Qué Cuentas Gaviota

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¡Qué cuentas gaviota!

La presentación

Había llegado ya septiembre, mi amiga atrasaba el viaje lo posible, pero


casi todas las otras golondrinas habían partido ya, así que pensé que no le
daría tiempo de presentarme a la gaviota.
Una tarde, contra todo pronóstico, la golondrina me presentó una gaviota.
Era esta un ser un poco tonto. Todo el mundo sabe que las gaviotas no
miran de frente, sino que ladean la cabeza y te miran con ese ojo redondo,
inexpresivo.
Además su forma absurda de expresarse, metiendo siempre por el medio
sus jia, jia, jia, me pone nerviosa. Pero merecía la pena pasar por todas esas
rarezas, comparándolas con el beneficio de sus cuentos.
Le costó soltarse porque las gaviotas desconfían un montón de los
hombres. A los que entre ellas llaman “carroñeros”, cosa que me hizo
mucha gracia, pues es exactamente lo que pensamos los hombres de ellas.
En fin, el mundo está lleno de paradojas.
Después de varias visitas en las que invité a mi nueva amiga a un festín. La
gaviota comenzó sus relatos. ¡Por fin!
Así que les voy a contar dichas historias.
Antes y mientras las comienza, voy a relatar de cosecha propia algo que
sucedió de verdad.
Una mujer tenía una hija pequeña, de unos siete años. La niña era
especialmente inquieta, de esas que saltan, corren y juegan como si el
tiempo del día fuese escaso, y las horas minutos. Siempre que el tiempo lo
permitía iban a la playa, porque la gran pasión de la mujer era la playa. Aún
en días completamente desechables la mujer miraba al cielo, y decía en voz
alta la frase “va a abrir” refiriéndose al día, ¡claro! Y a veces abría, y a
veces no, lo que no impedía que ante un nuevo día malo, cupiese de nuevo
la esperanza en su corazón de que este abriría.
Así que en días medianamente claros, cogía a todos sus hijos e iba a su cita
con el mar.
La niña jugaba, tan apasionadamente que perdió un objeto valioso, una
medalla que llevaba al cuello. Inmediatamente la mujer se puso a buscarla,
la buscó toda la tarde y a pesar que todo el mundo le decía que era
imposible encontrar un objeto tan pequeño en un sitio tan grande, ella lo
buscó.
Por supuesto que no la encontró.
Al día siguiente, el sol brillaba, así que acudieron a la misma playa, con la
idea de la mujer de recuperar el preciado objeto. Y nuevamente no lo
encontró.
Se repitió el proceso varios días de la semana, hacia el final de la semana
se levantó un mar de fondo capaz de remover toda la arena de la playa, el
tiempo imposible hizo que no pudieran ir a la playa.
Cuando el primer rayo de sol permitió que fueran, allá se fueron. La mujer
nuevamente se puso a buscar en una playa en la que todo había cambiado.
La orilla era diferente, al mar había excavado un enorme desnivel en la
arena, y el tiempo obligaba a estar con camiseta.
La niña observaba a su madre tristemente, pues para ella era un esfuerzo
inútil el buscar algo imposible de encontrar, y ella había sido la causa de
aquella búsqueda imposible.
En mitad de la playa la mujer dio un gritito de alegría, su rostro se iluminó
de una manera fuera de lo común, corrió hacia los que no habían creído que
fuese capaz de encontrar la pequeña medalla, y la mostró orgullosa. Allí en
sus manos había una medalla sin cadena. Parecía imposible.
La niña cogió con sus manos el objeto, le dio la vuelta por detrás de la
medalla estaba todavía su nombre grabado.
¿Cómo era posible? La mujer tenía confianza, confianza quizá de que algo,
o alguien la ayudase a encontrarla, tenía una confianza que le permitió
tener el suficiente coraje de no desanimarse en su búsqueda. No sé cuál o
cuáles fueron los factores que determinaron el que aquello fuese posible,
pero lo que no cabe ninguna duda es que si ella no la hubiese buscado,
jamás habría aparecido.
Hay personas que como yo vivieron esta historia. Otros no, por eso la
cuento, y sobre todo por recordar con el mayor cariño posible a esa mujer,
mi madre.
El pastor- poeta

La gaviota sabe pocas historias del campo, pero a veces se adentran en


busca de comida kilómetros tierra a dentro. Esta la debió de oír en una de
esas incursiones.
Él era pastor, pastor desde hacía cinco años. Toda su vida estaba en
aquellos campos verdes. Su tiempo de desleía en subir y bajar de la
montaña con su rebaño. Pero él aspiraba a ser poeta.
Había oído a alguien que le contó que un día hubo un pastor que se hizo
poeta. Él quería hacer lo mismo, quería escribir hermosos poemas. Quería
que al leerlos, la gente sintiera lo mismo que cuando leían a aquel otro
poeta.
Pero tenía un problema, empezaba los versos bien, pero una de las rimas
siempre le fallaba. Entonces perdía la ilusión, dejando olvidado su
cuaderno de poemas por días o semanas.
Por ejemplo escribía:
Amor, escondido llegas
Oculto, tapado de mil telas,
Susurras palabras sinceras
Traídas por aires lejanos
Te siento, te alcanzo
Sin retenerte, te abrazo
Sentir de mi sentido alejado.

Siempre fallaba algo.


Pero la diferencia más grande entre él y el otro poeta era, que el otro pastor
pastoreaba ovejas, blancas y negras. Pero él, él pastoreaba sentimientos.
Madrugaba a la mañana y recogía los sentimientos de la aldea. Los que
estaban aferrados a los corazones, y los que quedaban sueltos perdidos, o
los recién abandonados.
Los recogía todos y los llevaba a su prado. Allí una vez sueltos se
desataban en todo su frenesí. Los buenos sentimientos se inflamaban de tal
manera que a su regreso eran capaces de diseminarse con tanta fuerza que
no había un solo ser en la aldea capaz de no poseer un buen sentimiento.
Los malos sentimientos también se expandían en aquel prado. Tomaban
conciencia de sí mismos, y a veces se diluían en la bruma de la mañana,
para quedar allí retenidos en el aire.
Él se nutría de todos aquellos sentimientos para sus poemas. A veces se
dejaba llevar por la alegría, otras por la furia, y otras por la serenidad.
Y salían poemas:

Locura, ira, rencor,


Truenos de mi corazón
Fraguas de hierro herido
Lamentos de acero perdido
Explosión de volcán distante

Pero siempre la rima se rompía, y no daba encontrado la expresión


adecuada para sus bellos poemas.
A veces el sentimiento que ganaba su corazón era el del amor.
Entonces salían hermosos poemas:

Te observo triste, callada


Sin aliento ni palabra
En un silencio que atenaza
Solo quiero decirte amada
Que el respirar de mi alma
Está tendido a tu entrada
Rendido, sumiso

Y otra vez fallaba la rima.


Se desesperaba, y cuando el sentimiento de la desesperación se apoderaba
de él, no podía hacer nada, ni escribir, ni pensar, nada. Entonces se
levantaba y movía en el aire su cayado de pastor, y todos los sentimientos
se arremolinaban alrededor de él.
Todo se encrespaba. Al regresar al pueblo, los sentimientos eran
penosamente recogidos por los aldeanos, a sabiendas de que aquello les
oprimiría el corazón.
Cuando ganaba la alegría:

¡Que risa la risa!


Ja, ja que risa
Si se ríe la risa,
¿Quién no ríe la risa?
Ja, ja me parto
Partirse de risa, harto
Ja, ja hartarse de risa
¡Que risa la risa!
Tú ríes, yo río
De risa es un río
La risa ¡qué lío!
El lío de la risa
La risa como un río
Ja, ja me mondo
La risa mondada
¿Vendrá así dada?
O quizá regalada
¡Que risa la risa!
Si fuera un regalo
Bien empaquetado
De jas, jas encajados
Y solo al abrirlo
Te caes en el río
¡Que risa la risa!
Toma esta caja
De risa enlatada.
Ja, ja ja ¡qué risa!

A veces le salía un poema completo. Entonces su propio sentimiento


superaba a todos los demás, subiendo por encima de todos ellos,
consiguiendo de alguna manera devolver la armonía a todos.
Los peores de todos los sentimientos eran los sentimientos encontrados.
Cuando se siente a la vez: alegría-tristeza, ira-paz, odio-amor. Estas
dualidades extremas eran difíciles de romper, aún allí en su campo verde.
Pero si la dualidad no se rompe, los hombres no llegan a experimentar un
sentimiento puro. Un sentimiento verdadero. Por eso el pastor se afanaba
en separarlos.
Él no tenía perro pastor ¿para qué? ¿Acaso los perros entienden los
sentimientos humanos? Utilizaba lazos, lazos de distintos colores con los
que enlazaba cada sentimiento. Tratando de separarlos y darles su propia y
única identidad. A veces funcionaba, pero otras no. Cuando estaban
fuertemente encontrados entonces los lazos se unían, y acababan por hacer
un nudo irresoluble. Con lo que tenía que regresar con los sentimientos
todavía más encontrados que cuando los recogiera.
Pero eso a él no le importaba, eso era su trabajo, y él en realidad quería ser
poeta.
El día que por fin sea poeta- se decía- dejaré de pastorear sentimientos.
A lo mejor no sabía que era ser poeta.
El amor.

En el corazón de las gaviotas hay pocos hechos que dejen huella, en el


corazón de los hombres hay huellas imborrables.
El corazón del hombre además de impulsar su vida. Es el punto donde
localizamos las cosas del querer, del amor, del sentir, y eso nos marca
profundamente.
Existen historias magnificas en las que dos jóvenes caen en la locura del
amor con algún filtro amoroso. O hechizos capaces de hacer caer a él o ella
en los brazos del enamorado-a. ¿Quién no leyó esas historias alguna vez?
Pero el amor a veces se manifiesta de muy diversas formas. Pero no creo
que se pudiese determinar como a las plantas poniéndole nombre y
apellido, porque nace de una fuente común, el corazón.
Había una vez un emperador todopoderoso. Tan poderoso que en su
presencia hasta las piedras temblaban. Lo poseía todo, y era capaz de todo.
Solo había una cosa de la que carecía y era la capacidad de sentir amor. No
sabía lo que significaba, ni la sensación que producía en el interior de una
persona.
Como era tan tremendamente poderoso, y como pasa en otros cuentos,
mandó a sus caballeros a encontrar la fuente del amor. Al menos, quería
señales inequívocas de que el amor existiera, porque él dudaba que nadie
fuese capaz de ese sentimiento, ya que él carecía del mismo.
Partieron los caballeros con la encomienda, difícil de cumplir, porque el
amor nace en el corazón aunque el emperador no lo supiera.
Regresaron cargados de cosas muy diversas. Un caballero trajo una flor:
- Me han dicho que es la flor del amor. El que la huele, es arrebatado
por el amor en su interior.
El hombre mostraba orgulloso un simple narciso, la primera flor de la
primavera, el símbolo de un amor.
El emperador la olió pero no sintió nada.
Otro hombre se acercó. Llevaba en sus manos un pájaro.
- Este pájaro es el símbolo del amor, si os dejáis llevar por su vuelo,
seguro que sentís amor.
Miró como volaba por la habitación, lo contempló largo rato, intentando
concentrarse, pero no sintió nada.
- Yo he ido a un lejano país, en cuyas fuentes mana en amor, y he
traído esta agua, que si bebéis seguro que sentís el amor.
Bebió sediento, como si la vida se fuese a terminar en ese preciso instante,
pero el agua no sació su sed de amor, y no sintió nada.
Otro se acercó con una hermosa mujer.
- Esta mujer es capaz de hacer sentir amor en el corazón solo con un
simple beso. Dicen que después no te puedes separar de ella.
La beso, en un beso prolongado y suave, y pese a sentir la calidez de sus
labios, lo único que sintió fue calor, pero su corazón no se inflamó en amor.
Cada vez se sentía peor, a medida que se daba cuenta que todos los
intentos fracasaban se frustraba de tal manera que sus ojos empezaron a
lanzar destellos de ira. La gente comenzó a retirarse, porque la expresión de
sus ojos les atemorizaba.
Al extenderse el rumor de que era incapaz de sentir amor, la gente le temía
más, y más. Cuando le servían lo hacían con temor y cuando tenían que
ayudarlo un escalofrió recorría los cuerpos de aquellos arriesgados
ayudantes.
Llegó un momento que se encerró en su palacio. Aislado totalmente de la
vida exterior.
La casualidad quiso, que una de las personas de servicio llevase a su hijo al
palacio. El niño recorrió libremente en palacio prácticamente vació.
Cuando llegó a los aposentos del emperador, vio a un hombre sentado solo.
Como cansado y triste. Instintivamente se acercó a él le cogió la mano y lo
miró a los ojos. Lo miró como miraba todas las otras cosas con amor.
Él Hombre lo miró, asombrado, y sintió por primera vez calor en su
corazón. Se dio entonces cuenta que él había sido el reflejo de él mismo en
los ojos de los demás. No habría descubierto jamás el amor sino fuera por
aquella mirada.
Sueños

Las gaviotas, a veces para ahorrar esfuerzo, no solo en volar sino en


conseguir comida, se posan en esos grandes barcos que surcan los mares, y
esperan a llegar a mejores calderos de pesca. En esos viajes, cuando los
marinos cuentan historias asombrosas que ellas recogen para después
contar.
Contaban en una ocasión, que cuando se pone el sol sobre el mar dibuja un
camino dorado y largo que se extiende hasta el horizonte. Las personas no
pueden subirse a esos caminos, pero los sueños del hombre se suben a ese
camino, y quedan atrapados, hasta el mismísimo horizonte. Eso también
pasa con la luna y su camino de plata.
Había un hombre que pretendía saber a toda costa de que materia estaban
hechos los sueños. A sabiendas de que los sueños se desataban al
contemplar la puesta de sol. Fue analizar la luz, el aire, el agua, todo lo que
tenía que ver con ese sendero de luz. Pero no encontraba nada. La luz era
solo luz, el agua solo agua y el aire solo aire.
Comenzó a preguntar por toda la tierra cuáles eran los sueños humanos.
Mientras unos le decían que los sueños siempre se cumplen. Otros le decían
que jamás habían confiado en sus sueños. Algunos solo soñaban al dormir
y otros soñaban despiertos. Unos perseguían sueños, y otros los habían
perdido. Pero en toda su búsqueda nunca lograba hallar la sustancia que los
componía.
Sacaba grandes conclusiones científicas basándose en las entrevistas que
hacía, pero finalmente tuvo que resolver: “los sueños como siempre han
sido son solo sueños, algo imposible de catalogar, e imposibles de
determinar”. “Los sueños de uno mismo son tremendamente valiosos, un
sueño compartido eso es todavía más valioso” “ningún sueño por pequeño
que sea es insignificante “ “conseguir realizar un sueño, es la satisfacción
humana más grande” “todos los hombres sueñan, incluso los que dicen que
jamás se implicarían en un sueño” “Los grandes sueños son más difíciles
de alcanzar, aunque no imposibles, pero los pequeños siempre están al
alcance” “no desear soñar es perderse en realidades tajantes” “ el hombre
debe estar formado al menos en parte de la materia de los sueños” “creo
que el mejor sueño que puede tener el hombre es no perder jamás la
capacidad de soñar, perdería parte de sí mismo”
El hombre no fue muy afamado como científico, porque todas sus
conclusiones no estaban basadas en experimentos factibles. Sin embargo,
en sus conferencias mundiales, no había una sola persona que no
comenzase inmediatamente a soñar.
El interprete

A las gaviotas cuando hay tormenta les gusta apostarse en los tejados de las
casas, pero no siempre en la misma, de la cual acaban echándola por sus
estridentes risas, siempre sus risas. Esto hace que contemplen a las
personas que viven dentro de numerosas casa y así recoger las más
hermosas historias.
Era un prestigioso compositor, sabía colocar las notas de tal manera que
las armonías y melodías, arrancaban sentimientos más íntimos al ser
humano. Pero él no era intérprete. Había escrito unos solos para apiano, tan
bellos, que él mismo al releerlos, en su mente, escuchaba la música de una
manera que le conmovía hasta las mismísimas entrañas.
Pero él no era intérprete, así que cuando tuvo que presentar su obra al
público escogió entre intérpretes de renombre. Los había mejores y menos
mejores, pero él en los ensayos no daba encontrado a las manos capaces de
dar con la nota exacta para su composición. Descartaba a la gente a poco de
comenzar a tocar. Languidecía de tristeza de no poder transmitir toda la
plenitud de su obra.
Entre los intérpretes apareció uno alto y desgarbado. Terriblemente feo,
ocultaba su rostro con cuellos altos, gafas oscuras y una larga melena, que
le ocultaba parte de la cara.
El compositor ya no esperaba nada veía arruinada su obra tal como él la
concebía. Obligado a que cualquiera tocara de cualquier manera la
composición. Cuando el hombre desgarbado comenzó a tocar, los presentes
en la sala sintieron mil emociones. Pasaron de la alegría a la tristeza, de la
tranquilidad al llanto, de lo sublime a lo insulso, en tan solo una hora de
interpretación.
El compositor emocionado, lo contrató inmediatamente. Aunque su aspecto
le repelió desde el primer momento. Pero así medio oculto como iba ¿quién
se iba a fijar en su aspecto’
Valía la pena arriesgarse. Él al fin y al cabo lo que quería era que se
escuchara su música. Su maravillosa y única música.
Se anunció el primer concierto. El renombre del compositor atrajo a
muchas personas que se acercaron al palacio de la música como hormigas
al hormiguero.
Al comenzar la audición, el compositor salió al escenario a dedicar su obra
a sus seres queridos. Conmovió al auditorio que aplaudió a rabiar aún sin
saber cómo era la obra. Comenzó a tocar el intérprete. Entró en éxtasis con
la música. Él y ella eran uno solo. Tocaba como si bebiese agua, y una vez
en su cuerpo, ya uno, bailasen, corriesen sintiesen juntos. La sala
permanecía en silencio, nadie tosía, nadie se movía nadie hablaba por lo
bajo, casi la respiración era suave.
Al terminar la interpretación el auditorio rompió en miles de aplausos. El
compositor de renombre subió al escenario, Nuevamente aplausos, y una
nube de flores lo cubrió, cosa que él ya esperaba. El intérprete, detrás,
medio oculto se inclinó suavemente y se retiró. Envuelto todavía en la
melodía que resonaba aún en sus oídos.
El éxito fue el esperado, lo querían en todos los palacios de la música del
mundo. Querían a aquel compositor, querían que él mismo fuese a
presentar su obra. Querían más composiciones, más emociones. Le llovían
contratos. La fama que ya poseía alcanzó tal extremo que hasta los niños en
las escuelas hablaban apasionadamente de aquel compositor.
Él sabía que no podía separarse de aquel intérprete. Así que le propuso
seguir su circuito de interpretaciones por el mundo. Él no se negó pues
sentía aquellas composiciones en su interior como salidas de su propio
corazón.
A cada interpretación se superaba. Levantaba al auditorio en aplausos, que
recogía el compositor, triunfo de una obra tan bien escrita. Al intérprete no
lo conocía nadie. En realidad nadie sabía cómo era su rostro. Después de
cada audición desaparecía refugiado en alguna habitación de hotel. La
verdad es que nadie se preocupaba demasiado de aquel rostro oculto.
En una de las interpretaciones cuando el pianista abrió su piano, encontró
una bellísima rosa blanca sobre las teclas. Cuidadosamente la colocó a su
lado. Interpretó como nunca. El suceso volvió a repetirse de nuevo. Y cada
vez que se sentaba al piano. Nadie sabía quién dejaba aquella rosa. Nadie
había visto a alguien ponerla allí.
Ciudad tras ciudad aparecía una rosa sobre las teclas.
Pensó en un principio que quizá fuese el compositor, en agradecimiento a
sus interpretaciones. Pero después lo descartó. Porque aquel hombre que
escribía aquellas bellísimas composiciones ni siquiera reparaba en él.
Jamás lo había ido a buscar al hotel. Jamás le había ofrecido algo más que
el dinero que puntualmente ingresaba en su cuenta. Jamás lo había llevado
a las elegantísimas fiestas posteriores a la interpretación. Lo descartó por
completo.
Pero entonces de todas las personas que asistían al auditorio ¿quién era
capaz de seguirlo, de ir a todos y cada uno de sus conciertos, de comprar
para él, el ser más horrible de la tierra aquella rosa blanca?
A veces al interpretar echaba miradas furtivas a las primeras filas.
Intentando descubrir a la persona que tanta deferencia tenía con él. No la
encontraba, cada vez había en las primeras filas gente diferente. Se sentía
inquieto, cada vez tenía mayores deseos de descubrir a aquella persona.
Llegó un momento que no pudo más, la curiosidad no le dejaba dormir.
¡Eran ya tantas las rosas que guardaba!
Una noche después de la interpretación y a sabiendas de que a la noche
siguiente tendría que interpretar de nuevo allí, se quedó toda la noche
esperando en el auditorio. El sueño le venció, y al despertar fue
inmediatamente a abrir la tapa del piano. Allí como siempre se veía una
hermosísima rosa blanca.
Le turbó completamente ¿acaso aquella persona sabía que él estaba allí
esperando? ¿Acaso había esperado a que el sueño lo venciese para no ser
descubierta?
Sentía una tremenda atracción por alguien que ni tan siquiera conocía.
Las actuaciones se sucedieron en New York, Sídney, Roma, Japón... Y
cada vez religiosamente la rosa aparecía sobre las teclas.
Él, él no lograba ver a aquella persona. No sabía que rostro tenía, no sabía
su nombre, no sabía nada más que era un alma sensible como la suya. Que
era capaz de tanta pasión como para seguirle por todo el mundo, que era tal
su unión por medio de la música que nada podría separarlos.
Su mente se tranquilizó. Plenamente amado aún en la soledad. Plenamente
querido. Él era un ser completo, porque allí donde estuviera estaba aquel
otro ser, el que le amaba, el que esperaba cada noche su interpretación. El
que depositaba un amor simple, una rosa sobre las teclas de su piano.
Ansias de ver

En el aire todo es un poco lejano. Cuando una gaviota vuela, ve las cosas
pequeñas minúsculas. Si subiera tan alta como un águila las vería todavía
más chiquitas, miniatura. Aquí abajo, todo parece grande, las cosas
chiquitas se convierten en gigantescas. Para una hormiga en monstruosas.
Entonces parece que la relatividad del tiempo también es aplicable al
tamaño. Solo variando un poco la óptica.
A veces cuando se mira no se ve el objeto o a la persona en cuestión con el
tamaño adecuado. Pues este no es solo relativo con respecto a la óptica,
influye también la importancia, y el valor intrínseco que la persona o el
objeto poseen.
¿Y a qué viene esto?
La gaviota me contó un día un cuento extraño.
En una pequeña ciudad vivía un hombre con unas ansias enormes de saber,
de viajar, de conocer. Así que en un momento de su vida salió de su casa, y
fue caminando por el estrecho camino que le condujo a la carretera. En
todo ese camino no vio nada que le pareciese interesante. Que le dijera
nada o de lo que aprendiera nada. A su lado y de casualidad caminaban una
mujer y una niña. Ambas madre e hija caminaban con rumbo al mercado de
la gran ciudad. La mujer iba cargadas con mercancías para vender. Llevaba
la vista al frente pensando si sería buena o no la venta. Al llevar la vista tan
fija tropezó una o dos veces en el camino, en una de esas veces al mirar al
suelo descubrió tirada una moneda que recogió. Introdujo la moneda en su
bolsillo y continuó camino, siempre mirando en la distancia sus ventas. Eso
fue lo único que la mujer vio.
La niña jugaba, saltaba y cantaba. Vio unas pequeñas flores en la orilla del
camino, azules como el cielo claro que los cubría. Vio una mariquita que
posada en una hoja correteaba por ella, también una mariposa. Vio como
una mariquita se escapaba rauda a su escondite. También reparo en los
árboles, que cubrían con su sombra parte del camino. Recogió piedras de
colores que se distinguían perfectamente de la amarilla arena del camino.
El hombre seguía absorto en los pensamientos de cuantas cosas nuevas
vería, de cuantas cosas nuevas aprendería.
Cuando llegaron al final del camino se separaron. La mujer y la niña
siguieran hacia el mercado. El hombre iba a un lugar más alejado. ¿Qué
sería lo que vería ¿ ¿qué cosas aprendería?
El árbol del fondo del mar

En el mar no ocurre como en la tierra, o eso cree la gaviota. Cree que en la


tierra las cosas son inagotables, porque ve muchos campos y frutos, y
porque sabe que en el fondo del mar cada día hay menos peces, por eso a
veces se adentra a mirar lo que hay en la tierra.
Yo traté de hacerle comprender como son las cosas, cuales son las
previsiones de futuro de la tierra y todo eso, pero las gaviotas solo
entienden de peces y les resulta muy difícil comprender. Así que como es
difícil de explicarle algo que ya sabemos, os voy a contar un cuento que me
contó un cormorán mientras hablábamos. Este seguramente la recogió de
otro sitio ya se sabe que las historias vuelan.
En el fondo del mar una vez nació un árbol. Muy, pero que muy enorme.
Nadie recuerda su nombre pues es un árbol de cuento. Este árbol daba unas
frutas rojas y brillantes. Era parecido a un cerezo cuando está a reventar de
fruta, y ya los pájaros se abalanzan como locos sobre ellas. Además tenía
una característica diferente a todos los árboles conocidos, cuando se abría
uno de sus frutos, el sabor era diferente en cada trozo, dando con un solo
fruto de comer a mil especies diferentes, según gusto o sabor.
Era un gran secreto, el secreto mejor guardado de los fondos marinos. Ni
aún con los submarinos más avanzados habían conseguido verlo jamás,
pues los seres del mar a sabiendas de lo que tenían lo ocultaban de la vista
de los hombres, o bien distrayendo su atención, o bajo algas viscosas y
feas.
No se sabe cómo fue, no se sabe de qué manera ocurrió. Primero se les
echo la culpa a las sirenas. De modo que estas se enfadaron dé tal manera
que se adentró en el mar y ya nadie nunca más ha vuelto a verlas. Después
se dijo que un chismoso cangrejo por miedo de perder una de sus patas en
manos de un nuño, se lo contó todo. Pero al tiempo se dijo que una foca a
punto de morir lo cantó en una canción de muerte, y que un pescador que la
escuchó comprendió su canto y se puso manos a la obra a intentar hallar el
tesoro.
La verdad es que hay tantas versiones como uno se quiera imaginar. La
cosa fue que alguien se fue del pico (sin nombrar a nadie), y contó bien
directamente, o bien indirectamente la existencia del árbol.
Una vez despertada la curiosidad de aquel hombre, esta se convirtió en algo
más fuerte, pues deseaba a toda costa encontrar el árbol. Recorría los mares
tratando de hallarlo, pero como los mares son tantos, y tan extensos no
tenía ni la menor idea de dónde buscar. Sin embargo como pescador y
como buen observador de la fauna marina. Descubrió una zona en donde
los peces parecían más felices, y allí fue.
Removió en fondo y rebuscó en superficie, no había una franja de fondo
marino que no reconociese, hasta que lo encontró.
Bajo el mar el aspecto del árbol era impresionante. Enorme y con sus
frutos. Los pececillos trataban de ocultarlo interponiendo sus pequeños
cuerpecitos entre el hombre y el árbol, pero de nada valió. Tampoco valió
de nada cuando aparecieron los tiburones, ni cuando bandadas de plateadas
sardinas nublaban la vista de tal manera que parecía una persistente niebla.
Ya todo estaba perdido el árbol había sido descubierto.
Al hombre aquel árbol maravilloso debajo del mar no le valía de nada, él
quería que todo el mundo lo contemplase. Que se maravillaran de aquello.
Así que sin pensarlo arrancó sus raíces marinas para llevarlo a tierra.
No pensó por un momento siquiera que aquello podría perjudicar al árbol.
Que la atmósfera le podía hacer daño. No pensó nada. Solo sacó el árbol y
punto.
Al levantarlo todos los frutos se cayeron apenas si quedaban dos o tres de
ellos en una misma rama, el aspecto del árbol ya no era tan llamativo, ni
reluciente ni nada. Pero el hombre en su empeño de sacarlo del mar
continuó con su tarea.
Una vez en tierra sus ramas se descolgaron como sin fuerza, dándole un
aspecto bastante birrioso.
Probó uno de sus frutos, pero allí en tierra, lo que en el mar resultaba un
manjar, allí era un sabor repugnante y amargo. Tan desagradable que
irritado el hombre entro en cólera y arrojo el fruto y el árbol al mar, había
dedicado tanto tiempo a encontrarlo y no valía para nada.
Aquel hombre había destruido un tesoro, un tesoro que jamás de los
jamases, ni aún en los cuentos más bellos se volvería a encontrar. La
tristeza se apoderó del mar. Una tristeza tan profunda, que las olas al
romper en la orilla parecían lamentarse, emitiendo gemidos profundos.
Tanto el mar como el hombre habían perdido un gran tesoro. El jardín

Existen jardines tan cuidados que los pájaros no dejan de visitar. Las
gaviotas no suelen ir a ellos, pero suelen parlotear con pajarillos que si los
conocen. Este es el caso de un jardín muy cuidado.
Había en un lugar de la tierra de muy difícil localización, una mujer muy,
muy amante de su jardín. Y además muy voluntariosa.
Cada mañana aún no rompía el sol, ella se levantaba, y antes que ninguna
otra tarea bajaba al jardín.
Regaba sus plantas y sus flores, recogía las hojas secas, recortaba setos.
Componía pequeños parterres.
Las flores y las plantas al sentirse cuidados, “cosa que les enloquece”,
florecían como locas. Abrían sus capullos con tanto furor, que los olores se
derramaban por el jardín, como si se derramase un frasco del mejor de los
perfumes.
Los árboles frondosos sonreían, a su manera, no podían por menos que
obsequiar a su cuidadora con la mejor fruta posible. Después descansaban
extenuados, cogiendo de nuevo fuerzas, para en la primavera, ser el más
esplendoroso árbol de la zona.
Cuando el sol ya apretaba, y las otras tareas la reclamaban. La mujer dejaba
su regadera y su jardín hasta el días siguiente.
A esa hora más o menos. Su vecina, la de la casa de al lado se levantaba.
Asomaba la nariz por encima de su valla y una envidia corrosiva la invadía.
Su jardín era mayor, más hermoso, mejor orientado, con mejores árboles,
con plantas más caras. Pero no florecía ni la mitad. No estaba reluciente,
las flores apenas si olían, y los parterres se resecaban torrados al sol.
No lo entiendo, no lo entiendo- se decía- Ahora tengo que hacer las tareas
de la casa y no puedo ocuparme del jardín. No lo entiendo.
Un día madrugaba para atender el jardín. Pero después le parecía tan
grande el esfuerzo que dormía los días siguientes hasta que el sol ya estaba
en lo alto.
Así su enorme jardín se veía seco, desaliñado, lleno de flores secas y
marchitas.
Las hojas sin recoger vagaban por los senderos con el viento. Era la imagen
del descuido.
Los pajarillos y las mariposas buscaban el hermoso jardín, el cuidado. Le
regalaban su canto y sus vuelos. Jugaban allí hasta entrada la noche. Ella ya
cansada se sentaba a contemplarlos y sonreía alegre, “que bello era su
jardín”
Al anochecer, cuando ella se retiraba, la vecina acrecentada la envidia por
la noche que toso lo acrecienta, saltaba la valla para robar plantas y flores.
Pero al día siguiente las flores esplendorosas abrían en mil colores, al
sentir en sus tallos el agua de la mujer voluntariosa.
Pasaban los años y las cosas seguían igual. Una con su tarea y la otra con
su envidia.
Un día no se sabe bien porque la mujer voluntariosa no bajó al jardín. Se
quedó tumbadita en su cama, cerró los ojos y no los abrió más. Aunque
según cuenta la golondrina, cuando cerró los ojos vio el más hermoso
jardín jamás visto. Con enormes árboles verdes y flores a miles. Yo no sé,
si esto será cierto, pero lo que sí debe de ser cierto, es que en el último
aliento, evocas aquello o aquellos a los que más has amado en tu vida.
La otra mujer se quedó sola.
El jardín continuó siendo bello mucho más tiempo. Pues habían sido tantos
los cuidados que le haba dispensado que hasta las malas hierbas tenían
reparo en invadirlo. Finalmente venció la naturaleza y poco a poco el jardín
se fue inundando de maleza.
La mujer envidiosa sonreía por encima de la valla. ¿Quién tiene el jardín
más hermoso ahora? ¿Quién ¿ se decía?
El jardín

Existen jardines tan cuidados que los pájaros no dejan de visitar. Las
gaviotas no suelen ir a ellos, pero suelen parlotear con pajarillos que si los
conocen. Este es el caso de un jardín muy cuidado.
Había en un lugar de la tierra de muy difícil localización, una mujer muy,
muy amante de su jardín. Y además muy voluntariosa.
Cada mañana aún no rompía el sol, ella se levantaba, y antes que ninguna
otra tarea bajaba al jardín.
Regaba sus plantas y sus flores, recogía las hojas secas, recortaba setos.
Componía pequeños parterres.
Las flores y las plantas al sentirse cuidados, “cosa que les enloquece”,
florecían como locas. Abrían sus capullos con tanto furor, que los olores se
derramaban por el jardín, como si se derramase un frasco del mejor de los
perfumes.
Los árboles frondosos sonreían, a su manera, no podían por menos que
obsequiar a su cuidadora con la mejor fruta posible. Después descansaban
extenuados, cogiendo de nuevo fuerzas, para en la primavera, ser el más
esplendoroso árbol de la zona.
Cuando el sol ya apretaba, y las otras tareas la reclamaban. La mujer dejaba
su regadera y su jardín hasta el días siguiente.
A esa hora más o menos. Su vecina, la de la casa de al lado se levantaba.
Asomaba la nariz por encima de su valla y una envidia corrosiva la invadía.
Su jardín era mayor, más hermoso, mejor orientado, con mejores árboles,
con plantas más caras. Pero no florecía ni la mitad. No estaba reluciente,
las flores apenas si olían, y los parterres se resecaban torrados al sol.
No lo entiendo, no lo entiendo- se decía- Ahora tengo que hacer las tareas
de la casa y no puedo ocuparme del jardín. No lo entiendo.
Un día madrugaba para atender el jardín. Pero después le parecía tan
grande el esfuerzo que dormía los días siguientes hasta que el sol ya estaba
en lo alto.
Así su enorme jardín se veía seco, desaliñado, lleno de flores secas y
marchitas.
Las hojas sin recoger vagaban por los senderos con el viento. Era la imagen
del descuido.
Los pajarillos y las mariposas buscaban el hermoso jardín, el cuidado. Le
regalaban su canto y sus vuelos. Jugaban allí hasta entrada la noche. Ella ya
cansada se sentaba a contemplarlos y sonreía alegre, “que bello era su
jardín”
Al anochecer, cuando ella se retiraba, la vecina acrecentada la envidia por
la noche que toso lo acrecienta, saltaba la valla para robar plantas y flores.
Pero al día siguiente las flores esplendorosas abrían en mil colores, al
sentir en sus tallos el agua de la mujer voluntariosa.
Pasaban los años y las cosas seguían igual. Una con su tarea y la otra con
su envidia.
Un día no se sabe bien porque la mujer voluntariosa no bajó al jardín. Se
quedó tumbadita en su cama, cerró los ojos y no los abrió más. Aunque
según cuenta la golondrina, cuando cerró los ojos vio el más hermoso
jardín jamás visto. Con enormes árboles verdes y flores a miles. Yo no sé,
si esto será cierto, pero lo que sí debe de ser cierto, es que en el último
aliento, evocas aquello o aquellos a los que más has amado en tu vida.
La otra mujer se quedó sola.
El jardín continuó siendo bello mucho más tiempo. Pues habían sido tantos
los cuidados que le haba dispensado que hasta las malas hierbas tenían
reparo en invadirlo. Finalmente venció la naturaleza y poco a poco el jardín
se fue inundando de maleza.
La mujer envidiosa sonreía por encima de la valla. ¿Quién tiene el jardín
más hermoso ahora? ¿Quién ¿ se decía?
La tierra cansada.

La gaviota sabe que los cuervos cuentan historias de tierra, a veces les
gusta saber las cosas de las siembras, de los granos y las cosechas.
Sucedió en el año 2025 o por ahí. La verdad es que los cuervos no saben de
números y las gaviotas se equivocan siempre, porque cuando empiezan a
pensar mezclan letras y números al tun-tun.
La tierra se sintió tan cansada, tanto, que ya no quiso hacer nada bueno
para el hombre. Hasta el momento había sido como la llamaban “la madre
tierra”. Pero se cansó.
Algunos hombres se esforzaban en conseguir cosechas que no se lograban.
Los árboles morían cansados como extenuados. Probaron con hormonas y
germinadores, con abonos y con minerales. Estudiaban la calidad, le
median la humedad. Todo parecía correcto, solo que no se daba nada de
nada.
Las esperanzas de los hombres disminuían, la tierra no respondía, y ellos
no sabían que hacer. La tristeza lo inundaba todo, crecía de tal forma que
hacía difícil la vida.
Suele ocurrir, que en todos los cuentos aparece un hombre que sabe
escuchar a las cosas animadas y a las inanimadas, y eso fue lo que ocurrió
en este cuento también. Había un hombre especial en alguna parte. Vivía
solo, en un país recóndito, en el que por no existir ni existían las sombras
de los objetos.
Un millón de exploradores partieron de todos los puntos de la tierra en su
busca. Pero es difícil preguntar por un hombre al que no conoces, en un
país desconocido, en un continente que no se sabe. Como la tenacidad del
hombre es asombrosa, lograron encontrarlo. Allí estaba sentado a la puerta
de su casa.
Entraron a saco, el problema era tan acuciante que no podían esperar:
- No sabemos lo que le pasa a la tierra. No tenemos cosechas. La gente
está triste, lo perdemos todo y no sabemos porque.
Él los escuchó paciente, uno por uno relataban las penalidades de sus
propios países. Él callado, los miraba tristemente.
Se levantó, y fue a dentro de su casa. En su mano traía un puñado de
semillas, y en la otra una jarra con agua.
- Cuando lleguéis a vuestras casas plantad una de estas semillas, y
echarles una gota de esta agua.
Los hombres se miraron incrédulos, no podían entender. Habían recorrido
medio mundo para que un hombre les diese semillas y agua. Eso ya lo
habían intentado ellos, con sus propias semillas, y con su propia agua. Así
que algo especial tenían que tener aquellas semillas, algo diferente a las de
ellos.
Insistentemente le preguntaron al hombre de que estaban hechas aquellas
semillas. Y que agua era esa capaz de resolver un problema tan grave.
- Estas semillas son las semillas de vuestros propios sueños. El sueño
de la belleza, la justicia, la ilusión, la bondad... y el agua, son en
realidad las lágrimas acumuladas de los seres que con vosotros
habitan la tierra.
Cuentan los cuervos, que una vez plantadas aquellas semillas, las cosas
comenzaron a ir mejor. Los hombres comenzaron a respetar a la tierra y a
sus habitantes, los sueños eran tan intensos, que no había huerto que no
fructificara. La vida se volvió vida para todos.
Nadie sabe el camino hacia aquel país, dicen que intentaron volver y que
jamás lo encontraron. Unos dicen que ese hombre jamás existió, otros que
se mezcló con los seres inferiores, y que ahora como pájaro sobre vuela los
sembrados, y otros dicen que es un león y vive en las selvas tropicales.
Nunca se llegará a saber, porque forma parte de una leyenda de hace
muchos años.
El castaño.

La gaviota sobrevolaba en una ocasión un paraje de monte, no se cómo fue


a posarse en un viejo árbol. Eso que a las gaviotas no les gustan los árboles.
El árbol estaba tremendamente solo y triste, así que entabló conversación
con la gaviota enseguida.
- ¿De dónde vienes?
- Vengo del mar, pero a veces, hago paradas en los basureros abiertos
al aire, encuentro comida fácil, y eso me pierde.
- Yo no tengo ese problema, estoy aquí anclado a la tierra.
- ¿No extrañas volar?
- Yo nunca he volado, por eso no lo puedo extrañar. Me complace ver
a los pájaros acercarse a mí, pero no lo extraño. Si echo en falta otras
cosas, muchas cosas en realidad, propias de un auténtico árbol.
- ¿Quieres decir que no eres autentico?
- Sí, ¡cómo no! ¿No tienes ojos? Pero otras cosas, si tienes tiempo te
las cuento.
- Bueno. Ya he comido y el mar queda lejos ¿por qué no?
- Yo soy un castaño, por si no te diste cuenta, soy un castaño
centenario, por mí han pasado generaciones enteras de animales, y al
menos dos o tres generaciones de hombres ya he conocido. Cuando
era joven, crecía con brío, todo mi afán era alcanzar más luz, crecer,
ser un árbol de ancha copa, de hermoso porte. Reventaba de ganas de
abrirme en miles de frutos, todo eso era mi afán.
El hombre, el que vivía entonces cuando mi juventud, solía venir a
verme, cuidaba de mí con ternura. Sacaba las constantes hierbas que
querían competir conmigo, pobres ilusas. Él se ocupaba de que la
tierra estuviese rica para mí, a veces traía abono de sus animales y
los echaba a mis pies.
Todo resultó de maravilla. En poco tiempo era ya un robusto
arbolillo. Y a los pocos años comencé a dar frutos. Era una maravilla
ver cómo la gente venía a recoger mis castañas. Yo procuraba que
fueran las más hermosas las más relucientes, como deferencia a
tantos cuidados. Entonces fui conociendo a las personas que venían
hasta mí.
Conocí amores, ves aquí, bajo esta rama, hay varios corazones
grabados. Dolió, pero no me importó llevar el símbolo del amor de
esas personas, al fin y al cabo, saco corteza y lo soluciono como si
nada. He conocido a personas amigables que traían a sus familias a
comer bajo mi sombra en los veranos. He conocido fiestas y
patrones, más de mil créeme. Es gracioso ver a las personas bailar y
cantar, eso de ver sus emociones. Todo eso me gustaba. Había sin
embargo algo que me costó aceptar.
Cuando ya tuve un buen tamaño, y mis ramas eran esplendorosas un
día unos hombres vinieron a cortar mis ramas. No le entendí, ellos
hablaban de calentarse. No lo entendí. Pero un árbol viejo, próximo a
mí, me explicó que los hombres necesitan quemar nuestras ramas
para calentarse ¡qué horror!- pensé entonces. Pero el tiempo me hizo
pasar fríos inviernos y lo comprendí. Así que al llegar la primavera
haciendo un esfuerzo supremo, brotaba en ramas altas y fuertes, para
dar otra vez fruto, para tener esa vida codiciada por todos. Sin
embargo, y aunque parezco entenderlo del todo no lo entiendo bien,
me cuesta creer que no signifique nada más que un útil cualquiera.
Pero más me cuesta creer, que un árbol entero lo quemen, eso sí que
ya no sé, no sé. Bueno, que a uno le corten una rama para
calentarse... pero cuando talan un árbol entero. Sabes, cuando talan
un árbol entero, todos los árboles de la tierra tiemblan. Los hombres
no lo entienden creen que nos movemos por brisas pasajeras, pero en
realidad cantamos su caída. Lo despedimos a nuestra manera.
Después entramos en una calma aterradora, como si no existiera aire,
porque cada uno de nosotros piensa que un día u otro el hacha vendrá
certera. Consuela un poco saber que a veces pasamos a ser una mesa,
o una silla, en cierto modo sigues ahí aunque ya no seas árbol y seas
otra cosa.
- Nunca, jamás podría yo adivinar lo que me cuentas.
- Casi nadie lo sabe, o los que lo saben se lo callan. Total ¿quién
escucha a un árbol? Te contaba que conocí a muchas personas. Entre
ellas conocí a una mujer extraña. No era de este pueblo, por como la
trataban. Parece que vivía en una casa a unos kilómetros alejada y
sola. Pero cuando yo daba mis castañas. Ella bajaba a cogerlas. Me
gustaba mucho. Cuando terminaba de recogerlas, abrazaba mi
tronco, fuertemente, como queriéndome dar las gracias. Eso me
hacía sentir tan bien, que dejaba caer más erizos sólo para que
estuviera un poquito más, y me diera un nuevo abrazo. Ya dije que
en el pueblo no la querían. La llamaban bruja, meiga y cosas feas que
no entiendo. A mí me parecía una mujer amable, buena, diría yo. En
una ocasión, cuando ella estaba recogiendo sus, mis, castañas.
Vinieron a echarle, traían palos y piedras. Le lanzaban las piedras
mientras proferían gritos e insultos. Ella al verlos venir salió
corriendo, dejando caer sus, mis, castañas al suelo, algo que creo le
hacía mucha falta.
- Entonces ¿existen las meigas?
- Yo que sé, solo soy un árbol. Me enfadé. Me enfadé mucho porque
me privaron del abrazo. De verla mover ligera a mis pies dando
grititos de alegría cuando encontraba una castaña de mayor tamaño.
Encolerizado dejé de dar casi castañas ese año. Apreté con tanta
rabia mis nudos, que apenas subió sabia a los erizos, y no di casi
frutos. Pero me costó caro. Al no dar castañas tendría que servir para
madera, para calentar. Cercenaron mis ramas, quedando
prácticamente en tronco. No tuve fuerzas siquiera para echar unas
cuantas ramas en la siguiente primavera. Había perdido a mi amiga y
toda mi hermosura a un tiempo. Al siguiente año, volví a dar
castañas con la esperanza de volver a verla. No vino de día sino de
noche, la sentía a mis pies correteando como siempre, y al final el
abrazo que yo tanto esperaba. Así que guardaba mis mejores erizos
que dejaba caer a la noche cuando ella venía a verme. A escondidas
también y por la noche había gente del pueblo que hablaba con ella,
le pedían cosas y ella se las daba, le rogaban ayuda, y ella se la daba.
Por eso me costaba tanto trabajo comprender porque no la querían y
al mismo tiempo le rogaban. Ella se fue haciendo cada vez más vieja,
y menos ágil, y cada vez venía menos. La extrañaba, si no venía, y
ella debía de echarme a mí en falta. Un día no volvió.
- Pues a lo mejor era una meiga- dijo la gaviota que de las cosas de la
tierra poco entienden. ¿Conociste a alguien más?
- Sí, a muchas personas. Un hombre venía con el verano. Traía cosas
en una carreta para vender, se ponía ahí, en ese pequeño prado, y
pasaba semanas ahí acampado. ¿Ves el corazón grande, el más
grande de todos? Lo hizo él. Tenía un amor en el pueblo, ves el
nombre yo no lo veo, pero lo siento, Ana pone, Ana. Se amaban
locamente. Furtiva, ella escapaba por las noches de su casa para
verle, pero era un amor imposible. Sus padres querían tierras y el
solo tenía su carreta. Pidió y suplicó que le dejaran verla. Pero ante la
negativa, un verano, cuando llegó como siempre para su venta se la
llevó. Se subió a su carreta y se fue sin más. Me caían bien. Él era
delgado y fuerte, algo fanfarrón pero tal como la miraba sé que la
quería, tanto como para perder todas sus ventas. Ella más joven,
alegre como un cascabel, perdió la cabeza por aquel hombre, y se
marchó.
- ¿Estos otros corazones también son historias de amor?
- Si claro, son historias de amor.
- Esas no me gustan al final es un poco empalagoso, a nosotras las
gaviotas no nos interesan esas cosas.
- También conocí a varios carteros, hacen su ruta pasando por aquí
desde otro pueblo. Había uno, era tremendo. Se sentaba aquí donde
esa piedra, y abría todas las cartas para leerlas. Es el pecado mayor
que puede hacer un cartero, pero él lo hacía como si nada. Después
las pegaba y las repartía por el pueblo. Sabía la vida de todos, los
amores, los sentimientos, los sueños. Era peligroso sino fuera porque
no se cómo empezó a traer esperanzas a la gente. Cuando alguien no
recibía carta desde hacía tiempo. Él mismo las escribía ahí a mis
pies. A algunos les contestaba amorosamente, a otros les daba
noticias de un hijo, y a otros les hacía entender la suerte tan grande
que tenía. Se volvió medio escritor, tanto es así que en los tres años
de profesión había escrito más de doscientas cartas de su puño y
letra. Me enteré que marchó a la ciudad, que quería ser poeta.
- Yo me entero de lo que necesito, no mucho, como son los vientos,
donde dormir, o a donde ir a comer cada día, no quiero más noticias.
- Ahora los tiempos cambiaron. Apenas vienen a recoger castañas.
- ¿Es que ya no son comestibles?
- Sí, claro que sí, pero ahora hay más cosas. Tampoco vienen a
sentarse aquí como antes, ni graban corazones. Ni siquiera cortan ya
mis ramas para calentarse. Es como si no me quisieran. Poco a poco
languidezco de pena, de ahí que te hablase y te contase todo esto.
- Si quieres cuenta algo más, se hizo tarde y tengo mal viento, probaré
a marcharme mañana.
- Ahora me distraigo más con los pájaros que con los hombres, mucho
más. En esa misma rama donde tu estas, allí hacia la punta tengo un
nido. Yo no sé cómo se llama pero está primavera me deleitaron con
sus cantos y con el nacimiento de su polluelos. Vienen desde
entonces todos los años. Ya nos hablamos, pero poco me
comprenden. De todos modos, cuando caen esas terribles tormentas
no esperadas, junto con todas mis fuerzas las ramas para mantener
seco su nido. Para no tener bajas. Ellos lo agradecen todo trinos.
- Esos pajarillos, siempre con su tiriri.
- ¿Y tú? No sabes ninguna historia, para pasar el rato mientras esperas.
- Bueno, te puedo contar una historia. Tú ya sabes que al hombre de
hoy le gusta el ruido, mucho ruido, cada vez más ruido. Música, o
radio o televisor, sonidos de coches, ruido, y más ruido. Yo creo que
se olvidó del silencio, de los sonidos suaves del aire en vuestras
ramas, de la mies mecida por el viento, del parque tranquilo, de la
cascada que rompe el silencio del valle. El hombre olvidó su propio
silencio y todo se volvió ruido.
Había hace tiempo una mujer capaz de no hablar durante horas, por
el simple placer de escuchar el silencio. Le gustaban todos los
silencios, el de la montaña, el del río, el del desierto, todos. Podía
permanecer en una conversación atenta, pero sin articular palabra.
Solo escuchando. Atrapaba lo que se decía, pero no solo eso sino
también lo que se callaba, ella sabía que a veces es más importante
esto último.
Ella sabía que cuando sopla el viento fuerte sobre la mies trae
historias fantásticas. Vienen de tierras lejanas, cuando el viento sopla
del sur, trae historias de las tierras del sur. Cuando sopla del norte
trae historias de los países helados de allí.
Dicen que a veces cuando pasa el viento del norte por esas tierras,
los jóvenes se dejan seducir por ellos, y los arrastra lejos, cruza
tierras y mares, y después jamás regresan.
Las madres gritan sus nombres al viento, cada día los llaman. Creo
que el viento del sur repite los nombres tantas veces, que no hay un
lugar en la tierra que no conozca esta historia.
Ella escucha sus nombres y calla, a veces los repite en voz baja como
si la oyeran.
- Sí que sabes historias.
- Ya, pero me marcho, mi viento ha llegado y no debo perderlo, quizá
venga a saludarte en otro momento.
Los pensamientos

Las historias de los hombres fascinan a las gaviotas, porque los hombres
andan y corren y ellas según ellas mismas dicen solo vuelan. No saben ellas
cuanta envidia despiertan en los hombres con sus vuelos imposibles...
Pero hay otra cosa que envidian enormemente las gaviotas de los hombres
y es la capacidad de pensar.
Las gaviotas no saben de qué sustancia están hechas los pensamientos, ni
tampoco lo saben las golondrinas, ni los mismos hombres, nadie.
Tuve que explicarle a mi amiga que los pensamientos no son todos iguales.
Hay por ejemplo pensamientos insustanciales, otros que son muletillas
mentales. Hay también pensamientos fortuitos, auténticos pensamientos, y
pensamientos ocasionales. (Esta es una clasificación cualquiera, porque
debe de haber más.)
Hay pensamientos que son como una flor, alegres, de fuerte color, y
frágiles. Producen esa misma buena sensación de un perfume, o una
caricia, o un beso. Esos son los pensamientos agradables.
Otros son neutros. Pensamientos sobre el trabajo, la economía cosas en fin
que produce un rin tintín mental. Algo repetitivo y monótono. Como mirar
pasar los postes cuando avanzas por una carretera.
Hay también pensamientos que son como una losa. Pensamientos tristes,
amargos. Esos oprimen como si faltara el aire. Son de color gris. Algo
similar a esas nubes plomizas cuando el cielo está a punto de estallar en
una de sus peores tormentas.
La gaviota dice que es una suerte poder elegir los pensamientos, -hay un
gran surtido-dice.
Creo que las gaviotas jamás podrán comprender los pensamientos humanos
hasta que no sean un hombre.
¿Cómo le voy a explicar por ejemplo que es un pensamiento universal? Sin
embargo yo en la historia he estudiado eso del pensamiento universal.
Esto sucedió una vez en toda la tierra a la vez. Nació un pensamiento. Este
pensamiento era como un ser vivo, nació, creció, se multiplico y también
murió.
No hubo un punto de inicio del pensamiento, ni localización geográfica
exacta, ni ser humano identificado como el autor de aquel pensamiento.
Parecía como si ese pensamiento estuviese ahí flotando en el aire, y que
solo el hecho de abrir la mente hacia él, entrase en la mente de las personas
para hacerse un pensamiento universal.
Era un pensamiento de los agradables, capaz de hacer sonreír a la gente con
solo dejarle entrar en su mente. Cuando nació este pensamiento comenzó
por hacer sentir al hombre capaz único y especial. Cuando creció fue
desarrollando la idea de una hermandad humana de seres que comparten un
mismo fin y un mismo origen, cuando se multiplico se hizo general en
todos los hombres la maravillosa idea de ser capaces de amar, de poder
amar a los que les rodeaban y aún a ellos mismos. No se sabe cómo fue
que el pensamiento se olvidó, o por así decirlo, como es que murió. A lo
mejor la gaviota cuando me contó esta historia se equivocó, y todavía está
ese pensamiento latente en las mentes de los hombres, y es solo el ruido de
los otros pensamientos el que no deja aflorar ese. Puede que aún no esté
muerto de todo.
Pero según cuenta mi gaviota así sucedió.

Un punto en el mar.

Dice mi gaviota, que hace muchos, muchos años. Entre todos los
navegantes de la tierra se sabía que había en el mar puntos, o zonas
extremadamente peligrosas. Cuando pasaba un navegante con éxito por ese
punto, solía colgarse un pequeño aro en la oreja como símbolo de su
hazaña. Algunos sitios ya daban miedo por su nombre como cabo de
Hornos, otra no como Buena esperanza. Pero, todos eran tan temidos que
había marinos que se negaban a hacer el viaje, si en el recorrido estaba
incluido uno de esos puntos.
El punto peor, a decir verdad, pues se sabe muy poco de las personas que
lograron pasarlo con éxito, era una zona del mar en la cual el hombre
lograba verse a sí mismo.
Parece una tontería sin embargo según cuenta mi amiga resulta
extremadamente peligrosa.
Una vez oyó este relato en un barco.
Era un viejo marino el que contaba la historia. “Yo sé de un hombre que
logró salir con vida de la zona espejo- así comenzó- ¡con vida! ¿Os
imagináis? Nadie sabe lo duro que puede llegar a ser. Yo iba con él en el
barco. Pero al llegar a una latitud, y longitud que no voy a confesar, me tiré
al agua. Tuve un miedo horroroso de verme a mí mismo, porque me sabía
un mal hombre. En aquel momento pensé. Si logro verme tal cual soy
moriré de tristeza, veré todo lo ruin que he sido, todo lo infame, todo lo
malvado, no seré capaz de ver el reflejo de todo eso en mi rostro.
Él sin embargo continuó, mantuvo en el timón firme en el barco y se
adentró en la terrible zona. No parecía tener miedo alguno. No lo entendí,
ni lo entiendo ahora, ¿cómo puede haber un hombre con tanta serenidad?
Tan seguro de sí mismo.
Lo vi perderse entre una bruma que envolvió al barco entero, como
engulléndolos a los dos.
Se oyeron horribles gritos, Tan aterradores que los animales marinos se
alejaron de allí rápidamente. A veces una risa histérica rompía el silencio,
que me ponía los pelos de punta. Yo temía nadar para cualquier punto,
sabía que no quería entrar en aquella zona y sabía que no habría barco de
rescate para mí que quisiera aproximarse ni tan siquiera a aquellas
coordenadas.
Desesperado y helado permanecí allí y debió de ser por la proximidad a la
zona, que mientras mi cuerpo se aletargaba por el frio, mentalmente mi
vida fue pasado ante mí, tal era mi cercanía a la muerte.
Cuando ya no sentía mi cuerpo, el barco apareció de nuevo entre la bruma.
Pensé que a lo mejor alguna corriente lo arrojaba hasta mí, creyendo
muerto a su único tripulante. Pero no, él permanecía en el timón. Me
rescató de las aguas. Nos miramos en silencio. Su rostro había envejecido.
Había perdido toda su juventud.
Al llegar a puerto desembarcamos en silencio, dándome yo entonces
cuenta, que habíamos permanecido en absoluto silencio durante todo el
viaje de regreso. Nos abrazamos fuertemente, lo vi perderse entre los
estibadores, sé que lloraba, lloraba lágrimas amargas.
No nos volvimos a ver porque dejé la mar para siempre.
Pero yo, conociéndome, a sabiendas de cómo soy, no querría ver el rostro
de mi alma, sé que no lo resistiría, sé que moriría de dolor.
Las gaviotas dicen que esas coordenadas no existen. ¿Pero que saben las
gaviotas de latitudes y longitudes?

Las letras.

Una vez- me cuenta la gaviota. Se subió a uno de esos barcos de pasajeros,


en donde las personas pasean por cubierta despreocupadamente. Entonces
escuchó este relato que una mujer relataba en primera persona.
Nadie sabe cómo sucedió, por lo descomunal de su repercusión, y porque si
se piensa con una mente analítica todo fue descomunalmente absurdo.
Estaba leyendo un libro sentada en el sofá. Cuando las letras del libro
comenzaron a desestructurar las palabras, y las frases. Comenzaron a
moverse, a formar palabras imposibles, que al tiempo se desvanecían para
quedar una sopa de letras bailantes, sin orden ni sentido. Cerré el libro
asustada. Aquello no podía ser.
Atribuí la situación al cansancio de mi vista, no solo por las horas, largas
ya que llevaba leyendo, sino también a la escasa luz que recibía.
Decidí descansar, echar una cabezada dejándome llevar por ensoñaciones
que el libro que leía despertaba en mí. Viajes increíbles, y fantásticos
lugares.
Pasadas dos o tres horas, en ese estado sentí apetito y me fui directa a la
nevera. Me llamaba como el alpiste al canario. Cogí un yogurt sin mirar
siquiera, fiándome del dibujo conocido. Ya a medio terminar y para
distracción intenté leer la composición. Las letras al igual que las del libro
habían comenzado un baile absurdo, la composición era ilegible.
Me asusté. Pues había descansado y sin embargo las letras eran móviles
ante mis ojos. Pensé entonces que debía de ser un defecto de la vista. Abrí
el listín telefónico con idea de pedir una inmediata consulta, pues no podía
continuar en ese estado. Pero el listín experimentaba la danza más
asombrosa que jamás hubiera visto. Nada estaba enlazado con nada, las
letras formaban nombres inexistentes, cambiando constantemente. Todo era
tan ilógico.
Llamé por teléfono a un amigo, a esa hora debería de estar en la escuela
pública donde trabajaba. El teléfono daba correctamente la llamada, pero
nadie contestó. Salí a la calle. Mi sorpresa fue total. Los rótulos de los
anuncios incompresibles ahora, emitían anuncios indescifrables. Un
pensamiento atravesó mi mente “las letras se han sublevado”. Descarté ese
pensamiento por absurdo. Me reí de mi misma.
Me crucé en mi camino con dos o tres personas. Sus caras reflejaban una
especie de angustia. Pensé para mí misma, que quizá el cansancio me había
llevado a una especie de delirio, en el que sin querer incluía a aquellas
personas como actores del teatro mental que yo misma había imaginado.
Me paré a comprar el periódico camino de oculista. El hombre estaba con
una cara de estupor que me sobrecogió. Me alargo cuatro periódicos y me
cobró uno solo. La mano le temblaba, y su estado me hizo pensar que algo
terrible había pasado. Miré instintivamente el periódico en busca de la
catastrófica noticia. Las letras no formaban frase, tenían autonomía propia,
bailaban también como todas las demás. Lo mío entonces no era un absceso
de locura, aquello era real. Totalmente real. Miré al hombre y nos
sonreímos con esa sonrisa triste de lo irremediable. Traté de tranquilizarlo
con la estúpida frase “no se preocupe, no será nada”. Ahora sabía que
aquello era monstruoso, terrible.
No me atreví a entrar en el supermercado, temía mirar a los ojos a las
personas y ver esa luz de desolación que produce un suceso de tal calibre.
Me dirigí a toda prisa a la biblioteca más cercana, pues temía que mis
peores sospechas se confirmasen.
Entre y sin pensarlo abrí uno de los libros al azar. Allí delante de mí las
letras habían comenzado su danza. Instintivamente abrí un libro tras otro.
Todos tenían el mismo problema, los títulos de los lomos también
danzaban. Toda la información toda, estaba perdida a no ser que hubiera
algún remedio para semejante caos.
Las personas que entraban en la biblioteca, entraban al coger en sus manos
los libros, en un estado de ausencia total. Algunos se quedaban sin
palabras, paralizados, incapaces de moverse. Entonces intuí que lo peor
todavía estaba por llegar “el pánico”, era demasiado temprano como para
que todas las personas estuviesen enteradas.
Salía ya de la biblioteca, cuando sin intención alguna mi vista reparó en el
ordenador encendido en el que figuran los títulos de los libros. El
ordenador había entrado en el mismo caos que los libros. Las letras no
formaban frases y las palabras eran un montón de letras sin sentido. “No,
NO, No puede ser me dije par mi misma. Absolutamente toda la
información estaba perdida. Traté de contenerme por miedo a sembrar el
pánico allí mismo pero no sabía cuál debía de ser mi actuación posterior.
Salí a la calle. Las personas comenzaban a sentirse desorientadas,
caminaban perdidas. Pero el pánico como tal aún no se había desatado.
Al pasar por delante de un escaparate, de venta de televisores, las noticias
comenzaban. Me paré un momento para ver lo que decían. El presentador
intentaba leer algo imposible en sus notas, no habría noticias que dar.
La gente a mí alrededor comenzaba ya a andar apurada, como con miedo.
Fui hasta el colegio público a buscar a mi amigo. En los momentos difíciles
siempre se necesita apoyo de la gente que te quiere.
Estaba sentado con aspecto agotado a la entrada del aula, mientras los niños
correteaban sin control por el colegio.
- ¿Te has enterado de lo que sucede?
- Sí ¿cómo no?
- ¿A qué crees que será debido?
- No me lo imagino, al llegar a la clase no pude leer absolutamente
nada, nada.
- ¿Sabes que los ordenadores están contagiados?
- De veras! ¡Estamos perdidos!
- Toda nuestra cultura, nuestra información, nuestras novelas, nuestros
poemas todo está descompuesto en un enjambre de letras que no
dicen nada.
- ¿Todo?
- Sí, hasta los rótulos de los anuncios.
- ¿Qué crees que podemos hacer?
- No lo sé tú ¿qué harías?
- No sé, si te duele la cabeza vas al médico, si te rompes una pierna al
traumatólogo. Si las letras se sublevan ¿a dónde acudes?
- ¿A los hombres de letras quizá?
- Los hombres de letras. Ya casi no quedan. Sería difícil encontrar
gente suficientemente cualificada. Además ¿qué podrían hacer?
- No lo sé, pero tampoco se cómo trabaja un traumatólogo.
- ¿Cómo buscar hombres de letras sin letras?
- Estoy casi seguro, casi seguro al cien por cien que allí donde
encontremos una frase lógica, que todavía no se halla contagiado allí
estará un hombre de letras. Date cuenta que es un respeto mutuo no
se podrán revelar contra ellos.
- ¿crees que alguien más ha llegado a esta conclusión ¿
- No lo sé, pero tenemos que actuar ya, pues absolutamente toda
nuestra cultura está en peligro, no quedará nada dentro de poco sí la
situación continua. Comprende que son las palabras, las frases, los
textos, el vehículo del sentir humano, la esencia del ser humano.
¿Acaso los animales poseen esa maravillosa capacidad? Si lo
perdemos, si perdemos de algún modo la cultura la identidad, las
palabras, las letras, los textos, ¿qué quedaría de nosotros mismos’ ¿a
dónde llegaríamos?
- Lo se lo sé, no-solo eso, sino que nuestra capacidad de comunicar,
saber y aprender quedaría truncada para siempre, desde luego que
perderíamos algo tan esencial como comer.
- Si claro, siempre se dijo que las letras alimentan el espíritu.
Salimos de la escuela sin antes dejar encomendados los niños a otro
profesor. Teníamos que buscar pro toda la ciudad las personas capaces
de parar aquello, y para eso teníamos que encontrar frases, frases
coherentes. Se nos ocurrió ir a un café al cual solía acudir un afamado
literato.
Allí estaba sentado, parecía escribir algo en un papel. Nos dirigimos
raudos hasta él. Miré por encima de su hombro lo que escribía. Ante mi
sorpresa las letras no bailaban. Nuestra teoría era entonces cierta. Pude
leer: “Las magnolias blancas tenían el perfume tenue de su piel...”
Nos sentamos a su lado y le contamos en pocas palabras lo que estaba
sucediendo. No se lo creía porque sencillamente las letras le adoraban y
no parecían dispuestas a abandonarlo, cosa que obraba en nuestro favor.
- Aún sin creernos ¿podía usted ayudarnos?
- Bueno, yo solo. Si es que lo que decís está sucediendo necesitaré
mucha muchísima ayuda.
- Sí, pero tendría que ser rápida.
- Tengo amigos, muchos amigos escritores y conozco gente de letras
mucha gente de letras.
- ¿Pero quedan?
- Cada vez menos, pero entre nosotros nos conocemos ¿entiende?
Salimos del café teníamos que hacer varias rápidas visitas, explicar la
situación y buscar una solución.
En pocas horas habíamos reunido a diez personas, todas ellas no
experimentaban el abandono de las letras.
- Bueno ¿qué hacemos?
- Yo creo que lo que debíamos hacer es escribir, escribir sin parar
hasta que las letras entraran de nuevo en confianza con el ser
humano.
- ¿Crees que las letras desconfían del ser humano?
- Y ¿por qué no? Acaso la gente lee hermosos textos. Se recrea en una
poesía o admira con cariño las obras de arte que suponen algunas
publicaciones.
- Cada vez menos, cada vez menos.
- Pues eso. Podemos al menos intentarlo.
Se pusieron rápidamente a escribir. Escribían textos hermosos, en donde la
palabra, las letras, y las frases eran las protagonistas de los textos más
bellos.
Llegó la noche y continuaban escribiendo. Afortunadamente habíamos
dado con esos seres especiales dotados del don maravilloso de la palabra,
capaces de rozar el alma, y capaces de transmitir incluso al mismo lenguaje
el sentir humano.
La noche dio paso al día, y el amanecer podía traer la solución o el fracaso
de todo nuestro esfuerzo.
Soñolientos todos nos fuimos a ver el libro, mi libro, el que yo había
estado leyendo, y por el que me había dado cuenta de que toda aquella
pesadilla había comenzado.
Las letras poco a poco fueron formando frases, y las frases textos y los
textos capítulos. Las cosas parecían volver a su cauce normal
Nos miramos satisfechos, aquellos hombres heroicos habían salvado todo
cuanto el hombre tenía escrito hasta el momento.
Estallamos en una especie de júbilo absurdo que nos llevó a la calle, a
comprar periódicos, al café, a los supermercados, y por último a la
biblioteca. Allí hubo a quien alguna lágrima le calló. Presa de su propia
excitación.
Nos despedimos amistosamente y sin duda habíamos empezado una buena
amistad.
Esto es lo que contó la gaviota, pero no se sabe si fue una historia real o
inventada, porque no se sabe siquiera, quien era la persona que la relataba,
o de que país era. En fin otra de esas cosas de mi gaviota.

Añoranzas

Esto sucedió hace muchos años. Mi gaviota lo sabe, no porque lo viviera,


sino porque las golondrinas de mar, que son unas chismosas, se lo fueron
pasando de generación en generación.
Dicen que cuando los dioses del mar y de la tierra se hablaban todavía.
Llegaran a hacer un pacto.
Zeus cansado de batallar con los hombres. Decidió que necesitaba un
descanso. Por su lado Neptuno, cansado de las frías profundidades del mar,
decidió que necesitaba unas vacaciones.
En el pacto establecieron que cada uno invertiría su papel. Neptuno se
quedaría en tierra y Zeus se cambiaría por este. Como de aquella los dioses
lo podía absolutamente todo, hicieron el cambio.
Zeus se introdujo en el mar. Se fascinó con todas las criaturas de allí. Todo
era tan nuevo, tan espectacular, tan intenso.
Jugó con sirenas y delfines, paseó por las verdes praderas de algas. Formó
su propio cielo de estrellas de mar. Disfrutó hasta decir basta. Pero añoraba
el sol, el calor de la tierra, el olor de la hierba recién segada. Añoraba los
cantos de los agricultores, los atardeceres, y el amanecer. Aunque a veces
se cansaba de los hombres. De sus constantes guerras, de sus tropelías
infinitas, y de todas las debilidades propias de ellos. También añoraba al
hombre.
Neptuno por su parte, ya en tierra, observó los animales, las variedades
infinitas de plantas. Se recreó en cada flor, y sobre todo se divirtió como
nunca con el hombre.
Pero añoraba el frio del mar, las carreras locas de los delfines, las
interminables danzas de las bandadas de peces. El sol filtrado hasta el
fondo. Lo añoraba todo.
Así pasado un tiempo decidieron que su descanso había terminado. Zeus
agradecido por su estancia en el mar quiso hacer un regalo. Deposito un
poquito de su tierra en una ostra, de manera que al poco tiempo se formó
una hermosísima perla.
Neptuno, por su parte quiso corresponder, tan agradecido como estaba de
haber contemplado tantas maravillas. Llenó los ríos de pececillos rojos. Así
Zeus siempre recordaría las criaturas del fondo del mar.
Ahora en la distancia, y en el tiempo, ya no se saben las historias sobre
Zeus y Neptuno. Pero si se abre una ostra probablemente se encuentre en
ella el regalo de Zeus, la perla. Y ¿quién no ha tenido alguna vez un
pececillo rojo en su pecera?
Neptuno fue muy generoso con el espléndido Zeus.

El oftalmólogo.

La gaviota vino a contarme una historia, dice que se la contó una gaviota
portuguesa. Pero dudo que sea cierto ¿acaso las gaviotas no hablan todas el
mismo lenguaje? Pero ella dice que la historia viene de una gran ciudad de
la costa de allí, de Portugal.

Era un prestigioso oculista. Desde pequeño había sentido una especial


inclinación por el estudio del ojo humano. En primer lugar atraído por los
maravillosos colores, y posteriormente, por ser una perfecta máquina de
observación con su toma de imágenes y la posterior construcción de la
misma den el cerebro. Decidió dedicar su vida a ello.
Los días se le hacían cortos entre la atención de sus numerosos pacientes y
el arduo estudio, al que dedicaba como mínimas cinco horas al día.
En los intervalos entre el trabajo y el estudio acudía a congresos mundiales,
en los cuales aprendía técnicas novedosas para resolver enfermedades
oculares. Él también contribuía haciendo al principio pequeños aportes, que
los demás oftalmólogos acogían con entusiasmo, después irían
aumentando.
Con el paso del tiempo su prestigio fue tomando forma. No en vano estaba
dedicando su vida a ello. El momento estelar llegó cuando descubrió una
nueva técnica, la creación de un cristalino, traslucido y flexible, a partir de
células de origen vegetal, capaz de sustituir al cristalino opaco, enfermo de
cataratas. La técnica de implante resultaba similar a la de cualquier otro
implante, pero este no presentaba ningún problema de rechazo, y ninguna
contraindicación.
Las ventas de su invento le subieron a la cima de la fama. Pero él
incansable invertía su dinero en más investigación, en más estudio, en más
remedios.
A los dos años otro invento revolucionario salió a la luz. Había inventado
un nano chip, que introducido en el fondo del ojo, cuando se producía una
degeneración macular, permitía recuperar la agudeza visual en un 90%. ,
Lo cual era un éxito rotundo.
Pero no solo sus inventos eran los mejores del mercado. Si no que sus
técnicas quirúrgicas lo ensalzaban como el mejor cirujano ocular del
mundo entero.
Pero él no se ufanaba en su triunfo. Sino, que seguía asistiendo incansable a
los congresos, para aprender nuevos trucos, nuevas ideas, que sin duda sus
compañeros de profesión le reportaban. Solía haber en los congresos gente
joven y bien dispuesta, pero también gente ya consagrada en años de
profesión.
En uno de esos congresos, cuando a la hora del almuerzo, todo se hacía
distendido, y los hombres de ciencia se volvían padres, esposos y amigos.
Se le acercó un hombre. Era este un médico afamado, pues al menos,
siempre participaba en los congresos, como asistente, pues nunca le había
oído, jamás, una ponencia.
- Hola déjeme que me presente me llamo Abel. Soy oftalmólogo como
usted. Pero aunque parezca una paradoja del destino, mi vista ha
perdido su agudeza y mi mano comienza a flaquear.

Lo observó detenidamente. Aquel hombre podría tener noventa años o más.


Era bajo y tremendamente arrugado. Su pelo desaliñado, aunque muy
limpio y brillante, le daba el aspecto de un sabio loco. Pero la sonrisa
delataba que aquel hombre tenía tanto corazón como edad.
- Encantado yo me llamo José, José Antunez.

Le estrechó amigablemente la mano.


- Me dirijo a usted porque en mis condiciones me será imposible
continuar con mi profesión; Y claro, mi cartera de clientes debo
pasársela a alguien lo suficientemente competente. He pensado en
usted. Si, sin duda de todos los aquí presentes usted me parece el más
adecuado.
Lo miró sorprendido, así que era eso lo que quería el tal Abel, pasarle sus
clientes. Estuvo a punto de negarse, pues más clientes suponían no tener
tiempo, ni un segundo para continuar sus estudios. Se mordió el labio
pensativo. Fue Abel el que le despejó las dudas.
- Son pacientes especiales, algunos los llevo tratando durante años; he
conseguido logros sorprendentes. Pero necesito de una mano sabia y
experta, así como de un buen juicio, que pueda atenderlos. Es que
estos casos son sumamente complicados.
Aquello de casos sumamente complicados le sonó a gloria. Justo era lo que
necesitaba, un incentivo para su intelecto. Algo que le hiciera sentirse vivo
y no anquilosarse en la rutina de la miopía, y el astigmatismo, por no decir
de la hipermetropía.
- Bueno, creo que seguramente podremos llegar a un acuerdo. Siempre
y cuando me pueda usted pasar todos los historiales de todos ellos, y
tengamos el tiempo suficiente para hablar de estos casos.
- ¡Ah! ¡Qué bien! Sabía que usted lo entendería. Por supuesto, yo le
pasaré todos los datos. Mañana al terminar el congreso le acercaré
los archivos, así podrá echar un vistazo a los casos más importantes.
Y si le va bien podré explicarse la técnica de mi trabajo.
José sonrió, aquello prometía, era un reto justo a su alcance. Nunca había
sido un hombre engreído, pero poder hacer uso de su capacidad. Cuando a
alguien le ofrecen ese bien, no lo puede rechazar.
Al mediodía del día siguiente se presentó Abel con un cajón archivador en
su consulta. José se sorprendió, pues esperaba más volumen de
información, o quizá con más número de detalles. Despacio, uno sentado al
lado del otro comenzaron a leer los archivos. En total eran 35 clientes, y
comenzaron a leer:
Informe de María Pérez: “Presenta un estado de desamor agudo. Con crisis
constantes de desaliento, incapaz de expresar su situación aguda de
desamor”
Tratamiento: Grandes dosis de abrazos. Un beso al despertar y otro al
acostarse. Tiene que levantarse cada día a la misma hora, asomarse a la
ventana lo primero de todo y ver el sol. Repetir en alto, la luz es hermosa,
yo soy hermosa, el día será estupendo, es un día amoroso.
José levantó la cabeza asombrado. Tanto que la expresión de su cara era
más bien de una persona a la que le acaban de gastar una broma de muy
mal gusto.
Pero ¿qué es esto?¿Es esto una broma? ¿Cree que yo puedo perder mi
tiempo en estas tonterías? Dejo mis horas de investigación a un lado para
atenderle y se burla de mí, es un insulto.
Arrojó el dossier sobre la mesa con desprecio.
Abel lejos de enojarse sonrió confiado. Como un niño que acaba de ser
descubierto con las manos en las golosinas prohibidas.
- Sabía que reaccionaría así. Ya lo esperaba, pero le aseguro que no se
trata de ninguna broma. Se lo aseguro, siéntese por favor, es de suma
importancia que me escuche, y trate de comprender.
José se sentó malhumorado. ¿Qué le iría a decir aquel hombre viejo? Quizá
estuviese completamente loco, o entrara en una demencia senil. AO
sencillamente fuese un loco al que le había dado por ir a congresos de
oftalmólogos. Al fin y al cabo nadie sabía nada de su trabajo. ¿Quién era
aquel hombre después de todo? ¿Qué era realmente lo que quería?
- Verá, llevo siguiendo su trayectoria profesional durante 15 años.
Conozco todos sus inventos, he visto todos sus progresos. No creo
que exista una persona más capaz que usted. Yo era como usted.
Como ve soy un hombre muy mayor, cuando empecé en la profesión
todo mi afán era investigar. Curar al igual que lo hace usted. En esos
tiempos devoraba con ansiedad cualquier libro, cualquier invento o
cualquier fórmula capaz de mejorar la salud de mis pacientes. Llego
entonces a mí por casualidad, un viejo libro escrito en un lenguaje
indescifrable. Dedique cinco años de mi vida en descifrarlo, Cuando
lo conseguí encontré algo tremendamente sorprendente. Existía un
aparato, un cristal, a decir verdad, una lupa oftalmológica, con la
cual se podía ver el estado de amor de la persona. Sé que usted me
preguntará ¿para qué ver el estado de amor de la persona,’ ¿qué
tiene eso que ver con mejorar la visión? Mucho, en realidad. Todas
las personas una vez tratadas de su mal, no solo veían mejor, sino
que veían las cosas mucho más bellas, más hermosas. Sus ojos
cobraban una luz inusitada, espectacular.
- ¿Cómo? ¿Qué me dice?
- He dedicado otros cinco años más de mi vida a la busque da de dicha
lupa. No vienen al caso las aventuras y peripecias que he tenido que
realizar para conseguirla, Ni las veces que mi vida ha estado en un
hilo...

Introdujo la mano en el bolsillo, abriendo un paquete exquisitamente


envuelto apareció una lupa una lupa oftalmológica aparentemente normal,
algo ambarina eso sí, pero normal. No tenía nada más llamativo.
- Sé, que todo esto le suena muy raro, Novedoso, realmente extraño,
pero apelo a su mente de científico abierta a todas las luces del
entendimiento humano. Le garantizo, que tendrá éxito en su trabajo
futuro si como espero decide unirse a mi proyecto. Pero sobre todo lo
que le garantizo, es una felicidad, como jamás ha logrado alcanzar
nadie.
Sonrió otra vez, y esta vez revelaba que no mentía, que aquello era real y
que podía hacerse.
- Yo soy mayor, mis facultades van perdiendo agilidad. En estos dos
últimos años he incurrido en dos errores imperdonables, cosa que a
lo mejor no es atribuible a la edad, pero no quiero correr el riesgo de
equivocar mis diagnósticos. Usted es joven, sus facultades están en
su mayor rendimiento. Le ofrezco ayuda hasta que la cosa valla
rodada. Yo confío en usted, y mis clientes también lo harán estoy
seguro.
José dudó, todo aquel asusto parecía salido de una novela, pero Abel había
a pelado a su carácter innovador, a su hacer ciencia para el bien de los
pacientes, a su gran profesionalidad, y sin darse cuenta siquiera de lo que
hacía había aceptado el encargo.
La primera consulta la programaron para un lunes. Era un hombre de
mediana edad, un ejecutivo, parecía.
Ambos médicos colocaron cuidadosamente la lupa en el aparato, pusieron
al paciente en posición cómoda, y examinaron su ojo. Cuando José miró
por aquella lupa pudo leer unas letras en el borde inferior. “El odio está
inundando sus ojos, ya casi no-queda amor, cuidado, aunque es un caso
medio necesita rápido tratamiento”.
José asombrado se echó hacia atrás.
Buscando la mirada de Abel, que como siempre sonreía, como si supera
con precisión de mecánico, el defecto del mecanismo.
Tomó José el bolígrafo, y escribió. “Acompáñese tres horas al día de una
persona que lo quiera a usted mucho. Bien su madre u otra persona de gran
afecto hacia usted. Repítale frases hermosas como: te quiero, estaba
deseando verte, necesitaba estar contigo. Cuando la otra persona le
responda déjese llevar de esa sensación amorosa y bésele y abrácele.
Déjese llevar, y sobre todo ríase con ella al menos media hora al día
durante lo que dure el tratamiento.
- Doctor ¿cuánto tiempo debo de realizar el tratamiento ¿
- Ya iremos viendo, iremos viendo-dijo prudente, pues era la primera
vez que recetaba algo como aquello, pero sentía en su bolígrafo una
fuerza inusitada, que hacia ágil su mano y acertada al mismo tiempo.

Los ojos de aquel hombre parecían tristes, apagados, forzados y hasta


mortecinos.
¿Habría una trasformación tal como Abel le contara?
El siguiente caso era de una mujer que tenía a mores cruzados.
José miró a Abel estos casos parecían difíciles de tratar. Por qué el amor
siendo cruzado es dificilísimo de repartir.
Abel le ayudó, ya había tratado casos como aquellos.
- Tiene usted que pasar tres horas diarias con cada una de las personas
en las que depositó su amor, y tratar de imaginar su vida, junto a ella
cada segundo. En poco tiempo se le resolverá el problema.
José sintió afecto por Abel, y pensó para sí mismo algo que jamás hubiera
pensado al conocerle, era aquel hombrecillo el mejor oftalmólogo del
mundo.
Pasada una semana de durísimo trabajo. Volvió a su consulta el primer
hombre que habían consultado. Sus ojos se habían vuelto luminosos.
Parecían más abiertos, más vivos, y su sonrisa mostraba a las leguas que
todo cuanto veía a su alrededor era hermoso.
Abel hasta entonces siempre había estado sentado en un pequeño rincón de
la consulta para no estorbar, solo se hacía presente cuando el caso lo
requería. Pero ya no estaba silenciosamente se había marchado y José
intuyó que para siempre.
Se despidió amablemente del paciente estrechándole la mano, y dándole un
alta tan deseada para ambos. La sensación de bienestar fue mayor que en
ninguna otra ocasión que había dado el alta, y había dado muchas en su
vida
Sin dudarlo se dijo, “he conocido al mejor oftalmólogo del mundo.”

El tiempo

Para las gaviotas no existe el tiempo. Eso creen ellas, porque yo sé muy
bien que en un tiempo nacen, y en un tiempo mueren. Que tienen un tiempo
para comer, y un tiempo para volar. Es más creo que todo es tiempo. Una
vez un filósofo por contradecirme me explicó. Que el tiempo como
nosotros lo conocemos no existe, que el presente no existe. Yo no lo podía
comprender. Pero él decía que cuando se empieza a decir un sonido, este ya
está pasando. Que entonces el instante presente no existe, que todo
absolutamente todo se compone de pasado y de futuro.
Yo no sé muy bien si eso es así. Porque él es filósofo y yo una persona de
pensamiento torpe. Claro que, al fin y al cabo, cada uno ve las cosas de una
manera. Porque también hay quien dice que todo es presente.
Había una vez un hombre obsesionado con el tiempo. Era pequeño y
menudo y miraba constante y obsesivamente su reloj. Como si quisiera
atesorar los segundos, como para que no se le escapase ninguno de ellos.
En su casa había varios relojes. En la sala un enorme reloj de péndulo. En
la cocina uno hermoso dorado y plateado. En las habitaciones tenía relojes
de todos los tipos. De cucú, sin cuco, despertadores y relojes de mesa. Él
creía que si los miraba constantemente tendría más tiempo para hacer las
cosas. Acortaba horas al sueño, y soñaba cuando dormía en el tiempo
pasado y en el tiempo futuro.
Entonces sucedió algo que como siempre solo ocurre en los cuentos. Hubo
una gran explosión de minutos acumulados. De esos minutos que quedan
perdidos o que van a destiempo. Esa explosión provocó la ruptura de todos
los relojes de la tierra.
El hombrecillo se quedó también sin sus relojes. Al principio lloró
desesperadamente por ellos, porque no podía medir el tiempo que dedicaba
a cada cosa. No podía medir sus actos, en definitiva.
Pero poco a poco, a pesar de intentos fugaces de intentar medir el tiempo
con aparatos de su invención, poco a poco, se fue acostumbrando a dedicar
ratos a las cosas. Ratos de medio día, ratos de una semana, o de un día.
En fin, que relativizó el tiempo. O quizá el tiempo siempre había sido
relativo y él se dejó llevar por su relatividad.
Para que eso no me suceda, para que no me pase como a él he ideado una
manera de medir mí tiempo. Es algo diferente, yo lo mido por satisfacción.
Tiempo satisfactorio, y tiempo no satisfactorio. Así relativizo mi tiempo.
Mi amiga la gaviota lo entiende de otra manera, tiempo para volar, tiempo
para reír, tiempo para comer, y no sabe nada de minutos ni de presente, ni
de futuro ni nada de eso.

Las historias del viento.

A las gaviotas les encanta el rumor del mar, les encanta el sonido
estrepitoso de la ola cuando rompe su fuerza contra las rocas, disfruta con
ello.
Al hombre moderno le gusta el ruido, quizá se acostumbró a no oír el
silencio. Los sonidos de la ciudad, tan fuertes, radio, televisión coches,
acallan sonidos más tenues, como el rumor de la mies mecida por el viento,
el cantar de los árboles, el sonido alegre de los pájaros. Pero sobre todo, el
silencio se va perdiendo, envuelto en ese tropel de sonidos fuertes. Así el
hombre va olvidando su propio silencio.
Había una mujer capaz de permanecer en silencio largo rato. Se había
acostumbrado tanto a él, que en medio de una conversación era capaz de
escuchar lo que se callaba, a veces mucho más importante que lo que se
dice.
Podía recoger del viento mil historias traídas de todas las partes de la tierra.
Recogía magnificas historias del norte, que el viento frio traía envuelto en
ráfagas de hielo. Recogía historias que el viento del sur traía envuelto en
ráfagas ardientes.
A veces estos vientos seducen a las personas con sus historias, de la misma
manera que Ulises fue seducido por los cantos de las sirenas. Unas veces se
resisten a partir tras el canto, y otras el canto los arrastra y aleja de sus
tierras.
Cuando los vientos del norte bajan hasta las del sur, y algunos hombres
escuchan ese canto de sirenas, se dejan seducir por ellas, y arrastrados
cruzan mares y tierras, para ir hasta esas lejanas tierras. Perdidos algunos
en las brumas del mar, y otros que logran tocar tierra, esperan alcanzar con
sus manos el canto de las sirenas.
La mujer que escucha el viento, que escucha todos los silencios sabe
cuántos nombres repite el viento, nombrando a los que se fueron. También
escucha en los vientos, los cantos de esperanza, los alegres cantos de los
niños con sus juegos. Los sonidos fuertes de cuando se encuentran los
vientos, y parlotean amigables intercambiando sueños, cuentos e historias
que quedan suspendidos en el aire esperando ser recogidos y contados.

Este es un cuento que trajo el viento.


Los niños solían jugar en una plaza, una plaza de un pueblo. Tenían bolas
en sus manos y la tiraban eliminando y ganando, el premio eran más bolas.
Había un niño que tenía una bola preferida, era la bola ganadora, jugaba
con ella todos los días, en la tirada en que la usaba siempre ganaba.
Recogidos sus triunfos y marchaba sonriente a casa satisfecho de lo
conseguido. Guardaba las bolas ganadas en su bolsillo, que con el peso
acabó por vencerse, ceder, y romperse: Ante su desdicha las bolas corrieron
calle abajo. Bola ganadora incluida. Corrió tras ellas intentando
alcanzarlas, recogió unas pocas que quedaban paradas entre las ruedas de
los coches pero otras muchas se perdieron. Enseguida miró cuales eran las
que le quedaban. Eran pocas y además ninguna de ellas era la bola
ganadora.
Él pensó que todos sus triunfos se vendrían abajo sin su bola. Así que
rápidamente fue al kiosco a encontrar otra bola como la que había perdido.
Pero ninguna era igual, o bien no era exactamente del mismo peso, o los
colores no se parecían en absoluto, las vetas verdes le parecían
imprescindibles, junto con la manchita amarrilla en el mismo centro de la
bola.
No compró ninguna, nada le sacaba de su desconsuelo, y solo el hecho de
pensar que a la salida del colegio le esperaban en la plaza para la partida le
desanimó en sobremanera. De hecho fingió estar enfermo y se fue a casa
sin pasar por la plaza.
Desanimado con apenas seis bolas en su recosido bolsillo, había perdido la
confianza en su tirada.
Los días pasaban y se fue acercando a la plaza a ver jugar a los otros niños,
con el temor de que si jugaba perdería sus únicas seis bolas. Se había
vendado el dedo mayor de la mano derecha para simular su incapacidad
para jugar, delante de los compañeros de partida.
Los días pasaban sin mejorar en absoluto su estado de ánimo. Una de las
tardes en que contemplaba como jugaban sus compañeros vio que en el
centro del círculo estaba su bola, su bola de los triunfos. No podía ser, la
cogió entre sus manos ante el reproche de uno de los jugadores, que le
repetía que dejase “su bola”. Sus ojos se iluminaron, la bola no estaba
perdida, al fin y al cabo alguien la había encontrado, quizá aquel niño.
Enseguida sacó su tosca venda y quiso formar parte del juego. Tenía que
ganar aquella bola, su bola, tenía que conseguirla porque era suya. Se
fueron inmediatamente de su cabeza todos sus miedos. Si perdía todas sus
bolas merecía la pena por tratar de conseguir “la ganadora”. Comenzó las
tiradas, tantos días sin jugar no le ayudaban con su puntería. Había perdido
ya cuatro de sus bolas y no había más que rozado a la que él quería sin
lograr sacarla del círculo.
Pero su empeño era grande, con solo dos tiradas tenía que conseguir su
bola. En la tirada número cinco su precisión fue mayor, acertó de lleno. La
bola salió del círculo y la ganó.
Metió la bola en el bolsillo, satisfecho se retiró del juego. La sacaba a ratos
y la miraba, era de verdad la bola ganadora. Era la que había perdido.
Al llegar a casa la metió en un bote, no se podía arriesgar a perderla de
nuevo, que se cayese en la calle, o perderla en el juego. La contemplaba allí
en el estante dentro del bote, cuando se dio cuenta de la pericia que había
tenido al ganarla, como había jugado hasta conseguirla, como en cada
tirada había aumentado su puntería. La bola era “La Ganadora”. No solo le
había hecho ganar muchas partidas, sino que le había dado la confianza
suficiente para jugar hasta conseguirla. En cierto modo en aquel bote estaba
metida su propia confianza.

Animales marinos

Las gaviotas saben mucho de los animales marinos dice que aunque
parezcan todos tan distintos, tienen un elemento común entre todos ellos,
que les permite de alguna manera entenderse entre ellos.
El mar además de ser un hervidero de vida, aunque a veces presenta un
aspecto amenazador, es en realidad ese elemento calmante, amortiguador, y
templado que permite que es mundo sea tal cual es.
Hay todo tipo de animales-dice la gaviota- a unos los conocerás y a otros
no, pero hay tanto que comer. Todo se cómo, personalmente me gustan más
los peces, pero no le hago ascos a una estrella de mar o a un cangrejo, todo,
todo.
Hay entre todos los animales marinos unos más bellos y otros muchísimo
más feos. Algunos simpáticos, y otros tremendamente ariscos. Por ejemplo
tienes el pulpo, nada hermoso, que a sabiendas se esconde casi todo el
tiempo en recovecos de las rocas. En cambio, los calamares, no hacen más
que jugar en grupo. No son hermosos, pero se envalentonan entre ellos.
También hay caballitos, de mar, babosa, medusas, inmensos bosques de
algas, paraísos de corales. En fin de todo.
Entre todos ellos un animal resultó especialmente feo. Viscoso y deforme.
Era una especie de gusano, de color marrón grisáceo, sin atractivo de
ningún tipo. Se ocultaba dónde podía, bajo una roca, detrás de un alga,
siempre escondido.
Lloraba amargamente por ser gusano, arrastrase de forma vil, mientras los
otros seres tan atractivos como los peces disfrutaban de toda su belleza.
Alguien le dijo que en el fondo del mar había un Dios Neptuno que allí
todo lo puede. Ni corto ni perezoso comenzó una larga búsqueda no exenta
de peligros. Su cuerpo alargado y blando era presa fácil de hábiles
depredadores. Demasiado riesgo quizá para un objetivo que parecía
incierto. Atravesó mares y océanos. Lo engañaban y volvía a comenzar,
incansable en su penosa búsqueda. Pasaba el tiempo y continuaba ansioso
su búsqueda como el primer día. Entonces el Dios del mar, que sabe cada
cosa que sucede allí, se presentó delante de él:
- ¿Qué es lo que quieres de mí?
- Es que soy tan feo, tan desprotegido, tan poca cosa, tan apetecible
para todos.
- Pero ¡qué dices! Eres tan hermoso como cualquier otro, a mí me
pareces hermoso, ¿cómo podría yo cambiarte?
- Hermoso ¿crees que soy hermoso? ¿Mira los peces? Y ni siquiera
tengo como protegerme de los otros animales.
Hablaron de las cosas del mar largo y tendido. Le contó todas las peripecias
que había pasado hasta llegar a verle. Las veces que había estado a punto
de ser devorado, y las veces que a punto estuvo de desistir.
Entonces el Dios compadecido le dijo.
- Cambiar no te voy a cambiar pero te voy a dar una casa donde vivir.
El cuerpo de aquel feo gusano, y de todos los suyos, se fue cubriendo de
una hermosa caracola de colores. Con mil formas diferentes.
- Ten por seguro- le dijo Neptuno_ que por haber confiado en mí, y
por haber perseverado, todos los hombres de la tierra se acordaran de
ti.
Y así fue, aunque ya nadie recuerde esta historia ¿quién no recogió,
coleccionó o guardó alguna vez una hermosa caracola?
Pero lo sorprendente de todo es que de todas las cosas del mar son las más
apreciadas y las más bellas.
Mi gaviota se quiere marchar, se quiere ir tras un barco a encontrar nuevos
cuentos nuevas historias. Sabe más, lo sé. Porque me mira con su cara
torcida y se ríe, como si dejase tanto por contar como lo que me ha contado
o más, pero no puedo retenerla, ella al fin y al cabo ansía volar. Ha estado
mucho tiempo a mi lado contándome historias. Le dejo la ventana abierta,
porque si a su regreso me quiere contar, yo la esperaré paciente.
La veo marcharse planeando. Miro al suelo con pena, en el suelo hay una
pluma la recojo, miro a mi niña y le digo “le escribiré un cuento” y se ríe,
porque solo ella sabe, que si es posible escribir un cuento de una pluma del
suelo.
Es una pluma pequeña. Apenas algo más que un plumón, y menos que una
pluma de cola, de las que ahora no recuerdo el nombre. No es una pluma de
gavilán, ni de gorrión ni de avestruz, imposible ¿cómo iba a serlo? Es una
pequeña pluma de paloma. Pero esta no es una paloma mensajera, de esas
de las que casi ya no hay. Ahora los mensajes llegan por e-mail, o por
móvil. Las palomas ya no surcan el cielo enviando hermosos mensajes de
enamorados. Ni hacen el heroico recorrido para ganar una guerra. Es una
pluma de paloma de ciudad, encadenada a una plaza de la que no se marcha
por miedo a perder las migas de pan, por miedo de volar.
Una vez había una paloma que añoraba enormemente salir de la ciudad.
Recorrer tierras llanas, bosques y montañas. Deseaba llevar un mensaje a
todos los rincones, ir de un país a otro, de un mar a otro, de un océano a
otro. Pero no tenía la menor idea de que mensaje podría llevar.
Conocía muy bien la ciudad, y a sus personajes, a todas sus gentes. A los
que acudían a la plaza; a los que no acudían y se quedaban tras las
ventanas, encerrados como ella en el centro de la ciudad.
Pensó que el mensaje que debía de llevar lo debía de escribir un hombre
muy sabio. Lo fue a buscar sabía dónde vivía y como apenas salía de su
despacho podía encontrarlo allí. Voló en su busca y le pidió que le
escribiese el mensaje más importante del mundo, y ella lo llevaría a donde
él le dijera.
Aquel hombre se quedó pensando, después ágilmente escribió algo en un
papel. La paloma lo leyó, pero no entendió nada. Tendría que llevarlo al
centro científico más importante de la tierra.
La paloma miró al hombre, y como lo consideraba sabio lo llevó. Voló
incansable por montes y valles, atravesó ríos y mares. Cuando llegó estaban
esperándola. Otro hombre recogió el mensaje lo leyó y exclamó: ¡ah! Era
eso.
La paloma sintió tristeza, pues no era el tipo de mensaje que quería llevar,
aquel hombre no le había dado ninguna importancia.
Volvió a la ciudad en la que siempre había vivido. Fue a buscar a un
hombre de letras. Este ante la oferta le escribió unas cuantas letras, y le
pidió que la llevase a la más importante casa de las letras del mundo.
La paloma voló rápida, veloz. Esquivo a halcones y gavilanes hasta su
destino. Cuándo la persona de destino lo recogió miró las letras y dijo: ¡ah!
Bien, bien, es eso.
Y volvió a sentir que aquel mensaje no era lo mejor que ella pudiera llevar.
Ya de regreso buscó a otra persona diferente. En la plaza había una mujer
que siempre se sentaba en el mismo banco quizá ella supiera cual era el
mensaje más importante. Le escribió unas letras musicales, y le dijo que lo
llevase al mejor especialista en frases musicales. La paloma lo hizo, pero
no estaba satisfecha.
Buscó a alguien más. Ella no dudaba que aquellos mensajes fueran
importantes, pero quizá no era el lugar al que había que llevarlos, tenía la
sensación que faltaba un sentido que uniese todo aquello.
Encontró a un joven de mediana edad, este estaba locamente enamorado de
una muchacha. Con el ofrecimiento de la paloma le mandó un hermoso
poema.
La paloma voló y voló. Cuando llegó a la ventana de la joven y entregó el
poema vio algo en los ojos de ella que le conmovió.
Pero no estaba de todo complacida. Sus mensajes hasta ahora solo habían
emocionado a una persona sola, no era el mensaje que ella quería llevar.
Bajó a su plaza, había un niño jugando, el niño que siempre le llevaba
miguitas de pan. Se acercó y le contó lo que quería hacer, que quería llevar
el mensaje más importante de la tierra. El niño se quedó mirando a la
paloma y le dijo que él no sabía escribir. Se quedaron los dos muy tristes
sin saber qué hacer.
El niño se levantó cogió una ramita del suelo y se la puso en el pico y le
dijo:
- Ahora tienes que ir a cada rincón de la tierra y la gente que te vea
sabrá cuál es el mensaje. Pero tienes que ir a todos, todos.
Ese era el encargo que la paloma esperaba.
Aún continua volando la paloma, pues es una ardua tarea, llegar a todos los
rincones de la tierra. Quizá en su vuelo escuche un poema, o una hermosa
canción, o alguien diga eureka, o alguien escriba una novela, pero ella
vuela con su ramita de con fin a con fin de la tierra.

Índice

1-La presentación.
2-El pastor.
3-El amor.
4-Sueños.
5-El intérprete.
6-Ansias de ver.
7-El árbol del fondo del mar.
8-El jardín.
9-El sabio.
10-La tierra cansada.
11-El castaño.
12-Los pensamientos.
13-Un punto en el mar
14-Las letras.
15-Añoranzas.
16-El oftalmólogo
17-El tiempo.
18-Las historias del viento
19-Animales marinos
20-Mi gaviota se quiere marchar.

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