El Derecho A La Primera Persona Del Singular 877711

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El derecho

a la primera persona
del singular
Matías Barchino

El primer capítulo de esta historia podría estar en una conver­


sación azarosa de Julio Cortázar y Carol Dunlop en un verano ya
lejano, quizá de 1966, en su casa del sur de Francia, donde pasaban
las vacaciones. Allí una mañana Carol sorprende a Julio empe­
zando a escribir lo que será su próxima obra, de la que solo ha
decidido el título (un juego de palabras en homenaje a Julio Verne,
La vuelta al día en ochenta mundos) aunque en realidad no tiene
mucha idea de qué tipo de libro será. Tras haber escrito Rayuela
y haber alcanzado una notoria fama literaria, no debía de ser fácil
encontrar el tono y el impulso adecuado para escribir y Cortázar
hacía pruebas. Sorprendido mientras usaba la primera persona,
Carol le hace un comentario malévolo y superficial: «-¿Va a ser
un libro de memorias? Entonces, ¿ya empezó la arterieesclero­
sis?» Él responde con ingenio pero con cierta turbación, negando
la mayor pero buscando una excusa rápidamente. Le advierte, en
todo caso, que «las memorias distarán de incurrir en el narcisis­
mo que acompaña la andropausia intelectual». Cuando se pone
a pensar sobre el asunto le incomoda haberse mostrado como si
le hubieran sorprendido cometiendo algún acto ilegal: «¿Y por
qué no un libro de memorias? Si me diera la gana ¿por qué no?
Qué continente de hipócritas el sudamericano, qué miedo de que
nos tachen de vanidosos y/o pedantes. Si Robert Graves o Simone
de Beauvoir hablan de sí mismos, gran respeto y acatamiento; si
Carlos Fuentes o yo publicáramos nuestras memorias, nos dirían
inmediatamente que nos creemos importantes». La cosa no acaba
ahí: «Graves y Beauvoir escriben sus memorias el mismísimo día
que se les antoja, sin que ni a ellos ni a los lectores les parezca nada

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excepcional. Nosotros, tímidos productos de la autocensura y de
la sonriente vigilancia de amigos y críticos, nos limitamos a escri­
bir memorias vicarias, asomándonos a lo Frégoli desde nuestras
novelas». No queda del todo satisfecho con la respuesta y sigue
dándole vueltas al asunto: «Vamos a ver: ¿por qué no escribiría
yo mis memorias ahora que empieza mi crepúsculo, que he ter­
minado la jaula del obispo y que soy culpable de un montoncito
de libros que dan algún derecho a la primera persona del singu­
lar?». Quedémonos con estas reflexiones del texto titulado «Vera­
no en las colinas», el segundo del libro, y sobre todo con esta idea
sorprendente: el derecho a usar la primera persona del singular.
Observamos que Cortázar está escribiendo una nueva versión de
lo que es casi un tópico: el escritor hispanoamericano, creo que
se puede extender al todo el ámbito hispánico, siente aprensión
a tratar sobre sí mismo directamente sin disfrazarlo en forma de
ficción, ya que teme ser tachado de vanidoso.
Julio Cortázar deja la cosa sin resolver, reduciéndolo al absur­
do cuando su gato, llamado Theodor W. Adorno, se lanza a jugar
sobre él. Sin embardo el asunto no ha acabado de ninguna manera,
esta digresión al inicio del libro más bien nos indica que La vuelta
al día en ochenta mundos (1967) precisamente se ha de leer como
una propuesta autobiográfica, como el ejercicio del derecho a la
primera persona que él mismo reclamaba. Pero sería difícil que
un creador tan rupturista como Cortázar comience sus memo­
rias de una forma convencional. Conociendo su afinidad con las
vanguardias históricas y con el dadaísmo -menciona varias veces
a Man Ray y a Marcel Duchamp en las primeras páginas de su
libro-, lo que tenía en la cabeza es elaborar un libro precisamente
lejos del «narcisismo que acompaña la andropausia intelectual» a
base de coleccionar fragmentos propios y ajenos usando, como
diría Duchamp, «los instrumentos del azar». El modelo es el artis­
ta francés, que reunió textos y fragmentos en cajas que acompaña­
ban y explicaban su obra. Estos fragmentos constituirán en sí una
forma de relato personal. Algo semejante a lo que hará en los años
setenta Andy Wharhol en sus llamadas cápsulas de tiempo: archi­
vadores que reúnen materiales diversos que con el tiempo podrán
ofrecer una lectura de la vida del autor. Las obras misceláneas de
Cortázar, La vuelta al día en ochenta mundos o Ultimo round,

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en cierta medida son esa caja o cápsula de tiempo que Cortázar
buscaba, un lugar donde deposita los rastros de su existencia: rela­
tos, crónicas, comentarios, cuentos, poemas, fotografías, que hoy
podemos leer como un testimonio de un momento de su vida. Se
podrá argumentar que esto no tiene que ver con la práctica auto­
biográfica habitual y es cierto, pero Cortázar no fue un escritor
convencional y sus reflexiones y sus libros nos permiten mirar la
tradición autobiográfica hispanoamericana desde una nueva pers­
pectiva.
Lo que también pone sobre la mesa en sus comentarios es uno
de los problemas que suscita la escritura en primera persona en la
literatura hispánica, lo que él mismo llama «el derecho a la prime­
ra persona del singular». El uso de este tiempo verbal, por mucho
que se haya generalizado en los últimos treinta años, siempre ha
tenido mala prensa entre los escritores hispánicos, lo que no sig­
nifica que no se hayan escrito textos autobiográficos en español.
Lo que ocurre es que ha habido por parte de escritores y lectores
una necesidad de justificar y de ver justificada la práctica auto­
biográfica. La expresión del yo no puede ser gratuita, una auto­
biografía en español siempre ha de estar debidamente explicada,
porque se asume que es una insolencia y una muestra de vanidad
contar directamente tu vida a los demás, sin una verdadera razón
para hacerlo. De hecho, Cortázar creía que un buen puñado de
libros le autorizan ya a escribir en primera persona. Funcionan,
sin plena conciencia, antiguos arcanos y prohibiciones morales
sobre la vanidad y la expresión del yo arraigados en el mundo
hispánico, que otras tradiciones literarias parecen no haber tenido
en cuenta. Según recuerda Francisco Rico en relación al Lazarillo
de Tormes, Dante encontraba sólo dos razones que permitirían
usar lícitamente la primera persona: la autodefensa ante un insulto
o calumnia y la ejemplaridad de una vida virtuosa. Pocos relatos
autobiográficos se sustraen a acogerse a uno de estos dos motivos,
aunque a veces se usen de manera irónica, como en el propio La­
zarillo. Por descontado, esto no significa que no exista en el ám­
bito hispánico un gran número de escritos en primera persona y
una tradición autobiográfica importante, pero sí que casi siempre
nos la encontramos a trasmano, escondida y asumida como algo
marginal en la bibliografía de los grandes novelistas o poetas.

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Los escritores hispanoamericanos que formaron la generación
literaria de los años sesenta y setenta (la del llamado boom) tienen
una interesante producción autobiográfica que no siempre se ha
destacado de forma adecuada. La crítica en general tiende a tratar­
los como grandes creadores de mundos narrativos ficticios, pero
escritores como Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Gar­
cía Márquez, José Donoso, Cabrera Infante o Bryce Echenique,
han ido haciendo incursiones en la escritura autobiográfica ex­
plorando diferentes acercamientos a un género siempre voluble y
poco definido, aunque no siempre lo han hecho de una forma tan
radical como Julio Cortázar. Se ha dicho muchas veces que lo que
caracterizaba a esta generación de escritores es su apuesta por la
ficción, la construcción de grandes universos novelescos y el uso
magistral de todos los resortes técnicos de la novela contemporá­
nea. Ellos apostaron por la escritura del gran relato autónomo, de
un libro de libros que cambiara definitivamente el panorama de la
literatura en español. Y lo más asombroso es que lo logran en no­
velas como Cien años de soledad, Rayuela, La ciudad y los perros,
La región más transparente, Tres tristes tigres o Paradiso, obras de
ficción totalizadora, grandes novelas que cambian la literatura en
español. Pero este predominio de lo ficcional no excluye que más
adelante probaran en diferentes formas con una escritura de signo
autorreferencial.
En el fondo de toda escritura subyace la experiencia personal
y familiar a lo Frégoli, como dice Cortázar aludiendo al complejo
de personalidad múltiple. En último término lo que cuenta García
Márquez de Macondo es su historia familiar en Aracataca y Var­
gas Llosa hace lo mismo con sus vivencias personales de cadete
en el colegio Leoncio Prado, librando un ejercicio de exorcismo
con sus conflictos familiares y su vocación de escritor. Sin embar­
go, hay en esas novelas iniciales un deliberado y casi corporativo
intento de alejarse de la expresión personal directa, como si fuera
una muestra de narcisismo insoportable. Sin embargo, en pocos
años los logros de toda una generación de escritores les carga de
razones para usar la primera persona sin tantos complejos. Se pro­
duce poco a poco una deriva hacia diversas modalidades de la es­
critura autobiográfica. Los hay que experimentan con la práctica
autoficcional y otros que se remiten a un modelo memorialístico

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más o menos canónico. Como la teoría y la práctica literaria han
puesto de manifiesto en los últimos años, la escritura del yo es un
campo perfecto para la experimentación literaria. Los escritores
se mueven a gusto en el filo estrecho que separa la ficción y la rea­
lidad, y ensayan con los mecanismos de la escritura que convier­
ten una invención en narración veraz y al contrario o en el juego
de pactos con el lector que la autobiografía implica. De maneras
diversas, buena parte de la escritura contemporánea incluye ese
juego en las fronteras de lo real y lo ficticio.
Mario Vargas Llosa fue uno de estos escritores que, sin abdi­
car de la pasión por la ficción y por la elaboración formal se dio
cuenta de las posibilidades narrativas de la autoficción al escribir
La tía Julia y el escribidor (1977). En ese momento casi nadie ha­
bía usado este término, aunque llevaba inventado unos años, y,
de hecho, el libro se presentó como una novela. Sin embargo, a
lo largo del texto el autor mantiene el juego de ambigüedades y
de señales contradictorias que caracteriza ese tipo de relatos. La
complejidad estructural de capítulos alternos vinculados por una
estructura de vasos comunicantes, en la terminología de Vargas
Llosa, y la ironía con que se acerca a un género marginal como las
radionovelas nos indican que se trata de una ficción; los nombres
de los protagonistas de la acción de los capítulos impares, los de­
talles de una acción basada en la propia experiencia personal del
primer matrimonio nos acerca a la autobiografía en los capítulos
pares. Aunque La tía Julia constituye una de las primeras obras
maestras de este género en la literatura hispanoamericana, muchos
podrían pensar que se trata de un juego ventajista del escritor para
hacer sus pequeñas venganzas personales. Así lo entendieron Julia
Urquidi y el padre del escritor que no pensaron que fuera un mero
juego literario y se sintieron damnificados. De hecho, Julia dio su
propia versión de los hechos en un libro titulado Lo que Varguitas
no dijo (1983), lo que demuestra que fue leído, al menos en parte,
como una autobiografía. Aunque apareciera como una novela, La
tía Julia tiene una substancia completamente distinta a la de sus
ficciones anteriores. El uso de determinados signos de lectura, la
primera persona, la identidad entre autor, narrador y protagonis­
ta, implica ciertas responsabilidades pragmáticas de las que no es
posible evadirse fácilmente.

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No es el único encuentro de Mario Vargas Llosa con la escri­
tura autobiográfica. Unos años después escribirá unas memorias
tituladas El pez en el agua (1993). Ahora se ha convertido en un
hombre público, está de vuelta de su fracasada aventura política
en busca de la presidencia del Perú y es ya dueño de una amplia
bibliografía. No necesita justificarse para escribir unas memorias,
pero lo hace. Escribe el libro para explicar su inesperada derrota
en las urnas, para dar su versión de ésta como una sucesión de
traiciones, además de reiterar su vocación literaria. No hay fic­
ción en estas memorias pero, fiel a su estilo, utiliza un doble plano
de capítulos alternos en los que repasa críticamente su juventud
peruana y revolucionaria hasta su primer viaje a Europa, donde
se convertiría en escritor; en paralelo, escribe las memorias de la
campaña electoral de 1990 que, tras su derrota, dará lugar a su
nuevo viaje a Europa y una vuelta a la escritura abandonada tem­
poralmente por la política. Es obvio decirlo, pero mientras La tía
Julia sigue estando en el centro de la producción literaria de Mario
Vargas Llosa, El pez en el agua es una obra marginal que apenas
se consulta para documentar algunos pasajes de la vida del Premio
Nobel.
Otro escritor de los sesenta que pronto descubrió las posibi­
lidades narrativas de la primera persona fue Guillermo Cabrera
Infante con La Habana para un infante difunto (1979). En ella
seguirá desplegando su gusto insaciable por el juego de palabras
desde el título, en el que destaca la mención de su apellido y el
protagonismo que la capital cubana tendrá en su experiencia vital
de juventud. Es una de las grandes obras de la literatura cubana,
pero no es una novela, al menos el autor nunca la consideró así,
pese a que en la mayoría de los manuales aparece como tal. La
narración en primera persona del «infante difunto» es una exhibi­
ción descarada de lenguaje y de iniciación sexual, solo comparable
a la promiscuidad mostrada por su compatriota Reynaldo Arenas
en sus memorias Antes que anochezca. Desde el punto de vista
autobiográfico lo más sobresaliente de La Habana... es el deli­
cado juego entre el recuerdo y el olvido que el narrador plantea:
«es típico de las memorias que uno las escriba cuando comienza a
perder la memoria»; por otro lado, la gran conciencia de Cabrera
Infante de la complejidad que toda escritura autobiográfica tiene

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al tratar al evocar el tiempo pasado: «el memorista solo sabe que el
tiempo es elástico»; finalmente, la clave del libro está en la verda­
dera dificultad que entraña indagar en el pasado, la imposibilidad
de hacer regresar un pasado que ya se ha perdido: «la memoria es
una traductora simultánea que interpreta los recuerdos al azar o
siguiendo un orden arbitrario: nadie puede manipular el recuerdo
y quien crea que puede es aquel que está más a merced del arbi­
trio de la memoria». Sobre estos presupuestos, consciente de las
limitaciones y de la arbitrariedad de la memoria, Cabrera Infante
consigue levantar uno de los grandes monumentos de la escritura
autobiográfica hispanoamericana.
Sin querer agotar el tema, otros escritores hispanoamericanos
de los setenta han ejercido ese derecho a la primera persona y des­
de la ficción pura han ensayado distintas formas de la escritura
autobiográfica. Mencionaba Cortázar a Carlos Fuentes, tal vez
uno de los escritores hispanoamericanos más comprometidos con
la creación verbal y la ficción. Pese a todo, en algunas ocasiones
se refirió públicamente a su interés por dar forma a un proyecto
autobiográfico. Tal vez un adelanto fue su novela Diana o la ca­
zadora solitaria (1994), en la que a través de un escudo ficcional
muy frágil, narra y disecciona su relación amorosa con la actriz
americana Jean Seberg, tratando de explicarse la posterior depre­
sión y crisis personal que llevó a la muerte a la protagonista de A
bout de souffle. En la promoción del libro no se escondió nunca
la lectura de la novela en clave autobiográfica, pero en el texto
en ningún momento se muestra interesado en presentarse con su
nombre propio y utiliza procedimientos que podríamos llamar
autoficcionales a la hora de establecer la ficcionalidad de la obra.
A partir de los años noventa irán apareciendo lo que podríamos
llamar las primeras memorias crepusculares del grupo, escritas ya
en calidad de autores conocidos y a veces con evidentes intereses
editoriales. José Donoso fue autor de un libro de memorias titula­
do Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996), el último libro
que pudo publicar en vida. El chileno construye unas memorias
singulares que rebasan lo individual y se centran en lo familiar.
Escritas presintiendo la cercanía del fin, Donoso hace el relato del
medio ambiente humano y social de su familia burguesa, el que
está en el origen de algunas de sus ficciones. Sin embargo, las me-

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morías terminan justamente con el nacimiento del autor. Donoso
no habla de sí mismo, o al menos no lo hace directamente, es una
mirada hacia su origen, tal vez queriendo firmar la paz con sus
demonios familiares.
José Donoso se inscribe, por cierto, en una de las trayectorias
más interesantes de la autobiografía hispanoamericana contempo­
ránea, como es la chilena, donde Pablo Neruda dio la pauta en
su postuma Confieso que he vivido (1974) para la elaboración de
muchas otras memorias de escritores, como las de Jorge Edwards
{Persona non grata; Adiós, poeta) e Isabel Allende {Paula, Mis país
inventado), en donde el propio Neruda aparece como personaje.
El peruano Alfredo Bryce Echenique inició en los noventa un
ciclo de escritos memorialísticos -antimemorias las llama, emu­
lando a André Malraux- que comienza con Permiso para vivir
(1993) y continúa con Permiso para sentir (2005), aunque ya se
anuncia la aparición de un tercer volumen. Pese a no plantear pro­
piamente un juego autoficcional, estos escritos se caracterizan,
como otros del autor, por el uso de la digresión, que aquí es una
forma específica de estimular la memoria, lo cual genera a veces si­
tuaciones paradójicas, inverosímiles o exageradas. En el juego me-
morialístico de Bryce se produce una curiosa inmersión. Algunos
de los protagonistas de sus novelas, que a veces están escritas en
forma autobiográfica -Julius, Martín Romana, Manongo Sterne-
funcionan como álter ego y se les identifica con el propio autor;
sin embargo los sucesos exagerados o extravagantes protagoniza­
dos por el propio Bryce en sus memorias son difíciles de creer y
adquieren una paradójica apariencia ficcional.
Las memorias más esperadas de la década pasada fueron las de
Gabriel García Márquez, Vivir para contarla (2002). En el caso
del colombiano, la angustia de la propia influencia se hace casi in­
soportable. Su situación de mito viviente de la literatura mundial
explica que cualquier nuevo escrito suyo tenga que ser singular y
superar lo anterior, algo que también ocurre en estas memorias.
Desde el punto de vista de la escritura, nadie podrá poner en duda
que se trata de otra de las obras maestras de la prosa a las que nos
tiene acostumbrados, con sus brillos acerados continuos, sus ha­
bituales hallazgos y su sabio manejo de los resortes del idioma. Sin
embargo, desde la perspectiva de la autobiografía, como expresión

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literaria de la individualidad y del yo, García Márquez ofrece una
visión retrospectiva excesivamente clásica, casi lineal y cronológi­
ca, que rompe apenas con algunos flashback o al reunir el material
en los bloques narrativos que ordenan el libro. Como proyecto
autobiográfico, el de García Márquez es sin duda la máxima ex­
presión del derecho a la primera persona del que hablaba Julio
Cortázar. Nadie se ha ganado como él esa posibilidad de escribir
lo que se le antoje sin mayores explicaciones. En las memorias de
García Márquez se echa en falta, sin embargo, cierta tensión, no
existe un verdadero conflicto en la composición del yo. El na­
rrador en primera persona escribe desde su acomodada posición
de escritor consagrado y admirado por todos, aunque con bue­
na educación evita el autobombo y quiere hacerse pasar por una
persona común sin el endiosamiento que cabría esperar. Como es
habitual en las memorias de escritores lo que se pretende mostrar
es el proceso por el que se llegó a ser el escritor que es hoy, supe­
rando las dificultades que la vida y el ambiente le puso como una
prueba de una vocación superior que culmina con el éxito. A la
vez García Márquez va dando las claves del origen de buena parte
de su mundo de ficción, comenzando por Macondo, anclado en
su experiencia infantil en el Caribe colombiano, en Aracataca y en
la vida familiar en casa de sus abuelos, de donde surgen la mayoría
de los relatos y mitos familiares.
Aunque la lectura de Vivir para contarla tiene el interés del
personaje en que se ha convertido García Márquez, no se puede
hablar de un conflicto en la evolución del yo en el libro. En cierto
modo García Márquez narra desde el propio tótem en que las cir­
cunstancias han terminado por convertirle. Tal vez escribir unas
memorias como las del colombiano estaba en el origen del miedo
que Julio Cortázar expresaba de ser autocomplaciente a la hora de
escribir sobre uno mismo.
Lo interesante es la situación en la que nos encontramos ante
las prácticas autobiográficas en español y las de los escritores his­
panoamericanos. Como hemos visto, las incursiones en los géne­
ros memorialísticos por parte de estos autores son ya habituales,
escribir una autobiografía no es algo excepcional para los escri­
tores hispanoamericanos. Desde las más lineales memorias hasta
los juegos autoficcionales más sofisticados, se ha producido un

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acercamiento progresivo y masivo de estos escritores a la expre­
sión personal. Nos gustaría creer que ha habido una evolución en
el mundo literario hispanoamericano y que ahora -como hicieron
Robert Graves o Simone de Beauvoir- también nuestros escrito­
res han entendido que pueden hablar de sí mismos con naturali­
dad y hasta con ironía, sin necesidad de tener que demostrar nada,
sin autocensuras y, sobre todo, sin la obligación de hacerlo dramá­
ticamente, como una conquista que hay que ganarse a pulso con
la edad o los méritos. Tal vez la literatura en español ha llegado a
un punto en que podemos integrar la producción autobiográfica
de un autor en su obra con plena normalidad sin que se vea como
algo excepcional, más bien como una de las muchas posibilidades
que tiene la expresión literaria. Quizá nuestros escritores y nues­
tra literatura se han ganado ya ese derecho a la primera persona
del singular con la que fantaseaba Julio Cortázar aquella perdida
mañana de verano en su casa del sur de Francia. G

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