La Venganza

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La Venganza

Antón Chéjov

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Texto núm. 4829

Título: La Venganza
Autor: Antón Chéjov
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 27 de septiembre de 2020
Fecha de modificación: 27 de septiembre de 2020

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La Venganza
León Savitch Turmanof, uno de tantos individuos con pequeño capital,
joven esposa y calvicie inveterada, está jugando al bridge en casa de uno
de sus compañeros. Después de perder una fuerte suma experimenta un
calor desusado y acuérdase que aun no ha tomado una copita de vodka.
Levántase, pasa por entre las mesas, atraviesa el salón, en el que la
juventud habla, y se detiene allí un instante, mirando en derredor suyo con
sonrisa indulgente; en fin, métese por una puertecita que comunica con el
comedor, donde en una mesa circular figura toda una batería de botellas y
garrafas con varias clases de aguardientes y licores. En otro lado de la
mesa están los entremeses, sin olvidar los arenques en su lecho de
cebolla y perejil, que atraen todas las miradas. León Savitch se acerca,
bebe una copita, hace una ligera mueca y prepárase a comerse un
arenque, cuando una voz resuena detrás de la pared.

—Estoy de acuerdo—dice con desenvoltura una voz de mujer—; pero


¿cuándo va a ser ello?

—¡Es mi mujer! ¿Con quién diablos conversa?—piensa León Savitch.

—Cuando quieras, alma mía—replica una voz de bajo profundo—. Hoy,


sin embargo, no es posible; mañana estaré ocupado todo el día.

—Es Degtiaref...

León Savitch lo reconoce por la voz. Degtiaref, uno de sus mejores


camaradas.

—¿Tú también? ¡Ah! ¡Idiota!—murmura León Savitch—. Ella tendrá la


culpa de seguro. ¡Qué mujer tan insaciable! Cada semana tiene una nueva
aventura.

—Mañana—repite la voz de bajo—estaré sumamente ocupado, como te


he dicho; escríbeme, si quieres, mañana; me causará gran satisfacción
recibir una carta tuya. Habrá que organizar nuestra correspondencia.

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Habrá que inventar algo; hacer que el cartero no pueda enterarse de lo
que yo te escriba, y arreglarnos de modo que mi cara mitad no se entere
durante mi ausencia de lo que tú me escribas.

—¿Qué hacer, pues?

—Utilizar a la servidumbre, ni pensarlo.

—Oye, chiquilla; ya di con una combinación extraordinaria. Mañana, a las


seis en punto de la tarde, saldré de mi despacho y me dirigiré al Parque,
con cuyo inspector necesito hablar; procura colocar tu esquelita en el
jarrón de mármol que está a la derecha de la glorieta. ¿Te acordarás?
Pero no tardes. Ha de ser antes de las seis precisamente.

—Está bien, así lo haré.

—Idea poética, misteriosa y nueva. ¿Cómo se lo van a imaginar el


panzudo de tu marido y mi costilla?... ¿Has entendido?

León Savitch apura una segunda copita y torna a la mesa de juego. Su


descubrimiento no le causa ni rencor ni asombro. Antaño se indignaba,
promovía escenas, reprendía y hasta pegaba. ¡Cuán lejanos se hallaban
aquellos tiempos! Doce años han transcurrido; los encantos de su esposa
le son del todo indiferentes y sus amores le tienen perfectamente sin
cuidado. No obstante, en esta ocasión, su amor propio se siente ofendido.
En el coloquio que acababa de oír se le han aplicado calificativos que él
consideraba no merecer.

—¡Valiente canalla es ese Degtiaref!—dice para sus adentros, mientras


apunta sus nuevas pérdidas en el bridge—. Al encontrarse conmigo pone
buena cara, parece que soy su mejor amigo, muéstrase tan contento y
satisfecho, que poco le falta para abrazarme; mas a espaldas mías
¡buenos cumplidos me suelta! Me llama pavo, panzudo y otras lindezas.

Pierde continuamente, y a cada pérdida siéntese más ofendido.

—¡Pillete! ¡Sinvergüenza!—piensa.

Sus dedos estrujan el yeso hasta desmenuzarlo. Durante la cena no puede


mirar a Degtiaref, el cual no cesa de interrogarle sobre su aspecto triste, su
suerte en el juego y otras cosas semejantes. Hasta tiene el descaro de
aprovecharse de su calidad de amigo íntimo para regañar a su mujer por lo

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mal que cuida a su esposo. Entre tanto, ella se ríe, le mira con aire afable,
charla...; el diablo en persona no hubiese puesto en duda su fidelidad.

Al regresar, León Savitch siéntese descontento, como si en vez de ternera


le hubiesen servido para cenar un chanclo viejo. La charla de su esposa
no le permite olvidar lo de pavo, etc.

—¡Le hartaría de cachetes! ¡El miserable!—piensa—. Le daría algún


desaire público... Le mataría en duelo... o le haría perder su empleo... No
estaría mal sacar la carta del jarrón y poner en su sitio algo asqueroso...
una rata muerta... por ejemplo.

Turmanof entretúvose largo rato con estas imaginaciones.

—¡Yo sé lo que tengo que hacer!—exclama con alegría—. ¡Qué idea!


¡Magnífica!

Cuando su mujer se queda dormida, siéntase a la mesa, coge la pluma y,


contrahaciendo su letra, escribe la carta siguiente:

«Al comerciante Dulinof. ¡Muy señor mío: Si hoy, 12 de septiembre, a las


seis de la tarde, no coloca usted en el jarrón de mármol al lado de la
glorieta del jardín público 200 rublos, será usted asesinado y una bomba
será depositada en su almacén.»

Acabando esta carta, León Savitch da un rinco de satisfacción.

—¡Soberbia idea! ¡Magnífica! ¡Es venganza digna de Satanás!—piensa,


frotándose las manos—. El tendero se asustará, naturalmente; requerirá el
auxilio de la Policía; mandarán seguramente algunos agentes para que
observen el jarrón; probablemente les ordenarán esconderse en el
matorral, y a las seis, en cuanto introduzca la mano para tomar la esquela,
¡lo cogerán! ¡Buen susto se llevará! Tendrá tiempo para meditar sobre sus
amores mientras que se instruyan las averiguaciones y el asunto se ponga
en claro... ¡Viva!

León Savitch pega el sello y personalmente lleva la carta al buzón.


Duérmese con sonrisa de satisfacción y pasa la noche soñando en cosas
agradables. Por la mañana, al recordar su hazaña, se pone a cantar y
hasta acaricia el rostro de su esposa. En su oficina sonríe de continuo,
representándose el terror de Degtiaref al caer en la trampa...

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Antes de las seis puede calmar su impaciencia y va corriendo al jardín
público para regodearse con la situación desesperada de su amigo.

—¡Ya están allí!—piensa viendo a un polizonte.

Al llegar a la glorieta se sienta debajo del matorral y clava sus miradas en


el jarrón. Su impaciencia no tiene límites. A las seis en punto Degtiaref
aparece. Por lo visto, el joven se halla de excelente humor. Lleva el
sombrero de copa echado hacia atrás y su abrigo entreabierto; silba un
aire alegre y fuma un cigarro.

—¡Ahora vas a conocer al pavo y al panzudo! ¡Aguarda un ratito!—se dice


Turmanof.

Degtiaref se acerca al jarrón y mete en él la mano.

León Savitch se incorpora, devorándole con los ojos. El joven extrae del
jarrón un pequeño paquete, lo inspecciona por todos los lados,
encogiéndose de hombros, y lo abre, vacilante... De nuevo se encoge de
hombros y el asombro se dibuja en sus facciones. El paquete contiene dos
billetes de cien rublos. Durante largo rato contempla Degtiaref los billetes;
finalmente, sin dejar de encogerse de hombros, se mete los rublos en el
bolsillo y exclama:

—Muchas gracias.

El desgraciado León Savitch oye esta frase. Luego se pasa toda la noche
delante de la tienda de Dulinof, amenazándole con los puños cerrados y
murmurando con indignación:

—¡Cobarde! ¡Tendero infame! ¡Alma de liebre!... ¡Cobarde!...

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Antón Chéjov

Antón Pávlovich Chéjov (en ruso: ?????? ????????? ??????,


romanización: Anton Pavlovi? ?ehov), (Taganrog, 17 de enero [calendario
juliano] / 29 de enero de 1860 [calenario gregoriano] - Badenweiler, Baden-
Wurtemberg (Imperio alemán), 2 de julio / 15 de julio de 1904) fue un
médico, escritor y dramaturgo ruso. Encuadrable en la corriente más
psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto,
siendo considerado como uno de los más importantes escritores de este
género en la historia de la literatura. Como dramaturgo se enclava dentro

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del naturalismo, aunque con ciertos toques de simbolismo y escribió unas
cuantas obras, de las cuales son las más conocidas La gaviota (1896), El
tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos
(1904). En estas obras idea una nueva técnica dramática que él llamó de
“acción indirecta”, fundada en la insistencia en los detalles de
caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o
la acción directa, de forma que en sus obras muchos acontecimientos
dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin
decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y
expresan realmente. Chéjov compaginó su carrera literaria con la
medicina; en una de sus cartas escribió al respecto:

La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante.

La mala acogida que tuvo su obra La gaviota (en ruso: "?????") en el año
1896 en el estatal (imperial) Teatro Alexandrinski de San Petersburgo casi
lo desilusiona del teatro, pero esta misma obra tuvo un gran éxito dos años
después, en 1898, gracias a la interpretación del Teatro del Arte de Moscú
dirigido por el innovador director teatral Konstantín Stanislavski, quien
repitió el éxito para el autor con Tío Vania ("???? ????"), Las tres
hermanas ("??? ??????") y El jardín de los cerezos ("????ë??? ???").

Al principio Chéjov escribía simplemente por razones económicas, pero su


ambición artística fue creciendo al introducir innovaciones que influyeron
poderosamente en la evolución del relato corto. Su originalidad consiste en
el uso de la técnica del monólogo, adoptada más tarde por James Joyce y
otros escritores del modernismo anglosajón, además del rechazo de la
finalidad moral presente en la estructura de las obras tradicionales. No le
preocupaban las dificultades que esto planteaba al lector, porque
consideraba que el papel del artista es realizar preguntas, no
responderlas.

Según el escritor estadounidense E. L. Doctorow, Chéjov posee la voz


más natural de la ficción, «sus cuentos parecen esparcirse sobre la página
sin arte, sin ninguna intención estética detrás de ellos. Y así uno ve la vida
a través de sus frases».

(Información extraída de la Wikipedia)

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