Rampa Tuesday Lobsang HistoriaDeRampa
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Historia de Rampa Tuesday Lobsang Rampa
Dedicada
a mis amigos de Howth, Irlanda
¡Muchas gracias!
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les que pudiesen, de ser necesario, resistir las peores torturas que los chinos
pudieran darles, sin re velar ninguna información vital.
Así, finalmente, dejando Lhasa, invadida por los comunistas, habían
venido a su nueva casa. Ningún avión que transportase material de guerra
podría volar a esta altura. Ningún ejército enemigo podría soportar este ári-
do paraje, un paraje des provisto de tierra, rocoso y traicionero, con peñas-
cos que se deslizan y abismos que abren sus fauces. Un paraje tan alto, tan
pobre de oxígeno, que sólo las endurecidas gentes de la montaña podrían
respirar allí. En aquel lugar, al fin, en aquel santuario de las montañas,
había Paz. Paz en la que trabajar para la salvaguarda del futuro, para pre-
servar la Sabiduría Antigua y prepararse para el tiempo en que el Tibet re-
surgiera y se librara del agresor.
Hacía millones de años, aquello había sido una cordille ra de volcanes
llameantes que vomitaban rocas y lavas sobre la cambiante faz de la Tierra
joven. Entonces el mundo era casi dúctil y sufría las angustias del parto de
una nueva era. Tras años sin número, las llamas se extinguieron y las rocas,
casi fundidas, se enfriaron. La lava se había derramado por última vez y
chorros de gas que venían de la profunda entraña de la Tierra expelieron la
restante al aire libre, dejando un sinfín de canales y de túneles desnudos y
vacíos. Sólo poquísimos habían sido cerrados por las rocas que caían, pues
los demás permanecieron intactos, duros como el vidrio y veteados con las
huellas de los metales que se fundieron antaño. Desde esas paredes mana-
ban fuentes de la montaña, puras y que centelleaban ante cualquier rayo de
luz.
Siglos tras siglos los túneles y las cavernas permanecieron des -
provistos de vida, desolados y solitarios, conocidos sólo de los lamas viaje-
ros astrales, que podían visitar todo y ver todo. Los viajeros astrales habían
recorrido la región buscando un refugio como aquél. Ahora, cuando el Te-
rror campeaba en el país del Tibet, los pasadizos de antaño fueron p
oblados por una élite de gentes espirituales, destinadas a resurgir en la plen
itud de los tiempos.
Primeramente, los monjes cuidadosamente seleccionados anduvieron
su camino hacia el norte, para preparar un domicilio dentro de la roca viva;
otros en Lhasa embalaron los objetos más preciosos y se prepararon para
partir sin ser notados. Desde los conventos de los lamas y de las monjas sa-
lió el reguero de aquellos que fueron elegidos. En pequeños grupos y al
amparo de la oscuridad, hicieron el trayecto hasta un lago distante y allí
acamparon en la orilla para esperar a los otros.
En la «nueva residencia» la Nueva Orden había sido fundada; la Es-
cuela para la Conservación de la Sabiduría. Y el Abad que estaba al frente,
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un monje viejo y sabio, que tenía más de cien años, había hecho, con inefa-
bles sufrimientos, el recorrido hasta las cavernas en la entraña del monte.
Con él habían hecho el viaje los más sabios del país, los Lamas Telé-
patas, los Clarividentes y los Sabios de Gran Memoria. Poco a poco, dura n-
te muchos meses, habían andado su camino subiendo más y más alto en la
cordillera, mientras el aire se iba haciendo más tenue con la creciente alti-
tud. En ocasiones, poco más de un kilómetro diario, era todo cuanto sus
cuerpos ancianos podían recorrer; un poco más de un kilómetro de trepar
sobre peñas enormes, con el viento incesante de los altos pasos que les des-
garraba las ropas y amenazaba arrastrarles. En ocasiones, profundas grietas
obligaban a un largo y penoso rodeo. Durante casi una semana el anciano
Abad fue obligado a permanecer dentro de una tienda de piel de yak, cerra-
da herméticamente, en tanto que extrañas hierbas y pociones emanaban
oxígeno vivificador para aliviar sus pulmones y su corazón atormentados.
Luego, con sobrehumana fortaleza, continuó su viaje aterrador.
Al fin llegaron a su destino una partida reducidísima, pues muchos
habían caído a lo largo del camino. Gradualmente se fuero n acostumbrando
a su cambio de vida. Los Escribas escribieron cuidadosamente el relato de
su viaje y los Tallistas hicie ron poco a poco los bloques para la impresión a
mano de los libros. Los Clariv identes miraron en el futuro, prediciendo el
porvenir del Tibet y de otros países. Esos hombres de la máxima pureza,
estaban en contacto con el Cosmos y con el Archivo Akashico, el Archivo
que habla de todo el pasado y el presente inmediato en todas partes y de to-
das las posibilidades del futuro. Los Telépatas también se hallaban atarea-
dos enviando mensajes a otros en el Tibet y manteniéndose en contacto te-
lepático con aquellos de su Orden en todas partes... manteniéndose en con-
tacto ¡conmigo!
«¡Lobsang! ¡Lobsang!» El pensamiento resonó en mi cabeza, hacié n-
dome salir de mis ensoñaciones. Los mensajes telepáticos no tenían impor-
tancia para mí, pues me eran más familiares que las llamadas telefónicas;
pero este mensaje era apremiante. Y en cierto modo diferente. Me apresuré
a relajarme, sentado en la posición del Loto, haciendo que mi mente se
abriera y que mi cuerpo reposara. Después, receptor de mensajes telepáti-
cos, esperé. Durante un rato no hubo nada, solamente un amable tanteo,
como si Alguien estuviera mirando a través de mis ojos y viera. Viera
¿qué? El fangoso río Detroit, los altos rascacielos de Detroit. La fecha del
almanaque se me puso delante: 9 de abril 1960. Otra vez nada. De pronto,
como si ese Alguien hubiera tomado una decisión, la Voz resonó nueva-
mente.
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«Lobsang, has sufrido mucho. Te has po rtado bien, pero no hay tie m-
po para la complacencia. Aún hay una tarea que tú has de realizar.» Hubo
una pausa, como si el locutor hubiera sido interrumpido de improviso, y
esperé, con el corazón angustiado y lleno de inquietud. Durante los últimos
años había padecido más que de sobra infortunios y sufrimientos. Más
cambios, acosos y persecuciones que los precisos. Mientras estuve esp e-
rando, capté pensamientos telepáticos volanderos de otros que estaban cer-
ca. De la muchacha que impaciente golpeaba el suelo con el pie en la para-
da del autobús bajo mi ventana: «Ah, este servicio es lo peor que hay en el
mundo. ¿Cuándo vendrá?» O los de aquel que iba a entregar un paquete en
la casa inmediata: «¿Me atreveré a pedirle un aumento de sueldo al patro-
no? ¡Millie se va a volver loca si no consigo algún dinero pronto!» Preci-
samente cuando ocioso me preguntaba quién sería Millie, como una perso-
na que, esperando al teléfono deja vagar el pensamiento, la voz Interna in-
sistente llegó de nuevo.
«¡Lobsang! Nuestra decisión está tomada. Ha llegado el mo mento de
que escribas nuevamente. Este libro será tu tarea vital. Debes escribir insis-
tiendo sobre el tema de que alguien puede ocupar el cuerpo de otro, con
pleno consentimiento de este último.»
Empecé a sentirme desalentado, y casi interrumpí el contacto telepáti-
co. ¿Yo? ¿Escribir de nuevo? ¡Y sobre eso! ¡Yo que era tema de controver-
sia y que destestaba cada momento de aquello! Sabía que era todo cuanto
había declarado ser, que todo cuanto había escrito antes era la pura verdad.
Pero ¿de qué podía servir sacar un relato de aquella tonta temporada de
Prensa tormentosa? Estaba más allá de mi comprensión.
Aquello me dejó confuso, desconcertado, con el corazón tan afligido
como el de un hombre que está en espera de su eje cución.
«¡Lobsang!» Ahora la voz telepática estaba cargada de considerable
acritud; su ronca aspereza fue como una sacudida eléctrica para mi cerebro
confuso. «¡Lobsang! Nosotros estamos en una posición mejor que tú para
juzgar; tú estás atrapado en la red de los afanes de occidente. Nosotros po-
demos mantenernos alejados y valorar. Tú no cuentas sino con noticias lo-
cales, pero nosotros contamos con las del mundo entero.»
Permanecí humildemente en silencio, esperando la continuación del
mensaje, conviniendo con Ellos en mis adentros en que, evidentemente, sa-
bían lo más adecuado. Tras un intervalo, la voz llegó de nuevo.
«Has sufrido mucho injustamente, pero ha sido por una buena causa.
Tu trabajo anterior ha procurado mucho bien a muchos; pero tú estás en-
fermo y tu criterio es deficiente y falso respecto al tema del próximo libro.»
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y volvieron corriendo con unas cuerdas. Otros golpearon con sables las li-
gaduras del monje atado, cortándole, al hacerlo, en los brazos y en las pier-
nas. El gobernador golpeaba el suelo con el pie, y gritaba que trajeran más
tibetanos a presenciar la escena. Los altavoces vociferaban otra vez, y ca-
mio nes cargados de soldados, llegaban trayendo mujeres y niños, «a pre-
senciar la justicia de los camaradas chinos». Un soldado golpeó al monje en
el rostro con la culata del fusil, reventando el ojo que colgaba, y aplas-
tándole la nariz.
El gobernador permanecía ocioso, mirando a los otros tres monjes, to-
davía maniatados y arrodillados en el polvo de la ca rretera.
-Matadlos -dijo-. Disparadles en la nuca y dejad tirados sus cadáveres.
Se adelantó un soldado y sacó el revólver. Colocándolo con precisión
tras de la oreja, apretó el gatillo. La víctima cayó hacia adelante y sus sesos
se esparcieron por el suelo. Sin preocuparse de esto en absoluto, fue al se-
gundo monje y le disparó en el acto. Cuando se dirigía al tercero, un solda-
do joven dijo:
-Déjame a mí, camarada, porque no he matado todavía.
Con un gesto de asentimiento el ejecutor se hizo a un lado, para dejar
que el soldado bisoño, temblando de ansiedad, ocupara su puesto. Sacando
el revolver, apuntó al tercer monje, cerró los ojos y apretó el gatillo. La ba-
la pasó a través de las mejillas de la víctima e hirió a un espectador tibetano
en pie.
-Prueba otra vez -dijo el ejecutor anterior- y no cierres los ojos.
Pero ahora le temblaba la mano, tanto por el temor como por la ver-
güenza, y falló completamente, al notar que el gobernador le miraba con ai-
re desdeñoso.
-Apoya la boca del cañón en la oreja y dispara -le dijo este.
Nuevamente el soldado bisoño dio un paso hacia el monje condenado
a muerte, le metió la boca del cañón brutalmente por el oído y accionó el
gatillo. El monje cayó muerto junto a sus compañeros.
La multitud había aumentando y, cuando mire en torno, vi que un
monje conocido mío estaba atado por el brazo y la pierna derechos al ca-
mión. Un chino sonriente subió al «jeep» y puso el motor en marcha. Len-
ta, lo más lentamente posible, metió la palanca y echó a andar. El brazo del
monje se estiró por completo como una barra de hierro, se produjo una pe-
queña grieta; el brazo fue arrancado de cuajo. El «jeep» siguió andando.
Con un fuerte chasquido, el hueso de la cadera se rompió y la pierna de-
recha quedó arrancada del cuerpo. El «jeep» se detuvo y subió a él el go-
bernador. Luego el vehículo echó a andar con el cuerpo ensangrentado del
monje moribundo, que rebotaba a cada sacudida por el camino pedregoso.
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sido saqueadas por los invasores. Los ermita ños, emparedados durante
años en solitaria oscuridad, para la búsqueda del progreso espiritual,
quedaban cegados al instante, cuando el reflector penetraba en las celdas.
Casi sin e x- cepción todos los ermitaños estaban ahora muertos, junto a su
morada en ruinas y junto al amigo de toda la vida, su sirviente, tendido a
su lado.
No podía mirar más. ¿Matanza? ¿Asesinato sin sentido de monjes ino-
centes e indefensos? ¿De qué serviría eso? Me volví y llamé a quienes me
habían guiado para que me sacaran de aquel cementerio.
Mi misión en la vida, lo supe desde el principio, estaba en conexión
con el aura humana, esa radiación que rodea por completo el cuerpo del
hombre y que por sus colores fluctuantes muestra al adepto si una persona
es honrada o no. Las personas enfermas pueden conseguir que su enferme-
dad sea vista por los colores del aura. Todo el mundo puede notar el halo
en torno de una luz del alumbrado público en una noche de niebla.
Algunos pueden hasta haber observado la tan conocida «corona de des
carga» de los cables de alta tensión en ocasiones determinadas. El aura
humana es un tanto semejante. Muestra la fuerza vital de dentro. Los
artistas de antaño pintaban un halo o nimbo en torno de la cabeza de los
santos. ¿Por qué? Porque podían ver el aura de esas personas. Desde la
publicación de mis dos primeros libros me han escrito gentes de todas las
partes del mundo, y algunas de ellas han podido ver también el aura.
Hace años el doctor Kilner, investigando en el London Hospital, se
encontró con que podía, en determinadas circunstancias, verla. Escribió un
libro acerca de esto. La ciencia médica no estaba preparada para un descu-
brimiento así y todos sus hallazgos fueron silenciados. Yo también, a mi
modo, estoy haciendo in vestigaciones para idear un instrumento que permi-
tirá a cualquier médico o científico ver el aura de otra persona y curar en-
fermedades «incurables», mediante las vibraciones ultrasónicas. El dinero,
el dinero, ése es el problema. ¡Las investigaciones son siempre costosas!
Y ahora debo emprender, ellos quieren que emprenda, ¡otra tarea! ¡La
referente al cambio de cuerpo!
Al otro lado de mi ventana hay un estruendo que literalmente con-
mueve la casa. «Ah -pienso-, el del ferrocarril está gritando otra vez. No
habrá ya silencio en un buen rato.» En el río un vapor de carga de los
Grandes Lagos pita tristemente -como una vaca que muge llamando a su
ternera- y desde la lejanía viene la respuesta en eco de otro barco.
«¡Hermano mío!»
La voz llega a mí de nuevo y apresuradamente dedico mi atención al
cristal. Los ancianos están aún sentados en círculo con el Patriarca Anciano
en el centro. Ahora parecen cansados, exhaustos. Acaso podría describirse
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los y mucho de lo que Él dijo fue escrito y se conserva. Hay una parábola
muy aplicable al caso presente y quiero contártela.
Se acomodó, tragó saliva y continuó:
-Ésta es la parábola de los Tres Carros. Así llamada porque los carros
de juguete eran tan solicitados por los chicos de aquellos días, como los
zancos y los pasteles indios lo son ahora. Buda estaba hablando a uno de sus
seguidores, llamado Sariputra. Se hallaban sentados a la sombra de uno de
los grandes árboles indios, discutiendo sobre lo que era verdad y lo que no
era verdad y de cómo los méritos de lo primero son a veces sobrepuja- dos
por la bondad de lo s egundo.
Buda dijo:
-Ahora, Sariputra, tomemos el caso de un hombre muy rico, tanto que
podía permitirse el lujo de satisfacer todos los caprichos de su familia. Era
un hombre anciano con una casa muy grande y con muchos hijos. Desde su
nacimiento, había hecho todo lo posible por proteger a sus pequeños del
peligro. Ni conocían peligro alguno, ni habían experimentado el dolor.
Aquel hombre salió de su heredad y de su casa y fue a un pueblo cercano
para un asunto de negocios. Al volver vio que subía humo hacía el cíelo.
Apresuró el paso más y, cuando se acercaba a su casa, se encontró con que
estaba ardiendo. Ardían las cuatro paredes y el techo se estaba quemando.
Dentro de la casa sus hijos jugaban todavía, porque no comprendían lo que
era el peligro. Podían haber salido, pero no conocían el significado del do-
lor por haber estado tan protegidos; no comprendían el peligro del fuego,
porque el único fuego que habían visto era el fuego de las cocinas.
El hombre estaba muy preocupado por ver cómo podía entrar sólo en
la casa y salvar a sus hijos. De haber entrado hubiera podido acaso sacar
fuera a uno solo, pues los otros se habrían puesto a jugar, creyendo que to-
do era un juego. Algunos eran muy pequeños y podían meterse correteando
en el fuego, ya que no habían aprendido a temerlo. El padre fue a la puerta
y les llamó diciendo: «¡Muchachos, muchachos, salid. Venid aquí inmedia-
tamente!»
Pero los muchachos no querían obedecer a su padre, querían jugar,
querían agruparse en el centro de la casa, alejándose del calor creciente que
no comprendían. El padre pensó: «Conozco a mis hijos bien. Los conozco
exactamente; sé las diferencias de sus caracteres y cada matiz de su temp e-
ramento; sé que sólo saldrán fuera sí creen que hay algo a ganar aquí, algún
juguete nuevo». Y así volvió a la puerta y llamó en voz alta: «¡Muchachos,
muchachos, salid inmediatamente! ¡Tengo aquí, al lado de la puerta, ju-
guetes para vosotros: bueyes, carros y uno de éstos es rápido como el vien-
to porque está tirado por un ciervo! ¡Salid pronto o no los tendréis!»
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Capítulo segundo
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dejaran pasar. Eran tantas las apreturas que apenas había sitio para moverse
en nuestro espacioso parque.
El sacerdote estuvo haciendo tanteos, como suelen hacerlo los sacer-
dotes, pero adoptó una actitud impresionante antes de anunciar los aspectos
más destacados de mi carrera. En justicia debo hacer constar que acertó por
completo en cuanto dijo acerca de mis infortunios. Luego comunicaron a
mis padres que debía ingresar en la lamasería de Chakpori, para educarme
como monje médico.
Mi pesadumbre fue grande, porque tenía la sensación de que eso me
llevaría a sufrir contrariedades. Sin embargo, nadie me prestó oído, y poco
después fui sometido a la prueba de permane cer sentado ante la puerta de
la lamasería durante tres días y tres noches, sólo por ver si poseía la
resisten- cia necesaria para ser monje médico. El haber pasado la prueba
fue más bien un tributo al temor que sentía por mi padre que un resultado de
mi re- sistencia física. Pero ingresar en Chakpori fue la etapa más cómoda.
Allí nuestras jornadas eran largas; resultaba duro ciertamente tener días que
comenzaban a medianoche y que se nos exigiera asistir a los servicios a in-
tervalos tanto durante la noche como durante el día. Se nos enseñaban las
materias académicas corrientes, nuestros deberes religiosos, temas del
mundo metafísico y conocimientos de medicina, pues íbamos a ser monjes
médicos. Nuestros remedios orientales son de tal género que la mentalidad
médica occidental no puede aún comprenderlos. Sin embargo, las casas de
productos farmacéuticos de Occidente tratan con empeño de sintetizar los
poderosos ingredientes que hay en las hierbas que empleamos. Luego, los
remedios orientales de la edad de oro recibirán un nombre muy sonoro y
serán proclamados como un ejemplo de los logros occidentales. Así es el
progreso.
Cuando tenía ocho años sufrí una operación en la que se abrió mi
«Tercer Ojo», el órgano especial de la clarividencia, que está a punto de
morir en muchas gentes porque le niegan la existencia. Mediante la visión
de este «ojo», fui capaz de distin guir el aura humana y de adivinar así las
intenciones de aquellos que me rodeaban. Era -y es - más interesante que
escuchar las palabras hueras de quienes fingen amistad para el propio lu
cro, pero llevando en verdad la muerte más negra en sus corazones. El aura
puede revelar todo el historial médico de una persona. Estableciendo lo
que falta en ella y reponiéndolo, me diante radiaciones especiales, las
gentes pueden curarse, de sus enfermedades.
Como yo tenía poderes superiores a los habituales en la clarividencia,
era llamado muchas veces por el Recóndito, la Grande y Treceava Encar-
nación del Dalai Lama para que viera el aura de quienes le visitaban «en
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mar sin mareas. Sobre nuestras cabezas un sol rojizo brillaba opacamente,
lanzando sombras terribles de un rojo sangriento, duras y llamativas. En
torno nuestro nada se movía ni había ningún signo de vida, salvo la s extra-
ñas criaturas con caparazones que yacían medio muertas en el suelo. Aun
cuando yo estaba en cuerpo astral, me estremecí de inquietud al mirar en
torno mío. Un mar rojo sobre el cual flotaba una roja espuma, rocas rojas,
arenas rojizas, seres de rojos caparazones y sobre todo un sol rojo como el
rescoldo moribundo de un fuego que está a punto de extinguirse en la nada.
El Lama Mingyar Dondup dijo:
-Es un mundo que agoniza. Dentro de poco no habrá ya rotación aquí.
Este mundo flota a la deriva en el mar del Espacio, como satélite de un sol
moribundo, que pronto se destruirá, convirtiéndose en estrella enana, sin
vida y sin luz, que al fin irá a chocar con otra y de esa otra nacerá otro
mundo. Os he traído aquí porque, a pesar de todo, hay vida en este mundo;
vida de un orden superior; vida que está aquí para la búsqueda e investiga-
ción de fenómenos como éste. Mirad en torno vuestro.
Se volvió para señalar con la diestra hacia una remota distancia, y vi-
mos tres torres inmensas que se alzaban en el arrebol del rojo firmamento,
y en lo más alto de esas torres tres esferas de cristal que relucían y palpita-
ban con una clara y amarillenta luz, como si vivieran.
Cuando nos hallábamos así cavilando, una de las luces cambió, y una
de aquellas esferas se torn ó de un vivo azul eléctrico.
El Lama Mingyar Dondup dijo:
-Venid aquí; nos están dando la bienvenida. Descendamos al suelo,
donde ellos viven en una cámara subterránea.
Juntos avanzamos hacia la base de la torre y luego, cuando nos halla-
mos bajo la estructura, vimos que había una entrada fuertemente protegida
con cierto extraño metal reluciente, que se destacaba como una cicatriz so-
bre el rojo y desierto paisaje. Cruzamos por ella, pues ni el metal ni las ro-
cas ni nada es un obstáculo para aquellos que son astrales. La traspasamos
y cruzamos largos corredores rojos de rocas muertas, hasta que al fin nos
hallamos en un salón grandísimo. En torno había cartas y mapas, extrañas
maquinarias e instrumentos. En el centro se encontraba una larga mesa al-
rededor de la que se hallaban sentados nueve hombres viejísimos, entera-
mente indiferentes los unos de los otros. Había uno alto y delgado de cabe-
za puntiaguda, cónica. Sin embargo, el otro era bajo y de apariencia muy
recia. Cada uno de aquellos hombres era diferente a los demás y se hizo
claro para nosotros que cada uno pertenecía a un planeta diferente o a una
raza diferente. ¿Humanos? Bueno, acaso humanoides sería una palabra más
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brimos con pena que nuestros pensamientos no son siempre afines a los su-
yos.
El Lama Mingyar Dondup dijo:
-He traído a esos dos lamas jóvenes aquí para que puedan ver las eta-
pas de la muerte y descomposición de un planeta que ha consumido su at-
mósfera y en donde el oxígeno atmosférico se ha combinado con metales
para hacerlos arder y reducir todo a un polvo impalpable.
-Así es -dijo el hombre alto-. Nos gustaría hacer notar a estos jóvenes
que todo cuanto nace ha de morir. Todo vive durante el espacio del tiempo
que se le concede y ese espacio concedido es un número de unidades vita-
les. Una unidad vital en cualquier criatura viviente es un latido de esa cria-
tura. La vida de un planeta es de 2.700.000.000 de latidos, tras de los cua-
les el planeta muere; pero de la muerte del planeta nacen otros. El humano
vive tambien por espacio d e 2.700.000.000 de latidos, y así lo hace ta mbién
el insecto más humilde. El insecto que vive veinticuatro horas, durante ese
tiempo tiene 2.700.000.000 de latidos. Para un planeta -los latidos varían,
naturalmente-, cada latido puede durar 27.000 años, y, despues de el, habrá
una convulsión en ese mundo, como si se estremeciera para prepararse al
próximo latido. Toda la vida, pues -prosiguió diciendo-, tiene el mismo es-
pacio de tiempo vital, pero algunos seres viven en una proporción diferente
de la proporción de los otros. Las criaturas de la Tierra, e l elefante, la tor-
tuga, la hormiga y el perro viven todos durante el mismo número de puls a-
ciones, pero todas tienen corazones que laten a velocidades diferentes y así
puede parecer que viven más tiempo o que viven menos tiempo.
Jigme y yo encontrábamos todo esto extraordinariamente atractivo y
nos explicaba muchas cosas que habíamos percibido en nuestro país natal,
el Tibet. Habíamos oído hablar en Potala de la tortuga que vive tantos años
y de los insectos que solo viven una noche de verano. Ahora podíamos
comprender que sus percepciones debían haber sido aceleradas para seguir
la marcha de sus acelerados corazones.
El hombre bajo, que parecía mirarnos con considerable aprobación,
dijo:
-Y no es sólo eso, sino que muchos animales representan funciones d i-
ferentes del cuerpo. La vaca, por ejemplo, como cualquiera puede verlo, es
meramente una glándula mamaria que anda, la jirafa un cuello y el perro...;
bueno, todo el mundo sabe en qué está pensando: en olfatear el viento en
busca de noticias, ya que su vista es tan escasa, por lo que todo perro
puede ser considerado como una nariz. Otros animales tienen afinidades
seme- jantes con las diferentes partes de la anatomía de uno. El oso
hormiguero de América del Sur puede ser visto como una lengua.
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Una ciencia en la cual sobres alen los tibetanos es la de curar con hier-
bas. Hasta ahora, el Tibet había estado siempre cerrado para los extranje-
ros, y nuestra fauna y flora no fue nunca explo rada por ellos. En las altas
mesetas crecen plantas extrañas. El curare y la mezcalina, «recientemente
descubiertas», eran conocidas en el Tibet desde hace siglos. Podríamos cu-
rar muchas de las dolencias del mundo occidental, pero es preciso que las
gentes de Occidente tengan primero un poco más de fe. Pero la mayor parte
de los occidentales están locos de todos modos; así que, ¿para qué preocu-
parse?
Todos los años grupos de nosotros, aquellos que se destacaron en sus
estudios, iban a hacer una expedición para herborizar. Las plantas y el po-
len, las raíces y las semillas se recogían, se trataban y se guardaban cuid a-
dosamente en sacos de piel de yak. A mí me gustaba este trabajo y estudia-
ba a gusto. Ahora me encuentro con que las hierbas que conozco tan bien no
puedo hallarlas aquí.
Finalmente se me consideró en condiciones para la ceremonia de la
Muerte Pequeña, acerca de la que escribí en El Tercer Ojo. Mediante ritos
especiales se me puso en estado de muerte cataléptica en las profundidades
del palacio de Potala y viajé por el pasado, a lo largo del Archivo Akasni-
ko. Viajé también por los países de la Tie rra. Pero permitid que escriba lo
que entonces sentí.
El corredor en la roca viva, a centenares de metros bajo la tierra hela-
da, estaba oscuro con la oscuridad de la propia tumba. Avancé por él en to-
da su longitud, arrastrado como el humo, en la oscuridad y familiarizándo-
me crecientemente con ella. Percibí, al principio indistintamente, las verdo-
sas fosforescencias de la tierra vegetal adherida a las paredes rocosas. En
ocasiones, allí donde la vegetación era más prolífica y la claridad más bri-
llante, podía alcanzar a ver un resplandor amarillento de las vetas de oro
que corrían a lo largo del túnel rocoso.
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Me deslicé a lo largo sin ruido, sin consciencia del tiempo, sin pensar
en nada sino en que debía ir más y más hacia dentro por el interior de la
Tierra, porque aquél era un día trascendental para mí; el día en que volvía,
después de pasar tres en estado astral. El tiempo transcurría y yo me encon-
traba cada vez a más profundidad en la cámara subterránea y en creciente
negrura. Una negrura que p arecía resonar, que parecía vibrar.
En mi imaginación podía imaginar el mundo que estaba sobre mí, el
mundo al cual volvía ahora. Podía ver aquella escena familiar, ahora oculta
por la oscuridad total. Esperé suspendido en el aire como una nube de in-
cienso en el templo.
Gradualmente, tan poco a poco, tan lentamente que transcurrió algún
tiempo antes de que pudiera yo siquiera percibirlo, vino por el corredor un
sonido, el más vago de los sonidos, pero que gradualmente fue aumentando
de volumen y creciendo en intensidad. El sonido de cántico, de las camp a-
nillas de plata y el sigiloso «sus-sus» de pies ceñidos de cuero. Al fin, des-
pués de mucho, una fantástica luz parpadeante pareció brillar a lo largo de
las paredes del túnel. El rumor se iba haciendo ahora más fuerte. Esperé en
suspenso sobre las losas de la roca en la oscuri dad. Esperé.
Gradualmente -oh, qué poco a poco, con qué penosa lentitud- las mo-
vientes figuras se deslizaron con cautela por el túnel hacía mí. Cuando se
acercaron más, vi que eran mo njes de ropas amarillas que llevaban en alto
antorchas relumbrantes, antorchas preciosas del templo que estaba arriba,
hechas de raras maderas res inosas y de palos de incienso ligados juntos,
que producían un fragante aroma para ahuyentar los olores de la muerte y
de la descomposición; luces brillantes para oscurecer y tornar invisibles los
malignos resplandores de la vegetación exuberante.
Muy despacio, los sacerdotes penetraron en la cámara subterránea.
Dos fueron a cada una de las paredes inmediatas a la entrada y buscaron a
tientas en los anaqueles rocosos. Luego, una tras otra, brotaron a la vida
parpadeantes lámparas de manteca. Ahora la cámara estaba iluminada y
pude mirar en torno mío, una vez más, y ver como no había visto desde
hacía tres días.
Los sacerdotes permanecieron en torno mío sin mirarme; estaban en
torno de una tumba de piedra que descansaba en el centro de la cámara. El
cántico creció y también el tintineo de las campanillas de plata. Al fin, a
una señal dada por un viejo, seis monjes se agacharon y, jadeando y gi-
miendo, alzaron la losa de piedra que cerraba el sarcófago. Dentro, cuando
miré hacia abajo, vi mi propio cuerpo, un cuerpo ataviado con la ropa sa-
cerdotal de la clase de los lamas. Los monjes ahora cantaban más fuerte.
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Decían:
«Oh, Espíritu del Lama Visitante,
que erras por la faz del mundo de arriba, vuelve
porque éste, el tercer día, ha llegado y está a punto de pasar.
Se ha encendido un primer palo de in cienso
para llamar al Espíritu del Lama Vis itante.»
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Parecía como si corriera fuego por mis venas, aquellas venas que es-
tuvieron inertes durante tres días. Poco a poco los sacerdotes me libraron de
la tumba, sosteniéndome, alzándome, mante niéndome sobre mis pies,
haciéndome andar por la cámara de piedra, arrodillándose ante mí, postrán-
dose a mis pies, recitando sus mantras, diciendo sus oraciones y prendie n-
do palos de incienso. Me obligaron a tomar alimentos, me lavaron, me se-
caron y me cambiaron de ropas.
Con el retorno de la consciencia a mi cuerpo, por alguna extraña ra-
zón, mis pensamientos retrocedieron errabundos hacia los tres días anterio-
res en que había acontecido un suceso seme jante. Entonces fui tendido en
este mismo sarcófago de piedra. Uno por uno me habían mirado los lamas.
Luego pusieron la tapa sobre el sarcófago y apagaron los palos de incienso.
Habían partido solemnemente por el corredor de piedra, llevándose las lu-
ces, mientras yo yacía inmóvil y un poco asustado en aquella tumba de pie-
dra, asustado, pese a toda mi preparación, pese a saber lo que iba a ocurrir.
Ya había estado en la oscuridad, en el silencio de la muerte. ¿Silencio? No,
porque mis percepciones habían sido adiestradas y eran tan perspicaces que
podía oír la respiración de los sacerdotes, los rumores de la vida, amorti-
guándose cuando se alejaban. También podía escuchar el rumor de sus pies
que se iba haciendo más y más débil, y luego, oscuridad, silencio, quietud,
la nada.
La muerte misma no podía ser peor que esto, pensé. El tiempo se
arrastraba, pasaba sin fin, mientras yacía allí, poniéndome más y más frío.
De pronto todo estalló como en una llamarada dorada y dejé los confines
del cuerpo, la oscuridad de la tumba de piedra y la cámara subterránea. Me
abrí paso a través de la tierra, aquella tierra cubierta de hielo, penetrando
en el frío aire puro, muy lejos del altivo Himalaya, muy por encima de la
tierra y de los mares, muy distante de los confines del planeta, con la
velocidad del pensamiento. Erré sólo, etéreo, como fantasma en lo astral,
buscando las ciudades y los palacios de la Tierra, adquiriendo
conocimientos al ob- servar a los otros. Ahora, ni los subterráneos más
secretos estaban cerrados para mí, pues podía errar tan libremente como el
pensamiento y entrar en las Cáma ras Secretas de todo el mundo. Los
dirigentes de todos los países cruzaban ante mí en constante panorama, con
sus pensamientos al descu- bierto para mi mirada indagadora.
«Y ahora -pensé cuando aturdido me ponía con dificultad en pie, ayu-
dado por los lamas-, ahora tengo que referir todo lo que vi y lo que experi-
menté. ¿Y luego? Acaso pronto tendré que soportar otra experiencia análo-
ga. Después de eso habré de viajar por el mundo occidental para sufrir las
penalidades pronosticadas.»
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Mucho tiempo después, no puedo decir cuánto, sólo pude juzgar del
paso del tiempo por el estado de descomposición del pes cado, desperté en
las penumbras del crepúsculo. El bote seguía andando y pequeñas olas gol-
peaban las amuras. Estaba demasiado enfermo con la pulmonía para achi-
car el agua; así que tuve que yacer, sin más, de espaldas, con la parte infe-
rior del cuerpo en el agua salada y entre todos los desechos que arrastraba.
Posteriormente, ya de día, salió el sol con fuerza cegadora. Sentía como si
los sesos se me cociesen en la cabeza, como si mis ojos fueran a achicha-
rrarse. Me parecía que la lengua se me hinchaba hasta tener las dimensio-
nes de mi brazo, seca, dolorosa. Mis la bios y mejillas estaban resquebraja-
dos. Era demasiado dolor para que pudiera soportarlo. Sentí que mis pul-
mones iban a estallar de nuevo y comprendí que la pulmonía había atacado
otra vez a ambos. La luz del día se debilitó para mí y caí de espaldas, in-
consciente, en el agua del fondo del bote.
El tiempo no significaba nada; era simplemente unas manchas rojizas
con intervalos de oscuridad. El dolor me acometía furioso y me mantenía
incierto en la frontera entre la vida y la muerte. De pronto hubo una violen-
ta sacudida y el rechinar de piedras bajo la quilla. El mástil se inclinó como
si fuera a romperse y los andrajos de la vela flamearon alocados en la brisa
persistente. Yo, sin conocimiento, me deslicé hacia adelante en el fondo del
bote, entre las aguas hediondas y arremolinadas.
-¡Eh, Hank, en el fondo del bote hay un vagabundo! ¡Me parece que
está muerto!
La voz nasal despertó en mí un destello de consciencia. Yací allí, im-
posibilitado de moverme, incapaz de hacer ver que me encontraba vivo.
-¿Pero qué te pasa? ¿Te asustas de un cadáver? Necesitamos el bote,
¿no es así? Pues ayúdame y lo tiraremos.
Fuertes pisadas hicieron que el bote se bamboleara y amenaza ron con
aplastar mi cabeza.
-¡Hombre, hombre! -dijo la primera voz-. Este pobre diablo sin duda
ha cogido una insolación. Puede ser que respire aún, Hank. ¿Qué te
parece?
-Bah, deja de gruñir. Está completamente muerto. Tíralo fuera. No
podemos perder el tiempo.
Unas manos rudas y fuertes me asieron por los pies y la cabeza.
Fui balanceado, una, dos veces, y luego me dejaron ir. Pasé sobre el
costado del bote y caí, chocando con crujir de huesos en la playa de guija-
rros y arena. Sin mirar hacia atrás, los dos hombres alzaron con esfuerzo el
bote. Gruñendo y maldiciendo trabajaron penosamente, echando a un lado
los guijarros y las piedras. Al fin el bote quedó libre y con ruido de cascajo
aplastado flotó poco a poco de popa en el agua. Presas de pánico, por razo-
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nes que me eran desconocidas, los dos hombres treparon frenéticos al bote
y partieron, dando una serie de torpes bandazos.
El sol seguía llameando. Los pequeños seres de la arena me mordían y
sufría las torturas del réprobo. Poco a poco el día se fue acabando, hasta
que, al fin, el sol se puso, rojo como la sangre y amenazador. El agua batió
contra mis pies, trepó hasta mis ro dillas, subió más. Con tremendo
esfuerzo me arrastré unos cuantos pasos, hincando los codos en la arena,
contorsio- nándome, forcejeando. Luego todo lo olvidé.
Horas más tarde, o acaso fueron días, desperté, hallándome con que el
sol caía a raudales sobre mí. Trémulo, volví la cabeza para mirar en torno.
Lo que me rodeaba era algo desacostumbrado por completo. Estaba en una
choza de una sola pieza y el mar centelleaba y resplandecía a lo lejos.
Cuando moví la cabeza, un viejo sacerdote budista me miraba. Sonrió, vino
hacia mí, se sentó en el suelo a mi lado. A saltos y con dificultades consi-
derables, conversamos. Nuestras lenguas eran semejantes, pero no idénti-
cas, y con mucho esfuerzo, supliendo y repitiendo las palabras, tratamos de
la situación.
-Desde hace tiempo -dijo el sacerdote- sabía que iba a tener un visitan-
te de cierta eminencia que tenía grandes tareas en la vida. Aunque viejo, yo
he seguido subsistiendo hasta que mi tarea quedara cumplida.
El aposento era muy pobre, muy limpio y el sacerdote era evidente
que se hallaba a punto de morir de hambre. Estaba extenuado y le tembla-
ban las manos por la debilidad y los años. Sus ropas viejas y deslucidas
mostraban las líneas de puntadas cuidadosas con las cuales había reparado
los deterioros causados por el tiempo y por los accidentes.
-Vimos cuando te arrojaron del bote -dijo-. Por mucho tiempo creímos
que estabas muerto, pero no podíamos llegar hasta la playa para compro-
barlo a causa de los bandidos que merodeaban por allí. Al caer la tarde, dos
hombres del pueblo salieron y te trajeron aquí. Pero de esto hace cinco dí-
as; has estado muy enfermo, ciertamente. Sabemos que vivirás para viajar
lejos y que tu vida será dura.
¡Dura! ¿Por qué todos me dicen tanto que mi vida será dura? ¿Creerán
que eso me agrada? Sin duda es dura, lo fue siempre y yo detesto esa dure-
za como cualquiera.
-Ésta es la población de Najin -continuó el sacerdote-. Estamos en las
afueras. En cuanto puedas hacerlo, debes marcharte, porque mi muerte está
próxima.
Durante dos días anduve con cuidado por la habitación, tra tando de
recobrar mis fuerzas, de recobrar de nuevo el hilo de la vida. Estaba débil,
muerto de hambre y casi me era indiferente vivir o morir. Unos cuantos
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-Camarada -dijo el cabo, viniendo a grandes pasos hacia mí-, debes ser
sin duda leal para que «Serge» haga eso. Vamos a nuestra base de
Kraskino. Estamos de traslado. ¿Quieres que te llevemos hasta allí en com-
pañía de cinco cadáveres?
-Sí, camarada cabo, le quedaré muy agradecido -le repliqué.
Me guió, en tanto que los perros iban a mi lado moviendo las colas, y
me llevó a un half-track1, que tenía enganchado un re molque. De un ángu-
lo del remolque manaba un reguerito de sangre que salpicaba el suelo em-
barrado. El cabo, mirando dis traídamente los cadáveres apilados allí, se fijo
en la leve agitación de uno, aún moribundo. Sacó el revólver, disparó sobre
su cabeza y luego enfundó el arma y fue hacia el half-track, sin volver la
vista hacia atrás.
Se me dio un asiento en la trasera del vehículo. Los soldados estaban
de buen humor; alardeaban de que ningún extranjero había cruzado la fron-
tera jamás estando ellos de servicio, y me dije ron que su pelotón estaba en
posesión de la Estrella Roja por su comportamiento. Les dije que yo iba
camino de Vladivostok, para ver la gran ciudad por primera vez y que
espe- raba no tener dificultades con el idioma.
-¡Ah! -gruñó el cabo-. Tenemo s un camión de suministro que va ma-
ñana hacia allí, para llevar estos perros a que descansen, porque con tanta
sangre humana se han vuelto demasiado fieros y ni siquiera nosotros po-
demos manejarlos. Tú te entiendes con ellos. Cuídales en lugar nuestro y
mañana te llevaremos a Vladi. Nos entiendes a nosotros y te entenderán en
todas partes por esta región; esto no es Moscú.
Así, yo, que inveteradamente odié el comunismo, pasé la noche como
huésped de los soldados de la patrulla fronteriza rusa. Se me ofrecieron vi-
no, mujeres y cantos; pero aduje mi edad y mi mala salud. Después de to-
mar una comida buena y vulgar, la me jor que había tomado hacía muchí-
simo tiempo, me acosté sobre el suelo y dormí con conciencia imperturba-
ble.
De mañana partimos para Vladivostok el cabo, otro soldado raso, tres
perros y yo. Así, a causa de mi amistad con los fieros animales, llegué a
Vladivostok sin contrariedades, sin necesidad de andar y bien comido.
1
Half-track: semitractor.
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Capítulo tercero
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mos preguntas. Pero ven, apestas, como ha dicho el capitán. Quítate esa su-
ciedad. Siempre le dije a Andrai que comía demasiado y que olía mal; pero
ahora que le he visto despedazado comprendo que estaba en lo cierto.
Tan agotado, tan cansado me sentía, que ni un humor macabro como
aquél me sorprendió.
En el comedor unos cuantos hombres, cabos, riendo a carcaja das,
dije- ron algo al sargento. Éste rió estrepitosamente también y vino
presuroso a mi lado.
-Ja, ja! Camarada sacerdote -vociferó, llorando de risa-, dicen que
puesto que llevas tanto de las entrañas de Andrei por fuera, debes también
llevar todas sus posesiones, ahora que él ha muerto. No tenía parientes. Te
vamos a llamar camarada Andrei mientras estés aquí. Todo cuanto fue su-
yo, ahora será tuyo. Y me has hecho ganar muchos rublos al apostar por ti
en la perrera. Eres mi amigo.
El sargento Boris era un sujeto de buen corazón. Tosco, de modales
rudos y sin pretensiones de educación, se mostraba afable conmigo por
haber conseguido su ascenso. «De otro modo -decía- hubiera sido cabo to-
da mi vida.» Y por el gran número de rublos que ganó por mí. La mayoría
de los soldados dijeron que no tenía ninguna posibilidad de salir del re cinto
de los perros. Boris, que lo oyó, repuso:
-Este hombre vale. Deberíais haberle visto cuando le azucé los perros.
No se movió. Sentado como una estatua. Los perros creyeron que era uno
de ellos. Hará andar derecha a la jauría. Ya la veréis.
-¿Apostarías por eso, Boris? -exclamó un hombre.
-Te apuesto tres meses de tu pag a -dijo aquél.
Como resultado inmediato había ganado cosa de tres años y medio de
paga y me estaba agradecido.
Aquella noche, después de una cena muy abundante, porque los guar-
dias de la Patrulla Fronteriza vivían bien, dormí en una cabaña abrigada al
lado de la perrera. El colchón estaba bien relleno de esparto seco y los sol-
dados habían conseguido sábanas nuevas para mí. Tenía toda clase de ra-
zones para estar satisfecho de aquella preparación que me había pro -
porcionado una comprensión tal del carácter de los animales.
Con las primeras luces me vestí y fui a ver a los perros. Me habían en-
señado dónde se guardaba su alimento y ahora vi que tenían una comida
muy buena. Se agolparon en torno mío, agitando las colas, y hasta a veces
alguno iba por detrás y me ponía las patas en la espalda.
En una de estas ocasiones se me ocurrió mirar en torno y allí estaba el
capitán, fuera de la alambrada, por supuesto, mi rando.
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-Eh, sacerdote -dijo-. Vengo simplemente a ver por qué los perros es-
tán tranquilos. La hora de la comida es una hora de locura y de luchas;
cuando el guardián les lanza desde fuera el alimento los perros se despeda-
zan entre sí para conseguir su parte. No voy a hacerte preguntas, sacerdote.
Dame tu palabra de que permanecerás aquí cuatro o cinco semanas, hasta
que los perros se vayan y tú serás el encargado de ellos; podrás ir a la ciu-
dad cuando quieras.
-Camarada capitán -repliqué-, le doy con gusto mi palabra de perma-
necer aquí hasta que se vayan todos los perros. Luego seguiré mi camino.
-Otra cuestión, sacerdote -añadió el capitán-. La próxima vez que les
des de comer traeré mi cámara tomavistas y tomaré una película. Así los
superiores podrán ver cómo se mantienen los perros en orden. Ve al sar-
gento de semana y que te dé un uniforme de cabo. Si puedes encontrar al-
guien que te ayude dentro de la perrera, haz que la limpien por completo.
Pero si tienen miedo, hazlo tú solo.
-Lo haré yo mismo, camarada capitán -repliqué-, así los perros no se
alborotarán.
El capitán asintió con un gesto cortés y s e fue, considerándose sin du-
da un hombre muy feliz al poder demostrar cómo se las arreglaba con los
perros ávidos de sangre.
Durante tres días no me alejé más de cien metros del encierro de los
perros. Aquellos hombres gustaban de apretar el gatillo y les tenía sin cui-
dado disparar sobre la maleza «por si había espías ocultos allí», según de-
cían.
Durante esos tres días recobré mis fuerzas y me mezclé con los solda-
dos, para llegar a conocerles y llegar a conocer sus costumbres. Andrei
había sido de una talla muy semejante a la mía; así que sus ropas me que-
daban bastante bien. Todo lo que le pertenecía fue lavado una y otra vez,
sin embargo, pues él no se hacía notar por su limpieza. Muchas veces se
me acercó el capitán, tratando de entablar conversación. Pero aun cuando
pare- cía sinceramente interesado y bastante animoso, tenía que recordar
mi pa- pel de simple sacerdote, que sólo sabía las escrituras budistas y...
tratar a los perros. Se solía burlar de la religión, diciendo que no había otra
vida, ni Dios ni nada, salvo el Padre Stalin. Yo solía citar las Escrituras, sin
rebasar nunca los conocimientos que se podían esperar de un sacerdote de
pueblo.
En una de estas discusiones se hallaba presente Boris, recostado co-
ntra el paraje cercado para los perros, masticando una hierbecilla.
-Sargento -exclamó el capitán, irritado-, el sacerdote no ha salido nun-
ca de su pueblo. Llévale a que vea la ciudad. Llévale a hacer la ronda por
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servando y observando, hasta que decidí que mi única esperanza era subir a
un tren en el momento que saliera.
En la noche del segundo día, un tren muy a mi deseo se detuvo. Un
tren que, según mi experiencia me lo decía, llevaba mucho cargamento de
«préstamo y arriendo». No era un tren que debiera perder, pensé, cuando
fui a lo largo de la vía, mirando debajo, tanteando las puertas cerradas y
abriendo aquellas que no lo estaban. De vez en cuando sonaba un disparo
seguido por el golpetazo de un cuerpo al caer. Aquí no se utilizaban los pe-
rros por temor de que las ruedas los mataran. Me revolqué en el polvo para
ensuciarme lo más posible.
Los guardias pasaron mirando el tren, hablando a gritos unos con
otros, lanzando el destello de poderosas linternas. A ninguno se le ocurrió
mirar por debajo de los vagones; sólo éstos retenían su atención. Me eché al
suelo tras ellos, pensando: «Mis perros serían más eficientes. Ellos hubieran
dado pronto conmigo».
Satisfechos con el registro que hicieron, se largaron. Yo fui ro dando
sobre mí mismo hasta el borde de la vía y me lancé entre las ruedas de un
vagón. Trepando rápidamente al eje, enganché una cuerda, que llevaba
preparada, a un gancho saliente. Sujetándola por el otro lado, me subí y me
até al fondo del piso del vagón, en la única posición en que era posible es-
capar a la inspección. Esto lo había planeado desde hacía un mes. El tren se
puso en marcha, con una sacudida que casi me lanza fuera y, como yo
había previsto, un «jeep» con un reflector vino corriendo junto al tren, con
guardias armados que miraban a las barras de los ejes. Me apreté contra el
piso del vagón, sintiéndome como un hombre desnudo en una comunidad
de monjas. El «jeep» siguió corriendo, dio vuelta y regresó, desapareciendo
de mi vista y de mi vida. El tren seguía rodando con estrépito. Durante cin-
co o seis kilómetros me mantuve inflexible en mi penosa posición. Luego,
persuadido de que el peligro había pasado, aflojé la cuerda y lo gré quedar
en equilibrio sobre una de las defensas del eje.
Descansé durante un rato lo mejor que pude, recobrando la sensibili-
dad de mis miembros entumecidos, doloridos. Luego, lentamente, cautelo-
samente, avancé de lado hasta el extremo del vagón y logré asirme a una
barra de hierro. Durante cosa de media hora fui sentado en el enganche y
luego me icé a la plataforma bamboleante, trepé a tientas por un extremo de
ella y subí al techo. Estaba todo completamente a oscuras, si se exceptúa la
luz de las estrellas. La luna no había salido todavía, y comprendí que tenía
que trabajar de prisa para lograr meterme en un vagón, antes de que algún
ferroviario que anduviese por allí me viera a la luz de la luna siberiana. Ya
arriba me até a la cintura el extremo de la cuerda y pasé el otro cabo por la
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El vagón estaba lleno de trigo que comíamos tal y como es taba. Para
beber recogíamos nieve o chupábamos el hielo que arrancábamos de la lo-
na. No se podía entrar en calor, porque no había nada que quemar y porque
los del tren hubieran visto el humo. Yo podía soportar el frío, pero el hom-
bre del brazo roto una noche se congeló y tuvimos que dejarle caer por un
costado.
Siberia no es sólo nieve; tiene una parte montañosa, como las monta-
ñas rocosas canadienses y otra que es tan verde como Irlanda. Sin embargo,
ahora pasábamos dificultades por la nieve, por ser aquella la época del año
peor para viajar.
Resultó que el trigo nos originaba trastornos; hacía que nos hinchára-
mos y nos producía disentería grave, debilitándonos de tal modo que casi
nos tenía sin cuidado vivir o morir. Al fin la disentería amenguó y padeci-
mos de agudas punzadas por el hambre. Yo descendí con mi cuerda y reba-
ñé la grasa de los cojinetes. La comimos sufriendo grandes náuseas al
hacerlo.
El tren seguía rodando. Iba por la terminación del lago Baykal en
Omsk. Allí, como sabía, el tren sería desviado, reajustado de nuevo. Había
que dejarlo antes de que llegara a la ciudad, y subirse a otro tren que ya es-
taba preparado. No tiene objeto detallar las pruebas y tribulaciones que su-
pusieron el cambio de tren, pero yo, en compañía de un ruso y de un chino,
logré montar en uno rápido de carga que iba a Moscú.
El tren se hallaba en buen estado. Mi llave, cuidadosamente guardada,
abrió un vagón y trepamos dentro, al amparo de las tinieblas de una noche
sin luna. El vagón estaba repleto y tuvimos que entrar forcejeando. No
había ni un destello de luz y no teníamos idea de lo que contenía. Nos
aguardaba una grata sorpresa de madrugada. Estábamos muertos de hambre
y vimos que en un ángulo del vagón había amontonados paquetes de la
Cruz Roja, que al parecer no habían llegado a su destino, pero que habían
sido «liberados» por los rusos. Ahora vivíamos bien. Chocolate, latas de
conservas, leche condensada, había de todo. Hasta encontramos en un pa-
quete una pequeña estufa con combustible sólido que no producía humo.
Registrando los bultos descubrimos que estaban repletos de ropas y de
objetos que debían proceder de las tiendas saqueadas de Shanghai. Cáma-
ras fotográficas, prismáticos, relojes. Nos proveímos de buenas ropas, por-
que las nuestras estaban en estado repugnante. Lo que necesitábamos más
era agua; teníamos que depender de la nieve que podíamos arrancar de los
costados.
Después de cuatro semanas y casi diez mil kilómetros desde nuestra
salida de Vorochilof, el tren se acercaba a Noginsk a poco más de cincuen-
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ta kilómetros de Moscú. Los tres tratamos del asunto y decidimos que, co-
mo el equipo del tren estaba entrando en actividad -los oíamos andar sobre
nuestro techo- lo prudente sería marcharnos. Cuidadosamente nos inspec-
cionamos los unos a los otros para cerciorarnos de que no había nada que
despertara sospechas, y cogimos luego una buena provisión de alimento y
«tesoros» que podían ser cambiados por algo. El chino salió el primero y,
cuando cerré la puerta tras él, oí disparos de fusil. Tres o cuatro horas des-
pués se dejó caer el ruso, seguido por mí con un intervalo de media hora.
Anduve trabajosamente en la oscuridad, pero enteramente seguro de
mi camino, porque el ruso, nativo de Moscú, que estaba exiliado en Siberia,
nos había aleccionado cuidadosamente. Para la mañana había hecho unos
buenos treinta kilómetros y mis piernas, que habían sido tan rudamente
golpeadas en los campos de concentración, me estaban molestando muchí-
simo.
En una casa de comidas, mostré mis papeles de cabo de la Guardia
Fronteriza. Eran los papeles de Andrei; se me había dicho que me quedara
con todas sus pertenencias y nadie había pensado en decir «salvo sus pape-
les oficiales y tarjeta de identidad». La camarera parecía indecisa y llamó a
un policía que es taba fuera.
Éste entró y hubo mucha discusión.
No, yo no tenía tarjeta de racionamiento; la había dejado olvidada en
Vladivostok, porque las disposiciones sobre la alimentación no rezaban pa-
ra los guardias de allí.
El policía manoseó mis papeles y dijo:
-Tendrás que comer del mercado negro, hasta que obtengas otra tarjeta
de la Oficina de Alimentación. Ésta habrá de ponerse en contacto antes con
Vladivostok.
Dicho esto nos dio la espalda y se alejó. La camarera se encogió de
hombros.
-Toma lo que quieras, camarada, pero te costará cinco veces más el
precio oficial.
Me trajo un poco de pan negro y amargo y algo de pasta de horrible
aspecto y peor gusto. Interpretó mal el gesto que le hice para pedir «de b e-
ber» y me trajo algo que por poco me deja allí seco. Con un sorbo bastó p a-
ra creer que me habían envenenado. A mí me bastó con ese s orbo, pero la
camarera me puso en la cuenta hasta el agua, mientras ella trasegaba el vil
brebaje por el que yo pagué tanto.
Cuando salí, el policía me estaba esperando. Se puso a mi paso y ca-
minamos juntos.
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escribiera algo sobre mí. Durante tres semanas permanecí en la celda, re-
poniéndome poco a poco.
Una vez más fui llevado a un aposento donde permanecí en pie ante
tres altos oficiales. Uno de ellos miró a los otros y luego a los papeles que
tenía en la mano. Luego me dijo que cierta persona de influencia había da-
do testimonio de que en Vladivostok había sido útil a alguien. Otra atesti-
guó que había ayudado a su hija a escapar de un campo de prisioneros de
guerra japonés.
-Serás puesto en libertad -dijo el oficial- y llevado a Stryj, en Polonia.
Hay un destacamento nuestro que va a ir allí. Les acompañarás.
De vuelta a la celda -una celda mejor-, mientras mis fuerzas aumenta-
ban lo suficiente para permitirme hacer el viaje. Al fin salí por la puerta de
la prisión de Lubianka de Moscú, en mi marcha hacia el occidente.
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Capítulo cuarto
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¿Comida? Más sopa de coles, más pan negro y agrio, y agua por bebi-
da. Engullí aquello, temiendo que tuviera que partir antes de terminar el
mísero condumio. Lo pasé, y esperé. Esperé horas. Aquella tarde, a última
hora, entraron dos de la Policía Militar a interrogarme de nuevo, a tomar
mis huellas dactilares una vez más, y luego dijeron:
-Se ha hecho tarde. Ya no hay tiempo de que comas ahora. Acaso
puedas conseguir algo en la estación del ferrocarril.
Fuera del cuartel esperaban tres camiones de transporte de tropas.
Cuarenta soldados y yo nos apretujamos de modo increíble en uno de ellos.
Los demás treparon a los otros dos vehículos y partimos dando saltos peli-
grosamente por el camino hacia la estación. Íbamos tan apretados que ape-
nas podía yo respirar. El conductor de nuestro camión parecía estar loco y
se había adelantado a los otros dos vehículos. Conducía como si todos los
demonios comunistas le persiguieran. Nos bamboleábamos y zaran-
deábamos detrás, todos en pie, porque no había sitio para sentarse. Cho-
cando unos contra otros en el frenesí de la velocidad, hubo un chirrido es-
tridente de los frenos, accionados con demasiado apresuramiento, y el ca-
mión se volcó de lado. El costado que yo tenía enfrente se hizo añicos con
una lluvia de chispas y chocamos con una pared de gruesas piedras. Gritos,
chillidos, juramentos y un verdadero mar de sangre. Me encontré volando
por los aires y viendo bajo de mí al camión averiado, que ahora llameaba
con furia. Una sensación de caída, un estrépito estremecedor, y la oscuri-
dad.
«¡Lobsang! -dijo una voz muy amada, la voz de mi guía, el Lama
Mingyar Dondup-. Estás muy enfermo, Lobsang. Tu cuerpo se halla aún en
la Tierra, pero te tenemos aquí en un mundo más allá de lo astral. Estamos
tratando de ayudarte, porque tu misión en la Tierra no ha terminado toda-
vía.»
¿Mingyar Dondup? ¡Aquello era absurdo! Había sido muerto por los
comunistas traidores cuando trataba de llegar a un arreglo pacífico en el
Tibet. Había visto yo las terribles heridas que le causaron cuando fue apu-
ñalado por la espalda. Pero, naturalmente, le había visto varias veces desde
que había pasado a los Campos Celestiales.
La luz dañaba mis ojos cerrados. Creí que me estaba enfrentando de
nuevo con la pared de la prisión de Lubianka y que los soldados me iban a
golpear otra vez en la espalda con las culatas de sus fusiles. Pero esta luz
era diferente: no hacía daño a la vista; debió ser cosa de la asociación de
ideas, pensé taciturno.
«¡Lobsang, abre los ojos y mírame!» La voz amable de mi Guía me
consoló, transmitiendo un estremecimiento de gozo a través de mi ser. Abrí
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los ojos y miré en torno. Inclinado sobre mí vi al Lama. Tenía mejor aspec-
to del que tuvo siempre en la Tierra. Su rostro parecía no tener edad y su
aura era de los colores más puros, sin rastro de las pasiones de las gentes
terrenas. Sus ropas azafranadas eran de una tela no terrestre, que resplande-
cía verdaderamente como imbuida de una vida propia. Me sonrió y dijo:
«¡Pobre Lobsang, la inhumanidad del hombre con el hombre ha tenido
un buen ejemplar en tu caso, porque has resistido aquello que hubiera ma-
tado a otros muchas veces. Ahora estás aquí para que descanses, Lobsang.
Un descanso en lo que llama mos "El País de la Luz Dorada". Aquí estamos
más allá de la etapa de la reencarnación. Aquí trabajamos para ayudar a
gentes de mundos muy diferentes, no sólo del que llamamos la Tierra. Tie -
nes el alma dolorida y el cuerpo destrozado. Tenemos que curarte,
Lobsang, porque tu misión ha de cumplirse y no hay sustituto para ti.»
Miré en torno y vi que me hallaba en lo que parecía ser un hospital. Desde
donde estaba tendido podía ver fuera un hermoso parque y a lo lejos
distinguía a los animales comiendo la hierba o jugando. Parecían ciervos y
leones, y todos estos anima les, que no pueden vivir juntos pacíficamente en
la Tierra, allí eran amigos que retozaban como miembros de una familia.
Una lengua rasposa lamió mi mano derecha, que pendía inerte al cos-
tado de la cama. Cuando miré vi a «Sha-lu», el enorme gato guardián de
Chakpori, uno de mis mejores amigos allí. Me hizo un guiño y sentí que
volvía a la adolescencia cuando dijo:
«Ah, mi amigo Lobsang, me alegro de verte por este corto espacio de
tiempo. Tendrás que volver a la Tierra una temporada después que salgas
de aquí; pero luego, pocos años más tarde, volverás a nosotros para sie m-
pre.»
¿Un gato que hablaba? Los gatos telepáticos pueden hablar, lo sabía
bien, y lo comprendía plenamente. Pero este gato emitía realmente pala-
bras, no meramente mensajes telepáticos. Unas sonoras risas hizo que alza-
ra la vista hacia mi Guía, el Lama Mingyar Dondup. Verdaderamente se es-
taba divirtiendo... a costa mía, pensé. La cabeza me picaba de nuevo; «Sha-
lu» estaba de pie sobre sus patas traseras junto a la cama y apoyaba sus
manos en ella. Él y el Lama me miraban y luego se miraban el uno al otro,
ambos riendo. ¡Riéndose los dos!, puedo jurarlo.
«Lobsang -dijo mi Guía -, tú sabes que no existe la muerte; que des-
pués de dejar la Tierra, en lo que llamamos la muerte, el yo va a otro plano
donde descansa un poco antes de prepararse a reencarnar en un cuerpo que
pueda proporcionarle ocasiones de aprender otras lecciones y de avanzar
siempre más alto. Aquí estamos en planos donde no hay reencarnaciones.
Aquí vivimos, como nos ves ahora, en armonía y en paz, y con la facultad
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fotografías y vi que tenía tres costillas rotas, una de las cuales había perfo-
rado mi pulmón izquierdo. Mi brazo, también izquierdo, estaba roto por
dos partes, así como mi pie rna izquierda, por la rodilla y por el tobillo. La
punta partida de la bayoneta de un soldado se había introducido por mi
hombro izquierdo, fa ltando poco para que hubiera cortado una arteria vital.
Las mujeres cirujanas suspiraron sin hacer ruido, preguntándose por dónde
iban a empezar. Yo parecía flotar sobre la mesa de operaciones, observan-
do y dudando de que su habilidad fuera lo suficientemente grande para re-
componerme. Un leve tirón de mi Cordón de Plata y me encontré flo tando
a través del techo, viendo arriba a los pacientes en sus camas y a sus en-
fermeros. Me deslicé aún más alto y a lo lejos, en el espacio, entre las
estre- llas sin límites, más allá de lo astral, atra vesando planos tras planos,
hasta que llegué de nuevo a «El País de la Luz Dorada».
Me sobresalté tratando de atisbar a través de la neblina púrpura. «Ha
regresado», dijo una voz afable, y la neblina retrocedió, dando paso de
nuevo a la luz esplendorosa. «Sha-lu» yacía en la cama a mi lado, ronro-
neando suavemente. Otros dos Elevados Personajes estaban en la habita-
ción. Cuando los vi, estaban mi rando por la ventana, observando a las gen-
tes que andaban mu chos metros más abajo.
A mi balbuceo de sorpresa se volvieron hacia mí sonrientes.
«Has estado tan enfermo -dijo uno- que temimos que tu cuerpo no lo
resistiera.»
El otro, a quien conocía bien, pese a la elevada posición que había te-
nido en la Tierra, tomó mis manos entre las suyas.
«Has sufrido tanto, Lobsang... El mundo ha sido demasiado cruel con-
tigo. Hemos hablado de esto y opinamos que debes querer retirarte. Habría
muchos más sufrimientos para ti si continuaras. Puedes abandonar tu cuer-
po ahora y permaneces aquí por toda la eternidad. ¿No lo preferirías?»
El corazón se me salía del pecho. La paz, después de todos mis sufri-
mientos. Unos sufrimientos que a no ser por mi duro y especial adiestra-
miento hubieran terminado con mi vida hacía años. Un adiestramiento es-
pecial, sí. ¿Para qué? Para poder ver el aura de las personas; para poder in-
fluenciar el pensamiento en la dirección de las investigaciones áuricas. Y si
yo me daba por vencido, ¿quién continuaría con esa tarea? «El mundo ha
sido demasiado cruel contigo. No podemos censurarte si te das por ven-
cido.» Debo pensar cuidadosamente esto. Otros no me podrán culpar, pero
durante toda la eternidad tendré que vivir con mi conciencia. ¿Qué es la vi-
da? Simplemente unos años de sufri mientos. Unos pocos años más de aspe-
rezas, de dolores, de incompresiones y luego, siempre que hubiera hecho
todo lo que pudiera, mi conciencia estaría en paz. Por la eternidad.
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Somnoliento abrí los ojos doloridos. Una rusa con el ceño fruncido me
miraba al rostro fijamente. A su lado, una gruesa mujer médico lanzaba una
mirada pétrea en torno a la sala del hospital. ¿Era aquello un hospital? Es-
taba en una sala con quizás unos cuarenta o cincuenta hombres más. En-
tonces empezaron los dolores. Todo mi cuerpo revivió con dolores lla-
meantes. La respiración era difícil y no podía mo verme.
-Ah, vivirá -dijo la médico de cara pétrea, y ella y la enfermera me
dieron la espalda y se fueron. Yací jadeante; respiraba en breves bocanadas
a causa del dolor de mi costado izquierdo. Allí no había drogas calmantes.
Allí se vivía o se moría uno y no había que contar con obtener compasión o
consuelo por el sufrimiento.
Recias enfermeras pasaban haciendo retemblar la cama con la pesadez
de su andar. Todas las mañanas, dedos despiadados arrancaban los vend a-
jes y los sustituían por otros. Para las otras necesidades personales había
que depender de los buenos oficios de otros enfermos que se hallaban en
pie y que tenían voluntad de hacerlo.
Permanecí allí durante dos semanas, casi olvidado de las enfermeras y
del personal médico, obteniendo la ayuda que podía de otros enfermos y
padeciendo angustias cuando ellos no podían o no querían atender mis ne-
cesidades. Al término de las dos semanas, la mujer médico de cara de pie-
dra vino acompañada de una enfermera de peso pesado. Rudamente arran-
caron el enyesado de mi brazo y de mi pierna izquierda. No había visto
nunca tratar a un paciente de aquel modo y, cuando di señales de ir a caer-
me, la enfermera membruda me sujetó por el brazo izquierdo dañado.
Durante la siguiente semana anduve de aquí para allá, ayudando a los
enfermos lo mejor que podía. Todo lo que tenía para ponerme encima era
una manta y me estaba preguntando cómo podría obtener ropas. A los
treinta y dos días de mi estancia en el hospital vinieron dos policías a la sa-
la. Arrancándome la manta de un tirón, me arrojaron un traje y gritaron:
-Date prisa, vas a ser deportado. Hace tres semanas que debie ras
haber partido.
-Pero ¿cómo puedo partir cuando no tengo conocimiento de haber
cometido ninguna falta? -alegué.
Un golpe en el rostro fue la única respuesta. El segundo poli cía, de
modo expresivo, desabrochó la pistolera donde llevaba el revólver. Me lle-
varon a empujones escaleras abajo hasta la ofi cina del comisario político.
-No nos dijiste, cuando fuiste admitido, que habías sido deportado -
dijo con enojo-. Has sido atendido por aparentar lo que no eres y ahora has
de pagar eso.
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de dinero para que podamos comprar alimentos. Nos callaremos y nos ire-
mos directamente a los Cárpatos.
El director refunfuñó y juró y todos salieron precipitadamente de la
celda. Pero al día siguiente volvió el director y dijo que había leído mi do-
cumentación y que había visto que era «un hombre honrado»; así lo expre-
só, a quien se había encarcelado injustamente. Haría lo que yo dije.
En el transcurso de una semana no ocurrió nada, ni se dijo nada más.
A las tres de la mañana del octavo día vino un guardia a mi celda, me des-
pertó bruscamente y me dijo que me requerían de «la oficina». Prontamente
me vestí y seguí al guardia. Éste abrió una puerta y me empujó dentro.
Había allí sentado otro guardia con dos montones de ropa y dos paquetes
del ejército ruso. Sobre una mesa, comestibles. Me hizo el ademán de que
callase y que fuera con él.
-Vais a ser llevados a Stryj -susurró -. Cuando lleguéis allí, pedid al
guardia -sólo habrá uno- que os lleve un poco más allá. Si podéis llevarle a
un camino solitario, echaros sobre él, mania tadle y dejadle al borde del ca-
mino. Tú me has ayudado cuando estuve enfermo, así que te diré que hay el
propósito de disparar sobre vosotros como fuguistas.
Se abrió la puerta y entró Jozef.
-Ahora tomad vuestro desayuno -dijo el guardia - y daos prisa. Aquí
tenéis una cantidad de dinero como socorro de viaje.
Una cantidad bien crecida, además. El director de la prisión pensaba
decir que le habíamos robado y que nos habíamos evadido.
Una vez que nos desayunamos, salimos para montar en el coche, un
tipo de jeep con tracción en las cuatro ruedas . Un policía adusto se sentaba
ante el volante, con un revólver puesto en el asiento inmediato. Nos hizo un
leve ademán de que subiéramos y, metiendo el embrague salió disparado
por la puerta abierta. A los cincuenta y seis kilómetros cuando estábamos a
unos ocho de Stryj, opiné que era el momento de actuar. Me abalancé con
rapidez y le propiné al guardia un pequeño golpe de judo bajo la nariz,
mientras tomaba con la otra mano el volante. El guardia, cayó pisando con
fuerza el acelerador al caer. Apresura damente apagué el encendido y con-
duje el coche a un lado de la carretera.
Jozef estaba mirando con la boca abierta. A toda prisa le referí el plan.
-Pronto, Jozef -le dije-. Quítate tus ropas y ponte las de él. Tú serás el
guardia.
-Pero, Lobsang -sollozó Jozef-, yo no sé conducir y tú no tienes aire
de ruso.
Empujamos al guardia a un lado, me senté en el asiento del conductor,
puse en marcha el motor y seguí conduciendo hasta que llegamos a un ca-
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«Aquí hay algo que no está en regla -pensé-. Este motor marcha de-
masiado bien para tratarse del coche de un granjero.» El hombre daba sal-
tos de contento.
-¡Bravo, bravo! -exclamaba constantemente-. ¡Me has salvado!
Le miré un tanto intrigado. ¿Cómo podía yo «salvarle» por poner en
marcha el coche? Él me miraba con detenimiento.
-Te he visto antes -dijo-. Ibas con otro y cruzaste el puente del río
Hron en Lavice.
-Sí -repliqué-, pero ahora voy solo.
Me hizo ademán de que subiera al coche. Mientras iba conduciendo le
dije todo cuanto había acontecido. Por su altura podía ver que era un hom-
bre digno de confianza y bien intencionado.
-La guerra terminó con mi profesión -dijo-, y ahora tengo que vivir y
sostener una familia. Tú eres competente en coches y puedo emplear a un
conductor que no se quede atascado por el camino. Llevamos comestibles y
unos pocos artículos de lujo de un país a otro. Todo cuanto tienes que hacer
tú es conducir y cuidar del coche.
Estaba muy indeciso. ¿Contrabando? No lo había hecho en mi vida. El
hombre me miró y dijo:
-No se trata de drogas, ni de armas o de algo dañino. Son alimentos
para que la gente pueda vivir y unos cuantos artículos de lujo para que las
mujeres puedan seguir siendo felices.
Aquello me pareció singular, pues Checoslovaquia no tenía aspecto de
ser un país que pudiera permitirse el lujo de exportar alimentos y mercancí-
as de lujo. Así lo dije y el hombre replicó:
-Estás enteramente en lo cierto; todo viene de otro país; nosotros sim-
plemente lo hacemos seguir. Los rusos roban a los pueblos ocupados, to-
mándoles todas sus propiedades. Meten en los trenes todas las mercancías
de valor y reexpiden cargamentos de esas mercancías a los altos dirigentes
del partido. Nosotros, simplemente, interceptamos esos trenes, que tienen
los alimentos mejores, y los remitimos a otros países que están necesitados
de ellos. Todos los Guardas Fronterizos están dentro de esto. Tú, simple-
mente, tendrás que conducir al lado mío.
-Bueno -dije -, métame en ese tráfico. Si no hay drogas ni nada dañino,
le llevaré donde quiera.
Él riendo, dijo:
-Vamos a la trasera y mira todo cuanto gustes. Mi chófer habitual está
enfermo y creí que podría manejar yo mismo el coche. No pude porque no
sé nada de cuestiones mecánicas. Fui un abogado muy conocido de Viena
antes de que la guerra me dejara sin trabajo.
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Capítulo quinto
El coche siguió rodando, embravecido, con una fuerza que ningún pa-
so de montaña, podía detener ni obstaculizar. Mi pasajero permanecía si-
lencioso a mi lado, hablando sólo de vez en cuando para indicar algún lugar
característico del paisaje o alguna belleza sobresaliente. Nos acercábamos a
los alrededores de Martigny y dijo:
-Como hombre astuto qu e es usted, lo habrá adivinado: soy funciona-
rio del Gobierno. ¿Quiere concederme el placer de cenar en mi compañía?
-Estaría encantado, señor -repliqué-. Tenía el propósito de seguir hasta
Aigle antes de detenerme, pero me quedaré en esta ciudad, sin embargo.
Seguimos, él guiándome, hasta que llegamos a un hotel de lo mejor.
Mi equipaje fue introducido, llevé el coche al garaje y di instrucciones para
el servicio.
La comida fue algo deleitable. Mi ex pasajero, ahora huésped, era un
conversador interesante, una vez que había vencido sus sospechas in iciales
en cuanto a mí. Uno de los viejos principios tibetanos es que «Ángel que
escucha más, aprende más» y le dejé que hablase. Se refirió a las aduanas y
me contó un caso recientemente ocurrido de un coche de lujo que tenía fal-
sos paneles, tras de los cuales llevaba un almacén de narcóticos.
-Yo soy un turista común y corriente -dije- y una de las cosas que más
me desagradan en mi vida son las drogas. ¿Quiere hacer que examinen mi
coche para ver si tiene panele s falsos? Me ha hablado de un caso donde
esos paneles habían sido instalados sin enterarse el dueño. -Ante mi insis-
tencia, el coche fue llevado al local de la policía y dejado allí durante la n
o- che para que lo exa minaran. Por la mañana fui recibido como un viejo
ami- go de toda confianza. Habían examinado el coche y no le encontraron
falta. Vi que la policía suiza era cortés y amable y que estaban siempre
prontos a ayudar a cualquier turista.
Seguí rodando, a solas con mis pensamientos, preguntándome qué se-
ría lo que el futuro me tenía reservado. Más durezas y contrariedades, eso
lo sabía, porque todos los Videntes habían insistido sobre ello. Tras de mí,
en el compartimiento de equipajes llevaba las maletas de alguien, de cuyos
papeles me había adueñado. No tenía parientes conocidos, al parecer, y
como yo, haber estado solo en el mundo. En esas maletas suyas -mías aho-
ra- tenía unos cuantos libros sobre maquinaria naval. Detuve el coche y sa-
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qué el manual. Mientras conducía, iba recitándome varias de las reglas que,
como maquinista naval debía conocer. Hice el propósito de tomar un barco
de alguna otra línea. El libro de sus servicios me mostraría las líneas que
debía evitar por temor a ser reconocido.
Los kilómetros iban quedando a mis espaldas. Aigle, Laussanne y
atravesando la frontera, Alemania. Los guardias fronteri zos alemanes eran
muy concienzudos, registraron todo, hasta el número del motor y de los
neumáticos. Eran también severos y malhumorados.
Seguí conduciendo. En Karlsruhe fui a la dirección que me habían da-
do y me dijeron que el hombre a quien iba a ver estaba en Ludwigshagen.
Allí, en el mejor hotel, encontré al americano.
-Ah, Gee, Bud -dijo-, no puedo conducir el auto por los cami nos de
las montañas; mis nervios están en muy mal estado. Por beber demasiado,
me figuro.
También me «figuré» yo eso. Su habitación del hotel parecía un bar
extraordinariamente bien provisto y con el complemento de ¡una camarera!
Ésta tenía más que mostrar -y lo mostrabaque aquella que había dejado en
Italia. Había solamente tres pensamientos en su cabeza: los marcos alema-
nes, la bebida y el sexo. Y en ese orden. El americano quedó muy compla-
cido con el estado del coche, sin un arañazo e impecablemente limpio. Me
mostró su estima mediante un considerable obsequio de dólares america-
nos.
Trabajé para él durante tres meses, conduciendo camiones enormes a
varias ciudades y volviendo con coches que habían sido reacondicionados o
reconstruidos. No sabía qué era todo aquello, ni lo sé aún, pero me pagaban
bien y tenía tie mpo para estudiar mis libros de mecánica naval. En las va-
rias ciudades visitaba los museos locales y examinaba cuidadosamente los
modelos de barcos y los de maquinarias navales.
Tres meses después vino el americano al modesto cuartito que había
alquilado y se dejo caer en la cama, apestando la habitación con el cigarro
humeante.
-Gee, Bud -dijo-. ¡Sin duda no le gusta el lujo! La celda de una prisión
americana es más cómoda que esto. Tengo para usted un trabajo, un trabajo
importante. ¿Lo desea?
-Si puede llevarme más cerca del mar, a Le Havre o a Cherbourg, sí.
-Bueno, éste le llevará a Verdún y es completamente legal. Tengo un
aparato con más ruedas que patas tiene una oruga. Es algo disparatadamen-
te difícil de conducir. Supone un montón de dólares.
-Acláreme más esto -repliqué-. Ya le he dicho que puedo conducir lo
que quiera. ¿Tiene licencia de aduanas para que entre en Francia?
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Por un momento creí que iba a gritar «Heil, Hitler». Luego se dio
vuelta, se metió en el coche y partió.
-Gee -dijo el americano-, esto es verdaderamente encantador. ¡Ya está
hecho! Tengo un alemán que se llama Ludwig...
-No me conviene -exclamé acaloradamente-. Nada de alemanes. Son
demasiado voluminosos para mí.
-Muy bien, Bud, muy bien. No habrá alemán. Tómelo con calma, no
se sulfure. Tengo un francés que le gustará. Se llama Marcel. Venga. Ire-
mos a verle.
Aparqué la máquina en el cobertizo, la inspeccioné para ver que todo
estuviese seguro y me largué cerrando la puerta.
-¿No se siente nunca desconcertado? -dijo el americano-. Será mejor
que nos lleve.
Hubo que pescar a Marcel en un bar. A primera vista creí que le había
pisoteado la cara un caballo. Un segundo vistazo me convenció de que su
cara estaría mejor de haberla pisoteado un caballo. Marcel era feo. Lamen-
tablemente feo, pero tenía algo que me agradó a simple vista. Durante al-
gún tiempo estuvimo s sentados en el coche, discutiendo las condiciones;
luego yo volví a conducir la máquina para acostumbrarme así a ella. Cuan-
do iba pesadamente por la carretera vi un coche viejo y maltratado que ve-
nía hacia allí. Marcel saltó de él, agitando los brazos frenéticos. Detuve la
máquina a su lado sin parar el motor.
-Ya lo tengo, ya lo tengo -exclamaba emocionado.
Con muchas gesticulaciones volvió a su coche y casi se rompe la ca-
beza al meterse por la baja portezuela. Restregándosela y murmurando te-
rribles imp recaciones contra los fabricantes de coches pequeños, revolvió
en el asiento de atrás y sacó un gran paquete.
-Comunicación interior -gritó. Gritaba siempre, aun cuando estuviera a
dos pasos-. Comunicación interior. Hablaremos, ¿eh? Usted aquí, yo allí, el
hilo por medio, charlaremos todo el tiempo, ¿eh? -Gritando á más no po-
der, saltó encima de la excavadora, tendiendo hilos y trastos por todas par-
tes -. Usted puede quedarse con el casco auricular, ¿no? -gritó-. Así me oirá
mucho mejor. Yo tendré el micro.
Por el alboroto que estaba armando llegué a la conclusión de que no
era preciso ningún teléfono interno; su voz llegaba perfectamente sobre el
trepidar de la poderosa maquinaria.
Volví a marchar de nuevo con ella, ejercitándome en las vueltas, acos-
tumbrándome á aquello. Marcel hacía equilibrios sin dejar de charlar, yen-
do desde la delantera a la trasera de la maquina, pasando los alambres en
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más que él. Por fin. Esto vale por todas las molestias que nos ha ocasiona-
do.
El policía me miró con respeto y luego me pidió mis papeles. Satisfe-
chos en cuanto a esto, y después de oír la referencia que dieron los presen-
tes, los policías volvieron la espalda y se fueron. El ex patrono se disculpó,
con lágrimas de contrariedad y entonces me arrodillé a su lado, le acomodé
la pierna y se la sujeté con dos tablas de una caja de embalaje, a modo de
entablillado. Marcel había desaparecido. Huyendo del jaleo, se alejó para
siempre de mi vida.
Mis dos maletas eran pesadas. Las bajé de la excavadora y fui con
ellas calle adelante hacia otra etapa de mi viaje. Ni tenía trabajo ni conocía
a nadie. Marcel demostró ser un bueno para nada, con el cerebro conserva-
do en alcohol. Verdún no me atraía en absoluto en esos momentos. Detuve a
uno y otro pasante para preguntarles cómo podía ir a la estación del ferro-
carril, a fin de dejar las maletas. Todos parecían creer que yo estaría más a
mis anchas buscando los campos de batalla que buscando la estación, pero,
al fin logré obtener las señas. Fui andando trabajosamente por la rue Poin-
caré, descansando con demasiada frecuencia y preguntándome qué podría
tirar del equipaje para aligerarlo. ¿Libros? No, tenía que guardarlos muy
cuidadosamente. ¿El uniforme de marino mercante? Indudablemente, no. A
disgusto llegué a la conclusión de que tenía sólo cosas indispensables. Al
pasar por la plaza Chevert iba muy fatigado. Di vuelta a la derecha y llegué
al Quai de la Republique. Mirando el tráfico del río Meuse y pensando en
los barcos, decidí sentarme un rato a descansar. Un gran «Citroen» se des-
lizó silenciosamente, acortó la marcha y se detuvo por fin a mi lado. Un
hombre alto, de cabello negro, me miró unos momentos y salió del coche.
Viniendo hacia mí, dijo:
-¿Es usted el hombre que merece nuestra gratitud por haber vencido
«al Patrono»?
-Sí, lo soy. ¿Necesita algo más?
El hombre, riendo, repuso:
-Ha estado aterrorizando la comarca durante años. Hasta la policía es-
taba amedrentada de él. Decía haber hecho grandes cosas en la guerra.
Bueno, ¿necesita trabajo?
Antes de replicar miré a aquel hombre atentamente.
-Sí -dije -, si es legal.
-El trabajo que puedo ofrecerle es completamente legal -se detuvo y
sonrió-. Ya ve que estoy enterado de todo lo referente a usted. Marcel tenía
instrucciones de traerlo a mi presencia, pero huyó. Conozco su viaje por
Rusia y los otros viajes que ha hecho desde entonces. Marcel me entregó
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una carta del americano, re ferente a usted y huyó de mí como había huido
de usted.
«Qué trama», pensé. Sin embargo me consolé; aquellos europeos
hacían las cosas de una manera diferente que nosotros los orientales.
El hombre moreno me hizo un ademán.
-Ponga sus maletas en el coche y le llevaré a almorzar. Así ha-
blaremos.
Esto es razonable, ciertamente. Al menos podía librarme de aquellas
horribles maletas durante un rato. Satisfecho las puse en el compartimiento
de equipajes y luego me senté en el asiento in mediato al suyo. Condujo
hacia el hotel de más renombre. Con muchas exclamaciones ante mis mo-
destas demandas en cuestión de refrigerio, abordó la cuestión:
-Hay dos señoras ancianas, una de ochenta y cuatro y otra de setenta y
nueve -dijo, mirando cautelosamente en torno-, que están impacientes por
ir a encontrar al hijo de una de ellas, que vive en París. Tienen miedo de
los atracadores; las personas ancianas experimentan miedos así, y ellas han
vi- vido durante dos guerras. Quieren un homb re que sea capaz de
defenderlas. Pueden pagar bien.
«¿Mujeres? ¿Mujeres viejas? Las prefiero a las jóvenes», pensé. Pero,
sin embargo, no me agradaba mucho la idea. Mas luego pensé en mis pes a-
das maletas; en que iba a llegar hasta París.
-Son viejas damas generosas -dijo el hombre moreno-. Sólo hay un in-
conveniente. Que no debe rebasar los cincuenta kiló metros por hora.
Miré disimuladamente en torno del gran salón. ¡Allí estaban las dos
viejas damas! Sentadas tres mesas más allá. «¡Sacrosanto Diente de Bu da!
- exclamé para mí-. ¿En qué he venido a parar?» Pero la imagen de las
male- tas se alzó ante mi vista. Maletas pesadas que no podía levantar. Y
dinero además. Cuanto más dinero tuviese, me sería tanto más fácil vivir en
Amé- rica, mientras buscaba trabajo. Suspiré afligido y dije:
-Según me han dicho pagan bien. Pero ¿qué me dice del co che? No
voy a volver aquí.
-Sí, amigo mío, pagan extraordinariamente bien. La condesa es una
mujer rica. ¿El coche? Le lleva un «Fiat» nuevo a su hijo como regalo.
Venga, se las presentaré.
Se levantó y me condujo hacia las dos damas ancianas. Haciendo una
reverencia tan profunda que me recordó a los peregrinos del Camino Sa-
grado de Lhasa, me presentó. La condesa me miró con aire altivo a través
de sus impertinentes.
-¿De modo que se considera capaz de llevarnos sanas y salvas, mi
hombre?
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lado del Atlántico. Los agentes miraban mis papeles, examinaban mi libro
de serv icios y preguntaban:
-Entonces, ¿se ha quedado sin fondos estando en vacaciones? ¿Quiere
un viaje de regreso? Muy bien, le tendremos presente y, si surge algo, se lo
comunicaremos.
Me entremezclé aún más con los marinos, aprendiendo su ter-
minología y todo cuanto podía de sus particularidades. Después de todo,
llegué a saber que cuanto menos se dice y más se escucha, se hace uno una
reputación mayor de inteligencia.
Al fin, al cabo de unos diez días, me llamaron de una agencia de em-
barque. Un hombre bajito y recio estaba sentado con el agente.
-¿Estaría usted disponible para embarcar esta noche, si fuera preciso? -
preguntó el agente.
-Puedo embarcar ahora mismo, señor -repliqué.
El hombre bajo y recio me estaba observando fijamente. Luego se des-
tapó, haciéndome un raudal de preguntas con un acento que apenas podía
entender.
-El jefe, aquí presente, es escocés -tradujo el agente-. Su tercer maqui-
nista ha caído enfermo y lo han llevado al hospital. Quie re que vaya usted
a bordo con él inmediatamente.
Con gran esfuerzo de concentración me fue posible seguir el resto del
discurso del escocés y de responder satisfactoriamente a sus preguntas.
-Coja sus cachivaches -dijo al fin- y venga a bordo.
De regreso en la casa albergue, pagué apresuradamente la cuenta, cogí
mis maletas, y tomé un taxi que me llevó al costado del barco. Era una em-
barcación vieja y baqueteada con manchas de herrumbre, que necesitaba
perdidamente una mano de pintura y que era espantosamente pequeña para
la travesía del Atlántico.
-Ah, sí -dijo uno que estaba en el muelle-. No es ninguna jovencita, ya
se ve, y con mar de popa se zarandea como para hacerle a uno echar las tri-
pas por la boca.
Me apresuré a subir por la plancha, dejé mis maletas cerca de la coci-
na y descendí haciendo ruido por la escalera de hierro de la sala de máqui-
nas, donde Mac, el primer maquinista, me esperaba. Habló de las máquinas
conmigo y quedó satisfecho de mis respuestas a sus preguntas.
-Muy bien, muchacho -dijo al fin-, vamos a que firme el contrato. El
mayordomo le indicará su camarote.
Nos apresuramos a volver a la oficina de embarque, firmé el contrato
y luego volví al barco.
-Empieza inmediatamente, muchacho -dijo Mac.
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partir hacia lo astral. Por el lado de sotavento, en el centro del barco, una
silueta solitaria se asía desesperadamente a la barandilla y devolvía y devol-
vía, «echando casi el corazón por la boca», como dijo después. Yo era
completamente inmune al mareo y me resultaba bastante divertido ver có-
mo marineros que se habían pasado toda la vida en el mar eran vencidos de
ese modo. La luz de bitácora en el puente lanzaba a lo alto un leve resplan-
dor. En el camarote del capitán todo estaba a oscuras. Las olas pasaban so-
bre las bordas y avanzaban hacia popa, donde yo estaba. El barco se ladea-
ba y se agitaba como enloquecido, y los mástiles describían arcos dispa-
ratados en el firmamento nocturno. Lejos, por estribor, un transatlántico,
con todas las luces encendidas, vino hacia nosotros, con movimientos de ti-
rabuzón que no debían agradar a los pasajeros. Teniendo el viento a favor
el transatlántico lo aprovechaba, haciendo de vela su enorme obra muerta.
«Pronto estará en Southampton Roads», me dije a mí mismo cuando le
volví la espalda para ir abajo.
En lo más fuerte de la tempestad una de las válvulas de las bombas de
pantoque se obstruyó con algo lanzado con violencia por los movimientos
del barco y hube de bajar inmediatamente allí y dirigir a los hombres que
trabajaban en eso. El ruido era aterrador, el árbol de la hélice vibraba,
cuando ésta, de tiempo en tiempo, giraba alocada al quedar la popa del bar-
co fuera del agua, y disminuía la marcha cuando la popa se hundía en el
agua, antes de saltar sobre la cresta de la ola siguiente.
En las bodegas los de cubierta trabajaban febrilmente para sujetar un
pesado bulto de maquinaria que se había soltado. Me pareció bien extraño
que en un barco donde había tantas pugnas cumpliéramos todos nuestras t a-
reas del mejor modo posible. ¿Qué puede importar que unos trabajen en las
máquinas, dentro de las entrañas del barco, mientras otros andan por la cu-
bierta o están en el puente viendo deslizarse las aguas por los costados del
barco?
¿Trabajo? Allí había mucho que hacer; las bombas tenían que ser re-
pasadas, las cámaras de estopada recargadas, los casquillos de éstas habían
de ser inspeccionados y comprobados, y los cables de los cabrestantes pre-
parados para cuando atracáramos en Nueva York.
Mac, el primer maquinista, era un buen obrero y un hombre honrado.
Quería a sus máquinas como una madre quiere a los hijos que ha dado a
luz. Una tarde estaba yo sentado en la borda, es perando entrar de guardia.
Pasaban por el cielo leves nubes tormentosas y había indicios de la lluvia
que iba a seguir. Me había sentado al abrigo de un ventilador a leer. De
pronto una mano pesada cayó sobre mi hombro y una retumbante voz
esco- cesa dijo:
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Capítulo sexto
¡Qué población más poco amiga parece Nueva York! Las personas a
las que intenté detener para preguntarles el camino me miraron asustadas y
siguieron apresuradamente el suyo. Después de haber dormido toda la no-
che, me desayuné y subí a un autobús para ir al parque Bronx. Leyendo los
periódicos me había hecho a la idea de que allí los alojamientos serían más
baratos. Cerca del parque bajé y fui andando por las calles en busca de le-
treros de «habitación para alquilar». Un coche a toda velocidad pasó como
un relámpago entre dos furgonetas y por el lado de la calle que no le co-
rrespondía, patinó, se subió a la acera y me golpeó en el costado izquierdo.
Una vez más oí el crujido de los huesos que se rompían. Cuando caía en la
acera y antes de que la inconsciencia misericordiosa se apoderara de mí, vi
a un hombre que atrapaba mis maletas y salía corrie ndo.
El aire estaba henchido de sones musicales.
Era feliz y me sentía a gusto después de tantos años de padecimientos.
«Ah -exclamó la voz del Lama Mingyar Dondup-. ¿Así que has tenido
que venir aquí otra vez?» Abrí los ojos y me encontré con que me sonreía,
con la compasión más extrema centelleando en su mirada. «La vida sobre la
Tierra es dura y amarga y tú has tenido experiencias de las cuales se li- bran
muchas gentes. Es sólo un intermedio, Lobsang, sólo un ingrato in-
termedio. Después de la larga noche vendrá el despertar a un día perfecto
cuando ya no necesites volver a la Tierra, ni a ninguno de los mundos infe-
rio res.» Suspiré. Era grato estar allí, y aquello acentuaba aún más las aspe-
rezas e injusticias de la vida terrena. «Tú, Lobsang –dijo mi Guía-, estás
viendo tu última vida en la Tierra. Estás librándote de todo el Kharma, y
estás también realizando una tarea trascendental, una tarea que poderes ma-
lignos tratan de obstaculizar.»
¡El Kharma! Eso trajo con viveza a mi pensamiento la lección que
aprendí en la amada y lejana Lhasa...
El tintineo de las campanillas de plata había cesado. Ya no resonaban
trompetas por el valle de Lhasa, con clamor sonoro y limpio en el aire te-
nue y vivificador. En torno mío había un mis terioso silencio, un silencio
que no debía de haber. Desperté de mis ensueños en el preciso momento en
que los monjes en el templo comenzaban en tono profundo a entonar la Le-
tanía por el Muerto. ¿El muerto? Sí, naturalmente. La letanía por el viejo
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monje que acababa de morir, que había muerto tras una larga vida de su-
frimientos, de servir a otros, de no ser comprendido, ni agradecido.
«¡Qué Kharma más terrible debía de ser el suyo! -dije para mí-. ¡Qué
malo debe haber sido en su vida pasada para merecer tal retribución!»
-¡Lobsang! -La voz que sonó a mis espaldas era como el tableteo de
un trueno distante... Pero los golpes que cayeron sobre mi cuerpo tembloro-
so... no eran tan distantes por desgracia -. ¡Lobsang! Estás eludiendo tu d e-
ber, mostrando falta de respeto a nuestro Hermano que ha partido. ¡Toma,
esto y esto!
De pronto los golpes y las palabras ofensivas cesaron como por arte
de magia. Volví angustiado la cabeza y contemplé una figura gigantesca
que se alzaba ante mí, que mantenía aún en su mano levantada un grueso
garro- te.
-Perfecto -dijo una voz muy amada-, es un castigo muy cruel para un
niño pequeño. ¿Qué ha hecho para merecer esto? ¿Ha profanado el templo?
¿Ha mostrado falta de respeto para las Imá genes Doradas? Hable y expli-
que esa crueldad.
-Mi señor Mingyar Dondup -clamó el alto Prefecto del Templo-, el ni-
ño estaba perdido en ensueños cuando debiera haber estado atendiendo a la
letanía con sus compañeros.
El Lama Mingyar Dondup, que no era tampoco bajo, alzó la vista
hacia el Hombre de Kham, que rebasaba los dos metros y que se hallaba
ante él. El Lama habló con firmeza:
-Debe marcharse, Prefecto; yo me las entenderé con él.
Cuando aquél se fue, después de hacer una reverencia, mi Guía, el la-
ma Mingyar Dondup, se volvió hacia mí.
-Vamos, Lobsang, subamos a mi aposento para que puedas repetir el
relato de tus numerosos y bien castigados pecados.
Al decir esto, se agachó amablemente y me puso en pie. En mi corta
vida, nadie, salvo mi Guía, me había mostrado nunca amabilidad y me vi
forzado a contener mis lágrimas de gratitud y de cariño.
El lama se volvió y marchó despacio por el largo pasillo desierto. Yo
seguí sus pasos humildemente, y lo hice con tanta más avidez por saber que
no podía venir nunca injusticia alguna de aquel gran hombre.
A la entrada de su aposento se detuvo, se volvió hacia mí y me puso
una mano en el hombro.
-Vamos, Lobsang. No has cometido ningún delito; entra y háblame de
tus contrariedades. -Al decir esto me empujó hacia adelante y me in vitó a
sentarme -. Alimento, Lobsang; el alimento está también en tu mente. Te-
nemos que comer algo y tomar té mientras hablamos.
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las herramientas adecuadas a la tarea que tienes entre manos. Así ocurre con
el tipo de cuerpo que tenemos. El cuerpo y las circunstancias de nues- tra
vida son los más adecuados para la tarea que tenemos que realizar.
Pensé en el monje viejo que había muerto y que siempre se estaba la-
mentando de su «mal Kharma» y preguntándose qué habría hecho para me-
recer una vida tan dura.
-Ah, sí, Lobsang -dijo mi Guía, leyendo mis pensamientos-. Los que
no están iluminados se quejan siempre de la acción del Kharma. No se dan
cuenta de que a veces son víctimas de los malos actos de otros y de que,
aun cuando sufran ahora injusticias, en una vida posterior tendrán una ple-
na recompensa. Nuevamente te digo, Lobsang, que no se puede juzgar de la
evolución de un hombre por su situación presente en la Tierra, ni se le pue-
de condenar como malo porque parezca tropezar con dificultades. No se
debe condenar, porque hasta que no se tengan todos los datos lo que no
puede ocurrir en esta vida, no es posible tener un criterio justo.
La voz de las trompetas del templo resonó en ecos por los salones y
corredores, apremiándonos a dejar nuestra charla para asistir al servicio de
la noche. ¿Era la voz de las trompetas del templo o un gong de diapasón
grave? Me parecía que aquel gong estaba en mi cabeza resonando, sacu-
diéndome, trayéndome de nuevo a la vida terrena. Fatigado, abrí los ojos.
Había pantallas en torno de mi cama y se alzaba cerca una bala de
oxígeno.
-Está despertando, doctor -dijo una voz. Una cara roja entró en el ra-
dio de mi visión.
-Ah -dijo el médico americano-. ¿Así que ha vuelto a la vida? Sin du-
da estuvo a punto de morir aplastado.
Me le quedé mirando con mirada vacía.
-¿Y mis maletas? -pregunté-. ¿Están a salvo?
-No; un fulano se largó con ellas y la policía no ha podido encontrarlo.
Luego, aquel mismo día vino a la cabecera de mi cama un policía a re-
coger información. Me habían robado las maletas. El hombre cuyo coche
me atropelló, dañándome gravemente, no estaba asegurado. Era un negro
sin empleo. Otra vez tenía mi brazo izquierdo roto, cuatro costillas fractu-
radas y los dos pies aplastados.
-En un mes estará curado -dijo jovialmente el médico. Luego me atacó
una pulmonía doble. Permanecí nueve semanas en el hospital. En cuanto
estuve en condiciones de levantarme pregunté lo que debía.
-Encontramos doscientos sesenta dólares en su cartera y tenemos que
quedarnos con doscientos cincuenta por su estancia aquí.
Me quedé mirando horrorizado a aquel hombre.
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-Pero no tengo trabajo, no tengo nada -dije-. ¿Cómo voy a vivir con
diez dólares?
El sujeto se encogió de hombros.
-Ah, debe exigir daños y perjuicios al negro. A usted se le ha atendido
y nosotros tenemos que cobrar. La caja no tiene nada que ver con nosotros;
entable un proceso contra el negro que le ha originado estos trastornos.
Con paso vacilante descendí las escaleras. Titubeando, salí a la calle.
No tenía otro dinero que aquellos diez dólares. Ni trabajo, ni dónde vivir.
Cómo vivir, ése era el problema. El portero señaló con el pulgar:
-Siguiendo esta calle, agencia de colocaciones; vaya a verles.
Asintiendo con gesto torpe salí errabundo en busca de mi única espe-
ranza. En una sórdida callejuela lateral vi un letrero deteriorado: «Em-
pleos». Subir hasta la oficina en un tercer piso fue casi más de cuanto me
era posible hacer. Respirando trabajo samente me así al pasamanos hasta
que me sentí un poco mejor.
-¿No puede subir, Bud? -dijo el hombre de dientes amarillos, revol-
viendo entre los gruesos labios el puro mordido. Me miró de arriba abajo-.
Se diría que acaba de salir de la cárcel o del hospital.
Le referí todo lo que había ocurrido: la pérdida de mis pertenencias y
de mi dinero.
-Entonces necesita ganar unos dólares en seguida -dijo.
Tendió la mano hacia una tarjeta y llenó en ella ciertos datos. Luego
me la dio y me dijo que la llevara a un hotel de nombre muy famoso, uno
de los grandes hoteles. Fui allí gastando unos centavos preciosos en el bi-
llete del autobús.
-Veinte dólares a la semana y una comida por día -dijo el jefe de per-
sonal. Así que por veinte dólares a la semana y una comida al día lavé
montañas de platos sucios y fregué interminables escaleras durante diez
horas diarias.
Veinte dólares semanales y una comida. Las comidas que se servían a
los empleados no eran de la misma calidad que las servidas a los huéspe-
des. Las nuestras eran rígidamente inspeccionadas y vigiladas. Mi salario
era tan escaso que no podía permitirme tener una habitación. Dormía en los
parques, bajo las bóvedas y los puentes y tuve que aprender a irme de no-
che antes de que el policía de ronda apareciera con su palo punzante y gru-
ñera: «Ya te estás largando de aquí, ¿eh?» Aprendí a rellenar mis ropas de
periódicos para protegerme de los crueles vientos que soplan por las calles
de Nueva York, desiertas de noche. Mi único traje estaba estropeado por el
viaje y manchado por el trabajo y no tenía ropa interior para mudarme. Para
lavar mi ropa blanca me encerraba en la sala de los hombres, me la quitaba,
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mi cristal, viejo de siglos, y unas otras pocas cosas más llegaron. La vida
empezaba a sonreírme, pensé.
Después de algún tiempo, en el transcurso del cual ahorré la mayor
parte del dinero que ganaba, empecé a experimentar la sensación de que no
iba a ninguna parte, que no proseguía adelante con la tarea que me había
asignado en la vida. El hombre de más edad me tenía ahora mucho afecto y
acudí a él y tratamos d el problema. Le dije que les dejaría en cuanto encon-
traran a alguien que me reemplazase. Me quede allí tres meses más.
Entre los papeles míos que habían venido de Shanghai había un pas a-
porte extendido por las autoridades británicas de la Concesión inglesa. Du-
rante aquellos días lejanos de la guerra, los ingleses me tenían mucho afec-
to porque podían utilizar mis servicios. Ahora, acaso creyeran que ya no
podía serles de provecho. Llevé mi pasaporte y otros documentos a la Em-
bajada del Reino Unido en Nueva York y, después de muchas dificultades
y demoras, logré obtener el primer visado y luego un permiso de tra bajo
para Inglaterra.
Al fin encontraron quien me reemplazara y me quedé dos semanas
más para «enseñarle el manejo». Luego me fui. América es quizás el único
país en que una persona que sabe hacerlo puede viajar gratis casi a cual-
quier parte. Estuve mirando en varios periódicos, hasta que vi, bajo el rótu-
lo de «Transportes», siguiente:
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nerme en contacto con el Viejo Mundo. Pero hay algo que no marcha bien
en ella, ya que no recoge las ondas cortas. Los de aquí no entienden este ti-
po de estaciones. ¿Las entiende usted?
Le aseguré que podía echarle un vistazo y me invitó a su casa aquella
noche, y hasta me prestó un coche para ir en él allí. Su esposa irlandesa era
excepcionalmente agradable y dejaron en mí una sensación de amor por Ir-
landa que se acrecentó cuando fui a vivir allí.
La radio era de un modelo inglés muy afamado, una Eddystone excep-
cionalmente buena que no tiene igual. La fortuna me sonrió .
El irlandés tomó una de las bobinas de enchufe y vi cómo la sostenía.
-Déjeme esa bobina -le dije-. ¿Tiene una lente de aumento?
La tenía, y un rápido examen mostró que por su incorrecto manejo de
la bobina había roto un alambre de una de las clavijas. Se lo mostré.
-¿Tiene un soldador y soldadura?
No lo tenía él, pero sí el vecino. Allá fue para volver con ambas cosas.
Fue trabajo de unos minutos soldar de nuevo el alambre y el aparato fun-
cionó. Bastaron unos pequeños ajustes accesorios y funcionó mejor. Pronto
estuvimos escuchando la BBC de Londres.
-Iba a devolver la radio a Inglaterra para que la pusieran en condicio-
nes -dijo el irlandés-. Así que ahora voy a hacer algo por usted. El propieta-
rio del «Lincoln» quería que uno de los conductores de la casa le llevara el
coche a Seattle. Es un hombre rico. Así que voy a ponerle a usted en nues-
tra nómina, a fin de que pueda cobrar por llevarle. Le daremos ochenta dó-
lares y le cargaremos ciento veinte a él. ¿Hecho?
¿Hecho? Sin duda. Aquello me venía muy bien.
El lunes siguiente por la mañana partí. Pasadena era mi primer lugar
de destino. Quise cerciorarme de que el maquinista naval, cuyos papeles
había empleado, no tenía verdaderamente parientes. Nueva York, Pittsburg,
Columbus, Kansas City: los kilómetros se acumulaban. No me apresuraba,
pues tenía una semana para hacer el viaje. Por la noche dormía en el gran
coche para ahorrar los gastos de hotel, saliéndome del camino donde lo
consideraba adecuado. Pronto estuve al pie de las Montañas Ro cosas, dis-
frutando de mejor aire, tanto mejor a medida que el coche trepaba más y
más alto. Durante todo un día permanecí demorándome en la cordillera
montañosa y luego marché a Pasadena. Las más escrupulosas indagaciones
fracasaron para descubrir si el maquinista tenía algunos parientes. Parecía
haber sido un hombre arisco que prefería su propia compañía a la de cual-
quier otra persona.
Crucé el Yosemite National Park, el Crater Lake National Park, Por-
tland y, por último, Seattle. Metí el coche en el garaje, donde fue cuidado-
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-Hank hasta hoy había estado soltero, desde hace cuarenta años, que yo
sepa. Pero ahora pide que le mande con usted algunos adornos femeni- nos.
Vaya, vaya, el perro viejo se siente juguetón. Le preguntaré a mi mujer qué
mando.
A fines de la semana salí de Seattle en un «De Soto» completa mente
nuevo, con un cargamento de ropas femeninas. La mujer del garajista era
evidente que había telefoneado a Hank para averiguar qué era todo aquello.
De Seattle a Wanatchee y de aquí a Oroville. Hank quedó satisfecho; de
modo que no perdí mucho tiempo, sino que pasé en seguida al Canadá. Du-
rante unos pocos días me quedé en Osoyoos. Con no escasa fortuna pude
hacer mi viaje a través de Canadá, desde Trail, por Ottawa, Montreal y
Quebec. No tiene objeto hablar de eso aquí, porque fue algo tan inusitado
que podría ser el tema de otro libro.
Quebec es una hermosa ciudad, con el inconveniente de que en alg u-
nas partes de ella uno no es grato a no ser que hable francés. Mi conoci-
miento de esa lengua era el indispensable para salir del paso. Frecuenté los
muelles y, por haber logrado obtener el carnet sindical de marino, me enro-
lé en un barco como ma rino de cubierta. No se trataba de un trabajo muy
bien pagado, pero me permitió cruzar el Atlántico una vez más. El barco
era un tramp sucio y viejo. El capitán y el segundo de a bordo hacía tiempo
que habían perdido todo entusiasmo por el mar y por su barco. No se hacía
mucha limpieza. No me capté simpatías porque ni jugaba ni hablaba de
asuntos de mujeres. Pero era temido, porque los intentos del matón del bar-
co para establecer su superioridad sobre mí dieron por resultado que hubo
de pedirme perdón a gritos. Dos de su pandilla lo pasaron aún peor y fui
llevado ante el capitán, quien me reconvino por dejar maltrechos a los
miembros de la tripulación. ¡No se les pasó por la cabeza que me hubiera
limitado a defenderme! Pero aparte de estos mi núsculos incidentes, el viaje
transcurrió sin novedad y pronto el barco fue avanzando poco a poco por el
canal de la Mancha.
Estaba en cubierta y libre de servicio cuando pasamos por The Need-
les y entramos en Solent, esa franja de agua entre la isla de Wight y la costa
inglesa. Poco a poco dejamos atrás Nertley Hospital, con su hermoso par-
que y los atareados ferries que van a Woolston, y entramos en la bahía de
Southampton. Descendió el ancla con un chapoteo y la cadena corrió con
estruendo por los escobenes. El barco se dejó llevar por la corriente, el te-
légrafo del cuarto de máquinas dejó de sonar y las leves vibraciones de la
maquinaria cesaron. Vinieron a bordo los funcionarios del puerto a exami-
nar la documentación del barco y a asomarse a los camarotes de la tripula-
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-Ah -dijo, cuando alzó la vista hacia mí-. Tengo que ponerle en manos
de la policía. ¿Tiene algo que decir antes?
-Señor -repliqué-, mis papeles estaban en regla, pero un fun cionario de
la Aduana los rompió.
Mirándome, asintió con un gesto, miró de nuevo a los papeles y, al p a-
recer, tomó una decisión.
-Conozco al funcionario a que se refiere. He tenido yo mismo disgus-
tos con él. Pero las apariencias de legalidad deben quedar a salvo, por mu-
chas contrariedades que eso pueda originar a otros. Sé que lo que cuenta es
verdad, porque tengo un amigo en la Aduana que me ha confirmado lo que
dice.
Volvió la vista a los papeles y los ojeó.
-Tengo aquí una demanda en que se le acusa de ser polizón.
-¡Pero, señor -exclamé -, la Embajada británica en Nueva York puede
confirmar quién soy! Los agentes de embarque de Quebec pueden decirlo
también.
-Amigo -dijo el capitán-, usted no conoce los métodos de Occidente.
No se hará ninguna indagación. Se le llevará a tierra, se le meterá en una
celda, será juzgado y condenado y lo mandarán a prisión. Luego se olvida-
rán de usted. Cuando se acerque la fecha de ponerle en libertad, se le inco-
municará y lo devolverán deportado a China.
-Eso sería mi muerte, señor.
Asintió con un gesto.
-Sí, pero se habrá seguido el procedimiento oficial correspondiente.
Nosotros en este barco hemos pasado por una experiencia semejante cuan-
do regresábamos en los tiempos de la prohibición. Fuimos detenidos por
sospechas y fuertemente multados. Y sin embargo éramos inocentes.
Abrió un cajón que había ante él y tomó un pequeño objeto.
-Le diré a la policía que se ha cometido con usted una injusticia y le
ayudaré cuanto pueda. Le van a esposar, pero no le registrarán hasta que
llegue a tierra. Aquí tiene una llave que se adapta a las esposas de la poli-
cía. Yo no se la doy, pero la pongo aquí y me vuelvo de espaldas.
Colocó la llave reluciente ante mí, se levantó de la mesa y se volvió a
mirar el mapa que había tras él. Tomé la llave y me la guardé en el
bolsillo.
-Gracias, señor -dije-. Me siento mejor por la confianza que deposita
en mí.
Vi a lo lejos que venía el bote de la policía hacia nosotros, alzando
con la proa una cascada de espuma. Diestramente vino a nuestro costado,
dio media vuelta y atracó. Se bajó la escalera de manos y dos policías su-
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Capítulo séptimo
Durante dos días y dos noches dormí, con el cuerpo exhausto flu c-
tuando entre dos mundos. Mi vida había sido siempre dura, toda sufrimien-
tos y enorme incomprensión. Pero ahora dormía.
El cuerpo había quedado tras de mí, en la Tierra. Mientras me remo n-
taba, vi que una de las negras estaba contemplando con cara de gran com-
pasión mi cascarón vacío. Luego se alejó y fue a sentarse junto a una ven-
tana, mirando hacia la sucia calleja. Libre de los grilletes corporales, podía
ver aún con más claridad los colores de lo astral. Aquellas gentes, las gen-
tes de color que me estaban socorriendo, cuando las de raza blanca no hací-
an sino perseguirme, eran buenas. El sufrimiento y las asperezas habían re-
finado sus egos, y su actitud indolente era sólo una forma de encubrir sus
sentimientos. Mi dinero, todo cuanto había ganado con fatigas, padecimie n-
tos y negación de mí mismo, estaba guardado bajo mi almohada, tan seguro
entre estas gentes como en el Banco más poderoso.
Seguí remontándome más y más alto, dejando los confines del tiempo
y del espacio, adentrándome de un plano astral a otro. Al fin llegué al País
de la Luz Dorada, donde mi Guía, el Lama Mingyar Dondup, estaba espe-
rando mi llegada.
«Tus sufrimientos han sido verdaderamente grandes -dijo-, pero todo
cuanto has sufrido fue con buenos fines. Hemos estudiado a las gentes te-
rrenas y a las que profesan cultos extraños y erróneos, a las que te persi-
guen y que te perseguirán, porque son de escasa comprensión. Pero ahora
hemos de tratar de tu futuro. Tu cuerpo presente ha llegado casi al extremo
de tu provechosa vida y han de ponerse en práctica los planes que tenemos
para este caso.»
Caminaba a mi lado, a lo largo de la orilla de un hermoso río. Las
aguas centelleaban y parecían vivas. En la otra margen había jardines tan
hermosos que apenas podía dar crédito a mis sentidos. El aire mismo pare-
cía estar vibrante de vida. A lo lejos, un grupo de personas ataviadas con
túnicas tibetanas venía lentamente a nuestro encuentro. Mi Guía, sonriente,
me dijo:
«Va a ser una importante reunión, porque en ella se va a planear el fu-
turo tuyo. Vamos a ver cómo pueden estimularse las indagaciones sobre el
aura humana, porque hemos observado que, cuando en la Tierra se habla
del aura, muchas personas cambian de conversación.»
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se ora ante una imagen esculpida y que si no, no se ora. Ambas afirmacio-
nes son erróneas, y voy a deciros ahora cómo se puede separar a la oración
del dominio de la mística y de la superstición, utilizándola para ayudar a
otros, porque la oración es una cosa verd aderamente real. Es una de las
grandes fuerzas que hay sobre la Tierra cuando se utiliza como está desti-
nada a utilizarse.
En la mayoría de las religiones existe la creencia de que cada persona
tiene un Ángel de la Guarda o alguien que mira por él. Esto es también
verdad; pero nuestro Ángel de la Guarda es uno mismo, el otro yo, ese otro
yo que está en el otro lado de la vida. Pocas, poquísimas personas, pueden
ver a este ángel, a su guardián, mientras están en la Tierra, pero ésas están
en condiciones de describirlo con detalle.
Este Guardián (debemos llamarle de algún modo y por lo tanto lla-
mémosle así) no tiene cuerpo material como el que tenemos nosotros en la
Tierra. Al parecer es espiritual. En ocasiones un clarividente lo verá como
una silueta centelleante y azul, de dimensiones mayores que el tamaño na-
tural, conectado al cuerpo carnal, por lo que se le conoce como el Cordón
de Plata; ese cordón que palpita con vida al transmitir los mensajes del uno
al otro. Este Guardián, aun no teniendo cuerpo como el te rreno, es capaz
de realizar cosas que el cuerpo terrenal hace, con el aditamento de que tam-
bién puede hacer muchísimas otras más que el cuerpo terreno no podría
hacer. Por ejemplo, el Guardián puede ir a cualquier parte del mundo como
un relámpago. Es el Guardián quien hace el viaje astral y quien vuelve al
cuerpo a través del Cordón de Plata con aquello que es necesario.
Cuando se reza, uno ora por sí mismo a su otro yo, a su Yo Su perior.
Si nosotros sabemos orar adecuadamente, enviaremos esas oraciones a tra-
vés del Cordón de Plata; pero la línea telefó nica que usamos es un instru-
mento muy deficiente y hemos de repetirnos a nosotros mismos el mensaje
con el fin de estar seguros de que es transmitido. Así, cuando recéis,
hablad como si estuvierais haciéndolo a través de una línea telefónica de
una lon- gitud grandísima; hablad con absoluta claridad y pensad realmente
en lo que estáis diciendo. La insuficiencia, debo añadir, estriba en estar
nosotros aquí en este mundo; estriba en el cuerpo imperfecto que tenemos
en este mundo; no es, pues, falta de nuestro Guardián. Rezad en un lenguaje
senci- llo, cerciorándoos de que vuestras peticiones son siempre positivas,
nunca negativas.
Una vez que hayáis compuesto vuestra oración de modo que sea ente-
ramente positiva y enteramente exenta de toda posibilidad de mala interpre-
tación, repetidla acaso tres veces. He aquí un ejemplo: pongamos por caso
que hay una persona que se halla enferma, que padece y que, deseando
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hacer algo en su favor, oráis por el alivio de sus sufrimientos. Debéis orar
tres veces, diciendo exactamente lo mismo cada vez. Debéis imaginar
aquella figura indefinida, inmaterial, yendo realmente a la casa de la otra
persona, siguiendo el camino que vosotros mismos seguís, entrando en la
casa y posando sus manos sobre el enfermo y reali zando su curación. Vo l-
veré a este tema particular dentro de un momento, pero antes permitid que
insista: hay que repetir esto tantas veces como sea necesario y, si creéis
realmente, entonces habrá una mejoría.
Esto nos lleva a hablar de la curación completa. Pues bien, si a una
persona le han amputado una pierna, por mucho que ore no se le devolverá
la pierna. Pero si se trata de un cáncer o de cualquier otra enfermedad gra-
ve, entonces esta enfermedad puede ser detenida. Por supuesto, cuanto más
leve sea el padecimiento, más fácil será efectuar la curación.
Se puede tener cierta incapacidad, se puede estar enfermo o se puede
carecer del poder esotérico deseado. Esto es posible curarlo o superarlo, si
uno lo cree así y si realmente lo desea. Supongamos que se tiene un gran
deseo, un ardiente deseo de ayudar a otros, que se desea hacer curaciones.
Entonces orad en el retiro de vuestra habitación particular, acaso de vuestro
dormitorio. Se debe descansar en la postura más relajada que pueda hallar-
se, con preferencia teniendo los pies juntos y las manos juntas, no en la ac-
titud habitual del rezo, sino con los dedos entrelazados. De este modo se
mantiene y se amplifica el círculo magnético del cuerpo, el aura se torna
más poderosa y el Cordón de Plata está en condiciones de transmitir men-
sajes con más exactitud. Luego, una vez conseguida la posición adecuada y
la adecuada disposición de ánimo, se debe orar.
Podéis rezar, por ejemplo: «Concédeme poderes sanadores, de modo
que pueda curar a otros. Concédeme poderes sanadores, de modo que pue-
da curar a otros. Concédeme poderes sanadores, de modo que pueda curar a
otros». Luego, durante unos momentos, mientras permanecéis en vuestra
relajada postura, imaginaos a vosotros mismos encerrados en la forma fan-
tasmal de vuestro propio cuerpo.
Como se os ha dicho antes, debéis imaginar el camino que tomaréis
para ir a la casa de la persona enferma, y hacer luego que el cuerpo, en
vuestra imaginación, viaje hasta la casa de es a persona que deseáis curar.
Pintaos a vosotros mismos cómo vuestro Yo Superior llega a la casa y a la
presencia de la persona que deseáis sanar. Imaginaos a vosotros mismos
tendiendo los brazos, vuestras manos y tocando con ellas a esa persona.
Representaos un raudal de energía vivificadora que pasa por vuestro brazo,
por vuestros dedos y que penetra en la otra persona como una luz azulada,
vívida. Imaginaos que esa persona se va curando poco a poco. Con fe, con
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-Me gustaría que se pudiera quedar aquí algún tiempo y que nos ens e-
ñara. Hemos visto un milagro, pero Alguien vino a decirnos que no hablá-
ramos de eso.
Descansé unas pocas horas, luego me vestí y escribí una carta a mis
amigos funcionarios de Shanghai, diciéndoles lo que había ocurrido con
mis papeles. Por correo aéreo me enviaron un nuevo pasaporte, lo que cier-
tamente hacía que mi situación fuera más cómoda.
También me llegó por correo aéreo la carta de una mujer muy rica.
«Desde hace tiempo -escribía - he estado tratando de encontrar su di-
rección. Mi hija, a la que usted salvó estando en poder de los japoneses, se
halla ahora conmigo y ha recobrado por completo la salud. La salvó de ser
violentada o de una suerte aún peor y quiero pagar, al menos en parte,
nuestra deuda con usted. Dígame qué puedo hacer en favor suyo.»
Le escribí diciéndole que deseaba regresar al Tibet para morir.
«Tengo dinero bastante para adquirir el billete hasta un puerto de la
India -le expliqué-, pero no el suficiente para atravesar ese país. Si verdade-
ramente desea ayudarme, págueme un billete desde Bombay a Kalimpong,
en India.»
Lo tomé como una broma, pero dos semanas después recibí una carta
con un pasaje de primera clase y con billetes de primera clase hasta Kalim-
pong. Le escribí inmediatamente expresándole mi agradecimiento y dicién-
dole que me proponía dar el otro dinero que tenía a la familia negra que se
había portado tan amis tosamente conmigo.
La familia negra sintió que fuera a marcharme, pero se alegró de que,
por primera vez en mi vida, fuera a viajar cómodamente. Fue tan difícil
hacer que aceptaran mi dinero que, al fin, lo compartimos.
-Quiero saber una cosa -dijo la amable mujer del negro-. Usted sabía
que ese dinero iba a venir, pues era para un fin bueno. ¿Mandó para conse-
guirlo lo que usted llama una «forma mental»?
-No -repliqué-. Eso debe haberse realizado por una fuente de energía
muy alejada de este mundo.
La mujer parecía intrigada.
-Dijo que nos hablaría acerca de las formas mentales antes de partir.
¿Tiene tiempo para hacerlo?
-Sí -repliqué-. Sentaos y os contaré una historia.
Ella se sentó con las manos cruzadas. Su marido apagó la luz y se sen-
tó también en una silla, y yo empecé a hablar.
«Por las ardientes arenas, entre los edificios de piedra gris, con el sol
fulgurante sobre sus cabezas, el pequeño grupo de hombres iba vagando
por las calles estrechas. Después de unos minutos se detuvieron ante una
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guardar el cadáver del difunto e impedir que los profanadores pudieran pe-
netrar en la tumba y perturbaran la paz del muerto.
»Por todo Egipto se procla maron las penalidades en que incurrirían
quienes violaran la tumba. Se sentenciaba en primer lugar que al violador se
le arrancaría la lengua y luego se le seccionarían las manos por las mu-
ñecas. Pocos días después se le sacarían los intestinos y se le enterraría has-
ta el cuello en la arena ardiente, donde viviría las pocas horas que le queda-
ran de vida.
»La tumba de Tutankhamen se ha hecho famosa por la maldición que
cayó sobre quienes la violaron. Todos cuantos penetraron en esa tumba mu-
rieron o padecieron enfermedades misteriosas e incurables.
»Los sacerdotes de Egipto poseían una ciencia que se ha perdido para
el mundo actual: la ciencia de crear Formas Mentales para que realizaran
tareas que estaban más allá de la capacidad del cuerpo humano. Pero esa
ciencia no tiene por qué perderse, ya que cualquiera con un poco de prácti-
ca y de perseverancia puede crear formas mentales que obren para el bien o
para el mal.
»¿Quién fue el poeta que escribió: "Soy el capitán de mi alma"? Este
hombre expresó una gran verdad, acaso mayor de lo que él creía, pues el
Hombre es ciertamente el capitán de su alma. Los occidentales han estu-
diado las cosas materiales, mecánicas, todo aquello que se refiere a la vida
mundanal. Han tratado de explo rar el Espacio, pero no han explorado el
misterio más profundo de todos: la subconsciencia del Hombre. Porque el
Hombre es, en un noventa por ciento, inconsciente, lo que quiere decir que
el Hombre sólo es consciente en un diez por ciento. Sólo una décima parte
de sus potencialidades están sujetas a sus mandatos volitivos. Si el hombre
puede ser consciente en un quince por ciento, ese hombre es un genio; pero
los genios de la Tierra son genios en una sola dirección. Con frecuencia re-
sultan muy deficientes en otras.
»Se pueden crear Formas Mentales que hagan el bien, pero ha de estar
uno cierto que son para el bien, porque una Forma Mental no distingue en-
tre el bien y el mal. Hará una u otra cosa; mas las Formas Mentales malas,
al fin, descargarán su venganza sobre su creador.
»La historia de Aladino es realmente la historia de una Forma Mental
que él conjuró. Está basada en una de las viejas leyendas chinas, leyendas
que son literalmente ciertas.
»La imaginación es la fuerza más grande de la Tierra. Pero desgracia-
damente la imaginación tiene mala fama. Cuando se emplea la palabra
"imaginación" se piensa maquinalmente en alguien fracasado que se entre-
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realizaría sin duda. Lo hizo así con los egipcios y puede hacerlo con las
gentes de hoy en día.
»Hay muchos ejemplos autorizados de tumbas por las que rondan fi-
guras espectrales. Esto es debido a que las personas muertas u otras han
pensado con tanta fuerza que han creado realmente una figura de ectoplas-
ma. Los egipcios de los tiempos de los Faraones sepultaban los cuerpos
embalsamados de éstos, pero adoptaban medidas extremas para que las
Formas Mentales estuvieran vivas después de miles de años. Mataban a los
esclavos, lenta, penosamente, diciéndoles que obtendrían alivio a sus su-
frimientos en el otro mundo si al morir aportaban la sustancia necesaria con
que crear una Forma Mental sustancial. En los archivos arqueológicos hay
constancia de encantamientos y maldiciones en tumbas, y todo eso es sólo
una consecuencia enteramente natural, y que obedece a leyes enteramente
normales.
»Las Formas Mentales pueden ser creadas por cualquiera que tenga
sólo un poco de práctica, pero primeramente se debe uno siempre concen-
trar para el bien en sus Formas Mentales, porque si se trata de crear una
forma maligna, entonces, sin duda, esa Forma Mental se volverá contra uno
y le originará los daños más graves, acaso en lo físico o en lo mental o en el
estado astral.»
Los días que siguiero n fueron de frenesí: obtención de los visados de
tránsito, preparativos finales que habían de hacerse, cosas que habían de
empaquetarse y que devolver a los amigos de Shanghai. Mi cristal fue cui-
dadosamente embalado y vuelto allí para mi uso en el futuro, así como mis
papeles chinos, los papeles que, dicho sea de paso, han visto ahora gran
número de personas responsables.
Mis posesiones personales, que reduje a lo más mínimo, consistían en
un traje de paño y las mudas necesarias. Ahora, no confiando en los fun-
cionarios fronterizos, hice hacer copias fotográficas de todo: del pasaporte,
de los billetes, del certificado médico.
-¿Vais a venir a despedirme? -pregunté a mis amigos negros.
-No -respondieron-. No se nos permitiría acercarnos, por el obstáculo
del color.
Cuando llegó el último día fui en autobús a los muelles. Llevando mi
pequeña maleta presenté el billete y tuve que enfrentarme con la demanda
de dónde estaba el resto de mi equipaje.
-Esto es todo -repliqué-. No llevo nada más.
El funcionario se mostró evidentemente extrañado... y suspicaz.
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terme a las normas del esnobismo me encontré tan solo como si estuviera
en la celda de una prisión, pero con la gran diferencia de que podía ir de
aquí para allá. Era divertido ver a los otros pasajeros que llamaban al cama
- rero para que pusiera sus sillas un poco más allá de donde yo estaba.
Navegamos desde el puerto de Nueva York hasta el estrecho de Gi-
braltar, cruzamos el Mediterráneo, tocamos en Alejandría y luego fuimos a
Port Said, navegando por el canal de Suez hasta entrar en el mar Rojo. El
calor me hacía sufrir mucho -el mar Rojo casi humeaba-; pero al fin llega-
mos al término del viaje y, atravesando el mar de Arabia, atracamos final-
mente en Bombay. Tengo unos pocos amigos en esta ciudad, sacerdotes
budistas y otros. Pasé una semana en su compañía, antes de proseguir mi
viaje a través de la India hasta Kalimpong. Esta población estaba llena de
espías comunistas y de reporteros de prensa. A los recién llegados les hací-
an la vida imposible debido a las preguntas incesantes y sin sentido; pre-
guntas a las que nunca contesté, limitándome a seguir haciendo lo que
hacía. Esta propensión de los occidentales a inmiscuirse en los asuntos de
los otros era una verdadera contrariedad para mí y realmente no la com-
prendo.
Me alegré de salir de Kalimpong y adentrarme en mi país, el Tibet.
Me esperaba y salió a mi encuentro un grupo de altos lamas, disfrazados de
monjes mendicantes y de mercaderes. Mi salud había empeorado brusca-
mente y necesitaba frecuentes des cansos y reposo. Al fin, unas diez sema-
nas después, llegamos a una recoleta lamasería a gran altura en el Himala-
ya, desde la que se dominaba el valle de Lhasa; una lamasería tan pequeña y
tan inaccesible que los comunistas chinos no se preocuparon de ella.
Durante unos días descansé, tratando de ganar un poco de mi fuerza,
de reposar y de meditar. Estaba ahora en mi «casa» y era Feliz por primera
vez desde hacía años. Los engaños y traiciones de los occidentales me pa-
recían sólo una pesadilla. Diariamente, en pequeños grupos, venían a
hablarme de los acontecimientos del Tibet y a escucharme cuando les
hablaba del extraño y áspero mundo de más allá de nuestras fronteras.
Asistí a todos los servicios, encontrando alivio y solaz en los ritos fa-
miliares. Sin embargo, yo era un hombre aparte, uno que estaba a punto de
morir para vivir de nuevo. Un hombre que iba a emprender una de las más
extrañas experiencias que le caben en suerte a una criatura. Sin embargo,
¿era tan extraño? Muchos de nuestros Adeptos superiores lo hacen de vida
en vida. El Da la¡ Lama mismo lo hizo, una y otra vez, ocupando el cuerpo
de un recién nacido. Pero la diferencia consistía en que yo iba a ocupar el
cuerpo de un adulto, a amoldar su cuerpo al mío, cambiando molécula por
molécula del cuerpo completo, no sólo el ego.
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Miré desde mis ventanas sin cristales a la ciudad de Lhasa, tan distan-
te allá abajo. Era duro admitir que los odiados comunistas se habían apode-
rado de ella. Hasta ahora estaban tratando de atraerse a los jóvenes tibeta-
nos mediante asombrosas promesas. Le llamábamos a esto «la miel sobre el
cuchillo»; cuanto antes se lame la miel, tanto más pronto la afilada hoja
queda al descubierto. Las tropas chinas montaban la guardia en el Pargo
Ka ling, tropas chinas montaban también la guardia a la entrada de nuestros
templos; como piquetes de huelga en el mundo occidental se mofaban de
nuestra vieja religión. Los monjes habían sido insultados y hasta maltrata-
dos y se estimulaba a los campe sinos y pastores ignorantes a que hicieran
lo mismo.
Aquí estábamos a salvo de los comunistas, en este casi inescalable
precipicio. En torno nuestro toda aquella zona estaba llena de cuevas y sólo
existía un sendero entre precipicios que llegaba serpenteando hasta el mis-
mo borde del monte a pico, donde el que resbalara caería de una altura de
más de seiscientos metros. Aquí, cuando se aventuraba uno a salir al aire
libre, se usaban unas ropas grises que se confundían con la superficie de la
roca y que nos ocultaban de las posibles miradas de los chinos que usaran
prismáticos.
Allá muy lejos podía ver a especialistas chinos con teodolitos y postes
de medición. Trepaban por allí como hormigas, colocando estaquillas en el
terreno y haciendo anotaciones en sus libros. Pasó un monje ante un solda-
do y éste le pinchó con la bayoneta en una pierna. A través de prismáticos
de veinte aumentos -mi único lujo- que había traído podía ver cómo la san-
gre manaba, así como la sonrisa sádica en el rostro del chino. Esos gemelos
eran buenos, pues descubrían el altivo Potala y mi Chakpori. Pero algo me
andaba por el trasfondo de la mente, algo que allí faltaba. Enfoqué los
prismáticos y miré de nuevo. Sobre las aguas del lago del Templo de la
Serpiente nada se movía. En las calles de Lhasa no había perros rebuscando
desperdicios en los montones de basu ra. Ni gallinas silvestres ni perros.
Me volví hacia el monje que estaba a mi lado.
-Los comunistas los van matando a todos para comérselos. Los perros
no trabajaban y por consiguiente no debían comer, decían los comunistas,
pero en cambio podían prestar un servicio al proporcionar alimento. Ahora
es delito tener perros, gatos u otro animal doméstico de cualquier género
por capricho.
Miré horrorizado al monje. ¿Era eso un delito? Instintivamente volví a
mirar hacia Chakpori.
-¿Qué ocurrió con nuestros g atos de allí? -pregunté.
-Los mataron y se los comieron -fue la respuesta.
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diante esta última tarea. Gracias, hermano, por haberla hecho posible.
Cuando vuelvas del viaje astral, me hallarás muerto a tu lado.
¡El Archivo Akáshico! Qué fuente de conocimientos más ma ravillosa
era. Qué tragedia es que no se investiguen sus posibilidades en lugar de
preocuparse tanto de las bombas atómicas Todo cuanto hacemos, todo lo
que acontece, queda indeleblemente impreso en el Akasha, ese medio sutil
que impregna todo lo material. Cada movimiento que se produce sobre la
Tierra desde que ésta existe, es asequible para aquellos con la prepara ción
necesaria. Para quienes tienen abiertos los «ojos», la historia del mundo
yace ante su vista. Una vieja predicción dice que a: fin de este siglo, los
científicos serán capaces de utilizar el Archivo Akáshico para contemplar
la historia. Sería interesante saber lo que Cleopatra dijo verdaderamente a
Antonio y cuáles fueron las famosas observaciones de Mr. Gladstone. Para
mí sería delicioso ver el rostro de mis crít icos cuando se den cuenta de le
necios que son en realidad, cuando tengan que admitir, al fin, que era ver-
dad lo que yo escribía. Pero, es triste decirlo, ninguno de nosotros estará
aquí entonces.
Mas, ¿este Archivo Akáshico puede ser explicado con más cla ridad?
Todo cuanto acontece «queda impreso» en él por ese medio que pene-
tra hasta el aire. Una vez que se ha producido un ruido o se ha iniciado una
acción, queda allí para siempre. Con instrumentos adecuados cada cual
puede verlo. Mirarlo en términos de luz o de esas vibraciones que llama-
mos luz y visión. La luz viaja a cierta velocidad. Como todo científico lo
sabe, vemos por la noche estrellas que hace tiempo dejaron de existir. Al-
gunas de esas estrellas se hallan tan distantes, que su luz, la que ahora nos
está llegando, pudo haber comenzado a viajar antes de que la Tierra existie-
ra. No tenemos medio de saber si la estrella murió hace un millón de años o
cosa así, porque su luz nos seguirá llegando acaso durante otro millón de
años más. Será más fácil recordar los sonidos. Vemos el destello del relá m-
pago y oímos el ruido del trueno poco después. Es la lentitud del sonido lo
que origina el retraso al oírlo, después de haber visto el relámpago. Es la
lentitud de la luz lo que hace posible un instrumento para «ver» el pasado.
Si pudiéramos trasladarnos en el acto a un planeta tan distante que se
precisara un año de luz para llegar a él, desde el planeta de donde acaba-
mos de partir, entonces podríamos ver la luz que partió de él hace un año.
De contar con algunos telescopios superpotentes, supersensibles, aún ima-
ginarios, con los cuales se pudiese enfocar cualquier parte de la Tierra, po-
dríamos ver desde allí los acontecimientos terrestres ocurridos hace un año.
Admitida la posibilidad de trasladarnos con nuestro supertelescopio a un
planeta tan distante que la luz de la Tierra tardara un millón de años en lle-
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gar; entonces seríamos capaces de ver la Tierra tal y como fue hace un mi-
llón de años. Alejándonos más y más, en un instante, por supuesto, ten-
dríamos que llegar finalmente a un punto desde donde pudiésemos ver el
nacimiento de la Tierra y hasta el nacimiento del Sol.
El Archivo Akáshico nos permite eso precisamente. Mediante un
adiestramiento especial, podemos trasladarnos al mundo astral, donde el
Tiempo y el Espacio no existen, donde dominan otras dimensiones. Enton-
ces se ve todo. ¿Otro Tiempo y otro Es pacio? Como un sencillo ejemplo,
supongamos que tenemos un hilo delgado de un kilómetro de longitud, un
hilo de coser, si queréis. Hemos de pasar de un lado del hilo al otro. Tal y
como son las cosas en la Tierra, no podemos movernos de parte a parte del
hilo ni alrededor de él. Tendremos que movernos todo a lo largo de su su-
perficie hasta el extremo, a la distancia de un kilómetro y regresar por el
otro lado, andando otro kilómetro. El viaje es largo. Pero en lo astral nos
podemos mover de parte a parte. Es un ejemplo muy simple, pero moverse
a través del Archivo Akáshico es sencillo, cuando se sabe cómo.
El Archivo Akáshico no puede utilizarse para fines erróneos, no puede
emplearse para obtener información que pueda dañar a otro. Sólo con un
permiso especial puede uno ver y después dis cutir los asuntos privados de
una persona. Aun cuando, naturalmente, uno puede ver y discutir esas co-
sas que son propiamente el tema de la historia. Ahora yo iba a ver vislum-
bres de la vida privada de otro y luego tenía que decidir finalmente si debía
ocupar ese otro cuerpo en sustitución del mío. Éste estaba rápidamente fa-
llando, para poder cumplir la tarea que me estaba encomendada, y tenía que
tener un cuerpo para «salir del paso», hasta que cambiara sus moléculas
haciéndolas mías.
Quedé en espera de que el lama ciego hablara.
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Capítulo octavo
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veían era invisible para nosotros, como nuestras escenas eran invisibles pa-
ra ello.
-¿Por dónde debemos empezar? -dijo el viejo lama.
-No debemos ser indiscretos -repliqué-, pero necesitamos ver qué cla-
se de hombre es ése de que se trata.
Durante algún tiempo hubo un silencio entre nosotros, mien tras se
formaban las imágenes netas y claras que debíamos ver.
-¡Ah! -exclamé sobresaltado por la alarma -. Está casado. ¿Qué puedo
hacer yo en este caso? ¡Soy un monje célibe! Voy a dejarlo.
Me replegaba alarmado, cuando fui detenido por la visión del anciano
que se estremecía de risa. Durante algún tiempo esa jovialidad fue tan
grande que le resultaba imposible hablar.
-Hermano Lobsang -logró decir al fin -, has alegrado grandemente mis
momentos postreros. Creía por un instante que todas las jerarquías de de-
monios te habían mordido, al dar ese salto tan alto que diste. Vamos a ver,
hermano; no hay problema alguno. Pero primero permite que te contradiga
amistosamente. Deja que te cite la frase de su propia Biblia: «Honroso es
en todos el matrimonio» (Hebreos, capítulo 13, versículo 4).
Una vez más se sintió acometido de un arrebato de risa y, cuanto más
sombríamente le miraba, más reía, hasta que al fin, agotado, cesó de reír.
-Hermano -continuó cuando pudo hacerlo-, aquellos que nos guían y
que nos ayudan lo tienen presente. Tú y esa señora podéis vivir juntos en
compañía. ¿No viven a veces nuestros monjes y nuestras monjas bajo el
mismo techo? No veamos dificultades donde no las hay. Prosigamos con el
Archivo.
Con un suspiro que me salía del corazón, asentí mudamente. De mo-
mento me era completamente imposible hablar. Cuanto más pensaba en
aquello, menos me gustaba. Recordé a mi Guía, el Lama Mingyar Dondup,
sentado cómodamente en algún lugar del País de la Luz Dorada. Mi expre-
sión debió tornarse más y más sombría, porque el viejo se echó a reír de
nuevo.
Al fin ambos nos tranquilizamos, y juntos nos pusimos a observar las
imágenes vivientes del Archivo Akáshico. Vi al hombre cuyo cuerpo se es-
peraba que tomase. Con creciente interés observé que estaba haciendo una
labor quirúrgica. Con satisfacción mía quedó de manifiesto que era un téc-
nico competente y asentí con gesto involuntario de aprobación, al verle tra-
tar un caso tras otro.
La escena cambió y fuimos capaces de ver la ciudad de Londres, en
Inglaterra, como si estuviéramos mezclados con las multitudes de allí. Los
enormes autobuses rojos rugían por las calles, sorteando el tráfico y llevan-
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prendía bien; pero aquellos monstruos grises atados en lo alto, que se mo-
vían inquietos con el viento nocturno, le asombraron realmente. Confieso
que encontré la expresión de mi acompañante de tanto interés como el Ar-
chivo Akáshico.
Vimos cómo aquel hombre salía del tren y marchaba por la calle en
sombras hasta llegar a un bloque de viviendas. Le vimos entrar, pero no
penetramos con él; por el contrario observamos la animada escena de afue-
ra. Las casas habían sido dañadas por las bombas y aún estaban los hom-
bres revolviendo los escombros con el fin de recoger a los vivos y a los
muertos. El gemido de las sirenas interrumpió las operaciones de socorro.
Muy alto, como mariposillas revoloteando en torno de una lámpara, los
bombarderos enemigos fueron sorprendidos por los rayos entrecruzados de
los reflectores. Una luz relumbrante que partió de uno de los bombarderos
atrajo nuestras curiosas miradas, y luego vimos que esas «luces» eran las
bombas cuando descendían. Una de ellas cayó con un chasquido al lado de
un gran bloque de viviendas. Hubo un vivo destello y una lluvia de trozos
de muro. Las gentes salían en tropel del edificio a la dudosa seguridad de
las calles.
-¿Has visto cosas peores que éstas en Shanghai? -preguntó el lama.
-Mucho peores -repliqué-. Allí no teníamos defensa y eran escasas las
facilidades. Como sabes estuve enterrado vivo en un refugio destruido, y
logré salir sólo con grandes dificultades.
-¿Avanzamos un poco en el tiempo? -preguntó mi compañero-. No es
preciso mirar incesantemente, porque los dos estamos débiles de salud.
Convine en esto con premura. Quería simplemente ver cómo era la
persona de cuyo cuerpo yo iba a apoderarme. Para mí no tenía interés algu-
no husmear los asuntos de otro. Avanzamos a lo largo del Archivo, dete-
niéndonos experimentalmente y volviendo a avanzar de nuevo. La luz ma-
tinal estaba mancillada por la humareda de muchos fuegos. Las horas noc-
turnas habían sido un infierno. Parecía que medio Londres estaba ardiendo.
El hombre marchaba por la calle llena de escombros, una calle que había
sido seriamente bombardeada. En una empalizada provisional un policía de
la Reserva de Guerra le detuvo.
-No puede ir más allá, señor. El edificio amenaza ruina.
Vimos que el Director Administrativo llegaba para hablar con el hom-
bre cuya vida estábamos observando. Con unas palabras al policía pasaron
por debajo de la cuerda y fueron juntos hacia el edificio maltrecho. El agua
de las tuberías rotas corría por todas partes. La conducción de aguas y los
alambres de la luz estaban mezclados de modo inextricable, como una ma-
deja de lana con la que ha estado jugando un gatito. Una caja fuerte pendía,
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por alto. Al parecer viven más como hermano y hermana que como esposo
y esposa. ¡Esto debe consolarte, hermano! -añadió el viejo con una risita.
El Archivo Akáshico prosiguió mostrando la vida del hombre con la
velocidad del pensamiento. Podíamos trasladarnos de una parte a otra de
ella, ignorando algunas partes o viendo ciertos acontecimientos una y otra
vez. El hombre se encontró con que una serie de coincidencias le hicieron
volver sus pensamientos más y más hacia oriente. «Sueños», que en reali-
dad eran pequeños viajes astrales bajo el control del viejo lama, le mostra-
ron la vida del Tibet.
-Una de nuestras minúsculas dificultades fue -me dijo el vie jo- que él
quería utilizar la palabra «maestro» siempre que hablaba con alguno de no-
sotros.
-Ah -repliqué-, es uno de los errores frecuentes de los occidentales.
Les encanta usar cualquier nombre que implique domi nio sobre otros.
¿Qué le dijisteis?
El viejo lama sonrió y dijo:
-Tuve una pequeña charla con él y traté de conseguir también de él
que preguntase menos. Te diré lo que le dije, porque será provechoso para
deducir la condición íntima de él. Dije: «Ése es el calificativo que detesta-
mos más yo y todos los orientales». «Maestro» implica que uno trata de te-
ner dominio sobre otros, superioridad sobre aquellos que no tienen el dere-
cho de usar ese título. Se diría un maestro de escuela tratando de inculcar
saber en sus discípulos. Para nosotros, «Maestro» significa Maestro del
Conocimiento, una fuente de sabiduría o alguien que ha «amaes trado» las
tentaciones de la carne. Nosotros, le dije, pre ferimos la palabra Guru o
Adepto. Pues ningún Maestro, tal y como nosotros entendemos la palabra,
tratará nunca de influir sobre un estudiante o de imponerle sus propias opi-
niones. En occidente hay ciertos grupos y ciertos cultos que cre en poseer
ellos solos la llave de los Campos Celestiales. Algunas religiones utilizan
las torturas con el fin de ganar conversos. Le recordé una inscripción en
piedra en lo alto de una de nuestras lamaserías: «Un mi llar de monjes, un
millar de religiones ».
-Al parecer seguía mi charla muy bien- prosiguió el viejo la ma-, de
modo que continué, con el propósito de golpear el hierro cuando estaba ca-
liente. Dije: En la India, en la China y en el antiguo Japón el presunto estu-
diante gustaba de sentarse a los pies del Guru en busca de conocimientos,
no para hacer preguntas, pues los estudiantes sensatos no las hacen nunca,
por miedo de que los despidan. El hacer una pregunta es para el Guru prue-
ba positiva de que el estudiante no esté aún en condiciones de recibir la
respuesta. Algunos estudiantes han esperado hasta siete años para saber la
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lo astral y los pies hacia lo físico, como debe ser. El cuerpo astral osciló y
se agitó. El estruendo súbito de un tren que pasaba velozmente por allí cer-
ca le hizo volver a lo físico. Luego, como si hubiera llegado a adoptar una
decisión repentina, su forma astral se ladeó y quedó ante nosotros. Res -
tregándose los ojos, como alguien que despierta de un sueño, nos miró.
-¿Así que deseas dejar tu cuerpo? -pregunté.
-Sí, detesto esto -exclamó con vehemencia.
Quedamos mirándonos el uno al otro. Me pareció que era un hombre
muy mal comprendido. Un hombre que, en Inglaterra, no se haría destacar,
pero que en el Tibet hubiera tenido posibilidades. Rió con amargura:
-¿De modo que deseas mi cuerpo? Bueno, acaso te arrepientas. En In-
glaterra importa poco lo qué se sepa, sino a quién se conoce. No puedo ob-
tener trabajo y ni siquiera el subsidio de paro. Prueba a ver si tú puedes
hacerlo mejor.
-Calla, amigo -dijo el viejo lama-, porque no sabes con quien estás
hablando. Acaso tu violencia te haya impedido obtener ocupación.
-Tienes que dejarte crecer la barba -le dije yo-, porque si ocupo tu
cuerpo, será pronto sustituido por el mío, y yo he de tener barba para ocul-
tar el deterioro de mi mandíbula. ¿Puedes dejarte crecer la barba?
-Sí señor -replicó-. Me la dejaré crecer.
-Muy bien -dije-. Volveré aquí dentro de un mes y ocuparé tu cuerpo,
dándote libertad, de modo que mi cuerpo propio pueda finalmente reem-
plazar al que yo haya ocupado. Dime -pregunté-, ¿cómo te acercaste por
primera vez a las gentes de mi país?
-Desde hace largo tiempo, señor, detesto la vida de Inglaterra -dijo-, su
injusticia, su favoritismo. Toda mi vida he estado interesado por el Tibet y
por los países del lejano Oriente. Toda mi vida he tenido «sueños» en los
cuales veía o me pareció ver el Tibet, China y otros países que no recono-
cía. Hace algún tiempo experimenté fuertes impulsos de cambiar mi nom-
bre, siguiendo el tramite legal, y lo hice.
-Sí -observé-, estoy al corriente de todo eso. Pero ¿cómo te acercaste
recientemente y qué viste?
Él pensó un poco y luego dijo:
-Para contar eso tendría que hacerlo a mi manera y algunas de las refe-
rencias que tenía parecen ser incorrectas a la luz de mis conocimientos pos-
teriores.
-Muy bien -repliqué-, cuéntamelo a tu manera y nosotros podemos
hacer posteriormente la enmienda de cualquier mala in terpretación. Debo
conocerte mejor, si voy a ocupar tu cuerpo y ésta es una forma de conocer-
te.
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de cuanto antes las había visto. Los colores eran como nuevos y de una vi-
veza sorprendente.
Con cautela me puse en pie y miré en torno. Con sorpresa y horror vi
que mi cuerpo yacía postrado en el suelo. No había sangre visible, pero sin
duda era evidente un terrible golpe en la sien derecha. Quedé más que un
poco desconcertado, porque mi cuerpo respiraba con estertores y daba se-
ñales de sufrimiento considerable. «Es la muerte -pensé-; he muerto, ya no
volveré allí nunca más.» Vi un leve cordón como de humo que ascendía de
mi cuerpo, de la cabeza de mi cuerpo. En el cordón no había movimiento
alguno ni pulsación y sentí un dolor nauseabundo. Me estaba preguntando
qué debía hacer. Me parecía estar enraizado a aquel lugar por el miedo, o
acaso por alguna otra razón. Luego, un repentino movimiento, el único
movimiento de aquel extraño mundo mío, atrajo mi mirada y casi grité o
hubiera gritado de haber tenido voz. Se acercaba hacia mí, marchando por
la hierba la figura de un lama tibetano vestido con la túnica aza franada de
la Orden Superior. Sus pies se hallaban varios palmos por encima del suelo
y, sin embargo, venía hacia mí regularmente. Le miré con la mayor estupe-
facción.
Avanzaba en mi dirección tendiéndome las manos y sonriéndome. Di-
jo: «No tengas miedo. No hay nada que deba inquietarte». Tuve la impre-
sión de que sus palabras eran de una lengua diferente de la mía, de la tib e-
tana acaso; pero las comprendí, aun cuando no había oído ningún sonido.
No había ruido alguno. Ni siquiera podía oír el canto de los pájaros o el sil-
bido del viento en los árboles. «Sí», dijo él penetrando en mis pensamie n-
tos. «No utilizamos el lenguaje, sino la telepatía. Te estoy hablando tele-
páticamente.» Nos miramos el uno al otro y luego al cuerpo que yacía en el
suelo entre nosotros. El tibetano me miró de nuevo y, sonriendo, dijo:
«¿Estás sorprendido de mi presencia? Estoy aquí porque he sido atraído
hacia ti. He dejado mi cuerpo en este mismo momento y he sido arrastrado
hacia ti porque las vibra ciones propias de tu vida armonizan fundamental-
mente con alguien en favor del cual obro. Así que he venido, porque nece-
sito tu cuerpo para alguien que ha de proseguir su vida en el mundo occi-
dental y que tiene que realizar una tarea sin sufrir interrupciones».
Le miré sorprendido. ¡Debía estar loco al decir que quería mi cuerpo!
Yo también lo quería. Aquél era mi cuerpo y no deseaba que nadie arra m-
plara con algo de mi propiedad como eso. Había sido expulsado fuera de
mi vehículo físico contra mi voluntad e iba a volver. Pero el tibetano evi-
dentemente percibió de nuevo mis pensamientos. Dijo: «¿Qué es lo que te
espera? Falta de trabajo, enfermedad, infelicidad, una vida mediocre en un
ambiente mediocre, y luego en un futuro no demasiado distante, la muerte
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y el empezar todo de nuevo. ¿Has logrado algo en la vida? ¿Has hecho algo
de que puedas estar orgulloso? Piénsalo bien».
Lo pensé, pensé en el pasado, en el fracaso y la incompren sión, en la
infelicidad.
Él me interrumpió:
-¿Te agradaría saber que tu Kharma había sido borrado, que habías
contribuido materialmente a la realización de una tarea de lo más benefi-
ciosa para la humanidad?
-Bueno -dije -, no sé nada sobre eso, pero la humanidad no ha sido
demasiado bondadosa para mí. ¿Por qué he de preocuparme por ella?
-No -replicó él-, en esta tierra estás ciego para la verdadera realidad.
No sabes lo que dices; pero con el transcurso del tiempo y en una esfera di-
ferente, te darás cuenta de las oportunidades que has perdido. Necesito tu
cuerpo para alguien.
-Bueno -dije -, ¿qué puedo hacer yo? No me es posible andar errando
como un fantasma todo el tiempo y los dos no podemos tener el mismo
cuerpo.
Ya ven que tomaba todo al pie de la letra. Pero había algo apremiante,
algo enteraremente sincero en aquel hombre. No puse en duda por un mo-
mento que pudiera tomar mi cuerpo y me dejara partir a alguna otra parte,
pero deseaba informarme mejor. Quería saber lo que estaba haciendo. Me
sonrió y dijo tranquilizadoramente:
-Tú, amigo mío, tendrás tu recompensa; escaparás del Kharma, irás a
una esfera de actividad diferente y tus pecados serán borrados, por lo que
has hecho. Pero tu cuerpo no puede ser tomado a menos que tú lo consien-
tas.
A mí no me gustaba la idea en absoluto. Yo había tenido aquel cuerpo
durante unos cuarenta años y estaba enteramente ligado a él. No me agra-
daba la idea de que cualquier otro lo cogiese y se largase con él. Además,
¿qué iba a decir mi esposa? ¿Viviría con un hombre extraño sin saber nada
de aquello? El lama me miró de nuevo y dijo:
-¿No piensas en la humanidad? ¿No estarías dispuesto a hacer algo
por redimir tus propios errores, por dar cierta finalidad a tu propia vida me-
diocre? Tú serás el que salga ganando. Aquel en cuyo nombre otro tomará
sobre sí esta dura vida tuya.
Miré en torno. Vi el cuerpo que estaba entre ambos y pensé: «Bueno,
¿qué más da? Ha sido una dura vida la mía. Estoy bien cansado de ella».
Así que respondí:
-Muy bien, haz que vea a qué lugar iré y, si me agrada, diré que sí.
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caballo empezó a tro tar y el pájaro que se cernía en lo alto salió disparado
en pleno vuelo. Las hojas murmuraron y se agitaron y las hierbas se mo -
vieron, formando leves ondulaciones a medida que el viento las barría.
Enfrente, en el Hospital de Campo local, una ambulancia que iba ro-
dando se detuvo; descendieron dos sanitarios, fueron corriendo a la trasera
y sacaron una camilla en la cual estaba una anciana. Sin prisa, los hombres
maniobraron con la camilla para ponerla en posición adecuada y la llevaron
dentro del hospital.
-Ah -dijo el hombre-. Ella va al hospital y yo voy a la libertad. -Miró el
camino de arriba abajo y dijo -: Mi esposa sabe todo esto; se lo expliqué y
está conforme. -Dirigió la vista hacia la casa y señaló -: Ésa es su habit a-
ción y la suya ésta. Ahora estoy más que dispuesto.
Uno de los lamas asió la forma astral del hombre y deslizó una mano a
lo largo del Cordón de Plata. Parecía estar atándolo como se ata el cordón
umbilical de un niño después de su nacimiento.
-¡Listo! -dijo uno de los sacerdotes.
El hombre, libre del cordón que lo sujetaba, flotó en compañía del sa-
cerdote que le atendía. Yo sentí un dolor cauterizador, una angustia extre-
ma que no deseé nunca sentir, y luego el lama superior dijo:
-Lobsang, ¿puedes introducirte en el cuerpo? Te ayudaremos.
Todo se oscureció. Hubo una sensación extremadamente vis cosa de
una rojez oscura. Una sensación sofocante. Sentí que estaba constreñido,
limitado dentro de algo demasiado pequeño para mí. Tanteé el interior del
cuerpo, sintiéndome como un piloto ciego en un avión muy complicado,
preguntándome cómo accionaría aquel cuerpo. «¿Qué ocurriría si ahora
fracasara?», pensé para mí, afligido.
Desesperadamente, tanteé y pulsé. Al fin vi destellos de rojo, luego
algo de verde. Tranquilizado, intensifiqué mis esfuerzos y entonces fue
como si se levantara una persiana. ¡Pude ver! Mi vista era precis a mente la
misma de antes. Podía ver las auras de las gentes que estaban en la carrete-
ra. Pero no podía moverme.
Los dos lamas se hallaban a mi lado. De ahora en adelante, según es-
taba descubriendo, podría ver ya siempre tanto las figuras astrales como las
físicas. Podía también mantenerme en contacto con mis compañeros del
Tibet. «Era un premio de consolación -me dije para mí- por verme comp e-
lido a permanecer en Occidente.»
Los dos lamas parecían preocupados por mi rigidez y mi inca pacidad
de moverme. Desesperadamente me esforcé más y más, culpándome a mí
mismo con acritud por no haber tratado de descubrir y de vencer cualquier
diferencia entre el cuerpo del oriental y el del occidental.
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Del otro lado de las ventanas me llegaban voces, pero eran tan «ingle-
sas» que me resultaba casi imposible comprender lo que se decía. El inglés
que había oído anteriormente, había sido el norteamericano y el canadiense,
pero aquí escuchaba las sílabas, extrañamente acentuadas, de una manera
excesivamente local que me desconcertaba. Mi propio lenguaje era difícil,
según pude ver. Cuando traté de hablar, produje sólo cavernosos graznidos.
Las cuerdas vocales las sentía gruesas y extrañas. Aprendí a hablar poco a
poco, pensando primero lo que iba a decir. Tenía inclinación a pronunciar
«chei» en lugar de «yei», convirtie ndo John en «Chon», y cometiendo otros
errores análogos. A veces apenas podía yo mismo comprender lo que decía.
Aquella noche los lamas viejos astrales volvieron de nuevo y me ani- maron
en mi desaliento, diciendo que ahora sería para mí el viaje astral más fácil.
También me hablaron de mi cuerpo tibetano solitario, guardado con toda
seguridad en un sarcófago de piedra, bajo el incesante cuidado de tres
monjes. Las investigaciones en la literatura antigua demostraban, me dije-
ron, que iba a ser fácil y que llegase a poseer mi propio cuerpo, pero que el
traspaso completo exigiría un poco de tiempo.
Durante tres días permanecí en mi habitación, descansando, ejercitán-
dome en los movimientos, acostumbrándome al cambio de vida. En la no-
che del tercer día me dirigí todo estremecido al jardín amparado por la os-
curidad. Ahora descubrí que empezaba a adueñarme de mi cuerpo, aun
cuando había incontables ocasiones en que un brazo o una pierna podían
fallar y no responder a mis mandatos.
A la otra mañana, la mujer que ahora conocía como mi esposa, dijo:
-Debes ir a la Bolsa de Trabajo, a ver si hay alguna ocupación para ti
aún.
¿La Bolsa de Trabajo? Durante algún tiempo esas palabras no me dije-
ron nada, hasta que utilizó el término «Ministerio de Tra bajo». Entonces
comprendí. No había estado nunca en un lugar . así y no tenía ni idea de
cómo había de comportarme o qué tenía que hacer allí. Averigüé, por la
conversación, que estaba en cierto lugar cercano a Hampton Court, pero
que se llamaba Molesey.
Por alguna razón que entonces no comprendí, no tenía dere cho a exi-
gir ningún subsidio de paro. Después supe que si una persona deja su em-
pleo voluntariamente, por muy ingrata y absurda que sea su ocupación, ya
no tiene derecho a reclamar nada, aun cuando hubiera cotizado durante
veinte años.
-¡La Bolsa de Trabajo! -me dije -. Ayúdame a buscar la bicicleta e iré.
Juntos bajamos las escaleras, volvimos hacia la izquierda, donde esta-
ba el garaje, ahora atestado de viejos muebles, y allí estaba la bicicleta, un
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Capítulo noveno
La Bolsa de Trabajo era una casa sombría en una calle lateral. Fui has-
ta allí, desmonté y eché a andar en dirección a la puerta.
-¿Quiere que le roben la bici? -dijo una voz a mis espaldas?
Me volví hacia el que había hablado.
-¿De veras los sin trabajo se roban unos a otros? -pregunté.
-Debe de ser nuevo aquí. Ponga una cadena y un candado en la bic i-
cleta o se verá obligado a volver andando a casa.
Dicho esto, el que había hablado se encogió de hombros y entró en el
edificio. Volví, y estuve buscando en la bolsa del sillín de la máquina. Sí,
había una cadena y un candado. Estaba a punto de poner la cadena en la
rueda, como había visto hacerlo a otros, cuando un terrible pensamiento me
acometió: ¿dónde estaba la llave? Anduve buscando en aquellos bolsillos
que no me eran conocidos y saqué un manojo de llaves. Probé una tras otra
y al final encontré la que correspondía.
Fui por el caminillo y entré. Cartelones con flechas de tinta negra in-
dicaban el camino. Volví hacia la derecha y entré en una habitación donde
había amontonadas una porción de sillas de madera, incómodas.
-Hola, profesor -dijo una voz-. Venga a sentarse a mi lado y a esperar
el turno.
Fui hacia el que había hablado, abriéndome camino hasta una silla al
lado de la suya.
-Parece distinto usted esta mañana -continuó diciendo-. ¿Qué ha
hecho?
Le dejé hablar y fui recogiendo pequeños retazos de informa ción. El
empleado iba dando nombres y los que esperaban iban a la mesa y se sen-
taban ante él. Oí un nombre que me pareció vagamente conocido. «¿Será el
de alguien a quien conozco?», me pregunté. No se movió nadie y volvieron
a repetir el nombre.
-¡Vaya, es usted! -dijo mi nuevo amigo.
Me levanté, fui hacia la mesa y me senté, como había visto hacer a los
otros.
-¿Qué le ocurre esta mañana? -preguntó el empleado-. Le he visto en-
trar, luego dejé de verle y creí que se había ido a casa. -Me miró con fijeza -
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No sé por qué parece distinto esta ma ñana. Cosa del peinado no puede ser,
por que no tiene pelo.
Luego, poniéndose muy serio, declaró:
-No hay nada para usted, lo siento. Que tenga mejor suerte la próxima
vez. El siguiente, haga el favor.
Salí desalentado y volví en bicicleta a Hampton Court. Allí compré un
periódico y seguí por la orilla del Támesis. Era un lugar hermoso, un lugar
a donde iban los londinenses en sus días libres. Me senté sobre la hierba en
declive y, recostado en un árbol, leí las columnas del periódico correspon-
dientes a las «ofertas de trabajo».
-No conseguirás nunca un empleo mediante la Bolsa de Tra bajo -dijo
una voz, y salió del camino un hombre que fue a dejarse caer en la hierba a
mi lado. Arrancando una hojita la masticó pensativo, y pasándola de un la-
do a otro de la boca-. No te pagan ningún subsidio, ¿verdad? Pues entonces
no te colocarán tampoco. Se ahorran dinero, ¿comprendes?
Pensé en lo que decía y me pareció razonado, aun cuando el hombre
aquel hablaba con un lenguaje tal que hacía dar vueltas a mi cabeza.
-Bueno, ¿qué haría usted?
-¿Yo? ¡Qué ingenuo! Yo no quiero ningún trabajo. Voy sólo a que me
den el subsidio y con eso me arreglo y hasta ahorro un poco. Bueno, chico,
si verdaderamente deseas trabajo, ve a uno de esos Burreys. Mira aquí; deja
que eche un vistazo.
Tendió la mano y tomó el periódico. Quedé desconcertado e interro-
gándome qué sería un Burrey. ¡Cuánto había que aprender!, pensé. Qué ig-
norante era de todo lo referente al mundo occidental. Humedeciéndose los
dedos y mascullando las letras para sí, el ho mbre aquel pasaba las hojas.
-¡Aquí está! -exclamó triunfalmente-. «Burreys de Coloca ción», aquí.
Eche un vistazo usted mismo.
Rápidamente recorrí la columna claramente señalada con la huella de
un pulgar sucio. «Bureaux de Colocación, Agencias de Trabajo, Empleos.»
-Pero esto es para mujeres -dije, contrariado.
-¡Quítese usted de ahí! -replicó-. No sabe leer. Aquí dice hombres y
mujeres. Vaya a verles y no deje que le engañen. Ah, si les deja, le maneja-
rán a su antojo. Dígales qué trabajo quiere y todo lo demás.
Aquella tarde me apresuré a ir al centro de Londres y, trepando por
unas sucias escaleras, subí a unas oficinas destartala das en un a calle apar-
tada de Soho. Una mujer maquillada, con cabello rubio artificial y uñas
pintadas de rojo escarlata, estaba sentada ante una mesa metálica en una
habitación tan pequeña que podría ser una alacena.
-Quiero un empleo -dije.
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Who are you?: ¿Quién es usted?
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Reanudó su escritura que, según pude ver, era una carta personal a una
mujer.
-¡Oiga! -dije en voz alta-. Necesito que se ocupe de mí ahora.
-Mi querido amigo -farfulló-. Nosotros, sencillamente, no podemos
hacer las cosas tan deprisa; hemos de tener método, ¿comprende?, método.
-Bueno -dije-. Quiero una ocupación ahora o que me devuelvan el di-
nero.
-Querido amigo, querido amigo -suspiró -, ¡es verdaderamente fantás-
tico!
Echando un vistazo a mi expresión resuelta, suspiró de nuevo y emp e-
zó a abrir un cajón tras otro, como ganando tiempo para pensar qué iba a
hacer a continuación. Tiró de uno con dema siado fuerza, hubo un
golpetazo y se esparcieron por el suelo objetos personales de todo género.
Una caja con un millar de clips se volcó. Anduvimos recogiendo del suelo
cosas y echándolas sobre la mesa.
Por fin todo quedó recogido y puesto en su sitio.
-Este condenado cajón -dijo, resignado-. Siempre se sale. Los otros es-
tán ya acostumbrados a esto.
Durante algún tiempo quedó allí repasando el fichero, luego miró
montones de papeles y movió la cabeza negativamente. Cuando los guardó
y cogía otro montón, dijo:
-¡Ah! -y luego quedó callado. Minutos después añadió-: Sí, tengo un
trabajo para usted.
Revolvió los papeles, se cambió de gafas y tendió la mano a ciegas
hacia un montón de tarjetas. Tomando la que estaba encima, la colocó ante
él y lentamente empezó a escribir:
-Vamos a ver, ¿dónde es? ¡Ah, sí! En Clapham. ¿Conoce Clapham?
Sin esperar la respuesta prosiguió:
-Es un estudio de revelado fotográfico. Tendrá que trabajar por las no-
ches. Los fotógrafos callejeros del West End llevan allí su trabajo por la
noche y recogen las pruebas por la mañana. Hum, sí, vamos a ver. -Siguió
revolviendo papeles -. En ocasiones tendrá que trabajar usted también en el
West End con la cámara, como suplente. Ahora lleve esta tarjeta a esta di-
rección y vea a este señor -terminó, señalando con el lápiz el nombre que
había escrito en la tarjeta.
Clapham no era uno de los distritos más sanos de Londres; la direc-
ción a la que fui se hallaba en una calle apartada y pobre de un barrio cer-
cano a un apartadero del ferrocarril y era cierta mente un lugar poco grato.
Llamé a la puerta de una casa cuya pintura estaba desconchada y que tenía
en una ventana un cristal «reparado» con papel de goma. La puerta se abrió
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ligeramente y por ella atisbó una mujer desaliñada y con los cabellos re-
vueltos que le caían sobre el rostro.
-¡Eh! ¿Qué quiere?
Se lo dije y, sin responder, se volvió para gritar:
-¡Harry! ¡Uno que viene a verte!
Después se fue, cerrando la puerta y dejándome fuera. Algún tiempo
después la puerta se volvió a abrir y apareció en ella un hombre de aspecto
rudo, sin afeitar, sin cuello y con un cigarrillo colgando del labio inferior.
A través de los grandes agujeros de las zapatillas asomaban los dedos de sus
pies.
-¿Qué desea, jefe? -preguntó.
Le tendí la tarjeta del Bureau de Colocación. Él la tomó por un ángulo
y, después de mirarla, me miró a mí. Luego volvió a mirar la tarjeta y dijo:
-Extranjero, ¿eh? Hay muchos en Clapham. No tan deseables como
nosotros los ingleses.
-¿Quiere hablarme del trabajo? -pregunté.
-Todavía no -replicó-. Primero tengo que examinarle. Pase. Estoy en
el bismint.
Con esto me dio la espalda y desapareció. Al entrar estaba bastante
desconcertado. ¿Cómo podía estar en el birmint cuando se hallaba ante mí?
¿Y qué era, a fin de cuentas, el birmint?
El vestíbulo de la casa era oscuro. Permanecí allí sin saber a donde ir
y me sobresalté cuando una voz gritó a mi lado, al parecer junto a mis
pies:
-¡Eh, jefe! ¿No baja?
Hubo un arrastrar de pies y la cabeza del hombre asomó por la puerta,
débilmente iluminada del basament (sótano), puerta que yo no había visto.
Le seguí por unas escaleras de madera destartaladas, temiendo caer por
ellas a cada paso.
-El laboratorio -dijo el hombre con orgullo.
Una bombilla de tono ámbar oscuro lucía a través del humo de tabaco.
La atmósfera era sofocante. A lo largo de una pared había una mesa de tra-
bajo con un desagüe que corría por toda su longitud. Sobre ella, cubetas de
revelado esparcidas a lo largo. En una mesa aparte, a un costado, una am-
pliadora muy usada, mientras que una tercera mesa, forrada con lámina de
plomo, contenía una s erie de grandes frascos.
-Me llamo Harry Henry -dijo el hombre -. Prepare sus soluciones para
que pueda ver cómo se las arregla. -Y, como pensándolo después, añadió-:
Nosotros empleamos siempre el contraste Johnson; salen muy bien.
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culas estaban listas para pasar al lavado por unos minutos. Fuera otra vez y
a sumergirlas en el fijativo por un cuarto de hora. Otro chapuzón, esta vez
en hiposulfito, y las películas estaban dispuestas para el secado.
Mientras se estaba secando encendí la luz ámbar y amplié unas cuan-
tas pruebas.
Dos horas después tenía todas las películas ampliadas, fijadas, lavadas
y secadas rápidamente en alcohol metílico. Habían pasado cuatro horas y
estaba adelantando mucho en el trabajo, pero también estaba sintiendo
hambre. Eché un vistazo en torno, pero no vi medio alguno de preparar té.
Ni siquiera había nada con qué hervir el agua; así que me senté, desenvolví
mis bocadillos y lavé cuidadosamente una copa graduada del la boratorio
para poder beber un poco de agua. Pensé en la mujer de arriba, preguntán-
dome si estaría bebiendo un buen té caliente y deseando que me trajera una
taza.
La puerta que había en lo alto de las escaleras del sótano se abrió de
golpe, con estrépito, dejando pasar un torrente de luz. Apresuradamente me
lancé a cubrir un paquete de papel sensible abierto, antes de la que la luz lo
velara, cuando una voz vociferó:
-¡Eh! ¡Usted, el que está allí! ¿Quiere una taza? Esta noche no se dan
bien los negocios y acabo de hacer una tetera antes de irme a la cama. No
podía quitármele a usted del pensamiento. Debe haber sido la telepatía.
Rió su propia broma y bajó con estrépito las escaleras. Posando la
bandeja, se sentó en un asiento de madera y exhaló un ruidoso:
-¡Uf? ¿No está demasiado caliente esto? -Se deslió el cinturón de la
bata y la abrió. Horrorizado, vi que ¡no llevaba nada debajo! Ella percibió
mi mirada y rió a carcajadas-. No estoy tentándole; tiene otros trabajos en-
tre manos esta noche.
Se puso en pie y la bata cayó al suelo, mientras tendía la mano al mo
n- tón de las pruebas que se estaban secando.
-¡Hola! -exclamó, rebuscando entre ellas -. ¡Qué caras! No sé dónde
toman esos tíos las fotos.
Volvió a sentarse, abandonando, al parecer, su bata sin desagrado.
Hacía calor y se estaba tornando aquello más caliente aún.
-¿Cree en la telepatía? -preguntó.
-Desde luego -repliqué.
-Pues yo he visto un espectáculo en el Palladium donde hicieron tele-
patía. Yo apostaría que era de verdad, pero el fulano que me llevó dijo que
era todo mentira.
Hay una leyenda oriental acerca de un viajero que marchaba por el es-
pacioso desierto de Gobi. Su camello había muerto y el hombre iba arra s-
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trándose casi muerto de sed. Frente a él, de pronto, vio lo que parecía ser un
pellejo de cabra lleno de agua, uno de esos pellejos que llevan los viaje- ros.
Se abalanzó con furia hacia él y se inclinó para beber, encontrándose con
que era solamente una piel repleta de diamantes de lo mejor, que otro
viajero sediento había dejado abandonada para aligerar su carga. Así se
comportan las gentes en Occidente. Buscan riquezas ma teriales, buscan
progresos técnicos, cohetes cada vez mayores y que produzcan mayores
explosiones, aviones sin piloto e intentan la investigación del espacio. Pero
los valores auténticos: el viaje astral, la clarividencia y la telepatía los mi-
ran con recelo, creyendo que son trucos escénicos engañosos o cómicos.
Cuando fueron los ingleses a la India, era bien sabido que los hindúes
podían enviar mensajes a larga distancia, referentes a revueltas, obstáculos
para el desembarco o cualquiera otra noticia de interés. Esos mensajes re-
corrían el país en unas cuantas horas. Lo mismo se observó en África y fue
conocido como el «telégrafo de la selva». Con adiestratamiento adecuado
no se necesitarían los telégrafos alámbricos. Ni los teléfonos, que nos ata-
can los nervios. Podríamos mandar mensajes valiéndonos de nuestras capa-
cidades innatas. En países orientales «simpatizan» con la idea y no existen
allí pensamientos en contra que eviten poner en funciones las dotes natura-
les.
-Marie -le dije-. Voy a mostrarle un pequeño truco que demuestra la
telepatía, o que la Mente está sobre la Materia. Yo soy la Mente y usted es
la Materia.
Me miró con recelo, casi indignada por un momento, pero luego repli-
có:
-De acuerdo; alguna broma, por supuesto.
Concentré mi pensamiento en la nuca de ella, imaginando que una
mosca le picaba. Vi al insecto picándole. De pronto, Marie se dio un capi-
rotazo en aquel sitio, utilizando una palabra muy fea para designar al insec-
to ofensor. Imaginé que le picaba aún con más fuerza y mirándome se echó
a reír.
-¡Atiza! -exclamó -. Si yo pudiera hacer eso, me divertiría mu cho con
los fulanos que vienen a visitarme.
Noche tras noche fui a la casucha de la calleja retirada y gris. Cuando
Marie no estaba ocupada, solía bajar con una tetera a charlar y a escuchar.
Poco a poco me fui dando cuenta de que bajo su duro exterior, y a pesar de
la vida que llevaba, era una mujer bondadosa con quienes estaban necesita-
dos. Me habló del que me daba trabajo y me previno que debía estar en la
casa temprano el último día del mes.
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Noche tras noche, revelé y tiré pruebas, dejando todo dispuesto para
ser recogido a primera hora de la mañana. Durante todo un mes no vi a na-
die sino a Marie; luego, el día treinta y uno me quedé más tarde. A eso de
las nueve bajó con estrépito por las escaleras sin alfombrar un individuo de
aire astuto. Se detuvo al llegar abajo y me miró con manifiesta hostilidad.
-Se cree que le van a pagar, ¿eh? -dijo con desdén-. Usted trabaja de
noche; ahora, fuera de aquí.
-Me iré cuando esté dispuesto a hacerlo, no antes -repliqué.
-¿Qué? -exclamó -. ¡Le voy a enseñar a cerrar la boca!
Atrapó una botella, le quitó el cuello de un golpe contra la pared y vi-
no hacia mí con los filos mellados dirigidos contra mi rostro. Estaba fatiga-
do y un poquito enfadado. Algunos de los más grandes maestros del arte
me habían enseñado a luchar en Oriente. Desarmé al despreciable y peque-
ño sujeto, una tarea fácil, y echándomelo encima de los rodillas le propiné
la azotaina mayor que nunca había recibido. Marie oyó los gritos, se lanzó
fuera de la cama y se sentó en las escaleras a disfrutar con la escena. El fu-
lano estaba llorando verdaderamente; de modo que le metí la cabeza en el
tanque de lavar las pruebas, con el fin de que se limpiara las lágrimas y de-
jara de lanzar palabras obscenas. Cuando lo dejé en pie, le ordené:
-Quédese en un rincón. Si se mueve antes de que se lo permita, emp e-
zaremos de nuevo.
No se movió.
-¡Atiza! Esto es algo que merece la pena de verse -dijo Marie-. Este
enano es el jefe de una de las bandas de Soho. Usted lo tiene asustado a pe-
sar de ser él quien siempre asusta a todos.
Me senté y esperé. Cosa de una hora después, el que me había dado
trabajo bajó por la escalera y se puso pálido al verme con el «gángster».
-Quiero mi dinero -le dije.
-Es un mes malo -replicó él- y no tengo dinero. He de pagarle a él por
su protección -añadió, apuntando al «gángster». Le miré.
-¿Se cree que voy a trabajar en este cochino agujero por nada?
-Deme unos días y veré si pudo rebañar algo. Este -señaló al «gángs-
ter»- se lleva todo mi dinero, porque si no le pago pone a mis fotógrafos en
un brete.
Ni pago, ni muchas esperanzas de conseguirlo tampoco. Convine en
continuar otras dos semanas, para dar al «patrono» tiempo de encontrar di-
nero de algún modo. Dejé la casa entristecido, pensando en la suerte que
tenía al poder ir en bicicleta a Clapham, pues me ahorraba los gastos de
transporte. Cuando iba a quitar la cadena a mi máquina, el «gángster» se
deslizó furtivamente hacia mí.
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-Oiga -me susurró con voz ronca-: ¿quiere conseguir un buen trabajo?
Sígame. Veinte libras por semana, todo al contado.
-Lárguese de aquí, lloricón traicionero -repuse severamente. -
¡Veinticinco libras por semana!
Como me volví exasperado hacia él, se escabulló con ligereza, mu r-
murando:
-¡Ponga treinta, la oferta máxima! ¡Todas las mujeres que quiera y la
bebida que se le antoje! ¡Diviértase!
Al ver mi expresión, saltó por encima de la barandilla del sótano y
desapareció rápidamente hacia las habit aciones privadas de alguien. Yo
volví las espaldas y, subiendo a la bicicleta, partí.
Durante casi tres semanas conservé el puesto, haciendo el re velado y
trabajando luego un rato como fotógrafo callejero. Pero ni yo ni los otros
conseguimos que nos pagaran. Al fin, desesperados, nos marchamos todos.
Para entonces nos habíamos mudado a una de esas ambiguas plazas
del distrito de Bayswater, y visité las Bolsas de Trabajo unas tras otras. Al
fin, probablemente por deshacerse de mí, un funcionario dijo:
-¿Por qué no va al departamento de Empleos Superiores, en Tavistock
Square? Le daré una tarjeta.
Fui allí muy esperanzado. Se me hicieron promesas maravillo sas. Una
de ellas fue ésta:
-¡Caramba! Pues sí, puede usted convenirnos. Precisamente necesita-
mos una persona para una nueva estación de investigaciones atómicas en
Caithness, Escocia. ¿Podría ir allí para una entrevista?
Afanosamente rebuscó entre los papeles. Yo repliqué:
-¿Pagan los gastos de viaje?
-¡Ah, querido señor, no! -fue la enfática respuesta-. Tendrá que ir por
su cuenta.
En otra ocasión viajé -por mi cuenta- a Carding, en Gales. Se precis a-
ba allí una persona con conocimiento de construcciones. Hice el via je por
mi cuenta a través de Inglaterra y Gales. Anduve por las calles de Carding y
llegué al otro extremo de la ciudad.
-¡Vaya, vaya! Pues todavía está muy lejos, mire -dijo una afa ble mu jer
a la que pregunté la dirección.
Seguí anda que anda y finalmente llegué a la puerta de una casa oculta
entre los árboles. La calzada interior estaba bien cuidada y era muy larga y
empinada. Al fin llegué. El hombre ama ble con el que me vi examinó mis
papeles (los que me habían sido enviados a Inglaterra desde Shanghai). Los
examinó y asintió con un gesto.
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toda la ciudad, de casa en casa, y no pudo encontrar una sola que no hubie-
ra sido visitada alguna vez por la muerte.
Poco a poco volvió a seguir sus pasos, subiendo la ladera de la monta-
ña. Buda, como antes, estaba sentado meditando.
«¿Me has traído el grano de mostaza?», preguntó.
«No, ni lo buscaré más -digo ella-. Mi dolor me cegaba de tal modo
que creía ser la única que sufría y padecía.»
«Entonces, ¿por qué has vuelto a mí?», preguntó Buda.
«Para pedirte que me enseñes la verdad», respondió ella.
Y Buda le dijo:
«En todos los mundos humanos y en todos los mundos divinos sólo
hay una ley: que las cosas son perecederas».
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Miré el trozo de papel que tenía en la mano. ¿Regent Street? Pero ¿en
qué lugar de la calle estaría? Bajé del metro en Oxford Circus y, con mi
suerte de costumbre, descubrí que estaba en el extremo contrario. Regent
Street se hallaba atestada; las gentes parecían rondar a la entrada de los
grandes almacenes. Un pelo tón de muchachos uniformados o una banda
del Ejército de Salvación, no sabría decir cuál de las dos cosas, marchaba
rui- dosamente por Conduit Street abajo. Seguí andando, pasé ante la
asocia- ción de orfebres y plateros, pensando en lo mucho que podrían
ayudarme para mis investigaciones unas pocas de sus joyas. Donde la calle
se curvaba para entrar en Piccadilly Circus, crucé a la otra acera y busqué
aquel con- denado número. Había agencias de viaje y zapaterías, pero no
agentes lite- rarios. Luego vi el número emparedado entre dos tinieblas.
Penetré por un pequeño vestíbulo en cuyo extremo distante había un
ascensor abierto. Vi un pulsador y lo oprimí. Pero no ocurrió nada. Es peré
cosa de cinco minu- tos y op rimí de nuevo el botón. Hubo ruido de
pisadas.
-Me ha hecho salir del sótano de la calefacción -dijo una voz-. Preci-
samente cuando estaba tomando una taza de té. ¿Qué piso desea?
-Quiero ver a Mr. B... -dije -. No sé el piso.
-Ah, el tercero -dijo el hombre-. Está en casa. Le he subido. Aquí es -
dijo, abriendo la verja de hierro -. Dando vuelta a la derecha, en aquella
puerta. -Con esto desapareció para volver a su té frío.
Abrí la puerta que se me había indicado y fui hacia un pequeño mo s-
trador.
-¿El señor B...? -dije -. Tengo una cita con él.
Una muchacha de pelo negro salió en busca del señor B... y yo miré
en torno. Al otro lado del mostrador había otras muchachas tomando té. Un
anciano estaba dando instrucciones sobre la entrega de unos paquetes. Tras
de mi hallé una mesa con unas cuantas revistas -como en la sala de espera
del dentista,- pensé- y, en la pared, anuncios de algunas editoriales.
Toda la oficina parecía estar atestada de paquetes de libros y, contra
una pared distante, se alineaban escritos recién desempaquetados.
-El señor B. estará con usted dentro de un momento -dijo una voz.
Cuando me volvía para sonreír agradecido a la muchacha del pelo ne-
gro, se abrió una puerta lateral y entró el señor B. Le miré con interés, por-
que era el primer agente literario que había visto en mi vida, o del que tenía
noticia. Llevaba barba y pude imaginarlo como un viejo mandarín chino.
Pues, aun siendo inglés, poseía la dignidad y cortesía, sin par en Occidente,
de un viejo chino culto.
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más amable. La entrevista fue de breve duración y tras ella volvimos otra
vez a la calle.
-Regresaremos a mi oficina, querido. ¿Dónde están mis gafas? -dijo el
señor B., buscando afanosamente en sus bolsillos las gafas que echaba de
menos. Suspiró con alivio cuando las encontró, y volvió a decir-: Volva-
mos a mi oficina, tengo el contrato dispuesto para la firma.
Por fin había algo concreto: un contrato para escribir un libro. Decidí
que debía cumplirlo por mi parte y confié en que el editor lo cumpliera por
la suya. Ciertamente, El Tercer Ojo hizo que el contrato resultara apeteci-
ble para él.
El libro progresó. Cada vez que terminaba un capítulo se lo llevaba al
señor B. En numerosas ocasiones visité a este señor y a su señora en la en-
cantadora casa donde vivían, y me sentía grato pagar aquí en particular un
tributo de agradecimiento a la señora B. Me recibió como pocos ingleses lo
hicieron. Me animó y fue la primera mujer inglesa que lo hizo. En todo
momento fui acogido favorablemente por ella. Así, pues, ¡muchas gracias,
señora B.!
El clima de Londres había hecho que mi salud empeorara en poco
tiempo. Me esforcé por resistir mientras terminaba el libro, valiéndome de
todo mi entrenamiento para alejar la enfermedad algún tiempo. Cuando
terminé el libro tuve el primer ataque de trombosis coronaria y por poco
muero. En un hospital londinense muy afamado, el personal médico se
mostró intrigado acerca de muchas cosas respecto a mí; pero yo no les es-
clarecí nada; acaso es te libro se lo esclarezca.
-Debe dejar Londres -dijo un especialista-. Aquí peligra su vida. Vaya
a un clima diferente.
«¿Dejar Londres? -pensé-. Pero ¿adónde ir?» Discutimos en casa la
cuestión, tratando de los medios, maneras y lugares apropiados para vivir.
Varios días después hube de volver al hospital para una comprobación
final.
-¿A dónde va a ir? -preguntó el especialista-. Su estado aquí no mejo-
rará.
-Pues no lo sé -repuse-. Hay que tener en cuenta muchas cosas.
-No hay sino una que tener en cuenta -dijo, impaciente-: si se queda
aquí morirá. Si se traslada a otra parte podrá vivir un poco más. ¿No com-
prende que su estado es grave?
Una vez más tenía que afrontar un difícil problema.
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Capítulo décimo
«¡Lobsang! ¡Lobsang!»
Me revolví inquieto en mi sueño. El dolor del pecho era agudo, el do-
lor aquel de la trombosis. Jadeando, volví a la conciencia. Y volví a oír de
nuevo:
«¡Lobsang!»
«Ah! -pensé-. ¡Me siento muy mal!»
«¡Lobsang! -siguió diciendo la voy. Escúchame, yace de espaldas y
escúchame.»
Yací de espaldas con fatiga. Mi corazón latía con violencia y el pecho
palpitaba al unísono. Gradualmente, en las tinieblas de mi aposento solita-
rio, se puso de manifiesto una figura. Primero, como un resplandor azul
que fue volviéndose amarillo; luego, como la forma materializada de un
hombre de mi edad.
-No puedo viajar astralmente esta noche -dije-; mi corazón dejaría de
latir y mis tareas quedarían inconclusas.
«¡Hermano! Sabemos en qué estado te encuentras y por eso he venido
a verte. Escucha, no necesitas hablar.»
Me recosté contra el testero de la cama, respirando de modo entrecor-
tado. Era penoso respirar normalmente, pero, sin embargo, tenía que hacer-
lo para poder vivir.
«Hemos discutido tu problema entre nosotros -dijo el la ma materiali-
zado-. Hay una isla frente a la costa inglesa; isla que fue antaño parte de un
continente perdido, de la Atlántida. Vete allí y hazlo lo más pronto posible.
Descansa algún tiempo en ese país amigo, antes de emprender el viaje al
continente americano. Ve ahora a la orilla occidental, cuyo litoral es batido
por un turbulento océano. Ve a la ciudad verde y luego más allá.»
¿Irlanda? ¡Sí! Un paraje ideal. Siempre me he entendido bien con los
irlandeses. ¿La ciudad verde? Entonces la respuesta me vino a la mente:
Dublín, que desde una gran altura parecía verde, por el Phoenix Park y por
el río Liffey, que fluye de las montañas hacia el mar.
El lama sonrió aprobatoriamente.
«Recobrarás una parte de tu salud, pues vas a tener otro ataque. Te-
nemos que hacer que vivas para que la Tarea adelante, para que la Ciencia
del Aura pueda estar más cerca de la fructificación. Ahora partiré, pero
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cuando estés un poco repuesto es de desear que visites el País de la luz Do-
rada.»
La visión se desvaneció ante mi vista y mi aposento quedó más o
scuro a causa de ello, más solitario. Mis sufrimientos habían sido grandes,
mis penas estaban más allá de cuanto podría soportar o comprender la
mayoría. Me recosté, mirando, sin ver, a través de la ventana. ¿Qué me
habían dicho en una reciente visita astral a Lhasa? Ah, sí: «¿Encuentras
dificultades para obtener un empleo? Por supuesto, hermano, tú no formas
parte del mundo occidental, vives en un tiempo de prestado. El hombre
cuyo tiempo vital estás ocupando hubiera muerto de cualquier modo. Tu
necesidad temporal de su cuerpo, en una duración mayor que el tiempo de
su vida, significa que ese cuerpo podrá dejar la vida con honra y provecho.
Esto no es el Kharma, hermano, sino una tarea que estás realizando en ésta
tu última vi- da en la Tierra.»
Una vida bien dura, por cierto, dije para mí.
Por la mañana estuve en condiciones de originar cierta consternación
y sorpresa al anunciar:
-Nos vamos a vivir a Irlanda. A Dublín primero y luego fuera de la
ciudad.
No pude ayudar mucho a preparar las cosas, porque estaba muy en-
fermo y casi tenia miedo de moverme, por temor de provocar un ataque
cardíaco. Las maletas quedaron hechas se obtuvieron los billetes y, al fin,
partimos. Fue grato estar en el aire de nuevo y noté que la respiración me
era más fácil.
La compañía aérea, llevando a bordo un «caso cardíaco», no quiso co-
rrer riesgos y en la redecilla, sobre mi cabeza, había un cilindro de oxígeno.
El avión voló más bajo y giró en círculo sobre una tierra de un verde
vivaz orlada con la blancura de leche del oleaje. Descendió aún más y se
oyó el ruido del tren de aterrizaje al ser bajado, seguido por el ch irriar de
los neumáticos al tocar en la pista de aterrizaje.
Volví con el pensamiento a las circunstancias de mi primera llegada a
Inglaterra y al trato que me dio el oficial de Aduanas. «¿Irá a ser aquí lo
mismo?», pensé. El avión rodó por la pista hasta los edificios del aeropuer-
to, y me sentí más que un poco mortificado al encontrarme con una silla de
ruedas que me estaba esperando. En la Aduana, los funcionarios nos mira-
ron con fijeza y preguntaron:
-¿Cuánto tiempo van a quedarse?
-Hemos venido para vivir aquí -repliqué.
No hubo dificultades y ni siquiera examinaron nuestras pertenencias.
«Lady Ku'ei» asombró a todos cuando, tranquila y dueña de sí misma,
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que es. Completamente ciega, sus hermosos ojos azules radiaban de inte-
ligencia y de bondad. «Lady Ku'ei» paseaba con ella o la dirigía telepáti-
camente, para que no tropezara con algo y se hiciera daño. Le llamamos la
Abuelita de los Bigotes Grises, porque se asemejaba mucho a una anciana
abuela cuando andaba por allí, disfrutando del crepúsculo de su vida, des-
pués de haber criado muchos hijos.
Howth me trajo la felicidad. Una felicidad que no había conocido has-
ta entonces. El señor Loftus, el policía, o «guard», como le llaman en Ir-
landa, se detenía con frecuencia en nuestra casa para charlar. Era siempre
un visitante bien recibido. Siendo un hombre tan alto y bien plantado como
un guardia de Buckingham Palace, tenía fama de justiciero y valiente.
Solía venir, cuando estaba libre, a hablar de países distantes. Era grato oírle
de- cir: «Por Dios, doctor, tiene talento como para derrocharlo». He sido
ma l- tratado por la policía de muchos países y el «guard» Loftus de
Howth me hizo ver que también había polic ías buenos.
Mi corazón mostraba síntomas de congoja otra vez y mi esposa quiso
que se instalara un teléfono. Desgraciadamente, todas las líneas de «The
Hill» estaban en servicio y no pudimos tenerlo. Una tarde llamaron a la
puerta y una vecina nuestra, la señora O'Grady dijo:
-He oído decir que quieren un teléfono y que no pueden conseguirlo.
Utilicen el nuestro a la hora que gusten; aquí tienen una llave de la casa.
Los irlandeses nos trataron bien. El señor y la señora O'Grady estaban
siempre procurando sernos útiles y hacer que nuestra estancia en Irlanda
fuera aún más agradable. Ha sido un placer y un privilegio para nosotros el
traer a la señora O'Grady a nuestra casa de Canadá a pasar una temporada,
demasiado breve, sin embargo.
De improviso, y de manera terriblemente desagradable, me puse muy
mal. Los años pasados en los campos de concentración, los esfuerzos
enormes que había hecho y mis inusitadas experiencias se combinaron para
hacer que el estado de mi corazón fuera verdaderamente grave. Mi esposa
fue precipitadamente a casa de los O'Grady y telefoneó al médico para que
viniese prontamente. En un espacio de tiempo sorprendentemente corto el
doctor Chapman entró en el dormitorio y con la eficiencia que dan sólo los
largos años de práctica, ya estaba preparando la inyección. Era uno de los
médicos a la antigua escuela, el médico de familia que sabe más que media
docena de esos médicos producidos en serie, tan estimados hoy en día. Mi
amistad con el doctor fue un caso de «simpatía a primera vista». Lentamen-
te, bajo sus cuidados, mejoré lo bastante para levantarme de la cama. En-
tonces vino una serie de visitas a especialistas de Dublín. Alguien me había
dicho en Inglaterra que no me pusiera nunca en manos de un médico irlan-
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gran consternación entre ellas. ¿Por qué nos habíamos detenido? ¿Marcha-
ba todo bien?
Continuamos, porque la carretera era larga y Shannon se hallaba muy
lejos. La oscuridad cayó sobre nosotros e hizo que marcháramos un poco
más despacio. Ya de noche llegamos al aero puerto de Shannon, dejamos
allí nuestros equipajes mayores y se nos condujo a un alojamiento que
había sido contratado para aquella noche y para el día siguiente. A causa
de mi estado de salud y de las dos gatas, nos quedamos en Shannon una
noche y un día y partimos a la noche siguiente. Cada uno ocupamos una
ha- bitación, aunque por fortuna tenían puertas de comunicación, porque
los gatos no sabían donde quedarse. Durante algún tiempo anduvieron
errando por allí, bufando como un aspirador, «leyendo» todo cuanto se
refería a las gentes que habían ocupado la habitación con anterioridad; luego
se qued a- ron quietos y pronto se durmieron.
Descansé al día siguiente y anduve viendo el aeropuerto. Las tiendas
«libres de derechos» me interesaron, pero no podía comprender su utilidad;
si compraba uno un artículo, tendría que declararlo en alguna parte y allí
pagaría derechos. ¿Qué salía uno g anando?
Los funcionarios de la línea aérea suiza eran serviciales y com-
petentes. Quedaron pronto ultimadas las formalidades y perma necimos en
espera de nuestro avión. Llegó la medianoche, pasó y dio la una. A la una
y media se nos llevó a bordo de un enorme avión suizo; y a nosotros y a las
dos gatas. Todos quedaban muy impresionados por el dominio de sí mis-
mos y la compostura de los animales. Ni siquiera el ruido de los motores
les conturbó. Pronto fuimos rodando por la pista más y más de prisa. La tie-
rra fue quedando debajo, el río Shannon fluyó un momento bajo un ala y
desapareció. Ante nosotros, el vasto Atlántico embrave cido, que dejaba una
blanca espuma de oleaje a lo largo de las costas de Irlanda. Cambió el tono
de los motores: de las toberas canadienses salieron largas llamaradas. La
proa se inclinó un poco. Las dos gatas se miraron silenciosas; ¿había algo
inquietante?, preguntaban. Era la séptima vez que yo cruzaba el Atlántico y
les sonreí tranquilizadoramente. Pronto se hicieron un ovillo y durmieron.
La larga noche fue transcurriendo. Viajábamos con la oscuridad; para
nosotros la noche debía ser unas doce horas de oscuridad. Las luces de la
cabina de pasaje se amortiguaron, dejándonos con un azulado destello y con
una leve perspectiva de dormir. Los zumbantes motores nos llevaron a doce
mil metros de altura sobre el mar gris y agitado. Lentamente el diseño
estelar cambió. Lentamente también se fue observando un leve res plandor
en el firmamento distante, al borde mismo de la curvatura de la Tierra.
Hubo una explosión de movimientos en la cocina, ruido de platos, y luego,
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poco a poco, como una planta que crece, crecieron las luces. La amable
azafata vino a todo lo largo de la cabina, siempre atenta a la comodidad de
los viajeros. La solícita tripulación al servicio del pasaje trajo el desayuno.
No hay ninguna nación como los suizos para mostrarse competentes en el
aire, atendiendo a las necesidades de los pasajeros y proporcionándoles
alimentos verdaderamente buenos. Las gatas se sentaron, muy atentas ante
el pensamiento de comer otra vez.
Muy distante, a la derecha, la raya de un resplandor grisáceo se ensan-
chó rápidamente. ¡Nueva York! Inevitablemente pensé en la primera vez
que vine a América, trabajando como maquinista en un barco para pagarme
el pasaje. Entonces los rascacielos de Manhattan se habían alzado hasta el
cielo impresionantes por sus proporciones. Pero ¿dónde estaban ahora?
¿No eran realmente otra cosa que aquellas motitas? El gran avión giró en
círculo con el ala ladeada. Los motores cambiaron de tono. Gradualmente
fuimos bajando más y más. Gradualmente también los edificios del suelo
cobraron forma, y lo que parecía un paraje desierto, se convirtió en el aero-
puerto internacional de Idlewild. El diestro piloto suizo posó el avión con
sólo un leve chirrido de neumáticos. Suavemente rodamos por la pista hasta
los edificios del aeropuerto. «Manténganse en sus sitios, por favor», dijo la
azafata. Un leve golpe y la escala móvil quedó apoyada contra el fuselaje;
un ruido metálico y la puerta de la cabina quedó abierta.
-¡Adiós! -dijeron los sirvientes de los pasajeros formados en fila hasta
la salida-. ¡Viajen con nosotros otra vez!...
Poco a poco fuimos en hilera por la escala y entramos en los edificios
administrativos.
Idlewild es como una estación de ferrocarril donde todos hubieran en-
loquecido. Las gentes se abalanzan hacia todas partes, empujando a quien
se pone en su camino. Se adelantó un ordenanza.
-Por aquí; hay que pasar por la Aduana primero.
Nos alineamos a lo largo de andenes movibles. Aparecieron de pronto
grandes montones de equipajes que avanzaban por los andenes, desde la
entrada hasta los aduaneros. Los funcionarios andaban a lo largo de la fila
revolviendo maletas abiertas.
-¿De dónde vienen ustedes? -me dijo uno.
-De Dublín, Irlanda -repliqué.
-¿A dónde van?
-A Windsor, Canadá -dije.
-Bien. ¿Llevan alguna fotografía pornográfica? -preguntó de pronto.
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Una vez que quedó formalizado todo, tuvimos que mostrar nuestros
pasaportes y visados. La forma en que se procedía con los viaje ros hizo
que me acordara de las fábricas de enlatado de carnes.
Antes de salir de Irlanda habíamos adquirido plazas en un avión ame-
ricano, para ir en vuelo a Detroit. Habían accedido a llevar las gatas en el
avión con nosotros. Pero ahora los funcionarios de la línea aérea de refe-
rencia no dieron como buenos los billetes y se negaron a llevar a nuestras
dos gatas, que habían cruzado el Atlántico sin causar molestia ni alborotar-
se. Durante un rato pareció que íbamos a quedarnos atascados en Nueva
York, pues la línea aérea ni remota mente se interesaba. Vi un anuncio:
«Taxi aéreo a cualquier parte» del aeródromo de «La Guard ia». Tomando
un coche del aeropuerto, recorrimos varios kilómetros hasta un motel que
estaba al lado de La Guardia.
-¿Podremos llevar nuestras gatas? -pregunté al que estaba en el mo s-
trador de inscripción.
Él miró a la dos diminutas damas y dijo:
-Sin duda, sin duda. Sean bienvenidas.
Lady Ku'ei y la señora Fifí Bigotes Grises estuvieron muy contentas al
tener una oportunidad para andar por allí e investigar lo que había en otras
dos habitaciones.
La tensión del viaje se dejaba sentir ahora en mí. Tuve que guardar
cama. Mi esposa cruzó la carretera y fue a La Guardia para informarse de
lo que podía costar un taxi aéreo, y cuándo lo podríamos tomar. Por fin
volvió con aire preocupado.
-Va a costar muchísimo dinero -dijo.
-Bueno, pero no nos podemos quedar aquí; tenemos que irnos -
repliqué.
Ella tomó el teléfono y pronto quedó arreglado que a la ma ñana si-
guiente partiríamos en taxi aéreo al Canadá.
Aquella noche dormimos bien. Las gatas estaban completamente tran-
quilas y hasta parecía que disfrutaban. Por la mañana, después de desayu-
narnos, fuimos en coche hasta el aeropuerto. La Guardia es inmenso, y de
allí despega o aterriza un avión cada minuto. Al fin encontramos el lugar de
donde íbamos a partir, y nosotros, nuestros gatos y nuestro equipaje que-
damos a bordo de un pequeño avión de dos motores. El piloto, un hombre-
cillo con la cabeza completamente afeitada, nos hizo un leve saludo y sali-
mos rodando por la pista. Durante cosa de tres kilómetros continuamos ro-
dando y luego nos arrastraron a un apartadero para esperar nuestro turno de
despegue. El piloto de un gran avión internacional nos hizo una señal con
la mano y habló apresuradamente en su micrófono. Nuestro piloto lanzó
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Verdad misma. Quienquiera que la veía miraba hacia otro lado, temeroso y
avergonzado, porque no querían mirarla cara a cara. La Verdad vagó entre
las gentes de la Tierra, siendo mal recibida, rechazada y considerada per-
sona no grata. Un día, sola y sin amigos, se encontró con la Pa rábola que
marchaba por allí muy satisfecha, vestida con ropajes hermosos y colore a-
dos.
-Verdad, ¿cómo estás tan triste, tan afligida? -preguntó la Parábola
con sonrisa jovial.
-Porque soy tan vieja y tan fea que la gente me evita -dijo la Ve rdad,
con amargura.
-Tonterías -repuso riendo la Parábola-. No es que te evite la gente.
Toma prestadas mis ropas, vete entre la gente y mira lo que ocurra.
Así, la Verdad se puso algunos adornos encantadores de la Parábola y
dondequiera que iba ahora era bien recibida.
El sabio rabino sonrió y dijo:
-Los hombres no pueden encararse con la Verdad desnuda; la prefie-
ren disfrazada con el ropaje de la Parábola.
«Sí, sí, Lobsang. Es una buena transcripción de nuestros pen-
samientos. Pero ahora cuenta el Cuento.»
Las gatas fueran a echarse en sus camas, a esperar hasta que yo termi-
nara verdaderamente. Tomé de nuevo la máquina, metí el papel y proseguí:
A distancia del Observador veloz brillaba un azul fantasmal y esple n-
dente, cuando pasaba como el relámpago sobre los continentes y los océa-
nos, dejando el lado iluminado de la Tierra por el otro en tinieblas. En su
estado astral sólo podía ser vis to por aquellos que fu eran clarividentes;
pero él sí podía ver todo y, después de volver a su cuarto, recordarlo. Se
dejó caer, inmune al frío y sin ser molestado por la rarificación del aire, al
abri- go de un alto picacho, y esperó.
Los primeros rayos del sol matinal brillaron brevemente en las más al-
tas cimas de roca, que se volvieron doradas, reverberando con milla res de
colores en la nieve de las grietas. Vagas franjas de luz atravesaron el fir-
mamento esclarecido, cuando lentamente asomó el sol por el horizonte dis-
tante.
Abajo, en el valle, estaban ocurriendo extrañas cosas. Luces cuidado-
samente protegidas se movían como llevadas a remolque. El hilo plateado
del río Feliz brillaba débilmente, devolviendo destellos chispeantes de luz.
Había una gran actividad; una actividad extraña, oculta. Los habitantes le-
gales de Lhasa se habían ocultado en sus casas o se hallaban bajo guardia en
los barracones de los trabajadores forzados.
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