunque la
teoría del traum atism o tenga un carácter muy
marcado de teoría constitucional que busca en el
paáado la conditio sine qua non de la neurosis,
no por eso el empirismo genial de Freud h a deja­
do de encontrar - e n sus estudios propios como
en los que fueron realizados por Breuer— hechos
más en consonancia con una teoría am biental;
pero estos hechos no han sido utilizados suficien­
temente desde el punto de vista teórico. Estas
observaciones fueron luego condensadas p o r ,
Freud en una sola idea, que debía conducirle más
tarde mucho más allá de la teoría del traum atis­
mo: el concepto de la represión (Verdrángung,
YQÍoulement).

La teoría de la represión. — Por represión


se entiende un mecanismo de transferencia de una
noción consciente a la esfera inconsciente (o es­
fera de la psique ignorada por la consciencia). El
concepto de la represión se basa en la observa­
ción hecha tan a menudo de que los neurópatas
son capaces de olvidar hasta tal punto los pensa­
mientos que
JlÉ- 'eran existido. Este
fenómeno es harto frecuente y es, sin duda, co­
nocidísimo por todos los médicos que ya se hayan
preocupados de penetrar en la psicología de sus
enfermos. Y a los trabajos realizados por Breuer
y Freud dem ostraron la necesidad de usar unos
procedimientos especiales para devolver a la con­
ciencia las vivencias traum áticas olvidadas. Que­
damos, sin duda, algo sorprendidos, ya que todo
el mundo está poco dispuesto a adm itir que cosas
importantes puedan olvidarse. Frecuentem ente
han surgido críticos que pretendían que los re­
cuerdos hipnóticos, no eran sino el resultado de
la sugestión, sin que respondieran a realidad al­
guna. Aunque tal duda esté hasta cierto punto
fundada, sería injusto aprovecharla para negar la
represión en principio, puesto que en muy num e­
rosos casos ha podido ser comprobada la autenti­
cidad de los recuerdos reprim idos y devueltos
luego a la superficie de la conciencia. Para contri­
buir por nuestra parte a las abundantes pruebas
que existen de este caso, podemos dem ostrar
experimentalmente la existencia de tales fenó­
menos mediante la expresión de las asociaciones
de ideas. Comprobamos que las asociaciones de
ideas que pertenecen a unos complejos fuertem en­
te afectivos, reaparecen mucho más difícilmente
en la superficie de la conciencia y quedan muy
a menudo olvidadas.
Como quiera que estas experiencias no han
sido nunca comprobadas, esta comprobación nues­
tra queda rechazada sin más ni más. Ahora bien:
recientemente, Wilhelm Peters, de la escuela de
Kraepelin, ha confirmado mis prim eras observa­
ciones y ha demostrado que los acontecimientos
que hayan acarreado un displacer (desdén, do­
lor), son sólo muy raras veces reproducidos con i
exactitud. I
El principio de la represión fundaméntase, I
pueyefl''t!CT>l!S miuíiiCSs aosoiutamente seguras, j
Sin embargo, es preciso ir más lejos aun y pre­
guntarse si la represión proviene de una decisión
consciente del individuo, o si se trata de una dis­
posición más bien pasiva, de la cual el individuo
no tenga conciencia. Freud aporta en sus trabajos
una serie de pruebas de que existe una tendencia
—por decirlo asi, consciente— de reprim ir todo

29
cuanto sea molesto. No hay psicoanalista que no
conozca numerosos casos en los cuales acabó por
convencerse de que una vez en el curso de su
enfermedad, los enfermos se dieron más o menos
cuenta de su voluntad de no pensar más en tal o
cual cosa desagradable. Una enferm a observó un
día, de m anera harto significativa: «je I'ai mis de
cóté», «dejé eso a un lados. Por otra parte, for­
zoso nos es reconocer que, muy a menudo, las in­
vestigaciones más refinadas son insuficientes para
probar ningún «apartamiento» y que el proceso
de la represión aparece mucho más como una de­
saparición pasiva o una atenuación de impresio­
nes. Los enfermos que pertenecen a la prim era ca­
tegoría, dan la impresión de ser personas m ental­
mente bien desarrolladas, pero cargadas de cier­
ta cobardía frente a sus propios sentimientos.
En cambio, aquellos que pertenecen al segundo
grupo parecen haber sido perjudicados en su de­
senvolvimiento y, en ellos, el proceso de la repre­
sión puede com pararse a un mecanismo autom á­
tico. E sta diferencia está en muy estrecha rela­
ción con la cuestión (ya esbozada más arriba) de
la teoría am biental o de la constitucional. Los
casos de la prim era categoría parecen haber sido
influidos ante todo por los que les rodearon y
por la educación; m ientras que en el segundo
caso, la constitución parece desempeñar un papel
predominante. No es necesario observar qué cate­
goría de enfermos tienen más probabilidades de
curación.
El concepto de represión contiene, pues, un
elemento que contradice la teoría del traum a. En
el análisis de Miss Lucy R., descrito por Freud,
se evidencia la inutilidad de buscar el factor etio-
lógico im portante en la escena traum ática; lo en-
contramos, sin embargo, en la insuficiente prepa­
ración del individuo para hacer frente a la exis­
tencia. Si tenemos en cuenta que más tarde, en
sus E scritos de contribución a la teoría de la neu­
rosis, el mismo Freud, fortalecido por su expe­
riencia, se ve obligado a considerar como fuente
de la neurosis determinados acontecimientos im­
portantes acaecidos en la prim era infancia, ten­
dremos la impresión de una mala inteligencia en­
tre la idea de la represión y la del traum atism o:
la prim era contiene los gérmenes de una teoría
ambiental, m ientras que la segunda es una teoría
constitucional.

Teoría de la neurosis . — En un principio, la


teoría de la neurosis se desenvolvió enteram ente
en el sentido de la concepción traum ática. Si se­
guimos el camino de Freud en sus trabajos pos­
teriores, le vemos llegar a la conclusión de que
no se puede atrib u ir sino una actividad aparente
a los acontecimientos traum áticos más tardíos,
puesto que su eficacia no se concibe sino en vir­
tud de una predisposición especial. Es evidente
que fue en este momento preciso cuando encon­
tró la solución al enigma.
El trabajo analítico llevó al médico a la infan­
cia, cuando se descubrieron las raíces de los sín­
tomas histéricos. Para esto, se ha rem ontado la
cadena de los síntomas histéricos, eslabón por es­
labón, hasta llegar a reminiscencias infantiles. El
comienzo de la cadena amenazó con perderse por
completo en la niebla de la m isma infancia. Ahora
bien: una vez se llegó tan lejos, viéronse surgir
inm ediatam ente unos recuerdos de escenas se­
xuales, activas o pasivas, en determ inada relación

31
con aquellos acontecimientos posteriores que por daderamente traumáticas. Además, el mismo
fin desembocaron en la neurosis. De todas estas Freud tuvo que abandonar, a consecuencia de nu­
observaciones surgió la teoría del traum atism o se­ merosas experiencias, la hipótesis de la irealidad
xual de la infancia. absoluta del traum atism o sexual, comprobando
Dicha teoría tropezó con una resistencia tenaz, que estas escenas de carácter sexual eran, en par­
no a raíz de unas razones de orden teórico que te, irreales. Esto parece dar razón, a prim era vis­
podrían contradecir al principio mismo del trau­ ta, a aquellos críticos que pretendían que los re­
m atism o, sino por causa del elemento sexual. La sultados de las investigaciones analíticas debían­
gente se indignó al pensar que los niños podían se a la sugestión.
tener sexualidad y que podían cstai "TiréíSuoados Pero tendríam os que dudar de la buena fe de
"por tem as ss ^ fflé s. Además. la reducción del quienes aporten tales afirmaciones. Quien haya
histerism o-a una causa netam ente sexual, no en­ leído los primeros escritos de Freud y haya inten­
contró aceptación favorable, puesto que precisa­ tado penetrar con él en la psicología de sus enfer­
mente se acababa de abandonar la idea de que mos, sabe perfectam ente cuán injusto sería atri­
esta enferm edad pudiera provenir de un reflejo buir a un espíritu tan fino como el suyo tan bur­
interno o de una sexualidad insatisfecha. Es natu­ dos errores. Acusaciones de este talante recaen, en
ral que se negara la realidad de las observaciones últimos análisis, sobre quien las haya formulado.
de Freud. Sin embargo, si los contradictores se Desde entonces, se ha examinado con toda clase
hubieran contentado con ello, si la oposición no de necesarias precauciones una larga serie de en­
se hubiera fomentado artificialmente so pretexto fermos para excluir toda posibilidad de sugestión,
de la indignación moral, hubiera sido posible una y las relaciones descritas por Freud no han deja­
discusión sin enfado y desapasionada. Pero desde do de quedar corroboradas. Nos vemos, pues,
el momento en que se rozó el sector sexual, la teo­ obligados a adm itir que gran nümeiV3uJd¿~iales
ría tropezó con una resistencia general, y toda la
escuela freudiana no inspiró en Alemania sino meramente im aginario, que n a son sino
desconfianza: meras fantasías, m ientras q u e a otros traumatis-
Para e l hombre de ciencia verdaderam ente se­ ~mós les correspondería realidad o b je tiv j^ ^
rio, se trata tan sólo de saber si las observaciones , Esta comprobación, en el prim er m omento un
de Freud son aceptables y justas o no. Es posible tanto desconcertante, quita todo valor etiológico
que a veces las encontremos poco probables; no al traum atism o sexual de la edad juvenil; poco
obstante, no debemos considerarlas a p riori como im porta si ha existido o no. La experiencia de­
falsas. Todas las veces que la comprobación de m uestra que las fantasías pueden tener una ac­
sus resultados se ha intentado seriamente, las re­ ción casi tan traum ática como los mismos trau ­
laciones psicológicas 'han quedado absolutamente m atism o -sex u ales. Sin embargo, todo especia­
confirmadas; no así la prim era suposición de lista del histerism o puede recordar casos en los
Freud, de que se trataba siempre de escenas ver­ cuales la neurosis fue verdaderam ente provocada

32
3 — Teoría del Psicoanálisis
por unas impresiones violentas con efectos trau ­ Ahora bien: dicha señora, que solía residir en
máticos. Nos encontraríam os aquí ante una con­ San Petersburgo, había resistido (aunque a pesar
tradicción a causa de la improbabilidad del trau­ suya) a la sangrienta represión de los sublevados
matismo que hemos comprobado más arriba; sin en la famosa jornada del 22 de enero, encontrán­
embargo, esta contradicción no es sino aparente. dose por casualidad en la calle cuando las tropas
Muchísimas personas han padecido traum atism os «la limpiaron» con sus descargas. A ambos lados
en su infancia o en la edad m adura, sin que se caían a1 suelo personas m uertas o heridas; sin em­
hayan vuelto neuróticos. El traum atism o no tiene, bargo, ella conservó su entereza y presencia de
pues, una importancia etiológica incontestable; espíritu. Descubrió un pasaje a través del cual
puede producirse y desaparecer luego sin dejar pudo salvarse pasando a otra calle. Aparentemen­
huellas duraderas. Es preciso, pues, que el indi­ te, la escena espantosa no la había impresionado;
viduo se encuentre en una disposición interior se encontraba perfectamente bien, hasta en m ejor
completamente especial para que ésta pueda ejer­ disposición que de costumbre.
cer una acción. No se trata de una disposición Son muy frecuentes los casos de esta índole.
hereditaria completamente oscura, sino de un de­ Se suele concluir de ellos, forzosamente, que la in­
senvolvimiento psicológico que tocaría a su apo­ tensidad del traum atism o tan sólo tiene una débil
geo y manifestaríase en el m om ento traumático. influencia patógena (causante de enfermedades) y
He aquí un ejemplo concreto que nos hará que los factores esenciales dependen de circuns­
com prender el carácter del traum atism o, así como tancias peculiares. Poseemos ahora un indicio que
su preparación psicológica: podría ayudarnos a descubrir lo que es la predis­
I Una señora joven fue atacada de un grave trau ­ posición. Preguntémonos, ante todo, cuáles son
matismo a consecuencia de un gran susto. Des­ las circunstancias peculiares de la escena del.co-
pués de pasar la noche en casa de unos amigos, che. La señora se asustó cuando oyó el galope de
volvía a su casa a eso de la medianoche, en com­ los caballos; durante un instante tuvo la intui­
pañía de varios de ellos. Súbitam ente, detrás de ción de una espantosa Fatalidad, en virtud de la
ella apareció un coche, cuyos caballos corrían al cual este galope significaría su m uerte o alguna
galope. Las demás personas se pusieron de lado, otra cosa no menos horrenda, hasta tal punto que
pero ella, espantadísima, se quedó en medio de la perdió completamente la razón. No cabe duda que
calle y se puso a correr ante los caballos. El co­ los caballos desempeñaban en la escena un papef
chero hizo sonar su látigo; gritó, juró, pero todo importantísimo; no puede ser de otro modo sino
fue en vano. Ella seguía corriendo por en medio que representen para la enferm a algo peculiar
de la calle, que la condujo a un puente. Allí, ha­ para que tan nimio acontecimiento pueda produ­
biendo perdido sus fuerzas, estaba a punto de
cir en ella tales efectos. Podría suponerse, por
arrojarse al río para esquivar el peligro de los ejemplo, que ya alguna vez en su vida había co­
caballos. Por suerte, los transeúntes lograron im­ rrido peligro a causa de unos caballos. Efectiva­
pedir que realizara su propósito.
mente fue así: a la edad de siete años, cuando la
I llevaban de paseo en coche, con su cochero, los un peligro m ortal en la infancia, parece no haber
caballos se desbocaron, lanzándose hacia un río dejado huella alguna, puesto que el peligro real,
que corría por un lecho muy profundo. El coche­ en el cual se encontraba en San Petersburgo, no
ro saltó del coche, gritando hiciese otro tanto. En le ocasionó ningún síntoma nervioso. No hemos
su terror, la pequeña apenas se pudo decidir a podido, pues, explicar nada de la escena descrita;
ello; sin embargo, saltó en el últim o momento, la teoría del traum atism o no arro ja ninguna luz
antes de que los caballos se hubieran precipitado, sobre ninguno de los puntos.
arrastrando tras sí al coche, en las honduras del Si he insistido en esta teoria es porque m u­
río, donde los animales perecieron ahogados. chas personas, ya iniciadas en el psicoanálisis,
Que semejante acontecimiento pudiera dejar se han aferrado a este punto de vista, al igual
tan profunda impresión, no tiene nada de sor­ que m uchos de nuestros adversarios que no leen
prendente; sin embargo, no se explica cómo y nuestros trabajos o los leen tan sólo superficial­
por qué precisam ente una alusión tan nim ia ha mente, persistiendo en su creencia de que nues­
podido provocar, tanto tiempo después, reacción tro m étodo fundaméntase .aún en ella.
tan absurda. Sabemos que el síntoma tardío tuvo Busquemos ahora aclarar en qué consiste tal
su preludio en la infancia; pero todo cuanto pueda predisposición, gracias a la cual una impresión
contener de patológico queda completamente inex­ insignificante puede producir efectos patológicos.
plicado. Es éste u n problema de orden capital que, según
E sta anamnesis (de la cual aún leeremos la lo verem os aún, desempeña un papel im portante
continuación) nos dem uestra claram ente la des­ en el estudio de la neurosis. Se tra ta -d e saber
proporción que existe entre el llamado traum a­ cómo los acontecimientos del pasado, relativamen­
tismo y la parte que corresponde a la fantasía. te desprovistos de Im portancia, pueden tener J a
Esta últim a debía predom inar considerablemente
en este caso para que se llegara a dar tanta im­ pertnrhar las rearr.Tñnes de nuestra, v ida actual.
portancia a un acontecimiento tan anodino. Uno
se siente impulsado a la busca de la explicación,
sobre todo, en el traum atism o infantil; pero, se­ E l elemento sexual en el traumatismo. — En
gún parece, completamente sin éxito. No compren­ prim era fase, la escuela psicoanalítica y todos
demos por qué han podido quedar latentes las los partidarios que se atrajo luego, esforzáronse
consecuencias durante tanto tiem po y por qué en descubrir el carácter especial de la vivencia la
aparecieron precisamente de modo tan repentino causa de sus efectos tardíos. Fue Freud quien pro­
en aquella ocasión, y no cada vez que la enferma fundizó m ás el estudio de la cuestión, siendo el
haya tenido que evitar un coche de caballos que primero y el único que se diera cuenta de que al
se aproximaba, cosa que seguramente le debía acontecimiento traum ático se mezclaba un ele­
ocurrir con gran frecuencia y en Ias mismas cir­ m ento sexual, y que el mismo traum atism o debía­
cunstancias anteriores. El hecho de haber corrido se e n gran parte precisamente a este elemento

36 37
(que debe ser considerado por regla general como de la infancia. Esta hipótesis podría fomularse
inconsciente). El carácter inconsciente de la sexua­ de la siguiente m anera: la vivencia patógena es
lidad durante la infancia parecería explicarnos una vivencia sexüal.
bajo determinados aspectos el problem a de la te­ E sta teoría tropezó con la opinión general­
nacidad de la constelación mediante la protoviven- mente adm itida de que los niños no poseen aún
cia (o «vivencia primordial, inicial»: JJr-Erlebnis), ninguna sexualidad, de lo cual se deriva la impo­
como quiera que el verdadero significado emotivo sibilidad de una tal etiología; Modificar la teoría
de la vivencia queda oculto al individuo, conscien­ y decir que el traum atism o no es, en regla gene­
temente no se produce ninguna debilitación de ral, una realidad, sino un producto de Ia imagina­
esa emoción. E sta persistencia de la constelación ción, no adelantaría mucho las cosas y no haría
podría explicarse de la m isma m anera que la sug- la explicación más fácil. Al contrario, esta modi­
gestion á échéance (sugestión «a plazo»), que es a ficación nos obligaría a considerar en el aconte­
su vez inconsciente?y que no dem uestra sus efec­ cimiento patógeno una manifestación sexual po­
tos sino en un m om ento determinado. Es inútil sitiva de la imaginación infantil; no se trataría
explicar por detallados ejemplos, por qué el verda­ ya entonces de una impresión brutal y casual,
dero carácter de las m anifestaciones sexuales e in­ impuesta desde fuera, sino de una manifestación
fantiles no es comprendido. El médico sabe que, creada por el propio niño, manifestación que a
ít hasta una edad avanzada, m uchas m ujeres no se menudo posee una innegable claridad. Hasta las
dan cuenta de que practican en realidad una ver­ escenas traum áticas, producidas en la realidad
»
con un positivo carácter sexual, no se han produ­
I dadera masturbación. Podemos sacar de ello la
conclusión de que un niño está mucho menos cido siempre con independencia del propio niño:
consciente del significado de determinados actos, muy a menudo parecen haber sido preparadas y
lo que explica por qué el significado verdadero de provocadas por él. Estas pruebas, tal como otras
ciertas vivencias queda ignorado siempre. Dase el experiencias, hacen aparecer como muy probable
caso de que queden olvidados ora porque su sig­ que los traum atism os reales puedan a su vez es­
nificado sexual queda completamente ignorado, tar provocados y atraídos por la actitud psicológi­
ora porque sería demasiado penoso aceptar su ca­ ca del propio niño. La medicina legal conoce, en
rácter sexual. En estos casos, todo el aconteci­ completa independencia de nosotros, unos para­
miento queda reprimido. lelismos sorprendentes con esta observación psi-
coanalítica.

Teoría del traumatismo sexual de la infan­


cia. — La observación de Freud de que la presen­ La sexualidad infantil. — Podría parecer que
cia de algún elemento sexual sea indispensable la fuente de la neurosis se encontrase en la pre­
para que el traum atism o tenga una acción patoló­ m atura manifestación de la fantasía infantil que
gica, le llevó a la teoría del traum atism o sexual tuviera consecuencias traum áticas. Tendríamos

38 39
* que reconocerle al niño, en tal caso, una sexuali­

I
servación y del trabajo investigador. A consecuen­
dad mucho más formada de lo que se ha admiti­ cia de este escándalo moral completamente inmo­
do hasta ahora. Se conocía, es verdad, desde mu­ tivado, la oposición dirigida contra el psicoanáli­
cho tiempo, casos de sexualidad precoz; por ejem­ sis nos
i
presenta — excepto unas cuantas
i
excepcio-
t.
plo, en una niña de dos años que tenía ya sus re­ nes dignas— un cuadro algo cómico de un retraso
glas, o en dos niños, de ocho y cinco años, que que merece compasión. A pesar de que de la es­
tenían eyeculaciones perfectas; pero todos estos cuela psicoanalítica no pueda aprender nada de la
casos constituían una excepción. crítica que le hace su oposición, por no aportar
Sorprendió, pues, extraordinariamente cuando dicha crítica ninguna advertencia útil a la inves­
Freud, basándose en estudios extremadamente tigación psicoanalítica (a causa de su desvío hacia
minuciosos, púsose a asignar al niño una sexuali­ las observaciones auténticas), nuestra escuela tie­
dad, y una sexualidad no solamente regular, sino ne, no obstante, el deber de entrar en discusión
hasta perversa y polimorfa. Todo el mundo pare­ fundam ental con las contradicciones existentes
ció muy rápidamente dispuesto a pretender que en la m anera de ver acostum brada y tradicional.
todo aquello no era sino sugestión en los enfer­ Nuestro objetivo no estriba en estructurar una
mos por el psicoanalítico y que, por consiguiente, teoría paradójica y que esté en contradicción con
la sexualidad infantil no era si no un producto toda opinión hasta ahora existente, sino en pro­
« artificial harto discutible. porcionar a la ciencia una determ inada categoria
ft de observaciones nuevas. Consideramos, pues,
como uno de nuestros deberes hacer todo lo que

i
Los «T res estudios sobre la teoría sexual» .—
Los «Tres estudios» de Freud despertaron por eso
nos sea dable para llegar a un acuerdo. Tenemos
que renunciar, desde luego, a intentar lograrlo
no sólo violenta oposición, sino hasta verdadero con todas aquellas personas que sostienen ciega­
escándalo. Será, sin duda, superfluo llam ar la mente todo lo contrario. Esto no sería sino traba­
atención sobre el hecho de que no se hace ciencia jo perdido. Podemos esperar, sin embargo, estar
escandalizándose, y de que si bien convienen al en condiciones de llegar a hacer las paces con la
m oralista argumentos de escándalo m oral - y a ciencia «oficial». Es a este afán al que obedece
que esto pertenece a su ocio—, no es éste el caso mi intento de exponer aquí el desenvolvimiento
del hom bre de ciencia cuya línea directriz debe ideológico ulterior de las teorías psicoanalíticas,
ser la verdad y no el sentimiento moral. Si los hasta que se haya llegado a la teoría sexual de las
hechos corresponden de veras a lo que Freud pre­ neurosis.
tende, entonces es completamente ridículo escan­
dalizarse; si, en cambio, no son tal como él cree,
i
entonces no nos sirve tampoco de nada el escan­ Tal como hemos dicho antes, la observación
dalizarnos. La decisión sobre la verdad se encuen­ - e precoces fantasías sexuales obligó a Freud a
tra única y exclusivamente en el campo de la ob- suponer la existencia de una sexualidad muy rica-

40 41
mente desarrollada. Sabido es que la realidad de gica, y publicamos sin miedo alguno los resulta­
esta observación fue categóricamente hostilizada dos que hemos obtenido, poniéndolos al alcance
por muchos; esto es, que muchos creen que aquí de la crítica pública. Quien no esté conforme con
se trata tan sólo de un burdo erro r y de una tos­ estos resultados nuestros, no tiene que hacer sino
ca ceguera de Freud -y con él de toda su escue­ decidirse a publicar algún que otro día sus pro­
la, tanto en Europa como en América— que le pios análisis de casos de la m isma dolencia. No
llevó a descubrir cosas que en realidad no existen. se ha hecho tal cosa, que yo sepa, hasta la fecha,
Generalmente se nos imagina como personas vícti­ y por lo menos en la literatura europea sobre el
mas de una epidemia mental. Tengo que confesar asunto, ni una sola vez y en ninguna parte. En
que no poseo medios para defenderme contra esa tales circunstancias, la critica no tiene ningún de­
clase de «críticas». Es preciso observar, además, recho a negar a priori nuestras comprobaciones.
que la llamada Ciencia no tiene ningún derecho Nuestros adversarios no tienen menos casos
a afirm ar de antem ano que determinados hechos de histerism o para tra ta r que nosotros, y sus ca­
no existen; sólo se puede decir, a lo sumo, que sos no son menos psicógenos que los nuestros;
nos parecen harto inverosímiles y requieren aún ¿qué impide, pues la dem ostración en todos ellos
m ás comprobaciones o un estudio m ás profundi­ de los factores determinantes psicógenos? El mé­
zado. Tampoco somos susceptibles a la objeción todo mismo poco importa. Nuestros adversarios
de que con el método psicoanalítico no se puede se contentan con com batir y deform ar nuestra la­
descubrir nada digno de confianza, puesto que el bor investigadora, sin que sepan hacerla m ejor
mismo método es absurdo también. Se ha nega­ que nosotros. Éste es un procedimiento completa­
do toda confianza ai telescopio de Galileo, y Co­ mente gratuito que no merece la admiración de
lón descubrió América con una hipótesis equivo­ nadie.
cada. Concedido que nuestro método puede com— Muchos de nuestros críticos son más cautos y
portar muchas deficiencias; pero esto no impide justos, y conceden que verdaderam ente hemos rea­
aún que lo apliquemos. Antaño se lograron deter­ lizado observaciones reales, y que, con gran pro­
minaciones muy exactas de tiem po o de lugar m e­ babilidad, existen aquellas correlaciones que el
diante una observación astronóm ica completamen­ psicoanálisis cree haber descubierto; sin embargo,
te insuficiente. Las objeciones contra el método suponen que darnos una interpretación falsa de
deben considerarse como m eras excusas, hasta las mismas. Las pretendidas fantasías sexuales de
el día en que la oposición se decida a pisar por los niños, que ante todo se ponen aquí en cues­
fin el terreno concreto de los hechos; es allí don­ tión, no pueden, según dichos críticos, ser inter­
de debe obtenerse la decisión, y no en vanos com­ pretadas en un sentido sexual, puesto que «sexua­
bates. lidad» sería, sin duda alguna, algo que tom aría su
Nuestros adversarios llaman tam bién al histe­ carácter peculiar tan sólo al acercarse a la pu­
rismo una enferm edad psicógena. Nosotros cree­ bertad.
mos haber establecido la determinación psicoló- Tales objeciones, cuyo tono digno y compren-

42 43
1 sivo nos produce una impresión de confianza, me­ antigua, pero muy práctica, distribución de m ate­
recen ser tomadas en serio. Ellas han sido la rias, abogaríamos por una identificación de la
fuente de larguísimas meditaciones para todo sexualidad con el llamado impulso de la conser­
psicoanalista que pensara un poco, aun sin nece­ vación de la*especie, que se suele contraponer, en
sidad de esperar la crítica de fUera. un determinado sentido, al impulso de la autocon-
servación. Una vez aceptado este concepto de la
sexualidad, ya nos sorprenderá muchísimo menos
E l concepto de la sexualidad. — La dificultad que las raíces de la autoconservación, función tan
radica ante todo en el concepto de la sexualidad. extraordinariamente im portante para la naturale­
Concibiendo la sexualidad como una función de­ za, alcancen mayores profundidades que las que
sarrollada, nos es forzoso lim itar este fenómeno nos perm itiría suponer un concepto más limitado
en general al período de la madurez, sin que es­ de la sexualidad. Tan sólo el gato adulto más o
temos autorizados a hablar de una sexualidad in­ menos grande coge ratones, pero el gatito más jo ­
fantil. Sin embargo, con una tal limitación del ven ya juega a cogerlos. En perros jóvenes, los
concepto, nos vemos ante un apuro aún mayor, intentos juguetones y sólo superficialmente m ati­
esto es, ante el problema de cómo podríamos de­ zados de cohabitación, se inician asimismo ya mu­
nom inar todos aquellos fenómenos que rodean la cho tiempo antes de la madurez sexual. Podemos
función sexual tomada sensu strictiori, como son: suponer con justo derecho que tampoco el hom ­
: embarazo, nacimiento, selección sexual, defensa bre representa una excepción a esta regla. Aun
de la prole, etc. A mí me parece que todo esto cuando en nuestros hijos bien educados no en­
pertenece aún al concepto de la sexualidad, aun­ contremos fenómenos parecidos en la superficie
que uno de nuestros más eminentes colegas opine manifiesta, la observación de los niños en pueblos
que el acto de dar a luz no tiene ningún carácter menos civilizados nos enseña que tampoco los
sexual. Ahora bien: si todos esos fenómenos for­ hijos del hombre constituyen una excepción a esta
man parte del sector de la sexualidad, entonces regla biológica. En efecto, es infinitam ente más
pertenecen a él un sinnúmero de fenómenos psi­ probable que el impulso, tan importante, de la
cológicos, puesto que —como es sabido— son conservación de la especie, empiece a germ inar
inauditas las funciones meramente psicológicas y a desarrollarse gradualmente ya a p artir de la
que están aglutinadas a la esfera sexual. Sólo re­ más tierna infancia, en vez de parecer caer re­
cordaré en este lugar el papel preem inente de la pentinamente del cielo, completamente formado,
* imaginación en la preparación y en la realización durante la pubertad. ¿No se sabe acaso que tam ­
de las funciones sexuales. Henos aquí, con esto, bién los órganos anatómicos de la procreación se
ante un concepto harto biológico de la sexualidad, preparan ya m ucho tiempo antes de que se pueda
que abarca, además de toda una serie de fenóme­ notar en ellos huella alguna de su función futura?
nos de orden fisiológico, otra serie de funciones Ahora bien, si la escuela psicoanalitica habla
psicológicas. Si se nos perm ite servirnos de una de «sexualidad», entonces es preciso enlazar con

44
este concepto el de la conservación de la especie. desenvolvimiento especial de éste. Sin embargo,
No hay que pensar que se trata única y exclusiva­ esta m anera de ver ya no me parece admisible
mente de aquellas sensaciones corporales y fun­ desde el punto de vista de la Biología. No es po­
ciones que se suelen designar comúnmente por la sible separar violentamente de ambas manifesta­
palabra «sexualidad». Podría decirse que, para evi­ ciones o funciones del hipotético impulso vital,
ta r interpretaciones equivocadas, sería tal vez pre­ asignando a cada una de las partes un camino
ferible no denominar sexuales los fenómenos pre­ evolutivo peculiar. Si nos contentamos con juzgar
paratorios y sólo superficialmente esbozados del exclusivamente a base de lo que vemos, nos será
período infantil. Sin embargo, tal exigencia nos preciso tener en cuenta el hecho de que, en toda
parece inadecuada e injusta, pues que tam bién la la naturaleza animada, el proceso vital no es, du­
anatomía suele tom ar su nom enclatura del siste­ rante largo tiempo, sino tan sólo una función de
m a diferenciado, y no se asignan nombres en cada nutrición y de formación. Muy claramente vemos
caso diferentes a los grados previos más o menos esto en muchos animales; así, por ejemplo, en las
rudimentarios. mariposas que han de pasar primero por una exis­
Aunque después de lo dicho ya no se puede tencia de gusanos asexuados, dedicados única y
í achacar nada a la terminología sexual de Freud, exclusivamente a alimentarse y formarse. Tanto
puesto que con pleno derecho y con férrea conse­ el período intrauterino como el período extraute-
cuencia llama sexuales a todos los grados previos riño de la lactancia del hom bre pertenecen a esa
de la sexualidad, ella nos condujo, sin embargo, fase del proceso de la vida. Dicha fase se caracte­
a determinadas conclusiones que a mi modesto riza por una falta completa de funciones sexuales.
parecer no podían ser mantenidas. Si nos pregun­ Hablar de una sexualidad m anifiesta del lactante
tamos hasta qué momento del pasado infantil nos no sería, pues, sino un contradictio in adjecto.
es posible seguir las huellas de la sexualidad, ten­ Podríamos preguntarnos a lo sumo si se pueden
dremos que contestar diciendo que, si bien la se­ encontrar, entre las funciones vitales de la lactan­
xualidad existe implicitamente ya ab ovo, no se cia, algunas que no posean el carácter de la fun­
manifiesta, sin embargo, sino tan sólo después ción alimenticia y formadora, y que podemos de­
de largo tiempo de iniciarse Ia vida extrauterina. signar, por tanto, per exclusionem, como funcio­
Freud parece inclinarse a ver hasta en el acto de nes sexuales. Ahora bien, Freud llama la atención,
m am ar en el pecho m aterno una especie de acto a este respecto, sobre la visible excitación y sa­
sexual, m anera de ver que le valió muy graves tisfacción del niño en el acto de lactar, y compa­
objeciones; sin embargo, la tesis — forzoso nos es ra estos fenómenos a los de un acto sexual. Esta
recordarlo— es muy ingeniosa si admitim os con analogía nos dem ostraría la calidad sexual, su­
Freud que el impulso de la conservación de la puesta por Freud, del acto de la lactancia. Tal
especie, esto es, la sexualidad, existe en cierto suposición no sería ju sta sino en el caso de que
sentido separada del impulso de la autoconserva- se dem ostrase que toda tensión producida por
ción, transcurriendo, pues, a su vez, ab ovo un una necesidad y su satisfacción mediante la dis-

46
tensión, representa en todos los casos un proce­ - a través de una petición de principio— las pri­
so de orden sexual. Sin embargo, el hecho de que m eras manifestaciones vitales del individuo. La
el acto de lactar posea tal mecanismo afectivo, fórmula con la que hemos tropezado antes y que
dem uestra todo lo contrario; de modo que pode­ afirmaba que en el chupeteo se busca una satisfac­
mos decir tan sólo que tal mecanismo afectivo ción de placer sin función alimenticia alguna, nos
aparece tanto en la función alimenticia como en deja, sin embargo, algunas dudas acerca del ca­
la función sexual. Pero si Freud quiere deducir rácter exclusivamente alimenticio de la succión.
de la analogía del mecanismo afectivo una cuali­ Vemos, en efecto, que en el desarrollo ulterior del
dad verdaderamente sexual de la lactancia, en­ niño se presentan unos llamados «malos hábitos»
tonces sería innegable la justificación de otra te r­ que se enlazan íntim am ente con el chupeteo,
minología, según nuestra experiencia biológica, como chuparse los dedos, m orderse las uñas, po­
que calificara el acto sexual, a su vez, como una nerse la mano en la nariz, en la oreja, etc. Vernos,
función alimenticia. Sin embargo, tales excesos además, cuán fácilmente se transform an estos há­
son completamente injustificados por ambos la­ bitos, más tarde, en masturbación. La conclusión
dos. Es completamente evidente que no se le pue­ per analogiam de que tales hábitos infantiles se­
de aplicar al acto de la lactancia un calificativo rían, pues, preludios de la masturbación o de ac­
sexual. Conocemos aú n ,' sin embargo, toda una tos onaniformes, ostentando así un carácter neta­
serie de funciones del lactante que aparentemente mente sexual, no podría ser negada categórica­
nada tienen que ver con la función alimenticia: mente, puesto que parece completamente justifi­
el chupar y sus diferentes variantes. Aquí ya ten­ cada. He visto numerosos casos en los cuales exis­
dríamos más derecho a plantear el problema de tía una reciprocidad indudable entre tales malas
si tales actos pertenecen o no a la esfera sexual. costumbres infantiles y la masturbación posterior
No sirven ya a fines alimenticios, sino al objetivo que, al presentarse ya desde la últim a fase de la
de procurarse placer; esto es indudable. No obs­ infancia, aun antes de la fase de la pubertad, no
tante, es asaz problemático el que este placer ob­ es sino una continuación directa de los malos há­
tenido por la succión pueda o no ser designado bitos infantiles. Deducir de la masturbación, re-
per analogiam como placer sexual. De la misma t rospectivamente, el carácter sexual de los llama­
manera lo podríamos llam ar placer alimenticio. dos malos hábitos infantiles, en cuanto sean actos
Este últim o calificativo, además, sería casi más para procurar placer al propio cuerpo, aparece
aconsejable, puesto que tanto la forma como el desde el punto de vista así alcanzado como bas­
lugar en el cual se procura placer, pertenecen tante probable y completamente comprensible.
completamente a la función alimenticia. De eso a calificar de sexual el chupeteo infantil
La mano que usa el niño para chupetearse los ya no hay mucho trecho. Freud no vaciló, como
dedos, se prepara de esta m anera a actos ulterio­ es sabido, en salvar este trecho, paso que, u n poco
res autónomos de alimentación. En tales circuns­ más arriba, he censurado. Hemos tropezado, pues,
tancias, nadie propenderá a calificar de sexuales con u na contradicción que sólo difícilmente puede

48 49
4 — Teoría del Psicoanálisis
resolverse. La solución sería relativamente fácil ham bre como una tendencia sexual, puesto que
si pudiéram os suponer efectivamente la existen­ también, al buscar su satisfacción, tiende hacia un
cia de dos impulsos paralelamente existentes y placer. Sin embargo, si procediésemos de tal m a­
sustancialmente separados. Entonces, el acto de ñera, excediendo límites conceptuales, no podría­
lactar tendría, por cierto, las características de mos menos que conceder también al adversario el
un acto alimenticio, pero no perdería tampoco su permiso de aplicar la terminología del hambre a
carácter de acto sexual, siendo en cierto modo la sexualidad. La historia de las ciencias nos brin­
una combinación de ambos impulsos. Ésta parece da repetidas veces ejemplos de tales exageracio­
ser, efectivamente, la opinión de Freud. En las nes unilaterales. Con esto no queremos form ular
manifestaciones vitales del adulto, descubrimos una censura; bien al contrario, hemos de estar
realm ente este paralelismo de ambos impulsos contentos de que haya individuos que tengan el
o, m ejor dicho, de sus formas de manifestación valor de ser desmedidos y unilaterales; es a ellos
bajo los fenómenos de hambre e impulso sexual. a quienes debemos tantas invenciones. Lo único
En cambio, a la edad de la lactancia no conoce­ que hay que lam entar es el hecho de que tales
mos aun sino la función alimenticia, a la cual está concepciones unilaterales sean defendidas apasio­
puesto el premio del placer y de la satisfacción, y nadamente. Las teorías científicas no son sino
cuyo carácter sexual sólo se puede afirm ar gra­ proposiciones de cómo podríamos considerar las
cias a una petición de principio, puesto que los cosas.
hechos objetivos dem uestran que no la función La hipótesis más fácil del paralelismo de dos
sexual, sino el acto alimenticio, es el prim er me­ sistemas de impulsos separados es, desgraciada­
dio que nos aporta placer. Procurarse placer no es mente, imposible, puesto que está en flagrante
idéntico a sexualidad. Por consiguiente, nos enga­ contradicción con los hechos observables, y con­
ñamos al suponer que en el lactante existen para­ duce, si la proseguimos consecuentemente a con­
lelamente ambos impulsos, puesto que en realidad clusiones totalmente insostenibles.
no hacernos otra cosa sino atribuir a la psique Ahora bien, antes de proponerme intentar la
infantil una comprobación obtenida por la obser­ solución de esta contradicción, tengo que exponer
vación del adulto. Sin embargo, en ella no se en­ aquí algo más acerca de la teoría sexual de Freud
cuentra aquella convivencia paralela y separada y de sus metamorfosis. Tal como lo hemos visto
de ambas clases de manifestación de los impulsos, ya, el descubrimiento de una actividad de la fan­
puesto que uno de los dos sistemas impulsivos tasía sexual en el niño - q u e aparentemente tiene
no está desarrollado aún del todo, o lo esta sólo derivaciones traumáticas — , ha conducido a la su­
de un modo completamente rudimentario. No obs­ posición de que el niño debe de poseer, a pesar
tante, si nos colocásemos en el punto de vista de de cuanto se haya supuesto hasta ahora, una se­
que el afán de procurarse placer tiene un carác­ xualidad casi desarrollada e incluso polimorfa y
ter netarnente sexual, entonces nos veríamos obli­ perversa. Sin embargo, su sexualidad no aparece
gados a concebir paradójicamente hasta la misma centrada en torno a la función genital y el sexo

50 51
opuesto, sino que se ocupa del propio cuerpo, por de su estrecha analogía con las perversiones pos­
lo cual se ha llamado también al niño un aufoeró- teriores que no representarían, en efecto, sino una
tico. Ahora bien, cuando un interés sexual se edición nueva de determinados intereses protoin-
orienta hacia fuera, hacia otra persona humana, fantiles «perversos», estando relacionados muy a
entonces el niño no establece ninguna diferencia, menudo con una de las diferentes zonas erógenas,
o por lo menos sólo la establece en un grado mí­ o causantes de aquellas confusiones de sexo que
nimo, entre los sexos. Puede ser, así, muy fácil­ son tan características de los niños.
mente «homosexual». En vez de la función local Según esta manera de ver, la sexualidad tardía,
que aún no existe, aparece toda una serie de los norm al y uniforme, constituiríase, pues, de dife­
llamados malos hábitos que se nos manifiestan rentes componentes. En prim er lugar, contendría
desde este punto de vista como perversidades, en un componente homosexual y otro heterosexual,
estrecha analogía con las perversidades posterio­ a los cuales se agregaría luego un componente
res. autoerótico, más tarde las diferentes zonas eróge-
Según esta manera de ver, la sexualidad que se nas, etcétera.
concibió en un principio, ordinariamente, como Tal concepción es muy parecida al estado de
algo unitario, se disolvió, en una pluralidad. la Física antes de Roberto Mayer, en el que sólo
Y puesto que es una táctica de suposición previa existían sectores de fenómenos paralelos y parti­
que la sexualidad se produce, por decirlo así, en culares, a los cuales se asignaba una importancia
la esfera genital, Freud ha llegado consecuente­ elemental y cuyas correlaciones m utuas no que­
mente a la hipótesis de unas llamadas zonas eró- daban muy justam ente reconocidas. Tan sólo la
genas, en las cuales comprendía la boca, la piel, ley de la conservación de la energía aportó orden
el ano, etc., etc. a estas correlaciones m utuas entre fuerzas parale­
El térm ino «zonas erógenas» nos recuerda las las, y, al mismo tiempo, el concepto de que a las
«zonas espasmógenas». En realidad, el símil que mismas no les correspondía ninguna importancia
está detrás de estos términos, es el mismo: de la elemental absoluta, concibiéndolas como distintas
m isma manera que la zona espasmógena es el lu­ formas de manifestación de la misma energía. Lo
gar del que arranca el espasmo, tam bién la zona mismo debe ocurrir con este fraccionamiento de
erógena sería el punto determinado en el que la la sexualidad, en la sexualidad infantil polimorfa
afluencia de la sexualidad tendría su origen. Se­ y perversa.
gún el modelo básico del órgano genital como ori­ La experiencia obligó a Freud a un continuo
gen anatómico de la sexualidad, sería preciso con­ intercam bio de los componentes particulares,
cebir las zonas erógenas como otros tantos órga­ puesto que iba reconociendo que, por ejemplo, las
nos genitales, partiendo de los cuales confluiría perversidades vivían a costa de la sexualidad nor­
la sexualidad. En este estado se hallaría la per­ mal, o que en una forma determ inada de aplica­
versa sexualidad polimorfa de los niños. La ex­ ción de la sexualidad, se producía un descenso.
presión «perverso» parecía justificarse a causa Para que nos podamos imaginar esto con mayor

52 53
claridad, aduciremos un ejemplo: en absoluto todo el primer plano. Si, por ejemplo,
Un joven ha tenido durante varios años una no se produjera mas que un intercambio de po­
fase homosexual, durante la cual no experimentó siciones, retirándose el componente homosexual
ningún interés por las mujeres. Poco a poco, ha­ con el mismo grado de intensidad en lo incons­
cia la edad de veinte años, desapareció ese estado ciente, para ceder conscientemente el campo al
anormal, y el individuo se normalizó en sus siste­ componente heterosexual, entonces tendriamos
mas eróticos; empezó a interesarse por las mu­ que concluir, con nuestra conciencia científica
chachas, y en muy poco tiempo dejó completa­ moderna, que también en lo inconsciente pueden
mente superadas hasta las últimas huellas de su producirse procesos idénticos. Estos procesos
homosexualismo. Esto duró así varios años, y consistirían en resistencia contra la actividad del
nuestro joven realizó más de una aventura amo­ componente heterosexual, es decir, resistencia
rosa completamente lograda. Luego, decidió ca­ contra las mujeres. Sin embargo, la experiencia
sarse. Sin embargo, sufrió un terrible desengaño, empírica nada sabe de tal cosa, como demuestra
al verse rechazado por la muchacha que adoraba. el caso referido. Aunque haya habido unas lige­
La primera fase que siguió a ese chasco, fue el ras huellas de tales influencias, han sido de tan
abandono completo de la idea de casarse; luego, escasa intensidad que ésta no podía siquiera com­
prodújose en él una resistencia contra todas las pararse a la intensidad del componente homose­
mujeres, hasta que un día hubo de reconocer que xual de antaño.
había vuelto a ser otra vez homosexual; esto es, Según la manera de ver que hemos esbozado,
que los jóvenes de su sexo habían vuelto a tener quedaria, pues, incomprensible cómo el compo­
otra vez en él una influencia extremadamente ex­ nente homosexual que se ha concebido invariable­
citante. mente, podría haber desaparecido tan completa­
Ahora bien, si concebimos la sexualidad como mente, sin dejar tras de sí huellas de alguna im­
compuesta de dos factores: uno fijamente hetero­ portancia.
sexual y otro igual, homosexual, entonces no llega­ Se ve, pues, que existían motivos muy contun­
remos a comprender este caso. Tal manera de ver dentes para buscar la explica</lón adecuada de ta­
no nos permitirá, además, ninguna comprensión les cambios entre bastidores. Para esto, necesita­
en absoluto, puesto que la suposición de la exis­ mos una hipótesis mas dinámica, puesto que tales
tencia de unos componentes fijos excluye de an­ conmutaciones no pueden ser concebidas sino
temano la posibilidad de todo cambio. Tenemos como procesos dinámicos o energéticos. Sin ad­
que suponer, pues, precisamente para la oportu­ mitir un cambio en la situación dinámica, no pue­
na comprensión del caso que hemos referido, una do imaginarme la desaparición de una determi­
movilidad mayor de los componentes de la sexua­ nada manera de función. La teoría freudiana tuvo
lidad; una movilidad que llega tan lejos que uno efectivamente en cuenta esta necesidad, desvir­
de los dos componentes desaparece prácticamen­ tuando (más bien práctica que teóricamente) el
te por completo, mientras que el otro domina casi concepto de componentes, esto es, la concepción

55
que suponía unos funcionamientos separados en­
tre sí, y sustituyéndolo por un concepto energéti­
co. El término que designa este nuevo concepto
es libido. Freud introduce este nuevo concepto ya
desde sus Tres estudios sobre la teoría sexual,
con las siguientes palabras:
«El hecho de las necesidades sexuales del hom­
bre y de los animales se suele expresar en Biolo­
gía mediante la suposición de un "impulso geni­
tal". Síguese de ello la analogía que existe con el
impulso de alimentación, el hambre. Una denomi­ Capítulo II
nación análoga a "ham bre" para este aspecto no
existe en el lenguaje popular; la ciencia emplea
como tal la palabra libídine,» TEORÍA DE LA LIBIDO.
FASES DE LA VIDA HUMANA
El térm ino tibido aparece, según la definición
del mismo Freud, como una necesidad única y
exclusivamente sexual; es preciso concebir, pues,
cuanto Freud designe mediante una palabra libido,
libidinoso, como una necesidad o una violación
sexual. El térm ino libido se emplea, por cierto, en
la terminología médica, para designar la volición
sexual y, en particular, la concupiscencia. Sin em­
bargo, los autores clásicos, como C ic e r ó n , S a lu s-
tio, no conocen solamente esta definición unilate­
ral; en la época clásica se ha empleado la palabra
en general en el sentido de un deseo apasiona­
do (1). Mencionamos este interesante detalle, por­
que más adelante desem peñará un papel de im­
portancia en nuestras disquisiciones, y porque es
im portante saber que el concepto de la libicb goza
de una acepción más amplia que la que se le sue­
le dar en Medicina.
(1) Veanse más datos sobre mi definición del concepto de la
libido en mi obra Wandlungen und Sym bole der Libido (M eta­
m orfosis y símbolos de la libido). Franz Denricke, ed. Viena. 1912.

59
I El concepto de Zibido (cuya importancia me­
ramente sexual queremos conservar, en el sentido
de Freud, hasta donde nos sea posible) representa
aquella magnitud dinámica que estábamos preci­
quedarían sino posibilidades de acción meramente
esquemática. Este desenvolvimiento ideológico de
la teoría freudiana es de trascendental importancia
puesto que con él se ha realizado el mismo progre­
samente buscando, para poder explicar el despla­ so que el llevado a cabo en la Fisica, gracias a la
zamiento de los bastidores anímicos. Gracias a este introducción del concepto de energía. De la misma
t
concepto, quedará simplificada la formulación de manera que la doctrina de la conservación de la
* los fenómenos en cuestión. En vez del intercambio energía priva a las «fuerzas» de su carácter elemen­
incomprensible de los componentes homosexual y tal, confiriéndoles el carácter de forma de manifes­
IICJM I

heterosexual, podemos decir ahora: la libido se tación de una energía, así también la teoría de la
retiró poco a poco de su posible aplicación homo­ Zibido despoja los componentes sexuales de su
sexual, para posibilitar hasta el mismo grado una papel elemental de «facultades del alma», asig-
aplicación heterosexual: Con ello, el componente nandoles tan sólo un mero valor fenomenológico.
homosexual llegó a desaparecer prácticamente casi Esta nueva teoría nos produce la impresión de
por completo, transformándose en una mera po­ exactitud en mayor medida que la teoría de los
sibilidad esquemática a la cual, en si, no corres­ componentes. Con la teoría de la libido, ya nos será
pondía ninguna importancia y cuya existencia fue muy fácil explicar el caso del joven antes referido.
combatida (por decirlo así, con pleno derecho) por El desengaño que sufrió cuando se propuso casar­
los profanos, de la misma manera que, por ejem- se, hizo desviar su libido del camino de aplicación
pío, la posibilidad de ser un asesino. Ahora bien, la heterosexual, de modo que aquélla tuvo que volver
aplicación del concepto de la libido nos permite ex­ forzosamente a las huellas homosexuales de antes,
plicar de una manera fácilmente comprensible las resurgiendo así su antiguo homosexualismo. No
múltiples relaciones mutuas existentes entre dife­ puedo dejar de mencionar que la analogía se apro­
rentes maneras de función de la sexualidad. Con xima mucho a la ley de conservación de la ener­
esto queda también suprimida, por cierto, la idea gía, puesto que en ambos campos, el de la Física
inicial de la pluralidad de los componentes sexua­ y el de la Psicología, uno debe preguntarse, al ver
les que nos han hecho recordar tan extrañamente que el efecto de la energía deja de producirse,
la teoría filosófica de las «facultades del alma». qué otra energía nueva se ha presentado. Aplican­
Su lugar queda ocupado por la libido, capaz de las do tal concepción como un principio heurístico
aplicaciones más variadas. En vez de los compo­ sobre la Psicología de la vida humana, haremos,
nentes de antes, sólo encontramos aún posibilida­ sin duda alguna, descubrimientos sorprendentes.
des de acción. El concepto de la libido sustituye, Veremos cómo las fases más heterogéneas del de­
pues, a una sexualidad en un principio múltiple y sarrollo anímico del individuo se hallan en corre­
fragmentaria, oriunda de numerosas raíces; es una lación energética. Al notar que una persona tiene
unidad dinámica, sin la cual, de los componentes continuamente spleen, una convicción enfermiza o
que antes desempeñaron tan importante papel, no alguna otra posición exagerada, sabremos esto:

61
aquí hay demasiada libido; por consiguiente, lo tido misterioso. La experiencia psicoanalítica nos
que sobre en este punto, debe de haber sido to­ ha enseñado que existen sistemas psicológicos no-
mado de otro, donde hará, por tanto, falta. Mi­ conscientes que podríamos designar, en analogía
rado bajo este aspecto, el psicoanálisis es aquel con la fantasía consciente, como sistemas incons­
método que nos ayuda a descubrir aquellos pun­ cientes de fantasías. Ahora bien, estos sistemas
tos o aquellas funciones en las cuales existe una son a su vez objeto de la libido en tales estados
falta de libido, y a remediarlo, nivelando esta de apatía neurótica. Tenemos perfecta conciencia
desproporción. Los síntomas de una neurosis de­ de que al hablar de sistemas inconscientes de
ben ser comprendidos como funciones exagera­ fantasías sólo empleamos símiles. Con todo elfo,
das, esto es, sobrecargadas de libido y, por tanto, no queremos decir otra cosa sino que la hipóte­
aumentadas (1). La energía convertida para ese fin sis de entidades anímicas fuera de la conciencia
ha sido extraída de otra parte; es, pues, tarea del es un postulado ineludible, puesto que la expe­
psicoanálisis descubrir el punto del cual se ha ex­ riencia nos demuestra, por decirlo así, cada día,
traído libido, o el que nunca ha recibido libido en que deben existir procesos anímicos no-conscientes
cantidades suficientes. Aquéllos (por ejemplo los que influyen notablemente sobre la «economía do­
estados de apatía) nos obligan a un planteamiento méstica» de la libido. Aquellos casos conocidos
de problemas completamente opuestos. Cierto es por todo psiquiatra, en los que se declara con
que el enfermo causa a veces la impresión de que relativa brusquedad todo un sorprendente siste­
no posee ninguna libido, y hay inclusive muchos ma de locura muy complejo, demuestran clara­
médicos que creen esto sin más ni más. Estos mé- mente que debe haber desenvolvimientos y pre­
dices piensan muy primitivamente sobre este par­ paraciones anímicos inconscientes; sin esto sería
ticular, de la misma m anera que en tiempos bár­ imposible suponer que tales fenómenos se hayan
baros se admitía que el Sol era «comido» y muerto podido producir tan repentinamente, como si hu­
en los eclipses, cuando en realidad sólo está cu­ bieran irrum pido en la conciencia.
bierto. Lo mismo ha ocurrido con nuestro referido Creo que se me perdonará esta ligera digresión
enfermo: su libido existe, aunque no sea visible que ha servido para aclarar el concepto de lo in­
ni accesible al mismo paciente. En tal caso, esta­ consciente; hemos recurrido a ella para hacer en­
mos en presencia de una falta de libido en la su­ trever al lector que en las metamorfosis de las
perficie. Es, pues, tarea del psicoanálisis descubrir «cargas»libidinosas no tenemos que referirnos tan
el escondrijo en el cual se encuentra fa libido, y sólo a la consciencia, sino también a otra instan­
que es completamente inaccesible al mismo en­ cia, esto es, a lo inconsciente, en el cual la libido
fermo. Este lugar escondido es lo «no-consciente», puede a veces desaparecer. Sin embargo, ahora
que se suele designar también como lo «incons­ volvemos otra vez a la discusión de otras conse­
ciente», sin enlazar con ese término ningún sen­ cuencias más que acarrea la aceptación de la teo­
ría de la libido.
il) Como es sabido, Pierre Janet profesa una teoría muy se­
mejante
63
concepción, iniciaríamos con ello una multiplica­
T e r m in o l o g ía . — Freud nos ha ense­
sexual ción de los principios de explicación, cosa metó­
ñado y nosotros lo hemos podido ver a diario en dicamente insuficiente en virtud de la tesis funda­
nuestra práctica psicoanalítica, que existen, en vez mental que dice: Principia praeter necessitatem
de la sexualidad normal posterior, en la primera non sunt multiplicando (1).
infancia, múltiples gérmenes e inclinaciones que A sí sólo cabe la solución de adm itir la identi­
más tarde reciben el nombre de «perversidades». dad - p o r decirlo a s í - de la libido anterior a la
Nos hemos visto obligados a reconocer a Freud pubertad, con la libido posterior a ella. Por tanto,
la precisión de asignar ya a estos gérmenes una también las perversiones infantiles se producirán
terminología sexual. de la misma m anera que las perversiones en los
A consecuencia de la introducción del concepto adultos. El buen sentido humano protestará con­
de la libido aprendemos que aquellos componentes tra esta insinuación, en vista, de la im p o s ib ilid a d
elementales que parecían representar los orígenes de que la necesidad sexual sea idéntica en el n iñ o
y fuentes de la sexualidad normal, pierden en el y en el adulto sexualmente maduro. Se podría
adulto su importancia y quedan reducidos al grado establecer aquí determinado arreglo, diciendo con
de m eras posibilidades de aplicación, en tanto que Freud que la libido es idéntica antes y después
hasta cierto punto tenemos que buscar en la de la pubertad, pero en su grado de intensidad
libido su principio activo y su fuerza vital. Sin es diferente. En lugar de la gran necesidad sexual
la libido los componentes no significan absoluta­ que se observa después de la pubertad, p o d r ía ­
mente nada. Vemos, pues, que Freud asignó a la mos suponer en la infancia la existencia de una
Iibido un carácter indudablem ente sexual, más o necesidad pequeña cuya intensidad disminuiría
menos en el sentido de « n e c e s id a d g e n ita l» . Se en el decurso del prim er año de la vida, hasta no
suele suponer, desde un punto de vista habitual, quedar de ella más que unos dejes ligeros. Desde
que no existe libido sino a p artir de la pubertad. el punto de vista biológico, no habría in c o n v e n ie n ­
Sin embargo, jcóm o se podría explicar entonces el te en aceptar tal interpretación. Sin embargo, ten­
hecho de que el niño posea una sexualidad po­ dríamos que suponer con ello también que cuanto
lim o r fa perversa, lo que quiere decir que la libido cabe en el marco del concepto ampliado de la
activa en el niño no sólo una, sino a la vez varias sexualidad, tal c o m o lo hemos detallado más arri­
perversiones? Si la libido — tomada en el sentido ba, está ya presente en una forma disminuida;
F re u d ia n o - se produjera tan sólo en la pubertad, a s í, por ejemplo, todas aquellas manifestaciones
entonces sería imposible que alim entara ya antes afectivas de la psicosexualidad, como son la ne­
unas perversiones infantiles. Tendría que suponer­ cesidad de caricias, los celos, y aun muchos otros
se, pues, que las perversiones infantiles son «fa­ fenómenos de orden afectivo, entre ellos las neu­
cultades del a lm a » , en el sentido de la teoría de rosis infantiles. Sin embargo, debemos confesar-
los componentes. Sin pensar en la 'ir r e m e d ia b le
canfusión teórica que f o r z o s a m e n t e - acarrearía tal (1) No se debe multiplicar loa principios mas allá de lo ne­
cesario.

64 65
5 — Teoría del Psicoanálisis
nos que todas estas manifestaciones afectivas del nuestra atención sobre un punto de la crítica que
niño están muy lejos de producir en nosotros la concierne a la cualidad de la libido infantil. Mu­
impresión de tal disminución. Por el contrario, chos de los que nos critican no pueden admitir
pueden acusar una intensidad de un afecto del que la libido infantil sólo se diferencie en inten­
adulto. Es preciso no olvidar tampoco que la ex­ sidad de la libido de las personas mayores, pero
periencia llegó a descubrir cómo las aplicaciones que sea esencialmente de la misma sustancia que
perversas de la sexualidad en el niño saltan mu­ aquélla. Los impulsos de los adultos van acompa­
cho más a la vista, y aparecen hasta mucho más ñados por los corolarios de la función genital; los
ricamente desarrolladas que en las personas ma­ del niño están desprovistos de ellos, o, cuando
yores. En un adulto, con un análogo estado de más, sólo ligera y excepcionalmente les acompa­
perversidad ricamente desarrollada, podríamos es­ ñan, lo cual constituiría ya una diferencia de gran
perar justam ente una extinción más completa de trascendencia. Me parece que esta critica tiene
la sexualidad normal y numerosas otras formas de mucha razón; existe aqui una diferencia conside­
adaptación biológica, muy im portantes por regla rable, como existe, asimismo, entre juego y reali­
general en el niño. De la misma manera que se dad «seria», o como entre tiros sin y con bala. La
puede decir con justo derecho que el adulto es libido infantil cobraría así un carácter de inocen­
perverso porque su libido no queda empleada en cia que el buen sentido humano requiere y que le
funciones normales, podemos con el mismo dere­ podríamos disputar. Sin embargo —y esto no se
cho aplicar idéntico razonamiento al niño: sería podrá negar—, también el tiro al blanco pertenece
polimorfa y perversa su sexualidad por ignorar al acto de tirar. Tendremos que acostumbrarnos,
aún la función sexual normal. Tales análisis nos pues, a pensar que la sexualidad existe ya marca­
podrían inducir a pensar en que tal vez la suma damente aun antes de la pubertad, en un momen­
total de libido es siempre la misma, sin que sufra to muy precoz de la infancia, y que no tenemos
un aumento poderoso tan sólo la maduración se­ ningún motivo para no llamar sexuales a las
xual. Esta suposición un tanto atrevida se apoya, manifestaciones de esta sexualidad aún no ma­
según puede notarse, en el modelo de la conserva­ dura. Con esto no hemos desvirtuado, desde lue­
ción de la energía, según la cual la suma total de go, aquel argum ento que, si bien reconoce la
ésta se mantiene siempre igual. No seria inconce­ existencia de una sexualidad infantil en la medida
bible que la altura máxima de la maduración no se antes caracterizada, le quita a Freud el derecho a
alcanzara sino gracias a que las aplicaciones se­ designar como sexuales aquellos fenómenos pro-
cundarias de la libido quedaran encauzadas y ex­ toinfantiles, cuales son los del chupeteo.
tinguidas en el canal de la sexualidad definitiva.

Las t r e s f a s e s de ia vida h i mnnv — Hemos


Tenemos que contentarnos por ahora con estas explicado ya los motivos que habrán podido indu­
insinuaciones superficiales, dirigiendo ante todo cir a Freud a extender tan considerablemente la

66 67
terminología sexual. Hemos visto igualmente, ade­ Al lector no Ie habrá pasado por alto que la
más, como el chupeteo se podría explicar precisa­ mayor dificultad del problema consiste en la cues­
mente de la misma manera desde el punto de vista tión de cuándo tenemos que adm itir el límite en
de la Función nutritiva, y que una tal derivación la época de1 grado presexual. No tengo inconve­
d e motivos biológicos tendría aún más fuertes niente en confesar mi gran inseguridad acerca de
argumentos en su favor. Se nos podría objetar este punto del problema. Al repasar mis expe­
acaso que tales y semejantes actividades de la zona riencias, aún desgraciadamente no muy extensas
bucal vuelven luego en la vida adulta a t e n e r una en el psicoanálisis de niños, y si me acuerdo al
aplicación indudablem ente sexual. Pero esto no mismo tiem po de lo que Freud nos tiene comuni­
significa sino que todas estas actividades pueden cado acerca de sus propias experiencias, entonces
ser puestas más tarde también al servicio del im­ me figuro que la frontera tiene que admitirse
pulso sexual, sin que esto represente un argumen­ entre el tercer y quinto año de la vida, frontera
to en pro de su naturaleza sexual. Tengo que con­ desde luego sometida a considerables oscilaciones.
fesar, pues, que no veo ningún motivo para imagi­ Esta edad es harto significativa bajo más de un
nar bajo el ángulo de la sexualidad aquellas ac­ aspecto. El niño acaba de emanciparse de la de­
tividades del lactante que producen placer y sa­ pendencia de la vida de lactante, y toda una serie
tisfacción; veo más bien motivos en contra. En la de im portantes funciones psicológicas ha alcan­
medida en que me es dado enjuiciar debidamente zado una seguridad digna de confianza. A p artir
los difíciles problem as de este sector, me parece de este momento iníciase también el esclareci­
preciso adm itir, desde el punto de vista de la se­ miento de la profunda oscuridad de la amnesia
xualidad, tres fases diferentes en la vida humana. protoinfantil, gracias a una continuidad esporá­
La primera fase comprende los primeros años dica de la memoria. Parece como si a esta edad se
de la vida; este período fue denominado por mi realizara un paso esencial hacia delante en la per-
la fase presexual (véase Wandlungett und Symbole filación de la nueva personalidad, y en su centra-
der Libido, Viena, 1912). Corresponde a la fase de ción. Según todo lo que sabemos, es en esta mis­
gusano de la mariposa y está caracterizado por ma época cuando se presentan los primeros ves­
la función casi exclusivamente nutritiva y fo r m a - tigios de intereses y actividades que no vemos
dora. precisados a llam ar sexuales, aunque estas insi­
La segunda fase engloba los años posteriores nuaciones tengan aún completamente el carácter
de la infancia hasta la pubertad, y puede ser con­ de la candidez infantil, inocente e inofensiva.
siderada como la época de la prepubertad. Es en Creo haber desarrollado lo bastante amplia­
este período cuando se efectúa la germinación de mente los motivos que nos mueven a no conferir
la sexualidad. a la fase presexual ninguna terminología sexualis-
La tercera fase consiste en la edad adulta, des­ ta, de modo que nuevamente podamos dirigir
de la pubertad, periodo que se puede designar nuestra atención, desde este ámbito más amplio,
con el nom bre de mudurez. a otros problemas. El lector recordará que hemos

68 69
planteado antes el problema de la libido disminui­
da en la infancia, mor no haber logrado alcawzar
clasidad por aquel camino. Estamos, pues , obli­
gados a e prec^er otra vez la dilucidadlo de
este probli ía, pos I o menos para ver si !;a i n ­
cepción en géiHca es adecuada o no a las f mu-
lacro es q acabamos de hacer .Hemos vst que
la sexualidad infart il, diferente de la sexuafi ciad
de la madurez, se explicaría, según Freud, como
un diminutivo del individuo infantil. La intensidad
de la libido aparecería disminuida en proporción
a lg dad infantil. Sin embargo, hemos enumerado
antes algunos motivos que nos hicieron dudar de
que los procesos vitales del ñipo, excepto la se­
xualidad, fueran más pequeños que los del adulto.
Podría decirse que, exceptuando la sexualidad, los
fenómenos alectivos y —si tales existen— los le-
nómenos nerviosos, no tienen la misma intensidad
en el niño que en el adulto. Y sin embargo, to­
das estas cosas serían, según la concepción energé­
tica, lormas de manifestación de la libido. Nos
será, pues, muy difícil creer que la intensidad de
la libido sea la causa de'la desproporción existente
entre la sexualidad m adura y la no madura. Bien
al contrario, la diferencia —si se me perm ite la ex­
presión— parece condicionar otra situación de la
libido. Esta libido desempeña en el niño —contra­
riamente a la manera de ver habitual de la Medi
ciña —mucho menos una función sexual local que
unas Junciones secundarias de orden intelectual
y físico. Ahora bien, ya en este punto, estaríam os
tentados de borrar tras el término libido, el pre­
dicado sexualis, suprimiendo con ello la definición
sexualista de la libido que Freud nos ha dado en
sus Tres estudios acerca de la teoría sexual. La
necesidad de ello surge, sin embargo, de un modo

70
aprem iante sólo cuando nos preguntamos si el
niño que experimenta intensamente el placer y el
dolor, procura o no gozar de su libido sexualis
ya en los prim eros años de la infancia, esto es,
en la fase presexual. Freud se ha pronunciado en
favor de esta manera de ver. No será necesa­
rio que repita aquí los motivos que me han obli­
gado a adm itir una fase presexual. El estado de
gusano conoce una libido nutritiva, pero aún no
una libido sexual; es de esta manera como debe­
mos expresarnos si queremos seguir manteniendo
la concepción energética que nos ha aportado el
concepto de la libido.
La necesidad de asegurar un campo de acción
al concepto de la libido y de extraerlo de la acep­
ción demasiado estrecha de su definición sexua-
lista, ha sido impuesta ya desde hace tiempo a la
escuela psiconalítica. Como quiera que no se ha
cansado de insistir en el hecho de que no era
preciso tom ar la sexualidad en un sentido tan li­
teral, sino en un sentido mucho más amplio, pero
sin decirnos cómo, todo esto quedó a oscuras y
no ha podido, por tanto, satisfacer a una crítica
un poco exigente.
Me parece no equivocarme si descubro el ver­
dadero valor del concepto de la libido, va no en
su definición sexualista, sino en su concepción
energética, gracias a la cual somos capaces de
plantear problemas extraordinariam ente valiosos
desde el punto de vista heurístico. Debemos, asi­
mismo, a la concepción energética la posibilidad
de símiles dinámicos y de símbolos de relación
que nos pueden prestar servicios im portantes en
el caso del mundo anímico. La escuela de Freud
obraría muy mal si no prestara oídos a aquellas
voces críticas que achacan misticismo e incom­

71
prensibilidad a nuestro concepto de la libido. Se
ha entregado a una ilusión al creer que la libido
sexualis puede ser considerada como portadora
de una concepción energética de la vida animica.
Y si muchos de nosotros siguen aún creyendo
que poseen un concepto bien definido, por decirlo
asi concreto, de la tibido, entonces pasan por alto
que este concepto pudo alcanzar aplicaciones que
rebasan considerablemente el marco de su defi­
nición sexualista. La crítica tiene, por consiguien­
te, razón al hacerles sus objeciones, puesto que
suponen al concepto hasta ahora vigente de la
libido actividades que no se le pueden ;atribuir.
Esto suscita, en efecto, la misma impresión que
si m anejáram os un concepto místico.

El problem a de la « l i b i d o » en ia d e m e n c ia

p r e c o z . — En mi ya citada obra Wundiungen und

Sym bole der Libido intenté aportar las pruebas


de tales excesos, así como m otivar a la necesidad
de la creación de un concepto nuevo de la libido
que tiene en cuenta únicamente la concepción
energética. Posiblemente, el propio Freud se vio
obligado a considerar exageradamente estrecha
su concepción inicial de la libido al aplicar conse­
cuentemente su concepción energética a un caso
muy famoso de demencia precoz, en el llamado
«caso Schreber» Jahrbuch für psychoanalyt. u.
psychopathol. Forschungett, tomo III. Tratábase
en dicho caso de la psicología de la demencia pre­
coz es decir, de aquel Fenómeno tan peculiar con­
sistente en que esta clase de enfermos tienen una
inclinación especial a construir en su fuero inter­
no todo un mundo de fantasías abandonando por
él su adaptación a la realidad, Parte de este fe-

72
nómeno la constituye casi en todos la conocida
Falta de relaciones cordiales, que representa sin
duda alguna una perturbación de la función de la
realidad. Gracias a múltiples trabajos sicoanalíti-
cos sobre enfermos de esta clase, hemos descu­
bierto que la falta de adaptación exterior queda
compensada por un aumento progresivo be la
actividad de la fantasía, que puede ir tan lejos
que llega el día en el cual el mundo de ensueños
posee ya más valor de realidad para el enfermo
que la realidad exterior. El enfermo Schreber, del
cual nos habla Freud en un trabajo suyo, encon­
tró para este fenómeno una ilustración figurada
muy acertada, en forma de su idea delirante del
«ocaso del mundo». Con esto llegó a representar
de m anera muy concreta la pérdida de realidad.
Queda muy clara la interpretación dinámica de
tales fenómenos; decimos que la libido se iba re­
tirando sucesivamente del mundo exterior, por lo
cual pasó al mundo interior, a la fantasía, tenien­
do que engendrar allí forzosamente, como susti­
tuto del mundo perdido, un llamado «equivalen­
te de la realidad». Esta sustitución se lleva a
cabo, por decirlo así, pieza por pieza, y es ex­
traordinariam ente interesante ver con qué m ate­
riales queda construido este mundo interno. Esta
concepción del almacenamiento de la libido de
una parte a otra, se ha formado a raíz del em ­
pleo cotidiano de este término, en tanto que casi
se olvidó, y no tan sólo ocasionalmente se recordó,
su concepción netamente sexual. Se habla tan
cándidamente de la libido, concibiéndola tan ino­
centem ente, que un día Claparede observó, con­
versando conmigo, que de la misma m anera se
podría emplear, por ejemplo, la palabra «intérét».
Por el uso acostum brado de la expresión, se iba

73
formando — sólo afectivamente— una aplicación teoría de la demencia precoz en la teoría de los
del térm ino en virtud de la cual se podría aceptar, desplazamientos de la libido interpretada en un
sin más ni más, la fórmula de que el « o c a s o del sentido exageradamente sexualista. Mis experien­
mundo» de Schreber está determinado por la cias de entonces, preferentem ente psiquiátricas,
retirada de la libido. En esta ocasión precisa, no me perm itían la comprensión de esta teoria,
Freud acordóse de su definición inicial de la libi­ cuya exactitud parcial para la neurosis aprendí a
do y trató de precisar su posición ante el cambio apreciar sólo más tarde, a raíz de una práctica
I( del concepto que se había realizado s o la p a d a m e n ­ más amplia en el sector del histerismo y de la
I te. En el trabajo antes mencionado se plantea el neurosis compulsiva.
problema de si lo que la escuela psicoanalítica En el sector de la neurosis, los desplazamien—
designa como libido v co m o «interés oriuizdo d e tos anormales de una libido definida en sentidos
fuentes eróticas», es idéntico o no al « in te r é s » en sexuales, desempeñan en realidad un papel muy
general. Se ve, pues, por el mero planteamiento del importante. No obstante, a pesar de que en el sec—
problema, que Freud se pregunta acerca de lo que tor de las neurosis se producen también repre—
C la p a r e d e contestó ya para la practica. Freud se siones muy características de la libido sexual,
acerca aquí, pues, al problema de si la pérdida de nunca se produce aquella pérdida de la realidad
realidad en la demencia precoz — sobre la cual que caracteriza a la demencia precoz. En la de—
llamé la atención en mi Psicología de la demencia mencia precoz falta, en cambio, una contribución
precoz— d é b e s e única y exclusivamente a la reti­ tan considerable de la función de la realidad que
rada del interés erótico, o si este interés es idén— deben estar englobados en la pérdida hasta unos
tico al lla m a d o interés objetivo en general. Es impulsos cuyo carácter sexual debe ser puesto
casi imposible adm itir que la «fonction du r é e /» absolutamente en duda, puesto que nadie reco­
(Jan et) normal se alim enta Única y exclusivamen— nocerá muy fácilmente que la realidad misma es
te de un interés erótico. una función sexual. En tal caso, además, el retirar
El hecho es que, en muy numerosos casos, la el interés erótico debería tener como consecuen—
realidad queda completamente abolida, de modo cia, ya en las neurosis, una pérdida de la realidad,
que los enfermos no presentan ni la más mínima que se podría com parar con la demencia precoz,
huella de adaptación psicológica. (La realidad que— cosa que, sin embargo, —como' acabamos ya de
da suplantada en tales estados por los contenidos decir—, no ocurre.
de complejos.) Debemos decir necesariamente que Sería muy difícil concebir tales metamorfosis;
no sólo e l interés erótico, sino todo interés en aun se podía comprender con alguna dificultad
general, esto es, la adaptación a la realidad, se ha que el desenvolvimiento conducia a través de una
perdido por completo. fase homosexual «normal» durante la pubertad,
En mi obra, bastante anterior a ésta, s a lí del para fundam entar luego y conservar definitiva—
r
apuro creando la expresión de « e n e r g ía psiquican, mente, la heterosexualidad normal. Sin embargo,
puesto que me vi en la imposibilidad de basar la ¿cómo explicaríamos entonces que el producto

74 75
de un desarrollo paulatino, que está íntimamente que una mera introversión o regresión de la libi­
enlazado con procesos orgánicos de la madurez, do, debe conducir inexorablemente - t a l como el
quede eliminado de repente como consecuencia propio Freud lo demostró muy elocuentemente—
de una m era impresión, para ceder el paso a una a la neurosis, y no a la demencia precoz. Una
fase anterior (como parece haber ocurrido en el aplicación directa de la teoría de la libido a la
caso del joven antes relatado)? O si se admite la demencia precoz me parece imposible, puesto que
existencia simultánea y paralela de dos componen­ esta ultima enfermedad acusa una pérdida que
tes, ¿por qué tiene eficacia sólo uno de los dos y nunca podría ser suficientemente explicada por
no tam bién el otro? Se nos objetará que el com­ la desaparición del interés erótico.
ponente homosexual podría manifestarse en los Debe tenerse en cuenta, sin embargo - s e g ú n
hombres con especial preferencia en un estado de lo h^ce notar ya el propio Freud en su estudio
particular excitación y singular susceptibilidad del caso Schreber— , que la introversión de la
frente a otros hombres. Según mis experiencias, libido sexual conduce a una ocupación del «yo»
esta conducta típica (de la cual la sociedad nos y que aquel efecto’ de la pérdida de la realidad
proporciona cada día abundantes ejemplos) en­ podría tal vez producirse en virtud de ello. En
cuentra aparentem ente su explicación en una per­ efecto, es ésta una probabilidad seductora para
turbación nunca inexistente de la relación con las explicar la psicología de la pérdida de la realidad.
mujeres, relación en la cual se puede reconocer Sin embargo, al observar con mayor exactitud lo
una forma especial de dependencia que acusa que puede resultar del retiro de la libido sexual
aquél más que corresponde al menos de una rela­ y de su introversión, nos daremos cuenta de que,
ción homosexual (1). Tales hechos me han imposi­ si bien resulta de ello la psicología de un anaco­
bilitado aplicar la teoría freudiana de la libido reta ascético, nunca surge una demencia precoz.
a la demencia precoz. EI objetivo del anacoreta se concentra en la ex­
Debo creer igualmente, por tanto, que en teo­ tinción de toda huella de interés sexual - c o s a
ría es .imposible defender el intento de Abra- que de ningún modo podría decirse respecto al
hams (2), desde el punto de vista de la concepcidn demente precoz (1).
freudiana de la libido. Si Abrahams cree que me­
diante un retiro 'de la fib id o del mundo circun­
dante se produce el sistema paranoide o la sinto-
matología esquizofrénica, entonces tal suposición (1) Se podria objetar, además, que la demencia precoz no se
no aparece justificada a la luz del estado de caracteriza por la introversión de la libido sexualis, sino por la
regresión hacia lo infantil, y que es ésta la diferencia entre el
nuestro conocimiento en aquel entonces, pues anacoreta y el enfermo mental. Eso es, por cierto, justo; sin em­
bargo, sería preciso demostrar si en la demencia es regular y
exclusivamente el interés erótico el que se pierde. Me parece algo
(1) Desde luego, esto no es el motivo verdadero. La causa imposible tal demostración, excepto en el caso de que concibié­
verdadera es el estado infantil del carácter. semos por esta clase de «eros» aquel de los filósofos antiguos, lo
(2) Die psychosexuallen Differenzen der Hysteria u. der De­ que seguramente no se ha intentado en esta explicación. Conozco
mentía praecox. (Las diferencias psicosexuales existentes entre el casos de demencia precoz en los cuales se pierde toda considera­
histerismo y la demencia precoz.) Zentralbiatt f. Nervenheilkundr ción respecto a la autoconservación, pero no los intereses eróticos
u. Psychiatrie, 1908. harto potentes.

77
carácter sexual alguno, no han sido en cl principio
C oncepción energética de la « lib i do ». — Mi sino ramificaciones del impulso de la proci-eación.
actitud bastan te reservada frente a la ubicuidad Sabido es que en la serie ascendente dc animales
de la sexualidad, tal como está caracterizada en el se produjo un importante desplazamiento de los
prólogo a mi Psicología de ta demencia precoz, a principios mismos d e la procreación; la masa de
pesar de todo e l reconocimiento que tributé a los los productos de la misma quedó cada vez más
mecanismos psicológicos, era dictada por el esta­ limitada en pro de una fecundación segura y de
do, en aquel entonces, de la teoría de la libido una defensa eficaz de la p r o g e n itu r a . De esta ma­
cuya definición sexual me había permitido expli­ nera, se realizo una transposición de la energiü
car aquellas perturbaciones de función que con­ de la producción de óvulos y de esperma a la di­
ciernen en igual medida al sector (indeterminado) ferenciación de mecanismos de atracción y de
del impulso del hambre, y al de la sexualidad, me­ defensa de la prole. Encontramos a s í los primeros
diante una teoría sexual de la libido. Durante mu­ instintos artísticos en la serie animal al servicio
cho tiempo, sobre la demencia precoz la teoría de de la propagación de la especie, y limitados exclu­
la libido me pareció inaplicable. Sin embargo, en sivamente al período del celo. Con su fijación or­
el curso de un trabajo psicoanalítico observé con gánica y su autonomía funcional, p ié r d e s e el ca­
la creciente experiencia un cambio lento en mi rácter sexual inicial de tales instituciones biológi­
concepto de la libido: la definición descriptiva de cas. Si bien no puede haber duda alguna sobre el
los Tres Estudios se sustituyó paulatinamente por origen sexual de la música, representaría una ge­
una definición g e n é t ic a de la libido que me per­ neralización sin valor y, a d e m á s , de mal gusto,
mitió sustituir la expresión « e n e r g ía psíquica, por querer englobar la música bajo la categoría de la
e l término libido. Tuve que decirme: si la fun­ sexualidad. Una terminología tal nos llevaría a
ción de la realidad consiste hoy tan sólo en su tratar de la catedral de Colonia en un estudio de
mínima parte en libido sexual, y en su mayor par­ mineralogía, por el solo hecho de que está cons­
te en otras «fuerzas im p u ls iv a s » , entonces es un truida de piedra.
problema, a pesar de todo importante, el de si fi- Hasta ahora hemos tratado de la libido en tan­
logenéticamente la función de la realidad - p o r lo to que impulsos de procreación o instinto de la
menos en p a r t e - no es procedencia sexual. Con­ conservación de la especie, ateniéndonos a las
testar directamente a esta cuestión, respecto a la fronteras de aquella teoría según la cual la libido
función de la realidad, no es posible. Sin embargo, se opone a l hambre de manera análoga a como el
intentaremos lle g a r a su comprensión por un instinto de la conservación de la especie se suele
rodeo. contraponer con frecuencia a la autoconservación.
Una mirada superficial a la historia de la evo En la Naturaleza, desde luego, no existen tales es­
lución, ha de bastarnos para convencemos de q u e cisiones artificiales; no encontramos en ella sino
muy numerosas funciones complicadas a las cua­ un ininterrumpido impulso de vida, una voluntad
les no podemos asignar hoy de ninguna manera de existir que se propone lograr, mediante la co n -

79
78
servación del individuo, la procreación de toda la
especie. Esta concepción es idéntica al concepto
de la voluntad sostenida en la filosofía de Scho-
penhauer en el sentido de que nosotros no somos
capaces de concebir íntim am ente un movimiento
visto desde fuera, sino como la expresión de una
voluntad. Si hemos llegado ya una vez a la atrevi­
da suposición de que la libido — que en un prin­
cipio estaba al servicio de la producción de óvu­
los y de esperma— aparece organizada también
actualm ente de modo sólido para la función de
la construcción de nidos, y parece incapaz de toda
otra aplicación, nos veremos igualmente obligados
a hacer entrar en este concepto toda volición en
general, así como tam bién al hombre. Porque en­
tonces ya no podremos establecer una diferencia
de principios entre la voluntad que construye ni­
dos y la voluntad de comer.
Me parece haber m ostrado ya por qué camino
llegamos a esta consideración: estamos a punto
de realizar consecuentemente la concepción ener­
gética, sustituyendo el funcionamiento m eramen­
te formal por la acción energética. De la misma
manera que la antigua ciencia natural habló siem­
pre de las influencias m utuas existentes en la Na­
turaleza, y luego esta concepción anticuada quedó
sustituida por la ley de la conservación de la ener­
gía, intentam os sustituir también en el campo de
la psicología las influencias m utuas de fuerzas
anímicas coordinadas por una energía de concep­
ción homogénea. Con esta sustitución damos lu­
gar, desde luego, a aquella critica plenamente ju s­
tificada que reprocha a la escuela psicoanalítica
el operar con un concepto místico de la libido.
Estamos destruyendo aquí la ilusión de que toda
Escuela psicoanalítica, en su totalidad, tiene un

80
concepto muy bien formulado y representativo
de la libido, y declaro que la libido que nos sirve
de concepto fundamental, no sólo no es concreta
ni conocida, sino que es una verdadera X desco­
nocida, una mera hipótesis, un símil o una unidad
de medida, que no es más susceptible de estar
concebida concretamente que la «energía» de nues­
tro mundo de las representaciones. Es ésta la úni­
ca m anera de escapar a aquellas formidables in­
cursiones en sectores de otra competencia que se
suelen producir constantemente al querer reducir
entre sí unas fuerzas coordinadas. No podríamos
explicar nunca la mecánica de los cuerpos sólidos
o los fenómenos electromagnéticos mediante una
teona de la luz, puesto que ni la mecánica ni el
electromagnetismo son luz. En un sentido estricto,
no puede decirse tampoco que fuerzas físicas pue­
dan transform arse entre sí, sino tan sólo que hay
una energía en la base de todas, y que es esta
energía la que se m anifiesta de m últiples mane­
ras. Fuerza es un concepto fenomenológico; lo que,
en cambio, se halla en la base de sus correlacio­
nes equivalentes, es el concepto hipotético de la
energía que, naturalmente, es un concepto com­
pletamente psicológico, y que no tiene nada que
ver con la realidad objetiva. Aquel mismo esfuer­
zo intelectual que realizó la física, lo queremos
realizar nosotros por nuestra teoría de la libido.
Queremos asignar efectivamente al concepto de la
libido el lugar que le corresponde, esto es, el lu­
gar energético por excelencia, para poder estar
luego en condiciones de concebir energéticamente
el acontecer animado y sustituir las antiguas «in­
fluencias mutuas» por relaciones de equivalencia,
de valor absoluto. Nada nos podría m olestar me­
nos que el ser llamados «vitalistas». Estamos tan

81
6 — Teoría del Psicoanálisis
alejados de la creencia de una « fu e r z a v ita l» es­
pecífica como de cualquier otra metafísica. Libido
no debe ser otra cosa sino un nombre para aque­
lla energía que se manifiesta en el proceso de la
vida, y que nosotros percibimos subjetivamente
como un afán y un deseo. No será, sin duda, ne­
cesario defender este punto de vista nuestro. Con
él, no hacemos más que afiliarnos a una poderosa
corriente de nuestra época que quiere concebir
energéticamente el mundo de los fenómenos. La
alusión a que cuanto percibimos sólo puede ser
comprendido como una m era acción de fu e r z a ,
debe bastar.
Observemos en la multiplicidad de los fenóme­
nos naturales la voluntad, la libido, bajo diferen­
tes aplicaciones y formas. Encontram os la libido
en la Fase infantil, primero únicamente bajo la
forma del impulso de la nutrición que se encarga
de la Formación del cuerpo. Luego, con el desa­
rrollo del cuerpo se abren sucesivamente nuevas
posibilidades de aplicación de la libido. Su sector
de aplicación definitiva y más importante es la
sexualidad, que en un principio aparece íntim a­
mente enlazada con la función nutritiva. (¡Pién­
sese en la influencia que desempeñan en la pro­
creación las condiciones de nutrición en los ani­
males inferiores y en las plantas!) En el sector
de la sexualidad, la libido obtiene aquella forma
suya cuyo formidable significado es precisamente
el prim er hecho que nos autoriza a emplear e l
térm ino algo equívoco de libido. En este su e m ­
pleo, la libido se presenta primero como una proto-
libido aún indeferenciada que incita a los indivi­
duos a escindirse, a germinar, etc.
Se han desprendido de aquella protolibido se­
x u a l que produjo de un solo minúsculo ser tantos

82
millones de óvulos y espermatozoides, con la gi­
gantesca limitación de la fecundidad, partes sepa­
radas cuyo funcionamiento queda sostenido me­
diante una libido diferenciada en un sentido espe­
cial. Esta libido diferenciada queda desde enton­
ces « d e s e x u a liz a d a » , puesto que se ve despojada
de su función primordial de form ar óvulos y es-
perm atozoide~y no le queda ya posibilidad algu­
na de volver a su función de antaño. Podemos
decir, pues, que el proceso evolutivo no consiste
sino en un desgaste siempre creciente de la proto-
fib id o que produjo un día exclusivamente produc­
tos de procreación, en las funciones secundarias
de la atracción y de la conservación de la prole.
Tal evolución presupone, desde luego, una rela­
ción con la función de la realidad completamen­
te nueva y mucho más compleja, relación que está
inseparablemente enlazada con las necesidades
de la procreación; esto es, la forma de propaga­
ción cambiada trae consigo como corolario una
mayor adaptación a la realidad. Con esto no que­
remos decir, naturalm ente, que la función de la
realidad deba su existencia única y exclusiva a la
creciente diferenciación de la procreación; tene­
mos perfecta conciencia de la considerable parti­
cipación de la función nutritiva.
Llegamos, pues, a comprender m ejor algunas
condiciones primordiales de la función de la reali­
dad. Sería completamente equivocado pretender
que la fuerza impulsiva es un impulso sexual; fue
sexual en un principio en medida considerable,
pero nunca lo fue, ni aun entonces, exclusiva­
mente.
El proceso del consumo de la protolibido en
funciones secundarias se produjo sin duda siem­
pre bajo la forma del llamado « a u m e n to libidino-

83
so»; esto es, la sexualidad quedó despojada de su
misión primitiva, y, empleada como contribución
parcial a la función filogenética, poco a poco cre­
ciente, de los mecanismos de atracción propia­
mente sexual a funciones secundarias, no se pro­
duce en todos los casos, sin excepción. El malthu-
sianismo, por ejemplo, es una continuación artifi­
cial de una tendencia que en su origen era natu­
ral. Allí donde esta operación se realiza sin m er­
ma para la adaptación del individuo, hablaremos
de sublimación; donde se malogre, de represión.
El punto de vista descriptivo del psicoanálisis,
percibe claramente la multiplicidad de los impul­
sos — entre ellos el fenómepo parcial del impulso
sexual— y reconoce además ciertos suplementos
de libido de los impulsos en sí no sexuales.
Es muy diferente el punto de vista genético,
que quiere explicar la producción de una m ultipli­
cidad de impulsos de una unidad relativa: la li­
bido. Fija su atención en los desprendimientos
parciales, sucesivos y continuos, de la libido inhe­
rente a la función procreadora; los ve juntarse
como suplementos de libido a funciones que se
forman de nuevo, disolviéndose finalmente 1 fen
ellas.
Desde este punto de vista, podemos afirm ar
ahora que el enfermo m ental retira su libido del
mundo circundante y sufre, por consiguiente, una
pérdida de realidad cuyo equivalente será, en el
otro lado, un aumento de la actividad de su fan­
tasía.
Intentarem os ahora introducir este nuevo con­
cepto de la libido en la teoría —tan im portante
para la comprensión de las neurosis— de la se­
xualidad infantil. Encontramos la libido - e n tan­
to que energía por excelencia de la actividad vi-

84
tal—, en el niño, en prim er término, en la zona de
la función nutritiva en acción. En el acto de chu­
par, se recibe el alimento mediante unos movi­
mientos rítmicos, bajo el signo de la satisfacción
Al crecer paulatinamente el individuo, y al for­
m ar sucesivamente sus órganos, la libido se abre
nuevos caminos de la necesidad, de la actividad y
de la satisfacción. Ahora se trata ya de transferir
el modelo primario de la actividad que produce
placer rítmico y satisfacción, a la zona de otras
funciones, con el objetivo final que le espera en la
sexualidad. Una parte considerable en libido del
hambre tiene que convertirse en libido sexual.
Esta transición no se realiza repentinamente, en
la fase puberal, por ejemplo, sino muy paulatina­
mente en el decurso de la mayor parte de la in­
fancia. La libido no logra liberarse sino con gran­
des dificultades, y muy paulatinamente, de la pe­
culiaridad de la función nutritiva, para realizar
una transición a la peculiaridad de la función se­
xual. Es preciso distinguir en esta fase de tran­
sición, hasta el punto en que me es posible juzgar,
dos épocas distintas: la del chupeteo y la de la
actividad rítmica transferida. El chupeteo, por su
esencia, pertenece aún completamente al sector
de la función nutritiva; sin embargo, lo rebasa el
hecho de que deja de ser ya una función de la
nutrición, siendo más bien actividad rítm ica con
el objetivo final del placer y de la satisfacción,
sin recepción de alimentos. Aquí aparece la mano
como órgano auxiliar. En la época de la actividad
rítm ica transferida, la mano se pone aún más de
relieve como órgano auxiliar; la busca de placer
excede ya la zona bucal y se orienta hacia otros
sectores. Son, por regla general, los demás orifi­
cios del cuerpo los que llegan a ser objeto del in-

85
terés libidinoso; luego la piel, y puntos determ i­
nados de la misma. La actividad realizada en estos
puntos sirve para procurarse placer. Tras una per­
manencia más corta o más prolongada de la Zibido
en estas estaciones, continúa su marcha hasta lle­
gar por fin a la zona genital, pudiendo llegar a ser
en ella motivo de los primeros intentos de m astur­
bación. En su vagabundeo, la libido lleva consigo
no pocos elementos de la función nutritiva a la
zona sexual, lo que explica fácilmente los enlaces
frecuentes y muy íntimos entre la función nutriti­
va y la función sexual. La marcha de la libido se
realiza durante la época de la pre sexualidad, que
está caracterizada precisamente por el hecho de
que la libido abandona gradualmente su carácter
exclusivo de impulso nutritivo, para tom ar ya, en
parte por lo menos, el carácter de impulso se­
xual (1). En la fase nutritiva, no es lícito aún ha­
blar, pues, de una libido sexual propiamente di­
cha. Nos vemos obligados, por tanto, a calificar
de m anera distinta de la de Freud, la llamada se­
xualidad polimorfa y perversa de la edad más
tierna.
El polimorfismo de las tendencias libidinosas
de aquella fase se explica como la paulatina y es­
tacionaria transición de la libido del sector de la
función nutritiva al de la función sexual. Con esto,
podemos eliminar de muy buena gana el término,
tan combatido por la crítica, de «perverso», que
pudiera suscitar una impresión equivocada.
Cuando un cuerpo químico se descompone en
sus elementos, éstos son entonces sus productos

(1) Ruego al lector que no se deje engañar por mi manera


figurada de expresarme. No es, desde luego, la nbido-energía. la
que se libra tan sólo vacilando de la función nutritiva, sino
la libido-función, que está ligada a las metamorfosis lentas del
crecimiento orgánico.

86
de descomposición. Sin embargo, no es lícito de­
signar por eso todos los elementos como produc­
tos de descomposición por excelencia. Las pers­
pectivas son productos de perturbación de la se­
xualidad desarrollada, pero nunca fases previas
de la misma (aunque exista sin duda una semejan­
za sustancial entre fase previa y productos de
descomposición). En la misma medida en que la
evolución de la sexualidad progresa, también las
fases previas infantiles (que no consideramos ya
como «perversas», sino como grados de transi­
ción) se disuelven en la sexualidad normal. Cuan­
to más fácilmente se logra sacar la libido de sus
posiciones transitorias, y con cuantas menos per­
turbaciones, tanto más rápida y perfectamente se
efectúa la formación de la sexualidad normal. Bro­
ta del mismo concepto de sexualidad la necesidad
de que aquellas inclinaciones protoinfantiles y
aun asexuales, queden superadas y abandonadas
por la Zibido lo antes posible. Cuanto más aleja­
dos estemos de ello, tanto mayor será la posibili­
dad de que la sexualidad se torne perversa. El
. término «perverso» está completamente justifica­
do en esta acepción. Es, pues, condición funda­
mental de la perversidad, la existencia de un es­
tado insuficientemente desarrollado de la sexua­
lidad. La expresión «polimorfa perversa» ha sido
tomada, en cambio, de la psicología de las neuro­
sis; y quedó proyectada retrospectivam ente a la
psicología 'infantil, en donde su' empleo no tiene
ninguna justificación.

I m p o r t a n c ia e t io l ó g ic a d e la s e x u a l id a d i n f a n ­

— Después de haber adquirido la'seguridad


t il .

de lo que es y de lo que no es la sexualidad infan­

87
til, podemos dar un paso más hacia delante y pro­
ceder a la discusión de la teoría de l a s neurosis,
discusión que hemos iniciado más arriba y q u e
luego hemos abandonado. Hemos seguido hasta
aquí la teoría freudiana de las neurosis, punto en
e l cual topamos con la afirmación del maestro
vienés de que la disposición, sobre la base de la
cual la vivencia traum ática alcanza su eficacia pa­
tógena, sería una disposición sexual. Fundamen­
tándonos en las consideraciones que acabamos de
exponer, comprenderemos ahora cómo' es preci­
so concebir esta disposición sexual: t r á ta s e , en
efecto, de un retraso y de una inhibición en aquel
proceso de desprendimiento de la libido de las
actividades que caracterizan a la fase presexual.
En prim er lugar, hemos de concebir esta pertur­
bación como una permanencia excesivamente pro­
longada en determinadas fases del peregrinaje de
la libido que la conduce de la función nutritiva a
la función sexual. Con esto se produce un estado
inarmónico de cosas, en el cual unas actividades,
que en realidad se han sobrevivido a sí mismas,
se yerguen aún, perseverando, en medio de una
fase que ya hubiera tenido que abandonar defini­
tivamente tal clase de actividades. Esta fórm ula
se aplica sobre todos aquellos rasgos infantiles de
los cuales los neuróticos poseen tanta abundancia
que sin duda ningún observador atento los habrá
pasado por alto. En el sector de la demencia pre­
coz, ese infantilismo s a lt a a la vista de tal' mane­
ra, q u e hasta uno de sus complejos de síntomas
ha recibido un nombre especial, harto caracterís­
tico: me refiero a la hebefrenia.
Pero la m era persistencia en una fase transito­
ria aún no lo es todo. En tanto que una parte de
la libido permanece en una fase previa, el tiempo,

88
y con él todo el ulterior desarrollo del individuo,
no suspende su curso, sino que evoluciona sin des­
canso, y la madurez corporal trae consigo que la
distancia y la discordancia entre la actividad in­
fantil perseverante y las exigencias de la edad
progresiva, así como las condiciones de vida cam­
biadas, se hagan cada vez más considerables. Con
esto, quedan sentadas las bases para la disocia­
ción de la personalidad y, con ella, para el conflic­
to, que son los verdaderos fundamentos de la neu­
rosis. Cuanto mayor sea la cantidad de libido que
permanece en una aplicación retrasada, tanto más
intenso será el conflicto. La vivencia que se presta
más que las otras a hacer patente la existencia del
conflicto será la de eficacia traum ática o pató­
gena.
Tal como Freud nos había demostrado en sus
trabajos anteriores, seria muy fácil concebir una
neurosis producida de esta manera. Este modo
de ver no discrepaba mucho de las concepciones
de Janet que atribuyen a la neurosis un determ i­
nado defecto. Desde este punto de vista, se podría
comprender la neurosis como un producto del re­
traso de la evolución afectiva; y puedo imaginar
perfectamente que estas lucubraciones merecen
la aprobación de quien se m uestra inclinado a de­
ducir las neurosis —más o menos directamente—
de la predisposición hereditaria o de la degenera­
ción congénita. Desgraciadamente, la realidad es
algo más compleja. Para facilitar al lector la com­
prensión de estas complicaciones, me permitiré
transcribir aquí un ejemplo muy banal de un caso
de histerismo, mediante el cual confío hacer una
demostración patente de la mencionada complica­
ción, tan importante. El lector recordará que antes
hemos mencionado el caso de una joven histérica

89
que reaccionó, de m anera sorprendente, ante una
patológica situación vulgar que en condiciones
normales no le hubiera causado apenas impresión,
en tanto que dejó de reaccionar ante una situa­
ción que, según toda previsión, hubiera tenido que
causarle una impresión profunda. Hemos aprove­
chado antes este caso para exteriorizar nuestras
dudas acerca de la importancia etiológica del trau ­
ma, y para exam inar más ceñidamente la llamada
disposición sobre cuyo fondo el traum a llega a
manifestarse. Los comentarios que hicimos a estas
consideraciones, nos condujeron al resultado ya
antes esbozado de que no es muy improbable que
una neurosis se pueda producir sobre el terreno
de un desarrollo afectivo retrasado.
Pero el lector me podría preguntar ahora: ¿en
qué consistían aquellas fantasías, puesto que era
un caso de histerismo?

La enferm a vivía sumergida en un mundo de


fantasías que no podríamos calificar sino de in­
fantiles. Nos dispensaremos de detallar aquí en
qué consistían aquellas fantasías, puesto que todo
neurólogo o psiquiatra tiene ocasión diariamente
de oír aquellos infantiles prejuicios, ilusiones y
exigencias afectivas a los cuales los neuróticos
suelen entregarse. En tales fantasías se revela un
sentido muy hostil a la dura realidad de las co­
sas; hay en ellos poca cosa seria. En cambio,
abunda el elemento juguetón que ora frivoliza di­
ficultades verdaderas, ora exagera en dificultades
gigantescas, dedicando todos sus esfuerzos a in­
ventar fantasm as para escapar de este modo a las
exigencias de la realidad. Descubriremos en ello,
sin más ni más, aquella relación anímica desme-

90
surada que el niño tiene con su m undo circundan­
te; su juicio oscilante; su orientación inadecuada
en cuanto a las cosas del mundo exterior, así
como su miedo ante deberes desagradables. Sobre
el terreno de una disposición intelectual infantil,
pueden b ro tar en rica abundancia los fantásticos
deseos e ilusiones. En esto hemos de ver un mo­
tivo peligroso. A raíz de tales fantasías, los huma­
nos pueden adoptar actitudes completamente ina­
decuadas e irreales frente al mundo, situación que
un día ha de llevar forzosamente a una catástrofe.
Ahora bien, si nos remontamos a las fantasías in­
fantiles de nuestra enferm a hasta su más lejana
infancia, encontrarem os muchas escenas claras y
de considerable relieve que están en condiciones
de aportar nuevo alimento a tal o cual variación
fantástica; sin embargo, resultó completamente
infructuoso realizar pesquisas para encontrar unos
llamados motivos «traumáticos», de los cuales hu­
biera podido p artir algo patológico, por ejemplo,
precisamente, la exuberante actividad de la ima­
ginación. Ha habido, por cierto, escenas «traum á­
ticas», pero éstas no aparecían en la prim era in­
fancia; en cambio, las pocas escenas que la en­
ferm a nos podía relatar de su prim era infancia,
no eran traum áticas, puesto que representaron
más bien unas vivencias completamente acciden­
tales que pasaron sin dejar huellas en las fanta­
sías. Las fantasías más precoces consistían en toda
clase de imprecisiones vagas y mal comprendidas
que la enferma recibiera de sus padres. Concen­
tráronse en torno de la figura del padre toda clase
de sentimientos extraños que oscilaban entre tim i­
dez y horror, antipatía y asco, amor y admiración.
El caso era parecido, pues, a tantos otros casos de
histerismo que no revelan nada de una etiología

91
traum ática, sino que crece en el suelo de una ac­
tividad muy especial y muy precoz de la fantasía
que guarda siempre el carácter del infantilismo.
Se nos podría objetar que en nuestro caso es
precisamente aquella escena de los caballos que
se encabritan y arrastran el coche hacia el río la
que representa el traum a; jn o aparece acaso esta
escena como una verdadera anticipación y modelo
de aquella otra escena nocturna que se produjo
unos dieciocho años más tarde, y en el curso de
la cual la enferm a era incapaz de desviarse del
camino de los caballos, prefiriendo tirarse al río,
es imitación exacta de la vivencia que servía de
modelo y en la cual caballos y coche se precipita­
ron al agua? Desde aquel momento sufría también
de estados histéricos de semilucidez. Tal como
intenté exponer antes, no podemos descubrir nada
en absoluto de este enlace etiológico con la pro­
ducción de los sistemas de fantasías. Parece como
si el peligro mortal, junto con los caballos enca­
britados, hubiera pasado sobre ella sin dejar hue­
lla alguna que mereciera mención. Todos los años
posteriores a aquella terrible aventura dejan de
darnos puntos de apoyo para la supervivencia de
la impresión de miedo, como si no hubiera pasado
nada. Es posible, quiero observar entre paréntesis,
que efectivamente no haya pasado nada. No hay
ningún motivo que nos impida suponer que sólo
se trata de una m era fantasía, ya que únicamente
puedo apoyarme en las declaraciones de la enfer­
ma, sin otra posibilidad de comprobación (1).
Súbitamente, después de unos dieciocho años,

(I) No estara, sin duda, de más observar con ese motivo gue
todavía hay personas que creen en la posibilidad de que el psico­
analista se deje engañar por las mentiras de sus enfermos. Esto
es completamente imposible: toda menina es fantasía. Y noso­
tros tratamos precisamente las fantasías.

92
la vivencia cobra importancia y queda, por de­
cirlo así, reproducida y realizada con férrea con­
secuencia. La antigua teoría pretendía que el afec­
to «atrapado»en aquel entonces se abrió súbita­
mente camino hacia fuera. Esta suposición es har­
to improbable, y su improbabilidad es mayor si
tenemos en cuenta que esta historia de los caba­
llos encabritados podría ser tan auténtica como
inventada. Sea como sea, sería imposible admitir
que un afecto queda sepultado durante largos
años, llegando a surgir luego de repente en una
ocasión poco adecuada para ello.
Es muy sospechoso que los enfermos tengan
tan a menudo una muy pronunciada propensión
a presentarnos alguna vivencia antigua suya como
la causa pretendida de sus dolencias, por lo cual
logran muy hábilmente desviar la atención del
médico, dirigida hacia el presente, a una pista
falsa del pasado. Este camino falso ha sido el de
la primera teoría psicoanalítica. Debemos a la
falsa hipótesis una profundidad antes jamás sos­
pechada en la comprensión de la determinación
del síntoma neurótico; profundidad que nunca hu­
biéramos alcanzado si la investigación no hubiera
emprendido este camino que le fue preestableci­
do, en realidad, por la tendencia de los enfermos a
despistar. Me parece que no puede considerar este
método de investigación como un camino de erro­
res a cuya entrada tendríamos que colocar un pos­
te con un letrero: «Prohibido el paso», sino quien
considere la historia del mundo como una cadena
de casualidades más o menos erróneas, creyendo
por tanto que se necesita continuamente la mano
educadora del hombre, provisto de razón. Además
de la comprensión profundizada de la determina­
ción psicológica, debemos a ese «error» plantea-

93
mientos de problemas de insospechado alcance.
Tenemos que estar agradecidos a Freud por haber
tenido el valor de dejarse llevar hacia este cami­
no. No son tales cosas las que detienen la marcha
ascendente de la ciencia, sino el atenerse conser­
vadoramente a teorías antiguas: el típico conser­
vadurismo de la autoridad, así como la vanidad
pueril del sabio que quiere tener razón a toda tos-
ta, temiendo equivocarse. Esta falta de espíritu de
sacrificio perjudica mucho más la consideración
y la dignidad de la ciencia, que cualquier motivo
equivocado. (Cuándo, por fin, cesará la pueril y
superflua querella de los que quieren tener razón
a todo precio? Echemos una mirada sobre la his­
toria de la ciencia: ¿cuántos han «tenido razón»?
¿La razón de cuántos ha sobrevivido hasta hoy?
Volvamos, empero, a nuestro caso. El proble­
ma que se plantea ahora, es el siguiente: Si el an­
tiguo trauma no es el causante de la dolencia, en­
tonces queda claro que tenemos que buscar el
motivo de la manifiesta neurosis en el retraso del
desarrollo afectivo. Entonces tenemos que decla­
rar sin validez y nulas las declaraciones de la en­
ferma, según las cuales los estados de semilucidez
histérica provendrían de aquel susto que se llevó
de los caballos encabritados (aunque hayan sido
otros caballos la causa ocasional de la declaración
de su dolencia). Esta vivencia tan sólo aparece
como importante sin serlo en realidad, fórmula
que sirven igualmente para la mayor parte de los
demás traumas. Sólo aparecen como si tuvieran
mucha importancia, puesto que son el pretexto
para que un estado ya desde hace tiempo anor­
mal pueda declararse y manifestarse. El estado
anormal consiste — según lo hemos detallado más
arriba— en una supervivencia anacrónica de una

94
fase infantil del desarrollo de la libido. Los enfer­
mos conservan aún algunas formas de aplicación
de su libido que hubieran tenido que abandonar
ya desde hace tiempo. Es casi completamente im­
posible establecer un catálogo de estas formas,
ya que acusan una multiformidad enorme. La for­
ma más frecuente, y que casi nunca falta, es la ac­
tividad exuberante de la fantasía, que está carac­
terizada por una acentuación exagerada y despro­
vista de todo escrúpulo de los deseos subjetivos.
La exuberanción de la fantasía es siempre una se­
ñal de una aplicación deficiente de la libido a la
realidad. En vez de aplicar la libido en la forma
más exacta posible a las circunstancias reales,
queda «atrapada» en aplicaciones complementa­
rias fantásticas.

EL « c o m p l e j o de l o s p a d r e s ». — En este esta­
do — que se llama estado de introversión par­
cial—, la aplicación de la libido permanece aún
en parte fantástica o ilusoria, en vez de aplicarse
a las circunstancias reales. Un fenómeno concomi­
tante regular de este retrato en el desenvolvimien­
to afectivo es el complejo de los padres. Cuando
la libido no se emplea para un rendimiento de
adaptación a la realidad, entonces queda forzosa­
mente más o menos introvertida (1). El contenido
material del mundo anímico consiste en reminis­
cencias, esto es, en materias del pasado individual
de cada cual (haciendo abstracción de las percep­
ciones actuales). Ahora bien: si la libido queda
parcial o totalmente introvertida, entonces llegará
(1) «Introversión» no quiere decir que fe libido quede sen­
cillamente amontonada, en plena inactividad, sino que se la em­
plea de un modo fantástico e ilusorio, cuando de la introversión
haya resultado una regresión hacia un modo de adaptación intan-
til. La introversión puede conducir también a un plan razonable
de acción.

95
a ocupar sectores más o menos extensos de remi­
niscencias, gracias a lo cual estas últimas cobran
una vivacidad o actividad que ya desde hace mu­
cho tiempo no les corresponde. Por consiguiente,
los enfermos viven siempre más o menos en un
mundo que pertenece ya más bien al pasado. Se
debaten en medio de dificultades que una vez de­
sempeñaron efectivamente un papel importante de
su vida, pero que tendrían que estar olvidadas ya
desde hace tiempo. Siguen aún preocupándose por
cosas que ya hubieran tenido que perder para
ellos toda importancia. Se recrean o se martiri­
zan con representaciones que un día tuvieron para
ellos una importancia normal, pero que ya no
pueden tener ningún interés para la edad adulta.
Entre estas cosas que han tenido una enorme im­
portancia en la infancia desempeñan el papel más
importante las personas de los padres. Aun cuan­
do los padres reposen ya desde hace tiempo en la
tumba y hayan o deberían de haber perdido toda
importancia para los hijos, a raíz, por ejemplo, de
un cambio total de las circunstancias del enfermo,
están aún, sin embargo, presentes en él de alguna
manera y tienen importancia para él, como si aún
estuvieran vivos. El amor y el respeto, la resisten­
cia, la antipatía, el odio y la sublevación de los
enfermos, se pegan aún a sus imágenes deforma­
das por la piedad a la impiedad, y que muy a
menudo no tiene ninguna semejanza con lo que
era su modelo original. Este hecho me intimó a
no hablar más, directamente, de «padre» y «ma­
dre», sino que empleo el término imago de padre
y madre, puesto que en tales fantasías se trata
más de los verdaderos padre y madre que de sus
imágenes completamente subjetivas, y muy a me­
nudo completamente deformadas, que arrastran

%
una existencia, aunque esquemática, no por eso
ineficaz en la imaginación de los enfermos: El
complejo de las imágenes de los padres, esto es,
la suma de las representaciones referentes a los
mismos, representa uno de los principales secto­
res de aplicación de la fib id o introvertida. Obser­
varé de paso que el complejo en sí solo lleva una
existencia de sombra, en cuanto está cargado de
fibido. Según la terminología de antaño que se ha­
bía formado a base de mis estudios sobre las aso­
ciaciones de ideas, se entendía por «complejo»un
sistema de representación que ya estuviera carga­
do de fib id o ,y, por tanto de actividad. Sin embar­
go, este sistema existe también como una mera
posibilidad de aplicación, aun cuando pasajera o
permanentemente no esté cargado de libido.
Cuando la teoría psicoanalítica estaba todavía
bajo la influencia de la concepción traumática, e
inclinada aún a buscar, por consiguiente, en el
pasado, la causa efficiens de la neurosis, nos pa­
deció que precisamente el complejo de los padres
era el «complejo medular» de la neurosis (para
emplear una expresión del propio Freud). El pa­
pel de los padres se nos manifestó determinan­
te, hasta tal punto que nos vimos tentados a bus­
car en él la culpa de todas las complicaciones pos­
teriores en la vida del enfermo. Años atrás sometí
a un examen crítico estas concepciones, en mi
trabajo Ueber die Badeutung des Vaters fü r das
Schicksal des Einzelnen (Sobre la importancia del
padre en el destino de cada cual). También en esto
nos dejamos llevar por las inclinaciones de los
enfermos que —de acuerdo con la orientación de
la libido introvertida— señalaron hacia atrás, ha­
cia el pasado. Pero esta vez no era ya la mera vi­
vencia exterior, y accidental de la que parecía par-

97
7 — Teoría del Psicoanálisis
tir la influencia patógena, sino una influencia aní­
mica que parecía resultar de las dificultades que
encontró el individuo al intentar su oportuna
adaptación a las condiciones del ambiente fami­
liar. Eran, sobre todo, la diferencia entre los pa­
dres, por un lado, y por el otro, entre los padres y
los hijos, las que parecían aptas para provocar
en el hijo corrientes que sólo muy mal se podían
armonizar con su tendencia individual en la vida,
o que no podían armonizar con ella en absoluto.
En mi trabajo antes mencionado, aduje algunos
casos como ejemplos del abundante material de
observaciones de que disponía a ese respecto, y
con los cuales me parecía poder ilustrar con par­
ticular elocuencia estas consecuencias que aparen­
temente han partido de los padres, no se limitan
tan sólo al hecho de que la prole neurótica no sea
a veces capaz de cesar de presentarnos sus cir­
cunstancias familiares o su educación equivocada
como causa de su dolencia, sino que se extiende
inclusive a acontecimientos y actos del mismo
enfermo de los cuales no es posible esperar tales
repercusiones. La actividad imitadora extraordi­
nariamente potente, tanto en los salvajes como
tn los niños, puede conducir, en niños especial­
mente sensibles, a una verdadera identificación in­
terior con los padres, esto es, a una entera acti­
tud intelectual tan semejante a la de ellos, que
les repercusiones en la vida se produzcan por el
hecho de parecerse a veces hasta en los más mí­
nimos detalles a las vivencias que antaño experi­
mentaron los padres (1). En lo que al material em­
pírico de esta cuestión hace referencia, tengo que

(1) Prescindo aquí completamente del parecido orgánico he­


redado que, desde luego, es responsable por muchas cosas, pero
no por todo.

98
recomendar al lector que se informe sabré la
cuestión mediante la literatura de la misma. Sin
embargo, no puedo resistir a la tentación de re­
cordar que mi discípula, la doctora Emma Furst,
ha aportado algunas pruebas experimentales de
gran valor para corroborar mi manera de ver el
problema. Ya en mis conferencias dadas en la
Clark University me referí a esas valiosas expe­
riencias. La doctora Furst llegó a determinar el
llamado «tipo de reacción» en familias enteras y
en cada uno de los miembros, gracias a unas ex­
periencias asociativas. Se demostró que existe
muy a menudo un paralelismo inconsciente en las
asociaciones entre padres e hijos, paralelismo que
no puede ser explicado de otra manera sino pre­
cisamente por una imitación muy intensa o por
una identificación. Los resultados de estas expe­
riencias nos señalan un paralelismo muy amplio
de ciertas tendencias biológicas, partiendo de
cuyo hecho se podría explicar en alguna ocasión
la consonancia a veces sorprendente que existe
entre el sino de padres e hijos. Nuestro destino es,
por regla general, una resultante de nuestras ten­
dencias psicológicas.
Estos hechos nos hacen comprender muy fácil­
mente que no sólo los enfermos, sino hasta las
opiniones teóricas basadas en tales experiencias,
se inclinan hacia la suposición de que la neurosis
no es sino el resultado de los influjos caracteroló-
gicos de los padres sobre los hijos. Esta hipótesis
aparece aún considerablemente apoyada por la ex­
periencia de la maleabilidad del alma infantil, que
es el axioma angular de toda pedagogía; se suele
comparar el alma del niño con la cera blanda que
recibe y conserva todas las impresiones. Sabemos
muy bien que las primeras impresiones acompa-

99
ñan al hombre, imperecederas durante toda su
vida, y que, de la misma manera, ciertos influjos
educativos indestructibles pueden determinar que
el individuo no rebase durante toda su existencia
unos límites circunscritos. En estas condiciones,
no es sorprendente, sino que es una experiencia
que se hace muy a menudo, que se produzcan con­
flictos entre aquella personalidad del individuo
que ha sido postulada por la educación o por
otros influjos cualesquiera y la orientación indi­
vidual y auténtica en la vida. Caen en ese conflic­
to todas aquellas personas que están destinadas
a vivir una vida autónoma y creadora.
La enorme influencia de la juventud sobre el
desarrollo ulterior del carácter nos hace compren­
der sin dificultad el deseo de deducir las causas
de una neurosis directa e inmediatamente de las
influencias que se han ejercido sobre el individuo
a raíz de su medio ambiente infantil. Tengo que
confesar que conozco casos en los que todo inten­
to de aplicación tiene menos justificación que
ésta. Existen de hecho padres que tratan a sus
hijos tan estúpidamente, a causa de su propia con­
ducta llena de contradicciones, que la enfermedad
de los niños parece inevitable. Suele ser, pues, la
regla, entre los neurólogos, la exigencia de sacar
a los niños neuróticos (cuando eso sea pasible)
del medio ambiente familiar que les puede ser
perjudicial, sometiéndolos a influencias menos
desfavorables, a consecuencia de las cuales suelen
desarrollarse mucho mejor, aun cuando no están
sometidos, como en su propia casa, al control del
médico. Por otra parte, hay muchos neuróticos
que ya de niños se manifiestan marcadamente así,
y que, por tanto, no se vieron nunca libres de en­
fermedad. Para tales casos, la concepción más

100
arriba esbozada es, sin duda, por regla general,
exacta.
Este resultado, que por ahora nos parece defi­
nitivo, quedó aún considerablemente profundizado
gracias a los trabajos de Freud y de la Escuela
psícoanalítíca. La relación existente entre el en­
fermo y sus padres era objeto de un minucioso
estudio, hasta en sus más íntimos detalles, puesto
que son precisamente estas relaciones las que po­
drían ser consideradas como muy importantes
desde el punto de vista etiológico. Se observó muy
pronto que, en efecto, era así, y que los enfermos
siguen siempre viviendo, parcial o totalmente, en
su mundo infantil (pero sin que esto les llegue
sin más ni más a la conciencia). Al contrario, la
difícil tarea del psicoanálisis consiste precisamen­
te en estudiar las peculiares reacciones psicoló­
gicas de adaptación del enfermo con tal exacti­
tud que se pueda poner el dedo en las llagas in­
fantiles. Sabido es que entre los neuróticos se en­
cuentran muchísimas personas que fueron antaño
niños mimados. Tales casos nos proporcionan los
mejores y más claros ejemplos del infantilismo
de las reacciones psicológicas de adaptación. Per­
sonas de esta índole entran luego en la vida con
las mismas exigencias intimas de simpatía, de
amabilidad, cariño y rápido éxito que se adquie­
ran sin esfuerzo, tal como están acostumbrados a
ello por su madre desde su más tierna infancia.
Hasta enfermos de gran inteligencia son incapa­
ces, en tales casos, de comprender desde un prin­
cipio que deben sus dificultades en la vida, y su
neurosis por añadidura, al hecho de que arrastran
consigo su actitud afectiva infantil. El diminuto
mundo del niño, y el ambiente familiar, son el mo­
delo según el cual nos construimos mentalmente

101
el mundo grande. Cuanto más interesante haya
formado un ambiente a un niño, tanto más se in­
clinará éste, una vez sea ya una persona mayor,
a ver, a través de los lentes de su afectividad, en
el mundo grande, el mundo pequeño de antaño
que conoció en su infancia. Al contrario, el enfer­
mo experimenta y ve el contraste antaño y hoga­
ño, e intenta, en la medida que esto le sea posible,
adaptarse. Cree acaso estar completamente adap­
tado, al llegar a comprender tal vez intelectual­
mente toda su situación; sin embargo, esto no le
impide que su afectividad cojee a gran distancia
detrás de su comprensión intelectual.

F antasías inconscientes. — N o será necesario


citar ejemplos para aclarar aún más este fenóme­
no; se observa a diario que nuestros afectos no
están a la altura de nuestra comprensión. Lo mis­
mo les pasa a los enfermos, sólo que en una esta­
la mucho más elevada. Puede acaso creer el enfer­
mo que es un hombre completamente normal,
excepto en su neurosis, y por tanto, que está
adaptado a las condiciones de la existencia. Sin
embargo, no sospecha que en realidad aún no ha
aprendido a renunciar a determinados postulados
de su infancia, y que todavía nutre en el fondo de
su alma esperanzas e ilusiones que nunca se han
hecho verdaderamente conscientes. Acaricia deter­
minadas fantasías preferidas que acaso sólo muy
raras veces son conscientes; pero, aun cuando
ocurra así, no lo son hasta tal punto que él mis­
mo sepa que las cultiva. Muchas veces no existen
en él sino en forma de esperanzas, prejuicios, pre­
suposiciones afectivas, etc. En tales casos, llama­
mos a las fantasías inconscientes. A veces, las fan-

102
tasías emergen a la conciencia periférica como
pensamientos completamente pasajeros, para vol­
ver a desaparecer inmediatamente, de modo que
el enfermo no es capaz de decir siquiera si ha
tenido o no tales fantasías. Sólo en el curso del
tratamiento psicoanalítico aprenden la mayoría de
los enfermos a fijar y a observar los pensamien­
tos que cruzan raudos por su mente. Aun cuando
todas estas fantasías hayan sido una vez cons­
cientes bajo la forma de un pensamiento que pasó
volando por nuestra mente, no por eso sería lí­
cito llamarlas conscientes, puesto que práctica­
mente quedan, en la mayoría de los casos, incons­
cientes. Tenemos pues perfecto derecho a llamar­
las inconscientes. (Existen también, desde luego,
fantasías infantiles que son completamente cons­
cientes, y que por tanto pueden ser reproducidas
en cualquier momento.)

E l inconsciente. — El sector de fantasías in­


fantiles inconscientes ha llegado a ser el objetivo
por excelencia del psicoanálisis, puesto que este
sector parece contener la clave de la etiología de
la neurosis. De un modo completamente distinto
a la teoría del trauma, nos inclinamos en este pun­
to —constreñidos por todos los motivos mencio­
nados— a suponer que el fundamento del presen­
te psicológico debe buscarse en la historia fa­
miliar.
Aquellos sistemas de fantasías que se presen­
tan inmediatamente a raíz de una mera pregunta
que formulamos al enfermo, son generalmente de
naturaleza compuesta, y suelen estar elaborados
novelística o dramáticamente. Son, a pesar de su
constitución elaborada, de un valor relativamente

103
escaso para la exploración del inconsciente. A esto
no les predestina ya tampoco su carácter de estar
demasiado expuestas a las exigencias de la ciencia
y de la moral convencional, precisamente porque
son conscientes. Con esto, quedan expurgados to­
dos estos detalles que personalmente podían ser
desagradables al individuo, o que son sencillamen­
te feos; sólo así llegan a ser presentables en socie­
dad, y ya no nos pueden revelar nada. Las fanta­
sías de más valor y que aparentemente son a la
vez más influyentes en el individuo, no son cons­
cientes, en el sentido descrito. Son, pues, suscep­
tibles de una exploración gracias a la técnica psi-
coanalítica. Sin querer detenerme más, aquí, en el
problema de esta técnica que se puede oír con
tanta frecuencia como se desee. Me refiero a la
observación de nuestros críticos según la cual es­
tará sugeridas al paciente desde fuera por ¡no-
$otr y no existirían, por tanto, niño en las aabe-
zas les psico;analistas. Esta crítica pertenece a
aquel categoría completamente gratuita de ob­
jeción que nos atribuyen groesros deslices de
apren iz. Creo que sólo personas desprovistas de
toda ase deeexperio cia jsi cológica y sin cono­
cimientos hsitórico-psicológicos son capaces de
formular tales objeciones. Quien tenga por lo me­
nos una idea superficial acerca de lo que es mito­
logía, no podrá pasar por alto los paralelismos
extremadamente sorprendentes que existen entre
las concepciones mitológicas y las fantasías in­
conscientes que el psicoanálisis trae otra vez a la
superficie. La objeción de que nuestro conoci­
miento de la mitología queda sugerido a los enfer­
mos, es una afirmación insensata, puesto que la
escuela psicoanalítica descubrió en primer térmi­
no las fantasías, y sólo después se puso a estudiar

104
la mitología. Sabido es cuán lejos estamos de
ésta los médicos.
Puesto que esas fantasías son, como hemos di­
cho, inconscientes, el enfermo ignora naturalmen­
te hasta su existencia, y dirigirle preguntas direc­
tas sobre el particular estaría desprovisto de sen­
tido. Sin embargo, podemos oír a cada paso que
los enfermos —y no sólo ellos, sino hasta los lla­
mados normales— nos dicen: «Pero si yo tuviera
tales fantasías, entonces, forzosamente, debería
tener algún conocimiento de ellas.» Pero lo que
es inconsciente es alga que se ignora de hecho.
También los que se oponen a nuestras teorías es­
tán completamente convencidos de que no existe
tal cosa. Este juicio es a priori escolástico, y es
imposible apoyarlo con argumentos alguno. No
nos es posible apoyarnos en el dogma de que tan
sólo lo que sea inconsciente puede ser psique
(«alma»), cuando en realidad nos podemos con­
vencer a diario de que nuestra conciencia no con­
tiene, de hecho, sino tan sólo una parte de la fun­
ción anímica. Los contenidos de nuestra concien­
cia se presentan todos en seguida bajo formas ex­
tremadamente complejas; la constelación de nues­
tro pensar, debido a los materiales de recuerdos
que poseemos, es, pues, preferentemente incons­
ciente. Nos vemos, puse, obligados (nos convenga
o no) a suponer la existencia de algo anímico no
consciente que —al igual de la cosa en sí de
Kant— no es, en principio, sino «un concepto
fronterizo meramente negativo». Pero como ocu­
rre que observamos repercusiones cuyo origen no
puede estar en la conciencia, nos vemos obligados
a asignar a la esfera de Lo No Sabido contenidos
hipotéticos; esto es, suponer precisamente que
las causas de determinadas repercusiones (conse-

105
cuencias) yacen en lo inconsciente, por no presen­
tarse bajo forma consciente. A esta definición de
lo inconsciente no se puede achacar, sin duda, que
sea «mística». No nos entregamos a la ilusión de
saber verdaderamente algo positivo sobre el es­
tado de lo anímico inconsciente, o de afirmar algo
acerca de él. En vez de ello, hemos recurrido a
conceptos simbólicos, en analogía con los concep­
tos que empleamos acerca de los fenómenos cons­
cientes, y esta terminología se ha evidenciado muy
útil en la práctica. Esta manera de crear concep­
tos es, además, la única posible, en virtud del
postulado: principia praeter necessitatem non
sunt multiplicanda. Hablamos, pues, de las reper­
cusiones del inconsciente exactamente de la mis­
ma manera que cuando hablamos de los fenóme­
nos de la conciencia. Algunos han visto la piedra
del escándalo en que Freud haya declarado acerca
de lo inconsciente: «no puedo sino desear», y han
tomado esta frase por una afirmación metafísica
inaudita, un poco al estilo de las tesis fundamen­
tales de la filosofía del inconsciente de Hartmann.
El escándalo se debe únicamente a que esos críti­
cos parten de una concepción metafísica del In­
consciente (de la cual manifiestamente no tienen
conciencia), como de un ente per se, proyectando
luego cándidamente su propia definición no ex­
purgada desde el punto de vista epistemológico
sobre nosotros. Para nosotros, el inconsciente no
es una entidad, sino meramente un término, sobre
la naturaleza metafísica del cual no nos permiti­
mos ninguna idea, contrariamente a aquellos psi­
cólogos de mesa de café que no sólo pretenden
estar muy exactamente informados sobre la loca­
lización del «alma» en el cerebro, sino que extien­
den su información sobre los corolarios fisiológi-

106
eos del proceso espiritual atreviéndose, pues, a
declarar con mucho aplomo que, fuera de la con­
ciencia, no pueden existir sino unos «procesos fi­
siológicos de la corteza cerebral». Que no se crea
posible en nosotros tales candideces. Si, por tan­
to, Freud nos dice que el inconsciente no puede
sino desear, entonces no hace más que describir
en términos simbólicos unas influencias cuya fuen­
te no es consciente, pero que no pueden ser con­
cebidos desde el punto de vista del pensar cons­
ciente, sino en analogía con los deseos. La escuela
psicoanalítica se da, además, perfecta cuenta de
que en cualquier momento puede iniciarse la dis­
cusión de si el «desear» representa o no una ana­
logía justa. Quien pueda proponernos otra solu­
ción mejor, será bienvenido. En vez de esto, nues­
tros objetantes se contentan esencialmente con
negar la existencia de los fenómenos, o, al reco­
nocer (bien contra su deseo) la existencia de al­
gunos de ellos, se abstienen de formulaciones teó­
ricas. Este último parecer es, desde luego, muy
comprensible desde el punto de vista humano,
puesto que no todo el mundo es capaz de pensar
teóricamente.
Si alguien logra liberarse del dogma de la iden­
tidad de la conciencia con la psique, y reconoce
con ello la posibilidad de que existan procesos
anímicos extraconscientes, entonces no podrá ya
afirmar ni poner en duda a priori la posibilidad
psicológica de lo consciente. Ahora bien, se suele
objetar a la Escuela psicoanalítica que afirma de­
terminados hechos para los cuales no posee nin­
gún motivo suficiente. Nos parece que la relación,
harto abundante, de casos, publicada en la litera­
tura psicoanalítica, contiene, en rigor, motivos
más que suficientes. Sin embargo, parecen esca-

107
sos a nuestros objetantes. Debe de existir, pues,
una gran discrepancia sobre la noción de la «su-
ficiencia~con respecto a las pretensiones de al­
cance de los motivos. El problema queda, pues,
planteado de esta forma: ¿Por qué formula pre­
cisamente la Escuela psicoanalítica pretensiones,
aparentemente mucho menores que las de la opo­
sición, a los motivos que comprueban sus formu­
laciones? La causa es muy sencilla. Un ingeniero
que ha construido un puente y calculado su re­
sistencia, no necesita ninguna prueba más para la
de la carga. Sin embargo, un profano escéptico
que no tiene ni idea de cómo se construye un
puente y de la capacidad de rendimiento que po­
see el material empleado en su construcción, exi­
girá pruebas completamente diferentes para la re­
sistencia del puente, puesto que lógicamente no
puede tener ninguna confianza en este punto. Es,
en primer lugar, la profunda ignorancia de nues­
tros objetantes, acerca de lo que estamos hacien­
do, lo que Ies hace plantear sus exigencias in ex­
tremas. En segundo lugar, surgen todas aquellas
humerosas malas inteligencias teóricas que, sin
excepción, no podemos conocer ni aclarar. Del
mismo modo que descubrimos casi diariamente
en nuestros pacientes siempre nuevos y cada vez
más sorprendentes malentendidos acerca de los
objetivos y los medios del psicoanálisis, así tam­
bién nuestros críticos son inagotables en la in­
vención de otras confusiones. Hemos visto antes,
al tratar del concepto mismo de lo inconsciente,
cuán falsos supuestos de orden filosófico pueden
imposibilitar la comprensión de nuestra termino­
logía. Es natural que una persona que asigne una
verdadera entidad absoluta a lo inconsciente, for­
mule postulados completamente diferentes —y

108
hasta irrealizables— , tal como nuestros adversa­
rios lo hacen efectivamente a nuestros motivos
de comprobación. Si se tratase de demostrar la
inmortalidad personal, entonces sería preciso reu­
nir montones completamente diferentes de los
más importantes comprobantes, lo mismo que si
se tratase de demostrar la existencia de plasmo-
días en una persona enferma de malaria. Las es­
peranzas metafísicas perturban aún demasiado el
pensamiento científico para que la gente sea ca­
paz de concebir los problemas tan sencillamente
como son en la realidad,
Sin embargo, a fin de no mostrarnos injustos
para con nuestros críticos y objetantes, es preci­
so poner de relieve que la Escuela psicoanalítica
— aunque inocentemente— ha dado ocasión a
muy numerosas confusiones. Una de las prin­
cipales fuentes de las mismas es la falta de clari­
dad teórica. Desgraciadamente, no poseemos nin­
guna teoría muy representativa. Sin embargo, todo
lector culto sabrá comprender y perdonar esto
tan pronto como vea, en un caso concreto, con
qué género de dificultades tenemos que luchar
continuamente los psicoanalistas. En absoluto
antagonismo a la opinión de la casi totalidad de
críticos, Freud lo es todo menos un espíritu teóri­
co. Es empirista, lo que reconocerá sin más, todo
el que ahonde con un mínimo de objetividad en
las obras freudianas, intentando colocarse en su
punto de vista en el análisis de los casos concre­
tos. Esta disposición a la objetividad no es, des­
graciadamente, privilegio de nuestros críticos y
objetantes. Como hemos oído ya tantas veces,
repugna y asquea a nuestros críticos ver como
nosotros vemos. Sin embargo, ¿cómo es posible
enterarse de las características peculiares del mé­

109
todo freudiano si el asco nos lo impide? Se llega
a la falsa y disparatada conclusión de que Freud
es un espíritu teórico por haber dejado de asimi­
lar los puntos de vista establecidos por él, que
forman una hipótesis de trabajo acaso imprescin­
dible. Se puede admitir con demasiada frecuencia
que los Tres estudios sobre la teoría sexual re­
presentan algo apriorístico y artificial, un produc­
to de una cabeza meramente especulativa, que
luego se dedica a sugerir sus propios pensamien­
tos a los pacientes. Es así como se altera la rea­
lidad, convirtiéndose en su exacto opuesto. Pero
el crítico tiene así, desde luego, un juego muy
fácil, y es precisamente esto lo que anhela. ¿Qué
les importa a los críticos la existencia de aque­
llas historias de casos concretos que el psicoana-
lítico coloca concienzudamente en la base de sus
asertos teóricos? Les importa Unicamente la teo­
ría de la técnica. No son, naturalmente, estos los
puntos vulnerables y flacos del psicoanálisis —ya
que esta doctrina no aspira a ser más que mero
empirismo—. En realidad, nos encontramos aquí
en medio de un campo amplio y sólo insuficiente­
mente cultivado en el cual el critico puede dar li­
bre curso a sus pasiones. En el dominio de la teo­
ría existen, sin duda, muchas incertidumbres y
muchas contradicciones. Hemos tenido plena con­
ciencia de ello, y ya mucho tiempo antes de que
la crítica de los sabios se hubiera dignado consa­
grar atención a nuestra labor.
Capitulo III

SUEÑOS Y NEUROSIS
Tras este paréntesis queremos volver al pro­
blema que nos ocupa de las fantasías inconscien­
tes. Nadie está autorizado —así lo hemos visto—
a afirmar dn más su exi:te n ca y sus peail iari-
dades, a no ser que se funce en consecuencias que
se manifiestan en la conciencia, cuyas fa enfess in­
conscientes pueden ser descritais en térni nos sim­
bólicos de la conciencia. Sólo i mporta saber si es
efectivamente poá ble encontrar en ésta <m se­
cuencias que correspondan a tales esperanzas. La
Escuela psicoanalítica afirma haber encontrado
tales consecuencias y repercusiones. Para men­
cionar, en primer lugar, el problema principal,
me referiré al sueño. Podemos afirmar del sueño
que penetra en la conciencia en tanto que enti­
dad compleja cuya correlación con los elementos
que la constituyen no es consciente. Tan sólo una
enumeración subsiguiente de asociaciones de ideas
enlazadas con cada una de las imágenes del sue­
ño nos permitirá identificar el origen de las mis-

113
8 — Teoría del Psicoanálisis
mas con determinados recuerdos del pasado re­
moto o reciente. Uno se pregunta, por ejemplo.
Pero ¿dónde he visto u oído esto? Y en las sen­
das habituales de las asociaciones de ideas se pre­
senta inmediatamente el recuerdo de que, en par­
te, habíamos experimentado el día anterior, con
plena conciencia, determinadas porciones del sue­
ño, y, en parte, aun antes. Hasta aqui no habrá
nadie que nos contradiga, ya que estas cosas son
umversalmente conocidas. Así, pues, considera­
mos el sueño como la composición, por regla ge­
neral incomprensible, de determinados elemen­
tos, por lo pronto inconscientes, que quedan re­
conocidos otra vez, retrospectivamente, mediante
las asociaciones de ideas (1). Tampoco se podría
imaginar que determinados detalles del sueño
poseyeran forzosamente una cualidad de ser cono­
cidos, de lo que se deduciría su carácter cons­
ciente, sino que son a menudo (y hasta podría­
mos decir casi siempre) inidentificables en el pri­
mer instante. Solamente después nos acordamos
de haber experimentado también en la vida cons­
ciente tal o cual detalle del sueño.
Podemos considerar, por tanto, el sueño, ya
desde este punto de vista, como una consecuencia
de origen inconsciente. La técnica de que nos ser­
vimos para su interpretación es aquella misma
que ya hemos indicado, y que todos los investi­
gadores de sueños han empleado sin más ni más
mucho antes de Freud. Simplemente, se intenta
acordarse de dónde pueden provenir los detalles
del sueño. Es un hecho que determinados elemen-

( 1) Aun esto podría ser combatido, alegando que es un aserto


apriorístico. Sin embargo, tengo que hacer notar que esta opinión
corresponde a la única «hipótesis de trabajo)) universalmente re­
conocida: la deducción del sueño de vivencias y pensamientos del
pasado más reciente. Nos movemos, pues, en un terreno conocido.

114
tos del sueño son oriundos de la vigilia, y ante
todo de vivencias que hubieran caído inmediata­
mente en el más seguro de los olvidos, a causa
de su insignificancia notoria, y que, por consi­
guiente, viajaban con rumbo al inconsciente de­
finitivo. Tales partes del sueño son precisamente
derivadas de «representaciones inconscientes».
Este término ha chocado mucho; nosotros, des­
de luego, estamos lejos de concebir las cosas tan
concretamente — para no decir tan torpemente— ,
como nuestros críticos; esta expresión proviene
del simbolismo de la conciencia. Tal como hemos
dicho, no tenemos otra posibilidad que la de con­
cebir lo inconsciente según el modelo de lo cons­
ciente. No creemos, desde luego, que basta el in­
vento de un nombre bello, y en lo posible in­
comprensible, para llegar a comprender una .cosa.
El principio de la técnica disolutiva del psicoa­
nálisis es sencillísimo y es ya umversalmente
conocido. Luego, se procede consecuentemente de
la misma manera. Si permanece durante cierto
tiempo en el mismo sueño — lo que naturalmente
nunca se suele producir fuera del psicoanálisis— ,
entonces se logran descubrir aún más recuerdos
relacionados con los fragmentos particulares del
mismo. No siempre, desde luego, se consigue ha­
llar para determinados detalles el correspondien­
te material de recuerdos. Si hablamos aqui de
«recuerdos», no concebimos por ellos, claro está,
única y exclusivamente aquellos recuerdos que se
refieren a determinados acontecimientos concre­
tos, sino también las reproducciones de relaciones
de significados. Denominaremos a los recuerdos
reunidos el «material del sueño». Este material
queda luego sometido a un procedimiento que se
emplea universalmente en todas las ciencias:

115
siempre que se tenga que elaborar un material
experimental, se procede ante todo a la compara­
ción de las partes, ordenándolas entre sí a base
de las analogías que presenten. Es de esta manera
como procedemos también a la elaboración de
nuestro material de sueños: buscamos ante todo
los rasgos comunes, ya sean de carácter mera­
mente fQrmal, ya de carácter material. Es pre­
ciso, naturalmente, librarse de ciertos prejuicios.
He visto muy a menudo cómo el principiante en
en materia psicoanalítica confía de antemano en
encontrar tal o cual rasgo, en cuyo sentido in­
tenta luego forzar todo su material. Este hecho
me llamó especialmente la atención en aquellos
colegas que antes habían sido adversarios más
o menos violentos de nuestra doctrina, dejándose
guiar por los ya conocidos prejuicios y malas inte­
ligencias. Cuando el Destino quiso que yo les pu­
diera analizar —con cuyo motivo han podido ad­
quirir por vez primera una comprensión del mé­
todo—, entonces, su primer error solía ser, al
emprender a su vez la labor psicoanalítica, 'el im­
poner a su material criterios gratuitos y preconce­
bidos, o sea que aplicaron a su material aquella
animadversión que profesaban antes contra el
mismo psicoanálisis en general. Resultó que aún
no habían llegado a comprender el psicoanálisis
con toda la debida objetividad, sino que lo se­
guían valorando en consonancia con sus propias
—y completamente subjetivas— fantasías.
Una vez decididos a pasar revista a los sueños
del paciente, no debemos retroceder ante ningún
símil, ante ninguna comparación. El material
consiste casi por regla general en representacio­
nes harto dispares, de las cuales es a veces muy
difícil sacar el tertium comparationis. Me veo

116
obligado a renunciar dentro del marco de un li­
mitado estudio. Quisiera recomendar, pues, al
lector, el estudio de Rank en el Psychoanalysti-
sches Jahrbuch, tomo II, titulado: «Un sueño que
se interpreta a sí mismo.» Se desprende de este
trabajo cuán extensos son los materiales que
pueden tenerse en cuenta como base de compara­
ción.
Procedemos, pues, a la oportuna interpretación
de lo inconsciente, de la misma manera como se
procede siempre que se trata de comparar mate­
riales cualesquiera para obtener una conclusión.
Se nos ha objetado ya muchas veces: ¿Por qué
el sueño debe abarcar forzosamente algún conte­
nido inconsciente? A mi parecer, esta objeción
es radicalmente anticientífica. Todo motivo psi­
cológico tiene su historia peculiar. Toda frase que
yo pronuncie, posee, además del significado cons­
ciente que le he asignado, otro significado histó­
rico que puede ser completamente diferente del
anterior. Intencionadamente acabo de expresarme
de una manera algo paradójica; pero de ningún
modo me atrevería a afirmar que podemos acla­
rar el significado historicoindividual de cada fra­
se. En materiales más amplios y complicados, tal
intento suele ser más fructífero. Sin duda, todo
el mundo está convencido de que, haciendo abs­
tracción del contenido explícito de un poema, el
poema mismo caracteriza además su forma, con­
tenido y génesis. En tanto que, en su poema, no
hizo el poeta mas que conferir una elocuente ex­
presión momentánea a una tonalidad afectiva, el
historiador de la literatura ve, en ella y detrás de
él, cosas que el mismo poeta nunca hubiera po­
dido sospechar. Los análisis que el historiador
de la literatura realiza sobre las producciones de

117
un poeta pueden ser com prados exactamente con
el psicoanálisis, sin retender eludir los errores
y equivocaciones pued n cometer ambos.

A n á l is is de u n acto s im b ó l ic o : el b a u t is m o . —
En términos generales, la ciencia que más analo­
gías ofrece con el psicoanálisis es, especialmente,
la Historia, con su análisis y síntesis. Suponga­
mos, por ejemplo, que no comprendiéramos lo
que significa la admisión del catecúmeno dentro
de la comunidad cristiana. Pero esta explicación
no puede satisfacernos, y preguntamos en seguida:
¿Por qué ha de ser rociado el catecúmeno con
agua, etcétera, etc.? Para comprender bien este
rito, es preciso acumular datos comparativos acer­
ca de la historia de los ritos, esto es, de los re­
cuerdos de la Humanidad sobre este particular.
Y esto desde los puntos de vista más diferentes:
1) El bautismo significa manifiestamente un
rito de iniciación; por tanto, es preciso aportar
todos los antecedentes posibles acerca de ritos
semejantes.
2) El bautismo se efectúa mediante agua.
Esta forma peculiar requiere otra serie de recuer­
dos, a saber, los que se refieren a aquellos ritos
en los cuales se emplea el agua.
3) El catecúmeno queda rociado con agua.
Para aclarar este punto preciso es necesario apor­
tar todos aquellos ritos en los cuales se realiza
un acto de inmersión del iniciado; aquellos en
los que el catecúmeno queda solamente rociado
por el agua, etc.
4) Deben tenerse presentes todas las reminis­
cencias de la mitología, costumbres supersticio­
sas, etc., que acusen algún paralelismo con el

118
simbolismo del acto bautismal.
Obtendremos de esta manera un estudio com­
parativo histórico-religioso sobre el acto del bau­
tismo. Así llegaremos a descubrir los elementos
sobre cuya base se ha formado dicho acto, al mis­
mo tiempo que nos enteramos de su significado
original y del mundo mitológico abundante en
elementos que sirven para formar religiones y
que nos harán comprender todos los Jgcificados
variados e inteligibles del bautismo. No de otro
modo procede el psicoanálisis con el sueño; reú­
ne paralelismos históricos, inclusive los más
apartados, y esto para cada detalle del sueño; in­
tenta luego esbozar una historia psicológica, del
sueño en cuestión y de los significados en los
cuales se logra —al igual que con el análisis del
acto del bautismo— una comprensión más pro­
funda de la tan admirable, magnífica y fina red
de determinaciones inconscientes; comprensión
que podemos comparar, según acabamos de de­
cir, con la explicación histórica de un acto que
antes estábamos acostumbrados a considerar tan
sólo unilateral y superficialmente.
Esta excursión sobre el método psicoanalítico
me parece de ineludible necesidad. A consecuen­
cia de los tan divulgados errores que intentan
desacreditar continuamente dicho método, me he
visto obligado a dar aquí, en términos generales,
cuenta exacta del método psicoanalítico y del
puesto que ocupa dentro de la metodología cien­
tífica. No dudo que existen aplicaciones superfi­
ciales y hasta abusivas del mismo. Sin embargo,
a los ojos de una persona que juzgue las cosas
objetivamente, esto no podría ser de ninguna
manera una objeción contra el mismo método
(como tampoco un cirujano malo podría ser ar-

119
gumento contra la validez universal de la ciru­
gía). Tampoco pongo en duda que no todas las
exposiciones de la teoría del sueño por parte de
los psicoanalistas, están desprovistas de errores
o de concepciones equivocadas. Sin embargo, esto
se debe en gran parte a que, debido a su forma­
ción científico-natural, no es fácil para los médi­
cos asimilarse los mismos conceptos fundamenta­
les de un método psicológico por excelencia, aun
cuando por instinto lo lleguen a manejar prácti­
camente bien.
El método que acabamos de esbozar, en sus
líneas generales, es aquel que yo profeso y por
el cual me declaro científicamente responsable.
Aventurarse a interpretar los sueños sin más ni
más, haciendo intentos de interpretación inme­
diata, lo considero absolutamente reprobable y
científicamente ilícito. Proceder de esta manera,
no es tener método, sino obrar arbitrariamente, y
esto acarrea su propio castigo al igual de todo
método falso con la esterilidad de los resultados
obtenidos.
Si para mis disposiciones sobre los principios
del método psicoanalítico me he basado precisa­
mente en el sueño, esto se debe al hecho de que
el sueño constituye uno de los ejemplos más
claros de aquellos contenidos de conciencia cuya
composición escapa a una comprensión directa
e indirecta. Si alguien pone un clavo con ayuda de
un martillo, para colgar algo en él, entonces com­
prendemos perfectamente cada fase de su proce­
der, que nos es inmediatamente evidente. No ocu­
rre asi en el acto del bautismo, en el cual cada
fase es problemática. Llamamos, pues, a los ac­
tos cuyo sentido y objetivo no queda inmediata­
mente claro, actos simbólicos o sencillamente

120
símbolos. A base de este razonamiento, llamamos
también simbólico al sueño, puesto que es un
fenómeno psicológico cuy origen, sentido y ob­
jetivo permanecen oscuros, y que es, por tanto,
uno de los productos más característicos de una
constelación inconsciente. Como muy acertada­
mente dijo Freud, el sueño, es, pues, la carretera
real, la vía regia que conduce al inconsciente.
Además del sueño, existen aún muchos efectos
clarísimos de constelaciones inconscientes. En el
experimento de asociaciones de ideas, poseemos
con toda exactitud las consecuencias partiendo
precisamente del inconsciente. Las encontramos
en aquellas perturbaciones del experimento que
he denominado «características de complejos. La
tarea que el experimento de las asociaciones plan­
tea al sujeto, es tan extraordinariamente fácil y
sencilla, que hasta los n iñ o s s o n capaces de reali­
zar sin dificultad alguna las condiciones exigidas.
A h o r a bien, llama la atención que, a pesar de es­
tos hechos, tengan que n o t a r s e tantas p e r tu r b a c io ­
nes de la actividad intencionada en este experi­
mento. Las únicas causas que se pueden eviden­
ciar como motivo de las perturbaciones, demues­
tran ser las constelaciones en parte conscientes,
en parte inconscientes a base de los llamados
complejos. En la mayoría de los casos de per­
turbación, no es difícil establecer la relación con
unos complejos de representaciones que tienen
acento afectivo. Sin embargo, necesitamos muy a
menudo del método p s ic o a n a lític o para aclarar
estas relaciones, o sea que debemos preguntar a
los sujetos del experimento, o a los pacientes,
qué clase de asociaciones surgen en e llo s relacio­
nadas con la reacción perturbada. Obtendremos
con esto el material histórico de esta p e r tu r b a -

121
ción, que luego servirá de base al enjuiciamiento
del caso. Se nos ha objetado muy inteligentemen­
te que entonces la persona sujeta a experimento
puede decir también las mayores sandeces. Esta
objeción se nos suele hacer con la premisa (que
espero sea inconsciente) de yue el historiador que
acumula material para la monografía que se
propone escribir es un idiota, incapaz de distin­
guir entre paralelismos verdaderos y paralelis­
mos meramente aparentes, dejándose engañar
por los relatos más mentirosos. El especialista
dispone siempre de los medios necesarios para
evitar con toda seguridad las faltas más gruesas,
y con gran probabilidad las de menor bulto. La
desconfianza de nuestros objetantes a ese respec­
to es algo divertido, ya que es un hecho muy
conocido para todo aquel que comprenda la labor
del psicólogo la relativa facilidad de ver dónde
existe una correlación y dónde no. En primer lu­
gar, toda mentira caracteriza muy bien al mismo
sujeto, y luego, por regla general, es muy fácil
descubrir todo engaño.
Sin embargo, es preciso pensar en otra obje­
ción que nos merece una atención aún mayor. Po­
dríamos preguntarnos si los recuerdos producidos
a posteriori han servido efectivamente de base a
los sueños habidos. Si por la noche leo un relato
de una batalla interesante y sueño después en la
guerra balcánica y luego, al analizar el sueño,
vuelven a presentárseme otra vez recuerdos de
determinados detalles de la narración antedicha,
entonces, hasta el más riguroso crítico tendrá
que reconocer que el relacionar retrospectivamen­
te todo esto es un procedimiento justificado. Tal
como lo he mencionado ya antes, ésta es una de
las más manejables hipótesis de trabajo sobre

122
todas las demás asociaciones relacionadas con los
detalles del sueño. Con ello no hemos dicho, en
realidad, más que esto: tal detalle del sueño está
relacionado con tal asociación; tiene, pues, algo
que ver con él, y existe alguna relación entre
ambos. Si uno de nuestros más distinguidos crí­
ticos observó una vez que mediante las interpreta­
ciones psicoanalíticas podríamos relacionar un
pepino con un elefante, este mismo crítico nos de­
mostró precisamente con su asociación de ideas
pepino-elefante, que ambas cosas poseen en su
mente algún rasgo asociativo común. Se debe
poseer una buena dosis de frescura y un juicio
magistral para que uno se atreva a afirmar que
el espíritu humano establece asociaciones de ideas
completamente desprovistas de todo sentido. De
modo que, en este caso, es suficiente pensar un
poco para comprender el sentido de esta asocia­
ción de ideas.
En el experimento de la asociación de ideas
podemos determinar influencias, a veces extraordi­
nariamente intensas, de lo inconsciente, en las lla­
madas interferencias de complejos, Estos actos
fallidos en el seno del experimento son prototípi-
cos de los de la vida cotidiana en general, que
podemos designar, en la mayoría de los casos,
como interferencias de complejos. Freud reunió
una excelente colección de datos de esta índole
en su Psicopatología de la vida cotidiana. Trátase
aquí de los llamados actos sintomáticos que tam­
bién se podrían denominar, desde otro punto de
vista y muy acertadamente, actos simbólicos, y
'luego los actos fallidos propiamente dichos, como
olvidos, lapsus linguae, etc. Todos estos fenóme­
nos aparecen a raíz de alguna constelación incons­
ciente, y representan, pues, otras tantas puertas

123
de entrada al reino de los inconsciente Si los ac­
tos fallidos se presentan acumulados, deben ca­
lificarse de neurosis, que se manifiesta bajo este
aspecto como un solo gran acto fallido, y que
debe ser concebido, por tanto, como consecuencia
de alguna constelación inconsciente.
El experimento de las asociaciones de ideas
representa, pues, más de una vez, un medio ade­
cuado para penetrar, por decirlo así, directamente
en medio del inconsciente; en la mayoría de los
casos no es, sin embargo, más que una simple
técnica que nos proporciona una selección de ac­
tos fallidos que luego pueden ser utilizados, gra­
cias al psicoanálisis, para la exploración del in­
consciente. Este es actualmente el sector más se­
guro de aplicación del experimento asociativo.
Sin embargo, me será permitido hacer notar que
tal vez dicho experimento nos brinde aún otros
datos, especialmente valiosos, que nos podrían
permitir una ojeada directa en la inconsciencia.
Sin embargo, este problema no me parece aún su­
ficientemente maduro para poder hablar de él.

Los c o m p l e j o s DE E d i p o y de E l e c t r a . — Tal
vez el lector tenga ya más confianza en el carácter
científico d'e nuestro método, después de cuanto
hemos dicho ya sobre él; de modo que no le será
tal vez difícil suponer que el contenido de la
fantasía que el trabajo psicoanalítico llegó a ela­
borar, no representa meramente unas hipótesis
e ilusiones arbitrarias de los psicoanalistas. Aca­
so el lector esté también dispuesto a enterarse pa-<
cientemente acerca de lo que nos cuentan los
contenidos inconscientes de la fantasía. Las fan­
tasías de las personas mayores, en tanto que son

124
conscientes, poseen enorme variedad y formación
individualísima. Su descripción general es, pues,
por decirlo así, imposible. Sin embargo, no ocurre
así si penetramos mediante el análisis en el mun­
do de fantasías inconscientes de un adulto. Aun
allí, la variedad de los m ateriales de la fantasía,
es, sin duda, demasiado grande, pero la peculiari­
dad individual ya es muchísimo menos acusada
•que en el sector consciente. Tropezamos aquí con
m ateriales ya mucho más típicos, que por lo me­
nos vuelven a aparecer no raram ente en personas
distintas. Poseen gran constancia, por ejemplo,
aquellas representaciones que no son sino va­
riaciones de las ideas que volvemos a encontrar
en las religiones y en la mitología. Este hecho
es tan concluyente, que podemos decir que he­
mos descubierto en estas fantasías los estudios
previos de las representaciones mitológicas y reli­
giosas. Tendría que extenderme demasiado si qui­
siera aportar aquí los necesarios ejemplos con­
vincentes; en vez de ello, llamaré la atención so­
bre los correspondientes capítulos de mi Wand-
lungen und Symbole der Libido. Sólo a titulo de
mención, diré que, por ejemplo, el símbolo cen­
tral del cristianismo, el sacrificio, desempeña un
papel im portante en las fantasías inconscientes.
La Escuela vienesa ha descrito este fenómeno
bajo el nombre (que fácilmente se presta a equí­
vocos) de «complejo de la castración». Este tér­
mino —que en esta acepción es paradójico— de­
riva de la actitud muy peculiar, ya antes caracte­
rizada, de la sexualidad. En mi trabajo antes men­
cionado, dediqué especial atención al problema
del sacrificio. Tengo que limitarme a esta men­
ción incidental y apresurarm e a decir cuatro pa­
labras sobre el origen de los m ateriales incons­

125
cientes de la fantasía de que venimos hablando.
En la inconsciencia del niño, las fantasías llegan
a simplificarse considerablemente en proporción
al medio ambiente infantil. Hemos podido reco­
nocer, gracias al conjunto de esfuerzos realizados
por la Escuela psicoanalítica que la fantasía sin
duda más frecuente de la infancia es el llamado
complejo de Edipo. También este térm ino me
parece extremadamente inadecuado. Sabemos per­
fectamente que el sino trágico de Edipo consistía
en desposarse con su madre y en dar m uerte a su
padre. Este trágico conflicto de la edad m adura
parece estar muy alejado de la psique infantil, y,
por tanto, es inconcebible para el profano cómo
puede surgir percisam ente en un niño. Sin em bar­
go, si reflexionamos un poco, veremos que el ter-
tium comparationis consiste precisamente en la
delimitación estrecha del sino de Edipo sobre los
padres de éste. Esta delimitación caracteriza, efec­
tivamente, al niño; en cambio, para el destino de
las personas mayores, los padres no desempeñan
ya un papel tan primordial. En este sentido, Edi­
po representa en realidad un conflicto infantil,
pero con la ampliación que representa su proyec­
ción a la edad adulta. El térm ino «complejo de
Edipo» no quiere decir, naturalm ente, que pense­
mos en el conflicto en su forma adulta, sino tan
sólo en su disminución y atenuación infantil. En
prim er lugar, dicho térm ino no quiere decir sino
que las exigencias de am or del niño se dirigen h a ­
cia sus padres, y en la medida en que estas exi­
gencias hayan cobrado cierta intensidad (de modo
que defiendan el objeto de su elección con celos),
en la m isma medida, repito, podemos hablar efec­
tivam ente de un complejo de Edipo. Desde luego,
con esta disminución y debilitación del complejo

126
de Edipo no queremos significar una disminución
de la sum a afectiva en general, sino tan sólo la
participación reducida, característica para el niño,
en los afectos sexuales del problema. En cambio,
los afectos infantiles poseen una intensidad abso­
luta, hecho característico en los adultos para e l
afecto sexual. El niño pequeño quisiera poseer él
sólo a la m adre y hacer desaparecer al padre.
Como es sabido, los niños pequeños saben ya a
veces muy bien cómo interponerse de la m anera
más celosa entre sus padres. En la inconsciencia,
estos deseos o intenciones cobran forma más con­
creta y drástica. Los niños son unos hom brecitos
primitivos, y, por tanto, poco escrupulosos en el
m atar; tanto más fácil es que este pensam iento
esté aún presente en su inconsciente, lo que suele
m anifestarse a veces bajo las form as más violen­
tas. Así como el niño suele ser por regla general
inofensivo, también suele ser aparentem ente peli­
groso. He dicho «por regla general», ya que sa­
bido es que tam bién los niños pueden ceder en
ciertas ocasiones a sus instintos de m atar no sólo
indirectamente, sino hasta directamente. Pero de
la m isma m anera que el niño no es aún capaz de
tener intenciones según un plan preconcebido,
tam poco nos parecen peligrosos sus deseos de
m atar. Lo m ismo se puede decir de la intención
edípica frente a la madre. Estas ligeras alusiones
de la fantasía edípica pueden ser pasadas por alto
muy fácilmente en la esfera de la conciencia; esto
explica que gran parte de los padres estén con­
vencidos de que sus hijos no poseen el complejo
de Edipo. Los padres están casi siempre, al igual
que los enamorados, cegados frente al objeto de
su cariño. Pero cuando nosotros afirmamos q u e
el complejo de Edipo no es, en prim er término,

127
sino una m era fórmula del deseo infantil frente a
los padres y del conflicto que este deseo provoca
—ya que lo ha de provocar forzosamente todo
deseo egoísta—, la cosa podría parecer aún más
aceptable. La historia de la fantasía edípica tiene
particular interés, ya que nos enseña muchas co­
sas sobre el desarrollo de las fantasías incons­
cientes en general. Se suele creer, naturalm ente,
que el problema de Edipo es un problema exclu­
sivo del hijo. Es notable que esto no sea sino
una ilusión. Muy a menudo la libido sexualis no
alcanzó sino sólo relativamente tarde en la puber­
tad su diferenciación definitiva, que corresponde
al sexo del individuo. Antes de esta diferenciación
definitiva, la libido sexualis acusa un carácter
sexualmente indiferenciado, que se suele denomi­
n ar también carácter bisexual. Es, pues, hasta
cierto apunto sorprendente que tam bién niñas pe­
queñas puedan acusar el complejo de Edipo. Des­
pués de cuanto sabemos ya sobre psicoanálisis,
el prim er amor pertenece siempre a la madre, in­
diferentemente a si el niño es de uno o de otro
sexo. En esta fase, si el amor hacia la m adre es
muy distinto, el padre queda alejado con vehemen­
tes celos por parte del niño, como un rival inde­
seable. Desde luego, en esta edad tan temprana,
la m adre no posee ningún significado sexual res­
pecto a su hijo que bajo ningún aspecto merezca
mención. Así, pues, el término «complejo de Edi­
po» no parece muy feliz. En esta fase de la vida,
la m adre no tiene otro papel sino el de un ser
que ampara, rodea y alimenta al niño, y todo «pla­
cer» que de ella provenga tiene tan sólo estas ca­
racterísticas.
También el balbuceo que significa madre
—ma ... m a...— es, de m anera harto característica,

128
idéntico a la voz que designa el pecho materno.
Como me comunicó oportunam ente la doctora
Beatrice Efinkle, una encuesta infantil dio por re­
sultado que definiesen a la m adre como la perso­
na que da la comida, el chocolate, etc. Difícilmen­
te se podría afirmar, tratándose de tan corta edad,
que el comer no fuese sino un mero símbolo de lo
sexual (aunque a veces esto ocurra así, mucho
m ás tarde, en personas mayores). Cuán potente es
la fuente nutritiva del placer, nos lo demuestra
la más somera ojeada sobre la historia de la civi­
lización. Los lujuriosos banquetes de la Roma de­
cadente podían basarse en lo que fuera menos en
la sexualidad reprimida, puesto que los romanos
de aquella época pueden ser acusados de todo ex­
cepto de esto. Y que estos excesos fueran un mero
sustituto, esto es cierto; sólo que no lo eran de
la sexualidad, sino de las funciones morales desa­
tendidas, que muy erróneamente se suelen concebir
como algo que es impuesto al hombre desde fue­
ra a la fuerza. Los humanos tenemos las leyes que
nos fabricamos nosotros mismos.
Yo no identificaría, sin más ni más, tal como
lo he explicado ya más arriba, la sensación de pla­
cer con la sexualidad. En la primera infancia, la
parte que corresponde a la sexualidad en las sen­
saciones de placer es verdaderamente intima. Sin
embargo, los celos pueden desempeñar ya en ello
un papel importantísimo, puesto que también los
celos son algo que no pertenece sin más ni más
al sector sexual; ya la envidia de la comida tiene
gran parte de la producción de las primeras in­
citaciones celosas. Basta pensar en los animales.
Sin duda, también se añade a ello un erotismo
precozmente germinante. Este elemento va forta­
leciéndose poco a poco en e l curso de los años,

129
9 — T e o r ía d el P sicoan álisis
de modo que el complejo de Edipo toma pronto
su forma clásica. Con los años, el conflicto cobra
en el hijo una forma más viril, y por tanto más
típica, m ientras que en las hijas se desarrolla la
inclinación específica bien conocida hacia el pa­
dre y la correspondiente actitud de celos frente a
la madre. Podríamos denominar, pues, este com­
plejo, en el caso de las hijas, complejo de Elec­
tro., Sabido es que Electra tomó venganza san­
grienta de su m adre Clitemnestra por el asesinato
del marido de ésta, a consecuencia del cual Elec­
tra perdió a su amadísimo padre. Ambos comple­
jos de fantasía van formándose cada vez más con
la progresión de la madurez, para llegar a una
nueva fase sólo en el tiempo de la pospubertad,
deshaciéndose de los padres. Hemos visto ya el
símbolo de esta separación; el símbodo de sacri­
ficio.
Cuanto más lejos llega el desarrollo de la
sexualidad, tanto más consigue alejar al individuo
del marco de su familia, para que cobre indepen­
dencia y autonomía. Ahora bien, todo hijo está,
a raíz de su historia personal, en íntimo enlace
con la familia, especialmente con la madre; por
tanto, sólo con grandes dificultades se logra el
librarse íntimamente del ambiente infantil, o, m e­
jo r dicho, de una actitud infantil que existe en
cada cual. Si la persona que va madurando no
consigue muy pronto el intimo desasimiento, en­
tonces el complejo de Edipo y de Electra se con­
vierte en un conflicto, y con ello, está dada la
posibilidad de tada clase de perturbaciones neu­
róticas, puesto que una libido entonces ya desa­
rrollada en un sentido netamente sexual, se apo­
dera del marco que le brinda el complejo, y pro­
duce efectos y fantasías que manifiestan de modo

130
innegable la existencia, llena de consecuencias,
de unos complejos que antes permanecieron in­
conscientes y relativamente inactivos. La conse­
cuencia más inmediata será la producción de re­
sistencias intensas contra los impulsos inmorales
que son oriundos de los complejos que desde ese
momento cobran actividad. Las consecuencias de
esta actividad consciente pueden ser de naturaleza
muy diversa. Ora son directas — entonces se pro­
ducen en el hijo violentas resistencias contra el
padre, y una actitud especialmente cariñosa y su­
misa frente a la madre— . Ora las consecuencias
son indirectas, esto es, compensadas; en tal caso
encontramos, en vez de la resistencia frente al pa­
dre una sumisión peculiar al mismo, y una acti­
tud negativa e irritable frente a la madre. Las
consecuencias directas y compensadas son, ade­
más, intercambiables entre sí con el tiempo. Lo
mismo puede decirse tam bién acerca del complejo
de Electra. Si la libido sexualis quedara estanca­
da en esta forma de conflicto, entonces el com­
plejo de Edipo y de Electra tendría que conducir
forzosamente a asesinatos e incestos. Desde lue­
go, estas consecuencias no se producen en el hom­
bre civilizado, como tampoco las vemos en el
primitivo hombre «am oral», puesto que en tal
caso la Humanidad se hubiera extinguido ya des­
de tiempos inmemoriales. Por el contrario, el he­
cho natural de que cuanto nos rodea o nos ha
rodeado cotidianamente pierda su aliciente espe­
cial, induciendo por tanto a la libido a la busca
de nuevos objetos, representa un regulativo impor­
tantísimo que impide asesinatos e incestos. Lo ab­
solutamente normal y real es, pues, el desarrollo
progresivo de la Zibido hacia objetos extrafamilia­
res, y el estancamiento de la misma dentro del

131
marco de la familia constituye un fenómeno anor­
mal y dañino. Es, sin embargo, un fenómeno que
puede producirse, más bien como una especie de
alusión ligera, hasta en personas completamente
normales.
La fantasía inconsciente del sacrificio que se
produce mucho tiempo después de la pubertad, ya
durante la edad m adura —de lo cual se encuentra
un ejemplo detallado en mi estudio sobre Wand-
lungen und Symbole der Libido— no es sino una
continuación directa de los complejos infantiles.
La fantasía del sacrificio significa la renuncia a
los deseos de la infancia. Creo haber demostrado
esto en mi estudio antes citado, en el cual no he
dejado tampoco de llam ar la atención sobre los
paralelismos históricos-religiosos existentes. El he­
cho de que este problema desempeñe un papel
tan im portante precisamente en las religiones, no
es de ninguna manera sorprendente, puesto que la
religión representa uno de los apoyos más eficaces
de nuestro proceso de adaptación psicológica a la
realidad. Lo que más impide toda nueva adquisi­
ción en el proceso de la adaptación psicológica,
es la fijación conservadora de lo antiguo y de ac­
titudes pasadas. Sin embargo, el hombre no es ca­
paz de despojarse sin más ni más de su persona­
lidad anterior y de objetos precedentemente co­
diciados, porque con ello se despojaría de su li­
bido que m ora cerca de su pasado. De este modo,
empobrecería hasta cierto punto. Es justam ente
aquí donde interviene la religión, asegurando el
encauzamiento de la libido relacionada con los
objetos infantiles (=padres), a través de canales
d e símbolos muy adecuados, hacia unos represen­
tantes simbólicos de lo s anteriorm ente habidos:
lo s dioses, con lo cual se hace posible la transi-

132
ción del mundo infantil al mundo adulto. Con ello,
la libido encuentra una nueva aplicación social.

El c o m pl e jo del — Freud concibe el


in c e s t o .

complejo del incesto de manera harto peculiar y


que dio lugar una vez más a violentas objeciones.
Parte del hecho de que el complejo de Edipo per­
manece por regla general en lo inconsciente, y
concibe ese hecho como consecuencia de una re­
presión precoz del orden moral. Tal vez no me ex­
prese muy correctamente, si reproduzco la teoría
freudiana con dichas palabras. Sin embargo, se­
gún la manera de ver del m aestro vienés, el com­
plejo de Edipo parece como reprimido, esto es,
como desterrado a lo inconsciente, a raíz de una
reacción de las tendencias conscientes; de modo
que casi parece como si el complejo de Edipo
sólo emergiera a la conciencia cuando al desarro­
llo del niño no se opone obstáculo alguno, y nin­
guna tendencia civilizadora influye en él (1).
Freud denomina a este obstáculo que impide pre­
cisamente esta plena realización del complejo de
Edipo, la barrera del incesto. Freud se imagina
—en la m edida en que nos sea posible concluir a
base de sus manifestaciones— que la barrera del
incesto es obra de una experiencia retroactiva o
de una corrección por la realidad, puesto que el
afán del 'inconsciente busca una satisfacción ili­
mitada e inmediata, con indiferencia respecto a
otras personas. Este modo de ver es idéntico al
de Schopenhauer acerca del egoísmo de la volun­
tad ciega, tan potente que una persona seria capaz
de m atar a su herm ano tan sólo para poder lus-
(1) Fue Stekel quien expresó con la mayor insistencia esta
opinión.

133
trarse las botas con el betún de éste. Freud supo­
ne que la barrera psicológica del incesto por él
postulada, podría ser comparada a aquellas prohi­
biciones del incesto que encontram os ya en los
salvajes muy poco organizados. Supone, además,
que estas prohibiciones son una prueba del hecho
de que el incesto se quiera llevar a cabo verdade­
ra y seriamente, por lo cual hay que estructurar
leyes prohibitivas en los estados más primitivos
de la civilización. Se imagina el creador del psi­
coanálisis que la tendencia hacia el incesto es,
pues, un deseo sexual completamente concreto, ya
que denomina a este complejo el complejo m edu­
lar por excelencia de las neurosis, y está dispues­
to a reducir a él más o menos toda la psicología
de la neurosis, así como otros muchos fenóme­
nos del sector intelectual.

La e t i o l o g í a de l a s n e u r o s i s . — Con esta nue­


va opinión profesada por Ereud, volvemos otra
vez al problem a de la etiología de las neurosis.
Hemos visto que la teoría psicoanalítica partió de
la vivencia traum ática de la infancia, cuya irreali­
dad parcial o total quedó demostrada. La teoría
se desvió ligeramente por tanto y se puso a bus­
car lo etiológicamente im portante en el desenvol­
vimiento de la fantasía anormal. La exploración
progresiva de la inconsciencia, prolongada duran­
te más de un decenio y apoyada en la labor de un
nutrido grupo de colaboradores, nos brindó por
fin un extensísimo material empírico que hizo re­
conocer que el complejo del incesto representa un
elemento extraordinariamente im portante q u e
nunca podría faltar en la fantasía morbosa. No
obstante, sería erróneo creer q u e el complejo del

134
incesto pertenece sólo al individuo neurótico; bien
al contrario, demuestra ser parte integrante tam ­
bién de la psique infantil normal. Por su mera
existencia aun no nos revela, pues, si va a con­
vertirse o no en nacimiento de una neurosis. Para
que pueda llegar a ser patógeno, necesita su con­
flicto; esto quiere decir que su complejo, en sí
ineficaz, debe ser avivado hasta producir un con­
flicto.
Con ello, tropezamos ahora con un problema
nuevo y muy importante. Si el «complejo medu­
lar» infantil no es más que una form a general y
en sí patógena, que necesita por tanto una acti­
vidad especial, tal como lo hemos llegado a reco­
nocer en nuestras consideraciones anteriores, en­
tonces todo el problema etiológico se desplaza.
Bajo estas circunstancias sería vano escrutar en
los recuerdos de la prim era infancia; porque ella
tan sólo nos aporta las formas más generales de
los conflictos mismos. El hecho de que la infan­
cia tenga ya a su vez conflictos, no cambia en
absoluto la situación, puesto que los conflictos in­
fantiles son muy diferentes de los conflictos de
las personas mayores. Aquellas personas en quie­
nes existe una neurosis crónica ya desde la infan­
cia, no presentan tampoco los mismos conflictos
de aquel entonces. La neurosis había podido pro­
ducirse al tener que ingresar el niño en la escuela.
En aquel entonces, se trataba de un conflicto en­
tre la dulzura mimada y el deber en la vida, esto
es, entre el am or a los padres y la obligada esco­
laridad. Pero hoy, el conflicto se produce entre
los goces de una existencia burguesa muy cómoda
y las exigencias severas de la vida profesional. Es
tan sólo una apariencia que los dos conflictos sean
idénticos. Ocurre lo mismo que cuando los alema­

135
nes de las guerras de independencia quieren com­
pararse con los antiguos germanos que se habían
alzado también contra el yugo romano.
Me parece que lo m ejor sería ilustrar el desa­
rrollo ulterior de la teoría psicoanalítica con el
ejemplo de aquella dama cuya historia ya es co­
nocida del lector desde los primeros capítulos.
Como aun se recordará, hemos llegado a la con­
clusión de que el susto causado por los caballos
condujo en la aclaración anamnésica al recuerdo
de una escena análoga ocurrida en la infancia,
ejemplo mediante el cual discutimos la teoría del
traum a. Hemos visto que el elemento patológico
por excelencia tiene que ser buscado sin duda en
la fantasía hipertrofiada, la cual es oriunda de
cierto retraso en el desenvolvimiento psicosexual.
Ahora se trata de aplicar los puntos de vista teó­
ricos hasta aquí elaborados, para que lleguemos a
comprender cómo aquella vivencia ha podido for­
m ar una constelación precisamente en aquel mo­
mento y con tanta eficacia.
El método más sencillo que nos proporciona
la explicación de aquel acontecimiento nocturno,
consiste en la detallada interrogación sobre las
circunstancias de tal momento. Primero me infor­
mé de las personas que acompañaban a la señora
en cuestión en el momento de la aventura, y
supe que conocía a un señor joven con el cual
pensaba casarse; le quería y confiaba en que po­
dían ser muy felices. Fuera de esto, no se descu­
bre por ahora nada interesante. Sin embargo,
nuestra exploración no debe dejarse desanimar
por una falta de hallazgos, cuando la interroga­
ción no es sino superficial. Existen vías indirec­
tas que nos sirven cuando fa vía directa no es
practicable. Volvemos, por tanto, otra vez, a

136
aquel extraño instante en que la señora se puso a
correr delante de los caballos. Nos informamos
ante todo acerca de sus acompañantes y del mo­
tivo que les había reunido en el banquete del cual
salían en aquel momento preciso. Resulta que se
trataba de una despedida a su m ejor amiga, que
estaba a punto de p artir para curar su nerviosis­
mo en un balneario extranjero, en donde se pro­
ponía perm anecer mucho tiempo. Dicha amiga
está casada, y, según se nos dice, muy felizmente;
tiene, además, un hijo. En cuanto a la pretendida
felicidad, nos será perm itido dudar de ella, pues­
to que, si así fuera, aquella señora no tendría, en­
tonces, motivos para estar nerviosa y tener que
ir a curarse. Formulando preguntas de otro orden,
me enteré de que la enferma fue llevada otra vez,
después del accidente, a casa de dicha amiga, ya
que ésta residía en el lugar más cercano. Allí fue
recibida hospitalariam ente, rendida como estaba,
por el marido. Al llegar a este punto de su narra­
ción, interrumpióse la enferma, turbóse y pareció
muy cohibida; intentó cam biar el tem a de la con­
versación. Se trataba aquí, manifiestamente, de
una reminiscencia desagradable para ella, que re­
surgió súbitamente a raíz de mis preguntas. Tras
la superación de muy tercas resistencias, descu­
brióse que durante la noche en cuestión había pa­
sado algo muy importante: su amable huésped,
marido de su amiga, le había hecho una ardiente
declaración de amor, a raíz de la cual se produjo
una situación que era difícil y molesta, en virtud
de la ausencia de la señora de la casa. Según ella
pretende, dicha declaración de am or cayó sobre
ella como caería un relámpago de un cielo sereno.
Sin embargo, una m ínima dosis de crítica que em­
pleáramos en este asunto nos enseñaría que tales

137
cosas nunca suelen caer inesperadamente de las
nubes, sino que tienen siempre su peculiar histo­
ria previa. La labor del análisis en las semanas si­
guientes consistía, pues, en excavar trozo por tro­
zo toda una larga historia de amores, hasta que
apareciera aclarado todo el cuadro de conjunto,
que podríamos resum ir de la siguiente manera:
Durante su infancia, nuestra enferm a era harto
pueril; sólo gustaba de salvajes juegos de niños,
burlándose de su propio sexo, y rehuyendo toda
clase de ocupaciones y hábitos femeninos. Después
de la fase puberal, en la que el problema erótico
la hubiera podido acosar más, empezó a rehuir
toda sociedad, y odiaba y despreciaba cuanto le
hacía recordar, aunque no fuera más que lejana­
mente, el papel sexual asignado por la Naturaleza.
Vivía en un mundo de fantasías que nada tenía
que ver con el de la dura realidad. Así, hasta los
veinticuatro años, rehuyó todas las pequeñas aven­
turas, esperanzas y jugueteos que suelen ocupar
a esa edad la vida interior de una mujer. Sin em­
bargo, en ese momento conoció al mismo tiempo
a dos muchachos que se proponían penetrar en su
seno de espinos. El señor A era el marido de su
entonces m ejor amiga; el señor B era un amigo de
éste, aún soltero. Ambos le gustaban a ella. Sin
embargo, parecióle muy pronto como si el señor B
le gustara muchísimo más, y, por consiguiente, so­
brevino muy rápidamente una relación con gran­
des franquezas entre ella y el señor B, y se habla­
ba ya de la posibilidad de unos esponsales. Por
sus relaciones con el señor B y por su amiga, tuvo
que tra ta r tam bién muy a menudo al señor A,
cuya presencia la llegó a irritar de modo incom­
prensible bastante a menudo, produciéndole gran
nerviosismo. En esta época, la enferma tomó par-

138
te en un gran acto de sociedad. Estaban presentes
tam bién sus amigos. Ella quedó sumergida en pen­
samientos, y jugaba soñadora con su anillo, q u e ,
súbitamente, llegó a deslizarse entre sus manos y
cayó debajo de la mesa. Ambos señores se incli­
naron para buscarlo, y fue el señor B quien lo
encontró primero. Le puso otra vez el anillo en
el dedo, con una sonrisa muy significativa, dicien­
do: «Ya sabe usted lo que esto quiere decir.» En­
tonces se apoderó de ella un sentimiento extraño,
irresistible; se quitó el anillo del dedo con vio­
lencia, y lo tiró por la ventana abierta. Esto pro­
dujo, desde luego, el consiguiente momento peno­
so, y la dama abandonó bien pronto, muy deprim i­
da, aquella reunión. Después la mal llamada ca­
sualidad quiso que ella pasara el verano en un
balneario donde veraneaban tam bién los señores
de A. La señora de A empezó ya entonces a pre­
sentar visibles síntomas de nerviosismo, a conse­
cuencia de lo cual quedóse más a menudo en casa,
alegando estar indispuesta. La enferma estuvo,
pues, en condiciones de ir de paseo a solas con
el señor A. Una vez salieron a rem ar en una em­
barcación pequeña. Ella mostróse desbordada­
mente alegre y de repente, cayó por la borda. El
señor A sólo la pudo salvar a duras penas, ya que
£lla no sabía nadar, y la acostó medio desmayada
en la embarcación. Con ese motivo la besó por pri­
m era vez. Con esta aventura novelesca quedó se­
llada su amistad. Para tener un pretexto ante si
misma, la enferma insistió en la necesidad de lle­
gar a ser cuanto antes la prom etida del señor B,
y convencióse cada día más de que en realidad
amaba a este señor. Este juego extraño no pudo
escapar, desde luego, a los siempre despiertos ce­
los femeninos de la amiga; la señora A se dio ins­

139
tintivamente cuenta de lo acaecido, y se torturó
a consecuencia de ello, lo que llegó a aum entar su
nerviosismo. Un día pareció ya de ineludible ne­
cesidad una prolongada estancia de la señora A en
un balneario extranjero con fines curativos.
Ahora bien, con el banquete de despedida se
presentó la posibilidad de un peligro. Nuestra
enferma sabía perfectamente que su amiga y rival
tenía que salir de viaje aquella misma noche, y
que el señor A quedaba solo en casa. No llegó a
pensar con claridad y con mucha consecuencia en
esta posibilidad, ya que hay m ujeres que poseen
la notable capacidad de pensar, no de modo inte­
lectual, sino «afectivamente», logrando así que
ellas mismas cread no haber pensado nunca de­
term inadas cosas.
De todas maneras, toda aquella noche se sen­
tía en un extraño estado de ánimo. Sentíase sobre­
m anera nerviosa, y después de que todos acompa­
ñaron a la estación a la señora A, el estado cre­
puscular histérico se presentó en el camino en
aquel preciso momento, cuando oía aproximarse
los caballos. Contestóme que tan sólo tuvo una
sensación terrible de que «aquello se aproximaba
cada vez más y de que ella no podía apartarse*.
La consecuencia fue la que el lector sabe ya: que
fuese llevada completamente rendida a casa de su
huésped de aquella noche, el señor A. Esta coin­
cidencia queda muy clara ante todo buen sentido
común; todo profano diría: «Bien, esto muy com­
prensible; la buena m ujer sólo quería aprovechar
la ocasión de llegar a hacer noche en casa del se­
ñor A, de cualquier m anera que fuese.» Sin embar­
go, el científico podría reprochar en tal caso, con
justa razón, una incorrección en el modo de ex­
presarse, y objetarle que los motivos de sus actos

140
eran completamente inconscientes para la misma
enferma, y que, por tanto, no se podría hablar de
una intención de ir a casa del señor A. Sin duda
existen psicólogos muy cultos que pueden comba­
tir la interpretación finalista de estos actos de la
señora, basándose en tales o cuales razones teóri­
cas; causas que fundaméntase en el dogma de la
identidad de conciencia-psique («alm a»). Sin em­
bargo, la psicología instaurado por Freud recono­
ció y a hace tiempo que los actos psicológicos no
pueden ser enjuiciados de ninguna manera a base
de motivos conscientes, cuando se trata de su sen­
tido teleológico y final, sino que tan sólo pueden
ser medidos con la medida objetiva del resultado
psicológico. Hoy día apenas sería posible negar
que existen tam bién tendencias inconscientes que
llegan a influir muy poderosamente en las reac­
ciones de los humanos y en las repercusiones de
las mismas.
Lo que acaeció en casa del señor A, correspon­
dió exactamente a esta m anera de ver. La enferma
organizó toda una escena sentimental, a raíz de la
cual el señor A viose obligado a reaccionar con
una correspondiente declaración de amor. Consi­
derados a la luz de estos dos Ultimos puntos de
la historia, todos tos antecedentes demuéstranse
netamente orientados hacia ese fin, en tanto que
la conciencia de la enferma protestaba continua­
mente contra ello.
La conclusión teórica que podemos sacar de
esta historia consiste en el reconocimiento clarísi­
mo del papel de una «intención» o tendencia in­
consciente en la escenificación del susto ante los
caballos, no sin la utilización, probablemente, de
aquel recuerdo infantil en el cual los caballos se
precipitan irremisiblemente hacia la catástrofe.

141
Considerada a la luz de todo el material de que
disponemos ahora, la escena de los caballos —co­
mienzo de esa historia— nos aparece como la Ulti­
m a piedra colocada encima de un edificio cons­
truido con grandes precauciones. El gran susto y
la eficacia aparentemente traum ática de la viven­
cia infantil no están sino escenificados, aunque de
una m anera especial que caracteriza a la histeria,
a saber, que lo meramente escenificado aparece
casi como si fuera la misma realidad.
Sabemos, tras la experiencia de varios centena­
res de casos, que hasta diversos dolores histéricos
están sólo «escenificados» para lograr determina­
das finalidades en las personas que rodean a los
enfermos. No por esto dichos dolores son reales.
No sólo ocurre que los enfermos crean tener
aquellos dolores, sino que dichos dolores son tan
reales desde el punto de vista psicológico como
los que se deben a causas orgánicas. Y, a pesar de
esto, están fingidos y «escenificados».

R e g r e s i ó n d e l a l i b i d o . — Esta utilización de
reminiscencias con vistas a una «escena» de en­
fermedad, o de toda una etiología aparente, se
llama regresión de la libido.
La libido vuelve sobre determinados recuerdos
y los activa, de modo que de esta m anera aparen­
ta la existencia de una etiología. Según la teoría
inicial del traumatismo, podría parecer en nuestro
caso como si el hecho de asustarse ante los caba­
llos se fundamentara tan sólo en el antiguo trau­
matismo. La analogía existente entre ambas esce­
nas es innegable, y el susto de la enferma aparece
en ambos casos como completamente real. De to­
das maneras, no tenemos ningún motivo para du-

142
dar de la autenticidad de sus declaraciones sobre
este preciso punto, puesto que las mismas están
en consonancia con todas nuestras experiencias
obtenidas en otros casos. El asma nerviosa, los
estados histéricos de fobia, las depresiones y exal­
taciones psicógenas, los dolores, espasmos, etcéte­
ra, todos son completamente reales, y quien haya
experimentado como médico un síntoma psicógeno
en su propia persona, sabrá cuán real es la sensa­
ción que se tiene. Las reminiscencias revivificadas
regresivamente, por muy fantástica que sea su
naturaleza, son tan reales como los recuerdos que
tenemos de nuestras vivencias auténticas.
Tal como lo expresa ya el mismo término «re­
gresión de la libido», este modo regresivo de la
aplicación de la misma se concibe como una vuel­
ta de la libido a sus propias fases anteriores. En
el ejemplo que acabamos de relatar detalladamen­
te, se reconoce con toda claridad de qué m anera
se produce el proceso regresivo. En aquel banque­
te de despedida en que la ocasión de quedarse a
solas con el huésped pareció muy propicia, la en­
ferm a retrocedió ante la idea de aprovechar la
oportunidad, y dejóse dominar por sus deseos has­
ta entonces nunca confesados. Esto quiere decir
que no utilizó su libido conscientemente con vis­
tas a dicha finalidad, sino que fue rechazada por
ella, a consecuencia de lo cual vióse obligada a
realizar sus propósitos a través de lo inconsciente
y del velo del susto experimentado ante un peligro
sobremanera grande. La sensación tenida por ella
en el momento de aproximarse los caballos, ilus­
tra muy gráficamente nuestra formulación: tenía
la sensación de que se avecinaba algo inevitable.
El proceso regresivo se deja concretar muy bella­
mente mediante una imagen empleada por el pro-

143
pió Freud. La tibido podría compararse a un río
que, cada vez que tropieza en su curso con algún
obstáculo, se estanca y produce, por consiguiente,
una inundación. Si en ocasiones anteriores el mis­
mo río llegó a cavarse aún otros lechos fuera del
usual, entonces son ante todo ellos los que se
inundan, de modo que vuelven a aparecer otra vez,
hasta cierto punto, como normales cauces fluvia­
les, aunque no tengan a la vez sino una existencia
irreal y momentánea. No como si el río volviera
a escoger desde ahora en adelante el otro camino
viejo para siempre, sino que lo utilizará tan sólo
mientras dure el obstáculo en su curso principal.
Si los cauces secundarios no llevan agua, no es de­
bido a que no hayan sido antes, por decirlo así,
ríos autónomos, sino a que antaño, cuando el cur­
so principal iba formándose, habían sido otras
tantas fases evolutivas o por lo menos posibilida­
des pasajeras cuyas huellas no se han borrado to­
davía y que, por tanto, pueden volver a aparecer
en caso de un desbordamiento de agua en el cau­
ce del río.
Este símil puede aplicarse sin más ni más so­
bre el desarrollo de las aplicaciones de la libido.
En tiempos del desarrollo infantil de la sexuali­
dad, la orientación definitiva —en el símil, el cur­
so habitual del agua— no se ha encontrado aún,
de modo que la libido fluye a través de toda suer­
te de caminos secundarios, y tan sólo paulatina­
mente va encontrando la forma definitiva. Pero
con el hecho de que se encuentre el curso defini­
tivo, todos los cursos secundarios llegan a secarse,
perdiendo todo sentido menos el de recuerdo his­
tórico. De la misma m anera todos los ejercicios
previos de la sexualidad infantil pierden casi to­
talmente su sentido, excepto algunos dejes y hue-

144
Has. Ahora bien, si más tarde se presenta algún
obstáculo, de modo que el estancamiento vuelva
a vivificar los antiguos caminos secundarios, en­
tonces tal estado de cosas es, en suma, algo nue­
vo y al mismo tiempo algo anormal. El estado in­
fantil anterior representa, sin embargo, una apli­
cación normal de la libido, m ientras que la regre­
sión de la misma hacia los caminos infantiles es
algo anormal. Creo, pues, que Freud no está au­
torizado a designar los fenómenos sexuales de la
infancia como perversos, puesto que es ilícito de­
signar un fenómeno normal en términos de pato­
logía. Este empleo indebido acarreó efectivamen­
te unas consecuencias deplorables, produciendo
gran confusión en el público científico. Tales de­
nominaciones no son sino aplicaciones retroacti­
vas sobre normales a base de resultados obteni­
dos en neuróticos, hasta cierto punto bajo la su­
posición previa de que el camino secundario anor­
mal, descubierto en la persona neurótica, sigue
siendo el mismo fenómeno que ha sido en el niño.

L a amnesia i n f a n t i l . — La misma equivoca


aplicación retroactiva de los términos técnicos de
la patología se ha hecho tam bién en la llamada
amnesia infantil, como quisiera hacer notar aquí
entre paréntesis. «Amnesia» designa un fenómeno
patológico que consiste en la «represión» de de­
terminados contenidos de conciencia, pero que de
ningún modo podría ser idéntica a la amnesia an-
terógrada de los niños, que estriba en una incapa­
cidad intencional de recordar, tal como la poseen
por ejemplo los salvajes. Esta incapacidad de re­
producir recuerdos data desde el nacimiento y
puede ser comprendida a base d e u n a s razones

145
10 — T eo ría d e l P sicoan álisis
biológicas harto contundentes. Sería em itir una
hipótesis muy extraña el querer suponer que esa
cualidad completamente diferente de la conciencia
protoinfantil pueda ser reducida a represiones se­
xuales según el modelo de la neurosis. La amnesia
neurótica produce lagunas en la continuidad del
recuerdo, mientras que los recuerdos de la prime­
ra infancia consisten en islas particulares sumergi­
das en la continuidad de no-recordar. Este estado
es, en realidad, antitético al de la neurosis bajo
todos los aspectos, de modo que es completamen­
te ilícito emplear a este respecto la expresión
«amnesia». La «amnesia infantil» es una conclu­
sión retroactiva de la psicología de las neurosis,
de la misma m anera que la «disposición perversa
polimorfa» del niño.

E l p e r ío d o de l a t e n c ia de la s e x u a l id a d . —
Este grave defecto en la formación teórica se pone
al descubierto en la extraña teoría del pretendido
periodo de latencia sexual de la infancia Freud
observó que los fenómenos sexuales protoinfanti-
les, que yo designo por fenóm enos del grado pre­
sexual, vuelven a desaparecer otra vez tras cierto
tiempo, para reaparecer después mucho más ta r­
de. Lo que Freud llama la «masturbación del lac­
tante» — esto es, todos aquellos actos semejantes
a los actos sexuales, de los cuales hemos hablado
ya— tendría que volver más tarde, según él, en la
forma del onanismo auténtico. Este proceso evo­
lutivo representaría, sin embargo, un unicum bio­
lógico. Esta teoría no supone ni más ni menos
que, por ejemplo, una planta pueda form ar un
capullo del cual empieza a desarrollarse una flor.
S in embargo, a n t e s de q u e esta flor se haya desa-

146
rrollado completamente, vuelve a desaparecer en
el interior de la planta para reaparecer de nuevo,
cierto tiempo después, en form a análoga. Esta su­
posición imposible es una consecuencia directa de
la afirmación según la cual las actividades proto-
infantiles del grado presexual no serían sino f e ­
nómenos verdaderamente sexuales, y que los actos
del lactante análogos a actos de masturbación, no
serían sino m asturbación auténtica. En este pun­
to se venga la terminología ilícita y la extensión
exagerada del concepto de la sexualidad. Freud
tuvo que llegar de esta m anera forzosamente a la
suposición de que existía una tal desaparición, y '
la denominó período de latencia sexual. Lo que
Freud nos describe como desaparición, no es más
que el verdadero comienzo de la sexualidad, sien­
do los antecedentes un mero grado previo a l cual
no le corresponde ningún carácter sexual. El fe­
nómeno imposible del período de latencia queda
explicado de esta m anera con suma sencillez. La
teoría del período de latencia es, en cambio, un
ejemplo magnífico para dem ostrar que la suposi­
ción de una sexualidad protoinfantil es una equi­
vocación grave. No se trata aquí de errores de
observación, puesto que precisamente la hipótesis
del período de latencia demuestra cuán claramen­
te llegó a observar Freud el momento en el cual
la sexualidad «reaparece». El error radica en la
m anera de ver. Tal como antes vimos ya, estamos
aquí en presencia del p r o t o n p s e u d o s , un tanto
anticuado, de la pluralidad de los impulsos. Tan
pronto como admitimos la existencia paralela de
dos o más impulsos, tenemos que adm itir también
forzosamente, que si un impulso no ha llegado
a ú n a manifestarse, no por eso deja de existir, se­
gún el símil de la teoría de los cajoncitos. Desde

147
el punto de vista de la Física, esto equivaldría a
que, si un pedazo de hierro se convierte de cálido
en incandescente e irradiante, entonces la luz es­
taba contenida ya in nuce en el calor. Suposicio­
nes por el estilo no son sino proyecciones violen­
tas de representaciones hum anas a la esfera tras­
cendental, con lo cual se peca contra los postu­
lados de la epistemología. No nos es dado, pues,
hablar de un impulso sexual existente in nuce,
porque con ello procederíamos a una interpreta­
ción violenta de fenómenos que podrían explicar­
se mucho m ejor de otra manera. No nos está per­
mitido sino hablar de la función nutritiva, de la
función sexual, etc., y aún esto tan sólo cuando
la función correspondiente haya llegado ya a la
superficie con una claridad inequívoca. No pode­
mos hablar de luz antes de que el pedazo de hie­
rro empiece a incandescer visiblemente, y no
cuando aún no está más que caliente.
Freud, a fuer de observador, sabe perfecta­
mente que la sexualidad de los enfermos no puede
ser comparada sin más ni más con la sexualidad
infantil, puesto que existen notables diferencias,
por ejemplo, entre un niño de dos años que pre­
senta enuresis, y un catatónico de unos cuarenta
años que padece lo mismo. El prim er fenómeno
es normal, m ientras que el segundo es franca­
mente patológico. Freud inserta en sus Tres es­
tudios un breve fragmento según el cual la form a
infantil de la sexualidad neurótica consiste en
parte exclusivamente, en parte por lo menos par­
cialmente, en una regresión. Esto quiere decir que
aun en casos en los que se puede suponer que es­
tam os todavía siempre en presencia del mismo
cauce secundario infantil, la fruición de éste ha
quedado aumentada regresivamente. Con esto

148
Freud reconoce que en la mayoría de los casos la
sexualidad de los neuróticos representa un fenó­
meno regresivo. Que debe ser así, se desprende
también del resultado (confirmado por las inves­
tigaciones de los últimos años), de que las con­
clusiones obtenidas en el neurótico respecto a su
psicología durante la infancia, son tam bién válidas
en la m isma medida para la persona normal. Po­
demos decir, de todas maneras, que la historia
evolutiva de la sexualidad infantil en el neurótico
no se diferencia de la de los animales sino, a lo
sumo, en forma tan m ínima que ni siquiera pue­
de ser aprehendida por la valoración científica.
Unas diferencias notables 'pertenecen a las excep­
ciones. Cuanto más profundam ente penetra nues­
tra comprensión en la esencia del desenvolvimien­
to infantil, tanto más se refuerza en nosotros la
impresión de que de allí no obtendremos nada
más definitivo que lo que hemos obtenido en el
traum a infantil. Ni con las lucubraciones históri­
cas más sutiles podríamos descubrir nunca por
qué los pueblos que vivían en tierras de Alemania
han seguido precisam ente tal sino, y los que habi­
taban la antigua Galia tal otro. Cuanto más nos
alejamos de la época de la neurosis manifiesta,
durante nuestra labor analítica, tanto menos es­
peranzas podemos tener de encontrar la verdadera
causa efficiens de la neurosis, puesto que las dis­
posiciones dinámicas se borran en la m edida en
que penetremos en el .pasado. Si construimos
nuestra teoría de tal modo que podamos deducir
la neurosis de unas causas del pasado más re­
moto, entonces no hacemos sino obedecer en pri-
. m er térm ino al impulso de nuestros enfermos que
tratan de desviar en todo lo posible nuestro inte­
rés del presente, para ellos tan crítico, puesto que

149
el conflicto patógeno reside principalmente en la
actualidad. Ocurre lo mismo que si un pueblo
quisiera reducir sus miserias políticas actuales al
pasado; como si, por ejemplo, los alemanes del si­
glo xix hubieran querido explicar su disensión y
su incapacidad política por la opresión que sufrie­
ran siglos antes por parte de los romanos, en vez
de buscar las causas de sus males en su propio
presente. Las causas eficientes radican ante todo
en la actualidad, c o m o tam bién las posibilidades
de suprimirlas.

La im p o r t a n c ia e t io l ó g ic a del presente. —
G ra n parte de la escuela psicoanalitica está bajo
el encanto de la opinión según la cual la sexuali­
dad infantil es la conditio sine qua nom de la neu­
rosis, a consecuencia de la cual no sólo el teórico
(que no investiga la infancia sino por intereses
meramente científicos), sino tam bién el práctico,
creen que tienen que volver y revolver la historia
previa infantil del individuo con la intención de
encontrar en ella las fantasías que determ inan la
neurosis. Intento vano. Precisamente m ientras
haga esto se le escapará al analítico lo más im­
portante, a saber, el conflicto y sus postulados
actuales. En nuestro caso referido, no compren­
deríamos nada de las condiciones que determina­
ron la producción del ataque histérico, si intentá­
semos buscar su causa en la prim era infancia.
Aquellas reminiscencias no determinan en prim er
lugar sino lo formal; lo dinámico, en cambio, es
oriundo de la actualidad, y tan sólo la compren­
sión del sentido de lo actual significa verdadera
comprensión.
No estaría de más, en este punto, la o b se r v a -

150
ción de que no tenemos intención alguna de atri­
buir personalmente a Freud la culpa por las nu­
merosas opiniones equivocadas. Sé perfectamente
que Freud, como empírico, no publica nunca sino
formulaciones a las cuales sin duda no asigna,
además de su interés momentáneo, ningún valor
de eternidad. Pero no es menos cierto que el pú­
blico científico se inclina a hacer de ello un credo
y un sistema que está tan ciegamente defendido
por un lado como atacado por el otro. Sólo puedo
decir, pues, que se han ido deduciendo de la to­
talidad de los trabajos publicados por Freud de­
term inadas opiniones corrientes que son tratadas
con excesivo dogmatismo en los dos campos que
se están hostilizando. Esto ha conducido a princi­
pios técnicos, sin duda equivocados, cuya existen­
cia no podría buscarse sin más ni más en la con­
cepción del propio Freud. Sabido es que en el es­
píritu de todo creador de nuevas teorías todo es
más fluido y flexible que en el espíritu de los dis­
cípulos, a quienes les falta la viva fuerza creado­
ra y que, por tanto, tienden siempre a suplir esta
falta de libido por una fidelidad dogmática; en
esto son parecidos a los adversarios que también
se aferran a las palabras, por no estarles concedi­
do el contenido vivo de la teoría. Nuestras pala­
bras no se dirigen, pues, al mismo Freud; de
quien sabemos perfectamente que reconoce hasta
cierto punto la orientación final de las neurosis,
sino más bien contra su público, q u e discute sus
asertos.
Debe ser evidente, después de cuanto llevamos
dicho, que no conseguimos penetrar el sentido
de ninguna historia de neurosis sino después de
comprender cómo quedan ordenados los motivos
particulares al servicio del objetivo.

151
Comprenderemos, pues, por qué precisamente
aquel motivo y no otro resultó patógeno en los
antecedentes de nuestro caso, y por qué fue pre­
cisamente aquél el que escogió para sí tal simbo­
lismo. Mediante el concepto de la regresión, la
teoría queda liberada de la fórm ula rígida que
insiste en la im portancia de las vivencias infanti­
les; con ello se asigna al conflicto actual aquel
significado que empíricamente no le corresponde
con absoluta necesidad. El propio Freud introdujo
el concepto de la regresión ya desde sus Tres estu­
dios acerca de la teoría sexual, reconociendo en
justicia que la experiencia no perm ite buscar las
causas de una neurosis única y exclusivamente
en los antecedentes lejanos. Ahora bien; si los m a­
teriales de nuestras reminiscencias sólo llegan a
ser eficientes a raíz de la revivificación regresiva,
entonces nos vemos obligados a preguntar si no
podemos acaso atribuir exclusivamente la influen­
cia aparentemente decisiva de las reminiscencias
a una regresión de la libido. Como acabamos ya
de exponer, el propio Freud dejó traslucir en sus
Tres estudios ya citados que el infantilismo de M
sexualidad neurótica debe su existencia, en su ma­
yor parte, a la regresión. Esta comprobación me-
rece ser destacada de manera muy diferente a co­
mo lo vemos en los Tres estudios. (El propio
Freud realizó debidamente esta interpretación
nueva en sus trabajos posteriores.) La doctrina
de la regresión de la libido suprime en una me­
dida muy considerable el significado etiólógico
de las vivencias infantiles. De todas maneras, ya
nos parecía muy extraño que el complejo de Edi-
po y de Electra pudiera poseer fuerzas determ i­
nantes respecto a la producción de la neurosis,
admitiendo que estos complejos están presentes

152
en todo individuo y hasta en personas que no han
conocido nunca ni a su m adre ni a su padre, sino
q u e fueron educadas por tutores. He podido ana­
lizar algunos casos de esta índole, y encontré que
los complejos incestuosos estaban también desa­
rrollados en estas personas lo mismo que en to­
dos los demás analizados. Esto me parece una
prueba muy contundente para demostrar que el
complejo incestuoso es mucho menos una realidad
que urta m era figura regresiva de la fantasía, y
que los conflictos que derivan del complejo del
incesto deben reducirse más a la conservación
anacrónica de la actitud infantil que a verdaderos
deseos incestuosos, los cuales no son sino fanta­
sías regresivas con la sola misión de encubrir y
ocultar la realidad. Y que así debe de ser en una
m edida muy amplia, dedúcese del hecho de que ni
el traum atism o sexual infantil acarrea f o r z o s a ­
mente un histerism o, ni lo produce tampoco el
complejo incestuoso, aunque éste exista en todos
los humanos. La neurosis se producirá tan sólo
cuando el complejo incestuoso quede activado por
la regresión.
Con esto nos acercamos ya al problema siguien­
te: ¿por qué la libido se hace regresiva? Para po­
der contestar satisfactoriam ente a esta pregunta,
es preciso examinar más atentam ente las condicio­
nes bajo las cuales tales regresiones se producen.
En el curso de un tratam iento, suelo ilustrar este
problema a mis enfermos con el ejemplo si­
guiente:
Si un turista aficionado se ha decidido a subir
a determ inada cima, puede ocurrirle entonces que
tropiece en su camino con un obstáculo insupera­
ble, llegando por ejemplo ante un precipicio im­
posible de franquear. Nuestro alpinista, tras mil

153
vanos intentos para encontrar un sendero practi­
cable, volverá finalmente sobre sus pasos y renun­
ciará con sentimientos de lástim a a escalar dicha
cima. Se dirá a sí mismo: «Con mis medios me
es imposible superar aquella dificultad; por tanto,
me dedicaré a escalar un m onte menos difícil.,
Este caso nos parece una actividad norm al de
la libido: nuestro turista vuelve atrás ante la im­
posibilidad y emplea la libido que allí no p u d o
alcanzar su objetivo para escalar otro monte.
Ahora bien: supongamos que dicho precipicio no
sea en realidad infranqueable con los medios físi­
cos de que dispone nuestro alpinista, sino que vol­
vió atrás tan sólo a causa de su timidez frente a
la empresa algo peligrosa. En tal caso sólo que­
dan dos posibilidades: 1) Nuestro alpinista se re­
p ro c h a d su cobardía y tom ará el propósito muy
firme de m ostrarse menos tímido en la próxima
ocasión análoga que se le presente; se dirá acaso
que, en vista d e su timidez, haría m ejor en no
proponerse escalar montañas. De todas maneras,
tendrá que reconocer que sus energías morales no
eran suficientes para superar las dificultades. Em­
pleará, pues, a su libido, que no ha podido alcan­
zar su objetivo propuesto, en una útil autocrítica
y en esbozar un plan según el cual podrá realizar,
a pesar de su timidez, y apreciando debidamente
las fuerzas morales de que dispone, la ascensión
a la montaña. 2) La segunda posibilidad consiste
en que nuestro turista no reconozca su cobardía
y declare sin más ni más por físicamente imposi­
ble la ascensión a aquella montaña, aunque podría
entrever muy claramente que el obstáculo no se­
ría imposible de superar de tener sólo el necesa­
rio valor. Sin embargo, prefiere engañarse. Con
esto se crea una situación psicológica que tiene

154
cierta importancia para el problem a que nos ocu­
pa. En último análisis, nuestro alpinista sabe muy
bien que físicamente no es imposible superar el
obstáculo y que su incapacidad de hacerlo es tan
sólo moral. Sin embargo, aparta a limine este últi­
mo pensamiento, por su carácter desagradable.
'Está tan poseído de sí mismo, que es incapaz de
confesarse su cobardía. Finge que tiene valor ante
sí mismo y antes prefiere declarar la imposibili­
dad de las cosas que su propia imposibilidad de
atreverse.. Sin embargo, con ello entra en contra­
dicción consigo mismo, puesto que por un lado
posee el reconocimiento justo de la situación,
mientras que por el otro escapa a este reconoci­
miento tras la ilusión de un valor que no tolera
sea puesto en duda. Reprime el reconocimiento de
la verdad y trata de imponer a la fuerza su propio
juicio subjetivo e ilusionista a la realidad muy
distinta. Esta contradicción acarrea la consecuen­
cia de que la libido quede escindida y ambas par­
tes se combatan entre sí: opone a su propio de­
seo de escalar la cima el juicio inventado y apo­
yado artificialmente por él mismo de que es im­
posible pasar. No escruta la imposibilidad verda­
dera, sino que inventa una imposibilidad inexis­
tente y una barrera artificial. Por consiguiente, ha
producido en sí una contradicción, y desde este
momento lucha ya contra sí mismo. Ora preva­
lecerá la comprensión j u s t a de su cobardía, ora la
terquedad y el orgullo. De todas maneras, la Zibido
queda adscrita desde ahora a una estúpida gue­
rra intestina que inutilizará a la persona en cues­
tión para toda nueva empresa semejante. No po­
drá realizar su deseo de la ascensión a una mon­
taña, puesto que está fundamentalmente equivoca­
do acerca de sus propias cualidades morales. Esto

155
disminuye su capacidad de trabajo; sufre de ello
tam bién su adaptación a la realidad; es decir
—como podemos afirm ar a guisa de ejemplo— ,
empezará a padecer una neurosis. La libido que
retrocedió ante el obstáculo, no le ha conducido ni
a una honrada autocrítica ni a ningún intento de­
sesperado de dominar a todo evento el obstáculo;
tan sólo logró producir la afirmación completa­
mente gratuita de que era objetivamente imposi­
ble pasar, ante lo cual no hubiera servido tam po­
co ni la más heroica decisión. Esta m anera de
reaccionar se designa como infantil. Es caracterís­
tico para el niño, y para todo espíritu cándido en
general, que naturalm ente busque la falta, no en
sí mismo, sino en los objetos externos, intentan­
do imponerles a la fuerza su propio juicio subje­
tivo.
Podemos decir, pues, que nuestro turista re­
suelve su problema de un modo infantil; esto
quiere decir que sustituye el modo de adaptarse
del caso precedente por un modo de adaptarse del
espíritu infantil. Esto significa la regresión. Su
libido retrocede ante el obstáculo que no puede
ser superado, y suplanta a la v e r d a d e r a actividad
una ilusión infantil.
Este ejemplo es típico de un sinnúmero de ca­
sos de nuestra práctica cotidiana. Quisiera limi­
tarm e tan sólo a recordar aquellos casos muy co­
nocidos en los c u a le s muchachas jóvenes enfer­
man histéricam ente con relativa rapidez en el pre­
ciso momento en que tendrían que decidirse a
desposarse. Aduciré tan sólo un ejemplo concreto:
el caso de dos hermanas. Entre ambas existe so­
lamente un año de diferencia en la edad, y ambas
son muy parecidas en cuanto a sus aptitudes y
carácter. Su educación ha s id o idéntica, y han

156
crecido en el mismo medio ambiente y bajo las
mismas influencias de los padres. Ambas han go­
zado siempre, según se afirma, de buena salud, y
en ninguna de las dos se han producido p ertu r­
baciones nerviosas que merezcan mención. Sin
embargo, un observador perspicaz hubiera podido
descubrir que la m uchacha mayor disfrutaba algo
más que la joven del cariño de sus padres. Esta
valoración de los padres basábase en determ inada
clase de susceptibilidades que m ostraba su hija
mayor. Postulaba algo más de cariño que la pe­
queña, y era m ás m adura y más sagaz de la cuen­
ta. Al mismo tiempo, acusaba rasgos infantiles en­
cantadores q u e , precisamente a causa de su ca­
rácter antitético y desnivelado, suelen conferir
verdadero encanto a una persona. No es de admi­
rar, pues, que padre y m adre tuvieran una afec­
ción especial a su hija mayor. Cuando ambas mu­
chachas llegaron a la edad de casarse, conocieron
casi al mismo tiempo a dos jóvenes; la amistad
iba profundizándose y se avecinaba la posibilidad
de un matrimonio para ambas. Como siempre ocu­
rre en tales casos, tam bién en el nuestro surgie­
ron determ inadas dificultades. Ambos muchachos
eran aún relativamente jóvenes y ocupaban colo­
caciones que necesitaban mejora, puesto que esta­
ban todavía en los comienzos de sus respectivas
carreras. Sin embargo, eran muchachos que va­
lían. Ambas muchachas encontráronse ante cir­
cunstancias sociales que les perm itían exigir bas­
tante de su futuro prometido. La situación era tal
que no se podían declinar por completo ciertas du­
das acerca de la oportunidad del casamiento. Aña­
dióse, además, el hecho de que ambas muchachas
conocían aún insuficientemente a sus maridos in
spe, y q u e , por tanto, no podían estar muy segu­
ras de la autenticidad de su propio amor. Hubo,
pues, muchas cavilaciones y dudas. Pronto se de­
m ostró que la muchacha mayor acusaba mayores
vacilaciones ante la necesidad de tom ar una de­
cisión. A causa de esta inseguridad profunda hubo
a veces escenas algo penosas con los dos jóvenes,
que, naturalm ente, exigían una respuesta definiti­
va. En tales trances difíciles, la muchacha mayor
demostró ser siempre más nerviosa que su herm a­
na. Algunas veces fue a buscar llorando a su pa­
dre, y le confió la pena de su indecisión. La más
joven demostró m ayor decisión y acabó con la
situación insegura diciendo «sí» a su pretendien­
te. Con esto llegó a superar las inseguridades, y
todo se desarrolló según la más norm al previsión.
. Ahora bien: al enterarse el pretendiente de la her­
m ana mayor de que la menor había consentido,
apresuróse a visitar a la dama de sus pensamien­
tos y exigióle un poco violentamente su consenti­
miento. Esta violencia irritó a la muchacha y
hasta llegó a asustarla, aunque en realidad se in­
clinara ya, siguiendo el ejemplo de su herm ana
menor, a dar el «sí». Contestó, pues, algo terca y
negativamente. El le hizo objeciones apasionadas,
a lo que ella replicó aún más violentamente. Al
fin, prodújose una escena de llanto, y el joven re­
tiróse amargado. Llegado a casa, lo explicó a su
madre; ésta le manifestó que, según parecía, la
muchacha en cuestión tío le convenía para m ujer;
valdría mas, pues, buscarse otra. La muchacha,
por su parte, empezó a dudar, a consecuencia de
la escena descrita, de si amaba verdaderam ente a
aquel hombre. De golpe, parecióle imposible se­
guir a un hom bre así por los caminos de su desti­
no inseguro, teniendo que abandonar a sus ama­
dos padres. Llegó la histeria hasta tal extremo,

158
que los dos jóvenes rom pieron completamente.
Desde entonces la muchacha quedó muy deprimi­
da; m ostró señales manifiestas de los más vivos
celos contra su herm ana menor, y, naturalm ente,
no quiso reconocer ni ante los demás ni tampoco
ante sí misma que fuera celosa. Hasta la relación
antes tan arm oniosa con los padres quedó m er­
mada; en vez de la antigua inclinación infantil,
adoptó la joven un carácter lastim ero que a veces
aum entó hasta convertirse en irritabilidad extre­
ma. Pasó por períodos de depresión que duraron
semanas. Mientras la herm ana m enor celebraba
sus bodas, la mayor salió para un balneario leja­
no, con el pretexto de curar un catarro intestinal
de origen «nervioso». No podemos seguir aquí to­
das las peripecias de la historia de esta enferma;
añadiremos tan sólo que derivó en un vulgar caso
de histerismo.
El análisis de este caso nos hizo descubrir la
existencia de unas resistencias muy fuertes ante el
problema sexual. Dichas resistencias fundam entá­
banse en que la enferm a tenía fantasías perversas
cuya existencia no quería confesarse a sí misma.
Mi pregunta acerca de la procedencia, y en una
muchacha joven, de fantasías tan inesperadamen­
te perversas, llevó al descubrim iento de que, a la
edad de ocho años, nuestra enferm a encontróse
de repente, en la calle, frente a un exhibicionista
sexual. En aquella ocasión quedó como paralizada
de miedo, y el repugnante aspecto la había perse­
guido aun en sus sueños. Su herm ana había esta­
do igualmente presente. Durante la noche que si­
guió a este relato de la enferma, soñó en un hom ­
bre vestido de gris que se proponía hacer lo mis­
mo que el exhibicionista de antaño. Despertó,
pues, con un grito de miedo. La asociación más

159
inmediata que presentó a la palabra evocadora
«traje gris», era un traje del padre que éste había
llevado un día con motivo de una excursión que
realizaron los dos solos cuando ella podía tener
unos seis años. Este sueño puso al padre en evi­
dente relación con el exhibicionista, la que no
pudo producirse sin motivo. {Habría ocurrido
algo, tal vez, con el padre, que determ inara esta
asociación de ideas? Este problem a tropezó con
la más fuerte resistencia por parte de la enferma;
•sin embargo, no dejó de preocuparse por ello. En
las sesiones subsiguientes reprodújom e algunas
reminiscencias muy tempranas, según las cuales
había acechado al padre cuando éste se desnuda­
ba, y un día llegó a la consulta completamente
confusa y conmovida para explicarme que acaba­
ba de tener una visión de terrible lucidez: tuvo
la sensación, estando en cama, de que era aún
una niña pequeña de unos dos o tres años, y veía
a su padre cerca de la cama, ejecutando un gesto
completamente obsceno.
Esta confesión me fue hecha muy poco a poco,
luchando la enferma contra su propia resistencia
y costándole un muy visible esfuerzo. Siguieron
luego violentas quejas de cómo es posible que un
padre hiciera cosa tan horrible a su propia hija.
Nada nos parece tan inverosímil como la su­
posición de que el padre pudiera hacer verdadera­
mente cuanto su hija le atribuía. Se trataba me­
ram ente de una fantasía que iba formándose, se­
gún toda probabilidad, tan sólo durante el curso
del análisis, a base de aquella necesidad causal
que pudo llevar cierto día hasta el mismo médico
a la teoría de que el histerismo no tiene otro mo­
tivo ni causa sino sem ejantes impresiones.
Este caso me parece muy apto para poner de
manifiesto el significado de la teoría de la regre­
sión, al mismo tiempo que para descubrir las
fuentes de los errores teóricos hasta ahora exis­
tentes. Hemos visto que ambas herm anas acusa­
ron en un principio tan sólo diferencias relativa­
mente insignificantes. Sin embargo, desde el mo­
m ento en que se produjo el asunto del casamien­
to, sus caminos se separaron totalmente, apare­
ciendo las dos como dos caracteres completamen­
te antitéticos. Una de ellas gozaba de una salud
y de una alegría de vivir rebosante, y era una
buena y valiente mujer, m ientras que la otra se
hizo morosa, caprichosa, llena de am argura y de
bilis, incapaz de realizar cualquier esfuerzo para
llevar una vida razonable; era egoísta, molesta
para cuantos la rodearan; en una palabra, una
verdadera pesadilla para todo su medio ambiente.
Esta diferencia extraordinaria prodújose única
y exclusivamente a consecuencia de que una de
las dos hermanas llegó a salvar a última hora las
dificultades que se interponían entre ella y su
prometido, m ientras que la otra rozó la posibili­
dad de solución, pero ya no llegó a encontrarla.
Para ambas, dependía —por decirlo así— de un
cabello la solución de su problem a respectivo.
La más joven era algo más tranquila y, por tan­
to, más comedida encontró, pues, en el momento
preciso, la palabra precisa. La m ayor estaba más
animada y era más susceptible; por tanto, más
influible por su afectividad; por eso no encontró
la palabra necesaria en el momento crítico y tam ­
poco tuvo el valor de repararlo todo mediante una
renuncia a su orgullo. En un principio, las con­
diciones eran casi idénticas para ambas herm a­
nas; lo que decidió fue la mayor susceptibilidad
de la herm ana mayor. Ahora bien: nuestro pro-

161
11— Teoría del Psicoanálisis
blema se plantea de este modo: ¿de dónde pudo podrá formular hasta la sospecha de que haya
provenir esa susceptibilidad que tuvo consecuen­ sido el m édico quien haya incitado a su enferma,
cias tan desventuradas? El análisis dem ostró la sin lo cual ésta no hubiera llegado a tan absurdos
existencia de una sexualidad extraordinariamente pensam ientos. N o me atrevo a poner en duda que
desarrollada de carácter fantástico-infantil; ade­ pueda haber casos (y que los haya tam bién en el
más, una fantasía incestuosa frente al propio pa­ futuro) en los cuales la necesidad que el m édico
dre. Supongam os ahora, pues, que estas fantasías tiene de encontrar un diagnóstico causal — sobre
eran vivas ya desde hacía tiem po, y que sólo esto todo bajo la influencia de la teoría del traum atis­
explicaría su extrema virulencia; llegam os enton­ m o— haya sido la fuente de tales fantasías de los
ces a una solución cóm oda y rápida del problem a enfermos. Sin embargo, el m édico, por su parte,
de la susceptibilidad. Nos parece poder com pren­ no hubiese llegado a tales teorías si no hubiera
der fácilm ente la susceptibilidad exagerada de la seguido la orientación del pensam iento de su en­
m uchacha: quedó com pletam ente enredada en fermo, por lo cual realizó tam bién a su vez aquel
sus fantasías y secretam ente ligada al padre; en m ovim iento retrógrado de la Zibido que hem os
tales circunstancias hubiera sido un verdadero m i­ denominado «regresión» Con ello el m édico no
lagro que se hallara dispuesta al amor y al casa­ habra llevado a cabo ni m ás ni m enos que lo que
miento. Cuanto m ás penetremos, guiados por el enfermo tenía m iedo de realizar, esto es, una
nuestra necesidad de explicación causal, en el regresión, una vuelta de la libido con la más ine­
\ desarrollo de sus fantasías, intentando descubrir xorable consecuencia. Sin embargo, si el análisis
su origen, tanto más aumentarán las dificultades sigue el rumbo de la regresión de la Zibido, enton­
del análisis: las r e s i s t e n c i a s . Por fin, llegam os a ces no seguirá siem pre aquel camino que queda
una escena muy im presionante, precisam ente trazado de antemano por el desarrollo histórico-
aquel acto obsceno cuya poca verosim ilitud ha personal, sino que obedecerá muy a menudo a
quedado ya establecida; toda la escena acusa una fantasía elaborada a p o s t e r i o r i , que sólo par­
marcados caracteres de una construcción a pos- cialmente, se basa en realidades del pasado. En
teriori. Por tanto, nos vem os obligados a con­ nuestro caso tam bién, las vivencias reales son tan
cebir aquellas dificultades que hem os llamado ^ólo y hasta cierto punto las que desem peñaron
«resisten cias» de la persona analizada - p o r lo el papel decisivo, y aun estas escenas reales de la
m enos en aquel. punto determinado del análisis— , vida de la enferm a no cobraron su importancia
no como m edidas de defensa contra el hecho de sino posteriorm ente, esto es, al retroceder la
que se haga otra vez consciente alguna rem iniscen- Eibido. Y cada vez que la libido se apodere de un
jj cia desagradable, sino que tenem os que compren- recuerdo, podem os esperar de antem ano que ese
^ derlas más bien com o una oposición a la cons­ recuerdo quede elaborado y transformado. Por­
trucción de esa m ism a fantasía. Acaso el lector que todo cuanto concierne a la Zibido se vivifica,
se pregunte sorprendido: pero ¿qué obliga al dramatiza y sistematiza. Debemos reconocer que
enferm o a inventar sem ejantes fantasías? Se tam bién en nuestro caso la mayor parte d e la s

162 163
cosas adquirió su importancia sólo a la postre,
al abarcar la libido cuanto encontró conveniente
en su camino, llegando a form ar de ello, en úl­
tim a instancia, una fantasía que, correspondiendo
al rum bo regresivo de su orientación, nos condujo
finalmente hasta la figura del propio padre, apli­
cándole los consabidos deseos sexuales infantiles.
Esto se ha producido de la misma m anera que
la antigua creencia que sitúa el Paraíso en el
pasado. Sabemos, pues, en nuestro caso, que los
m ateriales fantásticos que fueron puestos de re­
lieve por el análisis no adquirieron su importancia
y significado sino a posteriori; por tanto, nos es
completamente imposible explicar la neurosis pre­
cisamente en virtud de estos mismos materiales.
De esta manera, nos moveríamos en un círculo
vicioso. El momento crítico que explica la neuro­
sis es aquel en el cual ambos factores estaban
dispuestos a encontrarse, pero en el que la oca­
sión se dejó desaprovechada a causa de una sus­
ceptibilidad de la enferm a en mala hora pro­
ducida.

La sensibilidad . — Podría decirse ahora -y


la teoría psicoanalítica parece inclinarse hacia esta
explicación— que la susceptibilidad crítica pro­
viene de peculiares antecedentes psicológicos pre­
vios que han determinado tal desenlace. Sabemos
perfectamente que la susceptibilidad en las neuro­
sis psicógenas es siempre un síntoma de la discre­
pancia consigo mismo, un síntoma del antagonis­
mo entre dos tendencias divergentes. Cada una
de estas tendencias tiene sus peculiares antece­
dentes, y en nuestro caso puede demostrarse clara­
mente cómo aquellas resistencias de determinada

164
magnitud que formaron el contenido de la sus­
ceptibilidad crítica se enlazan efectivamente, des­
de el punto de vista de la historia de la persona,
con ciertas actividades sexuales infantiles, como
asimismo con aquella vivencia llamada traum á­
tica, y no con cosas que san aptas para descubrir
con alguna sombra a la sexualidad. Esta explica­
ción sería enteramente plausible si no hubieran
tenido ambas herm anas dos vivencias casi com­
pletamente paralelas, pero sin que una de ellas
sufriera las mismas consecuencias, o sea, sin que
se volviera neurótica. Es preciso, pues, supo­
ner que nuestra enferma experimentó aquellas
mismas cosas d e m anera peculiar, esto es, con
profundas resonancias, hasta cierto punto, que su
hermana. ¿Serían mucho más importantes las
vivencias habidas en la primera infancia? Pero si
esto f u e r a así, hasta tal punto, entonces hubiéra­
mos notado ya en su tiempo algo de ello en forma
de alguna reacción violenta. Sin embargo, los
acontecimientos de la infancia habían quedado
«pasados» y olvidados, tanto por la enferma como
por su hermana, durante la adolescencia. Por con­
siguiente, es posible concebir aún otra hipótesis
acerca de aquella susceptibilidad de tan graves
consecuencias; seria posible que esta última no
proveniese de esos antecedentes peculiares, sino
que hubiese existido ya desde siempre. Todo ob­
servador cauto de los niños pequeños podrá sin
duda observar ya en el lactante una susceptibili­
dad aumentada. Tuve que tratar cierta vez a una
enferma histérica que me pudo m ostrar una carta
de su madre, escrita cuando la enferma tenía tan
sólo dos años. En dicha carta, la m adre trataba
de la que hubo de ser más tarde mi enferma, y,
además, decía lo que sigue acerca de su hermani-

165
ta: «La prim era es una niña siempre amable y
emprendedora, m ientras que la segunda tiene m a­
nifiestas dificultades en el trato con las personas
y las cosas.» La prim era se convirtió m ás tarde en
histérica; la segunda, en catatónica. Las diferen­
cias profundas que se pueden descubrir a veces
cuando uno se rem onta a la historia de la persona
hasta su más tierna infancia, no pueden ser re­
ducidas a los acontecimientos meramente acciden­
tales de la vida, sino que deben ser consideradas
como diferencias congénitas. Desde este punto
de vista, no se puede afirm ar que los anteceden­
tes psicológicos tengan la culpa de que la enferma
haya m ostrado susceptibilidad en el momento
preciso, sino que nos parece mucho más justo ob­
servar esto: se trata de aquella susceptibilidad
congénita que desde luego se m anifiesta con m a­
yor claridad precisam ente frente a una situación
que no sea habitual al individuo. Este plus de sus­
ceptibilidad es una añadidura harto frecuente en
la persona, y contribuye mucho a sus encantos
sin que perjudique su carácter. Unicamente cuan­
do la persona e n cuestión se encuentra en situa­
ciones difíciles e inusitadas, sólo entonces se
suele convertir la ventaja en una desventaja que
a veces puede ser enorme, puesto que entonces
el raciocinio sereno queda perturbado por afectos
que se presentan muy inoportunamente. Sin em­
bargo, nada sería tan falso como valorar este
plus de susceptibilidad como una parte integran­
te eo ipso enfermiza de un carácter. Si así fuera,
no nos quedaría más remedio que considerar
aproxim adam ente una cuarta parte de la Humani­
dad como anormal. Es preciso añadir que si esta
susceptibilidad tiene consecuencias tan disolven­
tes para el individuo, ya no podemos entonces se-

166
guir considerándola normal. Tenemos que llegar
inevitablemente a esta autocontradicción si opo­
nemos entre sí las dos teorías que quieren expli­
car la im portancia de los antecedentes psicológi­
cos con tanto rigor como lo hemos hecho más
arriba. En realidad, nunca está en juego sólo
una u otra de las dos. Una cierta susceptibilidad
congénita nos hace descubrir antecedentes psico­
lógicos muy peculiares; esto es, una m anera pecu­
liar de experimentar los acontecimientos de la
vida infantil, acontecimientos que ya por su parte
no permanecen indiferentes al desarrollo de la
concepción del mundo del niño. No hay aconte­
cimientos que, enlazados con impresiones podero­
sas, pasen nunca sin dejar huellas en las personas
sensibles; sabido es que estas últim as conservan
muy a menudo tales huellas inclusive durante toda
su vida. Y tales vivencias pueden ejercer igual­
mente una influencia determinante sobre todo
para el desenvolvimiento intelectual de una per­
sona. Precisamente las experiencias bochornosas
y decepcionantes en el sector sexual tienen la par­
ticularidad de desanim ar hasta tal punto, y du­
rante muchos años, a la persona susceptible, que
hasta al pensar en la sexualidad se producirán
en ella im portantes resistencias. La teoría del
traum atism o dem uestra que estamos muy incli­
nados, basándonos en vel conocimiento de tales
casos, a atribuir completamente (o por lo menos
en gran parte) el desenvolvimiento afectivo de
una persona a factores accidentales. La antigua
teoría del traum atism o ha ido demasiado lejos en
este sentido. No se debe olvidar, sin embargo, que
el mundo es —¡y ante todo!— un fenómeno com­
pletam ente subjetivo. Tener vivencias de im pre­
siones accidentales es también una actividad
nuestra. No sería justo creer que las impresiones
se nos imponen incondicionalmente, sino que
nuestra disposición condiciona ya de antemano
las impresiones. Una persona que posea una libi­
do estancada y amontonada, tendrá por regla
general vivencias completamente diferentes de
las que pueda tener aquel cuya libido esté orga­
nizada en muy ricas actividades; tendrá, sin duda,
vivencias mucho más fuertes. Un individuo ya en
sí muy susceptible recibirá una impresión apre­
ciable de un acontecimiento que deja completa­
mente frío a otro menos susceptible. Debemos
tener en cuenta, pues, junto a la impresión acci­
dental, las condiciones subjetivas, y esto es una
medida muy elevada. Nuestras consideraciones
anteriores, especialmente las que hemos hecho
comentando un caso concreto de nuestra práctica,
nos han demostrado que la condición subjetiva
más importante es la regresión. Según lo demues­
tra la experiencia en la práctica psicoanalítica, la
eficacia de la regresión es tan grande y tan im­
presionante que tal vez estamos dispuestos a
atribuir la influencia de vivencias accidentales
única y exclusivamente al mecanismo de la regre­
sión. Sin duda, existen muchos casos en los que
todo está como «escenificado» y en los que hasta
las vivencias traum áticas no son sino meros arte­
factos fantásticos, quedando completamente de­
formadas las pocas vivencias verdaderas, a causa
de la elaboración imaginativa posterior. Podemos
decir tranquilam ente que no existe ni un caso
de neurosis en el cual el valor afectivo de la vi­
vencia que precedía no quede aumentado consi­
derablemente por la regresión de la libido, o en
los que grandes partes del desenvolvimiento infan­
til no aparezcan como extraordinariam ente im-

168
portantes, m ientras que en realidad no poseen ya
m<¿£ valor que el de regresión (así, por ejemplo,
la relación con los padres).
La verdad se halla, como siempre, en el tér­
mino medio. La historia de los antecedentes posee
sin duda cierto valor histórico y determinante,
y este valor queda aún corroborado por la regre­
sión. A veces, el significado traumático de los
antecedentes se pone más de relieve, sin embargo,
en otras ocasiones, esto no ocurre sino con su
significado regresivo. Estas consideraciones se
emiten desde luego con la pretensión de ser aplica­
das igualmente a las vivencias sexuales infantiles.
Existen sin duda casos en que los brutales acon­
tecimientos sexuales han ensombrecido justifica­
damente todo cuanto sea sexual, lo que nos expli­
cará suficientemente la resistencia ulterior del
individuo frente a la sexualidad. (Puedo mencio­
nar, entre paréntesis, al llegar a este particular,
que también las vivencias aterradoras de carácter
no sexual suelen dejar tras sí en el individuo
cierta inseguridad harto duradera, que puede
provocar en aquél una actitud general indecisa y
vacilante frente a las exigencias de la realidad.)
Allí donde faltan los acontecimientos reales que
podrían tener una eficacia indudablemente trau­
mática y tal es el caso en la mayor parte de las
neuros —, se traL siempre de una preponderan­
cia de _mecanismo regresivo. Sin duda se nos
podría objetar que no poseemos ningún criterio
para adm itir la posibilidad de la influencia de un
trauma, puesto que «trauma» es un concepto muy
relativo. Aunque las cosas sean de una manera
algo distintas, podemos decir que poseemos en el
concepto de lo «normal», o término medio, un
criterio para averiguar la posibilidad de eficacia

169
que un traum a puede tener. Algo que parezca ca­
paz de impresionar poderosa y duram ente hasta
a la misma persona normal, habrá de tener una
influencia también determinante para la neurosis.
Sin embargo, podemos atribuir sin más ni más
una fuerza determ inante para las enfermedades I
neuróticas, lo que debería ser superado y olvida­
do en condiciones normales. La mayor probabili­
dad corresponde a los casos en que hay algo ines­
peradamente traumático, al hecho de la regresión,
esto es, una «escenificación» meramente secunda- *
ria. Cuanto más pronto se haya producido la im- t
presión en la prehistoria personal infantil, tanto É
más sospechosa debe ser para nosotros su efíca- I
cia, puesto que es sabido que animales y hombres 1
primitivos están muy lejos de tener la misma gran
disposición que tiene el hombre civilizado para
recordar los acontecimientos acaecidos una sola
vez, Tampoco los niños poseen, ni mucho menos,
en la prim era infam ia, aquella susceptibilidad
frente a las impresiones que poseen los niños de
más avanzada edad. Un cierto desenvolvimiento
más elevado de las capacidades intelectuales es
una exigencia imprescindible para la impresiona­
bilidad. Podemos suponer, pues, que cuanto más
tem prana sea la edad a la cual el mismo paciente
atribuya una vivencia impresionante, tanto más
puramente imaginativa y regresiva será la reali­
dad. No podemos esperar impresiones más am ­
plias 'sino de las vivencias acaecidas durante la
infancia un poco posterior; de todos modos, pue­
de decirse que a los acontecimientos del período
protoinfantil —por ejemplo, a lo que sea anterior
al quinto año de la vida— no les corresponde sino
un significado de orden regresivo. Para los años
posteriores, la regresión desempeña asimismo un

170
papel a veces extraordinariamente grande. Sin
embargo, debemos asignar tam bién a las viven­
cias accidentales una importancia no demasiado
pequeña. En d curso posterior de una neurosis,
se ponen a la obra todas las vivencias tenidas ac­
cidentalmente, y la regresión, mediante un circulo
vicioso: el retroceder ante la vivencia conduce al
enfermo a ¡a regresión, en tanto que ésta aumen­
ta a su vez las resistencias oponentes a la viven­
cia en cuestión.
Antes de seguir más adelante en nuestras con­
sideraciones, tenemos que dedicar aún nuestra
atención al problema de la importancia teleológi-
ca que podría atribuirse a las fantasías regresi­
vas. Acaso podríamos contentarnos con la supo­
sición de que estas fantasías no son sino m era­
mente un sustituto de la actividad verdadera, y
que, por tanto, no les corresponde ninguna impor­
tancia especial. Esto probablemente no ocurrirá
así. Hemos visto ya cómo la teoría psicoanalítica
m uestra inclinación a ver en las fantasías (ilusio­
nes, prejuicios, etc.) la causa de la neurosis,
puesto que el carácter de ésta revela una tenden­
cia muy a menudo netamente contraria a la del
obrar sensato. Muchas veces parece como si el
paciente utilizara tendenciosamente su historia
psicológica para dem ostrar que es incapaz de
obrar sensatamente, por lo cual el médico (como
toda persona cualquiera) se inclinará con suma
facilidad a tener especiales simpatías al paciente
(y esto quiere decir: a identificarse inconsciente­
mente con él) y tendrá la misma impresión que
si los argumentos alegados por el enfermo fue­
ran una verdadera etiología. En otros casos, en
cambio, las fantasías tienen más bien el carácter
de ideales extraños, que llegan a sustituir a la

171
dura realidad, creaciones de la fantasía tan bellas
f infantiles, deberá aceptar también las consecuen-
como sutiles; no se podría desconocer en tales cías que ellos acarrean. Y cuando no estuviera
casos una manía de grandezas más o menos ma­ dispuesto a aceptarlas, aquéllas no dejarían de
nifiesta que compensa oportunamente la inactivi­ tomar su venganza en él.
dad y la incapacidad intencionales del paciente. En términos generales, sería muy poco justo
Las fantasías marcadamente sexuales revelan muy denegar a las fantasías aparentemente falsas del
a menudo, con toda claridad, la finalidad de acos­ neurótico todo valor teleológico. En realidad son,
tumbrar al paciente a la idea de la existencia de a pesar de todo, verdaderos inicios intelectualizan-
una fatalidad sexual, para ayudarse a si mismo, tes, y la búsqueda de nuevos senderos de adapta­
hasta cierto punto, a suponer las resistencias. Si, ción. El retroceso hacia lo infantil significa no
con Freud, concebimos la neurosis como un in­ sólo regresión y estancamiento, sino al mismo
tento malogrado de curación, tendremos que atri­ tiempo una posibilidad de encontrar el nuevo
buir también a las fantasías un carácter doble: plan de vida. La regresión es, en última instancia,
a saber, en primer lugar, una tendencia morbosa una de las premisas fundamentales de todo acto
y obstaculizadora, y, en segundo término, otra de creación. Para más detalles sobre este particu­
tendencia fomentadora y preparadora. De la mis­ lar, llamo la atención del lector sobre mi ya repe­
ma manera que en el hombre normal la libido tidas veces citado estudio sobre la libido.
se amontona ante el obstáculo que impide su
normal fluencia -obligándole, pues, a la intro­
versión y a la meditación— , así se produce tam­ S i g n i f i c a d o d e l c o n f l i c t o a c t u a l . — Con el
bién en el neurótico (en las mismas condiciones, concepto de la regresión, el psicoanálisis ha reali­
se entiende) una introversión con un consiguiente zado sin duda uno de sus más importantes descu­
aumento de la actividad de la fantasía, en la que, brimientos pertenecientes a este sector. No sólo
sin embargo, queda preso, puesto que prefiere el las formulaciones anteriores quedan metamor-
modo de adaptación infantil como el que mejor foseadas en la historia evolutiva de la neurosis
corresponde a la economía del esfuerzo. El neu­ (O por lo menos considerablemente modificadas),
rótico no llega a comprender que con ello ha cam­ sino que también el conflicto actual obtiene con
biado su ventaja momentánea por una desven­ ello su debida valoración. Hemos visto ya, en el
taja duradera, y que, por tanto, ha hecho un mal caso descrito más arriba con tantos detalles, que
negocio. De la misma manera, es mucho más fá­ la «escenificación» sintomatológica no quedó com­
cil y más cómodo para un Ayuntamiento, por prendida sino después de haber sido reconocida
ejemplo, dejar de tomar todas las complicadas como expresión del conflicto actual y agudo.
medidas de sanidad que la higiene prescribe; sin Ahora bien, con ello, la teoría psicoanalítica al­
embargo, cuando se presente una epidemia, la canza su nudo de enlace con el experimento de
negligencia se vengará terriblemente. Así, pues, las asociaciones de ideas, de las cuales he tratado
cuando el neurótico pretenda toda clase de alivios detalladamente en mis conferencias explicadas en

172 173
la Clark University. El experimento de las asocia­
ciones de ideas nos brinda en toda persona neu­
rótica una larga serie de datos acerca de deter­
minados conflictos de carácter actual, que he­
mos denominado complejos. Estos complejos
contienen precisamente aquellos problemas y difi­
cultades acerca de los cuales se ha producido en
el enfermo una especie de escisión. Se trata, por
regla general, de conflictos amorosos de carácter
completamente manifiesto. Desde el punto de
vista del experimento de asociaciones de ideas,
la neurosis parece algo completamente diferente
de lo que nos pareció cuando la miramos desde el
punto de vista de la primera teoría psicoanalítica.
Considerada de este último modo, la neurosis
aparece como algo que brota en el suelo de la
protoinfancia y que llega a encubrir la normali­
dad; desde el punto de vista del experimento de
las asociaciones de ideas, aparece, en cambio,
como una reacción frente a un conflicto actual
que desde luego puede existir de la misma manera
en las personas normales, pero sin que en ellas
su solución tropiece con notables dificultades.
Sin embargo, el neurótico queda estancado en el
mismo conflicto y su neurosis se nos manifiesta
aproximadamente como una consecuencia de su
estancamiento. Podemos decir, pues, que los
resultados del experimento de las asociaciones
de ideas hablan muy en favor de la teoría de la
regresión. A base de la teoría anterior —«históri­
ca»— hemos creído poder comprender con suma
facilidad por qué un neurótico tiene tan conside­
rables dificultades en su adaptación al mundo,
a causa de su potente complejo paterno. Pero
ahora, cuando ya sabemos perfectamente que
también las personas normales acusan el mismo

174
complejo y que en principio han de pasar por las
mismas fases de desenvolvimiento psicológico, ya
no podemos recurrir a ciertos desarrollos de los
sistemas de fantasías con vistas a una debida ex­
plicación.
En su lugar, el planteamiento verdaderamente
fecundo del problema será ahora prospectivo y
en la siguiente forma: ya no preguntamos si el
enfermo tiene un complejo m aterno o paterno, o
si presenta fantasías inconscientes de incesto
que le tienen atado. Hoy día sabemos ya que, des­
de luego, tales complejos los tienen todos: es un
simple error del pasado el creer que tan sólo los
neuróticos acusan tales fenómenos. Hoy día he­
mos de interrogar desde un punto de vista com­
pletamente diferente. ¿Qué tarea no quiere reali­
zar el enfermo? ¿Qué dificultad de la vida quiere
eludir?
Si el hombre quisiera en cada caso adaptarse
por completo, entonces, su libido quedaría em ­
pleada siempre de m anera justa y en proporción
adecuada; de lo contrario, queda amontonada y
produce síntomas regresivos. El incumplimiento
de la adaptación, esto es, la indecisión de la per­
sona neurótica frente a la dificultad, es idéntica,
por Jo pronto, a la vacilación de todo ser viviente
ante cada nuevo esfuerzo o necesidad de adaptar-
so,. Pueden realizarse interesantes experiencias a
este respecto en el amaestramiento de animales.
En muy numerosos casos, esta explicación será, en
principio, suficiente.
Desde este punto de vista, las explicaciones
hasta ahora en curso, que querían reducir la resis­
tencia del neurótico a la m era vinculación de sus
fantasías, parecen hoy inadecuadas. Sin embargo,
procederíamos de un modo muy unilateral si no

175
nos interesara más que el prim er punto de vis­ gica de Ia neurosis, descubierta por la Escuela
ta; es posible, no obstante, que se esté vinculado psicoanalítica, no es, en muchos casos, efectiva­
a las fantasías, aun cuando éstas no sean, en ge­ mente sino un mero catálogo de fantasías, rem i­
neral, sino de carácter secundario. La vincula­ niscencias, etc., muy hábilmente escogidas, que el
ción a sus fantasías (ilusiones, prejuicios, etc.) paciente se ha ido produciendo de aquella fibido
transform ase poco a poco en un hábito a base que dejó de emplear para su adaptación biológica.
—muy a menudo— de innumerables regresiones De esta manera, aquellas pretendidas fantasías
ante obstáculos, realizadas desde la más tierna etiológicas no aparecen sino como m eras formas
infancia. Con ello se desarrolla una verdadera ac­ de sustitución, pretextos y motivaciones aparentes
titud vital que no habrá escapado a ningún cono­ para excusar el que algún trabajo, postulado por
cedor de las neurosis: de aquellos enfermos que la realidad, no haya sido llevado a cabo. El círcu­ i
se sirven de su neurosis como de una excusa lo vicioso ya antes mencionado, y cuyos dos polos
para no tener que resolver sus problemas vitales son el retroceso ante la realidad y la regresión en i
más urgentes. El retroceder como actitud habi­ lo fantástico, se presta naturalm ente muy bien a
tual produce otro hábito que se invetera con la aparentar relaciones causales que parecerán deci­
misma facilidad: el de revivir con la mayor na­ sivas hasta tal punto, que no sólo el mismo pa­
turalidad m eras fantasías, en vez de cumplir con ciente, sino hasta el propio médico llegará a creer
obligaciones y deberes reales. Esta vinculación a en ellas. No son experiencias accidentales las que
sus fantasías es precisamente la causa del hecho se inmiscuyen en estos procesos, sino ya más bien
de que la realidad llegue a ser para el neurótico meras «circunstancias atenuantes»; sin embargo,
más irreal, más desprovista de valores y menos no podemos menos que reconocer s u existencia
interesante que para una persona normal. Tal verdadera y eficiente.
como hemos demostrado antes, los prejuicios y Tengo que dar razón, en parte, a los críticos
las-resistencias fantásticas pueden fundamentarse que, de sus lecturas de descripciones de casos
a veces en experiencias que están más allá de toda concretos verificados por la Escuela psicoanalíti-
intencionalidad; esto es, que no son, por ejem­ ca, sacaron la impresión de que se tratab a de co­
plo, desilusiones buscadas ex profeso, o algo por sas fantásticas artificialmente producidas. Come­
el estilo. ten sólo un error: el atribuir los artificios fantás­
La últim a y más profunda raíz de la neurosis ticos y los simbolismos atraídos desde muy lejos
parece ser la susceptibilidad congénita que pre­ a la sugestión y a la fecunda imaginación del pro­
para al lactante, ya en el pecho m aterno, dificulta­ pio médico, y no a la aún mucho más fecunda y
des bajo la forma de excitaciones y resistencias poderosa de su paciente. En efecto, hay mucho
innecesarias (1). La historia aparentemente etioló- de artificial en los materiales de fantasías de las I

historias psicoanalíticas de casos concretos. En la


(1) «Susceptibilidad» no es, desde luego, sino una palabra. mayoría de los casos, existen huellas manifiestas
Se podría decir de la misma manera «reaccionabilidad» o «labt-
ltdadr Sabido es que para designar el mismo concepto están en del talento de invención de los enfermos. Si nues-
curso numerosos términos técnicos.

176 177
tros críticos alegan que sus propios enfermos neu-
ró tic o m o presentan nunca tales fantasías, tienen
igualmente completa razón. Una fantasía que se
encuentra en estado de inconsciencia no existirá
«de veras» sino cuando repercuta bajo alguna for­
ma apreciable en la conciencia, por ejemplo en la
form a de un sueño. Exceptuando estos casos, po­
demos denominarlas irreales.
Capítulo IV

LOS PRINCIPIOS DE LA TERAPIA


PSICOANALÍTICA
Ahora bien, quien pase por alto las repercusio­
nes, muy a menudo apenas perceptibles, que las
fantasías inconscientes tienen sobre la conciencia,
o quien renuncie inclusive al análisis muy cuida­
doso y irrpprnrhable de los sueños,
podrá con sum a faciliáaa"pasar por alto el hecho
de que sus enfermos presenten igualmente fanta­
sías*. Esta objeción, tantas veces oída, no puede,
pues, producir en nosotros más que una benévola
sonrisa de lástima. Sin embargo, hay en ello una
parte de verdad, y esta parte será reconocida por
nosotros de muy buena gana. La .tendencia reere-
siva deljenfermo que queda aún fortalecida por la
á te h ]^ n 7 gsicoajialítica se:-§jrtvS~JiÍcia -1c in­
consciente, esto es, hacia lo fantástico, inventa y
crealiastk durante el mismo curso del psicoanáli­
sis. Se puede decir, por tanto, que durante el tiem ­
po del análisis psicológico esta actividad queda
singularmente aumentada, puesto que el enferm o

i8 1
se ve apoyado en su propensión regresiva por el mismo tiempo que una dolencia, un intento de cu­
interés del analizador, y continúa fantaseando en ración, y a atribuir, por consiguiente, a las for­
mayor escala. Ésta es también la causa de que las m as neuróticas un sentido teleológico muy espe­
críticas que se han dirigido contra el psicoanálisis cial. Sin embargo, como toda enfermedad, tam bién
hayan fomentado una terapia de la neurosis que la neurosis es .una especie de com pram iso entre
em prenda el camino completamente opuesto al los motivos causantes de la enferm edad y la fun­
que seguimos actualm ente los psicoanalistas; es ción normal. Del mismo modo que~T3~'Medicina
decir, según ellos, la tarea primordial de la tera­ moderna ya no ve en la fiebre tan sólo la enferme­
pia consiste en sacar a la fuerza a lp a c ie n te de dad misma, sino que, al mismo tiempo, la conside- .
--------- --- — ra como una oportuna reacción del organismo, así^
sus fantasías insanas ,_devolviiáudnle-a la_-vida real.
Nafuralménte, todo psicoanalista conoce también tam bién el psicoanálisis ve en la neurosis no sólo
perfectísim am ente esta necesidad, sólo que sabe, a l g o - e g ^ o S ^ ^ a^ l yjT W -hosQ^ ñ t ^ ^
asimismo, cuán poco se puede obtener de un neu­ algo oportuno y provisto de sen tidol De esto se
rótico con un mero «sacarle a la fuerza» de sus deduceldTr más ni más la actitud xnvestigadora y
fantasías. Nosotros, los médicos prácticos, nunca expectativa del psicoanálisis frente a la neurosis.
nos permitiríamos, desde luego, el lujo de preferir El psicoanálisis se reserva en todos los casos la
un método penoso y complicado, y además com­ atribución de un valor a los síntomas, no intentan­
batido por todas las autoridades, a otro m étodo do en un principio sino la comprensión de las ten­
sencillo, claro y fácil. Conozco perfectamente la dencias que se hallan en la base del síntoma. Si lo­
sugestión hipnótica y el «método de persuasión» grásemos destruir simplemente una neurosis, tal
de Dubois, solamente que no los empleo a causa como se destruye, por ejemplo, un carcinoma, ani-
de su relativa ineficacia. Por el mismo motivo no builaríase al mismo tiempo, con esa destrucción,
puedo aplicar tampoco el método directo de la *ran cantidad de energías muy útiles. Sin em bar­
''«reeducación de la voluntad», puesto que el psi­ co, podemos js alvar fácilmente estas energías, es
coanálisis me parece brindar resultados mucho lecir, podemos ponerlas al servicio de los objeti­
mejores. Sin embargo, una vez nos hayamos deci­ vos de la curación, si obedecemos al-asentido del
dido a em plear el psicoanálisis, estarem os obliga­ síntoma, o sea, si participamos en el movimiento
dos a seguir atentam ente las fantasías regresivas regresivo del enfermo. A quien no esté aún muy
de nuestros enfermos. En realidad, el psicoanálisis familiarizado con la esencia del psicoanálisis, le
ocupa un punto de vista mucho más moderno que será, sin duda, difícil com prender cómo se intenta
todos los demás m étodos de psicoterapia, en cuan­ Iograr un efecto terapéutico por la condescenden­
to a la valoración que da a los síntomas. Todos cia que el médico demuestre respecto a las fanta­
los demás m étodos parten de la prem isa básica sías «nocivas» que le son presentadas por su pa­
de que la neurosis es algo absolutamente enfer­ ciente. Y no tan sólo los adversarios del psicoaná­
mizo. Durante toda la historia de la neurología no lisis, sino hasta nuestros propios enfermos, suelen
se ha llegado a la idea de ver en la neurosis, al poner, frecuentemente, muy en duda el valor tera-

182
péutico de un método así, que dedica especial
atención precisam ente a lo que el mismo enfermo
tiene que caracterizar como totalm ente desprovis­
to de valor y como algo repugnante: sus propias
fantasías. Podemos oír muy a menudo por parte
de nuestros pacientes que sus médicos anteriores
,les habían prohibido categóricamente que se ocu­
paran de sus fantasías; y en cuanto a ellos mis­
mos, sólo pueden añadir que están más aliviados
cuando se han libertado de esta terrible plaga,
aunque no sea más que por unos instantes. Podría
parecer, pues, algo extraño que precisam ente un
tratam iento que vuelve a llevar a los enfermos a
aquel terreno del que han intentado continuamen­
te escapar, pueda serles provechoso. Podemos re­
plicar lo siguiente a esta clase de objeciones:
Todo depende de la actitud q u e adopte espacíen­
te frente a sus propias fantasías. H asta ahora,
el fantasear no era para el paciente sino una ac­
t i v i d a d meramente pasiva e involuntaria. Sumer-
llg íase en sus ensueños, como se dice vulgarmente,
\ jy hasta las mismas «cavilaciones» de los neuróti-
ycos no constituyen sino un fantasear involuntario.
?Lo que el psicoanálisis exige de sus pacientes, es
aparentem ente lo mismo; pero tan sólo un cono­
cedor muy superficial de nuestras teorías y de
nuestra práctica puede confundir los ensueños
meramente pasivos de los enfermos con la actitud
psicoanalítica. Lo que los psicoanalistas requeri­
mos de nuestros pacientes, es todo lo contrario de
lo que ellos han venido haciendo hasta ahora. El
i paciente se parece a una persona que cayó ines­
meradam ente al agua y está a punto de ahogarse.
£1 psicoanalista, testigo del accidente, se precipi­
ta en su ayuda, pero aprovecha la ocasión para en­
se ñ a rle a nadar. Esto quiere decir que, allí donde

184
el enfermo «cae al-agua», no es ya un lugar arbi­
trario cualquiera: allí yace, en el fondo d£—las,
aguas, un tesoro escondido, oue tan sólo un buzo
podría—llevar a la..,superficie. Esto significa que
todo enfermo considera sus fantasías como com-
plH ánféñl^dósprovistas de sentido v valor, cuan­
do, en realidad, poseen una potente influencia en
él, a causa de la gran im portancia que efectiva­
mente poseen. Son los tesoros del pasado, sum er­
gidos bajo el agua, que no podrían serjsacados a
la luz sin la ayuda de un KuzoT En m anifiesta opo­
sición a todos los métodos anteriores, el neurótico
debe concentrar intencionadam ente su atención en
su propia vida interior y pensar esta vez a sa­
biendas, conscientemente y por su libre albedrío,
lo que antes sólo se le antojaban ser vanos ensue­
ños y fantasías. Esta nueva m anera de pensar
acerca de sí mismo, tiene tan poca semejanza con
las actitudes de antaño, como el buzo no se pa­
rece en nada al infortunado que se ahoga. Antes
hubo compulsión e ineludible necesidad; ahora,
hay intención y objetivo, de modo que el fantasear
gratuito se ha metamorfoseado en trabajo. El pa­
ciente se ocupa desde ahora, potentem ente soste­
nido por el médico, en sus fantasías, con la inten­
ción, no de entregarse por completo a ellas, sino
de ponerlas al descubierto poco a poco llevándolas
a la luz del día. Con ello, obtendrá una actitud ex­
trem adam ente objetiva frente a su propia vida ín­
tima, y podrá echar mano de todo cuanto haya te­
mido u odiado antes. Y con esto acabamos ya de
caracterizar los principios fundam entales de toda
la terapia psicoanalítica.
Hasta el momento en que se inicia el trata­
m iento psicoanalítico, el enfermo se ha visto ex­
cluido parcial o totalm ente de la vida, a causa de

185
su enfermedad. Ha dejado de cumplir, por tanto, ludibles deberes en la vida, el análisis sigue hu­
con numerosos deberes que la vida nos impone a mildemente a la Zibido de1 neurótico por el mismo
todos, ora en lo que concierne a sus exigencias sendero «falso» de la regresión; de modo que todo
en el campo social, ora en cuanto a sus deberes comienzo de psicoanálisis parece corroborar aún
meramente humanos. Tiene que conseguir cumplir las inclinaciones enfermizas del paciente. Sin em­
nuevamente con estos deberes individuales, si bargo, si bien el psicoanálisis parece seguir ser­
quiere ser curado. Naturalmente, por «deberes» vilmente al popio paciente en sus fantasías noci­
no es preciso comprender ciertos postulados éti­ vas, tan sólo lo hace en realidad con objeto de,
cos universales, como m e apresuro a hacer cons­ devolver la tibido que aun está vinculada a estas
ta r con el fin de evitar confusiones, sino m era­ fantasías^-a la -conciencia y—a-fas tareas del m o­
mente los deberes que cada cual tiene frente a si mento actual. No obstante, esto no puede llevarse
p ism o (por lo cual, desde luego, tampoco entien­ a cabo sino" de una sola manera: sacando a la ple­
do intereses egoístas, puesto que toda persona na luz de la conciencia todas las fantasías, y con
hum ana es a la vez un ser social, cosa que los in- ello, también la tibido que se ha «pegado» a ellas.
/di vidual i s ta p a re c e n olvidar con demasiada fre- Si la Zibido no estuviera ligada a ellas, no tendría­
Icuencia). A un hom bre corriente y normal, .una mos ningún inconveniente en abandonar las fanta­
(virtud que tiene en común con otros le produce
sías a sí mismas, para que arrastraran lastimosa­
mayor satisfacción que un vicio individual por mente su pobre existencia de m eras- sombras. Es
muy seductor que éste pueda parecer. Es necesa­ inevitable que el neurótico que por el comienzo
rio ser neurótico, o un hombre fuera de la nor­ del psicoanálisis se siente como corroborado en
m alidad a raíz de cualquier otro motivo, para su tendencia regresiva, llegue a abrir camino al
dejarse engañar por tales intereses particulares. interés del analizador entre continuas y siempre
Ahora bien, el neurótico retrocedió ante tales aumentadas resistencias hacia las profundidades
deberes, y su libido se retird~=^porJÍQ~~meno.s par- del mundo de las sombras inconscientes. Es, por
cia 1me e ia s T a re a s que le impone la vida tanto, sobradam ente concebible que todo m édico,
real; podemos decir, pues, que su libido quedó in­ como persona normát~qtrg~^TexperimenTe en sí
trovertida, esto es, «envolvió diaria dentro. Puesto mismo las J m t s t A ñ c T á s f c o n t r a esta
que se renunció completamente a la superación de tendencia, sin duda alguna morbosa, de su pacien-
determinadas dificultades, la Zibido se orientó ha­ fé7“p~uestc> que siente con perfecta claridad la ten­
cia el ca m in o de la regresión, es- decir, la fantasía dencia netamente, nalol0gica_-.de éste. Considerará,
llegó a- S u p la n ta r'lm ^r a i n » » la xealidad. De por tanto, que precisam ente en 'su calidad de mé­
modo completamente inconsciente -y de vez en dico, obrará m ejor si no se deja envolver por las
cuando también co n scie n te m en te- el neurótico fantasías de aquél. Es sumamente comprensible
llegó a preferir los ensueños y las fantasías a la que el médico sienta hasta repulsión hacia la ten­
vida real. Para conducir otra vez al neurótico h a­ dencia del enferm o, y no cabe duda de que es re­
cia la realidad y hacia el cumplimiento de sus ine­ pugnante ver cómo una persona se entrega por

187
completo a sí misma, y se vanagloria continua­
mente de sus propios minúsculos asuntos. Es, en
general, muy poco agradable para la sensibilidad
estética de u n hombre normal, la inm ensa mayoría
de las fantasías neuróticas, cuando no llegan a
producirle verdadero asco. El psicoanalista debe
prescindir, desde luego, de este juicio valorativo
estético, exactamente de la m isma m anera que
cualquier otro médico que tenga la seria intención
de ayudar verdaderam ente a sus enfermos; no
debe tenerse tampoco repugnancia ante trabajos
sucios, si con ellos puede alcanzar su finalidad
terapéutica. Sin duda existe un gran núm ero de
enfermos somáticos que curan sin un diagnóstico
preciso y sin un radical tratam iento local, pura­
mente por la aplicación de remedios generales, fí­
sicos, dietéticos y sugestivos. S in embargo, los
casos difíciles no consiguen la anhelada curación
más que con una terapia individual que se fún-
dam enta en un diagnóstico exacto y en un cono­
cimiento detallado del caso concreto de la enfer­
medad.
Los métodos actuales de psicoterapia consis­
tían en tales remedios generales que en los casos
leves no sólo no engendraban ningún mal mayor,
sino que aportaban verdadero provecho. Sin em­
bargo, un gran número de nuestros enfermos se
m uestra inasequible a tales remedios. Si hay algo
que puedgLq^ropqFeiQQgr remedios a tales casos,
no podrá ser sino el psicoanálisis^ con lo cuál no
queremos decic-de. mTrffíjna manera que sea el psi-
coanálisis una panacea universal; tales atirma- 1
ciones sólo nos son atnBtrtda's~pbf’la crítica m a­ v
lévola y parcial. Sabemos perfectam ente que el
psicoanálisis puede fracasar tam bién en determ i­
nados casos, como es sabido, asimismo, q u e ta m -

188
I
i
poco la Medicina sabrá nunca curar todas las en­
fermedades.
El buceo del análisis saca a veces a la superfi­
cie, procedentes de los bajos fondos llenos de ba­
rro, trozos de m ateriales sucios que por lo pronto
deben ser limpiados para que aparezca su real va­
lor. Las fantasías sucias son lo desprovisto de
valor que se desecha; en cambio, lo valioso es la
libido que se ha «pegado» a ellas y que vuelve a
ser útil para ser empleada a raíz del trabajo pu-
rificador. Sin duda, el psicoanalista de oficio,
como todo especialista en general, creerá a veces
que las fantasías tienen un especial valor en sí, y
no sólo aquel valor que les confiere la libido que
les es inherente. Sin embargo, el mismo enfermo
no hará suya esta valoración, por lo menos en un
principio. Para el médico, las fantasías sólo tienen
valor científico, de la m isma m anera que al ciru­
jano ha de interesarle, desde el punto de vista de
su interés científico, el problem a de la cantidad
de estafilococos o estreptococos que contiene el
pus. Esto es completamente indiferente para el
enfermo. El médico obrará bien, frente a su pa­
ciente, para no invitar involuntariam ente a aquél
a que tenga más alegría de lo necesario con sus
fantasías. El significado etiológico que se suele
atribuir — según creo yo, indebidam ente— a las
fantasías, explica por qué los trabajos psicoanalis­
tas publicados reservan tan amplio espacio a la
discusión concreta de las diferentes form as de
fantasías.
Pero al saber que en psicología todo es posi­
ble, la valoración inicial de las fantasías, así como
el afán de descubrir en ellas el motivo etiológico,
se irá perdiendo paulatinamente. Ninguna relación
de casos seria capaz, además, por muy extensa

189
que fuese, de agotar este m ar inmenso.
Teóricamente, las fantasías s o n inagotables. En
la mayoría de los casos, después de cierto tiempo,
cesa la producción de fantasías hecho del cual
aún no debemos concluir, desde luego, que las
posibilidades de la imaginación de nuestro p a­
ciente han quedado agotadas, sino que el cese de
la producción significa tan ^sólo que ya no queda
ninguna Zibido en vías de regresión. Sin embargo,
dicha regresión acabóse cuando la libido se apo­
deró de las tareas reales y actuales y se necesitó
para la solución de estos problemas. Existen, des­
de luego, casos (y éstos hasta son numerosos) en
los que la producción de interminables fantasías
dura más de la cuenta, produciéndose así una in­
terrupción en el tratam iento, ora a raíz del placer
que el enfermo encuentra en su actividad de fan­
tasear, ora a consecuencia de una orientación fal­
sa por parte del propio médico. Este últim o caso
es harto frecuente en los psicoanalistas principian­
tes que, cegados por la extensa casuística psicoa-
nalítica que ha sido publicada hasta ahora, que­
dan detenidos en su interés por las fantasías que
pretenden sean significativas desde el punto de
vista etiológico; tales médicos tratan de refrescar
continuam ente unas fantasías que provienen de
la prim era infancia, guiados como están por la
creencia ilusoria de que con ello darán con las di­
ficultades neuróticas de la solución. No ven que
éstq. ,cpnsiste~en- actuar y en el cumplimiento de
determinados deberes ineludibles que nos son
planteados por la m isma vida.
Se nos podrá objetar que la neurosis consiste
precisam ente en que el paciente es incapaz de
cumplir con estos postulados de la vida, y que la
terapia debe proponerse capacitarle para ello, me-

190
diante este análisis de su inconsciente, o propor­
cionarle por lo menos los remedios que sean ne­
cesarios. La objeción form ulada bajo esta form a
está muy justificada; sin embargo, es preciso aña­
dir inmediatam ente que sólo tiene validez cuando
la tarea que el enfermo debe realizar sea cons­
ciente al mismo enfermo; y consciente no sólo en
un mero sentido teórico, esto es, en sus directri­
ces generales, sino hasta en sus más ínfimos deta­
lles. Ahora bien, el neurótico se caracteriza preci­
samente por la falta de este claro reconocimiento,
aun cuando esté ya orientado — siempre en pro­
porción directa con su nivel de inteligencia— ha­
cia las tareas generales de la vida y se esfuerce en
cumplir con las prescripciones de la corriente mo­
ral de la existencia. Sin embargo, conocerá tanto
menos los deberes vitales, incomparablemente
más im portantes frente a sí mismo, o a veces los
ignorará por completo. No es suficiente, pues, se­
guir al paciente a ciegas por el sendero de su re­
gresión, empujándole hacia sus fantasías infanti­
les por u n interés etiológico nuestro, muy inade­
cuado. Muy a menudo tengo que oír de mis enfer­
mos que han quedado estancados sin éxito algiffio^
en medio de un tratam iento psicoanalítico: 1«Mi)
médico supone que~aüll debe "de tx is tir en mí al-1
gún traum atism o infantil, o una fantasía equival
lente a él, que j adayía estoy reprim iendo.» Pasan­
do por alto los casoseñ~TTJs"cuaIes tales suposicio­
nes correspondieron a la realidad, he visto tam ­
bién otros en los que el obstáculo consistía en que
la Zibido extraída a la superficie mediante la labor
analítica, volvió a sumergirse en las profundida­
des, por una falta de ocupación de ella, pues la
atención del médico estaba completamente dedica­
da a la fase infantil, sin que viera cuáles eran los

191
esfuerzos de adaptación que la vida requería de
su paciente en aquel momento preciso. La conse­
cuencia fue, desde luego, que la libido extraída a
la superficie, volvió una y otra vez a sumergirse
en el limbo del inconsciente, puesto que no se le
dio oportunidad para ejercitarse. Existen muy
num erosos enfermos que Hegan por sí mismos a
com prender claram ente sus tareas vitales, y que,
por tanto, proceden con relativa rapidez a suspen­
der la producción de fantasías regresivas, ya que
prefieren vivir en la realidad y no entregarse a
sus fantasías. Desgraciadamente, no podemos de­
cir otro tanto de todos los enfermos. Hay, entre
ellos, no pocos qúe renuncian durante muy largo
tiem po —a veces para siempre— a cumplir con
sus tareas prim ordiales en la vida, dando la pre­
ferencia a los ensueños pasivos y neuróticos.
(Aprovecho la oportunidad para llam ar aquí, una
vez más, la atención sobre el hecho de que por
«ensueños» no debemos entender siempre un fe­
nómeno forzosamente consciente.)
En correspondencia con estos hechos y con el
creciente conocimiento, el mismo carácter del psi­
coanálisis fue cambiándose en el curso de los
años. Si bien en sus prim eros comienzos el psicoa­
nálisis era una especie de método quirúrgico que
se proponía desalojar del alma un cuerpo extraño,
un afecto «atrapado», la form a ulterior representó
rúas bien u n a especie de m étodo histórico que se
dedicaba a aclarar y a investigar, cuidadosamente,
la historia evolutiva de las neurosis hasta en sus
m ás íntim os detalles, reduciéndola toda a sus pri­
m eros indicios.

La t r a n s f e r e n c i a a f e c t i v a . — No se puede des­
conocer que la formación de este Ultimo método

192
se debió a un interés científico muy potente y a
una introyección sentimental (empatia) personal,
cuyas huellas son claramente reconocibles en las
exposiciones de casos que la Escuela psicoanalíti-
ca ha producido hasta hoy. Freud logró de hecho,
gracias a ello, descubrir en qué consistía el efecto
terapéutico del psicoanálisis. En tanto que antes
se buscaba dicho efecto en la descarga del afecto
traum ático, descubrióse entonces que las fantasías
desveladas se asociaban completamente con la
persona del propio médico. Freud denominó a
este proceso transferencia afectiva (Uebertragung),
basándose en el hecho de que el paciente transfe­
ría, al finalizar el análisis, todas sus fantasías, que
antes estaban vinculadas a las figuras —imáge­
nes— de los padres, sobre el propio médico. No
es preciso imaginarse esta transferencia como si
el proceso se lim itara única y exclusivamente a lo
meramente intelectual, sino que debemos figurar­
nos que la libido «pegada» a las fantasías se sedi­
menta, por decirlo así, junto con las fantasías, en
la figura del médico. Todas aquellas fantasías se­
xuales esbozadas que rodean la imago de los pa­
dres, rodearán ahora al médico, y cuanto menos
llega a darse cuenta de este proceso el paciente,
tanto más intensa y fuertem ente quedará ligado
inconscientemente a él. Este reconocimiento tiene
una im portancia capital desde varios puntos de
vista. Ante todo, este proceso acarrea grandes ven­
tajas biológicas para el m ismo enfermo. Cuanto
m enor sea el tributo que paga al mundo de las
realidades, tanto mas aum entadas aparecerán sus
fantasías, y tanto más quedarán interceptadas sus
relaciones con el mundo. Es típico j^ara el neuró­
tico que sus reí aniones eoa-la rcalidadPeStéa^fem-
pre perturbadas, esto es, acusen una adaptación

193
13 — Teoría del Psicoanálisis
disminuida. Mediante la transferencia afectiva, neurosis nos parezca ya aclarada hasta en sus
prodúcese ahora un puente a través del cual el m ás ínfimos detalles y rincones. El médico que
paciente puede salir del seno de la familia y acer­ queda preso en su m anera de ver historicista, pue­
carse al mundo, o expresado lo mismo en otras de ser en tales casos, con mayor facilidad, vícti­
palabras: puede rescatarse del medio ambiente m a de una confusión, y tiene que plantearse el
infantil para entrar en el m undo de las personas . problema de si le queda aún algo para analizar en
mayores, puesto que el médico representa para el caso en cuestión. Esto ocurre precisam ente en
él una parte del mundo extrafamiliar. Sin em bar­ aquellos casos de que hemos hablado anterior­
go, por el otro lado, la transferencia representa mente, y en los que no se trata ya, de ningún
al mismo tiempo un poderoso obstáculo para el modo, de analizar un m aterial histórico, sino del
progreso del tratam iento, puesto que, mediante problema de inducir al paciente a actuar, lo que
ella, el enfermo llega a asim ilar al médico con su significa ante todo la superación de la actitud in­
padre y su m adre cuando precisamente deberia fantil. Sin duda, mediante el análisis histórico del
representar para él un prim er pedazo de la reali­ caso, se descubrirá una y otra vez si el enfermo
dad extrafamili ar; por eso toda la ventaja de esta ha adoptado una actitud infantil frente al psicoa­
nuev^u-ad^uisición queda paralizada^C uanto más nalista; sin embargo, de ello no resulta aún ningu­
íogre ^1 enfermo..ver ..en'TliIZgérstJfva deljm édico na posibilidad de cam biar dicha actitud. Hasta
un homtme, tanto más provechosa será para él la cierto punto, esta desventaja considerable de la
trasfereo£Ía_ práctica. Sin embargo, cuanto menos transferencia afectiva se producirá en todos los
^Jponsi deración le merezca el médico como ser hu­ casos. Paulatinam ente, se ha ido estableciendo
mano y cuanto más lo asimile a la figura de su que, aunque la parte hasta ahora expuesta del psi­
propio padre, tanto más pequeña será esta venta­ coanálisis es extraordinariam ente interesante y
ja, y tanto más aum entará la desventaja de la valiosa desde el punto de vista científico, no tiene,
transferencia afectiva, puesto que, con ello, el pa­ sin embargo, ni lejanamente, la misma im portan­
ciente no hace sino am pliar los límites de su fa­ cia, desde el punto de vista de la práctica, que el
milia, que llega a enriquecerse meramente con análisis de la transferencia afectiva, al que proce-
una persona nueva, semejante a los padres. Él
1 mismo, sin embargo, se encuentra tanto como an­
tes en un medio ambiente infantil; por tanto, en C o n f e s ió n y — Antes de e n t r a
PSICOANÁLISIS.
su constelación primitiva; de esta manera, todas sin embargo, en los detalles de esta parte del an¿
1 las ventajas de la transferencia quedan aniquila­ lisis, tan im portante para la práctica, quisiera
das. Existen enfermos que aceptan el psicoanáli­ m ar la atención sobre un paralelism o que
sis con el mayor agrado y están completamente entre la prim era parte efétTtnaúm i y un procedi-j
dispuestos a someterse a él, siendo muy fecun­ miento histórico-cultural instituido desde hac¿
dos en la producción de fantasías, sin que reali­ muchos siglos: la institución religiosa de la con-
cen el más mínimo progreso, a pesar de que su
Nada puede encerrar a un hombre tanto en sí
mismo, y nada puede separarle tanto de la comu­
nidad de los demás humanos, mmn la
de un_secretó personalm ente íh u v im portan tp -gup
o c u lta J im ida v_celosamente. Actos y pensamien­
tos «pecam inososT^orr m u y a menudo los que
aíslan a los hombres, oponiéndoles entre sí. En
tales casos, la confesión proporciona muchas ve­
ces una verdadera redención. La sensación-de^am
considerable alivio que suele seguir a la confesión,
es debida a la reinclusión de la^peEseea-penJlda
en el seno-de la colectividad. Su aislamiento y en-
cerrerlflicnto moral” tan difícilmente soportado,
acabóse con la confesión. He aquí en qué consiste
la ventaja psicológica más esencial de la confe­
sión. La confesión acarrea, además, otras conse­
cuencias necesarias: por la transferencia del se­
creto y de todas las fantasías inconscientes, se
produce cierto enlace moral entre el individuo y
el-, padre espiritual una—llaijiada ~ relació ri”de
transferencia afectiva». Quien tenga alguna expe­
riencia psicoanalítica, sabrá aprecia r la importan-
eift-pgrsnnal qnp nhtif>'h£'"p I" i y Hirn por el mero
h echo de eme el paciente Ulegnp.-a^pnpfpsarle sus
secretos. Es muchas veces sorprendente cuán con­
siderablemente puede cam biar el comportamien­
to del enfermo a consecuencia de ello; sin duda,
esta consecuencia era intencionada por parte de
la Iglesia. El hecho de que la mayoría preponde­
r a n te de la Hum anidad no sólo necesite ser con-
düfcida, sino que ni siquiera desee otra cosa que
I hallarse puesta bajo tutela, justifica hasta cierto
YpuntO'el valor m oral que la Iglesia adscribe a la
confesión. El sacerdote, provisto de todos los
atributos del poder paterno, es el conductor y el
pastor responsable de su grey. El es el padre es-

196
piritual, y los feligreses son los hijos espirituales.
Por consiguiente, el sacerdote y la Iglesia llegan
a suplantar para el individuo a los padres y a li­
brarles de los lazos familiares demasiado estre­
chos. Mientras el sacerdote sea una verdadera
personalidad de altos valores morales y de natural
nobleza de pensam iento~uniendo a estas cualida­
des también la de una alta cultura intelectual, la
institución de ia-confesión debe ser alabada como
un brillante método de guía y educación social
q u ^ eh~efecfo7"durante mas de 1.500 años ha de-
sempenaxtrmña formidable tarea educativa. Mien­
tras la Iglesia católica’medieval supo proteger el
arte y la ciencia —lo que logró sin duda gracias a
la, a veces, amplísima tolerancia del elemento se­
glar—, la confesión pudo servir como un magní­
fico medio de educación. Sin embargo, perdió la
confesión su valor educativo, por lo menos a los
ojos de las personas de alta cultura intelectual,
tan pronto como la Iglesia se demostró incapaz
d e defender su primacía en el sector intelectual,
lo que es la consecuencia inevitable de la anqui-
losis espiritual. El hombre moral e intelectual­
mente desarrollado de~nüestra época ya no anhela
seguir una fe o un rígido dogma. Quiere com pren*
d e r . No nos puede extrañar, pues, si deja de lado
cuanto no comprenda, y el símbolo religioso per­
tenece a aquellas cosas, puesto que su compren­
sión no es demasiado fácil. Esto explica que sea.
casi siempre la religión una de las prim eras cosas
d e que se lib r a . El s a c r i f i c i u m i n t e l l e c t u s que re.
quiere toda fe positiva, es un acto de violencia
contra el cual la conciencia racional del hombre
superior se subleva.
Ahora bien, en lo que hace referencia al psico­
análisis, la mayoría de los casos de relaciones de

197
transferencia o de dependencia pueden ser consi­ piernas. Ésta deberá ser por lo menos la inten­
derados como suficientes para un determinado ción del tratamiento.
efecto terapéutico, siempre que el analítico sea
una personalidad intelectualm ente superior, y ca­
pacitada, bajo todos los aspectos, para conducir A n á l i s i s d e la transferencia a f e c t i v a . — He­
con plena responsabilidad a su paciente, llegando mos visto ya que la transferencia afectiva acarrea
a ser un verdadero padre del pueblo. Sin em bar­ toda clase de dificultades en la relación entre el
go, el hom bre moderno, espiritualm ente desarro­ paciente y el médico, puesto que éste queda asi­
llado, aspira — consciente o inconscientemente— a milado siempre más o menos sub specie a la fa­
regirse autónom am ente y a sostenerse en el sec­ milia. La prim era parte del análisis —el descubri­
to r m oral por sus propias fuerzas. El timón que miento del complejo— es más bien fácil y senci­
otros habían manejado ya demasiado tiempo en lla, gracias al hecho de que cada uno se libra
su lugar, quisiera tenerlo otra vez en sus manos. muy gustoso de sus dolorosos secretos; luego, ex­
Q uerría comprender, o, dicho en otras palabras, perim enta asimismo una satisfacción especial por
quisiera ser él mismo u-na-qaersona _m^ynr. Es, sin haber logrado por fin encontrar alguien que pres­
duda, m ucho-m ás fácil dejarse guiar y conducir; tara su comprensivo oído a aquellas cosas a las
pero esto ya no es del agrado del hom bre culto de que ningún otro hubiera consagrado atención.
hoy, puesto que siente instintivam ente que el es­ Para el enfermo, es una sensación peculiar muy
píritu de nuestra época le exige ante todo una agradable la de ser comprendido y tener a su
autonomíaynorsJk El psicoanálisis ha de tener en lado un médico que está decidido a comprender
cuenta este postulado, y, por tanto, debe rechazar a su paciente a toda costa, y que se halla dispues­
con férrea consecuencia las aspiraciones del en­ to, además, a seguirle a través del laberinto de to­
fermo a que lo conduzcan y le den instrucciones das las aberraciones posibles. Existen enfermos
de continuo. El médico psicoanalista conoce de­ que poseen para ello una prueba especial, consis­
masiado bien su propia imperfección para que tente, por lo general, en una pregunta determinada
pueda pretender seriamente desem peñar el papel a la que el médico debiera de consagrar su aten­
de padre o de guía. Su aspiración máxima no pue­ ción; si luego resulta que éste no puede o no quie­
de consistir sino en educar a sus enfermos para re hacerlo, queda formulado el juicio sumarísimo
hacer de ellos personalidades autónomas, librán­ de que «no vale nadan. La sensación de ser com­
dolos de la vinculación inconsciente a los límites prendido, posee un encanto, p -l as al­
infantiles. El psicoanálisis tiene p o r misión el irias sollgirluia i- e'ñfré- lQ&^cnferm os, almas insacia-
analizar esta situación de transferencia, tarea que b lsg jéuando se trata de ser «comprendidas».
se asem eja bastante a la del sacerdote. Mediante El comienzo deE*uaáIisis-esy-por regla general
el análisis de la transferencia debe cortarse el y a raíz de estas disposiciones favorables, relati­
lazo inconsciente (y consciente) con el médico, vamente fácil. Los efectos terapéuticos que se pre­
poniéndose el enfermo por fin sobre sus propias sentan ya a veces en estos comienzos y que bajo

198
ciertas condiciones pueden ser muy im portantes,
se obtienen con suma facilidad y pueden, por tan­
to, seducir a todo principiante a un cierto opti­
mismo terapéutico, así como a una superficiali­
dad analítica, que son desproporcionados a la di­
ficultad especial y a la seriedad de la tarea del
psicoanalista. Se puede añadir tam bién que la pu­
blicación de los efectos terapéuticos no es nunca
tan despreciable como precisam ente en el psicoa­
nálisis, ya que nadie debería saber m ejor que el
propio psicoanalista que el éxito terapéutico de­
pende al fin y al cabo, en lo principal, d e la cola­
boración de la Naturaleza-y del mismo enfermo.
Concedo aún la justificación de cierto orgullo en
el psicoanalista acerca de su comprensión crecien­
te, que rebasa en mucho a los conocimientos de
que se solía disponer antes de Freud. Sin em bar­
go no podemos dejar de reprochar a quienes han
publicado trabajos psicoanalíticos, que han p e r ­
m itido que su ciencia aparezca a veces bajo una
luz completamente falsa. Existen publicaciones
terapéuticas de las cuales toda persona no inicia­
da debe sacar la impresión de que el análisis no
es sino una intervención relativam ente f á c il o u n a
especie de brillante truco con formidables éxitos.
La p r im e r a parte del análisis, durante la cual in­
tentam os compreiider al paciente, procurándole
ya con ello notable alivio, es la responsable de to­
das las ilusiones terapéuticas. Las m ejorías que
se presentan a veces en los comienzos, al iniciarse
el análisis, no representan desde luego e l éxito del
método psicoanalítico por excelencia, sino que
son meramente, en la mayoría de los casos, ali­
vios pasajeros que vienen a apoyar considerable­
mente el proceso de la transferencia afectiva. Una
vez Jft*rntn,5 ila s- 4 a s p r im e r a s resistencias contra l a T

200
transferencia, esta últim a no es, al fin y al cabo,
sm?TT3na situación punto menos qiie ideaf-para el
arrafizado. Este mismo no tiene que hacer ningún
esfuerzo, y, sin embargo,
sale a su encuentro por
del camino, con una pe
prenderle hasta entonces desconocida para él, vo­
luntad tan firme que no se deja intim idar ni abu­
rrir, aunque el neurótico haga gala a veces, con
todos los medios posibles, de su terquedad y su
testarudez in f a n t ile s . F r e n te a tanta paciencia, lle-
‘f o r te s
r ^ i « ; t p r i H a g | Hp m rtrjft q q fl ^ jifp rrrp

en colocar al médico entre los dioses lares de su


familia, o seaTTSrgSTffñTárle a su m edio ambiente
fam iliar infantil. Sin embargo, el neurótico satis­
face con silo, al mismo tiempo, otra necesidad
suya, porque realiza aquella prim era adquisición
extrafam iliar que constituye un verdadero postu­
lado biológico. A c ip ]p iifp jrln r^iti^np i-r^rUQrU»
l^jylafiión ^ tra n sfe re n c ia , dohlf v^rUfl-La^_pri­
m ero, una nersonalidad. en la cual se-rmeda-stmn-
npr antpmanr| una atención cariñosa y orienta-
da hacia los xnás nimios detaflp^ ^HTffflñmiq^
|jues^cjm y3aracla^^
cuajiBa«J3fíl38flal¿áádjjyúm/ami/^
su condición ayuda al enfermo a cum plircon una
de Tus mqc Im pnrt^tPC v yr.á.; sipniñVativac ta.
r-P a g jjp jn n q ^ p riP T -Q r^pcp ro v is ta de to d o p e lig r o .
Ahora bien, si con esta adquisición se produce al
mismo tiempo que
suele ocurrir no raras veces, entonces la fe cán­
dida del neurótico en la perfección de la nueva
siutación así obtenida es aún mayor. E n estas
condiciones, es completamente natural y com­
prensible que el paciente no esté dispuesto, ni

201
!

muchísimo menos, a renunciar a estas ventajas.


Si dependiese de él, preferiría estar siempre al
lado del médico. Iniciase^ p o rJa B Ío ^ m m e ro sas
fantasías acerca de^modg^cQj;
gparse. DeserHP'éfí^en ello un papel importantísi-
<T!5-el erotismo, que queda no sólo utilizado pa­
ralelamente, sino hasta exagerado, para dem ostrar
aún más patentem ente la imposibilidad de una
separación. De modo harto comprensible, el en­
fermo opondría al médico muy tercas resistencias,
si este últim o realizara algún intento de disolver
la relación de la transferencia. Ahora bien, nos es
forzoso no olvidar que, para tanto neurótico, la
adquisición de una relación extrafamiliar es un
verdadero deber vital —como lo es también para
toda persona normal—; a saber, un deber cum­
plido ,debidamente en la fase anterior de su vida.
Quisiera salir aquí muy enérgicamente al encuen­
tro de la opinión muy divulgada de que por «rela­
ción extrafamiliar» entendemos siempre uhq rela^
ción sexual. En muy numerosos casos queremos
decir: u n a relación cualquiera menos ésta. Repre­
senta efectivamente" una' málá inteligencia' neuró­
tica, muy preferida por nuestros pacientes, el ad­
m itir que la ju sta adaptación al mundo consiste
en la satisfacción desenfrenada de la sexualidad.
TÜnlpoco en este punto está desprovista de equí­
voco la literatura sobre el tem a «Psicoanálisis» y
existen publicaciones de las cuales no es posible
sacar otra conclusión que no sea precisamente
ésta. Sin embargo, este error es mucho más anti­
guo que el propio psicoanálisis, de modo que no
nos pesa en absoluto. El antiguo médico rutinario
conoce perfectamente esta especie de consejo, y
yo mismo he atendido a más de un enfermo que
llegó a actuar según este principio. Si hay psicoa-

202
nalista que recomiende la misma receta, lo haría
sin duda por participar a su vez en el error de su
enfermo, quien cree que sus fantasías sexuales
tendrían por fuente una sexualidad acumulada
(«reprimida»). Naturalmente, para tal caso esta
receta representaría la redención. Sin embargo,
no se trata de eso, sino de u n a libido regresiva,
que añora todo lo infantil y retrocede ante las
tareas reales, libido que queda exagerada por la
fantasía. Si apoyamos esta tendencia regresiva,
corroboramos sencillamente aquella actitud infan­
til del neurótico que más sufrim ientos le causa.
Lo que el neurótico debe aprender es aquella cla­
se superior de adaptación que la civilización re­
quiere de toda persona adulta. Quien tenga la ten­
dencia m anifiesta hacia su propio rebajam iento
moral, no necesita para ello el psicoanálisis, sino
que ya lo hará por sí mismo. No obstante, no de­
bemos caer tampoco en el extremo opuesto y
creer que gracias al psicoanálisis formaremos sólo
personas superiores. El psicoanálisis está m ás allá
de toda m oral tradicional, y no está obligado a
respetar ningún standard moral general; no es
ni quiere ser más que un simple medio de asegu­
rar una válvula de escape a las tendencias, indivi­
duales, desarrollándolas y armonizándolas lo más
posible con la totalidad de la persona.
E l jis ic o a n á lis is d a ^ ^
que trate de reunir armónicamente el máxime hia-
n ^ ^ ^ ^ s jfj^ e tiv ^ c o n ^ ^ e l^ ^ ^ m ie n to jb io ló ^ ie o ^ ^
mayor valia. Pqesto que el hom bre está determi-
iñi'uo no «tilo a ser un individuo, sino tam bién a
form ar parte de la sociedad, estas dos tendencias
inherentes a la misma naturaleza hum ana no po­
drán nunca ser separadas o sometidas a otra, sin
que la persona salga muy perjudicada de ello. El

203
enfermo acabará el análisis, en el m ejor de los
casos, tal como es en realidad, esto es, con una
personalidad homogénica, no siendo ni bueno ni
malo, sino un hombre como ser natural. Sin em­
bargo, el psicoanálisis renuncia a ser un método
educativo si se entiende por «educación» aquel
medio por el cual se puede producir un árbol be­
llo y artificialmente formado. Sin embargo, quien
profese un concepto superior de la educación,
alabará como el m ejor aquel método educativo
que sepa form ar un árbol de tal m anera que cum­
pla lo más perfectam ente posible con las condi-
cienes de desarrollo que le impuso la Naturaleza.
Muy fácilmente se entrega uno al tem or comple­
tam ente ridículo de que el hombre es, cuando es
fiel a si mismo, un ser completamente insoporta­
ble, y de que si todos los hom bres dem ostraran
ser tal como son en realidad, se produciría una
horripilante catástrofe. Por «hombre, tal cual es»,
muchos individualistas de hoy conciben, de un
modo extremadam ente unilateral, tan sólo el ele­
m ento eternamente descontento, anárquico e in­
saciable que existe en el hom bre, olvidándose por
completo de que es el mismo hombre quien ha
llegado a crear tam bién las form as actuales de la
civilización, form as que poseen m ayor solidez y
consistencia que todas las subcorrientes anárqui­
cas. El hecho de que la personalidad social sea
rqás fuerte en~pbáPlius, ca una tfé las condiciones
de existencia más ímprescmuíbles del hombre.
Si así noguera, este Istir. Lo insacia­
ble"}'” revoltoso queTSé ñus piescuta éTi la psicolo­
gía del neurótico, no es «el hom bre» tal cual exis­
te en la realidad, sino tan sólo su caricatura in­
fantil. En realidad, el hombre norm al es «conser­
vador y moral» crea leyes y se somete a ellas, no

204
por serle éstas impuestas desde fuera - e s o sería
una idea pueril— , sino porque prefiere el orden y
la ley al capricho, al desorden y a la ilegalidad.
Ahora bien, si queremos disolver la transferen­
cia afectiva, tenemos que luchar contra fuerzas
que no sólo poseen un mero valor neurótico, sino
que tienen un significado norm al general. Si que­
remos llevar al enfermo hasta la disolución de la
relación de la transferencia, le exigimos algo que
en verdad se suele muy raras veces o nunca pos­
tular del hombre medio y normal: a, saber, que
se supere completamente a sí m ism oA ^ste posTí?
lado no lo han plañtSÜdO' al liüinl>re“más que de­
term inadas religiones, y es lo que hace tan difícil
la segunda fase del análisis psicológico.
Sabido es que la creencia de que el am or nos
da derecho á tener pretensiones frente a la per­
sona amada, no es sino un prejuicio infantil muy
vulgar. Este es el concepto infantil del amor: re­
cibir regalos de la persona amada. A base de esta
definición, los pacientes plantean exigencias y con
ello no proceden de o tra m anera que la mayoría
de las personas normales cuya insaciabilidad in­
fantil sólo gracias al cumplimiento de los deberes
de la vida y de la satisfacción de la libido así pro­
ducida, no llega a tener dimensiones exageradas y
no tiene tampoco a priori, en virtud de cierta fal­
ta de tem peram ento, ninguna inclinación hacia el
apasionamiento. El mal radical de toda neurosis
es el hecho de que el enferm o sustituya un es­
fuerzo especial y peculiar — adaptación que re­
quiere un elevado grado de autoeducación— por
sus pretensiones infantiles, revivificadas mediante
la regresión, y se ponga, pues, a regatear. El mé­
dico estará muy poco dispuesto a corresponder a
aquellas exigencias que el neurótico le plantee

205
personalm ente; sin embargo, intentará com prar
su libertad mediante proposiciones de compromi­
so, como, por ejemplo, la autorización subjetiva
de determinadas libertades morales, cuyo extre­
mo sería al mismo tiem po la base fundamental de
un descenso general del nivel de cultura. Sin em­
bargo, con ello no ocurre otra cosa sino que el
neurótico desciende a un grado inferior, siendo él
mismo el causante de su descenso. Ya no se tra ­
ta aquí, además, de ningún problema de civiliza­
ción, sino más bien de un negocio consistente en
ofrecer otras (pretendidas) ventajas para eludir
la fuerza coercitiva de la transferencia afectiva.
No obstante, es contrario al verdadero interés del
propio enfermo el brindarle posibilidades de com­
pensación; así no quedará nunca liberado de lo
que sqfre, esto es, de su insaciabilidad y comodi­
dad infantil. De ello sólo podría liberarle la supe­
ración de si mismo:

Vori der Gewalt, die alie Wesen bindet,


Befreit der Mensck sich, der sich überwindet (1).

El, neurótico debe dem ostrar que sabe vivir


racjo nall'iicnLe, w ^ ^ ^ ^ ^ n o r gradoT que un hom-
fare nÓrmaT.HThasta debe saber más que una per-
sona normal; debe saber renunciar a un poco de
su infantilismo,' lo que nadie ha exigido nunca a
ningún hombre normal.
Los enfermos intentan más de una vez con­
vencerse, mediante toda clase de aventuras espe­
ciales, de si, a pesar de todo, no sería posible per-
(1) Del poder que a todos los seres subyuga libérase el hom­
bre que se supera. — Goethe.

206
severar en su form a vital infantil. Sería un grave
error que el médico se lo impidiese; existen expe­
riencias que sólo puede hacer uno, pero que no
puede «aprender» por ninguna clase de estudios.
Tales experiencias son de un valor inapreciable
para el neurótico,
No hay ninguna otra fase del psicoanálisis que
dependa tanto del hecho de si el propio médico
ha sido o no analizado anteriormente. Si el mismo
médico acusa aún un tipo infantil —para él in­
consciente— de insaciable, no será nunca capaz
de ab rir los ojos de sus pacientes precisamente
sobre este particular. Es un secreto a voces, ade­
más, que los enfermos inteligentes leen perfecta­
mente en el alma de su médico, conforme va pro­
gresando el análisis, y a veces aún m ás allá, para
buscar en ella la confirm ación de la fórm ula sal­
vadora —o precisam ente su contrario — . Es com­
pletam ente imposible -y no se logra ni con el
más fino análisis— im pedir que el enferm o acepte
instintivam ente la m anera cómo resuelve el pro­
pio psicoanalista sus problem as vitales. Contra
esto no hay remedio alguno, ya que la personali­
dad sobresaliente nos enseña mucho más, por si
misma, que gruesos tratados repletos de sabi­
duría. No sirven para nada las nubes en las que
el psicoanalista pretenda envolverse para ocultar
su propia personalidad; tarde o tem prano se le
presentará un caso que descubra el juego. Un mé-
dico que desde el principio toma en serio su pro­
fesión, se ve ante la ineludible necesidad de reali­
zar los principios de2 psicoanálisis también de si
mismo. E stará admirado de ver cuántas dificulta­
des aparentem ente técnicas desaparecerán luego
en sus análisis. No pienso aquí, desde luego, en
la fase inicial de los análisis, fase que podríamos

207
llam ar de descubrimiento del complejo, sino en
esta fase última, extremadamente espinosa, en la
cual se trata de la llamada «disolución de la trans-
fe re n c ia -.
He podido observar varias veces que algunos
principiantes han tomado la transferencia afecti­
va por un fenómeno completamente anorm al que
debe ser «combatido». Nada tan erróneo como
esta m anera de ver. En la transferencia tenemos
que ver ante todo una m era falsificación, una ca­
ricatura sexualizada de aquel lazo social que une
la sociedad hum ana y que produce igualmente
aquellos otros lazos'm ás estrechos entre los co-
rrelig io n ario -.E ste lazo es una de las condicio­
nes sociales de m ás valía que puedan imaginarse,
y sería un craso error el declinar in toto este in­
tento social del enfermo. Tan sólo precisa puri­
ficar esta cbrriente de sus elementos regresivos,
como, por ejemplo, de la sexualidad infantil. Con
esto, el fenómeno de la transferencia viene a ser
el principal instrum ento de adaptación. El único
peligro grave consiste en que ciertas pretensiones
infantiles que en el propio médico no han sido re­
conocidas, se identifiquen con las exigencias para­
lelas y análogas de su paciente. Este peligro, sólo
sabrá evitarlo el médico sometiéndose a si mismo
a un rigurosísimo análisis llevado a cabo por otra
persona. Entonces aprenderá tam bién a compren­
der lo que propiam ente quiere decir el análisis y
qué clase de impresiones se reciben cuando se ex­
perim enta en la propia alma. Toda persona ducha
o comprensiva verá inmediatam ente cuánto pro­
vecho podría surgir también de ello para el mis­
mo enfermo. Existen médicos que creen que un
autoanálisis les sería suficiente; sin embargo, son
unos psicólogos-Münckhausen, Semejantes a aquel

208
protagonista de los cuentos que se sacaba con su
caballo del pantano, tirando de sus propios cabe­
llos. Con esta psicología, se queda uno estanca­
do. Olvidan estos galenos que una de las condicio­
nes terapéuticas de m ayor eficacia es precisamen­
te la sumisión de si mismo al juicio objetivo *3el
otro. Frente ct si mismo se permanece sienmre
- ____ 4.

ciego. Él individuaIismó"exageracTo”y~eT completa­


mente autoerótico «darse importancia, son las co-
sas que, en prim er término, debe superar el mé-
| dico si quiere educar a sus enfermos para que
\ sean personas m aduras y autónomas desde el
'p u n to de vista social. ________
jS a tey -c o m jp íe tg r n e n te de acuerdo con Freud ai
plantear esta exigencia, m ás que natural, cRT'que
toclo~"Ttiédl¿ó P SlcoaiiallST S cum pia. can.
re ^ e n la vida en la m edida en que le correspon­
de. Si ñcfló hace asignada le podra impedir~en-
tonces que su J ttiilü insuficientemente empleada
s^sed im én te autom áticam ente e inmediatam ente
en sus enrermos, falsificando p or completo t o s
su lab o r analítica. Personas inm aturas e incapaz
ces, que son a su vez neuróticas y que no están
en la vida sino con un solo pie, no suelen sino en­
gendrar muchos males mediante sus psicoanálisis.
Exempta sunt odiosa. En manos de un loco, hasta
la Medicina se convierte en veneno y muerte. Si
del cirujano exigimos, adem ás de ciertos conoci­
mientos especializados, una mano muy hábil, va­
lor, presencia de espíritu y energía de decisión,
cuánto más deberemos postular al psicoanalista
que tenga una seria formación analítica de su pro­
pia personalidad, antes de que nos atrevamos a
confiarle un enfermo. Podríamos casi decir que
la adquisición y el m anejo del psicoanálisis no
sólo requieren un talento psicológico, sino que

209
14 — Teoría del Psicoanálisis
presuponen en el propio analista, por lo pronto,
una preocupación seria por la formación de su
propio carácter.
La técnica de la «disolución de la transferen­
cia» es, naturalm ente, la misma que antaño. Ocu­
pa desde luego un amplio espacio en el problema
de lo que el paciente podría hacer con su libido,
una vez retirada ésta de la persona del médico.
También en este punto preciso acechan al princi­
piante grandes peligros. Este tendrá una propen­
sión m arcada a recurrir a meros consejos y su­
gestiones benévolas. Estos intentos del médico re­
sultan extraordinariam ente cómodos y, por tanto,
nefastos para el paciente. En este punto tan im­
portante (como en todas las fases del psicoanáli­
sis), débese ceder al propio neurótico y a sus im­
pulsos xpropios la preponderancia y la guía, aun
cuando sus rum bos nos parezcan callejones sin sa­
lida. El error es una condición yital He iguaJ-im *
portnnf7n"qiTP la vfrjrjri cpgnnHa fase del
análisis, con todos sus precipicios y simas, debe­
mos extraordinariam ente mucho al análisis de los
sueños.

La i n t e r p r e t a c i ó n d e l o s s u e ñ o s . — Mientras
al principio los sueños nos han servido ante todo
para encaminarnos hacia los senderos que condu­
cen al descubrimiento de fantasías, en esta fase
posterior nos enseñan muy a menudo, y de una
m anera muy valiosa, la justa aplicación de la li­
bido. Nuestro saber, tiene enormes deudas con­
traídas para con Freud, quien nos brindó un enri­
quecimiento inmenso del mismo en cuanto a la
determinación de los contenidos manifiestos de
los sueños, m ediante m ateriales históricos y ten-

210
dencias desiderativas. Freud demostró que los
sueños nos hacen asequibles toda una enorme
cantidad de m ateriales tenebrosos, en su mayor
parte recuerdos y reminiscencias que han pasado
bajo el umbral de la conciencia, en determ inadas
correlaciones. Siguiendo la inspiración de su mé­
todo absolutam ente historicista, Freud nos da ri­
cas enseñanzas ante todo respecto al mismo aná­
lisis. A pesar del indiscutible gran valor de su cri­
terio, no es lícito, sin embargo, colocarse única
y exclusivamente en este punto de vista, puesto
que el método unilateralm ente historicista no tie­
ne debidamente en cuenta el sentido teleológico
de los sueños, puesto de relieve sobre todo por
Adler y por Maeder. El pensar inconsciente que­
daría muy insuficientemente caracterizado si sólo
lo considerásemos desde el punto de vista de su
determinación historicopersonal. Para interpretar
debidamente su significado, es imprescindible te­
ner también en cuenta su sentido teleológico. Si
seguimos la historia del Parlamento inglés hasta
llegar a sus comienzos, obtendremos sin duda una
clarísima comprensión de su génesis y de la de­
term inación de su form a actual. Sin embargo, con
esto nada habrem os dicho aún sobre su función
prospectiva, es decir, sobre los problemas que
debe resolver en la actualidad y en el futuro: Lo
mismo puede decirse acerca de los sueños cuya
función prospectiva había sido altam ente valorada
por las supersticiones de todas las épocas y de
todos los pueblos. H abrá en ello m ucha verdad.
No hasta tal punto de atrevernos a atribuir a los
sueños el valor profético. Mas podemos suponer,
con m ucha razón, que entre sus m ateriales subli-
minales se encontrarán tam bién aquellas combina­
ciones del futuro que han pasado por debajo del

211
um bral de la inconsciencia precisamente por no
haber alcanzado aún aquel grado de claridad que
las habilitase para la plena luz de la conciencia.
Con esto, me refiero a aquellos presentimientos
más o menos oscuros que poseemos a veces de lo
por venir y que, en realidad, no son otra cosa sino
combinaciones muy finas subliminales cuyo valor
objetivo no somos capaces de percibir.
Con la ayuda de este componente final del sue­
ño, quedan elaboradas las tendencias prospecti­
vas del enfermo; de esta manera, el convaleciente
pasa —si esta labor nuestra se ve coronada por el
é x ito - de la fase del tratam iento y la relación
semiinfantil de la transferencia, a una vida cuida­
dosamente preparada que él mismo se escogió y
con la cual puede identificarse tras m adura re­
flexión.

Algunas o b s e r v a c io n e s s o b r e p s ic o a n á l is is . —
Es muy comprensible que el método psicoanalíti-
co no pueda servir nunca de aplicación policlínica,
y que, por tanto, deba confiarse siempre a manos
de unos cuantos que, a base de sus capacidades
educativas y psicológicas congénitas, proporcionen
úna aptitud especial y una peculiar alegría a su
profesión. Como no todo médico es eo ipso un
buen cirujano, tampoco es un buen émulo del
psicoanalista. Por el carácter eminentemente psi­
cológico de la labor psicoanalítica, será muy difí­
cil monopolizarla exclusivamente en manos de los
’\ médicos. Tarde o tem prano, también las demás
f Facultades universitarias se apoderarán del psi­
coanálisis, ya sea por motivos meramente practi-
c o ~ya sea por intereses teóricos. Mientras la cien.-
I tía oficial intenta excluir el psicoanálisis como
una m era estupidez de la discusión general, no
nos puede extrañar que los que pertenecen a otras
Facultades se apoderen de esta m ateria antes que
lg Medicina oficial. Esto ocurrirá tanto más cuan­
to más llegue a transform arse el psicoanálisis en
así como en un princi) general de investigación,
categoría en el dominipio heurístic >, de prim era
ritu. ______ o de las ciei cias del espí-
ís a n te todo un m —__________
s ante todo un m érito de la Escuela de Zu-
rich el haber demostrado la aptitud del psicoaná­
lisis como método de investigación en el dominio
de las enfermedades mentales. La exploración psi-
coanalítica de la demencia precoz, por ejemplo,
nos ha proporcionado los conocimientos más sig­
nificativos de la contextura psicológica de tan ex­
traña enferm edad mental. Nos llevaría demasiado
lejos querer tra ta r aquí detalladam ente de los re­
sultados de estas investigaciones. La teoría de
las determinaciones psicológicas dentro del marco
de esta sola enferm edad es ya un sector de enor­
me extensión, y si quisiéramos hablar hasta de los
problem as simbólicos de la demencia precoz, ten­
dríamos que aportar verdaderas m ontañas de m a­
teriales que nos sería imposible englobar en el
m arco modesto de la presente obra, la cual se
propone tan sólo una orientación general. El he­
cho de que el problema de la demencia precoz se
haya complicado tan extraordinariam ente, débese
a la irrupción de los nuevos problemas plantea­
dos según los puntos de vista del psicoanálisis
— irrupción realizada desde hace relativamente
poco tie m p o - en el dominio de la Mitología y de
la Ciencia comparada de las Religiones, y que nos
ha abierto un vasto m irador para contem plar el
simbolismo etnohistórico. Para el conocedor del

213
simbolismo del sueño y de la esquizofrenia, el pa­
ralelismo existente entre los símbolos individua­
les hodiernos v los de la etnohistoria. ha produ­
cido una impresión subyugadoraT'E'S' sobre todo
im presionante el paralelismo que existe entre los
símbolos étnicos y los de la esquizofrenia. Esta
comparación de la Psicología con el problema de
la Mitología me imposibilita completamente para
explicar aquí mis teorías acerca de la demencia
precoz. También por motivos de otro orden, me
veo obligado a renunciar a exponer aquí detalla­
damente los resultados de la investigación psicoa-
nalitica en el campo de la Mitología y de la Cien­
cia com parada de las Religiones; esto no sería po­
sible sin la presentación de muy extensos m ate­
riales. El resultado principal de estas investigacio­
nes es, en prim er término, el reconocimiento de la
existeñcTa-^a-un paralelismo profundísimo entre-'
el ^rrrbüiisTnO‘'£TTliCü^ Las perspec­
tivas que se nos abren en el campo de la Psicolo­
gía com parada de los pueblos, no pueden conjetu­
rarse aun en vista del estado actual del problema.
Podemos decir por ahora que el conocimiento psi-
coanalítico de la naturaleza de los procesos su-
bliminales de la conciencia puede esperar un gran
enriquecimiento y una profundización gracias al
estudio de la Mitología.
En cuanto a la esencia íntim a del psicoanáli­
sis, he tenido que lim itarm e en el curso de esta
exposición a esbozar los rasgos m ás generales. La
explicación detallada del método y de la teoría
hubiera requerido un m aterial de casos tan in­
menso, que hubiera sido preferible sacrificar la
visión de conjunto. Sin embargo, para perm itir
una ojeada sobre los procesos concretos que se
realizan en un psicoanálisis, me he decidido a

214
reproducir aquí el curso muy breve del análisis
de una niña de once años. El tratam iento analíti­
co de este caso se ha llevado a cabo por mi asis­
tenta señorita M. Moltzer. He de observar de an­
tem ano que este caso no es característico, ni por
la duración, ni por el curso habitual, para el psi­
coanálisis corriente; por otra parte, un individuo
no podrá nunca ser tomado como algo típico. En
ninguna parte es tan difícil como en el psicoanáli­
sis establecer reglas de valor universal. Por eso
es mucho más prudente renunciar a formulacio­
nes demasiado generales. No debemos nunca ol­
vidar que, a pesar de la gran analogía existente
entre los conflictos o los complejos, cada caso es
por sí mismo, por decirlo así, un unicum. Cada
caso concreto requiere del enferm o un interés in­
dividual, y, de la misma manera, tam bién el curso
de un análisis y su descripción en cada caso. Si,
por tanto, procedo a transcribir en estas páginas
un caso concreto, éste no será sino un pequeñísi­
mo verdadero corte del mundo psicológico, inmen­
samente variado, que pone de relieve aquellos de­
talles aparentemente arbitrarios que el capricho
de la llamada casualidad esparce en la existencia
humana. No tengo la intención de suprim ir nin­
gún detalle, por pequeño que sea, si presenta in­
terés psicoanalítico, puesto que no quiero susci­
tar la impresión de que el psicoanálisis es un mé­
todo articulado en la arm azón de fórm ulas rígi­
das. La necesidad científica del investigador inten­
ta siempre, por cierto, establecer reglas y cate­
gorías en las que se deje captar el principio de
la vida. Por el contrario, el médico y el observa­
dor deben dejar que influya sobre ellos, libre de
toda fórmula, la viva realidad en toda su ilimitada
riqueza, desprovista de leyes fijas. Así, pues, tam-

215
bién yo me esforzaré en exponer aquí el caso de
la niña de once años con toda la debida n atu ra­
lidad, y confío que lograré dem ostrar al lector
cuán diferentemente de lo que se podría suponer
se desarrolla un análisis si no se conocen más que
las m eras prem isas científicas de nuestro método.

Capítulo V

ANÁLISIS DE UNA NIÑA DE ONCE AÑOS


\

4
I
Se trata de una niña inteligente; tiene once
años de edad, y es hija de una familia acom odada)
y culta.'
La historia de su enfermedad es la que sigue:
Tuvo que abandonar más de una vez la escuela a
causa de jaquecas y náuseas que se le presenta­
ban repentinamente. Una vez en casa, tenía que $ \
meterse en cama. Al día siguiente rehusaba siem­ fS
pre levantarse e ir a la escuela. Padecía, además,
sueños de pesadilla., y era caprichosa y d e s ig u a l^
en todo. Cuando la m adre me presentó a su hiji-
ta, llamé su atención sobre el hecho de que tales
cosas pertenecen a las dolencias neuróticas y que
1
debía de haber detrás de los síntomas alguna
preocupación oculta, para cuyo descubrimiento
Ls
tendríamos que form ular preguntas a la niña.
Esta suposición mía no era una construcción ar­
bitraria y gratuita, puesto que todo observador
objetivo sabe que cuando un niño se m uestra in­ \
quieto y malhumorado está torturado por algo
que le resulta desagradable.

219

i
Ahora bien. ..1.a.ama.mn£e&á.,ja, §u_roaíire, .la-~si-
guiente-historia; .T e n ía la la escuela un profesor
nfbfocidn al nue Jjugjaa-afrivre todo. En el últim o
ti lWlíMi l üc había retrasado un poco en la asigna­
tu ra a causa de su labor insuficiente y creía ha­
b er perdido algo de la estimación de su profesor.
Fue entonces cuando empezó a sufrir náuseas y a
encontrarse mal en las clases del profesor mencio­
nado. Experim entaba no sólo un aleiam ieílfn a^pr-
tivo del “mismo, -Sino inclusive cierta hostilidad
contra él. Concentró todo su interés amistoso en
un muchacho pobre, con el cual'* solía p artir el
pan que se le daba al ir a la escuela. Le daba has-^
ta dinero para que él mismo se pudiera com prar
pan. Una vez, conversando-con este chico se per­
mitió burlarse de su profesor llamándote «macho
cabrío». -El muchaeha, jn tim ó cada vez más con
ella y se creyó en el derecho de percibir de ella
un tributo continuo en forma de un pequeño re­
galo en numerario. Fue entonces cuando le vino
el tem or de que aquel ^ úchadhongodrí a delatarla
ante el profesor comunicándole que se había bur­
lado de él llamándole «macho cabrío»; ofreció,
pues, dos marcos al joven si le'prom efía no decir
nunca aquello al profesor. Desde aquel día, el m u­
chacho se dedicó a ejercer un verdadero chantaje
contra la niña; le exigía su dinero amenazándola,
y la perseguía en su camino hacia la escuela con
exigencias cada vez mayores. No es de extrañar
que la pequeña desesperara. Las náuseas estaban
en estrecha relación con esta historia r ------------
Una véz ácabada la confesión de la niña, no se
produjo aún la correspondiente tranquilidad que
se hubiera podido esperar. Vemos, en efecto, muy
a menudo, que el mero hecho de relatar asuntos
desagradables puede tener sin m ás ni más consi-

220
derables efectos terapéuticos, como ya hemos di­
cho anteriormente. Desde luego, estos efectos no
suelen ser duraderos, aunque el efecto favorable
puede perdurar a veces mucho tiempo. Una confe­
sión como la que acabamos de relatar está, natu­
ralmente, muy lejos de ser un análisis; sin em bar­
go, existen hoy muy num erosos médicos neurólo­
gos que creen que un análisis no consiste sino en
una anamnesis o una confesión un poco amplias.
Poco tiempo después, la niña tuvo un violento
ataque de tos, por lo cual dejó de ir durante todo
el día a la escuela. Al día siguiente empezó a en­
contrarse bien. Al tercer día prodújose otra vez
un violento ataque de tos, con dolores en el tos­
tado izquierdo, fiebre y náuseas. Se le tomó la
tem peratura, sin que pudiera haber engaño, y dio
por resultado 39,4° C. El médico de la familia, ur­
gentemente llamado, tem ía una neumonía. Sin
embargo, al día siguiente, volvía a desaparecer
todo otra vez y la pequeña enferm a se encontraba
perfectam ente bien, no teniendo la más leve hue­
lla de fiebre o de náuseas; sólo lloraba y no que­
ría levantarse, y se quedó en cama.

R e s e ñ a d e l a s s e s i o n e s a n a l í t i c a s . — En la
prim era sesión, la niña se m ostró tem erosa e
inhibida, con'una sonrisa forzada y un tanto de­
sagradable en los labios. La señorita que la ana­
lizó le dio ante todo ocasión de hablar acerca de
cómo se encuentra una si le perm iten quedarse
en cama. Contestó a esta pregunta, que tal caso
era magnífico si tenía compañía: todos se acer­
caban a la cama para visitarla. Además, se pue­
de obtener de mam á que le lea trozos de algún
libro, especialmente de aquel en que se cuenta

221
la historia de un príncipe que está enfermo y que
no se cura sino cuando le satisfacen en su deseo,
consistente en que su amiguito, un chico pobre,
pueda estar junto a él.
Es m anifiesta la relación existente entre este
relato y el de su propia historia amorosa y de
su enfermedad; se advierte a la niña esta ana­
logía, y al oírla se pone a llorar desesperadamen­
te; preferiría ir con los demás niños para jugar
con ellos; si no, se le escaparían para siempre.
Inm ediatam ente se le concede lo que pide; se ale­
ja corriendo, pero tras breves momentos vuelve
otra vez, un tanto cohibida. Entonces se le expli­
ca que no se fue por tem er que sus compañeros y
compañeras de juego pudieran escaparse, sino
por m era resistencia.
En la secunda sesión se muestra mucho m e­
n os tímida c inhibida T n conversación llega a
tfa ta r del m aestro; la niña parece muy cohibida
al hablar de él. Por fin, confiesa vergonzosamente:
«¡Pues le quiero'Tfíucho!» Se le explica que por
esu nú debe tener vergüenza: al contrario, su
am or es una garantía muy valiosa de que en las
clases de él trabaje m ejor que en las otras. «E n­
tonces, jse me perm ite quererle?», pregunta la
niña, luego de oída la explicación con la cara ra ­
diante.
/'" 'C o n esta explicación la pequeña queda justifi.
|cad a en su elección amorosa. Tenía miedo, según
parece, de confesarse a sí m is lü O tr a m o r por
aquel profesai, el mulita) de este miedo'TTrr-ptiede
ser ácTaraHo sin más ni más. Si las explicaciones
protopsicoanalíticas pretenden que la lib id o srene
dificultades en po5e5ionarse_de. una persona *ex-
trafamiliar, sólo porque la nina se encontraba aun
en ¿Lna fase- incestuosa.... es ta explicación..oíos pa-

222
rece tan plausible que difícilmente podremos de­
sembarazarnos de esta impresión. Sin embargo,
es preciso poner de relieve,' por" el contrario, que
su libido se ha_ dirigida-can gran vehemencia ha-
ci2F~el muchachito pobre, que indudablem ente re­
presenta otro-objeto de am or extrafamiliar, Tene-
mos que llegar, pues, a la conclusión de que la
dificultad no estriba en la transferencia de la libi­
do sobre algún objeto extrafam iliar, sino en alguna
otra circunstancia. El amor por el profesor repre­
senta una labor difícil, con muchos m ás postula­
dos que el am or al muchacho pobre, que no plan­
tea ningún problema al esfuerzo m oral de la niña.
Lajalusión analítica de que el amor la podría ayu-
dar en tra b a ja rrTTtjui1quo ntrnen-ett clase dé di dio
profesor, vue 1vé“ a” coñdüdfT [ 'la niüa-ti su tarea
prígl|H ya¡Jest^.X ¿IiIl3 M u ta ció n .pTófesp-
Cuando la Eibido, retrocede ante una tarea necesa­
ria, suele ser debido a la razón umversalmente
hum ana de la comodidad, propensión ruertemente
desarrollada no sólo en el niño, sino también en
el hom bre prim itivo y hasta en el animal. La pe­
reza y la comodidad primitiva repxesenta’^ l ~prn
m er obstáculo interpuesto~a la íahnr Hp adapta­
ción. Si no se emplea en ella la libido, queda
forzosamente estancada y realiza su obligada re­
gresión hacia objetos o modos de adaptación an- ■
teriores. La recrudescencia tan sorprendente
del complejo del incesto proviene de ahí.
La Eibido retrocede ante el objeto inasequible
que obligaría a trabajos excesivos. Se dirige hacia
un objeto más asequible y, en ultim o lugar, hacia el
más asequible de todos, esto es, hacia las fantasías
infantiles, que luego quedan transform adas en fan­
tasías incestuosas propiam ente dichas. El hecho
de que en cada caso de adaptación psicológica per-

223
turbada encontremos al mismo tiempo un desarro­
llo demasiado fuerte de la fantasía incestuosa
podría ser comprendido también —según hemos
demostrado más arriba— como un fenómeno re­
gresivo. Así, pues, la fantasía incestuosa tendría
una im portancia secundaria, y no una im portancia
causal, en tanto que la timidez del hom bre natural
frente a esfuerzos cualesquiera será el factor pri­
mario. El retroceder ante determinadas tareas no
se explicaría, pues, por el hecho de que el hombre
prefiera la relación incestuosa, sino de que recaye­
ra forzosamente en ella, puesto que tem ería todo
esfuerzo. Tendríamos que suponer entonces qne
el miedo a un esfuerzo consciente se confundiría
hasta identificarse con preferencia hacia la rela­
ción incestuosa. Sin embargo, esto sería un error
evidente, puesto que no sólo el hombre primitivo,
sino también los mismos animales acusan una
repugnancia enorme contra el esfuerzo con in­
tención determinada, y se entregan a la m ás abso­
luta pereza m ientras las circunstancias no les obli­
guen a esfuerzos y trabajos. Sin embargo, no po­
dría pretenderse ni del hombre completamente pri­
mitivo, ni de los animales, que esta su preferencia
dada a la relación incestuosa fuera la causa de su
timidez ante los esfuerzos de adaptación, puesto
que, sobre todo en este últim o caso, no puede ha­
blarse siquiera de relación incestuosa.
E§ muy .característica quej a niña expresara su
alegría, no sobre el hecho de quíTfmdiera-bríjadar
sus m ejores esfuerzos al profesor, sino, ante todo,
sobre la libertad-de-^za r a esTe.HEsto es lo~que dytr-
por lo pronto de cuanto se le dijo, porque no había
cosa que más le conviniera. Su alivio debióse a la
confirmación de que estaba autorizada para am ar
a aquel profesor suyo, aun sin que desarrollase no-

224
tables esfuerzos amatorios.
La conversación se desliza hacia la historia del
chantaje, que la niña vuelve a explicar otra vez con
muchos detalles. Nos enteram os tam bién de que
la niña pensaba inclusive en abrir la hucha, y cuan­
do no logró su propósito quiso sustraer solapada­
mente a su m adre la llave de la misma. Manifiésta-
se asimismo sobre la causa de toda la historia:"
ella se había burlado del profesor porTiatSérHsícfe
éste "mucho más amable con otras ¿JUtJ Con éila:~

en sus clases, sobre todo en las clases de cálculo;—.


f t fhñ vez no había comprendido algo muy bien, siq \
qqg tuviera el valor de preguntar, por miedo a per» J
con ello el aprecio del profesor. Cometía, por
ranto, errores, con lo cual su labor era cada vez
más defectuosa, y perdió, efectivamente, las sim­
patías y el aprecio de su maestro. Claro está que
con ello llegó a una situación muy m ala frente al
profesor, situación que no podía satisfacerla. Por
aquel entonces ocurrió que una de las chicas se
puso mala, por lo que fue llevada a su casa. Poco
después le pasó lo mismo a ella; intentó de esta
manera librarse de la escuela, que le había llega­
do a ser antipática. La pérdida del aprecio dgl
profesor la llevó, por un lado, a'm alhahlnr de él,
y, póT*otro lado, a la historia con el muchacho,
aue representaba una compensación TKHIllfllNta
de* la relación perdida con el profesor. Las ex-
plicaüióñés que~se" I'e díe'róñ á guiSá de comenta­
rios sobre este punto, se redujeron a una m era
alusión: a que, planteando en clase preguntas
relacionadas con la asignatura, y sin estorbar la
enseñanza, se rendía un servicio al profesor.
Puedo añadir que esta instrucción somera en
el análisis tuvo excelentes consecuencias, puesto

225
15— Teoría del Psicoanálisis
que, desde entonces, la niña en cuestión llegó a
ser la m ejor alum na y no ha vuelto a perder nin­
guna de las clases de aritmética.
De la historia del chantaje, vale la pena des­
tacar el rasgo de la dependencia y de la com­
pulsión. Este es un fenómeno que se produce
ineludiblemente. Tan pronto como la persona per­
m ite que la libido retroceda ante las tareas im­
prescindibles, ésta se hace autónoma y se propo­
ne, sin preocuparse de las protestas del sujeto,
sus propios objetivos, que persigue tenazmente.
Es, pues, uno de los hechos más corrientes que
una vida perezosa y desprovista de actividad
quede inquietada en alto grado por una compul­
sión de la libido, esto es, por toda clase de miedos
y de obligaciones involuntarias. La timidez y las
superstieiones de num erosas tribus bárbaras nos
brindan los m ejores ejemplos de ello, a la par
que la historia de nuestra civilización, sobre todo
de la civilización antigua, nos aporta abundante
confirmación. Por la falta de empleo se llega a
hacer de la libido una libido indómita. Sin em­
bargo, es preciso que no se crea que haya posibi­
lidad de asegurarse mediante esfuerzos exagera­
dos durante mucho tiempo contra la compulsión
a la libido. No podemos proporcionar tareas a
ésta sino en proporciones muy limitadas. Se esco­
gerá ella m isma otras tareas de carácter más na­
tural, puesto que está destinada precisamente a
ello. Si estas tareas se pasan por alto, ni la vida
más activa y ‘t rabajadora servirá para nada, ya
que es preciso contar con todas las condiciones
de la naturaleza humana. Muy num erosas neu­
rastenias debidas al exceso de trabajo débense a
esta causa, puesto que el trab ajar con razonamien­
tos interiores crea el agotamiento nervioso.

226
En la tercera sesión, la niña nos explica un
sueño que tuvo a los cinco años de edad y que le
había producido una impresión imborrable. «N un­
ca en mi vida llegaré a olvidar este sueño», m a­
nifestó la pequeña. Quisiéramos añadir inmedia­
tam ente que tales sueños presentan peculiar in­
terés para el psicoanalista. Cuanto más tiempo
permanece el sueño de modo espontáneo en la
conciencia, tanto m ayor es la im portancia que
podemos asignarle.
He aquí el sueño aludido: «Salgo de paseo con
mi hermano por el bosque para buscar fresas. En­
tonces nos sale al encuentro un lobo que salta so­
bre mí. Pero yo huyo, subiendo una escalera, se­
guida por el lobo. Me caigo y el lobo me m uerde
en la pierna. Estoy esperando mi muerte.»
Antes de proceder a recoger las asociaciones
de ideas que se enlazan con este sueño, .intenta­
mos form arnos arbitrariam ente un juicio sobre
el posible contenido del sueño, para com parar y
determ inar si las asociaciones de la niña se mue­
ven o no en el mismo sentido que nuestra suposi­
ción. El comienzo del sueño hace pensar en el co­
nocidísimo cuento popular de la Caperucita Roja,
cuento que la niña, desde luego, no ignora. El
lobo se comió a la abuela, tomó la figura de ésta,
y comióse luego inclusive a la propia Caperucita.
Sin embargo, el cazador pudo m atar al lobo,
abriéndole el vientre, del cual la Caperucita volvió
a saltar a la luz sin ningún daño. El mismo moti­
vo se encuentra en un sinnúmero de mitos, divul­
gados por toda la superficie de la Tierra; es idén­
tico al motivo del Jonás de la Biblia. El sentido
prim ario que se oculta detrás de este sueño es
astralmitológico: el Sol es tragado por el mons­
truo marino, y a la m añana siguiente vuelve a na-

227
cer otra vez de él. Naturalm ente, toda la mitología
astral no es sino psicología, y particularm ente
psicología inconsciente, proyectada al cielo, ya que
un mito nunca se inventa ni se forja consciente­
mente, sino que es siempre oriundo del incons­
ciente del hombre. Esto explica también las gran­
des semejanzas, o hasta identidades (que a veces
lindan ya con el milagro), existentes entre las for­
mas mitológicas de tribus muy distantes, tanto en
el tiempo como en el espacio. Explica asimismo la
divulgación sorprendente que se llevó a cabo in­
dependientemente del cristianismo, del símbolo
de la cruz, divulgación para cuya comprobación es
precisamente América la que nos aportó las prue­
bas más elocuentes e interesantes. Sería erróneo,
suponer, sin embargo, que los m itos han sido
creados tan sólo para explicar a los humanos de­
term inados procesos meteorológicos o astronóm i­
cos, puesto que los mitos incorporan ante todo la
actividad de impulsos inconscientes, comparables
en ello a los sueños. Estos impulsos fueron m oti­
vados por la libido regresiva que penetró en el
inconsciente. El material que fue extraído a la
superficie en nuestro análisis representa desde
luego un m aterial infantil, esto es, fantasías del
complejo- incestuoso. De esta manera, podemos
reconocer en todos los llamados m itos solares
teorías infantiles sobre la fecundación, el naci­
miento y la relación incestuosa; en el cuento de la
Caperucita Roja hallamos la fantasía de que la
m adre tiene que comerse algo semejante a un
niño, y de que los niños nacen así porque se cor­
ta el vientre de la madre. Esta fantasía es una de
las más extraordinarias, y su existencia puede de­
m ostrarse en numerosísimos casos.
Tras estas consideraciones psicológico-genera-

228
les podríamos concluir que la niña elabora en este
sueño precisam ente el problema de la fecunda­
ción y del nacimiento. En lo que concierne al
lobo, tendríam os que asignarle el papel del padre,
a quien la niña atribuye inconscientemente algún
acto de violencia contra la madre. También esta
esperanza puede basarse en muy numerosos mi­
tos que contienen el problem a de la violación de
la madre. [Quisiera llam ar aquí la atención, sobre
todo, y respecto a los paralelismos mitológicos,
acerca de la colección del Boas, en la que encon­
tram os un magnífico m aterial de leyendas indias;
además, sobre la obra de Frobenius Das Zeitalter
des Sonnengottes (La época del dios solar), así
como, finalmente, sobre los estudios de Abraham,
Rank, Riklin, Jones, Freud, Maeder, Silberer,
Spiel, Rein, y sobre mis propios estudios.] Tras
estas consideraciones completamente generales,
que acabo de hacer por causas meramente teó­
ricas —en la práctica, desde luego, no se extiende
sobre ellas—, procederemos al examen de si la
niña quiere comunicamos algo mediante su sueño.
Naturalmente, invitamos ante todo a lá niña a
que nos hable, desde luego sin hacerla presión en
ningún sentido, del sueño relatado.
Se detiene ante todo en el pequeño detalle del
mordisco en la pierna y explica que, una vez, una
m ujer que tuvo un niño le había dicho que esto se
le veía en la pierna, donde la cigüeña la' había
picado. (Esta m anera de explicar simbólicamente
el nacimiento y la fecundación es muy general en
toda Suiza.) Podemos comprobar, pues, un parale­
lismo completo entre nuestra interpretación y el
curso de las asociaciones en la muchacha. Fa p ri­
m era asociación que nos aporta la pequeña -y
esto Sin ningún influjo por nuestra parte— tiende

229
hacia el problema que acabamos de sospechar, por
meras consideraciones teóricas. Sé muy bien, por
cierto, que todos los innumerables casos, tan se­
guros como influenciables, que ya conocemos a
través de las publicaciones psicoanalíticas, se han
demostrado incapaces de sofocar la objeción de
nuestros adversarios consistente en afirm ar que
somos nosotros quienes sugerimos nuestras inter­
pretaciones a nuestros enfermos. Así, pues, tam ­
poco este caso llegará a convencer a nadie que
esté empeñado en atribuirnos las más graves fal­
tas de inexperimentados aprendices o hasta algo
mucho peor, a saber: a culparnos de u n a falsifica­
ción intencionada.
Después de presentar la niña esta prim era aso­
ciación, se plantea la pregunta: ¿qué idea se le
presenta con motivo del lobo? Contesta de la si­
guiente manera: (Pienso en papá cuando está ira­
cundo.» También esta asociación concuerda ente­
ram ente con nuestras consideraciones teóricas. Se
nos podría objetar que las consideraciones se han
hecho Unica y exclusivamente con esta finalidad y
precisamente con m iras a ello, y que, por tanto,
no se le puede asignar ninguna clase de validez.
Me parece que esta objeción es completamente su-
perflua una vez se hayan adquirido los correspon­
dientes conocimientos psicoanalíticos y mitológi­
c o - T a n sólo a base de un haber positivo, y no
de otra manera, puede dem ostrarse la validez de
una hipótesis.
Vemos, pues, que en la prim era asociación sus­
tituyó al lobo por la cigüeña; la asociación con el
lobo nos la trajo el padre. En el mito vulgar, la
cigüeña es el padre, puesto que es él quien trae
los niños. La contradicción aparentem ente grande
entre el cuento -en el cual el lobo representa a

230
la m adre— y el sueño - e n donde es el padre—
no tiene ninguna importancia para el sueño; por
tanto, se nos dispensará de dar una interpretación
más detallada. En mi trabajo, ya repetidas veces
mencionado, Wandlung&n und Symbole der lá b f
do, he explicado más atentam ente este problema
de símbolos bisexuales. Sabido es que la leyenda
de Rómulo y Remo llevó a elevar, tanto al pájaro
Picus como al lobo, al rango de padres.
El miedo ante el lobo, experimentado en el
sueño, es, pues, idéntico al miedo ante el padre.
Como nos comunica la niña, su miedo al padre se
explica por el hecho de que éste es muy severo
con ella. Una vez llegó a decirla que se suelen te­
ner sueños de pesadilla cuando se ha cometido al­
gún acto malo. Llegó, pues, la pequeña a pregun­
tar un día a su padre: «Pero ¿qué acto malo co­
mete mamá, que también tiene continuamente p e
sadillas?»
El padre le había pegado por haberse chupado
el dedo, cosa que llegó a hacer a pesar de nume­
rosísimas prohibiciones. ¿Sería tal vez éste el acto
malo que solía cometer? Sin duda no, puesto que
el chuparse los dedos es un hábito infantil algo
anacrónico, que para su edad ya'difícilmente po­
día tener interés alguno, y que servía sin duda
más bien para m olestar al padre, a fin de que él
la castigara y pegara. Con esto quiere aliviar su
conciencia de una serie de «culpas» inconfesadas
y mucho más considerables, puesto que en el aná­
lisis se descubre que había seducido a toda una
serie de chicas de su edad a la m asturbación recí­
proca.
Estas inclinaciones sexuales de la niña son la
causa de que tem a a su padre. Sin embargo, no
debemos olvidar que tuvo su sueño ya a las cinco

231
años de edad, cuando aún no se podía tra ta r de
estos pecados. El detalle de las chicas no podía
ser tomado, pues, sino como causa de su miedo
actual ante el padre, y no del miedo tenido en
aquella época. No obstante, podíamos esperar que
se tratase ya entonces de algo semejante, esto es,
de algún deseo sexual inconsciente, con correspon­
dencia con la psicología del acto prohibido antes
mencionado, cuyo carácter y valoración m oral es,
desde luego, mucho más inconsciente en la ñiña
que en el adulto. Para com prender lo que podía
inducir a la niña a sus actos, tenemos que pre­
guntarnos qué le había pasado a los cinco años de
edad. Descubriremos que fue aquél el año en que
nació su herm anito menor. Ya entonces, pues, le
infundía miedo el padre. Las asociaciones de ideas
antes examinadas nos dan por resultado una co­
rrelación indudable entre las inclinaciones sexua­
les y el miedo.
El problem a sexual, al que la Naturaleza ha
proporcionado positivo placer, se m anifiesta en
este sueño bajo una form a fóbica, aparentemente
a causa del padre malévolo que personifica la
educación moral. Por tanto, el sueño en cuestión
representa un prim er fenómeno impresionante del
problema sexual, impulsado m anifiestamente por
la proximidad temporal del nacimiento del her­
manito, ocasión con cuyo motivo suelen plantear­
se toda clase de problemas en los niños, como sa­
bemos por experiencia. Ahora bien, puesto que el
problem a sexual está intim am ente enlazado con
la historia de determinadas sensaciones de placer
físico que la educación procura hacer desarraigar
todo lo posible en los niños, esas sensaciones no
pueden m anifestarse, según todas las apariencias,
sino bajo la capa encubridora del miedo por sen-

232
timientos de culpabilidad.
Esta explicación, si bien parece plausible, es
insuficiente a pesar de todo, a causa de su super­
ficialidad. Aceptándola, sólo desplazamos la difi­
cultad, achacándola a la educación moral, y emi­
tiendo la hipótesis completamente gratuita — por
no ser comprobada— de que la educación puede
causar tales casos de neurosis. Procediendo de
esta manera, no advertimos que tam bién personas
sin ningún rastro de educación m oral suelen lle­
gar a ser neuróticos y sufren de fobias morbosas.
La ley m oral no es, además, simplemente un mal
contra el que tengamos que sublevarnos, sino un
forzamiento producido por la necesidad más ínti­
m a del hombre. La ley m oral no es otra cosa sino
una manifestación exterior del afán congénito al
hom bre de oprim irse y dominarse a sí mismo.
Este afán de domesticación y civilización se pier­
de en las lejanías más profundas, inexplorables y
nebulosas de la historia evolutiva de la especie, y
no puede, por tanto, ser concebido como conse­
cuencia de algún imperativo que nos es impuesto
desde fuera. Es el propio hom bre quien se ha
creado sus leyes, prestando oído a sus impulsos
íntimos. Mal podríamos comprender, pues, las ra ­
tones de la represión ansiosa del problem a sexual
en el niño si no tuviéramos en cuenta más que las
influencias morales de la educación. Las verdade­
ras causas encuéntram e mucho más profunda­
mente en la naturaleza m isma del hombre, en su
antagonismo tal vez trágico entre civilización o
naturaleza, o entre conciencia individual y senti­
miento colectivo. Naturalmente, hacer asequibles
a la niña los aspectos filosóficos superiores del
problem a no tendría ningún sentido, y no acarrea­
ría sin duda éxito alguno. Será suficiente, por

233
ahora, que se le quite la idea de que interesarse
p o r el problem a de la propagación de la vida re­
presenta algo malvado o malo.
Se explica, por tanto, a la niña, en la interpre­
tación analítica de este complejo, cuánto placer y
curiosidad aporta ella al problem a de la genera­
ción, y cómo este miedo inmotivado no es sino un
placer cuyo prefijo quedó invertido. La historia
de la m asturbación es recibida con comprensión
y tolerancia, y la conversación se lim ita a llam ar
la atención de la niña sobre lo improcedente de
sus actos, explicándole al mismo tiem po que sus
actos sexuales no son sino consecuencia, en su
m ayor parte, de su curiosidad, que podría ser sa­
tisfecha mucho m ejor de otra manera. Su gran
miedo ante el padre corresponde, en últim a ins­
tancia, a una esperanza no menos grande vincu­
lada poderosam ente al nacimiento del hermanito.
Por nuestras explicaciones, la niña se ve autoriza­
da en su curiosidad, y con ello queda eliminada
una considerable parte de su conflicto moral.
En la cuarta sesión, la niña m uéstrase ya muy
amable y franca. Su manera de ser, que antes apa­
reció forzada y poco natural, ha desaparecido
completamente. Nos comunica un sueño que tuvo
desde la últim a sesión. Helo aquí: «Soy tan g r a n ­
de como la torre de la iglesia, y puedo m irar a
todas partes. A mis pies hay unos niños pequeños,
muy pequeños, tanto como unas florecillas. En­
tonces viene un policía y le digo: "Si haces a lg u ­
na observación, voy a coger tu sable y te cortaré
la cabeza."»
Al analizar el sueño, la niña hace las observa­
ciones siguientes: «Yo quisiera ser más alta que
papá, para que él tuviera que obedecerme una
vez.» Como asociación a policía, le vino en seguida

234
la palabra papá, que es m ilitar, y posee igualmen­
te un sable. Este sueño satisface, según se ve con
toda claridad, sus deseos: siendo una torre de la
iglesia, sería considerablemente más alta que su
padre, y si éste aún se atreviera a hacerle alguna
observación acerca de ello, entonces le cortaría
la cabeza. El sueño satisface completamente el de­
seo también muy infantil de ser «grande», esto,
es, de ser persona m ayor y tener a su vez hijos,
ya que en el sueño, a sus pies, hay unos niños
jugando, Con este sueño, la niña en cuestión llega
a elevarse por encima de su gran miedo ante el
padre, hecho del cual cabe esperar un progreso
considerable de la libertad personal y de la se­
guridad de sus afectos.
Como ventaja secundaria para la teoría pode­
mos considerar este sueño como un ejemplo muy
claro de la im portancia compensadora y de la
fúnción teleológica de los sueños. Un sueño de
esta índole no podría menos que dejar en el so­
ñador una cierta sensación del aumento de la con­
ciencia de su propio «yo», lo que no deja de te­
ner im portantes consecuencias para el bienestar
personal. Im porta poco el hecho de que el simbo­
lismo del sueño no sea aún consciente para el
niño, puesto que no se requiere ningún conoci­
miento consciente »para extraer de los símbolos
sus influjos afectivos correspondientes. Se trata
aquí más bien de un saber por vía intuitiva, saber
que nos fúe asegurado desde siempre por la efica­
cia de los símbolos religiosos que, para desarrollar
su influencia, no presuponen ninguna clase de co­
nocimiento consciente, sino que influyen sobre el
alma por las vías de meros sentimientos adivina-
to rio -.
E n la quinta sesión, la niña nos explica el si-

235
guíente sueño, tenido después de la últim a reu­
nión:
«Estoy, con toda mi familia, en la azotea de
nuestra casa. Las ventanas de las casas, y también
todo el valle que está al otro lado, relucen fulgu­
ra n te -c o m o si ardiesen. Esto es debido a que el
Sol, que empieza a salir, se refleja en ellas. Sin
embargo, veo de repente que una de las casas que
ocupan la esquina de la calle arde de veras. El
fuego se acerca a nosotros y prende tam bién en
nuestra casa. Huyo a la calle; m am á tira detrás
de mí toda clase de objetos, que yo recojo exten­
diendo mi delantal; entre otras cosas me tira tam ­
bién una muñeca. Veo cómo arden las piedras so­
bre las cuales la casa está construida, en tanto
que todas las partes de m adera quedan intactas.»
El análisis de este sueño tropezó con especia­
les dificultades. Ocupó, por tanto, dos reuniones,
subsiguientes. Me dejaría llevar muy lejos si qui­
siera explicar en el modesto m arco de este estu­
dio todos los m ateriales que ese sueño extrajo a
la superficie, y tengo que limitarme, por tanto, a
las cosas más significativas. Las asociaciones deci­
sivas para la comprensión del sueño no se presen­
taron sino al llegar al último detalle, harto curio­
so, de las piedras que arden y la m adera que que­
da intacta.
En muchos casos, y sobre todo cuando se tra ta
de sueños más bien largos, procedemos bien si
destacamos las partes más llamativas, analizando
prim ero éstas. Tal procedimiento no es modélico,
pero queda excusado plenamente por la necesidad
práctica de abreviar.
«Eso es curioso, como en un cuento 'de hadas»,
observa la pequeña paciente con motivo de esta
parte del sueño. Se le explica, mediante algunos

236
ejemplos, que hasta los cuentos suelen tener siem­
pre un significado. Contesta: «Pero no serán to­
dos los cuentos los que tengan un significado. Por
ejemplo, aquel de la Bella Durmiente en el Bos­
que. Este cuento, ¿qué podría significar?» He aquí
nuestra respuesta a esta pregunta: La Bella Dur­
miente tuvo que esperar cien años sumida en un
sueño mágico para quedar redimida. Sólo quien
superó con am or todos los obstáculos y penetró
con valentía en el bosque de espinos pudo redi­
mirla. Así, es preciso m uchas veces esperar largo
tiempo para obtener lo que se anhela.
Esta interpretación del cuento se adapta, por
una parte, a la comprensión de la niña y, por otra,
está en perfecta arm onía con la historia de este
motivo de leyendas. La Bella Durmiente acusa
muy manifiestas relaciones con un antiquísimo
mito de prim avera y de fecundidad, conteniendo al
mismo tiem po un problema que parece tener hon­
do parentesco con la situación psicológica de una
niña de once años un poco precoz. El motivo de
la Bella Durmiente pertenece a todo un ciclo de
leyendas en las cuales una virgen guardada por
un dragón queda liberada por un héroe. Sin que
queramos adentrarnos aquí en la interpretación
de ese mito, pongo de relieve su componente as­
tronómico y meteorológico, que es claramente
comprensible sobre todo en la versión contenida
en el Edda: La Tierra es prisionera, en la figura
de una bella virgen, del Invierno, y está sepulta­
da bajo el cielo y nieve. El joven Sol de Primave­
ra viene a libertarla, en figura de héroe fogoso,
de su prisión invernal, donde anhelaba la llegada
de su salvador. La asociación aportada por la
niña no fue escogida por ella sino m eramente
como un ejemplo de algún cuento desprovisto de

237
toda clase de significado, y no lo considero como
asociación directa del sueño de la casa que arde.
Sobre este detalle no hizo más observación que
ésta: «Es extraño como un cuento,, con lo cual
quería decir: «Es imposible», puesto que el hecho
de arder unas piedras es ante todo algo imposible,
o bien algo desprovisto de sentido y perteneciente
a un cuento de hadas. La explicación que se le ha
dado luego dem uestra a la niña que «imposible» y
«como un cuento de hadas» no son idénticos sino
hasta cierto punto, puesto que, por otro lado, los
cuentos suelen encerrar mucha significación. Aun­
que al parecer el ejemplo aportado por la niña no
tenga nada que ver en absoluto con el sueño, no
obstante será preciso dedicarle especial atención,
puesto que se ha presentado como una manifes­
tación casual en eL curso del análisis del sueño.
El inconsciente tenía ya preparado precisamente
ese ejemplo, lo que no puede ser ninguna casuali­
dad, sino característico, en un sentido o en otro,
de la situación momentánea. Es preciso tener en
cuenta, en el análisis de un sueño, tales aparentes
«casualidades», puesto que tam poco en psicología
existen ciegas casualidades, aunque nosotros este­
mos siempre muy inclinados a suponer su existen­
cia. Nuestros críticos suelen argüir sobre todo
ello con demasiada frecuencia. Sin embargo, para
una persona que piense científicamente, sólo
existen relaciones causales y no casuales. Tenemos
que concluir, pues, a base precisamente del hecho
de que la niña haya escogido el cuento de la Bella
Durmiente, que tal hecho debe tener en-la psico­
logía de la niña en cuestión su motivo suficiente.
Este motivo se llama símil o identificación par­
cial con la Bella Durmiente. La explicación del
sentido de este cuento que antes dimos a la niña

238
tuvo ya en cuenta de antemano esta conclusión.
Sin embargo, ella no se m ostró satisfecha por la
explicación y perseveró en su criterio de que los
sueños no tienen sentido alguno.
Como otro ejemplo de un cuento inexplicable,
nuestra pequeña enferm a nos aporta el ejemplo
de Blancanieves, que yacía encerrada en un ataúd
de cristal. No es difícil entrever que Blancanieves
pertenece al mismo ciclo de m itos y leyendas que
la Bella Durmiente, con la diferencia que Blanca-
nieves, en su ataúd de cristal, encierra aún más
claras alusiones al m ito de las cuatro estaciones
del año.
Estos m ateriales mitológicos escogidos por la
niña revelan una comparación por adivinación con
la Tierra prisionera en la cárcel del frío del In­
vierno, que espera su liberación por el Sol de
Primavera.
Este segundo ejemplo corrobora el prim ero y
la interpretación que hemos dado de él más arri­
ba. Se puede afirm ar, sin duda, que el segundo
ejemplo — que acentúa aún más el sentido del
prim ero— podría estar sugerido por éste, puesto
que el hecho de que haya sido precisamente Blan­
canieves la que ha mencionado la niña en segun­
do lugar para probar que los cuentos no tenían
ningún sentido, dem uestra precisamente que la
niña no ha reconocido intuitivam ente la identidad
fundamental que existe entre los motivos de la
Bella Durmiente y Blancanieves. Podemos supo­
ner, por tanto, que tam bién Blancanieves provie­
ne de la m ism a fuente desconocida que la Bella
Durmiente, o sea de un complejo de la esperanza
de acontecimientos venideros que se pueden com­
parar sin más ni más con la redención de la Tie­
rra de su prisión invernal y con su fecundación

239
mediante los rayos del Sol primaveral. Sabido es
que desde los tiempos más remotos se ha dado al
Sol primaveral el símbolo del toro, debido a que
precisamente es el toro el animal que, entre to­
das las especies, personifica con más claridad la
máxima fuerza fecundadora. Aunque aún no nos
sea posible sin más ni más darnos cuenta de la re­
lación existente entre estas comprensiones, que
hemos obtenido más bien indirectamente, y el
sueño concreto que intentamos analizar, retene­
mos, sin embargo, lo que acabamos de decir y
dirigimos de nuevo nuestro interés a la interpre­
tación.
La segunda escena del sueño que podemos des­
tacar es la que nos m uestra a la niña cuando reco­
ge en su delantal a la muñeca. Su prim era aso­
ciación nos dem uestra patentemente que su acti­
tud, y toda la situación en general en el sueño,
corresponden exactamente a un cuadro muy di­
vulgado que representa una cigüeña que vuela en­
cima de un pueblo; abajo, en la calle, hay niñas
pequeñas que extienden sus delantales y le piden
gritando que les traiga un niño. A lo cual nuestra
pequeña enferm a hace observar que ella misma
quisiera tener, ya desde hace tiempo, u n hermani-
to o una hermanita. Estos materiales, aportados
espontáneamente, están ya en una relación muy
claramente reconocible con los motivos mitológi­
cos de que hemos hablado más arriba. Vemos que
se trata efectivamente, tam bién en el sueño, del
problem a del instinto de la procreación que se
despierta. Estas correlaciones no se han comuni­
cado, desde luego, a la misma niña.
Tras una pausa momentánea que se produce
en este momento del análisis, se le presenta muy
abruptam ente la siguiente ocurrencia: «Cuando

240
tuvo cinco años se había tendido un día en el
suelo, en plena calle, y un ciclista había pasado
por su cuerpo, justam ente por medio del bajo
vientre.» Esta historia harto inverosímil se reve­
la, tal como se podía esperar, como una m era fan­
tasía que pasó a ser una paramnesia. Nunca ha
ocurrido tal cosa; en cambio nos enteram os de
que las niñas pequeñas, en la escuela, se han acos­
tado en form a de cruz, unas sobre otras, ejecu­
tando movimientos de sacudidas con las piernas.
Quien haya leído los análisis de niños publica­
dos por Freud, volverá a encontrar en este juego
infantil el mismo motivo del pataleo, al cual es
imposible no atribuir, en conocimiento de toda la
situación, un significado de subcorriente sexual.
A esta m anera de ver, comprobada tam bién por
nuestros trabajos ya anteriorm ente publicados,
corresponde la otra ocurrencia que la niña pre­
sentó inmediatamente después: «Quisiera, pues,
mucho m ejor un niño de veras que la muñeca.»
Estos m ateriales harto especiales que la niña
nos aportó después de la fantasía de la cigüeña,
nos conducen claramente a los inicios de una teo­
ría sexual infantil, al mismo tiempo que nos reve­
lan el sitio en que reside actualmente la fantasía
de la pequeña.
Es interesante saber que precisamente este
motivo del pataleo puede encontrarse igualmente
en la mitología. En mi ya mencionado estudio so-
. bre la libido, he enumerado todos los ejemplos
conocidos. El empleo de estas fantasías protoin-
fantiles en el sueño, la existencia de la param ne­
sia con el ciclista y la tensión de la espera que se
exterioriza por el motivo de la Bella Durmiente,
nos demuestran que el interés íntimo de la niña
está concentrado en torno a determinados proble-

241
16 — Teoría del Ps.ieoanaliM!>
mas que requieren su solución. E ra probablemen­
te este hecho (que el problema de la procreación
atrajera hacia sí a la libido) el motivo por el cual
su atención se relajara en clase, de modo que sus
tareas escolares acusaron notable disminución.
Cuán potentem ente existe ya este problema en las
niñas, alrededor de los doce y trece años, lo he­
mos podido com probar en un caso especial que
publicamos antaño bajo el título de Contribución
a la Psicología del rumor público en el Zentral-
blatt fü r Psychoanalyse. Esta disposición especial
de dicho problem a es la causa de toda clase de
conversaciones indecentes entre los niños, así
como de intentos recíprocos de explicación sexual,
que resultan naturalm ente muy poco bellos, por
lo cual la fantasía de los niños queda estropeada
muy a menudo. Tampoco una educación muy cui­
dada de los niños, que se propusiera evitar la po­
sibilidad de tales conversaciones, podría impedir
que descubrieran un día u otro el gran misterio,
y precisamente, en la mayoría de los casos, bajo
una forma particularm ente sucia. Valdría más,
pues, que los niños supieran de ciertos misterios
im portantes de la vida de una m anera limpia,
oportuna, para que no necesitaran ser explicados
luego, de un modo a menudo pésimo, por sus
compañeros de escuela.
Este y otros indicios nos indujeron a conside­
ra r propicio el momento de proporcionar a la
niña en cuestión cierta iniciación en las cosas se­
xuales. A las explicaciones anteriores, que la niña
escuchaba con gran atención y seriedad, se aña­
dió otra pregunta no menos seria: «¿Verdadera­
mente podría tener un niño?» Esta pregunta obli­
gónos a aclararle el concepto de la madurez se­
xual.

242
La octava sesión se inicia con la observación
de que ella habia comprendido ya plenamente que
por ahora aún no le sería posible tener un niño.
Por tanto, llegó a renunciar por completo a esta
idea. Sin embargo, la pequeña no nos produce
esta vez muy buena impresión. Se demuestra que
había m entido a su profesor, puesto que llegó con
retraso a la clase y, a causa de esto, afirm ó al
m aestro que habia tenido que acom pañar a su pa­
dre, p o r cuya razón le habia sido imposible llegar
antes a la escuela. En realidad, se habia levantado
demasiado tarde por pura pereza, y se retrasó por
eso. Había dicho una m entira para no perder, re­
conociendo a veces su propia falta, la estimación
de su maestro. L a derrota m oral tan repentina­
m ente sufrida por nuestra pequeña enferm a re­
quiere explicación. Este debilitamiento llamativo
y repentino no puede producirse, según las tesis
fúndam entales del psicoanálisis, sino que tiene
preparadas aún otras vías de solución. Esto quie­
re decir, en otras palabras, que tenemos ante no­
sotros un caso en el cual, si bien el análisis ha
extraído aparentem ente a la superficie la tibido
(de modo que el progreso de la persona ya se pue­
de producir), la adaptación, sin embargo, no se
realiza aún por algún que otro motivo; por consi­
guiente, la libido recae otra vez en las vías regre­
sivas antiguas.
En la sesión novena se demuestra que esta su­
posición nuestra era certera. La pequeña paciente
se había reservado considerable parte de su pro­
pia teoría sexual, desmintiendo con ello la aclara­
ción psicoanalítica acerca del concepto de la m a­
durez sexual: habíase callado que en la escuela
circulaba la noticia de que una niña de once años
h a b ia tenido un niño de un muchacho de la m is­

243
ma edad. Esta noticia no estaba fundamentada,
como tuvimos cuidado de comprobarlo, en ningún
hecho auténtico, sino que representaba única y ex­
clusivamente una fantasía muy típica en esa edad
y que tiene por función el satisfacer los deseos
de las niñas. Noticias y rum ores por el estilo sue­
len tejerse muy a menudo del mismo ligero hilo,
tal como he intentado dem ostrar en el ya men­
cionado estudio de casos sobre la psicología del
rum or público. Este último suele servir de válvu­
la de escape a fantasías inconscientes, y en esto
su función coresponde exactamente tanto a los
sueños como a las leyendas mitológicas. Esta no­
ticia circulante deja aún abierto otro camino: la
niña no necesita esperar, puesto que ya a los once
años sería posible tener hijos. La contradicción
entre la noticia a la cual se da fe y la explicación
analítica, llega a producir resistencias contra esta
últim a, en virtud de las cuales todo el tratam iento
psicoanalítico queda desvalorizado en el acto. Con
ello quedan destruidas también todas las demás
comprobaciones y explicaciones, hecho que pro­
duce forzosamente dudas y una inseguridad gene­
ral; o, en o tra s palabras, podemos decir que la
libido vuelve a ocupar nuevamente sus caminos
anteriores, haciéndose regresiva. Este momento
es el de la reincidencia.
En la décima sesión surgen complementacio-
nes esenciales a la historia de su problema sexual.
Ante todo, presenta la niña el siguiente fragmento
de sueño:
«Me encuentro junto con otros en un claro de
bosque, rodeado de bellos pinos. Empieza a llo­
ver, a relampaguear y a tronar; al mismo tiempo,
el cielo oscurece. En ese momento veo arriba en
los aires, súbitamente, una cigüeña.»

244
Antes de proceder al análisis detallado de este
sueñq, no puedo resistir aludir a determinados
paralelos muy bellos que el mismo presenta con
ciertas representaciones mitológicas. La coinciden­
cia sorprendente del temporal y de la cigüeña en
el mismo sueño no es, desde luego, nada sorpren­
dente para quien conozca los trabajos de Adal­
berto Kuhn y de Steinthal, trabajos sobre los
cuales el psicoanalista Abraham volvió a llamar
hace poco la atención.
El temporal tiene desde tiempos muy remotos
la significación de un acto que fecunda la tierra
y de la cohabitación del padre Cielo con la madre
Tierra, desempeñando el relámpago el papel del
falo alado o sea de la cigüeña, cuyo significado
psicológico-sexual es conocido por todo niño. El
significado psicosexual del temporal ya no es del
dominio público, y no será seguramente nuestra
pequeña paciente quien lo conozca. En virtud de
toda la constelación psicológica anteriorm ente ex­
puesta, corresponde sin duda a la cigüeña una in­
terpretación psicosexual. El hecho de que el tem­
poral vaya ligado a ella, y que también al tempo­
ral corresponda un sentido psicosexual, parece al
prim er instante difícilmente aceptable. Sin em bar­
go, si nos acordamos de que la experiencia psicoa-
nalítica pudo dem ostrar hasta hoy un sinnúmero
de correlaciones m eramente mitológicas en las
form as anímicas inconscientes, la conclusión de
que también en este caso estamos en presencia de
una relación psicosexual ya no nos parecerá tan
atrevida. Sabemos, por otras experiencias, que
aquellas capas inconscientes que antaño llegaron
a producir formas mitológicas están aún en acti­
vidad inclusive en el hom bre moderno, y siguen
produciéndolas sin cesar. Esta producción se limi­

245
ta, desde luego, a los sueños y síntomas de las
neurosis y psicosis, puesto que la más intensa
corrección de la realidad por el espíritu moderno
imposibilita su proyección a la vida real.
Volvamos, pues, al análisis del sueño de la
niña.
La consecuencia de asociaciones que nos con­
ducen a los trasfondos de la visión del sueño de­
sarróllase partiendo de la representación de la
lluvia del temporal; literalmente quedó form ada
de la m anera siguiente: «Pienso en el agua —mi
tío se ahogó en el agua—; es terrible estar así, de­
bajo del agua, en la oscuridad —pero, ¿no es ver­
dad que también el niño debe ahogarse en el
agua?— Pero, ¿bebe agua cuando está en el vien­
tre? — Curioso; cuando estuve enferma, m am á en­
vió el "agua" al médico (1). Yo creía que aquél
mezclaría algo en mi "agua", una especie de jara ­
be, del cual pueden nacer hijos, y que m am á ten­
dría que bebérselo...»
Vemos claramente, de esta serie de asociacio­
nes, cómo la niña llega a enlazar, en sus asociacio­
nes de ideas, representaciones psicosexuales y has­
ta fantasías especiales de fecundación con la llu­
via y el temporal. Vemos también, una vez más,
el notable paralelismo existente entre atávicas
fantasías mitológicas y fantasías individuales re­
cientes. La serie de asociaciones es tan rica en
correlaciones simbólicas, que no sería difícil toda
una tesis doctrinal sobre ella. El simbolismo del
ahogarse fue resuelto por la misma niña, de un
modo verdaderamente magnífico, como una fanta­
sía de embarazo; así aparece descrita en la lite­
ratu ra psicoanalítica desde hace mucho tiempo.

(1) Wasser, «agua», se usa en alemán, a veces, como eufe­


mismo, por «orina».

246
La siguiente —undécima— sesión fue dedicada
por completo a la exposición completamente es­
pontánea de teorías infantiles que la niña había
inventado según la costumbre de todos los niños,
sobre la fecundación y el nacimiento, teorías m e­
ramente fantásticas que desde entonces podían
ser consideradas como eliminadas. La niña había
creído siempre que el varón hacía deslizar su
orina en el cuerpo de la m ujer y que el crecim ien­
to del embrión se debe a ello. De esta manera, el
niño se encontraría desde un principio inmerso
en el agua, es decir, en la orina. Según otra ver­
sión suya, la orina se bebería junto con un jarabe
medicinal, a consecuencia de lo cual el niño cre­
cería en la cabeza; luego, la cabeza quedaría escin­
dida en das partes, casi como para activar el cre­
cimiento del niño, y los sombreros servirían úni­
ca y exclusivamente para ocultar más tarde la ci­
catriz que las mujeres tienen en la cabeza. La
niña llegó hasta a idear un dibujo en el cual re­
presentó gráficamente el nacimiento del niño por
la cabeza.
Esta idea es arcaica y de alta mitología. Me
limito a recordar aquí el nacimiento de Palas
Atenea, de la cabeza de su padre Zeus.
También la significación fecundadora de la ori­
na es mitológica; en los cantos de Rudra en el
Rigveda encontramos muy bellos ejemplos sobre
este particular. Este es tam bién el lugar adecuado
para mencionar que, tal como nos lo confirmó
luego la m adre de la niña, la pequeña enferma ha­
bía creído que un día vio bailar un payaso en la
cabeza de su herm anito — fantasía que debe su
origen, sin duda, a su teoría infantil del nacimien­
to por la cabeza.
El dibujo que mi pequeña enferma me había

247
traído acusa notable parentesco con ciertas for­ pales síntomas hubieran sido precisamente los de
mas harto peculiares que se encuentran en los las náuseas.
Bataks de la India neerlandesa. Son los bastones Ahora bien, hemos adelantado ya la explica­
mágicos o columnas ancestrales, que consisten en ción analítica de este caso hasta tal punto que
figuras superpuestas. La explicación —que fue nos podemos perm itir echar una m irada de con-
considerada estúpida— que los mismos Bataks iunto al camino recorrido. Hemos encontrado que
dan de sus bastones mágicos está en una conso­
nancia extraordinariamente sorprendente con el
estado de espíritu de la niña por nosotros trata­
* tras los síntomas neuróticos se puede dem ostrar
la existencia de muy complicados procesos afecti­
vos que están en una indudable correlación con
da (estado que aún persiste, desde luego, en una los síntomas. Si nos podemos atrever a extraer
fijación infantil). Es interesante saber que los Ba­ ya conclusiones generales a base del m aterial har­
taks pretenden que las figuras superpuestas son to limitado, entonces reconstruirem os aproxima­
los miembros de una misma fam ilia que quedaron damente de la siguiente m anera el curso de la
abrazados por una serpiente, por culpa de un co­ neurosis: la pubertad, que se acercaba ya poco a
mercio incestuoso, quedando luego mordidos m or­ poco, orientó la libido de la niña hacia una acti­
talmente entre sí. Esta explicación se halla en tud más bien afectiva que objetiva frente a la rea­
completo paralelismo con las hipótesis fantásticas lidad. La niña se enamoró de Su profesor, amoríos
de nuestra pequeña enferma; tam bién su fantasía en los que el goce sentimental de sí misma desem­
sexual se mueve, como hemos visto con motivo del peño un papel m anifiestamente mucho más im­
prim er sueño, en torno del padre. La relación in­ portante que la idea de las tareas superiores, que
cestuosa es, pues, como en los Bataks, condición eran la premisa, hablando en propiedad, de tal
imprescindible. amor. Su atención en clase dejó, por tanto, algo
Tercera versión era la teoría del crecimiento que desear, y muy pronto tam bién sus trabajos.
del embrión en el canal intestinal, en el estómago. A consecuencia de ello se nubló un tanto la rela­
Fue sobre todo esta últim a versión la que poseía, ción antes tan perfecta con el profesor, que se im­
en estrecha correspondencia con las teorías freu- pacientó; es natural que ante la niña —que por
dianas, su especial fenomenología sintomática; la sus circunstancias familiares había sido educada
niña había intentado más de una vez, en completa en un sentido de ciertas pretensiones— no se hi­
consonancia con la fantasía de que los niños na­ ciera más simpático con ello. La libido se había
cen por los vómitos de las madres, producir en sí apartado, pues, tanto del profesor como de los
misma náuseas y vómitos, y llegó hasta tal extre­ deberes escolares, para ser objeto impotente de
mo, que en el retrete se dedicó a ensayos de pre­ aquella dependencia forzada - t a n característi­
sión para lograr, por decirlo así, hacer salir de ca— del muchachito pobre que, por su parte, hizo
su cuerpo un hijo. Estando las cosas en tal esta­ todos los posibles para aprovecharse de la situa­
do, no nos podria sorprender en absoluto que, al ción. Hay que saber que, tan pronto como el in­
manifestarse la neurosis, los primeros y princi- dividuo perm ite consciente o inconscientemente

2+8 249
que la libido se desvíe o retroceda ante determ i­
nada tarea ineludible, entonces las cantidades de
la libido no empleadas (según se les suele llam ar
«reprim idas») serán causa de un gran núm ero de
cosas imprevistas, tanto externas como internas,
síntomas de toda especie que se le imponen al in­
dividuo del modo más desagradable. A consecuen­
cia de estas circunstancias, la resistencia contra
la asistencia a la escuela, aprovechó la prim era
ocasión que se presentó: otra niña fue enviada a
casa por encontrarse mal; nuestra pequeña en­
ferma imitó este caso. Una vez retirada de la es­
cuela, las vías para las fantasías estaban, desde
luego, libres. Por la regresión de la libido desper­
taron a una actividad muy eficaz aquellas fanta­
sías, que constituyeron luego los síntomas y lle­
garon a cobrar una influencia que nunca tuvieron
antes, puesto que nunca habían desempeñado pa­
pel tan importante. Ahora, se transform aron en
contenidos aparentemente importantísim os, y pa­
rece que constituyen la causa por la cual la libido
realizó la regresión hacia ellas. Se podría decir
que la niña ha visto demasiadas veces, a causa de
su m anera de ser esencialmente fantaseadora, a
su propio padre, elaborándose en ella, por tanto,
resistencias incestuosas. Como lo he explicado ya
más arriba, me parece más sencillo y más proba­
ble suponer que durante cierto tiempo debía ser­
le muy fácil a la niña ver tanto a su m aestro como
a su padre y cuando prefirió entregarse más a los
secretos presentimientos de la pubertad que a
las obligaciones de la escuela y a las que tenía
ante su profesor, entonces dejó que su libido se
orientase hacia el muchachito de quien sin duda
se prometió ciertas cosas secretas, cosas que lue­
go quedafon descubiertas por el análisis, como

250
hemos visto ya. Aun cuando nuestro análisis hu­
biera descubierto que la niña había tenido efecti­
vamente resistencias incestuosas contra el profe­
sor, por una transferencia sobre él de la imago
í del padre, esas resistencias no serían más que
! fantasías secundarias, exageradas e hinchadas a
posteriori, El prim um movens sería de todos mo­
dos la comodidad, o, para decirlo científicamente:
t el principio de la economía del esfuerzo. Me pa-
j rece que poseo motivos muy contundentes para la
’ hipótesis —que mencionaré aquí sólo a título de
curiosidad— de que no es siempre el auténtico
y legítimo interés por estos procesos sexuales y
. por su naturaleza desconocida el que excusa la
I regresión hacia las fantasías infantiles; encontra­
mos tam bién las mismas fantasías regresivas en
personas mayores que desde hace mucho tiempo
están enteradas de las cosas sexuales, de modo
que en tales casos no existe ningún motivo legíti­
mo para ello. Asimismo he tenida más de una vez
la impresión de que los individuos juveniles in­
tentan m antener a la fuerza su pretendida falta de
conocimientos ep m aterias sexuales durante el
psicoanálisis, a pesar de nuestras aclaraciones,
para orientar la atención hacia allí, en vez de
orientarla hacia el esfuerzo de adaptación adqui­
rido. A pesar de que me parece muy dudoso que
los niños lleguen a aprovechar su aparente o real
falta de conocimientos en tales materias, es tam ­
bién preciso insistir, por otro lado, en que los jó­
venes poseen el derecho a una explicación sexual.
Para muchos niños redundaría en m ayor benefi­
cio, sin duda, que se les aclarasen los problemas
sobre tales m aterias en su casa, de un modo de­
cente e inteligente, antes de que se enteraran a
través de explicaciones indecentes en la escuela.

251
Nuestro análisis demostró con toda claridad lisis no consiste sino en una mayéutica socrática
que en la niña, nuestra enferma, habíase desarro­ muy refinada que no retrocede ni ante los sende­
llado, paralelamente con el m anifiesto desenvolvi­ ros más oscuros de la fantasía neurótica.
miento progresivo de la vida, un movimiento re­
gresivo de la libido, causante de la neurosis y de
la discrepancia consigo misma. E sta exposición detallada de un caso, dará sin
El análisis se adaptó a la tendencia regresiva; duda una idea del proceso de un análisis psicoló­
gracias a ello, quedó descubierta la existencia de gico - a u n q u e el ejemplo escogido no sea precisa­
una curiosidad explícitamente sexual que venía mente a fo rístic o -, además de perm itir echar una
ocupándose de determinados problemas. La libi­ ojeada al interior del curso concreto de un trata­
do, prisionera de estos fantásticos laberintos, se miento. H abrá hecho com prender tam bién las di­
utilizó otra vez gracias al hecho de que las acla­ ficultades con que forzosamente ha de tropezar
raciones sexuales la libertaron de1 lastre de sus nuestra técnica analítica, así como las bellezas del
fantasías infantiles y equivocadas. Esta compren­ alma hum ana y sus problemas infinitos. He m en­
sión abrió a la niña los ojos sobre su actitud fren­ cionado intencionadamente determinados parale­
te a la realidad y sobre sus verdaderas posibilida­ lismos con la mitología para hacer adivinar, por
des en la vida. Esto, a su vez, acarreó el resultado 'lo menos, las posibilidades de aplicación verdade­
de que la niña pudiera ocupar una actitud objeti­ ram ente universales de las concepciones psicoana-
va y crítica frente a los deseos puberales no m a­ liticas. Al mismo tiempo, quisiera aprovechar la
duros, estando ya en condiciones de renunciar a oportunidad para llam ar la atención sobre otra
lo imposible en favor del empleo posible de la im portante consecuencia de esta comprobación:
libido en el trabajo y en la consecución de las sim­ precisamente el hecho de que los elementos m ito­
patías de su profesor. Al análisis se debe en este lógicos lleguen a ponerse tan fuertem ente de re­
caso no sólo una tranquilización completa, sino lieve en el alm a de la niña, nos perm ite entrever
tam bién un considerable progreso en la escuela, claramente el desenvolvimiento del espíritu indi­
a consecuencia de lo cual la niña pudo llegar a ser vidual sobre el suelo del «espíritu colectivo» de
m uy pronto la m ejor alumna de la clase, según la prim era infancia, hecho que ha dado lugar a la
J
me confirmó el propio maestro. Principalmente, antiquísima doctrina según la cual precede y si­
este análisis no se diferencia en nada de cualquier
análisis de personas mayores. Lo único que no
figuraría en estos últimos serían las aclaraciones
sexuales; no obstante, encontraríam os algo muy
análogo en su lugar, a saber: la aclaración sobre
el infantilismo frente a la vida hasta la fecha del
i gue a nuestra existencia individual un estado de
saber absolutam ente perfecto.
Los paralelismos mitológicos, tal como apare­
cen en los niños, volvemos a encontrarlos tam ­
bién en la demencia precoz y en el sueño. Estas
relaciones constituyen un campo de trabajo am­
análisis, y una instrucción acerca de la actitud plio y fecundo para investigaciones psicológicas
ju sta e inteligente que se debería adoptar. El aná­ comparativas. El objetivo lejano a que nos con-

252 253
ducen tales investigaciones en la filogénesis del
espíritu, que, comparable con la constitución físi­
ca, ha alcanzado finalmente, tras múltiples m eta­
morfosis, su forma actual. Lo que este espíritu
posee aún hoy, hasta cierto punto, en cuanto a ó r­
ganos rudim entarios, volvemos a encontrarlo en
completa actividad en otras variedades del espíri­
tu humano, así como en determinados estados
patológicos.
Con esto llegamos al estado actual de la inves­
tigación psicoanalítica, habiendo esbozado por lo
menos aquellas concepciones e hipótesis de traba­
jo que caracterizan de modo peculiar mi labor ac­
tual y venidera. Me he esforzado en dejar senta­
das algunas concepciones mías que discrepan li­
geram ente de las hipótesis de Freud, no como
afirmaciones contrarias, sino como un desenvol­
vimiento orgánico de las ideas fúndamentales que
el propio Freud puso en circulación en el mundo
científico. No sería lícito perturbar la marcha as­
cendente de la ciencia, situándose en el punto de
vista más opuesto posible —éste es el privilegio
de los menos— y adoptando un vocabulario de
términos técnicos lo más diferente posible pero
hasta aquellos pocos que pueden reclam ar dicho
privilegio se ven obligados a descender, tras cierto
tiempo, de sus cimas solitarias, para volver a
incorporarse otra vez a la marcha lenta de la
experiencia y del enjuiciamiento normales. La crí­
tica sagaz no volverá a hacerme —una vez m ás—
el reproche de haber sacado mis hipótesis de las
nubes; nunca me hubiera atrevido a pasar por
alto las hipótesis ya existentes, si una experiencia
múltiple no me hubiera demostrado que mis con­
cepciones se justificaban plenamente en la prác­
tica. Nadie tiene el derecho de acariciar esperan-

254
zas exageradas en cuanto al éxito que pueda tener
un trabajo científico; sin embargo, si este último
hallara aprobación en sus lectores, entonces me
atrevería a hacer votos para que ellos contribu­
yeran a aclarar los errores y a elim inar algún que
otro obstáculo que se ha opuesto hasta hoy a la
comprensión del psicoanálisis. Naturalmente, mi
trabajo no podrá nunca suplir la falta de expe­
riencia psicoanalítica en el lector. Quien quiera
tener voz y voto en el dominio del psicoanálisis,
tendrá que investigar sus casos concretos tan
concienzudamente como esta labor se suele llevar
a cabo dentro de la m isma Escuela psicoanalítica.

FIN

También podría gustarte