Los Taninos de La Vida

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LOS TANINOS DE LA VIDA

Desde que tengo uso de razón, recuerdo zanjada toda discusión entre mis abuelos sobre la calidad
del vino con los sifonazos de soda que mi Zeide le metía a sus vasos. Mi Bobe jamás abandonó la
esperanza de que el paladar rústico del viejo, pudiera, en algún momento de la vida, distinguir entre
los taninos presentes en un cabernet de origen salteño y un tempranillo de base mendocina. Pero por
toda respuesta, siempre sonó en la mesa el chistido del sifón, cuya onomatopeya es en sí misma una
forma de dar por cerrado el tema.

Tengo un tío que conoce de vinos, que está involucrado en el proceso, que actualmente vive en San
Rafael. Siempre le traen a mi viejo unos tubos de tinto que son para ponerse los anteojos a mitad del
puente de la nariz, y mi viejo enseguida va a la heladera y busca la cubetera.

–No es para ponerle soda... –le advierte mi vieja, como otrora su madre (mi Bobe) lo hacía con su
padre (mi Zeide).

–Qué mierda sabe este de vinos –contesta mi viejo mientras los hielos ruedan.

Yo sé que, de alguna manera, a mi vieja esa rutina, esa forma de conducirse respecto de los
placeres de la vida, le aterró siempre como herencia, así que nos instruyó a mis hermanos y a mí con
elementos básicos de buenas conductas a la hora de abordar las mesas. Para mi Bobe, la elección
de un espumante para una ocasión especial era siempre todo un tema, mientras que para mi viejo lo
importante es que no falte la bolsa de hielo, porque el champán le da acidez y, antes que un vaso
burbujeante, prefiere un buen farol de tinto.

En mi casa, en materia de bebidas espirituosas, me crié entre dos bibliotecas y llevo en mi ADN esta
disyuntiva entre el paladar rústico y la búsqueda de la dignidad un tanto más refinada que cada tanto
tengo que poner a prueba.

Recordé todo esto porque cada 24 de noviembre se celebra el Día del Vino en la Argentina debido a
la declaración de este brebaje como Bebida Nacional. Primero fue por decreto presidencial en 2010 y
luego en 2013 fue por una ley aprobada por unanimidad en el Congreso. Desde esa fecha, todos los
años se celebra el valor cultural que tiene el vino y la vitivinicultura, su arraigo con la tierra y su rol en
la identidad de los argentinos.

Algún tiempo atrás, cuando habitada la gélida y hermosa Ushuaia, por una de esas extrañas
carambolas del destino, tuve que cubrir el Mundial de Sommeliers en Mendoza, en 2014, cuya
ganadora resultó ser Paz Levinson, poeta, sabia, linda, perfil bajo, ilustrada sin pretensiones,
estudiosa, esa misma Paz fue quien en 2015 ganó como la mejor sommelier de América. Ni más ni
menos. Viaje a Mendoza pero confieso, es el tipo de eventos del que suelo rehuir, porque suponen
mucha socialización en muy poco tiempo, con agendas muy apretadas y con riguroso sport elegante.
Pero recuerdo empaqué unas pocas prendas sin mucho uso y partí.

Allá me mezclé entre los periodistas de otros medios y me porté como un duque, fijándome bien lo
que hacían los otros para no meter la pata. El secreto es siempre pispear para el costado y hacer
más o menos lo que hace el resto: si todos se suben a una combi, vos te subís; si todos se ponen
una cinta roja en la muñeca, vos te ponés una cinta roja en la muñeca. El primer problema de la
imitación se presentó en una feria a la que asistimos en un hotel. Era por el Día Internacional del
Malbec y había una cantidad infernal de stands de marcas de vinos que convidaban sus logros.
Todo el grupo en el que estaba ingresó, para dispersarse luego en una muchedumbre ruidosa.
Empecé a caminar y a explorar expositor por expositor, más que nada fijándome en las caras de los
que servían los vinos, imaginándome si esa gente estaba ahí a gusto, pensando en sus historias de
vida, si habían aprovechado ese viaje para ser infieles, si se estaban jugando la vida en esa muestra.

Me decidí y encaré un stand que tenía unas botellas de colores que me parecían llamativas. Me
dieron una copa. No me gustó, pero me la tomé lo mismo por compromiso. Observé que la gente no
dejaba las copas, se las llevaba, así que me llevé la mía.

En el stand vecino, me recargaron el vaso. Me explicaron algo de las fuerzas de la lluvia para
optimizar las uvas que usaban, que teóricamente eran muy buenas. Dije “ajá” y le mandé un trago.
Estaba mejor. Seguí. En el de al lado me dieron un folleto y me hicieron oler dos corchos. Me comí
un grisín húmedo. En otro, una mendocina morocha, con los ojos más hermosos que vi en mi vida
(eran violeta como los de la inolvidable Liz Taylor) me demoró con dos vasos. Y ahí vi que un viejo
dio un sorbo y escupió el resto adentro de una jarra. Y entonces se me pasó el hechizo y me acordé
de que al vino había que escupirlo. Era un error tan pavo, que de pura bronca me tomé lo que
quedaba en el vaso.

Esa noche fuimos con un grupo de periodistas a cenar a un restaurante y yo estaba particularmente
borracho. A mi baja resistencia, hay que sumar que se me fueron los nervios. Nos acompañaba una
comitiva de Canadá y se sentó junto a mí una mujer muy bella, de nombre Verónica, que no hablaba
una palabra de español. Yo con el inglés me defiendo, pero si estoy sobrio, así que nuestra
conversación fue medio torpe. El menú del restaurante era bien criollo y arrancó con una lengua a la
vinagreta.

“What is it ?”, quiso saber ella.

“Tongue”, le dije . “To the vinagrate ”, agregué. No la probó. Nos reímos y tomamos más vino.

Me puse a charlar con un pelado que estaba con ella, también de su país. No entendí si era el
marido, el hijo o si era periodista de un diario, pero estuvo buenísimo el comentario que tiró cuando
trajeron seso rebosado con una salsita picante y les expliqué qué era: “¡Zombi night!”, dijo el tipo.
Bah, a mí me pareció buenísimo, así que me agarró un ataque de risa. Fue tan intenso, que me tuve
que ir al patio para tomar aire. En todo momento del viaje, tuve la sospecha de que iba perdiendo
lentamente la dignidad, pero me propuse recuperar la línea al día siguiente, pues iríamos a visitar un
lugar especial, donde cataríamos algunas delicatessen de mano de la bodega Chandon. El lugar era
un paraíso entre viñedos y nos sentaron a una mesa con muchas copas y una latita discreta, donde
había que escupir la bebida. Empezaron a hablar en inglés y explicaron que iban a arrancar con un
champán que probaba lo bien que se añejaban los destilados de la empresa. Este era envasado en
1979 (chanfle, dije, ese espumante nació cuando yo tenía cuatro años y tenía por entonces, en el
tiempo que sucedía esto que relato, por lo menos treinta y cinco años de añejado).

Mientras iban sirviendo las botellas pintadas con números prolijos a mano, yo pensaba que ese 1979,
había sido el año en que llegaba a nuestro país una delegación de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, a investigar por primera vez los crímenes de la Dictadura; en los Estados
Unidos se fundaba Nickelodeon, el primer canal infantil de televisión; en Brighton (Reino Unido), los
acartonados ingleses abren la primera playa nudista; Teresa de Calcuta es galardonada con el
Premio Nobel de la Paz; Pink Floyd lanza el álbum The Wall, convirtiéndose en el 12.º álbum más
vendido en la historia, entre otras tantas cosas que mi cabeza efemeridica recordaba por extrañas
razones.
Recuerdo ahora, tenía a dos capos de la bodega, a una docena de sommeliers, a varios periodistas
especializados de diversas partes del mundo rodeándome y, cuando todos hicieron buche y largaron,
fue más fuerte que yo: me lo mandé como si estuviera cortada la luz. No podía escupir un champán
que había estado esperándome en la oscuridad mientras yo aprendía a leer con las sábanas delante
de mis ojos porque mi Bobe fingía no podía leer, introduciéndome al fascinante mundo de la lectura.
Me pareció muy fuerte, muy simbólico, ¿cómo no?

Pasó y siguieron hablando, pero a mí me poseyó algo que no puedo explicar. En argentino básico,
creo que sería “se me calentó el pico”. En resumidas cuentas, empezaron a explicar que el desafío
de 1979, estaba superado con creces y que nos invitaban a probar algo anterior y, claramente,
distinto.

“Les presentamos 1992”, dijeron, e hicieron correr una ronda de cosecha del siglo pasado que me
dije: “Yo a esto no te lo escupo ni a punta de escopeta; cuando envasaron esto, yo estaba entrando
en la facultad”. Ese es el tipo de razonamiento que a uno debería despertarle una alerta. Pero, por lo
general, la mente no está preparada para escuchar buenas razones cuando el cuerpo se va de fiesta.
Así que para el momento en que presentaron a la gran estrella embotellada de la noche, yo tenía la
sensación de que en lugar de pelo tenía burbujas y que si me paraba, me iba a saltar el corcho.

El vino espumante era el Moet Chandon III de las Bodegas Chandon, que no se consigue en
Argentina y que cuesta 500 euros la botella. Un color dorado profundo y reluciente, con reflejos
ambarinos lo define a este espumante mitad chardonnay y mitad pinot noir; y que me disculpen los
que saben y los que inventaron la cata, pero no hace falta ser adivino para saber que en mi futuro no
abundan las mesas regadas con botellas de esas, así que hice lo que me dictó el corazón. Y a esa
no sólo que no la usé para humedecer el interior de la lata que había al lado, sino que en un
descuido aproveché para que hubiera replay para la foto (aunque el celular estuviera sin batería).

Recuerdo comencé en un momento para sorpresa de mis compañeros y muchos pero muchos
desconocidos a recitar: Ya van tres noches de festín / quiero beber mi juventud de un sorbo /
del goce en la frenética locura, / como en el ansia de la sed se apura / una copa repleta de
vino; los primeros versos de El temulento (El borracho en ediciones más nuevas), el clásico del
escritor y poeta salteño, Joaquín Castellanos, quien con veintiséis años lo publicó en 1887 en
Buenos Aires, aunque se encontraba exiliado en Montevideo por sus amistad con Leandro N Alem.
Cuentan jamás en su vida probó una gota de alcohol y luego de publicar este su cuarto libro dejó de
escribir, para dedicarse de lleno a la política, su verdadera pasión.

En algún momento de la tarde recobré la compostura y realicé mi tarea. Ya de regreso, tuve que
aprender muchas cosas para poder contar esta crónica del viaje y apelé a un lenguaje en el que usé
todos los eufemismos para no mencionar con precisión uvas, técnicas ni bodegas, datos que
claramente no retuve. Tampoco en mi narración había hecho pie en experiencias personales de
consumo, puesto que esa parte había sido un fracaso rotundo, y en una crónica no se lo puede
someter a los otros (sean escuchas o lectores) a semejante imprudencia, así que conté lo esencial
con guantes de algodón. Volví del viaje con la sensación de que hay un montón de mundos que uno
no conoce y que muchos más se morirá sin conocer.

Pero déjenme decirles algo: esto del vino parece muy complicado y quien sabe, usa unas palabras
que no se entienden ¡No! No teman, saber del vino no tiene tanto misterio y aprender puede ser
divertido y hasta un verdadero placer.

Todo esto recordé hoy en el Día del Vino en la Argentina, así que salud a todos los hacedores,
catadores y bebedores de esta nuestra bebida argentina. Salud a todos. Salud.

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