161 Cronicas (1) 240326 205859

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 54

EPECUÉN JAMÁS SE INUNDARÍA

En noviembre de 1985, algunos vecinos del pueblo comentaban que el terraplén que los
separaba del lago podría caer. Los funcionarios municipales y provinciales habían jurado
que cualquier desborde no superaría los diez centímetros y que esta villa del suroeste de la
Provincia de Buenos Aires seguiría siendo uno de los principales centros de salud del país.
Pero el terraplén cedió y Epecuén pasó a ser un difuso reflejo en el agua. Adelanto de El
agua mala, el libro de Josefina Licitra que la editorial Aguilar acaba de publicar.

Rubén Besagonill se levantó de la cama, miró por la ventana y buscó su ropa con urgencia.
Eran las dos de la mañana del domingo 10 de noviembre de 1985 y el viento sur hacía
temblar los vidrios de la casa. Fue al dormitorio de sus padres.

—Voy a Epecuén —les dijo—. ¿Vienen?

Epecuén era una villa turística ubicada en el suroeste de la provincia de Buenos Aires y a
ocho kilómetros de Carhué, la localidad donde estaba Rubén. El hombre tomó las llaves de
la camioneta y abrió la puerta principal.

—¿Vienen? —insistió.

Su madre cerró los ojos y negó con la cabeza. Su padre miró la calle —el viento parecía
tomar el pueblo por los pelos— y después miró a su hijo.

—No —respondió—. No quiero ver eso.

Rubén cerró la puerta, subió a su camioneta y llegó a la ruta en minutos. Estaba asustado.
Si la sudestada seguía, todo Epecuén quedaría bajo el agua. No era una suposición sino
una certeza, el desenlace lógico de un desastre anunciado. El lago Epecuén —que daba
nombre al pueblo y estaba a metros de la primera línea de casas— desde hacía meses
venía creciendo y poniendo a prueba la resistencia del terraplén, una barrera de contención
que promediaba los cinco metros de alto y que, a la manera de una represa, había ido
armándose a lo largo de los años para resguardar la Villa de una eventual inundación.
¿Aguantaría el terraplén? En Epecuén había dos opiniones encontradas. Estaban los
llamados «alarmistas» —entre ellos, los bomberos de la zona—, que auguraban un final
trágico. Y estaban los que confiaban en los funcionarios municipales y provinciales, que
habían jurado que cualquier desborde no superaría los diez centímetros, que Epecuén
jamás se inundaría y que el pueblo seguiría siendo lo que siempre había sido: uno de los
principales centros de turismo de salud de la Argentina. Un maná de aguas altamente
salinas que ponían a Epecuén en un plano terapéutico a la altura del Mar Muerto, en Medio
Oriente.

Rubén estaba entre los alarmistas. Tenía razones. Un día atrás, el sábado 9 de noviembre,
su cuñado —fumigador de campos— lo había subido a su avioneta y lo había llevado a ver
las Encadenadas, un sistema de seis lagunas escalonadas que tiene en su base, como si
fuera un «fondo de olla», al lago Epecuén. Desde arriba, el panorama era alarmante. Rubén
había visto el agua desbordando las lagunas y avanzando pendiente abajo a una velocidad
temible, y había entendido que en pocas horas sucedería un desastre.

En el gobierno, sin embargo, nadie parecía estar al tanto de esto. El jueves 7 de noviembre,
el intendente de la zona había hablado de «exageraciones», había llevado a los vecinos a
recorrer el terraplén y se había comprometido a reforzarlo pronto. Era un día de sol.

—No va a pasar nada, si mañana amanece igual de lindo recomponemos todo —había
dicho el funcionario, llamado Raúl González y dueño de un hotel en la Villa.

A su lado, los empleados de la Dirección Hidráulica tomaban notas con aparente eficacia y
muchos vecinos necesitaron creer en ese gesto. Epecuén era una localidad principalmente
turística, y el comienzo inminente de la temporada de verano hacía que la gente —que vivía
del comercio— negara los riesgos con una terquedad casi infantil.

Pero Rubén estaba intranquilo. Ese jueves, acompañando al intendente, había visto que el
terraplén, que normalmente medía cinco metros de ancho, había sido erosionado por los
topeteos del agua y sólo tenía dos metros. A un lado, al ras, estaba el lago embistiendo los
bordes de la barricada. Y al otro, entre cuatro y siete metros más abajo —según el tramo—,
estaba el pueblo.
Si el muro colapsaba y Epecuén se inundaba, Rubén supuso que sería capaz de superarlo.
Tenía veintidós años, era joven, había nacido en Carhué y recién hacía dos años había
empezado a ir a la Villa, donde su padre tenía una carnicería y un albergue. Pero en
Epecuén había viejos que habían pasado allá su vida entera y que perderían más que una
casa: con el agua, se les irían también las coordenadas del pasado. En eso pensó Rubén
ese jueves y también el domingo, mientras conducía rumbo a Epecuén. Esa madrugada, el
camino —bordeando el lago— estaba bombardeado por las piedras que traía el oleaje.
Cada tanto Rubén se detenía y trataba de quitarlas a mano, pero sólo podía con las más
chicas. Las grandes, encalladas en el cemento como huevos prehistóricos, daban cuenta de
la fuerza del agua: estaba fuera de control.

Toda la provincia, en rigor, estaba colapsada. Buenos Aires pasaba por una de las peores
inundaciones de su historia. Cuatro millones y medio de hectáreas habían quedado
anegadas por un desborde del Río Salado. Las pérdidas —por evacuación, por poblaciones
incomunicadas y por deterioro global de la economía de los distritos afectados— luego se
medirían en mil quinientos millones de dólares. En ese contexto, las aguas eran un exceso
que nadie podía absorber y que terminaba recayendo, principalmente, en las poblaciones
geográficamente deprimidas como Epecuén.

Rubén tardó el triple de tiempo en llegar a la Villa, aquella madrugada. Y cuando al fin lo
logró, vio a la gente en la calle caminando contra el viento y bajo un cielo apenas tapado por
las nubes de la tormenta que llegaría al día siguiente. Algunos hombres revisaban el
terraplén: estaba delgado. Del lado de afuera era de piedra sólida, pero la cara interna
estaba hecha de un material calcáreo que se iba lavando con el golpe de las olas. Ese retén
tenía sus años. En 1978, luego de una inundación que no pasaría a mayores, se había
hecho una primera defensa: una calle de tierra y piedra que habían ido levantando de nivel
conforme el lago Epecuén iba creciendo. Hacia noviembre de 1985, la barricada tenía la
altura de un edificio de dos pisos.

Algunos caminaban por ahí arriba, aquella noche. Otros estaban en las calles y otros, en
sus camas. Idolia y Oscar Bríquez, por ejemplo, los dueños de un residencial, dormían. Lo
hacían con los muebles levantados a sabiendas de que, si el retén se rompía, amanecerían
—como finalmente ocurrió— con medio metro de agua adentro de la casa. Pero el terraplén
aún estaba entero y las autoridades habían asegurado que no había riesgo. Así que los
Bríquez cerraban los ojos. Como tantos otros.

—Qué tal está eso —preguntó Rubén al primer vecino que cruzó.

—Se rompe —fue la respuesta.

Rubén negó con la cabeza. Él conocía las Encadenadas —solía ir a pescar a las lagunas de
agua dulce que pertenecían al sistema— y sabía que el escenario era ominoso. En tiempos
normales, se contenía el caudal de toda la cuenca con la ayuda de los terraplenes
—caminos vecinales o rutas construidos en altura— que oficiaban de límite entre una
laguna alta y otra baja. Pero ese noviembre de 1985, en plena temporada de lluvias, el agua
estaba tan crecida que las divisiones apenas se veían. Eso es lo que había notado Rubén el
día anterior, desde la avioneta: el sistema entero era una inmensa catarata en la que ya no
se divisaban los límites entre una laguna y otra.

Bastaba una última lluvia fuerte para que todo colapsara. Y la lluvia llegó. El viernes, luego
de un jueves de sol —en el que el intendente había hecho su promesa de recomponer
«todo»—, ya había amanecido nublado. Había lloviznado el día entero y también había
seguido lloviendo el sábado, con algunos intervalos en los que el cielo clareaba. Ese día,
Rubén miró el lago y empezó a hacer cálculos. Si el terraplén se rompía, el agua se
nivelaría a cuarenta metros de su casa. Mejor no correr riesgos. Metió en la camioneta ropa,
una heladera, el televisor. Subió a su hija de un año y a su mujer de entonces. Y se fue a
Carhué con sus padres, a su dormitorio de soltero.

Para el momento en que volvió a Epecuén, el pueblo ya era otro. Al filo del terraplén, el
agua bufaba y embestía los bordes como una bestia en una jaula cada vez más débil. De
pie sobre la Avenida de Mayo, la arteria principal, Rubén recorrió el muro con la vista, de
izquierda a derecha, hasta que se detuvo y apretó el ceño. ¿Qué era ese relumbre blanco?
Algo de repente iluminaba un extremo. Años después, Rubén no sabría precisar si lo que se
veía era la luz de la luna abriéndose paso entre las nubes o si era apenas el refucilo de un
relámpago. Sólo diría que ese instante eléctrico y lívido cubrió el agua y le permitió ver,
sobre una calle de nombre Talcahuano, una espumareda enérgica, un batir de líquidos que
manaba de una fisura.

—¡Allá! ¡Se rompió el terraplén! —gritó alguien. Era una voz de mujer: sólo eso recuerda.

En la margen occidental de Epecuén, frente un hogar de ancianos, el retén finalmente había


cedido.

El agua estaba entrando.


El pueblo más denso de Colombia
Es una isla que no se parece a ninguna otra. Aquí no hay playas ni mojitos, ni tampoco
espacio para una cancha de fútbol. Soho le propuso al escritor Martín Caparrós que viajara
hasta el islote de Santa Cruz, en el caribe colombiano, para saber cómo pueden vivir 1.087
personas en menos de media manzana.

En el Islote no vive ningún muerto. Solo vivos: el Islote es el único lugar del mundo donde
no hay más que vivos. Desde que se hicieron hombres, los hombres y mujeres convivieron
con sus muertos: metieron a sus muertos en cavernas, tinajas, cajas de madera, hoyos en
la tierra y los guardaron dentro de su espacio. En el Islote no hay espacio: los vivos viven
apiñados, los muertos viven fuera —en un cementerio chiquito muy atacado de maleza en
otra isla. Dicen que cada vez que un islotero se muere lo ponen en su cajón, le rezan, lo
encomiendan a la virgen del Carmen y, por fin, lo cargan en la lancha; entonces buena parte
de sus vecinos lo acompaña hasta la isla de Tintipán, lo deja ahí, y se vuelve.

El Islote de Santa Cruz es una isla del Caribe colombiano, archipiélago de San Bernardo,
departamento de Bolívar. El Islote —así lo llaman todos— es la isla del Caribe que menos
se parece a una isla del Caribe: allí donde el lugar común y la memoria piden palmas,
playas de arena blanca, hamacas y mojitos, el Islote es un barrio pobre de cualquier ciudad
apareciendo de pronto en el medio del mar más esmeralda.

Mamá Elena tiene 74 años, cuatro dientes, una camisa vieja muy manchada y,
seguramente, más plata que casi nadie en el Islote. Mamá Elena es la dueña del único
restorán, una gran cocina y unas mesas de plástico junto al agua, donde prepara la mejor
langosta que he comido —y patacones fritos en aceite de coco. Mamá Elena sonríe a
menudo, para mostrar los dientes que le quedan. Sus abuelos llegaron desde Tolú, en el
continente, hace quién sabe cuánto: setenta, cien años. Eran pescadores; al principio
quisieron instalarse enfrente, en Tintipán —grande, bonita, forestada—, pero la plaga los
corrió.

—¿La plaga?

—Sí, los moscos esos, los jejenes. Todas esas islas tienen plaga porque tienen ciénega.
Nosotros no tenemos.

Es el secreto del Islote: como al principio casi no existía, por no tener, tampoco tenía bichos.
El Islote, al principio, era un pequeño arrecife coralífero de veinte por veinte: la nada entre
las olas. Pero cuando aquellos pescadores vieron que era la única isla donde los animales
no los atacaban, empezaron a usarlo como refugio. A mí, cuando me lo dijeron, me pareció
exagerado que desdeñaran las bellas islas de los alrededores y se instalaran en este baldío
solo por los jejenes: después entenderé.

Primero pasaban una noche, dos, en medio de la pesca. De a poco, algunos se afincaron. Y
fueron agrandando el arrecife: juntaban trozos de coral, caracol pala, restos varios, y le
ganaban tierra al mar. El Islote es una obra del hombre —quizás por eso sea tan feo. O
lindo a su manera: con la belleza de lo inesperado y diferente. Con la elegancia de
oponerse a todos los clichés, todas las fotos.

El Islote, ahora, tiene 5.600 metros cuadrados —media manzana— y, según el último
censo, 1.087 habitantes: una densidad de 194.000 habitantes por kilómetro cuadrado.
Colombia, por ejemplo, tiene 42; Bogotá 3.912. Por eso suelen decir que el Islote es el lugar
más densamente poblado del mundo. No debe estar muy lejos.

En el Islote no hay policía, no hay cura, no hay médicos ni notarios ni abogados. Y encima
el mar, tan verde, tan azul.

—¿Y no es mejor vivir en tierra firme?

—No, mi hermano. Acá vivimos mucho mejor. Allá usté tiene que tener algún trabajo para
ganarse su vida. Acá no, acá usté sale a pescar a la mañana y ya con eso vive. Si sabe
bucear, acá siempre va a tener algo de qué vivir.

El mito cuenta —como cuentan los mitos, con detalles diversos, contradicciones,
coincidencias— que, hace ocho o diez años, una lancha cargada de cocaína se dio vuelta
en el mar, cerca de aquí. Y que unos pescadores del Islote la avistaron, avisaron a todos los
demás y salieron a buscarla. El mito cuenta que la recuperaron, que su legítimo dueño les
pagó un rescate más que millonario, que los isloteros repartieron la plata entre todos: que
algunos se la bebieron con tozudez y buena entraña, que otros aprovecharon para hacerse
sus casas. El mito cuenta —como cuentan los mitos— que esa lancha fue fundamental en
el destino del Islote: que fue entonces cuando el pueblo dejó de ser casillas de madera y
palma, que fue entonces cuando se construyó la mayoría de las casas de material
—algunas de dos pisos—, que fue entonces cuando se compraron muchas lanchas. Que
fue un gran momento común, y que fue emotivo cómo todos compartieron el dinero que les
trajo el mar. Y que, después, todos juraron olvidarlo.

El médico es un problema: viene, se pasa diez días, se va otros diez, vuelve. Diez días son
muchos para mil personas. También viene, de tanto en tanto, un odontólogo, pero no tiene
ningún equipamiento: mira las bocas, rezonga, da consejos.

Lo que el mito no cuenta es que esa lancha podría ser una metáfora mala de lo que pasó en
muchos rincones de un país que, entonces, se llamaba Colombia.

—A los ocho meses me voy pa Cartagena y ya me quedo hasta el día del parto. Acá con la
vaina de que el médico está y no está, uno no sabe qué puede pasar.

Dice Rosa, 16 años, seis meses de embarazo, sentada en la entrada de una casa amarilla.
Rosa dice que este es solo el primero, que quiere tener por lo menos cuatro más. Julley, su
amiga, le aconseja que se vaya antes, pero Rosa prefiere esperar hasta el último momento
porque no quiere estar tanto tiempo lejos de su novio: Roberto tiene 17 y trabaja en el Hotel
Punta Faro, en Tintipán. Últimamente el turismo —trabajar en los hoteles y restoranes de las
islas vecinas— también es una opción, más suave que la pesca; si sigue así, el Islote va a
pasar a ser el clásico barrio pobre cuyos habitantes se van todos los días a trabajar para los
ricos del barrio de al lado.

—Qué Roberto ni qué nada, Rosa, ese man es un flojo, ni siquiera te va ayudar con plata.
Además, lo más importante es tu pelao, ¿sí o no?

Dice Mirledis, una Angelina Jolie color caoba en mecedora de madera, mientras se pinta las
uñas de los pies. Mirledis es la más chica y dice que es la más moderna:

—Por eso a mí lo de tené pelaos no me gusta. Los pelaos joden mucho y ya despué uno no
tiene tiempo pa más na. ¡Ni pa los hombres!? Las demás se ríen y dicen que lo que pasa es
que Mirledis tiene muchos hombres. Ella estira sus piernas infinitas y se ríe, que no, que
eso no es cierto, que ella no tiene ningún novio, solo su cantidad de enamorados.

—¿La pesca es peligrosa?

—No, a pulmón libre no hay ningún peligro, es mucho más fácil que con tanques. El tanque
sí es peligroso, uno se mete muy abajo y de pronto se te acaba y no puedes salir. En
cambio el pulmón te avisa, cuando se te va a acabar el aire el pulmón te lo dice, te da
tiempo a escaparte.

Los muchachos llevan años sentados en esta mesa en un rincón de la plaza, jugando al
dominó. Ayer jugaban; ahora siguen jugando —y jugarán, parece. La ronda vale 200 pesos;
a veces se distraen. Les pregunto a cuánto está el kilo de langosta y me dicen que 18 ó 20
mil y se enzarzan en una discusión sobre el crecimiento del animal: que si crece una cuarta
cada vez que muda, que si entonces habría langostas de mil kilos, que la más grande fue
una que sacó el Churo, que tenía cinco kilos. Cuando me voy, veinte minutos después, la
discusión arrecia.

—Y, a la una, dos de la tarde ya vuelves de la pesca y te vas a comentar lo que pasó con
los amigos.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Cosas de la pesca, comentamos. Digamos que arponeo una barracuda y la dejo ir con el
arpón porque se enreda, entonces se me queda todo eso en el pensamiento y la comento
con amigos, nos damos consejos, conversamos.

La plaza —el único espacio vacío de la isla, el centro ineludible de la isla— es un rectángulo
de cemento de diez metros por veinte con dos árboles que se llaman zaragozas, los troncos
retorcidos. Es mediodía: en el medio de la plaza solo hay chicos de ocho o diez descalzos
jugando a la pelota —porque hace un calor de mil quinientos perros— y chicas de ocho o
diez descalzas barriendo el suelo con escobas caseras. En una esquina de la plaza está la
discoteca del Bárbaro, el edificio privado más grande de la isla; al lado está la escuela,
planta baja y dos pisos pintados de rosado y, delante, la virgen del Carmen. Después está la
casa de María Candela, dos pisos, vidrios nuevos en las ventanas, tele chata de 25 en el
salón, pintura blanca. Al fondo, en el lado corto, hay una casa verde pobre. Sobre el otro
lado largo del rectángulo, tres casas de familia: verde, amarillo, amarillo —con sus toques
de rosa y de celeste. Y, en el otro lado corto, la tienda de Eder, donde Eder tiene su mesa
de jugar al dominó y ver pasar el tiempo. Diez metros más allá, las basuras y el mar, todo el
Caribe.

Hoy hay brisa fuerte, casi ningún pescador ha podido salir: algunos van a comer muy poco.
Juan me dice que él salió igual y que se trajo dos kilos de caracol, que son 12.000 pesos, la
platita para pasar el día. Todos dicen que la pesca ya no es como antes: que antes había
langosta por todos lados, que ahora hay que salir cada vez más lejos y bajar cada vez más
hondo, a veinte, veinticinco metros, porque antes pescaban nada más los muchachos del
pueblo, ochenta, cien, y ahora en cambio vienen de muchos lados y son como quinientos y
así no hay mar que aguante. Y que ahora los buzos del Islote salen solos: que antes,
cuando pescaban fácil, iban de a dos o tres o cuatro, pero que ahora ya no hay para repartir
y cada cual la pelea por su cuenta. La escasez, decíamos, rompiendo aquellas redes.

El Islote está de verdad en el medio del mar: ninguna casa a más de cincuenta metros de
las olas. El Islote es realmente una isla del Caribe.

Los chicos de diez años ya salen a pescar, ganan su plata, se hacen, de alguna forma,
independientes de sus padres. Pero se quedan en las casas de sus padres hasta que son
adultos: en el Islote no hay lugar para instalar vivendas nuevas. En el Islote hay doce
bachilleres, ningún profesional, un par de ricos: Mamá Elena, los dos mayoristas de
pescado —que se lo compran a los pescadores y lo venden, con cincuenta por ciento de
recargo, a los distribuidores de la costa.

El Islote tiene noventa casas: noventa unidades familiares. Pero hay pocas familias y están
todas mezcladas. Y tienen chicos, cantidades de chicos: de los 1.087 isloteros, 735 son
chiquitos. Las parejas del Islote tienen un promedio de cinco hijos. Últimamente ha habido
planes para "desconectar" mujeres, y cinco lo aceptaron, pero es muy duro convencerlas:

—Ellas piensan que cuando se desconecten no las va a querer más nadie. Yo les digo que
no tengan tantos pelaos, que se ocupen más bien de los que tienen; ellas me dicen que lo
que pasa es que son muy tiradoras. No, tiradoras no; ustedes lo que son es parenderas, les
digo yo. Las tiradoras tienen muchas vainas, preservativos, pastillas, muchas cosas.

Faider Agresott es el Inspector de Policía del archipiélago San Bernardo —con base en el
Islote. Faider no es policía sino empleado de la Alcaldía de Cartagena —pero si en la isla
hubiera policía estaría bajo su mando. Había dos, pero ya no: hace unos años, decidió que
no eran necesarios y que era mejor que sus habitaciones en los altos del Centro Educativo
quedaran para los profesores.

—Acá es muy tranquilo, no valía la pena tener dos policías. Es muy raro que haya robos,
esas vainas. Acá nomás hay riñas: como buenos costeños les gusta mucho el guaro, el
trago, y se meten en riñas entre ellos.

Dice Faider, cuarentón, costeño, y dice que todos los días recorre las diez islas del
archipiélago en la lancha que le donó un paisa rico y amador del Caribe, pero que ahora
hace tiempo que no lo puede hacer porque la lancha está dañada y todavía no consiguió la
plata para hacerla arreglar, pero por lo menos ya pudo llevarla a Cartagena.
En el Islote no hay iglesia; solo una Cruz de Mayo, una imagen del Sagrado Corazón, otra
de la Virgen del Carmen —que está, también, en casi todas las casas del pueblo.

—Los pescadores necesitamos a la Virgen. Ella es la que nos cuida cuando salimos al mar.
Quién sabe, si no fuera por ella…

En el Islote no hay cura, por supuesto. Cuando alguien quiere casarse o bautizarse, tiene
que anotarse en una lista y esperar a que se junten varios; entonces llaman a un cura que
los consagra al mayoreo.

Faider fue sargento de la Marina, pero ya lleva muchos años administrando islas. Faider se
ocupa de muchas cosas —atiende el consultorio cuando no está el médico, dirime
diferendos, presenta proyectos, persigue subvenciones, insiste para que los isloteros "no
sean tan flojos y se busquen la vida". Y dice que está feliz, que aquí siente que puede hacer
algo importante, mejorar la vida de una comunidad. Uno de sus proyectos más avanzados
es construir noventa baños, uno por cada casa:

—Hay que hacerlos para que esta gente haga sus necesidades como Dios manda, porque
es muy feo para el turista que estén haciendo sus necesidades por ahí y, mostrándole sus
pompis, ajá hombe, caramba.

María Consuelo tiene 56 años, siete hijos. El mayor nació hace 36 y, durante los 15
siguientes, ella se dedicó a parir parejito.

—Así pude salir rápido de esa obligación. Ya después a uno le queda tiempo pa otras
cositas. Aunque a veces también uno se aburre. Uno cría los pelaos, después ellos crecen y
se van y ajá, ya casi no queda na pa hacer. Lo bueno es que después vienen los nietos. Yo
ya tengo ocho.

Después pasa una mujer de falda negra con un balde de pintura blanca y una brocha; dice
que va a pintar la Cruz de Mayo, al final de la plaza.

—Esa se llama María Candela, le decimos así por la lengua que tiene. Esa le va diciendo
las verdades en la cara a todo el mundo. Es viuda, pobrecita. Pero también se pega sus
chapeteras, no se vaya a creer.

María Candela es la organizadora de los grupos de limpieza: todas las nenas, armadas con
escobas de palito, barren el pueblo un día a la semana. Y todos los nenes llenan los sacos
de basura y los llevan al final de la isla, para seguir creciendo.

—¡Mayo, mija, cómo estás! Ahora vienes por acá para echar una hablaíta.

Le grita María Consuelo, pero María Candela le dice que no sea vaga, que más bien vaya a
ayudarla con la pintura.

—Sí, hombe, yo te ayudo. Si tampoco no tengo nada qué hacer.


En el Islote, tan rodeado de agua que es muy difícil caminar sin verla, el agua es un
problema. Cuando llueve, los vecinos la recogen en aljibes; cuando no, llega en barco
cisterna desde Cartagena. A veces hay que pagarla, a veces no. La luz, en cambio, cuesta
2.000 pesos por día y por cabeza —por seis horas de corriente eléctrica. Todos los días, los
de la Junta Vecinal recorren las noventa casas para recaudar la plata del gasoil; a veces
consiguen lo necesario, a veces no. Los días que no, la luz se apaga antes.

El equipo de fútbol de Islote nunca pudo jugar de local: no tiene cancha, lugar para una
cancha. Juan Guillermo pesca langosta y es su entrenador: ahora me cuenta que cuando
pueden van a tierra firme a jugar un partido o algún cuadrangular, pero que en general
pueden, en junio y en diciembre porque en el equipo juegan unos sobrinos suyos que
estudian en Cartagena y el papá tiene una lancha grande, pero solo se la presta si sus hijos
van con ellos y ellos solo están para las vacaciones, en junio y en diciembre; que si no se la
alquila y es demasiado caro. Es complicado. En cambio para entrenarse no hay problema:
varias veces por semana cruzan hasta la isla de enfrente, donde sí hay espacio para patear
un rato.

—¿Y van en lancha?

—No, casi nunca tenemos. Cada cual va con su canoa, su cayuquito, pues.

Me imagino la Gran Flota de los Veinticinco Cayucos Futboleros cruzando triunfal el brazo
de mar entre Islote y Tintipán: veinticinco remeros denodados braceando hacia el espacio.

El Islote de Santa Cruz es pura diferencia, una isla tan aislada y tan distinta de cualquier
otra isla, un mundo transplantado al mundo equivocado, un barrio donde no puede haber un
barrio, suburbio sin ciudad, espacio sin espacio. Pero yo no podía creer que todo eso —esa
densidad, esa fragilidad, ese aislamiento— fuera solo para evitar "la plaga". Hasta esta
noche. Vuelvo al continente. Duermo en una cabaña sobre el golfo de Morrosquillo, un lugar
maravilloso con la gente más atenta y sonriente. A la mañana, cuando me despierto, mis
pies son una sola roncha. Arden, queman, joden —casi no puedo caminar. Recién ahora
entiendo a aquellos negros fundadores: se escapaban de esto. Huían de la naturaleza. El
Islote es una batalla más de la lucha del hombre por contener a la naturaleza. O sea: la
cultura.
La Segunda Guerra Mundial: seis años de conflicto que cambiaron la historia
para siempre

La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue uno de los mayores conflictos de la


historia reciente de la humanidad y el más importante de todo el siglo XX.
Estuvieron involucradas, de un modo u otro, no solo las grandes potencias
económicas y militares de la época, sino también la mayor parte de las naciones del
planeta, ya sea del bando de los Aliados (EEUU, Reino Unido, Francia y la URSS) o
del bando de las Potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón). Los seis años que duró
esta “guerra total” transformó para siempre la configuración política del planeta y
dejó cicatrices que aún hoy, pasados casi 80 años de su término, perduran en la
memoria colectiva.

1939 – El inicio de las hostilidades

La Alemania nazi ya había dado muestras de su ambición territorial, expresada por


el propio Adolf Hitler en términos de lebensraum (“espacio vital”) en su libro Mi lucha
(1925), en el que había expuesto su plan político, social y militar para Alemania, y la
necesidad de esta última de hacerse con los territorios de las naciones del este de
Europa. Con ello en mente, el 23 de agosto de 1939 el régimen alemán firmó un
pacto de no agresión con la Unión Soviética de Stalin, en el que —saldría a la luz
mucho después— se repartieron el territorio polaco y pactaron una nueva frontera
entre sus naciones.

Este pacto significó una carta blanca para la invasión de Polonia, evento que dio
inicio a la Segunda Guerra Mundial. Ya Alemania se había anexado Austria y
Checoslovaquia sin que las naciones aliadas movieran un dedo para impedírselo;
pero ese 1ero de septiembre de 1939, cuando el ejército alemán invadió el territorio
polaco, las alianzas políticas y militares de Polonia con Francia y Gran Bretaña
encendieron la mecha de un conflicto mucho mayor. La Segunda Guerra Mundial
estaba por empezar.

El 3 de septiembre, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania,


mientras que Estados Unidos trataba de mantenerse neutral. Con la Unión Soviética
irrumpiendo del otro lado del territorio polaco, Varsovia se rindió el 27 de ese mismo
mes, así que la mitad de su territorio se sumó a lo que ya se llamaba el Drittes
Deutsches Reich, o sea, el tercer Imperio Alemán. Casi un mes después, los
primeros judíos alemanes fueron deportados a territorio polaco, sus propiedades
confiscadas y ellos mismos obligados a portar una estrella amarilla en su
vestimenta.

A finales de ese año, un atentado contra la vida de Hitler en Múnich fracasó el 8 de


noviembre. La última oportunidad de prevenir el conflicto a gran escala se perdió
para siempre. Sin embargo, no fueron los alemanes los únicos en expandir sus
fronteras ilegalmente: la Unión Soviética invadió el territorio de Finlandia, mientras
que Japón avanzaba en su dominio del norte de China, como parte de la guerra
sino-japonesa que había iniciado en 1937.

1940 – La caída de Europa occidental

El invierno entre 1939 y 1940 fue calmo. Mientras Alemania reagrupaba sus fuerzas,
las naciones de Europa Occidental jugaban a la defensiva. Esto ocasionó que la
prensa de la época bautizara al conflicto como “la guerra de broma” o “la guerra de
mentira”. Pero la llegada de la primavera trajo consigo nuevos avances: Alemania
invadió Dinamarca y Noruega el 9 de abril de 1940, y puso en evidencia la
efectividad de sus métodos de guerra relámpago o Blitzkrieg. Por su parte,
Dinamarca sucumbió rápidamente; pero en Noruega la lucha se prolongó hasta
junio, gracias a la ayuda de los soldados británicos.

Los siguientes territorios en caer frente a la Wehrmacht alemana fueron los de


Luxemburgo, Bélgica, Holanda y el norte de Francia, todos durante el mes de mayo
de 1940. Mientras tanto, en la Polonia ocupada, el Imperio Alemán construía el que
fue el más grande de sus campos de concentración y exterminio de enemigos
políticos y ciudadanos de razas consideradas “inferiores”: el complejo de
Auschwitz-Birkenau.

En junio de 1940, la aviación alemana bombardeó París. Sus aliados italianos


decidieron entonces sumarse a la guerra, e invadieron a su vez el sur de Francia. El
gobierno francés firmó el armisticio con sus agresores el 22 de junio y estos crearon
un gobierno títere, conocido hoy como la Francia de Vichy. Alemania hubiese
querido invadir también el Reino Unido, pero era mucho más complicado al tratarse
de una isla, por lo que inició un intenso bombardeo de las ciudades inglesas a partir
del 13 de agosto.

Por su parte, la Unión Soviética conquistó en junio de ese año los países bálticos,
para expandir su propio imperio por Europa del este. En agosto hicieron lo propio las
fuerzas japonesas con Indochina y las fuerzas italianas con Grecia y el norte de
África, queriendo arrebatarle a las potencias europeas sus territorios coloniales
africanos. En la cumbre de sus victorias, el 27 de septiembre los gobiernos de
Alemania, Italia y Japón firmaron el Pacto Tripartito de Potencias que los consagró
como aliados. El 20 de noviembre Hungría se les sumaría y en marzo de 1941 lo
haría también Bulgaria.

Ante este panorama, los Estados Unidos vieron cada vez más difícil conservar su
neutralidad. En noviembre le ofrecieron ayuda financiera a los países aliados, y a
comienzos de 1941 brindaron 50 millones de dólares en insumos militares a Reino
Unido y otros 37 países aliados.

1941 – La expansión del conflicto

El año 1941 inició con la expansión de Alemania en el norte de África, tras la llegada
de su ejército —conocido como el Afrika Korps— a Libia. Su misión era compensar
los fracasos de Italia en su intento por conquistar las colonias africanas británicas.
Igualmente, la guerra se extendió hacia los Balcanes, especialmente hacia el
territorio yugoslavo, cuyo gobierno se rindió ante Alemania el 17 de abril. Grecia,
después de haber sido liberada de los italianos por una operación conjunta
británico-australiano-india, volvió a caer bajo las fuerzas del Eje, esta vez frente al
ejército alemán, el 27 de abril.

El 22 de junio, lo impensable ocurrió: Alemania inició su invasión del territorio


soviético, conocida como Operación Barbarossa. Aliado con Italia, Rumanía,
Hungría, Eslovaquia y más tarde Finlandia, el Imperio Alemán violentó las fronteras
pactadas en la invasión de Polonia, expandiéndose decididamente hacia el este. A
partir de ese momento sostuvo la guerra en todos sus frentes.

Según testimonios de diplomáticos nazis como Rudolf Hess o Joachim Von


Ribbentrop, Hitler estaba seguro de que, tarde o temprano, el resto del mundo
occidental entendería que su imperio era el único freno para el avance del
comunismo soviético, y apoyaría su cruzada contra Stalin. Lo que ocurrió fue
justamente lo contrario: el 12 de julio la Unión Soviética y Gran Bretaña firmaron un
pacto de asistencia militar mutua.

El avance alemán sobre la Unión Soviética fue rápido e implacable, pero no lo


suficiente. A 30 kilómetros de Moscú, el crudo invierno ruso acudió en ayuda de los
defensores. Y la guerra a partir de entonces inició un giro de 180 grados. La
ofensiva alemana llegó a un alto y tuvo que emprender la retirada hasta 250
kilómetros de Moscú.

A la par, el 7 de diciembre Japón decidió bombardear la base estadounidense de


Pearl Harbor en Hawai, a lo que los Estados Unidos respondieron con una
declaración de guerra. Y aliadas con el Imperio Japonés, tanto Alemania como Italia
declararon la guerra a los Estados Unidos un día más tarde. Una decisión que les
costaría muy caro.
1942 – Un trágico interludio

La expansión de los Afrika Korps alemanes hacia el Oriente Medio permitió que los
aliados reagruparan sus fuerzas en África a comienzos de 1942. El debilitamiento de
las fuerzas invasoras comenzó a hacerse evidente tras la Primera Batalla de El
Alamein en julio de 1942, donde las fuerzas británicas detuvieron el avance alemán
sobre Egipto.

En general, el avance de las fuerzas del eje se ralentizó al toparse con nuevas
fuerzas de resistencia. La batalla naval se intensificó con la entrada de los Estados
Unidos al conflicto y el Pacífico se convirtió en uno de los más intensos frentes de
batalla, mientras que la superioridad aérea alemana comenzaba a declinar en favor
de los aviones estadounidenses. En este interludio tuvo lugar la Conferencia de
Wannsee, donde los altos jerarcas nazis decidieron implementar la “solución final”
para exterminar la población judía de Europa. Esto, tristemente, se sabría solo al
final de la guerra y en sus años posteriores.

En septiembre de este año, las fuerzas alemanas intentaron desesperadamente


contener la contraofensiva soviética. El sexto ejército alemán fue sitiado por el
Ejército Rojo en Stalingrado, dando inicio a una batalla que concluyó el año
siguiente con la rendición de los alemanes.

1943 – El comienzo del fin

El año de 1943 trajo malas noticias para las Potencias del Eje. La campaña africana
fracasó, cuando las fuerzas alemanas capitularon ante las británicas en Túnez el 13
de mayo. Eso dejó un corredor abierto para el desembarco aliado en la isla de
Sicilia. El desempeño de las fuerzas italianas fue desastroso y en julio de ese año el
régimen fascista de Benito Mussolini se vino abajo. Destituido por el rey de Italia y
depuesto por el consejo de su propio partido, Mussolini perdió el control del país y
las primeras negociaciones de paz con los aliados tuvieron lugar.

El 3 de septiembre las tropas aliadas invadieron Italia continental y 5 días después


el gobierno italiano se rendía, tal y como se había acordado previamente. Esto
obligó a Alemania a movilizar tropas hacia Italia, para liberar a Mussolini el 12 de
septiembre y crear un gobierno italiano títere, conocido como la República Social
Italiana. La llegada del ejército alemán impidió el paso de los aliados hasta
comienzos de 1944.

Mientras tanto, la contraofensiva soviética empujaba cada vez más y más hacia
Europa. A finales de año, sus tropas estaban ya en el borde de la antigua frontera
germano-soviética en Polonia, y la derrota de las fuerzas alemanas parecía cuestión
de tiempo. Un destino similar sufrían los japoneses frente al ejército estadounidense
en el Pacífico: en septiembre habían perdido sus bases más importantes en Nueva
Guinea, las Islas Salomón y Salamaua. Las Islas Marshall cayeron a inicios del año
siguiente y a ellas les prosiguieron las Filipinas.

El 28 de noviembre de ese año se encontraron por primera vez cara a cara los
líderes del bando aliado, en la Conferencia de Teherán: Josef Stalin , Franklin D.
Roosevelt y Winston Churchill.

1944 – El Eje se derrumba

A comienzos del nuevo año, el avance del ejército soviético en el frente oriental era
ya indetenible. Rumanía, Hungría y Bulgaria, antiguos aliados del Eje, cayeron uno
a uno ante el Ejército Rojo y sus respectivos nuevos gobiernos le declararon la
guerra al Imperio Alemán. La cercanía del ejército soviético, además, inspiró a las
resistencias polaca y yugoslava, que comenzaron a sublevarse hacia finales de
1944, mientras que las fuerzas alemanas hacían todo lo posible por cubrir las
huellas del genocidio perpetrado en sus campos de concentración.

El 6 de junio se produjo el desembarco de Normandía, en Francia, y la sangrienta


liberación de Europa tuvo su comienzo. Ya en octubre, las fuerzas aliadas el norte
de Francia y la ciudad belga de Aquisgrán; los alemanes, derrotados, solo podían
bombardear a los aliados con sus misiles V-1 y V-2, tratando de ralentizar su
avance. Su desesperación era tal, que el 20 de julio fracasó un nuevo atentado en
contra de la vida de Adolf Hitler.

Por su parte, las fuerzas británicas e indias emprendieron hacia finales de año la
ofensiva contra los japoneses en Indochina, mientras la aviación estadounidense
dejaba al Imperio nipón sin acceso a materiales importantes, al destruir su marina
mercante. La escasez de recursos entre las potencias del Eje se hizo crítica y
decisiva.

1945 – El horror que pone fin al horror

El 27 de enero, el ejército rojo que avanzaba sobre Polonia liberó el campo de


concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, y sus terribles imágenes salieron
por primera vez a la luz. A la par, las fuerzas aliadas bombardearon las ciudades
alemanas, en especial la capital de Berlín y la ciudad de Dresde, la más castigada
de toda Europa en lo que duró el conflicto. En esta última murieron entre 60 y 225
mil personas. Otro tanto ocurrió en la ciudad japonesa de Tokio, encendida en fuego
bajo las bombas estadounidenses, donde murieron alrededor de 80 mil personas
consumidas por las llamas.
El 15 de febrero, las fuerzas británicas se hallaban a orillas del río Rin, y un par de
meses después, el Ejército Rojo irrumpió por el otro lado en Berlín. Todo estaba
perdido ya para el Imperio Alemán. El 25 de abril, en el sur de Alemania, las tropas
estadounidenses y soviéticas se toparon, frente a frente, por primera vez en la
guerra. Tres días después, los partisanos comunistas italianos capturaron a Benito
Mussolini y a su amante Clara Petacci y los ejecutaron en una plaza. Y tan solo dos
días después, Adolf Hitler se suicidó en su búnker en Berlín. La guerra en Europa
había concluido.

A pesar de la rendición incondicional de sus aliados, Japón resistió durante varios


meses más. La sangrienta batalla se prolongó en el Pacífico hasta que, durante el
mes de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas sobre las
ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Casi 150.000 personas perdieron la
vida instantáneamente, y un nuevo símbolo del horror se sumó al catálogo de la
humanidad. Sin embargo, el 14 de agosto, Japón anunció su intención de rendirse
incondicionalmente. Sus tropas en China hicieron lo mismo el 9 de septiembre.

Solo entonces la Segunda Guerra Mundial se dio por terminada. Entre 40 y 100
millones de personas habían perdido la vida. Europa, Asia y parte de África estaban
en ruinas. El mundo jamás volvería a ser el mismo.

El rey de la carne
Aquí hubo muertos. Aquí, en estas calles de suburbio, a media hora
del centro de la ciudad de Buenos Aires, hubo muertos. Las
versiones son varias, pero muchas aseguran que la primera masacre
fue el 15 de junio de 1536, cuando don Diego de Mendoza, español,
hermano del primer fundador de la que con los siglos sería capital
de la Argentina, batalló -él y sus hombres- contra los querandíes
que poblaban estos páramos. Hay quienes dicen que aquel día
murieron veintidós infantes y mil indios, y que las aguas del río que
atraviesa se volvieron rojas. Sea como fuere, el sitio se llama La
Matanza y se llama así porque hubo muertos. Y en este distrito de
trescientos kilómetros cuadrados y dieciséis ciudades, donde vive
un millón y medio de habitantes y que hasta 2002 tenía un 40% de
desocupados, José Alberto Samid, uno de los principales
empresarios ganaderos de la Argentina, montó su imperio: su reino
de vacas y de carne.
La casa de José Alberto Samid está detrás de un muro, en una
esquina de Ramos Mejía, partido de La Matanza. Tiene entrada
principal sobre una avenida y puerta discreta sobre una calle
secundaria. No se ven cámaras de vigilancia, ni autos caros, ni
custodios. El barrio no parece el barrio en el que elegiría vivir un
empresario de éxito. La casa no parece la casa de un hombre
poderoso.
Y sin embargo.
Detrás del muro que protege hay un pequeño parque, un cobertizo
con tres autos ?ninguno nuevo: un Mercedes, una camioneta 4×4
Mitsubishi burdeos, un Renault Siena?, una piscina modesta y la
casa: dos pisos, nada excepcional. Junto a la piscina, una habitación
con puertas de vidrio, sus paredes repletas de fotos: Perón y Evita,
el ex presidente Carlos Menem, el actual presidente Néstor
Kirchner, y retratos de un hombre macizo ?cano? que se pasea a
caballo por el campo ?su campo? con orgullo: el orgullo del campo
en la mirada.
-Andá a verlo y le decís que te mando yo. ¿Me entendiste? Que te
mando yo.
En el parque, el hombre macizo -cano- habla por teléfono, mira sin
ver los árboles y el cielo, tiene la voz aguda, firme -los modos de
califa-, y extiende la mano con gesto duro, seco:
-Samid, encantado.
El orgullo del campo en la mirada.
El apetito es voraz. Cada mes, en la Argentina se sacrifican
1.200.000 vacas para saciar el hambre de cuarenta millones de
habitantes. Cada uno de ellos consume 67 kilos de carne al año a
razón de cuatro veces por semana. El negocio factura 6.500
millones de pesos anuales -1.370 millones de euros-, participa en un
18% del PIB agropecuario y en un 3% del PIB total: en la
Argentina, tener la carne es tener poder. Alberto Samid tiene la
carne. Pero no quiere decir cuánta.
Hermano de dos hermanos, hijo del inmigrante sirio Khalil Samid y
de Nélida Alluch, es dueño de una indeterminada cantidad de
cabezas de ganado, frigoríficos, carnicerías y fábricas de calzado.
Es además ex diputado por la provincia de Buenos Aires, ex asesor
personal del ex presidente Carlos Menem, ex acusado de evadir
impuestos por 88 millones de dólares y actual candidato a
intendente de La Matanza en las elecciones nacionales del próximo
mes de octubre.
El día es un cielo azul, ninguna nube. Samid -cinto diez kilos, un
metro setenta y cinco- se pasa la mano por el pelo blanco,
monolítico.
-Tercera generación de matarifes somos. Mi abuelo, mi papá, yo.
Siempre en La Matanza. Acá, yo soy Perón. Mire: en esa pared hay
fotos de tres presidentes, y el que más me gusta es el que falta
llegar: yo. Lo haría bien. Todo lo que toco lo transformo. Soy un
hombre de suerte.
-Como el rey...
-Sí, Midas. Je.
Marisa Scarafía -Maru- usa el pelo rubio liso, es alta y es, desde
hace 25 años, la mujer de Samid, madre de sus hijos: Sol, de 21,
estudiante de historia del arte y coordinadora en una galería de arte
contemporáneo; Belén, de 19, estudiante de comercio exterior;
Júnior, de 16, y Luz, de 10.
-Yo tenía 16 años, y él, 32. Me dijo: "Vos sos la mujer que elegí
para que sea la madre de mis hijos". Y me conquistó.
La casa de Samid: un baño de mármol marrón con grifería dorada,
cocina de muebles rústicos, cortinas con volados, un living con
televisor enorme, candelabros de color naranja.
-A mí me gusta que la mujer sea mujer, y el hombre, macho. No me
gusta que el tipo se ponga a cocinar, a cambiar pañales. Alberto es
un padre estupendo, los chicos lo adoran.
Cuando hace años, una de las hijas de Samid se quedó encerrada en
el baño de esta casa, él llegó bramando y pidió un hacha, y destrozó
la puerta para librar a su cachorro. Por cosas como ésas, Samid es el
héroe de sus hijos.
Porque su padre y su madre le dijeron que el mejor Gobierno del
mundo había sido el de Perón, Samid se hizo peronista. En los
ochenta logró una banca como diputado, y en enero de 1990, un
puesto como asesor ad honorem de la presidencia de Carlos
Menem. En agosto de ese año, plena guerra del Golfo, la Argentina
se plegó al embargo dictado por las Naciones Unidas a Irak. Y un
mes más tarde, el 23 de septiembre, Samid envió a ese país
-argumentando razón humanitaria- 140 toneladas de carne. Menem,
entonces, dispuso el cese inmediato de sus funciones como asesor,
pero Samid dijo qué me importa, viajó a Irak, volvió asegurando
que se había reunido con Sadam -25 minutos: tenía las fotos- y
vociferando que Menem era un traidor a la raza: su raza, la raza
árabe.
Todo quedó en eso hasta que, tiempo después, Samid marchó al
Obelisco, donde soltó un globo aerostático con la leyenda "Compre
argentino", enfrentándose a la política de importaciones del
Gobierno de -todavía- Carlos Menem. No podría decirse que fue
una gran idea. En julio de 1996, el fisco lo acusó de asociación
ilícita y evasión de impuestos por 88 millones de dólares, pero él
aseguró que las denuncias eran falsas, y en 1998, el juez a cargo de
la causa, Juan Carlos Liporace (procesado por presunto
enriquecimiento ilícito en 2001), imputó el carácter de
organizadores de la asociación al padre y al hermano de Samid,
Khalil y Manuel: los dos estaban muertos.
Finalmente, cuando en 2006 el presidente Néstor Kirchner decidió
regular el precio y restringir las exportaciones de carne para evitar
la inflación, Samid fue el único ganadero del país -el único- en
aplaudir la medida. Devino aliado del Gobierno, y sus colegas lo
echaron a patadas -literales- del mercado de Liniers, el más
importante de la Argentina.
-Ésa es la oligarquía vacuna. Quieren exportar porque les pagan
más afuera, pero si seguimos vendiendo, nos vamos a quedar sin
carne para nosotros. Y acá la carne no nos puede faltar.
-¿A usted le puede faltar?
-No creo. Yo tengo muchas vaquitas.
-Mi papá es bueno, bueno, bueno. Demasiado bueno.
Luz tiene 10 años, el pelo castaño, largo.
-Le decís 'Papi, ¿me das plata?', y te da.
Estudia -como todos sus hermanos estudiaron- en el Ward, un
colegio muy privado, muy bilingüe, muy caro, y quiere ser alguna
de todas estas cosas: escribana, arquitecta, actriz o artista de circo.
Mientras habla, se para de manos, se arquea.
-Yo tengo un trato con papá: ahora peso 49 kilos, pero si bajo a 36,
él me regala dos perros. A mí no me gusta que esté en política. Si
fuera famoso por otra cosa, sí, pero así no me gusta.
-¿Y por qué te gustaría que lo fuera?
-Yo tengo una amiga que el papá es famoso porque juega al rugby.
Eso sí es lindo.
-¡Norte! -grita Samid, en el parque de su casa.
Norte se llama Ángel. Desde 1983 es el encargado de ver todo lo
que Samid no puede cuando está ocupado en otra cosa: hacer
política, vender la carne.
-Norte, dale un libro. ¿Usted leyó mi libro?
Samid escribió dos: La historia de la carne y La historia de La
Matanza. Imprimió 1.200.000 ejemplares, los pagó de su bolsillo,
incluyó su propuesta política y ahora va con Norte por los barrios
famélicos, los reparte: "Anda descalza, mientras su cuero sirve para
que nosotros podamos calzarnos. (...) Por ello y mucho más, dedico
este libro a la vaca, la mejor amiga del hombre", reza la dedicatoria
de La historia de la carne.
-La vaca nos da la leche, terneros. La matamos y no dice nada. La
vaca, comparada con cualquier otro animal, es una santa. ¿No
quiere venir el domingo al campo a comer un asadito?
Es mediodía cuando Norte acompaña hasta la puerta, despide
amable, dice:
-Yo soy la sombra. La sombra que lo cuida.
No se sabe si son más, pero Samid tiene, al menos, dos campos.
Uno en la provincia de La Pampa, con vacas y avestruces, jabalíes y
ciervos, algunos bautizados: el ciervo Saddam, el perro Bin Laden,
el cerdo Bush. El otro es éste, y queda cerca de Cañuelas, una
pequeña localidad a 60 kilómetros de Buenos Aires. Para llegar hay
que pasar frente a dos frigoríficos de su propiedad ?Liwin,
Cañuelas? y recorrer una huella apenas más ancha que un auto,
repleta de pozos y de zanjas.
Es domingo, once de la mañana. La Mitsubishi burdeos está
estacionada debajo de un árbol. La casa de campo es prolija, sin
lujos. Samid come sentado a una mesa larga de madera.
-Ahora, todos se divorcian porque los roles están cambiados. Yo
nunca hice tareas de mujer. Hacer la cama, lavar los platos. Donde
el hombre empieza a hacer la cama, todo se va degenerando.
-¿Sus hijas qué le dicen acerca de eso?
-Están en contra. Con mis hijos pasa lo mismo que con la sociedad:
los de arriba me miran mal, y los de abajo me miran bien. Pero yo
leí la historia de Frank Sinatra, que se decía que lo había ayudado la
Mafia, y que él después quería meterse en un nivel muy alto y no lo
dejaban. Y vivió toda su vida amargado. Yo no voy a vivir
amargado como Frank Sinatra. Yo hubiera querido estudiar
abogacía, pero empecé a trabajar y no pude. Ahora tengo 10
abogados: todos son empleados míos, y todos quisieran estar en mi
lugar. Así que no sé si elegí mal.
Esta tarde, Luz lleva minifalda animal print y un top que le deja la
barriga al aire. Va descalza. Su hermano, Júnior, la mira y mira las
vacas pastar. Cuando él nació, después de dos mujeres, Samid no
cabía en sí de orgullo: salió de la clínica con el niño en brazos,
vanagloriándose de haber tenido, al fin, su primer macho.
-Yo quiero seguir con el negocio. Las vacas, el campo. Y si a mi
viejo le gusta hacer política, está bien. Yo lo admiro.
Luz corre, se cuelga de una rama. Alguien le ordena que se baje:
que si se cae y se lastima, quién la va a ayudar. Pero ella sabe quién
y sigue colgada, balanceando.
El final de la tarde de un domingo de sol.
El auto salta por la huella (la huella estrecha, donde apenas entra un
auto solo) cuando, al final del camino, en dirección contraria,
aparece la trompa. La trompa burdeos: la camioneta de Samid.
Avanza feroz, envuelta en polvo, y queda claro que no va a
detenerse.
El auto aprieta su desesperación contra el alambre, pero no hay
espacio para dos: todo alrededor son zanjas tremebundas. Están por
tocarse -los flancos, metal contra metal- cuando la camioneta se
desvía y pasa rauda sobre cuatro zanjas, y entonces puede verse -la
ventanilla baja, el viento- que Júnior va al volante. Y que se ríe. Se
ríe a carcajadas.
Es viernes, y es de noche. Y hay asado.
Desde enero de 2006, para promover su candidatura, Samid
organizó 246 asados entre los vecinos de La Matanza: 700 kilos de
carne, 60 de chorizos, el baile y la bebida. Hoy es viernes, es de
noche y hay asado en Villa Madero: lugar difícil. Llueve una lluvia
miserable, las luces resbalan sobre el pavimento y la camioneta
avanza dejando atrás semáforos en rojo. Samid, al volante, se
perfuma: Carolina Herrera, edición limitada.
-Pa, tengo calor, prendé el aire -dice Luz.
-Hace frío, Luz -dice Marisa.
Suena el teléfono. Samid atiende.
-Hola. Sí. ¿Cuántos son? Que me esperen en la esquina -dice, y
cuelga-. Nos están esperando los capos de Villa Madero. ¿Ve? Esto
no es para maricones. Por eso acá nadie se anima. Esto es La
Matanza.
-Yo, cuando sea grande -dice Luz-, me voy a ir a vivir a Puerto
Madero.
Puerto Madero (Buenos Aires): un sitio donde nada se consigue por
menos de 2.000 dólares el metro. Aquí, en La Matanza, hace tres
años los pobres eran el 68% de todo lo que se ve.
El humo, la multitud, los autos, los carteles: "Bienvenido, Samid, a
Villa Madero". Samid detiene la camioneta, baja sin dar
explicaciones, desaparece. Norte deposita a Luz en manos de su
madre, y corre tras los pasos: la sombra que lo cuida.
-Ellos ya vienen -dice Marisa-. Vamos adentro.
Adentro es un tinglado de metal, doscientas personas y una banda
de cuatro -Los Latinos- que se afana en cumbias entusiastas. La
parrilla está a un costado: siete metros de brasas, siete metros de
carne y diez que cortan trozos sobre un tablón. Detrás de la parrilla
están los árboles -un campo, la sombra de la noche-, y allí, en
alguna parte, Samid y Norte: conversando. Pasan tres, cuatro, diez
minutos. En la calle, de pronto, un tumulto, los gritos de la euforia.
Un hombre se acerca al micrófono y dice:
-¡Bueno, bueno, parece que está llegando! ¡Atención, señores!
La banda arremete y -brazos en alto, repartiendo besos- entra
Samid, que se calza un delantal y va por las mesas sirviendo carne,
dejando libros, los llaveros. A las diez y media de la noche, la
ovación será en bloque cuando hable:
-¡Gracias, compañeros de Villa Madero!
Dirá lo que se espera: que donde falten cloacas pondrá cloacas, que
donde falte agua potable, agua, y que todo eso lo haremos para que
cuando nos pregunten dónde vivimos, todos podamos decir con
orgullo...
La pequeña Luz, sentada a una de las mesas, mira a su padre,
mueve la boca como en sueños y susurra, sin entusiasmo,
"yo-yo-vivo-en-La-Matanza", y un segundo después, su padre grita,
brama, vocifera:
-¡Yo... yo vivo en La Matanza!
La multitud estalla, y Luz parece despertar y dice:
-En quince minutos se termina.
Y en quince minutos se termina.
-Vamos a comer algo -dice Samid.
Ordena.
Cabalgan.
Ángel y Luz. Marisa y Alberto.
La autopista se interna en los suburbios grises, desangelados, y
ellos, ajenos, cabalgan en la camioneta burdeos.
-¿Dónde vamos, gordo? -pregunta Marisa.
-A La Cueva del Oso. Avísales a los demás, Norte.
Norte saca el teléfono y el mensaje se esparce. Sobre la autopista
hay luces que saludan, manos que se elevan desde cabinas como
ésta, una danza nocturna y luminosa: a La Cueva del Oso, ha dicho
él, y todos obedecen.
La Cueva del Oso es un restaurante que no se llama así. El cartel
reza El Regreso del Oso, y alrededor no hay gente, autos, otros
comederos. El salón es enorme y, excepto diez personas, está vacío.
Samid y los quince que lo acompañan se instalan en una de las
mesas del fondo. Un hombre sonriente, anillo de oro en el meñique,
se acerca, pregunta qué va a comer Alberto, y Alberto dice, y todos
comen lo que Alberto quiere comer. Con el correr de las horas,
alguien, de nombre Óscar, le pedirá a Samid un libro.
-Norte, dale un libro. Dedícaselo. Ponle: "Para Óscar, con todo mi
cariño".
Norte escribirá, en la primera página de La historia de La Matanza,
"Para Óscar, con todo mi cariño". Alberto le pondrá la firma al pie.
Cosas que no hace Samid: no lava platos, no juega por dinero, no
fuma, no llora, no se angustia.
Cosas que no tiene Samid: autos último modelo, muebles caros,
casa de 5.000 metros, asesor de imagen, manicura, trajes Armani,
yate, gemelos de oro, mocasines de cuero italiano. Por cosas como
éstas, podría pensarse que Samid es un hombre modesto.
Son las nueve y media de la noche. Samid espera a bordo de su
camioneta, frente a un estudio de televisión, barrio de Palermo
(Buenos Aires). En un rato interpretará su rol de buen entrevistado
?gritará, se peleará con todos?, pero ahora espera. Mira la noche, el
barrio que rodea. La puerta del acompañante se abre y Norte sube:
hay que esperar diez minutos para entrar.
-¿Sabés quién está, Alberto? Mauro Viale.
-¡No! No lo vi más después de aquello.
Aquello: en 2002, Samid estaba invitado a un programa
sensacionalista llamado Impacto a las 12, conducido por Mauro
Viale: el hombre que está acá. Se discutía acerca de la devaluación
del peso, pero las cosas se fueron de cauce y el conductor lo acusó
de haber apoyado la bomba que en 1994 mató a 85 personas y
destruyó el edificio de la AMIA, la mutual judía en Buenos Aires.
Lo que siguió fueron 130 kilos de músculos y carne, el golpe, el
puño, el grito: "Judío hijo de puta, te voy a matar". Samid sin diluir,
su versión pura.
-No le podía permitir que me acusara así. Pero la verdad es que él
es judío y yo soy árabe, no nos aguantamos. Bueno, me voy a tomar
un poco de aire.
Samid se baja, cruza la calle. Cinco minutos después, las puertas del
canal se abren, y Mauro Viale, portafolio en mano, aparece. Y
descubre que entre su auto y él está Samid.
-Buenas noches -dice uno.
-Buenas noches -dice otro.
Y nada pasa.
Un mes más tarde, Samid hará nuevas tarjetas personales. Dirán,
debajo de su nombre: "Matancero, peronista, hincha de Gardel,
hincha de Boca, hincha del Ford. Y le tengo bronca a Mauro Viale".
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes.
Es martes. Es de noche. Todos los martes y de noche, Samid tiene
un programa en la estación de radio AM 770. El programa se llama
Samid te escucha, y la radio es un primer piso por escalera frente a
una estación de servicio oscura, un estudio ínfimo donde Samid
escucha a vecinos que llaman y dicen nombre y edad, el barrio y el
problema. Pero ahora todo ha terminado y el estudio está desierto:
igual que la calle donde la camioneta espera, sola. Samid abre la
puerta, se sube, dice que en un país en el que no hay respeto es
bueno que la gente lo respete a uno:
-... le tenga un poco de miedo. La gente cree que porque uno está en
política tiene más poder del que tiene, y piensan: "Cuidado, con ése
no te metás".
Samid acciona el encendido. La camioneta no se pone en marcha.
No hay nada alrededor ?ni nadie?. Mira hacia un lado, mira hacia
otro, y entonces, por la esquina, aparece un hombre: solo. Samid no
duda. Abre la puerta, grita:
-¡Eh, flaco!
El hombre se detiene. Está fumando. Mira.
-Ayudame a empujar un poquito.
El hombre tira su cigarro, se acerca con cautela.
-Dale, flaco, ayudame.
El hombre saluda, buenas noches. Hay un segundo de zozobra.
Después empuja: ayuda a empujar. La camioneta arranca.
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes. La burbuja burdeos sobre
las calles rígidas, heladas.
-¿Vio? Hay que animarse acá. Esto es La Matanza. No es para
cualquiera.
Ser dueño del mundo.

Sentir que este rincón oscuro de la tierra es un rincón cualquiera de


su casa.
Un pueblo en el camino a la
frontera
Publicado: 21 noviembre 2008 en Oscar Martínez

Etiquetas:Altar, Gatopardo, México, Migrantes

4
El primer encuentro con Eliazar fue una tarde fría de invierno en el pueblo de Altar, la última población mexicana

del desierto del Sonora, antes de llegar al estado de Arizona.

Mientras caminaba por una polvorienta calle de ese pueblo, un sitio partido en dos por la carretera, con una

alfombra de polvo de unos cinco centímetros de espesor y casas de ladrillo a medio terminar, escuché el siseo de

aquel hombre de 45 años.

—“Shhh, shhh” –me llamó–. Venga, siéntese, descanse un rato, tómese un trago. A ver, ¿a qué parte de Estados

Unidos va? ¿Ya tiene quién lo pase?”.

—No –contesté. Eliazar me confundía con uno de los cientos de inmigrantes centroamericanos que llegan a Altar

cada día para tratar de cruzar la frontera.

—Mire, no busque más, yo lo voy a pasar por poco dinero, 8 mil pesos (unos 750 dólares), ya no busque más,

aquí se puede quedar a dormir en mi casa y mañana lo mando a la frontera –dijo sentado en aquel traspatio

polvoriento, lleno de pedazos de plástico que alguna vez fueron el juguete de un niño y que entonces parecían

vestigios desenterrados.

Eliazar se ve más viejo de lo que en realidad es. Su rostro reseco está cubierto por un polvo que parece haberse

instalado para siempre en la cara de los que viven en Altar. Su pelo cano corona los casi 1,90 metros que mide, y

sus manos parecen de corteza de árbol muerto: resecas, venosas, largas, viejas.

Nació en Sinaloa, como la mayoría de los que han venido desde el sur a ocuparse del tráfico ilegal de personas y

sustancias. Hace diez años que dejó el rancho donde nació y vivió, y se vino siguiendo a su mujer hasta Altar. Es

juntador, cachador, juntapollos, y esa tarde estaba haciendo su trabajo: detener a los migrantes que se cruzan

frente a él para ofrecerles los servicios de un coyote para el pase fronterizo.


Los migrantes son fáciles de reconocer. Todos van con miedo, con su mochila abrazada como un bebé, con sus

ojos bien abiertos; deambulan sin rumbo por las calles de este pueblo. Eliazar debe convencerlos de que se

vayan con el pollero que él recomienda, que le confíen su vida durante las casi siete noches de caminata por el

desierto, hasta llegar a Tucson o Phoenix.

—¿Y qué pasa cuando su pollero me lleve a Estados Unidos? –le pregunté.

— “Ah, entonces lo encierra en una casa de seguridad, y de ahí no lo dejan salir hasta que sus familiares lleguen

a pagar el dinero por usted –advirtió.

—¿Y si mis familiares nunca pagan?

—Yo le recomiendo que no mienta, que de veras paguen por usted, si no, le puede ir bastante mal.

Nos tomamos la tercera cerveza mientras él insistía:

—Como le digo, échele con mi pollero, es seguro, yo soy de fiar.

Su pollero le paga 200 dólares por persona reclutada.

Abrimos la cuarta cerveza y decidí confesarle lo que me habían advertido que era mejor mantener callado.

—Soy periodista.

Eliazar levantó su gorra, se rascó la frente, terminó su cerveza de un trago, y preguntó: “¿Quiere la otra?”.

Hablamos durante varias horas y al final acabó por convertirse en la llave que me abrió las puertas del pueblo.

***

Al día siguiente volví a casa del juntador. Eliazar comía arroz blando en un plato sucio. A su lado, dentro de la

casucha que rebosaba de trastos viejos, estaba un joven guatemalteco de no más de 20 años, aterido del miedo.

Comía arroz también, pero por el temblor de su mano el arroz caía al suelo en el viaje de la cuchara a la boca.

—Acabo de encontrar a este muchacho buscando a la gente del albergue, y le dije que se viniera –dijo Eliazar.

Frente a la casa de Eliazar hay solo dos casas más. El albergue que la iglesia ha habilitado para los migrantes,

que por la poca propaganda que de él se hace suele tener sus 35 camas vacías; y una casa enorme, con antena

parabólica y tres camionetas que pueden verse parqueadas en la cochera a través de los barrotes del portón.

— Ah, en esa casa vive un señor narco, pero es muy buena gente –explicó el juntador.
Eliazar intentaba convencer al muchacho guatemalteco de que se fuera con su pollero. Pero el joven no

respondía. Seguía tirando el arroz sin quitar la vista del plato. No tenía plata, le habían robado todo al atravesar

México colgado de los trenes que cruzan el país, una manera muy frecuente (y sumamente peligrosa) de viajar

de los migrantes centroamericanos. Eliázar le ofrecía su celular para que llamara a sus familiares en Phoenix y les

dijera que el pollero le cobraba 800 dólares:

—Si ellos saben de esto le dirán que es un buen precio, ya verá—le dijo, y luego se volteó conmigo.

—Dígale usted que mi pollero trabaja bien –me pidió.

Negué con la cabeza y salí a fumar a la calle de tierra.

Los juntadores saben que la mayoría de migrantes centroamericanos llegan a esta frontera en la peor de las

condiciones. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales hizo un estudio entre mediados de 2005 y abril de

este año. Entrevistaron a 2,700 indocumentados cuando paraban en el albergue de la ciudad norteña de Saltillo.

Esos migrantes, mexicanos y centroamericanos, denunciaron en la encuesta 4,062 violaciones. El 42% dijo haber

sufrido robo de dinero, el resto habían sido golpeados, violados, o insultados por miembros de cada una de las

corporaciones policiacas mexicanas que se toparon en el camino.

Un carro negro se estacionó frente a la casa, y Eliazar salió a hablar con el hombre que lo manejaba.

—¿Qué hago? –me preguntó el joven. Le dije que en el albergue le darían orientación, comida y cama gratis.

Salió rápidamente y pasó al lado de Eliazar agradeciendo la comida.

—¡Pinche chamaco! No se quiso venir conmigo. Es que usted que es salvadoreño debería de ayudarme a

convencer a los centroamericanos –dijo al entrar.

Volví a negar con la cabeza. Salimos y caminamos hasta la pollería del pueblo. El sol se ocultaba.

Al llegar, Eliazar se puso un delantal.

—Yo trabajo de gratis aquí vendiendo pollos asados, porque como no le pago a los policías, no me dejan

convencer a la gente en la plaza –explicó.

Para mirar cómo trabajaban los otros juntadores de la plaza, caminé hasta allá, donde los autobuses seguían

llegando y escupiendo a decenas de hombres abrazados a una mochila, sucios, que se apuraban a perderse

entre la gente.

Me senté en la plaza y pronto se me acercó alguien.


—¿Para dónde va? –me preguntó un hombre recio de unos 40 años.

—Para ningún lado –contesté.

—¿Eres de Guatemala, verdad? Mira, no te hagas, vente conmigo, yo te cobro 800 dólares por pasarte, en cinco

horas nada más te paso a Tucson, y te doy comida y donde dormir hasta que nos vayamos.

—Gracias, pero no –contesté.

—¿Cómo que no? –respondió mientras cerraba y abría la navaja de resorte que sacó de su bolsillo.

—Mira, cabrón, aquí te va a levantar la policía, porque no eres mexicano. Yo le pago a la policía para trabajar

aquí. Si no te vienes conmigo te mando a los policías – empecé a alejarme mientras el hombre me llenaba de

groserías.

Días más tarde, mientras me tomaba una cerveza con Eliazar en la cantina que está frente a la plaza, él señaló al

hombre que me amenazó.

—A ese le dicen El Pájaro –explicó Eliazar–. Es de los juntadores que paga a la policía, y lo dejan trabajar ahí.

Otro que está con él es El Metralleta, también paga y son bien cabrones los dos.

***

Paulino Medina también es parte de uno de los gremios de estos pueblos: fue pollero durante cinco años. Pasaba

migrantes por los cerros cercanos a Tijuana, y los dejaba en San Diego o Los Ángeles. Estuvo preso en Estados

Unidos por tráfico de personas cuando lo pillaron en uno de aquellos cerros pelones con sus pollos. Su hermano

también es pollero. Además, Paulino conoce vida y obra de la mayoría de los 8 mil habitantes del pueblo. Es

taxista desde hace 20 años, cuando llegó a vivir a Altar.

Lo conocí poco después de que El Pájaro me llenara de insultos, cuando al salir de la plaza llegué hasta el punto

de taxis. Me acerqué a un destartalado Hyundai del 87 que tenía al volante a un señor de unos 50 años, de pelo

cano y bigote ralo, con unos lentes remendados con cinta adhesiva. Me llevó hasta el hotelito en el que me

hospedaba. Hablamos un poco sobre las mafias en el pueblo y le pedí que nos tomáramos un café al día

siguiente.

—Vamos ahorita, si quiere, y tomamos un café en mi casa –contestó.

Después de poner dos cafés aguados sobre la mesa, Paulino dice:

—Antes esto era un pueblo del desierto. No venían migrantes. Vivíamos de los transportes de carga que

pasaban, de los camioneros o gente que viajaba por negocios y que se quedaban aquí a dormir, pero desde hace
unos años se han instalado en el pueblo una gran cantidad de polleros mafiosos, narcos y corruptos. La mayoría

vino buscando hacer negocios con los pollos.

El Altar de ahora empezó a construirse desde mediados de los noventa, cuando Tijuana y sus alrededores, el

punto de cruce tradicional de los indocumentados, fue amurallado.

En octubre de 1994 el gobierno estadounidense puso en marcha la Operación Guardián entre San Diego y

Tijuana, un plan que incluyó la construcción de una barda divisoria, duplicación de elementos de la patrulla

fronteriza, reflectores y helicópteros. Los migrantes empezaron a intentar cruzar por otros puntos y la ruta por

Altar se convirtió, sobre todo desde el 2003, en la más frecuentada.

Un estudio sobre la zona del Colegio de la Frontera Norte (Colef), uno de los centros de estudio sobre migración

más importantes del país, muestra cómo la patrulla fronteriza en la zona colindante con El Sásabe arrestaba

menos de 100 mil indocumentados en 1992. En 2005 esa cifra se había quintuplicado. En 1992, el pueblo tenía

poco más de mil habitantes. En 2005 se censaron a más de ocho mil residentes, sin contar a la población

flotante que llega todos los días.

—Esto antes era un pueblito normal, con sus viejas en la iglesia y su gente saludándose al cruzarse en la plaza

–dijo Paulino, y luego se extendió hablando del crimen organizado.

—Es terrible el problema que tenemos con los narcos –reveló–. Están cobrando a las Van (camionetas de

pasajeros) que llevan a los migrantes a El Sásabe 100 pesos (10 dólares) por cada pollo, solo por dejarlos pasar.

Me despedí de Paulino cuando ya la noche estaba entrada. Y él se despidió también:

—Acuérdese, si usted ve a alguien aquí con cara de mafioso, es mafioso; si ve a un señor con su gran carro y

cree que es narco, es narco; y si ve a alguien y cree que es buena persona, es mafioso.

***

El siguiente día era el último de ese viaje. En la mañana, pasé por la casa de Eliazar. Me recibió con la noticia que

tenía paralizado al pueblo. La noche anterior los narcos de un rancho habían secuestrado a 300 migrantes

incluidos los conductores de las camionetas. Habían enviado a sus burreros y no querían que les calentaran la

zona.

Los burreros son el ejército de carga del narco. Hombres que se ponen en la espalda 20 kilos de marihuana y

son guiados en el desierto por un pollero y un hombre de confianza del narco. Caminan dos noches y llegan a la

reserva de los indios Tohono, territorio autónomo estadounidense. Ahí descargan la mercancía en camionetas de
aquellos indios que trabajan para los productores de droga. Éstos se encargan de distribuir la marihuana en todo

el país. Solo entre octubre de 2006 y julio de este año, la Patrulla Fronteriza asignada al sector vecino a El

Sásabe ha decomisado 766 mil 997 libras de marihuana intentando entrar a Estados Unidos. Las 1,200 libras de

esa hierba están valoradas en un millón de dólares en el mercado gringo.

Eliazar no sabía mucho más. Para él, aquello no tenía mayor relevancia. Me apresuré a buscar a Paulino. Él lleva

gente a El Sásabe y tal vez sabía algo más.

Lo encontré recostado en su taxi tomando un café.

—Sí –dijo–. Ayer secuestraron porque están calentando la zona. Algunos de los secuestrados han vuelto con el

mensaje de los narcos. Si quiere, lo llevo a ver a uno de ellos.

Calentar la zona significa atraer la atención de la patrulla fronteriza por el cruce indiscriminado de migrantes. Los

narcos temen que esa zona termine tan vigilada como Tijuana. Con muro, reflectores, helicópteros.

Poco después, el taxi de Paulino se estacionó en un taller mecánico. Dos hombres tenían las manos enterradas

en el motor grasiento de una camioneta. Uno de ellos, el del ojo morado, había regresado del cautiverio con el

mensaje para sus colegas choferes de que hasta nueva señal no se podía viajar a El Sásabe.

—Quiubo –se dirigió Paulino al recién liberado–. ¿Cómo estás? Pensé que ya no te iba a volver a ver. Mira, él es

periodista, pero es amigo, y le conté que tú estabas en el grupo que los narcos secuestraron, y quiere que le

cuentes cómo fue y cómo están los pollos que se han quedado allá.

El hombre de unos 25 años se frotó la cara. Lanzó a Paulino una mirada incómoda y se dirigió sólo a él:

—Hombre, Paulino, usted sabe cómo funcionan las cosas aquí. Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me

dan piso, no duro vivo ni este día. Y se enterarían. Aquí todo mundo está comprado.

El otro hombre respaldó a su amigo haciéndonos una pregunta que, tras no encontrarle respuesta, hizo que nos

marcháramos:

—¿Qué ganamos con esto? –dijo–. Si aquí nuestra vida no vale nada, a cada rato matan a conductores de las

Van, los entierran en los caminos y nadie se entera nunca.

Paulino refunfuñaba mientras nos dirigíamos a casa de Eliazar.

—¡Por eso estamos como estamos! El narco sigue matando gente y nadie quiere decir nada.
Eliazar seguía sin saber mayor cosa. Esa noche su pollero no había llevado migrantes, y por tanto lo ocurrido no

importaba mucho a este juntador.

—“Si quiere vaya a ver al albergue, tal vez ahí sepan algo –recomendó.

El quinto de los migrantes en entrar a refugiarse ahí era salvadoreño.

—Mi nombre prefiero que no lo sepás, porque lo que me ha pasado es muy penoso –pidió.

La tarde del día anterior había llegado a un trato con su pollero: 1,800 dólares por llevar a su hermana hasta Los

Ángeles.

—Mis familiares allá solo tenían ese dinero reunido, y yo quise mandar a mi hermana para no dejarla sola en este

pueblo de mafiosos. Yo iba a esperar una semana más para que reunieran el dinero para llevarme a mí –explicó.

Su hermana partió esa noche, y la camioneta en la que iba con su pollero fue una de las 15 secuestradas por

hombres con pasamontañas.

—Yo ya hablé con los polleros que han regresado, y con algunos dueños de las Van que han ido a ver si quedó

algo en los carros que les quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí –dijo el hombre con la mirada

clavada en el suelo y la mandíbula temblando a punto del llanto.

—Yo no puedo ir a poner denuncia, no puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo

solo quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje –dijo el salvadoreño, decidido a dejar a su

hermana y a ver qué se podía hacer desde El Salvador.

A veces, el miedo puede más que la sangre. Él aseguraba que debido a las averiguaciones que anduvo haciendo

ese día, un carro con vidrios polarizados lo había perseguido durante tres horas debido a las averiguaciones que

anduvo haciendo ese día.

Llamé a Paulino y llegó por mí en pocos minutos. En el camino marqué el número de teléfono de un señor al que

llamaré A y a quien Eliazar me había recomendado hablar para saber más de lo que estaba pasando. El señor A

dejó salir una apabullante ola de preguntas:

—¿Quién es usted? ¿Quién le dio mi teléfono? ¿Por qué quiere hablar conmigo de eso? ¿Quién le ha dicho que yo

sé algo?

Más que tranquilizarse con mis respuestas, él quería saber quién era yo, y por eso aceptó recibirme en un cuarto

de uno de los hoteles del pueblo a las nueve de la noche.


— Venga solo –pidió.

A las nueve en punto el Señor A estaba en la habitación indicada temblando de pies a cabeza. Le entregué todos

mis documentos para que los viera, le mostré un par de materiales que había publicado, le dije que un taxista del

que no recordaba el nombre me recomendó hablar con él porque era un altareño de nacimiento. No dejó de

temblar.

Dijo no muchas veces hasta que accedió a contestar algo más que un monosílabo:

—Todos sabemos que eso pasa, los secuestran, violan a las mujeres que van migrando, y les dan unas grandes

golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las van, ¿pero qué vamos a hacer? Aquí sólo

tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a 50 hombres bien armados y a muchas autoridades

compradas.

Antes de irme, me hizo prometerle varias veces que no trabajaba para el narco.

— Por cierto, si ha andado preguntando por esto mejor váyase mañana, aquí todos se conocen y es fácil saber

quién no es de aquí –se despidió.

***

El día siguiente me fui de Altar, y durante un mes y medio hablé cada semana por teléfono con Paulino y Eliazar,

quienes solían explicarme que la zona seguía caliente, y los narcos alborotados. El Señor A me pidió que mejor

habláramos cuando yo regresara. Durante ese mes y medio, pasó precisamente lo que los narcotraficantes

temían. El operativo Jump Star, el que George Bush aprobó en 2006, empezó a ponerse en marcha en el lado

fronterizo estadounidense, justo frente a El Sásabe. Los 1, 400 millones de dólares aprobados ese año se

materializaron. Empezó la construcción de 420 kilómetros de muro (van 11 hasta el momento), empezaron a

llegar los 600 agentes extras asignados a esa zona, y el Departamento de Seguridad Interna pagó a la compañía

Boeing, fabricante de aviones y equipos para naves espaciales, para que instalara las primeras nueve torres de

Proyecto 28. Torres coronadas por cámaras infrarrojas capaces de detectar movimiento a 17 kilómetros a la

redonda, distinguir si es animal o humano y si va armado.

Cuando entrada la primavera regresé a Altar, me reuní con el párroco Prisciliano Peraza. Había sido la única

persona que habló con los narcotraficantes para interceder por los secuestrados.

Me recibió en su despacho, en un ala de la iglesia, al lado del parque. La conversación inició con una anécdota

del padre:
—Nada más la semana pasada, el narco detuvo a un periodista gringo camino a El Sásabe –relató–. Andaba

cámara de video y de foto. De repente, me llaman los del narco, y me dicen que tienen a un periodista que dice

que me conoce. Les dije que sí, que yo lo iría a traer a El Sásabe. Llegué, le habían quitado todo y lo habían

madreado. Lo que quiero decirte es que el narco sí me respeta un poco, porque saben que puedo llamar a

alguna autoridad nacional y hacer notable este caos del pueblo, y eso no le conviene a nadie.

El padre es el único testigo que cuenta lo que vio aquel martes 13 de febrero. Según el párroco, él se comunicó

con los narcotraficantes, y por teléfono consiguió negociar rehenes: le darían a pequeños grupos, para que los

fuera llevando a Altar poco a poco. No le dijeron más.

—Los tenían ahí sentados en un rancho cercano a El Sásabe, pero solo quisieron darme a 120, a los más

golpeados, a los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que les pegan. Al resto de

los 300 no sé que les pasó, no sé si los soltaron.

La mayoría de los liberados regresó a casa de su pollero. Volvieron a perderse en el pueblo, y con ellos su

testimonio. Ese secuestro, el más grande de que los habitantes de Altar han escuchado, no fue denunciado ni

apareció publicado en ningún medio de comunicación nacional. Ciento ochenta emigrantes quedaron en aquel

rancho aquel día, 120 pudo salvar el cura. Nadie supo más de esas personas. Quizá, sin que nadie se enterara,

hubo una masacre a pocos metros de territorio estadounidense, y aquel rancho es ahora un cementerio.

Todo se hizo difuso después. Al poco tiempo, siempre a las nueve y en el mismo cuarto, volví a ver al señor A.

Como la vez anterior, temblaba, susurraba, volteaba a ver las ventanas. Sin embargo, esa vez habló bastante.

Contó dos anécdotas ocurridas este año en la alcaldía, que explican por qué asuntos como el secuestro quedan

en el olvido. Omitió nombres.

Un funcionario dio una conferencia de prensa donde dijo, literalmente, que por Altar pasaba mucho migrante y

mucha droga.

—A los cinco minutos – relató el señor A – un narco llamó a quien había dicho eso, y le puso la grabación de sus

palabras. Algún periodista le había llevado esa grabación.

La otra reprimenda estuvo relacionada al secuestro. Un funcionario de Altar llamó a la Procuraduría de Sonora,

estado al que pertenece el pueblo, días después de lo ocurrido. Dijo que había 300 migrantes secuestrados. ¿Y

qué pasó?

—Otra vez un narco llamó a ese funcionario y le dijo que le acababan de llamar de la Procuraduría para contarle

de su llamada, y que era la última vez que lo iban a perdonar.


Esto demuestra la penetración de los narcotraficantes en la justicia estatal.

Paulino Medina me explicó por teléfono hace unos días que hacía poco los narcos habían vuelto a secuestrar.

Esta vez a un grupo de unas 30 personas.

—El grupo era de 26 migrantes, dos conductores de Van y los dos polleros. El narco ofreció a los polleros cargar

cada migrante con 20 kilos de marihuana. Ellos deberían llevar la marihuana a la reserva de Tohono,

acompañados por un empleado de confianza del señor. Ésa era la condición para que los dejaran ir. Los polleros

aceptaron, y no hemos vuelto a saber de ellos –dijo el taxista.

Según Prisciliano Peraza, en realidad todo el mundo sabe cómo está estructurado el crimen organizado en el

pueblo.

—Aquí todos sabemos cómo se llama cada uno de los seis narcos que operan, pero nadie lo denuncia. Todos

sabemos también que ni al narco ni al gobierno le conviene que esto se sepa, porque se desencadenaría una

guerra si el gobierno, bajo la presión social que esto generaría, tuviera que actuar—dijo Peraza en aquella

reunión en la parroquia.

En la conversación en el hotel, el señor A también me contó que los seis señores de la droga de la zona le pagan

a Joaquín El Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, uno de los dos más poderosos de México. Le pagan para

regentar un pedazo de frontera y para que los proteja de posibles intervenciones del gobierno federal.

***

Los habitantes de Altar están preocupados por lo que pueda pasar con el pueblo mismo. La mañana que llegué a

Altar, Paulino pasó a recogerme y nos fuimos a su casa.

—Quiero contarle cómo van las cosas –dijo. Repitió la rutina: sacó dos cafés aguados y empezó a poner en

palabras la podredumbre de aquel sitio.

—Esto de la migración se va a acabar pronto en Altar, porque maltratan mucho al pollo y el narco está pesado.

Cuando eso pase, todos se van a quedar chillando aquí en un pueblo fantasma –auguró.

Sacó de entre sus papeles una credencial.

—Mire, me han dado este cargo a prueba por tres meses, pero está duro.
El alcalde de Altar lo había nombrado comisionado de transporte municipal, y su principal objetivo era solucionar

el problema de las camionetas quemadas y abandonadas al lado de la carretera, luego de que los

narcotraficantes bajan a las personas, les pegan, y luego incendian el vehículo.

—Y eso es un gran problema para todos –explicó Paulino– porque ellos no se recuperan ni en un año si les

queman una Van, los pollos se asustan y la municipalidad deja de recibir el impuesto de esa Van.

El entonces secretario de transporte proponía establecer un acuerdo con los narcotraficantes para coordinar el

tráfico de personas y drogas.

—Lo que quiero es establecer un vínculo con los señores (narcos), para que ellos avisen cuándo van a despachar

burreros, y que ese día las Van no lleven pollos.

Esa misma tarde pude comprobar cómo los esfuerzos del narco por controlar la zona estaban surtiendo efecto.

Fui a la plaza a tratar de abordar una de las camionetas que van hacia El Sásabe.

—Yo lo llevo –dijo el conductor– pero le cobro los 100 pesos del pasaje y otros 500 para la mafia; si no, olvídese

de que lo llevo, me queman el carro si no pago por usted”.

En el sitio de taxis no estaba Paulino. Sin embargo, Artemio, uno los que le trabaja el taxi a Paulino, estaba

negociando con tres hombres jóvenes de Sinaloa. Les ofrecí compartir el taxi y aceptaron. Nos apretamos en la

carcacha y partimos.

Entramos a la calle de tierra que recibe a los viajeros con un cartel agujereado por unos 50 balazos, donde el

narco ha escrito: “Esto también puede pasar”. Es decir que, a parte de ser deportados, asaltados, violadas las

mujeres, morir picados por serpientes o de sed en el desierto, también les puede pasar que la mafia los acribille

si así lo determina. Las señales en la calle seguían: al menos ocho camionetas quemadas yacían a la orilla.

Los jóvenes aseguraban que iban a recoger a ocho pollos a La Ladrillera. Poco antes de llegar a El Sásabe se

encuentra esta fábrica artesanal de ladrillos, una zona de asaltantes y narcos, donde las Van descargan a

muchos para que aborden los pick up que los llevan hasta los puntos de cruce, sitios del desierto identificados

por alguna señal particular: El Riíto, El Carro Quemado, El Poste Verde. En esas pick up coinciden, sin saber a

ciencia cierta quién es quién, burreros, pollos, polleros y asaltantes del desierto.

Llegamos a La Ladrillera donde no había ni un alma a la vista. Los tres hombres, sin embargo, insistieron en

quedarse allí. Artemio me dejó en El Sásabe. El pueblo estaba vacío. Una señora que vendía comida me dijo:
—Es que el narco anda alborotado, porque están trabajando, entonces menos gente está viniendo, y los que

vienen no están parando, se desvían por La Ladrillera. Mejor váyase –sugirió. Y me fui.

Mientras caminaba, una Van hizo parada al verme. El conductor, un hombre bigotón de unos 50 años, me ofreció

regresarme a Altar por 50 pesos. A su lado, en la Van, iba un pollero al que la migra acababa de quitarle a 30

migrantes y una altareña, vendedora de cocaína al menudeo. Ella y el joven hablaban de cómo cada vez era más

difícil evadir los controles estadounidenses. El conductor no dijo casi nada hasta que le pregunté si era cierto lo

del peaje de los 500 pesos por migrante:

—Sí, nos están arruinando. Ellos nos mandan a uno de los suyos a cobrar allá a Altar y te dan un código. Algunos

choferes se van a la brava, y a esos son a los que les queman la Van. Porque si en el camino te para la mafia y

te pide tu código, se lo tienes que dar, y además ellos saben con tu código por cuántos pollos pagaste; si llevas

más, te chingan.

Es cierto, había menos viajeros, pero eso es relativo en estas tierras. En la hora y media que tardamos en volver

a Altar, pasaron 34 camionetas y tres buses escolares llenos de pollos. En mi viaje anterior, en el mismo trayecto,

conté 45 camionetas y tres autobuses. Vale recalcar que 34 camionetas y tres buses equivalen a 800 emigrantes.

Eso, poniéndole un precio de 500 por cabeza, se convierte en 400 mil pesos (unos 35 mil dólares) para el narco.

En sólo una hora y media, y sin traficar nada.

***

Al día siguiente me reuní con Eliazar en la cantina Cherián, frente a la plaza. El juntador estaba refunfuñando.

—Esto anda lleno de pollos y nosotros no agarramos nada de nada – le decía a René, otro juntador –. Tenemos

que hacer algo, empezar a pagarle a la policía o nos vamos a quedar en la ruina.

Afuera, El Metralleta y El Pájaro trabajaban a sus anchas en la plaza.

Eliazar y René se hartaron de esperar y me invitaron a acompañarlos a comprar una bolsa de cocaína, seis

cervezas e irse al cerrito, un lugar en el desierto donde estacionarían el carro de Eliázar para pasar el rato.

—Llegamos al autoservicio –dijo René cuando paramos frente a una fila de carros, en una de las principales

calles de Altar, flanqueados por viviendas a medio construir.


Hicimos fila atrás de esos carros. Llegó nuestro turno. Nos paramos al lado de la ventana del conductor del

Toyota blanco que tenía colgando de la puerta dos botellas de plástico cortadas a la mitad. Las dos estaban

rellenas de bolsitas de cocaína.

—A mí deme 100 de original de la sierra, es que la machaca (mezclada) me da congestión –dijo Eliazar.

—Ve, más fácil que comprar tortillas –dijo entre risas René.

Ya en el monte, en medio de los cactus de dos metros del desierto, hablamos de cualquier cosa. Sobre su

trabajo, Eliazar sólo hizo un comentario sincero:

—Es cierto que le echamos mentiras al pollo, porque si no, no se vienen con uno. Acuérdese de que tengo cinco

plebes que alimentar –apoyó la bolsita de polvo contra el tablero del carro, le pegó con su celular, utilizó la punta

de su llave como cuchara y aspiró.

—Eso es cierto –complementó René–. Además, acuérdese de que hay que llevarle pollos al patrón, porque él

también gasta mucho. A él le toca pagarle a la mafia 100 dólares por pollo, porque los pasamos por una de las

rancherías de marihuana.

Me llevaron de regreso a mi hotel y se fueron quejándose aún por cómo la situación del pueblo los estaba

dejando sin materia prima con la que trabajar.

Al día siguiente me despedí de Paulino, que también se quejaba. La calle a El Sásabe era una cuerda floja, y para

no arriesgar su taxi prefería trabajar sólo en Altar.

—Ve como esto se está acabando, y eso porque no hemos sabido controlar la cosa, hacer que el migrante no se

asuste –se despidió.

***

A mediados de septiembre hice una llamada a Eliazar y Paulino.El taxista, indiferente, me contó que le habían

retirado su cargo de secretario de transporte, porque nadie quiso hacerle caso a su plan de coordinar tiempos

con los señores de la droga. Aseguró que muchos de los comerciantes y polleros de Altar se habían ido a

Palomas, un pueblito al oeste de la frontera, colindante con el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Ése

es el estado que según la patrulla fronteriza tiene menos vigilancia.

—En cuestión de meses volveremos a ser lo que antes éramos, un pueblo fantasma del desierto, sin migrantes,

sin trabajo – pronosticó.


El juntador no contestó indiferente, sino alarmado. “No sé qué pasa, en toda esta semana sólo he logrado

convencer a un pollo.

A diferencia de Paulino, él no piensa quedarse si la situación sigue así. Su hogar está donde haya migrantes

deseosos de pasar al otro lado

—Estoy pensando en irme para Palomas. Dicen que allá hay buen trabajo –dijo.
LOS EXTREMOS DEL RÍO PARANÁ

LOOR AL HUMEDAL LITORAL

¿Qué es el paisaje? ¿Podemos pensar al río como a un sujeto? Lila Siegrist traza una
genealogía de las primeras voces -científicas, documentalistas, plásticas- que se
embarcaron en el Paraná y se volvieron testimonio de la cultura fluvial. Frente a las
escenas inciertas que nos espeja nuestro hábitat, conversa con voces de la política,
del arte y del arcano sobre los humedales y la militancia, el derecho al agua y a la
soberanía del territorio y sobre el concepto romántico del paisaje que se amplifica
al de ambiente.

Una amplia nómina de expedicionarios, escribas, curiosos y


religiosos emprendieron tareas de inmersión en el paisaje para
dejar asentadas en sus bitácoras el registrode sus exploraciones en
la Cuenca del Plata, desde las primeras referencias de Ulrico
Schmidl en 1535. Pero es Alcides D´Orbigny quien se toma 15
meses, entre el 14 de febrero de 1827 y mayo de 1828, para recorrer
el Paraná desde su desembocadura, río arriba, pasando por la
provincia de Santa Fe hasta llegar a las de Corrientes, Misiones,
Chaco y Entre Ríos, y luego bajar por la parte sur de dicha provincia
a conocer las regiones septentrionales de la de Buenos Aires. En
este período releva con precisión científica los peces (queda
fascinado con el peso y tamaño del dorado), describe el surubí, los
armados. Se sorprende por la cantidad de insectos, especialmente
con la variedad de mosquitos y avispas. Observa de cerca los
reptiles: la yarará o las tortugas encalladas en las barrancas, los
caimanes robustos. Las aves lo sorprenden tanto por el aire gracias
a su canto, como por tierra en silencio, con el despliegue de sus
plumajes: la escena de las aves de presa planeando sobre un
brasero, intentando atrapar a los animales que escapan de las
llamaradas.

En esta descripción exhaustiva en la que el viaje expedicionario se


vuelve documento de una práctica y testimonio ambiental, también
asoman las quemazones como responsabilidad de hombrunos y
torpes carboneros que acuden todos los años a hacer su provisión
de carbón, llagando a ahumar el país a veinte leguas a la redonda. Su
modo de fabricación es de los más viciosos, ya que los bosques
ocupan una superficie de gran extensión, y sin que los torpes
exploradores se preocupen mayormente por el daño, por las islas
son de dominio público… En casi toda América meridional, la
población acostumbra a incendiar los campos para quemar la paja
seca, a fin de renovar los pastos que alimentan el ganado. Lo relata
como un desastre de la destrucción que infundía en el ánimo un
sentimiento profundo de dolor y espanto.

En 1826, Francis Bon Head en su libro Las Pampas y los Andes


evidencia cierta emotividad con el paisaje al mencionar las
quemazones: algunos lugares se encuentran quemados por
accidentes, y el negro sitio desolado, cubierto de troncos
carbonizados, se asemeja a una escena de peste o de guerra del
mundo humano. Décadas más tarde, en 1864, saldría publicado El
Río Paraná. Cinco años en la República Argentina de la alsaciana
Lina Beck-Bernard, en el que realizaría una descripción aguda de
nuestro paisaje litoral, como la crónica al galope sobre el río Salado
titulada “Incendio en el campo” en la que desde la altura de su
montura otea la llanura que se extiende alrededor y ve a lo lejos una
raya de humo negro que parece ir avanzando hacia nosotros con una
velocidad impresionante. Cada tanto, esta barra compacta muestra
unas brechas de donde se alzan unas llamas rojas y amarillas.
Si me quedo atenta al paisaje cruzado por las columnas de humo,
penachos sombríos que suben al cielo como señales caligráficas
de pueblos de otro tiempo, habitantes del agua en las marañas de
barro y mosquital, debo pensar en Oda al Paraná (1801) de Manuel
José de Lavardén: traza un eje en verso que pivota romántico y
mercantilista, estiajes rasos de relevancia íntima y civil. Fuente de
inspiración e instrumentación, el río se vuelve cuerpo, antropizado y
protagonista del loor exacto e iniciático. Pero es en El Tempe
argentino (1858) de Marcos Sastre, poema en prosa agudo y
detallado, donde se define una lonja fértil de nuestra geografía
ubicada entre el Paraná, el Uruguay y el Río de la Plata, formando un
triángulo isósceles de agua, tierra y vida próspera. El volumen está
dedicado a estudiar el aspecto y los fenómenos de nuestra
naturaleza, registrando y relatando con intensidad plástica el
ambiente y los fenómenos que la biodiversidad fluvial de nuestros
humedales detenta. Los duraznos, perales y manzanas para nada
silvestres que en los textos de D´Orbigny aparecen como acentos
de dulzura y embalsaman los aires a distancia, en el Tempe
argentino configuran los vergeles que indican la posibilidad del
asentamiento. Extiéndese con sus afluentes caudalosos por miles
de leguas sin obstáculos, brindando a la industria y al comercio
inmensas regiones, las más salubres y fértiles del globo, donde
algunos pueblos nacientes abren hoy sus brazos fraternales a todos
los pueblos de la tierra.
En Viaje a la América meridional, D´Orbigny también activa el
paisaje desde las vías del comercio: emergen los buques
mercantiles, pequeñas industrias como las curtiembres y los
hornos ladrilleros, los altos buques despliegan su velamen y surcan
libremente por su canal profundo y anchuroso. Ya en 1897 aparece
la gran crónica lírica, ficcional y verosímil sobre la vida en las islas
del río Paraná, Un viaje al país de los matreros por Fray Mocho,
dividida en 22 capítulos, que concentra escenas y temáticas
particulares en los que el Paraná se expande triunfante. Le da al río
el vigor de mover y trasladar pedazos de tierra, creando albardones
donde la vida vegetal se atrinchera, así como también los
personajes subalternos: matreros, individuos que andan por los
montes huyendo de la justicia. Aparecen perros y patos, aguas
secas y cenagosas, una atmósfera soporífera y pesada y el silencio
que domina la llanura, que solo se altera con el grito de un chajá. El
modo en que se puebla la tierra firme con ranchos ocultos en la
maleza, y nuevamente el río mercantil: cómo se hacían los
contrabandos de las mercancías que traían al Rosario los buques de
ultramar, cómo las desembarcaban y cuánto convenía al comercio
de las costas entrerrianas y santafecinas que las islas y los bañados
estuvieran sumidos en la barbarie más primitiva. ¡Ellos se llevaban la
fama y otros cargaban la lana!
***

¿Qué sucede cuando el paisaje traspasa la instancia del registro


científico o el sustrato lírico y se vuelve síntoma en el que nos
sumergimos? Cuando la veduta deja de ser la resolución plástica
de un paisaje para volverse registro vociferante del desastre y el
riesgo. ¿Cuáles son los efectos del uso intensivo de los recursos
naturales en el humedal litoral? ¿Cuál será el destino de la Ley de
Humedales? ¿Qué regulaciones son necesarias para frenar la
devastación? La Hidrovía Paraguay-Paraná se encuentra ante un
inminente proceso de licitación en el que se ponen en cuestión el
uso, el aprovechamiento, el balizamiento, el dragado y el peaje de la
vía navegable más importante del humedal litoral. A la espera de
respuestas, ante escenas inciertas, conversamos con voces
expertas del periodismo, de la política, del arte y del arcano sobre
los humedales y la militancia, sobre los derechos al agua, a la salud,
a la soberanía del territorio, a la regulación de la economía
mercantil de la fluvialidad y sobre el concepto romántico del paisaje
que se amplifica al de ambiente.
“Si pensás en un paisaje en riesgo: ¿qué idea viene a tu cabeza?”,
le pregunto a Sebastián Martínez Ledesma, de la Multisectorial
Humedales.

“Si pensamos el paisaje en riesgo, el de los humedales, podemos


hablar de algo mayor, de lo que no se ve: de un gran ecosistema
compuesto por vida, vida animal, vegetal, regida por el agua.
Cuando hablamos de la importancia de este gran ecosistema
hablamos de la biodiversidad de ese conjunto, de especies
animales que se desarrollan gracias a las condiciones vegetales
que existen. Este ecosistema brinda servicios a los seres humanos
que vivimos a la vera del río, que dependemos del agua que ahí se
purifica, que dependemos de su regulación para no inundarnos, que
dependemos también de la captación de carbono que hacen estos
humedales, que contribuyen contra el calentamiento global, que
contribuyen a purificar el aire que respiramos... Esta imagen no es
solo la postal de un lugar de disfrute sino también la de un lugar de
vital importancia para nuestras vidas, más allá de su hermosura.”

“De un día para el otro revaloramos a los humedales. ¿Por qué


hasta ahora no les prestábamos atención?” Me responde Adriana
Anzolin, coordinadora de la Plataforma de Organizaciones
Ambientales Humedales en Red que a su vez es parte del Corredor
Azul.

“Los humedales son ecosistemas infravalorados. Se calcula que


desde el siglo XX hasta esta parte, en todo el mundo desapareció
un 70%. Son vistos como sitios de tierras bajas improductivas,
hasta insalubres (como son áreas con mucha agua, allí se
desarrollaban los mosquitos). Bajo esta visión se trató de darles un
destino productivo entre comillas. En Argentina, ocupan el 21% de
la superficie y se concentran en el área económicamente más
importante: Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, parte de
Córdoba. En estas zonas, el principal agente destructor fue el
desarrollo de barrios privados y countries. Terrenos bajos, que
valían poco, se urbanizaban con un valor altísimo. Nordelta fue de
los primeros emprendimientos que hicieron esta operatoria de
dragado, refulado y relleno. Después siguieron cientos de barrios en
la zona que destruyeron, mínimo, 10.000 hectáreas de humedales y
generaron problemas ambientales al eliminar la biodiversidad y
contaminar las aguas.”

Qué es el paisaje, según César Jacinto Briatore, Técnico en


Administración Portuaria, miembro de la Comisión Directiva del
Sindicato de la Actividad Naval Mar del Plata:
“El paisaje es cultura. Hay pequeñas economías que giran a su
alrededor. El paisaje es esa relación de la tierra con las personas
que arman la comunidad. Antes de la conquista, los pueblos
originarios se desarrollaron en gran medida entre las islas y entre el
territorio a la vera del humedal. Después llegaron los colonizadores
en búsqueda de riquezas y eliminaron todo signo de vida conocido.”
Sobre la próxima licitación de la Hidrovía Paraguay-Paraná anticipa
que impulsa alguna solución desde el punto de vista fiscal y desde
una visión más soberana, para eliminar una opción mercantilista en
lo que respecta al mantenimiento de nuestras aguas.

A orillas de un río, el Uruguay, nació el activismo ambiental de la


Argentina. “¿Qué incidencia política tiene hoy este movimiento
social?”, le pregunto a Marina Pagliroli, de El Paraná NO se toca.

“Nuestro grupo empezó a reunirse al saber que el Gobierno de Entre


Ríos el 28 de diciembre de 2011 había aprobado una ley que
permitía la instalación de una arrocera en el humedal, por 99 años.
Se pudo derogar esta ley. Así se constituyó el grupo El Paraná NO
se toca. Nuestras consignas son: basta de quemas, no a la Hidrovía
Paraná-Paraguay, no a los terraplenes, no a la caza furtiva, no a la
pesca indiscriminada, no al monocultivo en el humedal, no a los
modos de vida urbanos en la isla, no a las mega fiestas en las islas,
no más plástico de un solo uso, promoción de la agroecología,
activación del PIECAS (Plan Integral Estratégico para la
Conservación y el Aprovechamiento Sostenible del Delta del
Paraná), Ley de Humedales YA.”

“¿Qué plantea la consigna NO hay cultura sin mundo #ecocidio?”


Responde el colectivo Cuadrilla Feminista.

“Sobre finales del 2020, con esa consigna un amplio colectivo de


autoras escribimos este manifiesto: ´Ante el colapso climático
ambiental y las propuestas agroindustriales nos preguntamos ¿qué
es la cultura? Ese conjunto de saberes que viene del pasado y van
hacia el futuro resultó en prácticas despiadadas y el trato de la vida
total como mercancía. Hemos explotado los cuerpos en todas sus
formas, en crímenes sexuales, crímenes ecológicos y crímenes
políticos. La naturaleza violada parece el permiso para todas las
violaciones reiteradas. Los cuerpos entretejen vínculos de poder, y
quienes disponen de los cuerpos y los territorios para su
explotación nos encaminan a un futuro opaco donde la imaginación
de lxs niñxs se suspende. Las perturbaciones ecológicas no solo
traen enfermedades, exacerban las desigualdades.”

A la prosa y a los registros pictóricos se suman, contundentes, los


registros fotográficos del ecocidio. Sebastián López Brach,
fotógrafo nacido en Rosario, desde hace algunos años trabaja para
National Geographic documentando la importancia de los
humedales más grandes de Latinoamérica. Cuenta:

“Desde comienzos del año 2020, todo el delta del Paraná está
siendo devastado por el fuego. Los incendios ya arrasaron con más
de 400.000 hectáreas, esto equivale aproximadamente a 16 veces
la ciudad de Buenos Aires. La magnitud de las quemas provocadas
en la región deja múltiples consecuencias, como la mortalidad de
animales y la pérdida de hábitat, el empobrecimiento de los suelos,
la contaminación del agua y el aire, además de representar un
riesgo altísimo para la subsistencia de las personas que viven en
las islas. Nunca en la historia hubo tanta destrucción en este
importante ecosistema. Los 40.000 focos de calor que se
registraron desde enero del 2020 hasta ahora en la región dejaron
en evidencia la peor crisis socioambiental de la zona.”

“¿Cambió la situación de los humedales en el contexto de la


pandemia?”, le pregunto a Jorgelina Hiba, periodista experta en
ambiente.

“La región atravesó el año pasado marcada por dos vectores


graves. Además del coronavirus tuvimos una impronta
local-regional en relación a las quemas. No solo se quemaron
400.000 hectáreas del delta del río Paraná, sobre 2.000.000
millones de hectáreas… Tuvimos 800 kilómetros de costa
santafesina afectada. También se vieron afectados los bajos
submeridionales, que son tal vez el último gran parche de
biodiversidad silvestre que tenemos en la provincia de Santa Fe, en
el centro norte. Debemos analizarlo como un fenómeno regional. El
Paraná del siglo XXI va a ser, ya es, un Paraná de extremos. Nos
obliga a repensar todo lo que hacemos en relación al río, las
explotaciones productivas, la ganadería de islas señalada con
razón como el principal vector de inicio de fuegos, pescadores
industriales, cazadores furtivos, desarrollos turísticos y escaso o
nulo control estatal. Estamos en una cuña entre la llanura y el
humedal, entre el río y la pampa, con algún resto de espinal que nos
traen los arroyos. El paisaje nos define, nos contiene, nos ha
estructurado social, económica y culturalmente. Somos parte de la
comunidad del agua, de la tierra del agua que significa el humedal
del río Paraná.”

***

También podría gustarte