Ernest Hemingway - El Mar Cambia

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 5

Ernest Hemingway

(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - Ketchum, Idaho, E.U., 1961)

EL MAR CAMBIA (1931)


[Otro título en español: “Un cambio radical”]
(“The Sea Change”)
Originalmente publicado en la revista The Quarter [París] (diciembre de 1931);
Winner Take Nothing
(Nueva York: Scribner's Sons, 1933, 244 págs.)

—BUENO —DIJO el chico—. ¿Qué decidiste?


—No —dijo la chica—. No puedo.
—¿Querrás decir que no querés?
—No puedo. Eso es lo que quiero decir.
—No querés.
—Bueno —dijo ella—. Hacé como te parezca.
—No hago como me parece, pero te juro que me encantaría.
—Lo hiciste durante mucho tiempo.
Era temprano y no había nadie en el café con excepción del encargado y la
pareja sentada en una mesa del rincón. Terminaba el verano y los dos estaban muy
tostados por el sol, de modo que parecían totalmente fuera de lugar en París. La
chica tenía un vestido escocés de lana; su cutis era de un moreno suave; sus cabellos
rubios y cortos crecían dejando al descubierto una hermosa frente. El chico la
miraba.
—La voy a matar —dijo.
—No —dijo ella. Tenía manos muy hermosas y el chico las miraba. Eran
delgadas y morenas.
—Te juro que la voy a matar.
—No te va a hacer feliz.
—¿No podías hacer otra cosa?
—¿Cómo qué?
—No sé, cualquier otra cosa hubiera sido mejor.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Ya te dije.
—No, de verdad, ¿qué vas a hacer?
La miró a los ojos.
—No sé —dijo.
Ella alargó una mano hacia él.
—Perdoname —dijo. Él se quedó mirando esa mano, pero no la tocó—. ¿No te
hace bien que te pida perdón?
—No.
—¿Y decirte cómo fue?
—Prefiero no saberlo.
—Te amo.
—Sí —dijo sonriendo—. Esto lo prueba claramente. Gracias.
—Perdón —dijo ella—. ¿Qué más puedo hacer? Parece que no querés entender
nada.
—Te entiendo. Eso es lo peor de todo. Que te entiendo perfectamente.
—¿Sí? ¿Y eso lo hace peor?
—Mucho peor. Sobre todo de noche.
—Perdón.
Se hizo un silencio que dejó flotando esa palabra entre los dos.
—Si por lo menos fuera un chabón.
—No —dijo ella—. Sabés que jamás podría ser un chabón.
—Sí, claro.
—¿No me creés?
—¿Creerte? ¿Cómo carajo querés que te crea?
—Perdón. ¡La puta madre, parezco una idiota repitiendo la misma palabra todo
el tiempo! —Se quedó callada un segundo—. Voy a volver, si querés.
—No, ni en pedo.
—¿No me creés que te amo?
—¿Me lo preguntás en serio?
—Sí, te lo estoy preguntando en serio, ¿me creés o no que te amo?
Él se quedó mirándola, incrédulo.
—Probalo.
—¿Qué?
—Si me amás, probalo.
—¿Cómo querés que lo pruebe?
—Ya sabés cómo. No te vayas.
Ella no podía quitarle la vista de los ojos.
—No me estás ayudando en nada. Sabés que esto es muy difícil para mí. Irme o
quedarme no va a cambiar nada. Esto tiene nada que ver con amarte o no.
Él sonrió.
—Sos… rara —cambió la palabra un instante antes de decirla.
—Y vos sos un hombre hermoso. Me mata tener que irme.
—Pero tenés que hacerlo sí o sí.
Se hizo otro silencio. Por un segundo él creyó que ella diría lo contrario.
—Sí —dijo ella—. Tengo que hacerlo, y vos lo sabés.
Ella extendió la mano nuevamente. El cantinero estaba en el extremo opuesto del
café. Tenía el rostro blanco y también era blanca su chaqueta. Los conocía a los dos y
pensaba que hacían una linda pareja. Había visto romper a muchas parejas y formarse
nuevas parejas, que no eran ya tan lindas. Pero ahora no estaba pensando en eso, sino
en un caballo. En quince minutos iba a poder mandar a alguien enfrente para saber si su
caballo había ganado.
—¿Podés ser bueno conmigo y dejarme ir? —preguntó ella.
—¿Qué crees que voy a hacer?
Entraron dos personas y se dirigieron al mostrador.
—Sí, señor —dijo el cantinero y atendió a los clientes.
—¿Me perdonás? —La pregunta volvió a quedar en el aire—. ¿Cómo te enteraste? —
Él le dio una pitada a su cigarrillo y bajó la vista al cenicero. Lo aplastó contra el fondo—
¿No creés que todo lo que vivimos, todo lo que pasamos juntos, todo lo que hicimos,
puede darnos un margen de comprensión mutua?
—El vicio es un monstruo tan horrendo que… —dijo el chico de pronto— que... —no
podía recordar las palabras—. ¿Cómo era la frase bíblica?
—No —dijo ella—, es un montón. No hables de “vicio”. Es demasiado.
—¿Perversión te parece mejor?
—¡James! —uno de los clientes se dirigió al cantinero—. Estás muy bien, maestro.
—Usted también, señor —dijo el cantinero.
—¡James, viejo y peludo! —dijo el otro cliente—. Estás un poquito más gordo,
¿puede ser?
—Claro que puede ser, señor. Es terrible cómo nos vamos poniendo.
—Hablando de poner, no dejes de poner coñac en mi café —dijo el primer cliente.
—No, señor. Confíe en mí.
Los dos hombres en la barra miraron a la pareja de la mesa y después volvieron a
mirar al cantinero. Por la posición en que se encontraban les resultaba más cómodo
mirar al encargado.
—¿Podés no usar esas palabras? —dijo la chica.
—¿Qué palabras?
—Vicio, perversión.
—¿Cuáles querés que use?
—Ninguna. No hace falta poner etiquetas.
—No son etiquetas, son nombres. Las cosas por su nombre.
—¿Las cosas por su nombre? —dijo ella—. Cierto que te gustan las frases. A ver esta:
“A veces necesitamos otra cosa porque somos otra cosa”. ¿Te acordás de esa? Es tuya.
—¿Y la tenés que usar contra mí?
—La uso porque tenías razón. ¿O solo aplica para vos?
—Está bien.
—No me estoy justificando, lo que está mal está mal. Para los dos. Pero eso no quita
que tuvieras razón, a veces…
—Ya está…
—Necesitamos otra cosa porque…
—¡Basta! Ya entendí.
Se hizo un silencio.
—Andate. Si te tenés que ir, andate.
—No quiero que sea así.
—¿Y cómo mierda querés que sea? —su rostro estaba apretado como un puño. Ella
se inclinó hacia él.
—Necesito que me sueltes de verdad —dijo casi susurrando. Él entreabrió la boca.
Buscó un insulto en su cabeza. El mejor insulto que jamás le hubiera dicho a nadie.
—Te amo —dijo con un hilo de voz.
—Yo también —dijo ella—, por eso necesito irme. Para volver. Lo antes posible.
Él sonrío. En el borde de sus párpados inferiores se insinuaban lágrimas.
—Eso es lo terrible, que probablemente quieras volver. Andate. Por favor. Ya
entendí.
Ella se quedó paralizada. Había estado esperando esas palabras largamente. Y ahora
no podía levantarse de la mesa.
—¿En serio?
—Sí —dijo el chico, con voz calma. La miraba intensamente: la forma de su boca, la
curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo caía el cabello sobre su
frente. Luego el borde de las orejas saliendo entre el pelo. Y su cuello, largo, siempre con
un dejo a colonia de bebé. Sabía que iba a extrañarla demasiado—. Andate —volvió a
decir—, y cuando vuelvas me contás todo, hasta el último detalle —su voz estaba tan
calma que parecía un lago. Ni siquiera él la reconocía.
—¿Estás seguro?
—Sí —dijo él. Su voz había cambiado por completo. Tenía la boca seca y estaba
muerto de sed—. Ahora —dijo—. Andate.
Ella se levantó. Quiso decir algo, una última cosa, pero no la dijo. Salió de prisa. No
se dio vuelta para mirarlo. Él se paró, tomó los dos tickets y se dirigió al mostrador.
—Cobrame, James —le dijo al encargado.
—Sí, señor.
—El vicio —dijo mientras el encargado sumaba las dos cuentas— es algo muy
extraño, James. —Miró hacia afuera. La vio alejarse por la calle. Los otros dos que
estaban acodados en el mostrador del bar se hicieron a un lado para dejarle más espacio.
—Tiene mucha razón, señor —dijo James—. Son cinco dólares.
El chico se vio en el espejo detrás del mostrador. Estaba tan bronceado como ayer,
pero todo el resto era completamente diferente. Metió su mano en el bolsillo.
—Me siento distinto, James —dijo sacando un billete de diez dólares.
—Se lo ve muy bien, señor —dijo James agarrándolo—. Debe haber pasado un
verano espectacular.

También podría gustarte