Un Sherlock Holmes Con Faldas - Stuart Palmer

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Al finalizar las clases en la Escuela Jefferson, la Srta.

Withers se encuentra en su aula


con uno de sus alumnos castigado. Al escuchar unos sonidos desacostumbrados en el
pasillo sale a investigar y halla el cadáver de Anise Halloran, la joven maestra de
música, en el guardarropa. Cuando, poco después, vuelva acompañada de su buen
amigo Oscar Piper, inspector de policía, el cuerpo habrá desaparecido y al iniciar su
búsqueda el policía sufrirá una terrible agresión. A partir de ese momento Hildegarde
Withers se pondrá al mando de la investigación policial. Un boleto premiado, un
conserje borracho, una maestra en paradero desconocido, un famoso criminólogo
vienés… estos serán algunos de los elementos con que este Sherlock Holmes con
faldas deberá lidiar para encontrar el cadáver y al asesino.

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Stuart Palmer

Un Sherlock Holmes con faldas


Hildegarde Withers - 3

ePub r1.0
castel15 11.11.2018

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Murder on the Blackboard
Stuart Palmer, 1932
Traducción: Manuel Amechazurra

Editor digital: castel15


ePub base r2.0

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Índice de contenido

Cubierta

Un Sherlock Holmes con faldas

Dedicatoria

Guía del lector

Preámbulo

Capítulo I. La maestra se queda después de clase

Capítulo II. Grave percance

Capítulo III. Prosigue la caza

Capítulo IV. La señorita Withers extendió una mano y detuvo al sargento

Capítulo V. Notas musicales

Capítulo VI. La señorita Withers en acción

Capítulo VII. ¡Y un jamón!

Capítulo VIII. Empieza el forcejeo

Capítulo IX. Complicaciones

Capítulo X. El zapato de Cenicienta

Capítulo XI. Hildegarde levanta el velo

Capítulo XII. Sigue el enredo

Capítulo XIII. Tonadilla misteriosa

Capítulo XIV. Pfaffle triunfa

Capítulo XV. Sé algo que no quiero decir

Capítulo XVI. ¡Ach du lieber Augustine!

Capítulo XVII. Idea genial

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Capítulo XVIII. Preparativos

Capítulo XIX. Examen final

Capítulo XX. La señorita Withers da en el blanco

Capítulo XXI. Cabos sueltos para aquéllos que se preocupan por saber el “Porqué” el
“Cómo” y hasta incluso el “Quién”

Sobre el autor

Notas

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Dedicatoria

Gran parte de la información que contiene esta obra está tomada


de los ricos archivos de la Sección Gallega del Instituto de Literatura
y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba. Agradezco a dicho
Instituto y a la persona del escritor gallego Xose Neira Vilas la
cooperación que me brindaron para la investigación relacionada con
este libro.

M. B.

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Guía del lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales


personajes que intervienen en esta obra:

Anderson (Olaf): Conserje de la «Escuela Jefferson».


Curran (Betty): Profesora de la citada escuela.
Davis (Janey): Secretaría del Director de este centro docente.
Farnsworth: Médico forense.
Halloran (Anise): Joven maestra de música del nombrado centro
escolar.
Keller: Teniente de policía de la oficina de Oscar Piper.
Macfarland (Waldo): Director de la Escuela Jefferson.
McTeague: Policía.
Pfaffle (Augustine): Notable criminólogo y psicoanalista vienés.
Piper (Oscar): Inspector de policía.
Stanford (Leland): Avispado alumno, niño de unos nueve años,
asistente a la Escuela Jefferson.
Stevenson (Dominic): Subdirector del citado centro.
Swarthout (Georgie): Joven detective adicto a Piper.
Taylor: Sargento de policía.
Tobey: Tendero fronterizo a la Escuela.
Withers (Hildegarde): Mujer cuarentona, profesora de la Escuela
Jefferson, íntima amiga del detective Piper, aficionada al
detectivismo y protagonista de esta novela.

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Preámbulo

P reciso es dar crédito al doctor Enric Ponder, del Departamento


de Biología de la Universidad de Nueva York, quien una
noche, en el Julius, discutió conmigo los efectos de una simple gota
de bencina…

S. P.

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Capítulo I
La maestra se queda después de clase
(15-11-32 - 3.55 de la tarde)

E
sus pies.
l solitario prisionero se sentó sin decir palabra, con los brazos cruzados sobre
el pecho y haciendo oscilar de arriba abajo, en mudo gesto de rebeldía uno de

Su nombre era Leland Stanford Jones, pero prefería ser llamado «Campeón», cosa
que, al parecer, le tenía completamente sin cuidado a la maestra que le observaba
desde la mesa situada en el centro del estrado. La clase era una habitación fría y
desierta que olía un poco a humanidad y un mucho al polvo de tiza que se desprendía
de los grandes encerados.
El solitario prisionero dio suelta a la lengua.
—Señorita Withers… —comenzó a decir.
—¡Leland! —replicó la aludida, cortando el intento perorativo—. Debieras saber
que no se puede hablar sin levantar antes la mano en solicitud de permiso.
Una palma diminuta y colorada, virgen de agua y jabón desde las siete treinta de
aquella mañana, se agitó indecisa.
—Señorita Withers… —repitió.
La señorita Hildegarde Withers enarcó las cejas y le miró con afectada seriedad,
que habría de parecer formidable al niño de nueve años que, inquieto, se rebullía en
su asiento.
Para aquellos de mis lectores que aún no conocen a la señorita Hildegarde
Withers habré de decir que bordeaba peligrosamente los cuarenta y que su cara tenía
algo del contorno y casi todos los detalles que caracterizan la de un caballo de pura
raza. La nariz era un tanto delgada y dictatorial, pero la boca tenía un rictus acogedor
y sólo con gran esfuerzo conseguía contener la sonrisa que amenazaba con salirle a
flor de labio en aquellos momentos.
La palma siguió agitándose en el aire durante casi un minuto, mientras la señorita
Withers atendía atenta al bullicio y a los portazos que anunciaban el final del día
escolar. Comprendía que todos sus compañeros de magisterio en la escuela Jefferson,
o al menos la inmensa mayoría de ellos, hacía ya tiempo que habían abandonado
semejantes viejos métodos de régimen disciplinario. No obstante, y en vista de los
buenos resultados obtenidos con ellos durante los últimos veinte años, Hildegarde
Withers seguía con la añeja costumbre de retener a los niños y niñas, e

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incidentalmente a ella misma, después de las horas regulares, dijesen lo que dijesen
en contra los modernos textos de pedagogía.
De pronto oyó un tremendo estornudo en el corredor. El señor Macfarland, el
director, sin duda.
Llevaba, como siempre, chanclos de goma, pero resfriado que cogiera en
septiembre, ya no lo soltaba hasta finalizado mayo. Guiada por la repetición de las
explosiones, le oyó alejarse y desaparecer, sin duda, por la puerta del fondo del
vestíbulo. Después volvió a reinar el silencio.
La señorita Withers no prestó atención a la mano que Leland Stanford Jones
continuaba agitando con obstinada determinación.
Alguien más pasaba ahora a lo largo del vestíbulo. Esta vez se trataba de un leve
y rápido repiquetear de tacones. Sería Anise Halloran, la maestra de música, camino
del guardarropa de los profesores. Esto le hizo acordarse de algo.
—¿Qué deseas, Leland? —dijo al diminuto prisionero.
—¿Podría marcharme ya, señorita Withers? —contestó el aludido, después de un
breve titubeo—. No lo hice con mala intención. Además, mis compañeros me
esperan. Soy el único defensa del equipo y no podrán jugar sin mí. Perdóneme…
—No es a mí a quien debieras pedir perdón, sino a la señorita Halloran —cortó la
maestra con sequedad—. No me gustan las mentiras, ni los niños que las propalan.
—Es que no fue realmente una mentira. Todos dicen que la señorita Halloran está
enamorada del señor Macfarland.
La señorita Withers echó la silla hacia atrás y miró al niño con cara de basilisco.
—¡Leland! —dijo.
Después señaló con amenazante dedo al tablero que se extendía a lo largo de dos
de los lados de la habitación.
—He dicho que te quedarías después de la clase, y lo repito —anunció—. Pero no
quiero ser injusta. Quizá tus compañeros no tengan que esperar tanto como tú te
figuras… si eres un buen niño. Vete a la pizarra y escribe cien veces la palabra
«disciplina». Después, puedes marcharte.
—¡Cien veces! —exclamó aterrado Leland Stanford al oír un número que
posiblemente consideraba como casi fuera del alcance de su comprensión—. ¿Ha
dicho usted cien veces?
La señorita Withers se sentía implacable.
—Sí, he dicho cien veces —repitió al ver titubear al niño frente al encerado—.
Coge la esponja y borra primero todo lo que hay escrito. Después copia cien veces la
palabra «disciplina». Cuanto antes empieces, antes terminarás y podrás ir a reunirte
con tus amigos.
Con ceño fosco y apretados labios, que se proyectaban hasta alcanzar la punta de
la nariz, Leland principió el trabajo de eliminar, lánguidamente, la multitud de
jeroglíficos, sumas, listas ortográficas y toscos mapas que en largas hileras aparecían
dispersos por todos los ámbitos del interminable encerado.

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La señorita Withers deletreó previsoramente la palabra: «D I S C I P L I N A».
—Y ahora a trabajar, Leland —añadió.
—Sí, señorita.
La señorita Withers volvió a la lectura del Atlantic, que había dejado escondido
bajo un montón de ejercicios de aritmética, aún pendientes de corrección.
Leland echó una furtiva mirada por encima del hombro, y viendo que no había
peligro, insertó diestramente tres pedazos de tiza en la esponja y reteniéndolos con
fuerza en posición con la sola ayuda de una de las manos principió a escribir de
forma «triple» la palabra escogida por la maestra. Lo que no sabía Leland sin duda es
que un sistema similar, si bien perfeccionado, era empleado en la Casa Blanca cuando
el Primer Ciudadano se veía en la precisión de firmar centenares de papeles oficiales
cuyo curso no admitía dilación.
La señorita Withers le observó por encima de los lentes y no pudo reprimir una
sonrisa, que al instante ocultó, tapándose la cara con el periódico que tenía entre las
manos. Disciplina era disciplina, a pesar del hecho de que ella misma deseaba salir,
con más ansia si cabe, que la que tenía el chicuelo. Pero no podía tolerar que un niño
se permitiera la libertad de hacer comentarios de aquella naturaleza entre sus
compañeros. ¡Sólo faltaría eso! El castigo le serviría de lección. Pero las cosas no
iban a salir tal como la señorita Withers se esperaba.
Hildegarde Withers simpatizaba con la joven profesora de música. Su nombre de
pila, Anise, era quizá un tanto afectado. Pero habían pasado ya los días en que una
mujer podía ser criticada por el mero hecho de ser joven y bonita. ¿Qué importaba
que extremara el carmín de los labios y que usara zapatos al estilo de la corte de Luis
XV?
Tacones de tres pulgadas no eran signo de degradación moral, como solía decir la
señorita Withers cada vez que a alguno de los otros maestros se le ocurría abordar el
tema. Hablaban demasiado y no era por lo tanto de extrañar que algún niño como
Leland recogiera y propalara inocentemente la murmuración.
La señorita Withers principió a golpearse los dientes con el extremo de uno de los
lápices. Algo vago le preocupaba, algo que tenía precisamente relación con la altura
de los tacones.
Ah, sí, ahora lo recordaba. Hacía mucho rato que Anise Halloran había pasado
camino del guardarropa e, inconscientemente, la señorita Withers esperaba oír el
taconeo indicador de la vuelta de aquélla en dirección a la puerta frontal del edificio.
No era la señorita Halloran de las que acostumbraban a demorar sin motivo las
salidas. Posiblemente no se encontraba bien. Hacía días que su aspecto no era muy
satisfactorio. ¿Y si se hubiese desmayado…?
La señorita Withers echó una mirada al reloj de pared que había a su espalda.
Eran las tres cincuenta y cinco, y Anise había pasado en dirección al guardarropa a
las tres y treinta en punto, hora oficial del cierre de clases.

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—Quizá haya salido sin que yo me diese cuenta —se dijo—. Pero, me extraña.
Nada se perderá con echar un vistazo.
Escuchó unos instantes. La desierta escuela, si no tan silenciosa como una tumba,
estaba al menos mucho más tranquila que durante las horas del trajín diurno. Del
sótano llegaba a oídos de la señorita Withers el ruido que producía el «señor».
Anderson con un cubo y una pala. Fuera, en el patio de recreo, varias muchachas
daban rienda suelta a su alborozo y de un poco más allá llegaba el impacto sordo que
produce un pie al golpear con fuerza una pelota de fútbol. Por lo visto, habían
decidido no esperar a Leland.
La ausencia del repiquetear de tacones de Anise Halloran, pareció un minuto de
discordancia intercalado en la tranquila armonía que reinaba en el edificio.
Leland se detuvo para hacer un recuento de las palabras escritas y la señorita
Withers le dirigió una severa mirada en señal de amonestación. Después se sentó de
nuevo en la silla.
Volvió a oírse el repiqueteo de tacones en el pasillo, esta vez en dirección a la
salida. Anise debía estar cansada, pues el ritmo de los pasos era más lento que el
habitual. Y desprovisto de firmeza…, casi vacilante.
La señorita Withers se alegró de no haber obrado bajo la presión del primer
impulso. No le habría gustado que Anise Halloran la tomase por una de tantas
chismosas que se dedicaban a espiar sus movimientos, como la señorita Rennel, del
piso inmediato superior, o la señorita Hopkins, del tercero.
Estas hablaban de todo el mundo. De la señorita Halloran, del señor Macfarland,
del joven y agraciado subdirector, que enseñaba Preparación Manual…, de todos.
La señorita Withers no padecía de preocupación crónica por los demás, pero no
pudo por menos de observar la palidez que, desde hacía una semana, daba al rostro de
Anise Halloran una especie de angustiada expresión.
—Posiblemente esté enferma —se dijo de nuevo—. Permaneció en el
guardarropa más tiempo del debido y, o mucho me equivoco, o se tambalea al andar.
La señorita Withers se puso en pie.
—Termina pronto, Leland —dijo.
Sólo unos pasos separaban la clase 1B del guardarropa, y éste tenía una ventana
que daba a la calle. Si se apresuraba podía aún alcanzar a verla. Quizá la muchacha se
encontraba realmente enferma y estaría esperando un taxi que le condujera a su casa.
La señorita Withers apenas si hacía uso del guardarropa, ya que siempre tenía en
uno de los cajones de la mesa del 1B su nítido sombrerito de marinero y no recordaba
haberse empolvado las narices desde los tiempos de la administración Taft.
Abrió la puerta del guardarropa, pero no encendió la luz, temerosa de que desde
el exterior alguien la viera atisbando y formase un juicio equivocado de su proceder.
Además, estaba familiarizada con el aposento y podía moverse en él con seguro paso,
no obstante estar sumido en una especie de semioscuridad.

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En uno de los lados estaban las sillas y un canapé y en el otro los roperos y la
puerta del cuarto de aseo. Los esmerilados cristales de la ventana apenas si dejaban
filtrar la escasa luz del día y sólo un pequeño espacio abierto para fines de ventilación
en la parte superior, permitía el acceso de un haz lumínico de unas ocho pulgadas de
ancho que contribuía a disolver un tanto las casi profundas tinieblas que allí reinaban.
De pronto, tropezó con un objeto blando abandonado, al parecer, en el suelo. Se
detuvo y lo recogió. Era un curioso, casi ridículo, zapato de mujer. Una sandalia, para
ser más exactos. Consistía en un ahusado tacón, una suela fina y una puntera
compuesta de cuatro o cinco tirantes. Sólo Anise Halloran llevaba calzado como éste.
Y Anise Halloran había abandonado la escuela hacía ya unos minutos. ¿Cómo
suponer que se dejara aquéllo tras sí?
La señorita Withers retrocedió unos pasos y encendió la luz accionando el
interruptor que había junto a la puerta. En el suelo estaba la otra sandalia compañera
de la que despertara su curiosidad, y en el canapé, tumbado grotescamente, yacía el
cadáver de la que hasta entonces todos conocieran con el nombre de señorita Anise
Halloran.

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Capítulo II
Grave percance
(15-11-32 - 4.05 tarde)

—¡ O h, Dios mío, Dios mío! —exclamó Hildegarde Withers. Quedó


inmóvil junto a la puerta del guardarropa de los profesores mientras
que en el anticuado reloj de oro que le pendía sobre el no menos anticuado seno, la
manecilla más larga señaló el transcurso de la casi totalidad de un minuto.
Parpadeó rápidamente, pero la horrible visión seguía allí, frente a sus ojos.
Después, el escalofrío que intermitentemente le corriera a lo largo de la columna
vertebral pareció llegarle al cerebro. Movió violentamente la cabeza y se aseguró de
que doce veces catorce seguían siendo ciento sesenta y ocho.
Alguien ha dicho, y muy por cierto, que la sorpresa y terror son las dos emociones
más pasajeras, y que en el espacio de unos pocos segundos es uno capaz de
recuperarse y ponerse al habla con el más estrafalario y terrorífico de los aparecidos.
La señorita Withers cerró la boca con un ligero «clic», producido por el chocar de
los dientes. Después buscó a tientas el interruptor e hizo que la habitación quedara de
nuevo sumida en tinieblas.
La obscuridad era espesa, negra, mucilaginosa. Envolvía piadosamente la figura
de Anise Halloran en su último sueño, ocultando la horrible herida que le desfiguraba
la frente y los hilillos de sangre que aún continuaban surcándole una de las mejillas.
Al instante la misma obscuridad pareció llenarse de vagas y amenazadoras
sombras, sombras cien veces más temibles que aquella inmóvil figura de la maestra
tendida boca arriba sobre el canapé.
La señorita Withers hizo un lento movimiento de arriba a abajo con la cabeza y
después salió al corredor cerrando tras sí la puerta. Miró a su alrededor, se dirigió a la
clase y penetró en ella no sin antes haberse detenido unos momentos a fin de
recuperar la perdida compostura.
Este fue quizá el primer —y muy posiblemente también el último— momento en
la vida de Leland Stanford Jones en que una mujer que no fuese su madre le hubiese
mirado a la pecosa cara y la hubiese encontrado hermosa. Mientras la señorita
Withers permanecía unos instantes perpleja tratando de encontrar explicación al
incongruo espectáculo que acababa de ver en aquella especie de cámara de la muerte,
Leland se volvió a ella en actitud de súplica.
—Maestra —dijo—. ¡Lo he escrito ya setenta y una veces!

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La señorita Withers asintió con un gesto.
—Creo que setenta y una veces ya es lo suficiente, Leland —concedió.
Una sonrisa iluminó la cara del niño.
—¿Y puedo irme? —aventuró.
Nuevo gesto de asentimiento en la maestra.
—Pero quiero que primero me hagas un recado.
La cara del alumno se ensombreció.
—Es que los compañeros me están esperando —objetó.
—De todos modos, es ya casi noche cerrada y no podríais ver la pelota —dijo la
señorita Withers—. Quiero que vayas a la tienda de Tobey, al otro lado de la calle, y
llames a la jefatura de policía pidiendo que venga el inspector Piper. Aquí tienes un
cuarto[1].
—¡Sí, maestra! —respondió excitadamente el muchacho.
Era sabido entre los alumnos de la escuela Jefferson que ya en dos ocasiones la
señorita Withers había tomado parte en las actividades de la Brigada de Homicidios
de Nueva York.
—Dile dónde estoy y dile que venga pronto y sin hacer ruido —añadió la maestra
—. Corre ahora y no te detengas por nada ni por nadie.
Leland ignoraba que el penetrante ojo de la señorita Withers no le perdió de vista
hasta verle entrar por la puerta de la tienda que, para regocijo de los estudiantes,
vendía toda clase de caramelos, sorbetes y chucherías.
De vuelta en el aula 1B, la señorita Withers respiró profundamente y volvió a
mirar el reloj. Eran sólo, a pesar de lo temprano que en noviembre cae el sol en
Manhattan, las cuatro y diez. Habían transcurrido cuarenta minutos desde que oyera
el repiqueteo de los tacones de Anise Halloran camino del guardarropa, y sólo unos
diez desde que los oyera «arrastrarse» de nuevo, esta vez en dirección a la puerta.
Con la vista clavada en el redondo indicador del tiempo, la señorita Withers pasó
los cinco minutos quizá más largos de su vida. Transcurridos éstos se dirigió hacia el
cajón de la mesa en que guardaba el sombrero, y con gran sorpresa se dio cuenta de
que aún llevaba en la mano la sandalia que había pertenecido a la que en vida se
llamó señorita Anise Halloran.
Actuó con rapidez. La envolvió con uno de los papeles de examen y se puso el
paquete bajo el brazo. Se colocó el sombrero, inclinándolo ligera y quizá un tanto
licenciosamente hacia uno de los lados, y con la mano derecha empuñó férreamente
el paraguas de algodón, del que rara vez se separaba durante las temporadas de
incierta estabilidad atmosférica.
Por un momento se detuvo en la parte exterior de la puerta de la clase 1B. Miró
con cierta ansiedad en dirección al guardarropa y movió la cabeza con gesto de
impotencia. Era demasiado tarde para eso. Lo mejor en aquellas circunstancias era
obrar con naturalidad.

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Se encaminó serenamente a lo largo del vestíbulo y salió a la calle por la puerta
principal. Poseía indiscutiblemente cierta habilidad histriónica la señora que en esta
memorable noche saliera de la escuela Jefferson exactamente del mismo modo que lo
viniera haciendo doscientas veces al año durante toda una década.
Ni siquiera titubeó al iniciar el descenso de la pequeña escalinata frontal del
edificio. Torció a la izquierda y caminó rápidamente a lo largo de la Avenida A. No
dio la impresión de que contase las ventanas, pero al llegar a la sexta, a partir de la
puerta principal, se detuvo. Había un espacio de ocho pulgadas encima de aquella
ventana, ocho pulgadas de obscuridad cual abiertas fauces de lobo.
Uno de los brazos de la señorita Withers se movió como una catapulta y por la
negra franja desapareció la sandalia que con tanto cuidado ocultara momentos antes.
Después la maestra viró en redondo, retrocedió por el camino andado, cruzó la calle y
tranquilamente —en apariencia— penetró en la tienda de chucherías que Tobey tenía
frente a la escuela Jefferson.
La pecosa cara de Leland Stanford Jones apareció a través del cristal de la puerta
de la cabina telefónica. Luego se alzó sobre la punta de los pies, colgó el receptor y
salió.
—¡Le he llamado ya, maestra! —dijo.
—¡Leland! —replicó ella—. ¿Y has necesitado todo este tiempo para hacerlo?
—El señor Tobey no estaba cuando yo llegué y tuve que esperar para que me
diera cambio del «cuarto» y poder telefonear.
—Pero, ¿está aquí ahora?
—Sí, señora. En la trastienda. ¡Señor Tobey!
Un hombre bajo y calvo apareció tras la cortina que tapaba la puerta de
comunicación con el interior.
Las uñas de una de sus rechonchas manos se entretenían en rascar constantemente
los brillantes contornos de su monda cabeza, mientras los dedos de la otra golpeaban
sugestivamente el cristal del mostrador.
—¿Qué desea? —preguntó.
Había algo de cauteloso y defensivo en la actitud del tendero hacia la nueva
parroquiana. No le parecía que aquella señora tan llena de ángulos y de aristas
hubiese venido a comprar alguna de sus infantiles golosinas. Lo probable es que la
misión que allí la trajera fuese la de graznar acerca de la pobre calidad de los
artículos, como la joven maestra de la escuela que había al otro lado de la calle y que
un día reclamara contra él ante la Junta de Sanidad por el hecho de que uno de los
alumnos había tenido calambres en el curso de una de las clases de canto. ¡Y presentó
como causa original la brillantez del colorido de los caramelos! ¡Las anilinas! ¡Qué
mentecatez! ¡Como si los chiquillos se enfermaran más por comer éstos o los otros
caramelos!
Siguieron unos instantes de simulado trajín, de frotar de manos, pero la alta
señora con la sombrilla continuó esperando en actitud indecisa entre si elegir unas

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pastillas de limón o unos bombones de cacahuetes recubiertos de chocolate.
Lo que no sabía Tobey es que el curvado cristal del escaparate reflejaba la
pobremente iluminada entrada del edificio de enfrente. Fuese lo que fuere lo que la
señorita Withers deseaba ver, lo cierto es que su visión se vio de pronto interceptada
por el espejismo de una figura vestida de gris.
—¡Oscar! —dijo volviéndose de pronto y aplicándose un dedo a los labios.
Permítanme que explique a aquellos de mis lectores que por primera vez conocen
al inspector de detectives Oscar Piper, que éste era un hombre de edad indeterminada,
cuerpo enjuto, pelo grisáceo, labio inferior belicosamente proyectado hacia fuera y
ojos duros de un color de acero azulado.
Un puro medio apagado le colgaba siempre de uno de los rincones de la boca y su
charla, quizá por proceder él de la clase de tropa, como orgullosamente decía, tenía el
clásico dejo de los habitantes de West Broadway.
Se sorprendió agradablemente al ver que la señorita Withers le estrechaba
efusivamente las manos y captó la advertencia envuelta en la mirada que, de soslayo,
echó sobre el propietario y el rapazuelo.
Colocó una moneda de un «cuarto» sobre el mostrador, diciendo:
—Leland, puedes tomar lo que quieras.
Y después salió a la calle seguida dócilmente por el inspector. Habían sido en un
tiempo prometidos —a raíz del feliz remate de un horrendo caso de asesinato—
aunque sólo por el corto espacio de una hora. Una comisión de servicio inesperada
que obligó al inspector a ausentarse, dio lugar a que la señorita Withers lo pensase
mejor y cambiara de parecer en cuanto a su decisión de contraer matrimonio. No
obstante, la amistad que entre ambos existía permaneció inalterable.
—Siento haberte estropeado la tarde —explicó la señorita Withers—, pero se da
la circunstancia de que a veces la presencia de un cadáver echa por tierra nuestros
mejores concebidos planes.
El inspector se quitó el puro de la boca pero la maestra no le dio oportunidad de
hablar.
—Te lo digo en serio —añadió.
A continuación hizo un relato de todo cuanto había visto en el guardarropa.
El inspector la contempló unos instantes en silencio.
—¿Asesinato? —preguntó—. ¿Cuándo ocurrió?
—No me has comprendido —estalló la maestra—. He querido decir que continúa
ocurriendo. Por eso te envié un mensaje diciéndote que vinieras sin hacer ruido. No
son momentos estos para que los coches de la policía vengan voceando con sirenas la
posible comisión de un crimen. Hace sólo unos minutos que alguien ha destrozado en
esa escuela la cabeza de Anise Halloran. ¡Y ese alguien sigue ahí todavía! Vamos, no
hay tiempo que perder.
Y diciendo esto, agarró de un brazo al inspector, tratando de arrastrarle a la calle.

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—Un momento —contestó el policía dando un paso atrás—. Lo que me pides es
un tanto irregular. Mi obligación es informar a la Comisaría más próxima pidiendo un
médico y el envío de unos agentes.
—¡Demasiada tontería! —exclamó la señorita Withers insistiendo en arrastrar al
inspector—, el tiempo que tardes en hacer lo que has dicho, lo empleará el asesino en
hacer desaparecer todas las huellas y largarse. Este no es un crimen ordinario, Oscar
Piper. El asesino sabía lo que hacía y esperó sólo a que yo me marchara.
El inspector tiró al suelo el cigarro.
—¿Dónde está el cadáver?
La maestra señaló con el dedo en dirección a una de las ventanas.
—Allí —dijo—. ¿Llevas revólver?
Piper movió negativamente la cabeza.
—Sabes que desde que me quité el uniforme no he vuelto a llevar encima un arma
de fuego.
—Entonces toma mi paraguas.
Se aproximaron cautelosamente a la escuela.
Como siempre, en el dintel de la puerta de entrada ardía una bombilla de escasa
potencia. Entraron en el edificio, que seguía oliendo a polvo de tiza y a humanidad.
Rápidamente la señorita Withers condujo al inspector a lo largo del corredor hasta
llegar al guardarropa de los profesores.
Seguía cerrado. Piper escuchó unos instantes con una oreja pegada a la puerta y
después abrió ésta de pronto, echándose, en previsión, a un lado. Nada ocurrió.
Un segundo más tarde halló el interruptor y encendió la luz. Oteó rápidamente el
interior y tras una larga pausa se volvió hacia la señorita Withers.
—¿Es esta la idea que tienes del humor, Hildegarde? —preguntó con sorna.
La habitación, ante la sorpresa de la señorita Withers, estaba vacía y en ella
reinaba una absoluta calma.
No había más movimiento que el ondear de la cortina bajo la acción del viento
que penetraba por el espacio de ocho pulgadas abierto encima de la ventana. El
canapé en que antes yaciera el cadáver de Anise Halloran, estaba vacío, y la funda
que lo protegía aparecía correctamente dispuesta.
La señorita Withers señaló con un dedo.
—¡Ahí! ¡Ahí es donde estaba! —exclamó.
Piper se acercó al mueble. Lo despojó de su funda e inspeccionó ésta
detenidamente.
—¿Y bien? —preguntó—. Aquí no veo mancha alguna de sangre ni creo a nadie
capaz de lavar y secar esta funda en el corto espacio de unos minutos.
La señorita Withers movió obstinadamente la cabeza.
—Lo único que yo digo —replicó—, es que vi lo que vi. No acostumbro a tener
alucinaciones ni a hablar con los muertos. Eso lo sabes muy bien, Oscar. Y vuelvo a
repetir que aquí había un cadáver hace sólo diez minutos.

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—Pues bien, ¿dónde está?
El inspector sacó un cigarro largo y delgado de uno de sus bolsillos y se lo puso
en la boca.
—Los muertos no acostumbran a pasearse por las casas —añadió—, aunque es
posible que la muchacha estuviese sólo herida y que…
La señorita Withers hizo un gesto negativo y enérgico con la cabeza.
—No, no —dijo—. Te digo que estaba muerta. Parece que la estoy viendo todavía
con su cara pálida y aquella horrible herida sobre la frente. Debió haber muerto sin
saber siquiera quien la golpeó, Oscar…
—No necesariamente. En vez de lo que se dice en las novelas, hay siempre una
relajación de todos los músculos faciales, y del cuerpo también, inmediatamente
después de la muerte, y que perdura hasta el momento de presentarse la rigidez
cadavérica. Toda expresión de vida desaparece en el breve espacio de unos segundos,
tal vez… Pero, sigue; trata de recordar…
—Ella estaba tendida ahí con la cabeza en dirección a la ventana.
—¿Cómo iba vestida? ¿Llevaba abrigo?
—No me acuerdo. Sí, creo que sí. Tenía puesto el sombrero, eso lo recuerdo bien.
Era una especie de capacete obscuro que se adaptaba totalmente a la cabeza y echado
ligeramente hacia atrás para que se le viera la frente.
Piper hizo un gesto de asentimiento.
—Ya —dijo—. Es imposible que sacaran el cuerpo por la ventana puesto que esa
abertura es insuficiente para una maniobra así. Es de suponer, pues, que el cadáver
sigue en el edificio, como también el asesino, o asesina, a menos que haya logrado
escabullirse en los últimos diez o doce minutos.
—Nadie ha podido escabullirse. Vigilé el corredor mientras estuve aquí, y la
puerta principal, única en el edificio, mientras esperaba al otro lado de la calle.
—Bien —el inspector se frotó las manos—, empiezo a creer que tienes razón.
Quizá dejase aquí el cadáver durante algún tiempo. Pero si fue así, ¿cómo se las
compuso el asesino para no dejar tras sí ni siquiera una mancha de sangre…?
—Espera —interrumpió la señorita Withers—, creo que tengo la explicación de
eso que acabas de decir. Recuerdo que el cuerpo yacía sobre algo blanco, que al
principio me intrigó, pues supuse que era una toalla. Ahora veo lo que era. El asesino
no quiso dejar ninguna huella y envolvió el cadáver con papeles de periódico.
—¡Ah, vamos! —dijo Piper masticando nerviosamente la punta del cigarro—.
Utilizó un aislador. El asesino, entonces, está tratando de ocultar el cuerpo del delito
en alguna otra parte del edificio o intentado sacarlo por alguna ventana trasera que dé
a los patios de juego. Tengo, entonces, la oportunidad de cogerlo con las manos en la
masa.
—¿Cómo, tengo? Tenemos, querrás decir —corrigió la señorita Withers.
Y enarbolando con fuerza el paraguas, añadió:
—¡Vamos!

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Piper movió negativamente la cabeza.
—No; los dos moviéndonos por el edificio haríamos mucho ruido y pondríamos
sobre aviso al criminal. Además, tú tienes que ir ahora mismo a dar la alarma. Hay
que registrar todos los rincones de esta escuela, y pronto. Es preciso asimismo seguir
una rutina y la Comisaría local tiene derecho a intervenir en este asunto. Tu vete al
teléfono que haya más cerca y avisa al sargento para que envíe inmediatamente unos
agentes. Yo estaré al acecho por si ocurre alguna novedad. ¡Largo!
—Pero, Oscar…
—Vete y no pierdas el tiempo en disquisiciones tontas. Este caso puede presentar
complicaciones que quizá más tarde nos sea difícil resolver. ¡En marcha, Hildegarde!
—¡Vaya! Está visto que estoy condenada a no ver el final de este misterio —
exclamó con tristeza la señorita Withers.
Y sin añadir palabra, partió rápida y silenciosamente.
El inspector Piper se detuvo en el guardarropa el tiempo preciso para encender el
cigarro puro que tenía entre los dedos. Su acre aroma pareció confortarle. Permaneció
unos instantes inmóvil. Escuchando. A su alrededor reinaba un silencio sepulcral.
¿Sepulcral? Sí, ésta era la palabra exacta de ser cierta la historia contada por la
señorita Withers. Y la señorita Withers no acostumbraba a exagerar, y mucho menos
a mentir.
Se había hecho casi el propósito de iniciar un registro sistemático cuando llegó a
sus oídos el distante y leve —casi imperceptible— ruido que produce el metal al
chocar contra la piedra. Se irguió, alerta, y aguzó el oído.
—Ratas, quizá —se dijo—. En el sótano las debe haber a millares.
De nuevo el ruido… seguido esta vez de un golpe sordo, como el producido por
la caída de un objeto pesado.
—Ratas, no hay duda —decidió el inspector—. Pero…
De puntillas y lentamente, caminó a lo largo del pasillo en dirección a la parte
posterior del edificio. Una bombilla encarnada alumbraba débilmente la puerta que
había al fondo. La abrió… y el ruido de las ratas llegó a sus oídos con mayor
claridad.
Permaneció inmóvil unos segundos contemplando la escalera de hormigón que
comunicaba con las regiones subterráneas y sagradas del conserje de la escuela
Jefferson y su batería de hornos, carboneras, depósitos, etc. De aquella especie de
abismo salía un aire húmedo y fétido y el inspector se decidió a descender a él sin
poner gran entusiasmo en la determinación.
Al llegar al fondo, apagó la linterna de bolsillo que llevaba en la mano. No la
necesitaba, después de todo, pues el lugar estaba iluminado con bombillas de escasa
potencia que, más que luz, irradiaban una especie de tenue resplandor. Con su auxilio
pudo ver que a los lados y en frente se extendían largos pasillos recubiertos de tosco
maderamen bordeados por macizos pilares de cemento que servían de sostén a los
pisos superiores.

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Se adentró por ellos lentamente con ojo avizor y oído alerta y tratando de evitar
cualquier crujido que delatara su presencia. El ruido de las ratas había cesado como
por ensalmo.
Seguía asimismo atento en espera del estridente y quejumbroso lamento de las
sirenas de los coches de la policía que no tardarían en turbar el silencio de aquellos
apartados lugares. Por desgracia, el inspector estaba condenado a no darse cuenta de
esta llegada.
Más que oír, presintió a sus espaldas un algo casi imperceptible que se asemejaba
al crujido de unas telas o a un leve susurro. Se echó rápidamente a un lado… pero ya
era tarde.
Una especie de fuerte descarga eléctrica pareció herirle de pronto en la parte
posterior de la cabeza, a la que siguió un reverberar de atronadores y dolorosos ecos
que, misericordiosamente, se fueron apagando, apagando…
En la calle dos coches de patrulla se detenían ruidosamente frente a la puerta de la
escuela Jefferson. Pero Piper no estaba en condiciones de saberlo. Yacía, con la cara
pegada contra el suelo, en un creciente charco de sangre. El maltrecho cigarro seguía
firmemente sujeto entre sus labios. Chispeó unos instantes… y después se apagó.

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Capítulo III
Prosigue la caza
(15-11-32 – 4.45 de la tarde)

—¡ N o se queden ahí como unos pasmarotes! —dijo la señorita Withers


—. ¡Hagan algo!
Y no obstante, de momento, no había nada que hacer. La ambulancia estaba en
camino —la señorita Withers trataba inútilmente de restañar la sangre que manaba de
la herida que tenía en la cabeza el inspector— y los agentes pululaban por todos los
ámbitos del sótano de la escuela Jefferson.
—Sólo quisiera poder echarle las manos encima a ese… —comentó
incisivamente McTeague.
Sus ojos azules y acuosos se cerraron con expresión de fiera enjaulada.
—Sólo las dos manos… —añadió.
El sargento Taylor, de la oficina del inspector, movió pesarosamente la cabeza,
miró despectivamente a aquel húmedo y maloliente subterráneo, y por enésima vez se
ajustó la pistolera que llevaba colgada bajo el sobaco.
—Espere a que saquemos al inspector de aquí —hizo observar—, y verá si
hacemos algo o no. Por mi parte pienso no dejar piedra sobre piedra de este edificio
hasta tanto no dé con el imbécil a quien se le ocurrió hacer una cosa como esta. Y
cuando le tenga en mi poder… ¡bueno! Todavía no ha nacido en esta ciudad el guapo
que mate a un policía y se vaya después tan campante creyendo que…
Se detuvo al ver la sombría expresión que apareció en las facciones de la señorita
Withers.
—No he querido decir, como es natural, que no salga avante de ésta el inspector
—corrigió—. Es un hombre duro de pelar y he visto a gente vivir con agujeros peores
que ése en la cabeza. Supongo que no irá usted a desmayarse, ¿verdad?
—¡Claro que no! —respondió la señorita Withers—. ¡Pero dejarle hace sólo unos
momentos lleno de vida y salud y encontrarle ahora como le encuentro…! No quise
que se quedara solo, pero él se empeñó. Ni siquiera aceptó el paraguas que yo le
ofrecía…
—Bien, dejemos ahora ese asunto —dijo el sargento—. Aquí lo importante es
que, según usted, ese aspirante a la silla eléctrica continúa aún en el edificio. Si es así,
es sólo cuestión de esperar a que llegue la ambulancia. Después, ya encontraremos el
modo de hacer salir del cubil a esa alimaña.

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Los detectives de segunda clase Allen y Burns, de la Comisaría de Bowery,
permanecían discretamente a cierta distancia de su superior. Todo lo que allí ocurría
parecía estar fuera del alcance de sus macizas cabezotas.
—Si Piper la diña, ¿a quién crees tú que harán inspector? —quiso saber Allen.
—Por de pronto, ni a ti ni a mí —le respondió burlonamente al oído su
compañero.
—¿Te has fijado en la herida? ¿Con qué crees que se la habrán hecho?
—Por las señas, con un hacha —replicó Burns—. Y calla ya, porque parece que
llega la ambulancia.
Y así fue, en efecto. El interno de Bellevue examinó la lesión y se frotó la barbilla
con el dorso de la mano. A continuación extrajo una jeringuilla hipodérmica del
maletín.
—¡Vaya golpe el que ha recibido este buen señor! —informó al grupo de agentes
que le rodeaban en silencio—. Tengo que llevarle inmediatamente a la sala de
operaciones y hacerle una trepanación…
Pero al tropezar sus dedos con la chapa dorada que el inspector llevaba sobre el
pecho y enterarse de la categoría del herido, cambió inmediatamente de tono… y de
jeringuilla.
—Perdonen —corrigió—, he querido decir que tengo que llevarle a la sala de
operaciones y llamar inmediatamente a uno de nuestros mejores operadores para que
haga la trepanación.
—Doctor —preguntó la señorita Withers—, ¿hay esperanzas de que sobreviva?
El interno se encogió significativamente de hombros.
—Si conseguimos que continúe respirando durante algún tiempo… muchas. A
veces se olvidan de hacerlo, en especial bajo la impresión de un fuerte golpe como el
que el inspector ha recibido, pero repito que hay esperanzas. Hay una cosa en su
favor y es que no habrá menester de anestesia. Permanecerá inconsciente, al menos
durante unas horas. Bueno, muchachos, arriba con él. Y pongan todo el cuidado que
puedan en la operación.
La señorita Withers se inclinó unos instantes sobre la postrada figura de Oscar
Piper. Después se irguió y permaneció inmóvil.
—¿Quiere usted acompañarnos al hospital? —preguntó el interno.
Ella respondió con un movimiento negativo de la cabeza y permaneció junto a
Taylor mientras se llevaban a Oscar Piper.
—Me alegro de que se haya quedado —comentó el sargento—, así podrá
guiarnos por el edificio.
—Desde este momento yo hago aquí el papel de «sobresaliente» —respondió
secamente la señorita Withers—. Quiero decir que trabajaremos juntos. Qué le
parece, ¿hace, o no hace?
—Sí, sí, claro —contestó Taylor sin poner gran entusiasmo en sus palabras.
Y la maquinaria de la ley se puso en movimiento.

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El sargento Taylor ordenó a Allen y Burns que junto con varios de los
uniformados inspeccionaran «microscópicamente» todos los rincones del sótano.
—No tengo muchas esperanzas de que el escurridizo asesino se haya quedado
aquí abajo —añadió—, así es que la señorita Withers, McTeague y yo haremos un
recorrido por las regiones superiores, incluyendo el tejado.
—Así no iremos a ninguna parte —comentó la maestra—. La mayoría de los
profesores, si no todos, acostumbran a cerrar sus clases después de terminadas las
faenas del día.
Quedó pensativa unos instantes.
—Sin embargo —añadió—, el conserje tiene una llave maestra.
—Ah, conque hay un conserje, ¿eh? ¿Y dónde está ese conserje?
—Se llama Anderson y lo probable es que se haya ido a su casa. Aunque… no,
no. La puerta principal está aún abierta y aquí continúan las luces encendidas.
Anderson no es hombre capaz de un descuido así. ¿Dónde podrá estar?
Después de recapacitar inútilmente unos instantes terminó diciendo:
—Bien, dejemos de pensar en él, de momento. Yo sé donde hay un duplicado de
esa llave maestra.
Rápidamente la señorita Withers remontó la escalinata de cemento, seguida de los
dos agentes, cruzó el vestíbulo, y ya cerca de la puerta principal se detuvo frente a
otra señalada por un rótulo que decía: «Director». Estaba cerrada.
McTeague aplicó sobre ella el peso de su voluminoso cuerpo y no tardó en ceder.
Penetraron en una especie de salita de espera en uno de cuyos rincones había una
mesita provista de su correspondiente máquina de escribir. Era el despacho, según
explicó la señorita Withers, de una tal Janey Davis, secretaria del Director. Todo se
hallaba en perfecto orden. La señorita Withers penetró en el despacho adjunto y
señaló a los agentes el cajón central de una magnífica y espaciosa mesa de roble.
Conseguido su objeto salieron de nuevo al corredor y subieron el tramo que
conducía al piso segundo. Este estaba envuelto en una profunda obscuridad.
McTeague encendió la lámpara de bolsillo y se detuvo al proyectarse el haz sobre una
especie de vitrina empotrada en una de las paredes.
—¿Qué es eso? —quiso saber el sargento al ver en ella infinidad de objetos que,
al parecer, no guardaban relación el uno con el otro.
La señorita Withers señaló al pequeño letrero que había encima y que decía así:
«Vidas de los Presidentes».
—Fue idea del señor Ballantyne, profesor de Artes Manuales hasta el año pasado
en que tomó su puesto el señor Stevenson —explicó—. Se encargaba de enseñar a los
alumnos de los grados superiores el arte de tallar sobre madera, sin más ayuda que la
de un pequeño cuchillo o cortaplumas, objetos íntimamente relacionados con las
vidas de los presidentes de los Estados Unidos. Después de tallados los pintaban.
El sargento se frotó la barbilla.
—No está mal, ¿verdad? —dijo.

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Dentro de la vitrina pudo ver una rústica cabaña hecha de troncos y una pala con
unas sumas escritas con yeso sobre la hoja. La señorita Withers no tuvo necesidad de
decirle que esto representaba una de las primeras fases de la vida de Abraham
Lincoln.
También George Washington estaba representado por el tocón de un pequeño
árbol y un hacha con luciente mango junto a él. Un poco más allá había un modelo de
Mount Vernon con sus pilares ligeramente inclinados, un par de pistolas de duelo con
los nombres de Hamilton y Burr y un sombrero de copa con el de Woodrow Wilson.
—Veo que los chiquillos de hoy día se divierten más de lo que nos divertíamos
nosotros en nuestros tiempos —informó el sargento a la señorita Withers—. Conque
tallando modelos, ¿no es cierto? Debía haber hecho también un cubo vacío en
memoria de Herb Hoover, y habrían completado la lista.
—¡Ya me extrañaba a mí que no saliera a relucir el nombre de Hoover! —
comentó ácidamente la señorita Withers—. Supongo que de éste asesinato tendrá
también él la culpa. Bien, no perdamos más el tiempo. En marcha.
Subieron un nuevo tramo de escaleras.
—¿Es éste el último piso? —preguntó el sargento.
La señorita Withers asintió con un gesto.
—¿Hay algún sitio por dónde pueda uno encaramarse al tejado?
Movimiento negativo esta vez.
—Ninguno —respondió la maestra—. Y al que consiga llegar a él, le doy trabajo
para que encuentre el modo de bajar después. Hay dos patios de recreo vallados a
ambos lados del edificio, la calle delante, y detrás una casa-almacén de veinte pisos.
—Bueno, principiaremos por el extremo de este pasillo y continuaremos las
pesquisas retrocediendo hasta llegar al sótano —decidió Taylor—. Y usted, señorita
Withers, lo mejor que puede hacer es bajar y esperarnos allí. Este hombre es un mal
bicho y lo probable es que le atacase si se viera acorralado.
—¿Y a usted, no? —objetó ella.
Pero el sargento estaba ya estudiando, una puerta muy particular que había al
fondo del corredor.
—Creí haberle oído decir que a los lados del edificio había sólo los patios de
recreo —inquirió el sargento—. ¿A dónde conduce entonces esta puerta?
Al tiempo que hablaba trató de abrirla con un fuerte empujón. Pero inútilmente.
Estaba, por lo visto, cerrada con llave. Se volvió y miró interrogadoramente a la
señorita Withers.
—¿Ah, esa? —replicó la aludida—. Me olvide de mencionársela. Es la puerta que
conduce al escape que hay para caso de incendio. Un sistema un tanto anticuado,
quizá. Data de los tiempos de Boss Tweed, en que fue construida esta escuela.
Tenemos por costumbre hacer ejercicios de salvamento todas las semanas. Los
chiquillos se ponen en fila frente a esa puerta y se tiran uno tras otro por una especie
de «tobogán» o plano de descarga que hay dentro de una torre adjunta. Los pequeños

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gozan lo indecible con lo que ellos consideran un juego y nosotros desalojamos la
escuela en menos de cinco minutos.
McTeague adelantó un busto que más que de agente de la ley parecía de un
gladiador romano.
—Oiga —comentó—, si los muchachos pueden salir por ahí, ¿por qué no podría
hacerlo el asesino? Como yo consiga echarle las manos al cuello…
—No creo que haya salido por ahí… —principió a decir la señorita Withers.
Fue interrumpida por un fuerte rumor de pasos que de pronto se oyó en la
escalera.
Taylor empuñó la pistola, pero la reintegró a la funda al ver aparecer al final de la
escalera la sudorosa cara de Allen, el agente de paisano.
—¿Qué creen ustedes que hemos encontrado en el sótano? —dijo éste con voz
alterada.
La señorita Withers entornó los párpados.
—¡El cadáver de Anise Halloran! —dijo.
—No, nada de cadáveres. En el sótano no hay cadáver de ninguna clase. Pero
alguien ha estado cavando una fosa, bastante grande por cierto, en la tierra blanda que
hay bajo los arcos de los pilares. ¡Hemos encontrado incluso la pala!
Sin decir palabra, el sargento salió disparado seguido de cerca de Allen.
McTeague acabó por hacer lo mismo, no sin antes haber echado una última mirada a
aquella puerta de escape que tanto le intrigara.
La señorita Withers les dejó marchar. No estaba interesada en tumbas abiertas.
Esta era su oportunidad de hacer una pequeña labor policiaca, y no quiso
desaprovecharla. Por raro que parezca, se olvidó de momento de que un lunático
sediento de sangre andaba oculto por entre las sombras de la desierta escuela. La
excitación del cazador ante la proximidad de la pieza, se había, por lo visto,
apoderado de ella.
Empleando la llave maestra que aún conservaba en su poder, procedió a abrir una
tras otra todas las clases del tercer piso, principiando por la 3F, que pertenecía a la
señorita Hopkins y a los alumnos del sexto grado.
Nada encontró allí de interés. La vieja silla de brazos, tras la mesa del estrado,
estaba provista de un curioso almohadón forrado con tela de brillantes colores. Esto
era típico en Mattie Hopkins, que pesaba doscientas libras y amaba la comodidad por
encima de todo. Bajo la mesa había un par de babuchas de paño y sobre las largas
pizarras las secas huellas de innumerables escupitajos. La señorita Withers movió
pesarosamente la cabeza. Mattie Hopkins principiaba a mostrarse negligente y blanda
con sus alumnos.
La señorita Withers pasó al aula 3C, situada en frente mismo de la anterior. Aquí
la saturnina Agatha Jones enseñaba el inglés y sus derivados a los estudiantes de los
grados séptimo y octavo. La habitación, excepto los encerados, estaba limpia como
una patena. La señorita Withers registró los cajones de la mesa y de ellos extrajo un

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tirador, tres paquetes de goma de masticar, y otras presas acumuladas allí sin duda
durante el día, y que Agatha Jones estimaría oportuno no devolver a sus juveniles
propietarios. No obstante, nada de aquello parecía tener relación alguna con el objeto
que allí le llevara.
La inspección de la clase de la señorita Casey, produjo, más o menos, los mismos
resultados. Esta era el aula en que los alumnos del séptimo y octavo grado recibían
lecciones de aritmética y geografía. Allí no había rastros del temido merodeador y
sólo la cara de un tal George Washington contemplaba benignamente la escena desde
la altura de una de las desnudas paredes.
A continuación la señorita Withers penetró en la sala 3D, una doble habitación
que compartían la señorita Pearson, profesora de dibujo, y la de música, la propia y
hermosa Anise Halloran.
En principio, no había sido realmente una clase, sino un despacho conjunto, ya
que ambas jóvenes maestras solían ir a otras aulas a dar sus respectivas lecciones.
Contenía un piano y varios bancos de madera, un gramófono de maleta y unos
álbumes con discos de marchas y música clásica, que eran transportados, a petición
de parte, a cualquiera de las otras dependencias del edificio, y una pizarra sobre la
que, sin duda, la señorita Pearson se había entretenido en dibujar la arrogante figura
de un pavo como recordatorio del cercano día de Acción de Gracias.
La mesa correspondiente a la señorita Pearson era la más próxima a la puerta.
Ante ella se detuvo Hildegarde Withers indecisa entre si proceder, o no, a su registro.
Quería a la joven maestra. Sin embargo, no era este el momento más indicado para
titubeos. El sargento no tardaría en reaparecer y la señorita Withers tenía el secreto
deseo de hacer una exploración preliminar por cuenta propia.
Encontró dos polveras —bastante deterioradas por cierto—, varias cajas con
barras de yeso y de pintura al pastel, otra con tubos de colores a la acuarela y un
programa de teatro, sin fecha, para una reposición del Show Boat de Florenz
Ziegfield, que aún se representaba en el Casino Theatre. Entre las páginas del
programa yacía prensada, una orquídea de un color verde amarillento.
Devolvió todo a su sitio y pasó a la mesa que hasta aquel día había pertenecido a
Anise Halloran. Meditó unos instantes ante los cerrados cajones de la misma, y al fin
se decidió a entrar en acción con la ayuda de una horquilla.
No era la primera vez que había apelado a este antiguo sistema de manipulación.
Al cabo de unos segundos saltó el pestillo del cajón central que, automáticamente,
descorría asimismo el de todos los laterales.
Papeles de música, en su mayoría de marchas y cantos folklóricos, cubrían una
manoseada copia del clásico Mon Homme francés, cantado en el país hacia unos años,
y con gran éxito por cierto, por la celebrada Fanny Brice.
Los cajones superiores de ambos lados dejaron al descubierto una polvera con el
espejo roto, dos paquetitos de pastillas de menta, un frasco grande, casi vacío, cuya
etiqueta decía: «Aspirina», otro, completamente vacío, de «Sales de Bromo» y un

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sobre que contenía dos abonos de temporada para los pasados conciertos en el
Lewisohn Stadium, ambos con muestras de haber sido repetidamente usados.
La señorita Withers contempló pensativa los frascos de aspirina y bromo. ¿Qué
tendría Anise Halloran que ver con todos aquellos potingues? ¿Sus dolores de cabeza
quizá? De todos modos, éstos no volverían de nuevo a inquietarla. El recuerdo de
aquel cuerpo exánime que poco ha viera en el guardarropa la hizo estremecerse.
¿Dónde estaría ahora? ¿En qué oculto rincón lo habría escondido el asesino?
La primera sorpresa real la recibió la señorita Withers al abrir el segundo cajón de
la derecha y encontrar en él una abultada botella con la marca de «Dewar’s Dew of
Kirkintilloch».
La etiqueta estaba un tanto descolorida, y el contenido, para un olfato inexperto
como el de la señorita Withers, le hizo pensar al instante en que se trataría de alguna
de las marcas de «whisky» escocés.
Devolvió la botella a su sitio después de cubrirla cuidadosamente con los mismos
papeles de periódico en que la halló envuelta. También encontró una caja de vasos de
papel iguales a los que, en cajas de metal, se colocaban al lado de los depósitos de
agua destinados para uso de los escolares.
La señorita Withers frunció el entrecejo. No lograba asociar aquellos objetos con
el concepto que ella tenía formado de Anise Halloran. Antes bien hubiese creído que
se trataba de un vicio secreto del director Macfarland.
Y no viendo nada más de interés, la señorita Withers volvió a cerrar los cajones y
se dispuso a salir.
Unos pasos cautelosos que sonaban en el corredor le hicieron pensar en la
posibilidad de que el asesino anduviera aún al acecho por las desiertas salas y pasillos
del edificio, y desistió de su intento. Apagó rápidamente la luz y esperó con el
paraguas en ristre dispuesta a hacerlo entrar en acción.
La puerta se abrió lentamente dejando ver los confusos contornos de la figura de
un hombre. Adelantó con firmeza la improvisada arma y aplicó la punta con fuerza
sobre la espalda del intruso.
—¡Arriba las manos! —dijo con voz silbante—. ¡Y como haga un solo
movimiento, le meto seis balas en el corazón!
Al tiempo que hablaba, hizo funcionar de nuevo el interruptor. El sargento Taylor,
con las manos en alto, se volvió para mirar al autor de orden tan tajante.
—¡Oh! —exclamó ella con gesto contrariado—. ¡Resulta que es usted!
La cara del sargento, por el contrario, dio muestras de profundo alivio.
—Y, gracias sean dadas a Dios —contestó con un suspiro—. Resulta también, que
es usted. Pero, ¿qué hacía aquí tan sola y a oscuras? Yo esperaba que nos habría
seguido…
—Dejemos eso por ahora —interrumpió ella—. ¿Encontró usted algo en esa fosa?
El sargento Taylor movió negativamente la cabeza.

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—No era todavía lo suficientemente profunda —reconoció—. Aunque no estaba
mal como principio. Seis pies de larga, dos de ancha y unos tres de profunda, cavada
en la tierra blanda que hay bajo los pilares de la parte sin edificar del sótano. Allí no
hay maderamen, como usted sabe.
La señorita Withers asintió pensativamente.
—¿Algo más? —preguntó.
—Nada digno de mención. Ni tampoco rastros del conserje. Mis agentes vinieron
con un cajón medio lleno de zapatos usados de señora y que encontraron escondido
en un armario ropero del cuarto que hay bajo la escalera y que supongo es del
conserje. ¿Verdad que es un poco raro que un hombre se dedique a coleccionar esas
cosas?
La señorita Withers se paseaba inquietamente de un lado para otro.
—¡No puedo creer en semejante tontería! —protestó—. ¡Si al menos Oscar Piper
estuviese aquí! Casi siempre se equivocaba, pero tenía tal seguridad en lo que hacía,
que casi daba la sensación de que estaba en lo cierto. Estoy segura de que él habría
encontrado una explicación a todo lo que ocurre. Hace una hora vi aquí muerta a una
mujer. Ahora encontramos un hoyo cavado en la tierra, pero el cadáver ha
desaparecido.
—Venga abajo y eche un vistazo a la fosa —propuso Taylor—. Estaré más
tranquilo si se queda a nuestro lado hasta que encontremos el agujero donde se oculta
esa culebra.
—Entonces vale más que sea usted quien no se separe de mí —dijo Hildegarde
Withers—, puesto que estoy a punto de registrar, pase lo que pase, la última
habitación que me queda por ver.
Le condujo a la puerta que había más cerca de la escalera y que estaba señalada
con el doble rótulo y entraron en una habitación larga, de paredes desnudas,
parcialmente ocupada por hileras de caballetes y atestada de herramientas de todas
clases.
—El señor Stevenson, subdirector, enseña trabajos de taller y ciencias en esta
clase —explicó—. Esa otra puerta conduce a su despacho particular.
Taylor asintió con un gesto. Se dirigió a uno de los caballetes y recogió un
reluciente escoplo que había sobre él.
—¿No cree usted que el inspector haya podido ser golpeado con un objeto
parecido a este? —inquirió.
La señorita Withers titubeó durante un par de segundos.
—Es posible —respondió—. No estaría de más que McTeague hiciera un
recuento de todas esas herramientas para ver si falta alguna.
Taylor volvió a asentir.
—Me parece muy bien, señorita —dijo—. ¿Quiere usted que lo haga ahora
mismo? Le he ordenado que monte guardia en la escalera y en el vestíbulo de arriba
hasta que termine de…

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—No importa —decidió la señorita Withers—. Puede hacerlo más tarde. No
quiero que meta aquí las narices hasta que veamos todo cuanto es preciso ver.
El extremo de la habitación, utilizado para las clases de ciencia experimental,
tenía sólo una doble hilera de sillas de cara a una larga mesa que había junto a la
pared en que estaban las ventanas y que estaba llena de plantas de diversas clases,
peceras, cajas conteniendo ranas y tortugas, y un cofre en el que había
exclusivamente paja empapada en agua.
—Está usted precisamente en el escenario de una reciente tragedia —hizo
observar la señorita Withers deteniéndose frente al cofre—. Amos y Andy, dos
conejillos de Indias, solían vivir aquí y eran los niños mimados de la escuela. Creo
que fueron comprados para fines de disección, pero los chiquillos les tomaron tanto
cariño que el señor Stevenson se vio obligado a renunciar a sus experimentos. Hace
unos días, y por la razón que fuere, murieron ambos. Es decir, murió uno, Amos. El
otro enfermó y hubo que matarlo para que no continuase sufriendo.
Taylor olfateó un misterio.
—¡Oiga! —dijo—. ¿No entra en lo posible el que fueran envenenados?
—No, no creo. En fin, no lo sé en realidad. Los dos estaban gorditos y en perfecto
estado de salud, al parecer. De pronto comenzaron a ponerse mustios y flacos hasta el
punto de no poder sostenerse sobre las patas. ¿Insuficiencia en la dieta? ¿Falta de sol?
No recuerdo, pero creo que el señor Stevenson dijo algo de ello a sus alumnos.
Pasemos ahora al despacho.
El sargento la siguió sin gran entusiasmo.
—Escuche —objetó—. ¿Qué es lo que hacemos aquí? ¿Buscar pruebas o buscar
al criminal?
—Las dos cosas —contestó la señorita Withers.
Con gran habilidad y presteza registró los cajones de la gran mesa de roble que se
alzaba en el centro de la habitación. Allí no encontró sino papeles, folletos y objetos
para usos pedagógicos. Todo en su correspondiente lugar.
—Bien por Stevenson —comentó—. No sabía yo que fuese tan ordenado.
Sobre la mesa no había más que un gran secante verde, una estilográfica montada
en malaquita y, junto a un pesado tintero de cristal, un encendedor ordinario de hierro
niquelado.
—No sé con qué objeto tendría esto aquí —dijo la maestra al sargento—. En la
escuela no se permite fumar durante las horas de clase. Sería un pernicioso ejemplo
para los adolescentes.
Taylor se encogió de hombros.
—Quizá el Subdirector le diera por fumar solo fuera de las horas reglamentarias
—comentó sacando un cigarrillo de un arrugado paquete y ofreciendo otro a la
señorita Withers.
—¿Usted no fuma? —añadió.

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—¿Yo? ¿Por quién me ha tomado usted? ¿Ponerme en la boca una de esas
porquerías?
Taylor dibujó una sonrisa y comenzó a recitar el texto de un anuncio, muy
conocido por cierto.
—«Da la circunstancia de que yo no fumo, pero algunos de mis amigos que han
debutado en este vicio me aseguran que los “Luckies” son cigarrillos asoleados, no
tostados…».
Cogió displicentemente el encendedor y oprimió la palanquilla sin resultado
apreciable. Intentó de nuevo, y de nuevo…
—Esto es lo bueno que tienen estos aparatos —dijo con sorna—. Nunca
funcionan cuando uno los necesita.
Lo devolvió a su lugar y encendió el cigarrillo con un fósforo que extrajo de uno
de los insondables bolsillos de su americana.
La señorita Withers se puso a inspeccionar un estante lleno de frascos de varios
tamaños que había junto a la ventana.
—Todo esto no parece tener gran relación con nuestro objetivo —dijo—. Aquí
hay una latita del fluido ese que al parecer usan en los encendedores, y está casi
vacía. Supongo que se olvidaría de rellenarlo y por eso…
Cortó en seco la explicación al llegar a sus oídos una especie de metálico
estampido que turbó el silencio que reinaba en el edificio.
—¿Qué es eso? —exclamó.
El sargento, repuesto rápidamente del primer efecto que le produjo la súbita
detonación respondió:
—Nada. Supongo que el ruido de algún radiador.
—¡Ah! —añadió pensativamente la señorita Withers—. ¿Un radiador? Pero…
Se dirigió al que había en la habitación pero al pasar frente a un pequeño lavabo
oculto tras una mampara se detuvo. Era utilizado, indudablemente, para la limpieza
de instrumentos científicos, y el vertedero estaba lleno de retortas, probetas, vasos
graduados y copas.
Su ojo de lince debió captar algo que consideró de interés. Levantó una de las
copas.
Era del tipo de las que venden en cualquier almacén de baratijas y usadas a veces
por los, en otros conceptos considerados como impecables ciudadanos de esta gran
nación, para hacer sus habituales libaciones.
Pero esta copa difería de las otras en un detalle. En que estaba habitada. Una gran
hormiga encarnada yacía sin vida en el fondo de la misma. ¿Habría llegado hasta allí
procedente del jardín, pensó la señorita Withers, sólo para morir de agotamiento en el
resbaladizo interior de aquel objeto de cristal y con sólo una pequeña gota de líquido
a su alcance?
Se acercó la copa a las narices, pero se le cayó de las manos estrellándose contra
el suelo al ser violado el silencio de la noche por el horrible y estridente crescendo de

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una sirena que de pronto sonó por todos los vestíbulos del edificio.
—¡Vamos corriendo! —exclamó el sargento—. ¡Eso es sin duda que han
encontrado al asesino… o el cadáver!

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Capítulo IV
La señorita Withers extendió una mano y
detuvo al sargento
(15-11-32 – 6.15 de la tarde)

— E
edificio?
spere —le dijo—. Esa es la señal de incendio de la escuela.
—¿Qué? ¿Quiere usted decir, como remate, que está ardiendo el

El sargento hubo de levantar la voz para hacerse oír entre aquel estrépito.
La señorita Withers movió negativamente la cabeza.
—Dudo mucho que haya fuego —respondió chillando a su vez—. Pero me figuro
qué es lo que ha ocurrido. Sígame.
Se dirigió rápidamente a lo largo del pasillo con las palmas de las manos
fuertemente oprimidas contra las orejas.
—No entiendo lo que quiere usted decir —aulló el sargento.
—Ahora se lo explicaré.
Habían llegado al extremo del corredor donde una ventana se abría junto a la
estrecha puerta que conducía al canalizo de escape.
La señorita Withers alzó la cortina.
—¿Recuerda que yo les dije que dudaba que el asesino pudiera escaparse por este
artefacto? No parecía usted muy satisfecho de mis razones.
—Le diré…
—Ni por lo visto tampoco McTeague que, con toda seguridad, es quien ha abierto
la puerta de escape y se ha lanzado por el canalete, o tobogán, o… como quiera usted
llamarle. Me olvidé decirle que cuando suena la sirena se abre automáticamente esa
puerta. Y viceversa, si alguien fuerza una de esas puertas, suena la alarma.
El sargento dio un profundo suspiro de alivio.
—Por unos momentos me tuvo usted verdaderamente preocupado, señorita —dijo
—. ¿De modo que todo esto ha sido obra de ese zoquete de McTeague? ¡Siempre ha
de ser el mismo!
La señorita Withers trató de penetrar con la mirada en la oscuridad que envolvía
el campo de recreo.
—Llámele usted y dígale que vuelva aquí —aconsejó—. No hay conexión alguna
entre ese patio y el edificio. Tendrá que ir hacia el norte, saltar la verja y luego dar la
vuelta y entrar por la puerta principal. El patio está rodeado por una alambrada de

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quince pies de altura para evitar que los niños salgan a la calle y corran el peligro de
ser atropellados por algún auto.
La sirena había dejado ya de emitir su quejumbroso alarido y el sargento llamó
asomándose a la ventana:
—¡McTeague! ¡McTeague!
No recibiendo respuesta alguna se volvió hacia la señorita Withers.
—¡A ver si se ha roto la cabeza contra una piedra al tirarse por eso que usted
llama «tobogán»!
—¡Tontería! —replicó la señorita Withers—. Los chiquillos se deslizan por él
todas las semanas y jamás ha ocurrido el más mínimo accidente. Espere… ¿no es
aquel que va por allí?
Con el dedo señalaba a una confusa figura que, en la obscuridad, bordeaba la
torre en que estaba enclavado el canalete de escape y se encaminaba en dirección
norte.
—¡McTeague! —gritó de nuevo el sargento.
Después comentó mirando a la señorita Withers:
—Parece que conoce bien el camino. ¡Eh, McTeague!
Hubo un fuerte rumor de pasos a sus espaldas y al volverse la maestra quedó
sorprendida al ver ante sí la voluminosa estampa del irlandés. De McTeague.
—Aquí estoy —dijo éste—. ¿Quién me necesita?
La señorita Withers y el sargento se asomaron de nuevo a la ventana. La borrosa
figura había desaparecido. Después se miraron uno a otro en silencio.
—Oiga, McTeague —se revolvió furiosa la maestra—. ¿No le dijo el sargento que
vigilara la escalera y este pasillo? ¿Dónde estaba usted? Por su culpa un hombre
acaba de escaparse ante nuestras propias narices.
—Es que… oí un ruido sospechoso, señora —tartamudeó—. Una especie de
estallido…
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—Pues… —McTeague se quitó la gorra de uniforme y se rascó la cabeza—. Pues
no lo sé exactamente. Quiero decir, que sonó por varias partes. Creo que en los
radiadores. Algo así como el golpe que produce el vapor de las tuberías…
—¿Vapor? También nosotros lo hemos oído, ¿verdad, Taylor?
La señorita Withers miró rápidamente a su alrededor. Allí había un radiador
grande, de los de tipo plano, pegado al techo.
—¿Quiere alguno de ustedes ver el modo de subirse hasta ahí y tocarlo?
Con ayuda de mesas y sillas se encaramó McTeague y extendió una mano grande
y coloradota poniéndola en contacto con el metal. La retiró al instante acompañando
el gesto con una expresión de uso poco corriente en círculos de la buena sociedad.
—Discúlpeme, señora —añadió—. Eso está que arde.
La señorita Withers movió la cabeza pausada y pesarosamente. La excitación
producida por la búsqueda parecía habérsele borrado de las facciones.

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—A ninguno se nos ocurrió pensar —dijo—, lo impropio que resultaba para una
escuela el tener las calderas funcionando a estas horas del día. Supongo que esos
estúpidos que tiene usted en el sótano se habrán creído que el conserje vino aquí con
el exclusivo objeto de encender la calefacción para que ellos pasaran una noche
agradable.
El sargento parecía intrigado.
—¿Ha dicho usted el conserje? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¡Hombre!
Me gustaría tener unas palabras con él. Por lo visto, Allen y Burns no hacen grandes
progresos en sus pesquisas.
—Mejor será que baje usted al sótano —sugirió la señorita Withers—, y diga a
esos agentes que se ocupen sólo de encontrar al conserje. Ya sé dónde está el cuerpo
de Anise Halloran.
La boca de Taylor se abrió al mismo tiempo que la de McTeague.
—¿Que usted sabe qué… dónde?
La señorita Withers se lo dijo.
—¡Gran Dios! ¡Corramos, McTeague! ¿Viene usted, señorita Withers?
La maestra movió negativamente la cabeza.
—Por nada del mundo bajaría yo ahora allí —respondió.
—Pero, señora, con todo lo que aquí ocurre me sentiría más tranquilo teniéndola a
mi lado…
—No se preocupe por mí —respondió Hildegarde Withers con calma—. El
peligro ha pasado. El criminal se encuentra en estos momentos lejos de aquí. Él o
ella, que para el caso es lo mismo, conocía bien, por lo visto, la topografía de la
escuela… aún estando a obscuras.
La cara del sargento pareció iluminarse de pronto.
—Entonces, todo lo que tenemos que hacer para resolver este misterio es
interrogar a cuantos conozcan bien los vericuetos de este edificio.
—Sencillo, ¿verdad? —dijo la señorita Withers mientras caminaban a lo largo del
corredor—. De este modo conseguirá usted reducir el número de sospechosos a unos
treinta o cuarenta mil. ¿No comprende que Nueva York está lleno de hombres y
mujeres que han pasado una gran parte de su niñez correteando por las aulas y patios
de la escuela Jefferson?
Llegaron a la escalera y la señorita Withers se detuvo frente a la puerta del
despacho del Director.
—Yo me quedo aquí —informó al sargento—. Quiero hacer una llamada
telefónica.
Taylor descendió al sótano y encontró a Allen y a Burns discutiendo
acaloradamente.
Ambos estaban en pie junto a una tosca fosa abierta en uno de los rincones del
largo basamento. Reinaba una profunda obscuridad en el espacio ocupado por

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aquellos macizos arcos de piedra que servían de sostén a los pisos superiores y cuyo
trabajo jamás llegó a completarse.
—Te digo que este agujero lo han abierto a lo sumo esta misma tarde —insistía
Burns—. Mira las marcas que ha dejado la pala. Mira la tierra. Todavía está húmeda.
Además, que yo entiendo algo de esto. He sido labrador, he caminado muchas millas
detrás del arado, y sé que la tierra es negra cuando se acaba de cavar, pero luego se
vuelve gris al secarse.
—Bien, dejad esa discusión, muchachos —les dijo el sargento—. Tenemos otra
faena que hacer. ¿Dónde están la caldera y el horno que hay aquí?
Allen señaló con el pulgar en dirección a su espalda.
—En aquel rincón —contestó—. ¿Por qué? ¿Hay alguna novedad?
—Y grande —afirmó Taylor—. Vamos a echar un vistazo al calentador.
Retrocedieron a lo largo de los pasadizos, pasaron frente a las abiertas bocas de
unas carboneras, luego por un suelo entablerado y al fin llegaron al lugar en que se
alzaba una rechoncha y negra hornaza.
—No sé que es lo que vinimos a hacer aquí —protestó Allen—. El doctor Levin
está fuera y desea marcharse. Dice que todo ha sido una falsa alarma y no quiere
que…
Se detuvo al ver la expresión que había en la cara del sargento Taylor.
—¿Pa… pasa algo? —preguntó.
—Mucho. ¿No decís que habéis registrado el sótano? ¿Qué habéis encontrado?
¡Nada, claro! Veo que ni siquiera seríais capaces de encontrar Times Square aún
saliendo del Paramount.
Cogió cautelosamente la manecilla del portón y tiró de ella.
El horrible hedor que les azotó los rostros les hizo echarse hacia atrás. McTeague
se santiguó y musitó en voz baja una oración.
El pequeño grupo de policías se quedó un instante contemplando horrorizado el
contenido de aquel pequeño infierno de humo y fuego. La vida de los policías
metropolitanos no era como para hacer dengues ante un accidente o crimen, por
impresionante que fuera, y aquellos cuatro endurecidos agentes estaban
acostumbrados a mirar a la muerte cara a cara.
Pero jamás habían presenciado hasta entonces un espectáculo como el que ante
sus ojos se ofreció. Dentro del horno, los grotescos y descarnados restos de lo que sin
duda había sido un ser humano, parecían sonreírles a través de un amarillento
remolino de humo y fuego.
Habían encontrado, al fin, el cuerpo de Anise Halloran.

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Capítulo V
Notas musicales
(15-11-32 – 6.30 de la tarde)

—¿ E l inspector Piper? —dijo con gran dulzura una voz al otro extremo del
teléfono—. Ah, sí, el Inspector Piper. Está durmiendo.
—Ah, conque está durmiendo, ¿eh? Escuche, jovencita. Ese estribillo de «está
durmiendo» quizá le dé buenos resultados con la mayor parte de las llamadas, pero no
esta vez. Quiero que suelte usted esa revista que sin duda tiene en la mano, que se
quite esa goma de mascar que tiene en la boca, y vaya inmediatamente a enterarse de
como está el inspector, ¿me entiende?
La señorita Withers empezaba a perder rápidamente la calma.
—Pero, señora…
—¡Nada de peros! ¿O prefiere acaso que me presente en el hospital, la ponga
sobre mis rodillas y le dé una buena ración de azotes?
Se oyó una exclamación sofocada, seguida de un largo silencio. Después se
volvió a oír la voz, con la misma dulzura de antes.
—El inspector Piper está en este momento en la sala de operaciones. Dicen que
tiene una fractura conminuta del cráneo acompañada de fuerte conmoción, pero que
su estado es satisfactorio dentro de la natural gravedad. Como es lógico, sigue
inconsciente, y dice el doctor que es posible que continúe así uno o dos días más.
¿Desea saber algo más, señora?
La voz de la señorita Withers tornó a humanizarse.
—Nada más, querida —contestó—. Gracias, y buenas noches.
Tras varios inútiles intentos, consiguió devolver el receptor a su gancho. Se
levantó preocupada.
En el vestíbulo se oía la aguda e histérica voz del detective Allen hablando al
parecer con alguno de los fotógrafos de la policía.
—… y aunque no lo crean —decía—, hemos tenido necesidad de usar tres
extintores para poder sacar el cuerpo del horno. Es decir, lo que quedaba del
cuerpo…
Pasaron de largo en dirección a la escalera del sótano y la señorita Withers se
encasquetó el sombrero hasta las orejas. Era uno de sus tradicionales gestos de
desafío, algo así como el acto de enarbolar el gallardete de guerra sobre el tope de un
mástil.

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Estaba resuelta a no acercarse al sótano mientras continuaran allí los restos de
Anise Halloran. Tenía ya bastante con las emociones experimentadas hasta aquel
momento. Además, quedaban aún por registrar las aulas del segundo piso. Tarde o
temprano la policía se encargaría de hacerlo, pero la señorita Withers era partidaria de
batir el hierro en caliente. El inspector había dicho siempre que más provecho se
podía sacar de las veinticuatro horas que siguen a la comisión del crimen que de todo
el resto del tiempo. Y aquí estaba ella, a quien se diera la oportunidad de ser casi una
testigo esencial del crimen, y sin un dato siquiera que pudiese servir para arrojar un
rayo de luz sobre aquel misterio.
Se dirigió de nuevo a las escaleras, pero antes de llegar a ellas se detuvo a pensar.
Si era ya poco el respeto que hasta entonces sintiera por la inteligencia de la policía,
desde que el inspector yacía sobre la mesa de operaciones en una sala de urgencia del
hospital de Bellevue tal respeto había quedado reducido a la nada.
—Tengo que secar la paja mientras brilla el sol —se dijo a sí misma.
Obrando bajo la acción del impulso se dirigió al despacho del director.
Posiblemente allí encontrara alguna relación de las direcciones y números de teléfono
del profesorado de la escuela Jefferson… Miró en la mesa del señor Macfarland.
Nada.
Salió a la pequeña salita adjunta y se inclinó sobre la mesita de escribir de Janey
Davis, la mecanógrafa.
Abrió el primer cajón de la derecha… y sólo encontró objetos de escritorio, una o
dos cartas antiguas y un paquete de pastillas de limón. El segundo dejó ver un
pequeño archivador de cartón encarnado. Lo que ella buscaba.
Pero Hildegarde Withers no se fijó precisamente en el archivador, sino en algo
brillante que había detrás de él, envuelto en un pañuelo de seda oro y azul. Era una
pistola automática. La sacó tomando toda suerte de precauciones. El inspector le
había enseñado en cierta ocasión su manejo. Se caló los lentes y la observó
detenidamente.
—Sí, primero esto, después esto…
Con un ruido seco, se deslizó el cargador. Estaba totalmente lleno, pero la
señorita Withers frunció perpleja el entrecejo. ¡Los cartuchos que había en él, excepto
uno, así como el que ocupaba la recámara, carecían de bala!
La limpieza del cañón y la ausencia del olor a pólvora eran indicios claros de no
haber sido disparada, al menos recientemente.
—Si la dejo aquí —pensó—, sólo servirá para poner a la pobre Janey Davis en un
grave aprieto. Además, quizá la necesite yo antes que pase la noche.
Obrando en consecuencia, devolvió el cargador a su sitio y se guardó la pistola.
Después sacó el archivador y recorrió rápidamente las tarjetas de color que en él
había.
Abría la lista el bedel Anderson, con domicilio en una apartada vivienda en East
Fourteenth. Natalie Pearson aparecía como residente en Martha Washington. El señor

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Macfarland, con un número en Central Park West, y el subdirector, el señor Dominic
Stevenson, como vecino del tranquilo sector de La Villa.
Por fin le llegó el turno a la tarjeta que motivara su pesquisa. «Anise Halloran,
teléfono Morningside 2-2333, apartamento 3C, 441. Calle Setenta y Cuatro».
La señorita Withers añadió estas notas a las que ya tenía y continuó buscando.
Con gran sorpresa suya no logró el más insignificante informe con referencia a
Janey Davis. No era posible que… De pronto se acordó de la carta que viera en el
cajón de la mesa en que estaba la máquina de escribir. Quizá allí…
En efecto. La carta era del Metropolitan Gas & Coke Company, felicitándola por
su decisión de convertirse en cliente de la compañía.
Estaba dirigida a la Señorita Janey Davis, apartamento 3C, 441, calle Setenta y
Cuatro y fechada dos semanas antes.
Acababa de copiar todo aquello cuando de pronto se dio cuenta de que las señas
coincidían con las qué, sólo un momento antes, tomara del archivo.
¡De modo que Janey Davis era, o lo había sido hasta entonces, compañera de
cuarto de Anise Halloran!
La señorita Withers devolvió cuidadosamente el archivador a su sitio, cerró los
cajones de la mesa, y ni salir hubo de retirarse y dejar paso a una camilla conducida
por dos corpulentos mozos del depósito de cadáveres. El sargento Taylor les seguía
de cerca acompañado por un hombrecito delgado, de faz amarillenta y vestido de
azul.
—Hola —saludó el sargento—. Supongo que conoce usted al doctor Levin,
¿verdad?
La señorita Withers respondió que tenía ese placer.
—¿Y qué es lo que ha encontrado, doctor? —preguntó.
El ayudante del forense se encogió de hombros.
—¿Qué quiere usted que encontrara? —contestó—. Ni aún una detenida autopsia
serviría para extraer un informe valioso de un cuerpo que ha estado ardiendo
tranquilamente durante más de media hora. La muerte parece haber sobrevenido de
resultas de un fuerte golpe en la frente con un instrumento cortante. Pero esto no es
oficial. Venga a verme mañana.
Con la negra carpeta bajo el brazo, el doctor Levin prosiguió su camino en
dirección a la puerta.
—El cuerpo estaba, en efecto, donde usted había dicho —admitió el sargento a la
señorita Withers—. Lo que no comprendo es como a mis muchachos no se les ocurrió
mirar en el horno.
—Quizá ni se enteraran siquiera de que éste estuviese en el sótano. ¡Valiente
colección de inútiles! ¿Dónde están ahora?
—No andarán muy lejos. Allen y Burns registraron las aulas del segundo piso.
—Supongo que habrán tenido también sus dificultades para distinguir entre un
primero y un segundo piso —hizo observar sarcásticamente la señorita Withers—.

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¿Han encontrado algo hasta este momento?
El sargento se enderezó hasta mostrar en toda su extensión los cinco pies y seis
pulgadas que tenía de estatura.
—¡Naturalmente que han encontrado! —respondió—. Y algo que acaso tenga
relación con el crimen. ¡Un frasco de veronal en uno de los cajones de la mesa del
aula 2E!
—¿Y qué tiene eso de particular? ¿O es que le está vedado a la señorita Alice
Rennel el calmarse los nervios con el uso de esa droga? Si yo tuviese que bregar con
los alumnos que ella tiene, probablemente haría lo mismo.
—¿Ah, sí? —dijo el sargento—. Pero el veronal es casi un estupefaciente. Y si
no, trate usted de pedir una receta y verá los remilgos que hace un doctor antes de
concedérsela.
Mientras hablaba se sacó un frasco grande y redondo de uno de los bolsillos.
—Por lo que pone en la etiqueta —añadió—, esto fue comprado en Jersey.
La señorita Withers examinó detenidamente el frasco.
—Lo que sí se ve a las claras es que está lleno hasta el tope y que nadie ha usado
ni una sola pastilla de su contenido. Supongo que no pensará usted que Anise
Halloran muriese envenenada.
—Aun no he tenido de empezar a pensar cosas —anunció el sargento.
—Pues avíseme cuando se decida a hacerlo —replicó la señorita Withers.
A continuación cambió de tono y dijo:
—¿Algún rastro del instrumento con el que se cometió el crimen?
Taylor movió negativamente la cabeza.
—No —contestó—. A menos que el criminal usara la pala no sólo para cavar la
fosa, sino también para matar Vamos a llevársela al analista para ver si hay en ella
huellas digitales de alguna clase. ¡Eh, Mulholland! —gritó volviéndose—. ¡Traiga
esa pala un momento!
Un hombre de cabello pajizo y uniforme azul, nuevo e impecablemente cortado,
se destacó en el fondo del pasillo. Sobre uno de sus hombros, y en forma militar,
llevaba la herramienta en cuestión.
—Eso es una laya de jardinero y no una pala informó la señorita Withers al
sargento.
Observó detenidamente el apero. No había realmente en él señal alguna digna de
ser tenida en cuenta.
—Lléveselo —añadió—. Hay algo terrible en ese objeto que no se hallaría en un
puñal tinto en sangre o en una humeante pistola. Una inocente herramienta de
jardinero, utilizada para un fin tan siniestro como el de… Me parece que me vuelvo a
casa —anunció.
—Ojalá pudiera hacer yo lo mismo —dijo el sargento—. No sé si, oficialmente,
se me asignará para hacerme cargo del caso, pero voy a obrar como si ocupara el
puesto del inspector. Por esta noche creo que hemos trabajado bastante. Pondré un

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agente de guardia frente a la puerta del guardarropa y otro en la puerta principal. Tan
pronto como Allen y Burns terminen el registro de este piso me los llevaré conmigo y
empezaremos a aplicar unas pequeñas dosis del «tercer grado».
—¿Ah, sí? ¿De modo que piensan ustedes interrogar a alguien? —inquirió la
señorita Withers quedándose súbitamente rígida.
—Claro que sí. Voy a averiguar dónde vivía la interfecta, quienes eran sus amigos
y amigas y malo será que de ahí no nos salga una pista. Además, lo probable es que
tuviese alguna compañera de cuarto y, si es así, con un buen par de bofetadas le
ayudaremos a que se aclare la garganta y nos cante como un canario flauta.
Por lo visto el sargento era partidario de la vieja escuela de investigación.
La señorita Withers quedó pensativa, pero no tardó en ser interrumpida su
meditación por las roncas voces de los dos detectives de la Comisaría que salieron del
aula 1A situada al otro extremo del pasillo y se acercaban hablando excitadamente.
—¿A que no sabe usted lo que hemos encontrado en el despacho de la interfecta,
sargento? —dijo Burns—. Es ese que está al otro lado del pasillo.
La señorita Withers enarcó las cejas.
—¿Y qué es lo que le hace suponer que ese fuese el despacho de la señorita
Halloran? —preguntó—. Por de pronto le digo que está usted equivocado.
—¿De veras? —replicó burlonamente Burns—. ¿No es verdad que esa señorita
era la maestra de música de la escuela? Pues bien, ahí, en ese cuarto, hay una serie de
cosas musicales escritas en la pizarra.
—La clase de la que acaban ustedes de salir pertenece a la señorita Cohen, del
segundo grado —insistió Hildegarde Withers.
—Entonces, ¿que hacen ahí esas notas musicales?
—No se alboroten y dejen que yo les explique. La señorita Halloran tenía su
pequeño despacho en el tercer piso, pero la mayor parte del trabajo lo hacía en
diferentes aulas de la escuela. Mañana, por ejemplo, le correspondía…, sí, sí,
exactamente, a los del segundo grado. Sin duda querría ganar tiempo y dedicó esta
tarde a poner en el encerado las escalas y demás cosas pertinentes a la lección.
—Vamos a ver ese cuarto —decidió el sargento.
En los dominios de Vera Cohen todo parecía estar en perfecto orden. La mirada
perspicaz de la señorita Withers pronto se hizo cargo de todo cuanto había escrito en
la pizarra.
Fue allí, entonces, donde Anise Halloran permaneció, después de haber salido los
demás, para preparar los temas del siguiente día. Era allí donde había inhalado las
últimas bocanadas del aire saturado de tiza de la escuela Jefferson, y era de esta fría y
desnuda habitación de donde había salido, sólo unas horas antes, para dirigirse al
guardarropa envuelta ya en ominosas sombras.
¿Habría tenido acaso la muchacha la secreta intuición de que algo malo estaba a
punto de ocurrirle? La señorita Withers observó pensativa la forma sinuosa e irregular
de los espacios del pentagrama, así como una cierta erraticidad en el modo de escribir

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las notas, cosas ambas nunca vistas con anterioridad, ya que la pulcritud y el esmero
habían sido siempre las características más salientes en el trabajo de Anise Halloran.
Y esto era particularmente visible en la última línea musical que había sobre el
tablero, bajo las escalas y ejecución del conocido rondel, «¿Estás dormido —estás
dormido— hermano John?». Las frases en cuestión parecían haber sido añadidas
atropelladamente, como si Anise Halloran hubiese tenido empeño en acudir presurosa
a una cita… con la muerte.
Esta pequeña tonadilla, por lo visto inacabada, habría parecido por demás simple,
aún para los atrasados pequeñuelos de la señorita Cohen. De todos modos, la señorita
Withers tuvo la precaución de copiarla en un cuaderno que llevaba consigo.

—¿Por qué se molesta usted en apuntar eso? —quiso saber el sargento—.


Supongo que no se pondrá a silbar en busca de un asesino como cuentan que hacían
los viejos marinos cuando querían un viento favorable.
—Pues es muy posible que lo haga —contestó la maestra secamente, pues ya
empezaba a tener sus dudas acerca del sargento.
El mando, aunque interino, parecía estar subiéndosele a la cabeza.
—¿Quiere usted saber por qué copié ese trocito musical en mi cuaderno? —
añadió—. Pues se lo diré aún a riesgo de que no tome en serio nada de cuanto diga.
Esto fue lo último que Anise Halloran escribió en vida y me gusta tocar, sentir, algo
que ella usara, que tocara, algo que ocupara por entero su mente momentos antes de
morir. Y no es que yo crea en vistas etéreas ni en nada de esas cosas, pero… ¡qué sé
yo! Hay faquires en la India, y aquí, sin ir más lejos, que con sólo mirar a un anillo
pueden describirle la persona que lo llevara por última vez.
—Eso está fuera del alcance de mi meollo —insistió el sargento—. Yo soy
hombre práctico, señora. Bien, creo que aquí hemos terminado, de momento. Voy a
dar mis órdenes y después podemos marcharnos.
Salió al pasillo y gritó:
—¡Mulholland!
Un hombre se destacó en la distante puerta del fondo.
—¿Quería usted algo? —respondió.
—Nada. Sólo saber que estaba usted ahí. ¿Dónde está Tolliver?
—Aquí, señor.
Otro uniformado hizo su aparición. Era un mocetón musculoso, con anchos pies,
del tamaño de una gabarra.
—Mulholland, usted monta guardia esta noche frente a ese guardarropa y Tolliver
abajo, en el sótano. Supongo que no tengo que repetir la consigna. Al que intente

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entrar o salir, lo arrestan. Serán relevados mañana por la mañana, no sé a qué hora.
Se volvió hacia la señorita Withers con aire majestuoso, como si en aquel
momento sintiera caer sobre sus hombros el simbólico manto de la Ley.
—Oiga —inquirió—, ¿sabe usted dónde puedo encontrar la dirección de esa
muchacha que han matado?
—Espere aquí un momento —respondió la señorita Withers con autoridad.
Desapareció rápidamente por la puerta que conducía al despacho del director,
sacó el archivador de la mesa de Janey Davis y tomando una pluma la mojó en un
cercano tintero y modificó el «1» que había en la dirección de Anise Halloran
convirtiéndolo en un 7. Ahora la tarjeta decía así: «apartamento 3C, 447, calle
Sesenta y Cuatro».
—Esto me dará al menos media hora de ventaja sobre el sargento —pensó.
Salió al pasillo e hizo entrega de la cartulina.
—A propósito, sargento —sugirió tratando de encontrar el modo de demorar la
puesta en marcha del detective—. ¿Está usted seguro de que ha encontrado todo
cuanto tenía que encontrar en el sótano? Tengo la idea de que el arma que usó el
asesino para la comisión del crimen sigue aún allí y que su pala, como usted dice, no
tiene significación alguna en este asunto. ¿No sería mejor que bajara de nuevo a echar
un vistazo?
El sargento se irguió todo cuanto buenamente pudo.
—Escuche, señora —replicó—. Ya sé que he incurrido en varios errores, como el
del hallazgo del cuerpo, pongo por caso. Pero no se alborote. Hay una cosa que mis
muchachos saben hacer a la perfección, es un registro. Han recorrido el lugar pulgada
por pulgada provistos de un filtro y de un peine, y a menos que el cuerpo del delito
no fuera lo suficientemente pequeño para ser llevado por alguna de esas hormigas
encarnadas a las que es usted tan aficionada, y escondido en un agujero, podría
apostarme el cuello a que ahí abajo no hay nada de lo que usted se figura. Nada,
como no sea el alma de la difunta gimiendo desconsolada alrededor del horno.
Soltó una carcajada que no fue compartida por la señorita Withers ni por
Mulholland, cuya misión era precisamente la de vigilar aquellos contornos.
—¿De modo que no me cree…? —principió a decir.
Pero risas y pregunta se le apagaron en los labios cuando de lo profundo de la
obscuridad y del silencio que reinaba en el resto del edificio, llegó a sus oídos el
sonido de una voz estridente, cascada y gangosa, que trataba en vano de entonar una
canción.
—¡Hay alguien arriba! —gritó el detective Allen.
—No, esa voz viene del patio… —gesticuló Mulholland.
—Están equivocados los dos —interpuso la señorita Withers—. Escuchen un
momento.
La voz se oyó más cerca. No era la de un fantasma, sino la de un hombre; un
hombre alegre, desprovisto, al parecer, de preocupaciones.

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La letra de la canción, o mejor dicho, las pocas palabras que el cantante lograba
coordinar, eran vulgares por demás. «Ah, conocí un soldado, un soldado con pata de
palo. Quería vino, mas nadie se lo quiso dar… nadie se lo quiso dar».
—Voy en busca de ese Caruso —dijo el sargento.
—Espere —indicó la señorita Withers—. Parece que viene en esta dirección.
Después miró socarronamente al agente de la Ley.
—¿Está usted seguro de que sus hombres registraron el sótano con la ayuda de un
filtro y de un peine?
La voz llegaba ahora con perfecta claridad. Venía de la escalerilla del sótano…
¡del sótano que sólo unos momentos antes fuera objeto de una minuciosa inspección!
—«Ah, conocí yo a un soldado…».
La voz se quebró de pronto y ante el asombrado grupo apareció la figura de un
hombre de estatura mediana, pelo de color indefinido y una cara que por el número
de arrugas que la cruzaban más parecía una patata dejada largo tiempo en un lugar
húmedo y sin luz.
Se balanceó unos instantes como espiga mecida por una suave brisa.
—¡Anderson! —susurró Hildegarde Withers, conteniendo el aliento—. ¡El
conserje Anderson!
Éste se adelantó poniendo cuidadosamente un pie frente al otro y con el cuerpo
tan rígido como el de un funámbulo al pasar el alambre.
Hizo un valiente, aunque no muy satisfactorio esfuerzo de mirar a todos a la cara
y al fin se detuvo apoyándose con ambas manos contra la pared.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con un hilo de voz—. Voy a cerrar la escuela.
La boca del sargento se abrió ligeramente. Miró en dirección a Mulholland.
—Cójale —dijo.
El corpulento policía asió a Anderson de uno de los brazos y el conserje se
desplomó con la cabeza colgando hacia un lado.
—Me… me voy a casa —farfulló—, y quiero apagar primero las luces…
Con una sonrisa de triunfo el sargento se le acercó y le sacudió rudamente.
—Oiga, amigo —quiso saber—. ¿Qué es lo que sabe usted de este asesinato?
¡Vamos, hable y no se haga el tonto!
—¿Qué es lo que ha dicho? —respondió Anderson haciendo un cómico guiño—.
¿Si sé… qué?
—Contésteme o le retuerzo el pescuezo. ¿Dónde estaba escondido? Desembuche
pronto, si no quiere que le refresque la memoria con un garrote.
—Eso no puede usted hacerlo con un hombre como yo —replicó Anderson,
recuperando un tanto el perdido equilibrio—. Soy un hombre rico. Y sería millonario
si hiciera valer mis derechos.
Unas lágrimas brotaron de pronto de aquellos ojos pitarrosos.
—Les digo que me han engañado. ¡Si, engañado! El trece es mi número de suerte.
Se lo dije a ella, pero…

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Cual un globo desinflado, el conserje se escurrió de entre las manos de
Mulholland y cayó pesadamente al suelo.
El sargento miró a la señorita Withers, sin recibir de ésta la más leve promesa de
ayuda.
—Bien, regístrenle —dijo—. Después llévenselo a la comisaría y le den un buen
masaje para ver si se le pasa esa merluza. Ahora no conseguiríamos hacerle hablar.
—¿Qué cargo hacemos contra él, sargento?
—¿Cómo que qué cargo? —respondió excitadamente el sargento—. ¿Cuál va a
ser? El de asesinato.
De pronto pareció recapacitar.
—No, no —añadió—. Más vale que procedamos sobre seguro. Pongan que por
escándalo, por resistencia a la autoridad, por aparcar frente a una boca de riego… por
lo que sea. Lo que importa en estos momentos es tenerlo bajo custodia aunque sólo
sea unas horas.
—No olvide usted que se apareció por arte de encantamiento —comentó
maliciosamente la maestra—. Cabe en lo posible que desaparezca del mismo modo.
—¿Ah, sí? Allen, póngale unas esposas. Vamos a ver si así consigue esfumarse
nuestro desmemoriado bedel.
Anderson no dio muestra alguna de poder disipativo.
Los detectives le palparon rápida y profesionalmente todos los bolsillos. De
pronto Burns lanzó un pequeño grito.
—¿Qué han encontrado? —el sargento era todo oídos—. ¿El arma homicida,
acaso? ¿O una pistola?
—No.
El detective extrajo algo del bolsillo posterior del pantalón del conserje.
—A juzgar por el bulto creí que realmente era eso que ha dicho.
Entregó a su superior un par de guantes de lona con puños azules. El sargento los
inspeccionó detenidamente. Después miró a la señorita Withers.
Al llegar el coche celular, Anderson seguía en aparente agudo estado de
alcoholismo. Hubo de ser llevado en vilo por dos de los agentes. El sargento se
acercó a la maestra.
—No creo que su presencia nos sea ya necesaria —dijo—. La cosa está ya vista.
Este estúpido se ha creído que nos íbamos a tragar lo de la borrachera.
—¿Y cómo sabe usted que no está borracho?
—Pues muy fácilmente —respondió confidencialmente Taylor—. No hemos
encontrado botella alguna, ni llena ni vacía, en el sótano, ni tampoco encima de él.
¿Con qué iba a emborracharse?
—¿Han mirado bien en el horno? No olviden que una botella se funde y se
convierte en una bola insignificante bajo la acción del calor.
Taylor movió negativamente la cabeza.

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—Hemos removido las cenizas por ver de encontrar algo relacionado con el
cuerpo de la víctima… y nada. Nuestro único hallazgo se reduce a esto.
Sacó de uno de sus bolsillos un pequeño y ennegrecido aro y se lo enseñó a la
maestra.
—Posiblemente se trata de un anillo que la muchacha llevaba en uno de los
dedos. Pero, ¿para qué preocuparnos con estos detalles? Este asunto es más claro que
la luz.
—¿Ah, sí? —respondió distraídamente la señorita Withers.
—Sí. El bedel es el autor del crimen; de eso no hay duda. Es posible que bebiera,
y mucho, pero no estaba tan borracho como pretendía hacernos ver. Después golpeó a
la muchacha en la cabeza con una pala, bajó el cadáver al sótano, y lo quemó. Quiso
enterrar los restos, pero se lo impidió la oportuna llegada del inspector. Crímenes
sexuales como éste se leen a diario en la Prensa.
El sargento envolvió cuidadosamente los guantes y se metió el paquete en uno de
los bolsillos.
—Esto es importante —anunció.
La señorita Withers quiso saber por qué.
—El asesino llevaba guantes —anunció el sargento con aire de triunfo—, para no
dejar huellas en el mango de la pala. Pero el análisis microscópico nos revelará la
presencia de pequeñas hilachas que demostrarán a las claras su procedencia.
—Muy ingenioso, sobre todo teniendo en cuenta que el conserje, como es natural,
ha venido usando esa misma pala años y años.
La señorita Withers alzó un dedo, y señalando amenazadoramente al agente,
añadió:
—Sargento, está usted cometiendo una grave equivocación.
—¿Equivocación? Ah, vamos. Lo que quiere usted decir es que no estamos
seguros de que esa pala sea la que se utilizó para cometer el crimen, ¿no es eso?
—Lo que quiero decir es que no tiene usted ningún derecho a aplicarle ese salvaje
«tercer grado» —como le llaman ustedes— a ese pobre conserje. Le advierto, pues,
que como le ocurra algo a Anderson mientras esté en su poder, removeré cielo y tierra
para hacer públicos los procedimientos que sigue la policía para obtener confesiones.
Culpable, o no culpable, ustedes no tienen derecho a martirizarle. Además…
—Además, ¿qué?
El sargento miró a su alrededor en busca de apoyo y lo encontró en la mirada
desdeñosa que sus subordinados dirigieron a la maestra.
—Además —añadió ésta con sorna— se olvidaron ustedes de fijarse bien en el
color de sus ojos.
Después dio la vuelta y se alejó con aire majestuoso.

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Capítulo VI
La señorita Withers en acción
(15-11-32 – 7.30 de la tarde)

E l caprichoso encargado celeste de regular el tiempo de Manhattan, indeciso


sin duda entre si enviar agua o nieve sobre la ciudad, había juzgado prudente
mandar aquella noche, quizá para satisfacción de todos, alternativas dosis de ambos
elementos. La señorita Hildegarde Withers lanzó un profundo suspiro de alivio
cuando el taxi que la conducía paró de pronto frente a un pardo y sombrío edificio de
la calle Setenta y Cuatro. Protegiéndose el sombrero con uno de los periódicos de la
noche, cruzó rápidamente la acera y subió el corto tramo de peldaños que la separaba
del descansillo de entrada.
Allí y bajo una hilera de pequeños buzones de metal había otra de blancos
pulsadores de llamada. Los correspondientes al apartamento 3C estaban al final. Esto
quería decir que las habitaciones correspondían a la parte posterior del último piso.
En el buzón había una tarjeta cuya nitidez era prueba de que Halloran y Davis no
llevaban largo tiempo viviendo allí.
La señorita Withers oprimió con fuerza el timbre. Después se dirigió a la puerta e
hizo girar la manecilla. Nada. No se oyó el «clic» anunciador de que el pestillo
automático había sido descorrido desde arriba. Volvió a la carga y esta vez con
insistencia casi feroz. Tampoco ahora hubo respuesta.
—¡Qué fastidio! —exclamó la señorita Withers.
No contaba con este contratiempo. Permaneció unos instantes pensativa y salió de
su abstracción al oír que un coche se detenía frente a la casa. Se apoyó sobre el marco
de la vidriera interior y esperó.
Una muchacha y un hombre subían los peldaños charlando y riendo y sin hacer
por lo visto gran caso del viento y la lluvia que les azotaban los rostros.
La muchacha, cuya cara infantil asomaba por entre el vuelto cuello de un
chaquetón de mezclilla, era Janey Davis. Por un momento la señorita Withers no
consiguió establecer la identidad del acompañante. Después enarcó las cejas. ¡Vaya!
Por lo visto el joven Dominic Stevenson, profesor de ciencias y trabajos mecánicos
en la Escuela Jefferson, tenía mejor gusto de lo que ella se había figurado.
La joven pareja se detuvo y Hildegarde Withers pudo ver la expresión de sorpresa
que se dibujó en la cara de Janey. ¿Querría, acaso, entrar el galán? Por lo visto sí,
pues siguió a la muchacha cuando cruzó ésta el umbral de la puerta exterior. Al

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levantar ambos la vista se encontraron con la señorita Withers que les observaba con
alarmante seriedad.
—Buenas noches —saludó, con voz trémula, la señorita Withers.
—¿Qué ocurre? —respondió Dominic Stevenson—. ¿Algo malo?
—Bastante. ¿No sería preferible que subiéramos?
Lo hicieron así, Janey Davis al frente, después, la señorita Withers, y Stevenson
de cola, cerrando la marcha.
Entraron por la puerta del apartamento señalado con el número 3C y se
encontraron en un pequeño saloncillo cuadrado, en una de cuyas paredes podía verse
la inconfundible señal de una cama plegable empotrada en la misma. La habitación
estaba llena de libros y ceniceros dispersos por doquier, amén de un confortable sillón
en el que la señorita Withers se dejó caer pausada y cuidadosamente.
—He venido a decirles que Anise Halloran ha sido asesinada —anunció en tono
reposado—. No disponemos de mucho tiempo, pues la policía no tardará en llegar
con el correspondiente saco de preguntas. ¿No creen que sería mejor que hablasen
conmigo primero? Estoy, como saben, en muy buenas relaciones con Jefatura.
Los dos se la quedaron mirando unos instantes, mudos de asombro. Al fin Janey
Davis rompió el silencio.
—¡Asesinada… Anise! No…, no puede ser. Eso es imposible. ¿Quién ha podido
hacer una cosa así?
—No lo sé —contestó fríamente la señorita Withers—, pero creo que no
tardaremos en averiguarlo.
Dominic Stevenson encendió una cerilla no obstante el hecho de no tener
cigarrillo alguno entre los labios.
—¿Quiere usted empezar de nuevo por el principio? —preguntó con calma—.
¿Está usted segura de que Anise está muerta?
Titubeó un momento antes de subrayar la palabra. Parecía no gustarle su
significado.
—No sólo muerta —añadió la señorita Withers—, sino quemada.
A continuación les puso al corriente de todo lo sucedido.
Janey, medio histérica, se debatía entre el dolor y la incredulidad. Pero Dominic
Stevenson parecía ejercer un mejor control sobre sí mismo.
—¡Era una muchacha tan buena y tan simpática! —comentó con cariño—.
¿Cómo es posible que haya habido nadie que deseara verla muerta? Y nosotros que
esperábamos que viniera esta noche a jugar una partida de bridge de a tres…
—Un juego idiota —interpuso la señorita Withers—. Bien, como de todos modos
no podrá venir, es inútil que sigamos perdiendo el tiempo en conversaciones inútiles.
¿Se han dado cuenta de que todos los que conocían a Anise Halloran serán
considerados como sospechosos hasta tanto no se aclare este misterio? Supongo que
ustedes dos podrán probar en cualquier momento la coartada.
—¿La coartada? —respondió Janey Davis abriendo desmesuradamente los ojos.

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—Eso he dicho. Supongo, repito, que ambos podrán probar donde estaban en el
momento en que se cometió el asesinato, ¿no es así?
—Claro que puedo —dijo Stevenson—. Salí temprano esta tarde, me fui a la
biblioteca pública y permanecí en el departamento de genealogías hasta la hora en
que vine aquí y me llevé a Janey a cenar. Es cosa que acostumbro a hacer con
frecuencia, esa de mirar en el árbol genealógico de la familia. Estoy preparando un
mapa para mi madre. Es una chifladura que tenemos muchos de los del lugar de
donde yo procedo.
—¿Y de dónde es usted, si puede saberse? —quiso saber la señorita Withers.
—De Virginia —respondió el profesor de ciencias.
—Pues también los de Boston acostumbramos a dar importancia a esas
menudencias —le hizo recordar la señorita Withers—, Janey, ¿qué es lo que hizo
usted esta tarde?
La muchacha pestañeó como si acabara de caer de las nubes.
—¿Yo? —respondió—. Nada. Esperar aquí a Anise, pues quedamos en ir juntas a
unas clases de gimnasia. No compareció y salí con Domi.
—¿Quién es Domi?
—Yo —contestó Stevenson—. Es la contracción de Dominic, mi nombre de pila.
—Ah, ya.
—Desde hace algún tiempo Anise no parecía encontrarse muy bien —prosiguió
Janey Davis—. ¡Cuidado que insistí para que fuera a ver a un doctor! Y ahora…
—Ahora está encima de una losa en el depósito de cadáveres —expresó la
señorita Withers—. Nada se puede hacer ya en cuanto a eso; pero sí buscar al canalla
que la asesinó. ¿Pueden ustedes ofrecer alguna sugerencia?
—Yo no la conocía suficientemente para poder hacerla —hubo de admitir
Stevenson—. Este era su primer año en la escuela Jefferson, y el mío también. La
conocía de verla en la escuela, pero últimamente nos hicimos amigos al encontrarla
aquí en mis visitas a Janey.
La señorita Withers miró después a Janey Davis.
—No sé qué decirle —contestó Janey—. Llevábamos apenas un mes
compartiendo juntas este cuarto que, en principio, era sólo mío. Parece que Anise,
descontenta de que en la casa en que estaba no le permitiesen recibir a sus amigos,
decidió venirse a vivir conmigo. Poco puedo añadir, excepto el hecho de que procedía
del Oeste Medio, creo que de Chicago, y que era huérfana de padre y madre.
La señorita Withers estaba ocupadísima tomando notas taquigráficas.
—Y… ese «amigo», como usted le llama, y que al parecer fue el motivo de la
mudanza, ¿continuaba viniendo por aquí?
Janey titubeó.
—Es la primera vez que se me ocurre pensar en esto —respondió—. Pues… no.
En realidad, aquí no ha venido nadie, que yo sepa. Como no fuera en momentos en
que yo estuviese ausente… Anise era muy reservada. Tenía frecuentes citas, pero

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siempre fuera. Hace días que andaba… ¿cómo le diré?… preocupada… inquieta.
Hasta creo que había adelgazado.
—¿Preocupada? ¿Por qué?
—Quizá por su salud. Se quejaba de haber perdido completamente el apetito.
La señorita Withers hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Quisiera echar un vistazo a esta casa antes que vengan por aquí los narizotas de
la policía —sugirió—. ¿Quiere usted ayudarme, Janey?
—¡Claro que sí! —contestó la aludida, poniéndose en pie—. Pero he de advertirle
que en la casa no hay más habitaciones que ésta, aparte el baño, como es natural, y
otra pequeña al lado que nos sirve de cocina. Allí están su ropero y la pequeña
cómoda en que guardaba los objetos de su uso y la ropa.
—Yo, si ustedes no me necesitan, me voy —dijo Dominic Stevenson.
La señorita Withers apreció la delicadeza del maestro de ciencias. Hubiese sido
casi inmoral e irreverente el exponer ante la vista de un hombre las prendas íntimas y
personales de la difunta.
Stevenson se detuvo en la puerta.
—¿Saben —preguntó— si habrá clase mañana?
La señorita Withers tenía sus propias ideas, pero no juzgó oportuno el exponerlas.
—Yo iré mañana por la mañana a la hora de costumbre —dijo—, y creo prudente
que todos hagamos lo propio.
—Bien.
Stevenson retrocedió unos pasos, se acercó a Janey y oprimió una de sus manos.
—Siento que tengas que pasar este rato tan amargo —añadió—. Buenas noches.
La señorita Withers observó como los ojos de la muchacha seguían al joven
instructor hasta verle desaparecer por la puerta. O mucho se equivocaba, o Janey
Davis veía en aquella musculosa figura la encarnación de Sir Galahad, de Rodolfo
Valentino o de S. A. R. el Príncipe Encantador.
Las dos mujeres permanecieron unos instantes mirándose en silencio. Después se
pusieron a trabajar. El registro del ropero y los cajones de la cómoda no dio resultado
satisfactorio alguno. Unos cuantos trajes y docenas y docenas de pares de zapatos,
todos con visible uso a juzgar por el desgaste de los tacones.
Por extraño que parezca, no se encontraron recuerdos, ni cartas, ni fotografías
personales.
—Anise me dijo que se deshizo de todas esas cosas antes de venir aquí —explicó
Janey—. Quería, por lo visto, olvidarse del pasado y emprender una nueva vida.
La señorita Withers hizo un gesto significativo. Con manos diestras recorrió las
prendas que sólo unas horas antes habían servido para envolver el torneado cuerpo de
la joven maestra. Después volvió los zapatos a su sitio y se puso en pie.
La señorita Withers cruzó la habitación y penetró en la cocina. Poco había aquí.
Una alacena, una cocinilla de gas, dos banquetas y una mesa plegable.
—Eran raras las veces que comíamos en casa —explicó Janey.

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La señorita Withers recorrió ociosamente con la mirada los diversos estantes de la
alacena y le llamó la atención la presencia de una botella grande, sin etiqueta, y
medio llena de un líquido de color ambarino. Le quitó el tapón y olfateó el contenido.
Después la volvió a su sitio.
—Esa es la medicina de Anise —se apresuró a decir Janey.
—Mala medicina —respondió la señorita Withers—. Anise no era del tipo de
mujeres que sienten inclinación por el whisky.
Sus ojos recorrieron de nuevo los estantes sin encontrar rastro de coctelera ni
mezclador alguno.
—Y por lo visto le gustaba tomarlo a palo seco —añadió.
—¿Y qué, si así fuese? —interpuso Janey Davis, en actitud de reto—. No estamos
en el año 1850, señorita Withers. Lo que Anise hacía o dejaba de hacer, era sólo
cuenta suya. Además, jamás bebía durante las horas de clase y en nada afectaba a la
enseñanza esta pequeña debilidad.
La señorita Withers, que tenía motivos para pensar de modo diferente, no
contestó. Volvió a la salita, miró indiferentemente en dirección al cuarto de baño, y
luego se sentó de nuevo en el sillón.
—Tienen ustedes un bonito apartamento —comentó—, aunque un poco alejado
del centro. ¿No sentían a veces miedo?
Janey Davis negó inocentemente con un gesto de cabeza.
—¿Miedo? —preguntó—. ¿De qué?
—¡Qué sé yo! De ladrones, de vagabundos… de lo que fuese.
—¡Claro que no!
—Entonces…
Extrajo de entre las ropas la pistola que encontrara en uno de los cajones de la
mesa de trabajo de Janey en la escuela Jefferson, y añadió:
—¿Por qué tenía usted esto?
La cara de Janey mostró relativa sorpresa.
—¿Eso? Ah, sí, eso. Pues… lo compré para Anise. No me dijo para qué lo quería.
—¿Para ejercitarse en tirar al blanco, quizá? —sugirió mordazmente la señorita
Withers—. ¿Y por qué no fue a comprarla ella misma?
Janey casi llegó a sonreír.
—Usted sabe que la venta de armas está muy fiscalizada en Nueva York, y como
Anise no ignoraba que mi hermano tiene una tienda de ferretería y artículos de
deporte en Newark, me pidió hace unos días, que le comprara una pistola. Hasta ayer
no me la entregó, y con las prisas me olvidé de traerla a casa.
Extendió la mano para cogerla, pero la señorita Withers volvió el arma a su oculto
escondrijo.
—Quizá más tarde se la devuelva —dijo—. No olvide que el caso está aún sin
resolver y que hay alguien que tendrá sumo interés en inspeccionar este juguetito.

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Janey Davis, como todos los de la escuela Jefferson, conocía el esporádico
contacto que la señorita Withers solía tener con el Departamento de Policía de Nueva
York y no puso objeción a aquel visible acto de autoridad.
—Es que casi no puedo creer lo que me ha dicho. ¡Anise muerta! ¡Si yo sabía que
no quería morir, que le tenía miedo a la muerte! Y además, ¿qué motivos podía tener
nadie para matarla?
La señorita Withers movió lentamente la cabeza de un lado para otro.
Automáticamente, principió a plegar el periódico que aún conservara entre las manos
y que sólo le había servido para resguardar su sombrero contra las inclemencias del
tiempo. De pronto, en una de las páginas, sus ojos de lince captaron un nombre que
en aquel momento tenía profundamente clavado en el fondo de la conciencia. Se puso
a leer en silencio y hubo de hacer grandes esfuerzos para que su cara no traicionase la
emoción que la embargaba.
—Motivos —repitió con calma al terminar—. Déjeme pensar un momento…
¿Motivos? Mire si esta noticia puede arrojar alguna luz sobre el particular.
Extendió el periódico frente a la cara de Janey Davis y con el índice rígido y
amenazador señaló el párrafo en cuestión.
A medida que la muchacha lo leía, un vivo carmín empezó a colorearle las
mejillas. El encabezamiento decía: «NUMERO AFORTUNADO LOGRA EL FAVORITO EN EL
SWEEPSTAKES DE IRLANDA».
Debajo había las siguientes palabras: «Dublín, noviembre, diez». «El número
afortunado 131313, de acuerdo con un anuncio oficial hecho por el señor Shamus
Donnell, presidente del Sweepstakes a beneficio de los Hospitales Irlandeses, después
del sorteo verificado hoy, ha logrado asociarse con el nombre de Kangaroo Lad,
caballo favorito en el gran premio anual de Midlands. Esta última carrera de la
temporada será llevada a cabo dentro de dos semanas, y el poseedor del afortunado
billete de una libra, que según referencia pertenece a un —o una— tal A. Halloran de
Nueva York, tiene la seguridad de recibir un premio que oscilará entre quinientas
libras, por la mera inscripción de Kangaroo Lad, hasta un posible total de cinco mil a
diez mil libras en el caso de que se clasifique, se coloque o gane. Otros billetes
ganadores…».
Janey Davis, con la boca abierta por la sorpresa, expulsó con fuerza el aliento.
Después se puso en pie de un salto y titubeó pensativa unos segundos.
—Espere un momento —dijo—. Espere… sí, ahora recuerdo. Puso el billete en
un libro de rezos.
Corrió a uno de los estantes y de él extrajo un flexible tomo encuadernado en
cuero y con una cruz dorada estampada sobre la cubierta. Rápidamente recorrió las
páginas.
—¡Aquí está! —dijo, sacando una cartulina rectangular de color cereza vivo y un
borde esmeralda de tortuoso diseño.

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Llevaba la insignia del Sweepstakes de Los Hospitales de Irlanda y el número
131313 impreso en relieve a través y a todo el largo de la cara.
—Por lo visto tenía razón —dijo Janey Davis después de contemplar atónita unos
instantes a aquella especie de mensajera de la suerte—. Fue esta tarjeta la que le trajo
la suerte.
—¡Sin duda! ¡Tanta suerte, que hoy yace convertida en un negro montón de
piltrafas y huesos sobre una losa de mármol del depósito de cadáveres! —hizo
observar airada la señorita Withers—. ¡Tanta…!
—¡Basta! —gritó la muchacha.
—¡… que alguien le partió el cráneo en la obscuridad —prosiguió impertérrita la
profesora del 1B—, y arrojó después al fuego su cuerpo palpitante…!
—¡Basta le digo!
La muchacha se echó hacia atrás llevándose una mano a los labios. Al hacerlo, el
billete se le escapó de entre los dedos, y, describiendo cual hoja de otoño un círculo
en el aire, fue a caer pausadamente a sus pies. Pero Janey Davis se inclinó rápida a
recogerlo.
—La mitad es mío —afirmó—. Recuerdo que hará cosa de un par de meses,
Anise vino un día nerviosa diciendo que había encontrado un número de suerte y que
si le prestaba el dinero para comprarlo no tendría inconveniente en cederme la mitad
del mismo. Lo convinimos así, le di los cinco dólares que costaba el billete, y no
habiendo en él mas que un espacio para la firma le permití que estampara la suya.
Esta es la historia.
—No obstante, tendrá usted que probarla —respondió la señorita Withers—.
Pero, ¿se da usted cuenta de la posición en que todo esto le coloca? Medio billete
puede llegar a valer, caso de que el caballo salga vencedor, y deduciendo
impuestos…, déjeme pensar…, unos veinte mil dólares.
Janey la miró como alelada.
—Bien…, ¿y qué tiene eso de particular? Yo sólo reclamo lo mío. Dominic
Stevenson estaba presente cuando esto ocurrió y él podrá decir si es o no verdad lo
que acabo de explicarle. ¿Qué tiene su muerte que ver con todo esto?
—Mucho. Con ella muerta usted sería la única dueña del billete, e imagino que no
habría gran dificultad en conseguir que se cambiara el nombre que hay escrito en él.
Créame, querida. La policía va a ocasionarle muchos trastornos aún en el caso que
pueda usted probar que fue comprado a medias y con dinero exclusivamente suyo.
—Es que puedo probarlo. Espere.
Sacó una pequeña cartera negra que había sobre la repisa de la chimenea y que
contenía un talonario.
—Aquí está mi libro de cheques.
Hojeó las matrices y mostró una que probaba que el día seis de septiembre había
extendido un cheque de cinco dólares a favor de Anise Halloran.
—Y si la policía se muestra aún refractaria a creer lo que digo…

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Se dirigió a uno de los estantes, extrajo un pardo sobre de papel de manila y vació
el contenido sobre la mesa. Un momento después acertó a encontrar un talón lleno de
perforaciones y sellos bancarios de cancelación.
Era un cheque por cinco dólares pagadero a Anise Halloran. Displicentemente la
señorita Withers le dio la vuelta y vio en el dorso tres endosos. El primero era la
firma diminuta y elegante de Anise Halloran. El segundo, más que firma una especie
de garambainas, parecía decir «Olaf Anderson» y el último era de un tal «B. Cohen,
Colmado Palace…».
—¿Anderson? —repitió la señorita Withers frunciendo el ceño.
—Sí, el conserje de la escuela. Anduvo un día de clase en clase vendiendo estos
billetes.
—Pues no se le ocurrió acercarse a la mía. Y lo comprendo. Él sabe muy bien que
no tengo nada de jugadora.
La señorita Withers jugueteó unos instantes con el talón y después dijo:
—No hay duda de que esto prueba algo.

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Capítulo VII
¡Y un jamón!
(15-11-32 – 10 de la noche)

E ra ya tarde cuando Hildegarde Withers insertó aquella noche la llave en su


propia puerta y entró y en el pequeño piso que, a escote con otras dos
compañeras, tenía en la calle Setenta y Seis.
Comenzó por poner a buen recaudo el húmedo ejemplar del World Telegram que
traía la noticia concerniente al billete del Sweepstakes. Después echó una anhelante
mirada a las zapatillas que asomaban bajo el amplio diván que, previa una pequeña
metamorfosis, no tardaría en convertirse en acogedora cama.
Pero de pronto se acercó al teléfono. La muchacha del hospital que contestó a la
llamada debió reconocer la voz, puesto que respondió rápida y servicialmente:
—Ah, sí; el inspector Piper. Le aseguro que está descansando. El doctor Hampton
le operó a las siete con resultado altamente satisfactorio. Esperamos que no haya
novedad…
—Bien, dejemos eso —interrumpió la señorita Withers—. ¿Cuándo cree usted
que recuperará el conocimiento?
La enfermera no lo sabía exactamente.
—Quizá mañana, quizá dentro de unos días. Ya sabe usted cómo son las heridas
de la cabeza. ¿Querría tener la amabilidad de llamar mañana?
—Puede estar segura de que lo haré —prometió la señorita Withers.
Colgó el receptor con decidido gesto.
Se había quitado ya sombrero y vestido y puesto la bata y las zapatillas cuando
rompió el silencio el estridente y acompasado repiqueteo del timbre del teléfono.
Descolgó de nuevo el auricular y contestó iniciando un bostezo. De pronto cambió de
expresión y escuchó atenta.
A sus oídos llegaba una atenorada voz que al punto reconoció como perteneciente
al señor Waldo Emerson Macfarland, Director de la Escuela Jefferson y,
escolásticamente hablando, su inmediato superior.
Lo que el señor Macfarland quería decir no se entendía claramente debido, sin
duda, a la excitación que, al parecer, se había apoderado de su persona. De cuanto
dijo pudo deducir la señorita Withers, que deseaba informarle de un lamentable
accidente ocurrido hacía poco en la escuela; de que la policía y la prensa no cesaban

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de llamarle por teléfono y de que era necesario que, sin pérdida de tiempo, tuviesen
ambos una entrevista.
—Voy a verla ahora mismo —terminó diciendo—, inmediatamente.
La señorita Withers pensó con rapidez.
—¡Espere un momento! —dijo.
Miró apenada al confortable diván, y después a la puerta del cuarto en que sus dos
compañeras dormían profundamente después de las fatigas del día en la escuela de
Flatbush, situada al otro lado del río. Ni la hora ni el lugar eran propicios para recibir
al señor Macfarland ni a miembro alguno de su sexo.
—Mejor será que sea yo quien vaya a su casa —propuso la maestra—. Antes de
diez minutos estaré con usted.
Se quitó las zapatillas y se puso el vestido y el sombrero. Después se lanzó
decidida entre las fauces de la desapacible noche. Por fortuna, la casa del señor
Macfarland estaba sólo a unos bloques de distancia en dirección al Parque. Menos
afortunado fue el hecho de que la lluvia y la nieve seguían combinando sus fuerzas y
de que, como de costumbre, los millares de taxis que siempre infestan Manhattan en
los días de sol, habían desaparecido al primer signo de inclemencia atmosférica.
Hildegarde Withers se alejó a lo largo de la hilera de gigantescos hoteles, en
muchos de los cuales podían verse deprimentes rótulos que decían: «Vacantes:
catorce habitaciones, ocho baños. A precios módicos». Al fin llegó a la modesta zona
que se extiende más allá de la calle Ochenta y Uno, donde algunos de los pardos
caserones resisten aún la dolorosa acción del trágico correr de los años.
Subió la escalerilla del numero 444 y tocó un timbre que resonó lúgubremente en
alguna de las habitaciones interiores. No hubo de esperar largo tiempo. Se abrió la
puerta y en ella apareció la figura de Waldo Emerson Macfarland con el pelo en
desorden y en mangas de camisa.
—He salido yo mismo a abrir —explicó— porque creo que Rosaleen está
dormida.
Este era un habitual estribillo de saludo en los Macfarland. Y hasta cierto punto
veraz, como sabía muy bien la señorita Withers, puesto que la desaliñada y sucia
sirvienta que hasta hacia algún tiempo se encargara «de la limpieza», había dejado —
por razones de economía— de prestar servicios y dormiría tranquilamente en su
residencia de la Avenida Lenox.
Siguió al Director a través de una extraña combinación de recibidor y sala,
pasaron frente a una magnifica escalinata, y al fin penetraron en un despacho, con
paredes forradas de libros, situado en la parte posterior del edificio. Macfarland se
dejó caer en el sillón de cuero que había tras una desvencijada mesa de roble y
empezó a golpearse nerviosamente los dientes con las uñas. La señorita Withers
titubeó unos instantes y después se sentó a su vez.
—He recibido una llamada telefónica del sargento Taylor de la policía —
principió a decir el Director—. Desea que me presente en Jefatura a primera hora de

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la mañana. También he recibido llamadas de varios sujetos que, según dicen ellos,
son representantes de la Prensa. He sido informado de que le ha ocurrido un accidente
—un lamentable accidente— a una joven que ambos conocemos…
—En resumen —interrumpió la señorita Withers tratando de ayudarle—, Anise
Halloran fue asesinada esta tarde, y en circunstancias que no dejan lugar a dudas. Le
pido, por lo que más quiera, que no se ande con rodeos y me diga claramente lo que
desea. Supongo que no me ha sacado de casa a estas horas y con este tiempo, sólo
para contarme cosas que desde hace horas ya conozco.
—Claro, claro —respondió Macfarland arrollándose en el dedo índice el cordón
de cuyo extremo colgaban los lentes—. Supongamos, en gracia al argumento —sólo
en gracia al argumento, se entiende— que se trata de… un «a-se-si-na-to»…
Parecía masticar la palabra a medida que iba pronunciando las sílabas.
—¿Estaría usted dispuesta —prosiguió—, en vista de sus previas experiencias en
esta clase de asuntos…? ¿Estaría usted dispuesta…?
—Dispuesta, ¿a qué?
Los nervios de la señorita Withers habían resistido aquel día cuanto humanamente
era posible y estaban a punto de estallar.
—Dispuesta a actuar, en vista, repito, de sus pasadas experiencias en esta clase de
asuntos, en nombre mío y en el del Consejo de Administración como… una especie
de…
—Vamos, lo que usted me pide es que si quiero hacer de detective, ¿no es eso?
—¡Exactamente!
Macfarland, que no era hombre dado a las explosiones, parecía irradiar
satisfacción en estos momentos.
—Como es natural —continuó—, sería usted relevada de sus deberes durante el
tiempo que usted juzgara oportuno. Nombraríamos un substituto, y cualquier gasto…
cualquier gasto que se considerase indispensable…
Estornudó ruidosamente escondiendo boca y nariz en el cuenco de la mano.
La señorita Withers se sintió complacida e intrigada a la vez.
—Supongo que debo considerar esto como un honor —respondió—. Pero yo no
soy detective, ni mucho menos. Me vi mezclada en un caso de asesinato por darse la
casualidad de hallarme en Aquarium cuando apareció el cadáver con las patas en alto
en la jaula de los pingüinos, y en otro por encontrarme en compañía del inspector
Piper cuando sonó la alarma. Pero…
—Lo consideraré como un gran favor personal —dijo Waldo Emerson
Macfarland—. A decir verdad, y si este asunto puede resolverse rápidamente y sin
menoscabo de la dignidad de la escuela, estoy dispuesto a hacer un cambio en la
plantilla del profesorado. Ha sido siempre costumbre el tener un hombre como
subdirector de la institución, pero estoy seguro de que una mujer podría ocupar ese
cargo de forma altamente satisfactoria, máxime teniendo en cuenta que el señor
Stevenson ha defraudado un tanto las esperanzas que teníamos puestas en él. A decir

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verdad, el señor Champney y el señor Velie, ambos del Consejo, han convenido en
aceptar cualquier recomendación que yo haga en ese sentido al finalizar el semestre.
—Muy agradecida —dijo la señorita Withers.
—Entonces podemos dar por terminado este asunto, ¿no es así? Como es natural,
espero me tendrá informado de la marcha de los acontecimientos. Siempre he creído
que la inteligencia debe prevalecer sobre la fuerza y quizá pueda yo ayudarle
aportando la contribución de mi pequeño grano de arena.
La señorita Withers juzgó oportuno no contestar.
—No comprendo —prosiguió Macfarland con voz estridente—, no comprendo
cómo haya podido cometerse un asesinato en la escuela Jefferson, sobre todo
teniendo en cuenta que el asesino no debía ignorar, como nadie lo ignora en la casa,
los recientes éxitos de usted en materia de investigación criminal. Fuese quien fuere,
creo que cometió una terrible equivocación…
La señorita Withers frunció el ceño.
—Empiezo a sospechar que no hubo tal equivocación —comentó en tono que
Macfarland no logró captar.
—Habré de considerarlo simplemente como una intervención de la divina
providencia —continuó éste—. O ignoraba el hecho, o debió olvidarlo. De todos
modos, usted estaba en la Escuela cuando se cometió el crimen y oiría, o vería, cosas
que indudablemente habrán de ayudarle en la pronta solución de este misterio.
—Me temo que no ha de ser tan fácil como usted supone —hubo de admitir la
señorita Withers—. Esta tarde, por lo visto, estuve sorda, muda y ciega.
La decepcionante respuesta no pareció producir gran impresión en el Director,
pues prosiguió:
—Nunca me perdonaré el haber tenido que salir apresuradamente a las dos,
cancelando mi clase de historia a los del octavo grado, para venir a casa a curarme
este dichoso resfriado.
Estornudó otra vez palpándose los bolsillos en busca de un pañuelo mientras la
señorita Withers murmuraba unas corteses frases de condolencia.
—Si hubiese siquiera permanecido, como es mi costumbre, hasta eso de las cinco,
no habría ocurrido jamás este lamentable accidente. Y pensar que yo estaba sentado
aquí escribiendo tranquilamente mis ensayos mientras aquellas aulas sacrosantas eran
violadas…
Al decir esto señaló con ambas manos una especie de libro mayor que ocupaba
exactamente el centro de la mesa. La señorita Withers sabía que Macfarland se
jactaba de haber escrito durante los diez o doce últimos años, día tras día, ensayos
sobre cualquier materia que acertara a despertar su curiosidad o interés. Un estante
completo de la biblioteca estaba destinado a guardar estos tomos, las páginas de los
cuales estaban llenas de apretadas líneas con caracteres casi microscópicos. La
señorita Withers había visto, y hasta leído, algunos de ellos —gracia concedida como
especial favor—, «Crepúsculo», «Mi Jardín», «Juventud Eterna», «Niños», «El

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Oriente», «Amistad»… La gama de asuntos de Waldo Emerson Macfarland era tan
amplia como limitada su experiencia.
—De todos modos —se aventuró a comentar osadamente la señorita Withers—,
creo que lo ocurrido le proporcionará un nuevo tema para el ensayo de mañana, ¿no
le parece? Podría llamarlo: «Asesinato Como Bella Arte».
Macfarland le miró acongojado.
—Querida señorita Withers —dijo—, ese título fue usado por De Quincey hace
ya unos años.
Ella lo sabía. Como también sabía que el reciente clásico de Danny Ahearn era
mucho más interesante y acertado, pero no quiso mencionar el hecho al Director.
La señorita Withers se puso en pie.
—Haré lo que pueda, como es natural —convino—. Esto no quiere decir que
haga promesa alguna, pero lo intentaré, y siempre y cuando se me conceda completa
libertad de acción. Y ahora, permítame que me retire. He tenido un día como para
agotar al más valiente.
El señor Macfarland se deshizo al instante en cumplidos.
—¡Claro! ¡Claro, mi querida señorita Withers! No sé cómo agradecerle el que se
haya dignado venir hasta aquí con una noche tan desapacible. Pero antes de que se
marche quisiera que tomara un pequeño refresco. ¿O una taza de té, tal vez?
Levantó la voz y llamó:
—¡Crystal! La señora Macfarland estará encantada de unirse a nosotros. ¡Crystal!
Empezó a manipular con una lámpara de alcohol sobre una mesita que había tras
la grande de roble, y en aquel momento se corrió un pesado biombo desplegado sobre
el fondo de la habitación y apareció la voluminosa figura de la señora Macfarland.
Llevaba una amplia chaqueta china de algodón ornamentada con brillantes
dragones mordiéndose las colas. Tenía el pelo ralo, pero disimulaba el defecto con
abundancia de rizos. Los desnudos pies podían verse por entre la malla de las
sandalias y en una de las manos llevaba una peonia casi marchita.
—¡Qué alegría verla a usted por aquí! —dijo la señora Macfarland.
Cambió la peonia de mano y ofreció la derecha a la señorita Withers, quien se
estremeció a su contacto por encontrarle gran semejanza a un pescado muerto por lo
fría y lo escamosa.
Crystal Macfarland —ella prefería ser conocida como «Madame Crisantemo»—
era el resultado de una vida empleada en perseguir senderos, sectas y rodales de este
pícaro mundo. Había empezado como tiple en el coro de una pequeña iglesia
metodista de Minnesota, estudió brahamanismo, se hizo conversa de la hermana
Aimee, del príncipe Radipore, de Margery la «medium», de la señora Eddy y de
Nicholas Roerich, por el orden mencionado, y ahora disfrutaba una pacífica
existencia, término medio entre la hipocondría y el Nuevo Pensamiento, combinando,
pensó la señorita Withers, las características peores de ambos. También era una

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entusiasta del Orientalismo y en los dedos llevaba multitud de sortijas de «jade» de
Nevada y escarabajos de la calle Catorce.
Se dejó caer lánguidamente sobre un amplio diván que había junto a una mesa de
teca que se utilizaba para poner en ella servicios de café.
—Hay algo grande y tremendo en el ritual de verter el té —comentó
contribuyendo así a la conversación—. Yo vibro extrañamente en presencia de este
brebaje.
La señorita Withers pensó para sí que nadie debería reírse de los interminables
ensayos del Director así como de otros desvíos de la personalidad, sin tener en cuenta
lo que de otro modo habría sido su vida en compañía de una mujer como aquélla que,
más que cabeza, tenía sobre los hombros una verdadera jaula de grillos.
Con la lámpara del alcohol ardiendo alegremente bajo la tetera de cobre,
Macfarland levantó la vista y miró a su huésped. Tenía un limón en una mano.
—Supongo que le gusta el té al estilo ruso, ¿verdad?
La señorita Withers titubeó la fracción de un segundo.
—Si no ha de producirle molestia —dijo—, preferiría tomarlo con leche…
El director dejó el limón sobre la mesa.
—La leche está en la nevera, pero no es para mí ninguna molestia el ir a buscarla.
Salió apresuradamente de la habitación.
«Madame Crisantemo» agitó la peonia en el aire.
—¡Ah, el té! —murmuró—. ¿Qué haría yo sin una bendición así? Waldo ha
tenido siempre la mala costumbre de dejarme sola, pero nunca me he quejado. En
teniendo flores y té…
—¿Sola? —inquirió la señorita Withers.
—¡Sí, sola! En los veranos, cuando él se marcha a nuestra casita de Connecticut.
¿No sabe usted que toda esta tarde, mientras mi Waldo andaba por esas calles
tratando de buscar ambiente para su ensayo «Veredas», yo permanecía tumbada en
este diván absorbiendo la fragancia, y hasta el alma misma, de un ramillete de
peonias?
—Humm… —gruñó significativamente la maestra.
Se levantó de la silla y se encaminó, lenta y displicentemente, en dirección a la
mesa mientras «Madame Crisantemo», absorta en la contemplación de la peonia, se
había olvidado de todo cuanto ocurría a su alrededor. Se apoyó en la mesa de roble y
con mano diestra acercó hacia sí el libro de memorias del director. Lo abrió y recorrió
las páginas hasta llegar a una en que decía: «Noviembre, quince». Con excepción del
título, «Veredas», no había nada más escrito en ella.
—Humm… —gruñó de nuevo.
Volvió a la silla y después de disfrutar de un té sazonado con largas frases de
Macfarland y una sarta de majaderías de la esposa, se despidió.
El director la acompañó hasta la puerta.

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—Estoy satisfechísimo de su decisión de ayudar, no sólo a la escuela Jefferson,
sino a la causa de la justicia —dijo a su subordinada—. Mañana mismo designaré una
substituta para que se haga cargo de las clases del tercer grado.
La señorita Withers hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No creo que eso sea necesario, señor Macfarland —hizo observar—. Me las
compondré mejor siguiendo la rutina diaria y no dando al criminal motivo alguno
para sospechar que estoy sobre su pista. ¿No le parece?
El señor Macfarland carraspeó repetidamente. Después tartamudeó:
—Sí… sí… claro. Lo decía sólo por… por si durante la investigación necesitaba
usted salir de la ciudad. A decir verdad, iba a aconsejarla que saliera inmediatamente
en dirección al lugar de procedencia del señor Stevenson —un pueblo o ciudad de
Virginia, según creo—. Tengo mis dudas acerca de este joven y creo que no estaría de
más el que buscáramos un poco en su pasado.
La señorita Withers quedó pensativa.
—Quizá tenga usted razón —asintió—. Lo tendré en cuenta. Pero no olvide la
promesa de que en este asunto tengo carta blanca.
—¡Oh, no! ¿Cómo había de olvidarla? Era sólo una idea.
Se despidieron. Al llegar la señorita Withers a la primera esquina se detuvo y se
volvió para mirar de nuevo al pardusco edificio.
—Conque una idea, ¿eh? —dijo en voz alta—. ¡Irme yo a Virginia a dar palos de
ciego y encontrarme a la vuelta conque entre todos me habían deshecho la
combinación!
Girando la cara de nuevo hacia el sur, la señorita pronunció una frase que de
haber sido dicha por Leland Stanford Jones, le habría costado a éste una seria
reprimenda.
—¡Y un jamón! —anunció, encarándose agresivamente con la lluvia y la nieve.

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Capítulo VIII
Empieza el forcejeo
(16-11-32 – 7 de la mañana)

D urante las largas horas de aquella noche, los detectives Allen y Burns se
mantuvieron inclinados sobre la estólida figura de Olaf Anderson lanzando
oleada tras oleada de preguntas que éste recibía con ojos vidriosos y boca abierta y
sin dar la menor señal de quebrantamiento.
El sudor corría a lo largo de las contraídas caras de los dos inquisidores y sus
voces se iban haciendo cada vez más roncas y amenazadoras. Pero Olaf Anderson
seguía sin soltar prenda.
Le habían aplicado el sistema que en la jerga policíaca americana se llama «the
works», y que consiste en interrogar sin interrupción al sospechoso colocándolo bajo
un potente reflector, sentado en un incómodo banquillo, y con un paquete de
cigarrillos y una jarra de agua fresca casi al alcance de la mano, pero cuyo uso le es
negado hasta tanto no se decide a hacer una confesión voluntaria.
Se emplearon todos los trucos. Anderson fue encerrado en una celda con un
detective haciendo de compañero felón; y nada. Vio cómo a otro supuesto sospechoso
—también un detective— le conducían a una de las celdas y oyó a continuación unos
ruidos sordos mezclados con alaridos y súplicas. Y nada. Había sido, incluso,
sermoneado paternalmente por el «reverendo» sargento de mesa y ni aún así lograron
que se enterneciera y se decidiese a entonar la palinodia.
Tenía los ojos inyectados en sangre y los labios secos y agrietados, pero lo mismo
les ocurría a Allen y Burns. Finalmente, y como último recurso, trajeron una botella
de whisky y dos vasos y los colocaron frente a él. El tozudo sueco se limitó a cerrar
los ojos y a volver la cara en otra dirección.
En vista de este fracaso, Burns se sacó del bolsillo del abrigo dos objetos de
aspecto un tanto extraño, dadas las circunstancias. Uno era un pedazo de manguera de
jardín de unas diez pulgadas de largo con un extremo taponado, y el otro un calcetín
corriente relleno de arena hasta un tercio de su capacidad y con un nudo en el centro
para evitar el derrame del contenido. El detective colocó los amenazadores
«juguetes» a la vista del detenido.
—¡Zúrrale ya de una vez! —urgió Allen—. El capitán ha dicho que todo está bien
siempre que tengamos la seguridad de que se trata del verdadero culpable. Y si esto
no le hace temblar, yo tengo un procedimiento que le hará soltar la lengua.

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El conserje, con la mirada fija en el vacío, se limitó a murmurar:
—Les he dicho ya que yo no he matado a nadie.
Después volvió a encerrarse en su mutismo.
—Le voy a dar una última oportunidad —dijo el detective inclinándose de nuevo
sobre Anderson—. Fue usted quien mató a la señorita Halloran, ¿no es verdad? Y fue
usted quien metió el cadáver en el horno y después le atizó al inspector con una pala
en la cabeza. ¡Vamos, confiese! ¿Dónde estaba usted escondido?
—Que yo recuerde, yo no he matado a nadie —insistió Anderson.
—Está bien, usted se lo ha buscado —dijo Allen acariciando el relleno calcetín.
Después lo alzó y lo dejó caer con fuerza sobre la frente del sueco que, bajo el
impacto, bamboleó un instante la cabeza. El calcetín se reventó desparramándose la
arena a todo el largo de la parte anterior del «mono» que vestía el conserje.
—¿Quiere usted hablar ahora?
El golpe pareció sacar a Olaf Anderson del letargo en que se hallaba.
—Repito que yo no he matado a nadie, que yo sepa —dijo—. Yo estaba
bebiendo.
—¿Ah, sí? Bien, trataremos de refrescarle la memoria. Tenemos para ello un
sistema que llamamos «la mecedora». Se va usted a divertir mucho con él. ¿Sabe en
qué consiste?
Anderson no mostró interés ni entusiasmo alguno.
—Pues es muy sencillo. Le colocamos de espaldas contra el suelo; yo me pongo
encima, con el pie derecho sobre su garganta y el izquierdo sobre su barriga y luego
me columpio. Primero me apoyo sobre el derecho y le pregunto si quiere hablar,
luego sobre el izquierdo para darle la oportunidad de hacerlo, y continúo el balanceo
hasta que se decide usted a cantar. ¿Qué le parece el juego?
Pero la idea del detective no pudo llevarse a la práctica, pues el agente
uniformado que montaba guardia en la puerta, asomó la cabeza y dijo:
—La maestra de escuela está arriba. La estoy oyendo discutir con el capitán.
El detective Burns escondió de nuevo el pedazo de manguera y su compañero de
tortura definió a la señorita Withers en forma un tanto profana, pero gráfica. De todos
modos…
—Ella está así con el inspector —hizo observar Allen cruzando los dedos índice y
corazón—. Y Oscar Piper sigue vivo y coleando.
Todos adoptaron una respetuosa actitud de espera.
La voz iba acercándose.
—Tengo entendido —decía—, que esa cámara está por aquí, doctor. ¡Vaya un
sitio! Esto es el antro más obscuro, húmedo y tétrico que he visto en mi vida.
Hildegarde Withers parecía estar de avinagrado humor. No era su costumbre
levantarse con el sol y los pálidos rayos de éste principiaban a disipar las últimas
sombras de la noche.

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Penetró en la cámara subterránea como un escuadrón de caballería con banderas
desplegadas.
—¡Extrañárame a mí! —exclamó sarcásticamente—. ¡Aquí los dos y apelando,
sin duda, a viejos trucos! Supongo que para estas fechas habrán logrado ya un sin fin
de confesiones, ¿no es así?
Había un hombre con ella, un hombre de diminuta talla y cara de aburrido y a
quien conocían sobradamente los policías. Saludaron éstos apresuradamente. Sabían
que un cirujano del cuerpo tenía un rango muy por encima del de un detective de
segunda clase.
—Doctor Farnsworth, le ruego que examine ahora mismo a este hombre —dijo la
maestra señalando a Olaf Anderson—, y detenidamente.
—Sí, sí —asintió el doctor—. Pero tenga presente que he pasado toda la noche
con Oscar Piper en el hospital y esto podría hacerlo en cualquier otro momento.
—Le advierto que no encontrará usted ninguna señal de violencia en él —objetó
Allen—. Hemos estado simplemente hablando y no creo que…
—Quiero que se le examine por embriaguez y alcoholismo —replicó la señorita
Withers—, y por lo tanto éste es el momento oportuno. Es preciso saber si en realidad
estaba tan borracho como pretendía hacernos creer.
El doctor Farnsworth se rascó la cabeza.
—En casos como éste, y por lo general —explicó—, establecemos la sobriedad, o
lo contrario, haciendo que el sujeto sometido a examen trate de caminar a lo largo de
una línea recta de nueve o diez pies, dibujada con tiza en el suelo. Si lo consigue sin
tambalearse, es que está sobrio. Pero…
—Pero cabe la duda de que el examinado simule el tambaleo para demostrar que
está borracho —le interrumpió la maestra completando la frase.
El doctor asintió.
—Lo mejor de todo —prosiguió— es analizar el cerebro en busca de trazas de
alcohol. Es un detalle de rigor en toda verdadera autopsia. El doctor Bloom y el
doctor Levin, de la Oficina de Examinadores Médicos, podrán informarla
ampliamente sobre el particular. Yo, como es natural, no puedo analizar el cerebro de
una persona que está viva.
Recogió de nuevo el maletín de emergencia. Por primera vez el conserje
Anderson pareció preocupado.
—Tengo otra idea —dijo el doctor—. Haré que vayan en busca de una sonda
gástrica y analizaré el jugo digestivo. Los productos secundarios del alcohol son
fáciles de definir. ¿Quiere usted quedarse para presenciar la operación?
La señorita Withers rechazó enfáticamente la proposición.
—Tengo que ir a la escuela —explicó—, y, además, hacer uno o dos recados.
¿Quiere tener la bondad de telefonearme cuando haya llegado a una decisión sobre el
asunto?
El doctor dijo que sí.

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La señorita Withers se despidió y se alejó con el mismo gesto altanero que tuviera
al entrar. Los azules y hasta entonces inanimados ojos del bedel la siguieron con
expresión indefinida entre agradecimiento puramente animal y calculada sospecha.
Pero la señorita Withers no vio la mirada, y Allen y Burns no estaban muy versados
en las sutilezas del psicoanálisis.
Durante treinta minutos, la señorita Withers permaneció en la escalinata de
entrada de la Biblioteca Pública de Nueva York en espera del augusto placer de que
alguien abriera las puertas del edificio. Una vez dentro, atravesó la amplia rotonda de
mármol, subió con gesto torvo la escalera que conducía a los pisos superiores y al
llegar al tercero torció al oeste y dejando atrás el departamento de catálogos, se
encaminó en dirección al salón principal de lectura. Al llegar allí, y sin titubear,
torció a la derecha. Desdeñó las mesas con sus incómodas sillas y lámparas de lectura
diseñadas al parecer para lanzar la luz, no sobre el libro, que hubiera sido lo lógico,
sino sobre los ojos del incauto lector.
Un estrecho rótulo sobre el que había escrito «Genealogía», adornaba una de las
puertas. Penetró a través de ella en un compartimiento no tan espacioso como el
anterior, con las paredes llenas de apretadas hileras de antiguos y enmohecidos
volúmenes, la mayor parte de ellos encuadernados en piel. Una serie de escalerillas
de hierro labrado y de arrimaderos, permitían el acceso a los plúteos superiores y ya
varios respetables caballeros, tan antiguos y mohosos como los propios libros,
curioseaban por todos los rincones del recinto.
La señorita Withers echó una mirada interrogadora a su alrededor y fue advertida
por la señora que estaba sentada frente a una mesa:
—Tenga la bondad de firmar en el registro.
—No tengo intención de sacar ningún libro —objetó.
No obstante, la guardiana de grises cabellos insistió en su demanda.
—Los volúmenes que hay en este departamento son valiosos —explicó—.
Muchos de ellos únicos, y no habría modo de reponerlos. Por eso exigimos la firma
de todo el que entra aquí.
La señorita Withers hizo lo que le pedían. Después alzó los ojos y una idea feliz
pareció cruzarle por el cerebro.
—¿Me permite que vea la página del registro de ayer? —pidió—. Es sólo para
efectos de una comprobación.
—Imposible. Los archivos de esta biblioteca son estrictamente confidenciales.
—¿Ah, sí? —respondió con aire autoritario la maestra—. Entonces vendré a
suplicárselo acompañada de un agente de la ley.
El registro fue colocado ante ella con sorprendente rapidez. La señorita Withers
sacó sus gafas y empezó a recorrer pausadamente la página del día anterior. Casi
encabezando la lista vio la firma, un tanto infantil por lo garabateada, de D.
Stevenson, seguida de unas señas.
—¿Estuvo usted de servicio ayer por la tarde? —preguntó.

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—Claro. Siempre lo estoy. El próximo abril hará treinta años que ocupo este
cargo, pero no veo…
—Yo no le he pedido a usted que vea. Sólo quiero que recuerde.
La señorita Withers señaló con un dedo la firma de Stevenson.
—¿Conoce usted al hombre que escribió esto?
—Permítame que piense unos instantes. Hmm… ¿No será por un casual un
caballero de cierta edad, alto, con tupé?
—No. El que yo digo es joven, con espaldas de jugador de fútbol y lleva lentes.
Tiene además una sonrisa muy atrayente.
La cara de la bibliotecaria pareció iluminarse.
—¡Ah, sí! —contestó—. ¡El hombre de la sonrisa! Viene aquí muy a menudo.
Creo que está haciendo un trabajo especial de investigación genealógica. Quizá tenga
la chifladura de escribir un libro sobre este tema. Es tan corriente en estos tiempos…
—¿Estuvo aquí ayer tarde?
—Sí.
La señora de pelo gris consultó el registro.
—Según esta hoja, debió de venir muy temprano. Su nombre aparece entre los
primeros de la lista y acostumbramos a poner siempre la lista nueva a la una en punto.
Debió presentarse a eso de las dos, o a lo sumo a las tres.
—¿Y a qué hora salió? —inquirió ávidamente la señorita Withers.
La bibliotecaria frunció el entrecejo.
—No podría decirlo con exactitud. Me parece que se quedó hasta bastante tarde,
pero no puedo asegurarlo. Si supiera al menos el nombre del libro que pidió…
—¿Acaso no lo menciona el registro? Quiero decir, ¿no se firma de nuevo a la
salida?
La bibliotecaria movió negativamente la cabeza.
—No —respondió—. Sólo al entrar. Pero si usted pudiese indicarme qué clase de
libros consulta ese señor, quizá pudiese hacer algo. Aquí anotamos la hora en que es
entregado el libro y si después de transcurridas tres horas algún otro lector lo solicita,
es obligación del primero el ceder su derecho.
—Hmm… —la señorita Withers empezó a juguetear con su lápiz—. ¿Y no podría
usted localizar ese libro valiéndose de esa especie de recibo que el público ha de
firmar asimismo antes de que se les permita que lo lleven a la mesa?
—¿Usted sabe lo que dice? Pasan de mil las personas que estuvieron ayer aquí y
habría que ir mirando esos recibos uno por uno.
—Escúcheme, señora —replicó la maestra adoptando una actitud agresiva—. La
vida de un hombre depende de lo que acabo de pedirle. ¿Me da usted esa información
voluntariamente o tendré que recurrir para obtenerla al Director de la biblioteca?
—Bien, bien —respondió la bibliotecaria desenojándose—. Llamaré a uno de mis
ayudantes para que haga ese trabajo. Pero le advierto que habrá de esperar unas
horas.

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—Aunque sea unos días —replicó la señorita Withers—. Lo que quiero es que se
haga lo que he pedido. Tenga la bondad de averiguar el nombre del libro que leía el
señor Stevenson, la hora en que lo sacó, y la hora en que lo devolvió. Y cuando lo
tenga todo, me lo telefonea a cualquiera de estos números.
Los anotó en un papel que entregó a la bibliotecaria.
—Ah, otra cosa —dijo—. ¿Recuerda usted el sitio exacto donde se sentó ayer el
señor Stevenson?
—Sí, donde siempre acostumbra a sentarse. Venga conmigo.
La condujo a un pequeño rincón entre dos grandes armarios y en el que había una
silla y una pequeña mesa provista de su correspondiente lámpara de lectura.
—Le gusta este lugar sin duda por lo retirado y tranquilo —explicó a la señorita
Withers—. Son muchos los que acostumbran a venir por las tardes y los «habituales»,
como es natural, abandonan las mesas y buscan esta especie de nichos.
—Ya.
La maestra hizo funcionar la lámpara, pasó una mano por el respaldo de la silla y
abrió el único cajón que había en la mesita. Era estrecho y de escaso fondo y contenía
únicamente un secante sin mácula alguna de uso. Volvió a cerrarlo suavemente y se
despidió de la bibliotecaria.
Ya en la calle descendió al metro de Queens en la primera estación tomó una
correspondencia para el de Lexington, dirección sur. Cinco minutos más tarde subía
la escalinata frontal rodeada de un clamoroso enjambre de chiquillos.
—¿Es verdad que no tenemos clase hoy, señorita Withers? El policía nos ha dicho
que podemos irnos ya a casa.
—Señorita Withers, ¿vio usted el asesinato? ¿Había mucha sangre, señorita
Withers?
También Leland Stanford Jones estaba allí con cara radiante de excitación y
curiosidad. Se colgó de la mano de la maestra tan pronto como ésta logró escabullirse
del acoso general.
—Me apuesto cualquier cosa a que encontrará usted al criminal. ¿Verdad, señorita
Withers, que no se le escapará?
La maestra le golpeó cariñosamente en la coronilla con los nudillos de una de las
manos y respondió sonriente:
—Lárgate ahora mismo a casa, bribonzuelo.
Después se encaminó en dirección a la puerta guardada por uno de los
cancerberos de Piper, murmurando entre dientes:
—Espero que tenga razón el niño. ¡No se me escapará!
Se detuvo frente al guardia uniformado y saludó:
—Buenos días, Tolliver. ¿Han tenido usted y Mulholland una buena vela?
—Regular —respondió el agente haciendo un significativo guiño—. He recibido
instrucciones de mandar a todos los chiquillos de vuelta a sus casas y pedir a los

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maestros, a medida que vayan llegando, que se reúnan en la sala 1A. Pero los
chiquillos parece que han tomado esto como un juego y no quieren marcharse.
—Yo me encargo de arreglar eso. Y va a ser ahora mismo —prometió la señorita
Withers.
Se enfrentó con el rebelde grupo y dio unas palmadas solicitando silencio.
—Niños —les dijo—, si os estáis aquí quietecitos, os prometo que antes de una
hora podremos reanudar las clases y…
No había acabado aún de hablar cuando el grupo se dispersó súbitamente, unos en
dirección a los campos de recreo, otros a la tienda de Tobey, y no pocos a la calle en
busca, sin duda, del «elevado» que se distinguía a lo lejos.
La señorita Withers miró sonriente a su alrededor. Ni un rapazuelo se hallaba a la
vista, con excepción de Leland Stanford Jones.
—Ah, yo no quiero ir a casa, ni tampoco a clase —anunció.
—Entonces, ¿qué demonios quieres hacer?
—Yo quiero ir con usted —respondió valientemente.
La maestra le cogió de la mano y pasó con él frente al agente de guardia, que les
miró con sorpresa pero sin decir palabra.
—Pues voy a complacerte —le dijo en voz baja—. Tengo que hacerte un encargo.
De la clase de la señorita Cohen, la 1A, llegaba un rumor de voces, pero la
señorita Withers demoró su entrada unos instantes.
Haciendo caso omiso de la voluminosa figura de Mulholland, que casi ocultaba la
puerta que había al fondo del corredor, buscó en el bolso y extrajo de él una llave que
colocó en la sudorosa palma de la mano de Leland susurrando al propio tiempo unas
palabras en su oído. El niño asintió sonriendo.
—Tráeme aquí lo que te pido, junto con la llave —dijo ella—. Ahora lárgate y
procura que no te vea nadie.
Le observó como subía las escaleras en dirección al segundo piso, después respiró
con fuerza y penetró en la clase en que se hallaban congregados los miembros de la
Escuela Jefferson.
Estaban todos —lo que se dice todos—, lo cual produjo cierta decepción en el
ánimo de la émula de Sherlock Holmes. Esperaba que alguno —el, o la, culpable,
como es natural— hubiese dado el salto probando así la inocencia de los restantes.
En aquellos momentos, Hildegarde Withers dada poco crédito a la teoría de la
culpabilidad de Anderson, a pesar de las inexplicables facetas que presentaba el caso.
Acontecimientos posteriores, como pronto veremos, hicieron que, en parte, cambiara
de opinión.
Mientras se dirigía a ocupar un asiento en el fondo de la habitación, no cesaba de
preguntarse si el asesino de la señorita Halloran y agresor de Oscar Piper se
encontraría presente en el grupo allí reunido.
¿No podría ser el joven y arrogante Dominic Stevenson, entretenido ahora en
separar las finas hojas que, prensadas, constituyen un fósforo de cartón? ¿O Alice

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Rennel, la mujer de los ojos y lengua cortantes? ¿O Vera Cohen, tan joven, ambiciosa
y original?
La señorita Mycroft, maternal y plácida, guía y mentor de los niños del primer
grado, parecía esta mañana un si es no es preocupada. El camafeo que llevaba
pendiente del cuello, estaba inconcebiblemente fuera de sitio y un mechón del
hermoso cabello gris le colgaba suelto del artístico moño griego que remataba el
peinado. La señorita Mycroft se había tomado un interés casi desproporcionado por la
joven maestra de canto.
Aquella mañana debió de haber sido un problema en muchos de los apartamentos
lo referente al atavío que había de llevarse en tan trágicas circunstancias. La mayor
parte de las «muchachas», como ella las llamaba, convinieron en ponerse ropajes
obscuros o negros, desprovistos de los usuales volantes, cuellos, puños y encajes. A
la señorita Hopkins, por razones desconocidas, se le ocurrió presentarse con un
llamativo traje color melocotón. Las señoritas Jones y Casey, sentadas una junto a la
otra, cuchicheaban incesantemente hasta el punto de obligar a Hildegarde Withers a
hacer gestos inequívocos de su creciente e irreprimible mal humor.
Natalie Pearson, que había compartido con la difunta una de las aulas del piso
superior, estaba sentada en uno de los asientos frontales con un pequeño pañuelo de
encaje aplicado sobre la boca. Tenía los ojos hinchados, sin duda de tanto llorar. La
señorita Withers no pudo por menos de recordar la orquídea prensada entre las hojas
de un programa de teatro que encontrara en uno de los cajones de la mesa de la
señorita Pearson. Podía existir aún la nota sentimental en una mujer como esta,
almidonada y rígida, que siempre llevaba tacones bajos, y severa —por no decir
masculina— indumentaria.
En el otro lado se sentaba la señorita Murchison, cuya misión era dividir su
tiempo entre la biblioteca de la escuela, en la sala 2D, y los alumnos de segundo y
tercer grado en las adjuntas aulas 2A y 2B respectivamente. Estaba entretenida ahora
en mostrar a la señorita Strasmick, la del pelo casi flamígero y vestido de un rosa
rabioso, algo escrito en el reverso de un sobre. La señorita Withers hubiera dado
cualquier cosa por saber de qué se trataba.
Waldo Emerson Macfarland estaba sentado en la plataforma, con Janey Davis a
su lado, en una silla un poco más baja. Cuando consideró que había pasado suficiente
tiempo para que la señorita Withers hubiese hecho las observaciones mentales
pertinentes, tosió un poco, estornudó después, y a continuación dio unos ligeros
golpes sobre la mesa.
—El inspector Taylor ha pedido… —empezó a decir.
—Sargento —corrigió la señorita Withers sotto voce.
—El sargento Taylor me ha pedido que les reuniera a todos ustedes en un mismo
lugar —prosiguió arrastrando las palabras—. Y habiéndolo conseguido, con
excepción, como es natural, de la señorita Curran…
El sargento Taylor apareció de pronto en la puerta.

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—Oigan —preguntó—. ¿Quién es esta señorita Curran a quien todavía no se le ha
visto el pelo?
Fue informado por el Director de que la señorita Curran, que dividía su tiempo
entre esta escuela y la Número Dos de Washington Heights, como instructora de
costura y ciencias domésticas, se encontraba en la imposibilidad de asistir a la
reunión por haber sido operada recientemente de apendicitis.
—Lleva ya más de diez días en el hospital de Brooklyn —explicó el Director—,
así es que no creo que pueda desempeñar papel alguno en esta investigación.
Estaba a punto de continuar la perorata cuando el estridente tintineo del timbre de
un teléfono situado al otro lado del pasillo, interrumpió el curso de sus pensamientos.
Janey Davis separó los ojos de Dominic Stevenson y se dispuso a ir a contestar la
llamada.
El sargento Taylor la contuvo ordenando:
—Vaya usted, Mulholland.
Un momento después, el corpulento agente se presentó de nuevo ante su superior
jerárquico.
—Alguien pregunta por la señorita Withers —anunció acompañando las palabras
con significativo guiño.
Todas las miradas convergieron sobre Hildegarde Withers que olímpicamente, se
alzó del asiento y abandonó la habitación. Al pasar frente a Mulholland le dirigió una
mirada de agradecimiento por no haber mencionado ante la asamblea el nombre del
comunicante.
Por extraño que parezca, la voz pertenecía a la encargada del departamento de
«Genealogía» de la biblioteca pública.
—Hemos encontrado la información que usted desea —dijo—. Afortunadamente,
estaba entre las «Ds» y tardamos sólo unos minutos en localizar el nombre. Según
nuestros registros, el señor Stevenson sacó el tomo I, un libro rarísimo titulado «La
familia Addison con anterioridad al año 1812», escrito por un tal Robert Addison.
Firmó el recibo de salida a las tres y media en punto de la tarde y el de devolución a
las seis menos cuarto.
La señorita Withers hizo una pregunta.
—Oh, no —respondió la voz—. Si el señor Stevenson hubiese salido de la
biblioteca en el intervalo de las horas mencionadas, el libro habría sido recogido por
uno de los muchachos que tenemos para ese efecto, y devuelto a mi mesa. Estas
rondas se hacen cada media hora. Siempre a sus órdenes, señorita. No, no diré nada a
nadie acerca del particular.
La señorita Withers colgó el receptor. Un pequeño ruido a sus espaldas le hizo
volverse. Era el pequeño Leland Stanford Jones, que venía a devolverle la llave, sólo
la llave. Ante la mirada interrogadora de la maestra movió negativamente la cabeza.
—Ha desaparecido, maestra —dijo—. He registrado todo, como usted me dijo…
y nada. Se lo han llevado.

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La señorita Withers dio unas cariñosas palmadas en la espalda del chiquillo y se
encaminó en dirección a la puerta. De pronto se detuvo, se acercó de nuevo al
teléfono e hizo una llamada.
Sorprendida del resultado, hizo otra… y otra… y otra. Por fin colgó el aparato y
entró triunfalmente en la clase en que estaban reunidos sus compañeros.
—Quisiera interrumpir un momento la conversación para hacer una pregunta —
indicó.
El señor Macfarland parecía preocupado.
—Diga, señorita Withers —accedió.
—Quisiera saber de dónde viene el informe de que la señorita Betty Curran se
encuentra en el hospital de Brooklyn convaleciente de una apendicetomía.
El señor Macfarland frunció el ceño.
—Eso es lo que ella me dijo antes de ausentarse. Hasta le enviamos flores…
¡supongo que eso lo recordará, señorita Withers! Todas las maestras contribuyeron.
La señorita Withers hizo una señal de asentimiento.
—Es cierto —contestó—. Pero… ¿ha ido alguien a verla?
Hubo un general gesto negativo.
—Brooklyn está muy lejos —interpuso la señorita Strasmick—, y además ella
nos pidió que no lo hiciéramos. Dijo que prefería estar sola. ¿Por qué?
—Eso es lo que yo pregunto: ¿Por qué? Bien, quizá el señor Macfarland se
equivocó en esta investigación. Betty Curran era una buena amiga de Anise Halloran
y Anise Halloran está muerta. Es más, acabo de telefonear al hospital de Brooklyn,
así como a tres o cuatro más del mismo distrito, ¡y en ninguno de ellos hay, ni ha
habido jamás, una paciente con el nombre de Betty Curran!
El señor Macfarland hizo esfuerzos desesperados por tragar la saliva.
—¡Nunca… nunca oí cosa semejante! —exclamó—. Entonces, ¿dónde está la
señorita Curran? ¿Qué es lo que ha estado haciendo todo este tiempo?
—¡Eso es lo que es preciso averiguar! —contestó pensativa la señorita Withers.

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Capítulo IX
Complicaciones
(16-11-32 – 10 de la mañana)

E l sargento se encontró de pronto sumido en un mar de confusiones. Miró a la


señorita Withers sin recibir de ésta la menor ayuda. Miró después al Director,
pero éste, por lo visto, se encontraba en situación análoga a la del representante de la
ley.
Taylor había reunido allí a todas las maestras con la esperanza de obtener
información que sirviera para reforzar las fuertes sospechas que ya de por sí recaían
sobre el conserje Anderson. Pero el caso había experimentado de pronto, con la
introducción de nuevos nombres, una complicación insospechada. Y a Taylor le
gustaban los casos sencillos y claros, no las charadas.
—Pues no veo… —empezó a decir.
—Esto es precisamente lo lamentable —replicó la señorita Withers cortándole la
frase—. Que no vea… ¿Eh?
Entre los maestros hubo un pequeño revuelo acompañado de entrecortados
cuchicheos.
—Supongo que lo que usted quiere dar a entender —dijo el sargento echándose
atrás el sombrero—, es que la señorita Curran se oculta por ser ella quien mató a
Anise Halloran. ¿Es eso? ¡Tontería! Las mujeres matan de un tiro o con veneno.
Además, ¿dónde está el motivo?
—Es usted muy vivo de imaginación, sargento —contestó Hildegarde Withers—.
Yo no he dicho esas mamarrachadas.
Después paseó una mirada por toda la concurrencia.
—Este no es el momento oportuno —prosiguió— para que yo exteriorice mis
pensamientos. Creo, sargento, que lo mejor que podría hacer usted es suspender esta
charla inútil y hacer que se radie un mensaje a todos los coches de patrulla para la
búsqueda de Betty Curran. Envíe su descripción. Tampoco estará de más que obtenga
cuantos informes pueda de la casa en que vivía. Esa muchacha desaparecida es de
suma importancia en el caso, no lo olvide ni un solo momento. Y no se preocupe
tanto por Anderson. Está tras unas rejas. Para encontrar pruebas contra él hay tiempo
sobrado. Para encontrar a esa muchacha… —Bajó la voz para que sólo pudiese ser
oída por el sargento y el Director y añadió—: …¡la pérdida de una hora podría ser
fatal!

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Taylor entornó los párpados.
—¿Quiere usted decir que se trata de una especie de «Jack el Destripador»? ¿De
dos víctimas en vez de una? ¿Y que, si no se da la alarma, posiblemente…?
Se volvió a los reunidos y dijo:
—Perdónenme, pero tengo que ir a telefonear. Espérense aquí, hagan el favor.
Todos se reintegraron pacientemente a sus sitios con excepción de la señorita
Strasmick, la profesora del cuarto grado, que objetó:
—¡Usted no puede hacer eso! Betty Curran es una amiga mía.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que yo no puedo hacer?
—Usted no puede lanzar una alarma como si se tratara de una vulgar criminal o
algo por el estilo. Estoy segura de que Betty no tiene nada que ver con todo este
asunto. Eso es cruel, es inhumano, es…
—Tiene razón, la señorita Strasmick —apoyó Dominic Stevenson—.
Supongamos por un momento que la señorita Curran estuviese realmente en algún
otro hospital. ¿Qué pasaría entonces? ¿No es acaso libre de hacer su voluntad?
—Es que… —principió a decir el sargento.
La señorita Withers intervino cortando en seco la discusión.
—¿Pero qué es esto? —preguntó—. ¿Una sesión del Congreso o una
investigación criminal?
La desaparición del sargento le dio la oportunidad que esperaba.
—Tendrá que perdonarme unos instantes —dijo dirigiéndose al Director.
Macfarland se entretenía en doblar y desdoblar nerviosamente uno de los picos de
su cuello de pajarita.
—Pero, señorita Withers… —contestó—. Es que el sargento quiere interrogarnos
a todos y yo quisiera, antes, hablar en privado con usted.
Hildegarde Withers se detuvo en la puerta.
—Más tarde, señor Macfarland —respondió.
—Es que quiero decirle que… que en vista del nuevo cariz que han tomado las
cosas desde nuestra entrevista de anoche… quizá fuese innecesario…
—Se equivoca; es necesario —replicó la maestra saliendo al pasillo y caminando
rápidamente en dirección a la puerta principal.
El voluminoso cuerpo de Mulholland le cerró el paso.
—Lo siento, señora —dijo—, pero tengo órdenes de no dejar salir a nadie sin
permiso del sargento.
—Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó dibujando la más encantadora de las
sonrisas—. No es posible que esa orden rece conmigo.
—Lo siento, señora —insistió el agente—. La orden es general.
En aquel momento podía oírse la voz de Taylor tronando frente al teléfono.
—Está bien, Mulholland —dijo la señorita Withers que, por lo visto, no tenía
deseo alguno de entrevistarse con el sargento—. Pero le advierto, aunque usted no lo
crea, que hay muchos modos de matar pulgas.

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Giró sobre los talones y se detuvo unos instantes frente a la puerta señalada con el
rótulo de «Director» y movió significativamente la cabeza.
El sargento estaba aplicando «el tercer grado» a la dueña de la casa en que vivía
Betty Curran.
—¿Dice usted que abandonó la habitación a principios de la semana pasada?…
¿Y sacaría, como es natural, todos sus fondos del banco?… ¿No dijo dónde iba, ni
dejó dirección alguna?… ¿Qué?… Bien… Sí… ¿De qué color tiene el cabello?
La señorita Withers se alejó, subió rápidamente las escaleras hasta llegar al tercer
piso, siguió a lo largo del pasillo y al llegar al fondo respiró con fuerza y abrió la
puerta que comunicaba con la torre de escape.
Al punto una sirena rompió el silencio que reinaba en el edificio llenándolo de
lúgubres y estridentes sones.
Pero Hildegarde Withers no prestó atención al disturbio que acababa de provocar
y sin perder instante se lanzó por el deslizadero con el sombrero en una mano y el
bolso en la otra.
Al llegar a tierra firme se levantó, inspeccionó las ropas en previsión de un
posible siete y al no encontrarlo, cruzó apresuradamente el campo de recreo, y salió a
la calle.
Cinco minutos después se hallaba cómodamente sentada en un taxi que corría a
través de la ciudad.

Atención todos los coches de patrulla… atención todos los coches de


patrulla… muchacha desaparecida… muchacha desaparecida… se llama
Betty Curran… edad veintitrés años… cabello rubio… altura cinco pies dos
pulgadas… peso ciento quince libras… fue vista por última vez con sombrero
y gabán azul… lunar en la mejilla izquierda…

Lenta, casi fúnebremente, la información zumbó a través del éter. Largos y negros
coches de turismo, doscientos en número, se detuvieron junto al bordillo de la acera
mientras diminutos y rechonchos lápices se apresuraban a tomar nota de los detalles.
Mecanismos teletípicos repiqueteaban furiosos en cada ciudad que se preciara de
importante, reproduciendo las palabras… fue vista por última vez llevando sombrero
y gabán azul… Los empleados de los depósitos de cadáveres levantaban
curiosamente las sábanas que cubrían los cuerpos que yacían sobre las blancas losas.
En la oficina de Personas Desaparecidas un caballero de cierta edad con gorra de
teniente y en mangas de camisa se hallaba rellenando afanosamente una tarjeta de
color amarillo… «peso ciento quince libras… fue vista por última vez llevando
sombrero y gabán azul…».
Hildegarde Withers, olvidándose del tumulto que había ocasionado, se bailaba en
pie en la escalerilla de una reconstruida vivienda de la calle Barrow, en el corazón de

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la villa de Greenwich.
Frente a ella y sentado cómodamente sobre un bloque de hielo de cincuenta
libras, se hallaba un hombre moreno que jugaba, lanzándola al aire y recogiéndola,
con una moneda de cincuenta centavos.
—Sí, sí el señor Stevenson es uno de mis parroquianos —decía—. Hace dos o
tres meses que le sirvo el hielo. Me paga semanalmente. ¿Por qué había de buscar a
otro cuando me tiene a mí aquí a cuatro pasos de su casa?
—¿Le sirve usted algo más, aparte del hielo?
El trigueño asintió con un gesto.
—A veces me telefonea por la noche cuando quiere encender la chimenea. Yo le
vendo la leña muy barata.
No era esto lo que la señorita Withers quiso dar a entender.
—Ah, ¿se refiere usted a la ginebra? —Pietro negó vigorosamente con un
movimiento de cabeza—. Tengo buena ginebra, eso sí, a un dólar el medio litro.
Todos los de este edificio son parroquianos míos, menos el señor Stevenson que no le
gusta armar juergas en casa. A mí no me pide nunca más que hielo y madera, a veces,
cuando recibe a una señorita y quiere tener el piso bien calentito.
—¡Ajá! —exclamó para sus adentros la maestra.
A continuación aventuró discretamente una pregunta.
—No, señora. Jamás he visto al señor Stevenson con una rubita como la que usted
dice, que lleva sombrero y abrigo azules. Y conste que le conozco bien. Yo vivo aquí
y veo a todos los que entran y salen de la casa. A veces veo a una joven alta y
delgada, y muy bonita por cierto, pero no es rubia.
Bien. Allí no había ya nada que hacer, en especial después de haber encontrado el
piso de Stevenson cerrado y buscado inútilmente la llave bajo la esterilla de la puerta.
La señorita Withers contribuyó con otra moneda de medio dólar a fin de que el
tendero guardara reserva de todo lo hablado y se volvió al taxi.
Después de hacer una breve recapitulación mental de su gestión ordenó al
conductor que la llevara a la calle Center. Todos los presentimientos que hasta
entonces tuviera se habían convertido en agua de cerrajas.
—Creo que me estoy volviendo infantil —se dijo—. En toda investigación hay
siempre una pista que conduce directamente al asesino. Pero de haberla, aquí debía
ser como la famosa carta robada de Poe, que estaba tan a la vista, que a nadie se le
ocurría fijarse en ella.
Subió la escalinata del tétrico edificio de Jefatura y se fue directamente a la
oficina que hasta antes de ocurrirle el accidente ocupara el inspector Oscar Piper.
La puerta del despacho interior estaba cerrada, pero en el antedespacho encontró a
Keller, antiguo amigo, en un mano a mano con una jarra de cerveza y un saquito lleno
de emparedados de jamón.
Durante un minuto o dos el tema de la conversación fue el estado del herido.

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—Llamé al hospital esta mañana —dijo confidencialmente la señorita Withers—,
y me contestaron que todo iba bien. Tan pronto como recupere el conocimiento,
posiblemente esta noche o mañana por la mañana, iré a verle.
Aceptó agradecida uno de los emparedados que le ofrecía el teniente.
—¿Cree usted que hay alguna esperanza de que pudiese reconocer a la persona
que le agredió?
Keller se encogió de hombros.
—No sé —respondió—, ni creo que importe gran cosa el detalle. Sabemos quien
fue el que le golpeó.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—¿Quién va a ser? El sueco ese que tienen de bedel en el colegio. Pero hay una
cosa que no acabo de comprender. El inspector no es ningún chiquillo, pero tampoco
un viejo, y mucho menos un enclenque. ¿Cómo es posible que se dejara atacar así por
un borracho y sin hacer nada en su defensa?
La señorita Withers asintió con un gesto.
—Es, exactamente, la pregunta que yo me he hecho —replicó—, y la razón por la
que pedí al cirujano de la policía que me acompañara a la Comisaría para hacer un
examen detenido del conserje Anderson. El sargento no quiere creer que estuviese
borracho.
—Lo sé —contestó el teniente Keller—. Pero está equivocado. Hablé por teléfono
hace unos minutos con el doctor Farnsworth. Trató de comunicarse con usted pero
dice que en el número que usted le facilitó no pudieron darle razón de su paradero.
Por el examen que hizo del contenido del estómago comprobó que el sueco estaba
como una cuba, y si es así, fue una tontería de Burns y de Allen el someterle a un
«tercer grado», puesto que es imposible que pueda recordar nada de lo ocurrido. No
obstante, me gustaría saber como puede un hombre emborracharse en un sótano, sin
ser visto por la policía, durante los dos registros que se hicieron y sin dejar siquiera
una botella vacía tras sí.
La señorita Withers, que había permanecido mirando fijamente a una de las
paredes, hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Por lo visto, tenía sus propias ideas
acerca del particular.
—Teniente —preguntó—, ¿ha interrogado usted a Tobey, el hombrecito que tiene
una tienda frente a la escuela y que vende caramelos y otros artículos a los
estudiantes? No es que le suponga implicado en el crimen, pero…
—Claro que le hemos interrogado —contestó Keller—. El pobre Tobey es
inofensivo, señora. Sé por mis muchachos que a veces vende licores de procedencia
dudosa, pero como hasta la fecha nadie se ha muerto por beberlos, y además sabemos
que no está relacionado con ninguna banda de contrabandistas, hemos decidido hacer
la vista gorda y dejar a los del Departamento Federal que den los pasos que ellos
crean necesarios.
Habiendo terminado de comer el emparedado, la señorita Withers se puso en pie.

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—Bien, creo que es hora ya de que me marche, teniente.
Pero no logró su objeto. En la puerta se encontró con un joven al parecer muy
atareado.
Era el doctor Levin, ayudante del Examinador Médico del distrito de Nueva York.
Venía con gran prisa.
—Hola, señorita Withers —saludó—. ¿Cómo está el inspector? Hola, Keller.
Aquí te traigo el informe que me pedías. ¿Quieres echarle un vistazo antes de que
vaya a poder del Comisario?
Tanto el teniente como la señorita Withers se decidieron a hacerlo.
—Pero, ¿dónde está el paquetito que me prometiste? —preguntó el primero.
—¿El paquetito? Ah, ¿quieres decir, los dientes? —Levin movió la cabeza
negativamente—. No vale la pena, teniente. No sirven para poder hacer la
identificación de un cadáver.
—¿Cómo que no? Es preciso que tenga esos dientes. Buscaremos al dentista que
la atendía y se los llevaremos para que los identifique. Esto será una prueba
irrefutable, créeme… a menos que hayan sido destruidos por el fuego…
—No, no lo han sido —contradijo Levin—. Pero tampoco tienes motivo para
alimentar esperanzas, puesto que, si bien los dientes que hemos encontrado al
efectuar la autopsia no mostraban signos de deterioro por el fuego, tampoco lo
muestran de intervención alguna de odontólogo. En otras palabras, esta muchacha
jamás ha tenido un diente o muela cariados, y no ha necesitado, por lo tanto, los
servicios de ningún dentista.
El teniente quedó consternado.
—¿Cómo vamos a establecer, entonces, la identidad del cadáver? —respondió—.
La señorita Withers, aquí presente, afirma que vio a Anise Halloran en el guardarropa
de la escuela, pero, ¿cómo vamos a demostrar ante un jurado que se trata del mismo
cuerpo que se encontró en el horno? La suposición es razonable, y hasta lógica si se
quiere, pero no constituye prueba legal. Tenemos que presentar un corpus delicti… y
cuando un cadáver ha estado sometido a la acción del fuego durante más de media
hora, poca cosa podemos ya esperar de la exhibición del corpus.
La señorita Withers leyó el informe, que venía escrito en uno de los formularios
de la oficina del Examinador.
En términos médicos decía que el cadáver examinado pertenecía a una joven de
raza caucásica… que la causa de la muerte era la fractura del hueso frontal por medio
de un instrumento pesado y cortante —probablemente un hacha— y que la muerte
fue instantánea debida a fuerte lesión en el cerebro.
—Comprendo que el informe no dice gran cosa aparte de lo esencialmente
rutinario —hubo de admitir Levin—. El peso de los restos era escasamente de
noventa libras. Todo estaba quemado —pelo, cara, piel, piernas, brazos— con
excepción de una de las manos. Media hora más, y hubiese quedado sólo el tórax, y
aún no gran cosa de éste.

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—Quienquiera que fuese el que metió el cadáver en el horno, conocía muy bien el
manejo del tiro de aire —sugirió el teniente Keller—. Si el conserje se libra de la
«silla», deberían darle trabajo en algún crematorio.
La señorita Withers hizo un mohín arrugando la nariz.
—Empiezo a estar convencida, contra mi deseo, de que todo esto ha sido obra de
un verdadero malvado, no de un loco.
El doctor Levin, retrasando su salida como si algo bullera aún en su mente, hizo
una señal de asentimiento.
—Lo curioso de este crimen es lo innecesario de su ejecución —dijo quedamente.
—¿Innecesario? ¿Acaso cree usted que haya algún crimen que no lo sea?
—Este, más aún que la inmensa mayoría. Porque el estado de Anise Halloran, si
realmente se trata de su cuerpo, era ya muy crítico antes de ser golpeada en la cabeza.
El joven doctor se apoyó en la mesa.
—Lo supe casi accidentalmente al hacer un pequeño experimento tratando de
determinar el tiempo más o menos exacto que el cadáver estuvo sometido a la acción
del fuego. Hay, después de cierto período, un cambio en la estructura ósea, y estaba
tratando con ácido sulfúrico una de las falanges cuando pude observar que presentaba
síntomas, bastante avanzados por cierto, de anemia perniciosa ósea, la menos
conocida quizá, pero la más destructora y fatal de todas las anemias. Ningún fuego,
por fuerte que fuera, podía haber producido aquella especie de desmoronamiento,
característico en la enfermedad que acabo de citar. De haber sobrevivido, se habría
convertido en una inválida para todo el resto de su vida.
Se puso el sombrero.
—Adiós a todos. Y cuando vean al Inspector, denle mis recuerdos. Tuvo suerte el
Departamento de que el asaltante le golpeara, no con el filo, sino con la parte plana
de la pala. Supongo que los muchachos irán uno de estos días a hacerle un obsequio
colectivo de flores. No te olvides, Keller, de que quiero tener una mano en todo lo
que se haga y…
—¡Espere! —dijo la señorita Withers cogiéndole de un brazo antes de que
consiguiera llegar a la puerta—. ¿Ha dicho usted una mano? Sí, eso es… ¡una mano!
¿No acaba de afirmar que el fuego destruyó brazos, piernas y una de las manos?
El doctor Levin asintió.
—Sí —dijo—. ¿Qué ocurre?
—¡Mucho!
La señorita Withers se irguió cuan alta era.
—Si no ando errada en mis cálculos —prosiguió—, eso quiere decir que queda
una mano que no fue afectada por el fuego, ¿no es así?
—Así es, la izquierda. Según los muchachos que extrajeron el cadáver del horno
después de aplicar sobre él los extintores, esa mano se libró del fuego por haberse
hundido en el carbón, llegando hasta el cenicero por entre las barras del emparrillado.
¿Qué pasa?

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—¿Que qué pasa? Ahora lo verá —empezó a explicar la señorita Withers—.
Anise Halloran era muy exquisita y refinada en cuanto a su persona. Las otras
maestras solían murmurar de ella porque acostumbraba a ir a un salón de belleza que
hay en la Avenida Lexington para que le hicieran las uñas.
La señorita Withers extendió un largo y huesudo dedo en dirección al teniente.
—No pierda tiempo —dijo—, y busque inmediatamente a la manicura que
atendía a la señorita Halloran. Llévela a Jefatura y enséñele esa mano. Verá usted
como ella podrá identificarla con la misma facilidad que un dentista lo haría con un
trabajo cualquiera realizado en su clínica.
El teniente hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se ajustó el cinturón.
—Creo que no anda usted descaminada en lo que acaba de decir —aceptó—.
¿Dónde está ese salón de belleza? Voy a enviar allí inmediatamente a uno de mis
agentes.
—Ya sé que este cometido no ha de ser muy del agrado de la manicura —
comentó la señorita Withers con el doctor Levin mientras Keller se dirigía al teléfono
situado al otro lado de la habitación—. ¡Identificar un cadáver que está casi
totalmente consumido por el fuego!
El joven doctor se sonrió.
—Es un trabajo que los dentistas hacen con mucha frecuencia y no veo motivo
para que no pueda hacerlo también una manicura. Conozco a muchas con redaños
suficientes para no desmayarse ante un cadáver, por desfigurado que esté.
Volvió a recoger el sombrero que unos momentos antes dejara otra vez sobre la
mesa.
—Estos formulismos para probar que el cuerpo de una muchacha es realmente el
suyo me parecen ridículos, pero comprendo que es el único modo de llevar a cabo
esta clase de investigaciones.
La señorita Withers asintió complacida.
—Supongo que no se le habrá ocurrido pensar —insinuó—, que el cuerpo de esta
muchacha pudiera muy bien no ser el suyo. Otra de las maestras ha desaparecido
recientemente de la escuela Jefferson y no estará de más que averigüemos por qué,
cómo y dónde.
—Pues buena suerte, señorita Withers —dijo el doctor Levin desapareciendo
definitivamente por la puerta.

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Capítulo X
El zapato de Cenicienta
(16-11-32 – 12.30 de la tarde)

— E stá bien, está bien.


El teniente se movió pesadamente en dirección al teléfono.
—Yo no he dicho —añadió— que no se trajeran aquí los zapatos. Sólo dije que
nada lograríamos con verlos. Eso de que al conserje se le ocurriera coleccionar
zapatos de señora es algo que no me acaba de entrar en la cabeza. Ahora que, ya lo
dice el refrán: «Sobre gustos no hay nada escrito».
—¿Por qué no se lo pregunta al propio Anderson? —sugirió la señorita Withers.
Pero el teniente movió la cabeza de un lado para otro.
—Ese sueco es un zorro —respondió—. Se ha hecho el tonto y dice que nada
sabe de esos zapatos.
Se inclinó de pronto sobre el teléfono de intercomunicación.
—Escuche, McTeague. ¿Quién tiene la caja de zapatos que los muchachos
encontraron la otra noche en el cuarto del conserje de la escuela Jefferson? Oh, ¿los
de la oficina del fiscal? Bien, vaya en un salto y tráigala aquí.
Unos minutos más tarde la señorita Withers se hallaba contemplando una caja de
cartón del tipo usado en las tiendas de comestibles. En su interior había cinco pares
de zapatos, todos a cual más gastado y viejo. Tomó primero un escarpín de raso
negro, que analizó detenidamente dándole vueltas entre las manos. Después hizo lo
propio con un zapato del tipo sandalia.
El teniente la observaba con curiosidad.
—No comprendo cual es la finalidad de esa inspección tan minuciosa —comentó
—. Son unos cuantos zapatos viejos que Anderson recogería, él sabrá por qué, de
alguna lata de basuras y que seguramente no tienen relación alguna con el caso que
nos ocupa.
—¿Ah, no? ¿De modo que piensa usted como el sargento? Vamos, teniente —dijo
la maestra empujando la caja en dirección al policía—, ¿de veras no ve usted nada en
esos zapatos que, según usted, Anderson recogió de una lata de basuras?
—Así es. A mí los zapatos de señora me parecen todos iguales.
—¡Usted lo ha dicho! Estos son todos iguales. Y hay una razón para ello, y es que
todos han sido usados por una misma persona. Los cinco pares son del mismo
número y los tacones están gastados en una forma que es a todos peculiar. Es más…

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Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.
—… ¡me apostaría el cuello a que la persona que los usó en vida no fue otra sino
la propia Anise Halloran!
—¿Pero, cómo…?
—Anoche se me ocurrió curiosear en el ropero de la difunta —confesó la señorita
Withers—, vi unos zapatos y los estudié detenidamente. Zapatos y guantes han sido
siempre cosas que han llamado mi atención. Pues bien, estos, no son solamente del
mismo tipo y número, sino además idénticos. ¡Hasta en la forma y ángulo en que
están gastados los tacones!
La señorita Withers se puso en pie.
—Deme ese teléfono —dijo bruscamente—. Esta mañana me opuse a que Allen y
Burns emplearan «el tercer grado» con el conserje y para ello me llevé a un doctor.
Pero ahora he cambiado de opinión. Que le arranquen el pellejo a tiras si es preciso,
con tal que logren de él una confesión. ¡No cabe duda de que está complicado en este
caso, teniente! ¿A qué, si no, esa manía de coleccionar los zapatos viejos de Anise
Halloran?
Pero antes de que Keller lograra acceder a los deseos de la maestra, sonó el
teléfono.
—¿Quién? —preguntó—. Ah, ¿es usted sargento? No, no tenemos aún noticias de
la señorita Curran… No importa, dé un poco más de tiempo a los muchachos que
operan por las afueras… ¿Quién?… Sí, está aquí… Ah, ¿el Director? Espere un
momento.
El teniente alzó la vista y se quedó mirando a la señorita Withers.
—Es el sargento Taylor. Está que bufa. Dice que usted escurrió el bulto cuando
trataba de hacerle unas preguntas. Dice, además, que el Director está a su lado y que
quiere hablar con usted.
—Pero yo no quiero hablar con él —decidió la señorita Withers—. Ya sé lo que
me va a decir…
Después de un breve titubeo, añadió:
—No, no, deme ese aparato. Prefiero poner las cosas en claro de una vez y para
siempre.
Cogió el receptor y habló:
—Hola, señor Macfarland.
Si el encopetado Director estaba irritado o molesto supo disimularlo a la
perfección.
—Mi querida señorita Withers —comenzó diciendo—. Cuando anoche tuvimos
nuestra pequeña entrevista ignoraba que el asesino de la señorita Halloran había sido
detenido. Estando, pues, el conserje bajo custodia, creo innecesario que continúe
usted representándonos en este infortunado caso. A decir verdad, y después de una
seria consideración del asunto, tengo que suplicarle se olvide de todo cuanto
hablamos ayer.

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Después de una pausa, la señorita Withers oyó el inconfundible ruido producido
por un estornudo.
—¿Y si no hubiese sido el conserje? —sugirió ésta—. Supongo que habrá usted
leído suficiente número de novelas de misterio para comprender que un conserje o un
ayuda de cámara jamás cometen un asesinato. El culpable suele ser siempre el
hombre simpático que ayuda solícita y desinteresadamente durante todo el curso de la
relación.
Macfarland titubeó unos instantes.
—Sí, sí, naturalmente —contestó—. Pero después de la conversación que sostuve
con los señores Champney y Velie, del Consejo de Administración, creo que lo mejor
será que renuncie usted a proseguir la investigación. La policía asegura que el
conserje es el culpable y que el caso está ya decidido.
—Conque decidido, ¿verdad? —dijo para sí misma la señorita Withers.
Murmuró unas cuantas palabras más a través de la línea, y colgó el aparato.
—No es suficiente el saber quién lo hizo —añadió en voz alta—, sino cómo y por
qué y cuándo, y en un caso como éste, dónde.
Caminó lentamente en dirección a la puerta.
—Esta oficina —comentó—, sin el inspector sentado en esa silla, con los pies
sobre la mesa y un puro atenazado entre los dientes, ya no parece la misma. Creo que
lo mejor será que me vaya al hospital y vea si está ya en disposición de recibir visitas.
Ah, una cosa más, Keller. ¿Qué decidió el analizador sobre el pedacito de metal
fundido que se encontró junto al cuerpo? Ya sabe a cuál me refiero. A aquel que
parecía un buñuelito de plomo.
El teniente Keller se encogió de hombros.
—Creo que Van Donnen no ha terminado aún con él. O por lo menos no ha
mandado aquí ningún informe. Voy a llamarle por teléfono para saber si puede venir
un momento.
No obstante, Van Donnen había dado ya remate a su trabajo. Trajo consigo el
pedazo de metal junto con dos hojas de papel rosa, que era el de uso oficial para los
informes.
—Sencillo —anunció—. Sencillísimo. Si se hubiese tratado de una bala, la cosa
habría tenido sus intríngulis. Pero, ¿esto? Esto es simplemente un anillo de oro blanco
de unos cinco quilates y que no creo que costara arriba de cinco dólares.
La señorita Withers seguía atenta la descripción del técnico.
—¿No hay huellas de algún engarce especial o de piedras? ¿O admite usted la
posibilidad de que los destruyera el calor?
—No, el anillo está intacto, aunque ya había empezado a fundirse. Es uno de esos
que llaman de compromiso. De eso estoy seguro. Liso, sin la menor señal de
montura. Al quemarse la mano, el anillo debió desprenderse del dedo y quedó
sepultado entre el carbón y las ascuas. A esto se debió sin duda el que no se fundiese
completamente. Todo eso está en el informe que he hecho sobre el caso.

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La señorita Withers estaba entretenida leyendo lo escrito en las hojas color de
rosa.
—Un momento… ¿Qué es esto? —preguntó.
—¿Eso? —respondió Van Donnen—, eso es la página número 2. Hace referencia
a unos licores que el sargento Taylor me envió esta mañana para que los analizara.
Una botella con etiqueta y la otra sin ella.
La señorita Withers sabía, sin que nadie se lo dijera, por qué había fracasado el
diminuto Leland Stanford Jones. El sargento Taylor debió haber dado con la botella
que Anise Halloran tenía oculta en la mesa, así como con la que también dejara en el
estante que había en la cocinilla de su apartamento.

«Asunto A, comentaba el informe. Botella de un cuarto de galón, con


etiqueta de «Dewar’s Dew of Kirkintilloch». «Contenido, 3/4 de la
capacidad total. Etiqueta auténtica Huellas dactilares, ninguna. El análisis
del líquido da como resultado ser genuino y viejo whisky escocés. Mezcla
de alcohol amílico, ninguna. Grado de alcohol, 60 por ciento. Materias
extrañas, ninguna».

La señorita Withers pasó a leer el segundo párrafo.

«Asunto B: botella de color pardo, originalmente empleada para


bebidas no alcohólicas. Capacidad, 1/5 de galón. Sin etiqueta ni huellas
digitales. Medio llena. Véase arriba».

—¿Qué quiere decir esto último? —preguntó, sorprendida, la señorita Withers.


—Quiere decir —respondió pacientemente el pequeño doctor—, que el
laboratorio considera que el líquido encontrado en ambas botellas no se diferencia en
lo más mínimo. El análisis muestra el mismo porcentaje de alcohol y de ingredientes
inactivos y la misma contextura general, sabor —el doctor se pasó la lengua por los
labios al decirlo—, y reacción al fluoróscopo. Esto, claro está, es difícil de probarlo
ante un juez y un jurado, pero yo no tendría inconveniente en jugarme la carrera
afirmando que ambos líquidos tenían una misma y única procedencia. Es raro
encontrar un whisky tan bueno en los tiempos que corremos. Es incluso superior al
que se vende en las farmacias por prescripción facultativa. Y me voy. Adiós.
El teniente Keller guardó cuidadosamente informes y anillo en uno de los cajones
de su mesa.
—Conque existencias privadas, ¿no es eso? —dijo—. Me gustaría saber de dónde
sacaba el whisky esa muchacha.

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—Eso no tiene importancia —replicó la señorita Withers—. A mí lo que me
interesa ahora es el anillo.
—Ah, el anillo. Oiga…
Al teniente se le debió ocurrir una idea brillante.
—¿Vio usted por un casual que la señorita Halloran llevara en vida un anillo de
compromiso?
La señorita Withers movió negativamente la cabeza.
—No —contestó—. Pero hay algo raro en ese anillo que se ha encontrado en el
horno.
—Ah, vamos. Lo que usted duda es de que el cuerpo quemado sea el de Anise
Halloran. Usted cree que alguien hizo la substitución cambiándolo por el de alguna
muchacha que estuviese casada.
—No, lo que yo no alcanzo a comprender es cómo saltó el anillo y se quemó,
cuando la mano izquierda, que es la mano en que se acostumbra a llevar los anillos de
compromiso, estaba poco menos que intacta. Si el anillo estaba en el dedo cuando el
cuerpo fue metido en el horno, ¿cómo es que sufrió tanto la acción del fuego… y si
no lo estaba, cómo fue a parar a aquel sitio? Supongo que la gente no acostumbra a
tirar así como así anillos de oro en los hornos.
—En Reno, cuando nuestras muñequitas van allí a obtener un divorcio —explicó
el teniente—, acostumbran a tirar los anillos en un río que hay en las cercanías. Un
primo mío hizo un buen negocio pescándolos luego con una especie de arpón rodeado
de anzuelos. Me dijo que…
De pronto se dio cuenta de que la señorita Withers se hallaba ya en el vestíbulo,
camino de la calle.

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Capítulo XI
Hildegarde levanta el velo
(17-11-32 – 10 de la mañana)

— H ola, Hildegarde —dijo una voz que salía por entre una maraña de
vendajes.
La señorita Withers observaba al inspector Oscar Piper, su viejo amigo, desde el
pie de la cama en que aquél yacía.
—¿Cómo estás, Sherlock Holmes?
—Mal —murmuró el inspector—. ¿Tenéis ya alguna idea de quién fue el que me
golpeó?
—La enfermera me ha dicho que no debemos hablar de eso —le advirtió la
maestra—. ¿La tienes tú, acaso?
La cabeza vendada se movió sobre la almohada.
—No —contestó Piper—. Lo único que sé es que quien lo hizo debía tener la
rapidez de un gato; mejor dicho, de dos gatos.
La señorita Withers entornó los ojos.
—¿Quieres decir que no te pilló desprevenido el ataque? Entonces… no es
posible que se tratase de un borracho, o…
—¡No! Imposible. Te digo que…
—No importa ahora lo que tengas que decir. Déjame a mí el trabajo de encontrar
a ese granuja. Este es un asunto casi personal mío, primero porque ocurrió, como
quien dice, en mis propias narices, y segundo… porque da la circunstancia de que tú
y yo somos en realidad verdaderos amigos. Así, pues, no te preocupes por nada y
trata de descansar.
—¡Qué remedio me queda! Pero no esperes que esté así mucho tiempo —
contestó el inspector con una nota de impaciencia en la voz—. Oye, al Comisario le
habrá hecho poca gracia todo lo ocurrido.
—¿Por qué lo dices? ¿Porque esto te deja al margen de la investigación?
Piper negó con un movimiento de cabeza.
—No —respondió—. Porque no podré hablar en la cena que da en honor de ese
gran experto vienés en criminología que se hace llamar el profesor Ploof, o algo así
por el estilo. Creo que estaba señalada para esta noche. Al Comisario no le importaría
ver a Taylor al frente de la investigación, pero sé que le molestaría que éste o Keller
tuviesen que hacerse cargo de mi discurso.

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—No seas pretencioso y deja ya de ocuparte del profesor. Lo que has de hacer es
descansar y procurar reponerte cuanto antes. Debieron darte un golpe terrible para
conseguir hacer mella en esa cabezota de troglodita que tienes.
—No lo sabes tú bien.
De pronto el inspector alzó una mano y la agitó unos instantes en el aire.
—¿Qué te pasa? —preguntó, ansiosa, la señorita Withers.
—Nada, ¡este dolor de cabeza, que no acaba de atormentarme!
—Entonces mejor será que me vaya. Vine sólo para comprobar que seguías
mejorando. Volveré mañana. ¿Qué quieres que te traiga, flores, caramelos, una radio
o qué?
—Tráeme el cuero cabelludo del gorila que me hizo esto —pidió Piper—. Ese
Taylor no es capaz de coger ni siquiera un catarro. No sé en qué pensaba el Comisario
al asignarle como factótum en este caso.
—No te preocupes, que yo estoy al quite, aunque en realidad a mí nadie me ha
dado oficialmente vela en este entierro —replicó la maestra, sonriente—. No sé si el
conserje tiene o no algo que ver con todo lo ocurrido, pero de tenerlo, las razones
aducidas hasta ahora distan mucho de ser satisfactorias. Yo, como comprenderás, he
decidido seguir metiendo las narices en el asunto, le guste o no le guste al sargento.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta y a renglón seguido apareció una
enfermera.
—Ha pasado el tiempo —anunció.
La señorita Withers se levantó sin replicar.
—Espere un momento —dijo Piper—. Tráigame la ropa.
—¿La ropa? —preguntó, asombrada, la enfermera—. Está usted delirando. La
ropa no podrá usted ponérsela hasta dentro de quince o veinte días por lo menos.
—¿Quién ha hablado aquí de ponérsela? —replicó Piper—. He dicho
simplemente que me la traiga.
Una reminiscencia de su costumbre de dar órdenes apareció al añadir:
—Vamos, ¿qué espera?
La enfermera se dirigió a un armario que había al fondo de la habitación, lo abrió
con una llave que llegaba en el bolsillo del delantal, y extrajo un terno gris con
visibles muestras de prolongado uso.
—Sólo la americana —dijo Piper.
Al tenerla en sus manos, rechazó la ayuda que solícitamente le ofreciera la
enfermera, hurgó por entre los pliegues de la prenda y al dar con lo que buscaba, lo
desprendió del lugar que ocupara, lo frotó contra la funda de la almohada, y después
se lo entregó a la señorita Withers.
Era la placa indicadora de su rango, pero de oro, comprada por suscripción entre
los compañeros y subordinados, y ofrecida con motivo de haber cumplido los veinte
años al servicio de la policía de Nueva York.

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—Quiero que lleves esto encima —explicó a la sorprendida maestra— mientras
dure aquí mi cautiverio. Ya encontraré el modo de que el Comisario te haga prestar
juramento y te acepte y admita como a uno más de sus ayudantes.
La señorita Withers tomó la chapa y se la prendió bajo la solapa de su chaqueta de
estameña.
—Es todo cuanto quería tener —le informó—. De este modo soy responsable
únicamente ante ti.
Cogió una de las exangües manos del inspector y se la oprimió entre las suyas.
—Y ahora me voy, porque la joven aquí presente principia, con razón, a
impacientarse. Quiero decirte sólo una cosa, Oscar Piper. Quizá te suene a ridículo,
en especial viniendo de mí. Voy a ir derecha a casa, a postrarme ante el Altísimo y
darle gracias por haberte concedido la gracia de tener una cabeza tan dura. No sé lo
que habría sido de mí si tú… si tú…
—Basta, Hildegarde —respondió conmovido el inspector—. Lárgate ya, sigue en
tu empeño y vamos a ver qué resultado te da el uso de mi chapa de inspector. Ah, y
no te olvides de tu promesa de volver mañana. Como no aparezcas mando en tu busca
a uno de los coches de la escuadra volante.
La señorita Withers salió de la habitación. Al llegar a la planta baja y abandonar
el ascensor, vio una cara que le era familiar.
Georgie Swarthout, el único remanente de un grupo de «guardias de escuela»,
puesto sólo un año antes al servicio del Comisario, estaba sentado sobre una mesa y
en animada charla con la telefonista.
La señorita Withers se detuvo. Sabía que este muchacho, de cara infantil y pelo
rubio, era, no sólo un buen sabueso, conocedor de un sinnúmero de ocupaciones
dudosas y trucos, sino intensamente adicto a la persona de Oscar Piper.
Al levantar la vista vio a la maestra.
—¡Ajá! —exclamó—. ¡Y a mí me decían que el inspector no recibía visitas!
Vaya, veo que la orden no rezaba con las maestras. ¿Cómo está el jefe?
—Está mejor, pero no se le puede ver todavía —informó la señorita Withers—.
Lo mejor, pues, que puede usted hacer, es volverse a casa y esperar tranquilamente
sentado hasta mañana.
—¿Sentado? Pero si no hago otra cosa en todo el día —admitió Swarthout—. El
ilustre sargento cree totalmente innecesaria mi presencia en el caso Halloran. Dice
que el asunto está decidido con la captura del conserje y me ha asignado la tarea de
localizar a la desaparecida señorita Curran.
La señorita Withers le miró fijamente unos instantes.
—Quizá el caso esté decidido, como usted dice —replicó—, y, sin embargo…
—Y sin embargo usted va a continuarlo sola haciendo caso omiso del dictamen
facultativo. Debí habérmelo figurado, sobre todo después de haberla visto ya en
funciones el año pasado, cuando intervino en el asesinato de Stait.
La cara de Georgie se iluminó con una sonrisa.

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—Voy a continuarlo, qué duda cabe —dijo con orgullo la señorita Withers,
mostrando la placa—; pero no sola, en el sentido estricto de la palabra. Da la
circunstancia de que discrepo del parecer del sargento, al menos en determinados
puntos, y voy a empezar ahora mismo a hacer las debidas comprobaciones. ¿Quiere
usted, jovencito, meter un dedo en el pastel y venirse a trabajar conmigo?
—¿Con un dedo? Las dos manos —respondió Swarthout—. Y hasta la cabeza si
usted quiere. ¡En marcha!
Otro guardia uniformado, más voluminoso aún que Mulholland, ocupaba el
puesto de éste en la puerta de entrada al sótano de la escuela Jefferson. Pero se echó
respetuosamente a un lado al exhibir la maestra la placa de oro del inspector.
—Hola, «monada» —le dijo Swarthout al pasar frente a él.
El carilargo y adusto policía le contestó con un gruñido.
—En algún punto de este sótano —explicó la maestra al joven detective—,
alguien apareció como brotado del infierno y golpeó al inspector en la cabeza con un
instrumento duro y romo. Y también de algún punto de este sótano salió el conserje
borracho y se presentó ante nosotros sin que nadie pudiera explicarse cómo logró
eludir dos sucesivos registros que la policía hizo en el lugar unos momentos antes.
—¿No cree usted en la posibilidad de que se tratara de una sola persona?
—No. Hay una cosa que por lo visto ha olvidado el sargento, y es que mientras yo
buscaba por las aulas, alguien se escurrió a lo largo de la escalera, cruzó el pasillo del
piso superior y escapó utilizando el deslizadero que hay para caso de incendio.
Quienquiera que fuese, no pudo haber entrado de nuevo en el edificio sin ser visto
por los agentes que montaban la guardia. Y Anderson salió precisamente del sótano.
No, no eran la misma persona, lo cual quiere decir que es preciso buscar a la que se
escapó por el canalete… o que al menos abrió la puerta que conduce a él, haciendo
funcionar el aparato de alarma.
—Comprendo —respondió Swarthout, asintiendo con un movimiento de cabeza
—. ¿Y no cree usted que ambos podían haber estado escondidos en un mismo punto
del sótano?
—Imposible. Porque en el instante en que sonó la alarma, el sótano estaba lleno
de policías. Debió de esconderse en alguna de las aulas del segundo piso, después de
haber herido al inspector, y esperar allí la oportunidad que no tardó en presentársele.
Tuvo tiempo más que sobrado para salir del sótano cuando yo fui a denunciar lo
ocurrido a la señorita Halloran.
—Espere un momento —sugirió el joven detective—. ¿No pudo acaso el conserje
golpear al inspector y volverse a su escondrijo mientras el otro permanecía oculto en
el segundo piso por las razones que fueran?
—La persona que atacó al inspector no estaba borracha —le hizo recordar la
señorita Withers—, y el doctor ha testificado que Anderson lo estaba. Eso prueba la
existencia de otro criminal o de un cómplice.

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Las luces del sótano —tal como fueron dejadas— continuaban encendidas. Los
dos intrusos dirigieron una mirada al horno, convertido ya en un objeto carente de
interés. Miraron por entre montones de viejos bancos y restos de decorados,
utilizados sin duda en las funciones escolares, sin encontrar espacio alguno
suficientemente grande para ocultar a un hombre.
Inspeccionaron la fosa a medio cavar que había al fondo de aquella especie de
cueva.
—Creo que el palear en esta tierra tan dura habría bastado para despejar la cabeza
al más bebido —sugirió Swarthout—. ¿No cree que Anderson podía haber
recuperado suficiente movilidad para haber manejado el instrumento que hirió al
inspector?
—El doctor dice que su estado era de lo más lamentable. Además… me parece
que había en él algo que parecía confirmarlo… ¡Sí, ahora recuerdo! Al ser arrestado
tenía las cejas llenas de briznas de paja.
La señorita Withers miró especulativamente al joven agente.
—Supongo —prosiguió—, que precisaría estar en la forma indicada para caer de
bruces sobre un montón de paja. Esto, suponiendo, claro está, que Anderson no
tratara de extremar la nota simulando un detalle así.
—¡Un momento! —interpuso Swarthout—. Creo que nos olvidamos de algo.
Hemos recorrido este lugar, desde el pequeño cuarto que hay bajo la escalera hasta la
fosa abierta en el otro extremo y no hemos encontrado rastro alguno de esa paja que
acaba usted de mencionar. ¿Se puede saber de dónde salió?
La señorita Withers le miró sorprendida.
—Sí, tiene razón —dijo—. ¿Cómo pudo Anderson caer sobre paja cuando aquí
no hemos visto otra cosa que polvo y carbón?
—Le apuesto cualquier cosa a que fue Anderson quien se escapó por el
deslizadero ese que mencionó antes —dijo Swarthout con vehemencia—, y el que
después volvió al sótano a través de alguna ventana, trayendo esas pajas Dios sabe de
dónde.
—Bonito argumento —respondió la señorita Withers—. Lo malo es que esas
ventanas que usted dice tienen sólo seis pulgadas de ancho y no pueden abrirse.
Écheles un vistazo, si quiere.
Swarthout inspeccionó tozudamente cada una de las cuatro aberturas que existían
en la pared oeste. A través de los mugrientos y gruesos cristales logró apenas entrever
los patios de recreo, pero sin encontrar resquicio por donde un hombre, o siquiera un
mosquito, hubiera podido hacer su entrada en el subterráneo.
La señorita Withers se frotó vigorosamente las narices.
—¿Tiene usted, por casualidad, una linternilla? —dijo.
Swarthout extrajo de un bolsillo del gabán un tubo largo y negro, provisto de
poderosa lente, que lanzó un círculo de cegadora luz a su alrededor.

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—En un punto de este lugar —aseguró la señorita Withers—, ha de haber
forzosamente paja. Quizá se trate sólo de partículas que ni la policía ni yo hayamos
conseguido ver hasta este momento. Pero hay que encontrarlas.
—Pues manos a la obra —contestó Swarthout—. Escuche, tengo una idea. La
extensión que tenemos que recorrer es más grande de lo que parece. ¿Por qué no
llamamos a Willis, el secreta que monta guardia en la puerta, y le pedimos que nos
ayude? De todos modos, allí no hace nada. El golpecito de la chapa le hará decidirse
en caso de que le quedase alguna duda.
Después de un breve forcejeo, el sabueso se avino, con un gruñido, a acceder a su
súplica.
—No te preocupes, Willis —le dijo Swarthout—. Un poco de husmeo rutinario y
otro poco de suerte y ya te veo ascendido a agente de segunda, con cincuenta chuchos
más al mes.
—Sí, y como el sargento se entere de esto, me veo también en bicicleta haciendo
turnos por las afueras de la ciudad —repuso el secreta.
Pero a pesar de todo se incorporó a la pareja, enarbolando su propia linternilla.
—Georgie, usted vaya a lo largo de esa pared de la derecha y usted, Willis, haga
lo propio por la de la izquierda. Yo, como no tengo ese aparatito de luz, iré por la
nave central, que está un poco más iluminada que el resto. Déjenme, no obstante, una
caja de fósforos, que utilizaré cada vez que vea algo que me parezca interesante.
Vayan despacio y asegúrense bien de que no quede nada sin ser debidamente
explorado. Si el sistema no da resultado tendremos que dividir el suelo en pequeños
cuadrados e ir explorándolos sistemáticamente uno por uno.
Empezó la cacería. Willis, plegados los muslos sobre las carnosas pantorrillas,
avanzaba con oscilaciones de pato, escudriñando pulgada por pulgada el terreno que
le había sido confiado. La técnica de Georgie Swarthout era la de caminar sobre
manos y rodillas, haciendo caso omiso, con la excitación del rastreo, de la humedad
del cemento y la suciedad general del suelo. La señorita Withers se movía más
rápidamente por el pasillo central, con el cuerpo doblado casi en ángulo recto con
respecto a las piernas.
Willis desapareció por la puerta que conducía al cuarto del conserje y que, como
sabemos, estaba situada debajo mismo de la escalera. Pocos minutos después volvió a
salir.
—Ahí hay un montón de esa especie de trébol de cuatro hojas, pero ni rastro de
paja —gritó.
Después volvió a ponerse en cuclillas y siguió avanzando a lo largo de la pared
del rincón y de la que limitaba el espacio señalado como «Depósito».
Georgie Swarthout prosiguió con relativa celeridad y se perdió de vista por entre
los montones de trastos teatrales, y anunciando de vez en cuando la inutilidad de sus
pesquisas.

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A pesar del afán con que llevaba a cabo la búsqueda, la señorita Withers no
encontró nada de interés aparte de un pedazo de etiqueta verde en la que podían
leerse estas palabras: «Bodegas Afianzadas del Gobierno de los Estados…».
Se oyó de pronto la voz de Willis que decía:
—Estoy frente a uno de los canaletes del carbón. ¿Qué hago?
La señorita Withers le respondió a gritos:
—Mire si puede alcanzarlo desde el interior. Creo que está un poco alto, pero es
posible que el asesino haya utilizado esa vía para salir a la calle.
Se oyó el estruendo de una fuerte descarga de carbón y luego un sordo impacto,
seguido de frases de Willis difíciles de transportar al papel.
—Ya lo creo que está alto —gritó el secreta—. Y si no, que lo diga este huevo
que me ha salido en la frente. No tenga miedo de que por ahí haya podido escaparse
nadie.
Prosiguió la caza. Volvió a oírse otra especie de terremoto, lo cual quiso decir que
Willis había hecho un nuevo experimento al llegar al segundo canalete. De vez en
cuando la señorita Withers conseguía ver a Georgie por entre las gruesas columnas
que servían de soporte al edificio. Ella se encontraba ya al borde del espacio
cementado y a su frente se extendía el incompleto pedazo de tierra sobre el que, un
par de tablones, hacían las veces de entarimado. Se adentró por ellos escudriñando a
un lado y a otro en busca de la ansiada presencia de los rastros de paja. La luz allí era
punto menos que nula y pronto se encontró con que la existencia de fósforos tocaba a
su fin.
Se detuvo junto a uno de los pilares y después de mucho batallar con la caja,
logró extraer de ella un solitario palito que hasta entonces se ocultara en uno de los
repliegues del fondo. En aquel momento se apagaron todas las luces en el sótano de
la escuela Jefferson.
La señorita Withers lanzó un apagado grito y el último fósforo se le escapó de los
dedos.
—¿Qué pasa? —chilló—. ¿Quién ha apagado las luces? ¿Dónde están ustedes?
—Un momento —respondió Swarthout desde lejos.
Willis, por lo visto, seguía trajinando por entre los montones de carbón. La
señorita Withers permaneció inmóvil durante un corto período de tiempo que a ella le
pareció interminable. Podía oír claramente los violentos latidos de su corazón.
—¡Por Dios, las luces! ¡Denme un fósforo al menos!
De pronto oyó un crujido a sus espaldas que le hizo volverse rápidamente.
—¿Es usted, Georgie? —preguntó—. ¿Quién está ahí?
No obtuvo contestación. Se echó atrás recostándose contra el pilar de piedra que
tenía a la espalda y lamentando amargamente la idea que tuvo de dejar el paraguas de
algodón al pie de la escalera.
Hubo otro crujido que partía de donde estaban los tablones y la señorita Withers
comprendió con desmayo que no se trataba de Georgie Swarthout. ¡Si al menos

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conservara aún el fósforo aquel que un momento antes se le cayera de la mano! Se
inclinó súbitamente, con los dedos extendidos tratando de localizarlo al tacto, cuando
algo silbó en el aire y fue a estrellarse contra el pilar por encima de su cabeza.
Permaneció unos instantes sin hacer el menor movimiento mientras escuchaba el
apagado rumor de unos pasos que se encaminaban rápidamente en dirección a la
escalera.
—¡Señorita Withers! —dijo de pronto la voz de Swarthout, lanzando un haz de
rayos sobre la maestra—. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada en realidad —respondió la aludida, tratando de incorporarse.
Algo le rozó los cabellos, y al levantar los ojos, sorprendida, vio una pequeña
hacha incrustada en la argamasa que llenaba el espacio de separación que había entre
dos de las piedras y a la altura exacta del lugar que antes ocupaba su cabeza.
—¡Qué barbaridad! —dijo Georgie, haciendo ademán de cogerla.
Pero se detuvo, exclamando:
—¡No! ¡Quizá haya huellas dactilares en ella! Le felicito, señora. Es todo cuanto
puedo decir.
Después se volvió a Willis y añadió:
—¡Willis! ¡Vamos pronto a la puerta! Alguien ha entrado aquí y es preciso
cortarle la retirada.
Pero la maestra le cogió del brazo.
—No, usted se queda aquí conmigo —dijo—. Que vaya Willis. Es suficiente,
porque de todos modos llegará tarde. El que hizo esto debe encontrarse ya lejos.
Y así fue en efecto. Willis volvió con las manos vacías.
—Oí pasos arriba cuando estaba al pie de esa escalera —explicó—, pero al llegar
a la puerta principal, no vi a nadie en la calle.
—¿A nadie? —inquirió la señorita Withers, apartando la mirada del hacha—.
¿Está usted seguro de lo que dice? Esto no es una calle concurrida, pero… ¿nadie?
—Quiero decir nadie… que nos importe a nosotros. Vi sólo a ese hombrecito de
la tienda que hay al otro lado de la calle. Estaba a punto de meterse dentro. Le
pregunté si había visto a alguien corriendo y me dijo que no, que por qué iba él a
verlo.
La señorita Withers miró a Swarthout, pero no exteriorizó la pregunta que le
bullía en la mente.
—Esto es lo que hemos sacado por abandonar yo mi sitio en la puerta —se
lamentó Willis.
—Bien, pues no pierda tiempo y vuélvase allá —le indicó la señorita Withers—.
Continuaremos solos el registro. Usted ocúpese de que no entre nadie en la escuela.
¡Ah! No se olvide cuando salga de encender estas luces.
Georgie enfocó su linternilla en dirección al hacha.
—Haré que venga el experto en huellas dactilares —prometió—. Lo que salta a la
vista es que esto prueba la inocencia del conserje. ¿Cómo podría haber disparado él

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este juguete desde su celda?
La señorita Withers asintió.
—Pero hay algo extraño en todo esto que acaba de ocurrir —dijo, masticando las
palabras—. Reconozco esta hacha. Fíjese en la pintura encarnada que la recubre. Sí,
sí, no es auténtica. Es una imitación, un modelo, y pertenece a una de las vitrinas del
segundo piso.
—¿Una imitación, dice usted? —replicó Swarthout—. Ha sido pintada, no lo
niego, pero la hoja es de acero. ¿Usted cree que la madera habría podido penetrar de
ese modo en el hormigón?
La señorita Withers tocó la hoja y comprobó el aserto del joven Swarthout.
—Vamos arriba —ordenó—. Quiero ver si el modelo que allí se guarda continúa
en su sitio.
Subieron rápidamente las escaleras y se detuvieron frente a la vitrina con el rótulo
de: «Vidas de los Presidentes». La puerta de cristales estaba abierta y alguien se había
llevado la famosa hacha de George Washington.
Volvieron silenciosamente al sótano, deteniéndose ante la puerta principal el
tiempo suficiente para comprobar que Willis seguía defendiendo el paso de las
Termópilas.
Abajo, en la semioscuridad, se dirigieron al lugar del muro que ocupaba Georgie
en el momento de ser llamado por la señorita Withers.
—Yo sostendré la linternilla —dijo ésta—, mientras usted se agacha y observa.
Hay alguien que por lo visto está muy interesado en que no se prosiga esta búsqueda,
y no creo que ninguno de los dos pensemos en darle ese gusto.
Continuaron inspeccionando a lo largo de la pared hasta llegar a la esquina sur,
donde sólo encontraron una espesa y enmarañada red de telas de araña.
—Estoy segura de que aquí hemos de encontrar esa paja —insistió la señorita
Withers—, y no hemos de parar hasta dar con ella.
Pasaron al muro sur. Caminaron junto a él cubriendo sólo una estrecha faja de
terreno de a lo sumo tres pies de anchura. La tierra era allí blanda y húmeda y el
espacio tan reducido que apenas si se podía andar sin la precaución de agachar
constantemente la cabeza.
—Me parece que estamos perdiendo lamentablemente el tiempo —dijo Swarthout
—. Aquí encontraremos de todo menos… ¡espere un momento! ¡Alumbre en este
rincón!
Se encontraban en una especie de nicho abierto en la pared, junto a un montón de
tablones y cerca ya del ángulo suroeste del sótano. No parecía haber señal de que
nadie les hubiese precedido hasta allí desde que los trabajadores soltaran sus
herramientas —de esto haría sólo unos ochenta años— y se marcharon dejando la
obra a medio terminal. Pero, de todos modos, Georgie Swarthout señaló, excitado, los
dos o tres puñaditos de paja que acababa de descubrir.
—¡Ya la tenemos! —exclamó triunfalmente.

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—Es cierto, ya la tenemos —respondió la maestra, echando una mirada a su
alrededor—. Pero, ¿qué es lo que querrá decir?
—¿Y a mí me lo pregunta? —inquirió, asombrado, el joven funcionario de la Ley.
—No; me lo pregunto a mí misma. Yo buscaba esta paja en la esperanza de que
nos condujera a alguna salida secreta o cosa por el estilo. Y por lo que veo, este muro
tiene todo el aspecto de ser una fortaleza inexpugnable.
La señorita Withers dio unas palmadas sobre el duro cemento. Georgie se acercó
a ella agachándose a fin de no barrer el techo con el sombrero, y después de
escudriñar unos instantes, dijo:
—¿No le parece que esta pared es bastante más nueva que las demás que hemos
visto?
—Supongamos que lo es. No querrá usted insinuar que el conserje, o quien sea,
se escapó por ahí y construyó ese muro con el solo objeto de despistarnos.
—No, pero no dejo de encontrar raro el detalle.
Swarthout empezó a hurgar por entre el montón de tablones.
—No creo que nadie haya podido esconderse debajo de esas maderas, ¿no le
parece? —preguntó.
La maestra enfocó el haz de luz en la dirección indicada y comprobó, a juzgar por
el sinnúmero de telas de araña que ocultaban hasta el más insignificante intersticio, lo
descabellado que resultaría el hacer conjetura tal.
—Creo que hemos dado con un callejón sin salida —anunció—. Pero, a pesar de
ello, aquí está la paja que yo buscaba.
Se inclinó cuanto pudo para observar las partículas, y después las recogió,
guardándolas cuidadosamente en su pañuelo.
—Bien, ya hemos visto todo cuanto aquí se podía ver… —empezó a decir.
Pero al erguirse cuan alta era, dio tan fuerte cabezazo al chocar contra el
maderamen del techo que le hundió el sombrerete hasta las orejas.
Pero Hildegarde pareció olvidarse de todo ante la excitación que le produjo un
nuevo descubrimiento.
¡El techo se había movido!
—Esas maderas se han levantado ligeramente bajo la fuerza del golpe —exclamó
con invencible deleite—. Georgie, ayúdeme.
Juntos manipularon en las tablas que había sobre sus cabezas, y a los pocos
segundos lograron desplazarlas hacia arriba, dejando al descubierto un estrecho y
negro cuadrado, del cual se desprendieron un montón de partículas de polvo y paja.
—Voy a subir ahí —anunció la señorita Withers—. ¡Por fin hemos logrado dar
con el cubil de nuestro evasivo zorro!

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Capítulo XII
Sigue el enredo
(17-11-32 – 10.30 de la mañana)

— E spere un momento —objetó el joven detective—. ¿Tiene usted alguna


idea de lo que hay ahí arriba?
La señorita Withers titubeó pensativa unos instantes. Después, respondió:
—Esto debe ser el extremo sur del edificio, y por lo tanto, esa trampa habrá de
comunicar o bien con un punto cercano a la escalera del primer piso, o bien con
alguno situado debajo mismo de ella. Pero me parece estar muy obscuro para ser lo
que digo. Cabe también la posibilidad de que sea un espacio que haya entre el primer
piso y el sótano.
La señorita Withers hizo violentos esfuerzos para asomarse por aquel agujero y
echar un vistazo al interior.
—Me gustaría saber —dijo después de su repetido fracaso—, quién es el guapo
que puede encaramarse ahí sin el auxilio de una escalera.
—¡Tengo una idea! —exclamó Georgie—. Déjeme que la ponga en práctica.
Se dirigió al montón de maderas y las movió hasta conseguir que un gran tablón
sobresaliese lo suficiente a la altura del cinturón del policía para, subido sobre él,
alcanzar la trampa. A pesar de lo vieja y carcomida, la madera soportó el peso de
Swarthout que, haciéndola servir como trampolín, logró desaparecer por el negro
orificio.
La señorita Withers oyó primero un retumbar de pasos; después vio un haz de
rayos luminosos que se movía en todas direcciones, y al fin la cara de Georgie, que la
miraba sonriente desde la abertura.
—Decía usted que el primer piso de la escuela, ¿no es cierto? —interrogó el
policía con zumba—. Si yo le digo lo que hay aquí no se lo va usted a creer, así es
que es preferible que suba y lo vea por sí misma.
Ayudada por Georgie y haciendo acrobáticas contorsiones que le ocasionaron
algún que otro pequeño deterioro en la indumentaria, Hildegarde Withers logró salvar
el espacio que la separaba de aquel tan misterioso como ignoto lugar.
Una vez en él, miró a su alrededor y se quedó boquiabierta de asombro.
Estaban en una especie de covacha formada mediante una redisposición de cajas
de madera que, al parecer, abundaban en aquel recinto. De un clavo que constituía
parte integrante de una de las tantas allí amontonadas en hileras, colgaba una lámpara

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de petróleo que Swarthout se apresuró a encender. Briznas de paja cubrían el suelo,
sobre el que, además, aparecían dos cajas abiertas y una silla plegable de lona similar
a las empleadas en las cubiertas de los buques de pasaje.
—¡Pero si esto no pertenece a nuestro edificio! —murmuró, asombrada, la
señorita Withers.
—¡Naturalmente que no! —replicó Swarthout—. Pero lo cierto es que el sótano
de ustedes ha sido extendido por debajo de esta especie de almacén. ¿No decía usted
que había una bodega junto a la escuela? Lo que se le olvidó mencionar es que se
trataba de una de las afianzadas que el gobierno tiene para almacenamiento de
bebidas alcohólicas.
Georgie señaló las marcas impresas al fuego sobre todas las cajas y que decían:
«Dewar’s Dew Kirkintilloch: Whisky de Primera».
La señorita Withers, jadeante aún, se sentó sobre una de las cajas.
—¿Pero qué demonios hacía aquí el conserje? —preguntó.
—Pues muy sencillo; trataba de prepararse un pequeño retiro para los ratos de
ocio —explicó el detective—. Y debió emplear muchos meses para lograrlo. Primero
amontonó tierra en este extremo del sótano. Luego abrió la brecha en el muro original
y la extendió hasta encontrar los pilares de embasamiento y dispuso este rincón
levantando con sus propias manos el muro que, por ser de construcción más reciente,
me llamó la atención y lo mencioné hace sólo unos minutos. Recuerde que disponía
de tiempo sobrado y sin correr el riesgo de que nadie le preguntase lo que hacía aquí
abajo con las herramientas que tenía en su poder. Hasta ahora no parece haber fallo
en la argumentación. Así, pues, prosigo. Anderson colocó ese montón de maderas
para disimular la diferencia de altura entre los dos muros, el antiguo y el nuevo que
de otro modo se habría hecho visible, y procedió a cortar las tablas del techo, en este
caso correspondiente ya al suelo de la bodega, y a construir el agujero que más tarde
habría de servirle para instalar la trampa. Afortunadamente, el sitio que escogió está
lejos del corredor por el que los guardias acostumbran a hacer las rondas y pudo ir
quitando caja tras caja hasta completar el espacio que en este momento tenemos el
gusto de contemplar. Incluso se permitió el lujo de aportar algunos objetos para
mayor confort.
—Esa es la palabra exacta, confort —convino la señorita Withers.
Hablaba con voz que más parecía un susurro, consciente quizá de que, como el
conserje, no tenían ningún derecho a permanecer en aquel lugar. Mirando de nuevo a
su alrededor vio un par de esas venerables pipas hechas con tusa de maíz y una caja
de fósforos de cocina. También había un sacacorchos y un vaso de metal. Se notaba
asimismo un grosero intento de decoración en forma de fotografías de semidesnudas
mujeres adoptando actitudes un si es no es voluptuosas. Swarthout las inspeccionó
detenidamente y movió después la cabeza.
—Parece que siente preferencia por las del tipo de nuestras parodias burlescas.
Demasiado rollizas, para mi gusto.

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La señorita Withers observó como Georgie extraía una botella cubierta con funda
de paja y dijo:
—Lo que yo me pregunto es, ¿qué hizo Anderson con el «whisky» de tanta caja
como tuvo que quitar para construir este escondrijo? Supongo que trataría de
bebérselo, pero…
—Lo vendería —decidió Swarthout—. O quizá lo echara en el horno, lo cual
sería una vergüenza, después de todo. ¡Quién iba a decir que ese peludo sueco habría
de construir, después de meses y meses de trabajo, este rinconcito, sólo para tener el
gusto de emborracharse en él! Y además con suerte, porque si le llegan a coger…
—Se ve que es un sibarita —masculló entre dientes la señorita Withers—.
Empiezo a cambiar de idea con respecto al conserje —añadió—. Y sin embargo, debe
ser inocente del crimen, puesto que estando en la cárcel no puede ser la persona que
me lanzó el hacha hará cosa de media hora…
—¡Escuche!
Swarthout la asió fuertemente de la muñeca al tiempo que se aplicaba un dedo a
los labios imponiendo silencio.
De un punto lejano de la bodega llegó a oídos de la pareja la voz apagada de un
hombre que sin duda era el guardián y efectuaba la ronda cantando.
—Debe ser el sereno —murmuró Georgie.
La voz creció en volumen… luego se fue apagando… apagando… luego el
estampido metálico de una puerta que se cerraba… Después volvió a reinar el
silencio.
—No me extraña ahora que Anderson pudiese hacer lo que hizo —comentó
Swarthout después que hubieran pasado unos segundos—. Ese sereno me recuerda a
John Twist, el viejo policía que patrullaba por la barriada Diez. Oyó un disparo en
una de las bodegas del ferrocarril y fue a investigar. Abrió la puerta, asomó la cabeza
y gritó: «Si está usted ahí salga, porque si no lo hace contaré hasta trescientos y
después entraré en su busca».
—Muy gracioso —contestó la señorita Withers—. Y ahora me gustaría volver al
sótano. Esto huele como debía oler mi tío Henry cuando mi madre me prohibía el
besarle antes de retirarme a descansar.
Con más dificultades aún que en el ascenso, la señorita Withers fue descolgada de
nuevo a través de la improvisada y secreta puerta que comunicaba la escuela
Jefferson con un depósito gubernamental. Swarthout apagó la lámpara, no sin antes
echar una codiciosa mirada a las empajadas botellas. A continuación se reunió con la
maestra cuidando de cerrar otra vez la trampa.
Encontraron a Willis guardando fielmente la entrada principal, con un diario
amarillo entre las manos y una cara más larga y más fúnebre aún que la que
acostumbraba a tener de ordinario.
—Voy a usar el teléfono del Director para comunicar a Jefatura nuestros
hallazgos —dijo Swarthout a la señorita Withers—. Enviarán un hombre para que

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saque fotografías del hacha antes de quitarla de donde está.
La maestra se detuvo junto a Willis, quien extendió el brazo ofreciéndole el
periódico.
—¿Quiere leer un poco mientras espera? —dijo.
—No, gracias. No me apetece la lectura después de las emociones que acabo de
experimentar. Lo que he de hacer es pensar.
—Le advierto que es un extra —añadió pacientemente el policía—. Estaban
voceándolo hace unos momentos. Mejor será que no lo deje para luego; es muy
interesante lo que trae.
La señorita Withers tomó la hoja y empezó a registrarse los bolsillos en busca de
las gafas. Pero no las necesitó para poder captar el epígrafe que con grandes
caracteres anunciaba concisa y claramente…

«PRESUNTO ASESINO GOLPEA AL DOCTOR Y HUYE»

—¡Qué demonios…! —exclamó.


Después se sentó en la escalinata y prosiguió ávidamente la lectura.

«Olaf Anderson, conserje de la escuela Jefferson y supuesto autor del


asesinato de la señorita Anise Halloran, preciosa maestra de la citada
institución, escapó del cuarto del profesor Augustine Pfaffle, famoso
experto en criminología vienés que se halla entre nosotros por un corto
período de tiempo, dejando primero inconsciente al profesor. Anderson
había sido conducido por la policía, a petición de las autoridades locales,
al apartamento del profesor Pfaffle, para ser sometido a un psicoanálisis, y
al hallarse a solas con el profesor, golpeó al hombre de ciencia dejándolo
inconsciente, salió por una ventana, se descolgó a lo largo de la fachada
ornamental del hotel Park y desapareció por el patio. A primeras horas de
esta tarde, no hay aún noticia de su captura, pero habiendo sido
bloqueadas todas las salidas de la ciudad el arresto es inminente…
¡estupidez!». Esta última palabra fue añadida por la señorita Withers al
tiempo que devolvía el periódico al agente Willis.

—¡Hacer un psicoanálisis de Anderson! ¡Experto en criminología! Por lo que veo,


ese profesor no es más que un majadero. ¡Miren que examinar a un hombre que basta
sólo con verlo para comprender que tiene menos sesos que un mosquito…!
La señorita Withers cortó el monólogo y se puso súbitamente en pie. Se acordó de
algo. En aquel momento, Swarthout volvió a presentarse en la puerta.
—Fíjese en eso —dijo ella.

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Él asintió con un gesto.
—¿Y qué cree usted que estará ocurriendo en estos momentos en Jefatura? —
respondió Georgie.
—¡Al diablo con Jefatura! ¿Quién piensa ahora en ella? —replicó la maestra—.
¿Se le ha ocurrido pensar en lo que esto significa?
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Y estábamos seguros de que el conserje era inocente por creer que no podía
ser él quien hizo aquel juego malabar con el hacha! Y en cambio ahora… ¡me jugaría
cien contra uno a que él fue el único que pudo haber hecho una cosa así!
—No me tiente, porque no me gusta aceptar apuestas. No soy jugadora —replicó
Hildegarde Withers—. Vámonos de aquí. Tengo que hacer una visita y quiero que
venga usted conmigo. Esa hacha ha conseguido ponerme un poco nerviosa.
—¿Un poco nerviosa? —comentó sonriente Swarthout—. Pues yo, y a pesar de
que el golpe no iba dirigido a mí, estoy que no me llega la camisa al cuerpo. Paso por
un balazo, aunque sea en la obscuridad, pero no quiero saber nada de los
«tomahawks» de los pieles rojas.
—A propósito —prosiguió el joven mientras se dirigían al metro que había de
conducirles a la parte alta de la ciudad—. Supongo que vamos a seguirle la pista a ese
conserje. ¿Tiene usted alguna idea de donde podrá estar escondido?
—Ni la más remota —declaró la señorita Withers—. Que lo busque la policía, si
quiere. Yo, cuanto menos le vea, mejor. Para mí es mucho más importante el
averiguar el paradero de la señorita Curran.
Se detuvo al ver la cara de consternación que puso su joven compañero.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Swarthout levantando la voz con objeto de
dominar el ruido producido por el traqueteo del tren—. Me había olvidado de
decírselo. ¡Resulta que ya la han encontrado!
—¡Eh! ¿Dónde? ¿Muerta acaso?
—No, exactamente. La policía de las Cataratas del Niágara le echó el guante en
uno de los pisitos que abundan por allí. Se ocultaba bajo el nombre de señora Rogers.
La señorita Withers se echó atrás en su asiento.
—Es la segunda sorpresa que recibo hoy —hubo de admitir.
—También lo fue para la muchacha —prosiguió Georgie—. El teniente me lo
acaba de contar todo al llamar yo desde la escuela. Como he dicho, esta señorita
Curran parecía ocultarse bajo el nombre de señora Rogers, pero ahora resulta que un
señor Rogers ha hecho su aparición con una sortija de boda y no sé cuantas cosas
más. La policía de Niágara los tiene detenidos en una celda del juzgado, la cual no
me parece el sitio más indicado para pasar una luna de miel. Pero el Comisario ha
enviado ya un telegrama ordenando sean puestos en libertad ya que, por lo visto, nada
hay contra ellos después de haber comprobado que, en efecto, se habían casado hace
diez días en Hoboken. Los nombres habían sido un tanto alterados, así como también
las edades. Con qué idea, no lo sé. Pero lo cierto es que están casados.

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—Ahora lo comprendo todo —dijo la señorita Withers acariciando nerviosamente
la empuñadura del paraguas—. Se casaron a la chita callando pues no ignoraban que
de enterarse de ello el Consejo de Administración, la señorita Curran habría perdido
automáticamente su empleo. ¡Pobre Betty! Fue eso lo que le indujo a abandonar la
casa en que se hospedaba y a decir a todo el mundo que iba a ir a un hospital para que
la operasen. Fue por eso por lo que la joven Strasmick trató de oponerse cuando yo
sugerí que se diera la alarma. Estoy realmente avergonzada de mi proceder. Yo creí
que la desaparición de Betty Curran tenía algo que ver con el caso Halloran… y, sin
embargo, todo cuanto hacía la muchacha era perfectamente humano. Quería matar
dos pájaros de un tiro, o sea, celebrar la boda, y mantener su puesto.
—Así es —convino Swarthout—. Y si no es indiscreto, quisiera preguntar:
¿adónde vamos ahora? ¿A un sitio importante?
—Vamos a un apartamento que hay en la calle Oeste Setenta y Cuatro donde
quiero hacer una pregunta al revés.
—¿Cómo es eso de «al revés»?
—Voy a hacer la pregunta dando primero la respuesta —explicó la señorita
Withers—. Bien, ya hemos llegado a Grand Central. Aquí podremos coger el tren que
nos conduzca a Shuttle.
Llegaron por fin al viejo edificio de la calle Setenta y Cuatro. La señorita Withers
se acercó a la escalerilla pero Georgie decidió quedarse en pie junto al bordillo de la
acera.
—Yo esperaré aquí —sugirió—. Creo que mi presencia será totalmente
innecesaria.
—Usted viene conmigo, jovencito —ordenó ella—. Quiero ver como reacciona
ante una mujer que no solamente es joven, sino guapísima.
—¿Ha dicho usted guapísima? —replicó rápidamente Georgie—. Entonces, ni
una palabra más. Obedezco.
Siguió a la maestra, que estaba ya tocando uno de los timbres, subieron juntos dos
tramos de escalera y se detuvieron frente a una puerta que fue abierta por Janey Davis
en persona, vestida con un flamante pijama color cereza.
—No sabía que viniese un hombre con usted —dijo echándose las manos al
cuello y desapareciendo para volver a reaparecer después envuelta en una especie de
bata color verde pálido que la señorita Withers desaprobó en su fuero interno —sin
dejar por eso de sentir cierta envidia— puesto que dejaba ver el pijama en su
totalidad y aún cierta dosis de la propia Janey.
—Tenía usted razón —dijo Swarthout en voz baja a la señorita Withers—. ¡Vaya
niña!
Se hicieron las presentaciones y Janey permitió que el joven retuviera entre las
suyas unos segundos la mano que ella le tendió. A las claras se veía que había llorado
recientemente y que sólo esperaba la partida de los visitantes para reanudar el
lagrimeo.

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—Ya sé por qué ha venido usted, es decir, lo supongo —dijo, después que
aquellos se hubieron sentado, con la cabeza echada hacia atrás y apoyada, de frente y
con los brazos extendidos, en la repisa de la chimenea—. ¡Y esto es terrible! ¡Claro
que voy a acabar volviéndome loca! Cuando me dio usted la noticia por primera vez,
de aquella forma tan fría e impersonal, no quise creerla. Me resistía a la idea de no
volver a ver a Anise. Pero lo cierto es que desde entonces no duermo y apenas si
pruebo bocado. Es espantoso pensar que una mujer como Anise, que amaba tanto la
vida, esté en una de esas salas de los depósitos de cadáveres esperando a que un
doctor la descuartice y haga…
—Bien, bien —le interrumpió la señorita Withers—. No se excite de ese modo,
querida. Trate de pensar en cosas agradables. Procure estar a solas el menor tiempo
posible. Comprendo que ha sido terrible, pero podía haber sido aún peor.
—¡No veo cómo!
Pero la señorita Withers lo veía, y con diáfana claridad por cierto.
—Si cierta persona que tratamos de identificar hubiese manejado el hacha con
mayor destreza, o a mí no se me hubiese ocurrido esta tarde agacharme para buscar
un fósforo que se me había caído de entre las manos… Pero, en fin, dejemos esto, de
momento. Usted ha dicho que sabía por qué he venido, ¿no es cierto?
Janey Davis asintió con un gesto.
—La policía ha estado ya aquí y ha dicho que volverá. Por la cuestión del billete
de lotería. No quieren creer lo que he dicho de que la mitad es mío y que fue
comprado con mi dinero. Han dado a entender… ¡qué sé yo! Incluso que yo sería
capaz de hacer cualquier cosa con tal de quedarme con el premio.
—¡Qué tontería! —dijo la señorita Withers, aunque en su fuero interno no
descartase en absoluto tal posibilidad.
Sabía por experiencia que son muchas las cosas que un hombre, o una mujer,
pueden hacer por lograr dinero, incluyendo el asesinato.
La voz de Georgie Swarthout adquirió un timbre de sinceridad al exclamar:
—Sabemos positivamente que usted no ha tenido nada que ver con esa muerte,
señorita Davis. Todo cuanto deseamos es que nos ayude.
La muchacha le echó una mirada de agradecimiento. Después se volvió a la
señorita Withers.
—Ya sé que la otra noche debí parecer le despreciable. Me refiero al incidente del
billete de lotería. ¡Pero he rogado tanto para que Dios se apiadara de mí y me diese
un poco de suerte…! ¡Necesitaba tanto el dinero! ¡Y no para mí! Ha de saber que mis
pobres padres son viejos, y que viven en una casita propia que pudieron construir en
las afueras gracias a un préstamo del Banco, y que están a punto de perderla por no
encontrar el modo de poder seguir pagando los plazos.
Las facciones parecieron suavizársele.
—Pero ahora veo que no puedo dignamente aspirar a ese dinero —prosiguió—.
Ni siquiera a la parte que en justicia me corresponde. El billete no estaba a mi

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nombre…, la suerte me llegó en el preciso momento en que… No quiero que nadie
pueda decir que traté de saquear una tumba.
La señorita Withers movió la cabeza en señal de aprobación.
—Esa actitud le honra —repuso—. Sin embargo, y dada la trascendencia del
hecho, yo le aconsejaría que lo pensase bien antes de tomar una determinación tan
radical.
—Lo he pensado ya y se lo he comunicado también a Domi que, aunque no está
muy conforme con mi decisión, espero se sentirá orgulloso de mí.
—Supongo que al decir Domi se referirá usted al señor Stevenson, ¿no es así?
La muchacha asintió con la cabeza y sonrió cual si estuviese en posesión de un
profundo y delicioso secreto.
—De todos modos —prosiguió la señorita Withers—, no hemos venido aquí a
hablar del billete de lotería. Vine a preguntarle, como compañera de cuarto que fue de
Anise Halloran, por qué no me dijo la otra noche que ella compraba whisky a
Anderson el conserje.
—¿Se refiere usted a aquella botella oscura que tenía lo que ella llamaba la
medicina?
—Sí, a esa y a la otra que guardaba en el cajón de su mesita de la escuela. ¿Por
qué no me lo dijo usted, en especial sabiendo que el conserje se dedicaba a esta clase
de negocios?
Janey Davis abrió los ojos con expresión de inocente estupor.
—¡No se lo dije porque no era verdad! Anise jamás compró licor alguno a
Anderson. Ni ella ni yo sabíamos siquiera que lo vendía. Lo único que le compró,
como todos saben ya, es el billete del «Sweepstakes».
La señorita Withers se encogió de hombros.
—¿Qué le parecería a usted —explicó— si yo le dijera que sé positivamente que
fue Anderson a quien ella compró el licor?
Janey Davis movió la cabeza violenta y rápidamente.
—No, señora; no fue a Anderson —replicó—. Fue a Tobey, el que vende
caramelos frente a la esc…
De pronto se detuvo llevándose las manos a la boca.
—No… no quise decir eso —añadió.
—¿Y por qué no, si puede saberse? —inquirió la señorita Withers.
—Porque se veo qué relación pueda tener eso con el caso. Anise ha muerto y creo
injusto el que se trate de manchar su nombre sacando a colación estos pequeños
vicios íntimos de su vida. Si bebía, era por necesidad. Por aplacar los nervios que, al
parecer, tenía deshechos. Estaba enferma y desde hace unas dos o tres semanas
empezó a dedicarse a la bebida.
Janey Davis estaba a punto de romper a llorar.
—¿Por qué no intentan ustedes buscar al asesino y olvidarse de estas pequeñas…
debilidades? —gritó furiosa—. ¿Es que hay acaso alguien que no las tenga?

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Al terminar de hablar hundió la cara en el pañuelo que tenía en la mano y
principió a sollozar.
Georgie Swarthout hizo unos vagos gestos tratando de confortarla. La tensión
reinante fue rota por el estridente repiquetear del timbre de la puerta.
Janey se secó rápidamente los ojos y salió a abrir. Una sonrisa le iluminó el
semblante al ver en el umbral la figura de Dominic Stevenson quitándose la nieve
acumulada en las alas del sombrero y sobre los hombros. La muchacha no le dejó
terminar la operación. Le cogió de un brazo y le estiró suavemente hacia el interior.
Ya dentro, Stevenson levantó la vista y vio la mirada de la señorita Withers fija en
él, como tratando de perforarle.
—Veo que continúa el tormento —hizo observar. ¿Por qué no dejan ustedes en
paz a Janey? No tiene nada que ver con ese asesinato. ¿No tienen ya al asesino, o
mejor dicho, no lo tenían hasta que ese experto vienés tuvo la ocurrencia de dejarle
escapar? No veo…
—No es preciso que vea, joven —replicó acremente la señorita Withers—. La
investigación debe proseguir, nos guste o no. Estoy tratando de ser lo más humana
posible dentro de la misión que se me ha encomendado, y continuaré siéndolo, sin
apartarme por eso del estricto cumplimiento de lo que yo considero un deber. Y
habiendo sabido ya todo cuanto deseaba, me vuelvo a mi casa. Ah, debe usted
perdonarme por mí olvido, señor Stevenson. Le presento al señor Swarthout, también
del servicio secreto.
Los dos jóvenes hicieron una leve inclinación murmurando al propio tiempo las
frases corteses de rigor. A continuación la señorita Withers se encaminó en dirección
a la puerta. De pronto se detuvo pareciendo titubear.
—El día es desapacible por demás —comentó volviéndose—. Janey tiene los
nervios deshechos, el señor Stevenson viene empapado y posiblemente Swarthout y
yo lo estemos también antes de que hayan pasado unos minutos. Creo que en estas
circunstancias y para demostrar que no existe ningún resquemor entre nosotros lo
mejor será que nos tomemos una copa a la salud de todos.
Georgie Swarthout se quedó de una pieza.
—¿Cómo ha dicho? —exclamó—. Me parece que no he oído bien. ¿Bebemos una
copa a la salud de todos?
—Eso es exactamente lo que dije —respondió Hildegarde Withers tratando de
dibujar la más encantadora de las sonrisas.
Stevenson no salía de su sorpresa. Janey Davis fue la primera en entrar en acción.
—Pues… lo siento —dijo—, pero no tengo bebida alguna que ofrecerles. La
policía se llevó la medicina de Anise y…
—Por Dios, jovencita, yo no he hablado de medicinas, ni siquiera de que fuera
usted quien tuviese que aportar el licor.
Mientras hablaba se metió una mano bajo el gabán y después de repetidos tirones
logró extraer una larga y flamante botella de a litro con etiqueta que decía así: «

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Dewar’s Dew of Kirkintilloch».
Georgie quedó estupefacto al reconocer en ella a una de las tantas que vieran en la
bodega gubernamental que acababan de dejar.
La señorita Withers la colocó triunfalmente sobre la mesa.
—¿Tiene usted un sacacorchos y unas copas? —preguntó a Janey.
La muchacha miró interrogadoramente a Dominic Stevenson y después se dirigió
a la cocina trayendo al poco tiempo los objetos pedidos. La señorita Withers había
indudablemente dejado caer una bomba en medio de la conversación.
Stevenson parecía regocijarse con el giro que habían tomado los acontecimientos.
—Y yo que siempre la había tomado por una puritana —dijo a la señorita
Withers.
Janey Davis no se sentía inclinada a tomar parte en la libación.
Georgie fue el encargado de descorchar y servir y se tomó el contenido de su copa
de un solo trago sin dejar de mirar sorprendido a la maestra de la clase 1B. Ésta tomó
un pequeño sorbo que a punto estuvo de hacerle saltar las lágrimas y provocarle un
acceso de tos. Sólo Georgie que estaba a su lado, vio como vertía el resto de la bebida
en un jardincito japonés que había en una mesita junto al teléfono.
Pero Dominic Stevenson olfateó su copa con verdadero deleite.
—No es frecuente encontrar un whisky como éste en los tiempos que corremos —
comentó.
—Y que lo diga —convino la señorita Withers, que en su vida lo había probado.
—Estaba pensando —prosiguió lentamente con la mirada fija en el techo—, en lo
que Anise habría disfrutado de haber podido estar aquí en estos momentos. Amigos
sinceros —dos de ellos con quienes sin duda habrá bebido multitud de veces en el
pasado— y un auténtico e inmejorable licor…
La señorita Withers bajó el tono de su voz tratando de darle una entonación
profética.
—Supongamos —siguió diciendo—, que estuviese ahora entre nosotros, deseosa
de tocarnos, de mirar por encima de nuestros hombros, tratando de susurrar en
nuestros oídos el nombre de la persona que tan canallescamente cortó…
—¡Basta, basta, por favor! —aulló Janey dejándose caer en un sillón y
escondiendo la cara entre las manos.
Georgie trató de acercarse a ella, pero la señorita Withers le contuvo con un gesto.
Hubo un ligero temblor en la mano de Stevenson al dejar éste sobre la mesa la
copa, parcialmente vacía, yendo a arrodillarse a continuación al lado de la muchacha.
—Cálmate, Janey —le dijo tratando de animarla—. La señorita Withers no quiso
realmente asustar a nadie…
—¡Qué equivocado estás! —musitó para sí la maestra—. Lo hice precisamente
con ese objeto.
Una de las manos de Janey se había posado como un garfio sobre el hombro de su
amigo y nerviosamente estrujaba entre los dedos la tela de la americana dando

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nerviosos tirones cual si tratara de desgarrarla.
—Serénate, Janey… serénate —le decía Stevenson haciendo esfuerzo por
confortarla.
Después miró a la señorita Withers y sugirió:
—Mejor será que la dejen sola; yo la cuidaré. Márchense y vuelvan en cualquier
otro momento. Ya se le pasará. Esto es sólo un pequeño ataque de histerismo.
—Posiblemente tiene usted razón —admitió la señorita Withers—. Vámonos,
Georgie.
Y añadió en voz baja cuando se encontraron de nuevo en el pasillo.
—Me parece que hemos vuelto a meter la pata.
Bajaron las escaleras en silencio, y cuando ya se alejaban a lo largo de la calle, la
señorita Withers miró a su joven compañero con ojos maliciosos y preguntó:
—¿Qué consecuencias ha sacado usted de nuestra visita?
Georgie se encogió significativamente de hombros.
—Me da en la nariz —respondió—, que usted sospecha, no sé con qué motivos,
de nuestro elegante y joven profesor. ¿No fue por eso por lo que usted ideó toda
aquella comedia de la muerta, y de su vuelta a este mundo, y de su afán de hacernos
ciertas revelaciones al oído…? Pues si fue así, la función no le hizo la más
insignificante mella.
—Y, sin embargo, hubo a quien se la hizo —dijo Hildegarde Withers—. Y aún
usted llegó a sorprenderse al verme sacar aquella botella de entre los repliegues de mi
vestido.
—Y continúo sorprendido —respondió Georgie—. ¿Qué finalidad tenía la
improvisada juerga? ¿Hacerles beber y que se emborrachasen hasta el punto de
obligarles a que se les soltara la lengua?
La señorita Withers movió la cabeza denegatoriamente.
—No —contestó—. Mi idea era sólo poder observar cómo reaccionaban al ver
una botella con aquella etiqueta tan particularísima. Y, no obstante, ninguno de los
dos manifestó la menor sorpresa, a pesar del hecho de que aquel era precisamente el
licor que Anise Halloran se dedicó a beber de algún tiempo a esta parte. Y ahora
habré de admitir que soy tan culpable como el conserje, pues lo mismo es robar una
botella, que robar cientos, o robar la bodega entera. Pero tuve un presentimiento, y
falló. ¡Qué le vamos a hacer!
—Lo que no acierto aún a comprender —se quejó Georgie Swarthout mientras se
encaminaban a lo largo de la calle Cuarenta y Siete—, es por qué dejó usted la botella
en la mesa de esa monada de apartamento que tiene la señorita Janey Davis.
Pero se dio la circunstancia de que la botella de whisky conspicuamente
etiquetada con el nombre «Dewar’s Dew», no descansaba ya sobre la mesa del
apartamento de Janey Davis. Descansaba, hecha añicos, sobre el tejado de un garaje
que había en la parte posterior del edificio, y el líquido ambarino empapaba un retazo
del blanco sudario formado por la nieve.

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La joven que la había arrojado a través de la abierta ventana, permanecía junto a
ella con la cara pegada al marco.
—Oh, Domi, ¿qué es lo que vamos a hacer ahora?
El joven Stevenson se colocó junto a la muchacha y respondió:
—Pues continuar del modo que ya te indiqué.
—Pero, Domi —dijo ella apartándose de la ventana y apoyando la mejilla sobre
el hombro del galán—, ¿no ves que hasta sospechan de mí? La misma señorita
Withers, sin ir más lejos. Estoy segura de que me cree complicada en esta trama de
crímenes y atentados.
—No te preocupes. Esa mujer sospecha de todos, pero es buena en el fondo. Ya
sabes que tiene la manía de sentirse un Sherlock Holmes con faldas.
—¡Ay, Domi, quisiera estar tan segura como veo que tú lo estás!
Se escurrió un poco hasta conseguir que el joven la cobijara en el círculo que
formaron sus hercúleos brazos.
—No sé por qué —susurró temblorosa—, pero, ¡tengo miedo, Domi! Dime algo,
por favor.
—Qué quieres que te diga, cariño —respondió él mirándola tiernamente a los ojos
—. No es el momento oportuno para hacerte la pregunta que desde hace tiempo
pugna por salir de mis labios. Tú sabes cual es, amor mío. Cuando todo esto se haya
terminado; cuando el culpable haya sido castigado y nosotros volvamos a recuperar
nuestra condición normal, te diré: Janey, mi vida, ¿quieres… quieres…?
Janey posó suavemente unos finos dedos sobre la boca de su amante y respondió
con voz embargada por la emoción:
—No me lo digas… no me pidas eso ahora, Domi. Cuando se desvanezca esta
pesadilla, cuando sepas todo cuanto tienes derecho a saber, entonces ven a mí… ven a
mí… y, si tus sentimientos siguen siendo los mismos, pídeme lo que de antemano
sabes que es la única ilusión de mi vida.
Dominic Stevenson se echó a reír.
—¿Pero es que concibes que haya algo que pueda hacerme a mí cambiar de
opinión con respecto a ti? ¡Eso es una broma tuya!
Pero broma o no broma, lo cierto es que Janey Davis no participó en aquella
cómica y ruidosa manifestación de incredulidad.

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Capítulo XIII
Tonadilla misteriosa
(17-11-32 – 4.15 de la tarde)

— E sto parece un acertijo sin solución —decía la señorita Withers en son de


queja.
El inspector, envuelto aún en vendas que le daban el aspecto de un musulmán, la
miraba a través de espirales de humo azul que salían del puro que tenía entre los
dedos.
—Y tengo el presentimiento —añadió— de que cuando me la den me convenceré
de que no he hecho sino dar cabezadas contra una pared, como me pasó con cierto
crucigrama de un periódico, que después de devanarme inútilmente los sesos tratando
de resolverlo, me encuentro, al leer la solución en el número del día siguiente, con
que la idiota que lo ideó, había definido la palabra cris como «el dios griego del
amor».
La señorita Withers cogió un grano de uva de una cesta con varios racimos que el
inspector tenía sobre la mesilla de noche.
—Pues yo creo que lo estás haciendo muy bien —dijo Piper—. Tienes sobrado
fundamento para sospechar de cinco o seis personas y un caso claro contra una de
ellas, el conserje, a quien nuestro pomposo visitante vienés ha tenido la mala
ocurrencia de dejar escapar. Pero no te preocupes, porque mis muchachos no han de
tardar en atraparle de nuevo.
—Sí, lo creo —convino la señorita Withers—. Pero, ¿qué ventaja nos va a
reportar su detención? Te aseguro que es imposible que el conserje cometiera ese
asesinato. Estaba borracho como una cuba. Y el crimen no fue resultado de un
impulso. Fue premeditado. El asesino conocía no sólo la topografía de la escuela sino
también ciertos detalles. Sabía que la señorita Anise Halloran sería la última persona
en ir aquella tarde al guardarropa, y que no era costumbre en mí el utilizarlo para
nada. Y no sólo sabía que yo estaba relacionada con la policía, sino que hasta creo
que entró en sus cálculos esta circunstancia.
—Sí, sí, no está mal tu razonamiento, y a no dolerme tanto esta maldita cabezota,
me gustaría, aunque fuese desde aquí, echar una mano a todos esos cabos que andan
desperdigados. Pero, ya lo ves, mi papel se reduce a hacer de mero oyente.
Dio una chupada al puro con verdadero deleite. Era la primera vez desde hacía
años que podía fumarse uno hasta dejarlo reducido a la mínima expresión, y sin que

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se le apagara por lo menos una docena de veces.
—Todavía no me has explicado —prosiguió— como se las compuso Anise
Halloran para recorrer el pasillo, salir del edificio —tu misma me has dicho que la
oíste— y reaparecer después en el guardarropa, convertida en cadáver. ¿Crees posible
que reanduviera el camino de puntillas, a fin de que tú no la oyeras?
—Tengo mis teorías acerca de eso —replicó la señorita Withers— y si no ando
errada en mi suposición, sería una prueba más de que Anderson no pudo cometer el
crimen, directamente al menos.
—Quiero hacerte una pequeña sugerencia —dijo suavemente Oscar Piper—. Creo
que cometes una equivocación al atacar este caso con la conclusión previa de que el
conserje es inocente sólo porque a ti te lo parece. Todo tiende a señalarle como
culpable y, sin embargo, tú te empeñas en cerrar los ojos a la realidad y buscas otro,
basada en el dicho, que a veces tiene sus quiebras, de que lo que prueba demasiado,
nada prueba. Es preciso adaptar la teoría a los hechos y no los hechos a la teoría.
¿Qué dirías tú y la prensa si, después de tanto cacarear, resultase que el primer
sospechoso era en efecto el único y verdadero asesino?
—Lo único que yo sostengo es que Anderson no mató a Anise Halloran. Llevaba,
como ya te he dicho, algunas pajas en las cejas, tiene los pies muy grandes, y además,
no se comporta como un asesino.
—Hace años te vengo repitiendo que son pocos los asesinos que se comportan
como tales —le hizo observar Oscar Piper—. ¿Qué me dices del hacha que alguien
esgrimió contra ti poco después de que Anderson consiguiera escaparse de sus
guardianes? ¿No te dice nada la coincidencia?
—Sí, no lo niego. ¡Pero supongamos, asimismo, que alguien también la tuvo en
cuenta!
—Creo también que le das demasiada importancia a la cuestión del billete para el
«sweepstakes» —prosiguió el inspector—. ¿Con qué finalidad? Janey Davis no iba a
cometer un asesinato para conseguir la otra mitad del premio y, de hacerlo, no iba a
ser tan tonta de renunciar después a él.
—Ella no ha renunciado todavía —le hizo recordar la señorita Withers—.
Posiblemente alguien la persuada de que debe cambiar de opinión. Como sabes, han
de pasar aún unas semanas antes de que se celebre la carrera, y estoy segurísima que
la pobre Janey Davis acabará cambiando de modo de pensar.
La señorita Withers comenzó a pasearse a lo largo de la habitación.
—¡Son tantas las facetas que presenta este caso! —comentó—. ¡Tantos los
pedazos que no consiguen encajar en esta especie de rompecabezas! ¿Por qué y cómo
obtuvo el conserje esa colección de zapatos viejos de Anise Halloran? ¿Dónde estaba
Macfarland la tarde en que afirmó no haberse movido de su casa y que según versión
de su esposa se la pasó caminando por los alrededores tratando de obtener inspiración
para sus ensayos? ¿Cómo pudo el hacha de modelo que se guardaba en la vitrina
convertirse en una auténtica de acero al pasar silbando por encima de mi cabeza?

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¿Por qué teniendo Anderson aquella interminable provisión de buen licor no lo
vendía, y sí, en cambio, Tobey el tendero, no obstante no estar relacionado con
ninguna cuadrilla de contrabandistas? ¿Por qué una muchacha tan bondadosa como
Anise Halloran se dio de pronto a la bebida a raíz de un misterioso decaimiento en su
salud?
—Un momento, un momento —la interrumpió el inspector—. ¿Por qué no me
dejas meter baza en ese auto interrogatorio y me preguntas a mí algo a que yo
buenamente pueda contestar?
La señorita Withers quedó pensativa unos instantes.
—Está bien, ahí va —respondió—: ¿Por qué se quedó Anise Halloran después de
las horas de clase a escribir las escalas musicales del día siguiente en el encerado y
luego se fue al guardarropa dejando sin terminar el último fragmento? Era una cosa
así…
Trató de expresarlo silbando.
—Uuuuu-iiiiii, uuuu-iiiii…
—Eso no es música ni es nada —dijo el inspector dando un manotazo en el aire
—. Preferiría oírselo cantar a una de nuestras cupletistas. De todos modos, yo no creo
que pueda tener significación alguna.
—Pues yo creo todo lo contrario —insistió la maestra—. Eso es lo que Anise
Halloran dejó escrito en el tablero momentos antes de su muerte. Gracias a la
excelente idea que tuve de llamar a la manicura conseguimos identificar el cadáver.
Por un corto espacio de tiempo llegué a sospechar que la clave del enigma radicaba
en la desaparición de Betty Curran, pero luego los hechos han venido a demostrar mi
equivocación. ¿De verdad que esas dos notas no te sugieren alguna tonadilla o canto
popular que podría servirnos de base para orientarnos?
—Lo único que me recuerda es el canto de un gorrión. Pero puedes intentar esa
prueba musical con todos tus sospechosos.
—Eso es lo que pienso hacer.
La señorita Withers se dispuso a marcharse.
—Te veré mañana, Oscar —añadió—. La enfermera que te asiste no hace más
que cruzar por delante de la puerta y supongo que eso quiere decir que mi tiempo de
visita ha pasado.
—Hasta la vista, Hildegarde —dijo el inspector—. Me gustaría poder salir
contigo aunque sólo fuera para oír lo que tiene que decirnos el eminente profesor
Pfuf…
—Pfaffle —corrigió la señorita Withers.
—Eso mismo, Pfaffle. ¿Qué es lo que he dicho yo? Pues, sí, menuda bronca se va
a llevar el Comisario por dejar escapar de sus manos a un preso sospechoso nada
menos que de asesinato. Me parece que también el experto vienés se va a ver en
apuros para explicar satisfactoriamente su falta de previsión.

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—Estos vieneses son muy listos —replicó la señorita Withers—, y ya encontrará
el modo de salir airoso de la situación. Bueno, a rivederci.
—¿Qué?
—A rivederci. Es una expresión que he aprendido de Georgie Swarthout.
El inspector se echó a reír.
—¿Y qué? —preguntó—. ¿Te ha servido para algo su compañía?
—De mucho. Le he dejado solo esta tarde para que siga una nueva pista —la
señorita Withers sonrió con orgullo—. Ese joven promete, Oscar. Lo único que hace
falta es separarle del resto de los zoquetes que tienes a tus órdenes. Su asociación
conmigo le ha hecho un gran bien. Ya ves, sólo un día juntos y ya es capaz de
formular ideas por cuenta propia. Mañana me dirá el resultado que han dado sus
pesquisas.
Con una oscilación de la mano se despidió la señorita Withers y se marchó
silbando las hirientes y quejumbrosas notas que Anise Halloran había dejado escritas
en la pizarra poco antes de celebrar su entrevista final con la muerte.
Aunque los porteros la miraban extrañados y dos perros jugueteaban saltones
metiéndose prácticamente por debajo de sus faldas, la maestra proseguía andando
impertérrita a lo largo de la avenida y silbando siempre la monótona y enigmática
tonadilla.
—Uuuu —iiii, uuuu— iiii…

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Capítulo XIV
Pfaffle triunfa
(18-11-32 – 9.30 de la mañana)

—¿ D iga? ¿Sí, soy la señorita Davis…?, ¿quién?… ¿QUIÉN?… ¿El señor


Swarthout? Pues no recuerdo… ah, sí. Sí, usted es el detective que
vino acompañando a la señorita Withers. ¿Qué? No, lo siento, pero tengo ya un
compromiso para comer con alguien… sí, y para cenar también. Estoy segura que lo
que ha de decirme es muy interesante, pero insisto en que me es imposible aceptar su
invitación. Y habrá de perdonarme, porque estoy tomando un baño.
Janey Davis, con una toalla turca ceñida insuficientemente en torno al blanco y
escultural cuerpo, saltó de alfombra en alfombra en dirección al cuarto de baño, por
cuya puerta salían abundantes y blancas nubes de vapor.
—¡Vaya un tío más fresco! —se dijo.
Un momento después, libres ya los rizos del apretado casco de goma que los
envolvía, se quedó en pie frente al espejo dispuesta a iniciar el tocado.
—¡Me habría gustado saber qué es lo que deseaba! —musitó entre dientes.
Después echó la cabeza hacia atrás, añadiendo con displicencia:
—¡De todos modos, no tengo motivo alguno de preocupación!

Al otro extremo de la ciudad, en el lujoso apartamento de un hotel que miraba al


parque desde el pequeño promontorio en que estaba edificado, el profesor Augustine
Pfaffle sufría la tortura de verse acosado por una legión de caballeros de la Prensa
que obstinadamente se resistían a dejarle solo no obstante los esfuerzos del
representante de la Oficina de Conferencias Thatcher, apoderado al propio tiempo del
gran criminólogo, de atraerlos con profusión de bebidas y de emparedados de todas
clases.
—¿Puedo anotar como dicho por usted que los subnormales americanos son más
rápidos en la captación que los subnormales del país de donde usted procede?
—¿Le pegó Anderson una, o dos veces?
—¿Qué se puso usted en el ojo, carne cruda o una sanguijuela?
—¿Cómo es posible, dada su experiencia en la investigación del crimen, que se
quedara en este cuarto a solas con el asesino?

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—¿Hizo usted algo durante el examen de Anderson que obligara a éste a pegarle
y huir después?
—¿Es verdad que usted dijo que Anderson descendía de la familia de los Jukes?
—¿Puedo anotar como dicho por usted que Olaf Anderson es un criminal más
sanguinario aún que Landeau o que el marqués de Sade?
—Pose para otro retrato, profesor… ¡sonría!
Finalmente, el «Herr Professor» levantó sus sarmentosos dedos por encima de la
cabeza y aulló:
—¡Señores! ¡Por favor!
Los lentes le bamboleaban al extremo de una cinta negra, casi a la altura de las
rodillas.
—No quiero hacer ninguna declaración ahora. Mi apoderado me dice que esto
crearía un conflicto en mi cadena de conferencias. Todo lo ocurrido es muy
lamentable. En Viena habría sido punto menos que imposible el que un criminal
saltara por una ventana y escapase después descolgándose por una pared.
El profesor contrajo el rostro en un gesto simiesco que a las claras dejaba
entender que hubiese dado cualquier cosa por encontrarse en Viena en aquellos
momentos.
—Este infortunado incidente, señores… no es nada. En cuestión de horas, quizá
de minutos, ese hombre volverá a estar de nuevo en su celda. ¡Se lo aseguro a
ustedes!
—¿De veras?
Un joven gordinflón y desaseado se acercó mirando agresivamente al profesor.
—Si es usted tan grande como dicen, ¿por qué no hace usted un psicoanálisis del
lugar en que se esconde el conserje? ¡Vamos, profesor! ¡Queremos ver en acción ese
potente cerebro!
—¡Sí, señor! —añadió otro—. Usted dice que la captura de Anderson es sólo
cuestión de minutos. Eso quiere decir que sabe dónde está. O se lo figura. Vamos,
díganoslo de una vez.
Otras voces principiaron a hacer coro.
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió el profesor, no sabiendo cómo salir de
aquel atolladero.
—Profesor, usted tuvo la culpa de esa fuga y debe, por lo tanto, hacer todo lo
posible por encontrarlo. Además, que eso no ha de ofrecer dificultad para un hombre
como usted, considerado como el experto más grande del mundo en materia de
criminología.
—¡Claro! ¿Dónde cree usted que se encontrará Anderson en este momento? ¿En
la escuela? ¡Vamos, profesor, que esto es pan comido para usted! ¿No ha oído nunca
la historia del niño de la granja que podía encontrar al cerdo cada vez que se le
escapaba? Le preguntaron un día cómo se las componía para lograrlo, y dicen que

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contestó: «Siempre pienso dónde iría yo si fuese cerdo, y no falla; ¡allí lo
encuentro!».
El profesor Pfaffle se irguió todo cuanto humanamente le permitía su diminuta
estatura.
—¡Claro que sé dónde se esconde! —anunció—. Los movimientos de un criminal
son como un libro abierto para el experto en criminología.
Y extendiendo un brazo, añadió:
—Está… allí.
El gesto podía muy bien abarcar toda la ciudad de Nueva York.
Los periodistas se dirigieron a la ventana.
—¿Quiere decir en Central Park?
—La idea les pareció peregrina en extremo.
El profesor, después de un breve titubeo, optó por tomar una súbita decisión, y
añadió enérgicamente:
—Usted lo ha dicho, en el parque. Ese hombre es claustrófobo, como es natural.
Su crimen le ha hecho temer los recintos cerrados y hasta la vista de sus propios
semejantes. Ha de estar, pues, sabiendo como sabe que todas las salidas de la ciudad
se hallan vigiladas, en uno de los innumerables escondrijos de Central Park.
—¡Es usted enorme!
—¡Vaya historia! «Pfaffle, el Sabueso Húngaro, encuentra de nuevo el rastro
perdido en distraído examen…».
—Pose usted con el brazo extendido señalando el parque. Así. Ahora… ¡sonría!
—¿Quién tiene un níquel…? Pero, no; no hay necesidad, este teléfono no es de
pago. Oiga… oiga…
Y fueron desapareciendo, uno tras otro, todos los «plumíferos». El profesor lanzó
un profundo suspiro y se pasó una mano por la frente. Thatcher, el impecable,
siempre con botines y cuello de pajarita, se acercó al criminólogo.
—Amigo Pfaffle —le dijo—. Ha tenido usted una gran ocurrencia. Sin ella,
posiblemente nos hubiésemos vistos obligados a cancelar todos nuestros restantes
compromisos. Ahora lo que hace falta es ¡que el conserje esté realmente en el parque!
El profesor esperaba, por el contrario, que el conserje se encontrara en cualquier
parte menos en el parque. Así lo hizo constar en dos diferentes idiomas, combinando
los peores epítetos de ambos.
—¿Que por qué no está en el parque? ¡Ah! Pero si la policía no le encuentra allí,
será culpa suya. Además, espero que para aquel entonces nos encontremos ya en el
tren.
Thatcher le dio unas palmaditas en el hombro.
—He de reconocer que es usted un verdadero genio —admitió—. Por un
momento llegué a arrepentirme de mi mediación en el incidente que culminó con la
escapatoria del conserje, pero con el asunto del parque tendremos a la Prensa
distraída durante dos o tres días, y durante este tiempo no se ocuparán de usted.

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Después… estaremos ya en Chicago. Pero no debemos olvidar que los habitantes de
esta ciudad, como también los de Detroit, acostumbran a leer los periódicos.
—Contaba con ello —convino Pfaffle.
—Dígame —inquirió Thatcher—. ¿Eso del parque iba en serio? Quiero decir, ¿se
le ocurrió a usted en el momento de verlo a través de la ventana, o realmente lo
dedujo por la psicología criminal del sujeto que trataba de analizar?
—El «psiquis» de Anderson no merece en realidad tal nombre. Es la criatura más
terca, más negativa y más insociable que me he echado a la cara en estos últimos
años, y desearía de todo corazón que no volviesen a encontrarlo.
Después de una pausa, añadió:
—De todos modos, es un subnormal de bajo grado y, si así lo desean, no tendré
inconveniente en testificarlo ante un juez, siempre y cuando, claro está, no nos
hallemos de viaje en aquellos momentos.
—Si es por eso, no se preocupe —comentó el apoderado—. Tendremos tiempo
para hacer, no uno, sino cincuenta viajes antes de que este caso se vea en el tribunal.
El calendario judicial está lleno de causas pendientes.
El «Herr Professor» no replicó. Pero debido a la súbita desaparición de los
representantes de la Prensa quedaron aún suficientes restos de licor y a ellos se
dedicó con ahínco, cual si en realidad necesitara de un tónico.

Como era su costumbre en días de asueto, tanto regulares como accidentales, la


señorita Hildegarde Withers estaba sentada en aquel momento en un banco que había
en Central Park cerca de la puerta que daba a la calle Setenta y Dos, hundida la
cabeza en un número del New York Times. A pesar del sol resplandeciente, soplaba un
fuerte viento helado que agitaba las hojas del periódico que tenía entre las manos.
En el momento en que leía una interesante carta publicada en la página editorial y
formada por «Un Airado Ciudadano», se le acercó un muchacho y le ofreció:
—Diario, señora. De la tarde. World Telegram, Sun Post.
Ella arrugó el entrecejo con gesto de desaprobación y después cambió de parecer.
Entregó tres peniques al jovenzuelo y se colocó el nuevo periódico bajo el brazo.
Después volvió a enfrascarse en la lectura del «Airado Ciudadano» que, al parecer; se
mostraba en favor del empleo de números legibles en la numeración de las casas y en
contra de la mala costumbre de barrer en seco las calles.
El muchacho continuó su camino en dirección a un puesto de venta de
cacahuetes, donde, a pesar de lo avanzado de la estación, se congregaban varias
niñeras provistas le elegantes cochecitos y rodeadas por un enjambre de abultadas y
mendicantes palomas. El muchacho seguía voceando las noticias más sensacionales,
pero la señorita Withers hizo un esfuerzo por concentrar su atención en el Times.
Lo cual no era cosa fácil, debido al constante y ruidoso vuelo de aquellas
insaciables aves y a los estridentes gritos de los chiquillos que corrían de un lado para

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otro en incesante persecución.
En aquel momento un hombre cuyo aspecto patibulario y lo sucio de su
indumentaria le catalogaban como miembro permanente en el ejército de los
desocupados, salió furtivamente de entre unas cercanas matas, cruzó el césped y saltó
la pequeña valla que le separaba de la acera.
La señorita Withers no se dio cuenta de la presencia de aquel hombre. Era uno de
esos tipos en quien nadie se fija, ni aún, con toda seguridad, la propia madre que los
echó al mundo.
Se detuvo junto al puesto de cacahuetes y se metió una mano en el bolsillo. Sacó
una moneda de níquel, que al instante cambió por un pardo paquete de papel.
Este era el procedimiento rutinario. Las palomas más cercanas comunicaron, en la
forma misteriosa que les es peculiar, la noticia de la aproximación de un nuevo
racionamiento a sus distantes congéneres, y el aire se obscureció de pronto.
Pero ocurrió lo inconcebible. El vendedor de cacahuetes movió repetidamente la
cabeza como tratando de aclararse la función visual. Varios centenares de aves
hicieron lo propio, con evidentes muestras de sorpresa y de estupor ¡Aquello era algo
inusitado! ¡Casi un sacrilegio!
El silencio y la tensión nerviosa del momento pareció comunicarse a Hildegarde
Withers, que al instante separó la vista del Times. Miró primero al puesto de venta,
luego a los indignados volátiles y después al hombrecito despeinado y harapiento que
había osado infringir las leyes no escritas de aquel lugar.
Caminaba rápidamente en dirección al centro del parque ¡comiéndose ávida y
apresuradamente los cacahuetes que acababa de comprar!
Varios centenares de pares de ojos le siguieron hasta perderse en la distancia, pero
uno de ellos pareció más penetrante que los demás. La señorita Withers se puso en
pie, colocó el periódico bajo el brazo en compañía del recién comprado, y
empuñando amenazadoramente el paraguas, echó a andar rápidamente tras el
desconocido.
Al dar la vuelta a la curva que formaba la acera, se encontró al hombre en el acto
de escalar la valla que rodeaba el parque.
—¡Anderson! —llamó imperiosamente—. ¡Olaf Anderson, venga aquí
inmediatamente!
Él se volvió con una cara más pálida que el rubio mechón que le caía sobre la
frente. El espíritu de lucha parecía haber abandonado completamente al alicaído
conserje. Le temblaban las rodillas y no cesaba de estornudar.
—¡No dispare! —dijo—. Me entregaré sin hacer resistencia.
La señorita Withers no disparó. Pero hizo algo aún más drástico que el mero acto
de disparar. Se acercó a Anderson y mirándole fijamente a los ojos le ordenó:
—¡Escuche esto!
Después contrajo los labios formando una especie de bolsa y emitió el sonido
correspondiente al inacabado fragmento, a las dos notas, repetidas tres veces, que

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Anise Halloran había dejado escritas en la pizarra en los últimos momentos de su
vida.
—Uuuu iiii…
Anderson parpadeó, sorprendido, sin que ningún síntoma de temor ni destellos de
reminiscencia aparecieran en su semblante.
La señorita Withers volvió de nuevo a la carga.
—¿No ha oído usted nunca esto que acabo de silbar? ¿No le recuerda nada?
Escuche: uuuu iiii.
La cara de Anderson se iluminó de pronto y dio un sigiloso paso en dirección a
los matorrales.
—Majareta —respondió—. Majareeeta.
De pronto, giró sobre los talones y salió disparado como alma que lleva el diablo.
Fue en este oportuno momento cuando el funcionario Michael Vincent
Cummings, de la brigada Volante, acertó a pasar con gran estrépito frente al lugar en
que ocurría el incidente, al ver que una señora angulosa agitaba frenéticamente un
negro paraguas en el aire y que un hombre se alejaba sospechosamente, lanzó la
máquina sobre la acera y trató de remontar la cuesta que conducía a la parte espesa
del parque.
Pero la motocicleta, como cualquier otro corcel, fracasó en el intento de atravesar
el cerco de alambre que circundaba el recinto, y despidió al agente Cummings, quien,
describiendo una parábola en el aire, fue a caer por fortuna sobre un par de
escurridizas piernas, a las que se aferró con gran tenacidad.
—¡Te pillé! —gritó con esa pasión por declarar lo evidente que nos caracteriza a
la mayor parte de los mortales.
A partir de entonces. Anderson se encerró como ostra entre las valvas y se limitó
a decir que sentía un hambre devoradora. Además, no cesaba de estornudar.
La señorita Withers vio al fin partir el coche celular y movió pesarosamente la
cabeza. Por primera vez sintió que los deberes de ciudadana estaban en manifiesta
contradicción con la delicadeza de sus sentimientos. En vano trataba de convencerse
de que aquel hombre era un criminal y que su obligación no era otra sino la de ayudar
a la causa de la justicia.
En aquel instante se le ocurrió volver la vista al periódico que acababa de
comprar. El encabezamiento de una noticia a doble columna le llamó la atención:
«Seré yo quien me ría el último, dice Pfaffle»… «El criminólogo vienés que tuvo la
desgracia de dejar escapar al presunto asesino de la señorita Halloran, afirma que con
psicoanálisis podrá lograrse de nuevo su captura». «Busquen en Central Park»,
declaró Agustine Pfaffle a últimas horas de esta mañana. «El profesor continuó
explicando que el interrumpido examen del conserje de la escuela le demostró que el
fugitivo padece claustrofobia, o sea, horror a los espacios cerrados».
—¡Horror a…! ¡Qué imbecilidad! —declaró la señorita Withers.

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Con sumo cuidado, depositó el periódico en uno de esos recipientes de cemento
caprichosamente modelados simulando troncos de árboles, que el municipio tiene
profusamente distribuidos por todos los rincones de la urbe, a fin de que se cumpla
aquel lema de «Ayuden a mantener limpia la ciudad». Eran ya más de las once y
recordó que antes del mediodía tenía que verse con Georgie Swarthout en el cuarto
que el inspector ocupaba en el hospital Bellevue.
Cruzó silenciosamente la puerta de la habitación del mismo modo y se sentó en la
silla que había junto a la cabecera del paciente. El inspector puso a un lado el cigarro
que tenía entre los labios y se la quedó mirando.
—Pareces, no una, sino las tres Furias reunidas —dijo—. ¿Qué te pasa?
En pocas palabras la señorita Withers le puso al corriente de lo ocurrido en el
parque. El inspector enarcó las cejas, que desaparecieron por entre el laberinto de
vendajes, y lanzó un apagado silbido.
—¡Bravísimo! —exclamó—. Lo malo es que posiblemente sea el policía montado
quien se lleve todo el mérito de la hazaña.
—Por mí, puede llevárselo —respondió Hildegarde Withers—. No quiero que me
aclamen por haber devuelto un hombre a la celda que le separa de todo el resto del
mundo. Una acción así me hace sentirme como un gusano. ¡Aún recuerdo la mirada
de angustia que puso al oír que alguien le llamaba por su nombre!
—Pues esto va a ser un gran triunfo para nuestro amigo vienés —dijo Piper,
señalando con un gesto los periódicos que había dispersos por encima de la cama—.
El examen con la pantalla ha sido esta mañana tan satisfactorio que me han permitido
leer y me he enterado de las declaraciones del profesor. Y estaba pensando en si habrá
realmente algo en eso del psicoanálisis que pueda servir para ayudar a la solución de
un crimen.
—Habrá de todo —replicó la maestra—, de todo, menos sentido común. Si a mí
me…
Fue interrumpida por un alegre saludo que anunció la llegada de George
Swarthout, con una caja de puros para el inspector bajo el brazo y una significativa
mirada para la señorita Withers.
Piper abrió la caja y aspiró complacido el aroma que despedía aquel rico tabaco
de La Habana.
—El vicepresidente Marshall estaba equivocado al declarar —dijo— que lo que
el país necesitaba eran unos buenos puros de cinco centavos. Yo le habría dicho al
revés: que eran los tabacos de cinco centavos los que necesitaban un buen país.
La señorita Withers se volvió hacia Georgie.
—Ya veo que viene usted con el saco de noticias bien repleto. Bien, desembuche.
¿Qué ha logrado encontrar con la nueva pista? ¿Unos gemelos en la escena del
crimen con el monograma del asesino? ¿O quizá el ojo de rubí de alguno de los
ídolos del culto secreto del Tibet?

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—No —respondió Georgie—. Lo que tengo que decir no está extraído de ninguna
novela de misterio de Edgar Wallace, pero tiene su miga, como verá.
—Bien, comience por el principio —sugirió la maestra—, siga después hasta el
final, y después párese.
—La historia principia —empezó a relatar Georgie—, en el momento en que
conocí a ese señor Stevenson. No me gustó su aspecto. Demasiado meticuloso en
cuanto a la indumentaria…
—Le advierto que aquí no se cuelga a nadie por el mero hecho de ser meticuloso
en el vestir —hizo observar la señorita Withers—. Pero siga usted.
—Bien, lo cierto es que no tardé en catalogarlo y en sospechar que trataba de
ocultarnos algo. Decidí, pues, ir a la casa en que vive y charlé un rato con el
hombrecillo que vende hielo y leña en el sótano…
—Sí, ya sé; y ginebra a dólar la botella de un cuarto —intercaló la maestra.
—¿Eh? Ah, sí. Le di un dólar para que me dijera si había visto alguna vez una
dama que respondía a la descripción de la señorita Halloran acompañando a
Stevenson, y me contestó que no, que jamás había visto a Stevenson llevar una dama,
ni grande ni chica, ni morena ni rubia, a su apartamento.
Georgie se levantó de la silla en que estaba sentado y se apoyó en el pie de la
cama del inspector.
—Pero yo no estaba satisfecho con la explicación y me lancé escaleras arriba.
Stevenson no estaba en casa en aquel momento, así es que manipulé en la cerradura
del mismo modo que hicimos el año pasado con la de Dana Waverly en el caso del
asesinato en el autobús, y entré.
—Ahí me ha ganado la mano —comentó la señorita Withers.
—Empecé el registro —prosiguió el joven detective—, examinando todos los
muebles. Nada en ellos digno de mención. Casi todos de segunda mano y adquiridos
sin duda en una subasta. Las chimeneas estaban llenas de periódicos quemados y los
estantes rebosando libros.
—¿Libros? ¿Qué clase de libros?
La señorita Withers juzgaba a las gentes primero por la configuración de manos y
pies; después, por la clase de libros que leían.
—La mayor parte eran de esos que tratan de árboles genealógicos y de otras
chifladuras por el estilo. Pasé al cuarto de baño, y tampoco tuve suerte. Pero en la
cocina, en un pequeño armario que había adosado en la pared encontré… ¡esto!
Con una sonrisa de triunfo, el joven agente extrajo de uno de los bolsillos una
botella casi llena, que entregó a la señorita Withers.
—¿Recuerda haber visto esa etiqueta con anterioridad? —preguntó.
La maestra asintió con un reposado movimiento de la cabeza.
El «Dewar’s Dew of Kirkintilloch» volvía a hacer su aparición en escena.
—Y eso que el señor Stevenson no era lo santito que usted se figuraba —comentó
Georgie Swarthout—. Esta clase de licor no se encuentra en todas partes, y su

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presencia nos prueba que existe alguien, además del conserje, que conoce el pasaje
secreto que hay entre la escuela y las bodegas afianzadas del gobierno.
La señorita Withers destapó la botella, olió el contenido e hizo una mueca.
—Este caso está adquiriendo un matiz alcohólico que asusta —dijo, masticando
las palabras—. Todo lo que hemos encontrado hasta ahora han sido botellas de
whisky. Si yo no hubiese sido una abstemia de convicción, habría empezado a serlo
desde este momento.
El inspector se incorporó colocándose una almohada en la espalda para mayor
comodidad.
—Swarthout —dijo—, ¿por qué no procura encontrar una botella de Seltz o de
cualquier otra agua mineral? Descubra usted un pote de leche agria que nos ponga
sobre la pista del asesino y hará usted de la señorita Withers la mujer más feliz del
mundo.
Iba a responder la aludida, pero le contuvo la presencia de la enfermera, que
anunció desde la puerta:
—Un mensaje para usted, inspector. Acaba de llegar en este momento.
De entregó un sobre blanco y azul con el conocido monograma de la Telegrafía
Postal. Piper lo abrió, y mientras leía el texto hundía rabiosamente los dientes en el
inocente cigarro que tenía en la boca. Después tendió el mensaje en dirección al lugar
que ocupaba la señorita Withers.
Estaba firmado por un tal Jasper Abbot, que había ascendido de la humilde
condición de conductor de tranvía a la encumbrada de Subcomisario de la policía por
virtud de su incapacidad para poder ganarse la vida de otra forma y por la suerte de
tener un primo situado en las altas esferas de Tammany Hall. El señor Abbot no había
sido nunca santo de la devoción del inspector y el telegrama, por lo visto, no pareció
servir para que Piper cambiara de opinión con respecto a su jefe. Decía así:

El comisario desea le exprese su contento y el de todos al saber que


dentro de dos o tres semanas estará en condiciones de volver a reasumir
las funciones de su cargo. Stop. Se alegrará también de saber que en su
ausencia y por recomendación del fiscal de la ciudad ha sido nombrado
inspector interino de la Brigada Criminal, con amplias facultades en la
solución del caso Halloran el profesor Agustine Pfaffle, de Viena.

—¿Que si me alegro? —dijo amargamente el inspector—. ¿Pero no lo ven ustedes?


¡Estoy que reviento de satisfacción!

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Capítulo XV
Sé algo que no quiero decir
(19-11-32 – 11 de la mañana)

J aney Davis estaba sumida en un intranquilo sueno cuando sonó el timbre del
teléfono. Su rizado cabello, de un color rubio rojizo, yacía extendido sobre la
almohada, formándole como una especie de aureola alrededor de la cabeza. Sacó el
desnudo y bien torneado brazo y manipuló unos instantes a tientas sobre el lugar en
que estaba el despertador. Pero el repiqueteo continuaba.
De pronto se sentó sobresaltada con la mirada fija en la puerta y en ansiosa
actitud de espera. Al fin el aparato que había en el otro extremo de la alcoba llamó su
atención por las frenéticas vibraciones que casi hacían saltar el receptor. Saltó del
lecho, se calzó unos escarpines y después de cerrar la ventana y descorrer las cortinas
para que entrara el pálido resplandor que en Manhattan acostumbra a llamarse luz
solar, se dispuso a contestar a la llamada.
Era la voz del director, del señor Waldo Emerson Macfarland que, a juzgar por el
tono apagado y tembloroso que empleaba, debía hallarse en un muy lamentable
estado de excitación.
—¿La señorita Davis? —preguntó—. ¿Janey? Escúcheme atentamente. Quiero
que venga a la escuela tan pronto como humanamente le sea posible…
—Pero… —la voz de Janey acusaba una marcada somnolencia—. Es que yo creí
que no habría clases hasta el lunes. ¡Usted mismo nos lo dijo!
—Olvídese de lo que yo dije —replicó Macfarland—. He recibido instrucciones y
no hago sino transmitirlas a usted. Cuando llegue allí, telefonee a todos los maestros
y empleados, con excepción del pobre Anderson, como es natural, y dígales que estén
en la escuela a eso de la una. No, no sé el motivo de la reunión. Es algo relacionado
con la policía. Si alguien objeta, adviértales que un agente irá a buscarlos de no
presentarse antes de las dos. El agente que monta guardia en la puerta tiene ya
órdenes de que se les permita la entrada.
—Sí, sí, le comprendo —dijo Janey—. Pero… es que creí que el caso estaba
resuelto. ¿No arrestaron al conserje? Y aunque se escapó después, todos saben que le
volvieron a coger. ¿A quién más desean?
—¿A quién más? —respondió abstraídamente el director—. Ah, Janey…
—¿Qué, señor Macfarland?
—¡Tenga mucho cuidado con lo que diga o haga!

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—¡Como si tuviese necesidad de recordármelo! —replicó Janey Davis para sus
adentros.
Se dirigió al cuarto de baño y principió a cepillarse vigorosamente los dientes.
Después abrió la ducha y se quitó el pijama. Cautelosamente se deslizó hasta
colocarse bajo el frío chorro de agua, recogiéndose los mechones de pelo que aún
quedaban sueltos y escondiéndolos bajo el verde casco de goma que le cubría la
cabeza.
Fue en este inoportuno momento cuando al timbre del teléfono se le ocurrió
romper de nuevo la calma con su estridente sonido.
Con visible mal humor, la muchacha salió de la bañera, se ciñó apresuradamente
una toalla alrededor del cuerpo y caminó de puntillas en dirección al aparato.
—¡Diga!… ¿Quién?… Sí, soy yo… ¿Quién?… ¿El señor Swarthout?… ¡Oiga!
Teniendo todo el día y toda la noche a su disposición, ¿se puede saber por qué regla
de tres ha de escoger para telefonearme precisamente la hora en que yo estoy en el
baño? Además, tengo mucha prisa…
Dio un tirón a la toalla, que empezaba a desprendérsele de los hombros.
—¿Qué? No, tampoco hoy puedo ir a comer con usted. Tengo que trabajar. Sí,
trabajar, T-R-A-B-A-J-A-R. No, no sé a qué hora terminaré. Sí, en la escuela. No
puedo, se lo aseguro…

El claustro de profesores de la escuela Jefferson se había congregado fielmente en


respuesta a las llamadas telefónicas de Janey Davis. Antes de las dos y media los
estrechos asientos de la clase de la señorita Vera Cohen, que era la que por su
proximidad al despacho del director se utilizaba para las reuniones del profesorado,
estaban casi todos ocupados.
Incluso Betty Curran Rogers se hallaba presente, con una triste sonrisa en los
labios y el nuevo anillo de boda en la mano izquierda. Debido a lo bajo de los
asientos —destinados a fin de cuentas para niños del segundo grado— las rodillas le
llegaban a la altura de la barbilla y miraba a su alrededor con el recelo de que en
cualquier momento alguien viniera a traerle el mensaje oficial del señor Champney o
del señor Velie, del Consejo de Administración, participándole el cese de servicios
una vez terminado el plazo de su contrato semestral. Además, el hecho de tener un
marido que sólo ganaba veinticinco dólares a la semana como corredor de una casa
de comercio, acababa por agravar la situación.
En este día el señor Macfarland no estaba como otras veces ocupando la
presidencia, con Janey Davis al lado para tomar notas taquigráficas de los diferentes
temas sometidos a discusión. Estaba, como el resto de los presentes, sentado
pacientemente en uno de los bancos, en espera de los acontecimientos. Janey Davis
ocupaba un puesto al otro lado del pasillo y se entretenía en trazar pequeños círculos

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y en dibujar monogramas con un lápiz. El señor Stevenson, sentado detrás, le dirigía
ansiosas miradas, a las que ella aparentaba no prestar la menor atención.
Una de las veces se inclinó hacia adelante y susurró unas palabras en el oído de la
muchacha, la cual le contestó en voz baja y dando muestras de inquietud:
—Por amor de Dios, no olvides donde estamos.
La señorita Rennel se mostraba muy locuaz.
—Quisiera saber —decía— por qué estamos aquí y por qué se nos hace esperar
de este modo. No creo que haya nadie que esté más dispuesta que yo para cooperar,
pero, en mi opinión, lo que se está haciendo con nosotros es simplemente
inquisitorial…
Macfarland, sintiéndose aludido, se limitó a encogerse de hombros.
—Les he dicho ya que yo no tengo nada que ver con el asunto —les hizo
recordar.
—Entonces, ¿qué es lo que esperamos?
El director respondió que no lo sabía.
—Supongo que será uno de tantos trucos de la señorita Withers —insistió la
señorita Rennel—. Quisiera saber qué derecho tiene a andar de aquí para allá
interrogando a la gente como si fuese el fiscal general. ¡Y todo porque es amiga de un
policía! Dígame, señor Macfarland, ¿sabe usted si la señorita Withers tiene
autorización oficial para hacer lo que hace?
—Ninguna, que yo sepa —contestó agriamente el interpelado—. Antes de ocurrir
el arresto del conserje tuve la idea de pedirle se encargase de la investigación, pero
los nuevos acontecimientos…
Fue interrumpido por la súbita llegada del gran sargento Taylor, que en aquel
momento actuaba como vanguardia de un pequeño ejército compuesto por el profesor
Augustine Pfaffle, su secretario, un fotógrafo, y, cerrando la retaguardia, la
voluminosa figura de Mike McTeague, una especie de isla de Heligoland con botones
de bronce.
—Amigos —anunció dramáticamente el sargento—, tengo el honor… no; tengo
el placer… tampoco. Quiero decir que este caballero que aquí ven es el más grande
criminólogo del mundo y que yo tengo el honor de trabajar a sus ordenes. Todos
ustedes habrán leído en la Prensa como, sin salir del hotel, logro el profesor localizar
al escurridizo sospechoso del crimen que precisamente estarnos investigando en estos
momentos. Parece ser que aún existen uno o dos puntos que no han sido
suficientemente aclarados y a esto se debe que el Comisariado y el Fiscal de la
Ciudad hayan decidido poner el caso en manos del profesor Pfaffle, aquí presente.
Ahora, señoritas y caballeros, sólo quiero pedirles que le presten cuanta ayuda
puedan a fin de poder presentar ante el Fiscal y el Gran Jurado un caso que…
—Lo que yo quiero es muy sencillo —anunció el gran criminólogo, cortando la
perorata del sargento—. No es suficiente que todos sepamos que en este edificio, a
cierta hora y por cierta persona, fuese cometido un crimen. ¡Es preciso saber también

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el cómo y el porqué! Debemos presentar también prueba legal del hecho. Y por esta
razón solicito vuestra ayuda. Quiero que cada uno de ustedes trate de recordar lo que
hizo en la tarde fatal en que Anise Halloran fue asesinada. Esto es muy importante.
Además, quizá les interese saber que todo cuanto hagan o digan será incluido en mi
nuevo libro «Crimen y Criminales» y será asimismo puesto en conocimiento de la
Prensa.
Hizo un gesto con la cabeza en dirección al lugar en que el secretario se afanaba
en no perder ni una sola de las perlas que brotaban de la boca del profesor.
—Quiero que se comporten con naturalidad —prosiguió—, y prosigan como si
sus alumnos estuviesen en las respectivas clases al igual que en aquella infortunada
tarde. Están aquí todos, ¿no es verdad?
—Todos menos la profesora del tercer grado, la señorita Withers —contestó el
director—. Ha sido notificada como los demás, y espero que no tardará en llegar.
—Esa esperanza no es suficiente —replicó, amoscado, Pfaffle—. ¡Es preciso que
estén aquí todos para lo que tengo que decir! ¿Me he expresado con claridad? ¡Todos!
Empezó a pasearse de un lado para otro con las manos en la espalda y el entrecejo
fruncido.
—Usted me prometió cooperación completa —dijo, encarándose con Macfarland
—, ¡y ahora resulta que falta una de sus maestras! ¿Por qué no hace algo?
El señor Macfarland decidió ponerse a la altura de las circunstancias y replicó:
—Es usted quien debería hacerlo, profesor. Después de todo, le han sido
conferidos plenos poderes en este caso. ¿Por qué no envía a uno de sus hombres en
busca de esa olvidadiza maestra?
—Es una idea —contestó el criminólogo, volviéndose rápidamente en dirección a
Taylor—. Sargento, despache ahora mismo a ese agente —al decirlo señalaba con un
dedo a McTeague— con orden de que traiga a esta fraulein Withers, y si no se decide
a venir de buena voluntad ¡que la arreste!
McTeague parpadeó con incredulidad.
—¿A… arrestar a la señorita Withers? —tartamudeó.
Una maligna sonrisa apareció en los labios de Dominic Stevenson, que murmuró
por lo bajo:
—Daría íntegra mi paga de un mes por ver cumplida esa orden.
El sargento Taylor abrió la boca en señal de protesta.
—Ya han oído ustedes mis órdenes —insistió el profesor, con acento imperioso
en la voz—. ¡Envíe inmediatamente a ese hombre en busca de la maestra!
—Está bien, profesor —respondió el sargento, haciendo una señal de
asentimiento—. Pero… ¿no le parece que necesitamos a McTeague aquí? Es el único
agente que tenemos en este momento.
—¿Necesitarle? ¿Para qué? Cuanta menos policía haya por aquí, tanto mejor para
mis planes. Quiero que todo el mundo se comporte con perfecta naturalidad, como lo
hacían el día en que se cometió el asesinato, y eso no lo lograríamos con la alarmante

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figura de un policía montando guardia frente a cada una de las puertas. Haga lo que le
he dicho.
—Usted manda —dijo el sargento Taylor.
McTeague abandonó malhumorado la escuela. Llevaba órdenes precisas de traer a
la señorita Withers viva o muerta.
El profesor Pfaffle conferenció unos instantes con sus satélites. Después consultó
ostentosamente el enorme reloj de plata que sacó de uno de los bolsillos del chaleco.
—Hemos perdido ya más de veinte minutos —anunció—. ¡Y todo por esa
dichosa fraulein Withers!
De pronto se detuvo escuchando. A sus oídos llegó el ruido producido por unos
pies que se movían ligeros a lo largo del pasillo y después una voz que desde la
puerta saludaba alegremente a toda la concurrencia.
—¿Quién está aquí tomando mi nombre en vano? —preguntó, sonriente—. Y
ante todo, perdonen por mi tardanza. Espero que no se habrá aguado la fiesta por
culpa mía.
A continuación penetró en la sala, con el sombrero atrevidamente inclinado sobre
el ojo izquierdo y el consabido paraguas bajo el brazo.
—Señorita Withers —dijo el director Macfarland, haciendo ademán, sólo
ademán, de levantarse de su asiento—. ¿Dónde ha estado usted? Sin duda se ha
cruzado con McTeague. Acabamos de enviarle en su busca.
La señorita Withers encontró un lugar frente a uno de los pupitres delanteros y
después de sentarse ruidosamente, respondió:
—Sí, vi salir a uno de los policías en el preciso momento en que yo bajaba las
escaleras. Pero no sospeché que se tratara de McTeague y mucho menos de que fuera
en mi busca.
—¿Ha dicho usted que bajaba las escaleras? ¿Se puede saber qué es lo que hacía
usted arriba?
Macfarland daba muestras, al hacer la observación, de hallarse profundamente
preocupado.
—Pues, nada, curioseando —replicó la señorita Withers—. Supongo que éste es
el señor Pfaffle, de quien tanto he oído hablar.
—Sí, señorita, soy el mismo —contestó el profesor, a quien la lisonja de la
notoriedad había aplacado un tanto—. Hemos estado esperándola. ¿Y ha estado
arriba, curioseando como usted dice, durante todo este rato?
—Sí, estaba buscando a una vieja amiga mía, a una hormiga encarnada. Pero ya
estoy aquí. Puede el baile continuar.
El profesor, después de mover la cabeza con aire decidido, acabó por llamar la
atención de los allí reunidos golpeando con los nudillos el tablero de la mesa.
—¿Me han entendido todos? —prosiguió—. Con excepción del hecho de que los
muchachos no se hallan presentes en este momento, procedan ustedes del mismo
modo que lo hicieron la tarde de autos. Si era costumbre en ustedes el dirigirse, por

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ejemplo, a la ventana, háganlo así. Pero con todo en su respectivo lugar. Procuren no
olvidarse de nada. En el caso de un asesino patológico, como sin duda es Anderson,
un detalle cualquiera en los movimientos de las personas que se hallaban a su
alrededor puede tener suma importancia en el curso de nuestra investigación. ¡No
omitan nada!
Consultó de nuevo el reloj.
—Son casi las tres —dijo—. Traten de repetir de nuevo todo cuanto hicieron
durante la última media hora de la tarde de referencia. ¡Todo, no lo olviden!
La señorita Strasmick levantó la mano.
—Profesor —advirtió—, yo me corté el dedo aquella tarde tratando de sacarle
punta a un lápiz. ¿He de volvérmelo a cortar ahora que lo tengo casi curado?
Pero ya todos habían empezado a desfilar en dirección a las respectivas aulas
dejando sola a la señorita Vera Cohen en la clase 1A. Esta maestra sacó un ejemplar
del Saturday Evening Post de uno de los cajones de la mesa y lo desplegó
ruidosamente.
—Yo estuve leyendo esta historia hasta el momento en que dejé sola a Anise
escribiendo en la pizarra las escalas musicales para el día siguiente, y supongo que
tendré que volvérmela a leer aún sabiendo de antemano que «él» acaba casándose con
la heroína.
El profesor y sus satélites permanecieron unos instantes en el corredor.
—¿Quién es la mujer de la que hablamos antes? —preguntó el primero.
El sargento Taylor señaló con un dedo en dirección a la puerta de la clase 1B por
la que acababa de entrar la señorita Withers. El profesor enarcó las cejas y a
continuación se puso en marcha a lo largo del pasillo seguido del secretario y del
fotógrafo, así como también del sargento, que en modo alguno quería perderse el
espectáculo.
El profesor Pfaffle entró en el santuario de la señorita Withers sin tomar antes la
precaución de llamar. Esta dejó el número del Atlantic Monthly que tenía en la mano
y contempló al intruso a través de las gafas, como si se tratara de algún animal
dañino.
—Tengo entendido que fue usted quien descubrió el lugar en que se ocultaba el
conserje —dijo el profesor—. Creo que necesitaremos de su cooperación durante los
próximos cinco o diez minutos.
—Pero usted me dio instrucciones de repetir cuanto hice la última media hora de
la tarde en que se cometió el crimen —le hizo observar la maestra—; y fue esto que
usted ve. Leer una revista sentada frente a la mesa.
Pfaffle agitó una mano en el aire.
—Dejemos eso de momento —dijo—. Estamos enterados de sus movimientos en
la tarde en que mataron a la señorita Halloran. Deseo tomar algunas fotografías del
sótano, así como también del orificio por el que el conserje solía penetrar en el

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secreto escondrijo de la bodega. Los hombres del sargento no han conseguido
localizarlo hasta el presente, y espero de su amabilidad se digne señalárnoslo.
—¿Yo? Es a ustedes a quienes corresponde encontrarlo —sugirió ella—. ¿No
dicen que con un mero psicoanálisis puede usted saber dónde se oculta un asesino?
Pues bien, ha llegado el momento de poner en práctica el sistema. Además, a mí
nadie me indicó dónde estaba.
El profesor se irguió como movido por un resorte.
—Veo que no comprende usted mi posición —dijo con mal disimulada altanería
—. ¡No sé si sabe que he sido nombrado inspector interino de la brigada criminal y
que el propio Comisariado fue quien me entregó este símbolo de mi autoridad!
Con cierto natural orgullo el profesor mostró la gran placa de plata que llevaba
prendida sobre el bolsillo interior del gabán.
—¡Es una verdadera preciosidad! —comentó la señorita Withers echándole una
vidriosa mirada.
Después dejó el Atlantic sobre la mesa, se levantó ceremoniosamente y se palpó
el lugar en que ocultaba la suya. No obstante, decidió no exhibirla, en espera de
mejor ocasión.
—Bien, veo que tendré que hacer lo que me pide —añadió—; pero conste que no
tengo ningún deseo de volver a ese subterráneo. La última vez que lo visité estuve a
punto de sufrir un accidente. Y a propósito —esto lo dijo volviéndose al sargento—,
¿se encontraron huellas dactilares en el hacha?
—Ninguna —hubo de admitir Taylor—. El trabajo se hizo concienzudamente,
puesto que en realidad necesitábamos pruebas concretas en apoyo de la teoría del
profesor. Tampoco las había en la pala, aunque aquí se encontraron pelos y manchas
de sangre pertenecientes al inspector y que eran pruebas de ser el instrumento que
empleó el conserje para cometer la agresión.
—¿De modo que ustedes siguen creyendo que fue el conserje? —interrogó al par
que seguía dócilmente al profesor—. Yo soy un poco más escéptica en cuanto a la
personalidad del culpable. Hay ciertos detalles que no parecen encajar del todo en el
panorama general.
—¡Tonterías! —replicó Augustine Pfaffle que, después de logrado lo que quería,
volvió a adoptar palabras y ademanes de gran genio—. Tengo entendido, fraulein
Withers, que tiene usted ciertas aptitudes para el arte de la «detección». ¡Ah, los
aficionados! ¡Siempre con su deseo de buscarle tres pies al gato! ¿Quién si no
Anderson tuvo la oportunidad de cometer el crimen? El sótano era su territorio de
operaciones, y en él podía cavar las tumbas y enterrar los cadáveres que le viniese en
gana. ¿Quién si no Anderson era el tipo patológico capaz de cometer un crimen
sexual de esta naturaleza? Ah, mi gnadige fraulein, esto es tan evidente como la nariz
que adorna su cara.
La señorita Withers le dirigió una cortante mirada.

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—Nunca olvidaré —prosiguió el profesor en plena euforia—, otro caso que tenía
muchos puntos de contacto con el presente, sobre todo en lo referente al detalle de los
zapatos. ¿No recuerdan que varios pares de la difunta fueron encontrados en el cuarto
que el conserje tenía debajo de la escalera? Este es un caso indiscutible de fetichismo.
Y en aquel de que yo les hablaba, un pobre hombre penetró de noche en una tienda de
Berlín y se llevó más de cien pares de zapatos de señora. No para usarlo, ach nein!
Fueron descubiertos más tarde en su habitación ¡con todas las puntas rotas a
mordiscos!
En aquel momento comenzaban a bajar por la escalera que conducía al sótano.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó la señorita Withers con acento casi
desgarrador—. ¡No irá ahora a decirme que Anderson es uno de esos…!
—Pues sí, señora; Anderson es lo que pudiéramos llamar «un fetichista del
zapato». Conozco el tipo. Tengo entendido que cuando usted encontró el cadáver, los
zapatos de la muchacha estaban tirados aquí y allá en la habitación. No hay duda de
que después de haber hecho desaparecer el cuerpo de la señorita Halloran pasaron a
formar parte de la colección de ese lunático.
La señorita Withers permanecía pensativa. Recordaba las sandalias azules que le
hicieron tropezar en la semiobscuridad de aquella terrible tarde y también que no se
encontraron más tarde entre los descubiertos en el cuarto del conserje. ¿Por qué? De
momento decidió no mencionar el detalle.
—Aquí está el horno en que se encontró el cadáver casi consumido por las llamas
—dijo con tono de cicerone que describe un monumento ante un grupo de
inquisitivos turistas—. Frente a nosotros, en aquel rincón, está la tumba a medio
cavar. Y aquí…
Abandonó el entablerado pasillo y se dirigió rápidamente a través del desnudo
suelo en dirección al lugar en que éste se elevaba estrechando la distancia que le
separaba del techo.
—… ¡aquí está el famoso agujero que tanto deseaban conocer! —explicó
ponderativamente.
Después de pronunciadas estas frases se echó atrás y contempló en silencio cómo
el fiel Taylor ayudaba al profesor a encaramarse a través de la trampa que
comunicaba con la improvisada y económica bodega del conserje. Observó también
cómo el fotógrafo impresionaba placa tras placa, y escuchó mientras el profesor
dictaba páginas y más páginas al taquígrafo, dando pautas y estableciendo
conclusiones para su tratado de criminología.
Por encima se oían claramente las pisadas de las maestras que andaban a lo largo
del pasillo, y durante un tiempo la señorita Withers se entretuvo en tratar de
reconocer a cada una de ellas por el modo peculiar de los pasos o por la parte del
edificio donde resonaban. Habría sido empresa fácil, pensó, el hacerse cargo sin verlo
de todo cuanto ocurría en el piso superior.

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Por fin el profesor Pfaffle se dio por satisfecho de sus hallazgos. El sargento
Taylor, que se había, como más tarde explicó la señorita Withers, «cogido a la
chaqueta del profesor como niño a las faldas de su madre» expresó la gran
satisfacción que sentía al trabajar a las órdenes de un experto en criminología como
aquél.
El grupo se detuvo al pie de la escalerilla mientras el fotógrafo manipulaba en la
máquina y la ponía de nuevo en el estuche de cuero que llevaba colgado del hombro.
—Quizá le interese saber, profesor —anunció la señorita Withers consultando su
anticuado reloj—, que son exactamente las tres y treinta y cinco minutos, hora en que
descubrí el cuerpo sin vida de la señorita Halloran. Si desea apelar a la teatral forma
de reconstruir el hecho, creo que es el momento oportuno…
Se detuvo al oír unos pasos fuertes y pesados que procedían del piso superior.
Debía haber algo de amenazador e implacable en ellos para el pequeño grupo que
esperaba en el húmedo sótano…
Los pasos se detuvieron frente al lugar aproximado en que se encontraría la puerta
del guardarropa y se oyó exclamar:
—¡Eh!… ¿Es que no hay nadie aquí?…
La voz, a través del filtro de suelos y paredes, no podía reconocerse con claridad.
De pronto se abrió la puerta que había en la extremidad superior de la escalera y
apareció la alta y corpulenta figura del Comisario vistiendo un correcto traje de tarde
con el aditamento de una gardenia en el ojal de la solapa y un bastón forrado de cuero
en una de las manos.
Taylor se cuadró militarmente.
—¡El Comisario! —murmuró casi entre dientes.
—¡Hola! —dijo éste con voz estentórea, pero jovial—. Quise dar un salto para
ver cómo marchaban aquí las cosas. ¿Qué es esto? ¿Un velatorio? Yo esperaba
encontrarme con algo emocionante, incluso el inevitable tiroteo.
—Los tiros vendrán más tarde —auguró Pfaffle al Comisario—. Ahora vamos
arriba a interrogar al profesorado. Tienen que reproducir todos los pasos dados
aquella tarde, y si uno trata de hacer algo diferente hoy, lo probable es que haya
alguien que se dé cuenta del cambio. A partir de esta tarde pienso hacer un historial
del caso que posiblemente deje en pañales a las teorías de Freud y de Jung en
cuestión de criminología. A partir de esta tarde sabremos muchas cosas, ¿no es
cierto?
Taylor, a quien al parecer iba dirigida la pregunta, hizo una rápida señal de
asentimiento.
—O mucho me equivoco —murmuró sotto voce la señorita Withers—, o antes de
que termine la tarde, usted mismo va a quedar sorprendido del resultado de esta
investigación.
El Herr Professor sonrió mirando protectoramente a la señorita Withers e inició el
ascenso.

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—¿Es posible que usted, fraulein, haya podido hacer estudios en materia tan
ardua como es la psicología del anormal?
—He leído a William James —contestó agriamente la maestra.
—¿James? ¿James? Nunca he oído ese nombre. Precedió a Freud, sin duda.
—Y en más de un respecto —comentó crípticamente Hildegarde Withers.
No bien hubo el profesor conseguido alcanzar al Comisario, se encontró ya con
fuerzas para iniciar un nuevo discurso.
—Me siento honrado y feliz —anunció— de que haya usted venido a presenciar
mi triunfo. Los mismos principios científicos que permitieron localizar el lugar en
que se escondió el conserje Anderson…
—¿Y a qué hombre no se le hubiera ocurrido refugiarse en el parque después de
estar más de un día encerrado en una lóbrega celda, y verlo extenderse ante sus
narices en el momento en que se escapaba a través de la ventana?
La señorita Withers empezaba a perder la paciencia. Sin embargo, el profesor
prosiguió impertérrito:
—Esos mismos principios científicos, repito, me han servido para llegar a la
conclusión de que Anderson era víctima, no sólo de claustrofobia, sino también de
fetichismo…
—Supongo que ese pequeño rincón entre las cajas de licor, que usted consideró
como detalle insignificante, lo elegiría él por temor sin duda a esos espacios cerrados
que acaba de mencionar…
—Estos principios —prosiguió el profesor después de echar una apocalíptica
mirada a la maestra—, me han servido para formar una clara idea de los motivos,
causas mentales, origen y el secreto, en fin, de todo lo que haya de misterioso en este
suceso. Es un crimen pasional, un amor como el que sentía Caliban por la estrella…
La señorita Withers pareció intrigada por la comparación, pero decidió no dar
excesiva importancia al detalle. El profesor, a pesar de su locuacidad, no perdía de
vista el aspecto comercial del asunto y había hecho señas al taquígrafo de que tomara
nota de los comentarios que muy bien podían incluirse más tarde en la conferencia de
la Prensa para ser publicados en la edición de la mañana siguiente.
—Conozco hasta el más insignificante pensamiento que cruzó por la mente de
Anderson en aquella tarde fatal —explicó—. La forma cómo llevó a cabo el crimen.
Conozco todos sus movimientos, o los sabré tan pronto como haya interrogado a las
maestras y maestros que en este momento están tratando de reproducir los suyos
propios en la tarde de autos. Sé que Anderson sentía un amor morboso y retorcido por
la señorita Anise Halloran, amor que estaba muy por encima de sus aspiraciones
lógicas. Se consideraba, mentalmente al menos, capacitado sólo para besarla los
zapatos… ¿Se da ahora cuenta de mi teoría sobre el fetichismo?… Y su primer paso
es comenzar a coleccionar estos objetos para él tan dignos de veneración. De todos
modos, el cargo de conserje le daba cuantas oportunidades pudiese desear. Además
era amigo de la voluptuosidad como lo demuestra el pequeño escondrijo que se había

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construido para beber, fumar y contemplar a sus anchas las fotografías que colgaban
de las cajas, en momentos en que todos le supondrían dedicado a sus faenas
habituales. ¿Sigue usted mi razonamiento?
—Sí, sí —respondió el Comisario—. Y me parece lógico todo cuanto acaba de
decir.
—Bien. Después sobreviene un cambio en la psicología del conserje. ¿Lento o
rápido? No lo sé. Si todo cuanto él posee son los zapatos del objeto de su adoración,
no quiere que nadie pueda participar de este privilegio. ¿Cómo? ¡Destruyendo el
ídolo! Acecha escondido desde el fondo del pasillo hasta ver que todas las maestras
han salido en dirección a sus respectivas casas; todas menos la víctima, como es
natural. Lleva un hacha en la mano dispuesto a consumar lo que en su fuero interno
considera como un acto de veneración, ¡de supremo sacrificio! Entra en el
guardarropa y la hiere mortalmente antes de que ella pueda emitir el más ligero grito.
Hay un momento en que intenta despojarla de los zapatos, único objeto digno ya de
amor ahora que la perversidad ha acabado por adueñarse de su alma. De pronto, no sé
si por haber oído voces, se da cuenta de que la señorita Withers se halla todavía en el
edificio y huye; huye abandonando el cadáver. La señorita Withers entra en el
guardarropa, lo ve y sale a pedir auxilio. Mientras dura la ausencia de ésta, vuelve
Anderson resuelto a llevar a cabo el plan de enterrar el cuerpo en el sótano de la
escuela. La súbita llegada del inspector le impide rematar la obra y, ya loco, tumba a
éste de un fuerte golpe de pala en la cabeza. Pero comprende que el tiempo apremia,
se olvida de la fosa y piensa en el horno como único lugar en el que puede ocultar de
momento la prueba de su delito y allí lo mete dejando que las llamas terminen la
macabra labor. Anderson corre lleno de pánico al escondrijo, se emborracha, y en
estado lamentable se presenta como un niño ante la policía olvidándose de momento
de todas las siniestras maquinaciones. Eso es típico en esta clase de perturbación.
—Como podría ser también típico en cualquier caso de inocencia —sugirió la
señorita Withers.
Pero nadie pareció tomar en cuenta estas palabras.
—Y ahí tienen ustedes mi versión de lo ocurrido —terminó diciendo Pfaffle—.
Ahora sólo falta, la substanciación de los hechos, cosa que posiblemente logremos
interrogando a los maestros y maestras. Supongo se habrán dado cuenta de algunos
detalles que nos servirán para rellenar los huecos libres que queden de éste, al
parecer, complicado rompecabezas. Vamos, pues, al último capítulo de nuestra
historia. ¡Sargento! Llame de nuevo a todos para que se reúnan en la clase 1A.
El Comisario le miró sorprendido.
—Le advierto que no había nadie cuando yo llegué —hizo observar.
—Sargento, tráigalos aquí a todos. Quiero que el Comisario oiga lo que tengo que
decir. Recorra todo el edificio y vaya trayéndolos aquí, uno por uno.
Pfaffle estaba radiante de satisfacción. Abrió marcha encaminándose a lo largo
del pasillo, pero el Comisario prefirió rezagarse un tanto para poder charlar con la

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señorita Withers.
—¿Qué le parecen a usted las declaraciones que ha hecho el profesor sobre el
caso? —preguntó.
—Muy ingeniosas, no cabe duda, pero falsas —contestó la maestra—. Anderson
no puede ser en modo alguno el asesino. Tiene los pies demasiado grandes y llevaba,
además, paja en las cejas, sin embargo…
Cortó súbitamente el comentario. Se hallaban ya frente a la puerta del aula de la
señorita Cohen cuando se oyó la voz del sargento que decía excitadamente desde la
escalera.
—¡Profesor! ¡He mirado en todas las clases y no hay nadie! ¡Todos se han largado
tranquilamente a sus casas!
El profesor se puso lívido.
—¡Du lieber Gott! ¡Der Schweinhunds! ¡Daré orden de que los cojan a todos por
el cuello y los lleven al calabozo!
El Comisario, con la cara impasible que le era peculiar, hacía, no obstante,
esfuerzos inauditos por no soltar una carcajada.
—Pero… —exclamó con fingida sorpresa—. ¿Qué ha ocurrido para…?
—¡Dumkopfs! ¡Tendrán que darme cuenta de esto!
El profesor estaba dando en aquel momento un buen ejemplo de la demencia que
tanto mencionaba en sus libros de criminología.
La señorita Withers, después de estornudar un par de veces, cogió el paraguas y
se dispuso a marchar. Había tenido que soportar al profesor toda la tarde, pero se
creyó suficientemente recompensada.
—No se queje, profesor —dijo suavemente—, porque al fin y al cabo no han
hecho sino cumplir al pie de la letra sus instrucciones. Usted mismo nos pidió que
actuásemos exactamente tal cual lo hicimos en la tarde del asesinato. Las maestras,
como todo el mundo sabe, abandonan la escuela a las tres y media en punto y al no
recibir contraorden, ya que el agente encargado de guardar la puerta había sido
enviado en mi busca, se marcharon tranquilamente, como hace poco decía el
sargento. Y créame, profesor, esta desbandada ha sido lo único juicioso que se ha
hecho aquí durante toda esta tarde.

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Capítulo XVI
¡Ach du lieber Augustine!
(19-11-32 – 4 de la tarde)

— V erdaderamente, no tiene usted motivo de queja por la conducta del


profesorado de la escuela Jefferson —hizo recordar al vienés el
Comisario—. Usted les dijo que repitieran cuantos movimientos hicieron aquella
tarde, y creyeron que en el ceremonial iba también incluida la partida.
—Alguien debió variar el trámite saliendo hoy más temprano que lo hizo la tarde
del asesinato —comentó la señorita Withers—. Ese alguien permaneció aquí ese día
hasta mucho después de que llegara la policía y luego partió ruidosa, pero
rápidamente, utilizando el canalete de escape. Me temo que esta persona no fue tan
puntillosa en obedecer sus órdenes como lo fueron los demás. ¡Muy lamentable,
profesor!
Este caballero estaba ciego por la cólera. Se arrancó la brillante placa que le
colgaba del forro del sobretodo y la tiró sobre la mesa. Después hizo una seña al
fotógrafo y al secretario, que permanecían inmóviles junto a la puerta del aula.
—Vámonos —anunció—. Presento mi dimisión del cargo de inspector interino de
la brigada criminal. Augustine Pfaffle no está acostumbrado a ser el hazmerreír de
nadie.
Abandonó el edificio dando un fuerte portazo que sonó como un cañonazo por
todos los ámbitos de la escuela.
La señorita Withers y el Comisario cambiaron significativas miradas.
—¡Cuánto hubiese dado por ver aquí a Piper en estos momentos! —dijo el
Comisario con ansia.
—Y yo también —añadió la señorita Withers.
Sólo el sargento ponía cara de desolación.
—¡Y yo que me figuré —pensó—, que al lado de ese hombre podía haber llegado
a ser un psicocriminólogo!
En aquel momento se abrió la puerta exterior del despacho del señor Macfarland
y en ella apareció la figura del Director.
—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó—. ¿Un tiro?
La señorita Withers observó que le temblaban las manos más de lo que hubiese
correspondido a la impresión producida por el estampido de una puerta.

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—¡Qué idiota soy! —exclamó el sargento—. He mirado en todas partes menos
ahí. ¿Ha estado usted dentro durante todo este tiempo?
—Claro que he estado —replicó el Director con furia—. ¿Hasta cuándo va a
durar esta imbecilidad? ¿Dónde está el profesor?
—El profesor y la imbecilidad acaban de marcharse —le informó la señorita
Withers—. Y antes que ellos, todo el resto del profesorado. Y sin embargo usted
sigue aquí. Óigame, señor Macfarland, ¿se quedó usted también hasta estas horas la
tarde en que mataron a Anise?
—¿Cuántas veces le he de decir que no? Ese día salí temprano, y Janey puede
corroborar el hecho, y me entretuve en pasear por las calles tratando de recoger
material para mis ensayos diarios.
—¿Y no se le ocurrió pensar que las órdenes de hoy eran las de reproducir
exactamente nuestras actividades de aquella tarde?
—Pues… la verdad… no, no se me ocurrió… —contestó con marcado titubeo.
Y añadió como si se le hubiese ocurrido una idea salvadora:
—Mi mujer debe estar ya preocupada por mi tardanza.
El Comisario consultó de pronto su reloj.
—Tengo que marcharme —dijo—. Me detuve sólo para ver cómo seguía mi
nuevo funcionario, y he quedado más que satisfecho. Mi coche está en la puerta,
señorita Withers. ¿Quiere que la lleve a alguna parte?
—Si es usted tan amable… —respondió la maestra—. Diga al chofer que me deje
en Las Tumbas. Tengo entendido que es allí donde han llevado al conserje, y quisiera
charlar unos instantes con él… contando, como es natural, con que usted dé las
oportunas órdenes.
El comisario tuvo una repentina idea.
—Usted es la única que ha demostrado tener sentido común en todo cuanto se ha
hecho hasta este momento en la investigación de este caso —dijo, entregándole al
propio tiempo la chapa que rechazara, el profesor—. Con esto no habrá nadie que se
atreva a detenerla. Y si quiere —añadió—, haré ahora mismo el trámite para que el
nombramiento sea oficial.
Ella se la prendió junto a la que le diera el inspector e hizo el siguiente
comentario:
—No hace falta. Creo que dos condecoraciones equivalen casi a un
nombramiento oficial.
—Pase y recuerde que tiene usted sólo quince minutos para hablar con el preso —
dijo el guardia que la acompañó hasta la celda.
—¿Quince? —replicó la maestra—. Con diez tengo más que suficiente.
Después que se hubo cerrado la puerta, se volvió al hombre que se había puesto
en pie con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
—Buenas tardes, Anderson —saludó.
El conserje alzó la vista.

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—¿A qué ha venido usted aquí? —preguntó—. ¿Por qué no me deja en paz de
una vez? Yo no tengo nada que decir.
—Pero yo sí —dijo la maestra.
Anderson se dejó caer en la silla.
—Es extraño que no tenga miedo de estar aquí a solas conmigo —gruñó—. ¿Es
que no lee usted los periódicos? ¿No sabe, acaso, que yo soy ese «malvado del
hacha»?
Algo que había en la serena presencia de la señorita Withers le estaba haciendo
soltar la lengua.
—Esa es una de tantas majaderías que dice la Prensa —le respondió la maestra—.
Lo peor que ha hecho usted hasta este momento es robar whisky de la bodega del
gobierno y vendérselo a Tobey, el dueño de la tienda que hay frente a la escuela.
El conserje, sin alterarse en lo más mínimo, contestó:
—¿Ha hablado Tobey, no es así? Está bien, no me importa. Es lo que hace todo el
mundo: hablar, hablar. Ese doctor alemán dice que estoy algo tocado. ¡Me hace
preguntas que yo no puedo… mejor dicho, que no quiero responder! ¡Quería que le
contara todo lo que yo hago en mis sueños!
—¿De modo que fue por eso por lo que usted le pegó el otro día y se escapó por
la ventana? Me lo figuré. Ahora escúcheme, Anderson, pues no tengo tiempo que
perder. No tardará usted en comparecer ante el Gran Jurado y como no hagamos algo,
le van a juzgar, le van a sentenciar, ¡y le van a ejecutar!, por el asesinato de Anise
Halloran.
—¡Que lo hagan si les da la gana! —replicó Anderson.
—¡Esa no es forma de contestar, Anderson! Y menos a mí que sólo trato de
ayudarle. ¿De dónde le ha salido ahora esa indiferencia por la vida?
Él se encogió de hombros.
—¿Y por qué he de temer la muerte? ¡Cuarenta años viviendo como un perro! De
pronto se presenta la suerte que tanto esperaba… ¡y la pierdo!
—¿Qué clase de suerte?
—Es mejor del mundo… ¡dinero! No quiero acabar mis días como un pobre
conserje, cuidando hornos y barriendo los suelos de las escuelas. Confié siempre en
que esto, tarde o temprano, habría de terminar, y no me cansé de probar fortuna.
Las palabras principiaban a salir de la boca de Anderson como un torrente,
atropellándose casi unas a otras.
—Jugué en la Bolsa, y perdí. Jugué en la lotería mejicana, y perdí. Jugué en la
China, y perdí vez tras vez. Aposté por Dempsey en Philadelphia y por Al Smith en
las elecciones… ¡y perdí también! ¡No he hecho sino perder en la vida! He estado
jugando tres años en el «sweepstakes» irlandés… ¡y nada! Este año no tenía dinero,
pero el hombre que me vendió los billetes los años anteriores me dijo que si lograba
colocar un talonario entero, el último de los billetes quedaba libre para mí como una
especie de recompensa. Y empecé a venderlos hasta que al fin me quedaron sólo dos,

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uno para la venta y el otro para mí. Yo sabía que la señorita Halloran compraba
whisky en la tienda de Tobey y me dirigí a ella explicándole lo que podía ganar en el
caso de que saliera premiado su número. Pidió dinero prestado a una amiga, pero
insistió en quedarse con el número que yo precisamente había elegido para mí: el
131313. Cuando al día siguiente leí en los periódicos el resultado del sorteo, creí
volverme loco. ¡Había ganado mi número, pero no mi billete! ¡Fue ella quien me
quitó la fortuna de entre las manos!
—¿De modo que fue por eso por lo que usted mató a Anise Halloran? —preguntó
la señorita Withers sin dar muestras de gran convencimiento por sus mismas palabras.
—Le digo que yo no he matado a nadie. Todo cuanto hice fue beber… beber…
como nunca bebí en la vida… y sólo recuerdo que al salir de mi escondrijo, me
detuvo la policía diciendo que yo había matado a alguien.
La señorita Withers movió la cabeza de arriba abajo.
—Otra cosa más, Anderson, ¿quién, además de usted, conocía el agujero secreto
que comunicaba la escuela con la bodega?
—¡Nadie!
—¿Y qué me dice de Tobey, el tendero? Usted solía venderle el licor…
—Sí, pero diciéndole que me lo traía un amigo que tenía en la Compañía
Escandinavo Americana de Navegación.
—Cosa que quizá él pusiera en duda. Pero también cabe en lo posible que alguno
de los maestros, incluyendo al señor Macfarland, bajara un día al sótano en el
momento en que usted hacía una de sus incursiones y le viera desaparecer por la
trampa que ambos conocemos. Bien, me voy, Anderson.
Éste la agarró de una de las mangas y preguntó con ansia:
—¿Me cree usted?
Al ver la cara impasible de la maestra dejó caer las manos y añadió:
—No, ya veo que no me cree. Es usted como todos los demás. Ha venido aquí a
tirarme de la lengua, pero convencida de que fui yo quien mató a la muchacha por el
billete, por los zapatos, o por lo que fuera. ¡Usted cree que yo soy ese «monstruo del
hacha» de quien tanto han hablado los periódicos!
—Está usted equivocado —declaró la señorita Withers haciendo ademán de
retirarse—. No le tengo por ningún «monstruo», ni tampoco por un lunático, pero
respecto al asesinato, sólo el juez podrá decidir. Buena suerte, Anderson.
La señorita Withers salió de Las Tumbas y se dirigió al edificio donde estaban
instaladas las salas de lo criminal. Titubeó unos instantes en el rellano superior de la
escalera y pasando de largo la conocida oficina del teniente Keller, se dirigió a la
puerta que había al final del interminable vestíbulo y sobre la que un sencillo rótulo
decía así: «Van Donnen».
Encontró al famoso y diminuto experto en trabajos de laboratorio, enfrascado en
medir las rayas impresas sobre una bala de plomo con objeto de compararlas luego
con las de otra salida de la pistola de un conocido maleante. Se levantó un tanto

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confuso al verse sorprendido en mangas de camisa y sin corbata que le adornara el
cuello.
—No se preocupe por la indumentaria —dijo la maestra—. Sólo he venido en
busca de información sobre algo que después de consultar con doctores y de tragarme
volúmenes, he sacado lo que el negrito del sermón. Dígame, doctor: ¿qué es lo mejor
que existe actualmente para matar hormigas?
Van Donnen enarcó las cejas.
—¡Pero, señora! —exclamó—. ¿Era preciso que viniera a mí, sólo porque tenía
hormigas en el aparador? Compre cualquier veneno comercial; Flit, pongo por caso…
u otra marca similar.
—No, no me he explicado bien —aclaró la señorita Withers—. He querido decir
que si hay algún veneno que pueda ser instantáneamente mortal para un insecto —
digamos una hormiga— y sin embargo le resulte agradable el comerlo.
Van Donnen quedó pensativo.
—Los mejores venenos comerciales que hay para hormigas suelen estar
compuestos de jarabes mezclados con arseniato de sodio. Pero estos no entran bajo la
especificación que acaba usted de mencionar, puesto que su acción más bien pudiera
calificarse de lenta. La hormiga acarrea el producto hasta los depósitos de la
comunidad y envenena con él todo el resto de las existencias. Vamos a ver… ¿que
qué es lo que a la hormiga le gusta comer o beber con preferencia produciéndole al
mismo tiempo una muerte instantánea…?
De pronto dio una palmada en la mesa.
—Ya lo tengo —dijo—. Ha de ser uno de los derivados del petróleo, la kerosina,
por ejemplo, puesto que ésta actúa instantáneamente sobre la función respiratoria del
insecto. El olor es tan fuerte que no pueden resistir la tentación de acercarse, pero
caen muertas antes de que lleguen siquiera a probarlo.
La señorita Withers asintió pensativamente.
—Y… ¿cuál sería el efecto de la kerosina sobre las personas? —preguntó.
—Ninguno; quiero decir, perjudicial. Se usa a menudo como remedio para las
afecciones de la garganta. Sin embargo, los productos más refinados del petróleo son
ya peligrosos. La gasolina etílica, por ejemplo, concentrada, es quizá una de las
formas más letales de los venenos saturninos. ¿Pero qué tiene esto que ver con la
investigación que está usted llevando a cabo? Creí que la infortunada muchacha fue
muerta de un fuerte golpe de nacha en la cabeza.
—Sí, así fue, pero… Dígame: esos productos refinados de la gasolina, que usted
acaba de mencionar, ¿que efectos pueden producir en el organismo humano?
Supongamos que se me ocurriera tomar un vaso de gasolina o de petróleo, ¿qué
pasaría?
—Que lo devolvería usted al instante. El estómago podría retener sólo una
pequeñísima dosis de esos aceites. Si esto no fuera así, cualquier quitamanchas
líquido, como la bencina, podría convertirse en un grave peligro. Como he dicho, el

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estómago sólo podría tolerar una o dos gotas de ese veneno, pero repitiendo la dosis
durante diez o quince días acabaría por sobrevenir la muerte, una muerte lenta, pero
inexorable.
Van Donnen se frotó las manos y sonrió con aire de satisfacción.
—Es curioso el hecho —dijo— de que se le haya ocurrido sacar a colación tan
interesante tema. Llevo años estudiando la acción de estos derivados venenosos del
petróleo que los médicos apenas conocen, debido quizá al hecho de la natural
intolerancia que el estómago siente por ellos y al inconfundible olor que acusa su
presencia. Pero hará cosa de un año, el doctor Emile Ladrue, de París, publicó un
folleto anunciando haber logrado producir síntomas de anemia perniciosa en los
huesos a un mono al que diariamente, y durante el período de una semana, se le
habían administrado insignificantes cantidades de bencina. El mono sobrevivió unos
meses convertido prácticamente en un inválido, pero Ladrue creía que de haber
continuado una semana más el tratamiento, la muerte hubiese sobrevenido en un
plazo muchísimo más breve.
—Es todo cuanto quería saber —dijo la señorita Withers con gesto torvo—.
¡Doctor Van Donnen, voy a insistir en que el forense ordene la exhumación del
cadáver de Anise Halloran y el análisis de su estómago, a ser posible!
—¡Pero, escuche, señorita Withers! —objetó el doctor—. Le advierto que si usted
sospecha que en su caso haya habido un envenenamiento como el que acabo de
explicar, nada se logrará con el análisis del estómago. Todo fue absorbido por la
sangre, sin dejar trazas, como ocurre con los venenos inorgánicos.
La señorita Withers se volvió al llegar junto a la puerta.
—Doctor —preguntó—, si usted quisiera disfrazar el sabor de uno de estos
fuertes venenos derivados del petróleo, ¿qué es lo que haría? ¿Servirlo con café,
como hacía mi madre con el aceite de ricino para conseguir que yo me lo tomara?
Van Donnen movió negativamente la cabeza.
—No —respondió—. Lo mezclaría con una bebida espirituosa cualquiera. Pasaría
inadvertido, en especial en estos tiempos en que son muchos los licores que saben a
bencina.
Georgie Swarthout agitó una mano con gesto que daba a entender que todo el
restaurante de Los Alpes, desde la orquesta que había al fondo hasta el balconcillo
tras el cual se habían instalado, era una creación suya preparada exclusivamente para
este acontecimiento.
—Ahora que ya estamos aquí dígame qué le parece —preguntó—. ¿Verdad que
no está mal?
Las tres jóvenes que componían la orquesta se arrancaron con algo de Strauss y el
camarero, con un arte que hubiera envidiado un prestidigitador, hizo aparecer de
pronto unas coquetonas tazas soperas.
Janey Davis, que estaba entretenida en dibujar un complicado diseño sobre el
mantel con la punta del cuchillo, respondió distraída:

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—Sí, no está mal. Pero aún no sé todavía cómo se me ocurrió aceptar su
invitación.
—Pues yo se lo diré —replicó Georgie—. Aceptó usted porque sabía que yo iba a
continuar telefoneándola hasta lograr que me concediera este honor que ahora estoy
disfrutando. He de confesar, no obstante, que algunos de los momentos que yo elegí
para lograr mi propósito eran un tanto inoportunos.
—¿Cómo «un tanto»? Eran «muy» inoportunos.
—Bien, como usted quiera. Pero conste que yo conozco la historia de una
muchacha que tenía que bañarse cuatro veces los domingos por la tarde antes de
conseguir que sonase el teléfono.
—Es usted imposible —dijo Janey Davis.
—No tanto —respondió el joven detective—. Improbable nada más. ¿Qué,
bailamos?
—No, no podría.
—Vamos, olvídese de una vez de que me gano la vida trabajando por la ciudad.
Está usted preocupada, jovencita, y lo que necesita en estos momentos es un poco de
distracción. Insisto. ¿Bailamos?
—Está bien —contestó ella intentando dibujar una sonrisa—. Esto es un vals,
¿sabe usted bailarlo?
—No, pero le serviré de apoyo mientras usted baila —prometió Georgie.
En sus brazos la muchacha se mantenía erguida y rígida cual si fuera de cartón. El
joven acercó la boca a una oreja medio oculta por un montón de rizos color fuego y
susurró:
—¿Tan desagradable le resulta mi compañía? Se comporta usted como si yo fuese
un medicamento de esos tan difíciles de tomar.
—¿Por que me ha traído usted aquí? —insistió ella—. ¿Que es lo que desea
saber?
—¿Como he de decirle que esto es sólo una aventurilla de carácter social? —
respondió él—. Desde el primer día que la conocí, me dije para mis adentros: «Esta
es una chica que debe bailar como los propios ángeles». Pero veo que me he
equivocado.
Janey Davis aflojó un tanto la rigidez de los miembros, echó la cabeza atrás y
cerró los ojos.
—¿Está mejor así? —preguntó.
—¿Y lo duda siquiera?
Continuaron valsando en silencio y al terminar regresaron a sus respectivos
asientos.
—Pero, escúcheme —insistió de nuevo Janey—. He dicho ya a las autoridades
todo cuanto sé respecto a este caso. En serio, ¿qué es lo que quiere usted saber?
—¿Otra vez? Lo único que quiero saber es dónde prefiere usted ir a pasar el resto
de la noche —contestó Georgie sin dejar de comer—. Ya sabe usted que mi chapa

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puede servirnos de amuleto para entrar en muchos teatros sin necesidad de pasar
antes por la taquilla.
Janey movió la cabeza con gesto negativo.
—Lo siento —dijo—, pero no podemos ir a ninguna parte.
—¿Otra cita?
Ella asintió.
—¿Con el profesor Stevenson?
Nueva señal de asentimiento.
—Parece que es un buen amigo suyo, ¿verdad? —añadió tranquilamente.
—Sí que lo es —respondió la muchacha—. Y también lo era de Anise.
—¿Hace mucho que le conoce?
—Sólo desde el principio del curso. Este es mi primer año como secretaria del
señor Macfarland y también el de él como subdirector de la escuela Jefferson. Anise
le conoció el verano pasado en la casa de campo que el señor Macfarland tiene en
Connecticut.
Georgie no pudo ocultar el interés que le produjo la noticia.
—Entonces no sólo Anise, sino también el señor Macfarland conocían a
Stevenson antes de abrirse las clases, ¿no es así?
Janey se llevó una mano a los labios con muestras de estar arrepentida de su
ligereza.
—¡No, no he querido decir eso! —exclamó haciendo indicación de levantarse—.
¿Por qué ha de ser precisamente usted quien me haga esta clase de preguntas? El
señor Macfarland ha sido siempre atentísimo conmigo y Domi Stevenson es uno de
mis mejores amigos…
Las lágrimas velaron unos instantes sus pupilas.
—Lo siento —dijo Georgie Swarthout tratando de excusarse—. Veo que esto de
preguntar va ya constituyendo un hábito en mí. Bien, olvidémonos de todo y tratemos
de estar alegres.
—Es que yo no puedo estarlo —le respondió la muchacha extendiendo una mano
para recoger el bolso—. Ni creo que podré estarlo ya de aquí en adelante. Y ahora
perdóneme, se me ha quitado de pronto el apetito. Además, tampoco puedo olvidar
que es usted un detective.
—Pero no de los buenos —le hizo recordar Swarthout.
—De eso ya no estoy tan segura —replicó amargamente Janey Davis, dejando
que le ayudase a ponerse el abrigo.

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Capítulo XVII
Idea genial
(20-11-32 - 12 del mediodía)

L a señorita Withers se paseaba nerviosamente frente a la cama, mientras el


inspector se entretenía en dar los últimos ataques al suculento desayuno que
le habían puesto delante. En aquellos instantes el familiar olor a éter y a antiséptico se
hallaba dominado por los ricos aromas desprendidos del café y de una buena ración
de pollo asado.
Piper apartó el plato, que sólo contenía ya una parte alícuota del esqueleto del ave
y echó mano a uno de los consabidos cigarros. La señorita Withers le acercó un
fósforo encendido y después retiró un montón de periódicos del domingo apilados al
lado de la cama y los substituyó por un cenicero.
—El descanso te está sentando muy bien, Oscar —le dijo—. Veo que éste ha sido
el único modo posible de obligarte a que aceptaras unas vacaciones.
—Sí, sí, pero las vacaciones están resultando pesaditas. Y además, ¿por qué
demonios habría de ocurrírsele al gracioso que me dio este golpe, dármelo en el
preciso momento en que comenzábamos una investigación criminal? Y aquí me
tienes, atado de pies y manos, mientras el Comisario tiene la ocurrencia de soltar en
mi oficina a ese mamarracho de profesor vienés.
—Ah, ¿no sabes? Dicen que ha presentado una cuenta de dos mil dólares como
honorarios correspondientes a su calidad de consejero técnico. Hubiera sido más
económico para la ciudad de Nueva York el comprar una copia de su famoso tratado
sobre psicología de los anormales.
—O, puestos ya en ese terreno, el haber electrocutado al conserje sin necesidad de
complicarnos la existencia tratando de averiguar que clase de trastorno mental era el
que le obligó a matar a esa pobre Anise Halloran.
—A decir verdad —anunció la señorita Withers—, no fue Anderson quien
cometió ese asesinato. Estoy cansada de repetirlo, pero veo que mis palabras tienen el
efecto de un sermón en el desierto.
—¿De modo que no fue Anderson? —preguntó el inspector.
—No.
—Eso quiere decir que tú sabes quién es.
—¡Sí, Oscar Piper, lo sé!
El inspector se incorporó súbitamente.

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—¿Que tú sabes quién mato a Anise Halloran? ¿Y qué haces ahí parada? ¡Dilo ya
de una vez!
Ella movió la cabeza denegatoriamente.
—No, Oscar, no —replicó—. De nada serviría el que yo te lo dijera en estos
momentos. Es algo demasiado fantástico, casi imposible. Ni siquiera tengo pruebas
para sustentar mi teoría. Lo único que sé, es que estoy en lo cierto.
El inspector se olvidó de sí mismo. Hasta el extremo de lanzar el apagado cigarro
que tenía entre los dedos contra una de las paredes de la habitación.
—Di de una vez… ¿de quién se trata? ¿Del atildado Stevenson? ¿Del director
Macfarland, que escribe un ensayo en los días laborables y dos en los festivos?
¿Alguna de las maestras; por ejemplo, la hombruna señorita Pearson, que calza
zapatos sin tacón y viste ropajes masculinos?
—No quiero hacer de momento ninguna declaración —insistió Hildegarde
Withers—. Si yo te dijera lo que pienso, estoy segura de que mandarías al sargento y
a esos dos mamarrachos de Allen y Burns, a efectuar inmediatamente el arresto. Y la
consecuencia sería que después de unas semanas de infructuosas pesquisas, el preso
tendría que ser liberado por carecer la acusación de un sólido fundamento.
—Sí, pero también pudiera resultar lo contrario —arguyó el inspector—. Oye…
¡apuesto a que me figuro de quién desconfías! ¡Una mujer pudiera muy bien haber
armado todo este zafarrancho, incluyendo el numerito del hacha, de la pala, y de
todo!
La señorita Withers permaneció impasible.
—Mientras piensas, procura tener en cuenta una cosa, Oscar Piper. El asesino de
Anise era un hombre astuto e inteligente. Esta es una de las tramas más ingeniosas y
diabólicas que he visto en mi vida y al propio tiempo la que más se presta a la
confusión. Nada en ella es realmente lo que parece. Todo fue planeado para dar la
sensación de un crimen pasional, pero si te fijas bien no hay en él más pasión que la
que pudiera sentir un matarife frente a la vaca o ternera que tuviese que sacrificar. El
asesino fue muy prolijo en el detalle y tuvo en cuenta todo, menos la posibilidad de
una suerte adversa.
—¿Y esa suerte adversa…?
—Fue la de ser exageradamente meticuloso en el detalle de los zapatos —terminó
diciendo la maestra—. Si partiendo de este punto puedes aportar algo que nos
conduzca al esclarecimiento de la verdad…
Se calló de pronto al oír que alguien abría la puerta. Era el sargento Taylor que,
después de saludarla militarmente levantando la mano a la altura del sombrero, se
acercó al pie de la cama en que yacía el inspector.
—¿Qué? ¿Cómo está, jefe? —preguntó.
—A mí no me vuelva usted a llamar jefe —respondió amargamente Piper—.
Tengo entendido que trata usted de graduarse en la escuela de los psicoanalistas, y

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por lo tanto es de ese profesor Pfoof, o como se llame, de quien deberá tomar las
órdenes en lo sucesivo.
—Es precisamente de eso de lo que vengo a hablarle, inspector —dijo Taylor con
cara de angustia—. Todo eso del psicoanálisis se ha ido ya a freír espárragos, jefe. El
Comisario está que echa chispas porque el profesor, no sólo le ha quitado con su
dimisión el placer de poderle echar, sino que se ha ido derecho a la oficina del Fiscal
General con su chusca teoría acerca de la culpabilidad de Anderson. Dicen que el
Fiscal va a llevar a Anderson, basándose en esas declaraciones, ante el Gran Jurado, y
el Comisario me delegó para que viniese aquí a ver de obtener de usted o la señorita
Withers alguna nueva sugerencia sobre el caso.
El inspector dibujó una despectiva sonrisa.
—De modo que al fin se deciden a entonar la palinodia, ¿eh? ¡Vaya! Por lo visto,
el honor del departamento está de nuevo en peligro y el Comisario quiere que yo,
desde esta cama, le saque del apuro improvisando un criminal que eche por tierra
todas las teorías de ese imbécil que, pomposamente, se hace llamar el mejor
criminólogo de Europa. Bueno, pues por mí, pueden irse a…
—¡Oscar! —le interrumpió la señorita Withers frotándose vigorosamente las
narices—. ¡Se me acaba de ocurrir una idea! Y si el sargento quiere hacer lo que yo le
diga…
—¿Otra vez? —objetó pesaroso Taylor—. Recuerdo que hace poco lo hice y
ahora voy a ser motivo de una querella por parte de la señorita Curran quien, según
usted, ¡tenía algo que ver con el caso!
—Eso es verdad —interpuso rápidamente la señorita Withers—. Creí
sinceramente que tenía algo que ver con el caso, y después resultó que su
desaparición obedecía sólo al afán de mantener en secreto el matrimonio. Sargento, si
hay alguien que hizo el ridículo, fui yo… yo… sí, sólo yo.
La voz se le fue desvaneciendo hasta convertirse en un apagado susurro.
De pronto sus ojos se iluminaron.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Eureka! ¡Esta vez no me equivoco! ¡Lo tengo!
El inspector la miró con ojos de espanto. ¿Se habría vuelto loca de repente?
—¿Qué es lo que tienes, Hildegarde? ¿Hormigas? ¿Te ha picado alguna tarántula?
¿Qué es lo que tienes? ¡Dilo de una vez!
—¡Tú lo has dicho! —contestó sonriendo embelesada—. ¡Hormigas! O por lo
menos hay una que encaja como anillo al dedo en todo este rompecabezas. ¡Ahora no
solamente sé quién lo hizo, sino por qué lo hizo…!
De pronto se calló.
—Ahora que… —terminó diciendo—, no va a resultar tan fácil como yo creía el
probar lo que ahora estoy pensando. La cacería acaba de empezar, y tengo la
seguridad de que esta vez sé muy bien el terreno que piso. Todo cuanto en este
momento necesitamos es un reclamo…
—¿Un qué? —preguntó el sargento.

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—Una cabra —le respondió secamente la maestra—. He leído que cuando
quieren cazar tigres en la India, amarran primero una cabra a un árbol. Ésta se pasa
balando toda la noche, lo cual acaba por atraer al tigre que, vencido su primer recelo,
se decide a aprovecharse de lo que sin duda cree una fácil presa. Pero el cazador que
oculto acecha desde las ramas, dispara entonces y acaba con la fiera. Muy sencillo,
como ven.
—Sí, sí, muy sencillito —comentó el inspector—. Sobre todo para la cabra.
Bueno, ¿y a quién has escogido como reclamo? Supongo que al sargento.
—No.
Taylor exhaló un suspiro de alivio.
—Eres tú, Oscar —decidió la señorita Withers—, quien en este caso ha de hacer
el papel de la cabra.
—¡Queeeé…!
El inspector, en su sorpresa, estuvo a punto de meterse en la boca el extremo
encendido del puro.
—Te has estado quejando —prosiguió la maestra— de lo aburrido que pasas los
días y de que nadie parece acordarse va de ti en el curso de esta investigación. Pues
bien, yo quiero que vuelvas a ocupar el puesto que en justicia te corresponde.
—¿Yo? Pero, ¿qué demonios puedo hacer, si el doctor se empeña en que no me
mueva de la cama por lo menos en quince días…?
—Para hacer el papel de la cabra, amigo Oscar —dijo la señorita Withers
mirándole cariñosamente—, no necesitas moverte de donde estás.

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Capítulo XVIII
Preparativos
(20-11-32 – 8.30 de la tarde)

— T engo frío —dijo Janey Davis—. Domi, no tengo ganas de ir a pasear por
el parque. ¿Quieres que nos quedemos aquí en el apartamento?
Domi Stevenson se echó a reír.
—Claro, cariño. Me olvidé de que eres una flor de invernadero y de que el mes de
noviembre está tocando a su fin.
Salió de la diminuta cocina en la que había entrado para ayudar a Janey a preparar
una ligera cena y palpó el radiador.
—Esto está frío como el hielo —anunció—. ¿Qué te parecería si nos pusiésemos
a dar saltos?
—No, no es esa la clase de frío que yo siento, Domi. El mío es interno. Algo así
parecido al miedo.
Él se acercó y la rodeó con sus brazos.
—No te preocupes por mí —añadió ella apartándose del joven galán—. Ya sé que
no tengo ningún motivo para estar desanimada, pero… ¿qué quieres que te diga…?
No me siento con humor de divertir a nadie esta noche.
Cruzó la salita y se dirigió a la vacía chimenea. Él la siguió y se sentó frente a la
muchacha.
—Ya sé que es lo que te tortura, cariño —dijo—. La idea de volver de nuevo
mañana a la rutina, a la escuela… al lugar en que Anise fue…
—¡Calla! ¡Te lo pido por favor, Domi! —gritó ella con cara pálida y
descompuesta—. ¡Vámonos, Domi… ahora mismo… donde sea! ¡Vamos donde
nadie vuelva a mencionarme el nombre de Anise, donde nadie me haga preguntas ni
intente bucear en mis sentimientos…!
—Siempre hay en la vida cosas de las que en vano intentamos huir —dijo
reflexivamente Stevenson—. A mí me pasa algo parecido a lo que a ti te ocurre, y
supongo que al resto de los profesores les ocurrirá lo propio. Aguanta un poco más,
Janey, pues sabes que no hemos de tardar en irnos lejos de aquí. Hay a diario barcos
que pasan frente a la estatua de la Libertad, rumbo a Mallorca, a Bali, a Tombuctú…
—Tombuctú está en el desierto, Domi —hizo observar ella dibujando una sonrisa.
—Bien, pues nos iremos a otro sitio. ¿Qué te parece Persia? ¿O Rangoon? Dicen
que los lagos de Irlanda son los más hermosos del mundo… y que en Cambodia hay

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templos que se conservan hoy igual que estaban en épocas en que nuestros
antecesores no habían pensado aún en bajar de los árboles. Uno de estos días,
Janey…
—¡Domi! —le interrumpió ella.
La nota práctica iba a hacer su aparición.
—¿Con qué dinero? —añadió—. ¿Con el que yo sacara al hacer efectivo el
premio…?
—¿Y qué habría de particular en ello? Tú sabes muy bien que Anise no tenía
parientes. ¿A quién si no a ti le habría a ella gustado dejarle ese dinero? Además, la
mitad de ese billete te pertenece en derecho…
Janey se sentó en el brazo del sillón ocupado por Stevenson.
—Quizá te parezca un poco tonta, Domi, pero quisiera olvidar todo cuanto esté
relacionado con mi vida pasada…
El timbre del teléfono interrumpió la conversación.
Janey Davis se volvió con rapidez y prosiguió señalando con un dedo el inocente
aparato.
—¿Lo ves? Eso es lo que he querido decir. Ni aún en sueños me puedo escapar de
ese algo que parece complacerse en atormentarme el alma. Me siento, día y noche,
como fiera acorralada. Si no es la policía, son los de la Prensa, y si no, el señor
Macfarland…
—Sí, me imagino que hasta el pobre Mac andará sobresaltado estos días —replicó
el joven profesor—. ¿Por qué no contestas? Quizá se trate sólo de un número
equivocado.
Furiosa, con movimientos de felino que acecha una presa, Janey se acercó al
aparato y levantó el receptor.
—¿Diga?
Al otro extremo de la línea se oyó la voz de Georgie Swarthout.
—¿Es usted, Janey? —preguntó.
—Sí, soy Janey.
Tapó la boquilla del micrófono con una de las manos y miró desesperadamente a
Stevenson.
—Es ese fresco de detective otra vez, Domi. Sin duda llama para pedirme que
salga con él esta noche. ¿Qué hago?
—¿Que qué vas a hacer? Pues, nada, acceder a su deseo. Es tontería que trates de
enemistarte con uno de esos novatillos, querida. Además parece inofensivo. No
sientas resquemor.
Janey movió la cabeza con evidentes señales de rebeldía. La voz de Swarthout
seguía resonando alegre en sus oídos. De pronto se dio cuenta de que el detective no
trataba esta vez de solicitar una de sus acostumbradas citas.
—¿A ver? ¿Quiere repetir lo último que ha dicho?
Esta vez Janey escuchó con verdadero interés.

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—Naturalmente, preciosa —respondió Georgie—. Preguntaba sólo si estaría en
casa esta noche. Necesito hablar con usted unos instantes. Asunto oficial. Acaba de
saberse en Jefatura algo nuevo con respecto a la muerte de Anise Halloran.
—¿Dónde está usted?… Bien, le espero —dijo Janey con voz desfallecida.
Colgó el auricular y a continuación comunicó a Stevenson el informe que acabara
de recibir.
—Bien, entonces yo me voy —dijo éste.
—Nada de eso, cariño —replicó Janey—. Sabes muy bien que necesito tu apoyo
moral en estos momentos. Además, que no estoy aún muy segura del plan en que
viene ese pollo. Si la visita es realmente oficial, no hay razón para que tú no oigas lo
que tenga que decirme. Y si no lo es —cosa que cabe muy bien dentro de lo posible
— no estará de más que te vea y comprenda lo ridículo de sus pretensiones.
—Bien, bien —convino el joven, apresurándose a dar unos toques a las diversas
prendas de su indumentaria.
Había escasamente vuelto al sillón que antes ocupara cuando se oyó el timbre de
la calle y a continuación unos pasos que resonaron rápidos a lo largo de la escalera.
Si Georgie Swarthout experimentó algún desencanto al ver a Dominic Stevenson
sentado en el confortable saloncillo, supo disimularlo como un verdadero filósofo.
—Escuchen —dijo casi sin aliento—, dispongo sólo de unos minutos y ha sido
una gran suerte para mí el encontrarles a los dos aquí. Esto me economiza un viaje a
la villa.
—No comprendo… —dijo Janey en actitud retadora.
—Que vamos a hacer los tres un viaje juntos al Bellevue —explicó Georgie.
—¿Y por qué los tres? —quiso saber Janey.
—¿Y por qué al Bellevue? —preguntó Stevenson, poniéndose en guardia—. Si no
me equivoco, eso es un hospital.
—Escuchen atentamente —dijo Swarthout—. Acabamos de saber algo con
respecto al caso Halloran que posiblemente nos sirva para descifrar el enigma antes
de que pase la noche. Espero que la noticia les alegre; así es que… ¡ahí va!
Dominic Stevenson se levantó de la silla en que estaba sentado y fue a situarse al
lado de Janey Davis. Georgie, por el contrario, se sentó pausadamente y se palpó los
bolsillos en busca, sin duda, del paquete de cigarrillos.
—¡Estamos realmente de suerte! —exclamó—. Piper, como saben, se encuentra
en el hospital Bellevue con la cabeza descalabrada. Estuvo en un tris que no se nos
fuera, pero, afortunadamente, su estado puede calificarse casi como satisfactorio. Esta
es la razón por la que tanto ustedes como todos los implicados en el caso Halloran,
tendrán que reunirse esta noche, cuanto antes mejor, en el hospital de Bellevue.
Georgie encendió tranquilamente el cigarrillo que tenía entre los dedos y
prosiguió.
—El asesino de Anise Halloran se hallará sin duda en ese grupo… ¡y Piper será el
encargado de identificar al culpable!

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Janey Davis se tambaleó unos instantes, pero no tardó en recuperar su natural
rigidez.
—¿Identificar? —preguntó, sorprendido, Stevenson—. ¿Qué quiere usted decir?
¿Cómo puede el inspector identificar a nadie?
—Yo se lo diré —principió a explicar Georgie—. Ustedes habrán oído decir que
el inspector entró en el sótano de la escuela en el preciso momento en que el asesino
se hallaba tratando de dar remate a su obra, ¿no es así? Y que para colmo de
desdichas fue golpeado en la cabeza con una pala.
—Sí, yo he oído eso —convino Stevenson—. ¡Y también que no pudo enterarse
siquiera de quien le atacó!
—Eso es lo que dijeron los periódicos —replico Swarthout—. Y lo que él se
figuró a raíz de haber recuperado el conocimiento. Pero es sabido que un fuerte golpe
en la cabeza puede afectar al cerebro y hacerte olvidar temporalmente cosas ocurridas
inmediatamente antes del accidente. De todos modos, lo cierto es que empieza ya a
recordar e incluso afirma que vio una cara que le será fácil reconocer si vuelve a verla
de nuevo. Hemos decidido, pues, echar una redada a todos los que aquel día
estuvieron en la Escuela, y los llevaremos frente al inspector a fin de que él decida y
queden los demás libres de toda sospecha.
—De manera que, prácticamente, podemos considerarnos como arrestados, ¿no es
eso?
Swarthout movió negativamente la cabeza.
—No —respondió—. Ni tengo autoridad para hacerlo, ni voy provisto del
necesario mandamiento. Ninguno está obligado a ir al hospital, con excepción de
Anderson, el conserje, que, como todos saben, está acusado de asesinato y homicidio
frustrado. De todos modos, cualquiera que se resistiese a comparecer, despertaría
sospechas que luego se vería obligado a explicar satisfactoriamente.
Dominic Stevenson miró a Janey, que con ojos llenos de pánico contemplaba al
detective.
—Calma, muchacha —le dijo—. Eso no es ningún motivo de alarma para
nosotros.
Después se volvió a Georgie.
—Supongo que no hay temor de que el inspector, después del golpe recibido y de
la enfermedad subsiguiente, pueda cometer un error en la identificación. ¿No cree
que pudiera tenerlo?
—No creo —contestó Georgie—. Piper ha estado años y años identificando a
criminales y ha llegado a tener lo que en la jerga policiaca se llama «ojo de cámara».
No se preocupe, que no cometerá el error de señalarle a usted sin tener antes la
absoluta seguridad de lo que hace. Además, dice que la cara de la persona que le
golpeó se le ha quedado impresa en el cerebro como si se tratara de una grabación al
ácido. Ha permanecido confusa hasta hoy, pero dice que empieza ya a clarear. El

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doctor no está aún muy seguro de una posible recaída y ha dado orden de que la
reunión tenga lugar esta noche.
—En ese caso, Janey y yo iremos con usted —aceptó Stevenson—. Supongo que
tendrá abajo esperándonos a uno de los coches de la policía.
—Se equivoca —replicó el detective—. Ni siquiera pienso acompañarles, porque
me quedan aún varias llamadas que hacer. El asunto se lleva a cabo con toda
discreción y sólo somos el sargento Taylor y yo los encargados de hacer la redada.
Cojan un taxi y procuren estar en el hospital antes de que den las diez. Y no olviden
que se trata de un mero formulismo… ¡menos para cierta persona!
Janey se adelantó a abrir la puerta al ocupado agente de la Ley.
—¡Créame que me alegraré, caiga quien caiga, de que esto termine de una vez!
—le dijo con voz temblorosa.
—Cuando esto termine, ¿quiere usted darle esquinazo a su compañero y venirse
conmigo a tomar una taza de chop-suey[2] en cualquier restaurante? —susurró por lo
bajo Georgie.
Sin contestar, ella cerró la puerta, lenta, pero definitivamente. Georgie se subió
los pantalones y bajó de dos en dos las escaleras. Tenía aún trabajo pendiente para
aquella noche.
Waldo Emerson Macfarland era el inmediato en la lista de llamadas. Un taxi le
condujo rápidamente en dirección norte a lo largo de la Avenida Amsterdam, y
cortando después en dirección al parque que había junto a la calle noventa y seis. La
residencia del director de la escuela Jefferson tenía el aspecto de hallarse desierta; no
obstante, Georgie decidió probar fortuna tocando repetidas veces el timbre.
Cuando estaba ya a punto de desistir en su intento, vio encenderse una luz y una
cara que le miraba a través del cristal de la puerta.
—Abra —gritó Swarthout.
Desapareció la cara al propio tiempo que se apagaba la luz. Georgie volvió a la
carga oprimiendo obstinadamente el pulsador.
Al fin se abrió la puerta, dejando ver un espacio obscuro como boca de lobo y oyó
una voz engolada que decía:
—Adelante.
Entró. La puerta volvió a cerrarse tras él y de pronto sintió la sensación de que
algo duro le oprimía la espalda a la altura de la cintura.
—Le tengo encañonado —dijo la voz del director—. Como se mueva, disparo.
Georgie obedeció la orden. Al cabo de unos segundos disminuyó
momentáneamente la presión al tiempo que se encendían las luces del saloncillo
recibidor. Georgie miró atrás por encima del hombro y clavó los ojos en los acuosos e
irritados de Waldo Emerson Macfarland, desprovistos entonces de las acostumbradas
gafas. El director iba ataviado con una sencilla y modesta bata de baño y unas
estrechas y largas zapatillas de cuero.

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Macfarland devolvió la mirada sin muestra alguna de cordialidad o de bienvenida.
Permanecieron así unos instantes y al fin rompió a hablar Georgie, diciendo:
—Eso es un truco muy viejo.
—¿Qué truco?
—Tratar de asustarme utilizando una pipa en vez de revólver. Una boquilla, aún a
través del sobretodo, nunca hace el efecto del cañón de una pistola. ¿Qué clase de
pipa es? ¿Una Peterson? Me lo suponía.
Georgie se alejó unos pasos sin que el director le perdiera de vista un solo
momento.
—¿Se puede saber —preguntó éste—, qué concepto tiene usted de los derechos
de ciudadanía?
Georgie le mostró la placa de agente.
—Ah, vamos, un policía —añadió el director—. Entonces habré de reconocer que
me he equivocado. Pero los sucesos de la pasada semana me han obligado a tomar
cierta clase de precauciones. ¿Quién me aseguraba que no fuese usted un hombre que
tratase de atentar contra mi vida? Además, esta noche me hallaba encerrado en mi
despacho escribiendo uno de mis ensayos diarios, que versaba precisamente sobre el
tema del asesinato…
Swarthout le interrumpió, explicándole el motivo de su visita.
—Me queda aún otra visita por hacer —dijo a Macfarland—, así es que
permítame que vaya derecho al grano. Comprenda que en su caso se trata sólo de un
mero acto de rutina, pero debe usted presentarse sin pérdida de tiempo en el tercer
piso del hospital Bellevue. Puede usted, como es natural, negarse a ir haciendo valer
los derechos constitucionales. Sin embargo, no le aconsejo que haga esto último,
porque en ese caso nosotros estableceríamos nuestras propias conclusiones con
respecto a los motivos que pudieran haberle inducido a obrar de ese modo.
Macfarland sonrió.
—¿Y por qué me he de negar? —preguntó—. No creo que haya nadie más
interesado que yo en que se ponga en claro de una vez este misterioso asunto.
Además, posiblemente necesite un poco de material para terminar este estudio que
ahora tengo entre manos. Creo que el ir hasta me sea necesario.
—Entonces, cuento con que estará usted allí antes de una hora, ¿no es verdad?
—¡En absoluto! Saldré en cuanto termine de vestirme.
El taxi seguía esperando frente a la puerta. Georgie se metió en él y dio al
conductor la dirección del hotel Martha Washington. El caballero del volante le miró
sorprendido:
—¡Oiga! —objetó—. No me va usted a decir que quiere ir a ese chamizo. Déjeme
que le lleve yo a uno de la calle Ciento Diez, y verá que guayabos.
Georgie se echó hacia adelante y escudriñó en la tarjeta de identificación que, con
marco de cuero, colgaba en la parte posterior del asiento delantero. «Roscoe

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Doolittle», era el nombre que aparecía bajo la poco favorecedora fotografía. Después
habló al chofer con voz saturada de reproche.
—¡Roscoe! ¡Estoy avergonzado de usted! ¿Por quién me ha tomado?
—Hombre… le diré —contestó resignadamente el señor Doolittle—, yo sólo le
he tomado por un hombre que quiere que le lleven al Martha Washington. ¡Está bien!
¡No diga después que no le he advertido!
Atravesaron la ciudad y se metieron en una calleja hasta llegar a un pabellón que
ostentaba el familiar camafeo representando a una mujer que había sido Martha
Curtis antes de convertirse en la madrastra de la nación.
—Espérame aquí —dijo Georgie al servicial Doolittle.
Subió a saltos la escalera y se topó de pronto con una señora de rostro avinagrado
sentada frente a una mesa. Georgie Swarthout había conocido durante su corta, pero
accidentada carrera de detective, a muchas matronas de la policía, y jamás se
encontró con una mujer cuyo aspecto se acomodara más con el ideal soñado para un
cargo tal.
—Quiero ver a la señorita Pearson —anunció.
La matrona consultó inquisitivamente el reloj que colgaba de la pared.
—Son las nueve y media —le hizo recordar—. No se admiten visitas después de
las diez ni se permite que los caballeros entren en las habitaciones a ninguna hora del
día ni de la noche.
De este modo puso en claro que aunque en la clasificación no fuese incluido
como tal, el reglamento era taxativo y categórico.
Georgie tenía prisa.
—Pero podría usted pedirle que baje, ¿no es cierto?
Dejó ver discretamente la placa, que tuvo la virtud de hacer un efecto beneficioso.
—Creo que se fue al cine —comentó el cancerbero—, pero es posible que haya
vuelto ya.
Levantó el auricular del teléfono que había junto a ella e insertó una de las
clavijas en el cuadro de distribución que tenía delante.
—¿Cuatro once? ¿Señorita Pearson? Aquí hay un caballero que desea verla.
—Dice que ahora mismo baja —informó, volviendo el receptor a su sitio y
dirigiéndose a Swarthout—. Puede esperar en el recibidor. Es esa habitación que hay
a la izquierda. Ah, se prohíbe fumar en ella.
—Gracias —contestó Georgie.
Se apoyó en el mostrador y se puso a pensar en si habría cometido de nuevo la
torpeza de molestar a una mujer en el momento preciso de meterse en el baño. Pero
no fue así. Habían transcurrido sólo unos minutos, cuando apareció en la escalera la
corpulenta figura de la señorita Pearson, profesora de arte de la escuela Jefferson. A
juzgar por lo agitado de su respiración, debía haber bajado corriendo.
Se fue derecha a la mesa.
—¿Ha dicho usted que hay un caballero que pregunta por mí?

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—Sí, ese —el cancerbero indicó a Georgie con un movimiento de cabeza—.
Tiene una placa de agente de la policía.
La aclaración no debió producirle gran regocijo a la señorita Pearson.
—Ah —dijo con expresión vacua—. Sí, le recuerdo. Usted es el detective,
¿verdad? Bien, ¿qué desea?
—Darle un pequeño paseo.
—¿Un paseo? —contestó ella, mirándole con curiosidad—. ¿De qué clase? ¿A lo
gángster, social, o qué?
—Simplemente un paseo —explicó Georgie—. Ya le diré en el taxi de lo que se
trata.

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Capítulo XIX
Examen final
(20-11-32 – 10.30 de la noche)

—¿ Y a están aquí todos?


El sargento Taylor estaba en la puerta del salón de visitas del
hospital Bellevue confrontando los nombres que llevaba escritos en un papel.
—Sí, todos —respondió Swarthout—. Hemos tenido la suerte de encontrarlos en
sus respectivos domicilios.
—Tenían instrucciones de no salir de la ciudad y los domingos, por lo general,
sobre todo aquellos que tienen que trabajar al día siguiente, acostumbran a retirarse
temprano. Esa es una de las ventajas de haber hecho la convocatoria para esta hora.
—Bien, ¿qué es lo que esperamos ahora? —quiso saber Georgie.
La pregunta fue coreada por cuantos se hallaban allí reunidos.
—¿Dónde está esa Hildegarde Withers?
—Me supuse que algo tendría ella que ver con esta llamada —dijo la voz de la
señorita Rennel.
—¿Por qué no se nos permite desfilar delante del inspector y terminar de una vez
esta farsa?
—No podemos permanecer aquí toda la noche. ¡Oiga… oiga! ¿Qué es lo que
esperamos?
El sargento asomó la cabeza por la puerta.
—Un poco de calma, señores y señoras —aconsejó—. Esperamos sólo la llegada
de uno o dos de los invitados.
La sorpresa que se dibujó en la cara de Swarthout fue instantáneamente
desvanecida por el fuerte pisotón que le propinó el sargento.
—Yo voy arriba para ver cómo van las cosas —dijo Taylor—, y pido que cada
cual permanezca en su sitio hasta que yo vuelva. Swarthout, usted quédese aquí y
encárguese de que se cumplan las órdenes.
El sargento desapareció a lo largo del corredor y Georgie Swarthout penetró en el
saloncillo en forma parecida a la que empleaba Clyde Beatty para hacer lo propio en
la jaula de tigres y leones. La única diferencia, pensó Georgie, era que el famoso
domador iba siempre provisto de una silla y de una pistola cargada con cartuchos sin
bala para defenderse de un ataque imprevisto de cualquiera de los felinos.

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Aquellos hombres y mujeres, esperaban el turno de ser llevados a presencia del
inspector para ser identificados entre ellos el misterioso agresor y, en consecuencia,
todos eran considerados como presuntos asesinos de la señorita Halloran. Pero todos
parecían compartir una emoción general, y ésta era la de la impaciencia. Si alguno de
ellos es el culpable, sabe disimularlo a la perfección, pensó Swarthout.
Se recostó sobre la puerta y esperó.
En un extremo de la habitación Janey Davis y Dominic Stevenson cuchicheaban
en voz baja. Georgie vio como el instructor de trabajos manuales buscaba la mano de
Janey y como ésta la retiraba con gesto de contrariedad.
La señorita Cohen, con su sempiterno afán de aprender, leía un ejemplar del
Modern Instructor. Junto a ella la señorita Mycroft, profesora del primer grado,
miraba con evidentes signos de preocupación los arabescos que festoneaban la
alfombra. La señorita Jones y la señorita Carey estaban junto a la ventana
contemplando la densa niebla que, como blanco sudario, cubría en la distancia los
populosos barrios del East River.
Betty Curran Rogers se entretenía en hacer girar su anillo de boda en el dedo
central de la mano izquierda. Era su cara la única que no expresaba el menor síntoma
de excitación. Y así debía ser, puesto que era también la única que podía explicar
satisfactoriamente sus movimientos en la tarde en que se cometió el asesinato. De
todos modos, estaba allí, como los demás.
Waldo Emerson Macfarland, cual correspondía a la dignidad de su cargo de
director de la escuela, estaba sentado a solas en un rincón. Tenía en los labios una
sonrisa nerviosa y carente de sinceridad y en los ojos una mirada vaga, móvil, que a
las claras decía que el ilustre pedagogo no se hallaba en uno de sus muchos
momentos de inspirada concentración.
La señorita Rennel, como de costumbre, hablaba, sin más auditorio esta vez que
la compungida y lacrimosa señorita Murchison. Alice Rennel consideraba todo aquel
asunto como una imposición y no cesaba de hacerlo constar así.
Un poco más allá, sentadas en un diván, se hallaban las señoritas Hopkins y
Pearson, ambas con visibles muestras de desagrado, no obstante ocupar el sitio más
amplio y cómodo de la habitación. La señorita Pearson, de vez en cuando, y cual si se
tratara de un velatorio, hacía algunas referencias a las virtudes que adornaban en vida
a la difunta.
La señorita Strasmick se paseaba inquieta de un lado a otro, echando furibundas
miradas, no sólo a Georgie, sino también al resto de los compañeros y compañeras
que se hallaban reunidos allí.
En aquel instante se abrió la puerta y un nuevo personaje hizo su aparición en
escena. Era Tobey, un Tobey mustio y cariacontecido, que después de «aterrizar» casi
violentamente en mitad del grupo, se retiró a un apartado rincón y permaneció
acurrucado allí con la esperanza de que nadie volvería a fijarse en él.

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Su llegada, en vez de provocar un comentario general, tuvo la virtud de hacer que
las conversaciones se fueran enfriando hasta producirse un silencio sólo interrumpido
por los cuchicheos de Janey y de Dominic Stevenson.
—Supongo que era esto lo que estábamos esperando —comentó finalmente Alice
Rennel—. ¿Por qué no hacen algo de una vez?
—La cosa está ya al caer —dijo Georgie Swarthout—. Les suplico que tengan un
poco de paciencia.
—¡Eso mismo nos dijo usted hace ya media hora!
—Es posible. No soy de aquellos que ahora dicen una cosa y después otra.
Georgie se recostó contra la puerta y así permaneció durante otros veinte minutos
aproximadamente sin que nadie le molestara. Al fin volvió a abrirse la puerta,
dejando ver esta vez la andrajosa figura del escurridizo conserje Anderson.
Su presencia levantó una tempestad de protestas que obligó a Georgie a salir en
busca del sargento, a quien encontró en animada charla con Allen y Burns, que eran
quienes acababan de llegar escoltando al detenido.
—Ustedes dos esperarán en el coche —decía Taylor en aquel instante.
—Escuche —objetó Swarthout—. No quisiera meterme en camisa de once varas,
sargento, pero le aseguro, tan cierto como que Dios hizo el mundo, que ese conserje
tratará de darnos el salto en cuanto le perdamos un segundo de vista.
—¿Qué me dice? —replicó burlonamente el aludido—. Estoy seguro que hay
algo de cierto en eso que acaba de decir. Bien, muchacho, hagan lo que les he
ordenado.
Los dos detectives de la Comisaría partieron y Georgie movió pesarosamente la
cabeza.
—Que me maten si lo entiendo —dijo.
—No hace falta que lo entienda —respondió su inmediato superior—. Vaya y
diga a sus amiguitos y amiguitas que es ya solamente cuestión de un momento.
—No sé si van a creerme.
De todos modos, Georgie regresó al salón de visitas donde el conserje, como un
paria, permanecía aislado en un rincón mientras Tobey y el resto formaban un
compacto grupo junto a una ventana.
—Si no ocurre algo dentro de un minuto —anunció Alice Rennel con fiereza—,
yo me voy. No me gusta estar encerrada —agregó, echando una despectiva mirada en
dirección de Anderson— ¡con un asesino! Aunque éste se encuentre al otro extremo
de la habitación.
—Quizá el asesino ese que acaba de mencionar no se encuentra, como usted cree,
al otro extremo de la habitación.
Los profesores se apartaron instintivamente unos de otros. La sospecha que hasta
entonces recayera única y exclusivamente sobre el conserje, corrió como una
exhalación en todas direcciones. Nadie habló, y por primera vez aquella noche, Janey
Davis y Dominic Stevenson cesaron de cuchichear.

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Pasaron unos minutos. Georgie volvió a salir al pasillo, pero el sargento se había
esfumado. El joven detective hubo de regresar a su puesto, y con objeto de mantener
distraídos a los invitados, principió a asignarles números con arreglo a las iniciales de
los nombres respectivos que ostentaban.
—Usted es el primero de la lista, Anderson —anunció—. Después las señoritas
Casey, Cohen y Curran. Luego usted, Janey; quiero decir señorita Davis. Después…
Fue interrumpido por un rumor de pasos que se acercaban al salón. Por primera
vez en el curso de aquella noche se vio a la señorita Hildegarde Withers. Casi
pisándole los talones llegaron también el sargento Taylor y un majestuoso caballero
vistiendo una bata corta y blanca que le daba todo el aspecto de un doctor, lo que en
realidad era.
La señorita Withers daba señales de cansancio, tanto en el porte como en la voz.
—Es inútil que sigamos esperando —explicó—. La función ha sido suspendida.
He estado más de una hora discutiendo con el doctor Horman, aquí presente, y éste
insiste en que no puede acceder a lo que el sargento y yo teníamos planeado.
Hubo un pequeño murmullo en el auditorio, pero la señorita Withers levantó una
mano solicitando atención.
—Dice que el estado del inspector sigue siendo crítico y que es preciso evitarle
toda clase de emociones fuertes. Sólo el recuerdo de la cara de su agresor le produjo
una seria excitación. Ahora duerme y el doctor afirma que bajo ningún concepto se le
debe despertar. Tendremos, pues, que diferir la prueba hasta mañana.
Hubo un largo minuto de silencio. Sin duda uno del grupo debió alegrarse del
aplazamiento, pero, de ser así, supo muy bien ocultar sus sentimientos.
—La señorita Withers me ha pedido que les dirigiera la palabra personalmente —
dijo el doctor después de esta breve pausa—. Tenía miedo de que alguien la culpara
de este inevitable contratiempo. Pueden tener la seguridad de que nada ha tenido que
ver ella en lo ocurrido. El inspector se encuentra muy débil y cualquier «shock»
podría serle perjudicial. Acabo de darle una inyección hipodérmica y es preferible
que le dejemos descansar tranquilamente, por lo menos hasta mañana por la mañana.
Quizá entonces pueda intentarse la identificación, pero ahora es imposible. He
ordenado que ni siquiera se le dé la medicina de media noche que tiene preparada
junto a la cama. Esto les servirá para formarse idea de la importancia que para mí
tiene el descanso del paciente.
Y así lo comprendieron todos. Pero en vez de mostrar satisfacción por haber sido
relevados de pasar por el enojoso trámite, la mayor parte se consideraron
defraudados. En especial Macfarland.
—Yo quería dar fin a mi ensayo de esta noche —dijo en son de queja—. Mañana
tendré que escoger ya un nuevo tema, puesto que es así como he venido haciéndolo
durante estos dos últimos años…
—Lo siento, pero nada podemos hacer por complacerle —le interrumpió el
sargento, que cruzó la sala y cogió a Anderson de un brazo.

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—Vamos. Olaf —le dijo—. Para usted esto significa la vuelta al calabozo.
Los demás observaron como el sargento conducía al preso fuera de la habitación.
Después se inició un confuso ajetreo mientras comenzaban a ponerse abrigos y
sombreros, operación que suspendieron al producirse un lejano estrépito seguido de
los gritos: «¡Ahí va!». «¡Detenedle!».
Hombres y mujeres se precipitaron a la puerta con la señorita Withers a la cabeza
y sólo consiguieron ver la figura sudorosa del sargento con el sombrero echado sobre
las cejas y un par de grilletes que le colgaban ociosos de una de las manos.
Venía cabizbajo en dirección a ellos, sin darse gran prisa en cubrir el corto
recorrido. Iba seguido por una enfermera, a quien por lo visto el incidente había
hecho perder su natural compostura.
—Ha conseguido escaparse otra vez —anunció innecesariamente el sargento—.
Me pegó no sé con qué en la cabeza, y echó a correr por estas escaleras para bajar
después por las que llevan a la puerta principal.
Taylor parecía estar al borde del colapso.
—¡Voy tras él! —gritó Dominic Stevenson.
Salió disparado a lo largo del corredor, seguido de cerca por Georgie Swarthout y
a poca distancia, por Macfarland y por Tobey. La señorita Withers pudo oír los pasos
de Stevenson resonando escaleras abajo y luego detenerse de pronto en el descansillo
del piso inferior.
El joven profesor se hallaba asomado a la ventana cuando Georgie y el resto de
los seguidores consiguieron llegar a su lado.
—¿Por dónde se fue? —preguntaron—. ¿Le ha visto desde aquí?
Stevenson movió negativamente la cabeza.
—Sí, me pareció verle un momento —respondió—, pero después me convencí de
que me había equivocado. Creo que es inútil que sigamos corriendo.
El terceto regresó de nuevo al lugar en que esperaban la señorita Withers y el
resto de los allí congregados. La enfermera de turno había vuelto ya a ocupar su
puesto frente a la mesa e incluso principiaba a dar unas indiscretas cabezadas. La
señorita Rennel parecía tener que decir algo con respecto al particular.
—¡No sé de quién es la peregrina idea —comentó— de dejar suelto entre
nosotros a un loco peligroso, y sin más protección que la de un par de agentes que ni
hechos de encargo resultarían más brutos! ¡Voy a escribir una carta al Times que va a
levantar ampollas en la Jefatura de policía!
—Créame que siento en el alma lo ocurrido —se excusó la señorita Withers—.
Nuestras intenciones eran las mejores del mundo. Bien, buenas noches a todos. Si el
inspector se encuentra mañana con fuerzas para practicar la prueba, seremos
debidamente avisados de ello en la Escuela.
Dominic Stevenson dejó que se adelantaran los otros y después se acercó a la
directora de orquesta.

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—Señorita Withers —anunció—. Me llevo a Janey a casa, pero hay sitio de sobra
en el coche. ¿Quiere usted acompañarme?
—No, esta noche no, gracias —contestó—. Además, ya saben que el onceavo…
Se puso abrigo y sombrero y se unió al resto de la comitiva, haciendo caso omiso
del hecho de que su persona era objeto de marcada hostilidad por parte de las otras
compañeras. Al llegar al pasillo del piso bajo se detuvo.
—Creo que no estaría de más que subiese un momento para ver cómo sigue el
inspector —dijo—. Buenas noches.
Después de unos minutos invertidos en inspeccionar la topografía de la planta
inferior, desierta a aquellas horas y envuelta en una turbia semioscuridad, cruzó de
nuevo el corredor y se encaminó a la puerta con ánimo de levantar el pestillo que
franquearía la entrada a cualquier nocturno visitante que tratara de entrar saltándose a
la torera el requisito de tocar el timbre y tener que dar las explicaciones de rigor. Con
gran sorpresa, no exenta de satisfacción, vio que alguien se le había anticipado en la
maniobra.
Subió de nuevo las escaleras, pero esta vez se dirigió al quinto y último piso,
donde una somnolienta enfermera leía, o aparentaba leer, una revista, con la cabeza
hundida entre las manos y los codos apoyados en la mesa que tenía delante. A través
de las ventanas llegaban a sus oídos los estridentes gritos que lanzaban los pacientes
alojados en el Pabellón Mental. Aquí, no obstante, reinaba la más absoluta calma. Ni
una sola luz roja ardía sobre el dintel de ninguna de las puertas.
La habitación del inspector estaba al fondo del pasillo, junto a la escalera que
conducía a la parte posterior del edificio. La señorita Withers abrió la puerta y
penetró en el interior.
El inspector Piper, que estaba muy lejos de hallarse en el coma tan patéticamente
descrito por el doctor Horman, leía tranquilamente un número del Real Detective
Tales, envuelto en espesas espirales de humo que se desprendían del cigarro que tenía
entre los dientes.
Hildegarde Withers se lo arrancó bruscamente de la boca y lo tiró por la ventana,
que abrió de par en par. Después le quitó también la revista.
—¿Cómo esperas que crean que estás enfermo si ven esta habitación llena de
humo y oliendo a demonios?
Luego le arropó cuidadosamente, le ahuecó las almohadas y vació el cenicero.
—¿Ha ido todo bien? —quiso saber el inspector.
—Como un reloj.
—Y Anderson, ¿logró escapar?
La maestra sonrió.
—Por un pelo —dijo—. Allen y Burns anduvieron un poco torpes, pero Dominic
Stevenson, que es mucho más rápido de lo que yo creía, estuvo a punto de
estropearnos la combinación dando alcance al fugitivo. El sargento no tardará en estar
aquí. Oigo pasos… Sí, creo que es él.

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Se abrió la puerta y apareció Taylor. La cara le irradiaba satisfacción.
—Yo debía haber sido cómico —anunció—. No se quejarán del modo como hice
mi papel. En el teatro me habrían llamado a escena lo menos siete u ocho veces.
—No se entusiasme demasiado, porque aún no ha terminado la función —replicó
la señorita Withers—. Nos falta aún el último acto. ¿Todo tranquilo fuera?
—Como una tumba. La enfermera que hay al extremo del pasillo sale a tomar
café cada media hora, como usted le dijo, y el resto del tiempo, se lo pasa durmiendo.
La señorita Withers se acercó al interruptor que había junto a la puerta.
—Qué, Oscar —preguntó—, ¿preparado para hacer de cabra?
—Te prometo incluso balar cuando llegue el momento —contestó el inspector—.
Estas emociones me van a causar un retraso en la convalecencia, pero creo que vale
la pena. Puedes largarte ya.
—¡Un momento! —exclamó la maestra—. Nos olvidábamos de algo importante.
¡De tu medicina!
Echó en un vaso un poco del agua que contenía la jarra colocada en la mesilla de
junto a la cama y después movió la cabeza.
—Esto no parece medicina ni aún en la obscuridad —decidió.
Salió un momento de la habitación y volvió con un pequeño frasco de tintura de
yodo. Tres gotas fueron suficientes para conseguir la apetecida semejanza.
—No cometas la equivocación de bebértelo —le advirtió.
El inspector sonrió.
—Eres tú quien no debe cometer equivocaciones —replicó—. Y no me culpes a
mí si después de tanto preparativo te sale el tiro por la culata.
—Si el tiro me sale por la culata, no olvides que eres tú quien en mi plan está
haciendo el papel de la cabra —le hizo recordar ella.
Mientras pronunciaba estas palabras palpó significativamente la almohada bajo la
cual se ocultaba una pesada pistola automática del 44.
Una última inspección del cuarto la convenció de que todo se hallaba en orden.
La señorita Withers corrió el visillo de la ventana y después se acercó al pequeño
armario donde las ropas del inspector, aguardaban ociosas el completo
restablecimiento de su dueño.
—¡A su puesto, sargento! —ordenó—. ¿Es lo suficientemente largo el cordón?
Bien.
Probó la lámpara que había junto a la cama, enroscó bien el casquillo y después
se cercioró de que el cordón que corría desde la mesilla de noche hasta el ropero no
estuviese enredado con nada que pudiese afectar a la buena marcha del preconcebido
plan. Estaba todo ya dispuesto.
—Sargento —dijo—. No olvide que oiga lo que oiga y ocurra lo que ocurra, usted
no debe salir de ese ropero hasta que yo le llame por su nombre. ¿Entendido?
—Entendido —repitió Taylor, metiéndose en el escondrijo.

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—Y ahora, Oscar —advirtió Hildegarde Withers—, no olvides que estás en un
coma y que debes respirar profunda y pesadamente. Bueno, hasta luego ¡y suerte!
Se acercó de nuevo al interruptor y al apagar la lámpara que pendía del techo, la
estancia quedó sumida en profundas tinieblas. Palpando a lo largo de la pared,
consiguió llegar a la puerta que comunicaba con la habitación inmediata, vacante
aquella noche por convenio previo con la administración. La abrió y penetró en un
cuarto, más obscuro aún, si cabe, que el que acababa de dejar, y después de repetidos
intentos logró dar con una silla —ya dispuesta de antemano— con asiento de madera
y respaldo recto, para evitar toda tentación de querer descabezar un sueño.
Sintió algo helado y duro que le oprimía el pecho. Era la pequeña pistola
encontrada en el cajón de Janey Davis no recordaba ya si hacía días o siglos, por
haber perdido la noción del tiempo transcurrido. La acarició unos instantes
complacida de saber que ahora estaba cargada, no con cartuchos sin bala, sino con
diez mensajeros de muerte que podían salir unos tras otros en el breve intervalo de
otros tantos segundos. Confiaba también en saberla manejar, aunque de esto no estaba
en realidad muy segura.
Hubiese querido disponer en aquellos momentos de un reloj con esfera luminosa.
Pero en ausencia de éste se contentó con el suyo que, aunque anticuado, le mantuvo
distraída durante un tiempo escuchando su familiar y alegre tic-tac. Después el sonido
se fue elevando… y extendiendo… hasta convertirse en una especie de batir de
rugientes olas…
Se despertó sobresaltada y durante un pavoroso segundo se olvidó completamente
de dónde estaba y del por qué se encontraba en aquel lugar. Después todo le volvió a
la memoria y comprendió que era un ruido el que había ocasionado su retorno a la
realidad.
Volvió a oírlo de nuevo. Era un ruido leve, pero claro, producido por alguien que
golpeaba suavemente con los nudillos en la puerta del cuarto ocupado por el
inspector.

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Capítulo XX
La señorita Withers da en el blanco
(21-11-32 – 1.15 de la mañana)

—¡ M alditas sean estas entrometidas enfermeras! —exclamó la señorita


Withers por lo bajo.
Era a ella a quien correspondía hacer algo, puesto que el inspector no debía
moverse y el sargento tenía órdenes de permanecer en el ropero hasta que ella le
llamara por su nombre.
Se levantó de la silla, pasó a través de la abierta comunicación y se acercó de
puntillas a la puerta del cuarto de Piper. Se detuvo allí unos instantes con ojo avizor y
oído alerta, y después la abrió de pronto encontrándose frente a frente con la atildada
figura del subdirector de la escuela Jefferson. Por un momento permanecieron
silenciosos, mirándose fijamente el uno al otro.
—No se alarme —susurró él—, pero supuse que iba usted a montar guardia en
este cuarto y vine sólo con el objeto de contarle algo que considero interesante.
—Pero… —protestó ella.
No era esto lo que Hildegarde Withers había esperado.
—Sé lo que piensa —prosiguió Stevenson sin conseguir ocultar su turbación—.
Usted teme la posibilidad de un atentado contra la vida del inspector, ¿no es eso?
—Hasta cierto punto —admitió la maestra.
—También yo —replicó él con voz tensa—. Escuche, pues, lo que tengo que
decirle. A nadie he contado, ni siquiera a Janey, lo que vi por una de esas ventanas
cuando traté de perseguir a Anderson. Después de dejarla en su casa me vine al
hospital. Aquí hay alguien que ha urdido un plan maquiavélico, señorita Withers.
¿Qué cómo lo sé? Es muy sencillo. Lo sé porque desde esa ventana que le he
mencionado vi cómo dos nombres se llevaban violentamente a Anderson, y, una de
dos, o la escapatoria fue un simple truco, o hay alguien que planeó hábilmente esta
aparente fuga.
—¡Que me dice! —exclamó Hildegarde Withers.
—Y yo sé el porqué del simulacro. ¡Salta a la vista! Con Anderson en libertad, o
mantenido oculto en algún lugar desconocido por la policía, sobre él recaerían las
sospechas de cualquier cosa que al inspector le ocurriera durante esta noche.
Supóngase que fue el verdadero asesino quien dispuso las cosas de modo que
Anderson pudiera escaparse y después le raptó para que no tuviera modo alguno de

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probar la coartada. Su acción inmediata sería la de matar al inspector, ya que éste es
el único ser viviente que podría identificar al agresor… y hacer que toda la culpa
recayese sobre el conserje, ¡mientras el asesino de la pobre Anise seguiría paseándose
tranquilamente por esas calles!
—Algo así sospechaba yo también —confesó la señorita Withers—, y ese es el
motivo por el cual me encuentra usted aquí esta noche.
Stevenson la contempló unos instantes dando muestras de sentir por ella una gran
admiración.
—Es usted realmente única —dijo—. Hace falta valor para permanecer sola en la
obscuridad sabiendo que un criminal puede presentarse en el momento en que uno
menos se figure…
—Es que no estoy sola —le respondió la maestra.
—Sí, claro, está el inspector.
Stevenson echó una mirada al interior de la habitación y preguntó:
—¿Está… mejor?
La fatigosa respiración de Piper podía oírse casi desde el otro extremo del pasillo.
—Sí, está mejor, en lo que cabe —explicó la señorita Withers.
Y añadió:
—Joven, creo que no está permitido hablar en las puertas de los cuartos de un
hospital. Así es que…
—Sí, sí, es cierto —respondió Stevenson tratando de disculparse—. Al pasar por
mi casa —explicó— se me ocurrió recoger la pistola. ¿Me permite que se la ofrezca?
¡Quién sabe si habrá de necesitarla!
—No, no la necesitaré. Pero si se siente con fuerzas para ayudarme, puede
quedarse aquí conmigo hasta mañana, ¡o hasta el momento en que ocurra algo!
—Con muchísimo gusto —contestó Dominic Stevenson.
Le hizo pasar, y con manos que le temblaban por la excitación que sentía en
aquellos momentos, Hildegarde Withers condujo al nocturno visitante hasta la
habitación inmediata.
—Aquí hay otra silla —le dijo—, y muy confortable por cierto. Procure no
dormirse cuando se siente en ella.
Stevenson la encontró con ayuda de la luz de un fósforo e insistió en la cortés
pantomima de que fuese la maestra quien la ocupara.
—De todos modos ninguno de los dos podrá dormir esta noche —comentó.
Y acertó.
Se acomodaron sin añadir palabra y así permanecieron largo rato. El silencio era
interrumpido sólo por el tic-tac del reloj de la señorita Withers y la fatigosa
respiración del inspector. Una o dos veces se oyeron apagados pasos a lo largo del
corredor. Eran sin duda los de alguna enfermera en cumplimiento de sus deberes. El
reloj seguía midiendo el tiempo con su monótono e invariable compás. Tic-tac,
tic-tac, tic-tac…

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—Si a alguien se le ocurriese venir ahora —susurró Stevenson en las sombras—,
le tributaríamos un recibimiento triunfal.
La señorita Withers le hizo callar con un corto y sibilante siseo. Pasaron
segundos, minutos, incluso horas. Hildegarde Withers empezaba ya a dudar del éxito
de la estratagema creyendo que todo aquel aparato era demasiado visible para los
perspicaces ojos de una presa que forzosamente tenía que hacer a su vez el papel de
cazador.
—Debe estar a punto de amanecer —susurró Stevenson al oído de la maestra.
Esta no contestó ni hizo el menor movimiento, no obstante tener todos los nervios
en tensión. Principiaba a verse una tenue claridad filtrándose a través del pequeño
espacio que dejaban libres los corridos estores y visillos. Era cuestión de ahora o
nunca…
No se oyó ruido de picaporte que gira ni chirrido de gozne, pero a los finos oídos
de la señorita Withers llegó un leve rumor que procedía de la habitación contigua,
algo así como el producido por una piedrecita al caer en el agua…
La maestra se puso en pie, y después de asegurarse de que la emoción no le
ahogase la voz en la garganta gritó con fuerza:
—¡¡Taylor!!
El cuarto se iluminó de pronto con la brillante luz de la lámpara colocada, sin
pantalla que atenuara su fulgor, sobre la mesilla de noche, y del armario salió la
corpulenta figura del sargento con una pistola en la mano. También la de la señorita
Withers empuñaba la fría culata del arma que llevaba oculta bajo el vestido, pero no
llegó a sacarla al exterior.
Porque Dominic Stevenson permaneció en pie junto a la cama del inspector, con
un vaso en la mano y sin hacer el más insignificante movimiento. Gruesas gotas de
sudor perlaban su frente.
—¿Qué es esto? —preguntó la somnolienta voz del inspector que, por lo visto,
había acabado por quedarse dormido.
—Sólo vine a… tomarme un vaso de agua —dijo Stevenson mirando fijamente a
la señorita Withers—. No quise molestar a nadie, porque estaba seguro de encontrarla
en la mesilla de noche.
Después miró al parduzco líquido que había en el vaso que tenía en la mano y en
cuyo fondo una blanca pastilla estaba a punto de terminar de diluirse y añadió:
—Debo haberme equivocado y he cogido el vaso que contenía la medicina.
—¿Por qué no se la bebe? —sugirió la maestra melosamente—. Quizá esa
medicina sea buena para hombres como usted.
Los ojos de Dominic Stevenson brillaron un instante con ominoso fulgor.
Después sonrió tristemente e inclinó la cabeza en dirección a la mujer que con el
rostro pálido como el de un difunto, le contemplaba en silencio.
—A su salud —dijo.
Levantó el vaso y sin que nadie pudiera evitarlo, bebió rápidamente el contenido.

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—¡Deténgale, Taylor! —rugió el inspector.
Pero ya era tarde.
Stevenson devolvió lentamente el vaso a su sitio, se mantuvo erecto unos
segundos, y después, con ojos vidriosos, se desplomó presa de terribles convulsiones
que no tardaron en irse amortiguando hasta quedar el cuerpo en cadavérica
inmovilidad.
Un nauseabundo olor a almendras amargas se extendió por toda la habitación.
—¡Pronto! —ordenó Piper desde la cama—. ¡Taylor, llame a una enfermera y
avise al doctor para que venga inmediatamente! ¡No quiero que un asesino se escape
de ese modo burlando la silla eléctrica!
Pero Hildegarde Withers cerró el paso al sargento recostándose contra la puerta.
—No olvides, Oscar Piper —dijo—, que soy yo quien lleva la responsabilidad de
este caso. Deja pues que esto termine según mi voluntad. ¿Qué vamos a ganar con
una ejecución legal? Dar tres cuartos al pregonero para satisfacer la curiosidad
morbosa de unos cuantos depravados. No, Oscar, no. Stevenson no ha engañado a
nadie. Ha pagado el precio mayor que se puede pagar por una vida de crímenes. Y no
olvides tampoco que la copa de cicuta fue inventada muchos siglos antes que la silla
eléctrica.

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Capítulo XXI
Cabos sueltos para aquéllos que se preocupan
por saber el Porqué el Cómo y hasta incluso el
Quién

—¿ C uando supiste que era Stevenson? —preguntó el inspector con voz


débil.
Le habían dado ya dos inyecciones hipodérmicas y no lograba conciliar el sueño.
La señorita Withers estaba sentada junto a la cabecera de la cama recibiendo de lleno
la caricia de un sol matinal.
—Hace tiempo que sospechaba de él —explicó—. Pero no pude concebir un
motivo hasta que el sargento se burló de mí en esta habitación sacando a relucir mis
teorías acerca de la desaparición de la señorita Curran. Y en medio de todo tenía algo
que ver con el caso, aunque sólo fuese indirectamente. Porque si una muchacha dio
como pretexto una operación de apendicitis para ocultar un matrimonio secreto, se
me ocurrió de pronto que muy bien pudo Anise Halloran haber hecho algo análogo
para ocultar el suyo.
»Sospeché, como es natural, que Dominic Stevenson conocía a Anise mejor de lo
que pretendía hacernos creer. Y también Macfarland, en cuya finca de veraneo en
Connecticut se vieron por primera vez. Supongo que éste debe tener por costumbre
invitar a los jóvenes maestros y maestras que han de estar a sus órdenes en el curso
siguiente. O quizá emplea su influencia para encontrar acomodo a aquéllos que
logran despertar sus simpatías. De todos modos, apostaría a que Stevenson y Anise
Halloran se casaron en Greenwich el verano pasado; con nombres supuestos, como es
natural. Pero el hecho de que trabajasen en la misma escuela les obligó a vivir
separados. ¿No te acuerdas de lo que te dije de Anise con respecto a la objeción de su
antigua patrona a que recibiera visitas de jóvenes, o de un determinado joven? Pues
bien, el único joven que le hacía frecuentes visitas después de haberse ido a vivir con
Janey Davis era Stevenson, que aparentemente visitaba a Janey con objeto de
despistar a Macfarland.
»Te explicaré brevemente lo que a mi juicio ocurrió. La vida marital de los
Stevenson no debió ser muy feliz, contribuyendo a esta falta de armonía la constante
ocultación y el hecho de que Stevenson era por lo visto uno de esos ejemplares del
tipo desequilibrado, erótico y neurótico. Pero empecemos por el principio. ¿Cuáles
fueron en realidad los motivos del crimen? El billete de lotería me tuvo preocupada

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por algún tiempo. No ofrecía un fuerte motivo para la comisión de un asesinato, aún
admitiendo el hecho de que saliera premiado en el día preciso en que murió Anise.
¿Por qué habría Stevenson de matarla siendo su amor? ¿Y por qué habría de hacerlo
Janey Davis participando, como participaba, en un cincuenta por ciento de los
beneficios del mismo? ¡Pero supongamos que Anise estuviese realmente casada con
Dominic Stevenson! Aún así resultaría ilógico suponer que la mató por motivos de
interés ya que, como marido, tenía perfecto derecho a participar en los beneficios
derivados del famoso billete.
»Me pasé horas y horas devanándome los sesos en busca de una solución. Había
una docena de detalles que parecían no tener explicación. Desde hacía unos días, el
aspecto enfermizo de Anise me dio qué pensar. Descubrí más tarde —¡y esto sí que
me extrañó, por encontrarlo en pugna con su carácter!— que Anise Halloran se
dedicaba ocultamente a la bebida, aunque las cantidades de licor que injería no eran
suficientes para provocar aquel misterioso decaimiento de su salud. Debía haber una
causa más profunda, más siniestra. Pero lo que más me intrigó fue el hecho de que el
crimen se cometiera casi en mis propias narices. El asesino debía conocer mi
debilidad por toda esta clase de investigaciones criminales. Y una de dos, o bien se
encontraba en un callejón sin salida, o bien deseaba mi intervención. ¡O ambas cosas
a la vez!
—Todo esto me está produciendo un horrible dolor de cabeza —se quejó el
inspector—, pero sigue.
—Fue esa segunda posibilidad que he mencionado, la que me convenció de que
Anderson no pudo haber cometido el asesinato. El autor debió haberlo planeado de
forma que al entrar yo en acción, todos los indicios señalasen en una sola dirección:
en la de Anderson. Un crimen de violencia, un cuerpo enterrado en el sótano donde
un sólo hombre tenía establecida su residencia, los zapatos encontrados, todo parecía
querer decir a gritos: «¡El conserje!». Todo, con excepción del hecho de que en aquel
momento Anderson se hallaba borracho como una cuba, y el de las pajitas que
llevaba incrustadas en las cejas. Además, y como ya advertí en cierta ocasión, tenía
los pies demasiado grandes. ¿Recuerdas los zapatos que encontré en el suelo cerca
del cuerpo de Anise Halloran? Fue este detalle el que indujo al profesor Pfaffle a
suponer que se trataba de un crimen de carácter sexual. En efecto, el asesino,
sabiendo que yo me encontraba en mi aula y suponiendo que podía haber algo que
despertase mis sospechas, quitó los zapatos al cadáver ¡y se los puso él! Llevando en
la mano los suyos, caminó a todo lo largo del pasillo, pasando, como es natural,
frente a la puerta de la clase en que yo estaba y despertando inadvertidamente mis
sospechas por el ruido un tanto extraño producido por unos pies femeninos que, más
que caminar, parecían arrastrarse por el suelo. Creí que Anise estaría enferma y salí
para convencerme de lo infundado de mi temor. El asesino debió detenerse en la
puerta de entrada para cambiarse nuevamente de calzado y tiró después los zapatos de

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Anise por el espacio abierto de la ventana que hay en el cuarto en que yacía el
cadáver.
El inspector asintió con un gesto.
—Hasta ahora me parece bien lo que has dicho —comentó—. Prosigue.
—El asesino volvió al edificio con la idea sin duda de enterrar a Anise en un sitio
fácil de encontrar y que traería como consecuencia el arresto inmediato del conserje.
—Un momento —objetó Piper—. ¿Cómo sabía que Anderson no podría
sorprenderle en la macabra tarea?
—Conocía el escondrijo del conserje. Debió descubrirlo en alguna de las
frecuentes visitas que hacía al sótano en busca de maderas para las clases de
instrucción manual. Ésta fue la premisa sobre la cual hizo basar después toda su
diabólica maquinación. Y debía saber también, que era allí donde Anderson
acostumbraba a emborracharse todas las tardes.
»Pero no contó con que yo podría descubrir el cadáver en el guardarropa. Sabía,
eso sí, que yo guardaba el sombrero en mi propia clase y que jamás utilizaba aquella
habitación. Estaba tranquilamente cavando la fosa en el sótano cuando nuestra
presencia echó por tierra todos sus planes. Tú tuviste la mala idea de acercarte
demasiado al lugar en que se hallaba oculto y te dio un fuerte golpe en la cabeza con
la parte plana de la pala. Tenía también el hacha, lo cual prueba que no era su
intención matarte, al menos en aquel momento. Sabía que habiendo allí un detective,
otros no tardarían en llegar, y substituyó la idea del entierro por la de cremación que
ya todos conocemos. Después se escondió en uno de los pisos superiores,
probablemente en el segundo, y substituyó el hacha de madera que había en la vitrina
por la auténtica que él llevaba en la mano.
—¿De dónde sacó esta última?
La señorita Withers se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! —respondió—. No olvides que tenía control absoluto no sólo de su
sección, sino también del laboratorio y que sólo él tenía conocimiento de lo allí
existente. De todos modos, repito que se escondió en el segundo piso, temeroso sin
duda de intentar la fuga por la puerta frontal. Probablemente no cayó entonces en la
cuenta de que había una salida por la torreta de escape y permaneció en el edificio
hasta que yo acabé de registrar el tercer piso y estaba a punto de hacer lo propio con
el inmediato inferior. Pero, espera… Sí, ahora caigo en la cuenta. Él esperó sólo con
objeto de ver si podía entrar en su clase y destruir ciertas pruebas incriminatorias que
allí había.
—¿Y cuáles eran esas pruebas, si puede saberse?
—Un encendedor, una latita de bencina y unos cuantos vasos que aún no habían
sido lavados —explicó la señorita Withers—. Todo lo cual prueba que hubo algo que
le obligó a precipitar los acontecimientos.
—¿Te refieres al anuncio publicado en la Prensa referente al número premiado?

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—En parte, sí. No quiso matarla, en realidad, en el momento en que precisamente
estaba a punto de conseguir una pequeña fortuna. No. Pero tenía que terminar el
trabajo que iniciara con la ayuda de pequeñas dosis de bencina. Fue él quien indujo a
Anise a adquirir el pernicioso hábito de beber todos los días. Sin duda lo hacían
juntos en los espacios de tiempo que mediaban entre clase y clase, y teniendo siempre
cuidado de poner cada vez una gota de bencina en el vaso utilizado por la muchacha.
De haber detenido entonces las dosis, ella se habría convertido en una inválida —en
una pesada carga, tomándolo desde el punto de vista de Stevenson— para todo el
resto de su vida. ¿No recuerdas el conejillo de indias que murió y el otro que quedó
paralítico? Fueron los pobres animalitos los que le sirvieron de pauta para la
dosificación. Cómo llegó al conocimiento de los efectos de este veneno es cosa que
sin duda sólo él y Dios lo saben. Posiblemente leyera el informe que un doctor
francés publicó sobre los efectos que los productos derivados del petróleo producían
en el organismo de los animales y que a mí me explicó no hace mucho el doctor Van
Donnen. De todos modos, él debía continuar tranquilamente en la nefasta labor de
matar secreta y lentamente a su esposa, cuando de pronto un grave obstáculo debió
interponerse en su criminal maniobra obligándole a cambiar radicalmente de plan.
La señorita Withers se puso en pie y comenzó a pasearse a lo largo de la
habitación.
—No fue el billete de lotería el causante del súbito cambio en la maquinación.
Tuvo que matar violentamente a Anise porque si bien había logrado convertirla en
una dipsomaníaca, no pareció gustarle mucho a ésta el sabor de aquel líquido
mezclado con bencina y, conociendo sin duda la procedencia del licor, principió a
proveerse directamente del whisky que Anderson introducía fraudulentamente en el
establecimiento de Tobey. Las dosis de tóxico quedaron así cortadas, y en un punto
en que Anise quedaba irremediablemente condenada a una postración perpetua, pero
no a la muerte. La cuestión del billete de lotería fue sólo incidental. Él la mató, o bien
por sentirse cansado de ella, o por haberse enamorado de la simpática compañera de
Anise, o incluso porque tuviera vivos deseos de probar el curioso método de eliminar
a las gentes y que acababa de aprender. Tú sabes muy bien que hay hombres así por
el mundo, Oscar.
—¿Me lo dices, o me lo cuentas?
—Stevenson se figuró que había cometido el crimen perfecto. La bencina, no
cayó en la cuenta de que a mí no me entraría en la cabeza el hecho de que el
encendedor estuviese sin usar mientras que a la lata de bencina le faltara casi la mitad
del contenido. En cuanto al vaso que él se olvidó de limpiar, fue realmente la suerte
quien se encargó de que una hormiga encarnada —procedente sin duda del sótano o
de la calle— se le ocurriera merodear por el laboratorio, introducirse en el vaso y
probar un insignificante residuo que habría de serle fatal.
»El resto es sencillo por demás. Todo cuanto después tenía que hacer era esperar
tranquilo a que la «portentosa» señorita Withers se encargara de resolver el caso

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mandando al infame conserje a la silla eléctrica. Pero, como a menudo ocurre, surgió
lo imprevisto. Anise Halloran, o mejor dicho, Anise Stevenson, se asía como una
desesperada a los restos de una felicidad que iba desvaneciéndose por instantes. Y
aunque había principiado a temer a su marido —recuerda la pistola que Janey Davis
compró para ella en New Jersey— no se desprendió jamás del anillo de boda. Tienes
la prueba de ello en que fue encontrado en el horno junto a los restos de su cadáver.
—¿Quieres decir que él fue lo suficientemente tonto para no fijarse que la
muchacha lo llevaba aún en el dedo?
—Es que no lo llevaba en el dedo, Oscar. No podía correr el riesgo de que se lo
vieran, provocando comentarios que hubieran puesto en peligro su permanencia en el
cuadro de profesores. Lo llevaba oculto, posiblemente prendido en alguna de las
prendas interiores. ¡Quién había de decir que aquel pedacito de metal medio fundido
y ennegrecido por el humo, podía convertirse más tarde en una de las pruebas que
quizá más hubiesen contribuido al desenmascaramiento de Stevenson!
»También le falló otro detalle: el de los zapatos. ¿Cómo podía Anderson haberse
hecho con los cinco o seis pares de Anise que se encontraron en el cuchitril que éste
tenía debajo de la escalera? ¿Y quién, aparte de Stevenson, tenía acceso en el
apartamento de la muchacha? Créeme, Oscar, la pasión por esa meticulosidad en el
detalle fue lo que realmente le perdió. Los zapatos engañaron a los detectives,
engañaron a Pfaffle, ¡pero no me engañaron a mí!
—He de confesar ingenuamente que yo también fui uno de los engañados —
admitió el inspector—. Cuando finalmente me convenciste de que no podía ser
Anderson el autor del crimen, mis sospechas recayeron sobre el director Macfarland.
Creo que fue debido al estornudo que según tú oíste frente a la puerta del aula en el
momento aproximado en que se cometió el asesinato y cuando, según declaración de
parte interesada, Macfarland se hallaba en casa escribiendo uno de sus consabidos
ensayos.
La señorita Withers hizo un gesto de asentimiento a las manifestaciones de Piper.
—También yo participé de esa creencia. Y creo que a cualquiera le hubiera
ocurrido lo mismo. Pero se trataba sólo de uno de los múltiples trucos de Stevenson.
Incluso creo recordar que cuando estuve en el sótano hizo un ruido tratando de darme
la impresión de que Anderson andaba en aquel momento por los alrededores.
Después de todo lo referido. Stevenson debió quedar satisfecho de su obra y
concentró la atención en hacer el papel de gran amigo y pretendiente de Janey Davis,
que, al fin de cuentas, tenía grandes probabilidades de entrar en posesión, si no del
todo, al menos de la mitad del premio correspondiente al billete de lotería. Y aún en
el caso de que renunciase a él, se trataba de una mujer joven y bonita, más bonita aún
que Anise, que además no podría conseguir sin pasar antes por el ineludible registro
del trámite matrimonial.
—Bien, todo lo veo claro con excepción de la coartada que en cierta ocasión me
mencionaste —objetó el inspector.

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—¿Quieres decir la referente a la presencia de Stevenson en la biblioteca cuando
trataba de recopilar datos acerca de la familia Addison? Esa la ideó de forma casi
perfecta. Él era un asiduo concurrente a la sección de Genealogías y, como siempre,
se limitó aquel día a firmar el recibo de entrega del libro correspondiente y llevárselo
al rincón que tenía por costumbre elegir para entregarse a la lectura. Pero en vez de
hacer esto último, lo guardó en el cajón para evitar que fuese recogido por el
muchacho, se marchó, volvió a la Escuela, asesinó a Anise Halloran, y viendo que era
demasiado tarde para intentar una visita al laboratorio, se escurrió por el canalete de
escape y regresó a la biblioteca para hacer entrega del libro, dando así la sensación de
no haber abandonado hasta entonces aquel edificio público. Fue así como fabricó la
coartada, no perfecta en realidad, pero sí lo suficientemente aceptable, en especial
tratándose de persona que carece en absoluto de antecedentes penales.
—Sí —hubo de admitir el inspector—. Veo que no andas errada en tus
deducciones. Y ahora que miro el caso desde tu punto de vista, comprendo que sólo
Stevenson pudo haber cometido este crimen. Pero supongo también —y lo digo por
el numerito del hacha— que debió entrarle cierto pánico al sospechar que tarde o
temprano acabarías por enterarte de la verdad.
—¿Cómo que tarde o temprano? Tenía la convicción de que dudé de él desde el
punto y hora en que me di perfecta cuenta de lo sucedido. Al leer en los periódicos la
huida de Anderson, no quiso desperdiciar la ocasión que la suerte le brindaba y puso
en práctica el «numerito malabar» que has mencionado, seguro de que, de lograr su
deseo de eliminarme, no habría habido jurado en el mundo capaz de no acusar a
Anderson de la comisión de dos crímenes al parecer tan íntimamente ligados el uno
con el otro. Pero le falló el intento, y necesariamente de renunciar a aquel efímero
sueño…
El inspector movió significativamente la cabeza.
—Se ve que el hombre sabía hacer las cosas a conciencia —comento—.
Stevenson debía ser mencionado en los anales del crimen como «el asesino sin
nervios».
—No lo creas —replicó la señorita Withers—. Los tenía, y muy débiles por
cierto. Sabía que tú no pudiste verle la cara cuando te atacó por detrás con la pala, y
sin embargo se tragó el anzuelo que yo le tendí y volvió al hospital con el decidido
propósito de poner punto final a tus deseos de identificación. Por lo visto, el asesinato
había llegado ya a ser algo habitual para él. Pero la escapatoria de Anderson no
resultó todo lo perfecta que hubiésemos querido, y le puso en guardia. Llamó en vez
de entrar sigilosamente, y el cambio estuvo a punto de echarlo todo a perder. Si
hubiese entrado sin llamar y se hubiese acercado a la cama con su revólver o un
veneno en la mano, el asunto habría terminado allí. Pero en la forma en que lo hizo la
cosa variaba totalmente de aspecto.
»Así, pues, cuando llamó suavemente a la puerta, debió hacerlo con el deseo y la
esperanza de encontrarte a solas, y en estado comatoso. Si tú hubieses contestado a la

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llamada se habría ido, temeroso sin duda de que si entraba, tú habrías dado la señal de
alarma. Pero al verme a mí, y después de pasado el primer momento de sorpresa,
debió alegrarse de su determinación, en especial teniendo, como tenía, una bonita
historia que contar.
La señorita Withers, con las fauces secas de tanto hablar, puso a un lado el vaso
que contenía los restos del brebaje destinado al análisis del forense y bebió directa y
abundantemente de la jarra de agua que había sobre la mesilla de noche.
—Hemos de admitir que Stevenson era un optimista, Oscar —prosiguió—. Sintió
renacer la fe en su buena estrella cuando vio que yo aceptaba, ya comprenderás que
como extremo recurso, una ayuda que podía darme la última oportunidad de hacerle
caer en la trampa. Confió en encontrar el modo de poner el veneno dentro de la
medicina que tú habrías de tomar al despertarte y en que le sería fácil convencerme
después de que el asesino entró en la habitación en uno de los momentos en que sin
duda descabezábamos los dos un pequeño sueño. Se quitó los zapatos, y se acercó a
tu cama sin hacer el más insignificante ruido. Pero yo, que escuchaba alerta, sobre
todo después de haber oído que me hablaba para convencerse de si estaba o no
despierta, recibí claramente el leve pero sospechoso chapoteo que produjo la pastilla
al caer dentro del líquido que contenía el vaso. El resto de la historia, la sabes ya.
—Sí, la sé —convino Piper—. Pero… ¿quieres explicarme una cosa? ¿Qué
demonios significaba aquella locura tuya de ir silbándole a todo el mundo una
tonadilla que, más que tonadilla, parecía el canto de un pájaro?
—¿Quieres decir, esto?
La señorita Withers contrajo los labios formando una bolsa y emitió dos notas,
tres veces repetidas…
—Uuuuu, iiiiii…
El inspector asintió con un gesto.
—Esto, Oscar —respondió ella tímidamente—, es la clave esencial que tú
mencionas con tanta frecuencia. Era la pequeña tonadilla que Anise Halloran dejó
escrita en la pizarra junto con otras que habían de constituir el tema de la clase del día
siguiente. Cuando ella escribió esta frase, Oscar, lo hizo tratando de dejar un mensaje
tras sí. No sé cómo, pero debió sospechar. Quizá de su marido, como lo prueba el
hecho de que ordenara la compra de un revólver que Janey jamás llegó a entregarle.
Quizá adivinara el terrible secreto que encerraba el líquido que tan mal sentaba a su
paladar. Quizá presentía que algo malo iba a ocurrirle aquella noche, no sabía dónde,
ni cuándo. Siempre será un misterio para mí el por qué no gritó en vez de dejar
escrita en el encerado aquella patética llamada. Yo creo que fue su mismo orgullo el
que le impidió vocear su temor. No hay duda de que estaba casada con Stevenson.
Llevaba aún el anillo de boda prendido, posiblemente, junto al corazón. Tenía fe, una
fe ciega en que todo, al final, habría de tener un resultado satisfactorio. Creo, incluso,
que trataba de volver temprano a la mañana siguiente para borrar aquella prueba de

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su momentáneo terror y sospecha por el hombre que amó vehementemente un día, y
continuaba amando a pesar de los pesares.
—Bien, pero aún no me has dicho a que conducía la tonadilla esa del uuuu-iiiii.
La señorita Withers sacó del bolso un lápiz y un papel y dibujó sobre el último un
pentagrama y unas notas.
—¿Ves esto? —preguntó mostrándoselo a Piper—. Son notas que había escritas y
que yo silbé a cada uno de los sospechosos sin más resultado que el de que me
tomaran por una desequilibrada, DO-MI, DO-MI, DO-MI… Naturalmente, cometí el
error de fijarme sólo en la significación musical de la tonadilla sin tener en cuenta el
valor real de las palabras que con ellas se formaban, Domi, Domi, Domi…
¿Comprendes ahora? Esa insistencia en la repetición de esa especie de diminutivo
que no sólo Anise sino la propia Janey aplicaban cariñosamente a Stevenson,
parecían querer decir: «Si algo me ocurre, es Domi, es Domi, es Domi…».
La señorita Withers se puso en pie.
—Te dejo, Oscar —dijo—. Han sido muchas las emociones de esta noche para un
inválido como tú, aún sabiendo, como sé, que te la pasaste durmiendo como una
marmota mientras yo, como una tonta, te admiraba en mi fuero interno creyéndote un
consumado actor.
Piper sonrió.
—Sabía que estaba en buenas manos —replicó cogiendo la mano que la maestra
le tendía y estrechándola con efusión.
—Hay sólo una persona para quien lo ocurrido ha de ser un golpe terrible —
comentó Hildegarde Withers—. Ya sabes a quien me refiero. ¡Pobre Janey! Tan
buena y tan afectuosa y estuvo a punto de caer en el lazo que le tendía aquel
monstruo encantador. Creo que mi deber es ir a verla antes de que los periódicos
voceen por las calles los siniestros detalles que han de clavarse como puñales en un
corazón tan delicado y sensible como el suyo.
—Yo creo, por el contrario, que lo que debes de hacer es irte ahora mismo a la
cama —replicó el inspector poniendo inusitada ternura en las palabras—. Janey
Davis es una mujer cabal y sabrá hacer frente con entereza a la situación.

En aquel momento una somnolienta Janey Davis se hallaba contestando a una


llamada telefónica en su confortable pisito de la calle Setenta y Cuatro.
La voz que sonaba al otro extremo de la línea había llegado ya a serle familiar.
Era la de Georgie Swarthout.
—Ya sé que es temprano, Janey —susurró con afecto—, pero tengo algo
verdaderamente importante que comunicarle. ¿Quiere vestirse y venir a desayunar
conmigo?
Hay siempre un momento en la vida de toda mujer, en especial si es joven, en que
no obstante y haber dicho «No» repetidas veces a un hombre, acaba por decirle «Sí»,

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aunque sólo sea por mero placer de llevarse a sí misma la contraria. Y con gran
sorpresa de Janey Davis, este fue precisamente uno de ellos.

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STUART PALMER (Baraboo, Wisconsin, USA, 21 de junio de 1905 - Los Ángeles,
California, USA, 4 de febrero de 1968) fue un popular novelista de misterio
estadounidense, autor y guionista, conocido especialmente a través de la protagonista
de sus novelas: Hildegarde Withers.
Nacido en Baraboo, Wisconsin, era descendiente de algunos de los primeros colonos
ingleses, y a lo largo de su vida realizó numerosos trabajos como marinero, recolector
de manzanas, taxista y reportero, antes de dedicarse a la ficción literaria. Su primera
novela, El misterio del pingüino se publicó en 1931 y filmada el año siguiente por
RKO Radio Pictures. La actriz de carácter Edna May Oliver interpretó con éxito a la
heroína de Palmer, Hildegarde Withers, una maestra solterona aficionada a la
deducción detectivesca —una versión americana de la Miss Marple de Agatha
Christie, aunque mucho más cómica y cáustica—. El modelo de esta inusual
investigadora fue una de sus profesoras de secundaria, según admitió el propio autor.
En cuanto a la intervención de la actriz Edna Oliver fue una feliz coincidencia, pues
su interpretación en el musical de Broadway “Showboat” parece que también influyó
en la creación del personaje de Palmer, de modo que tras el éxito de la primera, la
artista protagonizó dos películas más basadas en la misma protagonista de las
novelas, pero dejó su colaboración con la RKO en 1935 y las dos actrices que
continuaron el personaje no obtuvieron la misma aceptación popular. De todas
formas, el triunfo de su primera novela impulsó a Palmer a continuar su labor como
escritor, y también a coleccionar imágenes de pingüinos y a diseñar una marca
personal con esa ave.

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Varias de sus historias se convirtieron también en películas, la mayoría en argumentos
de intriga de la llamada serie B, como los tres primeros Bulldog Drummond para la
Paramount Pictures, Lobo solitario para la Columbia y la serie El halcón para la
RKO. Las novelas de misterio con Hildegarde Withers como protagonista
continuaron con Murder on the Blackboard (1932), Murder on Wheels (1932), The
Puzzle of the Pepper Tree (1934), Four Lost Ladies (1949), y Cold Poison (1954).
The People vs. Withers and Malone (1963) fue una colaboración con Craig Rice en la
que se introduce el abogado borrachín J. J. Malone creado por este último como
eficaz contrapunto de la acción y finalmente Hildegarde Withers Makes the Scene
(1969) fue un libro completado por Fletcher Flora, habitual colaborador también de
Ellery Queen a la muerte de Palmer y publicada de manera póstuma. Palmer también
destacó con historias cortas de Withers que se publicaron en revistas de misterio y
algunas presentadas de manera antológica en The Riddles of Hildegarde Withers
(1947).

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Notas

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[1] «A quarter»; moneda de plata equivalente a veinticinco centavos. <<

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[2] «Chop-suey: Plato caldoso chino, muy popular en los EE. UU. (N. del T.) <<

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