161 Cronicas (1) 240326 205859
161 Cronicas (1) 240326 205859
161 Cronicas (1) 240326 205859
En noviembre de 1985, algunos vecinos del pueblo comentaban que el terraplén que los
separaba del lago podría caer. Los funcionarios municipales y provinciales habían jurado
que cualquier desborde no superaría los diez centímetros y que esta villa del suroeste de la
Provincia de Buenos Aires seguiría siendo uno de los principales centros de salud del país.
Pero el terraplén cedió y Epecuén pasó a ser un difuso reflejo en el agua. Adelanto de El
agua mala, el libro de Josefina Licitra que la editorial Aguilar acaba de publicar.
Rubén Besagonill se levantó de la cama, miró por la ventana y buscó su ropa con urgencia.
Eran las dos de la mañana del domingo 10 de noviembre de 1985 y el viento sur hacía
temblar los vidrios de la casa. Fue al dormitorio de sus padres.
Epecuén era una villa turística ubicada en el suroeste de la provincia de Buenos Aires y a
ocho kilómetros de Carhué, la localidad donde estaba Rubén. El hombre tomó las llaves de
la camioneta y abrió la puerta principal.
—¿Vienen? —insistió.
Su madre cerró los ojos y negó con la cabeza. Su padre miró la calle —el viento parecía
tomar el pueblo por los pelos— y después miró a su hijo.
Rubén cerró la puerta, subió a su camioneta y llegó a la ruta en minutos. Estaba asustado.
Si la sudestada seguía, todo Epecuén quedaría bajo el agua. No era una suposición sino
una certeza, el desenlace lógico de un desastre anunciado. El lago Epecuén —que daba
nombre al pueblo y estaba a metros de la primera línea de casas— desde hacía meses
venía creciendo y poniendo a prueba la resistencia del terraplén, una barrera de contención
que promediaba los cinco metros de alto y que, a la manera de una represa, había ido
armándose a lo largo de los años para resguardar la Villa de una eventual inundación.
¿Aguantaría el terraplén? En Epecuén había dos opiniones encontradas. Estaban los
llamados «alarmistas» —entre ellos, los bomberos de la zona—, que auguraban un final
trágico. Y estaban los que confiaban en los funcionarios municipales y provinciales, que
habían jurado que cualquier desborde no superaría los diez centímetros, que Epecuén
jamás se inundaría y que el pueblo seguiría siendo lo que siempre había sido: uno de los
principales centros de turismo de salud de la Argentina. Un maná de aguas altamente
salinas que ponían a Epecuén en un plano terapéutico a la altura del Mar Muerto, en Medio
Oriente.
Rubén estaba entre los alarmistas. Tenía razones. Un día atrás, el sábado 9 de noviembre,
su cuñado —fumigador de campos— lo había subido a su avioneta y lo había llevado a ver
las Encadenadas, un sistema de seis lagunas escalonadas que tiene en su base, como si
fuera un «fondo de olla», al lago Epecuén. Desde arriba, el panorama era alarmante. Rubén
había visto el agua desbordando las lagunas y avanzando pendiente abajo a una velocidad
temible, y había entendido que en pocas horas sucedería un desastre.
En el gobierno, sin embargo, nadie parecía estar al tanto de esto. El jueves 7 de noviembre,
el intendente de la zona había hablado de «exageraciones», había llevado a los vecinos a
recorrer el terraplén y se había comprometido a reforzarlo pronto. Era un día de sol.
—No va a pasar nada, si mañana amanece igual de lindo recomponemos todo —había
dicho el funcionario, llamado Raúl González y dueño de un hotel en la Villa.
A su lado, los empleados de la Dirección Hidráulica tomaban notas con aparente eficacia y
muchos vecinos necesitaron creer en ese gesto. Epecuén era una localidad principalmente
turística, y el comienzo inminente de la temporada de verano hacía que la gente —que vivía
del comercio— negara los riesgos con una terquedad casi infantil.
Pero Rubén estaba intranquilo. Ese jueves, acompañando al intendente, había visto que el
terraplén, que normalmente medía cinco metros de ancho, había sido erosionado por los
topeteos del agua y sólo tenía dos metros. A un lado, al ras, estaba el lago embistiendo los
bordes de la barricada. Y al otro, entre cuatro y siete metros más abajo —según el tramo—,
estaba el pueblo.
Si el muro colapsaba y Epecuén se inundaba, Rubén supuso que sería capaz de superarlo.
Tenía veintidós años, era joven, había nacido en Carhué y recién hacía dos años había
empezado a ir a la Villa, donde su padre tenía una carnicería y un albergue. Pero en
Epecuén había viejos que habían pasado allá su vida entera y que perderían más que una
casa: con el agua, se les irían también las coordenadas del pasado. En eso pensó Rubén
ese jueves y también el domingo, mientras conducía rumbo a Epecuén. Esa madrugada, el
camino —bordeando el lago— estaba bombardeado por las piedras que traía el oleaje.
Cada tanto Rubén se detenía y trataba de quitarlas a mano, pero sólo podía con las más
chicas. Las grandes, encalladas en el cemento como huevos prehistóricos, daban cuenta de
la fuerza del agua: estaba fuera de control.
Toda la provincia, en rigor, estaba colapsada. Buenos Aires pasaba por una de las peores
inundaciones de su historia. Cuatro millones y medio de hectáreas habían quedado
anegadas por un desborde del Río Salado. Las pérdidas —por evacuación, por poblaciones
incomunicadas y por deterioro global de la economía de los distritos afectados— luego se
medirían en mil quinientos millones de dólares. En ese contexto, las aguas eran un exceso
que nadie podía absorber y que terminaba recayendo, principalmente, en las poblaciones
geográficamente deprimidas como Epecuén.
Rubén tardó el triple de tiempo en llegar a la Villa, aquella madrugada. Y cuando al fin lo
logró, vio a la gente en la calle caminando contra el viento y bajo un cielo apenas tapado por
las nubes de la tormenta que llegaría al día siguiente. Algunos hombres revisaban el
terraplén: estaba delgado. Del lado de afuera era de piedra sólida, pero la cara interna
estaba hecha de un material calcáreo que se iba lavando con el golpe de las olas. Ese retén
tenía sus años. En 1978, luego de una inundación que no pasaría a mayores, se había
hecho una primera defensa: una calle de tierra y piedra que habían ido levantando de nivel
conforme el lago Epecuén iba creciendo. Hacia noviembre de 1985, la barricada tenía la
altura de un edificio de dos pisos.
Algunos caminaban por ahí arriba, aquella noche. Otros estaban en las calles y otros, en
sus camas. Idolia y Oscar Bríquez, por ejemplo, los dueños de un residencial, dormían. Lo
hacían con los muebles levantados a sabiendas de que, si el retén se rompía, amanecerían
—como finalmente ocurrió— con medio metro de agua adentro de la casa. Pero el terraplén
aún estaba entero y las autoridades habían asegurado que no había riesgo. Así que los
Bríquez cerraban los ojos. Como tantos otros.
—Qué tal está eso —preguntó Rubén al primer vecino que cruzó.
Rubén negó con la cabeza. Él conocía las Encadenadas —solía ir a pescar a las lagunas de
agua dulce que pertenecían al sistema— y sabía que el escenario era ominoso. En tiempos
normales, se contenía el caudal de toda la cuenca con la ayuda de los terraplenes
—caminos vecinales o rutas construidos en altura— que oficiaban de límite entre una
laguna alta y otra baja. Pero ese noviembre de 1985, en plena temporada de lluvias, el agua
estaba tan crecida que las divisiones apenas se veían. Eso es lo que había notado Rubén el
día anterior, desde la avioneta: el sistema entero era una inmensa catarata en la que ya no
se divisaban los límites entre una laguna y otra.
Bastaba una última lluvia fuerte para que todo colapsara. Y la lluvia llegó. El viernes, luego
de un jueves de sol —en el que el intendente había hecho su promesa de recomponer
«todo»—, ya había amanecido nublado. Había lloviznado el día entero y también había
seguido lloviendo el sábado, con algunos intervalos en los que el cielo clareaba. Ese día,
Rubén miró el lago y empezó a hacer cálculos. Si el terraplén se rompía, el agua se
nivelaría a cuarenta metros de su casa. Mejor no correr riesgos. Metió en la camioneta ropa,
una heladera, el televisor. Subió a su hija de un año y a su mujer de entonces. Y se fue a
Carhué con sus padres, a su dormitorio de soltero.
Para el momento en que volvió a Epecuén, el pueblo ya era otro. Al filo del terraplén, el
agua bufaba y embestía los bordes como una bestia en una jaula cada vez más débil. De
pie sobre la Avenida de Mayo, la arteria principal, Rubén recorrió el muro con la vista, de
izquierda a derecha, hasta que se detuvo y apretó el ceño. ¿Qué era ese relumbre blanco?
Algo de repente iluminaba un extremo. Años después, Rubén no sabría precisar si lo que se
veía era la luz de la luna abriéndose paso entre las nubes o si era apenas el refucilo de un
relámpago. Sólo diría que ese instante eléctrico y lívido cubrió el agua y le permitió ver,
sobre una calle de nombre Talcahuano, una espumareda enérgica, un batir de líquidos que
manaba de una fisura.
—¡Allá! ¡Se rompió el terraplén! —gritó alguien. Era una voz de mujer: sólo eso recuerda.
En el Islote no vive ningún muerto. Solo vivos: el Islote es el único lugar del mundo donde
no hay más que vivos. Desde que se hicieron hombres, los hombres y mujeres convivieron
con sus muertos: metieron a sus muertos en cavernas, tinajas, cajas de madera, hoyos en
la tierra y los guardaron dentro de su espacio. En el Islote no hay espacio: los vivos viven
apiñados, los muertos viven fuera —en un cementerio chiquito muy atacado de maleza en
otra isla. Dicen que cada vez que un islotero se muere lo ponen en su cajón, le rezan, lo
encomiendan a la virgen del Carmen y, por fin, lo cargan en la lancha; entonces buena parte
de sus vecinos lo acompaña hasta la isla de Tintipán, lo deja ahí, y se vuelve.
El Islote de Santa Cruz es una isla del Caribe colombiano, archipiélago de San Bernardo,
departamento de Bolívar. El Islote —así lo llaman todos— es la isla del Caribe que menos
se parece a una isla del Caribe: allí donde el lugar común y la memoria piden palmas,
playas de arena blanca, hamacas y mojitos, el Islote es un barrio pobre de cualquier ciudad
apareciendo de pronto en el medio del mar más esmeralda.
Mamá Elena tiene 74 años, cuatro dientes, una camisa vieja muy manchada y,
seguramente, más plata que casi nadie en el Islote. Mamá Elena es la dueña del único
restorán, una gran cocina y unas mesas de plástico junto al agua, donde prepara la mejor
langosta que he comido —y patacones fritos en aceite de coco. Mamá Elena sonríe a
menudo, para mostrar los dientes que le quedan. Sus abuelos llegaron desde Tolú, en el
continente, hace quién sabe cuánto: setenta, cien años. Eran pescadores; al principio
quisieron instalarse enfrente, en Tintipán —grande, bonita, forestada—, pero la plaga los
corrió.
—¿La plaga?
—Sí, los moscos esos, los jejenes. Todas esas islas tienen plaga porque tienen ciénega.
Nosotros no tenemos.
Es el secreto del Islote: como al principio casi no existía, por no tener, tampoco tenía bichos.
El Islote, al principio, era un pequeño arrecife coralífero de veinte por veinte: la nada entre
las olas. Pero cuando aquellos pescadores vieron que era la única isla donde los animales
no los atacaban, empezaron a usarlo como refugio. A mí, cuando me lo dijeron, me pareció
exagerado que desdeñaran las bellas islas de los alrededores y se instalaran en este baldío
solo por los jejenes: después entenderé.
Primero pasaban una noche, dos, en medio de la pesca. De a poco, algunos se afincaron. Y
fueron agrandando el arrecife: juntaban trozos de coral, caracol pala, restos varios, y le
ganaban tierra al mar. El Islote es una obra del hombre —quizás por eso sea tan feo. O
lindo a su manera: con la belleza de lo inesperado y diferente. Con la elegancia de
oponerse a todos los clichés, todas las fotos.
El Islote, ahora, tiene 5.600 metros cuadrados —media manzana— y, según el último
censo, 1.087 habitantes: una densidad de 194.000 habitantes por kilómetro cuadrado.
Colombia, por ejemplo, tiene 42; Bogotá 3.912. Por eso suelen decir que el Islote es el lugar
más densamente poblado del mundo. No debe estar muy lejos.
En el Islote no hay policía, no hay cura, no hay médicos ni notarios ni abogados. Y encima
el mar, tan verde, tan azul.
—No, mi hermano. Acá vivimos mucho mejor. Allá usté tiene que tener algún trabajo para
ganarse su vida. Acá no, acá usté sale a pescar a la mañana y ya con eso vive. Si sabe
bucear, acá siempre va a tener algo de qué vivir.
El mito cuenta —como cuentan los mitos, con detalles diversos, contradicciones,
coincidencias— que, hace ocho o diez años, una lancha cargada de cocaína se dio vuelta
en el mar, cerca de aquí. Y que unos pescadores del Islote la avistaron, avisaron a todos los
demás y salieron a buscarla. El mito cuenta que la recuperaron, que su legítimo dueño les
pagó un rescate más que millonario, que los isloteros repartieron la plata entre todos: que
algunos se la bebieron con tozudez y buena entraña, que otros aprovecharon para hacerse
sus casas. El mito cuenta —como cuentan los mitos— que esa lancha fue fundamental en
el destino del Islote: que fue entonces cuando el pueblo dejó de ser casillas de madera y
palma, que fue entonces cuando se construyó la mayoría de las casas de material
—algunas de dos pisos—, que fue entonces cuando se compraron muchas lanchas. Que
fue un gran momento común, y que fue emotivo cómo todos compartieron el dinero que les
trajo el mar. Y que, después, todos juraron olvidarlo.
El médico es un problema: viene, se pasa diez días, se va otros diez, vuelve. Diez días son
muchos para mil personas. También viene, de tanto en tanto, un odontólogo, pero no tiene
ningún equipamiento: mira las bocas, rezonga, da consejos.
Lo que el mito no cuenta es que esa lancha podría ser una metáfora mala de lo que pasó en
muchos rincones de un país que, entonces, se llamaba Colombia.
—A los ocho meses me voy pa Cartagena y ya me quedo hasta el día del parto. Acá con la
vaina de que el médico está y no está, uno no sabe qué puede pasar.
Dice Rosa, 16 años, seis meses de embarazo, sentada en la entrada de una casa amarilla.
Rosa dice que este es solo el primero, que quiere tener por lo menos cuatro más. Julley, su
amiga, le aconseja que se vaya antes, pero Rosa prefiere esperar hasta el último momento
porque no quiere estar tanto tiempo lejos de su novio: Roberto tiene 17 y trabaja en el Hotel
Punta Faro, en Tintipán. Últimamente el turismo —trabajar en los hoteles y restoranes de las
islas vecinas— también es una opción, más suave que la pesca; si sigue así, el Islote va a
pasar a ser el clásico barrio pobre cuyos habitantes se van todos los días a trabajar para los
ricos del barrio de al lado.
—Qué Roberto ni qué nada, Rosa, ese man es un flojo, ni siquiera te va ayudar con plata.
Además, lo más importante es tu pelao, ¿sí o no?
Dice Mirledis, una Angelina Jolie color caoba en mecedora de madera, mientras se pinta las
uñas de los pies. Mirledis es la más chica y dice que es la más moderna:
—Por eso a mí lo de tené pelaos no me gusta. Los pelaos joden mucho y ya despué uno no
tiene tiempo pa más na. ¡Ni pa los hombres!? Las demás se ríen y dicen que lo que pasa es
que Mirledis tiene muchos hombres. Ella estira sus piernas infinitas y se ríe, que no, que
eso no es cierto, que ella no tiene ningún novio, solo su cantidad de enamorados.
—No, a pulmón libre no hay ningún peligro, es mucho más fácil que con tanques. El tanque
sí es peligroso, uno se mete muy abajo y de pronto se te acaba y no puedes salir. En
cambio el pulmón te avisa, cuando se te va a acabar el aire el pulmón te lo dice, te da
tiempo a escaparte.
Los muchachos llevan años sentados en esta mesa en un rincón de la plaza, jugando al
dominó. Ayer jugaban; ahora siguen jugando —y jugarán, parece. La ronda vale 200 pesos;
a veces se distraen. Les pregunto a cuánto está el kilo de langosta y me dicen que 18 ó 20
mil y se enzarzan en una discusión sobre el crecimiento del animal: que si crece una cuarta
cada vez que muda, que si entonces habría langostas de mil kilos, que la más grande fue
una que sacó el Churo, que tenía cinco kilos. Cuando me voy, veinte minutos después, la
discusión arrecia.
—Y, a la una, dos de la tarde ya vuelves de la pesca y te vas a comentar lo que pasó con
los amigos.
—Cosas de la pesca, comentamos. Digamos que arponeo una barracuda y la dejo ir con el
arpón porque se enreda, entonces se me queda todo eso en el pensamiento y la comento
con amigos, nos damos consejos, conversamos.
La plaza —el único espacio vacío de la isla, el centro ineludible de la isla— es un rectángulo
de cemento de diez metros por veinte con dos árboles que se llaman zaragozas, los troncos
retorcidos. Es mediodía: en el medio de la plaza solo hay chicos de ocho o diez descalzos
jugando a la pelota —porque hace un calor de mil quinientos perros— y chicas de ocho o
diez descalzas barriendo el suelo con escobas caseras. En una esquina de la plaza está la
discoteca del Bárbaro, el edificio privado más grande de la isla; al lado está la escuela,
planta baja y dos pisos pintados de rosado y, delante, la virgen del Carmen. Después está la
casa de María Candela, dos pisos, vidrios nuevos en las ventanas, tele chata de 25 en el
salón, pintura blanca. Al fondo, en el lado corto, hay una casa verde pobre. Sobre el otro
lado largo del rectángulo, tres casas de familia: verde, amarillo, amarillo —con sus toques
de rosa y de celeste. Y, en el otro lado corto, la tienda de Eder, donde Eder tiene su mesa
de jugar al dominó y ver pasar el tiempo. Diez metros más allá, las basuras y el mar, todo el
Caribe.
Hoy hay brisa fuerte, casi ningún pescador ha podido salir: algunos van a comer muy poco.
Juan me dice que él salió igual y que se trajo dos kilos de caracol, que son 12.000 pesos, la
platita para pasar el día. Todos dicen que la pesca ya no es como antes: que antes había
langosta por todos lados, que ahora hay que salir cada vez más lejos y bajar cada vez más
hondo, a veinte, veinticinco metros, porque antes pescaban nada más los muchachos del
pueblo, ochenta, cien, y ahora en cambio vienen de muchos lados y son como quinientos y
así no hay mar que aguante. Y que ahora los buzos del Islote salen solos: que antes,
cuando pescaban fácil, iban de a dos o tres o cuatro, pero que ahora ya no hay para repartir
y cada cual la pelea por su cuenta. La escasez, decíamos, rompiendo aquellas redes.
El Islote está de verdad en el medio del mar: ninguna casa a más de cincuenta metros de
las olas. El Islote es realmente una isla del Caribe.
Los chicos de diez años ya salen a pescar, ganan su plata, se hacen, de alguna forma,
independientes de sus padres. Pero se quedan en las casas de sus padres hasta que son
adultos: en el Islote no hay lugar para instalar vivendas nuevas. En el Islote hay doce
bachilleres, ningún profesional, un par de ricos: Mamá Elena, los dos mayoristas de
pescado —que se lo compran a los pescadores y lo venden, con cincuenta por ciento de
recargo, a los distribuidores de la costa.
El Islote tiene noventa casas: noventa unidades familiares. Pero hay pocas familias y están
todas mezcladas. Y tienen chicos, cantidades de chicos: de los 1.087 isloteros, 735 son
chiquitos. Las parejas del Islote tienen un promedio de cinco hijos. Últimamente ha habido
planes para "desconectar" mujeres, y cinco lo aceptaron, pero es muy duro convencerlas:
—Ellas piensan que cuando se desconecten no las va a querer más nadie. Yo les digo que
no tengan tantos pelaos, que se ocupen más bien de los que tienen; ellas me dicen que lo
que pasa es que son muy tiradoras. No, tiradoras no; ustedes lo que son es parenderas, les
digo yo. Las tiradoras tienen muchas vainas, preservativos, pastillas, muchas cosas.
Faider Agresott es el Inspector de Policía del archipiélago San Bernardo —con base en el
Islote. Faider no es policía sino empleado de la Alcaldía de Cartagena —pero si en la isla
hubiera policía estaría bajo su mando. Había dos, pero ya no: hace unos años, decidió que
no eran necesarios y que era mejor que sus habitaciones en los altos del Centro Educativo
quedaran para los profesores.
—Acá es muy tranquilo, no valía la pena tener dos policías. Es muy raro que haya robos,
esas vainas. Acá nomás hay riñas: como buenos costeños les gusta mucho el guaro, el
trago, y se meten en riñas entre ellos.
Dice Faider, cuarentón, costeño, y dice que todos los días recorre las diez islas del
archipiélago en la lancha que le donó un paisa rico y amador del Caribe, pero que ahora
hace tiempo que no lo puede hacer porque la lancha está dañada y todavía no consiguió la
plata para hacerla arreglar, pero por lo menos ya pudo llevarla a Cartagena.
En el Islote no hay iglesia; solo una Cruz de Mayo, una imagen del Sagrado Corazón, otra
de la Virgen del Carmen —que está, también, en casi todas las casas del pueblo.
—Los pescadores necesitamos a la Virgen. Ella es la que nos cuida cuando salimos al mar.
Quién sabe, si no fuera por ella…
En el Islote no hay cura, por supuesto. Cuando alguien quiere casarse o bautizarse, tiene
que anotarse en una lista y esperar a que se junten varios; entonces llaman a un cura que
los consagra al mayoreo.
Faider fue sargento de la Marina, pero ya lleva muchos años administrando islas. Faider se
ocupa de muchas cosas —atiende el consultorio cuando no está el médico, dirime
diferendos, presenta proyectos, persigue subvenciones, insiste para que los isloteros "no
sean tan flojos y se busquen la vida". Y dice que está feliz, que aquí siente que puede hacer
algo importante, mejorar la vida de una comunidad. Uno de sus proyectos más avanzados
es construir noventa baños, uno por cada casa:
—Hay que hacerlos para que esta gente haga sus necesidades como Dios manda, porque
es muy feo para el turista que estén haciendo sus necesidades por ahí y, mostrándole sus
pompis, ajá hombe, caramba.
María Consuelo tiene 56 años, siete hijos. El mayor nació hace 36 y, durante los 15
siguientes, ella se dedicó a parir parejito.
—Así pude salir rápido de esa obligación. Ya después a uno le queda tiempo pa otras
cositas. Aunque a veces también uno se aburre. Uno cría los pelaos, después ellos crecen y
se van y ajá, ya casi no queda na pa hacer. Lo bueno es que después vienen los nietos. Yo
ya tengo ocho.
Después pasa una mujer de falda negra con un balde de pintura blanca y una brocha; dice
que va a pintar la Cruz de Mayo, al final de la plaza.
—Esa se llama María Candela, le decimos así por la lengua que tiene. Esa le va diciendo
las verdades en la cara a todo el mundo. Es viuda, pobrecita. Pero también se pega sus
chapeteras, no se vaya a creer.
María Candela es la organizadora de los grupos de limpieza: todas las nenas, armadas con
escobas de palito, barren el pueblo un día a la semana. Y todos los nenes llenan los sacos
de basura y los llevan al final de la isla, para seguir creciendo.
—¡Mayo, mija, cómo estás! Ahora vienes por acá para echar una hablaíta.
Le grita María Consuelo, pero María Candela le dice que no sea vaga, que más bien vaya a
ayudarla con la pintura.
El equipo de fútbol de Islote nunca pudo jugar de local: no tiene cancha, lugar para una
cancha. Juan Guillermo pesca langosta y es su entrenador: ahora me cuenta que cuando
pueden van a tierra firme a jugar un partido o algún cuadrangular, pero que en general
pueden, en junio y en diciembre porque en el equipo juegan unos sobrinos suyos que
estudian en Cartagena y el papá tiene una lancha grande, pero solo se la presta si sus hijos
van con ellos y ellos solo están para las vacaciones, en junio y en diciembre; que si no se la
alquila y es demasiado caro. Es complicado. En cambio para entrenarse no hay problema:
varias veces por semana cruzan hasta la isla de enfrente, donde sí hay espacio para patear
un rato.
—No, casi nunca tenemos. Cada cual va con su canoa, su cayuquito, pues.
Me imagino la Gran Flota de los Veinticinco Cayucos Futboleros cruzando triunfal el brazo
de mar entre Islote y Tintipán: veinticinco remeros denodados braceando hacia el espacio.
El Islote de Santa Cruz es pura diferencia, una isla tan aislada y tan distinta de cualquier
otra isla, un mundo transplantado al mundo equivocado, un barrio donde no puede haber un
barrio, suburbio sin ciudad, espacio sin espacio. Pero yo no podía creer que todo eso —esa
densidad, esa fragilidad, ese aislamiento— fuera solo para evitar "la plaga". Hasta esta
noche. Vuelvo al continente. Duermo en una cabaña sobre el golfo de Morrosquillo, un lugar
maravilloso con la gente más atenta y sonriente. A la mañana, cuando me despierto, mis
pies son una sola roncha. Arden, queman, joden —casi no puedo caminar. Recién ahora
entiendo a aquellos negros fundadores: se escapaban de esto. Huían de la naturaleza. El
Islote es una batalla más de la lucha del hombre por contener a la naturaleza. O sea: la
cultura.
La Segunda Guerra Mundial: seis años de conflicto que cambiaron la historia
para siempre
Este pacto significó una carta blanca para la invasión de Polonia, evento que dio
inicio a la Segunda Guerra Mundial. Ya Alemania se había anexado Austria y
Checoslovaquia sin que las naciones aliadas movieran un dedo para impedírselo;
pero ese 1ero de septiembre de 1939, cuando el ejército alemán invadió el territorio
polaco, las alianzas políticas y militares de Polonia con Francia y Gran Bretaña
encendieron la mecha de un conflicto mucho mayor. La Segunda Guerra Mundial
estaba por empezar.
El invierno entre 1939 y 1940 fue calmo. Mientras Alemania reagrupaba sus fuerzas,
las naciones de Europa Occidental jugaban a la defensiva. Esto ocasionó que la
prensa de la época bautizara al conflicto como “la guerra de broma” o “la guerra de
mentira”. Pero la llegada de la primavera trajo consigo nuevos avances: Alemania
invadió Dinamarca y Noruega el 9 de abril de 1940, y puso en evidencia la
efectividad de sus métodos de guerra relámpago o Blitzkrieg. Por su parte,
Dinamarca sucumbió rápidamente; pero en Noruega la lucha se prolongó hasta
junio, gracias a la ayuda de los soldados británicos.
Por su parte, la Unión Soviética conquistó en junio de ese año los países bálticos,
para expandir su propio imperio por Europa del este. En agosto hicieron lo propio las
fuerzas japonesas con Indochina y las fuerzas italianas con Grecia y el norte de
África, queriendo arrebatarle a las potencias europeas sus territorios coloniales
africanos. En la cumbre de sus victorias, el 27 de septiembre los gobiernos de
Alemania, Italia y Japón firmaron el Pacto Tripartito de Potencias que los consagró
como aliados. El 20 de noviembre Hungría se les sumaría y en marzo de 1941 lo
haría también Bulgaria.
Ante este panorama, los Estados Unidos vieron cada vez más difícil conservar su
neutralidad. En noviembre le ofrecieron ayuda financiera a los países aliados, y a
comienzos de 1941 brindaron 50 millones de dólares en insumos militares a Reino
Unido y otros 37 países aliados.
El año 1941 inició con la expansión de Alemania en el norte de África, tras la llegada
de su ejército —conocido como el Afrika Korps— a Libia. Su misión era compensar
los fracasos de Italia en su intento por conquistar las colonias africanas británicas.
Igualmente, la guerra se extendió hacia los Balcanes, especialmente hacia el
territorio yugoslavo, cuyo gobierno se rindió ante Alemania el 17 de abril. Grecia,
después de haber sido liberada de los italianos por una operación conjunta
británico-australiano-india, volvió a caer bajo las fuerzas del Eje, esta vez frente al
ejército alemán, el 27 de abril.
La expansión de los Afrika Korps alemanes hacia el Oriente Medio permitió que los
aliados reagruparan sus fuerzas en África a comienzos de 1942. El debilitamiento de
las fuerzas invasoras comenzó a hacerse evidente tras la Primera Batalla de El
Alamein en julio de 1942, donde las fuerzas británicas detuvieron el avance alemán
sobre Egipto.
En general, el avance de las fuerzas del eje se ralentizó al toparse con nuevas
fuerzas de resistencia. La batalla naval se intensificó con la entrada de los Estados
Unidos al conflicto y el Pacífico se convirtió en uno de los más intensos frentes de
batalla, mientras que la superioridad aérea alemana comenzaba a declinar en favor
de los aviones estadounidenses. En este interludio tuvo lugar la Conferencia de
Wannsee, donde los altos jerarcas nazis decidieron implementar la “solución final”
para exterminar la población judía de Europa. Esto, tristemente, se sabría solo al
final de la guerra y en sus años posteriores.
El año de 1943 trajo malas noticias para las Potencias del Eje. La campaña africana
fracasó, cuando las fuerzas alemanas capitularon ante las británicas en Túnez el 13
de mayo. Eso dejó un corredor abierto para el desembarco aliado en la isla de
Sicilia. El desempeño de las fuerzas italianas fue desastroso y en julio de ese año el
régimen fascista de Benito Mussolini se vino abajo. Destituido por el rey de Italia y
depuesto por el consejo de su propio partido, Mussolini perdió el control del país y
las primeras negociaciones de paz con los aliados tuvieron lugar.
Mientras tanto, la contraofensiva soviética empujaba cada vez más y más hacia
Europa. A finales de año, sus tropas estaban ya en el borde de la antigua frontera
germano-soviética en Polonia, y la derrota de las fuerzas alemanas parecía cuestión
de tiempo. Un destino similar sufrían los japoneses frente al ejército estadounidense
en el Pacífico: en septiembre habían perdido sus bases más importantes en Nueva
Guinea, las Islas Salomón y Salamaua. Las Islas Marshall cayeron a inicios del año
siguiente y a ellas les prosiguieron las Filipinas.
El 28 de noviembre de ese año se encontraron por primera vez cara a cara los
líderes del bando aliado, en la Conferencia de Teherán: Josef Stalin , Franklin D.
Roosevelt y Winston Churchill.
A comienzos del nuevo año, el avance del ejército soviético en el frente oriental era
ya indetenible. Rumanía, Hungría y Bulgaria, antiguos aliados del Eje, cayeron uno
a uno ante el Ejército Rojo y sus respectivos nuevos gobiernos le declararon la
guerra al Imperio Alemán. La cercanía del ejército soviético, además, inspiró a las
resistencias polaca y yugoslava, que comenzaron a sublevarse hacia finales de
1944, mientras que las fuerzas alemanas hacían todo lo posible por cubrir las
huellas del genocidio perpetrado en sus campos de concentración.
Por su parte, las fuerzas británicas e indias emprendieron hacia finales de año la
ofensiva contra los japoneses en Indochina, mientras la aviación estadounidense
dejaba al Imperio nipón sin acceso a materiales importantes, al destruir su marina
mercante. La escasez de recursos entre las potencias del Eje se hizo crítica y
decisiva.
Solo entonces la Segunda Guerra Mundial se dio por terminada. Entre 40 y 100
millones de personas habían perdido la vida. Europa, Asia y parte de África estaban
en ruinas. El mundo jamás volvería a ser el mismo.
El rey de la carne
Aquí hubo muertos. Aquí, en estas calles de suburbio, a media hora
del centro de la ciudad de Buenos Aires, hubo muertos. Las
versiones son varias, pero muchas aseguran que la primera masacre
fue el 15 de junio de 1536, cuando don Diego de Mendoza, español,
hermano del primer fundador de la que con los siglos sería capital
de la Argentina, batalló -él y sus hombres- contra los querandíes
que poblaban estos páramos. Hay quienes dicen que aquel día
murieron veintidós infantes y mil indios, y que las aguas del río que
atraviesa se volvieron rojas. Sea como fuere, el sitio se llama La
Matanza y se llama así porque hubo muertos. Y en este distrito de
trescientos kilómetros cuadrados y dieciséis ciudades, donde vive
un millón y medio de habitantes y que hasta 2002 tenía un 40% de
desocupados, José Alberto Samid, uno de los principales
empresarios ganaderos de la Argentina, montó su imperio: su reino
de vacas y de carne.
La casa de José Alberto Samid está detrás de un muro, en una
esquina de Ramos Mejía, partido de La Matanza. Tiene entrada
principal sobre una avenida y puerta discreta sobre una calle
secundaria. No se ven cámaras de vigilancia, ni autos caros, ni
custodios. El barrio no parece el barrio en el que elegiría vivir un
empresario de éxito. La casa no parece la casa de un hombre
poderoso.
Y sin embargo.
Detrás del muro que protege hay un pequeño parque, un cobertizo
con tres autos ?ninguno nuevo: un Mercedes, una camioneta 4×4
Mitsubishi burdeos, un Renault Siena?, una piscina modesta y la
casa: dos pisos, nada excepcional. Junto a la piscina, una habitación
con puertas de vidrio, sus paredes repletas de fotos: Perón y Evita,
el ex presidente Carlos Menem, el actual presidente Néstor
Kirchner, y retratos de un hombre macizo ?cano? que se pasea a
caballo por el campo ?su campo? con orgullo: el orgullo del campo
en la mirada.
-Andá a verlo y le decís que te mando yo. ¿Me entendiste? Que te
mando yo.
En el parque, el hombre macizo -cano- habla por teléfono, mira sin
ver los árboles y el cielo, tiene la voz aguda, firme -los modos de
califa-, y extiende la mano con gesto duro, seco:
-Samid, encantado.
El orgullo del campo en la mirada.
El apetito es voraz. Cada mes, en la Argentina se sacrifican
1.200.000 vacas para saciar el hambre de cuarenta millones de
habitantes. Cada uno de ellos consume 67 kilos de carne al año a
razón de cuatro veces por semana. El negocio factura 6.500
millones de pesos anuales -1.370 millones de euros-, participa en un
18% del PIB agropecuario y en un 3% del PIB total: en la
Argentina, tener la carne es tener poder. Alberto Samid tiene la
carne. Pero no quiere decir cuánta.
Hermano de dos hermanos, hijo del inmigrante sirio Khalil Samid y
de Nélida Alluch, es dueño de una indeterminada cantidad de
cabezas de ganado, frigoríficos, carnicerías y fábricas de calzado.
Es además ex diputado por la provincia de Buenos Aires, ex asesor
personal del ex presidente Carlos Menem, ex acusado de evadir
impuestos por 88 millones de dólares y actual candidato a
intendente de La Matanza en las elecciones nacionales del próximo
mes de octubre.
El día es un cielo azul, ninguna nube. Samid -cinto diez kilos, un
metro setenta y cinco- se pasa la mano por el pelo blanco,
monolítico.
-Tercera generación de matarifes somos. Mi abuelo, mi papá, yo.
Siempre en La Matanza. Acá, yo soy Perón. Mire: en esa pared hay
fotos de tres presidentes, y el que más me gusta es el que falta
llegar: yo. Lo haría bien. Todo lo que toco lo transformo. Soy un
hombre de suerte.
-Como el rey...
-Sí, Midas. Je.
Marisa Scarafía -Maru- usa el pelo rubio liso, es alta y es, desde
hace 25 años, la mujer de Samid, madre de sus hijos: Sol, de 21,
estudiante de historia del arte y coordinadora en una galería de arte
contemporáneo; Belén, de 19, estudiante de comercio exterior;
Júnior, de 16, y Luz, de 10.
-Yo tenía 16 años, y él, 32. Me dijo: "Vos sos la mujer que elegí
para que sea la madre de mis hijos". Y me conquistó.
La casa de Samid: un baño de mármol marrón con grifería dorada,
cocina de muebles rústicos, cortinas con volados, un living con
televisor enorme, candelabros de color naranja.
-A mí me gusta que la mujer sea mujer, y el hombre, macho. No me
gusta que el tipo se ponga a cocinar, a cambiar pañales. Alberto es
un padre estupendo, los chicos lo adoran.
Cuando hace años, una de las hijas de Samid se quedó encerrada en
el baño de esta casa, él llegó bramando y pidió un hacha, y destrozó
la puerta para librar a su cachorro. Por cosas como ésas, Samid es el
héroe de sus hijos.
Porque su padre y su madre le dijeron que el mejor Gobierno del
mundo había sido el de Perón, Samid se hizo peronista. En los
ochenta logró una banca como diputado, y en enero de 1990, un
puesto como asesor ad honorem de la presidencia de Carlos
Menem. En agosto de ese año, plena guerra del Golfo, la Argentina
se plegó al embargo dictado por las Naciones Unidas a Irak. Y un
mes más tarde, el 23 de septiembre, Samid envió a ese país
-argumentando razón humanitaria- 140 toneladas de carne. Menem,
entonces, dispuso el cese inmediato de sus funciones como asesor,
pero Samid dijo qué me importa, viajó a Irak, volvió asegurando
que se había reunido con Sadam -25 minutos: tenía las fotos- y
vociferando que Menem era un traidor a la raza: su raza, la raza
árabe.
Todo quedó en eso hasta que, tiempo después, Samid marchó al
Obelisco, donde soltó un globo aerostático con la leyenda "Compre
argentino", enfrentándose a la política de importaciones del
Gobierno de -todavía- Carlos Menem. No podría decirse que fue
una gran idea. En julio de 1996, el fisco lo acusó de asociación
ilícita y evasión de impuestos por 88 millones de dólares, pero él
aseguró que las denuncias eran falsas, y en 1998, el juez a cargo de
la causa, Juan Carlos Liporace (procesado por presunto
enriquecimiento ilícito en 2001), imputó el carácter de
organizadores de la asociación al padre y al hermano de Samid,
Khalil y Manuel: los dos estaban muertos.
Finalmente, cuando en 2006 el presidente Néstor Kirchner decidió
regular el precio y restringir las exportaciones de carne para evitar
la inflación, Samid fue el único ganadero del país -el único- en
aplaudir la medida. Devino aliado del Gobierno, y sus colegas lo
echaron a patadas -literales- del mercado de Liniers, el más
importante de la Argentina.
-Ésa es la oligarquía vacuna. Quieren exportar porque les pagan
más afuera, pero si seguimos vendiendo, nos vamos a quedar sin
carne para nosotros. Y acá la carne no nos puede faltar.
-¿A usted le puede faltar?
-No creo. Yo tengo muchas vaquitas.
-Mi papá es bueno, bueno, bueno. Demasiado bueno.
Luz tiene 10 años, el pelo castaño, largo.
-Le decís 'Papi, ¿me das plata?', y te da.
Estudia -como todos sus hermanos estudiaron- en el Ward, un
colegio muy privado, muy bilingüe, muy caro, y quiere ser alguna
de todas estas cosas: escribana, arquitecta, actriz o artista de circo.
Mientras habla, se para de manos, se arquea.
-Yo tengo un trato con papá: ahora peso 49 kilos, pero si bajo a 36,
él me regala dos perros. A mí no me gusta que esté en política. Si
fuera famoso por otra cosa, sí, pero así no me gusta.
-¿Y por qué te gustaría que lo fuera?
-Yo tengo una amiga que el papá es famoso porque juega al rugby.
Eso sí es lindo.
-¡Norte! -grita Samid, en el parque de su casa.
Norte se llama Ángel. Desde 1983 es el encargado de ver todo lo
que Samid no puede cuando está ocupado en otra cosa: hacer
política, vender la carne.
-Norte, dale un libro. ¿Usted leyó mi libro?
Samid escribió dos: La historia de la carne y La historia de La
Matanza. Imprimió 1.200.000 ejemplares, los pagó de su bolsillo,
incluyó su propuesta política y ahora va con Norte por los barrios
famélicos, los reparte: "Anda descalza, mientras su cuero sirve para
que nosotros podamos calzarnos. (...) Por ello y mucho más, dedico
este libro a la vaca, la mejor amiga del hombre", reza la dedicatoria
de La historia de la carne.
-La vaca nos da la leche, terneros. La matamos y no dice nada. La
vaca, comparada con cualquier otro animal, es una santa. ¿No
quiere venir el domingo al campo a comer un asadito?
Es mediodía cuando Norte acompaña hasta la puerta, despide
amable, dice:
-Yo soy la sombra. La sombra que lo cuida.
No se sabe si son más, pero Samid tiene, al menos, dos campos.
Uno en la provincia de La Pampa, con vacas y avestruces, jabalíes y
ciervos, algunos bautizados: el ciervo Saddam, el perro Bin Laden,
el cerdo Bush. El otro es éste, y queda cerca de Cañuelas, una
pequeña localidad a 60 kilómetros de Buenos Aires. Para llegar hay
que pasar frente a dos frigoríficos de su propiedad ?Liwin,
Cañuelas? y recorrer una huella apenas más ancha que un auto,
repleta de pozos y de zanjas.
Es domingo, once de la mañana. La Mitsubishi burdeos está
estacionada debajo de un árbol. La casa de campo es prolija, sin
lujos. Samid come sentado a una mesa larga de madera.
-Ahora, todos se divorcian porque los roles están cambiados. Yo
nunca hice tareas de mujer. Hacer la cama, lavar los platos. Donde
el hombre empieza a hacer la cama, todo se va degenerando.
-¿Sus hijas qué le dicen acerca de eso?
-Están en contra. Con mis hijos pasa lo mismo que con la sociedad:
los de arriba me miran mal, y los de abajo me miran bien. Pero yo
leí la historia de Frank Sinatra, que se decía que lo había ayudado la
Mafia, y que él después quería meterse en un nivel muy alto y no lo
dejaban. Y vivió toda su vida amargado. Yo no voy a vivir
amargado como Frank Sinatra. Yo hubiera querido estudiar
abogacía, pero empecé a trabajar y no pude. Ahora tengo 10
abogados: todos son empleados míos, y todos quisieran estar en mi
lugar. Así que no sé si elegí mal.
Esta tarde, Luz lleva minifalda animal print y un top que le deja la
barriga al aire. Va descalza. Su hermano, Júnior, la mira y mira las
vacas pastar. Cuando él nació, después de dos mujeres, Samid no
cabía en sí de orgullo: salió de la clínica con el niño en brazos,
vanagloriándose de haber tenido, al fin, su primer macho.
-Yo quiero seguir con el negocio. Las vacas, el campo. Y si a mi
viejo le gusta hacer política, está bien. Yo lo admiro.
Luz corre, se cuelga de una rama. Alguien le ordena que se baje:
que si se cae y se lastima, quién la va a ayudar. Pero ella sabe quién
y sigue colgada, balanceando.
El final de la tarde de un domingo de sol.
El auto salta por la huella (la huella estrecha, donde apenas entra un
auto solo) cuando, al final del camino, en dirección contraria,
aparece la trompa. La trompa burdeos: la camioneta de Samid.
Avanza feroz, envuelta en polvo, y queda claro que no va a
detenerse.
El auto aprieta su desesperación contra el alambre, pero no hay
espacio para dos: todo alrededor son zanjas tremebundas. Están por
tocarse -los flancos, metal contra metal- cuando la camioneta se
desvía y pasa rauda sobre cuatro zanjas, y entonces puede verse -la
ventanilla baja, el viento- que Júnior va al volante. Y que se ríe. Se
ríe a carcajadas.
Es viernes, y es de noche. Y hay asado.
Desde enero de 2006, para promover su candidatura, Samid
organizó 246 asados entre los vecinos de La Matanza: 700 kilos de
carne, 60 de chorizos, el baile y la bebida. Hoy es viernes, es de
noche y hay asado en Villa Madero: lugar difícil. Llueve una lluvia
miserable, las luces resbalan sobre el pavimento y la camioneta
avanza dejando atrás semáforos en rojo. Samid, al volante, se
perfuma: Carolina Herrera, edición limitada.
-Pa, tengo calor, prendé el aire -dice Luz.
-Hace frío, Luz -dice Marisa.
Suena el teléfono. Samid atiende.
-Hola. Sí. ¿Cuántos son? Que me esperen en la esquina -dice, y
cuelga-. Nos están esperando los capos de Villa Madero. ¿Ve? Esto
no es para maricones. Por eso acá nadie se anima. Esto es La
Matanza.
-Yo, cuando sea grande -dice Luz-, me voy a ir a vivir a Puerto
Madero.
Puerto Madero (Buenos Aires): un sitio donde nada se consigue por
menos de 2.000 dólares el metro. Aquí, en La Matanza, hace tres
años los pobres eran el 68% de todo lo que se ve.
El humo, la multitud, los autos, los carteles: "Bienvenido, Samid, a
Villa Madero". Samid detiene la camioneta, baja sin dar
explicaciones, desaparece. Norte deposita a Luz en manos de su
madre, y corre tras los pasos: la sombra que lo cuida.
-Ellos ya vienen -dice Marisa-. Vamos adentro.
Adentro es un tinglado de metal, doscientas personas y una banda
de cuatro -Los Latinos- que se afana en cumbias entusiastas. La
parrilla está a un costado: siete metros de brasas, siete metros de
carne y diez que cortan trozos sobre un tablón. Detrás de la parrilla
están los árboles -un campo, la sombra de la noche-, y allí, en
alguna parte, Samid y Norte: conversando. Pasan tres, cuatro, diez
minutos. En la calle, de pronto, un tumulto, los gritos de la euforia.
Un hombre se acerca al micrófono y dice:
-¡Bueno, bueno, parece que está llegando! ¡Atención, señores!
La banda arremete y -brazos en alto, repartiendo besos- entra
Samid, que se calza un delantal y va por las mesas sirviendo carne,
dejando libros, los llaveros. A las diez y media de la noche, la
ovación será en bloque cuando hable:
-¡Gracias, compañeros de Villa Madero!
Dirá lo que se espera: que donde falten cloacas pondrá cloacas, que
donde falte agua potable, agua, y que todo eso lo haremos para que
cuando nos pregunten dónde vivimos, todos podamos decir con
orgullo...
La pequeña Luz, sentada a una de las mesas, mira a su padre,
mueve la boca como en sueños y susurra, sin entusiasmo,
"yo-yo-vivo-en-La-Matanza", y un segundo después, su padre grita,
brama, vocifera:
-¡Yo... yo vivo en La Matanza!
La multitud estalla, y Luz parece despertar y dice:
-En quince minutos se termina.
Y en quince minutos se termina.
-Vamos a comer algo -dice Samid.
Ordena.
Cabalgan.
Ángel y Luz. Marisa y Alberto.
La autopista se interna en los suburbios grises, desangelados, y
ellos, ajenos, cabalgan en la camioneta burdeos.
-¿Dónde vamos, gordo? -pregunta Marisa.
-A La Cueva del Oso. Avísales a los demás, Norte.
Norte saca el teléfono y el mensaje se esparce. Sobre la autopista
hay luces que saludan, manos que se elevan desde cabinas como
ésta, una danza nocturna y luminosa: a La Cueva del Oso, ha dicho
él, y todos obedecen.
La Cueva del Oso es un restaurante que no se llama así. El cartel
reza El Regreso del Oso, y alrededor no hay gente, autos, otros
comederos. El salón es enorme y, excepto diez personas, está vacío.
Samid y los quince que lo acompañan se instalan en una de las
mesas del fondo. Un hombre sonriente, anillo de oro en el meñique,
se acerca, pregunta qué va a comer Alberto, y Alberto dice, y todos
comen lo que Alberto quiere comer. Con el correr de las horas,
alguien, de nombre Óscar, le pedirá a Samid un libro.
-Norte, dale un libro. Dedícaselo. Ponle: "Para Óscar, con todo mi
cariño".
Norte escribirá, en la primera página de La historia de La Matanza,
"Para Óscar, con todo mi cariño". Alberto le pondrá la firma al pie.
Cosas que no hace Samid: no lava platos, no juega por dinero, no
fuma, no llora, no se angustia.
Cosas que no tiene Samid: autos último modelo, muebles caros,
casa de 5.000 metros, asesor de imagen, manicura, trajes Armani,
yate, gemelos de oro, mocasines de cuero italiano. Por cosas como
éstas, podría pensarse que Samid es un hombre modesto.
Son las nueve y media de la noche. Samid espera a bordo de su
camioneta, frente a un estudio de televisión, barrio de Palermo
(Buenos Aires). En un rato interpretará su rol de buen entrevistado
?gritará, se peleará con todos?, pero ahora espera. Mira la noche, el
barrio que rodea. La puerta del acompañante se abre y Norte sube:
hay que esperar diez minutos para entrar.
-¿Sabés quién está, Alberto? Mauro Viale.
-¡No! No lo vi más después de aquello.
Aquello: en 2002, Samid estaba invitado a un programa
sensacionalista llamado Impacto a las 12, conducido por Mauro
Viale: el hombre que está acá. Se discutía acerca de la devaluación
del peso, pero las cosas se fueron de cauce y el conductor lo acusó
de haber apoyado la bomba que en 1994 mató a 85 personas y
destruyó el edificio de la AMIA, la mutual judía en Buenos Aires.
Lo que siguió fueron 130 kilos de músculos y carne, el golpe, el
puño, el grito: "Judío hijo de puta, te voy a matar". Samid sin diluir,
su versión pura.
-No le podía permitir que me acusara así. Pero la verdad es que él
es judío y yo soy árabe, no nos aguantamos. Bueno, me voy a tomar
un poco de aire.
Samid se baja, cruza la calle. Cinco minutos después, las puertas del
canal se abren, y Mauro Viale, portafolio en mano, aparece. Y
descubre que entre su auto y él está Samid.
-Buenas noches -dice uno.
-Buenas noches -dice otro.
Y nada pasa.
Un mes más tarde, Samid hará nuevas tarjetas personales. Dirán,
debajo de su nombre: "Matancero, peronista, hincha de Gardel,
hincha de Boca, hincha del Ford. Y le tengo bronca a Mauro Viale".
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes.
Es martes. Es de noche. Todos los martes y de noche, Samid tiene
un programa en la estación de radio AM 770. El programa se llama
Samid te escucha, y la radio es un primer piso por escalera frente a
una estación de servicio oscura, un estudio ínfimo donde Samid
escucha a vecinos que llaman y dicen nombre y edad, el barrio y el
problema. Pero ahora todo ha terminado y el estudio está desierto:
igual que la calle donde la camioneta espera, sola. Samid abre la
puerta, se sube, dice que en un país en el que no hay respeto es
bueno que la gente lo respete a uno:
-... le tenga un poco de miedo. La gente cree que porque uno está en
política tiene más poder del que tiene, y piensan: "Cuidado, con ése
no te metás".
Samid acciona el encendido. La camioneta no se pone en marcha.
No hay nada alrededor ?ni nadie?. Mira hacia un lado, mira hacia
otro, y entonces, por la esquina, aparece un hombre: solo. Samid no
duda. Abre la puerta, grita:
-¡Eh, flaco!
El hombre se detiene. Está fumando. Mira.
-Ayudame a empujar un poquito.
El hombre tira su cigarro, se acerca con cautela.
-Dale, flaco, ayudame.
El hombre saluda, buenas noches. Hay un segundo de zozobra.
Después empuja: ayuda a empujar. La camioneta arranca.
Semáforos en rojo. Las avenidas tristes. La burbuja burdeos sobre
las calles rígidas, heladas.
-¿Vio? Hay que animarse acá. Esto es La Matanza. No es para
cualquiera.
Ser dueño del mundo.
4
El primer encuentro con Eliazar fue una tarde fría de invierno en el pueblo de Altar, la última población mexicana
Mientras caminaba por una polvorienta calle de ese pueblo, un sitio partido en dos por la carretera, con una
alfombra de polvo de unos cinco centímetros de espesor y casas de ladrillo a medio terminar, escuché el siseo de
—“Shhh, shhh” –me llamó–. Venga, siéntese, descanse un rato, tómese un trago. A ver, ¿a qué parte de Estados
—No –contesté. Eliazar me confundía con uno de los cientos de inmigrantes centroamericanos que llegan a Altar
—Mire, no busque más, yo lo voy a pasar por poco dinero, 8 mil pesos (unos 750 dólares), ya no busque más,
aquí se puede quedar a dormir en mi casa y mañana lo mando a la frontera –dijo sentado en aquel traspatio
polvoriento, lleno de pedazos de plástico que alguna vez fueron el juguete de un niño y que entonces parecían
vestigios desenterrados.
Eliazar se ve más viejo de lo que en realidad es. Su rostro reseco está cubierto por un polvo que parece haberse
instalado para siempre en la cara de los que viven en Altar. Su pelo cano corona los casi 1,90 metros que mide, y
sus manos parecen de corteza de árbol muerto: resecas, venosas, largas, viejas.
Nació en Sinaloa, como la mayoría de los que han venido desde el sur a ocuparse del tráfico ilegal de personas y
sustancias. Hace diez años que dejó el rancho donde nació y vivió, y se vino siguiendo a su mujer hasta Altar. Es
juntador, cachador, juntapollos, y esa tarde estaba haciendo su trabajo: detener a los migrantes que se cruzan
ojos bien abiertos; deambulan sin rumbo por las calles de este pueblo. Eliazar debe convencerlos de que se
vayan con el pollero que él recomienda, que le confíen su vida durante las casi siete noches de caminata por el
—¿Y qué pasa cuando su pollero me lleve a Estados Unidos? –le pregunté.
— “Ah, entonces lo encierra en una casa de seguridad, y de ahí no lo dejan salir hasta que sus familiares lleguen
—Yo le recomiendo que no mienta, que de veras paguen por usted, si no, le puede ir bastante mal.
Abrimos la cuarta cerveza y decidí confesarle lo que me habían advertido que era mejor mantener callado.
—Soy periodista.
Eliazar levantó su gorra, se rascó la frente, terminó su cerveza de un trago, y preguntó: “¿Quiere la otra?”.
Hablamos durante varias horas y al final acabó por convertirse en la llave que me abrió las puertas del pueblo.
***
Al día siguiente volví a casa del juntador. Eliazar comía arroz blando en un plato sucio. A su lado, dentro de la
casucha que rebosaba de trastos viejos, estaba un joven guatemalteco de no más de 20 años, aterido del miedo.
Comía arroz también, pero por el temblor de su mano el arroz caía al suelo en el viaje de la cuchara a la boca.
—Acabo de encontrar a este muchacho buscando a la gente del albergue, y le dije que se viniera –dijo Eliazar.
Frente a la casa de Eliazar hay solo dos casas más. El albergue que la iglesia ha habilitado para los migrantes,
que por la poca propaganda que de él se hace suele tener sus 35 camas vacías; y una casa enorme, con antena
parabólica y tres camionetas que pueden verse parqueadas en la cochera a través de los barrotes del portón.
— Ah, en esa casa vive un señor narco, pero es muy buena gente –explicó el juntador.
Eliazar intentaba convencer al muchacho guatemalteco de que se fuera con su pollero. Pero el joven no
respondía. Seguía tirando el arroz sin quitar la vista del plato. No tenía plata, le habían robado todo al atravesar
México colgado de los trenes que cruzan el país, una manera muy frecuente (y sumamente peligrosa) de viajar
de los migrantes centroamericanos. Eliázar le ofrecía su celular para que llamara a sus familiares en Phoenix y les
—Si ellos saben de esto le dirán que es un buen precio, ya verá—le dijo, y luego se volteó conmigo.
Los juntadores saben que la mayoría de migrantes centroamericanos llegan a esta frontera en la peor de las
condiciones. La Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales hizo un estudio entre mediados de 2005 y abril de
este año. Entrevistaron a 2,700 indocumentados cuando paraban en el albergue de la ciudad norteña de Saltillo.
Esos migrantes, mexicanos y centroamericanos, denunciaron en la encuesta 4,062 violaciones. El 42% dijo haber
sufrido robo de dinero, el resto habían sido golpeados, violados, o insultados por miembros de cada una de las
Un carro negro se estacionó frente a la casa, y Eliazar salió a hablar con el hombre que lo manejaba.
—¿Qué hago? –me preguntó el joven. Le dije que en el albergue le darían orientación, comida y cama gratis.
—¡Pinche chamaco! No se quiso venir conmigo. Es que usted que es salvadoreño debería de ayudarme a
Volví a negar con la cabeza. Salimos y caminamos hasta la pollería del pueblo. El sol se ocultaba.
—Yo trabajo de gratis aquí vendiendo pollos asados, porque como no le pago a los policías, no me dejan
Para mirar cómo trabajaban los otros juntadores de la plaza, caminé hasta allá, donde los autobuses seguían
llegando y escupiendo a decenas de hombres abrazados a una mochila, sucios, que se apuraban a perderse
entre la gente.
—¿Eres de Guatemala, verdad? Mira, no te hagas, vente conmigo, yo te cobro 800 dólares por pasarte, en cinco
horas nada más te paso a Tucson, y te doy comida y donde dormir hasta que nos vayamos.
—¿Cómo que no? –respondió mientras cerraba y abría la navaja de resorte que sacó de su bolsillo.
—Mira, cabrón, aquí te va a levantar la policía, porque no eres mexicano. Yo le pago a la policía para trabajar
aquí. Si no te vienes conmigo te mando a los policías – empecé a alejarme mientras el hombre me llenaba de
groserías.
Días más tarde, mientras me tomaba una cerveza con Eliazar en la cantina que está frente a la plaza, él señaló al
—A ese le dicen El Pájaro –explicó Eliazar–. Es de los juntadores que paga a la policía, y lo dejan trabajar ahí.
Otro que está con él es El Metralleta, también paga y son bien cabrones los dos.
***
Paulino Medina también es parte de uno de los gremios de estos pueblos: fue pollero durante cinco años. Pasaba
migrantes por los cerros cercanos a Tijuana, y los dejaba en San Diego o Los Ángeles. Estuvo preso en Estados
Unidos por tráfico de personas cuando lo pillaron en uno de aquellos cerros pelones con sus pollos. Su hermano
también es pollero. Además, Paulino conoce vida y obra de la mayoría de los 8 mil habitantes del pueblo. Es
Lo conocí poco después de que El Pájaro me llenara de insultos, cuando al salir de la plaza llegué hasta el punto
de taxis. Me acerqué a un destartalado Hyundai del 87 que tenía al volante a un señor de unos 50 años, de pelo
cano y bigote ralo, con unos lentes remendados con cinta adhesiva. Me llevó hasta el hotelito en el que me
hospedaba. Hablamos un poco sobre las mafias en el pueblo y le pedí que nos tomáramos un café al día
siguiente.
—Antes esto era un pueblo del desierto. No venían migrantes. Vivíamos de los transportes de carga que
pasaban, de los camioneros o gente que viajaba por negocios y que se quedaban aquí a dormir, pero desde hace
unos años se han instalado en el pueblo una gran cantidad de polleros mafiosos, narcos y corruptos. La mayoría
El Altar de ahora empezó a construirse desde mediados de los noventa, cuando Tijuana y sus alrededores, el
En octubre de 1994 el gobierno estadounidense puso en marcha la Operación Guardián entre San Diego y
Tijuana, un plan que incluyó la construcción de una barda divisoria, duplicación de elementos de la patrulla
fronteriza, reflectores y helicópteros. Los migrantes empezaron a intentar cruzar por otros puntos y la ruta por
Un estudio sobre la zona del Colegio de la Frontera Norte (Colef), uno de los centros de estudio sobre migración
más importantes del país, muestra cómo la patrulla fronteriza en la zona colindante con El Sásabe arrestaba
menos de 100 mil indocumentados en 1992. En 2005 esa cifra se había quintuplicado. En 1992, el pueblo tenía
poco más de mil habitantes. En 2005 se censaron a más de ocho mil residentes, sin contar a la población
—Esto antes era un pueblito normal, con sus viejas en la iglesia y su gente saludándose al cruzarse en la plaza
—Es terrible el problema que tenemos con los narcos –reveló–. Están cobrando a las Van (camionetas de
pasajeros) que llevan a los migrantes a El Sásabe 100 pesos (10 dólares) por cada pollo, solo por dejarlos pasar.
—Acuérdese, si usted ve a alguien aquí con cara de mafioso, es mafioso; si ve a un señor con su gran carro y
cree que es narco, es narco; y si ve a alguien y cree que es buena persona, es mafioso.
***
El siguiente día era el último de ese viaje. En la mañana, pasé por la casa de Eliazar. Me recibió con la noticia que
tenía paralizado al pueblo. La noche anterior los narcos de un rancho habían secuestrado a 300 migrantes
incluidos los conductores de las camionetas. Habían enviado a sus burreros y no querían que les calentaran la
zona.
Los burreros son el ejército de carga del narco. Hombres que se ponen en la espalda 20 kilos de marihuana y
son guiados en el desierto por un pollero y un hombre de confianza del narco. Caminan dos noches y llegan a la
reserva de los indios Tohono, territorio autónomo estadounidense. Ahí descargan la mercancía en camionetas de
aquellos indios que trabajan para los productores de droga. Éstos se encargan de distribuir la marihuana en todo
el país. Solo entre octubre de 2006 y julio de este año, la Patrulla Fronteriza asignada al sector vecino a El
Sásabe ha decomisado 766 mil 997 libras de marihuana intentando entrar a Estados Unidos. Las 1,200 libras de
Eliazar no sabía mucho más. Para él, aquello no tenía mayor relevancia. Me apresuré a buscar a Paulino. Él lleva
—Sí –dijo–. Ayer secuestraron porque están calentando la zona. Algunos de los secuestrados han vuelto con el
Calentar la zona significa atraer la atención de la patrulla fronteriza por el cruce indiscriminado de migrantes. Los
narcos temen que esa zona termine tan vigilada como Tijuana. Con muro, reflectores, helicópteros.
Poco después, el taxi de Paulino se estacionó en un taller mecánico. Dos hombres tenían las manos enterradas
en el motor grasiento de una camioneta. Uno de ellos, el del ojo morado, había regresado del cautiverio con el
mensaje para sus colegas choferes de que hasta nueva señal no se podía viajar a El Sásabe.
—Quiubo –se dirigió Paulino al recién liberado–. ¿Cómo estás? Pensé que ya no te iba a volver a ver. Mira, él es
periodista, pero es amigo, y le conté que tú estabas en el grupo que los narcos secuestraron, y quiere que le
cuentes cómo fue y cómo están los pollos que se han quedado allá.
El hombre de unos 25 años se frotó la cara. Lanzó a Paulino una mirada incómoda y se dirigió sólo a él:
—Hombre, Paulino, usted sabe cómo funcionan las cosas aquí. Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me
dan piso, no duro vivo ni este día. Y se enterarían. Aquí todo mundo está comprado.
El otro hombre respaldó a su amigo haciéndonos una pregunta que, tras no encontrarle respuesta, hizo que nos
marcháramos:
—¿Qué ganamos con esto? –dijo–. Si aquí nuestra vida no vale nada, a cada rato matan a conductores de las
—¡Por eso estamos como estamos! El narco sigue matando gente y nadie quiere decir nada.
Eliazar seguía sin saber mayor cosa. Esa noche su pollero no había llevado migrantes, y por tanto lo ocurrido no
—“Si quiere vaya a ver al albergue, tal vez ahí sepan algo –recomendó.
—Mi nombre prefiero que no lo sepás, porque lo que me ha pasado es muy penoso –pidió.
La tarde del día anterior había llegado a un trato con su pollero: 1,800 dólares por llevar a su hermana hasta Los
Ángeles.
—Mis familiares allá solo tenían ese dinero reunido, y yo quise mandar a mi hermana para no dejarla sola en este
pueblo de mafiosos. Yo iba a esperar una semana más para que reunieran el dinero para llevarme a mí –explicó.
Su hermana partió esa noche, y la camioneta en la que iba con su pollero fue una de las 15 secuestradas por
—Yo ya hablé con los polleros que han regresado, y con algunos dueños de las Van que han ido a ver si quedó
algo en los carros que les quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí –dijo el hombre con la mirada
—Yo no puedo ir a poner denuncia, no puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo
solo quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje –dijo el salvadoreño, decidido a dejar a su
A veces, el miedo puede más que la sangre. Él aseguraba que debido a las averiguaciones que anduvo haciendo
ese día, un carro con vidrios polarizados lo había perseguido durante tres horas debido a las averiguaciones que
Llamé a Paulino y llegó por mí en pocos minutos. En el camino marqué el número de teléfono de un señor al que
llamaré A y a quien Eliazar me había recomendado hablar para saber más de lo que estaba pasando. El señor A
—¿Quién es usted? ¿Quién le dio mi teléfono? ¿Por qué quiere hablar conmigo de eso? ¿Quién le ha dicho que yo
sé algo?
Más que tranquilizarse con mis respuestas, él quería saber quién era yo, y por eso aceptó recibirme en un cuarto
A las nueve en punto el Señor A estaba en la habitación indicada temblando de pies a cabeza. Le entregué todos
mis documentos para que los viera, le mostré un par de materiales que había publicado, le dije que un taxista del
que no recordaba el nombre me recomendó hablar con él porque era un altareño de nacimiento. No dejó de
temblar.
Dijo no muchas veces hasta que accedió a contestar algo más que un monosílabo:
—Todos sabemos que eso pasa, los secuestran, violan a las mujeres que van migrando, y les dan unas grandes
golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las van, ¿pero qué vamos a hacer? Aquí sólo
tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a 50 hombres bien armados y a muchas autoridades
compradas.
Antes de irme, me hizo prometerle varias veces que no trabajaba para el narco.
— Por cierto, si ha andado preguntando por esto mejor váyase mañana, aquí todos se conocen y es fácil saber
***
El día siguiente me fui de Altar, y durante un mes y medio hablé cada semana por teléfono con Paulino y Eliazar,
quienes solían explicarme que la zona seguía caliente, y los narcos alborotados. El Señor A me pidió que mejor
habláramos cuando yo regresara. Durante ese mes y medio, pasó precisamente lo que los narcotraficantes
temían. El operativo Jump Star, el que George Bush aprobó en 2006, empezó a ponerse en marcha en el lado
fronterizo estadounidense, justo frente a El Sásabe. Los 1, 400 millones de dólares aprobados ese año se
materializaron. Empezó la construcción de 420 kilómetros de muro (van 11 hasta el momento), empezaron a
llegar los 600 agentes extras asignados a esa zona, y el Departamento de Seguridad Interna pagó a la compañía
Boeing, fabricante de aviones y equipos para naves espaciales, para que instalara las primeras nueve torres de
Proyecto 28. Torres coronadas por cámaras infrarrojas capaces de detectar movimiento a 17 kilómetros a la
Cuando entrada la primavera regresé a Altar, me reuní con el párroco Prisciliano Peraza. Había sido la única
persona que habló con los narcotraficantes para interceder por los secuestrados.
Me recibió en su despacho, en un ala de la iglesia, al lado del parque. La conversación inició con una anécdota
del padre:
—Nada más la semana pasada, el narco detuvo a un periodista gringo camino a El Sásabe –relató–. Andaba
cámara de video y de foto. De repente, me llaman los del narco, y me dicen que tienen a un periodista que dice
que me conoce. Les dije que sí, que yo lo iría a traer a El Sásabe. Llegué, le habían quitado todo y lo habían
madreado. Lo que quiero decirte es que el narco sí me respeta un poco, porque saben que puedo llamar a
alguna autoridad nacional y hacer notable este caos del pueblo, y eso no le conviene a nadie.
El padre es el único testigo que cuenta lo que vio aquel martes 13 de febrero. Según el párroco, él se comunicó
con los narcotraficantes, y por teléfono consiguió negociar rehenes: le darían a pequeños grupos, para que los
—Los tenían ahí sentados en un rancho cercano a El Sásabe, pero solo quisieron darme a 120, a los más
golpeados, a los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que les pegan. Al resto de
La mayoría de los liberados regresó a casa de su pollero. Volvieron a perderse en el pueblo, y con ellos su
testimonio. Ese secuestro, el más grande de que los habitantes de Altar han escuchado, no fue denunciado ni
apareció publicado en ningún medio de comunicación nacional. Ciento ochenta emigrantes quedaron en aquel
rancho aquel día, 120 pudo salvar el cura. Nadie supo más de esas personas. Quizá, sin que nadie se enterara,
hubo una masacre a pocos metros de territorio estadounidense, y aquel rancho es ahora un cementerio.
Todo se hizo difuso después. Al poco tiempo, siempre a las nueve y en el mismo cuarto, volví a ver al señor A.
Como la vez anterior, temblaba, susurraba, volteaba a ver las ventanas. Sin embargo, esa vez habló bastante.
Contó dos anécdotas ocurridas este año en la alcaldía, que explican por qué asuntos como el secuestro quedan
Un funcionario dio una conferencia de prensa donde dijo, literalmente, que por Altar pasaba mucho migrante y
mucha droga.
—A los cinco minutos – relató el señor A – un narco llamó a quien había dicho eso, y le puso la grabación de sus
La otra reprimenda estuvo relacionada al secuestro. Un funcionario de Altar llamó a la Procuraduría de Sonora,
estado al que pertenece el pueblo, días después de lo ocurrido. Dijo que había 300 migrantes secuestrados. ¿Y
qué pasó?
—Otra vez un narco llamó a ese funcionario y le dijo que le acababan de llamar de la Procuraduría para contarle
Paulino Medina me explicó por teléfono hace unos días que hacía poco los narcos habían vuelto a secuestrar.
—El grupo era de 26 migrantes, dos conductores de Van y los dos polleros. El narco ofreció a los polleros cargar
cada migrante con 20 kilos de marihuana. Ellos deberían llevar la marihuana a la reserva de Tohono,
acompañados por un empleado de confianza del señor. Ésa era la condición para que los dejaran ir. Los polleros
Según Prisciliano Peraza, en realidad todo el mundo sabe cómo está estructurado el crimen organizado en el
pueblo.
—Aquí todos sabemos cómo se llama cada uno de los seis narcos que operan, pero nadie lo denuncia. Todos
sabemos también que ni al narco ni al gobierno le conviene que esto se sepa, porque se desencadenaría una
guerra si el gobierno, bajo la presión social que esto generaría, tuviera que actuar—dijo Peraza en aquella
reunión en la parroquia.
En la conversación en el hotel, el señor A también me contó que los seis señores de la droga de la zona le pagan
a Joaquín El Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, uno de los dos más poderosos de México. Le pagan para
regentar un pedazo de frontera y para que los proteja de posibles intervenciones del gobierno federal.
***
Los habitantes de Altar están preocupados por lo que pueda pasar con el pueblo mismo. La mañana que llegué a
—Quiero contarle cómo van las cosas –dijo. Repitió la rutina: sacó dos cafés aguados y empezó a poner en
—Esto de la migración se va a acabar pronto en Altar, porque maltratan mucho al pollo y el narco está pesado.
Cuando eso pase, todos se van a quedar chillando aquí en un pueblo fantasma –auguró.
—Mire, me han dado este cargo a prueba por tres meses, pero está duro.
El alcalde de Altar lo había nombrado comisionado de transporte municipal, y su principal objetivo era solucionar
el problema de las camionetas quemadas y abandonadas al lado de la carretera, luego de que los
—Y eso es un gran problema para todos –explicó Paulino– porque ellos no se recuperan ni en un año si les
queman una Van, los pollos se asustan y la municipalidad deja de recibir el impuesto de esa Van.
El entonces secretario de transporte proponía establecer un acuerdo con los narcotraficantes para coordinar el
—Lo que quiero es establecer un vínculo con los señores (narcos), para que ellos avisen cuándo van a despachar
Esa misma tarde pude comprobar cómo los esfuerzos del narco por controlar la zona estaban surtiendo efecto.
Fui a la plaza a tratar de abordar una de las camionetas que van hacia El Sásabe.
—Yo lo llevo –dijo el conductor– pero le cobro los 100 pesos del pasaje y otros 500 para la mafia; si no, olvídese
En el sitio de taxis no estaba Paulino. Sin embargo, Artemio, uno los que le trabaja el taxi a Paulino, estaba
negociando con tres hombres jóvenes de Sinaloa. Les ofrecí compartir el taxi y aceptaron. Nos apretamos en la
carcacha y partimos.
Entramos a la calle de tierra que recibe a los viajeros con un cartel agujereado por unos 50 balazos, donde el
narco ha escrito: “Esto también puede pasar”. Es decir que, a parte de ser deportados, asaltados, violadas las
mujeres, morir picados por serpientes o de sed en el desierto, también les puede pasar que la mafia los acribille
si así lo determina. Las señales en la calle seguían: al menos ocho camionetas quemadas yacían a la orilla.
Los jóvenes aseguraban que iban a recoger a ocho pollos a La Ladrillera. Poco antes de llegar a El Sásabe se
encuentra esta fábrica artesanal de ladrillos, una zona de asaltantes y narcos, donde las Van descargan a
muchos para que aborden los pick up que los llevan hasta los puntos de cruce, sitios del desierto identificados
por alguna señal particular: El Riíto, El Carro Quemado, El Poste Verde. En esas pick up coinciden, sin saber a
ciencia cierta quién es quién, burreros, pollos, polleros y asaltantes del desierto.
Llegamos a La Ladrillera donde no había ni un alma a la vista. Los tres hombres, sin embargo, insistieron en
quedarse allí. Artemio me dejó en El Sásabe. El pueblo estaba vacío. Una señora que vendía comida me dijo:
—Es que el narco anda alborotado, porque están trabajando, entonces menos gente está viniendo, y los que
vienen no están parando, se desvían por La Ladrillera. Mejor váyase –sugirió. Y me fui.
Mientras caminaba, una Van hizo parada al verme. El conductor, un hombre bigotón de unos 50 años, me ofreció
regresarme a Altar por 50 pesos. A su lado, en la Van, iba un pollero al que la migra acababa de quitarle a 30
migrantes y una altareña, vendedora de cocaína al menudeo. Ella y el joven hablaban de cómo cada vez era más
difícil evadir los controles estadounidenses. El conductor no dijo casi nada hasta que le pregunté si era cierto lo
—Sí, nos están arruinando. Ellos nos mandan a uno de los suyos a cobrar allá a Altar y te dan un código. Algunos
choferes se van a la brava, y a esos son a los que les queman la Van. Porque si en el camino te para la mafia y
te pide tu código, se lo tienes que dar, y además ellos saben con tu código por cuántos pollos pagaste; si llevas
más, te chingan.
Es cierto, había menos viajeros, pero eso es relativo en estas tierras. En la hora y media que tardamos en volver
a Altar, pasaron 34 camionetas y tres buses escolares llenos de pollos. En mi viaje anterior, en el mismo trayecto,
conté 45 camionetas y tres autobuses. Vale recalcar que 34 camionetas y tres buses equivalen a 800 emigrantes.
Eso, poniéndole un precio de 500 por cabeza, se convierte en 400 mil pesos (unos 35 mil dólares) para el narco.
***
Al día siguiente me reuní con Eliazar en la cantina Cherián, frente a la plaza. El juntador estaba refunfuñando.
—Esto anda lleno de pollos y nosotros no agarramos nada de nada – le decía a René, otro juntador –. Tenemos
que hacer algo, empezar a pagarle a la policía o nos vamos a quedar en la ruina.
Eliazar y René se hartaron de esperar y me invitaron a acompañarlos a comprar una bolsa de cocaína, seis
cervezas e irse al cerrito, un lugar en el desierto donde estacionarían el carro de Eliázar para pasar el rato.
—Llegamos al autoservicio –dijo René cuando paramos frente a una fila de carros, en una de las principales
Toyota blanco que tenía colgando de la puerta dos botellas de plástico cortadas a la mitad. Las dos estaban
—A mí deme 100 de original de la sierra, es que la machaca (mezclada) me da congestión –dijo Eliazar.
—Ve, más fácil que comprar tortillas –dijo entre risas René.
Ya en el monte, en medio de los cactus de dos metros del desierto, hablamos de cualquier cosa. Sobre su
—Es cierto que le echamos mentiras al pollo, porque si no, no se vienen con uno. Acuérdese de que tengo cinco
plebes que alimentar –apoyó la bolsita de polvo contra el tablero del carro, le pegó con su celular, utilizó la punta
—Eso es cierto –complementó René–. Además, acuérdese de que hay que llevarle pollos al patrón, porque él
también gasta mucho. A él le toca pagarle a la mafia 100 dólares por pollo, porque los pasamos por una de las
rancherías de marihuana.
Me llevaron de regreso a mi hotel y se fueron quejándose aún por cómo la situación del pueblo los estaba
Al día siguiente me despedí de Paulino, que también se quejaba. La calle a El Sásabe era una cuerda floja, y para
—Ve como esto se está acabando, y eso porque no hemos sabido controlar la cosa, hacer que el migrante no se
***
A mediados de septiembre hice una llamada a Eliazar y Paulino.El taxista, indiferente, me contó que le habían
retirado su cargo de secretario de transporte, porque nadie quiso hacerle caso a su plan de coordinar tiempos
con los señores de la droga. Aseguró que muchos de los comerciantes y polleros de Altar se habían ido a
Palomas, un pueblito al oeste de la frontera, colindante con el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Ése
—En cuestión de meses volveremos a ser lo que antes éramos, un pueblo fantasma del desierto, sin migrantes,
convencer a un pollo.
A diferencia de Paulino, él no piensa quedarse si la situación sigue así. Su hogar está donde haya migrantes
—Estoy pensando en irme para Palomas. Dicen que allá hay buen trabajo –dijo.
LOS EXTREMOS DEL RÍO PARANÁ
¿Qué es el paisaje? ¿Podemos pensar al río como a un sujeto? Lila Siegrist traza una
genealogía de las primeras voces -científicas, documentalistas, plásticas- que se
embarcaron en el Paraná y se volvieron testimonio de la cultura fluvial. Frente a las
escenas inciertas que nos espeja nuestro hábitat, conversa con voces de la política,
del arte y del arcano sobre los humedales y la militancia, el derecho al agua y a la
soberanía del territorio y sobre el concepto romántico del paisaje que se amplifica
al de ambiente.
“Desde comienzos del año 2020, todo el delta del Paraná está
siendo devastado por el fuego. Los incendios ya arrasaron con más
de 400.000 hectáreas, esto equivale aproximadamente a 16 veces
la ciudad de Buenos Aires. La magnitud de las quemas provocadas
en la región deja múltiples consecuencias, como la mortalidad de
animales y la pérdida de hábitat, el empobrecimiento de los suelos,
la contaminación del agua y el aire, además de representar un
riesgo altísimo para la subsistencia de las personas que viven en
las islas. Nunca en la historia hubo tanta destrucción en este
importante ecosistema. Los 40.000 focos de calor que se
registraron desde enero del 2020 hasta ahora en la región dejaron
en evidencia la peor crisis socioambiental de la zona.”
***