El Bagrecico

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El bagrecico

(Francisco Izquierdo Ríos)

Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca en el penumbroso remanso del
riachuelito: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”.
Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otro contoneándose orgullosamente.
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. “Ese viejo conoce el
mar!”.
Tanto oírlo, un bagrecito se le acercó una noche de luna y le dijo:
_Abuelo, yo también quiero conocer el mar.
_ ¿Tú?
_Si, abuelo.
_Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realice la gran proeza.
Vivian en ese remanso de un riachuelo de la selva alta del Perú, un riíto con lecho de piedras
menudas y delgado rumor. Palmeras y otros árboles, desde las márgenes del remanso,
oscurecían las aguas. Esa noche, en un rincón de la pozuela iluminada tenuemente por la
luna, el viejo bagre enseñó al bagrecico cómo debería llevar a cabo su viaje al lejano mar.
Y cuando el riachuelito se estremecía con el amanecer, el bagrecico partió aguas abajo.
” Tienes que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quien era el único que sabía de
aquella aventura.
El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había visto todo el día,
anduvo buscándolo.
-¿Qué te sucede? _ le preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla,
una de sus tantas casas.
_ ¿Usted sabe dónde está mi hijo?
_No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver. Seguramente
ha salido a conocer mundo.
_ ¿Y si alguien lo pesca?
_No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo el tiempo en la
falda de la madre.
Torna a tu casa… El muchacho ha de volver.
La madre del bagrecico, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo filósofo,
regreso a su casa.

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El bagrecico, mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio entró por la
desembocadura del riachuelo en un riachuelo grande.

El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el bagrecico se
desconcertó.
“Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo”, recordó.
Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de pedrones, sobresaliendo de las aguas
con plantas florecidas en el légamo de sus superficies; hondas pozas se abrían en los codos
con multitud de peces de toda clase y tamaño; sonoras corrientes…

El bagrecico seguía, seguía ora nadando con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes,
con las aletas y barbitas extendidas, ora descansando o durmiendo bajo el amparo de las
verdes cortinas de limo…

Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de ellas o
embocando los que flotaban en los remansos.
“¡De lo que me escape!”, se dijo temblando.
En una poza casi muerde un anzuelo con carnada del consejo del abuelo: “Antes de comer,
fíjate bien lo que vas a comer”. Así descubrió el sedal que atravesando las aguas terminaba
en la orilla, en las manos del pescador, un hombre con aludo sombrero de paja…

Los riachuelos de la selva alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces pueden ver el
exterior.

El incidente que acababa de sucederle, hizo reflexionar al viajero con mayor seriedad sobre
los peligros que le amenazaba en su larga ruta; además de los pescadores con anzuelo, las
pescas con el barbasco venenoso, con dinamita y con red; la voracidad de los Martín
pescadores y de las garzas…, también de los peces grandes…Aunque él sabía que los bagres
no eran presas apetecibles para dichas aves, por sus aletas enconosas; ellas prefieren los
peces blancos, con escamas…

Con más cautela y los ojos más abiertos, prosiguió el bagrecico su viaje al mar.

En una corriente, colmada de luz de la mañana límpida, una vieja magra, todas arrugas,
metida en las aguas hasta las rodillas, pescaba con las manos, volteando las piedras. El
bagrecico se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad…

“¡La misma muerte!”, se dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la huesuda anciana, y esta
le increpó con el puño en alto:” Bagrecico bandido!”.

Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón
de pájaros.

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El bagrecico, con las antenas de sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y poetas
de los bosques, y se detuvo a escucharlos.

Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndolos, el viajero


ingresó en un inmenso claro lleno de sol, a través de las aguas ligeramente turbias distinguió
un puente de madera, por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas. Pensó: “Estoy en
la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me indicó el
abuelo…” ¡Ah, mucho cuidado!”, se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde las
orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas los peces que, en apretadas manchas, se
deslizaban por sobre la arena o lamían las piedras, agitando las colas.

El bagrecico salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha


desembocadura del riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del riachuelo
desaparecían, encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más grandes que su
humilde riachuelito natal. Permaneció indeciso un rato..., luego se metió con coraje en las
fauces del río.

Las aguas eran turbias y corrían impetuosas… Peces gigantes, con los ojos encendidos,
pasaban junto al bagrecico, asustándolo. “No tengo otro camino que seguir adelante”, se
dijo, resueltamente.

El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros de tupida selva, entregaba
bruscamente sus aguas a otro mucho más grande. El bagrecico penetró en él ya casi sin
miedo.

Se extrañó de escuchar un vasto y constante runrún musical. Débase a la fina arena y


partículas de oro que arrastran las violentas aguas del río. En las extensas curvas de ese río
caudaloso hierven terribles remolinos que son prisiones no solo para las balsas y canoas, que
por descuido de los bogas entran en ellos, sino también para los propios peces.

Sin embargo, nuestro vivaz bagrecico los sorteaba manteniéndose firme a lo largo de las
corrientes que pasan bordeándolos.

Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos, este río bravo. Blancas montañas
resplandecientes. Al bagrecico se le ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora,
luego reanudó su viaje con mayor impulso.

Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgo que,
seguramente, procedía de los “malos pasos”, debidos al impresionante salto del río sobre una
montaña, grave riesgo del cual le habló mucho el abuelo… A medida que avanzaba, el
estruendo era más pavoroso… ¡Los malos pasos a la vista... Nuestro viajero temerario se
preparó para vencer el peligro! Se sacudió el cuerpo, estiro las aletas y las barbitas, cerró los
ojos y se lanzó al torbellino rugiente…

Quince kilómetros de cascada, peñas, aguas revueltas y espumantes, pedrones, torrentes,


rocas… El bagrecico iba a merced de la furia de las aguas, aquí, chocó contra una roca, pero

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reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad,
otra ola le devolvió a las aguas.

Al término del infierno de los malos pasos, el bagrecico, todo maltrecho, buscó refugio
debajo de una piedra y se quedó dormido un día y una noche.

Se consideraba ya baquiano. Además, había crecido, su pecho era recio, sus barbas más
largas, su color blanco oscuro con reflejos metálicos, no podía ser de otro modo, ya que
muchos soles y muchas lunas alumbraron desde que salió de su riachuelito natal, ya que
había cruzado tantos ríos, sobre todos, vencido los terroríficos “malos pasos”, los “malos
pasos” en que mueren o encanecen muchos hombres…

Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el viaje… Sin embargo, no muy lejos,
por poco concluye sin pena ni gloria.

A la altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, entre sábalos, boquichicos,


corvinas, palometas, lisas; empero, el hijo de un pescador, un alegre muchacho, lo cogió de
las barbas y lo arrojó desde la canoa a las aguas, estimándolo sin importancia en comparación
los otros pescados.

Cerrado rumor especial, que conmovía el río llamó un caluroso anochecer la atención del
viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migración hacia arriba, para el desove.
Todo el río vibraba con los millones de peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas,
relampagueando como trozos de platas en la oscuridad de la noche.

El bagrecico se arrimó a una orilla fuertemente, contra el lado, hasta que pasó el último pez.
En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso.

Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan
sus aguas a otros ríos y estas a otros, hasta que todo acaba en el mar.

El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de
la Tierra. Nuestro bagrecico entró en ese prodigo de la naturaleza a las primeras luces de un
día, cuando los bosques de los márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales
salvajes…Allá, en el remoto riachuelito natal, el abuelo le había hablado también mucho del
Rey de los Ríos.

Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río...No se veía el fondo ni las
orillas. Era, pues, el río más grande del mundo.

“Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y el bagrecico
pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con estrépito...

Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para lo,
ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía

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una victoria regia de lágrimas…después de bañarse de su luz, el bagrecico se hundió en las
aguas, produciendo un leve ruido y leve oleaje.

Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un
hombre, para devorarlo. El pobre bagrecito corría a toda velocidad de sus fuerzas…corría,
corría…; de pronto columbró un hueco en la orilla y se ocultó en él…de donde miraba a su
terrible enemigo y, finalmente, desapareció.

¡Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, pueblos,
haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna llena enorme, redonda, llegó a la
desembocadura…El río era allí extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de
cien leguas en el mar…”!
¡El mar!”, se dijo el bagrecito, profundamente emocionado.
¡El mar!”. Lo vio esa noche de luna llena como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelo natal fue difícil… Se encontraba tan lejos…Ahora tenía que surcar
los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo.

Con su heroica voluntad dominaba el desaliento…vencía todos los peligros…Cruzó los


“malos pasos” del rio aprovechando una creciente, y, a veces, a saltos por sobre las rocas y
pedrones que no estaban tapados por las aguas…En el riachuelo de las mil vueltas salvó de
morir, por suerte.

Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la mecha de un cartucho de


dinamita, para arrojarlo a una poza, donde muchísimos peces, entre ellos nuestro viajero,
embocaba en la superficie, con ruidos característicos, las millares de comejenes que,
anticipadamente, desparramó como cebo el pescador.

!No había escapatoria!


Pero, ocurrió algo inesperado… el pescador, creyendo que el cartucho de dinamita iba a
estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a todo correr se internó en el bosque…las
piedras saltaron hasta muy arriba con la horrenda explosión…, algunos pájaros también
cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelito natal,
cuando sintió sus caricias…Beso con unción, las piedras de su cauce.
Llovía menudamente…Los árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban
florecidos. Había luz solar por entre lluvia suave y dentro del riachuelo…
El bagrecito, loco de contento, nadaba en zigzags, de espaldas, de costado, se hundía hasta
el fondo, sacaba sus barbas de las aguas, moviéndolas en el aire…
Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su madre ni al abuelo.

Nadie lo conocía.

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Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles
de las márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era anciano… En el fondo de la pozuela,
con su voz ronca, solía decir, contoneándose orgullosamente: “Yo conozco el mar. Cuando
joven he viajado a él, y he vuelto”.
Los peces niños y jóvenes le miran y escuchan con admiración.
Un bagrecico, tanto oírlo se le acercó una noche de luna y le dijo:
- Abuelo, yo también quiero conocer el mar.
- ¿Tú?
- Si, abuelo.
- Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.

FIN

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