Pensador Griego Hombre Accion Legado
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Hubeñak, F. (2011). El pensador griego como hombre de acción y su legado [en línea], Prudentia Iuris, 70, 197-211.
Recuperado de http://bibliotecadigital.uca.edu.ar/repositorio/revistas/pensador-griego-hombre-accion-legado.pdf [Fecha
de consulta:..........]
(Se recomienda indicar fecha de consulta al final de la cita. Ej: [Fecha de consulta: 19 de agosto de 2010]).
El pensador griego como hombre de acción y su legado
Transcurrida la primera década del siglo XXI y atento al aporte que nuestra
Universidad en la formación de sus futuros egresados puede dar a la sociedad, siem-
pre es oportuno reflexionar sobre “el intelectual y la política” y, especialmente, sobre
cuál es el papel que le cabe al pensador católico de hoy en medio de la compleja crisis
que nos toca vivir.
Preocupados por el desgaste político de las palabras hemos recurrido al tér-
mino pensador en lugar de intelectual, aunque coincidamos en que en ambos casos
se trata, como sintetizaba admirable y provocativamente Bernard-Henri Levy –de
la nueva derecha francesa– en su Elogio de los intelectuales en el París de 1987, de
“alguien que piensa”.
Tampoco hemos querido emplear la palabra filósofo (el que ama la sabiduría)
para evitar cualquier comparación con esa prefabricada imagen del intelectual como
un sujeto que vive en las nubes o en la luna, o –como Thales– cae al pozo por mirar
el cielo. Claro que quienes así lo interpretan no agregan que según la misma fuente
éste se enriqueció –pragmáticamente– al prever una exitosa cosecha de aceitunas.
Finalmente no hemos recurrido al término historiador, etimológicamente
“contador de historias”, por negarnos a aceptar una limitación etimológica de estas
características. Probablemente por ello muchos hayan preferido considerarse “profe-
sores de historia”, rescatando el sacerdocio de la docencia, en lugar de historiadores,
que es la verdadera labor para la que nos debe formar la Universidad.
No debe llamaros la atención que un historiador dedicado al mundo greco-
romano intente bucear la respuesta en las raíces mismas de nuestra cultura. Des-
pués de todo, el historiador –como bien señalaba José Luis Romero– “no se ocupa
del pasado, sino que le plantea los grandes interrogantes que interesan al hombre
de hoy”. Para ello nada mejor que empezar por los griegos que según es vox populi
ya se plantearon casi todos los grandes problemas que aquejan al hombre contem-
poráneo.
En primer lugar señalemos que un pensador –o intelectual en el sentido que le
precisamos al término– no entendería esa falsa imagen moderna de un especialista
–que desprecia igualmente las cosas del cielo y de la tierra– y vive aislado de la rea-
lidad, encerrado en un mundo ideológico que él mismo se ha construido.
El pensador griego era un hombre preocupado por “el problema del hombre y
“Siendo yo joven pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedi-
carme a la política tan pronto como llegara a ser dueño de mis actos; y he aquí las
vicisitudes de los asuntos públicos de mi patria a que hube de asistir; siendo objeto de
general censura al régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución y...
treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la
circunstancia de que algunos de éstos eran allegados míos, en consecuencia requirieron
al punto mi colaboración por entender que se trataba de actividades que me intere-
saban. La reacción mía no es de extrañar dada mi juventud; y pensé que ellos iban a
gobernar la polis sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor,
de suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver lo que conseguían. Y vi que
en poco tiempo hicieron parecer bueno como una edad de oro el anterior régimen. Entre
otras tropelías que cometieron, estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de
quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiem-
po, a que en unión de otras personas prendiera a un ciudadano para conducirle por la
fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no obedeció, y se arriesgó a sufrir
toda clase de castigo antes que hacerse cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo, todas
estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de
las torpezas de aquel período. No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta
y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me
arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos públicos de la polis. Ocurrían, desde luego
también bajo aquel gobierno, por tratarse de un período turbulento, muchas cosas que
podrían ser objeto de desaprobación, y nada tiene de extraño que, en medio de una revo-
lución, ciertas gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstan-
1 Aron, Raymond, El opio de los intelectuales, Buenos Aires, Leviatán, 1957, pág. 201.
te los entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero dio también
la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a
mi amigo Sócrates, a quien unos acusaban de impiedad y otros condenaron y ejecutaron
al hombre que un día no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de
los entonces proscriptos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades del destierro.
Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, como
las leyes y las costumbres; cuanto con mayor atención lo examinaba, al mismo tiempo
que mi edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los
asuntos públicos con rectitud; no me parecía, en efecto, que fuera posible hacerlos sin
contar con amigos y colaboradores dignos de confianza; encontrar quienes lo fueran
no era fácil, pues ya la ciudad no se regía por las costumbres y prácticas de nuestros
antepasados, y adquirir otros nuevos con alguna facilidad era imposible; por otra parte,
tanto la letra como el espíritu de las leyes se iba corrompiendo y el número de ellas
crecía con extraordinaria rapidez. De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de
entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla
arrastrada en todas las direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme
atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar la manera de poder introducir
una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin
embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por
adquirir el convencimiento con respecto a todos los estados actuales de que están sin
excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin
una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implantarla. Y me vi
obligado a reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía que de ella depende el obte-
ner una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el
privado, y que no cesarán en sus males el género humano hasta que los que son recta y
verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en
los estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos con el auténtico sentido de
la palabra”.2
tuvo éxito; las disensiones políticas internas llevaron a que Dión fuera desterrado y
el asesor Platón despedido. No cejó en sus intentos y en el 361 –seis años después–
emprendió su tercer viaje. Tampoco tuvo éxito y fue remitido de regreso a Atenas,
donde había fundado en el 387 a. C. un centro de enseñanza: la Academia, destinado
a formar hombres capacitados para regir los destinos de la polis. Esta “escuela” per-
maneció activa –pero abandonando su función inicial– hasta el 529 de nuestra Era,
en que fue cerrada por el basileus Justiniano, al acusar a sus integrantes de enseñar
“doctrinas esotéricas” anticristianas.
Que la Academia fue básicamente una escuela de formación de dirigentes polí-
ticos ya fue advertido por Henri Marrou en su renombrada Historia de la Educación
en la Antigüedad y más recientemente José E. Miguens y Marcelo Boeri, rastreando
la información que nos proporcionaran Diógenes Laercio y Plutarco, han logrado
ubicar a muchos de sus alumnos y seguir su carrera política.3 Entre ellos pode-
mos señalar, a simple modo de muestra, a Amicio de Heraclea, Aristipo de Cirenne
–colaborador de Dionisio de Siracusa–, Aristónimo –que fuera enviado por el propio
Platón en su lugar para legislar en Megalópolis–, Calipo y Filóstrato de Atenas –ase-
sinos de Dión de Siracusa a quien acusaban de tirano–, Clearco –tirano de Heraclea
del Ponto–, Corisco y Erastos –legisladores en Scepis y consejeros de Hermias de
Atarnea–, Demetrio de Anfípolis, Eudemos de Chipre –opositor al tirano Alejandro
de Faros– Espeusipo de Atenas –acompañante de Platón a Sicilia y su sucesor en la
conducción de la Academia, Eudoxo de Cnido –redactor de leyes para su polis natal–,
Eueo de Lámpsaco –frustrado tirano de la ciudad–, Eufraios de Oreos en la Eubea
–consejero del rey Pérdicas III de Macedonia–, Foción y Cabrias –estrategas en Ate-
nas–, Formión –legislador en Elis–, Heraclides del Ponto –liberador de la Tracia–,
Hermias –tirano de Atarnea–, Hestieo de Perinto, Jenócrates de Calcedonia –emba-
jador ante la corte de Filipo de Macedonia y consejero de su hijo Alejandro–, León de
Bizancio –asesino del tirano de Heraclea–, Megalófanes –asesino del tirano local y
redactor de sus nuevas leyes–, Menedemo –enviado de Platón a Pirra y gobernante
de Mégara–, Querón –tirano de Pellene–, Timolaos –gobernante de Cízico–, el ya
citado Dión de Siracusa –consejero del tirano Dionisio y quizás el candidato platóni-
co para reemplazarle– y finalmente –para terminar este primer listado orientador–
Aristóteles de Estagira.
En cuanto a este –el padre de la metafísica–, pese a su calidad de meteco en
Atenas, tampoco estuvo ausente de la actividad política.4 Es sabido que fue alumno
de la Academia y que abandonó Atenas a la muerte de su maestro y se refugió en
Atarnea junto al platónico Hermias –con cuya sobrina se casó–, a quien asesoró
en la realización de su proyecto político en Asso y presuntamente lo vinculó con
el monarca de Pella. Desde allí fue convocado a la corte de Macedonia –en la que
su padre había sido médico– y se l eencomendó, como joven maestro platónico, la
educación del príncipe heredero: el futuro Alejandro Magno. Esta medida provocó
3 Miguens, José E. y Boeri, Marcelo, “¿Que hacían los miembros de la Academia Platónica?, en
8 Cf. Hubeñak, Florencio, “Terra et Urbs: la búsqueda de la mentalidad del ciudadano de la Roma
republicana”, en Res Gesta, 22, julio-diciembre 1987, págs. 127-147.
9 Aron, Raymond, El opio de los intelectuales, ob. cit., pág. 206.
10 Cf. Hubeñak, Florencio, “La restauración augustea en Virgilio y su obra”, en Actas del VII Simpo-
sio Nacional de Estudios Clásicos, Buenos Aires, 1982.
11 Cf. Hubeñak, Florencio, “Encuentro del cristianismo con la cultura clásica”, en Polis, Revista de
ideas y formas políticas de la Antigüedad Clásica, 4, 1992, págs. 157-171.
ministros, asaltar Concilios, figurar como príncipes de la Iglesia por el camino de los
obispados y aun, quizá, tomar el báculo de San Pedro [...]”13
Hoy nadie ignora la existencia en la época de intelectuales indiscutidos como
Abelardo o Roger Bacon, dispuestos a aplicar sus ideas a la realidad para buscar
nuevos rumbos políticos. Pero queda por rescatar una enorme nómina de intelectua-
les –teólogos–como el mentado León magno o Bernardo de Claraval, que cumplieron
importantísimos papeles en la forja de la comunidad política. Hasta un hombre con-
centrado en sus estudios como Sto. Tomás de Aquino escribió un “espejo de príncipes”
con consejos sobre cómo gobernar para el rey de Chipre. Pero estos aspectos de la
historia de esa época aún están por escribirse.
Muchos historiadores han confundido al intelectual con el ideólogo –que apli-
caba su saber a fortalecer el poder de turno– y consideran su precursor –en el siglo
XIV– a Guillermo de Ockham, aquel franciscano tergiversado por Umberto Eco que
prometiera al emperador: “Yo te defenderé con la pluma y tú me defenderás con la
espada”.
Paralelamente al surgimiento de esta generación de clérigos universitarios los
burgueses produjeron sus propios intelectuales: los legistas, quienes basándose en el
derecho romano imperial se convirtieron en consejeros de los monarcas y, mediante
la secularización del poder, abonaron el campo para la consolidación del absolutis-
mo; de manera similar, dos siglos más tarde, sus herederos (abogados, periodistas)
elaboraron ese liberalismo que –como afirma Figgis– logró que “con la cabeza de
Carlos I de Inglaterra cayera la teoría del derecho divino de los reyes”.
Ahora el intelectual secularizado, embebido en las “nuevas ideas” orientadas
hacia la “conquista del mundo material” y ansioso del poder a que aspiraba la bur-
guesía, comenzó a trabajar fervorosamente en la búsqueda y construcción de un
nuevo orden puramente laico.
La época le proporcionó los medios necesarios para poder propagar sus ideas:
letra sencilla, lengua nacional, imprenta, difusión de los textos; ya no alcanzaba
con aconsejar a reyes y papas. En estos tiempos los nuevos burgueses aspiraban al
estatus de intelectuales; la cultura se tornó burguesa y light. Hacia el siglo XVII los
pensadores eran conocidos como “hombres de letras” y se expresaban en los salo-
nes, las academias o en la corte, más preocupados por llamar la atención que por
la importancia de lo que decían. Allí encontraban protectores y público dispuesto a
escuchar “las últimas novedades”, y fundamentalmente, la fama.
Su nueva tarea consistió en “adornar el mundo” y enmendar las costumbres.
Se intentó que su papel fuera básicamente estético. Los gobernantes “aburridos” y
aburguesados les pedían que los divirtieran y los burgueses buscaban su compañía,
porque daba lustre. Lograron éxito, pero no consiguieron su independencia.
El régimen absolutista, en la medida que comprobaba su riesgo, prefirió incor-
porarlos al sistema y los consejeros reales fueron las “eminencias grises” de la época.
En tiempos del cardenal Richelieu el literato no era un cortesano sino un funciona-
rio. No debe extrañarnos que los reyes terminaran prefiriendo a las cortesanas.
14 Maeztu, Maria de, Historia de la cultura europea, Buenos Aires, Juventud, 1941, pág. 116.
15 Johnson, Paul, Los intelectuales, Buenos Aires, Vergara, 1990.
16 Barbusse, Henri, Le couteau entre les dents, Paris, Clarté, 1921, págs. 5-6. cit. en Bodin, Louis, Los
intelectuales, Buenos Aires, Eudeba, 1970, pág. 60.
17 Gonzague de Reynold, El mundo griego y su pensamiento, Madrid, Pegaso, 1947, pág. 163.
18 Benda, Julien, Cultura y civilización, Buenos Aires, America lee, 1954, pág. 17.
19 Molnar, Thomas, La decadencia del intelectual, Buenos Aires, Eudeba, 1972, págs. 15-16.
ponerla a punto para un futuro difícil e incierto”.20 Ha llegado la hora de llamar las
cosas por su nombre, reinterpretar la historia global –como han señalado los cada
vez más necesarios “especialistas en generalidades” como Dawson o Toynbee– desde
nuestra perspectiva católica; esa historia que comienza en una nebulosa –como si el
Supremo Hacedor mismo hubiera querido ocultar a los hombres el misterio de los
orígenes de la humanidad– nos conduce a través de la herencia filosófica y artísti-
ca del mundo helénico y jurídica y política del mundo romano a integrarse con la
religión monoteísta judeocristiana en una Cristiandad –vaciada de contenido bajo
el aparentemente intrascendente nombre de Edad Media–, que perdura hasta las
paces de Westfalia –sin Renacimiento con mayúsculas al estilo de Burckhardt ni
Reforma religiosa al modo de los historiadores luteranos.
En 1648 la Cristiandad se divide y perdida la unidad logran cauce las “nuevas
ideas” inmanentistas y cientificistas que preparan la ebullición intelectual del Siglo
de las Luces y su corolario lógico en las “revoluciones burguesas”, se acentúa el desa-
rrollo económico capitalista y el progreso técnico-cultural (positivista) de una Euro-
pa que está convencida de la posibilidad de lograr –finalmente– el utópico Paraíso
terrenal. Una vez más la cruda realidad echó por tierra fantasías y quimeras, el
resultado fue el “suicidio de Europa” con las dos guerras y sus horrores concomitan-
tes; la “decadencia de Occidente” como la llamó significativamente Oswald Spengler.
Crecieron las “potencias del Pacífico” que profetizaran Donoso Cortés y Tocqueville
en el siglo pasado, mientras la “muerte de Dios” de Nietzsche se convertía en la lógi-
ca “muerte del hombre” de Levi-Strauss y Foucault o en el hastío de Fukuyama.
Esta visión de la historia –desde una posición realista y no desde falsos idealis-
mos– debe permitirnos interpretar correctamente el mundo con sus luces y sombras
y fundamentalmente –creemos– aceptar la crítica de los pensadores posmodernos,
en la medida que critican la Modernidad iluminista y rescatan una nueva religio-
sidad, posiblemente la única base para reconstruir –sobre las raíces de la filosofía
y teología perenne y el misterio de Cristo Encarnado– una “civilización del amor”
verdaderamente cristiana... no light.
El mismo Fontana –desde una posición marxista– señalaba: “[…] necesitamos
repensar la historia para analizar mejor el presente y plantearnos un nuevo futuro,
dado que las viejas previsiones en que habíamos depositado nuestras esperanzas se
han venido abajo, porque estaban mal fundamentadas”.21 Esas previsiones incluyen
una raíz iluminista y sus derivados positivista y marxista... con todos sus neohe-
rederos. Debemos recordar que en los momentos de crisis el historiador recurre al
pasado tratando de encontrar allí cuál fue el momento en que la humanidad se equi-
vocó de rumbo, para recomenzar la marcha nuevamente... y por el camino correcto.
Si desconocemos nuestro pasado, jamás podremos aceptar nuestro presente ni cons-
truir nuestro futuro.
Se nos prometía la opulencia del Paraíso comunista de 2000 y hoy se nos pro-
mete un no muy diferente Paraíso capitalista, cuya base sigue siendo el materialis-
mo y como tal está, también, condenado al fracaso. ¿Estamos ingresando en la noche
20 Fontana, J., La historia después del fin de la historia, Crítica, 1992, págs. 146.
21 Ibíd., pág. 142.
a una experiencia de siglos no cree que el hombre pueda alcanzar una perfección
absoluta en este mundo y deja en manos de la religión la tarea de su salvación
integral”.22
En suma, para nosotros católicos, más sencillamente, se acepta la existencia
del pecado original o como diría irónicamente un pensador de principios de siglo, el
hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, es mediocre.
Claro que debemos aceptar, como afirmara Jacques Maritain, que “cuando uno
hace política tiene que ensuciarse los pies en el barro, pero lo importante es no ensu-
ciarse las manos ni el corazón”.
No vaya a ocurrir que por esa falsa imagen platónica que tenemos de la política
como propia de corruptos, terminemos como en aquellos tiempos juveniles de Acción
Católica donde siempre nos estábamos preparando para pasar a una acción que nos
asustaba.
Entonces, se preguntarán, ¿cuál es el camino correcto?
Lamentablemente no tengo la respuesta; sí la pregunta. Pero como diría el
inolvidable Chesterton, ya están planteadas todas las preguntas. Solo queda por ver
la respuesta de cada uno de nosotros y como afirmaba Fulton Sheen, el vacío que
quede si yo no cumplo la tarea para la que he sido convocado a este mundo no será
cubierto jamás. Este es el poco mentado pecado de omisión. Debemos reflexionar
profundamente –y también de manera grupal e interdisciplinaria– sobre cuál es
nuestro papel de intelectuales, de historiadores de la UCA para el siglo XXI. Interro-
garnos qué quiere Dios de nosotros, qué nos exige, qué debemos hacer.
Y para ello es indispensable formarnos adecuadamente y conocer –prever– el
mundo y el país que nos esperan. (¿Acaso no es también papel del historiador el pre-
verlo?) Nos lo pidió Juan Pablo II en vísperas del III Milenio. Y no lo averiguaremos
si nos encerramos en los claustros. No olvidemos que los monjes medievales, como
los apóstoles, no vacilaron en salir a conquistar el mundo y configuraron Europa... la
Europa cristiana... la Cristiandad.
Sigue teniendo vigencia la llamada de Charles Maurras, hace más de medio
siglo, en El porvenir de la inteligencia. Allí escribía: “[…] ante este siniestro hori-
zonte, la Inteligencia nacional debe aliarse con quienes intentan, antes de sucumbir,
hacer algo hermoso. En el nombre de la razón y de la naturaleza, según las viejas
leyes del universo y para la salvación del orden y la duración y el progreso de una
civilización amenazada [...]”.23 En esos ratos de duda, de angustia en un mundo light
no olvidemos que “los intelectuales sufren por su impotencia en modificar el curso
de los acontecimientos, pero desconocen su influencia. Al final los hombres políticos
son los discípulos de los profesores o de los escritores”…24 Como en la época de Pla-
tón o en el helenismo. ¿Será este el camino? Ocupar las cátedras clave de todas las
instituciones, publicar libros y artículos en las revistas importantes, difundir las
ideas en los medios de comunicación masivos... Pero ¿estamos preparados para ello?
¿Es el perfil de historiadores que tenemos? ¿Es el perfil que queremos? ¿Es el perfil
22 Massini Correas, Carlos I., El renacer de las ideologías, Mendoza, Idearium, 1984, págs. 117-119.
23 Maurras, Charles, El porvenir de la inteligencia, Buenos Aires, Nuevo Orden, 1965, pág. 76.
24 Aron, R., ob. cit., págs. 258-259.
que necesitamos? Debemos resolverlo ya. Como decía S.S. Juan XXIII, en el siglo XX
“detenerse es retroceder”.
Es la tarea que le cabe a nuestra Universidad, pero es también nuestra obli-
gación de intelectuales católicos comprometidos; como decía hace poco unos de los
Rectores de nuestra Universidad, si no formamos graduados comprometidos no se
justifica una Universidad Católica.
Que en medio de nuestras reflexiones y nuestra acción nos quede grabada la
expresión del poverello de Asís: “[…] no se construye la tierra sino mirando al cielo,
pero no se llega al cielo, sino construyendo la tierra”.