Lectura Tema 1

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Tema 1
Y tengo gran alegría al ver en el campo alineados ca-
balleros y caballos armados. Los guerreros y la guerra

1. Las soberanías. 2. La guerra. 3. El guerrero. 4. El amor a la guerra. 5. El caballero cristiano

1. Las soberanías

Uno de los personajes más peculiares de la Edad Media, para todos nosotros,
es el caballero. La Edad Media se considera un mundo de caballeros, de hom-
bres que partían a la guerra de la misma manera que partían a sus aventuras.
Ahora bien, este caballero fue un invento, el resultado de un proceso cuyo
punto de partida fue el guerrero, aquel hombre que había hecho de la guerra
la actividad más importante de su vida. El caballero fue una invención que se
explica por las profundas transformaciones de las estructuras políticas que
experimento Occidente entre los siglos X y XI.

El modelo antiguo

El punto de partida era un modelo político que podemos llamar antiguo. Hasta
el siglo V el Imperio romano puede definirse como una grandiosa construcción
estatal y un modelo político en el que la soberanía estaba personificada en el
emperador: éste ejercía un cargo (officium) y era cabeza de una entidad es-
tatal y representante de la potestad pública. En tanto que soberano era titular
de unas facultades (propias de toda soberanía) que eran (son siempre) esen-
cialmente tres: la de administrar justicia, la de ejercer la violencia y la de
recaudar impuestos. Estas facultades estaban en manos del emperador y to-
dos los cargos (oficiales) de su imperio las ejercían de manera leal en nombre
suyo (eso era lo que se esperaba, al menos).
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Cuando fue depuesto el último emperador en Occidente en el año 476, este


modelo político antiguo se reprodujo en las monarquías llamadas bárbaras
que se instalaron en Occidente y reemplazaron al imperio: reinos como los
de los visigodos y los ostrogodos, los vándalos y los burgundios, los francos
y los lombardos fueron entidades políticas que daban continuidad al modelo
romano, aunque a menor escala y sin reivindicar para ellos la dignidad impe-
rial.

Esta continuidad en cuanto a la tradición política la ha defendido una histo-


riadora como historiadora Averil Cameron: Con la instauración de los reinos
bárbaros entramos en una etapa histórica que tradicionalmente viene consi-
derándose los albores de la Edad Media. Pero los rasgos permanentes del
pasado son tantos que podemos considerar toda esta época, hasta finales del
siglo VI, una mera continuación del mundo mediterráneo de la Antigüedad
tardía; pese a los cambios evidentes que se produjeron en los distintos tipos
de asentamientos de la población bárbara en Occidente, los testimonios ar-
queológicos de los que disponemos muestran a todas luces que las activida-
des comerciales y las comunicaciones con países lejanos siguieron su curso
habitual, aunque los detalles de todo el asunto son todavía bastante contro-
vertidos; ponen asimismo de manifiesto que las transformaciones en el pai-
saje urbano … constituyen un fenómeno visible a finales del siglo VI en todo
el ámbito del Mediterráneo, tanto en Oriente como en Occidente. Por consi-
guiente, puede resultar definitivamente erróneo pensar que se produjo una
separación efectiva de Oriente y Occidente. Los propios reinos occidentales
conservaron muchas instituciones romanas y, según parece, consideraban
que sus vínculos con el emperador de Constantinopla respondían a la habitual
relación de patrocinio y clientela; los reyes, por lo demás, ostentaban títulos
típicamente romanos. La vieja clase alta romana pervivió en gran medida, y
sus miembros fueron adaptándose como pudieron a los nuevos regímenes.

Esta continuidad no se interrumpió en el siglo VIII cuando la familia de los


carolingios, en la persona de Pipino II, se hizo con el trono en el reino franco.
Una vez conquistada buena parte de Occidente, desde Hispania a la Germania
más allá de los antiguos límites romanos, Carlomagno restauró en el año 800
la dignidad imperial con la colaboración del obispo de Roma. El imperio fun-
dado por Carlomagno fue un período de esplendor para Occidente: el empe-
rador gobernaba con la ayuda de unos altos cargos (condes) que represen-
taban su poder en las diversas partes del imperio. Con sus reformas, los ca-
rolingios además pusieron una parte de las bases para lo que sería la Iglesia
de Occidente.
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La revolución feudal

Los cambios profundos se produjeron en torno al año Mil como resultado del
colapso del imperio. Este colapso se explica, en parte, por los terribles ata-
ques desde el exterior que sufrió el imperio: desde el norte los escandinavos
(vikingos), desde el este los húngaros y desde el sur los musulmanes, que se
instalaron tanto en el sur de la Gallia como en Sicilia. Pero, más decisivo para
la ruina del imperio resultó ser la deslealtad de muchos de los altos cargos
del imperio. La codicia llevó a los condes, los poderosos del imperio, los que
antaño habían sostenido el gobierno del soberano, a patrimonializar los car-
gos y a usurpar las facultades de soberanía que habían ejercido como repre-
sentantes de la potestad pública. En todas partes estos magnates lograron
hacerse con una parte más o menos importante de las facultades de la sobe-
ranía: administraban justicia por su cuenta, reclutaban ejércitos y recauda-
ban impuestos como si fueran propios. Los conflictos se generalizaron: no
sólo se luchaba contra el soberano sino también contra el conde vecino; y en
el siglo X el colapso del imperio dio lugar a unas mutaciones que llevaron a
crear un modelo político propiamente medieval.

Este nuevo modelo se caracterizo por una fragmentación de la soberanía,


esto es: por un reparto de lo que hemos llamado las facultades propias de
toda soberanía. Hay historiadores que definen este proceso como revolución
feudal.

2. La guerra

Esta soberanía fragmentada instaló una competición (violenta) entre todos


los poderosos titulares de parcelas de soberanía: con la finalidad de defender
las facultades que habían usurpado al soberano y para sumar otras a costa
de sus competidores (un conde a costa del conde vecino). Participaron en
esta competición los que descendían de los altos cargos públicos carolingios
(condes, vizcondes, duques, marqueses), los encargados de los condados:
destacaron por el poder que llegaron a usurpar los duques de Aquitania, los
condes de Flandes, los duques de Normandía, los condes de Barcelona, los
condes de Toulouse y otros. Estos constituirán, en buena parte la alta nobleza
de la Edad Media. A ellos hay que asumir nuevos barones. Pero en la compe-
tición acabarán participando también los simples caballeros, instalados en sus
castillos.
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A esta competencia, en la que parece que todos luchaban contra todos, se le


ha querido llamar anarquía. Más correcto es definirla como poliarquía, esto
es, un sistema político en el que se ha parcelado la soberanía y cada titular
intenta asegurar su propia parcela y extenderla en lo posible a costa del ve-
cino. Esta competición fue violenta y esto explica el lugar que ocupará la
guerra en los siglos venideros. Para imponer este nuevo orden pasó a ser
decisiva la fuerza militar. Los castillos se multiplicaron por todas partes. El
castillo se convirtieron en la base material que sustentó el poder. El castillo
servía para atacar y para protegerse, el castillo servía para dominar.

Ahora bien, la guerra siempre requiere guerreros. A la proliferación de pode-


rosos correspondió la multiplicación de guerreros, que las fuentes llaman be-
llatores, milites y pugnatores. El guerrero era parte de un colectivo que se
formó a partir de las guerras que provocó la competencia política. Los pode-
rosos necesitaban los guerreros para las luchas que mantenían. Estos hom-
bres que iban a la batalla para defender a los poderosos mantuvieron un
vínculos personales con éstos: eran sus vasallos, eran su homines; les jura-
ban fidelidad, le prestaban homenaje y le prometían servicio, sobre todo,
militar. El señor, su dominus, a cambio, les prometía protección y les otor-
gaba un feudo, para que pudieran costear su equipo de guerra y para que
pudieran sostenerse.

Los guerreros, cuyo número se multiplicaría a partir del siglo XI eran, en


palabras de Pierre Bonnassie guerreros privados; es decir, formaban aquellas
tropas vasallas de combatientes a caballo que los poderosos -con más exac-
titud, los castellanos- reunían en torno suyo y a quienes encomendaban la
custodia de sus castillos. ¿Cuál era la misión de esas tropas? Defender los
intereses de quiénes dependían, pero también extender el poder y la fortuna
de éstos, atacando por ejemplo las castellanías vecinas. Su misión era tam-
bién la de aplicar el ban del castellano y garantizar, en detrimento de los
súbditos campesinos, la percepción de los beneficios que se obtenían del ci-
tado ban en forma de tributos y exacciones. En su origen, la caballería se nos
aparece así como un instrumento de coerción o, para ser más claros, de opre-
sión social.

Es importante tener en cuenta que la revolución feudal no representó sólo el


nacimiento de una nueva civilización política. Como ha subrayado Pierre Bon-
nassie, también representaba la consolidación de un régimen social que se
basaba en la confiscación, con frecuencia brutal, de los beneficios (del exce-
dente) del trabajo campesino y que garantizaba, mediante un sistema más o
menos complejo de redes de dependencia (vasallaje) y de gratificaciones
(feudos), su redistribución en el seno de la clase dominante.
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3. El guerrero

Ser guerrero era un oficio, un conjunto de habilidades que habían de ser


aprendidas y entrenadas, un oficio que tenía por lo tanto sus requisitos. La
educación del guerrero era esencialmente una educación para el combate.
Este hombre aprendía, desde muy joven, muy frecuentemente en la corte del
señor de su padre, lo que necesitaba para la guerra. En primer lugar, apren-
día a montar su caballo. El guerrero medieval era hasta el siglo XIII un gue-
rrero que iba al combate montado en un caballo (de ahí: caballero). Un ca-
ballo que era muy caro y que había que adiestrar de manera específica (des-
trier). El caballo estaba equipado con silla, estribo, freno y riendas. Seguida-
mente, el joven aprendía a protegerse. Su equipo era: la cota de mallas (una
camisa hecha de pequeñas anillas de acero), el yelmo y el escudo. Finalmente,
el joven aprendía a cómo manejar las armas: la espada, pero, sobre todo, la
lanza. La lanza era el arma por excelencia del guerrero medieval, al menos
hasta el siglo XIII. Esta lanza, larga y pesada, era un arma de estoque, que
sustituyó a la antigua lanza arrojadiza, más ligera. Manejar esta arma, mon-
tado en un caballo que era lanzado a toda velocidad contra el enemigo, re-
quería no solo una gran destreza por parte del jinete sino también una tre-
menda fuerza física.

A las habilidades propias del guerrero correspondían unos requisitos. En pri-


mer lugar, unos requisitos corporales: En cuanto a éstos se le suponía al gue-
rrero una gran fuerza física: el hombre debía tener una constitución fuerte;
sus caderas, piernas y hombros debían de ser anchos. La fuerza que requería
el combate debía lograrse ingiriendo grandes cantidades de comida. Por ello
el caballero se caracterizó por su apetito desaforado. La fuerza física debía
entrenarse: mediante justas y otros muchos y diversos juegos militares, y de
manera cotidiana. El cuerpo del guerrero tenía su estética peculiar: se le con-
sideraba bello cuando estaba cubierto de cicatrices, heridas que daban testi-
monio de su arrojo en el campo de batalla.
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Por otra parte, las cualidades corporales eran esenciales, pero no bastaban.
El guerrero debía poseer unas virtudes propias. Estas virtudes se orientaban
siempre a la guerra, se demostraban en la batalla: la amistad, la liberalidad
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y la fidelidad se referían, en buena medida, a los compañeros de armas; la


valentía, el arrojo, la fortaleza se ponían a prueba en la guerra. En la guerra
el caballero adquiría fama y gloria. La guerra le daba ocasión de regalar el
botín entre los amigos. Era en la guerra que se demostraba a si mismo y a
los demás. Los vicios de los que rehuía el guerrero se referían a los actos de
guerra: la cobardía a la hora de hacer frente al enemigo, la felonía, esto es,
la traición a su señor, la avaricia a la hora de repartir el botín…

4. El amor a la guerra

Para estos guerreros, la guerra no era sólo un oficio para el cual había que
estar entrenado, también era un modo de vida. Desde luego, un medio de
lograr riquezas. Los regalos (dones) del señor eras importantes. El señor
mantenía al guerrero: le otorgaba un patrimonio, un feudo. Pero tan impor-
tante era el permiso de hacer botín, el principal beneficio de las guerras a
pequeña escala (la faida, la guerra local que enfrentaba un señor con su ve-
cino). Este es un botín doble: en personas (cautivos) y en bienes (saqueo).
De hecho, el secuestro fue una de las maneras preferidas para lograr benefi-
cios de la guerra. Para los cautivos se exigían rescates y estos rescates eran
tantos más importantes cuanto más importante fuera el cautivo.

La guerra era un medio para lograr riquezas, pero también era mucho más:
El guerrero era un hombre que amaba la guerra, la guerra era una verdadera
pasión para el guerrero. Esta pasión se describe en la poesía, por ejemplo, la
de los trovadores.

Be·m platz lo gais temps de pascor es un poema del trovador Bertrand de


Born (muere 1215). En el se nos canta lo que hemos llamado el amor a la
guerra: Mucho me gusta el alegre tiempo de Pascua que hace llegar flores y
hojas; me place oír la alegría de los pájaros que hacen resonar sus cantos en
el ramaje. Pero más me complace cuando veo, entre los prados, tiendas le-
vantadas y pendones al viento; y me lleno de alegría cuando veo, alineados
por los campos caballeros y caballos armados; y me place cuando los basti-
dores hacen huir a las gentes con su ganado; y me complace ver tras ellos
un gran ejército llegar; y me alegro en el fondo de mi corazón cuando veo
fuertes castillos sitiados y las empalizadas rotas y hundidas y el ejército sobre
la orilla, toda rodeada por fosos con una línea de fuertes empalizadas levan-
tadas … Mazas de combate, espadas, yelmos de color, escudos; todo lo ve-
remos roto en pedazos en cuanto comience el combate y muchos vasallos
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heridos a la vez, y por allí errando a la ventura los caballos de los muertos y
de los heridos. Y cuando se habrá entrado en combate, que ningún hombre
de buen linaje piense más que en romper cabezas y brazos; pues más vale
muerto, que vivo y vencido. Os aseguro que no tengo ganas de comer, de
beber o de dormir, mientras no oigo gritar: '¡A ellos! desde los dos lados y
mientras no oigo relinchar a los caballos sin caballeros bajo los árboles, y
mientras no oigo gritar: ¡Auxilio! ¡Auxilio!; mientras no veo caer a los fosos
a los grandes y a los pequeños rodando sobre la hierba, y mientras no veo a
los muertos atravesados por la madera de las lanzas adornadas con sus pen-
dones.

Este texto nos permite observar que los guerreros eran hombres acostum-
brados a utilizar la fuerza bruta de manera espontánea y directa. Estamos
ante hombres que vivían sin restricciones sus impulsos violentos; ante hom-
bres que manifestaban un desprecio a la vida y al sufrimiento humano: que
se divierten viendo huir a la gente presas del miedo. Se constata una indife-
rencia hacia las acciones crueles (masacres, mutilaciones, muerte del inde-
fenso…) y hacia la destrucción de los bienes ajenos (destrucción de casas,
quema de las cosechas… el humo y la sangre de las crónicas).

Los guerreros eran hombres que rechazaban la paz: el guerrero era indife-
rente a los modos de vida que requerían la paz (actividad intelectual, trabajo
administrativo). La paz (la convivencia con su esposa y sus hijos) le aburría
de manera angustiosa: el guerrero vivía a la espera de la primavera (el alegre
tiempo de Pascua), cuando el buen tiempo le permitía transitar los caminos
y reunirse con sus amigos y señores. Para combatir el aburrimiento buscaba
oportunidades para dar rienda suelta a sus impulsos violentos. Es lo explica
el amor por los torneos, la pasión por las justas y los demás juegos de gue-
rra.

El guerrero temía a la paz; la paz la sentía como una amenaza. La paz hace
vivir a los que no manejaban las armas y a los que despreciaba: esto incluía
a todas las mujeres; pero incluía también a las otras clases de la sociedad:
aquellos burgueses, hombres gordos y cobardes, incapaces de manejar las
armas; aquellos que necesitaban la paz para su supervivencia; aquellos mon-
jes que huían cuando se acercaban los batallones. Pero, la paz amenazaba
también porque hacía fuerte a los príncipes. En el siglo XII y en todas partes
éstos habían descubierto que postularse como garantes de la paz de sus tie-
rras, les permitía castigar a los malhechores que la infringían, a todos aque-
llos que participaban en la competición que definía la guerra medieval. La paz
era una manera de situarse por encima de las batallas y de controlar las
violencias en beneficio propio. La construcción de los estados por parte de los
príncipes resulta ser una manera de domesticar la violencia.
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5. El caballero cristiano

Los impulsos violentos del guerrero eran algo que se vivía sin restricciones
no solo en la guerra: también en la mesa, en la casa y en la cama. Ello quiere
decir que esta manera de vivir los impulsos también se verifica para su en-
torno social más próximo, incluyendo su propia familia y en especial su es-
posa. La violencia verbal y corporal era algo habitual en el trato entre el
hombre guerrero y su mujer. Las fuentes de las que disponemos están llenas
de ejemplos para esta peculiar manera de vivir la masculinidad. El maltrato
era algo cotidiano. Y el desprecio de todo lo que puede considerarse un com-
portamiento femenino.

La domesticación

Ahora bien, este guerrero, tal como lo hemos descrito, será sometido a unos
procesos de domesticación que acabarían por convertirlo en lo que llamamos
el caballero medieval. Al respecto hay que distinguir dos procesos: la conver-
sión del guerrero en caballero cortés y la conversión del guerrero en caballero
cristiano. Sea advertido de entrada: estos dos procesos no pueden separarse.
Su producto final sería lo que llamamos el caballero medieval, un caballero
que era tanto cortés como cristiano.

El caballero cristiano

La violencia de los guerreros la sufrían los pauperes, esto es, los que no tenían
poder, los inermes, los que no se podían defender por si mismos y dependían
de terceros que los defendieran. Entre estos inermes podían incluirse los bur-
gueses y los campesinos; pero también los hombres de la Iglesia: los monjes,
por ejemplo. Serán precisamente los religiosos los que denunciarán a los que
ellos llaman latrones y tyrannos. Serán ellos los que acusarán a los guerreros
de las violencias contra los inermes y sus bienes: de robar a los mercaderes,
de quemar las cosechas, de invadir las iglesias, de robar el ganado, de des-
trozar las casas… Bajo la dirección de los obispos se convocaron asambleas
de paz para frenar las violencias y se proclamaron los primeros estatutos de
la Paz y de la Tregua de Dios.
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La manipulación

Serán también los hombres de religión los que propondrán nuevos compor-
tamientos y nuevos valores a los guerreros. Estamos ante una manipulación:
en el sentido que se transforma algo ya existente en algo diferente, con unos
propósitos bien definidos: dar un sentido cristiano a la existencia de los gue-
rreros; o como se diría, recurriendo a un juego de palabras: convertir la ma-
litia en militia. Esta manipulación es sobre todo evidente a la hora de redefinir
el comportamiento y las virtudes propias del guerrero. Estamos hablando de
un programa de domesticación, cuyo resultado será lo que llamamos el ca-
ballero cristiano. Un guerrero que ha asimilado las virtudes cristianas tal como
las enseñaban los hombres de la Iglesia en los tratados de caballería que
dedicaron a los hombres de guerra.

Un tratado

Uno de estos tratados, ciertamente tardío pero muy ilustrativo, es el que


redactó circa 1275 el terciario franciscano Ramon Llull (muere 1316), titulado
el Libro de la orden de caballería. Este tratado está dedicado a todos aquellos
que quieren ser un buen caballero y formar parte de esa orden que la orden
de caballería. El tratado tuvo un enorme éxito y acabó siendo uno de los
tratados de caballería más considerados y traducidos.

Al comienzo del tratado Ramon Llull describe los orígenes de la caballería:


Faltó en el mundo caridad, lealtad, justicia y verdad; comenzó enemistad,
deslealtad, injuria y falsedad, y de ahí nació error y turbación en el pueblo de
Dios, que fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen,
sirviesen y temiesen a Dios. Al comenzar en el mundo el menosprecio de la
justicia por disminución de la caridad, convino que justicia recobrase su honra
por medio del temor; y por eso se partió todo el pueblo en grupos de mil, y
de cada mil fue elegido y escogido un hombre más amable, más sabio, más
leal y más fuerte, y con más noble espíritu, mayor instrucción y mejor crianza
que todos los demás. Se buscó entre todas las bestias la más bella, la más
veloz y capaz de soportar trabajo, la más conveniente para servir al hombre.
Y como el caballo es el animal más noble y más conveniente para ser servir
al hombre, por eso fue escogido el caballo entre todos los animales y dado al
hombre que fue escogido entre mil hombres; y por eso aquel hombre se llama
caballero. Una vez reunido el animal y el hombre más nobles convino que se
escogiesen y tomasen de entre todas las armas aquellas que son más nobles
y más convenientes para combatir y defenderse de las heridas y de la muerte;
y aquellas armas se dieron y se hicieron propias del caballero.
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En su tratado Ramon Llull enseña que la guerra requiere unos fines, unos
fines que se contienen en aquello que califica como oficios. Y entre estos
oficios el primero que enumera es el de la defensa de la religión cristiana y
de la institución Iglesia: Oficio de caballero es mantener y defender la santa
fe católica, por la cual Dios Padre envió a su Hijo a tomar carne en la gloriosa
Virgen, Nuestra Señora Santa María, y para honrar y multiplicar la fe sufrió
en este mundo muchos trabajos y muchas afrentas y penosa muerte. De
donde, así como Nuestro Señor Dios ha elegido a los clérigos para mantener
la santa fe con escrituras y probaciones necesarias, predicando aquélla a los
infieles con tanta caridad que desean morir por ella, así el Dios de la gloria
ha elegido a los caballeros para que por fuerza de armas venzan y sometan
a los infieles, que cada día se afanan en la destrucción de la santa Iglesia.
Por eso Dios honra en este mundo y en el otro a tales caballeros, que son
mantenedores y defensores del oficio de Dios y de la fe por la cual nos hemos
de salvar. Sigue el oficio de defender a la persona de su señor: Oficio de
caballero es mantener y defender a su señor terrenal, pues ni el rey, ni prín-
cipe, ni ningún alto barón podría sin ayuda mantener la justicia entre sus
gentes. Es su oficio defender a los inermes: Oficio de caballero es mantener
viudas, huérfanos, hombres desvalidos; pues, así como es costumbre y razón
que los mayores ayuden y defiendan a los menores, así es costumbre de la
orden de caballería que, por ser grande y honrada y poderoso, acuda en so-
corro y en ayuda de aquellos que le son inferiores en honra y en fuerza. El
caballero ha de perseguir a los malhechores: Traidores, ladrones, salteadores
deben ser perseguidos por los caballeros; pues, así como el hacha se ha he-
cho para destruir los árboles, así el caballero tiene su oficio para destruir a
los hombres malos. El caballero ha de imponer la justicia: Por los caballeros
debe ser mantenida la justicia. Además: Oficio de caballero es mantener la
tierra, pues por el miedo que tienen las gentes a los caballeros dudan en
destruir las tierras, y por temor de los caballeros dudan los reyes y los prín-
cipes en ir los unos contra los otros. Finalmente, el caballero ha de procurar
el ordenamiento del mundo. Oficio de caballero es tener villas y ciudades para
mantener la justicia entre las gentes, y para congregar y juntar en un lugar
a carpinteros, herreros, zapateros, pañeros, mercaderes y los demás oficios
que corresponden al ordenamiento de este mundo y que son necesarios para
conservar el cuerpo en sus necesidades. Porque más adelante se explica que
este ordenamiento se relaciona con algo que llama bien común (un término
con el que volveremos a encontrarnos): Al caballero le conviene ser amador
del bien común, pues para comunidad de gentes fue establecida la caballería,
y el bien común es mayor y más necesario que el bien particular.

Ramon Llull exige a todo caballero dos noblezas, la nobleza de corazón y la


nobleza de cuerpo, a las que se oponen la vileza de corazón y la vileza del
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cuerpo. A la nobleza del cuerpo corresponden unas virtudes propias del ca-
ballero en cuanto al cuerpo: el caballero debe cabalgar, justar, correr lanzas,
ir armado, tomar parte en torneos, hacer tablas redondas, esgrimir, cazar
ciervos, osos, jabalíes, leones, y las demás cosas semejantes a éstas que son
oficio de caballero; pues por todas estas cosas se acostumbran los caballeros
a los hechos de armas y a mantener la orden de caballería. Por ello, menos-
preciar la costumbre y el uso de aquello por lo que el caballero aprende a
usar bien de su oficio, es menospreciar la orden de caballería.

A la nobleza de corazón corresponden lo que llama las virtudes que son raíz
y principio de todas las buenas costumbres, que son las virtudes teologales
(fe, esperanza, caridad) y las virtudes cardinales (justicia, prudencia, forta-
leza, templanza). A estas virtudes propiamente cristianas Ramon Llull añade
otras que podríamos llamar profanas: la belleza, la riqueza y la cortesía: al
caballero le conviene hablar bellamente y vestir bellamente, y llevar bello
arnés, y tener casa grande, pues todas estas cosas son necesarias para hon-
rar caballería. Cortesía y caballería convienen entre sí, pues villanía y feas
palabras están en contra de caballería. Correspondientemente Ramon Llull
establece los criterios por los que un candidato (escudero) ha de ser excluido
de la caballería: el escudero demasiado joven; escudero sin armas y que no
posea la suficiente riqueza como para poder mantener caballería; hombre
contrahecho, o demasiado gordo, o que tenga otro defecto en su cuerpo que
le impida cumplir con el oficio de caballero; el escudero que ha cometido falta,
el adulador; escudero orgulloso, mal educado, sucio en sus palabras y en sus
vestidos, de cruel corazón, avaro, mentiroso, desleal, perezoso, iracundo y
lujurioso, borracho, glotón, perjuro.

El caballero debía rechazar tanto estos vicios profanos como los vicios capi-
tales, que incluían la gula, la lujuria, la avaricia, la acidia, la soberbia, la
envidia y la ira.

En cuanto a la relación de las noblezas, Ramon Llull subraya que el caballero


que usa de las cosas que son propias de la orden de caballería en cuanto al
cuerpo, y no usa en cuanto al alma de aquellas virtudes que son propias de
la caballería, no es amigo de la orden de caballería, pues si lo fuese se seguiría
que el cuerpo y la caballería juntos serían contrarios al alma y a sus virtudes,
y eso no es verdadero.

La lectura de estas citas nos lleva constatar que a la moral tradicional del
guerrero que se ha desarrollado de manera relativamente espontánea en un
mundo en el que la guerra ocupaba un lugar central, se asimila una nueva
moral con sus normas de comportamiento específicas. Los antiguos valores y
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virtudes no desaparecieron, sino se impregnaron de una moral religiosa-ecle-


siástica: la actitud liberal, el esfuerzo por la fama, el desprecio del ocio, la
resistencia al sufrimiento… se cristianizaron tanto en sus contenidos como en
sus objetivos (oficio).

Podemos ilustrar lo dicho a partir de la virtud de la fortaleza, una virtud tan


central para el caballero. Ramon Llull explica que la fuerza corporal ha de
estar siempre subordinada a la fuerza del corazón, de la misma manera que
el cuerpo se subordina al alma. Llull explica: El valor y el coraje se oponen a
la cobardía y flaqueza. Pero la fortaleza no se aviene sin sabiduría y cordura;
pues si lo hiciesen, locura e ignorancia convendrían con la orden de caballería.
Y se exigen al caballero una serie de virtudes que templan la fortaleza, como
pueden ser la justicia, la humildad, la caridad, la templanza y la discreción.
Correspondientemente se enseña que hay una serie de vicios que pueden
asociarse a la fortaleza: la soberbia, la acidia y la ira. Por lo tanto, lo que hay
aquí es una relectura de la fortaleza, una virtud que se hace propia del caba-
llero: fortaleza es virtud que reside en noble corazón contra los siete pecados
mortales, que son caminos por los que se va a infernales tormentos que no
tienen fin: gula, lujuria, avaricia, soberbia, envidia, ira. Por eso, caballero que
recorre tales caminos no va a la posada donde la nobleza de corazón fija su
habitación y residencia.

De la misma manera que hay una relectura de la fortaleza hay también en el


tratado una relectura de la paz y de la justicia: si justicia y paz fuesen con-
trarias, caballería, que concuerda con justicia, sería contraria a paz; y si lo
es, entonces estos caballeros que son ahora enemigos de la paz aman las
guerras y las fatigas son caballeros; y aquellos que pacifican a las gentes y
huyen de las fatigas son injustos y son contra caballería. De donde, si esto
es así, y los caballeros de ahora cumplen con el oficio de la caballería siendo
injustos y belicosos y amadores del mal y de las fatigas, me pregunto qué
cosa eran los primeros caballeros, que concordaban con justicia y con paz,
pacificando a los hombres por la justicia y por la fuerza de las armas. Pues,
así como en los primeros tiempos, es ahora oficio de caballero pacificar a los
hombres por la fuerza de las armas; y si los caballeros belicosos e injustos
de estos tiempos no están en la orden de caballería ni tienen oficio de caba-
llero, ¿dónde está, entonces, caballería y cuáles y cuántos son los que están
en su orden? De ahí que el uso de la espada no es en sí mismo malo. La
espada sirve para imponer la justicia y la paz. Se distingue, pues, el (gue-
rrero) que va a la guerra por amor a la guerra y a la búsqueda de riqueza, de
aquel (caballero) que va a la guerra por una razón moral superior. Los valores
que se asocian a la guerra quedan subordinados a esta razón.
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Recapitulemos

El guerrero fue sometido a lo que hemos llamado un proceso de domestica-


ción; en el curso del mismo se redefinieron tanto los comportamientos como
los valores que le eran propios tradicionalmente. Por lo tanto, la moral gue-
rrera no desapareció, como tampoco desapareció el guerrero. Más bien: la
invención del caballero cristiano, en la medida que se atribuyeron unas virtu-
des, unas funciones y unas normas de comportamiento específicas, quedó
legitimado en tanto que grupo social. La caballería había pasado a ser una
orden (ordo) y un elemento necesario de la sociedad cristiana bien articulada.
La orden de caballería se consideró como preeminente en la sociedad.

Ramon Lllull subraya: El caballero, según la dignidad de su oficio, es más


conveniente para señorear en el pueblo que cualquier otro hombre. Es al ca-
ballero al que corresponde mandar. Por ello el caballero es un hombre nacido
para auxiliar a su señor. El príncipe ha de recurrir a los caballeros para go-
bernar. Para demostrar el excelente señorío, sabiduría y poder de Nuestro
señor Dios, que es uno, y puede y sabe regir y gobernar todo cuanto existe,
inconveniente cosa sería que un caballero pudiese por sí mismo regir todas
las gentes de este mundo, pues si lo hiciera no serían tan bien significados el
señorío, el poder y la sabiduría de Nuestro Señor Dios. Por ello, Dios ha que-
rido que para regir todas las gentes de este mundo sean necesarios muchos
oficiales que sean caballeros. Por consiguiente, el rey o príncipe que hace
procuradores, vegueres o bailes a otros hombres que no sean caballeros lo
hace contra el oficio de la caballería, puesto que el caballero, según la digni-
dad de su oficio, es más conveniente para señorear en el pueblo que cualquier
otro hombre; pues por el honor de su oficio se le debe más honor que a otro
hombre que no tenga oficio tan honrado. Y por el honor en que está por su
orden, tiene nobleza de corazón, y por la nobleza de corazón se inclina más
tarde a maldad y a engaño y a viles acciones que otro hombre.

El señor (príncipe), por lo tanto, ha de saber tratar con el honor debido al


caballero: Señor que en su corte y en su consejo y en su mesa hace honor a
caballero, se hace honor a si mismo en la batalla. Y señor que de sabio caba-
llero hace embajador, encomienda su honor a la nobleza de corazón. Y señor
que multiplica honor en caballero que es su servidor, multiplica su propio
honor. Y señor que ayuda y mantiene a caballero, ordena su oficio y fortalece
su señorío. Y señor que tiene por privado a caballero, tiene amistad con ca-
ballería.

Finalmente, con la orden de caballería no sólo quedó legitimado el guerrero;


también quedó legitimada la guerra. Por primera vez, la guerra, que había
causado muchos cargos de consciencia a los cristianos (por no hablar de Jesús
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de Nazaret), se postulaba como algo que un cristiano podía ejercer, incluso


de manera virtuosa. No se trataba de la antigua discusión acerca de la even-
tual necesidad de la guerra, asunto que había preocupado los Padres de la
Iglesia como Agustín de Hipona. La invención de la guerra cristiana resultaba
de la invención del caballero cristiano. El cristiano que mataba en nombre de
Cristo podía hallar ahora su legitimación.

Lecturas para profundizar en el tema de la sesión: Para la Antigüedad Tardía: Peter Brown, El
mundo en la Antigüedad Tardía, Madrid: Gredos 2012; Averil Cameron, El mundo mediterráneo
en la Antigüedad tardía. 395-600, Barcelona: Crítica, 1998; Chris Wickham, El legado de roma,
Una Historia de Europa de 400 a 1000, Barcelona: Pasado y Presente, 2017. Para el tema del
caballero: Joachim Bumke, Courtly Culture. Literature and Society in the High Middle Ages,
Berkeley: University of California Press, 1991; John W. Baldwin, Aristocratic Life in Medieval
France. The Romances of Jean Renart and Gerbert de Montreuil, 1190-1230, Baltimore y Lon-
don: The Johns Hopkins University Press, 2000; Linda M. Paterson, El mundo de los trovadores.
La sociedad occitana medieval, entre 1100 y 1300, Barcelona: Península, 1997. Para el tema
de la guerra y del guerrero: Philippe Contamine, La guerra en la Edad Media, Barcelona: Labor,
1984. Para el tratado de Ramon Llull: Ramon Llull. Libro de la orden de caballería, Madrid:
Alianza y Enciclopedia Catalana, 1986. Para el tema de la domesticación de los impulsos: Nor-
bert Elias, El proceso de civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México:
Fondo de Cultura Económica, 1989

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