El Destetado - Federico Jeanmaire 2

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

«El único que no murió aquella noche fue Hipólito, el tercer hijo de los Díaz,

el menor. Según decían los Camaño, el bebé estaba en casa de sus abuelos.
Había sido destetado recientemente. Y el destete, por milagro, le salvó la
vida. Dicen». Baradero, 1870. Un crimen de sangre arrasa con una familia. El
asesino está más cerca de lo que cualquiera podía haber pensado. Y tiene roto
el corazón.

Página 2
Federico Jeanmaire

El destetado
ePub r1.0
Titivillus 30-08-2023

Página 3
Federico Jeanmaire, 2019

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
El destetado

A Eduviges Camaño le habría gustado llevar a sus dos pequeños hijos a la


función del circo aquella noche. Hacía bastante tiempo que no llegaba un
circo a Baradero y, con toda seguridad, iban a pasar meses hasta que las
pruebas volvieran. Era jueves. Más precisamente, el jueves 26 de mayo del
año 1870.
Pero la mujer no iba a poder llevarlos.
El asunto había empezado a complicarse la semana anterior. A su marido
lo había tirado una yegua nueva, alazana y arisca, que estaba domando. Desde
entonces, Fidel Díaz permanecía en cama recuperándose: en la caída se había
quebrado el brazo y la pierna derechos, a más de un par de costillas. La mujer
pensó en preparar el carro y llevarlos ella misma. Sin embargo, esa tarde la
cuestión había terminado de arruinarse: además de lo adelantado de su
embarazo, llovía torrencialmente y, bajo esas circunstancias, resultaba del
todo imposible hacerse cargo del carro las dos larguísimas leguas que
separaban el pueblo de su casa en el campo. Así las cosas, la buena de
Eduviges Camaño tuvo que resignarse, y esa resignación tomó la forma de un
guiso flaco cocinado a desgano.
A Tomás Troncoso, en cambio, la vida se le venía complicando desde
bastante antes de ese jueves.
Desde la infancia misma.
Abandonado por sus padres, había sido criado por la rica familia Camaño
a más de tres leguas del poblado y a una de donde ahora habitaban los Díaz.
El color de su piel tampoco lo había ayudado: era un poco más oscuro que los
Camaño y que el resto de los descendientes de europeos que habitaban la
región.
El color de la piel era importante.
La pucha que era importante. Y lo sigue siendo. Todavía. Muy a pesar del
tiempo trascurrido desde entonces. Si lo sabré yo, que también soy un tanto
oscurito.

Página 5
Un par de años mayor que Eduviges, Troncoso había crecido
compartiendo juegos junto a ella y sus hermanos. Pero no tardó nada en darse
cuenta de que no era un igual. Apenas pudo montar, dejó de ser como un hijo
más de los Camaño y lo mandaron a conchabarse de peón en la vecina
estancia de don Ignacio Pereyra. Con diez o doce años, dejó de ser Tomás o
Tomasito y se convirtió, de buenas a primeras, en el negro o en el chino
Troncoso. Y eso fue para siempre.
Ese mismísimo jueves de circo, al tiempo que Eduviges agregaba a
desgano alguna papa o alguna batata para agrandar el guiso, Tomás Troncoso
llegaba a la pulpería en donde había quedado con dos de sus amigos: Vicente
Cruz, apodado el zambo, y Nemesio Taborda, también conocido como el
rubio. Ninguno de ellos había imaginado, mientras disponían el encuentro
algunas semanas antes, que justo esa noche llovería lo que estaba lloviendo.
De cualquier manera, mientras el frasco de ginebra iba y venía de una boca a
la otra, decidieron que el diluvio que caía no alcanzaría para detenerlos. No
sería suficiente. A lo sumo habría que aligerar los planes, no visitar los dos
sitios que habían pensado visitar, sino, solamente, llegarse hasta el que
quedaba más cerca.
No discurseaban.
No lo necesitaban.
Los tres sabían de antemano lo que sabían. Cruz y Taborda fantaseaban
con que al final de su ruta los esperaban, mansos y tranquilos, aquellos veinte
mil pesos provenientes de una venta de chanchos que Troncoso juraba se
escondían en algún rincón de la casa de los Díaz. Veinte mil pesos, contantes
y sonantes, a dividirse en partes iguales. En cambio Tomás Troncoso, aunque
se lo guardaba para sí, solo quería vengarse. Por eso, decidieron no esperar ni
un minuto más. No daba la impresión de que la lluvia fuera a parar y ya
estaba bien de ginebra. Montaron sin decir palabra sus respectivos caballos y
enfilaron hacia el camino real, a las afueras del pueblo.
Justo en ese momento y sin ninguna gana, Eduviges Camaño acarreaba
hasta la habitación un plato hondo repleto de guiso para su marido
convaleciente. Mientras sus hijos, Sabino Fidel, de cinco años, y Honorio, de
tres, corrían a sentarse en la mesa de la cocina a la espera de que por fin les
llegase su turno. La mujer les pidió que no gritasen, que aguardaran en
silencio. De inmediato, los chicos se callaron. Conocían de sobra el fuerte
carácter de su madre y no querían por nada del mundo quedarse sin comer.
El negro Troncoso galopaba unos metros por delante de sus compinches.
Los guiaba.

Página 6
Y de paso pensaba. No podía parar de pensar. Aunque, quizá, mejor sería
escribir que relamía, una por una, las demasiadas heridas de su vida. Rumiaba
el odio.
Se había enamorado de María Robustiana Camaño, la hermana de
Eduviges, cuando todavía era Tomasito. Cuando todavía ni soñaba con que un
día, a sus diez o doce años, iba a convertirse en el negro o en el chino. Desde
siempre, la había cavilado su mujer. Y ella, otro tanto. De hecho, lo primero
que hizo cuando juntó sus primeros pesos como peón de Pereyra, fue ir hasta
el almacén de ramos generales y comprarle una tela para que se hiciera una
linda pollera. El viejo Camaño lo recibió con cara de pocos amigos, le sugirió
que sus hijas no necesitaban que les regalaran nada, que devolviera esa tela y
que, mejor, utilizara ese dinero para comprarse algo de ropa para él, que a lo
que se dejaba entrever le hacía bastante falta y que, por favor, no volviera a
pisar su propiedad. Nunca más.
Fue duro.
Un golpe muy duro para Tomás.
Tuvo que pegar la vuelta sin ver a su amada y, si no lloró, fue solo porque
ya era el negro Troncoso y no más Tomasito.
Eduviges recogió los platos y enseguida envió a sus hijos a la cama.
Sabino, el más grande, se quejó de ausencia de sueño. Pero la mujer no le
hizo el menor caso, le bastó con mirarlo fijo a los ojos durante unos segundos
para que el pibe le diera las buenas noches y corriera a esconderse debajo de
las cobijas. Antes de ponerse a lavar lo que había quedado sucio de la cena,
Eduviges se dio algún tiempo para espiar cómo estaba su marido. Fidel seguía
muy dolorido y se quejaba a los gritos de no poder conciliar el sueño.
Entonces la mujer cerró sin hacer ruido la puerta de la habitación e intentó
olvidar sus malos pensamientos entre la lejía y un cacharro con agua.
Tomás Troncoso no volvió a la casona de los Camaño desde que el viejo
lo echó aquel día. Pero tampoco se olvidó de María Robustiana.
Jamás.
No hubiera podido.
Sin embargo, y muy a pesar de que gastaba las horas meditando al
respecto, no se le ocurría la manera de volver a verla. Tardó algún tiempo
hasta que la encontró: la misa del domingo. Cómo no se le había ocurrido
antes. Los Camaño no faltaban nunca a la misa del domingo. Entonces, un
domingo cualquiera se lavó bien la cara y los sobacos, se peinó con raya al
costado y allá fue con la mejor ropa de que disponía.
La vio.

Página 7
De lejos.
María Robustiana disimulaba su risa y le hacía señas, colocándose un
dedo sobre el labio superior, de que esa risa provenía de los escasos y
esparcidos pelos de su incipiente bigote. Pero no pudieron conversar. Fue
todo desde muy lejos. Por eso, al domingo siguiente, además de lavarse bien
la cara y los sobacos y de peinarse la raya al costado, pidió prestada una
navaja, se afeitó por primera vez en la vida y, después, en la iglesia, se las
ingenió para hacerle llegar a la muchacha, por medio de un chico y de un par
de monedas, una nota en donde la invitaba a encontrarse con él a orillas del
río Arrecifes, junto a un bosquecito de sauces y espinillos que había a unos
cien metros del camino real, el mismo camino real por el que ahora galopaba
en medio del diluvio universal.
Una vez que hubo terminado de lavar los platos, Eduviges se quedó
haciendo algunas tareas de costura que tenía pendientes. Todavía no quería ir
a la habitación, no hasta que Fidel se durmiera. Su marido estaba insoportable
con sus dolores. Y aunque ella entendía su malhumor, lo había escuchado
quejarse durante todo el día y ya era suficiente. Necesitaba estar un rato a
solas. Descansar de su esposo y descansar de sus hijos. Pensar en nada. Y
olvidarse, sobre todo, de que no había podido concurrir al circo aquella noche.
El negro y María Robustiana empezaron a verse a partir de aquella nota.
Primero para arrojar piedras al río o correrse el uno al otro o reírse o jugar a
cualquier cosa. Claro que los años pasaron y, casi sin darse cuenta, con
naturalidad, comenzaron los besos y las caricias y los juramentos de amor
eterno. Siempre a hurtadillas, por supuesto, en aquel bosque de sauces y
espinillos a orillas del río Arrecifes. Hasta que una tarde de calor, después de
nadar un buen rato, no pudieron evitarlo: las carnes no aguantaron más las
ganas y sellaron su amor.
Deshonra, llamaron a aquel embarazo inoportuno los Camaño.
Y se preocuparon por esconder de los ojos del pueblo esa panza
deshonrada que crecía con tanto entusiasmo. Aunque, claro, todo Baradero
sabía en murmullos, que es como acostumbran a saberse las cosas en los
pueblos, que el fruto de aquella tarde amorosa de verano había sido
alumbrado el 28 de noviembre de 1868.
Unos meses antes, apenas se enteró por María Robustiana de que iba a ser
padre, Tomás hizo un último esfuerzo, dejó su mucho orgullo de lado y volvió
manso y tranquilo a visitar la casona de los Camaño. Desmontó el mismo
tordillo con el que ahora galopaba bajo la lluvia, se presentó delante del viejo
y, sin preámbulos, le pidió de muy buen modo la mano de su hija. El viejo lo

Página 8
sacó carpiendo. Le gritó que era un bárbaro y un animal y un pobre guacho y
un negro de mierda. Todo eso le gritó. Y también le exigió que nunca más se
llegara hasta su casa, que no iba a ser bienvenido, y agregó que, si a pesar de
sus advertencias se animaba a hacerlo, le iba a pegar un tiro justo entre ceja y
ceja.
Tomás Troncoso no volvió.
Nunca más volvió.
Esperó en vano durante meses a que una María Robustiana escapada y
furiosa con su familia fuera a buscarlo para huir juntos lo más lejos posible de
Baradero. Pero el tiempo pasaba y María Robustiana no aparecía. Por eso fue
que ideó un plan para vengarse. Un escrupuloso plan que, esa noche, la
torrencial tormenta que estaba cayendo se había encargado de modificar para
siempre.
Eduviges continuaba cosiendo.
No tenía la menor idea de que, en ese mismo instante, Tomás Troncoso
había detenido el galope de su tordillo a unos quinientos metros de su costura,
en el lugar exacto en que el sendero de entrada a su casa se topaba con el
camino real. Metida en sus quehaceres, la mujer no sabía que el negro había
decidido pararse allí y esperar a sus secuaces para darles las últimas órdenes.
Eduviges Camaño conocía a Tomás Troncoso desde que ambos eran unos
nenes. Se habían criado juntos, casi como hermanos. Por eso, aunque le
pareció extraño que el negro le diera las buenas noches, a esas horas tan
impropias y precisamente una noche que no tenía nada de buena, dejó la
costura a un costado de la mesa y fue a abrirle. No sabía, claro, que si sus dos
perros no habían avisado con ladridos de la llegada del visitante, no era
porque habían reconocido a Troncoso sino porque Vicente Cruz se había
tomado el liviano trabajo de degollarlos unos segundos antes de que ella se
pusiera de pie y caminara hacia la puerta de entrada a su casa.
No lo sabía ni lo sabría nunca.
Apenas abrió, Tomás, el negro, el chino, el pibe que se había criado con
ella, se le cayó encima. De inmediato, dos puñaladas le entraron por uno de
los lados a su enorme panza. Pero, muy a pesar de la enjundia y de la
determinación del atacante, la mujer logró zafar de la embestida y correr hasta
lo que suponía el refugio de los brazos de su marido. Claro que Fidel no
estaba en su mejor momento. Dolorido y sin poder moverse, muy poco era lo
que podría hacer para defenderla. Troncoso se les tiró encima y continuó
apuñalando a Eduviges hasta que estuvo seguro de que estaba bien muerta.
Mientras tanto y sin perder el tiempo, Cruz se encargaba de degollar a Fidel a

Página 9
partir de un solo corte de su daga. Con la misma frialdad y precisión con la
que, un rato antes, había dado cuenta de los perros.
Aunque la carnicería todavía no terminaba.
Por culpa de algún grito, o de alguna corrida, Sabino Fidel y Honorio se
despertaron y fueron a indagar lo que ocurría en la habitación de sus padres.
Entonces, Troncoso les avisó a los otros dos que allí nadie podía quedar vivo,
que lo reconocerían, que los pibes sabían perfectamente quién era.
Nemesio Taborda se encargó.
Y, en menos de un santiamén, acuchilló a los dos chicos sin miramientos.
Después, los bandidos se olvidaron de los muertos y se ocuparon de
revisar la casa, rincón por rincón, en busca del tesoro prometido. Pero no
existía tal cosa. Solo alcanzaron a llevarse unas espuelas de plata, un mate
también de plata con su correspondiente bombilla, un par de riendas
trenzadas, alguna ropa manchada con sangre y los únicos cuarenta y cinco
pesos que encontraron. Enseguida, y otra vez al galope, volvieron a desandar
el camino real bajo la lluvia y, a eso de la medianoche, se repartieron el
escaso botín en el rancho del zambo Cruz.
El único que no murió aquella noche fue Hipólito, el tercer hijo de los
Díaz, el menor. Según decían los Camaño, el bebé estaba en casa de sus
abuelos. Había sido destetado recientemente. Y el destete, por milagro, le
salvó la vida. Decían.
Al otro día, y como si nada hubiese tenido que ver con lo ocurrido, Tomás
Troncoso amaneció temprano y, acompañado de don Ignacio Pereyra, su
patrón, avisaron al doctor Lino Piñeiro, a cargo del Juzgado de Paz por
licencia de quien lo ejercía, don Fermín Rosell, que habían encontrado una
masacre en casa de la familia Díaz.
Y hasta allí acompañaron al juez.
Cuando llegaron, ya eran varios los curiosos que, enterados de la tragedia,
se amontonaban en los alrededores de la casa.
Piñeiro no era abogado, era médico. Y este, aunque en principio no lo
parezca, es un detalle fundamental para el devenir de los acontecimientos. El
hombre se iba a tomar su tiempo para revisar los cadáveres. Los miró y los
remiró. Una y otra vez. Aunque tanto miramiento en el lugar de los hechos no
le alcanzó. De inmediato, hizo que algunos de los curiosos cargaran los
cuerpos en el mismo carro que no había podido llevar a Eduviges al circo la
noche anterior y les pidió que se los dejaran en el hospital, que también
cargaran lo que había quedado de los perros, que, por favor, no se olvidaran
de cargar los perros.

Página 10
Esa misma tarde, tomó dos decisiones trascendentales. La primera,
aprehender a Troncoso, ya que se enteró por oídas de sus desventurados
amoríos con la hermana de Eduviges; la segunda, internarse en la soledad del
hospital y estudiar todavía más en detalle las heridas que habían recibido los
cadáveres. A la madrugada, y después de mucho cavilar, el bueno de Lino
Piñeiro llegó a la inequívoca conclusión de que si bien la mujer y los pibes
habían sido acuchillados, tanto los perros como Fidel Díaz habían sido
degollados de un solo corte y con una daga. Los asesinos habían sido por lo
menos dos, sin duda, y uno de ellos, el que calzaba la daga, era zurdo.
Entonces, apenas salido el sol, mandó a arrestar a los zurdos del pueblo. Pidió
que los aprehendiesen a todos, que no dejaran escapar a ninguno, que no
atendieran ni a su condición ni a su reputación.
Le trajeron a cuatro.
Sin embargo, uno de ellos se encargó de avisarle al doctor que quedaba un
quinto zurdo, muy conocido en el partido, que no había sido aprehendido: el
zambo Vicente Cruz. Inmediatamente, lo mandó a buscar. Pero la partida no
lo encontró en su rancho. A la que sí encontró fue a su esposa, de apellido
Ferré, oriunda de San Fernando.
El pueblo estaba convulsionado.
El ánimo de la gente, muy caldeado. Y se exigía justicia, a viva voz, en las
puertas mismas de la casa del doctor Piñeiro, a un costado de la iglesia, frente
a la plaza. El único que no gritaba en quince kilómetros a la redonda era el
juez de paz. Lino Piñeiro prefería escuchar. No solo las muchas
contradicciones en las que caía la mujer de Cruz en su declaración, sino,
también, el rumor de que el zambo se había escapado a la isla justo después
de la masacre de la familia Díaz. Decidió entonces enviar al oficial Manuel
Ávila con cinco soldados a buscarlo. Al oficial le ofreció diez mil pesos de
recompensa si se lo traía vivo, y a los soldados, quinientos a cada uno.
La partida se embarcó al otro día.
Ya en la isla, Ávila pudo enterarse de que Cruz efectivamente paraba en
donde solía habitar un tal Agustín. El oficial esperó a que anocheciera para
mudarse sigilosamente hasta allí y, cuando irrumpió en el rancho junto a tres
de sus soldados, se lo encontró durmiendo, tapada su cara con el mismísimo
poncho que había sido propiedad del degollado Fidel Díaz. El zambo no
opuso resistencia. Muy por el contrario, no mostró temor alguno mientras lo
trincaban. A pesar, claro, de que el poncho estaba cubierto de tajos y repleto
de manchas de sangre. A pesar de que en unas alforjas, que utilizaba a modo
de almohadas, encontraron más prendas que habían sido de los Díaz. Y a

Página 11
pesar, también, de que la daga degolladora, todavía teñida de sangre, yacía
junto al catre en donde lo habían encontrado durmiendo.
Lo llevaron al pueblo.
De inmediato.
No cabía ninguna duda de su participación en la matanza. Además, y por
las dudas, la partida apresó al barquero que lo había trasladado a la isla, un tal
Jacques, y esa misma noche los dejaron a disposición del juez de paz interino.
Al día siguiente, a primera hora, Piñeiro les tomó declaración. Primero
pasó Cruz. No reconoció nada. Dijo que la sangre en la daga y en las ropas
provenía de una carneada de chanchos que había hecho la víspera, por San
Pedro. El zambo se mostraba tranquilo. Y hasta burlón ante las preguntas del
juez. Todo lo contrario de lo que ocurría en las cercanías de donde le estaban
tomando la declaración. La gente estaba cada vez más indignada y reclamaba
justicia: su cabeza en la horca, reclamaban a los gritos.
A pesar de las evidencias, Cruz no reconocía nada.
Y el pueblo, mientras tanto, se agitaba más y más.
Piñeiro, entonces, hizo pasar al barquero.
Y supo llevarlo. Poco a poco. En un principio, Jacques se manifestó
inocente; argumentó que nada tenía que ver con el asunto, que solo se había
prestado a llevar al zambo a la isla, que como lo conocía no había podido
negarse y que solo en eso había consistido su participación.
Estaba asustado.
Se le notaba demasiado.
Y el juez supo aprovecharse. Le explicó que, así como estaban las cosas,
los hechos determinaban que era por lo menos cómplice del asesinato de la
familia Díaz. Por lo menos, subrayó. Y que, en un caso tan grave como el que
se traían entre manos, ser cómplice era casi lo mismo que ser culpable. Casi
lo mismo, repitió. De inmediato, la lengua de Jacques se desató y no paró
hasta confesar todo lo que sabía. Y lo que sabía era mucho. Cruz, acomodado
sobre el bote, había cometido la imprudencia de contarle con lujo de detalles
lo acontecido aquella desgraciada noche.
Piñeiro hizo traer nuevamente a la mujer de Cruz.
Le dijo que sabía que había sido ella la que había enterrado el botín por
orden de su marido y que, si no quería tener más problemas con la justicia de
los que ya tenía, acompañara al oficial Ávila y lo desenterrara.
La mujer no pudo negarse.
Al rato, cuando la partida volvió con los objetos desenterrados, Piñeiro los
colocó sobre su escritorio e hizo pasar a Cruz. Le mintió que su mujer había

Página 12
confesado y el zambo no tardó nada en reconocer la autoría del hecho. Luego
hizo lo propio con Troncoso, que también confesó.
El caso estaba resuelto.
En apenas unos días.
Lo que Piñeiro no había podido resolver, de ningún modo, era el asunto de
encontrar a Nemesio Taborda. El rubio no aparecía por ningún lado. Había
desaparecido del pueblo sin dejar el menor rastro. Por eso, el juez designó a
Ávila para que lo buscase por el Rosario o por Córdoba o por donde fuese.
Tampoco estaba resuelto, lo que era bastante más preocupante, el clamor de
justicia que se agolpaba a los gritos en frente mismo de su casa. Decidió
entonces enviar lo actuado al juez de San Nicolás, quien era el encargado de
impartir justicia en la zona. Y el juez, apenas recibir las fojas, determinó ir
hasta Baradero para hacerse cargo de los reos y trasladarlos a la segura prisión
de su ciudad.
La noticia no cayó nada bien.
La gente enfureció.
No creían ni en el juez ni en una justicia que se llevara a cabo tan lejos de
los hechos. Preferían ahorcarlos allí mismo, sin tardanza. Piñeiro se opuso
terminantemente, argumentó que así no era como funcionaban los pueblos
civilizados, que había que atenerse a los dichos de la ley.
No convenció a nadie, claro.
Tanto era el malestar que el juez de San Nicolás tuvo que embarcarse con
los presos de noche. A las escondidas, para que no los lincharan. Incluso
también a él.
El proceso en los tribunales nicoleños fue rápido. Tan rápido como pudo
ser: el juez se había comprometido ante la multitud justo antes de su huida.
Pero tuvo un contratiempo impensado que aceleró todavía más el final de la
causa.
Vicente Cruz se enfermó en prisión.
O se deprimió, no sé muy bien.
Lo que sí sé es que pidió una biblia, se la pasaba leyéndola. También
pidió papeles y un lápiz. Y escribió. Notas, algún poema. Escribió desde el
arrepentimiento por lo que había hecho. Clamó a Dios por su perdón. Casi no
comía y, finalmente, un buen día se dejó morir.
La noticia cayó muy mal en Baradero.
El escepticismo se apoderó de la mayoría de sus habitantes.
Nadie creía que se hubiera muerto. La gente prefería pensar que el zambo
había llegado a un arreglo con sus carceleros, que lo habían dejado escapar

Página 13
por unos pocos pesos. Es más: el fantasma de su presencia lo sobrevivió
durante décadas. Con los años y ante cada nuevo hijo que paría la Ferré, la
que había sido su esposa y a la que no se le conocía otro amor, lo traía a los
rumores de todos.
Tan misteriosa muerte, entonces, sumada a que jamás se encontró al tercer
integrante de la banda, Nemesio Taborda, quizá por rubio, no sé, y sobre todo
al malestar creciente de la población, aceleró el desenlace del juicio en San
Nicolás. Así las cosas, Tomás Troncoso llegó a Baradero custodiado por una
partida de diez militares, el quince de agosto por la noche, y fue fusilado por
esos mismos militares que lo habían acompañado, en la madrugada del
dieciséis.
Fue en frente de la plaza.
En un baldío que se extendía, vaya la paradoja, entre la casa del doctor
Lino Piñeiro y la iglesia en donde, algunos pocos años antes, el papel
entregado por un chico a cambio de unas monedas iba a dar comienzo al
encuentro furtivo de Tomás, el negro, el chino, el fusilado, con María
Robustiana Camaño, mi querida y única madre.
Después, el cuerpo del muerto fue llevado al cementerio y enterrado,
dicen que de pie, en la escalera de entrada, para que, de esa manera, cada
visitante le pisara la cabeza lo que durase la eternidad.
No juzgo.
No soy quién para hacerlo.
No acostumbro.
Solo me tomé el trabajo de relatar los hechos tal como los he escuchado a
lo largo de mi solitaria y tristísima vida. Ya estoy viejo. Muy viejo. Y he
pagado con creces, me parece, por aquello en lo que no he tenido ninguna
culpa. Los que han juzgado son los otros, los demás, aquellos que me han
condenado a la soledad y al silencio, aquellos que me han dejado de lado por
el inocente hecho de haber heredado el color oscuro de la piel de mi padre.

Hipólito Díaz
Asilo de ancianos de Baradero
2 de junio de 1950

Página 14
Federico Jeanmaire nació en Baradero en 1957. Es licenciado en Letras y ha
sido profesor en la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado numerosas
novelas, entre ellas, Miguel, Montevideo, Una virgen peronista, Papá, Países
Bajos, La patria, Fernández mata a Fernández, Tacos altos y Amores enanos.
Con Mitre (1998), obtuvo el Premio Especial Ricardo Rojas. En 2008, ganó el
Premio Emecé con Vida interior y en 2009, el Premio Clarín de Novela con
Más liviano que el aire. Algunos de sus libros han sido traducidos al francés,
al alemán, al griego, al árabe y al portugués. En septiembre de este año
apareció La creación de Eva, su última novela.

Página 15

También podría gustarte