Moral e Historia

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MORAL E HISTORIA

1.Carecter histórico de la moral

Si por moral entendemos un conjunto de normas y reglas de acción destinadas a regular las
relaciones de los individuos 3n una comunidad social dada, el significado, función y validez de
ellas no pueden dejar de variar históricamente en las diferentes sociedades suceden a otras, así
también las morales concretas, efectivas, se suceden y desplazan unas a otras. Por ello, puede
hablarse de la moral de la antigüedad, de la moral feudal que se da en la edad media, de la
moral de burguesa en la sociedad moderna, etc. La moral es, pues, un hecho histórico y, por lo
tanto, la ética, como la ciencia de la moral no puede concebir la como algo dado de una vez y
para siempre, sino que tiene que considerarla como un aspecto de la realidad humana que
cambia con el tiempo. Pero la moral es histórica justamente por que es un modo de
comportarse de ser – el hombre- que es por naturaleza histórico, es decir un ser que se
caracteriza precisamente tanto en el plano de su existencia material, práctica, como en el de su
vida espiritual, incluida dentro de esta, la moral.

La mayor parte de las doctrinas éticas, incluso aquellas que se presentan como una reflexión
sobre el factum de la moral, tratan de explicar esta a la luz de principios absoluto y <<a priori>>
y fijan su esencia y función de las morales históricas concretas. Pero al ignorar se el carácter
histórico de la moral, lo que está ha sido efectivamente, ya no se parte del hecho de la moral, y
se cae necesariamente en concepciones a históricas de ella. De este modo, el origen de la
moral se sitúa fuer de la historia, lo que equivale a decir – puesto que el hombre real, concreto
es un ser histórico – fuera del hombre real mismo.

Este ahistoricismo moral, en el campo de la reflexión ética, sigue tres direcciones


fundamentales:

a) Dios como origen o fuente de la moral. Las normas morales derivan aquí de una
potencia supra humana, cuyos mandamientos constituyen los principios y normas
morales fundamentales. Las raíces de la moral no estarían, pues, en el hombre mismo,
sino fuera o por encima de él.
b) La naturaleza como origen o fuente de la moral. La conducta humana moral no sería
sino un aspecto de la conducta natural, biológica. Las cualidades morales-ayuda
mutua, disciplina, solidaridad, etc. tendrían su origen en los instintos, y por ello,
podrían encontrarse no sólo en lo que hay en el hombre de ser natural, biológico, sino
incluso en los animales. Darwin llega a afirmar que los animales conocen casi todos los
sentimientos morales de los hombres: amor, felicidad, lealtad, etcétera.
c) El Hombre (u hombre en general) como origen y fuente de la moral. El hombre de que
aquí se habla es un ser dotado de una esencia eterna e inmutable, inherente a todos
los individuos, cualesquiera que sean las vicisitudes históricas o la situación social. De
este modo de ser, que permanece y dura a lo largo de los cambios históricos y sociales,
formaría parte la moral.

Estas tres concepciones del origen y fuente de la moral coinciden en buscar éstos fuera del
hombre concreto, real, es decir, del hombre como ser histórico y social. En un caso, se
busca fuera del hombre, en un ser que es trascendente a él; en otro, en un mundo natural,
o, al menos, no específicamente humano; en un tercero, el centro de gravedad se traslada
al hombre, pero a un hombre abstracto, irreal, situado fuera de la sociedad y de la historia.
Frente a estas concepciones hay que subrayar el carácter histórico de la moral en virtud del
propio carácter histórico-social del hombre. Si bien es cierto que el comportamiento moral
se da en el hombre desde que éste existe como tal, o es, desde las sociedades más
primitivas, la moral cambia y se desarrolla con el cambio y desarrollo de las diferentes
sociedades concretas. Así lo demuestran el desplazamiento de unos principios y normas
por otros, de unos valores morales o virtudes por otras, el cambio de contenido de una
misma virtud a través del tiempo, etc. Pero el reconocimiento de estos cambios históricos
de la moral plantea a su vez dos problemas importantes: el de las causas o factores que
determinan esos cambios y el del sentido o dirección de ellos. Para responder a la primera
cuestión, habremos de retrotraer nuestra mirada a los orígenes históricos o, más
exactamente, prehistóricos de la moral, a la vez que sobre la base de los datos objetivos de
la historia real trataremos de encontrar la verdadera correlación entre cambio histórico-
social y cambio moral. La respuesta a esta cuestión primera nos permitirá abordar la
segunda; es decir, la del sentido o dirección del cambio moral, o dicho en otros términos, el
problema de si existe o no, a través del cambio histórico de las morales concretas, un
progreso moral.

2. ORÍGENES DE LA MORAL

La moral sólo puede surgir mi surge efectivamente cuan- do el hombre deja atrás su naturaleza
puramente natural, instintiva, y tiene ya una naturaleza social; es decir, cuando ya forma parte
de una colectividad (gens, varias familias emparentadas entre si, o triba, constituida por varias
gens). Como regulación de la conducta de los individuos entre sí, y de éstos pon la comunidad,
la moral requiere forzosamente no sólo que hombre se halle en relación con los demás, sino
también cierta conciencia-por limitada o difusa que sea de esa relación a fin de poder
conducirse de acuerdo con las normas o prescripciones que lo rigen. Pero esta relación de
hombre a hombre, o entre el individuo y la comunidad, es inseparable de otra vinculación
originaria: la que los hombres para subsistir y protegerse mantienen con la naturaleza que les
rodea, y a la cual tratan de someter. Dicha vinculación se expresa, ante todo, en el uso y
fabricación de instrumentos, o sea, en el trabajo humano. Mediante su trabajo, el hombre
primitivo establece ya un puente entre él y la naturaleza, y produce una serie de objetos que
satisfacen sus necesidades. Con su trabajo, los hombres primitivos tratan de poner la
naturaleza a su servicio, pero su debilidad ante ella es tal que, durante larguísimo tiempo,
aquélla se les presenta como un mundo extraño y hostil. La propia debilidad de sus fuerzas
ante el mundo que les rodea determina que para hacerle frente, y tratar de domeñarlo,
agrupen todos sus esfuerzos con el fin de multiplicar su poder. Su trabajo cobra
necesariamente un carácter colectivo, y el fortalecimiento de la colectividad se convierte en
una necesidad vital. Sólo el carácter colectivo del trabajo y, en general, de la vida social
garantiza la subsistencia y afirmación de la gens o de la tribu. Surgen así una serie de normas,
mandatos o prescripciones no escritas, de aquellos actos o cualidades de los miembros de la
gens o de la tribu que benefician a la comunidad. Así surge la moral con el fin de asegurar la
concordancia de la conducta de cada uno con los intereses colectivos.

La necesidad de ajustar la conducta de cada miembro de la colectividad a los intereses de ésta


determina que se considere como bueno o beneficioso todo aquello que contribuye a reforzar
la unión o la actividad común, y, por el contrario, que se vea como malo o peligroso lo
contrario; o sea, lo que contribuye a debilitar o minar dicha unión: el aislamiento, la dispersión
de esfuerzos, etc. Se establece, pues, una línea divisoria entre lo bueno y lo malo, así como una
tabla de deberes u obligaciones basada en lo que se considera bueno y beneficioso para la
comunidad. Se destacan así una serie de deberes: todo el mundo está obligado a trabajar, a
luchar contra los enemigos de la tribu, etcétera. Estas obligaciones comunes entrañan el
desarrollo de las cualidades morales que responden a los intereses de la colectividad:
solidaridad, ayuda mutua, disciplina, amor a los hijos de la misma tribu, etc. Lo que más tarde
se calificará de virtudes, así como los vicios, se halla determinado por el carácter colectivo de la
vida social. En una comunidad que se halla sujetos a una lucha incesante con la naturaleza, y
con los hombres de otras comunidades, el valor es una virtud principal ya que el valiente presta
un gran servicio a la comunidad. Por razones semejantes, se aprueba y exalta la solidaridad, la
ayuda mutua, la disciplina, etcétera. La cobardía, en cambio, es un vicio terrible en la sociedad
primitiva porque atenta, sobre todo, contra los intereses vitales de la comunidad. Y lo mismo
cabe decir de otros vicios como el egoísmo, el ocio, etcétera.

El concepto de justicia responde también al mismo principio colectivista. Como justicia


distributiva, implica la igualdad en la distribución (los víveres o el botín de guerra se distribuyen
sobre la base de la igualdad más rigurosa; justicia significa reparto igual, y por ello en griego la
palabra dike significa originariamente una y otra cosa). Como justicia retributiva, la reparación
del daño inferido a un miembro de la comunidad es colectiva (los ageavios son un asunto
común; quien derrama sangre, derrama la sangre de todos, y por ello todos los miembros del
clan o de la tribu están obligados a vengar la sangre derramada). El reparto igual, por un lado, y
la venganza colectiva, por otro, como dos tipos de justicia primitiva, cumplen la misma función
práctica, social: fortalecer los lazos que unen a los miembros de la comunidad.

Esta moral colectivista, propia de las sociedades primitivas que no conocen la propiedad
privada ni la división en clases es, por tanto, una moral única y válida para todos los miembros
de la comunidad. Pero, al mismo tiempo, se trata de una moral limitada por el marco mismo de
la colectividad; más allá de los límites de la gens, o de la tribu, sus principios y normas perdían
su validez. Las tribus extrañas eran consideradas como enemigas, y de ahí que no le fueran
aplicables las normas y principios que eran válidos dentro de la comunidad propia. Por otra
parte, la moral primitiva implicaba una regulación conducta de cada uno de acuerdo.co los
intereses de la con colectividad, pero en esta relación el individuo sólo se veía a sí mismo como
una parte de la comunidad o como una encarnación

o soporte de ella. No existían propiamente cualidades morales personales, ya que la moralidad


del individuo, lo que había de bueno, de digno de aprobación en su conducta (su valor, su
actitud ante el trabajo, su solidaridad, etc.) era propio de todo miembro de la tribu; el
individuo sólo existía fundido con la comunidad, y no se concebía que pudiera tener intereses
propios, personales, que entraran en contradicción con los colectivos. Esta absorción de lo
individual por lo colectivo no dejaba, en rigor, lugar para una verdadera decisión personal, y
por tanto, para una responsabilidad propia, que son índices como veremos de una vida
propiamente moral. La colectividad aparece como un límite de la moral (hacia afuera, en
cuanto que el ámbito de ella es el de la comunidad propia, y hacia sí mismo, en que lo colectivo
absorbe lo individual); por ello, se trata cuanto que, de una moral poco desarrollada, cuyas
normas y principios se aceptan, sobre todo, por la fuerza de la costumbre y la tradición. Los
rasgos de una moral más elevada, basada en la responsabilidad personal, sólo podrán aparecer
cuando surjan las condiciones sociales para un nuevo tipo de relación entre el individuo y la
comunidad. Las condiciones económico-sociales que habrán de hacer posible el paso a a
nuevas formas de moral serán justamente la aparición de la propiedad privada y la división de
la sociedad en clases.
3. CAMBIOS HISTÓRICO-SOCIALES Y CAMBIOS DE MORAL

El aumento general de la productividad del trabajo (a con- secuencia del desarrollo de la


ganadería, la agricultura y los oficios manuales), así como la aparición de nuevas fuerzas de
trabajo (al ser transformados los prisioneros de guerra en es- clavos), elevó la producción
material hasta el punto de disponerse de una masa de productos sobrantes, es decir, de
productos que podían guardarse porque ya no se requerían para satisfacer necesidades
inmediatas. Con ello se crearon las condiciones para que surgiera la desigualdad de bienes
entre los jefes de familia que cultivaban las tierras comunales y cuyos frutos se repartían hasta
entonces por igual de acuerdo con las necesidades de cada familia.

Con la desigualdad de bienes se hizo posible la apropiación privada de los bienes o productos
del trabajo de otros, así como los antagonismos entre pobres y ricos. Desde el punto de vista
económico, se convirtió en una necesidad social el respeto a la vida de los prisioneros de
guerra, los cuales se libraban de ser exterminados convirtiéndose en esclavos. Con la
descomposición del régimen comunal y el surgimiento de la propiedad privada, fue
acentuándose la división en hombres libres y esclavos. La propiedad-particularmente la de los
propietarios de esclavos liberaba de la necesidad de trabajar. El trabajo físico acabó por
convertirse en una ocupación indigna de los hombres libres. Los esclavos vivían en condiciones
espantosas, y sobre ellos recala el trabajo físico, en particular el más duro. Su trabajo manual
fue en Roma la base de la gran producción. La construcción de grandes obras y el desarrollo de
la minería fue posible gracias al trabajo forzado de los esclavos. Sólo en las minas de
Cartagena, de la provincia romana de España, trabajaban cuarenta mil. Los esclavos no eran
personas, sino cosas, y como tales sus dueños podían comprarlos, venderlos, jugárselos a las
cartas o incluso matarlos.

La división de la sociedad antigua en dos clases antagónicas fundamentales se tradujo


asimismo en una división de la moral. Con la desaparición del régimen de la comunidad
primitiva, desapareció la unidad de la moral. Ésta dejó de ser un conjunto de normas aceptadas
conscientemente por toda la sociedad. De he cho, existían dos morales: una, dominante, la de
los hombres libres la única que se tenía por verdadera, y otra, la de aquellos esclavos que
internamente rechazaban los principios y normas morales vigentes, y consideraban válidos los
suyos propios en la medida en que se elevaban a la conciencia de su libertad. La moral de los
hombres libres no sólo era una moral efectiva, vivida, sino que tenía también su fundamento y
justificación teóricas en las grandes doctrinas, éticas de los filósofos de la Antigüedad,
especialmente en Sócrates, Platón y Aristóteles. La moral de los esclavos nunca pudo alcanzar
un nivel teórico, aunque como lo testimonian algunos autores antiguos tuvo algunas
expresiones conceptuales. Aristóteles consideraba que unos hombres eran libres y otros
esclavos por naturaleza, y que esta distinción era justa y útil. De acuerdo con esta concepción,
que respondía a las ideas dominantes de la época, los esclavos eran objeto de un trato
despiadado, feroz, que ninguno de los grandes filósofos de aquel tiempo consideraba inmoral.
Aplastados y embrutecidos como estaban, los esclavos no podrían dejar de estar influidos por
aquella moral servil que hacía que se vieran a sí mismos como cosas; por tanto, no les era
posible superar con su propio esfuerzo los límites de aquella moral dominante. Pero, en plena
esclavitud, fueron cobrando una oscura conciencia de su libertad, y llegaron a lanzarse en
algunos casos a una lucha espontánea y desesperada contra sus opresores, de la que es un
grandioso ejemplo la insurrección de Espartaco. Una lucha de ese género no habría sido
posible sin el reconocimiento y despliegue de una serie de cualidades morales: espíritu de
sacrificio, solidaridad, disciplina, lealtad a los jefes, etc. Pero, en las condiciones espantosas en
que vivían, era imposible que los esclavos pudieran forjar una moral propia como conjunto de
principios y reglas de acción, y en menos aún que salieran de su seno los teóricos que pudiesen
fundamentarla y justificarla. Práctica y teóricamente, la moral que dominaba era la de los
hombres libres.

Los rasgos de esta moral, más estrechamente vinculados a su carácter de clase, se han
extinguido con la desaparición de la sociedad esclavista, pero esto no significa que todos sus
rasgos fueran perecederos. En algunos Estados esclavistas, como el de Atenas, la moral
dominante tiene aspectos muy fecundos no sólo para su tiempo, sino para el desarrollo moral
posterior. La moral ateniense se halla vinculada estrechamente a la política como intento de
dirigir y organizar ore las relaciones entre los miembros de la comunidad sobre bases
racionales. De ahí la exaltación de las virtudes morales cívicas (fidelidad y amor a la patria,
valor en la guerra, dedicación a los asuntos públicos por encima de los #suntos particulares,
etc.). Pero todo esto se refiere a los hombres libres, cuya libertad sería por base la institución
de la esclavitud, y, a su vez, la negación de que los esclavos pudieran llevar una vida político-
moral. Pero, dentro de estos límites, sur- ge una nueva y fecunda relación para la moral entre el
individuo y la comunidad. Por un lado, se eleva la conciencia de los intereses de la colectividad,
y, por otro, surge una conciencia reflexiva de la propia individualidad. El individuo se siente
miembro de la comunidad, sin que por otro lado se vea como en las sociedades primitivas
absorbido totalmente por ella. Esta comprensión de la existencia de un dominio propio,
aunque inseparable de la comunidad, es de capital importancia desde el punto de vista moral,
ya que conduce a la conciencia de la responsabilidad personal, que forma parte de una
verdadera conducta moral.

Con el hundimiento del mundo antiguo, que descansaba en la institución de la esclavitud,


surge una nueva sociedad cuyos rasgos esenciales se perfilan ya en los siglos v-vt de nuestra
era, y cuya existencia se prolongará durante unos diez siglos. Se trata de la sociedad feudal,
cuyo régimen económico-social se caracteriza por la división en dos clases sociales
fundamentales: la de los señores feudales y la de los campesinos siervos; los prime- ros
poseían absolutamente la tierra y gozaban de una propiedad relativa sobre los siervos adscritos
de por vida a ella. Los siervos de la gleba eran vendidos y comprados con las tierras a las que
pertenecían, y no podían abandonarlas. Estaban obligados a trabajar para su señor y a cambio
de ello podían disponer de una parte de los frutos de su trabajo. Aunque su situación seguía
siendo muy dura, en comparación con la de los esclavos, ya que eran objeto de toda clase de
violencias y arbitrariedades, tenían derecho a la vida y formalmente se les reconocía que no
eran cosas, sino seres humanos. Los hombres libres de las villas (artesanos, pequeños
industriales y comerciantes, etc.) se hallaban sujetos a la autoridad del señor feudal, y estaban
obligados a ofrecerle ciertas prestaciones a cambio de su protección. Pero, a su vez, cada señor
feudal se hallaba en una relación de dependencia o vasallaje (no forzosa, sine voluntaria)
respecto de otro señor feudal más pode- roso al que debía ser leal a cambio de su protección
militar, constituyéndose así un sistema de dependencias o vasallajes en forma de una pirámide
cuyo vértice era el señor más poderoso: el rey o emperador. En ese sistema jerárquico se
insertaba también la Iglesia, ya que también disponía de sus propios feudos o tierras. La Iglesia
era el instrumento del señor supremo o Dios, al que todos los señores de la Tierra debían
vasallaje, y ejercía, por ello, un poder espiritual indiscutido en toda la vida cultural; pero, al
mismo tiempo, su poder se extendía a los asuntos tempo- rales, dando lugar a constantes
conflictos con reyes y emperadores que se trataban de dirimir conforme a la doctrina de las
dos espadas». La moral de la sociedad medieval respondía a sus características económico-
sociales y espirituales. De acuerdo con el papel preeminente de la Iglesia en la vida espiritual
de la sociedad, la moral estaba impregnada de un contenido religioso, y puesto que el poder
espiritual eclesiástico era aceptado por todos los miembros de la comunidad señores feudales,
artesanos y siervos de la gleba, dicho contenido aseguraba cierta unidad moral de la sociedad.
Pero, al mismo tiempo, y de acuerdo con las rígidas divisiones sociales en estamentos y
corporaciones, se daba una estratificación moral, o sea, una pluralidad de códigos morales. Así,
había un código de los nobles o caballeros con su moral caballeresca y aristocrática; códigos de
las órdenes religiosas con su moral monástica; códigos de los gremios, códigos universitarios,
etc. Sólo los siervos carecían de una formulación codificada de sus principios y reglas. Pero de
todos esos códigos hay que destacar el que correspondía al de la clase social dominante: el de
la aristocracia feudal. La moral caballeresca y aristocrática se distinguía como la de los hombres
libres de la antigüedad por su desprecio por el trabajo físico, y su exaltación del ocio y la
guerra. Un verdadero noble debía ejercitarse en las virtudes caballerescas: montar a caballo,
nadar, disparar la flecha, esgrimir, jugar al ajedrez y componer versos a la «bella dama». El
culto al honor y el ejercicio de las altas virtudes tenían como contrapartida las prácticas cas
más despreciables: el valor en la guerra se acompañaba de crueles hazañas; la lealtad al señor
era oscurecida con frecuencia por la hipocresía, cuando no por la traición o la felonía; el amor a
la bella dama o dama del corazón se conjugaba con el «derecho de pernadas, o con el derecho
a impedir la boda de una sierva, o incluso a forzarla. La moral caballeresca partía de la premisa
de que el noble,

por el hecho de serlo, por su sangre, tenía ya una serie de cualidades morales que lo
distinguían de los plebeyos y siervos. De acuerdo con esta ética, lo natural la nobleza de la
sangre tenía ya de por sí una dimensión moral, en tanto que los siervos, por su origen mismo,
no podían llevar una vida verdaderamente moral. Sin embargo, pese a las terribles condiciones
de dependencia personal en que se encontraban, y a los obstáculos de toda índole para
elevarse a la comprensión de las raíces sociales de sus males, en su propio trabajo y,
particularmente, en la protesta y la lucha por mejorar sus condiciones de existencia, los siervos
iban apreciando otros bienes y cualidades que no podían encontrar cabida en el código moral
feudal: su libertad personal, el amor al trabajo en la medida en que disponían de una parte de
sus frutos, la ayuda mutua y la solidaridad con los que sufrían su misma suerte. Y apreciaban,
sobre todo, como una esperanza y una compensación a sus desdichas terrenas, la vida feliz que
la religión les prometía para después de la muerte, junto con el reconocimiento pleno en esa
vida de su libertad y dignidad personal. Así, pues, mientras no se liberarán efectivamente de su
dependencia personal, la religión les ofrecía su libertad e igualdad en el plano espiritual, y con
ello la posibilidad de una vida moral que, en este mundo real, como siervos, les era negada.
En las entrañas de la vieja sociedad feudal fueron gestándose nuevas relaciones sociales a las
que habría de corresponder una nueva moral; es decir, un nuevo modo de regular las
relaciones entre los individuos, y entre ellos y la comunidad. Surgió y se fortaleció una nueva
clase social-la burguesa, poseedora de nuevos y fundamentales medios de producción
(manufacturas y fábricas), que iban desplazando a los talleres artesanales, y, a la vez, fue
surgiendo una clase de trabajadores libres que por un salario vendían o alquilaban-durante una
jornada su fuerza de trabajo. Eran ellos los trabajadores asalariados o proletarios, que vendían
así una mercancía-su capacidad de trabajar o fuerza de trabajo, que tiene la propiedad peculiar
de producir un valor superior al que se le paga por usarla (plasvalia, o valor no remunerado,
que el obrero produce o crea). Los intereses de la nueva clase social, vinculados al desarrollo

de la producción, y a la expansión del comercio, exigían mano de obra libre (y, por tanto, la
liberación de los siervos), así como la desaparición de las trabas feudales para crear un
mercado nacional único y un Estado centralizado, que acabaran con la fragmentación
económica y política, A través de una serie de revoluciones en los Países Bajos e Inglaterra, y
particularmente en Francia (en el último tercio del siglo XVII) se consolida económica y
políticamente el poder de la nueva clase social en ascenso, y desaparece del primer plano en
los países más desarrollados la aristocracia feudal-terrateniente.

En este nuevo sistema económico-social, que alcanza su expresión clásica, a mediados del siglo
XIX, en Inglaterra, rige como ley fundamental la ley de la producción de plusvalía. De acuerdo
con esta ley, el sistema sólo funciona eficazmente si asegura beneficios, lo cual exige, a su vez,
que el obrero sea considerado exclusivamente como hombre económico, es decir, como medio
o instrumento de producción, y no como hombre concreto (con sus sufrimientos y
calamidades). La situación en que se encuentra el obrero con respecto a la propiedad de los
medios fundamentales de producción (desposesión total), da lugar al fenómeno de la
enajenación, o del trabajo enajenado (Marx). Como sujeto de esta actividad, produce objetos
que satisfacen necesidades humanas, pero siendo, a su vez, una actividad esencial del hombre,
el obrero no la reconoce como tal, o como actividad propia mente suya, ni se reconoce en sus
obras, sino que, por el contra- rio, su trabajo y sus productos se le presentan como algo
extraño e incluso hostil, ya que no le trae sine miseria, sufrimiento e in- certidumbre.

En este sistema económico-social, la buena o la mala voluntad individual, las consideraciones


morales no pueden alterar la necesidad objetiva, impuesta por el sistema, de que el capitalista
alquile por un salario la fuerza de trabajo del obrero y lo explote para obtener una plusvalia. La
economía se rige, ante todo, por la ley del máximo beneficio, y esta ley genera una moral
propia. En efecto, el culto al dinero y la tendencia a acumular los mayores beneficios
constituyen un terreno abonado para que en las relaciones entre los individuos florezcan el
espíritu de posesión, el egoísmo, la hipocresía, el cinismo y el individualismo exacerbado. Cada
quien confía en sus propias fuerzas, desconfía de la de los demás, y busca su propio bienestar,
aunque haya que pasar por encima del bienestar de los demás. La sociedad se convierte así en
un campo de batalla en el que se libra una guerra de todos contra todos.
Tal es la moral individualista y egoísta que responde a las relaciones sociales burguesas. Sin
embargo, en tiempos ya leja. nos, cuando era una clase social en ascenso y trata de afirmar su
poder económico y político frente a la caduca y decadente aristocracia feudal, la burguesía
estaba interesada en mostrar ante ella su superioridad moral. Y, con este motivo, a los vicios de
la aristocracia (desprecio por el trabajo, ocio, liberti- naje en las costumbres, etc.) contraponía
sus virtudes propias: laboriosidad, honradez, puritanismo, amor a la patria y a la libertad, etc.
Pero estas virtudes, que respondían a sus intereses de clase en su fase ascensional, fueron
cediendo, con el tiempo, a nuevos vicios: parasitismo social, doblez, cinismo, chauvinismo, etc.
En los países más desarrollados, la imagen del capitalismo ya

no corresponde, en muchos aspectos, a la del capitalismo clásico, que representaba Inglaterra


a mediados del siglo pasado. Gracias, sobre todo, al impetuoso progreso científico y
tecnológico de las últimas décadas, se ha elevado considerablemente la productividad del
trabajo. Sin embargo, pese a los cambios experimentados, la médula del sistema se mantiene:
la explotación del hombre por el hombre y la ley fundamental, la obtención de la plusvalla. Con
todo, en algunos países, la situación de la clase obrera no es exactamente la misma de otros
tiempos. Bajo la presión de sus luchas reivindicativas y de los frutos de ellas recogidos en la
legislación social vigente, se puede trazar a veces un cuadro de la situación del obrero que ya
no corresponde a la del siglo pasado, con sus salarios bajísimos, jornadas de doce a catorce
horas, carencia total de derechos y prestaciones sociales, etcétera.

De los métodos brutales de explotación del capitalismo clásico se pasó, en nuestro siglo, a los
métodos científicos y racionalizados, como los del trabajo en cadena, en el que una operación
laboral se divide en múltiples partes que hacen del trabajo de cada individuo, repetido
monótonamente durante una jornada, una labor mecánica, impersonal y agobiante. La
elevación de las condiciones materiales de vida del obrero tiene, como contra- partida, un
reforzamiento terrible de su deshumanización o enajenación, al privar a su trabajo de todo
carácter consciente y creador. Pero de estas formas de explotación se ha pasado últimamente a
otras basadas en una pretendida humanización o moralización del trabajo. A los incentivos
materiales se añade ahora una aparente solicitud por el hombre, al inculcar al obrero la idea de
que, como ser humano, es parte de la empresa, y ha de integrarse en ella. Se le predica así,
como virtudes, el olvido de la solidaridad con sus compañeros de clase, la conjugación de sus
intereses personales con los de la empresa, la laboriosidad x escrupulosidad en aras del interés
común de ella, etc. Pero, al integrarse así el obrero en el mundo del tener, en el que la
explotación lejos de desaparecer no hace sino adoptar formas más sutiles, contribuye él mismo
a mantener su propia enajenación y explotación. La moral que se le inculca como una moral
común, desprovista de todo contenido particular, contribuye a justificar y reforzar los intereses
del sistema regido por la ley de la producción de plusvalía y es, por ello, una moral ajena a sus
verdaderos intereses, humanos y de clase.

Así como la moral burguesa trata de justificar y regular las relaciones entre los individuos en
una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre, así también se echa mano
de la moral para justificar y regular las relaciones de opresión y explotación en el marco de una
política colonial o neocolonialista. La explotación y el saqueo de pueblos enteros por potencias
coloniales o imperialistas tiene ya larga historia. Sin embargo, el intento de cubrir esa política
con un manto moral es relativamente moderno. En este terreno se da un proceso semejante al
operado históricamente en las relaciones entre los individuos. De la misma manera que el
esclavista en la Antigüedad no consideraba necesario justificar moralmente su relación con el
esclavo, ya que éste a sus ojos no era persona, sino cosa o instrumento; y de modo análogo
también a como el capitalista del período clásico no veía la necesidad de justificar moralmente
el trato bárbaro y despiadado que infligía al obrero, ya que para él sólo era un hombre
económico, y la explotación, un hecho económico perfectamente natural y racional, así
también durante siglos los conquistadores y colonizadores de pueblos consideraron que el so-
juzgamiento, saqueo o exterminio de ellos no requería ninguna justificación moral. Durante
siglos, la espantosa violencia colonial (bárbaros métodos de explotación de la población
autóctona y exterminio en masa de ella) se ejerció sin que planteara problemas morales a los
que la ordenaban o llevaban a cabo.

Pero, en los tiempos modernos y justamente en la medida en que los pueblos sojuzgados o
colonizados no se resignan a ser dominados, se echa mano de la moral para justificar la
opresión. Esta moral colonialista empieza por presentar como virtudes del colonizado lo que
responde a los intereses del país opresor: la resignación, el fatalismo, la humildad o la
pasividad. Pero los opresores no sólo suelen hacer hincapié en esas supuestas virtudes, sino
también en una pretendida catadura moral del colonizado (su haraganería, criminalidad,
hipocresía, apego a la tradición, etc.), que viene a justificar la necesidad de imponerle una
civilización superior. Frente a esta moral colonialista, que responde a intereses sociales
determinados, los pueblos juzgados han ido afirmando, cada vez más, su propia moral,
aprendiendo a distinguir sus propias virtudes y sus propios deberes. Y esto sólo lo logran en en
la medida en que, al elevarse la conciencia de sus verdaderos intereses, luchan por su
emancipación nacional y social. En esta lucha, su moral se afirma no ya con las virtudes que el
opresor le presentaba como suyas y que le interesaba fomentar (pasividad, resignación,
humildad, etc.) o con los vicios que se le atribuían (criminalidad, haraganería, doblez, etcétera),
sino con virtudes propias las de una moral que los opresores no pueden aceptar su honor, su
fidelidad a los su yos, su patriotismo, su espíritu de sacrificio, etcétera. Todo lo expuesto
anteriormente nos lleva a la conclusión de que la moral vivida efectivamente en la sociedad
cambia históricamente de acuerdo con los virajes fundamentales que se operan en el
desarrollo social. De ahí los cambios decisivos de moral que se operan al pasarse de la sociedad
esclavista a la feudal, y de ésta a la sociedad burguesa. Vemos, asimismo, que en una y la
misma sociedad, basada en la explotación de unos hombres por otros, o de unos países por
otros, la moral se diversifica de acuerdo con los intereses antagónicos fundamentales. La supe-
ración de este desgarramiento social, y, por tanto, la abolición de la explotación del hombre
por el hombre, y del sojuzgamiento económico y político de unos países por otros, constituye
la condición necesaria para construir una nueva sociedad en la que impere una moral
verdaderamente humana, es decir, universal, válida para todos los miembros de ella, ya que
habrán desaparecido, los intereses antagónicos que conducían a una diversificación de la
moral, o incluso a los antagonismos morales que hemos señalado anteriormente. Una nueva
moral, verdadera- mente humana, implicará un cambio de actitud hacia el trabajo, un
desarrollo del espíritu colectivista, la extirpación del espíritu del tener, del individualismo, del
racismo y el chauvinismo; entrañará asimismo un cambio radical en la actitud hacia la mujer y
la estabilización de las relaciones familiares. En suma, significará la realización efectiva del
principio kantiano que exhorta a considerar siempre al hombre como un fin y no como un
medio. Una moral de este género sólo puede darse en una socie- dad en la que, tras de la
supresión de la explotación del hombre, las relaciones de los hombres con sus productos y de
los individuos entre sí se vuelvan transparentes, es decir, pierdan el carácter mistificado,
enajenante que hasta ahora han tenido. Estas condiciones necesarias son las que se dan en
una sociedad socia- lista, creándose así las posibilidades para la transformación radical que
implica la nueva moral. Pero, aunque la sociedad socia lista rompe con todas las sociedades
anteriores, basadas en la explotación del hombre, y, en este sentido, constituye ya una
organización social superior, tiene que hacer frente a las dificultades, deformaciones y
limitaciones que frenan la creación de una nueva moral, como son: el productivismo, el
burocratismo, las supervivencias del espíritu de posesión y del individualismo burgués, la
aparición de nuevas formas de enajenación, etc. La nueva moral no puede surgir si no se dan
una serie de condiciones necesarias económicas, sociales y políticas, pero la creación de esta
nueva moral-de un hombre con nuevas cualidades morales es una larga tarea que, lejos de
cumplirse, no hace más que iniciarse al crearse esas nuevas condiciones.

4. EL PROGRESO MORAL

La historia nos muestra una sucesión de morales que corresponden a las diferentes sociedades
que se suceden en el tiempo. Cambian los principios y normas morales, la concepción de lo
bueno y lo malo, así como de lo obligatorio y lo no obligatorio. Pero ¿esos cambios y
desplazamientos en el terreno de la moral pueden ser puestos en una relación de continuidad
de tal manera que lo alcanzado en una época o sociedad dadas deje paso a un nivel superior?
O sea, ¿los cambios y desplazamientos discurren en un orden ascensional, de lo inferior a lo
superior? Es evidente que, si comparamos una sociedad con otra anterior, podemos establecer
objetivamente una relación entre sus morales respectivas, y considerar que una moral es más
avanzada, más elevada o más rica que la de otra sociedad. Así, por ejemplo, la sociedad
esclavista antigua muestra su superioridad moral sobre las sociedades primitivas al suprimir el
canibalismo, respetar la vida de los ancianos, conservar la vida de los prisioneros, establecer
relaciones sexuales monogámicas, descubrir el concepto de responsabilidad personal, etc.
Pero, a su vez, la sociedad esclavista antigua entraña prácticas morales que son abandonadas o
supe- radas en las sociedades posteriores.

Existe, pues, un progreso moral que no se da, como vemos, al margen de los cambios radicales
de carácter social. Esto significa que el progreso Aral no puede separarse del paso de una
sociedad a otra, es decir, del movimiento histórico en virtud del cual se asciende de una
formación económico-social, que ha agotado sus posibilidades de desarrollo, a otra superior. Lo
que quiere decir, a su vez, que el progreso moral no puede concebirse al margen del progreso
histórico-social. Así, por ejemplo, el paso de la sociedad primitiva a la sociedad esclavista hace
posible, a su vez, el ascenso a una moral superior. Ahora bien, ello no significa que el progreso
moral se reduzca al progreso histórico, o que éste por sí mismo entrañe un progreso moral.
Aunque uno y otro se hallen vinculados estrechamente, conviene distinguir- los entre sí, y no
ver de un modo simplista en todo progreso histórico-social un progreso moral. Por ello se hace
necesario, en primer lugar, caracterizar lo que entendemos por progreso histórico-social.
Hablamos de progreso con relación al cambio y sucesión de formaciones económico-sociales,
es decir, sociedades consideradas como todos en los que se articulan unitariamente
estructuras di- versas: económica, social y espiritual. Aunque en cada pueblo o nación, ese
cambio y sucesión tiene sus peculiaridades, hablamos de su progreso histórico-social
considerando la historia de la humanidad en su conjunto. Pero ¿en qué sentido afirmamos que
hay progreso, o que la historia humana discurre según una línea ascensional? Se progresa en
las actividades humanas fundamentales, y en las formas de relación u organización que el
hombre contrae en sus actividades prácticas y espirituales.

El hombre es, ante todo, un ser práctico, productor, transfor mador de la naturaleza. A
diferencia del animal, conoce y con- quista su propia naturaleza, y la mantiene y enriquece,
trans- formando con su trabajo lo dado naturalmente. El incremento de la producción o más
exactamente, el desarrollo de las fuerzas productivas expresa en cada sociedad el grado de
dominio del hombre sobre la naturaleza, o también su grado de libertad res- pecto de la
necesidad natural. Así, pues, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas puede
considerarse como índice o criterio del progreso humano.

Pero el hombre sólo produce socialmente, es decir, contra- yendo determinadas relaciones
sociales: por consiguiente, no sólo es un ser práctico, productor, sino un ser social. El tipo de
organización social muestra una peculiar relación entre los grupos o clases sociales, así como
entre el individuo y la sociedad, y un mayor o menor grado de dominio del hombre sobre su
propia naturaleza, es decir, sobre sus propias relaciones sociales, y, por tanto, un determinado
grado de participación consciente en la actividad práctica social, o sea, en la creación de su
propia vida social. Así, pues, el tipo de organización social y el grado correspondiente de
participación de los hombres en su praxis social pueden considerarse como Índice o criterio del
progreso huma- no, o de progreso en la libertad frente a la necesidad social.

El hombre no sólo produce materialmente, sino espiritual- mente. Ciencia, arte, derecho,
educación, etc., son también pro- ductos o creaciones del hombre. En la cultura espiritual
como en la cultura material, se afirma como ser productor, creador, innovador. La producción
de bienes culturales es indicé y criterio del progreso humano, pero hay que advertir que, en
este terreno, el concepto de progreso no puede ser aplicado por igual a los diferentes sectores
de la cultura. En cada esfera de la cultura (la ciencia, el arte, el derecho, la educación, etc.), el
progreso adquiere un sello peculiar, pero siempre con el denominador común de un
enriquecimiento o paso a un nivel superior de determinados aspectos en la correspondiente
actividad cultural.

Podemos hablar, por tanto, de progreso histórico en el terreno de la producción material, de la


organización social y de la cultura. No se trata de tres líneas progresivas independientes, sino
de tres formas de progreso que se relacionan y condicionan mutuamente, ya que el sujeto del
progreso en esas tres direcciones es siempre el mismo: el hombre social.
El progreso histórico es fruto de la actividad productiva, social y espiritual de los hombres. En
esa actividad cada individuo participa como ser consciente, tratando de realizar sus proyectos o
intenciones; sin embargo, el progreso no ha sido hasta ahora el producto de una actividad
concertada, consciente. El paso de la sociedad esclavista a la sociedad feudal, es decir, a un tipo
de organización social superior, no es resultado de una actividad común intencional de los
hombres. (Los individuos no se pusieron de acuerdo para crear el capitalismo.) En suma, el
progreso histórico es fruto de la actividad colectiva de los hombres como seres conscientes,
pero no de una actividad común consciente.

El progreso histórico considerado en escala universal- no es igual para todos los pueblos y
todos los hombres. Unos pueblos han progresado más que otros, y dentro de una misma
sociedad no todos los individuos o grupos sociales participan en él de la misma forma, ni se
benefician por igual con sus resultados. Así, cuando en la sociedad feudal se gestan las nuevas
relaciones sociales que conducen a una organización social superior (la sociedad burguesa),
una nueva clase social-la burguesía marcha en el sentido del progreso histórico, en tanto que la
nobleza feudal procura detenerlo. A su vez, la instauración de un nuevo orden social con el
triunfo de la revolución burguesa entraña un reparto muy desigual de sus frutos: para la
burguesía, por un lado, y para los artesanos y el proletariado incipiente, por otro.

Finalmente, el progreso histórico-social de unos países (por ejemplo, los del Occidente
europeo) se opera manteniendo al margen del de él, o retardando el progreso de otros pueblos
(Occidente, en efecto, ha progresado sobre la base de la explotación, la miseria, la destrucción
de viejas culturas o el analfabetismo de otros pueblos).

Tales son las características del progreso histórico-social que han de ser tenidas en cuenta al
poner en relación con él el progreso moral. De ellas se derivan estas dos conclusiones:

a) El progreso histórico-social crea las condiciones necesarias para el progreso moral. b) El


progreso histórico-social afecta, a su vez, en un sentido u otro -positivo negativo a los hombres
de una sociedad dada desde un punto de vista moral. (Ejemplos: la abolición de la esclavitud
enriquece el mundo de la moral al integrar en él al esclavo al ser reconocido como persona.
Aquí el progreso histórico influye positivamente en un sentido moral. La formación del
capitalismo, y la consecuente acumulación originaria del capital proceso histórico progresista,
se realiza a través de los sufrimientos y crímenes más espantosos. De modo análogo, la
introducción de la técnica maquinizada hecho histórico progresista entraña la degradación
moral del obrero.)

Vemos, así, que el progreso histórico-social puede tener con- secuencias positivas o negativas
desde el punto de vista moral. Pero del hecho de que tenga estas consecuencias no se
desprende que podamos juzgar o valorar moralmente el progreso histórico. Sólo puedo juzgar
moralmente los actos realizados libre y conscientemente, y, por consiguiente, aquellos cuya
responsabilidad puede ser asumida por sus agentes. Ahora bien, como el progreso histórico-
social no es el resultado de una acción concertada de los hombres, no puedo hacerlos
responsables de aquello que no han buscado libre y conscientemente, aunque se trate siempre
de una libertad que no excluye como veremos más adelante cierta determinación. Sólo los
individuos o los grupos sociales que realizan determinados actos de un modo consciente y
libre, es decir, pudiendo optar entre varias posibilidades- pueden ser juzgados moralmente. En
consecuencia, no puedo juzgar moralmente el hecho histórico progresista de la acumulación
originaria del capital, en los albores del capitalismo, pese a los sufrimientos, humillaciones y
degradaciones morales que trajo consigo, porque no se trata de un resultado buscado libre y
conscientemente. Tampoco puedo juzgar así al capitalista individual en la medida en que obra
de acuerdo con una necesidad histórica, impuesta por las determinaciones del sistema, aunque
sí pue- do juzgar su conducta en la medida en que, personalmente, puede optar entre varias
posibilidades. Así, pues, aunque el progreso histórico entrañe actos positivos o negativos desde
el punto de vista moral, no podemos hacer- lo objeto de una aprobación o reprobación moral.

Por ello, afirmamos que el progreso histórico, aunque cree las condiciones para el progreso
moral, y tenga consecuencias positivas para éste, no entraña de suyo un progreso moral, ya
que los hombres no progresan siempre por el lado bueno moral- mente, sino también a través
del lado malo; es decir, mediante la violencia, el crimen o la degradación moral. Ahora bien, el
hecho de que el progreso histórico no deba ser juzgado a la luz de categorías morales, no
significa que histórica y objetivamente no pueda registrarse un progreso moral, que, como el
progreso histórico, no ha sido hasta ahora el resultado de una acción concertada, libre y
consciente de los hombres, pero que, no obstante, se dé independientemente de que lo hayan
buscado o no. ¿En qué estriba el contenido objetivo de este progreso moral, o cuál es el índice
o criterio que puede servirnos para descubrirlo al pasar los hombres, en consonancia con
cambios sociales profundos, de una moral efectiva a otra?

El progreso moral se mide, en primer lugar, por la ampliación de la esfera moral en la vida
social. Esta ampliación se pone de manifiesto al ser reguladas moralmente relaciones entre los
individuos que antes se regían por normas externas (como las del derecho, la costumbre, etc.).
Así, por ejemplo, la sustracción de las relaciones amorosas a la coacción exterior, o a normas
impuestas por la costumbre, o por el derecho, como acontecía en la Edad Media, para hacer de
ellas un asunto privado, íntimo, sujeto, por tanto, a regulación moral, es índice de progreso en
la esfera moral. La sustitución de los estímulos materiales (mayor recompensa económica) por
los estímulos morales en el estudio y el trabajo es índice también de una ampliación de la
esfera moral, y, por consiguiente, de un progreso en esta esfera.

El progreso moral se determina, en segundo lugar, por la elevación del carácter consciente y
libre de la conducta de los individuos o de los grupos sociales y, en consecuencia, por la
elevación de la responsabilidad de dichos individuos o grupos en su comportamiento moral. En
este sentido, la comunidad primitiva se nos, presenta con una fisonomía moral pobre, ya que
sus miembros actúan, sobre todo, siguiendo las normas establecidas por la costumbre y, por
tanto, con un grado muy bajo de conciencia, libertad y responsabilidad por lo que toca a sus
decisiones. Una sociedad es tanto más rica moralmente cuantas más posibilidades ofrece a sus
miembros para que asuman la responsabilidad personal o colectiva de sus actos; es decir,
cuanto más amplio sea el margen que se les ofrece para aceptar consciente y libremente las
normas que regulan sus relaciones con los demás. En este sentido, el progreso moral es
inseparable del desarrollo de la libre personalidad. En la comunidad primitiva, la personalidad
se desvanece, ya que individuo y colectividad se funden; por ello, la vida moral ha de ser
necesariamente muy pobre. En la sociedad griega antigua, lo colectivo no ahoga lo personal;
pero sólo el hombre libre como persona que es puede asumir la responsabilidad de su
conducta personal. En cambio, se niega la posibilidad de tener obligaciones morales y de
asumir una responsabilidad & un amplio sector de la socie dad, el constituido por los esclavos,
ya que éstos no son considerados personas, sino cosas.

índice y criterio del progreso moral es, en tercer lugar, el grado de articulación y concordancia
de los intereses personales y colectivos. En las sociedades primitivas domina una moral
colectivista, pero el colectivismo entraña aquí la absorción total de los intereses propios por los
de la comunidad, ya que el individuo no se afirma todavía como tal, y la individualidad se
disuelve en la comunidad. Los intereses propios sólo se afirman modernamente; esta
afirmación tiene un sentido positivo en el Renacimiento frente a las comunidades cerradas y
estratificadas de la sociedad feudal, pero la afirmación de la individualidad acaba por
convertirse en una forma exacerbada de individualismo en la sociedad burguesa,
produciéndose así la disociación de los intereses del individuo respecto de los de la comunidad.
La creación de la moral a un peldaño superior requiere tanto la supe- ración del colectivismo
primitivo, en el marco del cual no podía desarrollarse libremente la personalidad, como del
individualismo egoísta, en el que el individuo sólo se afirma a expensas del desenvolvimiento
de los demás. Esta moral superior ha de con- jugar los intereses de cada uno con los de la
comunidad, y esta conjugación ha de tener por base un tipo de organización social en el que el
libre desenvolvimiento de cada individuo suponga necesariamente el libre desenvolvimiento
de la comunidad. El progreso moral se nos presenta, una vez más, en estrecha relación con el
progreso histórico-social.

El progreso moral, como movimiento ascensional en el terreno moral, se manifiesta asimismo


como un proceso dialéctico de negación y conservación de elementos de las morales
anteriores. Así, por ejemplo, la venganza de sangre que constituye una forma de la justicia de
los pueblos primitivos deja de valer moralmente en las sociedades posteriores; el egoísmo
característico de las relaciones morales burguesas es dejado atrás por una moral colectivista
socialista. En cambio, valores morales admitidos a lo largo de siglos como la solidaridad, la
amistad, la lealtad, la honradez, etc.- adquieren cierta universalidad, y por tanto dejan de ser
exclusivos de una moral en particular, aunque su contenido cambie y se enriquezca a medida
que rebasan un marco histórico particular. De modo análogo, hay vicios morales como la
soberbia, la vanidad, la hipocresía, la perfidia, etc.- que son rechazados por una y otra moral.
Por otro lado, antiguas virtudes morales que respondían a los intereses de la clase dominante
en otros tiempos pierden su fuerza moral al cambiar radicalmente la sociedad. En contraste
con esto, hay valores morales que sólo son reconocidos después de haber recorrido el hombre
un largo trecho en su progreso social y moral. Así sucede, por ejemplo, con el trabajo humano
y con la actitud del hombre hacia él, que sólo adquieren un verdadero contenido moral en
nuestra época, dejando atrás su negación o desprecio por las morales de otros tiempos.
Pero este aspecto del progreso moral, consistente en la negación radical de viejos valores, en la
conservación dialéctica de algunos de ellos, o en la incorporación de nuevos valores y virtudes
morales sólo se da sobre la base de un progreso histórico- social que condiciona dicha
negación, superación o incorporación, con lo cual se pone de manifiesto, una vez más, que el
cambio y sucesión de unas morales por otras, según una línea ascensional, hunde sus raíces en
el cambio y sucesión de unas formaciones sociales por otras.

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