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La Caja de Oro

Este documento presenta el cuento corto "La Caja de Oro" de la escritora española Emilia Pardo Bazán. Narra la historia de un hombre cuya curiosidad es despertada por una caja de oro que su dueña esconde celosamente y que contiene un secreto. A través de engaños, logra que la mujer le revele que dentro de la caja hay unas píldoras que cree le dan buena salud. Sin embargo, al descubrir la verdad, la salud de la mujer empieza a decaer hasta que muere.

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La Caja de Oro

Este documento presenta el cuento corto "La Caja de Oro" de la escritora española Emilia Pardo Bazán. Narra la historia de un hombre cuya curiosidad es despertada por una caja de oro que su dueña esconde celosamente y que contiene un secreto. A través de engaños, logra que la mujer le revele que dentro de la caja hay unas píldoras que cree le dan buena salud. Sin embargo, al descubrir la verdad, la salud de la mujer empieza a decaer hasta que muere.

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La Caja de Oro

Emilia Pardo Bazán

textos.info
Libros gratis - biblioteca digital abierta

1
Texto núm. 5250

Título: La Caja de Oro


Autor: Emilia Pardo Bazán
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 26 de octubre de 2020
Fecha de modificación: 26 de octubre de 2020

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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2
La Caja de Oro
Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a
veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era
posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con
esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su
dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata,
o en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así
inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo


que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el
artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si
encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la
ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales
prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian mucho más lejos: o
descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire bien cerrado,
bien seguro… No eran despojos de amorosa historia los que dormían en la
cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de
verde ojiacanto.

Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una


historia, tal vez a una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto,
antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es
que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en
juego los ilícitos, y heroicos… Mostréme perdidamente enamorado de la
dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia a
una mujer, cuando sólo cortejaba a un secreto; hice como si persiguiese la
dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte,
que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me
la concedió… , por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un
remordimiento.

No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto


entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación, el

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misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías o
repentinas y melancólicas reservas; discutiendo o bromeando, apurando
los ardides de la ternura o las amenazas del desamor, suplicante o
enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse a que me
enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto existiese la
prueba de algún crimen.

Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y


además, exaltado ya mi amor propio (a falta de otra exaltación más dulce y
profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la clave del
enigma. Insistí, me sobrepujé a mí mismo, desplegué todos los recursos, y
como el artista que cultiva por medio de las reglas la inspiración, llegué a
tal grado de maestría en la comedia del sentimiento, que logré arrebatar al
auditorio. Un día en que algunas fingidas lágrimas acreditaron mis celos,
mi persuasión de que la cajita encerraba la imagen de un rival, de alguien
que aún me disputaba el alma de aquella mujer, la vi demudarse, temblar,
palidecer, echarme al cuello los brazos y exclamar, por fin, con sinceridad
que me avergonzó:

—¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido… . pues sea. Ahora mismo,
verás lo que hay en la caja.

Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó y divisé en el fondo unas


cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin
comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:

—Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi


milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me
aseguró que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida.
Sólo me advirtió que si las apartaba de mí o las enseñaba a alguien,
perdían su virtud. Será superstición o lo que quieras: lo cierto es que he
seguido la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques
que padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable.
Te empeñaste en averiguar… Lo conseguiste… Para mí vales tú más que
la salud y que la vida. Ya no tengo panacea; ya mi remedio ha perdido su
eficacia; sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.

Quedéme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino


el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño
causado a la persona que, al fin, me amaba. Mi curiosidad, como todas las
curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la

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ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición.
Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y tan
arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas a los pies de la
mujer que sollozaba, tartamudeé:

—No tengas miedo… Todo eso es una farsa, un indigno embuste… El


curandero mintió… Vivirás, vivirás mil años… Y aunque hubiesen perdido
su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos a la aldea, y compramos otras…
Todo mi capital le doy al curandero por ellas.

Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó a mi oído:

—El curandero ha muerto.

Desde entonces, la dueña de la cajita —que ya no la ocultaba ni la miraba


siquiera, dejándola cubrirse de polvo en un rincón de la estantería forrada
de felpa azul— empezó a decaer, a consumirse, presentando todos los
síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria a los remedios.
Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé a
su cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación
digo, porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había
sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizá de pasión de ánimo, quizá
de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerle, en desquite de la
vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don de mí mismo,
incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para hacerla
dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y mi disimulado
tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.

Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis cuidados
consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su afecto, sólo
recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y cierto día se
me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues todavía no se
daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el resultado del
análisis, el químico se echó a reír.

—Ya podía usted figurarse —dijo— que las píldoras eran de miga de pan.
El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie… , para que a
nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!

«El Liberal», 26 de marzo, 1894. Arco Iris.

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Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de


mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata
novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga,
traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del
naturalismo en España. Fue una precursora en sus ideas acerca de los
derechos de las mujeres y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las
mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su
actuación pública a defenderlo. Entre su obra literaria una de las más

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conocidas es la novela Los Pazos de Ulloa (1886).

Pardo Bazán fue una abanderada de los derechos de las mujeres y dedicó
su vida a defenderlos tanto en su trayectoria vital como en su obra literaria.
En todas sus obras incorporó sus ideas acerca de la modernización de la
sociedad española, sobre la necesidad de la educación femenina y sobre
el acceso de las mujeres a todos los derechos y oportunidades que tenían
los hombres.

Su cuidada educación y sus viajes por Europa le facilitaron el desarrollo de


su interés por la cuestión femenina. En 1882 participó en un congreso
pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza celebrado en Madrid
criticando abiertamente en su intervención la educación que las españolas
recibían considerándola una "doma" a través de la cual se les transmitían
los valores de pasividad, obediencia y sumisión a sus maridos. También
reclamó para las mujeres el derecho a acceder a todos los niveles
educativos, a ejercer cualquier profesión, a su felicidad y a su dignidad.

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