Vincent, Jean, Sobre El Ascenso y La Victoria Del Nazismo, en Elementos para Una Análisis Del Fascismo

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VINCENT, JEAN MARIE, (1978). “Sobre el ascenso y la victoria del nazismo”.


En Macciochi, M.A. Elementos para un análisis del fascismo. Madrid: Mandrágora.

SOBRE EL ASCENSO Y LA VICTORIA DEL NAZISMO

El nazismo permanece como un gran enigma para la conciencia


europea. Se sabe muy bien qué fuerzas hicieron fortuna al final de la
República de Weimar: una pequeña burguesía desencadenada por
los efectos de la crisis económica de 1929 y una gran burguesía en
busca de un período de calma y de prosperidad para la industria. (1)
Pero al tratar de profundizar en el análisis sólo hallamos
discordancias y confusiones. Para explicar el por qué de la cuestión,
se apela, a menudo, al juego de las conspiraciones maquiavélicas o
a la perversidad del carácter nacional alemán en lugar de apelar a la
dialéctica de las fuerzas políticas. La definición de la Internacional
Comunista sobre la dictadura de Hitler contiene fuertes
connotaciones subjetivistas al hablar de una dictadura de los
elementos más terroristas y más chauvinistas del capital
monopolista, sin preocuparse de explicar el proceso que condujo a
la pequeña burguesía a los brazos del gran capital. Por su parte la
historiografía de tendencia socialdemócrata es igualmente subjetiva
al culpar la conjunción de los extremos, es decir la colisión de
comunistas y nazis sin plantearse la cuestión del desencanto de las
masas pequeño-burguesas influidas durante tanto tiempo por la
socialdemocracia. Muchos han observado la debilidad de estas
explicaciones , demasiado marcadas por tentativas de
autojustificación y, para mejor delimitar los fenómenos
desconcertantes de la adhesión de masas importantes a un
movimiento tan retrógrado y oscurantista se han inclinado por la
psicología social. Pero cuanto más interés se puede encontrar en
las teorías de origen psicoanalítico sobre la socialización autoritaria
como factor que predispone a muchos individuos a identificarse con
movimientos de tipo fascista, más peligro existe en dejarse llevar
por generalizaciones apresuradas en este cambio. (2) Se corre el
riesgo de sobreestimar la importancia de los conflictos psicológicos

2
en relación con los conflictos sociales propiamente dichos, como lo
hace por ejemplo, Talcott Parsons al analizar el nazismo como una
reacción fundamentalista a los empujones demasiado rápidos de
racionalización burocrática y de industrialización. Se corre el riesgo
también de culpar la falta de pedagogía o de comprensión de los
anti-nazis de la catástrofe de 1933 o de sobreestimar la capacidad
de manipulación de las clases dirigentes. Quizás fuera necesario
preguntarse antes que nada en qué condiciones sociales y políticas
es posible canalizar y utilizar los sentimientos de frustración y de
irritación compartidos por una parte importante de la población. En
realidad para comprender el proceso que condujo a Hitler a la toma
del poder, es preciso tratar el fenómeno nazi desde varios niveles: el
de la modificación de las relaciones entre clases, el de los
desmoronamientos ideológicos que se operan en función de la
conciencia de su situación que tienen las diferentes capas de la
población, el de los cambios de relaciones de fuerzas políticas,
sabiendo que los cambios decisivos se sitúan a nivel de la política y
del Estado en tanto que bloqueo de las relaciones de clase. Todavía
hoy, retrospectivamente, se tiende a hacer del nazismo una especie
de fatalidad, porque precisamente no están claros los
enfrentamientos políticos del final de la República de Weimar.

Esta conferencia tratará pues de un estudio esquemático de las


estrategias y de las tácticas seguidas por las principales fuerzas
presentes en relación con los principales datos de la lucha de
clases. El punto de partida es, evidentemente, la derrota de la
revolución de 1918-1923 y las frágiles bases sobre las que se edificó
el sistema de Weimar.(3) La burguesía había, sin duda, salvado la
piel. El proceso revolucionario no había hecho tambalear realmente
sus fuerzas, ni disminuir notablemente el peso del aparato de
Estado sobre el que se apoyaba. Favorecida por la inflación
galopante de 1923, la burguesía incluso aumentó su patrimonio
económico en detrimento de las otras capas de la sociedad. Pero
los compromisos que debió establecer -muy a pesar suyo- con las
organizaciones obreras reformistas para estabilizar la situación
social, limitaban singularmente su libertad de acción en toda una
serie de importantes ámbitos. En las empresas, sus esfuerzos para
racionalizar la producción (y la explotación) y fabricar mercancías
exportables debían enfrentarse al peso adquirido por el sindicalismo
y los representantes elegidos por los trabajadores. A nivel
gubernamental, debía tener en cuenta las presiones de la
socialdemocracia por una política económica más social y por una

3
política exterior relativamente pacífica (aplicación del Tratado de
Versalles). Dicho de otra manera, la burguesía sentía debilitada su
capacidad de afrontar la concurrencia capitalista internacional y
por esta razón no se sentía verdaderamente partidaria de la forma
parlamentaria del poder (su partido más representativo, los
nacional-alemanes, se situaba muy a la derecha).

La clase obrera se encontraba, por su parte, en una situación


completamente paradójica. Alimentaba, a través de la
socialdemocracia, la parte más esencial de las fuerzas del campo
electoral democrático, pero el Estado que debía sostener con sus
votos y que debía considerar como su Estado no se mostraba muy
bien dispuesto a su favor. La justicia en particular -denunciada de
manera tan precisa como una justicia de clase por publicistas como
Tuchoisky o von Ossietzky- golpeaba duramente a los militantes
obreros por sus actividades políticas o sindicales. El Estado de
Weimar no suscitaba ningún entusiasmo en la mayoría del
proletariado que no veía en aquel gobierno otra cosa que una etapa
de la transformación de la sociedad. Incluso los propios
socialdemócratas se guardaban de presentarlo como un modelo,
preferían trazar las perspectivas de una futura democracia
económica como complemento indispensable de una democracia
política todavía muy embrionaria. En esta óptica, el Estado era sólo
un medio preferible a otros, en el camino que conducía a la
sociedad sin clases. No se planteaba pues, el consagrarlo como la
realización de la racionalidad acabada ni considerarlo un fin en sí.
Era simplemente una conquista en relación al Estado imperial, pero
una conquista ambigua.

Para la pequeña burguesía, la situación era todavía más compleja.


En general había acogido bien la revolución de 1918, pero tenía la
clara voluntad de limitar sus efectos. Los artesanos, los pequeños
comerciantes, los funcionarios, querían una revolución dentro del
orden en la que ellos habrían jugado el papel de árbitros entre las
clases antagonistas. En consecuencia, adoptaron una actitud
ambivalente frente al movimiento de la clase obrera, a veces
sosteniéndolo, a veces formando tropas para reprimirlo. En cierta
medida, los intelectuales provenientes de este medio, adoptaron
posiciones mucho más escindidas, pero su radicalización era
susceptible de fuertes oscilaciones, también muy ambiguas. En este
sector de la pequeña burguesía, se observaba fácilmente a
individuos o grupos que pasaban de la simpatía más clara por el

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régimen de los consejos obreros a una no menor simpatía por el
militarismo nacionalista y la denuncia reaccionaria de la
democracia. En cuanto a las capas campesinas, se dejaban influir
por el conservadurismo sólido. En sus filas no se encontraban
partidarios incondicionales de la democracia parlamentaria, como
mucho había católicos ligados a la República a través de un partido
como el Zentrum. Además, la pequeña burguesía era sólo en
apariencia uno de los pilares del régimen de Weimar. Y su reticencia
era mayor por haber sido duramente golpeada en 1922-23 por la
inflación y porque no había obtenido muchos beneficios de la
política seguida por el nuevo régimen.

Así pues, la estabilización de los años 24-29 era precaria. La


República vivía sin apoyarse en los ciudadanos verdaderamente
convencidos de su necesidad y de su viabilidad (aparte de los
aparatos de los partidos y de los sindicatos). Las fuerzas en
presencia se observaban con suspicacia y permanecían en pie de
guerra escrutando el futuro con inquietud. Desde este punto de
vista, es significativo que la extrema derecha racista continuara
avanzando a lo largo de estos años detrás de una fachada de calma
y tranquilidad. Al principio, en 1919-20, sólo representaba un grupo
heteróclito de soldados y oficiales contrarrevolucionarios, sicarios,
desclasados, utilizados por la burguesía contra las organizaciones
obreras, pequeño burgueses visionarios y nostálgicos del pasado.
En su interior, las querellas entre los grupos y sus jefes eran
incesantes. No existían ni programa ni ideología comunes, el
antibolchevismo declarado convivía con el nacional-bolchevismo de
Hitler, que quería dar respuesta a los temores y obsesiones de la
pequeña burguesía, a su miedo a perder su estatu social, mediante
una política de aplastamiento de las organizaciones que
representaban a las capas más desfavorecidas de la sociedad. El
programa del NSDAP (partido obrero nacional socialista), tal como
fue cristalizando en los años veinte, es bien característico a este
respecto. Tenía, claro está, un tono anticapitalista pero un
anticapitalismo romántico y antisemita que tenía poco que ver con
la realidad de las relaciones de producción capitalista de la
Alemania del siglo XX. En la formulación de Gottfried Feder existe
hostilidad respecto de la tasa de interés, pero no se incluye ningún
elemento esencial contra la propiedad privada de los medios de
producción o contra la jerarquía social que de ella se desprende.
Protesta contra los excesos del capitalismo, contra la movilidad
social descendiente que comparta su avance, pero se resiste a

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cualquier tentativa real de cambio. Fundamentalmente se presenta
como un programa del antimarxismo, como un programa que busca
la solución de las contradicciones de la sociedad en el dominio del
movimiento obrero (destrucción de sus organizaciones ) y en la
hipertrofia del Estado represivo. Más que la denuncia de las cabezas
de turco judías, el objetivo del hitlerismo son los explotados que se
revelan contra su explotación. En realidad se propone promover una
nueva alianza de los defensores de la propiedad transformando la
pequeña burguesía en un ejército de cabos de vara encargados de
disciplinar a los trabajadores. El Führerprinzip no sólo expresa su
nostalgia por el orden sino que postula la creación de una sociedad-
cuartel cuyo modelo son los S.A. y los S.S. (4) Este programa, que
reflejaba la adaptación de fracciones importantes de la pequeña
burguesía al capitalismo monopolista, se enfrentaba, sin embargo,
con fuertes resistencias. Una parte muy importante de la pequeña
burguesía defendía orientaciones auténticamente anticapitalistas,
aunque sobre bases confusas. Numerosas corrientes se
pronunciaron por la nacionalización de la industria y de la banca, es
decir, por una revolución socialista realizada en colaboración
estrecha con los comunistas. La naturaleza de esta revolución era,
la mayoría de las veces, más nacional que proletaria, más marcada
por las concepciones de una nueva cohesión nacional que por teoría
de la dictadura del proletariado; esta revolución alemana era, a
pesar de todo, radicalmente opuesta a toda idea de fomento de la
sociedad burguesa. Sin duda, vehiculaba muchas escorias sobre la
venida del III Reich, sobre el tipo de comunidad a edificar, pero, más
allá de estas románticas ilusiones procedentes de un pasado
idealizado se traducía una profunda aspiración por una sociedad
más fraternal librada del yugo del dinero. Como muy bien ha visto
Ernst Bloch,(5) una gran parte de la pequeña burguesía vivía la crisis
de la sociedad según una temporalidad y unos ritmos distintos a los
vividos por las demás clases. A causa de su posición respecto de la
producción social, respecto de los conflictos esenciales (conflictos
capital-trabajo), la pequeña burguesía no podía captar todas las
circunstancias de las calamidades que la azotaban, por ello se
refugiaba en visiones míticas del presente o del futuro. Pero, a
pesar de su apego a los valores precapitalistas o de sus tendencias
nihilistas (rechazo de una parte del mundo moderno), la pequeña
burguesía era susceptible de sentirse atraída por el proletariado y el
socialismo. A lo largo de los años veinte son incontables los
ideólogos que preconizan la planificación de la economía basada en
el ejemplo de la Unión Soviética y que reconocen incluso la lucha de

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clases como motor de la Historia bajo formas, claro está, muy
deformadas.

Se puede constatar que los enfrentamientos entre este sector


social-revolucionario y el fascismo hitleriano fueron incesantes e
incluso se mutiplicaron a partir de la crisis de 1929. En el seno del
propio NSDAP, Hitler debió intervenir, en 1926, contra
organizaciones del Norte de Alemania que preconizaban una política
de alianza con la Unión Soviética. Cuatro años más tarde debe
enfrentarse con Otto Strasser que toma en serio las proclamaciones
anticapitalistas del partido, es decir que pretende ponerlas en
práctica. Pero estas manifestaciones internas son sólo un débil eco
de las presiones social-revolucionarias que se ejercen sobre el
nacionalsocialismo. Entre el campesinado se dibujan movimientos
de revuelta contra la gran propiedad del suelo y contra el
endeudamiento respecto de los bancos.. En el Norte y sobre todo,
en Schleswig-Holstein toman un carácter netamente revolucionario
bajo la dirección de Claus Heim. Más inquietante todavía era el
hecho de que la mayoría de las organizaciones de la juventud
nacionalista, la Bündische Jugend, se orientara hacia posiciones
social-revolucionarias, es decir, hacia posiciones de denuncia de la
alianza de la dirección nazi con la burguesía. En numerosas
localidades los S.A. sufren repetidas crisis y sus efectivos pasan a
grupos social-revolucionarios o nacionalbolcheviques. En
consecuencia, no es exagerado afirmar que la radicación de la
pequeña burguesía representó para el nazismo una amenaza grave,
pero al mismo tiempo, la ocación de constituirse en una fuerza
política de envergadura. De hecho Hitler temía constantemente ser
desbordado.(6)

No hace falta decir que la gran burguesía compartía en gran manera


este temor y su adhesión a la idea de una dictadura nazi se produjo
progresivamente. En la primera mitad de los años veinte, la gran
burguesía consideraba al partido de Hitler como un conjunto de
bandas antiobreras o de fuerzas del orden temporales, estaba lejos
de verle como organizador del poder. A partir de la crisis de 1929, la
gran burguesía empieza a darse cuenta de que el partido de Hitler
es un buen instrumento para canalizar la revuelta de la pequeña
burguesía y presionar a los partidos democráticos. En las
elecciones legislativas de setiembre de 1930, por primera vez,
financia masivamente a los hitlerianos, pero todavía no piensa en
apoyar su candidatura al poder. Sus preferencias van al gobierno sin

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tener en cuenta al Parlamento (artículo 48 de la Constitución) tal
como lo pondrá en práctica Brüning con el apoyo del presidente de
la República, Hindenburg y, en 1932, von Papen. Pero la ineficacia
de estos gobiernos en su lucha por restaurar la rentabilidad de la
gran industria (elevando la tasa de ganancia), su falta de audiencia
entre la población, hizo inclinar la balanza en favor de la
movilización total a la manera nazi. El gran capital sabía que la
dirección nazi , ahora a la cabeza de un ejército de varios de
centenares de millares de hombres, no podía prescindir de una
financiación masiva y continuada bajo pena de quiebra financiera y
económica. Así pues, dependía en gran medida de sus proveedores
de fondos y, por ello, debía abrirse a sus sugerencias. Por otro lado,
Hitler y sus principales lugartenientes, al elegir la vía legal de
acceso al poder, habían mostrado claramente que no pretendían
crear desórdenes que pudieran poner en cuestión las relaciones de
propiedad del Estado. Así se creaba la base de un compromiso
duradero entre nazis y gran burguesía. El gran capital sacrificaba
sus organizaciones representativas y entrega a Hitler y a sus
secuaces la gestión del Estado, sin duda una parte importante del
pastel. A cambio obtenía la posibilidad de reforzar en proporciones
considerables la explotación de la clase obrera sin tener que
preocuparse por una resistencia organizada. Queda claro que si la
burguesía interviene de manera presurosa en la cumbre del Estado
(Hindenburg y su camarilla) para que Hitler sea nombrado canciller
del Reich,(7) es fundamentalmente porque había adquirido la certeza
de que no habría reacciones notables del movimiento obrero, ni
huelga general, ni levantamiento como el ocurrido en el golpe de
Kapp en 1920.

La clave de la victoria del nazismo, de su triunfo en el seno de la


pequeña burguesía frente a las corrientes social-revolucionarias, se
encuentra pues en la política del movimiento obrero, en su
pasividad y en su incapacidad de intervenir realmente en los
debates que le concernían grandemente. La mayor parte de la
pequeña burguesía buscaba una salida sin poder defender
posiciones autónomas, se hallaba tentada por dos vías
contradictorias, reflejo de la lucha de las dos clases fundamentales
en una situación de crisis aguda. No es preciso extenderse mucho
sobre la política de la socialdemocracia en este ámbito: la principal
organización obrera -por sus efectivos y su composición- facilitó la
subida del nazismo mediante su comportamiento. Después de la
caída del gobierno de Hermann Müller en marzo de 1930 (coalición

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de la que formaba parte) la socialdemocracia adoptó una actitud de
tolerancia, a menudo benevolente, respecto del gobierno Brüning, a
pesar de que éste llevaba a cabo una política de ataque frontal
contra el nivel de vida de la clase obrera y contra su libertad de
organización. Para hacer frente al peligro nazi, no veía otra táctica
que la del mal menor, es decir, la alianza con una parte incierta de
la burguesía contra otra cada vez más atraída por las soluciones
nazis. En 1931, en el congreso de Leipzig, Fritz Tarnow, el ideólogo
de la democracia económica, decía que era preciso convertirse en
los médicos de un capitalismo enfermo y la dirección del partido
rehusaba escuchar las advertencias del ala izquierda o las llamadas
a la creación de un frente único con los comunistas (esta última se
escindió antes de poder influir en esta orientación suicida). En 1932,
cuando el canciller von Papen destituyó mediante un verdadero
golpe de Estado al gobierno socialdemócrata de Prusia (el Land más
importante de Alemania), el partido socialdemócrata y los
sindicatos no presentaron ninguna resistencia digna de mención. De
todas maneras, la organización de autodefensa patrocinada por la
socialdemocracia, el Reichsbanner, casi no jugó papel alguno en la
lucha física contra las bandas nazis y en el control de la calle. El
partido estaba demasiado preocupado por su respetabilidad y por
las buenas relaciones con el centro burgués como para
comprometerse en una vía semejante. La esencia de su política era
la defensa de una legalidad que no preocupaba a casi nadie.

El partido comunista era, evidentemente, mucho más combativo. En


el curso de los últimos meses de la República de Weimar, sus
militantes y simpatizantes lucharon con valentía contra los S.A. y, a
pesar de una innegable inferioridad numérica, cedieron muy poco
terreno.(8) En vísperas de la toma del poder por Hitler, las
experiencias punitivas de los nazis no pueden compararse a las de
los fascistas antes de la marca sobre Roma y el movimiento obrero
goza en general de una libertad de acción nada negligible, a pesar
de las restricciones, consecuencia de la colaboración tácita de las
autoridades y de los nazis. Durante las elecciones que tuvieron
lugar en 1932, en particular las elecciones legislativas de julio y
noviembre, los enfrentamientos se multiplican y el número de
víctimas se dispara; según apreciaciones admitidas, cerca de
doscientos militantes o simpatizantes comunistas murieron en
manos de los nazis o de la policía en 1932. Ello no impedía al P.C.A.
reforzar sus posiciones en el plano electoral (casi seis millones de
votos en 1932, es decir más del 6 por ciento de los votos frente a

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poco más de tres millones en 1928) y aparecer como una
organización en pleno auge en relación con la socialdemocracia,
todavía mayoritaria entre la clase obrera, pero en decadencia. El
partido comunista aparecía como el principal beneficiario, después
de los hitlerianos, claro está, de la crisis del régimen capitalista.

Pero esta fachada imponente -el P.C.A. con trescientos mil


miembros, era el segundo partido comunista del mundo después de
la Unión Soviética- dejaba traslucir las crecientes dificultades de
organización. La fluctuación de sus efectivos había alcanzado un
nivel alarmante. Según las cifras citadas por Hermann Weber, en
1931 afectaba al 38% de los miembros del Partido y un año más
tarde, en 1932, aumentaba al 54%, lo cual naturalmente, hacía
imposible todo trabajo político continuado. Por otro lado, la
implantación de los comunistas en las empresas era cada vez más
débil. En 1931, el 78% de los miembros del partido estaban sin
trabajo, en abril de 1932 el paro aumentaba al 85%, cifras
ampliamente superiores al porcentaje de los parados en la
población obrera alemana (el 45% a principios de 1932, es decir,
más de seis millones) En el plano sindical la R.G.O. (oposición
sindical roja) contaba casi siempre con efectivos inferiores a los del
partido y era incapaz de influir en los trabajadores de la mayor parte
de las empresas. El partido era incapaz de dirigir las luchas y de
ejercer un papel de vanguardia. Sin duda gozaba de bastante
simpatía entre los medios obreros, particularmente en la periferia
de Berlín y en ciertas zonas de la cuenca del Rhur, pero los vínculos
entre el partido y la clase eran frágiles. Durante 1932 son
innumerables las advertencias de Ernst Thälmann, secretario
general del partido, sobre la necesidad de practicar en las empresas
un trabajo mejor, pero sus palabras son vanas. En realidad, el
partido nadaba en la ola de radicalización causada por la crisis de
1929, incluso se dejaba llevar por ella. Nada podía contra su propia
confusión, contra las oscilaciones entre la extrema derecha y la
extrema izquierda, contra la desmoralización que invadía a los
sectores más avanzados de la clase obrera ante la imposibilidad de
hacer prevalecer una orientación positiva por encima del desorden
general de los ánimos. El partido seguía los acontecimientos y, a
pesar de las enormes posibilidades de intervención y de
anticipación que se desprendían de la situación, esperaba que la
demagogia nazi cayera por su propio peso. En este sentido, la
iniciativa pertenecía a los estrategas de la burguesía y del nazismo.
Después de las elecciones legislativas de 1932, que marcaron un

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retroceso para la N.S.D.A.P., la dirección del partido comunista
creyó por un momento que el torrente nacionalsocialista iba a
encauzarse, cuando, en realidad este fracaso relativo fue tomado
como una advertencia seria por parte de los partidarios del Estado
fuerte a la manera nazi y aceleró las maniobras que darían el poder
a Hitler y a sus secuaces.

Es importante pues comprender de qué manera el partido


comunista, bajo una apariencia activista, fue reducido a la
impotencia y en definitiva a la capitulación sin combate a finales de
enero de 1933. La primera razón y en mucho las más importante, se
halla en la política de unidad o más bien de división de la clase
obrera. En 1923, la política de frente único, preconizada por la
Internacional comunista, aplicada de manera oportunista por la
dirección Brandler, no había dado buenos resultados. Muchos le
atribuyeron el fracaso de la revolución o, más exactamente, de las
tentativas de toma del poder en otoño. La izquierda del partido que
se había convertido en mayoritaria, rechazó, en consecuencia esta
política con fuerza y sólo quería oir hablar de un frente único de las
clases más bajas que excluía todo acuerdo táctico o circunstancial
con los dirigentes regionales o nacionales de la socialdemocracia.
Se preconizaba lo contrario: la conquista de la mayoría de la clase
obrera debía realizarse mediante la denuncia de la
socialdemocracia como el apoyo principal de la burguesía, como la
última traba que se interponía entre la clase obrera y la dictadura
del proletariado. Este radicalismo abstracto despreciaba la
complejidad de las relaciones entre los trabajadores y sus
organizaciones, la necesidad tan sentida de la unidad en las luchas
cotidianas frente al adversario capitalista. Enfrentaba a la clase
obrera a una especie de chantaje irrealista, o aceptar la dirección
infalible del partido comunista o convertirse en una clase sin
capacidad de acción o de intervención, condenada a la inexistencia
política. Negaba, en suma el derecho de la clase obrera a
experimentar orientaciones y formas de organización que se le
podían proponer en nombre de sus intereses históricos. El partido se
creía la única encarnación auténtica del proletariado por encima de
los debates y de los enfrentamientos concretos y, al persistir en
esta vía, se aislaba cada vez más. Sus dirigentes, Ruth Fischer,
Arkadi Maslow confiaban en el bolcheviser, mientras, por otro lado
no hacían más que acostumbrarse a una línea general muy
desligada de la constelación de fuerzas en las que era preciso
actuar. En 1925 y 1926, la dirección de la Internacional corrigió un

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poco el izquierdismo peligroso para mantener la influencia del
partido volviendo gradualmente a una política de frente único
(interpretada de manera oportunista). Pero, a partir del VI Congreso
de la Internacional, el radicalismo abstracto volvió a recuperar su
posición delantera.

Este nuevo viraje partía de premisas justas basadas en las


contradicciones económicas del capitalismo en vísperas de la crisis
de 1929. Pero se encontraba ante un ascenso lineal de la
radicalización de las masas, natural frente a la ausencia de una
estrategia y de una táctica apropiadas. Más exactamente, la
Internacional profetizaba una radicalización sin preocuparse de la
dirección muy diferente que podía tomar en función de la actitud de
las organizaciones proletarias. Ello aumentaba la propensión de
muchos militantes del P.C.A acostumbrados a esperar la crisis
revolucionaria como un regalo del cielo, pero las conclusiones
tácticas respecto de las relaciones con la socialdemocracia
chocaron con fuertes resistencias. Efectivamente, en los plenos de
la Internacional que siguieron al congreso, se pedía al partido que
denunciara a la socialdemocracia como socialfascista y como
principal adversario de la revolución proletaria, lo cual suponía
situar a los socialdemócratas en el mismo plano que los nazis
olvidando sus profundas diferencias. Los nazis se proponían anular
al movimiento obrero organizado, mientras que la socialdemocracia
no podía sobrevivir sin la base del mínimo de libertades
democráticas (entre otras la libertad de organización política y
sindical) cualquiera que fuera su adhesión a la causa de la
burguesía. No es de extrañar pues que algunos sectores
particularmente sensibilizados por el trabajo de masas se rebelaran
contra estas consignas. En setiembre-octubre de 1928, una
coalición heteróclita dirigida por los llamados conciliadores (Ewert,
Gerhart, Eisler) derrocaba a Thälmann bajo pretexto de que éste
encubrió un escándalo financiero sin participar en él. Esta
revolución de palacio era, sin embargo, insuficiente para mover a la
base de un partido formado en la obediencia incondicional desde
hacía varios años. A través de las presiones de Stalin, Thälmann
volvió a su lugar y la derecha del partido, que atacaba abiertamente
el desarrollo del socialfascismo, fue excluida. (Brandler, Thalheimer,
Walcher, Frölich, todos los veteranos del Saprtakusbund).

A partir de su XII Congreso, en abril de 1919, el P.C.A. desarrolla una


política de escisión del movimiento obrero. (9) Los militantes

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comunistas organizados en los sindicatos de dirección
socialdemócratas, donde disponían de una influencia nada
negligible forman la R.G.O. (oposición sindical roja) según el modelo
de los sindicatos rojos embrionarios. Las consecuencias,
naturalmente, fueron catastróficas. Los reformistas pudieron
expulsar fácilmente a los cuadros revolucionarios de los sindicatos
y consolidar su hegemonía entre el proletariado organizado durante
un período que, sin embargo, no les era favorable. De esta manera
los comunistas se vieron privados de los medios de actuar
eficazmente en favor de una huelga general contra cualquier
eventual toma del poder por parte de los nazis y así renunciaron a
un arma esencial. A nivel político propiamente dicho, el partido
siguió la misma vía atacando a menudo a la socialdemocracia como
su enemigo principal y rechazando evidentemente cualquier idea de
frente común contra las bandas nazis, lo cual no hacía más que
facilitar el trabajo a los dirigentes socialdemócratas deseosos de
librar a sus tropas de cualquier influencia comunista. El P.C.A.
lanzaba llamadas por un frente único con la base de los obreros
socialdemócratas, pero convencía a poca gente. Parecían, en
efecto, tentativas de desmoralización y para los militantes
socialistas más conscientes era una manera de desviarles del
combate en el interior de su propia organización. El recelo en que se
mantenía el frente único de base era mayor porque el P.C.A.
denunciaba a los dirigentes socialdemócratas de izquierda como
enemigos más peligrosos que los de derecha. Esta lógica sectaria
debió algunas veces dar náuseas a Thälmann y a quienes le
rodeaban ya que en 1931 rechazaron encontrarse al lado de los
nazis en un referéndum contra el gobierno socialdemócrata de
Prusia. Pero esta vez también la Internacional y Stalin intervinieron
en favor de una participación en esta dudosa empresa.

Por otro lado, esta política suicida estaba acompañada por una
terrible ceguera sobre la realidad de la amenaza nazi. El partido
hablaba mucho de una fascistización gradual del Estado y de la
sociedad y encontraba agentes fascistizantes en todas partes, en el
Zentrum católico, en los liberales y, de una manera general, en
todas las fuerzas que participaban en algo en el poder. Para el
partido, el Estado, desde el acceso al poder de Bruning, estaba
fascistizado y la subida al gobierno de la N.S.D.A.P. no podía, desde
su punto de vista, significar un salto cualitativo en relación a la
situación anterior. De esta manera el peligro nazi se minimizaba, es
decir, se reemplazaba en el marco de un simple fortalecimiento del

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autoritarismo del Estado burgués. Los dirigentes comunistas se
reafirmaban a sí mismos afirmando que la ocupación del poder por
los nazis era efímera y que inmediatamente después vendría su
turno. Siempre se referían a un análisis mecánico de la crisis del
capitalismo y de la radicalización de las masas, lo cual les permitía
soñar en un futuro menos oscuro para ellos e ignorar que los nazis
se preparaban para instaurar un sistema policial y
concentracionario sin precedentes. Contaban, sin embargo, con el
ejemplo italiano y podían leer en la prensa comunista de oposición
los artículos premonitorios de León Trotski o de Aúgust Thalheimer
que develaban de manera muy exacta los planes de los nazis y del
gran capital.(10) Tenían también a su disposición la literatura nazi,
desde Mein Kampf de Hitler hasta las libelos de los Streicher o los
de Rosenberg. Pero no importaba, en el gran cuerpo burocrático que
constituía el partido comunista, la percepción de los movimientos
reales de las clases en presencia pasaban a través del prisma
deformador de los intereses de la burocracia soviética y de su
socialismo nacional. El partido comunista alemán interesaba en
tanto que cuerpo monolítico, incondicionalmente fiel a la dirección
de la Internacional (es decir, a la dirección soviética), podía servir
de medio de presión, de moneda de cambio -como ocurrirá algunos
años más tarde- en el juego diplomático del Estado soviético. Por el
contrario, no hubiera presentado ningún interés para la burocracia
soviética en tanto que partido decidido a explotar , sin prejuicios,
todas las virtualidades de los trastornos revolucionarios de la
escena política alemana. En el fondo de la cuestión podía haber una
transformación fundamental de las relaciones de fuerza
internacionales y, al propio tiempo, un resurgimiento de los
procesos revolucionarios a escala europea, cosas completamente
contrarias a la estabilización de un poder conservador en la Unión
Soviética. Era preciso pues que el partido comunista alemán no se
alzara por encima de su sectarismo de organización y defender los
verdaderos intereses del proletariado.

Paradójicamente el P.C.A. se mostró mucho más imaginativo e


inventivo en sus relaciones con los nacionalistas radicalizados, es
decir con los nacionalbolchevistas. Sin duda porque se encontraba
ante medios favorablemente dispuestos a la evolución nacional del
comunismo en la Unión Soviética, puso sordina a las acusaciones
de fascismo que solía prodigar para los otros sectores del abanico
político, Incluso se puede decir que intentó hacer de los
nacionalbolchevistas unos aliados privilegiados puesto que su

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política de frente único por la base tenía poco éxito entre la clase
obrera. En agosto de 1930, el comité central del partido, publicó un
programa para la liberación nacional y social del pueblo alemán (11)
que retomaba muchas de las reivindicaciones del nacionalismo
alemán. En este programa se señalaba que el Tratado de Versalles y
el plan de Young para el pago de las deudas alemanas eran los
responsables casi exclusivos de la esclavitud del proletariado
alemán. Se mencionaba el papel de la burocracia y de la acción
socialdemócrata en el movimiento obrero, pero sobre todo por su
traición nacional y su colaboración con los imperialismos
extranjeros. La liberación social -el tema de una Alemania soviética-
se tocaba de lejos pero más como la consecuencia de la lucha
nacional que como la más alta expresión del combate proletario. De
esta manera, se borraban las fronteras entre una radicalización que
no traspasaba los límites de la ideología pequeño burguesa y la
formación de la conciencia de clase proletaria. En lugar de una
denuncia clara de los mecanismos de explotación y de opresión, el
denominador común era el extremismo abstracto, la retórica de la
humillación nacional o de la frustración ante el poder del dinero
mitificado. El programa no contenía ningún aspecto preciso en el
plano económico, nada sobre las perspectivas de organización
autónoma de la clase obrera (en consejos, por ejemplo) ni tampoco
sobre la manera de acceder al poder. De hecho no podía servir de
guía para la acción cotidiana y fue preciso completarlo, en mayo de
1931, con un programa de ayuda al campesinado
(Bauernhilfsprogramm) y un plan de creación de empleos
(Arbeitsbeschaffungsplan) que tenían en cuenta de manera seria las
preocupaciones inmediatas de las masas pero que no procuraban
indicaciones precisas sobre los medios para salir de la situación de
crisis. Ante la pequeña burguesía el partido comunista presentaba
su candidatura a la dirección de la sociedad sin mostrar pruebas de
su capacidad para ejercer realmente tal dirección. Este
nacionalcomunismo, por tomar una expresión de Trotski, tuvo, a
decir verdad, algunos éxitos. Sobre esta base, oficiales de la
Reichswher como Richard Scheringer, y miembros influyentes de la
bündische Jugend como Bodo Uhse ingresaron en las filas
comunistas. Pero, en general, los nacionalistas y los social-
revolucionarios permanecieron escépticos a pesar de sus
observaciones favorables al programa. Ernst Niekisch, dirigente del
movimiento Resistencia (Widerstandsbewegung) uno de los más
hostiles al nazismo, criticaba de manera significativa la falta de
independencia del P.C.A en relación a la dirección soviética. Sin

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embargo, lo que suscitó más profundamente la reserva de los
medios nacionalistas y social-revolucionarios fue la incapacidad de
los comunistas alemanes de dirigir a la clase obrera, de darle los
medios para aparecer como fuerza hegemónica. En este dominio la
demagogia surtió sus efectos puesto que incluso desorientó a
muchos que dejaron el partido para ingresar en el campo
nacionalista o nazi. En vísperas de la toma del poder por Hitler, la
desorientación de los comunistas era total. Ya no había línea sino
vacilaciones de hombre borracho entre el ultraizquierdismo más
sectario y un nacionalismo lleno de mala conciencia. Los
adversarios del proletariado lo tenían todo a su favor.

Esta es la historia pues, de la muy resistible ascensión del nazismo


y no la historia de su inevitable victoria. En las elecciones de marzo
de 1933, en condiciones inauditas anticomunistas de terror, el
proletariado permaneció, en su mayoría fiel a las organizaciones
que le representaban, la socialdemocracia y el partido comunista.
Sin duda, el proletariado hubiera tenido mucha fuerza si hubiera
contado con organizaciones un poco más clarividentes y decididas a
no hacer política a costa suya. Su abatimiento vino más tarde,
después de una acumulación de pesadas decepciones, después de
la liquidación física de los cuadros que constituían su memoria y
sus instrumentos de información. No nos apresuremos nunca a decir
que las masas desearon el fascismo. Sólo se acomodaron a él
después de grandes derrotas.

Cronología sumaria

- Abril de 1922, tratado de Rapallo con la Unión Soviética.


- Octubre de 1923, final del período revolucionario.
- Abril de 1924, plan Dawes (liquidación de las deudas de Alemania).
- Mayo de 1928, elecciones legislativas:
3.260.000 votos para los comunistas, 800.000 votos para los nazis.
- Junio de 1929, XII Congreso del P.C.A.
- Marzo de 1930, adopción del plan Young.
- 27 de marzo de 1930, final del gobierno de Hermann Müller.
- Julio de 1930, mandato de Bruning.
- Agosto de 1930, programa para la liberación nacional y social del
pueblo alemán.
- Setiembre de 1930, elecciones legislativas:
4.500.000 votos para los comunistas
6.400.000 votos para los nazis

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8.570.000 para los socialdemócratas
- Mayo de 1931, programa comunista de ayuda al campesinado.
- Mayo de 1931, plan comunista de creación de empleos.
- Mayo de 1931, congreso de la socialdemocracia de Leipzig.
- Enero de 1932, caída de Bruning.
- Julio de 1932, golpe de Estado de von Papen contra el gobierno
socialdemócrata de Prusia.
- Julio de 1932, elecciones legislativas:
5.300.000 votos para los comunistas
13.700.000 votos para los nazis
8.000.000 votos para los socialdemócratas
- Setiembre de 1932, mandato antidemocrático de von Papen.
- Noviembre de 1932, elecciones legislativas:
5.900.000 votos para los comunistas
11.700.000 votos para los nazis
7.200.000 votos para los socialdemócratas.
- Diciembre de 1932, gobierno von Schleicher.
- 30 de enero de 1933, subida de Hitler al poder.

Notas

(1) Ver Daniel Guerin, Fascisme et grand capital, 4º edición, París,


1945.
(2) Ver el enfoque de Helmut Dahmer "Wüheim Reich, Freud et Marx:,
en Temps modernes de setiembre-octubre de 1972, pp. 351-395,
sobre las teorías de Reich o de Adorno. La teoría de Parsons se
halla expuesta en Essays in sociological theory, revised edition.
New York, London, 1964, pp. 104-141.
(3) Sobre este período ver P. Broue. Revolution en Allemagne (1917-
1923). Paris, 1971 y Arthur Rosenberg. Entstehung und Geschichte
der Weimarer Repblik, Frankfurt/ Main, 1955.
(4) Ver Ernst Niekisch, Das Reich der niederen Damonen , Hamburg,

1953.
(5) Ver Ernst Bloch, Erbschaft dieser Zeit, Frankfurt, 1962 y Vom-

Hazard zur Katastrophe, Frankfurt, 1972.


(6) Sobre estos problemas el libro fundamental es el de Otto Ernst

Schddekoof Linke Leute von rechts Nationalbolschewisnus in


Deutschland von 1918 bis 1933, Stuttgart, 1960.
(7) Ver Bracher,Schulz, Sauer en Die nationalsozialistische
Machtergreifung, tomo I Karl Dietrich Bracher, Stufen der
Machtergreifung, Frankfurt, Berlín Viena, 1974.

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(8) Sobre el partido comunista ver Hermann Weber, Die Wandlung
des deutschen Kommenismus. DieStaliterung derKPO in der
Weimarer Republik Frankfurt, 1969 y Ossip K. Flechtheim, Die KPD
in der Weimarer Republik, Offenbach, 1948.
(9) Ver sobre este punto el testimonio revelador de las obras de
Thalmann Reden und Aufsalze zur Geschichte der deutschen
Arbeiterbewegung, tomo II, Berlín 1955.
(10) ver sobre este punto Ernst Mandel, Du fascisme, París, 1974.
(11)Ver el libro de Lothar Berthold Das Programm der KPD zur

nationalen und sozialen Befrewng des deutschen Volkes von August ,


1930, Berlín, 1956.

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