LCDE172 - Glenn Parrish - DESPUÉS DEL SEGUNDO DILUVIO

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GLENN PARRISH

DESPUES DEL
SEGUNDO DILUVIO

Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 172
Publicación semanal
Aparece los VIERNES

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTA – BUENOS AIRES – CARACAS – MEXICO

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Depósito legal: B. 35.9669 - 1973

ISBN 84-02-02525-0

Impreso en España - Printed in Spain

1. ª edición: noviembre, 1973

© GLENN PARRISH - 1973


Texto

© ALBERTO PUJOLAR - 1973


cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor


de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.
Mora la Nueva. 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A.


Mora la Nueva, 2 — Barcelona — 1973

5
Todos los personajes y entidades privadas que
aparecen en esta novela, así como las situaciones de la
misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del
autor, por lo que cualquier semejanza con personajes,
entidades o hechos pasados o actuales, será simple
coincidencia.

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ULTIMAS OBRAS

PUBLICADAS EN ESTA COLECCION

167. — Invasión verde, Ray Lester

168. — Enjambres humanos, J. Chandley

169. — La casa del frío eterno, Silver Kane

170. — La amenaza viene del pasado, A. Thorkent

171. — La fábrica, Marcus Sidereo

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CAPITULO PRIMERO

Ella era muy guapa, o por lo menos, así se lo parecía a Kimbo


Foldmin. Tenía el pelo claro —aunque tal vez un exigente hubiera
dicho que eran cerdas y del color de estopa—, los ojos oscuros, las
mandíbulas fuertes, los senos rotundos y las caderas amplias y
poderosas. Padecía un ligero estrabismo, que en ocasiones no se le
notaba, pero para Kimbo era algo que la hacía aún más atractiva.
A Kimbo le gustaba Q'aya. Q'aya coqueteaba con Kimbo, porque
se sabía hermosa y deseable. Y Q'aya estaba ya en edad de tener
pareja y descendencia.
Pero Kimbo era pobre y, además, soñador. Los ancianos de la
tribu decían que no sería buen cazador, que se le escapaban
demasiadas presas. También refunfuñaban acerca de la manía de
Kimbo de irse de viaje a las ruinas y buscar aquellas cosas que
antaño se habían llamado libros.
El padre de Q'aya quería otro marido para su hija. Stano era
mucho más fuerte que Kimbo, corría como el viento y era el mejor
cazador de la tribu. Stano sí podría aportar la dote que ambicionaba
el padre de la chica: diez cerdos, una vaca y cien gallinas. Stano
tenía unos corrales muy grandes. Era un hombre rico.
Pero a Q'aya, en medio de todo, no le desagradaba Kimbo. Le
gustaba aquel muchacho alto, delgado, de miembros fuertes pero
esbeltos, pelo claro y ojos azules. Lástima que fuese tan pobre: sólo
tenía dos cerdos y veinte gallinas, y aun así, pertenecían a sus
padres.
Q'aya estaba apoyada en el tronco de un árbol y reía, con una flor
sujeta por los dientes. Kimbo la contemplaba con ojos llenos de
deseo, pero también pensando en el futuro al lado de Q'aya; ella
guisando y tejiendo y cuidando de sus numerosos hijos... Muchos
salían tullidos o ciegos o faltos de algún miembro, pero alguno
nacería fuerte y robusto y bien parecido como él.

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Los que naciesen imperfectos, serían eliminados, tal era la ley
inexorable de la tribu. Pero Kimbo había oído decir que cada vez
nacían más niños con taras físicas. Nadie sabía por qué, todo el
mundo lo achacaba a la Gran Ruina, ocurrida miles de días o de
semanas antes, aunque ninguno se sentía en disposición de afirmar
algo concreto sobre el particular.
Kimbo se inclinó hacia la muchacha. Ella rió estridentemente
cuando la punta de la nariz masculina rozó la suya.
—¡Kimbo! —dijo, con un gritito de fingido enojo.
—El otro día vi un tigre gigante —murmuró Kimbo—. ¿Quieres
su piel?
Q'aya dejó de reír.
—Los tigres gigantes son muy peligrosos —murmuró—. Podría
devorarte en un santiamén.
—No, si se es un poco más listo que ellos. Cierto, el tigre es muy
peligroso, pero también un poco tonto.
—¿Me darías la piel, Kimbo?
—A cambio de una cosa, Q'aya.
Los ojos de la chica le miraron maliciosamente.
—Habla con mi padre —contestó.
—Voy a casarme contigo, no con tu padre.
—Pero la costumbre...
—Al diablo las costumbres. ¿Me quieres, sí o no?
Q'aya vaciló.
Kimbo le gustaba muchísimo, pero era un soñador y un vago.
Perdía tiempo leyendo o deambulando por los campos inmediatos a
la tribu, incluso viajando, en lugar de mejorar su choza y de
aumentar sus rebaños o de arar sus tierras.
Stano tenía perspectivas de llegar un día a ser el jefe de la tribu.
Ella, Q'aya, sería una mujer respetada, porque, según la ley, la
esposa del jefe de la tribu tenía notorias prerrogativas sobre las
demás mujeres.
Las vacilaciones de la chica fueron cortadas de repente por una
potente voz, de tonos poco amables:
—¡Q'aya!
—Mi padre me llama —dijo ella, asustada.

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Y echó a correr, desapareciendo entre los árboles a los pocos
segundos.
Kimbo quedó solo, muy defraudado. Q'aya no se lo había dicho,
pero él lo había visto en sus ojos y en su expresión. Ella se sentía
más inclinada hacia Stano.
Bien mirado, era lógico. Stano era un magnífico cazador y poseía
las fuerzas de cuatro hombres. Tenía poco más de veinticinco años y
ya empezaba a luchar por la jefatura de la tribu, apartando a los
posibles rivales por medios que incluían la muerte en más de una
ocasión.
De pronto, sonó una alegre carcajada femenina.
Kimbo se volvió y fijó los ojos en la hermosa mujer, de largos
cabellos negros, que reía a pocos pasos de distancia.
—¿Otra vez tú? —dijo, enojado.

* * *

Ella era joven, poco más de veinte años, de grandes ojos negros,
piel como la nieve y talle cimbreante. Kimbo la había visto siempre
así, con un ceñidor de fina piel en el pecho y unos breves pantalones
del mismo material. La piel, por supuesto, era de tigre gigante.
La joven movió la mano.
—¡Uf, qué mal huele! —exclamó—. Esa chica, ¿es enemiga de la
higiene?
—K-ti-E, no digas tonterías —contestó él, malhumorado.
—¿Por qué no unes todas las letras de mi nombre? Es más
cómodo de pronunciar, ¿no crees?
—Lo mismo da —rezongó Kimbo—. Pero no me gusta que
insultes a Q'aya.
—Perdona, olvidaba que a los hombres primitivos os gusta
mucho el olor corporal de las hembras —dijo la joven
maliciosamente.
—Q'aya es así...
—Bueno, bueno, no hablemos más de esa hembra. Hablemos de
nosotros dos. ¿Te parece mejor?

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—Nosotros no tenemos que hablar, Katie.
—Te equivocas. Tenemos mucho de qué hablar..., y lo haremos
durante una enormidad de tiempo, a solas, con nuestros hijos, con
nuestros nietos... ¿No te seduce la perspectiva?
Kimbo miró fijamente a la hermosa muchacha que tenía ante sí.
Había aparecido misteriosamente algunas semanas antes. Nadie
la conocía en la tribu porque, sencillamente, nadie la había visto,
salvo él.
A Kimbo le parecía demasiado flaca. Claro que había curvas en
los lugares correspondientes de su anatomía, pero comparada con
Q'aya, era una caña con piernas.
A pesar de todo, sentía cierto extraño atractivo hacia ella. Era
preciso reconocer que Katie poseía un carácter alegre y jovial, que la
hacía resultar sumamente simpática. Pero siempre se había negado a
dar explicaciones sobre su origen.
Nunca, tampoco, había querido explicarle ciertos fenómenos que
se producían en ella de modo misterioso y que a Kimbo le parecían
cosa de brujería.
"¿Era una maga?", se preguntó.
Ahora, por si fuera poco, había dicho que se casarían y tendrían
hijos y nietos. ¡Pero si él quería casarse con Q'aya!
—¿Quién eres? —preguntó—, ¿De dónde vienes? Nunca me lo
has dicho —se quejó.
El rostro de Katie se puso serio repentinamente.
—Nosotros también somos un pueblo decadente, condenado a la
extinción —dijo—. Tenemos facultades extraordinarias,
desarrolladas por la mente a lo largo de decenas de milenios de
intensa actividad cerebral, pero decaemos como raza en lo físico.
Pronto desapareceremos, a menos que...
Le miró fijamente.
Cambiaría todas esas maravillosas facultades que poseemos, por
ser tu mujer —añadió de repente—. Pero eso no ocurrirá, a menos
que tú accedas por tu propia voluntad, convencido de que es
necesario y útil para las dos razas.
—¿Qué dos razas? Por lo que yo veo, ambos pertenecemos a una
misma raza...

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—Me refería más bien a que somos de mundos distintos. Pero me
parece que viene gente y no quiero que me vean contigo. Volveré
otro día, Kimbo. ¡Adiós!
Súbitamente, la muchacha se convirtió en un torbellino de humo
que se alejó velozmente, al mismo tiempo que giraba sobre sí
mismo. En pocos instantes, desapareció de la vista de Kimbo.
Entonces sonó una voz:
—¡Kimbo, Kimbo!
—Aquí, Gurth —contestó el joven.
Era su hermano menor, ligeramente deforme, a causa de que
tenía el brazo derecho algo más corto que el izquierdo. Los padres
de Kimbo habían solicitado el incumplimiento de la ley, debido a
que el defecto no era grave en sí y Gurth podría manejarse, como
más adelante se había visto, de la mismo forma que un ser
enteramente normal.
—Los padres te llaman —dijo Gurth—. Es urgente.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kimbo.
—El Traidor está con ellos.
Hubo un momento de silencio. Kimbo miraba fijamente a su
hermano.
—¿El Traidor? —repitió.
—Sí, pero no me han dicho lo que quiere. Sólo me encargaron de
que te buscase rápidamente. Anda, vamos.
Profundamente intrigado, Kimbo echó a andar en unión de su
hermano. La presencia de John Wuttan, a quien todo el mundo
llamaba el Traidor, le hacía sentirse muy preocupado.
No eran frecuentes las visitas de Wuttan. Los miembros de la
tribu le detestaban. Incluso, en más de una ocasión, se había hablado
de hacer una expedición para darle muerte, pero nadie se había
atrevido a llevar los propósitos a la práctica, temerosos todos de los
extraños aparatos y máquinas de que Wuttan disponía en su
guarida.
Minutos más tarde, los dos hermanos llegaban a la cabaña en que
residían, situada en uno de los extremos del poblado. Cada vez que
entraba en la cabaña, Kimbo se sentía profundamente deprimido.
"¿Era que no podían sentirse un poco más amigos de la higiene?",
se preguntaba.

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Los cacharros solían estar permanentemente sucios y apenas si se
lavaban cuando se echaba el agua para la siguiente comida. Las
esteras que servían de lechos aparecían grasientas, deshilachadas en
muchos sitios. Las pieles que vestían sus padres estaban viejas y
necesitadas de renovación, pero al padre de Kimbo le daba pereza
salir a cazar. Le gustaba mucho más hacer fermentar aquellos
tubérculos, de los que sacaba la bebida que tanto le gustaba y que su
madre también consumía con evidente placer.
La cabaña apestaba. Kimbo procuró apartar de su imaginación el
hedor y fijó los ojos en el hombre a quien todos llamaban el Traidor.
Era muy viejo, quizá más de cien años, pero se mantenía todavía
erguido y robusto. Vestía ropas limpias, de un tejido muy fino.
Kimbo ignoraba que se llamaba lino.
—Hola, Kimbo —saludó Wuttan amablemente—. Celebro verte.
La madre de Kimbo empezó a gimotear.
—Ya no te veremos más, hijo mió —dijo. Pero al joven, aun
sintiéndose aturdido por la noticia, aquellas lágrimas le parecieron
falsas, nada sinceras.
—Hombre, que no me voy a morir —protestó.
—Te hemos vendido, Kimbo —dijo su padre.
El muchacho se quedó con la boca abierta.
Miró a Wuttan.
—Sí —confirmó el visitante—. Yo te he comprado a tus padres y
ahora vendrás conmigo.
—Pero es que yo no soy un animal —gritó Kimbo.
—Kimbo, ¿confías en mí? —preguntó Wuttan.
El joven vaciló.
—Quizá cuando conozcas los motivos por los que me llaman el
Traidor llegues a confiar en mí —añadió Wuttan—, Pero si vienes
conmigo, y lo deseo fervientemente, no lo lamentarás, sino todo lo
contrario.
Kimbo se encogió de hombros.
—Supongo que no tengo elección —contestó—. Usted es ahora
mi dueño... —Se volvió hacia su padre—. ¿Cuánto valgo?
Arne Foldmin bajó la cabeza.
—Diez pieles de tigre gigante —contestó.
Hubo un momento de silencio.

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Kimbo paseó la mirada a su alrededor. Quería a sus padres, pero
lo que acababa de escuchar le había decepcionado profundamente.
Además, estaba harto de aquella existencia. Si, al menos, Q'aya le
hubiese dado esperanzas...
Reaccionando, miró al visitante.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó.
Wuttan sonrió.
—¿Tienes algo personal que llevar?
—No.
—Entonces, vámonos.
De pronto, se oyeron gritos en el exterior.
—¡El Traidor ha venido!
—Muerte al Traidor.
—Que muera, que muera...

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CAPITULO II

Dos o tres hombres irrumpieron en la cabaña. Los padres de


Kimbo y sus hermanos, amedrentados, se agolparon en un rincón.
Stano capitaneaba a los recién llegados. En la mano llevaba una
lanza hecha con una gruesa rama y una piedra afilada.
—Miserable —apostrofó al visitante—. ¿Cómo te has atrevido a
llegar hasta aquí?
—No hables tanto, Stano; demuestra que lo que has dicho antes
no era mera palabrería —gritó otro de los intrusos.
—Tienes razón, Korb —sonrió Stano—. Y ahora mismo...
De pronto, Wuttan alargó la mano derecha.
Kimbo vio en ella un objeto metálico. Brilló un relámpago y se
oyó un ruido atronador.
Stano rodó por tierra, aullando como un poseído, con el hombro
derecho lleno de sangre. Sus compañeros, asustados, retrocedieron.
—Si yo fuese otro, Stano ya estaría muerto —dijo Wuttan
severamente—. He venido, como siempre, en son de paz, pero
vosotros no sabéis siquiera qué es esa palabra. ¡Largo!
Los intrusos, llenos de temor, ayudaron a Stano a ponerse en pie,
olvidados de los propósitos belicosos que les habían animado hasta
hacía unos momentos.
La lanza quedó en el suelo. Kimbo la arrojó al exterior.
—¿Qué arma misteriosa es la que has empleado? —preguntó.
Wuttan sonreía.
—Ya lo sabrás —contestó evasivamente—. ¿Vamos?
Kimbo miró un instante a sus padres y a su hermano. Sentía tener
que abandonarlos, pero, al mismo tiempo, presentía que su futuro
no estaba en aquella hedionda cabaña.
—Sí, vamos —dijo, resuelto.
Wuttan se movía con más agilidad de la que cabría sospechar en
un hombre de su edad. Salieron de los límites de la tribu y llegaron

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a un bosque, en uno de cuyos claros, Kimbo vio una extraña
máquina en forma de disco.
A pocos pasos de distancia, había un arbusto lleno de hermosas
flores, con corolas de gran tamaño. Durante un segundo, Kimbo
creyó entrever el rostro de Katie en una de las flores, pero pensó que
se trataba de una ilusión.
El artefacto atrajo toda su atención. Era una máquina misteriosa,
cuyo objeto le resultaba desconocido por completo. Pero no le
infundía ningún temor. En lo más hondo de su mente, Kimbo sabía
que alguno de sus antepasados había construido y manejado aquella
máquina maravillosa.
Entraron. Kimbo admiró el interior, los cómodos sillones, cuyo
tapizado era de una piel que le resultaba completamente
desconocida, los brillantes metales, los discos de vidrio con extrañas
indicaciones...
Wuttan se sentó en uno de los sillones y le indicó el otro. Luego
movió unas palancas y la máquina despegó del suelo.
—Antiguamente, a estos artefactos, se les llamaba aeromóviles —
dijo Wuttan.
—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Kimbo.
—Oh, unos doscientos cincuenta años, más o menos.
Algo estalló de pronto en el cerebro de Kimbo. Recordó viejas
leyendas, narraciones que le habían parecido fantásticas, temerosos
comentarios sobre el individuo que tenía al lado...
Y creyó comprender.
—Tú eres el que inventó estas máquinas —adivinó.

* * *

Wuttan se echó a reír.


—En parte, solamente —contestó—. Sí, inventé algunos de los
mecanismos que la hacen funcionar, pero también inventé otras
cosas que, según muchos, resultaron funestas y exterminaron la vida
en el planeta.

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—Por eso te llaman el Traidor, porque traicionaste a la raza
humana...
—Todos nosotros fuimos traidores, todos los que vivíamos en
aquel entonces, a principios del siglo XXI. Los unos, con un ansia
inmoderada de riquezas, otros, porque querían ser como aquéllos y
ambicionaban más y más cosas, que, en realidad, no necesitaban
para nada. Y el ambiente se contaminó y se pudrió y la gente em-
pezó a morir y en pocos años la Tierra quedó despoblada. A mí y a
otros varios nos juzgaron como culpables de la catástrofe, de la Gran
Ruina, sin querer reparar en que todos los hombres, con su
ambición, eran tan culpables como nosotros. Los árboles morían y
las aguas se habían tornado impuras. Fábricas, fábricas, fábricas que
elaboraban cosas que nadie necesitaba en realidad, cientos, miles,
millones de fábricas... y algo que devoró por dentro a los seres
humanos y llenó de taras físicas a los escasos que sobrevivieron. Me
refiero a la radiactividad, claro.
—No entiendo —dijo Kimbo—, Es decir, no entiendo muy bien.
—Lo comprenderás perfectamente dentro de poco tiempo —
contestó Wuttan—, Se me consideró Traidor, junto con unos cuantos
sabios de mi tiempo, y a todos nosotros se nos castigó a vivir
durante mil años, pero incapacitados para tener descendencia. Mis
compañeros juzgaron la pena insoportable y pusieron fin a su vida.
Yo pensé que era mejor vivir y hacer algo por aquel planeta, cuya
ruina habíamos acarreado.
—¿Qué es lo que piensa hacer? —preguntó el joven.
—¿Puedes esperar un poco?
Kimbo asintió. A través de las ventanillas, veía nuevos paisajes,
panoramas que resultaban completamente desconocidos para él, a
pesar de que había viajado a grandes distancias de la tribu. Pero
dada la enorme velocidad del aparato en que viajaba, había llegado
ya a tierras que jamás había alcanzado en sus correrías.
—¿Cómo ves ahora el ambiente? —preguntó Wuttan de pronto—
. Me refiero a los árboles, las aguas, el suelo...
—Bueno, los árboles abundan, las aguas son claras y puras, el
suelo está lleno de hierba y de arbustos y de flores, y también
abundan los animales de todas clases.

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—Hace un cuarto de milenio, la atmósfera estaba viciada y los
árboles morían. Las aguas de los ríos eran un líquido infecto, de
color oscuro, sin ninguna transparencia; había ya pocas flores y
arbustos y los animales de toda índole escaseaban. En cincuenta
años tan sólo, desde que desapareció prácticamente el hombre,
desde que se pararon las fábricas, la atmósfera se limpió, las aguas
se hicieron claras, nacieron más flores y los animales se
reprodujeron libremente, sin más limitaciones que las impuestas por
la propia naturaleza. La Tierra vuelve a ser un paraíso, aunque con
el riesgo de que desaparezca ese animal llamado hombre.
Kimbo respingó.
—¿Es que vamos a morir todos nosotros? —preguntó.
—Cada día sois menos y cada vez nacen más seres deformes.
Inexorablemente, llegará el día en que ya no nazcan nuevos seres
humanos. Entonces, nuestra raza se habrá extinguido.

* * *

El aeromóvil se posó en tierra, frente a un edificio cuyo aspecto


externo dejaba mucho que desear.
—No te fíes de lo que hay a la vista —dijo Wuttan—. Yo no
puedo ocuparme de ciertas minucias, como serían reparar la
fachada y poner algunos cristales donde, a decir verdad, no me
hacen ninguna falta. Lo que realmente me interesa, sí está en buenas
condiciones. Ven, sígueme.
Ya se habían apeado del aeromóvil. Wuttan caminó hacia una
puerta que se abrió por sí sola.
—Célula fotoeléctrica —explicó—. Pronto sabrás lo que es eso.
El interior del edificio estaba mucho mejor cuidado. Por primera
vez, Kimbo vio cosas, objetos y muebles sólo vistos en los libros que
había recogido en sus correrías por las ciudades muertas.
Wuttan preparó la comida.
—Suelo cazar de vez en cuando —dijo, al servir los platos—. El
ejercicio físico también resulta útil, no lo dudes, aunque, por
naturaleza, me inclino más al estudio.

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—¿Cazas con esa arma que usaste para derribar a Stano? —
preguntó el joven.
—Empleo otra parecida, de mayor tamaño y alcance —sonrió el
anciano—. La que viste se llama pistola y la que uso para cazar se
llama rifle. Me ha resultado sumamente útil para cazar los diez
tigres, cuyas pieles entregué a tus padres.
Kimbo miró fijamente al anciano.
—Usted trata de que yo tenga descendencia con otra mujer, sana
y sin taras, por supuesto —adivinó.
—Sí —admitió Wuttan sin inmutarse.
—A mí me gustaba Q'aya. Acaso hubiera conseguido persuadirla
para que fuese mi mujer.
Wuttan no contestó. Al terminar de comer, dijo, simplemente:
—Sígueme.
Kimbo se puso en pie. Los dos hombres entraron en una vasta
estancia, en la que Kimbo pudo contemplar objetos y artefactos
jamás vistos hasta entonces.
El anciano se acercó a lo que parecía un gran cuadrado de vidrio
gris claro. Manejó unas teclas y el cuadrado se iluminó.
El interior de una cabaña apareció ante los ojos de Kimbo. Q'aya
estaba sentada sobre una estera, amamantando a un crío de pocos
meses. Dos más gateaban por el suelo.
Q'aya sujetaba al niño con una mano. Necesitaba la otra para
rascarse. Aparecía sucia y desgreñada, vociferando continuamente
algo a los pequeños, que no la hacían el menor caso. Pese a la
postura, Kimbo pudo apreciar en el vientre de Q'aya una inequívoca
hinchazón.
De pronto, entró él. Traía en la mano una liebre de pequeñas
dimensiones.
Q'aya soltó al lactante, que rodó por el suelo, llorando y
berreando frenéticamente. Ella no le hacía el menor caso, ocupada
en apostrofar a Kimbo. De pronto, agarró una estaca y empezó a
apalearle.
Kimbo huyó. Uno de los chicos se acercó a su madre, pero ella lo
despidió de una patada hasta el otro rincón de la cabaña.
—¿Es eso lo que deseas? —preguntó Wuttan, pasados algunos
minutos.

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Kimbo se sentía estupefacto.
—Diríase que adivinas el porvenir —exclamó.
—En cierto modo, y en tu caso, unido al de Q'aya, así es —
admitió el anciano. Apagó el aparato—. Mi explorador visual
temporal me permite adelantarme en el tiempo y saber lo que les
ocurrirá a algunas personas.
Por eso hice que vieras lo que podría sucederte si llegaras a
conseguir la nada limpia mano de Q'aya.
—Bueno, pero, ¿si no me caso con ella, qué me pasará?
Wuttan hizo un ademán con la mano.
—Ven, por favor —dijo.
Kimbo caminó junto al viejo, dirigiéndose hacia el otro extremo
de la gran estancia. Mientras andaban, Wuttan seguía hablando:
—Hace tiempo que vengo estudiándote, sin que ni tú mismo lo
supieras. Te he dicho ya que la raza humana corre riesgo de
extinción. No es cosa que pueda suceder mañana, pero puede que
dentro de doscientos años, yo sea el único habitante de la Tierra.
"Personalmente, no me importa quedarme solo. Pero es necesario
que el planeta sea repoblado de nuevo. No podemos llenarlo con
seres tarados, los cuales, a su vez, darían lugar a nuevas taras, con el
resultado de que la Tierra quedaría poblada por una raza de seres
monstruosos; pero peor aún que tener una figura horrible, sería
verlos convertidos en animales, que ni siquiera conservarían la
apariencia humana. El cerebro, sin embargo, seguiría siendo
humano, aunque incapaz de raciocinar, incapaz de concebir otros
pensamientos que los relativos a la mera supervivencia..., lo que es
tanto como no pensar, sino sólo vivir por mero instinto, como hacen
las bestias.
—Y eso es lo que tú quieres evitar.
—Sí.
—Pero aún no me has dicho la manera en que piensas hacerlo —
adujo Kimbo.
—Calma —sonrió Wuttan—, No puedo lanzarte al mundo en el
estado en que te encuentras todavía. Quiero asegurarme de que la
operación resultará perfecta.
Kimbo no dijo nada, fascinado por lo que hacía el viejo, situado
ante un gran armario lleno de esferas y aparatos con signos raros,

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junto con numerosas lucecitas que se encendían y apagaban de un
modo continuo e irregular al mismo tiempo.
Pasados unos minutos, Kimbo se volvió hacia el joven.
—Tiéndete ahí —dijo.
Kimbo hubiera querido resistirse, pero no podía. La voz del viejo
era suavemente imperativa y poseía el tono del hombre
acostumbrado a mandar.
Había una especie de mesa, en la que, al tenderse, notó la
blandura de una colchoneta, de poco espesor sin embargo. Al
quedar tendido, miró obligatoriamente hacia arriba y divisó una
especie de gigantesca campana de cristal.
Wuttan le puso un casco en la cabeza y le sujetó el pecho,
muñecas y tobillos con sendas abrazaderas de hierro. La campana
de vidrio descendió seguidamente, hasta aislar por completo la
cama y su ocupante.
Entonces, Kimbo oyó en el interior de su mente una suave voz
que decía:
—Duérmete..., duerme..., duerme...
Kimbo cerró los ojos, sintiéndose invadido por una agradable
somnolencia. A los pocos minutos, dormía profundamente.

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CAPITULO III

Despertó.
Antes de percibir cualquier otra cosa, captó el familiar y
agradable olor de la carne asada.
—Estás despierto —dijo Wuttan—, Ven a sentarte a la mesa.
Kimbo saltó de la cama y corrió hacia la mesa, en la que vio,
además de otros manjares, entre los que figuraban las frutas, una
gran pierna de cordero, que despedía apetitosas vaharadas.
—Tengo un hambre de lobo —manifestó, a la vez que, con un
cuchillo, cortaba la primera tajada.
—Es lógico —dijo Wuttan, sonriendo—. Has estado durmiendo
un año entero.
Kimbo siguió masticando. El hambre que sentía le impedía, por
el momento, entrar en otras consideraciones. Pero al cabo de unos
minutos, llegó a su mente la frase pronunciada por el viejo.
—¿Has dicho un año? —exclamó, con la boca llena.
—Un año, en efecto.
—Pero... yo me encuentro fuerte, no me noto la menor flojedad
en los músculos..., me siento fuerte y ágil...
—Es que, aunque dormido, hacías ejercicio a diario. Varias horas;
ejercicios con elementos estáticos, por supuesto, lo que no te
impedía seguir recibiendo las enseñanzas que necesitabas.
—¿Enseñanzas?
—Sí. —Wuttan sonrió—. Después de un año, eres ahora lo que
antiguamente se llamaba un experto. En muchas cosas, claro: física,
medicina, matemáticas, incluso historia...
—¿Todas esas cosas, las he aprendido yo mientras dormía?
—Efectivamente. Por medio del procedimiento denominado
hipnopedia, que significa enseñanza durante el sueño. Tú dormías,
pero, al mismo tiempo, aprendías; y aunque de momento te parece
que no sabes más de lo que sabías cuando yo te traje a mi
laboratorio, en el momento adecuado, según las circunstancias,

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emplearás y utilizarás los conocimientos que has adquirido durante
tu período hipnopédico.
Kimbo se sentía pasmado.
—Pero, todo eso, ¿por qué? —exclamó.
—Ya te lo dije antes: es necesario que la Tierra se repueble de
nuevo, con una raza fuerte y sana, y guiada por alguien que sepa
llevar a su gente a la prosperidad. Ese alguien, por supuesto, serás
tú.
—Pero yo no..., no tengo mujer...
—La tendrás —sonrió Wuttan.
—¿Quieres decir que hay aquí alguna mujer en las mismas
condiciones que yo, es decir, sometida a un sueño hipnopédico?
—No, Kimbo.
—Entonces, ¿por qué no acabas de explicarte de una vez?
Wuttan hizo un gesto con la mano.
—Es pronto todavía —contestó—. Anda, sigue comiendo.
Kimbo hizo lo que le decían. Al terminar, fue a eructar,
satisfecho, siguiendo una vieja costumbre de la tribu, pero, de
pronto, sin saber cómo, se dio cuenta de que era una acción
incorrecta.
Wuttan sonrió.
—¿Lo ves? Eso también lo has aprendido en el sueño —dijo—.
Ahora, cuando te hayas limpiado los dientes, puedes salir a dar un
paseo por los alrededores, a fin de que respires el aire puro. Pero no
te alejes fuera del alcance de la vista de mi casa.
—Entendido.
Wuttan se puso en pie.
—Seguiremos hablando más tarde —se despidió del joven.

* * *

"¿Estaba dormido o despierto?", se preguntó, mientras se llenaba


los pulmones del aire fresco y perfumado del exterior, con lentas
inspiraciones.

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Se pasó una mano por la cara; estaba limpia, recién afeitada. El
pelo era moderadamente largo. En cuanto a su indumentaria,
consistía en una camisa de manga corta, pantalones también cortos y
una especie de zapatos muy blandos, que no coartaban en absoluto
el movimiento de sus pies.
De pronto, vio unas hermosas flores y sintió el deseo de tomar
una y aspirar su perfume. Fue a hacerlo, pero al sujetar el tallo con
los dedos, oyó un femenino grito de protesta:
—¡Cuidado, que me haces daño!
Kimbo respingó, saltando hacia atrás.
—¡Qué diablos...!
—Modera tu lenguaje cuando estés en presencia de una dama —
dijo ella—. ¿O es que el viejo no te ha enseñado también a ser
educado?
Kimbo frunció el ceño.
—Creo que te conozco —dijo.
—Sí, soy Katie —dijo el arbusto.
—Entonces, ¿por qué no te haces visible?
—Estoy así muy bien. Lástima que tú no puedas hacer lo mismo.
—Me gusta mi figura. Por nada del mundo querría verme
convertido en planta.
—A veces, es cómodo. Se descansa mucho, ¿sabes?
—Sí, tal vez. Pero, al menos, ¿por qué no haces que vea tu cara?
—¿Te gusta?
—Eres muy guapa —confesó Kimbo, ingenuamente.
—Psé, corrientita, del montón.
—No digas eso, Katie. Yo te encuentro muy hermosa.
—Me miras con buenos ojos —rió ella—. A Q'aya también le
decías lo mismo.
Kimbo se estremeció.
—No me hables de esa salvaje hedionda y piojosa —contestó,
despectivamente.
—Kimbo, no la califiques de algo de lo que ella no tiene la menor
culpa. Q'aya es como la han enseñado a ser, como te enseñaron a ti,
ni más ni menos.
—Por supuesto, pero a mí me gustaba la limpieza.

24
Me bañaba con frecuencia y procuraba tener el cuerpo limpio de
parásitos. Ella, con rascarse, tiene suficiente.
De pronto, el joven recordó algo.
—Oye, ¿cómo sabes que el viejo me ha enseñado...?
Katie soltó una risita.
—Los cierres de las puertas no son herméticos —contestó—.
Entré, convertida en gas, simplemente.
—Y viste lo que Wuttan hacia conmigo.
—Sí.
—Katie, ¿qué opinas tú?
—Me parece muy bien, es una magnífica idea.
Kimbo se acuclilló en el suelo.
—Pero no ha querido decirme quién será mi pareja —suspiró.
—No tengas prisa —aconsejó Katie—. Todo llegará.
Los ojos de Kimbo se fijaron en el arbusto.
—Katie, ¿cómo eres capaz de convertirte en una planta? —
preguntó.
—Ya te dije hace algún tiempo que nuestra raza es antiquísima.
Nuestra mente ha conseguido dominar el cuerpo por completo, pero
esto no ha ocurrido en unos pocos miles de años, sino tal vez en
cientos de miles o en millones. Podemos transformarnos
instantáneamente y a voluntad en cualquier cosa, lo cual no significa
que no seamos mortales como todo ser humano nacido de otros
seres humanos.
—Ah, tú has tenido padres...
—¿Pues qué te creías? —rió Katie—. ¿Acaso pensabas que he
nacido de una semilla, como cualquier planta? El hecho de que
seamos polimórficos no significa que, en otro sentido, no estemos
sujetos a todos los defectos y debilidades inherentes a la raza
humana. A tu raza, Kimbo.
—Sorprendente —calificó él.
Katie se hizo visible de pronto, aunque sólo su rostro.
—¿De verdad te gusto? —preguntó con coquetería.
Kimbo la miró durante un instante.
—Entonces, si te casas, tú puedes tener hijos...
—Como cualquier mujer, claro.
—De acuerdo. Le pediré al viejo que me permita casarme contigo.

25
—Oye, que yo no he dicho que...
Katie se interrumpió de repente.
—Viene alguien, Kimbo —susurró.
Y su rostro desapareció y el arbusto volvió a tomar su forma
primitiva.
El joven se quedó desconcertado. Antes de que pudiera decir
nada, oyó voces en las inmediaciones.

* * *

Dos individuos aparecieron en el claro. Ambos eran jóvenes, si


bien tenían algunos años más que Kimbo, y notoriamente robustos.
Vestían un extraño uniforme, con peto de una materia oscura,
que se acomodaba justamente a su tórax, pantalones muy ajustados
y cascos redondos, que cubrían la cabeza por completo, excepto la
cara. En torno a las caderas llevaban un ancho cinturón, del que
pendía un arma semejante a la pistola que Kimbo había visto una
vez en manos de Wuttan.
Uno de los desconocidos, además, era portador de una caja, sobre
cuya tapa se divisaba una antenita oscilante, rematada por una luz
intermitente que, de pronto, se hizo fija.
—¿Lo ves? —exclamó, satisfecho—. Ya te decía yo que tenía que
estar por aquí. Y, míralo, ahí puedes verlo.
Kimbo permanecía inmóvil, a cincuenta o sesenta metros de la
casa. Los desconocidos se le acercaron.
—Te buscamos a ti —dijo el primero que había hablado.
—Muy agradecido, pero ¿puedo saber para qué me buscáis?
—La jefe Zulia te necesita —contestó el segundo.
—¿Zulia? ¿Una mujer? —exclamó Kimbo, sorprendido.
—Sí. Anda, ven con nosotros.
—Lo siento, estoy muy bien aquí. No me gusta ser descortés con
las damas, pero si Zulia quiere algo de mí, tendrá que venir a
buscarme.
Los desconocidos cambiaron una mirada de inteligencia.
—No quiere venir —dijo uno.

26
—Tendrá que hacerlo a la fuerza.
—Sí.
Uno de los extraños llevó la mano al cinturón. Kimbo se dio
cuenta de que le iban a amenazar con una pistola.
La presencia de los desconocidos le resultaba poco agradable y
menos todavía sus intenciones. Súbitamente, saltó hacia delante y
disparó el puño derecho con todas sus fuerzas.
Sabía que tenía que hacerlo así. El golpe, devastador, alcanzó la
mandíbula del sujeto y le hizo desplomarse, fulminado.
Su compañero se quedó desconcertado un instante. Kimbo se
revolvió contra él, le quitó el detector y se lo estrelló contra la
cabeza.
El artefacto se rompió con gran estrépito y empezó a humear,
cuando lo arrojó a un lado, mientras su dueño se desplomaba,
aturdido por el golpe.
Se oyó un grito de aprobación:
—¡Bravo, lo has hecho muy bien!
Kimbo no tenía ganas de sonreír. Se inclinó sobre los caídos y les
quitó las pistolas.
—Cuidado —advirtió Katie—. Son armas solares.
—¿Cómo? —preguntó Kimbo, atónito.
—Disparan descargas de gran potencia, como las que producirían
los rayos de sol, concentrados por un gran espejo. Toda persona que
se encontrase en el foco de esa reflexión, se convertiría en pavesas
instantáneamente.
Kimbo miró las armas con infinito respeto.
—Para mí son nuevas —dijo.
—Es que esos tipos son nuevos en la Tierra —explicó Katie.
—¿Cómo lo sabes tú?
—Pues...
Uno de los desconocidos empezaba a moverse. Katie calló.
Momentos después, los dos individuos se ponían en pie, mohínos
y avergonzados.
—Márchense —ordenó Kimbo—. Y cuando vean a su jefe Zulia,
díganle que si quiere algo, que venga ella en persona a decírmelo.
Los intrusos se alejaron en silencio. Al quedarse solo, Kimbo se
volvió hacia el arbusto.

27
Pero el arbusto ya no estaba allí.
Había desaparecido.
—Esa chica —rezongó Kimbo, a la vez que emprendía la vuelta a
la casa, cargado con el botín de las dos pistolas y el detector roto en
la pelea.

28
CAPITULO IV

El semblante de Wuttan expresaba preocupación.


—Había oído hablar de pistolas solares, en efecto, pero no había
tenido ocasión de contemplar una —dijo, después de que el joven le
hubo explicado lo ocurrido.
—Esos tipos no son terrestres. ¿Es que hay gente que puede viajar
a través del espacio? —preguntó el joven, sin recobrarse todavía de
la sorpresa recibida.
—Harto lo has aprendido —murmuró Wuttan—. Pero éstos son
nuevos para mí. No tengo la menor idea de quién pueda ser Zulia.
—¿Y Katie? ¿La conoces?
Wuttan sintió perplejidad al oír aquella pregunta.
—¿Quién es Katie? —quiso saber.
—Mi amiga. Es de raza polimórfica.
—¡Atiza! —exclamó Wuttan, sin poder contenerse.
—La conozco hace mucho tiempo. Cuando quiere, se transforma
en una planta. O en un gas. Puede tomar la forma que se le antoje y
ello en el acto, instantáneamente.
—Un claro ejemplo del dominio de la mente sobre las unidades
moleculares del cuerpo —dijo Wuttan.
—Eso es lo que dice ella, aunque con palabras menos rebuscadas.
Me gusta mucho.
Wuttan frunció el ceño.
—Lo siento, pero he elegido otra pareja para ti —dijo.
—¿Cómo?
—Ven, es hora ya que sepas lo que tienes que hacer.
Kimbo echó a andar detrás del anciano, quien atravesó el
laboratorio y pasó a una habitación en forma de cubículo, cuyo
suelo se hundió de inmediato. El joven comprendió que estaban a
bordo de un ascensor.

29
Momentos después, el aparato se detuvo. Una pared se descorrió
y dejó a la vista un largo corredor subterráneo, brillantemente
iluminado.
Al final había otra puerta de acero, que se descorrió después de
que Wuttan hizo presión con la mano sobre un determinado trozo
de la pared contigua. Al otro lado había un enorme aparato,
brillante, pulido, de forma lenticular y con una cúpula transparente
en la parte superior, aparte de otras ventanillas en distintos puntos
del casco.
—Ahí la tienes —dijo.
—Eso... es una nave espacial —murmuró Kimbo, pasmado por el
espectáculo que se le ofrecía ante sus ojos.
—Sí, exactamente. Y es la que vas a emplear tú para viajar a
Stavridon, en donde contraerás matrimonio con la joven que te
espera allí.

* * *

—Stravridon se encuentra en las mismas condiciones que la


Tierra —explicó Wuttan—. Hace ya más de cien años que me
comunico con ellos y conozco sus problemas. —El anciano sonrió
amargamente—. He tenido tiempo más que sobrado para poder
establecer sistemas de comunicaciones con otros planetas, todos los
cuales, por supuesto, pertenecen a distintos sistemas solares.
"El padre de Melvis me consultó su problema. Su raza degenera y
está próxima a la extinción. Se necesita sangre nueva, es preciso un
enlace que produzca descendientes, que aseguren la existencia de
las dos razas, la stavridonita y la terrestre. Los análisis que tenemos,
tanto tuyos como de Melvis, han dado resultados óptimos, en
cuanto a garantizar la perpetuación de la especie.
"Por tanto, viajarás a Stavridon y te casarás con Melvis. Y luego
os vendréis a vivir a la Tierra. En Stavridon, vuestros descendientes
correrían peligro de degenerarse, cosa que no ocurrirá aquí.
—Pero de este modo, Stavridon quedará deshabitado.

30
—Cierto, aunque sólo durante unos cientos de años, lo necesario
para que la radiactividad que infecta su superficie desaparezca por
sí sola. Alguien, un grupo de científicos, cometió una terrible
imprudencia y una gran fábrica estalló, devastando en parte el
planeta y matando a cientos de millones de personas. Muy pocos
quedaron sin ser afectados por la radiactividad y uno de ellos es
Melvis, tu futura esposa.
—Muy bien —dijo Kimbo—. Yo puedo estar de acuerdo con ese
enlace, pero ¿qué dice Melvis?
—Ella obedece a su padre y sabe que lo que éste dispone es lo
mejor para todos. Cuando Stavridon quede limpio, parte de
vuestros descendientes emprenderán el viaje de regreso, para
repoblarlo de nuevo. Ese es el trato que hemos establecido Waywun
y yo. Waywun es el padre de Melvis, claro.
Kimbo se frotó la mandíbula.
—Supongo que no tengo otro remedio que obedecer —dijo.
—Me gustaría que actuases más por propia convicción que por
espíritu de obediencia. Ya te he dicho que todos los pronósticos son
óptimos para vuestra descendencia. No pienses en ti, piensa en el
futuro de dos planetas, condenados a la extinción.
—Sí, de acuerdo —suspiró Kimbo—. Pero ¿ya sabré manejar la
astronave?
Wuttan sonrió.
—¿Crees que no lo has aprendido durante tu sueño de un año? —
contestó.
—Oh, es cierto. Y, ¿cuándo debo emprender la marcha? —
preguntó.
—Mañana. He de acumular víveres para el viaje, es lo único que
me falta. Pero no temas; tu viaje durará sólo unas pocas semanas.
Sin embargo, es conveniente evitar el riesgo de falta de comida.
—Conforme, partiré mañana.
Wuttan puso una mano sobre el hombro del joven.
—Créeme, te envidio —confesó—. Si no hubieran hecho conmigo
lo que hicieron, es decir, impedirme tener descendencia, yo sería
ahora el que ocupase tu puesto. Me esterilizaron como castigo, pero,
al mismo tiempo, alargaron mi vida de tal modo que casi se puede
decir que me concedieron la inmortalidad, y todo ello para que

31
viviese mil años solo, sin nadie en quien poder contemplarme, sin
herederos de mis conocimientos... Es un terrible castigo —se
lamentó el anciano—, pero, en cierto modo, te considero a ti como
un heredero, porque viendo a tus hijos pensaré que son los que yo
no pude tener.
—Lo siento —murmuró Kimbo.
Wuttan sonrió afablemente.
—Ya está hecho y no hay motivos para lamentaciones —
manifestó—. Bien, pero todavía me falta algo por decirte. He
esperado a tener tu respuesta, la que, a decir verdad, siempre esperé
fuese afirmativa. Tú también vivirás muchos años, el quíntuple de lo
normal en un ser humano, y Melvis vivirá también el mismo
tiempo, aproximadamente. Esa es la recompensa que os otorgamos
por acceder a la perpetuación de la raza humana.
Kimbo se quedó absorto al oír aquellas palabras.
—Así pues, viviré unos quinientos años —dijo.
—Sí —confirmó Wuttan.

* * *

Atardecía ya cuando Kimbo salió a pasear al exterior.


Sentía la necesidad de clarificar sus ideas, de buscar la debida
coordinación en los pensamientos que se agolpaban en su cerebro,
después de la conversación que había sostenido con el anciano. Le
parecía un sueño, pero, al mismo tiempo, comprendía que Wuttan
había hablado con entera sinceridad, con la verdad en sus labios.
Iba a vivir quinientos años. En su tribu, las personas que llegaban
a los cien eran muy escasas.
Las enfermedades, cuando no las fieras, hacían muy corto el
promedio de la vida humana. Pero, en ocasiones, había una
excepción y alguien llegaba a los cien años.
Y él viviría medio milenio.
Junto a Melvis.
¿Cómo era Melvis? ¿Más guapa que Katie?
De repente, se vio rodeado por un grupo de hombres.

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—No te muevas —dijo uno de ellos, apuntándole con una pistola
solar.
Kimbo alzó las manos instintivamente. Uno de los sujetos que le
rodeaban era el mismo en cuya cabeza había roto el detector de
seres humanos.
Alguien surgió de la espesura próxima. Era una hermosa mujer,
de elevada estatura, figura arrogante y rubios cabellos, vestida con
un traje resplandeciente de oro y piedras preciosas, una especie de
mono de oro, adornado con infinidad de gemas.
Kimbo la reconoció sin haberla visto nunca hasta entonces.
—Hola —dijo ella, a la vez que le dirigía una hechicera sonrisa.
—Tú eres Zulia —contestó Kimbo.
—¿Qué te parezco? —preguntó ella, a la vez que ponía una mano
en la cadera, con gesto incitante.
—Muy hermosa, pero...
—Es suficiente —cortó Zulia—. Ven.
Kimbo se quedó quieto.
—¿Qué te pasa? Acabas de decir que soy hermosa —recordó—.
¿O sólo era una frase de cortesía?
—He dicho lo que creo es verdad. Pero no tengo por qué ir
contigo a ninguna parte —declaró Kimbo, tajante.
Zulia se puso seria.
—Tendré que obligarte a que me sigas —dijo—. Vamos, cargad
con él.
Media docena de soldados se le arrojaron encima. Kimbo gritó y
forcejeó, pero el número le abrumó.
Sujeto por los esbirros, Zulia se le acercó con la sonrisa en los
labios y le acarició una mejilla.
—No lamentarás haber venido conmigo —aseguró, con ardiente
sonrisa—. ¡En marcha!
Zulia dio media vuelta y echó a andar con paso rápido. Kimbo
iba transportado en alto por una docena de robustos brazos.
Una o dos veces gritó, llamando a Wuttan, pero no recibió la
menor respuesta. Finalmente, se resignó a lo que no era sino un
secuestro.
Veinte minutos más tarde, llegaron a un claro del bosque, en el
que había una enorme astronave, de forma alargada y con unas

33
extrañas protuberancias en la cola. Una trampa conducía a la
escotilla situada en la parte central.
Zulia entró sin volver la cabeza siquiera. Kimbo fue conducido a
una amplia cámara, amueblada con un lujo desconocido hasta
entonces para él.
—Dejadnos solos —ordenó la mujer.
Los esbirros se retiraron en silencio. Kimbo y Zulia quedaron a
solas.
—¿Quieres saber por qué te he traído aquí? —preguntó ella,
mientras vertía en dos copas el líquido contenido en un frasco de
vidrio finísimamente tallado.
—Si no te importa...
—Pero, siéntate —rió Zulia—. No es necesario que sigas en pie.
¿No crees que estarás más cómodo en ese diván?
Kimbo obedeció maquinalmente. Ella se le acercó con las copas
en la mano. El líquido contenido era transparente y tenía el color del
rubí.
—Es vino —dijo—. ¿No lo has probado nunca?
—En mi tribu sólo bebía licor de bayas —contestó él.
—Una porquería —declaró Zulia despreciativamente—. Anda,
pruébalo.
Kimbo tomó un sorbo. El sabor de aquel vino era sumamente
agradable y, aunque no parecía ser fuerte, en seguida sintió un grato
calorcillo en las venas.
—Muy bueno —dijo.
—Celebro que te guste. —Zulia se le acercó insinuantemente—.
¿No te imaginas por qué te he traído aquí?
—Estoy aguardando a que me lo digas, porque supongo que no
lo has hecho sin un motivo.
—En efecto. El motivo es muy simple y muy poderoso al mismo
tiempo. Simplemente, quiero que seas mi marido.

34
CAPITULO V

Kimbo miró fijamente a la hermosa mujer que tenía al lado. Ella


sonreía de un modo singular, incitante, perfecta conocedora de los
encantos de su rostro y de su figura.
—¿No me dices nada? —preguntó—, ¿No te gusto como esposa?
—¿Por qué he de casarme contigo? —quiso saber él.
—Hombre, ¿por qué se casan las parejas? Se aman y desean tener
hijos, simplemente.
—Yo no te amo a ti...
—El amor llegará con el tiempo, y más cuando contemples a
nuestros hijos, fuertes, robustos e inteligentes.
—Una perspectiva encantadora, pero ¿por qué no se la has
propuesto a uno de tus guerreros? He visto algunos de ellos que son
bastante atractivos.
—No son hombres —contestó Zulia.
Kimbo lanzó una carcajada.
—Tengo telarañas en los ojos —exclamó.
—¿Cómo?
—¿Crees que soy ciego? ¿Por qué no has elegido a alguno de tus
guerreros? Muchos, por no decir todos, ambicionarían el honor de
ser tu marido.
—No me has entendido, Kimbo. Sólo son hombres por su figura.
Pero, en realidad, son productos de laboratorio.
—¿Qué? —respingó el joven.
—Los he creado yo e incluso he conseguido dotarles de un
cerebro que les permite razonar, moderadamente, desde luego. Sin
embargo, no he conseguido lo más importante.
Kimbo la miró con fijeza.
—Entonces, son máquinas carnales con figura humana —dijo.
—Exactamente.
—No sé de dónde vienes, Zulia, pero, dime, ¿es que no hay otra
raza de hombres en tu planeta?
Zulia suspiró hondamente.

35
—No —repuso.
—Vamos, vamos, no trates de burlarte de mí. Tú no eres, me
parece, producto de un laboratorio. Naciste de la unión de un
hombre y de una mujer...
—Sí, pero eran los últimos de su especie y fallecieron en un
desgraciado accidente. Yo quedé sola en mi planeta y... Pero la
historia es un poco larga de contar. ¿Por qué no hablamos de ti?
Kimbo arrugó el entrecejo.
—Antes dime una cosa: ¿Adónde vamos?
—A mi planeta, Wir-Ohr. Allí viviremos tú y yo...
—¿Piensas llevarme en esta astronave?
—Por supuesto, querido.
—Y ¿cuándo zarpamos?
—Ya hemos despegado —contestó Zulia, a la vez que, mirándole
por encima del borde de su copa, sonreía maliciosamente.
Kimbo lanzó una exclamación.
—Pero no he notado que se moviera la nave —dijo.
—Ni lo notarás durante el viaje, te lo aseguro.
Hubo un momento de silencio. De súbito, un hombre abrió la
puerta e irrumpió en la cámara:
—¡Jefe, la nave no puede despegar! —gritó.

* * *

Zulia se puso en pie de un salto, enormemente sorprendida por


la inesperada noticia.
—¿Cómo puede ser eso? ¿Habéis revisado bien todos los
instrumentos? —preguntó.
—Sí, jefe, pero...
El guerrero no pudo continuar. Kimbo decidió aprovechar la
ocasión para pasar a la ofensiva.
Zulia le había vuelto la espalda momentáneamente. Cargó con el
hombro y la derribó dando volteretas por el suelo de la estancia.
Con el mismo impulso, se lanzó contra el soldado y lo despidió a
varios pasos de distancia, con un tremendo golpe de su frente.

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Zulia chilló. Kimbo se había convertido en un torbellino
luchador. Agarró la pistola solar del caído y se precipitó en busca de
la salida.
—¡Detenedle, detenedle! —chillaba Zulia.
Dos de los soldados intentaron cerrarle el paso. Kimbo los
fulminó de sendos disparos.
Sonaron gritos de terror. Los esbirros se dispersaron.
Kimbo alcanzó la salida. Por algún motivo ignorado,
probablemente por el fallo de los motores, la escotilla estaba todavía
abierta. Sin pensárselo dos veces, se lanzó a su través y corrió
furiosamente, en busca del camino de regreso al laboratorio de
Wuttan.
A los pocos pasos, se volvió, para prevenirse de la posible
persecución de los esbirros de Zulia. Con gran sorpresa, vio que la
nave se elevaba raudamente en el aire.
Segundos más tarde, la había perdido de vista.
Desconcertado, pero también satisfecho de haber conseguido
escapar, reanudó la marcha. Media hora después, entraba en la casa.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Wuttan-—. Te he buscado
por todas partes, sin conseguir encontrarte.
Kimbo clavó los ojos en el anciano.
—Dime, ¿has oído hablar alguna vez de un planeta llamado Wir-
Ohr? —inquirió.
Wuttan meneó la cabeza.
—He entrado en contacto con muchos planetas habitados, pero
jamás oí mencionar ese nombre —respondió.
—Yo he estado con un habitante de ese planeta: concretamente, la
única mujer que existe en la actualidad. Tú me envías a Stavridon
para casarme con Melvis; ella quería también ser mi esposa.
—¡Atiza! —exclamó Wuttan, sinceramente asombrado.
—Como lo oyes —corroboró Kimbo de mal humor—. Dime, ¿qué
tengo yo que resulto tan atractivo para las mujeres?
Wuttan lanzó un suspiro lleno de melancolía.
—Juventud, fortaleza... ¿Para qué seguir? —contestó—, ¿Siguen
ahí los de Wir-Ohr?
—No, se han marchado. Pero puede que vuelvan. ¿No es factible
anticipar mi marcha a Stavridon?

37
—Ah, tienes ganas ya de ver a Melvis, ¿verdad?
—Deseo ayudarte, eso es todo. Pero no te garantizo que la chica
me guste.
—Te gustará, Kimbo.
—¿Cómo lo sabes?
Wuttan sonrió maliciosamente.
—El padre de Melvis y yo conseguimos perfeccionar nuestros
sistemas de comunicación, no sólo en audio, sino también en video.
Ven y te enseñaré el retrato de Melvis. Por cierto, ella tiene también
el tuyo y está ansiosa por verte de carne y hueso.
Momentos más tarde, Kimbo tenía en la mano la telefotografía de
la mujer que le había sido destinada para esposa.
—No está mal —dijo al cabo de unos minutos de contemplación.
—¿Cómo que no está mal? ¡Es guapísima! —protestó Wuttan.
—Si tú lo dices... —contestó el joven con sorna. Melvis era
bastante bonita, había que reconocerlo—. Pero las conozco más
hermosas.
—No me digas que Q'aya...
—No hablaba de Q'aya ahora. Pero dejemos esto de una vez.
¿Cuándo puedo largarme de este condenado planeta?
Wuttan le miró sorprendido.
—Esta misma noche —contestó—. Irás a Stavridon y te casarás
con Melvis. Luego regresaréis a la Tierra, tales son las condiciones
del pacto que he establecido con su padre.
—De acuerdo. Puedes estar seguro de que no te causaré ningún
problema y que todo se realizará de acuerdo con los planes trazados
—contestó Kimbo con firme acento.

* * *

Kimbo se desperezó.
Había dormido profundamente y reparadoramente. Los
conocimientos que Wuttan había inculcado en su mente por el
procedimiento hipnopédico habían dado un resultado totalmente
satisfactorio.

38
No había problemas en el manejo de la astronave. Ahora, con el
piloto automático conectado, sólo era preciso aguardar la llegada a
las inmediaciones de Stavridon, en cuyo momento tomaría de nuevo
los mandos manuales.
Se preparó el desayuno y comió con gran apetito. Al terminar,
buscó un libro en la biblioteca —Wuttan era hombre que lo preveía
todo—, se sentó en un cómodo butacón y empezó a leer. Sus
conocimientos literarios eran más bien deficientes: Wuttan había
encaminado la enseñanza por otros derroteros que,
momentáneamente, le eran más necesarios.
De pronto, oyó una risita.
Cerró el libro de golpe.
—Katie —llamó.
—Estoy aquí —dijo la chica.
—¿Cuál es tu forma actual?
Ella se corporeizó de repente.
—Aquí me tienes —contestó.
Kimbo la contempló durante unos momentos. Ella tenía el pelo
suelto y vestía como la primera vez: sujetador y pantalones de piel,
con botitas hasta la rodilla.
—Estás encantadora —dijo—. ¿De qué has viajado hasta ahora?
—quiso saber.
—Me sentía cansada. Entré convertida en gas y dormí cuatro días
en la bodega.
—No me avisaste de que viajarías conmigo.
—¿Te irrita?
Kimbo hizo un gesto ambiguo.
—Lo que me molesta es que cambies de forma continuamente —
repuso.
—Si te parece, seguiré con la que tengo, que es la forma real que
me corresponde por nacimiento.
—Por mí, no hay inconveniente, pero tienes que decirme una
cosa, Katie.
—Sí, Kimbo.
—¿Sabes ya los motivos de mi viaje y el lugar al que me dirijo?
--Sí.
—He contraído el compromiso de casarme con otra mujer.

39
Ella volvió a reír.
—En los últimos tiempos, te has convertido en el preferido de las
mujeres —dijo.
Kimbo arqueó las cejas.
—No me digas que estuviste presente cuando hablaba con Zulia
—rezongó.
—Vi como te secuestraban y os seguí, con mi figura, pero
invisibilizada. Entré en aquella nave y cuando me di cuenta de lo
que pretendía aquella pájara, bloqueé los mecanismos de la nave.
—Ahora comprendo... —De pronto, Kimbo lanzó una ruidosa
carcajada—. Entonces, tú eres la culpable de la avería.
—Sí, y cuando me di cuenta de que escapabas, lo dejé todo tal
como estaba. Por tanto, la nave despegó por si sola.
—Buena jugada —exclamó Kimbo.
—No me gustaron los procedimientos de Zulia, eso es todo.
—Katie, sinceramente, ¿crees lo que me dijo acerca de que es la
única mujer de su planeta?
—Puede ser. Pero no contamos más que con su palabra.
—Parecía sincera —observó Kimbo.
—Sí, tal vez. Pero será mejor que la olvidemos. Bueno, Kimbo,
¿qué me das para comer?
El joven la miró son sorpresa.
—¡Cómo! Pero, ¿tú necesitas alimentarte? —exclamó.
Katie sonrió deliciosamente.
—El hecho de que podamos adoptar cualquier forma, no excluye
que nuestro comportamiento, en lo físico, sea igual que el de otros
seres humanos —contestó—. Créeme, cuando me convierto en
planta, no me alimento de las sustancias minerales, contenidas en el
suelo, como sucede con los vegetales.
Kimbo se puso en pie.
—Es de lo más sorprendente que he oído —confesó—. Está bien,
vamos a la cocina; quiero saber tus gustos en materia de comida.
Mientras abría el frigorífico, Kimbo pensó, no sin cierta
melancolía, en el sensacional rumbo que había dado su vida en tan
poco tiempo. Ayer, porque le parecía que el cambio se había
producido la víspera, era un sujeto medio salvaje, que cazaba con
armas primitivas y vivía poco menos que para subsistir. Ahora, en

40
cambio, era un ser enteramente civilizado, con altísimos conoci-
mientos en todas las materias y con un comportamiento
enteramente distinto del que observaba cuando era un miembro
más de la tribu.
—Y pensar que yo valgo una docena de pieles de tigre gigante —
murmuró.
—¿Decías...? —preguntó Katie.
—¿No adivinas lo que pienso?
—Podría hacerlo, pero es de mal gusto penetrar en la mente de
una persona, sin su consentimiento —respondió ella.
—Entonces, ya te lo contaré otro rato. ¿Qué te parecen un par de
huevos con tocino, mermelada, pan, mantequilla y café?
—Un desayuno de dioses —rió Katie.
—Tú eres una semidiosa.
—No me hagas ponerme colorada, Kimbo —protestó la chica.
Kimbo volvió la cabeza un momento y la contempló de arriba a
abajo. Aquella simple mirada bastó para que Katie se ruborizase
hasta la raíz del cabello.

* * *

—De modo que sí te casaras, podrías tener hijos. —Como


cualquier mujer, Kimbo. —Me asalta una duda —dijo él. —¿Sí?
—Imaginemos que te casas con un hombre que no pertenezca a
tu raza polimórfica.
—Puedo hacerlo perfectamente —aseguró Katie.
—No lo dudo, pero, ¿cómo saldrán tus hijos?
—¿Qué quieres decir, Kimbo?
—¿Heredarán tus características de polimorfismo o se perderán
en el cruce genético?
—¿Deseas una respuesta sincera?
—Te lo suplico.
—Lo ignoro, Kimbo.
El la miró sorprendido. Antes de que pudiera decir nada, Katie
añadió:

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—Lo único que quiero es que mis hijos crezcan fuertes y sanos y
con una inteligencia normal. Eso es todo.
—Pero tendrás algún pretendiente, me imagino.
—Oh, por supuesto —sonrió ella—. No soy tan fea, ¿verdad?
—Por el contrario, te encuentro guapísima.
—¿Más que Melvis?
—Mujer, qué cosas tienes. No se te puede comparar.
—¿Qué me dices de Zulia?
—Hermosa, pero arrogante y déspota. No quiero ser su...
zángano.
—Una metáfora muy acertada, Kimbo. Te felicito por tu manera
de pensar.
—Gracias. Sin embargo, y llevamos ya dos semanas de viaje,
todavía no me has dicho una cosa.
—Pregunta, tal vez pueda darte la respuesta.
—Ni siquiera me dijiste cómo y por qué viniste a la Tierra,
aunque eso es lo de menos por ahora. Pero en cambio, sí quiero
saber por qué vienes conmigo a Stavridon.
Katie sonrió maliciosamente.
—¿No lo adivinas? —preguntó.
—No. Vamos, contéstame.
—Pues bien, tengo un horrible defecto, y es que soy
espantosamente curiosa y...
La chica se calló de pronto. Un sordo estruendo se oyó en las
entrañas de la nave, a la vez que el suelo de la cámara se tambaleaba
con violencia.
Katie rodó por tierra. Kimbo pudo sostenerse en pie, gracias a
que se agarró al respaldo de un sillón, cuyas patas estaban
encastradas en el piso.
—¡Kimbo! —gritó ella—. ¿Qué es lo que sucede?
Los ruidos y trepidaciones se sucedían continuamente, aunque
con menor intensidad. Kimbo lanzó una mirada al cuadro de
instrumentos y lo que vio le hizo fruncir el ceño.
—Temo que el viejo Wuttan haya sobrevalorado sus aptitudes
como constructor de astronaves —dijo sombríamente.

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CAPITULO VI

—¿Conoces tú ese planeta? —preguntó Kimbo.


Katie hizo un signo negativo.
—Nunca lo he visto antes de ahora —contestó.
—Pero tú viajaste por el espacio para llegar a la Tierra. ..
—Por una órbita casi diametralmente opuesta a la que seguíamos
hasta el momento del accidente —puntualizó la muchacha.
—Eso significa que necesitaste una astronave.
—Claro. Salvo la facultad de cambiar de forma a voluntad, en lo
demás soy exactamente igual a ti. Necesito comer, dormir, respirar...
Y si bien puedo efectuar desplazamientos muy rápidos, sólo puedo
hacerlo en un espacio muy reducido y, por supuesto, bajo una
atmósfera normal.
—Bien, entonces quedamos en que no conoces ese planeta.
—No, lo siento, Kimbo.
—He intentado reparar la avería, pero no la he encontrado. Tal
vez Wuttan no me enseñó todo lo que sabía o acaso la reparación
sea más costosa de lo que pensemos. De todos modos, opino que en
el espacio no puedo hacerlo con la misma comodidad que en tierra
firme.
—Suponiendo que ese planeta tenga atmósfera respirable —dijo
Katie.
—La tiene —afirmó él—. Aparte de los sensores, que dan
resultados positivos, basta contemplar el color azul de ese planeta,
surcado por vetas blancas, para saber que tiene aire y vapor de
agua, en condiciones normales y que permitirán una fácil
habitabilidad.
—¿Y si ya está habitado?
—Entonces pediremos a sus habitantes que nos ayuden.
—Suponiendo que nos entiendan o que estén lo suficientemente
adelantados como para comprender qué es una astronave.

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Kimbo soltó un bufido.
—No seas agorera —rezongó—. ¿Acaso te sientes inclinada al
pesimismo?
—¡Hum! Las circunstancias no son como para dar saltos de
alegría, precisamente. Bajamos a demasiada velocidad...
—Los motores auxiliares funcionan perfectamente. No tienen la
potencia suficiente para permitirnos el viaje hasta Stavridon, pero sí
nos permitirán un aterrizaje normal.
—Bueno, si es cierto lo que dices, entonces no hay motivos para
sentir temor. Lo único que pasará es que Melvis tendrá que esperar
un poco más de lo convenido.
Kimbo se encogió de hombros.
—De momento, me interesa más solucionar este contratiempo —
rezongó.
Poco más tarde, se adentraban en la atmósfera del planeta, cuyo
aspecto, desde la altura, se reveló de parecidas características a las
de la Tierra. Había grandes extensiones de agua, altas cordilleras,
ríos caudalosos y también vastas planicies, algunas de las cuales, a
juzgar por la coloración del suelo, eran enormes desiertos en los que
la vida debía de ser imposible o poco menos.
La nave se posó en el suelo, en un lugar con bastante arbolado, a
cien metros escasos de un anchuroso río. Kimbo se colgó del
cinturón una pistola solar, abrió la escotilla y se asomó con
precaución.
—Me están entrando unas ganas locas de bañarme en el río —
dijo la chica.
—No lo hagas —aconsejó él—. Ignoramos qué clase de animales
habitan en este planeta y su grado de fiereza o docilidad. Además,
recuerda que estamos aquí sólo para ver de reparar la avería y que,
en cuando lo hayamos conseguido, reanudaremos el viaje.
—Está bien —cedió Katie.
Kimbo saltó al suelo. Dio una vuelta completa a la nave y, al no
ver ninguna señal de peligro, dijo a la muchacha que podía salir si lo
deseaba.
—Por lo menos, a estirar mis piernas —sonrió encantadoramente.
La nave se había posado sobre su tren trípode de aterrizaje, lo
que hacía que la panza quedase a un metro del suelo. Kimbo

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contempló especulativamente la parte inferior del artefacto,
mientras daba vueltas a su memoria acerca del plan que debía
seguir para encontrar la avería y repararla.
Al cabo de unos momentos, creyó haber encontrado la solución.
Sin pérdida de tiempo, empezó a trabajar.

* * *

—Voy a bañarme en el río —anunció Katie—. He Investigado y


no hay peces dañinos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kimbo, con la mitad superior del
cuerpo metida dentro de la nave y los pies apoyados en el suelo.
—Me transformé en agua y lo recorrí durante un buen trecho.
Hay pesca abundante —añadió.
—Bueno, tráete media docena de peces y los comeremos asados
sobre las brasas.
De pronto, lanzó una exclamación.
—¿Qué te pasa? —preguntó Katie.
—Nada, esta condenada tuerca que se resiste más de lo
corriente... Ve a bañarte y no te preocupes de mí. Ah, te recomiendo
que te conviertas en caña, con su sedal y su anzuelo, para pescar los
peces de la cena.
—Mejor en red. Es más cómodo, ¿no crees? —contestó ella, con
una alegre carcajada.
Y se alejó hacia el río, convertida en un torbellino de polvo.
Kimbo continuó su trabajo, absorto por completo en la
localización de la avería, que no lograba encontrar, a pesar de todos
sus esfuerzos. Había desarmado circuito tras circuito,
encontrándolos todos normales, pero no daba con las causas de la
avería que impedían el buen funcionamiento de los motores
hiperespaciales.
Llevaba ya dos días trabajando sin descanso. A veces pensaba
que Wuttan, como constructor de astronaves, era un tipo detestable.
De repente, cuando menos lo esperaba, encontró algo que le hizo
dudar de la rectitud de su juicio.

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—Si no lo estuviera viendo, diría que es imposible —rezongó.
Por precaución, se puso un par de guantes aislantes, que
figuraban en el equipo de averías. Retiró el objeto, comprendiendo
en un santiamén lo ocurrido, y lo guardó en uno de los bolsillos del
pantalón.
—Ahora sólo falta reponer el fusible quemado... y averiguar
cómo ha podido llegar hasta aquí este maldito trasto —murmuró.
De pronto, oyó pasos en las inmediaciones.
—¿Qué tal la pesca, Katie? —gritó.
Nadie contestó a sus palabras. Extrañado, repitió la pregunta,
mientras reponía el fusible destruido por el inesperado cortocircuito.
—Katie, ¿es que no me oyes? —voceó, casi furioso.
—No soy Katie —dijo el hombre.

* * *

Kimbo salió gateando de debajo de la nave. Al incorporarse, un


objeto puntiagudo se apoyó en su pecho.
—Quieto —dijo el desconocido.
Kimbo le miró de frente. Era un sujeto joven, de entre veinticinco
y treinta años, tremendamente robusto y con una estatura superior a
la suya en más de un palmo. Su peso, estimó el joven, no podía ser
inferior a los cien kilos.
La cosa puntiaguda que se apoyaba en su pecho era el hierro de
una lanza de cuatro metros de longitud. El desconocido iba casi
desnudo, a excepción de un breve taparrabos de piel moteada,
grandes muñequeras de cuero claveteado y botas de piel que le
llegaban a la pantorrilla.
Una banda de cuero le cruzaba el poderoso tórax y de ella pendía
una aljaba con una docena de flechas. El arco, corto, pero de terrible
potencia, juzgó Kimbo, estaba asimismo terciado a la espalda del
desconocido.
—Voy a matarte —anunció el sujeto.
—¿Por qué? —preguntó Kimbo.

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—He visto a la mujer. Será mi presa, el más preciado trofeo que
haya podido conseguir en Hayanor.
—¿Ella? ¿Te refieres a Katie?
—Sí, la que se está bañando en el río. Yo soy Buttolh, de
Marthius, y estoy en Hayanor para conseguir trofeos y ganarme un
nombre como valeroso guerrero y cazador.
Kimbo abrió la boca, estupefacto.
—¡Rayos! Pero, ¿qué tengo yo que ver con tus ansias de
notoriedad? —exclamó.
—Después de que te haya matado, cortaré tu cabeza y la llevaré a
Marthius, con los demás trofeos, incluida la mujer. Un día, los
trovadores de mi pueblo cantarán mis hazañas...
—Estás loco —bufó Kimbo de mal humor—. Yo no te he hecho
nada ni tengo que ver con tus deseos de conseguir fama. Y, por otra
parte, ¿cómo puedes estar seguro de que la chica te va a seguir?
—Me seguirá —dijo Buttolh con acento lleno de convencimiento
en lo que afirmaba—. Un guerrero es siempre más famoso cuando
consigue a una esposa que no es de su tribu.
Kimbo empezó a comprender.
—Entonces, tú no eres de aquí —dijo.
—No. Nosotros, los marthianos, solemos venir a Hayanor, para
conseguir nuestros trofeos. Hayanor está deshabitado, es decir, no
hay seres humanos.
—¿Y qué trofeos acostumbráis a llevar a Marthius?
—Los colmillos de un león exápodo. Yo ya he conseguido una
docena —declaró Buttolh con orgullo, a la vez que golpeaba una
bolsa que pendía de su cinturón.
—Doce colmillos..., ¿cuántos leones exápodos representan?
—Seis. Sólo tomamos los colmillos superiores, que son los de
mayor tamaño. Pero, hasta ahora, el que más había conseguido en
una expedición individual fueron ocho colmillos.
—Y ninguna cabeza humana ni tampoco una mujer, por lo visto.
—Exacto.
Kimbo miró un instante al bárbaro que tenía ante sí. Parecía
buena persona, sólo que víctima de una educación errónea, basada
exclusivamente en el valor y la fuerza física.
"Le conviene una lección", pensó.

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—Bah —dijo despectivamente—, tú no me matarías a mi, ni
aunque estuviese atado de pies y manos. Con un solo meñique que
tuviese libre, podría derrotarte con la mayor facilidad.
Buttolh se puso rojo de ira.
—Aguarda y verás —gruñó.
Retrocedió un par de pasos y, blandiendo la lanza con ambas
manos, se lanzó a la carga.

* * *

Kimbo esperó a pie firme la acometida de su contrario. En el


último instante, saltó a un lado, a la vez que giraba un cuarto de
vuelta, extendió los brazos y agarró la lanza con la mano izquierda.
La derecha, bien cerrada, se abatió sobre el desnudo estómago de
su adversario. Buttolh se quedó sin respiración.
Kimbo le disparó un venenoso puntapié a la rodilla, haciéndole
flaquear. Luego, sin soltar la lanza, le golpeó de revés en el cuello,
con el filo de la mano derecha.
Buttolh gritó, creyendo que le arrancaban la cabeza. Perdió pie y
empezó a caer.
Ahora, Kimbo tenía ya la lanza con las dos manos. Pegó un fuerte
tirón y el arma pasó a su poder.
Buttolh yacía por tierra, consciente, aunque sin comprender muy
bien lo que le había sucedido. Kimbo se echó a reír.
—Te dije que podía derrotarte fácilmente y lo he conseguido —
exclamó, gozoso por la victoria.
—Está bien, me has vencido. Sólo te falta clavarme la lanza...
—¿Piensas que soy como tú? —gruñó el terrestre—. Anda,
levántate y olvida esas locas ideas. También puedes olvidar a Katie.
Buttolh parecía avergonzado, pero también agradecido por saber
que su adversario le permitiría seguir viviendo.
—¿Es tu mujer?— preguntó.
—Será mejor que no hablemos de eso —contestó él.
Y, de repente, Kimbo vio en la cara de Buttolh una expresión de
vivísimo terror.

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Algo le hizo presentir la inminencia de un grave peligro. Giró en
redondo y entonces pudo comprobar de visu que la existencia de
leones exápodos no era una fantasía de Buttolh.
El enorme animal de color gris azulado que cargaba
silenciosamente contra él, no medía menos de cinco metros de largo,
sin contar la cola, por casi dos de altura. Los colmillos tenían unas
dimensiones espantables; tan sólo los superiores podían atravesarle
el cuerpo de parte a parte, con absoluta facilidad.
El león tenía la boca abierta, pero no emitía el menor sonido.
Kimbo se vio perdido.
De pronto, pensó en una solución, tal vez la única. Hincó el cabo
de la lanza en el suelo y se arrodilló, justo en el momento en que la
fiera iniciaba el salto final.
El león se elevó cuatro metros en el suelo y cayó, pero, al hacerlo,
la punta de la lanza penetró en su pecho, saliéndole por los lomos.
Casi en el mismo instante, Kimbo se tiró a un lado, a fin de evitar ser
aplastado por aquella tonelada de carne.
La fiera se revolvió espantosamente en el suelo, intentando en
vano arrancarse la lanza que le había atravesado por completo. De
pronto, dio un par de saltos y se quedó quieta.
Buttolh, se puso en pie y contempló al joven con no fingida
admiración.
—Eres un hombre valiente y yo, Buttolh, de Marthius, me siento
muy honrado de ser tu amigo —dijo, a la vez que le tendía la
mano—. Pero todavía no me has dicho tu nombre.
—Kimbo, de la Tierra.
Buttolh sonrió.
—Este encuentro sella una amistad que yo, por lo menos, juro no
romper jamás, pase lo que pase —declaró.
—Estoy de acuerdo contigo, Buttolh.
Los dos hombres, todavía con las manos juntas, se miraron unos
segundos. Luego, de pronto, Buttolh se separó y, arrodillándose
junto a la fiera muerta, sacó un cuchillo y le arrancó los dos
colmillos superiores.
—Toma —dijo, minutos más tarde—. El trofeo te pertenece.
Kimbo contempló unos instantes los dos colmillos, afilados como
puñales. Podían ser un bonito adorno, se dijo.

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De repente, sonó la alegre voz de Katie.
—Hola, Kimbo —exclamó—. Veo que te has agenciado compañía
para no aburrirte, mientras yo pescaba en el río.

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CAPITULO VII

Kimbo miró casi con furia a la muchacha. Ella traía en la mano un


par de grandes hojas verdes, a modo de bandeja, sobre la que se
veían media docena de peces de buen tamaño.
—Me ha costado pescarlos más de lo que yo creía —siguió ella su
voluble charla—. Si me convertía en red, no podía nadar luego hasta
la orilla y se me escapaban, así que, finalmente, tuve que optar por
la solución de la caña y del anzuelo... Pero, ¿qué hace ahí ese animal
muerto? ¿Y quién es este sujeto con aspecto de bárbaro?
—Katie, modera tu lenguaje o no respondo de mí —gruñó
Kimbo—, Este hombre es Buttolh, mi amigo. Buttolh, te presento a
Katie.
—Hola, chico —saludó ella desenvueltamente.
—¿Cómo estás? —contestó el marthiano.
—Habéis matado una fiera, ¿eh?
—Sí, Kimbo lo consiguió. Es un hombre valeroso.
—Es un tipo de todas prendas —sonrió Katie—. Bueno, ¿qué tal
si empezásemos a reunir leña para hacer un buen fuego y comernos
los pescados asados?
—No habrá pescado asado —rezongó Kimbo—. La avería está
reparada y nos vamos. En la nave tienes una cocina; guisa los peces
como mejor te parezca.
—Está bien, no te enfades; yo sólo pretendía...
—¡Cállate! —gritó Kimbo, repentinamente exasperado. Pero, de
pronto, recobró la calma y se volvió hacia el otro—. Buttolh, tú has
dicho que buscas mujer.
—Sí, desde luego —corroboró el interpelado.
—Kimbo, tú no pensarás que yo... —empezó a protestar Katie.
Pero él la interrumpió de forma igualmente tajante:
—He dicho que te calles —ordenó—, Buttolh, ¿cómo viniste a
parar a Hayanor?

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—Me trajo una nave de mi planeta. No volverá sino hasta dentro
de seis semanas. Durante ese tiempo, si yo quiero probar mi valor,
debo vivir sobre el terreno, sin más ayuda que mis armas. Por
supuesto, hay una baliza de señales, que podría hacer funcionar si
quisiera volverme antes, pero entonces regresaría como un cobarde.
—Entiendo —sonrió Kimbo—. ¿Te gustaría que un día te
considerasen como el guerrero más valeroso de tu tribu?
—Hombre...
Kimbo dio un par de palmadas en el hombro del gigante.
—Anda, ven con nosotros —dijo—. Puedes estar seguro que no te
arrepentirás de habernos acompañado.
—Iré con vosotros a cualquier parte —aseguró Buttolh.
—Muy bien, entonces, vámonos.
Kimbo entró en la nave. Mientras los otros, sorprendidos, le
miraban, él, a gatas, estudiaba el piso de la cámara.
De pronto, lanzó una exclamación.
—Ya dije que el viejo no era tan buen constructor de astronaves
como creía —dijo—. Mira esta grieta, Katie.
Ella se arrodilló a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Kimbo sacó algo de su bolsillo y se lo enseñó.
—Serás polimórfica, pero también pierdes las horquillas del pelo
—rezongó—. La maldita casualidad hizo que ésta cayese por la
grieta y contactase con dos cables de energía, produciendo un
cortocircuito, que quemó uno de los fusibles principales. Eso es todo
—explicó.
—Lo siento —dijo Katie, contrita—. ¿Cómo iba a saber yo...?
—Esa chica es... poli... ¿qué? —preguntó Buttolh, perplejo.
—Polimórfica. Significa que puede cambiar de forma a voluntad.
Pero no deja de ser mujer, coqueta y, a veces, un poco irresponsable.
—Oh, Kimbo, no me trates tan mal —se quejó ella.
—Anda a la cocina y prepara los peces —gruñó el joven.
Katie se alejó, no sin dirigir un alegre guiño al nuevo tripulante
de la astronave. Mientras, Kimbo se aprestó a realizar las
operaciones que les permitirían despegar de inmediato.
Segundos más tarde, presionó la palanca de despegue. Pero la
nave no se movió.

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—¿Otra avería? —masculló, furioso.
De súbito, la luz exterior desapareció.
—¿Qué diablos pasa aquí? —gritó.
—Kimbo, no te enojes, pero yo juraría que alguien ha cubierto la
nave con un enorme velo, que es lo que nos impide ver lo que hay
afuera —dijo Buttolh.
El joven le miró fijamente durante un segundo. Luego, de pronto,
se abalanzó hacia la escotilla y la abrió.
Un huracán de gas azulado, de olor penetrantemente dulzón,
irrumpió en la cámara. Kimbo trató de contener la respiración, pero
ya era tarde.
Manoteó desesperadamente, tratando de conservar la
consciencia. Un breve momento después, se derrumbó al suelo,
completamente sin conocimiento.

* * *

Despertó, encontrándose tendido sobre la hierba. Abrió los ojos y


lo primero que vio fue el bello rostro de Zulia.
—¡Tú! —exclamó, sin poder contenerse.
—Sí, yo misma —sonrió ella.
Kimbo hizo un esfuerzo y se sentó en el suelo.
—Pero, ¿cómo...? —dijo, todavía aturdido.
—Simplemente, seguimos el rastro de vuestra nave. Llegamos
cuando ya estabais a punto de despegar.
—Tú te marchaste de la Tierra...
—Conseguí dominar mi nave más tarde. Entonces, cambié de
opinión. Pensé que resultaría más conveniente atraparte fuera de tu
mundo y así ha sido.
—Pero tú no podías saber que yo tenía una nave —alegó Kimbo.
—Querido, ¿para qué están los detectores de la mía?
Kimbo guardó silencio unos instantes, mientras contemplaba a la
hermosa mujer que tenía ante sí.
Zulia había cambiado de indumentaria. Ahora vestía un traje
enteramente negro, sin ningún adorno, también de una sola pieza, lo

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que permitía admirar por completo su espléndida figura. Era muy
hermosa, ciertamente, pero había en sus bellos ojos una chispa de
crueldad que desagradaba mucho a Kimbo.
—Está bien —dijo al cabo—. ¿Qué es lo que pretendes de mí?
Ella rió argentinamente.
—¿Es que no te lo dije? —contestó—. Ahora eres mi prisionero y,
créeme, esa polimórfica no te ayudará.
Kimbo sintió que se le helaba el corazón.
—¿Qué le ha pasado? —gritó.
—No te preocupes; está bien, pero inconsciente. De este modo,
anulo su arma principal, que es la facultad del polimorfismo. No
puede cambiar de forma si tiene la mente en absoluto reposo.
—Entiendo. ¿Y Buttolh?
—Es un tipo que me gusta. Entiéndeme, no en el sentido que me
gustas tú, sino como modelo.
—¿Modelo? —repitió Kimbo, estupefacto.
Zulia se puso en pie de un salto.
—Anda, levántate —dijo—. Ya sabrás más cosas a su debido
tiempo. Ahora tenemos que emprender la marcha hacia Wir-Ohr.
Kimbo se incorporó lentamente.
—¿Cómo conseguiste capturarnos? —preguntó.
—Sencillo. Una vez localizada tu nave, la cubrí con un gran velo
impermeable y lancé por debajo una cantidad de gas narcótico. No
lo hubiera hecho por ti, pero quería asegurarme de que Katie no me
jugaba una mala pasada.
El joven paseó la mirada a su alrededor.
Un grupo de guerreros rodeaban su astronave. La de Zulia estaba
algo más cerca.
La mano de la mujer se posó suavemente sobre su brazo.
—Anda, vamos —dijo. Apoyó la cabeza en su hombro—. Espero
que te guste mi palacio en Wir-Ohr —añadió, con un hondo suspiro.
Kimbo se preguntó si habría de vivir toda la vida en compañía de
aquella hermosa mujer. La perspectiva, en principio, no parecía
mala, pero...
—Sí, toda la vida —musitó Zulia, como si hubiese adivinado los
pensamientos del joven.

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* * *

El espectáculo era increíble.


Junto a la orilla de un extenso lago, cuya superficie parecía una
lámina de plata, se veía una altísima montaña, parte de la cual
estaba cortada a pico. En la cima se hallaba el edificio que Zulia
llamaba su palacio.
Torres altas y esbeltas, grandes miradores, extensas y bellas
arcadas... parecía un dibujo de ensueño, pero era real, un castillo
brotado de la imaginación de alguien dotado de un poderoso
sentido del arte.
Las naves aterrizaron en la explanada situada en el lado opuesto
al acantilado. Kimbo, después de poner el pie en el suelo, vio a Katie
y a Buttolh, todavía inconscientes, conducidos a hombros por
sendos grupos de soldados.
—¿Qué harás con ellos? —preguntó.
—No temas, vivirán —aseguró Zulia, a la vez que tiraba de su
brazo—. Anda, ven, quiero que conozcas mi palacio. "Tu" palacio —
añadió intencionadamente.
Kimbo no dijo nada. Tenía sus propios planes, entre los que
figuraba un instintivo sentimiento de prevención contra Zulia. De
momento, le interesaba más conocer a la hermosa mujer, pero sólo
lo conseguiría, siguiéndole la corriente.
Entraron., Una alfombra deslizante les llevó a través de varias
habitaciones, amuebladas con gusto exótico, pero muy atractivo,
hasta una gran estancia, una de cuyas paredes, de más de treinta
metros de largo, era un mirador que daba directamente al
acantilado.
Kimbo no pudo contener el deseo de asomarse al balcón que
había bajo la marquesina, sostenida por columnas artísticamente
talladas. Desde allí, hasta la superficie del lago y en una caída
prácticamente vertical, había cerca de quinientos metros.
Era un panorama subyugador, de un atractivo fascinante. Kimbo
lo contempló largo rato en silencio, mientras Zulia le miraba con la
sonrisa en los labios.

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—Parece que te gusta —dijo al cabo de unos momentos de
silencio.
—Es muy hermoso, en efecto —convino él—. Digno marco para
su dueña.
Zulia se le acercó, insinuante.
—Tú eres su dueño ya —musitó.
Aquella mujer le atraía y repelía a un tiempo, pensó Kimbo.
Comprendía los motivos de la atracción; saltaban a la vista. En
cambio, las causas de la repulsión no estaban demasiado claras. El
instinto, tal vez, se dijo.
Parecía como si ella quisiera besarle. Kimbo carraspeó.
—¡Ejem...! Me... Bueno, dispensa... querría ir a... al baño... —dijo,
con fingido titubeo.
Zulia rió suavemente.
—Es verdad —dijo—. Debes estar cansado después de un viaje
tan largo. Te enseñaré tus habitaciones privadas, pero muy pronto
las abandonarás. Supongo que comprendes los motivos.
—Supones bien —sonrió él.
Un criado le ayudó a desvestirse y le preparó el baño. Era uno de
los individuos nacidos en el laboratorio de Zulia, lugar que Kimbo
tenía sobrados deseos de conocer.
Después del baño, le dieron ropas limpias, blandas y cómodas.
Kimbo se sintió mucho mejor.
—La jefe ha dicho que dentro de una hora estará lista para cenar
contigo —indicó uno de los criados.
—Seré puntual —prometió Kimbo.
No se fiaba de Zulia y quería saber qué pensaba hacer con Katie y
Buttolh. Pero era preciso ser astuto y la cena, calculó, le ayudaría a
sonsacarle sus verdaderas intenciones.
Una hora después, le guiaron al comedor, estancia que daba
también al acantilado, aunque protegida por grandes cristaleras. El
frío se dejaba sentir por la noche y había una enorme chimenea
encendida, atestada de troncos ardiendo.
La mesa estaba preparada y varios criados esperaban inmóviles.
Zulia hizo su aparición momentos más tarde.
Los ojos de la mujer tenían una luz especial. Kimbo apreció que
se había ataviado especialmente para la ocasión. Ella vestía uno de

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sus monos habituales, pero ahora el tejido era, o parecía, de plata.
Sin embargo, el traje no tenía espalda y el trozo que cubría el pecho
era muy breve.
—¿Qué te parezco? —preguntó, sabedora de la impresión que
había causado en su huésped.
—Arrebatadora —contestó él.
Zulia se echó a reír.
—Sabes halagarme —dijo—. Está bien, podéis servir la cena.
Luego nos dejaréis solos —ordenó a los criados.

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CAPITULO VIII

Después de cenar, se sentaron junto al fuego. Zulia se reclinó


lánguidamente junto a su huésped.
—¿Accedes a ser mi esposo? —preguntó, insinuante.
Kimbo contempló unos instantes la copa que tenía en las manos.
—¿Qué clase de ceremonia piensas celebrar? —preguntó.
Zulia se sorprendió de la pregunta.
—¿Ceremonia? Basta con que digas que sí y ya podrás
considerarte como mi esposo —respondió.
—Un momento —dijo él—. Hagamos las cosas bien, Zulia.
—No te entiendo. Explícate, por favor.
—Mira, Zulia, hace poco más de un año, yo era el miembro
salvaje de una tribu de salvajes. Pero aun así, cada vez que una
pareja se casaba, se celebraba una ceremonia. El jefe de la tribu los
casaba y todos los miembros de la tribu asistían y acompañaban a
los novios en comitiva, hasta la cabaña del jefe.
—Pero aquí no hay otros seres humanos que tú y yo...
—¿Qué me dices de los criados?
—Son máquinas, de carne y hueso, pero nada más. Ellos no
tienen nada que ver con...
—¿Cuánto te cuesta "fabricar" un soldado?
—Oh... minutos solamente. Lo difícil fue construir la máquina.
Hay materiales almacenados de sobra, pero ahora no necesito...
—¿Nunca has fabricado mujeres?
—No, para qué. Lo único que quería era tener servidores y no
demasiados. Puede que haya unos cincuenta, los justos para mi
escolta y el mantenimiento del palacio. Traen comida, cuidan de la
limpieza, de la unidad de energía... En fin, lo que harían unos
criados en cualquier otro palacio. Naturalmente, algunos han sido
instruidos para desempeñar el papel de guerreros, pero si no se
pueden reproducir, ¿por qué "fabricar" mujeres?
—Una respuesta razonable. ¿Quién fue el autor de esa máquina?

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—Mi padre, ayudado por mi madre, naturalmente. Estaban solos
en el planeta y querían repoblarlo. Pero algo falló en la
programación y salieron seres asexuados, aunque con figura
masculina... Oh, Kimbo, ¿importa eso mucho ahora? —exclamó
Zulia, ardiendo de impaciencia.
—Importa bastante. Quiero una boda por todo lo alto, con cientos
de hombres y mujeres formando en la comitiva y aclamando a los
novios, y alguien que desempeñe el papel de juez o sacerdote para
casarnos... Una boda en regla, vamos.
—Ya entiendo —sonrió ella—. De modo que quieres una gran
boda.
—Con la fiesta correspondiente, alegría, brindis, bailes... Así
guardaremos mejor recuerdo de este día, ¿no te parece?
—Está bien, tendrás lo que deseas.
—¿Cuando?
—Dame cuatro días, por lo menos. Cada día puedo fabricar tres o
cuatrocientos seres, pero necesito uno, al menos, para programar su
nueva apariencia. Y otro para elaborar el programa de fabricación
de los seres con figura femenina.
—¿Tienes ya modelo?
Zulia sonrió.
—Por eso te pido cuatro días: dos para los programas y dos para
conseguir tres o cuatrocientos de cada especie. Buttolh me gusta
como modelo; es realmente, alto y fuerte y con cierta varonil
fealdad, que lo hace aún más atractivo. Y, bien mirado, la chica no es
fea y puede servir de modelo para las mujeres. ¿Te parece bien?
—De modo que por eso te trajiste a Buttolh.
—Sí.
—¿Qué harás después con el modelo femenino?
Zulia sonrió hechiceramente.
—Lo mismo que con el masculino: destruirlos —contestó.
Hubo un momento de silencio. Luego, Kimbo dijo:
—Me gustaría asistir a la fabricación de seres humanos, al menos,
de los primeros nuevos ejemplares.
—Por supuesto, no hay inconveniente —accedió ella.

59
* * *

El criado aguardaba respetuoso, mientras Kimbo empezaba a


desvestirse en su dormitorio. Kimbo reflexionaba sobre lo que había
hablado con Zulia, cuyas intenciones se habían hecho ahora bien
visibles.
Tenía que salvar a Katie y a Buttolh. Una cosa era que Zulia los
tomase como modelos para fabricar más seres humanos y otra que
luego quisiera deshacerse de ellos. Lo que no comprendía era cómo
Katie no utilizaba sus formidables poderes de polimorfismo para
escapar, pero confiaba en que ella se lo explicase algún día.
—Si logro salvarle —murmuró.
De pronto, mientras contemplaba al criado, se le ocurrió una
idea.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Marvus, señor —respondió el "individuo".
—¿Puedo hacerte unas preguntas? —consultó Kimbo.
—Si logro salvarla —murmuró.
—Imagino que ya conoces tu origen.
—Sí, señor.
—Zulia, tu jefe, te ha fabricado.
—En efecto, señor. Yo he, "nacido" en la máquina.
—¿Conoces el emplazamiento de la máquina?
—Por supuesto, señor. Está en una vasta habitación, situada en
los bajos del palacio, una caverna construida y acomodada
especialmente para tal fin. Es muy grande, prácticamente, ocupa
una sección semejante a la de la base del palacio.
—Magnífico —sonrió Kimbo—. Tú eres un hombre, ¿verdad?
—Tengo esa figura, señor.
—Puedes pensar, claro.
—Cierto: pienso y actúo normalmente. La máquina me hizo
perfecto.
—Hombre, ahora que lo dices. Marvus, ¿conoces tú el significado
de la palabra perfecto?
—Si tienes la bondad de explicármelo...

60
—Perfecto es todo lo que no tiene ninguna tara, ni impureza.
Pero tú tienes un defecto gravísimo.
—Nunca se me habría ocurrido... ¿Qué ves de malo en mí, señor?
—preguntó Marvus, atónito.
—En primer lugar, ¿te has dado cuenta de que todos los seres
fabricados por Zulia, tú uno de ellos, tienen figura exclusivamente
masculina?
—Sí, es cierto, aunque si ella lo ha hecho así, sus razones tendrá.
—No lo dudo —sonrió Kimbo—. Marvus, dime, ¿has ayudado
alguna vez a Zulia a desvestirse? ¿Le has preparado el baño?
—Sí, más de una vez.
—Y, ¿qué impresión te ha causado?
—Ninguna, señor.
Kimbo soltó una risita.
—Zulia fabricó seres humanos, pero les dio solamente apariencia
masculina. ¿Por qué no hizo mujeres también?
Marvus se quedó silencioso.
—Eres un hombre, pero sólo en apariencia —continuó el joven—.
Zulia no te causa ninguna impresión y es una mujer muy hermosa.
Un hombre normal no la miraría jamás con indiferencia. Tú vivirás
muchos años, pero no sabrás qué es el placer de estar al lado de una
mujer hermosa, ser su esposo, tener hijos... ¿Por qué
Zulia os impide ser unos hombres "completos"? ¿Por qué no
fabrica también mujeres?
Marvus estaba muy pensativo. Kimbo sonrió para sí.
—Ella no quiere nada ni nadie que le haga sombra —prosiguió su
martilleo verbal sobre la mente del criado—. Os ha hecho así,
porque no quiere haceros de otro modo, ya que, si pudiera, os
hubiera construido de metal. Pero eso es muy difícil y ella carece de
los medios necesarios. Los padres de Zulia idearon la máquina de
fabricar seres humanos para repoblar el planeta. ¿Por qué ella no
sigue con el plan primitivo y sólo permite que "nazcan" hombres
incompletos?
—Es verdad, hasta ahora no había pensado en ello —reconoció
Marvus.
—¿Naciste tú con esta figura?

61
—Sí. Un día no era y al día siguiente ya existía —dijo el criado
ingenuamente.
Kimbo le miró de pies a cabeza.
—Te falta algo para ser un hombre total y Zulia no quiso dártelo.
No me parece una forma decente de obrar —concluyó—. Buenas
noches, Marvus.
—Buenas noches, señor.
Marvus se marchó. Kimbo se metió en la cama.
Sonreía.
Aquella conversación haría pensar mucho a Marvus. Y eso era
algo que le convenía para sus planes de liberar a Katie y a Buttolh.

* * *

Varios días después, Zulia le condujo a la vasta caverna donde se


hallaba la máquina que fabricaba los seres humanos.
Katie y Buttolh estaban allí, tendidos sobre sendos lechos,
dormidos, cubiertos por sendas campanas de vidrio, de cuya base
partían unos cables de distintos colores que iban a perderse en la
pared de metal, lisa y sin apenas relieves, tras la cual estaba la
máquina.
Aquella pared de metal medía más de treinta metros de largo por
diez de altura. Había dos puertas en ella, pero estaban cerradas. En
un panel situado a la derecha había un pequeño cuadro de mandos.
—Las reproducciones están programadas —dijo Zulia—.
Naturalmente, con graduales variaciones en los rostros.
—Ah, les darás caras distintas.
—Por supuesto. Sería horrible ver una misma cara reproducida
cientos de veces. Incluso los cuerpos tampoco son idénticos: hay
ligeras diferencias de peso, estatura, complexión... Un mínimo de
variación es siempre recomendable, querido.
—Lógico —convino el joven con voz neutra.
Zulia se acercó al cuadro de mandos. Kimbo la siguió.
—Dime una cosa —solicitó.
—¿De qué se trata? —quiso saber ella.

62
—Katie y Buttolh están dormidos...
—Es necesario. Pero los alimento convenientemente durante el
sueño. Sus facultades físicas y mentales no sufrirán en absoluto
cuando despierten.
—Sólo que no los despertarás.
Zulia se volvió y le dirigió una sonrisa estremecedora.
—No, no los despertaré —confirmó.
Y apretó una tecla.
Varias luces se encendieron en el panel de mandos. Al cabo de
cinco minutos, se abrió una puerta y un hombre salió, parpadeando
deslumbrado por la luz.
—Me llamo Sirdos, número 0087-E —recitó mecánicamente.
—El nombre y el número de serie se les infiltra en la mente en el
momento de la salida —explicó Zulia.
—Interesante —comentó él.
Sirdos echó a andar, previamente instruido por la máquina.
Cinco minutos más tarde, salió otro individuo.
—Me llamo Garvus, número 0088-E —recitó.
Kimbo se fijó que todos los hombres salían de la puerta derecha.
De pronto se abrió la izquierda y salió una mujer.
—Me llamo Eddyla, número 0001«A —dijo.
Kimbo se quedó mudo de asombro.
El parecido de la "recién nacida" con Katie era asombroso, si bien
había ciertas diferencias que impedían una total confusión. Pero no
cabía la menor duda de que la muchacha era el modelo de las
mujeres que ahora fabricaba la poderosa máquina.
Cinco minutos más tarde, alternando con otro varón, apareció la
segunda de las mujeres.
—Me llamo Ashana, número 0002-A —declaró con voz neutra.
Ya no cabía la menor duda. Tanto Katie como Buttolh eran los
nuevos modelos en los que se había inspirado Zulia para programar
el funcionamiento de la máquina.
—Una pregunta, Zulia —dijo de pronto.
—¿Sí, querido? —contestó ella con su voz más dulce.
—Katie y Buttolh están dormidos...
—Deben permanecer en ese estado, mientras sirvan de modelo a
los programas de la máquina reproductora —explicó Zulia.

63
—Ya entiendo. Pero ¿no van a despertar nunca más?
—Por supuesto, querido. En cuanto yo lo desee, aunque, ¿para
qué despertarlos si tienen que morir?
Kimbo procuró ocultar la indignación que sentía tras una
máscara de indiferencia.
—Desde luego —sonrió—. Sin embargo, un sueño prolongado
podría causarles la muerte por inanición.
—No hay cuidado. La alimentación, automática, naturalmente, se
hace por vía intravenosa. Si ahora despertasen, se encontrarían tan
fuertes como en el momento de quedar dormidos.
—Es decir, un cadáver no te serviría como modelo.
—La fabricación resultaría mucho más lenta, con el riesgo de que
me naciese un elevado porcentaje de cadáveres.
—Un ser vivo da origen a otro ser vivo.
—Exactamente, querido.
Kimbo reflexionó un instante.
Estaban solos. ¿Por qué no aprovechar la ocasión?
Disimuladamente, se acercó a Zulia, procurando situarse a sus
espaldas, como si contemplase con toda atención las manipulaciones
que ella realizaba en el cuadro de mandos. Le echaría las manos al
cuello y apretaría hasta que prometiese despertar a la pareja
dormida...
Empezó a levantar los brazos. Iba a lanzarse ya al ataque,
cuando, de pronto, se oyó en las alturas un formidable estruendo.
La estructura del palacio trepidó fuertemente. Kimbo, alarmado,
levantó la cabeza.
—¿Qué es eso? —gritó.
Zulia se sentía muy desconcertada.
—No tengo la menor idea-
Antes de que pudieran hacer el menor movimiento, se oyó otro
estampido similar. En el mismo instante, se abrió la puerta del
subterráneo.
—¡Jefe! —gritó Marvus—. ¡Nos atacan los hombres- pájaro de
Ifthar!

64
CAPITULO IX

Zulia lanzó un grito de rabia, a la vez que se oía el tercer


estampido.
—Sabía que un día u otro sucedería algo parecido —dijo, ebria de
cólera—. Ese maldito Szhnagor...
—¿Quién es Szhnagor? —preguntó Kimbo, atónito.
Pero ella no le contestó. Cruzó la sala a la carrera y, agarrándose
a una palanca que sobresalía del muro, la hizo descender de golpe.
—Ya está —dijo—. Ahora, los iftharianos no podrán nada contra
nosotros. Mi padre pensó un día en la posibilidad de un ataque por
parte de esos bárbaros y... Pero será mejor que vayamos arriba.
Un ascensor les llevó a los pisos superiores. Al entrar en la sala
que daba al lago, Kimbo sintió heridas sus pupilas por un vivísimo
resplandor.
—Ah, la barrera de energía funciona —gritó Zulia, satisfecha.
—No entiendo —dijo él—. ¿Por qué no me explicas lo que
sucede?
—Aguarda un momento. Sal a la galería y verás.
Kimbo siguió a la joven. Marvus había hablado de hombres-
pájaro y ella les habla calificado de bárbaros, pero lo que Kimbo vio
era muy distinto de lo que esperaba.
En torno al palacio, suspendidos en el aire, había un verdadero
enjambre de guerreros, armados con unas larguísimas lanzas,
ninguna de las cuales media menos de siete u ocho metros. De
cuando en cuando, uno de los hombres-pájaro alargaba las manos y
algo luminoso brotaba de la punta de la lanza, yendo a deshacerse
con fragoroso estruendo a cincuenta metros del palacio, sin que la
estructura del mismo sufriese el menor daño.
Los guerreros usaban una especie de helicópteros individuales,
que manejaban con maestría singular. De pronto, un centenar de
atacantes se juntaron en espeso enjambre y dispararon sus lanzas
todos al mismo tiempo.

65
El fogonazo resultó deslumbrante y el estruendo aterrador, pero
el palacio no sufrió el menor daño.
—Si son fusiles, resultan un tanto anticuados —comentó Kimbo,
sarcástico.
—No son fusiles, sino lanzas y disparan diminutas descargas
solares. Pero cuando se agota su carga, pueden utilizarse también
como armas punzantes —dijo Zulia.
—Todo eso es muy interesante, pero ¿por qué te atacan?
—Szhnagor quiere mi máquina de fabricar hombres —explicó la
joven—. Necesita guerreros para sus expediciones depredatorias. Ya
quiso comprarla hace muchos años, cuando aún vivían mis padres,
pero no lo consiguió. Esa máquina no está en venta, Kimbo.
—Lo que me parece muy bien —convino él—. Pero creo haberte
oído mencionar otro nombre... Ifthar, me parece.
—Sí, es el planeta de donde procede Szhnagor. Sin embargo,
ahora, como en anteriores ocasiones, se llevará un chasco.
—Te veo muy tranquila. ¿Qué es lo que impide a esos hombres
asaltar el palacio?
—Estamos cubiertos por una cúpula de energía pura. Todo lo que
se acerca a esa cúpula, resulta destruido instantáneamente. Es que,
además de la máquina, Szhnagor desea otra cosa. Yo.
—Ah, eso no lo consentiré —exclamó Kimbo, con fingido
acaloramiento—. A ver si ese salvaje se cree que se va a llevar a mi
futura esposa.
Zulia le dirigió una cálida sonrisa.
—Gracias, cariño —contestó—. Lo que he oído me llena de
orgullo.
—Hay cosas que un hombre no puede tolerar jamás —dijo él,
altisonantemente—. Y si las tolera, no es un hombre.
De pronto, se juntaron doscientos guerreros. Esta vez, el estrépito
de la explosión, fue infinitamente mayor.
Zulia gritó, se tambaleó y rodó por tierra. Kimbo tuvo necesidad
de agarrarse a una de las columnas que sostenían la marquesina,
para no caer también.
—¡Han roto la cúpula de energía! —exclamó ella.

66
* * *

Diez o doce guerreros se precipitaron inmediatamente a toda


velocidad, en dirección al punto donde se había producido la
ruptura de la cúpula invisible. Pero la mayoría de ellos ardieron
como simples mariposas al acercarse a una llama.
Sólo un guerrero consiguió atravesar la barrera y se lanzó hacia
delante, lanza en ristre, propulsado por su helicóptero individual.
Kimbo observó que el sujeto usaba la lanza como tal y no como
arma capaz de disparar descargas solares.
"Tendrá el depósito vacío", pensó.
El ifthariano caía ya sobre la veranda. Kimbo salió de la columna
y le desafió a pecho descubierto.
Zulia chilló, creyéndole a punto de morir. En el último instante,
Kimbo se echó a un lado, dejando pasar la lanza por su costado.
El atacante logró entrar en la veranda. Pero casi en el acto, Kimbo
contraatacó, golpeándole con furia en la cara. Repitió los golpes
varias veces y, al cabo, el individuo se desplomó sin sentido.
Varios iftarianos más se lanzaron al ataque, pero todos ellos se
convirtieron en pavesas.
—La cúpula se regenera automáticamente —dijo Zulia, mientras
Kimbo, agachado, se apoderaba del helicóptero individual del caído.
Fuera, se oían gritos de rabia. Kimbo se dio cuenta de que la
cúpula dejaba pasar los sonidos.
De pronto, Zulia reparó en Kimbo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, asombrada.
—Voy a desafiar a Szhganor —contestó él.
—Pero tú no sabes manejar ese aparato...
—Me enseñarás, ¿verdad?
Zulia se quedó con la boca abierta.
—¿Por qué quieres cometer esa locura? —exclamó.
—Por dos razones. Una de ellas, eres tú. La otra es que quiero
que perdones la vida a tus prisioneros, si bien no tengo
inconveniente en que te sirvan de modelo para reproducir más
personas de ambos sexos.
—Ah, de modo que quieres que yo...

67
—Sí. Me disgustan cierta clase de acciones, ¿entiendes?
Kimbo terminó de ponerse los atalajes del helicóptero y agarró la
lanza.
—¿Puedes desconectar la cúpula desde aquí? —consultó—. Me
imagino que tu padre, previsor, habría instalado mandos en
distintos puntos del palacio —añadió.
—Desde luego —contestó ella.
—Bien, entonces, enséñame a manejar este trasto. Imagino que no
debe de ser muy complicado.
—Oh, no, en absoluto. Escucha...
Cinco minutos más tarde, Kimbo estaba en situación de elevarse
en el aire. Los atacantes, desconcertados, se limitaban a revolotear
desordenadamente en torno al palacio.
Kimbo se puso en pie sobre la barandilla. Antes de lanzarse al
aire, se volvió y dirigió a la joven una sonrisa:
—Recuerda mis instrucciones —dijo.
Ella asintió. Luego exclamó:
—Vence a Szhnagor y seré tuya, amor mío.
"Qué mujer tan cargante", pensó Kimbo, mientras se elevaba en
las alturas.
Bajó la vista una vez y sintió un fuerte escalofrío al ver el lago a
más de quinientos metros debajo de él. Pero, rehaciéndose, siguió
adelante.
Unos segundos después, alzó la mano. Se detuvo un instante y
luego prosiguió su vuelo.
Los iftharianos, atónitos, se le acercaron, apuntándole con sus
lanzas. Kimbo lanzó un poderoso grito:
—¿Qué le pasa a vuestro jefe? ¿Es que él no tiene suficiente valor
para enfrentarse con un hombre solo?

* * *

Un robusto individuo, de barba y cabellos rojos como el fuego, se


destacó de la masa de guerreros voladores.

68
—Yo soy Szhnagor, jefe de los hombres-pájaro —declaró,
orgulloso—. ¿Quién eres tú y cómo te atreves a llamarme cobarde?
Kimbo sonrió.
—Soy el futuro esposo de Zulia y te desafío a un duelo a muerte.
Ella está conforme; será del vencedor y también le entregará la
máquina que fabrica hombres.
Los ojos de Szhnagor brillaron de satisfacción.
—Conque un duelo a muerte, ¿eh? —rezongó.
—Sí, pero si yo gano, has de ordenar a tus hombres que no me
ataquen. Ellos se retirarán a Ifthar, caso de que resultes vencido.
—De acuerdo, de acuerdo —sonrió Szhnagor.
—Y sólo emplearemos las lanzas, sin disparar descargas solares.
—Me reiré mucho cuando te ensarte como un pajarillo. ¿Vamos?
—De acuerdo, pero antes ordena a tus hombres que nos dejen
espacio suficiente.
Desde la logia, Zulia contemplaba la escena con el corazón
palpitante. Los dos contendientes evolucionaron repetidas veces, sin
dejar de vigilarse mutuamente. De cuando en cuando, se lanzaban
furiosos ataques, que eran contrarrestados con hábiles maniobras.
Zulia se sentía admirada de la habilidad y el valor que demostraba
Kimbo.
Súbitamente, Kimbo se tiró a fondo. Zulia vio claramente cómo la
lanza traspasaba de parte a parte a Szhnagor, quien,
inmediatamente, tras llevarse las manos al pecho, emprendió un
vertiginoso descenso hacia las aguas del lago.
En el último instante y, sin duda, con sus postreros restos de
consciencia, Szhnagor pudo atenuar la velocidad de caída, pero no
la zambullida definitiva en el lago. Sus secuaces, cumpliendo las
órdenes recibidas, emprendieron el vuelo y desaparecieron a los
pocos segundos.
Kimbo regresó a la veranda. Apenas puso el pie en el suelo, Zulia
se colgó de su cuello.
—¡Héroe mío! —dijo, arrobada.
Kimbo sonrió para sí y se dijo que, después de todo, no le
sentaría mal concederse el premio de un beso. Bien mirado, y había
mucho que mirar, Zulia era una mujer muy hermosa.
Pero se separó en seguida.

69
—Estoy sudando —dijo—. Necesito un buen baño.
—Me reuniré contigo en el comedor —manifestó Zulia, con los
ojos llenos de un brillo inequívoco.
—De acuerdo, querida. Marvus, ¿quieres ayudarme?
—Con mucho gusto, señor.
Minutos más tarde, Kimbo estaba sumergido en el agua hasta el
cuello. Marvus aguardaba respetuosamente a pocos pasos de
distancia.
—Tengo que decirte algo, Marvus —exclamó él de pronto.
—Sí, señor.
—¿Has pensado en lo que hablamos el otro día?
—Sí, señor.
—Zulia está fabricando mujeres ahora, pero lo mismo daría que
fabricase mesas o sillas o telas para cortinas... ¿Comprendes lo que
quiero decirte?
—Sí, señor, aunque nosotros solos...
—Marvus, tienes la figura de un hombre y quieres serlo en todo
el sentido de la palabra. ¿Es que también lo tengo que hacer yo?
Hubo un momento de silencio. Al fin, Marvus, lentamente, dijo:
—Algo de esto he hablado con algunos de mis compañeros,
señor.
—Es lo que yo he sostenido siempre. Ella quiere solamente
máquinas con figura humana, pero nada más. Podría haceros
completos, pero no lo hace.
—Sí, señor.
Kimbo sonrió para sí.
Su plan podía tener éxito, si Marvus ahondaba en el fondo de una
cuestión que nunca se había planteado.
Por lo menos, se dijo, la semilla ya había sido sembrada y,
esperaba, en terreno fértil.
Minutos más tarde, se vistió. Era preciso acudir a la cita con
Zulia.

* * *

70
Pasada la media noche, Kimbo abandonó la cama y salió de la
estancia.
Marvus le esperaba en el corredor. El hombre le guió hasta el
sótano, donde Katie y Buttolh yacían inconscientes.
—Despiértalos —ordenó Kimbo.
Marvus manejó los controles de la máquina. A los pocos
segundos, las cúpulas de cristal se elevaron en el aire, sostenidas por
unos aparejos de cables sumamente finos.
Katie abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz torpe.
—A mi lado —sonrió Kimbo.
Buttolh bostezó aparatosamente.
—Tengo hambre —gruñó.
—Ya comerás —dijo el joven—. Vamos, en pie los dos, no
podemos perder un solo segundo.
Zulia no le había mentido, pensó Kimbo, al ver la facilidad de
movimientos de la pareja. Agarró la mano de Katie y tiró de ella.
Buttolh les siguió en el acto. Marvus caminaba delante, a fin de
guiarles hasta la salida.
De repente, cuando ya estaban en el gran vestíbulo, Zulia les
cerró el paso.
En la mano derecha tenía una pistola solar.
—Me has engañado, Kimbo —dijo, conteniendo a duras penas la
cólera que sentía.
El joven permaneció inmóvil.
—No dispares —pidió—. Sería inútil.
Ella arqueó las cejas.
—¿Qué nuevo truco te has sacado de la mente? —exclamó, con
voz áspera—. Veo que has conseguido embaucar a Marvus...
—¿Sólo a Marvus?
Hubo un momento de silencio. De repente, se oyó un atronador
griterío.
Centenares de individuos aparecían por todas las puertas,
aullando ferozmente. Zulia volvió la cabeza, desconcertada, y
Kimbo aprovechó la ocasión para arrebatarle la pistola de un
manotazo.
Luego golpeó su estómago, dejándola sentada en el suelo.

71
—Lo siento —dijo.
Y corrió hacia la puerta, en la que ya se hallaban Katie y el
gigante. Marvus estaba abriéndola en aquel instante.
—Vamos, escapad; nosotros nos encargaremos de ella —dijo.
—No la mataréis, supongo —murmuró Kimbo.
—Si muriese, no podría darnos lo que deseamos.
—Está bien. Katie, Buttolh, adelante.
La nave estaba parada en la explanada situada ante el palacio.
Kimbo se precipitó a los mandos, mientras sus dos compañeros
buscaban sendos sillones en los que acomodarse.
—Kimbo, ¿cuándo nos explicarás...? —pidió Katie.
—Aguarda unos minutos —respondió él.
La astronave se elevó velozmente. Mientras ganaban altura,
vieron una espesa bandada de hombres-pájaro que descendían
velozmente hacia el palacio.
—¿Qué es eso? —preguntó Katie, pasmada.
—Hombres-pájaro, nada amigos de Zulia —contestó él
socarronamente.
—Me dan envidia los hombres que pueden volar —suspiró
Buttolh.
—Quizá algún día pueda conseguirte un aparato para que
también tú puedas ser hombre-pájaro —dijo Kimbo, a la vez que se
dedicaba a la tarea de programar la órbita que había de conducirles
definitivamente a Stavridon.

72
CAPITULO X

La astronave tomó tierra en una gran explanada, bordeada por


árboles de gran tamaño y extrañas formas, al fondo de la cual se
divisaba una gran ciudad, compuesta por edificios que, en general,
eran bajos, de uno o dos pisos y de sencilla construcción. Por uno de
los lados de la explanada pasaba un ancho camino de grandes losas,
cuyos intersticios apenas si se divisaban, tan hábilmente habían sido
encajadas en el suelo.
Algunos hombres y mujeres, vestidos con sencillos atuendos, les
contemplaron con ojos pasmados. De pronto, vieron venir a lo lejos
una pequeña comitiva.
Eran unos quince o veinte, en total, todos ellos guerreros a juzgar
por su vestimenta. Usaban cascos con grandes plumeros, petos de
recio metal y fuertes polainas. Las armas parecían exclusivamente
espadas de ancha hoja y aguzado filo.
El detalle más llamativo eran las cabalgaduras de aquellos
soldados. Kimbo hubiera dicho que parecían caballos terrestres, sólo
que tenían el cuerpo mucho más alargado y disponían de cuatro
pares de patas. En todo caso, daban la sensación de ser animales
velocísimos.
Las plumas del casco de uno de los soldados eran rojas. Las de
los restantes eran negras. Ello hizo que Kimbo dedujese que se
trataba del jefe de la patrulla.
Estaba en el suelo, junto con sus acompañantes. Levantó la mano
derecha y dijo:
—Paz, amigos.
El jefe de la patrulla le miró con curiosidad.
—¿Quién eres tú y cómo te llamas? —inquirió.
—Soy Kimbo, de la Tierra. Ella es Katie, de Shduria. El otro es
Buttolh, de Marthius. Yo he venido para entrevistarme con
Waywun, vuestro jefe.
—Me llamo Radd —dijo el guerrero—. Creo que he oído
mencionar tu nombre, Kimbo.

73
—Es muy probable. Waywun, tu jefe, ha hablado mucho con un
amigo al que no ha visto jamás, sin embargo. Ese amigo se llama
John Wuttan y los dos concertaron mi viaje a Stavridon.
—Ahora recuerdo. El general Dahlo nos advirtió de la llegada de
una nave extranjera, que venía de un planeta en el que ninguno de
nosotros ha estado jamás.
—Ese planeta es el mío, la Tierra —dijo Kimbo.
—El general también nos dio instrucciones respecto a ti, aunque
no nos habló para nada de tus compañeros.
De pronto, Radd se volvió hacia sus secuaces y lanzó una orden:
—Matad a la mujer y al gigante.
Kimbo se quedó atónito un segundo. Doce jinetes desenvainaron
a la vez sus espadas.
Inesperadamente, ocurrió algo.
Katie lanzó un grito:
—¡Buttolh, procura escapar!
Al mismo tiempo, se produjo una espesísima niebla, que cegó a
todos los presentes. Kimbo, comprendiendo la argucia de la
muchacha, se tiró al suelo, a la vez que a su alrededor se producía
una gran barahúnda.
Se oían gritos y exclamaciones de furor. Alguien lanzó un
horrible alarido.
Radd se desgañitaba dando órdenes que nadie obedecía. De
repente, la niebla se aclaró con tanta rapidez como había surgido.
Kimbo se irguió en parte. Sonrió al ver que Katie y Buttolh se
habían escabullido.
En el suelo había un cadáver. Era un guerrero, a quien uno de sus
compañeros había dado muerte inadvertidamente.
Radd se daba a todos los diablos. Kimbo se puso en pie y le miró
furioso.
—Cuando vea a tu general, le voy a decir cuatro palabritas al
oído —gruñó.
—Tengo orden de llevarte a la residencia de Waywun —contestó
Radd de mal talante—. Sube a la grupa de mi cabalgadura y déjate
de protestas.
Kimbo obedeció. Sabía que su vida sería respetada, de acuerdo
con los términos del pacto establecido entre el padre de Melvis y

74
Wuttan. Pero no podía dejar de sentir cierta preocupación por Katie
y Buttolh.

* * *

Waywun estaba sentado en una especie de diván, de colosales


proporciones, en el que abundaban las pieles de extraños animales.
Era un hombre enorme, que no mediría menos de dos metros y diez
centímetros, de espesa pelambrera negra y barba de casi dos
palmos.
Junto al diván había una mesa, en la que se veía una jarra de
proporciones descomunales y unas copas en las que cabía al menos
un litro. A la derecha de Waywun había un hombre lujosamente
vestido y de envergadura similar.
Waywun contempló durante unos segundos al recién llegado, en
medio de un silencio total.
—Así que tú eres Kimbo, el hombre del que me habló mi tele-
amigo Wuttan —dijo al cabo.
—Sí, señor, soy Kimbo.
Waywun hizo un gesto despectivo.
—Mi amigo me engañó —dijo.
—¿Cómo? ¿No querías un marido para tu hija? —se asombró el
joven.
—Sí, un marido, pero no un... un...
Kimbo apretó los labios.
—De todas formas, si no te gusto, puedes deshacer el trato —
contestó malhumoradamente—. Aunque todavía tu hija tiene algo
que decir al respecto, creo.
—Mi hija se casará con quien yo quiera —dijo Waywun.
—¿Es que no tiene derecho a dar su opinión?
—Este hombre se está portando con demasiada insolencia, señor
—terció Dahlo—. No deberías tolerarlo.
—Cállate —ordenó Kimbo—. Tú eres un mero subordinado y no
puedes hablar si no se te permite antes.

75
La violencia de aquel apostrofe dejó a Dahlo con la boca abierta.
Kimbo se encaró con Waywun.
—Yo venía con dos amigos —exclamó—. ¿Por qué dio tu general
la orden de matarlos?
—¿Y yo qué sé? —rezongó Waywun—. Para ciertos asuntos,
tiene plena independencia y no voy a ser yo ahora quien le reproche
las órdenes que dio a Radd.
Kimbo apretó los labios de coraje.
"Wuttan es demasiado ingenuo; ni siquiera tiene la menor idea de
la gente con quien trataba", pensó.
—Está bien —dijo en voz alta—. Discutamos ahora mi problema.
Parece que no te gusto como yerno.
Waywun hizo una mueca.
—A decir verdad, no —contestó.
—En ese caso, me marcho y no se hable más. Pero quizá Melvis
tenga algo que reprocharte el día de mañana, cuando busque
marido y no lo encuentre.
—Aquí hay guerreros de sobra...
—Que darán origen a seres tarados, con lo que la decadencia de
tu raza se acentuará. Dentro de doscientos años, Stavridon será un
planeta en el que sólo vivirán las bestias y algunos seres con figura
humana, pero sin inteligencia..., bestias de dos patas, en fin, para
que lo entiendas.
A Waywun pareció impresionarle mucho la declaración del
terrestre. Reflexionó un momento y, al fin, dijo:
—De acuerdo, pero si quieres casarte con Melvis tienes que
cumplir dos condiciones. La primera, que le gustes a ella; y la
segunda, si le gustas, es que la conquistes matando al dragón.
Kimbo abrió la boca, estupefacto.
—¿Qué dragón? —preguntó.
—Ya lo verás —contestó Waywun, sonriendo maliciosamente. De
pronto, se volvió hacia Dahlo—. Que venga Melvis.
La joven vino minutos después. Kimbo se quedó estupefacto al
verla.
Por supuesto, respecto a Melvis tenía sus propios planes, pero
ahora, al verla en persona, debía reflexionar con más detenimiento.
Si en un principio le había agradado la idea de ser el esposo de

76
Melvis, luego, al conocer a Katie y a Buttolh, sus propósitos habían
cambiado notablemente.
Melvis era una mujer altísima, con más de ciento noventa
centímetros de estatura y noventa y cinco kilos de peso, por lo
menos. No se podía decir que fuese fea ni tampoco que careciese de
esbeltez, pero Kimbo pensaba que era demasiado mujer para él.
—¿Qué dices de tu futuro esposo, Melvis? —preguntó Waywun.
La joven curvó los labios en una sonrisa despectiva.
—Es un enano —calificó, tajante.
—¡Un enano! —resopló Kimbo, colérico por el apelativo, ya que
medía casi un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura.
Waywun sonrió perversamente.
—Ya lo ves —dijo—. La primera condición impuesta resulta
negativa para ti.
—Bueno, puedo combatir con el dragón y...
Waywun no dejó seguir al terrestre.
—No combatirás al dragón, te echaremos a él —dijo. Y añadió—:
Si mi hija no te quiere, ¿de qué nos sirves tú?

* * *

Kimbo se paseaba arriba y abajo, como león enjaulado, por la


celda, más bien una mazmorra, en que había sido encerrado a
renglón seguido de la sentencia dictada por Waywun. En su fuero
interno, echaba pestes de Wuttan y de sus ingenuos deseos de
repoblar la Tierra.
—Ahora, tal vez, estaría tranquilamente junto a Q'aya...
Pero sabía que no eran sino fútiles pensamientos, que no podían
proporcionarle ningún remedio práctico. Iba a ser devorado por el
dragón, una fiera de la cual no tenía la menor noticia, pero que, a
juzgar por el solo nombre, debía de poseer unas dimensiones y una
ferocidad realmente considerables.
La celda medía unos siete metros de largo por cuatro de ancho.
Había una gran copa llena de agua y una tableta de color y sabor
parecidos al del pan terrestre. La luz entraba por un ventanuco

77
enrejado, situado cerca del techo, de unos treinta o cuarenta
centímetros de lado.
No había mobiliario, sólo el suelo desnudo, de arena muy fina,
pero húmeda. Kimbo llevaba ya dos días en su encierro y empezaba
a pasarlo mal.
Un hilillo de gas penetró por el hueco, sin que él se percatase en
los primeros instantes. El hilo de vapor se convirtió de pronto en
una hermosa muchacha.
—¡Katie! —gritó él, lleno de alborozo.
La chica sonreía. Kimbo avanzó hacia ella, con los brazos
abiertos, pero se detuvo antes de cerrarlos en torno a su cintura.
—¿Por qué no me abrazas, querido?
Kimbo frunció el ceño.
—¿En qué te convertirás si lo hago? —preguntó.
—Hay momentos en que soy, ante todo, una mujer.
—Está bien.
Se abrazaron. Kimbo notó junto a su pecho el cálido latir del
corazón de la muchacha.
—Sí, eres de carne y hueso —dijo, muy complacido.
—Lo celebro infinito —sonrió Katie—. Kimbo, he venido a
salvarte.
—¿Cómo? Tú puedes entrar y salir de aquí como quieras, pero
yo... En primer lugar, ¿conoces siquiera mi situación?
—'Perfectamente, Kimbo —respondió Katie—. He estado en
muchos sitios y he oído hablar de ti y del espectáculo que vas a
proporcionar a los habitantes de Stavridon. Por eso, precisamente,
estoy aquí.
—Muy bien, pero no puedo salir, convertido en humo...
—Todo depende de ti, querido.
Kimbo la miró fijamente.
—Nena, yo no soy polimórfico. No puedo transformarme en gas
y largarme tan tranquilo de esta maldita mazmorra. Si lo fuese,
¿crees que estaría aquí?
Ella no se inmutó.
—A Buttolh le enseñé a transformarse en lo que le apetezca —
dijo—. Claro que le costó bastantes horas, pero en estos momentos

78
es capaz de imitarme con buenos resultados. Tú también puedes
hacer lo mismo, querido.
—Déjame que reflexione un momento —pidió, mientras se
pasaba una mano por la frente—. Si no me equivoco...
—No, no te equivocas. Y tenemos tiempo de sobras. Nadie nos
sorprenderá mientras te instruyo en los secretos del polimorfismo.
—Katie, yo me encuentro muy bien con mi forma actual —
protestó el joven.
—¿Has visto al dragón?
Kimbo frunció el ceño.
—¿Y tú? —preguntó.
—Sí. Es bicéfalo, mide más de veinte metros y pesa algo así como
cuarenta toneladas. Una de sus bocazas te sujetará y la otra te
comerá.
—¡Rayos! ¿Cómo lo sabes?
—Le he visto alimentarse. En cinco minutos devoró cuatro
caballos octópodos.
Kimbo sintió que le flaqueaban las piernas.
—¿Que... qué tengo que hacer para ser polimórfico? —preguntó
con voz ahilada.
—Muy sencillo. Escucha...
Katie no pudo seguir hablando.
La puerta de la celda se abrió de pronto. Tres o cuatro guardias
penetraron corriendo y se arrojaron sobre el joven.
Katie se convirtió en humo instantáneamente. Dada la escasez de
espacio, no podía ocultar a Kimbo tras una nube de gas; los guardias
le habrían encontrado de todas formas.
Escapó a través de la ventana. Uno de los sujetos, después de
tener maniatado al prisionero, dijo:
—Me pareció ver a una mujer en la celda.
—Has bebido demasiado —contestó otro, burlonamente—. Y
vamos ya; al jefe no le gusta esperar, cuando tiene espectáculo a la
vista.

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CAPITULO XI

De pronto, Kimbo se encontró en una especie de anfiteatro de


grandes dimensiones, aunque con muy pocos espectadores;
aproximadamente, un centenar, sentados en las gradas de una
pequeña tribuna situada en uno de los costados. El dragón ya estaba
en el anfiteatro.
Los espectadores se hallaban a treinta metros del suelo, seguros
de las posibles acometidas de la bestia. A Kimbo le pareció un
superviviente de épocas prehistóricas de la Tierra, un dinosaurio o
algo por el estilo, aunque con dos cabezas al extremo de sendos
cuellos que no medían menos de cinco metros de longitud.
Cada cabeza tenía unos tres metros de largo y estaba armada con
irnos colmillos de pavoroso aspecto. Los ojos del animal eran
grandes, semiesféricos, de color extrañamente rojizo. La cola, por
contra, era corta, podía decirse que inexistente, dado el colosal
tamaño de la bestia.
Kimbo estaba desarmado. El anfiteatro era grande; podría correr
de un lado para otro y hasta conseguiría eludir alguno de los
ataques del dragón, pero, inexorablemente, acabaría cayendo en sus
fauces. Las carreras que daría y los movimientos que realizaría para
esquivar los colmillos de la bestia serían parte principal de la
diversión de Waywun y su corte.
El dragón lanzó un sonoro trompetazo al ver a su presa. Agachó
las cabezas un momento y husmeó el suelo. Luego pareció
disponerse para el ataque, resoplando con la fuerza suficiente para
levantar una gran polvareda que casi lo ocultó a la vista de los
espectadores durante unos instantes.
Kimbo pensó en Katie. ¿No haría la muchacha nada para
salvarlo?
De repente, un hombre gigantesco salvó de un solo salto el
espacio que había entre la primera fila de asientos y el suelo del
anfiteatro. Todos los presentes se quedaron mudos de asombro al
presenciar una acción completamente inusitada.

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Kimbo no fue el menos atónito. ¿Qué hacía allí aquel loco de
Buttolh? ¿Era esa toda la ayuda que pensaba prestarle Katie?
De todas formas, no tenía ya mucho tiempo para reflexionar.
Buttolh había hecho una fantástica demostración de agilidad, al
saltar desde treinta metros de altura, sin sufrir el menor daño.
Ahora, con una colosal espada en la mano, se encaraba con el padre
de Melvis.
—Jefe Waywun —gritó con poderosa voz—, yo, Buttolh, el más
valeroso de los guerreros de mi pueblo, Marthius, voy a matar al
dragón en defensa de ese sujeto que es mi amigo.
"Gracias por llamarme sujeto", pensó Kimbo sarcásticamente.
—Muchos quisieron hacerlo —contestó Waywun—. Todos
acabaron en el estómago de la fiera.
—Yo la mataré —insistió el marthiano—. Y luego pediré a tu hija
que se case conmigo.
Kimbo parpadeó. Creía soñar.
Un hombre se puso de repente en pie.
—Si la fiera te respeta, cosa que dudo, ordenaré que te den
muerte —exclamó el general Dahlo.
Buttolh le miró con desprecio.
—Cuando haya terminado con el dragón, tendrás que demostrar
que el cargo que tienes no es sólo un adorno. Todavía me quedarán
fuerzas para derrotarte en un duelo a muerte..., si eres lo
suficientemente valeroso para aceptar mi reto.
Dahlo enrojeció con violencia.
—Acepto el desafío —contestó.
—Entonces, prepárate a morir dentro de unos minutos. Melvis —
gritó el gigante con poderosa voz—, mira cómo lucha el que va a ser
tu esposo.
Kimbo se fijó un instante en la hija de Waywun. La gigantesca
muchacha parecía arrobada contemplando a Buttolh.
—De menudo compromiso me he librado —murmuró.
De repente, Buttolh corrió hacia él.
Kimbo retrocedió un paso, pero el gigante le agarró con la mano
izquierda por la cintura y luego, tomando impulso, se elevó
raudamente en el aire, en medio de la estupefacción de todos los
presentes. Kimbo quedó en lugar seguro.

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Buttolh le dirigió una sonrisa.
—Me ayuda Katie —dijo en voz baja.
Y saltó de nuevo a la arena.
En el mismo instante, Melvis se puso en pie:
—¡Buttolh, duro con el dragón! —gritó—. Mátalo y seré tu
esposa.
Kimbo se pasó una mano por la cara.
—¿Estoy soñando? —murmuró.
—No, sino despierto y bien despierto —dijo una voz femenina a
su lado.
El joven se volvió velozmente.
—¿Dónde estás, Katie? —llamó.
—Ahora tengo una forma muy poco agradable —contestó ella,
riendo—. Soy una piedra de este circo. Pero cállate y permanece
atento.
Kimbo siguió el consejo de Katie. Fijó la vista en la arena, sobre la
que Buttolh se aprestaba al combate con la fiera.
El dragón trompeteó ruidosamente y se lanzó al ataque. Buttolh
esquivó la primera carga con un salto de más de quince metros de
altura. La fiera pareció quedarse asombrada al ver que había
desaparecido tan bruscamente aquella presa tan apetitosa.
Pero no había tal. Al caer, Buttolh lo hizo sobre uno de los cuellos
del dragón, al que se agarró con la mano izquierda. La derecha
accionó la espada y una enorme cabeza voló por los aires, mientras
el muñón del cuello soltaba torrentes de sangre, que enrojecieron la
arena instantáneamente.
Melvis, puesta en pie, palmoteaba y chillaba frenética. Waywun,
a su lado, permanecía como hipnotizado, fascinado por el
espectáculo que se desarrollaba en la arena.
Buttolh consiguió pasar al otro cuello. La espada describió un
nuevo semicírculo. El dragón quedó definitiva- mente decapitado y
se derrumbó pesadamente, arrojando torrentes de sangre por los
cuellos sin cabeza.
El marthiano levantó la espada en alto.
—Melvis, lo he conseguido —gritó.
La muchacha agitó una mano.

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—Eres un héroe, Buttolh, y yo, Melvis, hija de Waywun, seré tu
esposa —exclamó.
—Con mi permiso, naturalmente —intervino Dahlo.
Y antes de que nadie pudiera adivinar sus intenciones, dio una
orden y media docena de sus guerreros cargaron con la muchacha y
echaron a correr en busca de la salida.
Waywun trató de oponerse al secuestro, pero Dahlo le atravesó
con su espada. El jefe de Stavridon se mantuvo durante unos
segundos en pie, con los ojos extraviados. Luego, Dahlo, con
perversa sonrisa, le empujó con una mano, lanzándolo por encima
del parapeto a la arena, contra la que se estrelló con sordo
golpetazo.
Kimbo presenció la escena y se sintió acometido por una cólera
terrible. Quiso lanzarse contra el traidor, pero algo le retuvo por un
brazo.
—No lo hagas; esto es cosa de Buttolh.
El joven se volvió. Uno de los brazos de Katie salía de la piedra y
la mano le retenía con moderada fuerza.
—Buttolh es mi amigo —protestó él—. Me ha salvado la vida...
—Lo sé, pero no te necesita para nada. ¡Mira!
Kimbo volvió los ojos en la dirección que ella le señalaba. Dando
gigantescos saltos, de treinta y cuarenta metros de longitud, Buttolh
se lanzaba en persecución de los secuestradores.
Algunos de los guerreros le vieron y escaparon, despavoridos.
Otros, en cambio, quisieron hacerle frente.
Buttolh se había convertido en un torbellino vengador. Ensartó a
dos con la espada, decapitó a otro y, finalmente, se encaró con
Dahlo, mientras Melvis, lanzada al suelo por sus raptores, que
habían buscado la salvación en la huida, contemplaba la escena.
Dahlo, desesperado, se enfrentó con el marthiano. Buttolh le
contempló con ojos llameantes.
—Tienes una espada —dijo—. Demuestra que es algo más que un
adorno.
El terror ponía plomo en los brazos y piernas del traidor. A los
pocos segundos, Buttolh hizo volar su cabeza de un seco mandoble.
Acto seguido, Buttolh se acercó a Melvis.
—Te he ganado —exclamó, enérgico—. Serás mi esposa.

83
—Sí —contestó la chica, arrobada.
Kimbo hizo una mueca.
—Ni se acuerda de que su padre acaba de morir —rezongó.
—El amor es la más poderosa medicina para el olvido —dijo
Katie sentenciosamente.

* * *

—Pero no entiendo —dijo Kimbo al día siguiente, mientras en la


ciudad se celebraban unos tétricos funerales por la muerte de
Waywun—. ¿Cómo podía Buttolh saltar tanto? Parecía una langosta
humana...
Katie sonrió.
—Es... una especie de polimorfismo —explicó, mientras
pellizcaba un grano de una fruta muy parecida a la uva terrestre—.
Se lo enseñé yo, por supuesto. Como te enseñaré a ti a ser
polimórfico.
—Ni hablar —rechazó Kimbo el ofrecimiento—. Estoy bien como
soy y no tengo por qué cambiar de forma, ni a voluntad ni por la de
otros.
—Entonces, ¿no quieres...?
—¿Por qué iba a querer, Katie?
—Creí entender que lo deseabas —alegó ella.
—Eso fue cuando estaba en el calabozo y solamente por salir de
allí. Pero si ahora estoy fuera de peligro...
—Puedes encontrarte en peligro en cualquier otra ocasión,
Kimbo.
—Me parece que los peligros han pasado ya, preciosa. Además,
tengo la sensación de que nunca llegaré a ser polimórfico.
—¿Por qué lo dices? —preguntó ella.
—Creo que no soy muy receptivo mentalmente, como parece lo
es Buttolh.
—Buttolh es un bruto, bueno y honrado, pero bruto al fin y al
cabo —calificó la muchacha.

84
—Sí, pero, por eso mismo, tiene el cerebro muy receptivo, ya que
no ha sufrido influencias extrañas debidas a ciertos elementos...
—¿Y tú, qué eras hace poco más de un año? Un cazador, y nada
bueno, por cierto, en una tribu salvaje, con el intelecto sin cultivar y
con cierto grado de salvajismo que hubiera permitido, entonces, que
Buttolh te mirase por encima del hombro.
—Es verdad —admitió Kimbo—; pero no olvides que durante un
año, Wuttan me sometió a la enseñanza hipnopédica. De alguna
forma, eso alteró mi cerebro y, si bien me convirtió en un hombre
culto, me restó al mismo tiempo otras facultades.
Katie se encogió de hombros.
—Lo uno no tiene nada que ver con lo otro —insistió—. Pero
¿por qué no hacemos una prueba? Si no resulta, no insistiré más. ¿Te
parece bien?
Antes de que el joven pudiera contestar, Buttolh y Melvis
entraron en la estancia en que se alojaban, perteneciente a la
residencia que ahora era de la muchacha.
Melvis vestía enteramente de negro. La única nota de color era
una banda de tejido dorado que ceñía sus sienes. Kimbo reparó en
que las manos de la pareja estaban juntas.
—Tenemos que pediros un favor —dijo Buttolh.
—Si está en nuestra mano... —contestó Katie.
—Melvis y yo iremos a Marthius. Ella no puede seguir aquí; no
queremos que nuestros hijos crezcan con taras físicas.
—Muy lógico —aprobó Kimbo—. A fin de cuentas, para una cosa
parecida vine yo, aunque me felicito de que Melvis haya encontrado
al hombre que necesita.
—El me protegerá siempre —declaró la muchacha con dulzura.
—Puedes estar segura de ello. Pero no veo cómo...
—Disponéis de una nave —dijo Buttolh—. Bastará con que nos
dejéis en Hayanor. Todavía no ha transcurrido el plazo para que
vengan a recogerme.
—Ah, ya entiendo —murmuró Kimbo—. Melvis, supongo que tú
estarás conforme con la decisión de tu futuro esposo.
—Sí —contestó la aludida.
Kimbo se volvió hacia Katie.
—Supongo que tú no tendrás nada que oponer —dijo.

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—Por supuesto, y luego, espero, me llevarás a la Tierra, donde
tengo mi nave.
—Ah, ¿es que piensas marcharte?
—Claro. ¿Qué hago ya en la Tierra?
Kimbo la miró un instante.
—¿Acaso fuiste allí con alguna misión? —preguntó.
—¿Qué te importa? —respondió Katie con despego. De pronto, se
puso en pie y salió de la habitación.
—Parece enfadada —observó Melvis—. ¿Por qué?
—Quiere convertirme en un ser polimórfico y eso es algo que no
me gusta —respondió Kimbo—. Aparte de que no estoy seguro de
conseguirlo.
—A mí me ha ido muy bien —sonrió el gigante—, aunque, a
decir verdad, estoy muy contento con mi figura actual.
—Y yo también —añadió Melvis, dirigiéndole una ardiente
mirada.

86
CAPITULO XII

Kimbo dormía profundamente. Al día siguiente emprenderían el


vuelo hacia Hayanor. Luego, él y Katie, solos, continuarían viaje a la
Tierra.
Alguien penetró en la estancia sin hacer el menor ruido. Envuelta
en una larga capa negra, Zulia contempló al durmiente durante
unos segundos.
Varias mujeres entraron tras ella, sin hacer el menor ruido. Zulia
les señaló a Kimbo.
—Ese es —murmuró.
Las mujeres, todas ellas jóvenes y hermosas, cargaron con Kimbo.
Luego, en el mismo silencio que a la llegada, salieron de la estancia.
Zulia precedía a todas. Suspendida en el vacío sobre el edificio,
había una gigantesca astronave.
Una plataforma, suspendida por cables, descendió desde el
vientre de la nave. Zulia y sus acompañantes pasaron a la
plataforma, que se elevó en el acto.
Un minuto más tarde, la nave ascendía raudamente hacia las
alturas, desapareciendo a los pocos momentos del cielo de
Stavridon.
Tres horas después, Kimbo abrió los ojos, bostezó y luego estiró
los brazos.
—Ah, qué bien he dormido —dijo.
—Lo celebro infinito, querido.
—Gracias, Katie.
—No soy Katie.
Kimbo se sentó de golpe en la cama. Hasta entonces, había
hablado de forma maquinal, todavía medio dormido. Las últimas
palabras de la mujer le despabilaron instantáneamente.
—¡Zulia!
—Yo misma —confirmó ella, sonriendo hechiceramente—.
¿Cómo te encuentras?

87
—Soñando —gruñó Kimbo—. Esto que me sucede no puede ser
real.
—Lo es, querido. Te guste o no, es la pura realidad; no se trata de
un sueño.
Kimbo miró a su alrededor. No tardó en darse cuenta de que
estaba a bordo de una astronave.
—Me has raptado —gritó.
—Sí —admitió ella, sin dejar de sonreír.
—Pero, ¿por qué?
—Kimbo, vas a ser mi esposo. Eso lo explica todo, creo yo.
Zulia se acercó a una de las paredes de la cámara y presionó en
determinado punto. Una hermosa muchacha, sucintamente vestida,
apareció a los pocos instantes.
—¿Señora?
—Trae el desayuno a nuestro huésped; estará hambriento —
ordenó Zulia.
—Sí, señora.
La chica se retiró. Kimbo y Zulia quedaron nuevamente a solas.
—Como ves, seguí tus indicaciones y he fabricado mujeres,
jóvenes y bonitas —dijo—. Pero no temas; no caerán en el lazo que
tan hábilmente tendiste al idiota de Marvus.
—Marvus quería ser algo más que un animal con figura humana
—gruñó él.
—Ahora ya no es sino materia almacenada para la fabricación de
más seres humanos, todos ellos mujeres, por supuesto. Y, créeme
una cosa; durante el proceso de fabricación, se les infiltra la idea de
sentir hacia ti absoluta indiferencia.
—Inteligente proceder —alabó Kimbo sarcásticamente.
—No, simple precaución —puntualizó Zulia.
—Está bien. De modo que me quieres para marido.
—Sí.
—Pero yo puedo negarme...
Zulia sonrió sibilinamente.
—Ya lo veremos —dijo.
La chica entró en aquel momento con una gran bandeja llena de
comida.
—Déjala ahí —ordenó Zulia.

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—Sí, señora.
De nuevo se quedaron solos. Zulia se atusó el cabello con gesto
lleno de coquetería.
—Vivirás conmigo en Wir-Ohr. Tendrás todo lo que desees y no
echarás nunca de menos tu antigua existencia —aseguró.
—¿Vas a ser tú mi Circe?
—¿Quién era Circe?
—Una maga que embrujaba a los hombres, les hechizaba con su
belleza y luego los convertía en cerdos.
—¿Me supones tan cruel? —protestó ella.
—No sé qué pensar —rezongó él—. ¿Cómo conseguiste escapar?
—inquirió de pronto.
—Los iftharianos atacaron inesperadamente. Me escabullí a favor
de la confusión y conseguí esconderme. Szhnagor no consiguió
encontrarme; conozco bien mi palacio, créeme.
—Sí, debe de haber allí muchos escondites —admitió Kimbo.
—Por cierto, Szhnagor no murió. Sin embargo, a mí me dio la
sensación de que lo habías traspasado con tu lanza.
Kimbo sonrió.
—Hicimos un trato mientras evolucionábamos —contestó—. El
estaba de perfil y yo pasé la lanza por el hueco da su brazo y su
costado, opuesto al lugar en que te encontrabas. Dada la distancia,
creíste ver que la lanza lo atravesaba de lado a lado.
—Y refrenó su caída.
—Exactamente.
Zulia meneó la cabeza.
—Me engañaste, lo admito —dijo—. Pero eso ya no sucederá, te
lo aseguro.
—Zulia, quiero decirte una cosa —solicitó él.
—Habla, Kimbo, te escucho.
—Tú quieres que yo sea tu esposo.
—Sí.
—¿Qué conseguirás con ello, si yo no te amo?
Zulia volvió a sonreír.
—Ese es un problema que solucionaré a su debido tiempo —
contestó enigmáticamente—. Desayuna y vístete; hablaremos
después con más detenimiento.

89
—De acuerdo, pero antes quiero decirte otra cosa todavía.
—¿Sí, Kimbo?
—Sospecho que tratarás de influenciar mi mente, para que yo me
enamore de ti. Pero, ¿no pensarás un día que me he enamorado de ti
de un modo forzado y que ese amor no es algo voluntario y que sale
del fondo de mi corazón?
Zulia se quedó cortada un instante. Kimbo observó en ella
síntomas de preocupación.
Pero Zulia se rehizo de inmediato.
—En los primeros momentos, sucederá como dices —contestó—.
Luego, te habituarás a mí, de tal modo, que ya no podrás vivir lejos
de mi presencia.
Las preocupaciones fueron ahora para el terrestre, porque sabía
que había un innegable fondo de verdad en las palabras de aquella
hermosa mujer, cuya falta de escrúpulos era notoria.

* * *

El viaje continuaba normalmente. Kimbo se mostraba


irreductible. Zulia, sin embargo, no se desanimaba.
Por el momento, se portaba con él con sumo comedimiento,
observando en todo instante una exquisita cortesía. Kimbo se
preguntaba cuándo daría comienzo el período de hipnotismo,
porque estaba seguro que Zulia emplearía tal procedimiento para
hacerle inclinarse hacia ella.
La nave era grande, espaciosa. Zulia le dijo que había sido
construida por sus padres, con la ayuda, naturalmente, de una
multitud de técnicos y operarios "fabricados". Sin embargo, ahora
sólo había mujeres a bordo, algunas parecidas a Katie, aunque la
mayoría tenían rostros distintos.
Pero todas, en general, eran jóvenes y hermosas.
El viaje estaba a punto de concluir. Wir-Ohr era ya visible a ojo
desnudo, como una gran bola azul en la negrura del espacio.

90
De pronto, una chica entró en la cámara en la que, junto a una
lucerna, Kimbo contemplaba el fascinante espectáculo del
firmamento estrellado.
—La comida estará dentro de cinco minutos —anunció ella.
Kimbo la miró con fijeza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Halia, número 0036-A —dijo la chica.
—Zulia te ha fabricado.
—Sí, señor.
—Y te ha hecho muy guapa. ¿No te miras en el espejo alguna
vez?
—¿Por qué dices eso, señor?
—Las chicas guapas se miran mucho al espejo —sonrió Kimbo.
—Bueno, tengo que peinarme de cuando en cuando...
Kimbo se acercó a ella.
—Tengo entendido que no hay hombres en Wir-Ohr —dijo.
—No, no hay hombres.
—¿Qué soy yo, Halia?
—Un hombre, claro.
—Y tú una mujer.
—Si.
Kimbo rodeó su cintura con los brazos.
—¿Qué haces, señor? —exclamó ella.
—Ya lo ves, abrazarte. Y ahora... —la besó largamente y después
dijo—: ¿Sabes ya lo que es un hombre?
Halia le miró deslumbrada.
—Repítelo —pidió.
—Con mucho gusto.
Kimbo volvió a besarla. Al terminar, Halia lanzó un profundo
suspiro.
—Zulia no nos había dicho nada de esto —confesó.
—Tengo entendido que os ha inculcado la indiferencia hacia mí
—sonrió el joven.
—Así es, pero... Las cosas cambian después de...
—Después del beso, ¿no?
De pronto, Halia se colgó de su cuello y le besó con furia
devoradora. Luego, casi colérica, exclamó:

91
—¿Por qué quiere esa estúpida que sintamos indiferencia hacia
ti?
—Es una egoísta y piensa solamente en ella —dijo Kimbo.
Halia le miró un instante. Luego, de pronto corrió hacia la puerta
y la abrió de golpe, a la vez que lanzaba un grito:
—¡Chicas! ¡Venid todas! ¡Venid, pronto; hay un hombre a bordo!
—¡Un hombre! —repitieron algunas con gran alboroto.
Kimbo se asomó complacidamente a la puerta de su cámara.
—Hola, preciosas —dijo.
Lanzando chillidos de alegría, las chicas se precipitaron sobre él.
—Calma, calma, hermosas, habrá besos para todas —exclamó,
simulando intentar zafarse del acoso de las jóvenes.
Zulia apareció de pronto en la puerta de su cámara.
—¿Qué pasa aquí? —gritó, descompuestamente.
—Ya ves —dijo Kimbo, con los brazos apoyados en los hombros
de dos de las muchachas—. Parece que estoy muy solicitado...
—A mí me ha besado —dijo una de ellas, poniendo los ojos en
blanco.
—Tu maravillosa máquina ha fallado en algo, Zulia —dijo el
joven maliciosamente.
El rostro de Zulia aparecía contraído por la ira.
—Has empleado el mismo truco que con Marvus —exclamó.
—Si fabricas un humano, tienes que hacerlo completo. Y ciertas
órdenes no son bien asimiladas por un cerebro común y corriente —
contestó él.
—Pero ellas no... no...
Kimbo seguía sonriendo.
—¿Cómo puedes estar tan segura de lo que piensas?
—dijo—. ¿Es que no lo estás viendo con tus propios ojos?
Los ojos de Zulia arrojaron de repente chispas de cólera.
—¡Basta! —gritó—. Volved todas a vuestros camarotes.
Halia se destacó de las demás.
—Tú eres igual a nosotras —dijo, desafiante.
—Has cometido error tras error —manifestó Kimbo—, y el peor
de todos ha sido no contar conmigo. Eres muy hermosa, en efecto,
pero la belleza no ha sido nunca suficiente para amar a una mujer.

92
Hubo un momento de silencio. De pronto, Zulia dio media vuelta
y entró en su camarote.
Un segundo después, salía de nuevo, ahora armada con una
pistola solar.
—Está bien —dijo—; he cometido un error, pero no me pasará
más —aseguró, mientras apuntaba al joven con la pistola.
Pero en el momento en que salía el tiro, Halia se interpuso y
recibió la descarga mortal, convirtiéndose en un montón de carne
carbonizada.
Sonaron varios gritos de cólera.
—¡Ha matado a nuestra compañera!
—Hemos de vengar a Halia.
—Venganza, venganza...
Zulia se aterró.
—Quietas —chilló.
Todavía disparó una vez, pero no pudo efectuar la tercera
descarga.
Una veintena de enfurecidas mujeres se arrojaron sobre ella.
Zulia aulló y vociferó durantes unos instantes. Kimbo trató de hacer
algo, pero las mujeres artificiales parecían enloquecidas.
Zulia cayó. Quince o veinte pies la patearon hasta convertirla en
una informe masa ensangrentada.
Y, de repente, todas las mujeres se desplomaron de golpe, como
si cada una de ellas hubiese recibido un disparo mortal.
Casi en el mismo instante, la nave se estremeció con fuerza.
Kimbo se percató, todavía horrorizado por la tragedia, de que
estaba entrando en la atmósfera de Wir-Ohr con demasiada
velocidad. Debía hacer algo por reducir la marcha de la nave o se
produciría la catástrofe.

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CAPITULO XIII

Aterrizó frente al palacio, en el que aún se observaban algunas


huellas de los combates pasados. Reinaba un extraño silencio, que
deprimía el ánimo.
Kimbo se preguntaba una y otra vez por qué todas las mujeres
habían muerto al morir Zulia. Sólo podría encontrar la respuesta,
creyó, en el interior del palacio, investigando en la máquina.
Pero la máquina era algo nuevo para él. Wuttan no le había
enseñado nada semejante. ¿Conseguiría averiguar algo?
Sus pasos resonaron con lúgubres ecos en el interior de un
palacio completamente deshabitado. De pronto, al cruzar una
puerta vio algo que le hizo estremecerse con fuerza.
Había dos cuerpos humanos tendidos en el suelo. Ya empezaban
a descomponerse. Decelerar y llegar allí no había sido cosa de un
día.
Más adelante, a medida que progresaba en su camino hacia el
subterráneo, encontró otros cadáveres. De alguna parte salió un
horrible hedor.
Kimbo entrevió unos tanques colosales. Eran los depósitos de
"material" de que Zulia le había hablado en alguna ocasión.
Llegó al subterráneo. Había tres cadáveres más.
La máquina permanecía muda y silenciosa. Kimbo se preguntó
cómo podría hacerla funcionar, para obtener alguna respuesta a sus
dudas.
Lentamente se acercó al panel de mandos. Sus ojos captaron los
rótulos situados debajo de algunos instrumentos.
Uno de ellos llamó especialmente su atención. Presionó la tecla
correspondiente y esperó.
De alguna parte brotó una voz con tonos de ultratumba :
—¿Qué deseas saber?
—Zulia ha muerto —dijo Kimbo.

94
—Lo sé. Yo también estoy a punto de morir, pero me cuesta
mucho.
El joven logró dominar a duras penas un escalofrío de horror.
—¿Cómo puedes saber que Zulia ha muerto? —inquirió.
—Ella formaba parte de mí, era una prolongación corpórea de la
máquina que soy yo. Su cerebro y el mío eran uno solo y ambos
activábamos el de los seres que creábamos en mi interior. Pero al
morir ella, me falta la mitad de mí cerebro y estoy agonizando.
—Entonces, ¿eres un ser vivo?
—Somos los padres de Zulia.
Hubo un momento de silencio.
Luego, Kimbo dijo:
—Ella mencionó vuestra muerte en accidente.
—Decidimos desaparecer para ayudarla a vivir —contestó la
máquina.
—Entonces, os transformasteis voluntariamente...
—Sí.
—Pero, no entiendo. ¿Por qué?
—Queríamos que ella, con nuestra ayuda, conquistara el mundo.
No supimos calcular que llegaría un momento en que, en cierto
modo independiente de nosotros, se comportase como una mujer.
—Sí, ahora ya comprendo. De modo que todas las chicas que
fabricó murieron porque ellas eran también una parte de Zulia.
—Sí, todos éramos uno y uno éramos todos... pero pronto no
seremos ya nada.
Hubo un momento de silencio.
—Vuestro comportamiento no fue el más adecuado —dijo Kimbo
al cabo—. Creo que lo mejor hubiera sido que Zulia viviese como un
ser normal, con todos sus defectos y limitaciones, imperfecto en
grado sumo, incluso, pero persona al fin y al cabo.
—Tienes razón, pero lo que ha pasado ya no se puede rectificar.
¿Podemos pedirte un favor?
—Sí, desde luego.
—Busca el botón de color rojo, con un círculo negro en el centro.
Al lado tienes una esfera; sitúa la aguja en la cifra quince. Cuando lo
hayas hecho, presiona el botón a fondo. Tendrás quince minutos
para abandonar el palacio.

95
—¿Qué pasará entonces? —preguntó Kimbo.
—Todo saltará por los aires. El palacio desaparecerá.
—Pero...
—Hazlo —pidió la máquina—. Sufrimos demasiado. Abrevia
nuestra agonía.
Kimbo cerró los ojos un instante. Aquellos seres codiciosos
habían enviado a la muerte a una joven hermosa que, tal vez, en
circunstancias normales, hubiese vivido contenta y feliz, con las
ambiciones comunes a toda persona y sin deseos perniciosos para sí
y para los demás.
—De acuerdo —dijo.
Sí, era preciso destruir aquella fábrica de seres humanos.
Movió la aguja. Presionó el botón.
—Ya está —anunció.
—Gracias —dijo la máquina—. Vete, vete...
—Adiós.
Kimbo huyó a la carrera. No tenía la menor idea de lo que iba a
suceder, pero presentía algo apocalíptico.
Salió al exterior y corrió hacia la nave. Cuando entraba, vio a lo
lejos una espesa bandada de hombres-pájaro.
Los iftharianos volaban raudamente hacia aquel lugar. Kimbo
entró en la nave, cerró la escotilla y se sentó ante los mandos.
—¿A qué diablos vendrán estos estúpidos? —se preguntó,
mientras el aparato se remontaba en los aires.
Los iftharianos cargaron contra él. La nave se estremeció al
recibir los impactos de centenares de descargas solares.
En artefacto disponía de su propia esfera de energía protectora,
pero parecía inevitable que las sucesivas descargas acabasen
quebrándola. Además, el hecho de mantener en funcionamiento los
motores que producían la esfera de energía afectaba a los
propulsores, con lo que la elevación de la nave se realizaba con
suma lentitud.
Kimbo alcanzó un par de miles de metros. Los instrumentos que
señalaban la actividad de la esfera protectora indicaban cada vez
cifras más bajas.
Y los hombres de Szhnagor no cesaban en sus ataques.

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Kimbo estaba seguro de que creían a Zulia dentro de la nave.
Penosamente, ganó otros dos mil metros.
Entonces se produjo la explosión.
El palacio se convirtió en polvo. Pero antes hubo un colosal
chorro de llamas que subió a varios kilómetros de distancia. La onda
explosiva zarandeó a la nave con terrible violencia.
Cientos de hombres-pájaro se convirtieron en humo
instantáneamente. Otros, destrozados sus helicópteros individuales,
cayeron a plomo desde miles de metros de altura. Los menos,
indemnes, pero aterrados, huyeron a toda velocidad.
Kimbo no lo vio porque una de las sacudidas de la nave lo
arrancó de su sillón y lo lanzó contra un mamparo. El golpe le dejó
sin conocimiento instantáneamente.

* * *

Cuando abrió los ojos, se encontró tendido sobre la hierba. Olor


de carne asada llegó a su nariz.
Se incorporó sobre un codo. Katie, arrodillada, vigilaba el animal
que se doraba sobre las brasas.
—Katie.
Ella se volvió y le dirigió una cálida sonrisa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Bien, aunque un poco aturdido...
—Estabas sin sentido cuando te encontré. Me asusté mucho al
principio. La nave está poco menos que en ruinas, aunque, por
fortuna, tengo la tuya ahí cerca.
—¿Cómo has llegado hasta aquí, Katie?
—Siguiéndote, claro. Cuando vi que faltabas, me imaginé lo
ocurrido. Por cierto, ¿qué ha sido de Zulia?
—Murió.
—Oh —murmuró Katie—. ¿La mataste tú?
—No, pero ya te explicaré luego. Dime, ¿estamos todavía en Wir-
Ohr?
—Claro. Ya nos iremos, no te preocupes.

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Kimbo hizo un esfuerzo y se puso en pie. Cerca había un río, en
el que se mojó la cara para acabar de despejarse.
Luego regresó junto a la muchacha.
—Katie, Wuttan me envió a Stavridon para casarme con Melvis
—dijo.
—Ya lo sé, pero ella es ahora la esposa de Buttolh y están camino
de Marthius.
—Lo celebro mucho. ¿Puedo hacerte una petición?
—Lo que quieras, cariño.
—No te transformes más, Katie.
Ella lanzó una cristalina carcajada.
—Explícame los motivos de tu petición —solicitó.
—Bueno, quiero verte siempre como eres... y no querría que mis
hijos, nuestros hijos, usaran de sus facultades polimórficas. Me
conformo con que seas siempre tal como eres, ¿entiendes?
Katie le dirigió una larga mirada.
—Creo que acerté al viajar a la Tierra —dijo.
—Por cierto, aún no conozco los motivos de ese viaje —declaró
Kimbo.
Ella suspiró.
—También nuestra raza está en decadencia —contestó
significativamente.
El joven se acercó a Katie, agarró una de sus manos y la hizo
ponerse en pie.
—La Tierra tiene que volver a ser lo que fue y nosotros seremos
el principio de una nueva era en el planeta —dijo.
—¿Estará Wuttan de acuerdo con tu decisión? —preguntó Katie
maliciosamente.
—Quien tiene que estarlo eres tú, y, a fin de cuentas, eso es lo que
él desea —contestó Kimbo.
Katie apoyó la cabeza en el pecho del terrestre.
—Ser tu esposa bien vale el precio de convertirme en una persona
normal —murmuró.

FIN

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