Anécdotas de La Guerra - Anónimo
Anécdotas de La Guerra - Anónimo
Anécdotas de La Guerra - Anónimo
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Explicaciones ................................................................................................. 3
Antes de la guerra ................................................................................................. 4
Mi primera vida ............................................................................................. 5
El precio de una manzana ............................................................................. 9
¡Ay mi madre! .............................................................................................. 12
Juegos de navidad ....................................................................................... 16
Mi segunda vida .......................................................................................... 21
Mi primera caza mayor................................................................................ 25
Así nació un compañero .............................................................................. 30
¿Cuánto vale un caramelo? ......................................................................... 33
El mejor amigo de un perro ......................................................................... 37
Mi primera batalla ....................................................................................... 42
Interminable desesperanza ......................................................................... 45
Durante la guerra ................................................................................................ 48
A todos nos da miedo la guerra .................................................................. 49
¿Quién se ganará el cielo? ........................................................................... 52
Rumores ...................................................................................................... 57
¿Cuándo están muertos los muertos? ........................................................ 60
La calle Jorge Luis Briones ........................................................................... 62
A propósito de las Navidades ...................................................................... 66
Mi tercera vida ............................................................................................ 70
¿Realmente nos llega la hora? .................................................................... 73
Mi hermano–tocayo .................................................................................... 78
Nunca somos nosotros ................................................................................ 82
¿Cómo nace el miedo? ................................................................................ 87
Después de la guerra .......................................................................................... 91
La vida del amigo es lo primero................................................................... 92
Mi cuarta vida .............................................................................................. 95
¿Fin de la guerra, fin de las calamidades?................................................... 99
El robo........................................................................................................ 102
Ventajas y desventajas .............................................................................. 105
Desgracia cerca del agua ........................................................................... 108
Reunión familiar ........................................................................................ 111
La vez que engañamos a la policía ............................................................ 114
¿Nos olvidamos del pasado? ..................................................................... 117
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Anécdotas de la guerra
Explicaciones
En realidad esta secuencia de anécdotas –o de historias, según se quiera
tomar– no las escribo por el hecho en sí de haber ocurrido, sino para expresar cuánto
deterioro que sufre la vida, antes, durante y después de verse uno sumergido en un
conflicto armado.
En vistas a que se desencadene un conflicto, uno vive con la eterna zozobra del
hacer y no hacer, pues no se sabe si lo que se hace será duradero. Eso inquieta,
desequilibra, atosiga, y lo lleva a uno a revolucionarse. Lo negativo de esto, es lo
desagradables que en ese momento llegamos a ser con nuestros semejantes.
Ya metidos en el conflicto, no queda otra que apechugar, participar y ver cómo
la vida pasa. El hacer de pocos nos arrastra a muchos. Todo deja de importarnos. Tanto
así se le quita importancia a todo, que el nivel de nuestros valores morales cae en
picado y llegamos a mofarnos hasta de las desgracias. Las de los demás, se entiende.
Terminado el conflicto somos todos unos seres embrutecidos. Marcados y
embrutecidos, con el rumbo perdido. Cuesta olvidarse, cuesta controlarse. Quizás solo
nos queda la esperanza de que ahí afuera hay otro mundo, lleno de personas felices,
en paz, y podríamos pasar desapercibidos o aprender de ellos.
Antes de la guerra
Mi primera vida
Al puerto de Corinto llegamos una de esas calenturientas tardes en que hasta
las cigarras se arrepienten de haber nacido cerca del trópico. Yo no sabía por qué nos
trasladamos: al comienzo pensé que era porque a mi papá le gustaba el mar y deseaba
estar lo más cerca posible de las playas, pero pronto me di cuenta que ésta no era la
razón, porque casi todo el mes estaba fuera de casa conduciendo el cabezal con el que
transportaba caña de azúcar desde la hacienda situada a orillas del Río Grande de
Matagalpa –ya a la altura del departamento de León– hasta el Ingenio San Antonio, en
Chinandega, ambos situados a muchos kilómetros del puerto. Años más tarde mi
mamá me contó que en realidad fue porque en aquellos entonces, él estaba de alguna
manera ligado al movimiento de liberación nacional y corrían los rumores de que había
sido fichado por la Guardia Nacional, por lo que fue necesario cambiar de aires por una
temporada. Los seis meses anteriores estuvimos viviendo en Chichigalpa, un poco más
cerca del Ingenio San Antonio y allí recuerdo haber visto, en uno de los suplementos
del diario nacional, las atroces imágenes del asesinato del presidente chileno. No
recuerdo haber visto caras, ni nombres, ni edificios, pero sí recuerdo haber visto
mucha sangre y la palabra Allende, la cual se encontraba casi en cada línea de los
párrafos y titulares allí impresos. Al parecer yo ya sabía leer algunas palabras; no sé por
qué defecto de la naturaleza un mocoso de tres años es capaz de leer, el caso es que
ésta fue la razón por la que al llegar al puerto, lo primero que hizo mi mamá fue buscar
a alguien que me enseñara a leer y a escribir bien. Afortunadamente, a pocos metros
de nuestra casa había una señora de avanzada edad, doña Panchita, la cual ya tenía un
pequeño grupo de niños de mi edad dedicados a la misma tarea. La señora era un
encanto enseñando.
La casa a la cual llegamos a vivir, propiedad de doña Angelita, una amiga de la
familia, estaba situada a unos cuarenta metros del mar. Cuando la marea subía, el
agua llegaba a unos veinte metros de la pared del fondo y cuando caían las copiosas
tormentas tropicales llegaba a escasos metros de la cerca que delimitaba el terreno de
la casa. Esto provocaba que en el patio y en los troncos sobre los cuales estaba
montado el excusado habitaran toda clase de alimañas marinas: cangrejos, jaibas,
conchas, zurditos, etc., con los cuales yo disfrutaba comiendo.
Las jaibas y los cangrejos eran fáciles de atrapar: cogía una de las varillas de
hierro que utilizábamos para asar carne en el fogón de leña y la utilizaba como si fuera
un arpón de mano, las travesaba cuando estaban subiendo por los pilares del excusado
o cuando se enterraban en los huecos de la arena y luego, sin lavarlas siquiera, las
asaba a fuego lento. Sólo me comía las tenazas y las patas, que siempre han sido una
gran delicia al paladar. Recoger las conchas no era tan sencillo, porque éstas sólo se
encontraban en la zona fangosa, cerca del manglar que se veía enfrente de la casa, por
lo que tenía que coger un balde de plástico y meterme hasta la cintura en el lodo para
poder llegar hasta el lugar en que se escondían. La recompensa, sí, era mucho más
deliciosa que con los cangrejos. Ninguna comida que yo recuerde, se puede comparar
con un desayuno organizado a base de una docena de conchas marinas asadas
lentamente al calor del fuego –fuego de troncos recogidos a la orilla del mar, por
supuesto–, o cenar con un cóctel de conchas negras nadando en su propia salsa,
rociadas con zumo de limón exprimido a mano, y dos chiles de gallina machacados
sobre ellas.
En la casa de doña Angelita había más niños. Estaban las hijas de doña Angelita,
siete en total, los nietos, que eran hijos de las dos mayores y un par de niños que
cuidaba la hija mayor, la que tenía planes de no casarse nunca con nadie, desde la vez
que uno de mis tíos maternos la dejó abandonada cuando ya tenían todo preparado
para la boda, incluyendo la fecha, los padrinos y los invitados.
Exceptuándola a ella todas las demás muchachas tenían novio, aunque ni doña
Angelita ni Maribel, la hija mayor, lo sabían, porque ambas trabajaban de sol a sol: la
señora vendiendo platos preparados por las calles y Maribel en la camaronera del
puerto, pelando y empaquetando langostinos para el primer mundo. Como no querían
que ellas lo supieran, siempre aprovechaban la hora de la misa de la tarde o la hora en
que regresaban del colegio para encontrarse con ellos. La iglesia a la que asistíamos a
misa, por las tardes, me trae muchos recuerdos, porque allí escuché el primer
concierto de mi vida. No recuerdo qué clase de música era la que escuchábamos,
porque cuando los músicos comenzaron a sonar sus instrumentos me quedé tan
embelesado disfrutando de la perfección con que hacían sus movimientos, que me
olvidé del yo existo por un par de horas. Me impresionaban aquellos violinistas que
pasaban sus arcos por las cuerdas con una delicadeza increíble, como si les diera
miedo hacer mucha fuerza sobre ellos o temieran que se les escapara una sola nota
que pudiese no encajar en aquella obra de arte –también debo decir que me llamaba
la atención verlos cómo se mojaban los dedos con la punta de la lengua para pasar las
páginas de las partituras, cuando en casa y en la escuela me amenazaban con
quemarme las manos si lo hacía–.
Cuando doña Angelita regresaba de vender y se sentaba en el patio que daba a
la calle para tomar el fresco y descansar, mientras se espulgaba la cabeza me
preguntaba si no había visto a algún extraño en los alrededores. Yo, que no sabía
exactamente a qué se refería, solamente respondía lo que las muchachas me habían
enseñado a responder: “no he visto a nadie” le decía. En realidad no me lo enseñaban
sino que me chantajeaban, me decían que el día en que no respondiera así, me harían
cosquillas, muchas cosquillas, las cuales, sabían ellas y yo también, no podía soportar
muy bien. Y para demostrármelo cada día practicaban un poco. Al comienzo yo me reía
mucho y me gustaba que se interesaran por mí, pero a los dos minutos ya me faltaba
el aire de tanto reírme y comenzaba a gritar que me dejaran, que ya no aguantaba.
Cierto día, cuando doña Angelita regresaba de vender, se encontró con doña
Gloria, la mujer que vendía hielo en su casa a sólo tres casas de la nuestra y con la cual
nunca se había llevado muy bien, no sé por qué historias de maridos y fugas. Yo más
bien pienso que doña Gloria era de esas mujeres que son muy guapas y hermosas, que
despiertan todo tipo de sentimientos en las personas, ya sean hombres o mujeres.
Tenía unos labios carnosos que siempre se pintaba de un rojo encendido, calzaba unos
zapatos con tacones de clavo de muchos centímetros de altura y como el puerto es un
pueblo bastante caluroso, sus ropas eran muy ligeras y a veces dejaban ver más de lo
que la moral permitía, más aún si uno se ponía a contraluz.
Doña Gloria estaba regando el jardín de su patio y cuando vio pasar a doña
Angelita, parece que con cierta malicia comenzó a hablar, con alguien imaginario,
sobre vecinas que se miraban con los novios cuando no había nadie en casa, de
acusaciones hechas en falso contra el prójimo y sin mirar los males en patio propio.
Doña Angelita cogió la alusión al vuelo y aunque no se detuvo para escuchar más, se le
notaba en la cara que quería pegarle a doña Gloria un par de pescozones, pero
afortunadamente ese día no se atrevió. Cuando llegó a la casa lo primero que hizo fue
llamarme a mí y preguntarme si había visto a alguien extraño cerca de casa y a mí, que
la vi de unos humores demasiado violentos, se me olvidaron todas las sentencias de las
muchachas y por eso de inmediato le respondí que “nadie, sólo el primo Uriel, que
estaba platicando con Fátima.” Claro está que ella no conocía a ningún primo Uriel.
No sé si ese día se enojó más de la cuenta o se estaba ahogando en su propia
rabia, porque no dijo nada ni hizo nada, pero se le veía en la cara que era mejor
mantenerse a distancia de ella. Quizá fue porque Maribel, la hija mayor, no estaba en
casa y nunca hacía nada sin consultarlo con ella. Las muchachas sí se dieron cuenta de
que algo sucedía, porque de inmediato se encerraron en las dos habitaciones que
ocupaban y no salieron para nada durante el resto de la tarde. Al día siguiente cuando
ya la señora se había ido a vender y mi mamá se había ido al mercado a comprarle
todo lo que necesitaba para las fritangas que cocinaba, las muchachas me cogieron de
las manos y comenzaron a preguntarme si le había contado algo a su mamá. Yo les
respondí que no porque no sabía que contestar a una pregunta era contar algo, pero
ellas no se convencieron y entonces me preguntaron si doña Angelita me había
preguntado algo: a ésta y a todas las preguntas que siguieron yo respondí que sí o
simplemente la verdad, ya no lo recuerdo muy bien. Cuando les conté lo que le había
dicho a doña Angelita sobre el primo Ulises, primero se pusieron nerviosas y se
propusieron inventarse algo que decirle a la señora, pero después se acordaron de mí
y de las amenazas que me habían hecho, entonces se acercaron y sin avisar ni nada
comenzaron a hacerme las benditas cosquillas. Me tenían arrinconado como si fuera
un gato y yo no podía hacer nada, ni salir corriendo, porque ellas me tapaban todas las
salidas de la casa; ya se imaginan lo que le pueden hacer a uno cinco pares de
nerviosas manos que no saben cuándo parar, ni siquiera en el momento en que el
color de mi piel pasaba del moreno a un pálido enfermizo y luego a un morado fatal.
Cuando las piernas se me doblaron, porque mi cuerpo estaba como trapo
mojado, como una bolsa plástica a medio rellenar de agua, apareció mi mamá y pegó
el grito al cielo. De inmediato me alzó en brazos y me tiró hacia arriba para revivirme,
luego me dio respiración boca a boca y por último me tiró un vaso de agua en la cara.
Ninguna de aquellas curas funcionó y ya parecía que de verdad me iba a quedar tilinte,
cuando entonces apareció doña Angelita, la que con gran autoridad controló la
situación: me cogió en sus brazotes de trabajadora de molenillos y de madrugadas, me
puso boca abajo y me dio tres sendas palmadas, dos en las nalgas y una en la espalda,
luego me metió un dedo en la boca y mientras me estiraba la lengua para que no me la
tragara, me dio otra palmada en la espalda. Sólo entonces comencé a llorar y recuperé
la vida. Fue el llanto más feliz de mi vida y el suspiro más sincero de mi madre y el de
aquella venerable señora y de todas las mocosas que del susto perdieron el habla.
Cuando todo había pasado, doña Angelita fue preguntando y reconstruyendo
los hechos hasta que cayó en la cuenta de que las palabras de Gloria, la vecina
tremenda, eran ciertas, pues sólo de esa manera se podía explicar el comportamiento
de las chavalas; el castigo no se lo pensó muchas veces: cogió uno de los cucharones
de mover la sopa de mondongo –que se lo habían hecho a mano con una rama de
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Anécdotas de la guerra
guayacán como de un metro de largo– y con ella le metió una tremenda garroteada a
cada una de las muchachas, de la que todas quedaron señaladas para el resto de la
vida, con moratones, chichotes y reventones por todo el cuerpo. Fue tanto el
escándalo que hasta el guardia que hacía la ronda de vigilancia por el barrio, se acercó
para imponer el orden, pero al ver que no era más que una disputa familiar, siguió su
camino. Luego, doña Angelita fue a pedirle disculpas a mi madre y ésta las acepto con
gusto, pero allí mismo le explicó que le daba miedo que me pasara una cosa semejante
cualquier otro día y que por eso y por conservar su amistad, nos íbamos del puerto a
vivir a otra parte.
Nos fuimos a vivir al Ingenio San Antonio, en Chinandega.
sacado de la fila, con la cara más angelical que su bendita madre pudo enseñarle, le
dijo a la mía:
–Lo sentimos por el malentendido, señora. Como muestra de arrepentimiento
el supermercado le regala la manzana que su hijo se ha comido y le regala un bono por
el valor de la mitad de sus compras de hoy.
Yo se que somos pobres y siempre lo hemos sido, somos unos seres
insignificantes en este mundo de tantas capas sociales. No por ello uno tiene que
soportar tanto ultraje, por lo que siempre hay que encontrar una forma, sea cual sea
su naturaleza, para demostrar que uno es también un ser humano. Mi mamá aquel día
lo demostró volcando la canasta de compras en la cabeza de la mujer verdosa, seguido
de un estruendoso:
–¡Váyase a la mierda!
¡Ay mi madre!
Al comienzo, mi mamá estaba entusiasmada con el nuevo empleo: era una
fábrica grande, conocería a mucha gente, se especializaría en la alta costura industrial,
aprendería nuevas formas de corte y ¡ganaría buen dinero por supuesto! El hecho de
que la fábrica estuviese a tres kilómetros de nuestra casa, los cuales debería salvar a
pie y a zapato limpio, no le mermaban nada a su entusiasmo.
La desilusión llegó exactamente al comenzar la segunda semana, cuando
después de familiarizarse con todas las máquinas y coquetear un poco en la sección de
planchado, fue asignada a la sección de botones. Hasta ese día cayó en la cuenta de
que trabajaba en una fábrica que producía en serie y no aprendería a confeccionar
trajes completos, sino una determinada parte del todo, pegar botones en su caso.
El segundo trompazo le llegó cuando la llevaron a firmar el papel del contrato
de laboral en el que, entre otros muchos puntos incomprensibles, le anunciaron que
ganaría por pieza, es decir por botón pegado y no la jugosa cantidad que
tentadoramente aparecía en el anuncio del periódico. “Bueno” se dijo con
determinación, “si por pegar botones voy a ganar, voy a pegar lo más que pueda.”
Y así fue.
La primera quincena ganó muy poco, la segunda un poco más y la tercera ya
ganó una cantidad que se asemejaba a la que el anuncio vendía. Había estudiado
detenidamente todos los movimientos que hacía desde que cogía el pantalón, lo
acomodaba debajo de la prensa, colocaba el botón y lo remachaba. Cada día salía
convencida que al día siguiente podía hacerlo más rápido y lo hacía. A eso se debió su
corto su éxito, a su perseverancia, pero esto tampoco duró mucho tiempo porque un
día se apareció El Turco, el dueño de la fábrica, nómina de pago en mano –lo que sería
el tercer trompazo para la señora–, para anunciar que “Muchas de ustedes están
ganando demasiado, es necesario rebajar el precio de algunas labores.” La paga por la
pega de botones estaba incluida en esa lista. El Turco les explicó que lo hacía para
equilibrar la producción, pues tenía muchas piezas inconclusas porque no todas
trabajaban al mismo ritmo, pero eso nadie se lo creyó, lo que pasaba es que era un
tremendo tacaño.
No por eso decayeron los ánimos de mi mamá. Confiada en su propia destreza,
astucia y rapidez de reflejos, trabajó muy duro en las semanas que siguieron al bajón
hasta que al final de la octava quincena obtuvo un sueldo igual al que recibió en la
tercera. “Muchas de ustedes están ganando demasiado” se pareció nuevamente El
Turco, “es necesario tomar medidas al respecto.” Las medidas esta vez consistieron en
una ley en la que se exigía que cada cierto tiempo las operarias cambiaran de sección.
Mi mamá primero fue a parar a la sección de cuellos, luego a la sección de portañuelas,
de ruedos, bolsas de parche y nuevamente botones. Nunca más pudo alcanzar aquel
jugoso sueldo con el que soñaba.
Para colmo de sus males yo estaba a punto de alcanzar mi pubertad y me volví
un respondón –cosa normal, dicen los sicólogos– y muy exigente: pedía más dinero
para llevar a la escuela, quería zapatos última moda, más carne en mi plato, más
tiempo para pasar en la cama, cuadernos más bonitos, pegatinas para mi álbum de
Walt Disney y cosas por el estilo, que eran naturalmente inalcanzables para mi madre,
pero normales para los niños –según dicen los sicólogos–. Me consoló el hecho de que
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Anécdotas de la guerra
la familia que tenía en León, de alguna manera conectada con mi abuela paterna,
sintió llegar la pubertad de mis hermanos con efectos más salvajes que la mía. Tan
insoportables se volvieron que un día llegó el cartero, telegrama en mano, a la puerta
de mi casa: “Hijos insoportables. Llegan Domingo. 10 AM. Autobús. Tu ex–mujer” decía
el papelito.
Y de verdad que era una parejita incontrolable, lo que no le habría importado
mucho a mi mamá, porque estaba fuera todo el día, pero además de molestar, tenían
que comer, vestirse, ir a la escuela y a misa los domingos, cosas de las cuales no podía
ocuparse mi papá, que por esos días se ganaba la vida como músico en la ciudad
occidental de Chinandega, con lo que, claro está, todo el trabajo recayó sobre la pobre
mujer. Recuerdo que su llegada fue todo un acontecimiento en la calle, pues donde
quiera les hacían ruedo: en cada esquina se paraban a ostentar su procedencia
occidental, a jactarse de la importancia de la ciudad universitaria, aunque no supieran
leer ni escribir; además eran pedigüeños hasta la vergüenza y a cada transeúnte con el
que se encontraban le pedían cualquier cosa que éste llevara en las manos,
comportamiento que daba pie a interminables chismorreos dentro y fuera de la
colonia, cosa que nos avergonzaba a todos menos a ellos dos. Y quizá hubieran
continuado con aquel intolerable comportamiento a no ser porque un día mi mamá
llegó de muy mal humor, ¡porque le habían bajado el sueldo de nuevo!, y explotó con
el chorro de quejas que le soltó una de las vecinas, entonces agarró a los dos mocosos
y les metió una apaleada sin fin, ignorando sus quejas y sus insultos, reclamando sus
derechos especiales por ser hijos de otra mujer. Pero ella estaba furiosa y continuó
dándoles fajazos y gritando a todo pulmón “¡Me chupan la sangre! ¡Ni mis hijos son!
¡Son la vergüenza de la casa! ¡Que para qué les hablo de vergüenza si ustedes no
saben lo eso significa!” hasta que pareció recobrar el sentido, reconocer lo irracional
de su comportamiento y el problema que tendría con mi papá, miró sus caritas
asustadas por el miedo y entonces les preparó una cena cargada de plátanos fritos y
carne, yo pienso que más para apaciguar a mi papá que a ellos.
Mas ellos no se olvidaron de aquella paliza y siempre estaban ideando la forma
de desquitarse. Como no podían hacerle nada a ella, el pendejo en el que recaían
todas sus maldades era yo. Cada vez que cometían alguna tontería y podían echarme
la culpa a mí, lo hacían sin el menor reparo y como era imposible demostrar lo
contrario, ¡sálvate como puedas, negrito! Yo intentaba defenderme ferozmente, pero
tengo un talento natural de poca credibilidad que siempre me traiciona y por eso cada
vez perdía irremediablemente. Después de cada castigo que mi papá me propinaba yo
iba y me quejaba en voz baja ante mi mamá, quien me escuchaba y me decía palabras
de consuelo, pero nunca me di cuenta si aquellos ojos tristes me decían que ella me
creía o se moría de pesar diciendo “¡Qué hijo más cobarde el que tuve!” Lo único que
recuerdo se atrevió hacer en mi favor, fue recortar en un chelín1 el dinero que a mis
hermanos les daba para ir a la escuela, cantidad que a mí me subió en duplicado pues
ellos eran dos. Creo que fue esa la ocasión en que ellos decidieron darme una por
todas.
Eran unos malos tiempos en todo el país. Las noticias anunciaban cada día la
1
Moneda de veinticinco centavos de córdoba.
Juegos de navidad
Eran finales de Octubre y yo era nuevo en la escuela primaria José Benito
Juárez. Habíamos salido escapados de la ciudad a causa de no sé qué problema con el
vecino del otro lado de la colonia, que era un cabo–cocinero en el comando de la
guardia y, claro, el único refugio para nosotros era el pueblo en que vivía mi familia
materna, que estaba en una zona poco controlada por el ejército. Como a estas alturas
el año escolar estaba muy avanzado y las escuelas, a pesar de responder a un mismo
sistema, recelan entre sí, la dirección no vio otra alternativa que la de hacerme un
examen especial para decidir en qué año me convenía ingresar. Yo, con toda la
inteligencia que tenía, que ya a los tres años había aprendido a leer en la escuela de
doña Panchita en el puerto de Corinto, que me decían que sería tan bueno como el
mismísimo Rubén Darío, aquella vez no defraudé y pasé directamente al primer grado,
y no al tercer nivel preescolar como debía ser.
Allí descubrí que la escuela primaria era dura, muy dura. No había nada de
merienda a las diez de la mañana, ninguna media hora de descanso a las nueve ni a las
once de la mañana; no cantábamos, no jugábamos ni armábamos rompecabezas; la
profesora no nos llevaba de paseo y tampoco nos llevaba de la mano a orinar. Al
contrario había mucho que trabajar: aprenderse los números, las letras –entre las
cuales recuerdo cómo repetí, hasta llegar a un sentimiento cercano al odio, la letra m–
y cuando la profesora estaba con sueño, salíamos al patio de la escuela a hacer
ejercicios físicos bajo un sol de penitencia.
La escuela era sobre todo difícil en la parte comunicativa. Aún recuerdo como si
fuera ayer, todo lo que me revolví en mi butaca para solicitarle mi primer permiso a la
profesora. Tuve que levantar la mano para hablar, pedir permiso para salir y como ella
no decía de inmediato que sí, sino que preguntaba las razones, tuve que explicarle que
me estaba orinando y así toda la sección se dio cuenta de lo que me ocurría. Esto me
provocó una vergüenza inimaginable, pues siempre fui educado para no hablar en voz
alta sobre estas cosas, aunque parezcan las más naturales del mundo. Por esto, en
adelante, la mayoría de las veces me aguanté como los machos, hasta que llegaba la
hora del receso o la hora de salida, apretando las piernas a más no poder y pensando
en las cosas que pasarían si por una mala jugada de la suerte mi bolsita de agua de mar
se soltaba.
La desgracia ocurrió el día en que despidieron a la maestra. Dicen que la habían
encontrado haciendo no sé qué cosas con un jovencito, en medio de la plaza frente a
la iglesia, a altas horas de la madrugada. Yo no sabía si es que las maestras lo tenían
prohibido o no eran personas normales como los demás, porque recordaba que a mi
prima Mariel la habían encontrado en la misma plaza con otro jovencito y seguía
viviendo en casa de su mamá, mi tía–abuela; nadie la había expulsado de ningún sitio.
Quizá el mayor pecado de mi maestra fue haber sido encontrada por la alcaldesa del
pueblo, quien tampoco explicó su presencia en el parque a esas horas prohibidas, pero
armó un revuelo entre todas las autoridades y a las ocho de la mañana ya había
conseguido que la expulsión de la señorita, creo que por Actos deshonestos de un
empleado del gobierno en lugares público, o algo así le dijeron. El caso es que la
maestra nunca más regresó a la escuela y como no había nadie que la sustituyera, los
alumnos de su sección fuimos disueltos entre las demás aulas de primero. Algunos
niños sólo cogieron sus sillas y pasaron a otra sección, otros tuvimos la mala suerte de
pasar al turno de la tarde.
A mí me tocó el aula del maestro Pablo, un fotógrafo aficionado que –una gran
casualidad que después descubrí– estaba enamorado de la maestra expulsada. Por
esta razón siempre nos trataba con cariño. Pero claro, era una persona desconocida
para mí, bastante mayor, con una de esas caras de las que no se puede saber si están a
punto de meterle un regaño a uno o quieren contarse un chiste malo; así que aquello
de levantar la mano y pedir permiso para orinar se convirtió en un verdadero suplicio.
Recuerdo que el primer día en su clase yo llegué con el pecho bien henchido,
pues era de los pocos que llevaban su pupitre al colegio, y de los pocos que estrenaban
unas ropas de lona azul que me había hecho mi mamá y ese día –porque me miró muy
triste de asistir a un turno que yo no quería– me permitió llevarlas. Dentro del aula ya
había sido todo dispuesto para nuestra llegada. Las hileras de pupitres habían sido
compactadas, de manera que todos los nuevos quedaríamos en una misma hilera,
quizá porque el maestro quería comprobar nuestros conocimientos por separado. Yo
llegué, coloqué mi pupitre en el sitio que el maestro me indicó, miré a mi alrededor
para reconocer caras, y exceptuando las de aquellos de mi desaparecida sección a
nadie reconocí, pero me llamó la atención una cabeza rubia en la parte trasera, por
debajo de cuya frente me miraban dos sendos ojos azules. Nunca había visto a una
persona con ojos azules, pues en la zona del pacífico los hay muy pocos. Después de la
correspondiente presentación de los nuevos, de la explicación de las páginas de los
libros que se estaban estudiando, y de las normas de la sección, el maestro inició su día
de clases normal. Eran la una y cuarto de la tarde.
A eso de las tres de la tarde, después del receso, cuando los vapores
acumulados por aquel sol de mediodía invadieron la sección, un sueño incontrolable
comenzó a dominarme. Yo siempre he sido muy rápido cuando de dormir se trata; sólo
es cuestión de cerrar los ojos y en menos de lo que canta un gallo estoy dormido.
Aquel día no fue la excepción. Aún se me vienen a la memoria aquellas imágenes de
una loma verde, calva como un anciano, en cuyas faldas podía distinguir las
amarillentas siluetas de los árboles de nancite repletos, los matorrales de guayaba de
monte doblados hasta el suelo, y de una verde planicie rebosante de grama, por la cual
yo corría llevando en la mano derecha el hilo que sostenía el cometa que se elevaba
allá por las nubes. Luego solo recuerdo aquel vientecillo acariciador que yo trataba de
atrapar en mis pulmones y una charca cristalina ante la cual, no sé por qué antojo
infantil, se me ocurrió la infeliz idea de orinarme en la boca de mi propia imagen.
Después de esto me sobresalté al escuchar un timbre que anunciaba la salida de la
escuela y cuando abrí los ojos me avergoncé al ver los mil y un rostros que se sonreían
de verme despierto después de no sé cuántas horas de sueño. “A casa todos y hasta
mañana” decía el profesor Pablo entretanto, “y no se olviden de traerme las tareas.”
No tuve el valor de preguntar cuáles tareas eran aquellas.
Cuando me levanté sentí una cosa helada entre las piernas, me miré y con
horror descubrí que tenía los pantalones, de portañuela abajo, mojados, lo cual no
podía significar otra cosa que haberme orinado durante el sueño. Algunas madres
recomendaban a sus hijos que cada día llevaran y trajeran sus pupitres de la escuela,
por temor a que los del turno contrario los destruyeran o se los robaran, como ocurría
muchas veces. La mía nunca me lo pidió, pero aquel día yo me moría de la vergüenza,
por lo que cogí mi pupitre y me lo coloqué en la cabeza de manera que no se me viera
la cara. Muy despacito fui avanzando por los corredores, tratando de no trabar plática
con nadie. Ya estaba muy cerca del portón de salida, junto al cual había una fuente;
tenía pensado zambullirme en ella de manera que las ropas se me mojaran y así poder
disimular lo mío. Por desgracia alguien –hasta hoy día no sé quién fue porque nunca
me atreví mirarle a la cara– me descubrió antes de llegar y comenzó el infierno para
mí. Que “¡Mírenlo que lleva los calzones mojados!”, que “¡Mírenlo que se orinó en el
pantalón!”, que “¡Yo creo que se cagó porque por allá se le ve una manchita!” No sé si
con la esperanza de que ellos se aburrieran o con la esperanza de que aquel diluvio
pasara por sí solo, me acurruqué a un lado de la fuente y allí soporté como los
avestruces, con la cabeza escondida debajo de mis cuadernos.
Fue entonces cuando apareció Susano, el mismo de los pelos amarillos, el
mismo de los ojos azules. No era mucho mayor que nosotros, pero por algún misterio
de esos insondables todos le temíamos, por lo que cuando escucharon aquella potente
voz que gritaba “¡Dejen de molestarlo”, todos se amohinaron, dejaron de decir
cochinadas y siguieron su camino. A mí no me dijo nada, se fue como si nada hubiera
pasado y ese día no lo volví a ver. A mi casa me llevó mi hermana mayor, quién me
encontró acurrucado junto a la fuente, me cogió el pupitre y durante todo el camino
fue tres o cuatro pasos delante de mí, porque se avergonzada de tener un hermanito
como yo.
Al día siguiente, para gran sorpresa mía, Susano me esperaba a la entrada de la
escuela y me regaló una bolsa de nancites. “Son de la finca” me dijo, de lo que yo
supuse, debía entender su finca. Luego me preguntó en qué aula estaba, de dónde era,
quién era mi familia y todas esas cosas que los niños preguntan. A partir de ese día nos
hicimos muy amigos. Antes de entrar a la escuela, durante los recesos y a la salida de la
escuela, siempre jugábamos juntos. A las canicas, a las carreras, a las espadas, o nos
subíamos a uno de los árboles del fondo y, cada uno en su rama, comíamos nancites
de su finca.
Eran finales de Noviembre o principios de Diciembre, no lo recuerdo bien, pero
sí recuerdo que era la época de las griterías y la fiesta se sentía en cada rincón del
pueblo. En las casas se preparaban los altares, las naranjas y limas se vendían a
montones, los molinos reventaban de personas llevando costales de maíz tostado para
los gofios, los cañales2 llegaban al pueblo en carretas de bueyes y de vez en cuando a
alguien se le ocurría probar un poco la pólvora de aquél año. Esto era lo que más le
gustaba a Susano. Cada día llevaba una bolsita de diez o doce triquitraques y juntos las
hacíamos explotar en el fondo del patio, entre los matorrales, para que los maestros
de guardia no nos descubrieran. A veces llevaba un rifle y una pistola tallados en
madera, y jugábamos a los cazadores y a los guerrilleros, cosas que a mí me gustaban
porque había recopilado cierta información prohibida entre las conversaciones de los
adultos de mi familia, y de vez en cuando hasta sacaba pecho cuando explicaba cómo a
uno de mis tíos casi lo meten a la cárcel, porque se encontró con uno de los guardias
nuevos del pueblo, y a éste todos los campesinos le parecían sospechosos, sobre todo
2
En el sentido de muchas cañas, no de cañaveral.
3
Famoso guerrillero partícipe en las batallas de liberación de la ciudad de Estelí.
4
Uno de los guerrilleros que acompañó al General Sandino en su lucha contra la intervención a comienzos del siglo
diecinueve.
parte. Cuando salí de mi escondite, miré que Susano estaba tendido en el suelo y con
las manos se cubría la cara. Llegué corriendo hasta el sitio en que estaba y le pregunté
qué le pasaba. No me dijo nada. Tampoco lloraba. Insistí y me dijo que le dolía la
cabeza. Hasta ese momento me di cuenta que tenía sangre en las manos. Levanté su
mano izquierda y se la revisé, pero no tenía ninguna herida en ella. Luego levanté su
mano derecha y fue entonces cuando, como el horror más grande de mi vida, descubrí
que un ojo le colgaba, vaciado, como un carámbano junto a su oreja. Con cuidado le
introduje el ojo en la mano con que aún se tapaba la cara y le dije que me lo llevaría a
su casa, que no se quitara la mano de la cara. La señora que me recibió en su casa, al
verlo, cayó desmayada; luego salió uno de sus hermanos mayores, el cual estuvo a
punto de darme una patada en el trasero, pero en esos momentos Susano comenzó a
llorar y se lo llevaron para adentro.
No volví a ver a Susano hasta muchos años después, cuando jugábamos en el
equipo de básquetbol que dirigía su hermano. Yo lo reconocí desde el primer instante
en que lo vi y pude reconocer que aquello que llevaba en la cuenca era un ojo de
vidrio. No sé si él me reconoció, pero nunca hablamos del asunto ni de nuestras
escapadas al río.
Mi segunda vida
Mi familia es muy numerosa. Creo que alguna vez, reunidos padres, hijos, tíos y
sobrinos, hemos tratado de contar a cuántos llegamos los familiares por ambas partes,
es decir por parte de las familias maternas y por parte de las familias paternas. Es
cierto que nunca hemos hecho un recuento verdaderamente exhaustivo, porque las
raíces se pierden más allá de lo que recuerda nuestra memoria, pero a pesar de ello el
número resultante es simplemente espeluznante.
Comenzando a contar los hijos de mis padres llegamos a unos dieciocho
hermanos reconocidos, seis o siete de ellos con descendencia, a un promedio de dos
hijos cada uno. Por parte de mi madre tengo diez tíos, los cuales tienen un promedio
de tres hijos cada uno. Mi abuela tiene siete hermanos, a un promedio de cuatro hijos
cada uno, y por parte de mi abuelo eran ocho hermanos a un promedio de cinco hijos
cada uno. Así puedo continuar hasta llegar a la impresionante cifra de seiscientos
cincuenta familiares conocidos de la rama materna. Si a esto le sumo todo aquello que
sé de la rama paterna, me parece que representamos un porcentaje bastante alto en la
población nicaragüense.
La mayoría de mis familiares, en su tiempo, tuvieron la dicha de nacer en el
campo, de amar la tierra, de vivir de ella, de respetarla, acariciarla, de vivir como lo
que verdaderamente somos, hijos de la naturaleza. Mas los tiempos cambian, avanzan
o retroceden, pero cambian. Para el tiempo en que yo estaba asistiendo al segundo
grado de la escuela primaria se decía que los tiempos avanzaban. La economía del país
era muy fuerte, la revolución industrial nos estaba tocando, la moneda se fortalecía,
León y Chinandega eran ciudades que daba gusto verlas sembradas entre aquellos
inmensos algodonales, y de no ser porque no teníamos una democracia y se nos
privaba de muchos de los derechos que como humanos debíamos tener, podría
decirse que éramos el ejemplo de la América Latina. Este avance se tradujo en un
cambio radical en la mentalidad de nuestros padres, quienes antes hubiesen querido
que sus hijos fueran lo que ellos han sido: campesinos; ahora lo que pasaba es que
intentaban que éstos mejorasen: si el padre había llegado a poseer algo a costa de
mucho sacrifico, el hijo debía ser mejor, obtener lo mismo o mucho más con menos
esfuerzo. O al contrario, si el padre no había logrado obtener nada, porque no tenía la
inteligencia necesaria para alcanzarlo, el hijo debía obtener esa inteligencia, y los
padres se esforzaban en costear los gastos de ello derivados. En nuestras latitudes esto
se traducía en estudiar. Aprender a leer y a escribir, abrir los ojos, a no ser nunca más
la materia prima de nadie. Recuerdo cómo florecían por aquellos tiempos las formas
de enseñanza: había escuelas rurales, escuelas públicas, escuelas radiofónicas, círculos
nocturnos para adultos, escuelas rurales preescolares y otras muchas de las cuales no
me acuerdo. Cuando los niños terminaban cualquiera de esas escuelas rurales, pues
había la necesidad de que continuara el curso medio, y éste estaba presente
solamente en los municipios. Así que, dependiendo de las posibilidades de la familia,
sólo unos cuantos eran los elegidos para continuar los estudios, porque había que
buscar posada para ellos, buscar la forma de sufragar los gastos de transporte, comida
y los de la escuela.
A mí me tocó vivir una dorada época, en la que los elegidos de la familia eran
muchos. Yo no me contaba entre ellos, porque era sólo un mocoso que apenas asistía
a la escuela primaria, pero tuve la suerte de convivir con ellos. La casa elegida para
albergar a tanto estudiante, era la casa de la tía Julia –viuda ya por aquel entonces–, en
cuya casa siempre había sitio para uno más. Antes la casa había pertenecido a mi
bisabuela materna y ésta se la había dejado a mi tía como herencia, aunque ella se
dejó uno de los aposentos para gozar de sus últimos años en este mundo. Era una gran
casa aquella casa, bastante mal distribuida, con sólo dos cuartos para las dueñas –que
eran cinco, incluyendo a mi bisabuela que dormía sola–, una enorme cocina en la que
podíamos desayunar todos al mismo tiempo, y un montón de pasillos y corredores que
por las noches nos servían de dormitorio. El patio era igualmente inmenso y pienso
que el difunto Velásquez quiso en él plantar un paraíso para mi bisabuela, porque todo
el terreno estaba cubierto de los árboles más exóticos que uno pueda recordar:
mangos de Cuba, guayabas del norte de México, zapotes chinos, nancites costeños,
jocotes hondureños, mandarinas caribeñas, y otro montón de árboles cuyos frutos
nunca pude ver, porque se decía de ellos que florecían a los cincuenta años. Animales
no había, porque a mi bisabuela nunca le gustó eso de tenerlos en un espacio tan
reducido y prefería que todos los que poseía estuvieran en la finca de mi abuela, su
hija.
Aquellos árboles tenían un valor especial para su dueña. Se decía que mi
bisabuela los veneraba tanto, que había prohibido que se tocaran sin su presencia; los
frutos no debían por ningún motivo arrancarse del árbol, había que esperar a que
estos cayeran por sí solos de remaduros. Por eso los más agraciados eran aquellos que
siempre se levantaban temprano, que eran siempre mi tía Julia y mi bisabuela. Los
demás teníamos que arreglárnosla para conseguir algo. A veces le hacíamos un favor a
la viejita y luego, como si fuéramos los bisnietos más buenos del mundo, le pedíamos
nos permitiera arrancar alguna fruta, a lo cual ella siempre accedía, pero se iba con
nosotros para vigilarnos y no permitir que cogiéramos más de lo acordado. Los más
audaces esperábamos el día en que la señora salía a visitar a sus hijas y amigas, y
entonces nos trepábamos a los árboles y nos comíamos las frutas sin arrancarlas,
porque sabíamos que las tenía contadas; cuando luego llegaba la señora y veía las
semillas colgando exclamaba: “Vaya, ¡otra vez los pericos se me están comiendo las
frutas!”, entonces ella misma nos llamaba y nos pedía que cortáramos las que ella
misma nos señalaba.
A mí personalmente las frutas que más me gustaban eran las mandarinas, las
guayabas y los mangos. No sé si era porque estaba muy pequeño o porque me querían
más que a todos, o porque siempre estaba haciendo los mandados y me merecía algún
premio, pero recuerdo que yo podía subirme a cualquiera de los árboles y nunca me
decían nada. Siempre que regresaba de la escuela hacía lo mismo: saludaba, tiraba el
bolso con los cuadernos, me quitaba los zapatos y le decía a mi mamá que iba a jugar
al patio, lo cual me daba la oportunidad de desaparecer un par de horas durante las
cuales nadie preguntaba por mí; mientras tanto yo estaba escondido entre las ramas
de aquel inmenso bosque, saboreando como nadie la fruta prohibida.
A veces estaba tan ensimismado comiéndome los frutos, que no me daba
cuenta cuando alguien pasaba por debajo, camino al excusado que estaba al fondo del
patio, y si por casualidad esta persona era mi tía Julia, la cosa se complicaba porque
ella también protegía los niños de su mamá, y aunque no me decía nada grosero,
siempre me reprendía con un “Si te encuentra mi mamá vas a ver lo que te va a pasar,
22 Todos los derechos reservados
Anécdotas de la guerra
chavalo travieso” que me ponía nervioso. Por eso yo siempre tenía que estar Ojo al
Cristo vigilando la puerta de la cocina –que era por donde todos salían al patio–, lo que
provocaba que descuidara mi propia seguridad, es decir que siempre buscaba las
puntas de las ramas, que eran las más frondosas para esconderme en ellas y así evitar
que alguien me cogiera por sorpresa.
Una tarde de Octubre, una de esas frescas tardes de Octubre, cuando aquellos
mismo vientos que nos ayudaban a elevar los papalotes de papelillo chino por los aires
también nos aterraban los ojos de arena, una de esas tardes que arrastraban consigo
el espectáculo de las mariposas blancas que inundaban las calles en su volar hacia el
sur, una de esas tardes en las que el olor de las guayabas remaduras y los caraos
rebosantes de miel te llegan desde todos los confines de la tierra, estaba yo haciendo
equilibrio en una de las ramas del árbol de mandarinas, aquellas que se entrelazaban
con las del árbol de guayabas, cuando me pareció escuchar el ruido de una puerta que
se abría, por lo que intenté alcanzar la parte más tupida de aquellas ramas, pero no
pude hacerlo porque en eso llegó una potente ráfaga de viento que las dobló con la
misma facilidad como si fueran una caña de bambú, y estuve a punto de estrellarme
contra el tronco del guayabo, de no ser por ese instinto de supervivencia que a todos
nos acompaña, el cual me ayudó en un último instante a descolgarme en caída libre
para salvar la vida. Por desgracia tenía escrito en las páginas de mi destino que algo
fatal me sucedería ese día. Sucedió que una de las piernas se me enganchó en no sé
qué rama traicionera, di tres volteretas en el aire y en lugar de caer de pie, tal y como
tenía previsto hacerlo, caí de costado, todo el cuerpo encima de mi brazo derecho.
No recuerdo nada más de lo que sucedió durante todo el rato que estuve tirado
en el suelo. No hubo ni sueños extraños, ni recuerdos de toda la vida que pasan en un
instante, ni largos túneles con una luz blanca al final. Sólo me quedó grabado en la
memoria el recuerdo de un vuelo de unos cuatro metros de altura, un apretón fuerte
en los pulmones, un pujido como el de un perro pateado y un dolor punzante que
sentía en el codo. Recobré el conocimiento con la ayuda de una mano que me
tambaleaba los cachetes a palmadas y una boca olorosa a café que me bañaba la cara
con soplidos de aire. Me incorporé lentamente y con la mirada perdida traté de
reconocer el sitio donde estaba. Casi no miraba. No podía respirar bien, tenía la
sensación de que el aire que respiraba se me salía de los pulmones. Luego vi una
sombra que salía por la puerta de la cocina y por el color supuse que era mi mamá,
pues sólo ella usaba aquellos vestidos color naranja chillón que yo reconocía hasta con
los ojos cerrados. Por la velocidad con que caminaba podría decirse que venía
preocupada –días después, cuando hacía recuento de todo lo que había ocurrido,
llegué a la conclusión de que iba preocupada no por mi caída, sino por haberse visto
obligada a levantarse de la máquina de coser, sitio desde donde se ganaba la vida para
los dos– y en tres zancadas estuvo junto a mí. Al comienzo, porque le parecía que
podría tener un hueso roto, comenzó a tocarme y a revisarme todos los rincones del
cuerpo, al mismo tiempo que se lamentaba de la suerte de su hijito. “¡Hay mijito Dios
mío!”, “¿Qué me le habrá pasado?”, “¿Se habrá roto algo?”, “¡Hay mi negrito!” Mas
pronto fue dándose cuenta que no me había pasado nada grave, que solo había sido
un fuerte golpe; no sé si porque con eso de vivir sola era mucha la presión para ella o
porque no estaba preparada para este tipo de percances, pero el caso es que se fue
poniendo nerviosa, fue perdiendo los estribos y poco a poco comenzó a gritarme, a
decirme que porqué me subía a los árboles cuando sabía que a mi abuela no le
gustaba, que ya muchas veces me había dicho que cuando hiciera viento no me
subiera a ellos, que si era que pasaba hambre. Luego comenzó a darme golpes. Me dio
una apaleada tan fuerte que yo en aquellos momentos deseaba seguir desmayado.
Sentí que me daban náuseas y quise vomitar. Me arrodillé y pensé que se me saldría
todo el jugo de las mandarinas que me había chupado, pero lo que me salió del pecho
fue un oscuro chorro de sangre. La lluvia de golpes paró como por encanto.
Minutos después mi mamá estaba cien mil veces arrepentida de haber perdido
el control. Yo comprendí su descontrol y cuando me lo pidió la perdoné de inmediato,
pero me juré que nunca más probaría de aquellas frutas, tanto así que hoy día ni me
acuerdo cómo es el sabor de los zapotes chinos.
La sabiduría popular dice que cada uno trae de serie lo que en la vida será. No
sé si esto se cumple al cien por cien, pero de ser así, lo mío sería la vida salvaje, la vida
en la naturaleza: el cazar, pescar, vivir de la tierra, eso es lo mío. Y no es porque yo lo
diga, pero es que siempre he tenido cierto éxito aplicando mis habilidades. Mi primer
éxito me llegó hace muchísimos años, cuando por las tierras de mi abuelo por fin se
había logrado prohibir la pesca con dinamita y cáscaras de bejucos venenosos.
Recuerdo que mi tío Armando, enviciado como yo en estas ancestrales actividades, por
aquellos años ansioso de tener un vástago de sangre propia, como no tenía otra
alternativa se conformaba con mi humilde presencia y siempre que podía me llevaba.
Aún después de tanto tiempo recuerdo perfectamente la primera vez que me llevó a
pescar: aquél camino entre potreros, los coyoles majados de los corrales, la caza de los
chichimeques5 para carnada entre los piñuelares, la bolsa plástica con la merienda, la
hulera6 de mis sueños, el sombrero de paja que me prestó mi abuelo para que el sol no
5
Saltamontes
6
Tira chinas.
mi papá y no podía negarme, así que sin decir más cogí el camino de la playa y me
perdí en la noche.
El mar y yo somos como almas gemelas. Siempre que he tenido la oportunidad
de abandonar mis pensamientos en su presencia, he quedado con la sensación de que
de alguna manera quiere demostrarme que me entiende, que me aprecia. Lo que más
me impresiona es que esa su inmensidad no se impone ante mi pequeña presencia y
me trata de tú a tú. Aquella tarde yo me enfrasqué en una de esas pláticas imaginarias,
de alguna manera pidiéndole, de que tuviera la amabilidad de no dejar salir ningún
animal de sus entrañas; al mismo tiempo trataba de descubrir si los millones de
estrellas que titilaban por el cielo se reflejaban en sus aguas tranquilas. No hacía
viento, no había olas. Me senté en la arena, los brazos alrededor de los pies, la quijada
sostenida en las rodillas, los ojos como un par de focos nocturnos rastreando unos
doscientos metros de playa. Como a los quince minutos de permanecer en aquella
posición, descubrí un objeto oscuro que se movía desde el mar en dirección mía.
Pronto el punto fue haciéndose más grande, tomando forma, hasta que reconocí que
era una tortuga, paslama supuse, porque por esta parte de mar no existía otra raza.
Lentamente el animal fue adentrándose en la arena, buscando el mejor sitio para
cavar. La dificultad con que se movía se veía reflejada en el penoso rastro que dejaba
tras de sí, segura señal para los depredadores. Aquella noche, sí, el único depredador
era yo, así que me levanté y me acerqué hasta el punto en que emergió del mar, luego
con los pies fui borrando el rastro que dejaba. Mientras tanto me mantenía a cierta
distancia detrás de ella, para evitar que se asustara y no se repensara lo de la
ovulación. Como a los cien metros de la orilla del mar, la tortuga se detuvo y comenzó
a cavar un hueco. No sé por qué razones escogió exactamente ese sitio, pero recuerdo
que estaba muy cerca de la casa, cosa que nunca hubiera pensado de una tortuga
inteligente; talvez era porque nos consideraba menor peligro que los mapaches,
totalmente equivocada estaba. Cuando terminó de cavar el hueco se dio la media
vuelta, hundió su trasero y comenzó a poner los huevos. Al comienzo yo los iba
contando, “Uno, dos, tres, ... “, pero la velocidad con que los ponía era más rápida que
mi capacidad para enumerarlos y muy pronto perdí la cuenta. Fue entonces cuando
me acordé de la cara de dolor que tenían las gallinas cuando ponían un huevo, allá en
la finca de mi abuela, y por eso me acerqué a la cabeza de la tortuga, para ver si para
ella también era un acto doloroso. Aquella mirada me dio tristeza. Los animales no
cierran los ojos cuando sienten dolor, cosa que no comprendo, pero se les nota en sus
pupilas todo lo que sufren. La tortuga aquella tenía los ojos así de chiquitos y dos
sendos chorros de lágrimas incesantemente caían en la arena.
Me di cuenta que había terminado porque comenzó a tapar el hueco de los
huevos. Entonces me fui hasta la casa y le comuniqué a mi papá que ya tenía la tortuga
y los huevos.
–¡Ves que se los dije, mi chavalo no falla! – gritó mi papá entusiasmado y todos
me quedaron viendo, incrédulos.
No sé por qué ninguno se creía lo que les decía, mas a pesar de ello, de
inmediato se levantaron y corrieron a la playa a ver el espectáculo. En ese momento
me acordé que a mi tío Roberto le gustaba la carne de tortuga y tuve miedo que se les
ocurriera matar y cocinar aquel infeliz animal. Mas todas mis dudas se disiparon casi al
instante, porque cuando llegaron al punto que yo les indiqué, lo primero que hicieron
fue coger al animal y mientras exclamaban medio espantados “Ala, ¡cuánto pesa!” y
“¡Qué barbaridad de animal!” la llevaron al mar y la tiraron al agua. Luego volvieron a
por los huevos y en una palangana que traía mi mamá, unos los iban tirando y otros los
limpiaban y contaban. Eran aproximadamente ochenta docenas de huevos, una
cantidad que vista desde cualquier punto de vista parece increíble de contar.
Esa semana y la siguiente comimos huevos de tortugas, acompañados de todas
las formas imaginables: huevos con yuca, huevos cocidos en sal, huevos con arroz,
huevos crudos, huevos con cerveza, huevos con chile y salsa inglesa, y otros platos de
los que ya ni me acuerdo de su composición pero sí de su olor. Hasta el señor que
compró la casa de Los Brasiles –porque mi tío y su mujer decidieron que no se podían
permitir el lujo de mantenerla y decidieron venderla– obtuvo una docenita de ellos,
mientras firmaba la carta de compra.
7
Canicas
por lo que de alguna forma se respetaban a la hora de repartirse las zonas más
calientes del parque; cada quién sabía qué zona podía ocupar y no surgía ningún
problema pues nadie le quitaba a otro sus clientes habituales. El problema surgía
cuando llegaba un intruso, quien dependiendo de su perspicacia y de su propia
capacidad de supervivencia, podía hacerse con el mejor sitio, que estaba unos ochenta
metros más abajo, en la tienda de las señoras Vicario, a la cual sólo podía entrar gente
más o menos distinguida. La tarde en que Eugenio y su amigo se presentaron con la
ganancia pro la venta de la lora, de no se sabe qué confín había aparecido un
tremendo negro, más de seis pies de altura, más de ciento ochenta libras, manazas
como palas areneras, botas cuarenta y tres y la madre. Llegó como un huracán
apartando a todo ser vivo y sin miramientos fue a ocupar el sitio más visible de la
tienda de las señoras Vicario. Éstas inicialmente no querían atenderlo, pero al ver
aquella enormidad que apenas cabía en la butaca les dio miedo, vacilaron un buen
momento en que no supieron si atenderlo desde detrás del mostrador, mandar a
llamar a Don Vicario –el hermano Vicario mayor– o mandar por el cabo de la Guardia
Nacional que vivía en la casa que estaba detrás de los billares ubicados junto al cuerpo
de bomberos. Finalmente se decidieron por lo primero, esto porque el negrón pidió un
vaso de cebada y sin tomárselo ni pedir otra cosa se quedó esperando a ver si algo
vendía. Al parecer el esperar no era parte de sus habilidades, porque antes de veinte
minutos ya movía impacientemente la punta del zapato de charol que rebrillaba bajo
la mesa; muy pronto se levantó y se fue al parque.
Allá reparó detenidamente en aquellos que ocupaban los sitios estratégicos y
otra vez se decidió por arrebatarles el suyo a Eugenio y su amigo. Como no quería
armar un escándalo, lo que hizo fue que le arrebató la gorra a Eugenio y se la tiró a la
calle, mientras este iba a recogerla él tranquilamente ocupó su lugar. Días después
Eugenio contó que al volverse y ver aquella inmensa mancha oscura en su sitio, le
entró una rabia incontrolable y estuvo a punto de masacrarlo a pedradas, pero le
entraron reparos al imaginarse las patadas que el negrote podía propinar; fue por eso
que hizo lo que hizo. Y lo que hizo fue que llamó a Rafaelón y juntos regresaron a su
casa; allá contaron la historia con una cierta exageración: que el negro les había
quitado la gorra y después de machacarla en el suelo la había tirado a la fuente de las
tortugas, y por eso sus hermanos mayores y su madre, armados de palos de escoba y
rajas de leña todos, se dirigieron al parque a salvar el honor de la familia. Pensaron que
al verlos llegar el negro se acobardaría y abandonaría el lugar, lo que ellos tomarían
como recompensa justa, aunque también se ilusionaban con un arrepentimiento
añadido, como un par de entradas para la función del día o la mitad de las ganancias
que tenía. Mas no contaban con que el prieto estaba acostumbrado a trifulcas de este
tipo, y aunque entre todos quisieron tumbarlo al suelo, lo quisieron ahorcar y también
quisieron garrotearlo, él pudo con todos. Desistieron de su empeño cuando Libardo –el
hermano Manzanares mayor que vivía en Ocotal– salió volando por los aires y en su
vuelo de refilón golpeó a Doña Carneasada en la frente, la que cayó al suelo
desmayada y de no ser porque se le miraba que movía las narices al respirar, hubiera
pasado por muerta.
Ese fue el momento de pegar el grito al cielo. Rafaelón, el que no era de la
familia, salió corriendo en dirección a los billares y casi de inmediato regresaba
llevando consigo al cabo que sólo una hora antes las señoras Vicario no quisieron
molestar. Éste pertenecía a una de las famosas brigadas de orden público y estaba
acostumbrado a reaccionar adecuadamente con tipos parecidos. Fue llegar, mirar,
calcular y darse cuenta que ni él con ayuda de su cachiporra, ni con la ayuda de los
Carneasada que se mantenían en pie podría dominar aquella mole de ébano puro, por
lo que lo único que hizo fue pedir una moneda, acercarse a un teléfono público y
llamar los refuerzos. A los cinco minutos llegaba una patrulla completa de la Guardia
Nacional, de esas que llegaban a resolver problemas, no a averiguar su origen. Saltaron
del jeep, localizaron el problema y sin ninguna prevención, garrote en mano, se
abalanzaron sobre él y en pocos momentos lo redujeron a la nada. Yo no presencié la
saña con que lo golpearon, pues llegué al parque unos minutos después y solo pude
observar una oscura masa informe que apenas tenía fuerzas para revolcarse en el
suelo. Su cara estaba irreconocible y una de las manos groseramente torcía en
dirección contraria a los dictados de la naturaleza. Mientras permanecía inconsciente,
el cabo de los billares le registró los bolsillos y como no encontró nada se limitó a
comunicarle a los iniciadores de la vergüenza:
–No tiene ninguna gorra. Parece que la perdieron en otro lugar.
8
En el sentido de compañero de lucha.
9
Especie de fruta tropical
10
Originario de la ciudad de Masaya.
11
dulces
final del estadio de fútbol, “con mi papá y mi mamá” completé la información. “Tenés
una piel muy fina, delicada” me sorprendió cambiando de tema y mirándome
fijamente a los ojos. Lo que decía no era nuevo para mí porque ya mi primo El Chacha
me había dicho algo parecido. Como vio que no me asustaba ni tenía intenciones de
salir huyendo, continuó: “Si te dejás tocar te regalo un caramelo.” Inmediatamente
recordé las monedas y los regalos que mi hermanito recibía de su parte, y los asocié
con esos tocamientos; me sorprendió el bajo precio de los mismos. No recuerdo si
antes de responderle me puse a pensar en si aquella petición encerraba alguna
patraña, pero creo que no lo hice porque total, ¿qué puede descubrir un mocoso en las
intenciones ocultas de los adultos? “Lo dejo, pero antes me da los caramelos” le
respondí sin vacilar, queriendo al mismo tiempo mostrarle que yo no era ningún
pendejo. Me dio un chocolate envuelto en un papel brillante de color rosa. Vivamente
recuerdo que a la sola vista de aquel papel se me hizo agua la boca, por lo que ni
siquiera se me ocurrió separarlo, así que me comí chocolate y papel juntos. Mientras lo
saboreaba con toda la parsimonia que lo hace una persona que por primera vez en su
vida prueba el bocadillo más sabroso que jamás ha existido, el señor me observaba
embelesado sin moverse de su sitio. Estaba como hipnotizado. Fue hasta que succioné
todo el dulce y pude comprobar que no podría tragarme el papel, viéndome obligado a
escupirlo, cuando me percaté de su presencia y noté la mirada lasciva con que me
envolvía, acompañada ésta de una sonrisa casi dolorosa. Aunque me pareció un poco
extraña su actitud no me causó miedo en absoluto. Cuando sí me dio miedo fue
cuando lo vi cómo colocaba su bolso de funcionario en la hierba que crecía a la orilla
de la calle y luego se metía la mano en el bolsillo del pantalón mientras me decía: “Si te
dejás tocar los coyoles te doy un peso.”
Creo que me quedé por algunos segundos paralizado sin saber qué responder
ni qué hacer, reacción que el señor debió tomar como una espera al aumento del
precio, porque casi de inmediato lo subió. “Te doy dos pesos” me ofreció al vuelo. Al
escuchar su insistencia, salí corriendo espantado sin volver atrás, gritando a más no
poder “papá, papá” y no paré hasta llegar a casa. Afortunadamente mi padre a esa
hora no estaba y no pude contárselo de inmediato; digo afortunadamente porque el
día que se lo conté se puso tan furioso que no me puedo imaginar qué habría pasado
ese día. Alguna desgracia seguramente –como todas las que por honor ocurren en
Latinoamérica– porque para que no me cayera a mí toda la fama de niño que se daba a
platicar en la calle con cualquiera, le conté también sobre las misteriosas bolsas de
caramelo y las monedas que a veces a mi hermano le abundaban, cosa que lo puso
todavía más furioso. Pero el hecho de que ya no tuviera al culpable cerca no quiere
decir que se quedó de brazos cruzados, pues de inmediato nos pusimos a idear la
forma de capturarlo y darle su merecido. Como no sabíamos quién era en realidad, ni
dónde vivía ni dónde trabajaba, lo único que nos quedó por hacer fue vigilar la hora en
que aproximadamente pasaba cerca de nuestra casa: llegadas las cinco de la tarde nos
íbamos a hacer que jugábamos al boleo en la calle que corría paralela al muro del
estadio de fútbol, junto a la valla de la escuela Berta Briones, debajo de la arboleda de
malinches que la protegía y así nos quedábamos esperando. No sé si era que tenía
miedo porque se daba cuenta de la gravedad del caso o porque tenía otras cosas qué
hacer, pero el caso es que el funcionario no pasó por nuestra calle hasta pasadas unas
dos semanas. Cuando por fin una tarde lo vimos venir, mi padre me hizo señas para
perro pues tendríamos la libertad necesaria para todo tipo de fechorías, había dos
razones por las cuales tampoco allá podíamos hacerlo: no podíamos llevar al perro en
los autobuses y en esa parte de Nicaragua no se podía salir muy lejos a cazar, porque
se decía que las montañas estaba infestadas de guerrilleros. Aún sin su presencia,
enseñé al pequeño Antenor las normas básicas que hay que seguir para convertirse en
un buen cazador, esperanzado despertar su entusiasmo y ya de vuelta en la ciudad
poder convencerlo de que algún día saliéramos por ahí, con el perro. La ocasión se nos
presentó un trece de septiembre en que se acercaban las fiestas patrias y como éste
cayó un domingo, en la escuela nos dieron el viernes libre. Así que aprovechamos esa
libertad y organizamos un día de pesca. Al comienzo habíamos pensado que
simplemente iríamos hasta la parte sur de la ciudad y desde allá bajaríamos sobre el
río que la atraviesa hasta llegar a la zona de Las Chanillas, detrás del puente del
matadero, es decir que recorreríamos unos cinco kilómetros de río en total. La idea
parecía bien, sólo que después de pensarla mucho nos dimos cuenta que tenía un
pequeño inconveniente: ¡los buenos cazadores no cazan en las ciudades! “¡Pero qué
carajo!” nos dijimos entonces, “¡si nosotros ya somos coyoludos, debemos
arriesgarnos por algo mayor! ¡Vamos a salir de la ciudad!” Dicho esto quedó decidido
el que nos aventuraríamos sobre la carretera panamericana en dirección norte,
plenamente convencidos de que nuestro primer día de caza mayor debía desarrollarse
en El Tular, río famoso por su caudal y su abundancia en buenos guapotes12, aunque
nosotros solo cazaríamos, no pescaríamos. Quedamos en que el camino de ida lo
haríamos completamente a pie, para aprovechar el paso por la finca del subdirector
del instituto de los maristas, más allá del plantel principal de construcción de
carreteras de la alcaldía, finca famosa por su plantación de guanábanas y caimitos,
cuyos árboles siempre estaban a punto de venirse abajo por la carga de sus frutas.
Aparte de ello había que ambientar al Tarzán, quien hacía mucho tiempo no salía de
cacería y quizá había perdido un poco el olfato.
Del barrio salimos a eso de las seis de la mañana, cinco chavalos en total,
armados todos con huleras, bolsos para las piedras, cinco reales, una bolsita de
plástico en la que llevábamos una tortilla de maíz con cuajada, nuestro almuerzo, y el
Tarzán retozando entre los pies de todos. Aunque se podría decir que el entusiasmo
inicial daba para una caminata tres veces más larga que la que nos habíamos
planteado, pronto el sol recalentó el asfalto y el polvo del camino a tal punto que nos
fue imposible seguir andando, pues, niños como éramos, nos sentíamos más cómodos
caminando descalzos; los ánimos decayeron y ya no parecía tan buena idea ir
caminando. Al llegar a la finca del subdirector, nos lavamos los pies en una charca que
había, nos sentamos a tomar el fresco debajo de los árboles y desayunamos con fruta;
luego, al continuar, los pies nos dolían tanto que caímos en cuenta de que era
imposible continuar a pie, así que el último trozo lo hicimos en la tina de una
camioneta blanca, cuyo chofer tuvo la amabilidad recogernos y hasta el perro tuvo la
suerte de ser aceptado.
Al llegar a El Tular, lugar que ninguno de nosotros había visitado nunca, lo
primero que nos impresionó fue el interminable puente que cruzaba el río. Unos
12
Pez de río parecido a la trucha
dosis. Con todos esos recuerdos negativos en mi mente, no podía dejar que aquel
desgraciado me convenciera, así que le dije a mis amigos que conmigo no contaran
para encubrirlo y salí corriendo en dirección a la carretera panamericana. Fue suerte
que en estas cosas todos coincidíamos; los muchachos eran también de mi parecer y
todos corrimos en la misma dirección. Fue entonces cuando el hombre se espantó al
vernos correr –después me di cuenta que conocía a uno de los amigos de Antenor– y
también corrió en la misma dirección que nosotros. No nos daba miedo que pudiera
alcanzarnos en esta parte del río, porque él tenía la desventaja de cargar la bomba a
sus espaldas, pero temíamos de lo que podría pasar llegando al puente, porque allá
había un puesto del ejército y les podía decir cualquier mentira para perjudicarnos, así
que corrimos con todo lo que nos daba el alma. En cuanto llegamos al puente, con más
suerte que pericia, le hicimos la seña de autostop a una camioneta que pasaba y ésta
milagrosamente se detuvo, justo el tiempo para que también subieran dos de los
muchachos que se habían quedado rezagados. Aunque en esos momentos era
demasiado prematuro aventurar, no podíamos dejar de pensar en el qué sucedería
más adelante, cuando a aquel hombre lo buscara la justicia para comprobar nuestra
acusación. Fue media hora de las más inverosímiles cavilaciones y durante la cual no
hablamos ni nos miramos a la cara para evitar mencionar el hecho de que todo había
ocurrido porque uno de nosotros era conocido por el maleante, hasta que el susodicho
hacia el cual todos dirigíamos nuestros negros pensamientos dijo: “Se nos olvidó el
Tarzán.”
De inmediato todas nuestras miradas se dirigieron a Antenor, y aunque él más
tarde nos dijo que no la había tenido, todos en ese momento le vimos la clara
intención de saltar de la camioneta. No lo hizo, gracias al cielo, y a nosotros, en el
nerviosismo que nos paralizaba, ni se nos ocurrió pedirle al conductor que por favor
detuviera la camioneta, como si fuera caso de vida o muerte. Nos dejamos llevar hasta
la ciudad y durante todo el viaje ninguno de nosotros habló, pero estaba claro que en
nuestras cabezas bullían montones de ideas sobre la forma de recuperar el perro: el
perseguidor y el veneno ya eran asuntos olvidados. Cuando el vehículo se detuvo a la
entrada de la ciudad, en el gancho de camino que lleva a la Meseta de Moropotente,
todo fue que saltáramos del carro y diéramos las gracias, para que Antenor nos
comunicara su decisión: “Voy a buscarlo” nos dijo. Cortamente nos explicó que sus
intenciones eran volver andando con la esperanza de encontrarse al perro por el
camino, quizá desorientado en esa parte de la ciudad que no conocía. A mí también
me daba pesar que el perro se perdiera, porque tenía la sensación de que también me
pertenecía, pues jugaba con nosotros, comía con nosotros, salía con nosotros, así que
era de nosotros; fue por eso que le propuse a Antenor que lo acompañaría. Los demás
se atuvieron al cansancio y se marcharon a sus respectivas casas.
No sé cuánto tiempo caminamos, ni recuerdo hasta dónde exactamente
llegamos. Solo recuerdo que avanzábamos como sonámbulos, dejando nuestro rumbo
en manos de la carretera, llorando a moco tendido, desamparados, comiendo
chilincocos13 para apagar un poco la sed y sólo cuando ya no pudimos más, cansados y
hambrientos, hicimos un alto en la cima de una montaña, al borde del corte que le
13
Fruta tropical típica del norte de Nicaragua
habían hecho para dar paso a la carretera panamericana, lugar en donde nos
resignamos a perderlo.
A la ciudad volvimos andando porque a esas horas ya eran pocos los vehículos
que pasaban y los que lo hacían ya iban repletos de viajeros rezagados. Cuando
llegamos al barrio nos separamos sin decirnos una palabra y yo quedé un poco
atemorizado porque no sabía cómo reaccionaría mi amigo, cuando reflexionara sobre
todo lo que pasó y recordara que había sido yo el que había planificado todo. Aunque
después de todo, me dije, era nuestro primer día de caza con el perro y eso tenía que
contar.
Llegué a mi casa, me bañe, me tomé un vaso de agua del tubo y me acosté en
mi cama sin cenar. Al poco rato escuché que alguien tocaba el portón del patio y salí
para ver quién era. “El Tarzán ya estaba en casa cuando llegué” me dijo Antenor.
Mi primera batalla
Palacagüina era un pueblo bastante conocido por las nuevas generaciones. No
tenía nada de interesante y ni siquiera se podía considerar un punto de comercio, a
pesar de que los habitantes de muchas de las comunidades más profundas llegaban
hasta él para subir a los camiones y autobuses que en ambas direcciones los podían
llevar hasta las ciudades más cercanas: Ocotal y Somoto en dirección norte, Estelí,
Matagalpa y hasta León y Managua en dirección sur. Lugar donde nació el Cristo
Redentor, según nuestro querido cantautor Carlos Mejía Godoy. Al centro del pueblo,
como en casi todos los pueblos del mundo, había una iglesia de no sé qué siglo, cuyas
paredes todavía expelían aquel olor a mezcla de barro, clara de huevo y arena que era
típico en todas las construcciones coloniales. Frente a la iglesia se extendía el parque
central –antigua plaza de armas dice la historia, lugar de ejecuciones, supongo yo– que
hay al frente de casi todas las iglesias del mundo. Era un pueblo extremadamente
aburrido en el que la mayor parte del año no había nada qué hacer, si no tomamos en
cuenta el bullicio que reina en la pulpería El Retiro, lugar de reunión de todos aquellos
que buscaban sal, azúcar y compañía; también revivía en tiempos de las fiestas
patronales que se celebraban por todo lo alto durante toda una semana. Durante estas
fiestas el pueblo se llenaba de forasteros que buscaban diversión, de comerciantes,
fritangueras, ruleteros y promesantes, es decir individuos de esos que van de pueblo
en pueblo, allí donde se mueven el dinero y el júbilo.
Ese año nos había visitado mi tía Coco, esposa de uno de mis tantos tíos. No sé
si era que así lo había planificado o fue pura coincidencia, pero el caso es que cuando
comenzó la semana de las fiestas patronales, mi mamá me ordenó que fuera con ella a
pasar unos días a Palacagüina, porque la ayudaría con la venta de su famoso plato de
lengua en salsa de tomate. Mi tía ya tenía contratada la casa donde dormiríamos, el
sitio que tendría en el parque, el camión que nos llevaría y los termos en que
conservaría las lenguas congeladas. La tarde que nos estábamos preparando para salir
–porque saldríamos de madrugada para comenzar a cocinar en cuanto llegáramos–
llegó de visita inesperada uno de mis hermanos de León, y cuando se lo contamos se
imaginó que la pasaríamos bien, por lo que le pidió a mi papá si podía ir con nosotros y
éste se lo permitió. Tal y como teníamos previsto, desde muy temprano sacamos al
frente de la casa todos los enseres de la tía Coco y cuando llegó el camión, el
conductor se asombró al ver todo lo que era necesario para cocinar una sencilla lengua
de vaca en salsa; no sé por qué a mí en ese momento se me ocurrió pensar en lo
barato que sería cada plato, si el transporte no los encareciera tanto.
–¡Sí que lleva carga! – le dijo el chofer a mi tía.
–Es que entre los secretos están las ollas – le respondió ésta sin molestarse.
Rápidamente subimos todo a la parte trasera del camión y media hora más
tarde rodábamos rumbo a Palacagüina. Como es de suponer mi tía viajaba sentada
junto al conductor, mientras que yo y mi hermano íbamos sentados atrás, acurrucados
en una esquina, arropados de pies a cabeza con un par de sábanas para protegernos
del frío de la madrugada. El camino hasta el pueblo era más o menos conocido para
mí, pues muchas veces había acompañado al vecino, cuando viajaba para entregar los
zapatos estilo burro que él mismo montaba en el taller de su propiedad. Sabía que
pasaríamos tres importantes puentes: el puente de Las Chanillas, el de La Pequeña y el
Tuleño; sabía también que habría que pasar por dos tortuosas inclinaciones que
causaban miedo entre todos los conductores: la cuesta de El Tular y la de Kukamonga,
sitio este último calificado de altamente peligroso, pues en él se producían la mayoría
de accidentes mortales de la región, a pesar de estar rodeado de una vegetación y una
serie de abismos que invitaban a la contemplación y a la prudencia; en fin se trataba
de una pintoresca travesía que a esas horas de la madrugada nos sería imposible
apreciar.
Cuando llegamos al pueblo lo que más nos sorprendió fue la emotividad con
que todo aquello se vivía: había música y luces por todas partes, gente moviéndose de
aquí para allá con una rapidez asombrosa, fogones de carbón relampagueando en los
recovecos de las casas, perros husmeando entre las piernas –por alguna razón
desconocida, los cerdos, que yo recordaba abundaban por las calles, presentían que no
era un buen día para pasear–, tazas de café que pasaban de mano en mano, mesas de
juego que se armaban y ruletas que se nivelaban. Sólo la iglesia estaba a oscuras,
sumida en un silencio total, como si no formara parte de aquella alegría. Mi tía Coco le
pasó al conductor la dirección del sitio que tendríamos que buscar, éste detuvo el
camión y le preguntó a un señor –no tan joven según su cara pero muy joven de
acuerdo a sus fuerzas, pues cargaba un tremendo fajo de reglas y tabloncillos– si
conocía el sitio. “Mejor pregúntele a mi mujer que ella conoce mejor que yo todos los
pueblos de la tierra” le contestó sin pizca de remordimiento, al mismo tiempo que con
el dedo señalaba a la persona que llamaba su mujer. El conductor se bajó del camión y
llegó hasta la señora; desde la parte que ocupábamos no podíamos escuchar lo que
hablaron pero seguramente consiguió lo que buscaba porque cuando retomó la
conducción parecía muy seguro de lo que hacía. A mí me extrañó el sitio que la tía
Coco había buscado para alojarnos, pues estaba a unas tres cuadras del movimiento,
del parque, del jolgorio, pero más tarde me explicó que aunque por el día nos
parecería un poco lejos y tendríamos que caminar un poco más para llevar los peroles
con la salsa, por la noche, a la hora de dormir, agradeceríamos estar lejos de todo el
bullicio. “Vaya si que es sabia la tía” pensé para mis adentros.
Como ese día hasta que no estuviese bien entrada la tarde la tía no pensaba
vender, porque antes pensaba preparar los tres peroles de salsa que la gente nos
compraría –pues parece que la tía Coco le daba a la salsa el sabor que la gente
buscaba, y por lo tanto éste era diferente en cada pueblo–, lo que hicimos durante la
mañana fue reconocer el terreno, hicimos un tremendo desayuno–almuerzo y después
aprendimos a orientarnos para encontrar hasta con los ojos cerrados el sitio en que
ella tendría el puesto. Tuvimos suerte con el lugar, porque estaba justo debajo del
tanque de almacenamiento de agua, un recipiente de dos mil quinientos litros que en
caso de emergencia abastecía durante tres días a todo el pueblo y que era bastante
visible desde cualquier punto porque era más alto que todas las casas, excepto la
iglesia.
A eso de las tres de la tarde volvimos a la pensión y la tía nos recomendó que
durmiéramos porque luego trabajaríamos desde las seis de la tarde hasta la una de la
madrugada. La tía Coco estaba cortando las lenguas en un molendero de guanacaste
macho que le había prestado la dueña de la casa, rodeada de cuchillos, verduras, ollas,
molenillos y condimentos, esos condimentos que le darían a su plato la exquisitez
pueblerina que tanto afamaban los comensales. Como a las seis y media de la tarde ya
43 Todos los derechos reservados
Anécdotas de la guerra
había terminado y nos llegó a despertar para que preparásemos el carretón, una
especie de coche tirado por niños a pura pierna, el cuál habíamos traído desarmado en
la tina del camión. Antes de comenzar nos tomamos un vaso de tiste cada uno y nos
comimos una tortilla caliente con la salsa. Cuando probé aquella salsa yo me quedé
emocionado, paralizado, encantado con su sabor y por unos instantes pensé que quizá
sería mejor que me quedara en casa y me deleitara con unos cuantos platos más. Un
golpecito en el hombro, que me lo daba mi hermano porque quería ayuda con el
carretón, me sacó del embrujo. Terminamos de armar el carretón y con la ayuda de la
tía subimos los peroles, una mesa, una bolsa con vasos y platos de plástico, dos sacos
de carbón, tres rajas de leña, cuatro rollos de hojas de guineo, dos baldes de agua,
jabón y paste.
Lejos de lo que cabría esperar, recuerdo perfectamente aquella salida, porque a
mí y a mi hermano nos gustaba correr empujando la nave, e íbamos a tanta velocidad
que a la primera vuelta que hicimos, ya en la acera del parque, se nos cayeron todas
las cosas que llevábamos en él y a punto estuvimos de recibir una paliza de parte de la
tía; suerte que ésta, comprensiva como siempre, agradeció que no se volcó la salsa,
que era los más importante, pero nos obligó a prometer que no correríamos más, a
menos que no lleváramos los peroles de salsa. En esas estábamos cuando nos
percatamos que había un movimiento extraño de gente, prisas nerviosas, manos que
señalaban hacia el recipiente de agua; miramos y vimos que había letras subversivas
manchando todo el rededor del tanque. Aminoramos el paso, a la espera de la decisión
que podría tomar la tía, pero se ve que a ella también el hecho la había cogido fuera de
lugar y no sabía qué hacer, por lo que continuó indecisa y nosotros tras ella. Como a
los cincuenta metros escuchamos un ruido extraño, como el de una rama seca que se
quiebra, luego otro, otro y otro más. Mi hermano fue el primero en comprender de lo
que se trataba y se barrió por debajo del carretón, parapetándose contra la cuneta de
la calle. En ese mismo momento mi tía gritó quién sabe qué cosa y yo salí corriendo
porque no entendí lo que decía; a esas alturas ya el tiroteo era muy fuerte y sin duda
alguna se trataba de un combate.
Nos reunimos nuevamente en la pensión, hasta una media hora después de
pasado el combate, porque en el revuelo y la confusión a todos se nos olvidó el camino
de regreso. El carretón lo perdimos y cuando lo fuimos a buscar, ya no había ni rastro
de lenguas ni de salsa, seguramente los perros se dieron un tremendo festín.
Interminable desesperanza
Mi amigo J.E. era uno de esos desgraciados que nacen con mala estrella.
Ya al nacer tuvo la desdicha de que los primeros olores que le subieron por los
huequitos que su pequeña nariz descubrió, eran los de sudor, sexo y turbulencias que
impregnaban las sábanas que su mamá utilizaba en el burdel, pues nació allí mismo
donde ella trabajaba, en la casa de citas más famosa de todo el Norte, más conocida
como El Bahío. Antes de que le aparecieran los primeros dientes de leche recibió su
primera puñalada, durante una soberbia pelea que su madre sostuvo con un cliente,
quien, después de pedir un tratamiento extra, se negaba en redondo a pagar el extra,
porque decía que por el hueco de los dientes –a la pobre mujer le faltaban dos de los
dientes de abajo– se le había ido mucho disfrute. Fue necesaria la intervención de la
policía porque la mujer estaba hecha una fiera y lanzaba cuchilladas a diestra y
siniestra sin importarle a quién le daba. El cliente finalmente le pagó, pero ella casi se
muere de dolor cuando, después que aquel se fuera, descubrió que había herido al
niño. Después de aquello a la pobre mujer le atacó una crisis de conciencia tan
profunda, que abandonó el trabajo por unos meses e intentó ganarse la vida
honradamente, pero lo dejó el día que llevó al niño al Centro de Salud, enfermo de una
especie de desmayos, y el médico después de una rápida revisión le explicó que lo que
pasaba era que el pequeñito se estaba muriendo de hambre. Así que volvió al burdel,
pero después de un año de carreras entre la cama –en donde amamantaba a cuanto
necesitado se lo pagara– y la cuna del niño –en donde lo amamantaba con lo que le
sobraba de leche– la pobre mujer decidió que lo más razonable era que el niño pasara
a mejores manos, así que sin preguntar, ni dar las razones correspondientes, ni
anunciar su verdadero paradero, se lo envió regalado –en un autobús de ruta regular–
a un tío lejano que vivía en el pueblo de Sébaco, más cercano a Matagalpa que al
mismo valle. En la canastita en que lo envió solo dejó una nota en que decía: “Te lo
regalo para siempre. A.D”
En Sébaco las cosas no le fueron mejor al chavalo, porque su tío no estaba
dispuesto a darle de comer a alguien que no se ganara su propio sustento, así que
desde que llegó –cuatro años tenía cuando eso– le colgó unas trenzas de ajos en el
brazo y otros de cebolla en el hombro, y lo mandó a la terminal de buses a que se
ganara el pan vendiendo entre los puestos de verduras y los autobuses que se
detenían a descargar y cargar pasajeros.
Así pasaron varios años, talvez los que fueron menos duros para él, porque
dividía su tiempo entre la terminal de buses, por las mañanas, y la escuela de primaria,
por las tardes, y de esta manera no tenía la oportunidad de sufrir a su tío. De haber
continuado así, su vida hubiera sido tan aburrida como la de cualquier mortal, pero
una mañana que corría para llegar a la terminal al mismo tiempo que el autobús
expreso que cubría la ruta Estelí–Managua, cometió la imprudencia de tropezar con un
soldado de la Guardia Nacional, quien –airado como lo eran todos– no desperdició la
oportunidad de demostrar en público la autoridad de la que era poseedor, así que sin
juicio ni regañinas desenvainó su verga de toro oficial y le metió un par de golpes en
las nalgas y luego le confiscó la mercancía. Los que lo vieron dicen que el pobre
chavalo se quedó allí sentado en suelo, llorando con gritos ahogados y mirando para el
cielo con tanta tristeza, que hasta daba mucho pesar. Su día, sí, no terminó con eso
porque por la tarde, cuando su tío lo llamó para que le rindiera cuentas y comprobó
que había perdido mercancía por el valor cinco pesos, le metió otro castigo con el
cinturón, quizás peor que el que le dio el soldado.
Cuando esto sucedió, ya el tío de mi amigo había investigado todo sobre el
paradero de su madre, sabía dónde estaba, lo que hacía, la clase de vida que llevaba y
el teléfono del burdel. Así que después de aquella decepción que le dio el sobrinito,
marcó el número de teléfono y esperó a que su sobrina respondiera la llamada. No
hablaron demasiado porque tampoco se tenían mucha querencia. El tío fue parco en
palabras: solamente le explicó que él no podía hacerse cargo del chavalo y que si ella
no llegaba a por él, se lo enviaría a unos conocidos de Nueva Guinea. La mujer no dijo
nada ni respondió a ninguna de las preguntas que le hizo el señor; éste ya comenzaba
a impacientarse y estaba a punto de gritarle, pero en eso escuchó un profundo suspiro
y un teléfono que colgaba. Con esto dio por decidido el futuro de J.E. Lo que no supo y
nunca pudo asociarlo con lo que después sucedió, fue que cuando él explicaba por el
teléfono lo que haría con el niño, éste lo estaba escuchando desde detrás de la puerta.
Al día siguiente –así de rápido porque el tío era de esos que hacen las cosas a la
velocidad de la luz– él mismo hizo las maletas del pequeño, lo subió a la camioneta y le
explicó que se irían a pasar unos días en la casa de unos familiares que hace mucho
tiempo no visitaba. Cuando salieron del pueblo, el niño iba desorientado porque
salieron por la carretera que iba en dirección contraria a la terminal de autobuses, así
que con ojos extrañados miraba las montañas y cafetales que en esa parte del país
existían. Después de casi ocho horas de camino hacia el interior, el tío paró la
camioneta en un claro junto al río Rama y luego tendió un mantel en el suelo. Le pidió
a J.E. que bajara y le ayudara a poner la comida que había traído, que comerían y
descansarían un rato. Cuando ya tenían todo preparado, el tío pareció recordar que no
había traído suficientes tortillas, así que le dijo al chavalo que no se moviera de allí,
que él iría a una casa que quedaba un poco más atrás a ver si le vendían alguna, que en
un rato regresaba. Subió a la camioneta, encendió el motor y arrancó con toda la
calma del mundo. No se despidió. Se fue y ya no volvió. Así lo recuerda hoy día J.E.: el
tío que se va en la camioneta y a él que se le llena de agua la boca con la visión de las
cuajadas que hay tendidas sobre el mantel, y no sabe si lo más importante de ese
momento es saber si puede comer o esperar a que vuelva su tío, quien le ha prometido
que en nada vuelve.
Esa noche durmió allí, solo, al aire libre, acompañado su llanto por el violín de
los grillos y el croar de las ranas que saltaban a cazar zancudos desde la orilla del río.
A la mañana siguiente se despertó con el cuerpo adolorido por haber dormido
en el suelo, y lo primero que hizo fue hincarle el diente a las cuajadas que aún estaban
en el mantel, ya resecas y desmoronadas por los mordisquitos de las hormigas. Luego
se incorporó, se quitó la ropa, se dio un chapuzón en el río, se vistió las ropas sobre el
cuerpo mojado, y sin pensarlo demasiado cogió el camino rumbo a Matagalpa –o al
menos en la dirección en donde pensó que estaba, porque no tenía ni idea de dónde
estaba la ciudad–. J.E. recuerda con gran tristeza lo duro que fueron aquellos días que
estuvo caminando, en solitario, porque cuando sentía o presentía la presencia
humana, se escondía para ocultar la vergüenza de tener que explicar que era un niño
abandonado por su madre y sus familiares. Dormía en los zacatales detrás de las cercas
Durante la guerra
de leña y nos tumbamos en el piso boca arriba, sitio en el que según mi papá teníamos
la mayor posibilidad de no ser alcanzados por una bala traicionera; de las bombas no
nos escondíamos porque todavía no se lanzaban a la población y, además, contra ellas
no teníamos ninguna protección. Como a la media hora de eso yo intenté ver a través
de la rendija de la puerta si el comando ya había desaparecido, pero no llegué a
hacerlo porque mi papá me dio un gran coscorrón en la cabeza y me reprendió por mi
osadía, insinuando que aquellos soldados eran gente muy capaz, pero muy nerviosa y
si tenían la sensación de que alguien los espiaba podían dispararnos sin avisar. Yo no
me quedé muy convencido con aquel razonamiento, pero aquel golpe me dolió mucho
y por eso no respondí nada. De nuevo me tumbé en el suelo, esta vez boca abajo, y
lloré calladamente durante media hora, maldiciendo entre tanto todas aquellas
ocurrencias de ponerse a hacer la guerra en la ciudad, sabiendo que a uno no le
dejaban espacio para jugar siquiera; luego me dormí toda una hora completa.
Cuando desperté ya era casi el mediodía y noté que todos estaban
preocupados porque se acercaba la hora del almuerzo y nadie sabía si era prudente
levantarse, encender el fogón y cocinar. Mis dos hermanos mayores opinaban que se
podía cocinar, pues dentro de la casa podíamos hacer lo que quisiéramos. Mi mamá
opinaba lo mismo que mi papá y el parecer de éste era que siguiéramos tumbados en
el suelo. Yo no opinaba nada, temeroso de recibir otro casquín que me mandara a
dormir. Aunque estábamos empatados, dos a dos en votos, ellos nos ganaban por años
acumulados, así que nos quedamos tumbados esperando una nueva ocasión para
opinar.
Una hora y media después también mi papá comenzó a sentir hambre, por lo
que empezó a revolverse en su rincón con la clara intención de pedirle a mi mamá que
cocinara un poco, pero no se atrevía a revocar la norma que momentos antes se había
acordado, por lo que se fue por lo bajini y comenzó a insinuar cosas como que ya había
pasado mucho tiempo, que si ayudábamos a disolver el humo en el aire nadie se daría
cuenta de que cocinábamos, que era malo pasar mucho tiempo en ayunas, que hace
mucho tiempo no se oían disparos y cosas por el estilo. “Para mayor seguridad” dijo
cuando ya no soportaba el hambre, “será mejor que averigüe si hay algún soldado
cerca de casa” terminó, y diciendo esto, sin esperar ningún tipo de aprobación, se
acercó a la puerta y la abrió unos treinta centímetros.
Desde atrás sólo pudimos ver que dio un paso hacia atrás y hablaba
nerviosamente con alguien. No escuchábamos lo que decían pero vimos que todo su
cuerpo temblaba y sus manos se aferraban, tensas, a la pared una y al marco de la
puerta la otra. Por algunos instantes nos quedamos ahí tiesos, sin saber nada ni hacer
nada, pero viendo que aquella situación se alargaba demasiado, los pequeños –porque
mi mamá se quedó atrás– nos envalentonamos y nos acercamos a la puerta. Allí vimos,
de cerquita, la razón de su miedo: uno de los soldados, que aún después de cinco
horas permanecía en el mismo sitio a la espera del enemigo o de una orden, le
apuntaba directamente a la frente con el cañón de una bazooka, que aquel lejano día a
mí me pareció tan grande como el cañón de uno de esos grandes obuses que salían en
la televisión, cuando en la gran guerra se combatía a los alemanes.
Por las sienes, axilas y la espalda de mi viejo comenzaban a correr hilitos de un
sudor que en otros tiempos no se hubiera permitido. Afortunadamente estaba sin
camisa y sin zapatos, lo que le ayudó en la explicación que le dio al soldado, por lo que
éste pronto le ordenó que cerrase la puerta y no la abriese hasta que terminara la
guerra. Creo que en su nerviosismo estuvo a punto de preguntarle cuándo terminaría
la guerra, pero aquel cañón en su frente era un poco molesto, por lo que la cerró sin
decir una palabra más. Luego se acomodó en su rincón y no sé si por vergüenza o por
el gran miedo que lo atontaba, no dijo nada en toda la tarde.
Aquel día no almorzamos y tampoco cenamos.
había maizal, ni tomatera, ni repollera que diera abasto a tanto fugitivo. Por eso se
reunieron, él y todos sus vecinos, asfixiados todos por el peso de los huéspedes, y
juntos fueron a pedir ayuda a la hacienda–latifundio que dominaba la colina, allá por
donde la carretera que llevaba a la ciudad torcía a la derecha.
Yo no estuve presente en la reunión, ni mi madre y tampoco creo que ninguno
de los refugiados por quienes se pedía estuviese, por ello no me di cuenta de los
asuntos que allí se trataron, ni las condiciones impuestas por ambas partes, ni el
nombre de los dueños de la hacienda, pero pude notar que cuando don José Esteban
regresó, tenía un par de arrugas menos en la cara. Nos contó que el (odiado)
latifundista había dicho que sí, que nos ayudaría, que había prometido regalar
diariamente un litro de leche por cada niño menor de quince años, y de su propia
voluntad agregó cinco libras de maíz y una de frijoles por familia, a la semana.
Imagínense ustedes cómo me sentía yo, después de haber pasado dos semanas boca
abajo, escuchando, repasando, tratando de digerir las explicaciones sobre el porqué de
la guerra que nos mataba allá afuera, hasta el punto de hacer crecer en mí un odio
inmenso hacia todo aquello que oliera a burguesía, latifundismo, terratenientismo,
para al final ser salvado de una segura muerte por hambre, por uno de los blancos de
mi odio. Mis nueve años no habían sido tantos para ayudarme a comprender tanta
contradicción; de momento me bastaban sólo para empacharme con la leche gratis
que me daban, para reventarme con los puros de tortilla con frijoles bañados en queso
ó cuando pescaba algún pedazo de carne los días de destace.
Como en todos los lugares en donde se reúnen niños, el enorme patio de la
finca, con su frondoso árbol de mora al centro, se convirtió en nuestro centro de
recreación, primero, y en centro de atracción para los niños mayores, después. No sé
porque siempre que hay niños reunidos, las niñas nos llevan la ventaja, parecen
mayores, más adultas, más atractivas. Esta realidad por aquellos días despertó una
curiosidad, más que necesaria, entre los jóvenes casamenteros, quienes buscaban
cualquier pretexto para acompañarnos los sábados y domingos, días en que
caminábamos hasta la hacienda por nuestras provisiones semanales. La fila de espera
–¡claro está que había que hacer fila!– se transformaba en un ir y venir de caballos de
paso, caballos a toda carrera, caballos con sus mejores monturas, caballos con sus
mejores jinetes, en una exposición de habilidades, en una competencia de piropos;
Más de un matrimonio vi resultar de aquel jaleo.
Hubiera querido decir que había encontrado el paraíso y no salí nunca más de
él, pero desgraciadamente no fue así, porque un mes después toda la comunidad
fugitiva –nosotros entre ellos– se vio obligada a abandonar sus respectivas posadas.
Corrían los rumores de que en la ciudad ya no se combatía, que los muchachos habían
realizado una retirada táctica y todo había vuelto a ser controlado por la Guardia
Nacional, la que de inmediato, dizque para evitar un nuevo ataque, decidió llevar a
cabo una pesquisa general por los alrededores de la ciudad. Eso equivalía a decir que
tomando como referencia el censo llevado a cabo para las últimas elecciones, “todo
extraño encontrado en cualquier casa sería considerado como uno de los subversivos”.
Así que una mañana hicimos una maleta con nuestras pertenencias y cogimos el
camino hacia lo profundo de la montaña, más allá de lo civilizado. Recuerdo que
aquella nuestra caminata fue algo verdaderamente penoso, pues en un par de horas
subimos a un nivel de unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar y el frío allí
53 Todos los derechos reservados
Anécdotas de la guerra
reinante nos estaba matando. Era una de las zonas más conocidas de la Mesa de
Moropotente –sepa Dios lo que significa ese nombre–, por su clima templado, por sus
lluvias interminables, por su flora virgen, por su fauna desconocida, por el abandono
allí reinante. Desde el lodoso camino que nos sostenía, apresado él en la falda de la
montaña, al borde de un precipicio, podíamos divisar, allá a lo lejos, por encima de las
copas de los árboles, pequeñas columnas de humo que delataban la presencia de seres
humanos; fueron las únicas señales de vida que pudimos descubrir por el camino.
Hasta el final del segundo día dimos con una cabaña, ya ocupada hasta los bordes por
sus habitantes –confieso que nunca había visto a tantas personas compartir tan pocos
metros cuadrados– y nos vimos obligados a pedir posada en ella. Ellos, a pesar de no
poseer el espacio que pedíamos, de no conocernos en absoluto, de no saber si
representábamos para ellos un peligro, a pesar de no saber si estaban en capacidad de
ofrecernos algo para calmar el hambre, nos aceptaron.
Esa experiencia resultó ser para mí una de las primeras en mi larga colección de
buenos recuerdos que tengo de los indígenas. Porque era casi increíble ver cómo a
pesar de sus limitaciones y de lo que nosotros llamamos ignorancia, su bondad se
desbordaba sin límites ni condiciones, sin otra causa que el empuje de su propia buena
voluntad. Esto no quiere decir que nuestras familias llegaran, de alguna forma, a trabar
una profunda amistad; al contrario, ellos eran una familia tan encerrada en sí misma
que apenas llegamos a conocer el nombre de todos. Lo único que de ellos supimos, y
que resultó ser incomprensible para todos, era el decenario incesto en que vivía el
papá de todos, quién se casó muchos años atrás con una señora que al momento de la
unión ya tenía dos hijas. Cuando ella falleció, el señor pasó a convivir oficialmente con
una de sus hermanas y a escondidas con la otra que era un poco retrasada mental. Y
cuando éstas también fallecieron, continuó con las hijas de su primera esposa. Y así
continuó hasta que al final todo aquello resultó en un enredo que, para el tiempo en
que estuvimos allí posando, ya nadie sabía quién era quién; por eso nietos y sobrinos
se revolvían con tías y primas; primos hermanos de padre y madre tenían hijos sin
ningún control y cosas por el estilo. Lo único que todos tenían en claro era que de
alguna forma todos eran descendientes de don Vitalicio Barreda, a quién los ciento
diez años de juerga ya le pesaban demasiado y no se levantaba del hueco que le
habían hecho junto al fogón, su cama. Ésta fue la razón por la que, a pesar de la
imperiosa necesidad en que nos encontrábamos y del buen agrado con que aquellas
personas nos ayudaban, queríamos salir corriendo de allí, porque, civilizados nosotros,
no soportábamos aquella promiscuidad reinante, aquel desorden, aquella suciedad por
todas partes, que la odiábamos no porque era la primera vez que la veíamos, sino,
como nos pasa a todos, odiamos siempre aquello que no proviene de nosotros
mismos, aunque no sea en nada peor.
Gracias al invierno que llegó a la ciudad –digo llegó a la ciudad porque en
aquella montaña era perenne– nos llegaron también las noticias del fin de la guerra.
Los hombres se reunieron y decidieron que no era aconsejable desbocarse yendo
deprisa de regreso, porque nadie a ciencia cierta sabía lo que allá pasaba. Así que,
después de agradecer infinitamente a la familia de don Vitalicio Barreda, regresamos al
patriarcado de don Juberto Antonio, y de nuevo le rogamos que nos diese posada un
par de días, mientras alguien se arriesgaba ir hasta la ciudad y decidir si era posible
volver. Está claro que el señor nos aceptó sin condiciones.
brillo de oro, que las adornaban. Al parecer nadie se veía capaz de robarse los anillos
collares, pulseras y pendientes que pertenecieron a los muertos. Impresionado por
todo aquello, me acerqué a una de las casas que bordeaban la carretera a pocos
metros de allí, y pregunté quién le había dado descanso a los muertos.
“Don Chema Martínez” me respondió una señora que cargaba una gata angora
en los brazos, y de inmediato se me vino a la mente don Chema, el dueño del
latifundio, ése mismo que nos regalaba leche, queso, maíz y frijoles durante la guerra.
“Y ahora que me digan ¿quién se ganará el cielo?” me pregunté todo triste.
Rumores
Aquella mañana de lunes yo y el maitro de zapatería salimos desde muy
temprano del taller, porque antes de llegar a la curtiembre tenía la intención de pasar
por la casa de su hermano para visitar a su mamá, quien vivía en aquella casa. A la
curtiembre íbamos ese día porque debido al racionamiento, en la subasta de cueros
del gremio de zapateros no pudimos hacernos con ninguno, y eso fue el día anterior,
así que ese día queríamos probar suerte directamente con el productor. Si no
conseguíamos nada esa semana no tendríamos trabajo.
Antes de salir, sí, ya su mujer se había levantado y nos invitó a tomar una taza
de café acompañado de polvorones, por lo que mientras nos lo tomábamos el maitro
encendió la radio y sintonizó la emisora La Tayacana para escuchar las últimas noticias.
Todo lo que se escuchaba era sobre la guerra: ataques a las cooperativas del norte,
saqueo de las haciendas cafetaleras, recios combates en la zona miskita, más vuelos
del Pájaro Negro sobre el territorio nacional. Una de las noticias que más pareció
despertar su interés fue la que explicaba cómo en uno de los caminos de tierra que
llevaban a la pequeña ciudad de Wiwillí, un convoy de soldados del Servicio Militar
sufrió una emboscada y murieron veintiún jovencitos, sin heridos. Y la noticia llamó su
atención porque su hijo menor, fruto de su matrimonio anterior, había sido movilizado
hacia esa zona. A partir de allí el maitro fue todo nervios: pidió una segunda taza de
café, se quitaba y se ponía la gorra como hacía siempre que no estaba cómodo, se
paseaba para arriba y para abajo entre los bártulos del taller, y de no ser porque era
consciente de que teníamos que buscarnos la vida en el tema del cuero, hubiese
preferido ir a comentar el caso con su ex mujer.
El caso fue que a pesar de todo nos encaminamos hacia el barrio Sandino, a la
casa de su hermano y por el camino fuimos encontrando gente. Al primero que nos
topamos justo en la esquina de la calle fue a don Arístides, el dueño de la mejor
cantina del barrio, con quien tenía una amistad de negocios y siempre tenía la
delicadeza de dedicarle un par de palabras: “¿Qué tal Tido?” “¿Bien y vos?” “Yo aquí
regular, como siempre, buscando como ganar para la comida” “Eso es lo que hacemos
todos” “Ya te tengo el encargo” “Pues por la tarde voy a mandar al chavalo para que lo
recoja” “Dale pues. ¿Oíste la noticia de Wiwillí? Parece que hubo una emboscada, con
muertos” “Pues no, no la he escuchado, es que andaba haciendo un mandado y no
puede escuchar la radio” ”Pues sí, fijate. Parece que atacaron unos camiones del
servicio militar y estoy cagado porque por esos lados mandaron a mi chavalo” “¡Qué
fregada!” “Si hombre. Parece que hay veintidós muertos, todos de aquí de la ciudad”
“¡Veintidós muertos! ¡Ala púchica! ¡Esos son bastantes muertos!” “Si hombre. Ahorita
mismo voy para donde su mama, a ver si a ella le han avisado algo” “Pues apurate.
Ojalá y no sea el tuyo” “Gracias Tido. Allí nos vemos”
Entretanto él platicaba, yo solo estaba escuchando y mirando de reojo a las
chavalas que a esa hora iban a comprar tortillas. Todas me parecían bonitas, recién
levantadas, recién lavadas, con el peo alborotado y medio amansado en una colita de
caballo, con la carita pálida del sueño que llevaban. Cuando el maitro terminó, ya no
seguimos en dirección al barrio Sandino, sino que caminamos por la calle que subía
hacia la carretera panamericana, y por el rumbo ya le vi que llevaba las intenciones de
pasar por la casa de una de sus queridas. A la calle y media calle, sí, nos encontramos
con un señor a quien le decían “El Jetudo”, y quién era el coordinador del CDS del
barrio La Aldea –que se llamaba así, porque allí estaban las instalaciones de la
organización Aldeas S.O.S para los niños menores de doce años–. “Hombre, Jeta, ¿qué
tal?” “Bien. ¿Y vos?” “Yo aquí, regular, preocupado por el chavalo pequeño” “¿Al que
se llevaron al servicio?” “Sí hombre” “¿Le ha pasado algo?” “No sé, pero es que por
allá donde lo movilizaron hubo una emboscada, como con treinta muertos” “Sí, ya lo
escuché en las noticias. ¿Lo sabe tu mujer?” “No lo sé, estoy pensando si me paso por
su casa para averiguarlo” “Deberías. La pobre mujer debe estar tomando tilas a esta
hora” “Sí, creo que eso voy a hacer, en cuanto vuelva de la curtiembre me paso” “Sí
hombre, hacé eso, cuidala. Y de paso cuidate vos, que te veo de goma” “No hombre,
son estos desvelos que me ponen así la cara” “Ya, te creo” “De verdad. Bueno Jeta, ya
nos vemos otro día, cuidate” “Vos también. Adios”
Terminado el encuentro, esta vez continuamos el mismo rumbo que
llevábamos, así que por fin llegamos a la casa de la Inés, la amante del maitro. Yo
nunca había estado en su casa y no quería pensarlo pero tenía la sospecha de que me
iba a tratar con recelo, pues para ella era solo un desconocido que podía airear sus
asuntos privados por el vecindario, pero me equivoqué y la mujer nos recibió con una
amabilidad nunca vista: nos sirvió una taza de café recién colado, nos puso cosa de
horno en un platito y hasta nos ofreció calentar unos nacatamales para desayunar,
pero el maitro se excusó con el poco tiempo que teníamos para todo. “¿Van a la
curtiembre?”, se interesó luego la mujer. “Sí, vamos después que pase por donde mi
mamá” “¿Está bien la señora?” “Sí, está bien, gracias por preguntar” “¿Y porqué estás
preocupado? Te veo preocupado. O triste” “Es porque ayer hubo una emboscada en la
zona de Wiwillí, y por allí está mi chavalo, el menor” “¿El que no es zapatero?” “Sí ese
mismo. En la emboscado hubieron como treinta muertos, y no sé si ocurrió una
desgracia” “¡Treinta muertos! ¡Dios Santo! ¡Nos vamos a quedar sin chavalos!” “Sí,
están habiendo demasiados muertos” “A la vecina ya le mataron a dos, al tercero se lo
dejaron, ya no tiene que hacer el servicio” “Sí, eso escuché” “Al menos hay alguien
razonable” “Pero la guerra sigue. Y esta guerra va para largo” “Sí. Encontraron un
campamento cerca de Bonanza y parece que todo lo que tenían se los enviaron de
América. Esos tienen plata” “Ya solo nos queda rezar. Trabajar y rezar” “No te me
pongás llorón. Anda, corré a donde tu mamá” “¡Ya me estás corriendo! Dale pues, me
voy. Vuelvo más tarde” “Te espero. Adios”
Cuando salimos de la casa tuvimos que regresar media cuadra, para luego
tomar la calle que nos llevaría hasta la casa del hermano del maitro. Por fin
llegaríamos. Cuando lo hicimos, dentro de la casa nos encontramos con un gran
revuelo y al cabo de un rato por fin se nos hizo claro que era porque a la mamá del jefe
le había dado un intento de derrame. Había un doctor atendiéndola con esmero y al
parecer la cosa no pasaría a más. Entre los que estaban allí preocupándose por el
estado de la señora, había uno de los hijos del hermano del jefe, uno que trabajaba
para el noticiario del “Canal 2” de televisión, y en cuanto tuvo la oportunidad se acercó
al maitro para preguntarle si ya sabía lo de Wiwillí y si tenía alguna noticia del primo. El
maitro le contestó que del chavalo no sabía nada, que nadie le había dicho nada, pero
que estaba preocupado porque en las noticias de la mañana habían dicho que hubo
esa emboscada en Wiwillí y que hubieron como cuarenta muertos, pero que todavía
no se sabían los nombres y tampoco habían dicho de qué ciudad eran los muertos,
aunque ahora eso no era tan importante porque le habían dicho que ya no los estaban
separando por ciudades, sino que desde la escuela militar se los llevaban en grupos, en
dependencia de qué tan buenos resultaban ser en los entrenamientos, a los buenos se
los llevaban casi antes de terminar y a los más retrasados los dejaban otros quince o
veinte días antes de movilizarlos. “Trataré de informarme mejor en la redacción”
prometió el presentador. “¿Y su mujer qué dice?” “No lo sé, no le he visto esta
mañana” “Debería ir a su casa, a ver si se encuentra bien. Yo hoy no puedo, porque no
tengo tiempo, pero mañana por la tarde sí que puedo” “Sí, tengo planeado que cuando
vuelva de la curtiembre me pasaré por allí” “Dele saludos de mi parte” “Gracias, se los
daré”
Media hora más tarde por fin nos enrumbamos hacia la bendita curtiembre, y
no sé si fue por todos los retrasos que tuvimos o porque realmente el negocio de los
cueros era escaso, pero cuando llegamos y hablamos con el encargado, éste solo nos
hizo un giro de ojos hacia el cielo y luego nos explicó que no tenía nada en reserva, que
todos los cueros que iban saliendo se los iban llevando, y que ahora tenía encargos
para los próximos quince días. El jefe, sí, nunca se dejaba amedrentar por aquellas
negativas y ante esta primera hizo lo de siempre: empezó a quejarse de lo mal que
estaba el gremio, de lo poco que se vendía el buen zapato y de la necesidad de hacer
zapatos de campo. También hablaron un poco de política, de la guerra, de los
cincuenta muertos en la emboscada de Wiwillí, y de lo mal que la estaban pasando los
chavalos del servicio militar. “Sí” se apresuró a comentar el encargado, “yo tengo un
chavalo en el servicio y me cuenta unas historias que dan tristeza” “Eso mismo me
cuenta el mío” “Y el pobre, nunca ha sido un valiente, así que al menos espero que
después de esto tenga un poco de coraje” “Eso esperamos todos, que lo malo sirva
para algo bueno” “¿Cuántos cueros me decía que necesitaba?” “Con un par me
bastan”
Luego nos fuimos al taller a comenzar la semana.
los objetos que el sujeto estaba acumulando, le pedimos a El Nengo que fuera a buscar
el larga–vista de su padre y éste fue a por ellos corriendo. Mientras los buscaba,
confeccionamos una lista imaginaria que contenía el orden en que los restantes
podríamos utilizar el instrumento, siendo Nengo el número cero en ella.
Cuando se acomodó en la rama desde la cual se podía ver el patio de la iglesia,
todos nos quedamos a la expectativa, confiando en que no descubriera el misterio de
los objetos. No sé si afortunada o desgraciadamente, con la ayuda de los binoculares
pudo claramente distinguir que en el patio había varias personas, lo cual de inmediato
nos lo comunicó, y que los misteriosos objetos que llevaban hasta el centro del patio,
no eran otra cosa que cuerpos humanos. Sí cuerpos humanos. Cuerpos de difuntos. Ya
sobre esto las respectivas autoridades sanitarias habían advertido a la población: que
debido al fuerte estado de descomposición en que se encontraban algunos cuerpos
bajo las ruinas de las casas destruidas, aquellos que consideraban no podían quedarse
ni un minuto más al aire libre serían incinerados en el acto, eligiendo para ello tres
lugares conocidos, a los cuales podrían llegar los ciudadanos que buscaban a sus
familiares, con la negativa esperanza de no encontrar allí los suyos. Estos lugares eran
la Iglesia Catedral, la Iglesia San Francisco y el estadio de béisbol del barrio El Rosario.
El Nengo ya no quiso prestarnos los binoculares, y en lugar de ello nos fue
explicando lo que las personas, allá en el patio, hacían:
–Los están desvistiendo – comenzó.
–Los están poniendo uno encima de otro.
–Parece que hay una mujer embarazada entre los muertos.
–Ahora les están cortando los dedos de las manos y de los pies.
–Están poniendo leña a su alrededor.
–Los están rociando con algo, parece gasolina porque está en pichingas de
cinco galones.
Hasta este momento nosotros sólo podíamos ver movimientos, pero nada en
concreto, pero al momento en que El Nengo anunció “Los están encendiendo”
pudimos ver las llamaradas que se levantaron. Ahí fue cuando todos vimos aquella
cosa espantosa que jamás olvidaré en mi vida: uno de los cuerpos, todo envuelto en
llamas –el Nengo después nos dijo que había sido la mujer embarazada–, se levantó,
dio dos o tres pasos y cayó de nuevo al suelo.
Ahora, ya pasados los años, aquello me parece una pesadilla que sufrí después
de haber cenado un abundante nacatamal, pero los primeros cinco años no me lo
pareció para nada. No quiero ni imaginarme siquiera qué fue de aquellas personas que
controlaban la incineración.
madre quien recibiría más por menos y por ello me prometió que tendría los domingos
libres, después de asistir al catecismo.
Ese año el período escolar se alargó a doce meses, porque a causa de la
revolución que habíamos ganado –la había ganado el pueblo de Nicaragua– las clases
habían comenzado un poco tarde y para que no tuviéramos tantos meses de
vacaciones el Ministerio de Educación alargó por decreto el final del año,
dedicándonos en estos últimos meses a la limpieza y orden de la escuela, y a la
eliminación de los escombros y malezas de la ciudad –todo como trabajo voluntario,
claro está–. Al mismo tiempo éramos el apoyo moral para los adultos que se
aprovechaban de la Gran Campaña Nacional de Alfabetización que se llevaba a cabo en
todo el país, organizada por nuestro ministerio, apoyada por el experto gobierno
cubano y financiada por el generoso pueblo canadiense. A parte de todo eso, casi cada
fin de semana organizábamos brigadas de recolección de víveres para los hermanos
brigadistas que pasaban penurias en las montañas. Yo y Jorge Luis siempre íbamos en
pareja: pasábamos de casa en casa con un saco de pita, rogando por una ayudita,
soportando en nombre de los compañeros aquellas caras agrias que no se mostraban
muy de acuerdo en tener que ayudar en aquellos días de penurias para todos. Al final
de la tarde, unía yo mi libra de sal a la libra de maíz que donaba Jorge Luis y juntos
entregábamos lo recaudado en la sede del CDS, que era el lugar desde donde se
controlaba toda la campaña.
Recuerdo que fue casi al final de ese año –no sé muy bien por qué no lo
recuerdo con claridad– cuando las primeras bandas contrarrevolucionarias se
ensañaron con la población civil. Aún no se habían mostrado de lleno al mundo, no
habían recibido el apoyo oficial de los gringos ni de los gobiernos de Honduras y Costa
Rica –países eternamente envidiosos de nuestro buen carácter– por lo que no se
atrevían enfrentarse cara a cara con el Ejército Sandinista, sino que llegaban de noche
a las casas de los compañeros, los sacaban de sus camas y se los llevaban para
ensañarse con ellos en algún claro de la selva. Su primera víctima –tampoco sé por qué
siempre se me viene a la mente el nombre de Juventino– era un muchacho capitalino
cuya madre, si vive todavía, aún debe estar maldiciendo el día en que le permitió
marcharse a lo más hondo de las selvas norteñas, cuando pudo haber hecho el servicio
en su mismo barrio. Pienso que el muchacho lo hizo por cuestión de orgullo: llevar por
toda la vida la vergüenza de no haber participado en la insurrección popular que acabó
con la dictadura de los Somoza y por encima de ello el sentimiento denigrante de no
haber apoyado la alfabetización en las montañas del norte, le debió parecer muy
triste. Parece que al muchacho los contrarrevolucionarios se lo llevaron a la sombra de
un cafetal y allí le sacaron los ojos, le cortaron los testículos y se los metieron en la
boca, para después ahorcarlo con su propio cinturón.
Como reacción a esta salvajada hubo movilizaciones masivas de los batallones
de milicias voluntarias. No importaba la edad, credo religioso ni partido político. Todos
querían darle su merecido a los contras y voluntariamente llenaban a reventar los
campos de concentración del ejército. Recuerdo claramente la tarde en que fuimos a
despedir el primer batallón que se marchaba hacia las montañas: toda la ciudad, sus
habitantes, sus gatos, sus loros y sus perros se reunieron en la Plaza 16 de Julio, justo
al frente de la escuela Berta Briones –más tarde también llamada 16 de Julio– a la cual
nosotros asistíamos a clases. Entre las filas de compitas me sorprendió descubrir a
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Anécdotas de la guerra
Jorge Luis, con su uniforme café oscuro recién estrenado, rodeado de sus orgullosos
familiares, quienes ese día hasta se olvidaron de reprenderle el vicio de fumar. Entre
las filas de milicianos estaba también otro Jorge Luis, el novio de la Brenda, hija
adoptiva de doña Dencha Hernández y de don Joaquín Hernández, quien aunque no
asistía al mismo turno que nosotros ni al de la mañana, sino al de la noche, era bien
conocido porque era del grupo de vagos que a la hora del receso de las tres de la tarde
se saltaba el muro de malla para platicar con las muchachas. Sus víctimas eran siempre
la Cándida, la Salomé, Inés Membreño, y la Brenda.
En fin, el batallón se marchó a la montaña y a nosotros, la retaguardia moral, se
nos acumuló otro motivo por el cual había que seguir organizando la recolección de
víveres. Como ya la cruzada de alfabetización estaba a punto de terminar, había más
espacio libre entre ellas, espacios que rellenábamos con brigadas de limpieza que
acabaron por destruir la raquítica grama del patio de la escuela. Recuerdo que era una
de las tareas que más me ha gustado hacer en toda mi vida escolar, pues entre
machetazo y machetazo saltaban monedas de a chelín, de a cinco reales y de vez en
cuando la suerte me sonreía y saltaba una moneda de a peso: eran monedas de esas
que los niños suelen perder en casi todos los patios de todas las escuelas del mundo,
con la diferencia de que en el nuestro no las podían encontrar porque se escabullían
entre la grama. Y hubiera continuado haciéndolo por el resto de la vida, de no ser por
aquella mañana de mala suerte en que llegó la directora, doña Nora Zeledón, de esos
Zeledón que tenían familiares en casi todas las escuelas de la ciudad, y anunció que “el
día de hoy no trabajarán las brigadas de limpieza, porque debemos rendirle honores a
un compañero caído en defensa de la patria, en lucha contra el enemigo imperialista”.
Y es que parece que allá en el norte la contrarrevolución estaba dando mucho
quehacer a pesar de su miedo, talvez porque estaba decidida a luchar a como pudiera,
porque los gringos presionaban y ya no había marcha atrás. Así llegaron a la ciudad los
primeros caídos de la lucha, entre los cuales para muy pesar nuestro estaba Jorge Luis
Briones, el novio de la Brenda.
Esa misma mañana los alumnos de la escuela Bertha Briones organizamos una
gran marcha de solidaridad por todas las calles de la ciudad, luego llegamos hasta las
puertas de la alcaldía para pedirle al señor Alcalde que a la calle que unía la escuela
con la casa en que vivía Jorge Luis le pusieran su nombre; luego fuimos a proponerle a
sus abuelos que nos permitieran hacerle guardia de honor durante dos días seguidos, a
lo cual accedieron con gusto, y por último recorrimos el barrio y todos los aledaños, en
busca de toda flor o capullo que pudiese adornar la casa del difunto. Por la tarde,
desde los EEUU llegaron sus padres e inmediatamente decidieron que con él serían
sepultadas todas sus pertenencias. Como última honra, la directora anunció, en medio
de mocos y llantos, que la próxima promoción del sexto grado llevaría su nombre.
Todas las promesas fueron cumplidas al pie de la letra porque claro, el código del
honor dice que a los héroes y mártires no se les puede negar nada de aquello que a los
vivos se les niega.
Pero el tiempo, por cierto oxidante universal, pasó y nuestras vidas
continuaron: yo ingresé al instituto de estudios bachilleratos, las milicias voluntarias
desparecieron para dar paso al ejército de profesionales y a los batallones del servicio
militar; también finalizó exitosamente la Cruzada Nacional de Alfabetización y la
Brenda se enrolló con otro jovencito. Cuando a la mitad del año siguiente anunciaron
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Anécdotas de la guerra
el regreso del primer batallón de voluntarios, ese mismo que nosotros con tanta
alegría despedimos ocho meses antes, toda la ciudad se volcó nuevamente a las calles
a recibir a ese puñado de hijos, los primeros, que tan valientemente habían combatido
y rechazado al imperialismo agresor. Allí estábamos todos los que nos considerábamos
revolucionarios: el director regional de Ministerio de Educación, el famoso Zorro, los
Mejía Godoy, el pueblo en su totalidad, sus gatos, sus perros y sus loros. La espera fue
muy larga y, tal y como es la costumbre latinoamericana, la acortamos bailando,
comiendo, coreando consignas, escuchando testimonios –de este día aprendí que no
hay nada más lindo que estar presente cuando un pueblo se reúne para desahogarse–.
Como a eso de las once de la noche llegaron los primeros camiones del batallón y de
los primeros que saltaron al suelo fue el tristemente famoso Jorge Luis Briones,
momento en que, dicen las malas lenguas, se oyó un grito desgarrador por encima de
los demás, de una madre que decía:
–¡Ay Diosito mío mi lindo, entonces el muerto es mi niño!
En efecto, después se supo que el muerto que con tanta pompa enterramos era
otro Jorge, era Jorge Luis Irías, mi amigo, mi compañero, mi defensor. Yo no sentí
ganas de llorar cuando me di cuenta del error, pero más tarde, en mi cama ya, no
podía dormir pensando en si Dios me castigaría por no llorar a los difuntos.
–No se olviden que esto es mejor que la montaña – nos reprimió el desencanto
el policía–teniente, recordándoles a ellos que esto era su servicio militar, el cual
resultaba demasiado suave al ser comparado con los desafortunados que lo hacían en
las montañas.
Luego llegó el jeep y nos repartieron en todos los puntos estratégicos del
tabacal. A mí me dejaron junto a uno de los galerones del centro. A mi izquierda se
extendían dos o tres más, el último de ellos al pie de la cordillera, y a mi derecha no sé
en realidad cuántos había, eran, sí, muchos. Al frente mío se extendía un inmenso
campo cubierto con tela de mosquitero blanca, muy fina, que “se mecía al viento como
danza de fantasmas otoñales”, pensaba yo, recordando cierto libro que me estaba
leyendo en la biblioteca pública. Recuerdo que era un veintitrés de Diciembre, un
Diciembre de esos que en mi pueblo se llenan de frío montañero y vientos
occidentales espantosos, de esos que por las noches parecen arrastrar consigo hasta
las estrellas. Para protegerme del mal clima me refugié en una de las casetas de
desahogo que bordeaban el galerón de secado, dispuesto a vigilar concienzudamente
el campo que se me había asignado, a través de las rendijas que salpicaban el
entablado. A medida que la noche iba creciendo, un frío calador de huesos y un miedo
entumecedor de articulaciones, llenaba poco a poco mi cuerpo. En las primeras horas,
cuando aún podía ver las lejanas luces de las casas cuyos habitantes aún no se habían
retirado al sueño, una pizca de valor me acompañaba y me ayudaba a salir de la caseta
de vez en cuando, para dar un vistazo en todo el contorno del galerón. Pero a medida
que la noche encrudecía, este mi último acompañante también optó por
abandonarme.
Llegó la media noche y a estas alturas yo estaba convencido de que lo más
sensato era quedarme en la caseta y vigilar desde adentro. “Está en el deber de cada
posta” me decía, “ocultarse lo mejor que pueda del enemigo, para evitar pérdidas
innecesarias” Esto no para convencer al miedo profundo que me paralizaba, sino para
darme una razón poderosa por la cual no debería salir a orinar. Hacía ya tres horas que
sentía unas ganas incontenibles, pero el temor a lo que pudiese haber detrás del
tablado retenía mis intentos. Cuando pasó el jeep de control de la policía repartiendo
café, me escondí para que estuvieran orgullosos de mí y vieran que no era fácil
sorprenderme. Esperaba que ellos se acordaran de los puntos en donde nos habían
dejado y al no encontrarme dieran la voz de alarma, en ese momento saldría yo y los
sorprendidos serían ellos. Mas estos pasaron sin detenerse, por lo que me perdí la
oportunidad de desahogarme y calentarme con el café caliente. Luego apareció el
celador oficial de la compañía tabacalera –porque a pesar de nuestra reforma agraria,
las tabacaleras estaban en manos privadas– e hice lo mismo que la vez anterior, por lo
que el celador no me encontró.
A eso de las dos de la mañana las ganas de orinar que tenía eran
absolutamente insoportables: me corría un sudor helado por la espalda, las sienes, las
manos, las pantorrillas. Yo apretaba las piernas y los dientes para resistir, como si con
ello pudiera dominar aquello que la naturaleza tan brillantemente ideó, pero al cabo
de cierto tiempo también comenzaron a dolerme y poco a poco fui disminuyendo la
tensión hasta que, con los ojos cerrados y la boca abierta en clara señal de voluntario
desahogo, a chorros discretos fui soltando el contenido de mi aparato urinario,
contenido que sin perder el tiempo ni reparar en los buenos modales me empapó el
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Anécdotas de la guerra
calzoncillo, los bélicos pantalones verde olivo, las botas de alto tubo... Y cuando una
hora más tarde sentí nuevamente unas ganas incontenibles de orinar, ya no esperé
tanto tiempo ni dudé en hacerlo en los pantalones. Esta vez, sí, ya no me apoyaba en
el convencimiento de verme obligado por la táctica militar que había escogido, lo hacía
porque aquella corriente calientita que me rodaba por las piernas me ayudaba a matar
el miedo y ahuyentaba el frío increíble que sentía. Era como mi arma secreta de
protesta ante la incomodidad. Me reemplazaba con creces las noches que me perdí de
pasar en la feria junto a las ruletas, con la bolsa de algodón de azúcar en las manos y
las vueltas repetidas en la rueda Chicago, desde donde a veces alcanzaba ver el toro
hincado que yacía vencido a los pies del torero, allá en la barrera por detrás de las
trompetas de los mariachis.
Regresé a mi casa a eso de las ocho de la mañana, tiré mis ropas al sol, tomé un
baño extremadamente exhaustivo y pasé el resto de la mañana durmiendo. Por la
noche, cuando me disponía nuevamente a ocupar el nido bajo la mesa, apareció por
segunda vez el teniente de la noche anterior, con la misma razón de parte de mi padre.
Era la noche del 24 de Diciembre, y esa y la siguiente me las pasé en vela, defendiendo
las tabacaleras y los puentes de los tenebrosos planes de la contrarrevolución,
engullendo comida fría del cuartel de la policía y orinándome, cada vez con mayor
gusto, en el uniforme militar. La mañana del 27 de Diciembre mi ración de pollo frío
navideño –que más bien eran restos de aquello que perdonó mi numerosa familia– me
lo comí solo y luego me tiré en la cama, esta vez sin preocuparme por la ropa
empapada en orines que llevaba.
El segundo día de Enero asistí a un acto excepcional de desmovilización, que
organizaban las distintas instancias a cargo del servicio militar para la Región I, en la
que además de numerosos ascensos y menciones especiales –entre ellos el del policía
que todas las noches llegaba a buscarme–, los policías voluntarios recibieron Medalla
de reconocimiento al valor por la ardua tarea desempeñada durante las fiestas
navideñas, yo entre ellos. Al momento de recibirla y expresar mi agradecimiento, creo
que estuve a punto de reconocer lo cobarde que había resultado ser en las noches
mencionadas, pero la risa de burla que ya miraba dibujada en los rostros de mis
amigos del barrio, me apartaron de ello. “A fin de cuentas” me dije, “¿qué persona
sensata deja a un mocoso de trece años a cargo de cuatrocientas valiosas manzanas
plantadas con tabaco?”
Mi tercera vida
A mí ya me consideraban un miembro pleno de la Vigilancia Revolucionaria del
barrio. Tenía unos catorce o quince años. En el grupo estábamos todos aquellos que de
alguna manera no podíamos formar parte del Servicio Militar Patriótico ni del Servicio
Militar de Reserva; con nosotros estaban los que habían sobrepasado la edad, los
enfermos, los que se consideraban único sostén de una familia numerosa, los que
tenían conocidos en los lugares estratégicos, los evangélicos y los mocosos, como yo,
que aún no teníamos la edad para ello. No puedo decir que aquello no me gustaba. En
cierta forma aquello tenía su morbo, su atracción. Creo que me atraía la idea de tener
alguna autoridad sobre los vagos del barrio; afloraba en mi ese instinto de
superioridad que todos tenemos adormecidos y sale a relucir cuando menos lo
esperamos, en la mayoría de las veces cuando está de por medio la fuerza. Claro está
que a los niños de esa edad –que yo por entonces todavía me consideraba un niño– no
se les debería permitir que manejasen armas de fuego. Esto porque si bien es cierto
que en algunos jovencitos ya se insinúa cierta sabiduría y se toman los asuntos de la
guerra muy en serio, la mayoría no tienen ni la más remota idea de lo que es perder la
vida en juegos de mayores, por lo que todo esto de armas y órdenes militares lo
consideran un juego. Esto último, combinado con la mala estrella que algunos tenemos
al nacer, es una de las mejores armas con las que el enemigo cuenta para desmoralizar
a su rival, pues la cantidad de muertos entre los jovencitos siempre es superior y,
además, los jóvenes son más llorados que los adultos.
A mí, además, esto de jugar al soldado me gustaba porque la mayoría de las
veces me asignaban a la patrulla de protección de fiestas privadas, no privadas y
celebraciones públicas –lo que en realidad se traducía a vigilar que a las fiestas de
quince años y casamientos privadas no se infiltraran personas no invitadas–, y en ellas
se podía conocer a mucha gente –muchachas sobre todo– y de vez en cuando
recibíamos generosas raciones de las golosinas que en ellas se repartían. Hacer de
celador en estos acontecimientos también tenía sus aspectos negativos. Uno de ellos
era la gran aversión que nuestra presencia, y por ende nuestra persona, provocaba
entre los jóvenes que a veces expulsábamos de ellas, por lo general muchachos que
cumplían el servicio militar que bajaban a la ciudad con dos o tres días de permiso. La
reacción de estos –no podría decir si con o sin justicia– dependía, en la mayoría de las
veces, de la cantidad de meses que habían estado alejados de la ciudad. Así que ésta
podía ser de simple enojo, ofensiva o violenta. Cuando sus reacciones no eran
violentas, sabíamos que el día menos pensado nos los encontraríamos en la calle y
habría trifulca, labios rotos, guiñadas de pelo, ojos morados y esas cosas. Esto no nos
importaba porque ya estábamos acostumbrados a ello. Pero cuando eran violentas,
siempre llamábamos refuerzos porque sabíamos que aunque se marchaban de
inmediato porque los superábamos en número, volverían con su fusil de reglamento,
en el mejor de los casos, o con una granada de fragmentación, en el peor, amenazando
con acabar con el puto mundo que no les permitía divertirse a su gusto, después de
jugarse por nosotros la vida en las montañas.
Aquella tarde haríamos la vigilancia un grupo reducido de amigos, liderados por
don Manuel Pelota, que en paz descanse. Además de él estábamos sus dos hijastros,
una hermana mía y yo. Habíamos comenzado un poco tarde, porque estaba en todo su
peligro, iba yo pensando justo a la altura de las cantinas de don Ciriaco cuando, ¡Pum!,
un tremendo disparo nos dejó a todos paralizados. Todos nos detuvimos en el acto y
nos quedamos viendo atónitos, queriendo saber si alguien estaba herido.
Afortunadamente nadie lo estaba. Don Manuel muy asustado empezó a preguntarnos
uno por uno “¿Fuiste vos?”, pero nadie podía decírselo porque nadie lo sabía. Uno a
uno empezó a oler los cañones de los fusiles, pero luego se acordó que de nada le
serviría, porque cuando pasamos por los corrales de la tabacalera, una hora hacía de
eso, a todos nos permitió hacer unos disparos de prueba y todos los cañones tenían el
olor de pólvora impregnado. Al ver que nada descubriría, comenzó a gritarnos y a
guiñarnos del cuello de la camisa. Luego detuvo a uno de los curiosos para preguntarle
si había visto algo y fue entonces cuando yo me di cuenta que no escuchaba con el
oído derecho. De inmediato se lo comuniqué y entonces él se me acercó y me revisó
de pies a cabeza; detrás de la oreja descubrió que tenía una línea de cabellos
quemados, justo en el sitio en donde momentos antes tenía el cañón de mi BZ.
No me dijo nada, no me reprendió ni me amenazó con decirle a mi madre lo
ocurrido; solo lo escuché decir algo así como “Chavalo, parece que hoy naciste de
nuevo” Después de aquello nunca más aceptó llevarme en su grupo de vigilancia.
quien ese mismo día, para consuelo de Jorge Luis, le aconsejó que probara hacer el
servicio militar en el cuerpo de bomberos. Allí lo aceptaron de inmediato y a él le gustó
el trabajo, con lo que pudo cumplir con la ley al mismo tiempo que terminaba sus
estudios de bachillerato. A todos en el Instituto la idea nos pareció formidable y ya
estábamos consiguiendo las carteras y los zapatos tacón alto cuando llegó el invierno.
Fue un invierno durísimo que vino acompañado de dos huracanes: uno que
pasó de largo, rozando la zona Misquita en el Atlántico, y otro venido desde Jamaica
que nos pegó de lleno. Éste último fue nombrado Salvaje Gilbert y en su honor –triste
honor– fueron compuestas algunas canciones y bautizados muchos niños. Las
inundaciones incontrolables provocaban la desgracia en muchas ciudades y el gobierno
se vio obligado a aflojar un poco sus operativos militares en la montaña y a pasar el
mando del estado de emergencia al ejército, por lo que las solicitudes de Servicio
Militar Especial fueron todas rechazadas.
Desde la llegada del huracán Fifí, a mediados de los años 70, que hizo de los
polvazales de León y Chinandega un tremendo pantanal, yo no había presenciado tan
de cerca la fuerza de la naturaleza. Aquello eran lluvias y vientos a toda hora. Los
cruces de los ríos eran intransitables, los puentes se desmoronaban como por arte de
magia, en las barriadas más pobres la gente y los animales se quedaban atrapados en
los fangales que proliferaban en los patios de sus propias casas, el techo de la catedral
de la ciudad se vino abajo y las clases en la mayoría de los colegios se suspendieron
porque las escuelas que no se inundaron se llenaron de refugiados.
Desde allá arriba, aún más allá de la catarata de La Estanzuela, desde donde
crece sigilosamente el río Estelí, el río de sangre, bajó una avalancha incontenible de
lodo y piedras que gracias a la suerte fue mermando considerablemente a medida que
se acercaba a la ciudad, pero provocó el desborde del río en muchos sitios, llegando las
corrientes de agua hasta muy cerca del parque central. Las casas que por décadas
enteras habían custodiado los mandarinales del barrio El Rosario y las entradas ilegales
a los predios del Cementerio Municipal, nadaron sigilosamente una mañana, y
hubieran continuado así de no haber sido por el atasco de mierda y suciedad que había
un poco más allá del Puente de Hierro, en el sitio en que desaguaban los tubos de
aguas negras de la ciudad. Allí se quedaba todo estancado.
La segunda avalancha que se desprendió desde la meseta en que se encuentran
los fósiles de Pueblo Nuevo, ya no encontró nada que le impidiera el paso, y pasó por
la ciudad con toda la bravura de un verdadero Hijo de Huracán. Socavó los barrancos
que sostenían los barrios aledaños al cauce del río –que por cierto es la parte más vieja
de la ciudad– y se llevó otro sinnúmero de casas –la de una de mis compañeras de
clases estaba entre ellas, por lo que toda su familia, recuerdo, tuvo que pedir asilo en
la casa de putas, frente a la Escuela Normal–. El alcalde, muy preocupado por la
situación, sin el permiso previo de la junta militar se encaramó en una lancha rápida de
goma inflable y recorrió de arriba abajo la zona afectada, estudiando la forma de
socorrer a aquella pobre gente. Al ver los grandes daños y lo poco que quedaba por
salvar, declaró la situación como desastrosa de alto riesgo y ordenó que una parte de
los voluntarios corrieran río abajo, buscando otras zonas a las que ayudar.
Fue entonces cuando entramos en acción nosotros, los del Instituto Nacional.
Aburridos de quedarnos en casa viendo caer los miles de milímetros de agua por día,
nos presentamos al comité de emergencia para ayudar en lo que fuera y de aquí nos
remitieron al cuerpo de bomberos en donde, decían, seríamos más útiles. Debido a
nuestra poca experiencia formaron con nosotros la Brigada de los Perros, cuya tarea
principal sería recorrer las riberas del río Estelí en dirección norte e informar del
estado de las cosas a través de radioemisoras portátiles o prestar ayuda a las brigadas
especializadas en casos de extrema emergencia. Para evitarnos el mierdero municipal
a la altura de las instalaciones de la Alcaldía, comenzamos nuestro trabajo desde el
puente ‘Las Chanillas’, unos dos kilómetros río abajo, conscientes de haber
voluntariamente omitido las instalaciones de la Escuela Normal y el burdel de doña
Juana Tinajas. Hicimos lo que pudimos, de acuerdo a lo que nos dictaba la conciencia,
pero parece que alguien del comando, allá arriba, consideró nuestras pesquisas como
inútiles, por lo que al tercer día recibimos órdenes de devolver las radioemisoras
portátiles y luego que en grupos separados nos integrásemos a los grupos de rescate.
Yo y Jorge Luis fuimos enviados ochenta kilómetros río abajo, al poblado de Condega.
Allí la situación se endureció. En primer lugar porque la fuerza del huracán
parecía aumentar con los días y en segundo lugar porque Condega siempre ha sido un
pueblo –ahora es una ciudad– muy pobre y la gente que tras años de arduo trabajo
había logrado acumular ciertos bienes materiales, no estaban dispuestos a
abandonárselos así por así a los caprichos de un huracán, por lo que muchos de ellos
abandonaban las instalaciones del Matadero en que se habían refugiado y vadeaban
las corrientes de agua para llegar hasta sus hogares y salvar aquello poco que aún
flotaba en los rincones de las casas. Muchos de ellos, ya demasiado tarde, se daban
cuenta de lo descabellado de su proceder y comenzaban a gritar desesperadamente
“¡Ayuda! ¡Ayuda!” Era el momento en que nosotros entrábamos en acción: armados
con cuerdas, picos y palas nos acercábamos a las casas inundadas y hacíamos todo lo
posible para que a nadie se lo llevara la corriente.
Al segundo día de aquel ir y venir ya estábamos tocando fondo, cansados de
tanto ajetreo, con las ropas mojadas hasta el calzoncillo, los dedos y los labios morados
por el frío, con las articulaciones de los huesos castigadas por el dolor, con el sueño
acumulado que nos daba náuseas y una reprimida maldición dirigida hacia el Dios de
allá arriba que no se condolía y sin parar se orinaba en nosotros.
Estábamos a punto de abandonarlo todo y regresar a nuestros hogares, cuando
llegó un camión repleto de ayuda, incluidos un obispo, el alcalde y el responsable
regional del Reclutamiento Militar. Con lo que traían nos pusimos ropa seca, comimos
comida caliente, tomamos café recién hervido, recibimos sermones de aliento y una
enorme promesa: por nuestra excelente labor la duración de nuestro servicio militar
sería recortado a sólo un año. La fuerza de estas palabras nos cargó de nuevos bríos y
cuando el camión se marchó, quedó en el aire una hermosa satisfacción de estar
haciendo algo que valía la pena; reanudamos las tareas de rescate con los ánimos
rejuvenecidos, arrancándole a la corriente muebles, televisores, gatos, perros, vacas y
de vez en cuando una que otra persona. Pero cuatro horas después ya estábamos en la
misma situación de antes, excesivamente cansados, muertos de frío, hambrientos,
hartos de ir y venir por culpa de los irresponsables y descuidados. Parecía que no
soportaríamos ni un segundo más. Y para colmo de males, Jorge Luis, el único
poseedor de un eterno buen humor, así de pronto pareció perder la razón, se levantó y
comenzó a lamentarse en voz baja, ofendía groseramente a “Esos campesinos inútiles
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Anécdotas de la guerra
que arriesgan la vida, por una mierda que se puede comprar después, que deberíamos
dejarlos que se ahoguen todos, que se los lleve la corriente” decía. Abelardo –el que
hacía de jefe del grupo– le pedía con voz sobria que se calmara, que bajara la voz, que
podían escucharlo y ofenderse, que se acordara que con trabajar un par de días más
nos ahorraríamos todo un año de servicio militar, ¡Que aguantara por el amor de Dios!
Fue entonces cuando Jorge Luis se acaloró y le contestó: “¿Por el amor de Dios? ¿Por
el amor de Dios? ¿Cuál Dios? ¿Ese que nos quiere arrasar con su diluvio?” “Pero ya
cálmate que no eres el único que se siente mal” “Que me calme, que me calme. Me
voy a la...” y afortunadamente no terminó la frase porque los interrumpió la voz
suplicante de una niña que nos pedía ayuda para su abuela, quien no podía abrir una
puerta; una puerta que estaba en el techo de la casa, de esas que en el campo se dejan
para que las palomas tengan un resguardo en invierno.
Al momento –y no solamente yo pensé lo mismo– parecía que ninguno de
nosotros tendría ánimos para ayudar a la pequeña y Abelardo tendría que elegir a uno,
así, a quemarropa con el dedo, por lo que no salí de mi asombro cuando vi que ambos,
Abelardo y Jorge Luis, se ofrecían los primeros como voluntarios, con lo que a los
demás nos dio vergüenza y nos ofrecimos también. Como había tantas personas
voluntarias, Abelardo y su ayudante –un tal David que venía del Instituto de los
Hermanos Maristas y al que desde el comienzo lo teníamos un poco apartado porque
parecía maricón– decidieron que para actuar lo más rápido posible eligiéramos un
número entre el uno y el treinta –porque éramos veinte en total–, y el que acertara o
se acercara a menos de tres al número que él tenía pensado, ese iría. En caso contrario
iría él.
Ganamos Jorge Luis y yo.
No sé por qué Jorge Luis siempre me había dado la impresión de ser un tipo
que casi no hacía nada, no hacía sentir su presencia, pero en realidad a la hora de
actuar era el de más chispa y el que mostraba más experiencia. Es cierto que venía del
Colegio de Monjas –ideado exclusivamente para niñas ricas, pero al igual que todo, los
señorones inventaron que estaba de moda enviar a sus hijos varones a estudiar en un
lugar especial y los que no podían enviarlos al extranjero los metían al colegio de
monjas, para que la gente no dijera– y al principio creímos que no iba a ser buen
amigo, pero como tenía un hermano que estudiaba con nosotros en el Instituto
Nacional pronto se integró y desde entonces lo queríamos y le dejábamos al frente de
todas nuestras fechorías.
Ya en la calle en un dos por tres, empujados por la fuerte corriente que bajaba
en nuestra misma dirección, llegamos hasta el patio de la casa en que estaba la señora
y Jorge se encaramó en el árbol más cercano que encontró; en una de sus ramas fijó
una soga y luego saltó al techo de la casa que con su peso comenzó a tambalearse
peligrosamente. Sin perder el tiempo llegó hasta la ventana en que estaba la anciana,
le hizo un par de nudos alrededor de la cintura y con sumo cuidado le ayudó a pasarse
al árbol, desde donde la anciana pudo bajarse con facilidad. Una vez en la carretera, a
sabiendas que ya se encontraba a salvo, la anciana perdió el juicio: primero gritaba que
Jorge Luis era un héroe, que se merecía el cielo, luego la emprendió contra nosotros,
nos decía cobardes, inútiles, aniñados, parásitos, maricones, después se encaró a los
campesinos que se asomaban de las otras casas, a todos les dijo que eran una sarta de
ignorantes, que se merecían la pobreza en que vivían y que, ojalá, nunca superarían, y
por último –ya con una sonrisa de loco dibujada en los labios– en un abrir y cerrar de
ojos me arrebató la pala de las manos y vociferando palabrotas contra Dios mismo, le
partió el cráneo a Abelardo. Casi al mismo tiempo –como un castigo inmediato contra
alguien que intentó cambiar las leyes del universo– un tremendo rayo partió en dos el
árbol en donde Jorge Luis tenía fijada la cuerda, sus ramas cayeron encima de la casa y
ésta, ya casi erosionadas sus bases por la corriente de agua, se desparramó en un
estrépito de tejas quebradas, clavos retorcidos, y lamentos de un desertor del Servicio
Militar.
Mi hermano–tocayo
Su segundo nombre parece que era José. Su primer nombre era Enrique, como
el mío. Por eso desde que me lo presentaron comencé a llamarlo tocayo, lo que en
adelante me obligó a explicar repetidas veces mis propias palabras, pues todos en el
barrio, en la escuela, en el pueblo –y en todos los países del mundo que he tenido la
oportunidad de visitar– me conocen como El Negro. Cuando me preguntaban quién
era, yo respondía que era mi hermano, por lo que después también tenía que explicar
nuestra diferencia de colores, su marcado origen norteño, sus ojos azules, y su pelo
chirizo un poco rubio. No sabía leer ni escribir, teniendo ya trece años cuando lo
conocí. Y es que toda su vida –o al menos desde que pudo andar y sus hermanas
mayores huyeron del seno familiar– le tocó llevar de la mano a su madre, ciega a partir
del tercer parto, por todas las rutas por donde desempeñaba sus diferentes oficios:
pordiosera, vendedora de canastos, tejedora manual, compradora de tintas naturales
en polvo... En realidad nunca conocí la verdadera historia de aquella señora; lo único
que sé fue que estuvo casada muchos años, terminando su matrimonio un par de años
después de haber nacido Enrique José y que su esposo la abandonó hasta después de
que perdió la vista. Sus hijas mayores, aunque no la abandonaron del todo, decidieron
hacer su vida por separado, sintiendo como única obligación el poco dinero que le
llevaban cada fin de semana.
Para el tiempo cuando yo conocí a Enrique José, ya todo esto era pasado por lo
que muy poco me enteré de mayores detalles. Tampoco llegué a saber de dónde
venían. Muchas veces Enrique me dijo que vivían en San Juan de Limay, y yo se lo creí
por la forma en que describía las casas de sus familiares, hasta muchos años después
en que noté que nunca me describió la suya. Además nunca los visitamos, a pesar de
las muchas invitaciones que recibimos, por lo que no puedo afirmar nada.
No sé si mi madre lo hizo de muy buena voluntad o tiene el mismo defecto que
yo heredé, y es que no puede decir nunca que NO, aunque muchas veces se quiebra la
cabeza de remordimiento porque no puede echar paso atrás a una decisión tomada. El
caso es que un día que se encontraban en la casa de una vecina –por cierto con más
plata que nosotros–, la señora le pidió posada, mi madre dijo que sí y desde ese día,
infaltablemente, los diez de cada mes la teníamos de visita en nuestra casa, guiada por
su hijo. Esas religiosas visitas a veces me sacaban de quicio, pues era seguro que yo
tenía que cederles mi cuarto y dormir en la hamaca de la sala, muerto de frío, todo
encogido, a la merced de las babas del perro de la casa y las pulgas de los gatos
callejeros que buscando un lugar caliente se metían debajo de mis sábanas. Es cierto
que parte de ese rencor lo descargaba en el mismo Enrique José, por las tardes,
cuando yo regresaba de la escuela y mi madre me pedía que “jugara con el niño”
Entonces yo lo invitaba a jugar en el estadio de fútbol, o a nadar en el río, bajo el
Puente de Hierro, y lo obligaba hacer todo lo que yo ordenaba: que hiciera de portero
durante el partido, que saltara al río desde el arco del puente, que cargara con mis
ropas; es decir tareas que ahora no me parecen nada denigrantes, pero que a esa edad
me parecían hasta un poco esclavizantes.
Pues se convirtió Enrique José en mi compañero inseparable: se lo presenté a
mis amigos, lo llevé a visitar a mi familia y al cabo de un año ya nadie dudaba que
éramos hermanos biológicos. Y es extraño, pero la sumisión con que él aceptaba el
trato que yo le daba, lejos de aumentar mi egoísmo, logró que yo mismo llegara a
creer que en realidad era mi hermano. Tanto que solo a él llegué a mostrarle el
cochino pedazo de río en que yo pescaba y las mejores posas de trasnoche en los
alrededores del puente El Tular, famoso por los guapotes que allí se conseguían; fue en
su compañía que cacé el primer armadillo de mi vida y por su culpa fue que por
primera vez, a pesar de mi asco pavoroso y mi resuelta promesa, probé la carne de
zorro colapelada. Ahora cuando me pregunto el cómo era posible aquel
comportamiento tan cambiante dirigido hacia una misma persona, la única respuesta
que encuentro es que a esos tempranos años ya sentía vergüenza: vergüenza por el
oportunismo que me asaltaba y que yo mismo trataba de menguar con una que otra
buena acción.
Nuestra amistad, claro, se veía entrecortada por la ardua tarea que Enrique
tenía: él era los ojos de su madre, quien no sé si por el horror de encontrarse un día
sola o por la simple costumbre de tenerlo siempre a su lado, lo tenía más esclavizado
que yo mismo. Que “¡Enriquito!” (porque así lo llamaba), “pinta la paja” “Enriquito,
mira si llevo bien el tejido” “Enriquito, tengo frío en los pies” “Enriquito, rápido
llévame al servicio que me hago en el calzón” A medida que mi amigo fue creciendo,
yo iba notando que la dependencia de su madre le causaba cada vez mayores
disgustos, lo que yo a veces equivocadamente quería apaciguar con pequeños regalos
que lo contentaran, sin conseguir nunca el efecto esperado, pero que sí ahondó
nuestra amistad.
Eran tiempos extraños en que por las calles de la ciudad andaban muchos
gringos. Dormían en el parque central al aire libre, comían carne sin salar, bebían sólo
el agua que traían en enormes barriles desde su país, de vez en cuando cogían algún
niño en adopción y los más pudientes –no sé si era porque querían de alguna forma
remendar los muchos males que nos hicieron muchos de sus conciudadanos o
simplemente porque querían tener una buena acción qué contar en casa– hacían
muchos regalos generosos: que el techo de zinc para una escuela, que las camisetas
para un equipo de béisbol, que lápices descartables para una escuela, y cosas así. Fue
uno de ellos –quien viajaba en un autobús que venía desde la frontera– que al pasar
por San Juan de Limay, desde la canastera vio a Luis Enrique llevando del brazo a su
madre, recordó su propia niñez, y se dijo “Éste es mi destino” Allí mismo se bajó del
autobús, se presentó como un gringo bueno y le pagó a la señora una costosísima
operación de los ojos, con pasaje a los Estados Unidos ida y vuelta.
Eran también los tiempos de los primeros años de la guerra de desgaste a que
fuimos sometidos después del derrocamiento de la dictadura. Los batallones de
Milicias Voluntarias brotaban por doquier y en ellos se podía enrolar cualquier persona
que fuera capaz de soportar un fusil BZ y una mochila con quinientos tiros al hombro, y
que además tuviera el coraje necesario para soportar el peso de la selva tropical
durante seis meses de abandono en las montañas. Y Enrique José, quien de repente se
sintió completamente libre, no resistió la tentación: burló el poco esmerado cuidado
de sus hermanas y se presentó en la comandancia del pueblo, quienes de inmediato lo
vistieron de verde olivo, le dieron un arma y un montón de balas y se lo dejaron en la
base. No se lo llevaron a la montaña porque todavía tenía toda la apariencia del
mocoso que era, pero lo dejaron de reserva en las patrullas que recorrían los caminos
alrededor del pueblo, y él, orgulloso de mostrar su atuendo militar, no perdía la
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Anécdotas de la guerra
quince días y no se quedaba más que el tiempo necesario que para decir “¡Hola! Aquí
está mi ayuda”, dejar dinero en la mesa, tomarse un café y marcharse casi enseguida.
Cierto día, cuando uno de sus compañeros estaba de cumpleaños, compraron
un par de botellas de ron, tomaron prestado un jeep del ejército y salieron a pasar el
día cazando iguanas con los fusiles de reglamento. Por el camino, nadie supo decir
cómo y porqué, a uno de ellos se le escapó un tiro que le atravesó la pierna a Enrique
José, y desgraciadamente no supieron cómo darle los primeros auxilios. Murió
desangrado camino de regreso al centro de salud.
Cuando la señora supo lo sucedido, me dijo la muchacha, perdió de nuevo la
vista y con ella la razón.
podían hacerle frente a los ataques de la contra; el gobierno por su parte era del
parecer de que mientras no se integraran, no les aportaría protección ni llevaría hasta
su poblado la salud y la educación. A pesar de llevar varios años en ese tira y afloja, con
más malos resultados que buenos, los cuadros políticos que atendían la zona querían
añadir ese pequeño éxito a su currículo, por lo que los intentos de atraerlos hacia ésta
parte de la ideología nunca cesaron. Dos de las actividades que servían como excusa
para visitarlos en sus casas y poder llegar a discutir con ellos sobre otras cuestiones,
eran las campañas de vacunación y la matriculación de los niños en la escuelita del
Puertas Azules.
Invariablemente una vez al mes, los sábados para no interrumpir las clases de la
semana, debía organizar una visita a uno de los poblados aledaños, con el objetivo de
demostrarles a los campesinos de que estábamos pendientes de ellos, y que nos
interesaba que sus hijos asistieran a la escuela. La mayoría de las veces iba
acompañado por alguno de los cooperativistas, el que era seleccionado según la zona
que yo visitaría, para así asegurarnos de que no seríamos rechazados por ser
desconocidos. Solamente dos veces, según recuerdo, me acompañó personalmente
uno de los políticos y el resultado fue un desastre.
maestro” Mi susto fue como para morirse, pues al tiempo que decía aquello el vecino,
abría la puerta y le daba el paso a una comitiva de personas, a quienes de inmediato
reconocí como los miembros del equipo de técnicos pedagogos del Ministerio de
Educación. Ese día venían a supervisarnos, a mí y a mi compañero. De un salto salí a su
encuentro y los saludé uno a uno, poniendo una cara de circunstancias mientras les iba
diciendo: “Fulanito, lo siento, tenemos alerta máxima.” “Sutanito, lo siento, esas
órdenes no se pueden quebrantar.” “Menganito, lo siento, en cualquier momento
esperamos la campana que anunciará el inicio de la exploración.” Como para
corroborar mis propias palabras y no quedar en evidencia, de inmediato me fui a la
casa que ocupaba, vestí el uniforme militar que tenía en uno de los baúles, me colgué
el fusil reglamentario al hombre, me acerqué a la camioneta del Ministerio para
despedirme de aquella gente, y sin más encaminé mis pasos hacia el cuartel del mando
militar. Un rato después, cuando después de verificar que en realidad hoy no era el día
adecuado para hacer una supervisión en la escuela, finalmente los técnicos decidieron
por marcharse lo más rápido que se podía, yo mismo me imaginé lo absurdo que debió
ser aquella escena, con uno grupo de licenciados bien vestidos y perfumados de una
parte, y un maestrito semidesnudo, con un mazo de cartas en una mano de la otra.
Una vez llegué al cuartel del mando militar, me enteré de que los habitantes del
poblado no tenían nada que hacer, porque el mando militar había reaccionado con
suma rapidez, y había organizado tres columnas de exploradores de verdad, de los del
servicio militar, las cuales ya había enviado en todas las direcciones que ese día se
consideraban con posibilidades de ser los puntos de inicio del ataque. Conociendo
esto, y con una especie de remordimiento personal por el hecho de haber sido
encontrado en una situación que en nada debería entrar dentro de las actuaciones de
un maestro de escuela, y como para borrar ese remordimiento, no se me ocurrió otra
cosa que proponerle al coordinador general de las cooperativas que me acompañara
para hacer una vista a El Jocote, el poblado maldito. El señor aquél me quedó viendo
con una cara que no decía otra cosa que “este chavalo está chiflado”, pero al ver que
se lo decía con toda la seriedad del mundo, me propuso que antes debía consultarlo
con el mando militar. No supe si lo hizo para intentar escabullirse o no, pero de todas
maneras la táctica le resultó fallida porque ese día estaba al mando el ‘Jefe Supremo’
de la zona, un chileno que era mi amigo y mi tocayo, y este le dijo que si yo lo decía, así
se tenía que hacer.
Al señor aquella respuesta no le sentó para nada bien, y aunque lo disimuló
muy bien estoy seguro que en el fondo se quedó pensando en la manera de
desquitarse, conmigo por supuesto. De esto me di cuenta porque lo primero que me
dijo, una vez salimos del poblado, ya situados en la parte del camino a partir de la cual
todo era una eterna cuesta abajo, fue: “Se hará lo que yo diga. Usted irá quince metros
detrás de mí, nunca menos, pero si puede, más.” “Vale” le dije en voz alta, mientras
para mis adentros me maldecía por haber tenido aquella ocurrencia.
El caso que es que poco a poco fuimos descendiendo por un caminito que de
no ser porque sabíamos que más abajo había un pueblo, habría dicho que hacía
milenios estaba en desuso. A la izquierda y a la derecha del camino solo se veían
potreros abandonados, sin vacas ni caballos ni cultivos, lo cual me pareció sospechoso
porque tenía noticias de que aquella gente vendía mucho grano de llano, frijoles sobre
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Anécdotas de la guerra
todo. Al cabo de un rato llegamos a un punto del camino, en el que éste le daba la
vuelta al borde de la montaña, hacia afuera, por lo que formaba una especie de
plataforma despejada, desde la cual era posible admirar toda la amplitud de la
hondonada. Era aquél un sitio privilegiado pues al mismo tiempo se podía admirar
toda la amplitud del valle, cercado por tres cordilleras –La del tigre, , y por encima de
una de ellas, en dirección norte, se podían ver filas y filas de picos de montañas, de
color azul por la lejanía, y se me hacía que los que veía en la última hilera ya no
pertenecían al suelo patrio sino a Honduras.
Pues nos quedamos un rato admirando, más por mi personita que por la de mi
acompañante, y estaba yo embelesado en la contemplación de aquel infinito límite de
nuestra querida tierra, cuando un ¡pum! que retumbó allí cerquita de nosotros nos
puso en alerta máxima. Como nos llegó así, de sopetón, de entrada pensamos que la
razón más probable era que una mina había explotado por propia voluntad, o algo por
el estilo, así que intentamos acercamos hacia el borde del camino, para ver si en el
potrero del frente se veían vestigios de de ello. No pudimos comprobar ni determinar
dónde exactamente había sido la explosión, porque una segunda se nos vino encima y
la tierra que levantó nos salpicó de pies a cabeza. Yo me hubiese tirado al suelo o algo
parecido, pues se veía que, aunque cerca, las explosiones no iban a caer justo encima
de nosotros, pero para no ser el único antes le eché un vistazo a mi acompañante
pero, ¡sorpresa!, ya no estaba cerca de allí. Alarmado seguí el camino hacia abajo, y
hasta donde pude ver tampoco se veía, así que supuse que no había ido por ahí sino
por el único lugar que quedaba despejado: hacia los potreros de la izquierda.
Cuando me asomé al abismo realmente no lo vi, solo pude observar un
movimiento por entre las espigas de un zacatal, por lo que, no teniendo otra
alternativa, supuse que aquél era mi acompañante que corría, y salí disparados tras de
sus pasos. Aunque me esforcé todo lo que mis pulmones me daban, ya no lo pude
alcanzar. Corrimos por una parte de la montaña que en otras condiciones nadie se
hubiese atrevido a cruzar en solitario: por los zarzales, por las redes de carrizo, por los
lodazales, por las piaras de sajinos, por las copas de los árboles que impedían la
orientación, por las arañas picacaballos que podíamos encontrarnos a cada paso.
Corrimos, el delante y yo detrás sin decir palabra, durante unas dos horas. Dimos toda
la vuelta a la montaña y no buscamos subir hacia arriba, en busca del camino, hasta
que –esto solo lo supongo– el señor aquél calculó que estábamos a la altura de una
conocida hacienda que estaba a unos 15 kilómetros de Puertas Azules.
Cuando yo llegué hasta la carretera me encontré al señor sentado en una
piedra, limpiándose los pantalones que los tenía plagados de garrapatas y mozotes, su
fusil descuidado a un lado de la carretera, y la mochila con las municiones junto a la
piedra.
–¿Le dio miedo maestro? – me dijo a la primera, sin más, y yo me lo quedé
viendo, tratando de averiguar si aquello me lo decía en serio.
No le contesté nada, pero en mi mente ya empecé a idear todas las
explicaciones posibles que daría en adelante, porque esa burla, o la terminaba ahí o
me seguiría por el resto de mis días. Evidentemente cuando llegamos al poblado, lo
primero que hizo fue contar con gran sorna cómo “el maestrito había salido corriendo
al ruido de los primeros tiros, y que no había dejado botados los libros de enseñar,
Lo más chistoso del caso es que, un día que había ido a visitar a mi amigo
chileno, el que de vez en cuando hacía de ‘Jefe Supremo’, éste me contó que lo que
ocurrió aquel día fue que una columna de exploradores nos avistó desde la cresta de
una montaña, y pensando que éramos de la contra, nos hicieron un par de disparos
preventivos –preventivos porque hasta la distancia a la que estábamos no había Dios
que acertara–.
éramos maricones y entonces nosotros cogíamos una de esas rabias que ofuscan a los
jovencitos y le dábamos en la trompa al que estuviera más cerca, lo que en lugar de
apaciguar las burlas, las aumentaba, convirtiéndose todo aquello en un círculo vicioso,
hasta el punto que un día de la comandancia nos llamaron para proponernos una
separación, que les evitara los malos ratos de nuestros arranques de cólera, pero
nosotros respondimos con un NO rotundo. “Bien. Pero si nos damos cuenta de otra
nariz quebrada, los separamos al momento” nos amenazaron.
Una semana antes de concluir los seis meses de preparación obligatoria en la
escuela militar, nos enviaron a la prueba de fuego. Parecía muy sencilla, simplemente
había que acompañar una carga de provisiones destinada a uno de los BLI14 con base
momentánea en un punto para todos desconocido. Se suponía que el camino y sus
alrededores estaban limpios de contrarrevolucionarios, al menos así lo habían
informado las columnas de reconocimiento que hicieron el peine de la zona, sólo un
par de horas antes de partir nosotros. Sabíamos que en uno de los trechos del camino
que tomaríamos, ya habían masacrado a un convoy de madres que iban a visitar a sus
hijos, por lo que la zona había recibido el estatus de muy peligrosa, y por ello
justamente nos enviaban a nosotros, como brigada de apoyo. Yo y César Augusto
ocupábamos un sitio en el tercer camión. Delante de nosotros iban dos camiones
vanguardia con diez compañeros cada uno, le seguía el camión de municiones –el de
nosotros–, un cuarto también repleto de soldados, un quinto que llevaba víveres y
ropa militar, un camión más repleto de armas pesadas, y el último con diez hombres,
armados todos de ametralladoras de alto calibre.
Era la primera vez que ambos nos adentrábamos en las montañas del norte y
nuestras miradas corrían de un lado a otro, deleitándose con la belleza de la flora y la
fauna tropical, desconocida hasta entonces, y haciéndonos olvidar que detrás de toda
aquella hermosura el enemigo podía estar al acecho.
De pronto una explosión espantosa, nada parecido a lo que hasta entonces
haya yo escuchado, hizo parar en seco al convoy. Todos nos apresuramos a descubrir
lo que sucedía y en el acto comprendimos que habíamos caído en una emboscada,
justo en el sitio en que meses atrás habían sido asesinadas las madres. El segundo
camión del convoy había pisado una mina, se había volcado con el impacto, y los
cuerpos de los muchachos colgaban de cualquier forma de sus barandas. Segundos
después una avalancha de ráfagas de fusiles automáticos y granadas de corto alcance
barría toda la parte izquierda a los camiones. Sentíamos balas, pedazos de granadas y
piedras pasar silbando junto a nuestros oídos. Entonces yo, mi amigo y todos los que
aún conservábamos la vida saltamos hacia la derecha y nos parapetamos como
pudimos detrás de los camiones. Por desgracia el enemigo había escogido muy bien la
zona, pues estábamos en la falda de una montaña y la dirección en que saltamos
estaba la parte más baja. Nos hundimos en todos los huecos que encontramos y
sacamos los fusiles para disparar ráfagas respondonas, pero sabíamos que serían
inútiles mientras no tuviéramos una idea exacta del terreno y, sobretodo, de la
posición del enemigo. Fue entonces cuando en mí se despertó aquel miedo profundo
que me paralizó los sentidos. Creo que, al igual que los demás, comencé disparando,
14
Batallón de Lucha Irregular
pero cuando el alma se me hizo así de pequeñita, solté el arma y me acurruqué detrás
de un árbol con las manos puestas en los oídos para no escuchar las explosiones.
Recuerdo que en un corto momento de lucidez hice un intento de salir y correr, pero
no pude hacerlo, porque a mis espaldas sentía un enorme peso, el de un enorme dedo,
omnipresente, acusante, que me señalaba desde arriba y el de unas enormes cejas,
divinas, morbosas, que se dirigían a mí y me gritaban: “Sufre, llora, teme hijo de malas
artes, que hasta cuando desaparezcan para siempre los últimos restos de tu voluntad
humana, de tu orgullo, y se haga trizas tu conciencia de débil mortal, encontrarás la
paz en mí” Llegó un momento en que ya no pude aguantar aquel infierno y me volví
hacia mi amigo, en busca de ayuda, y cuando mis ojos se toparon con los de él, en el
acto comprendí que aquello que hasta ese momento consideraba imposible, aquello
que nunca creí sucedería, ocurría: mi amigo estaba muerto de miedo y escondía la
cabeza entre las manos. Entonces me envalentoné, porque sentí que se rompía la
cuerda de coraje que nos mantenía siempre unidos, que nuestra amistad se esfumaba
con el acobardamiento de ambos. Le toqué la espalda y al oído le grité que
cambiáramos de lugar, que ocupara el sitio junto al árbol en donde estaría más seguro.
Sólo cuando se acomodó en mi hueco, pude ver su cara llena de lágrimas y los chorros
de mocos que no podía contener.
Nunca supe cómo se dieron cuenta, pero de alguna forma llegó la noticia de la
emboscada hasta la escuela y en pocos momentos –si a hora y media de sufrimientos
se le puede llamar un momento– llegaron los refuerzos, compuestos de soldados ya
curtidos en situaciones parecidas y los cuales en menos de media hora pusieron en
fuga al enemigo. Durante todo este tiempo yo estuve al cubierto, tirado boca abajo,
temblando de miedo, sin preocuparme por lo que podía suceder, sintiendo cómo mi
espalda se cubría de restos de naturaleza muerta que caía abatida por el fuego de las
armas automáticas y bombas de corto alcance.
Cuando en algún momento recuperé la seguridad de mi existencia, estiré las
manos para animar a César Augusto y con horror descubrí que no se movía. Sacudí
fuertemente su cuerpo, tratando de revivirlo para en adelante no echarme la culpa de
lo que claramente había sido un juego del destino: la bala que me hubiera alcanzado a
mí si no le hubiera cedido mi sitio, le había arrebatado la vida. Me culpé porque el
único acto de valentía que en su provecho fui capaz de llevar a cabo, había terminado
tan cruelmente. Entonces sí que perdí la razón, me puse de pie y comencé a disparar
alocadamente a diestra y siniestra contra un enemigo que ya estaba a muchos
kilómetros de distancia. Para suerte mía y de los demás, parece que estuve todo el
tiempo disparando hacia arriba, pero lo que no fue suerte fue que mis compañeros
comprendieron equivocadamente mi locura como una señal de victoria y comenzaron
todos a disparar, lo que provocó el retiro táctico del pelotón de refuerzo que seguía al
enemigo, hecho que nos levantó la moral porque pensamos haber sido nosotros los
vencedores.
Luego recogimos los restos del convoy.
La carretera aquella se fue rápidamente llenando de los pedazos del pequeño
ejército: doce o quince muertos, como unos diez heridos, tres camiones
completamente destruidos y dos de ellos cruzados de lado a lado por las ráfagas de las
ametralladoras automáticas. Un capitán de barba sucia pasaba cada cinco minutos
delante de cada uno de nosotros y nos animaba con palabras que ensalzaban nuestra
heroica resistencia y premiaban el hecho de haber cumplido rigurosamente con
nuestro deber. Yo casi me lo creí, hasta el momento en que uno de los compañeros de
escuela se me acercó y quiso mostrarse solidario dándome suaves manotazos a la
espalda, pero la retiró rápidamente, asustado por una cosa pegajosa que llenaba mi
espalda. Cuando me di la vuelta para averiguar lo que era, con horror descubrí que
tenía la mano manchada con los restos de una cosa blanca surcada por delgadas
ramificaciones rojas: un cerebro humano. Eran los restos de la inadvertida existencia
humana de mi amigo, que sin ningún asco adornaba la parte más ancha de mi camisa
verde olivo.
Después de la guerra
15
Armadillo
para ver el final. Éste se celebraba en la plaza Domingo Gadea, situada entre las dos
escuelas de primaria del barrio Jaime Úbeda y el estadio de fútbol. Antes de la guerra
éste era el lugar en que los circos y las ferias de fin de año colocaban sus chinamos y
llenaban por fin de alegría aquella ciudad, porque Estelí fue una ciudad muy triste
hasta que llegaron los emigrantes de occidente, nosotros entre ellos. Total que en el
río nos entretuvimos más de lo deseado, porque ese día la corriente había arrastrado
un enorme tronco medio podrido, el cual no se hundía en el agua, por lo que podíamos
jugar encima de él como si de un cayuco se tratase.
Cuando nos percatamos de que se había hecho muy tarde, sin pensarlo dos
veces saltamos del tronco y salimos a la orilla; nos vestimos rápidamente, cometiendo,
sí, la estupidez de salir por la orilla contraria, opuesta a la ciudad. Como el paso más
cercano estaba a unos quince minutos andando, y ya no teníamos ganas de
desvestirnos para cruzar nadando, llegamos al acuerdo de que por esta vez yo me
desvestiría y cruzaría con todos ellos al hombro; otro día me recompensarían por ello,
así fue el trato.
Evidentemente que al primero que intenté cruzar a hombros fue a mi amigo
salvadoreño, quien justo ese día estrenaba zapatos nuevos y por eso tampoco quiso
quitarse la ropa. Se acomodó bien en mis hombros y poco a poco empecé a caminar
con mucho cuidado porque el lecho del río tenía bastantes piedras. Cuando estaba a
punto de alcanzar la otra orilla, en una zona que era más o menos profunda,
escuchamos un grito allá en el puente, y al volver la cabeza vimos que algo había caído
al agua. Supusimos que alguien había saltado desde lo más alto de la estructura y nos
quedamos un rato observando, esperando a que emergiera del agua, varios metros
más acá en nuestra dirección porque así era como siempre lo hacían. Pasaron unos
tres minutos y nada pasaba ni se veía nada. Yo ya estaba cansándome de tener a mi
amigo cargado, así que decidí continuar, pero en ese momento éste, asustado como el
mocoso de doce años que era, me gritó y mientras me señalaba en dirección al puente
me decía “¡Míra! ¡Allá viene un cuerpo! Parece que se ha dado un golpe” En efecto,
como a unos veinte metros de nosotros se veía algo que venía flotando en nuestra
dirección; yo no veía bien porque estaba más abajo, casi al nivel del agua, pero mi
amigo sí. Aún así quiso elevarse un poco más para ver mejor y en el movimiento que
mi amigo hizo ambos perdimos el equilibrio y él se cayó al agua, y como tenía las ropas
puestas que con el agua le pesaban y los zapatos los llevaba colgados en una mano,
aunque sabía nadar se desorientó un poco y se estaba ahogando. En la desesperación
del que se ahoga empezó a patalear y a dar manotazos en todos los sentidos, hasta
que en una de esas me agarró del pelo y me empujó hacia abajo para que yo le sirviera
de impulso hacia arriba; como no podía lograrlo no me soltaba del pelo y yo no podía
subir hacia la superficie. Cuando yo ya estaba en las últimas también, lo único que se
me ocurrió fue morderle la mano libre para que me soltara, y lo hizo, y cuando salí a la
superficie me topé con el cuerpo que venía flotando. Solo pude verle la cabeza. Parece
que el muchacho todavía estaba vivo porque se veía que movía los labios. Quise
cogerlo y arrastrarlo hacia fuera del agua, pero en eso escuché el chapoteo de mi
amigo, así que abandoné a éste y me abalancé sobre el otro; a duras penas logré
sacarlo hacia la orilla. Cuando terminé me recosté unos momentos en el suelo para
recuperarme del cansancio, y después me levanté para ayudar el desconocido que
seguía ahogándose.
Mi cuarta vida
Yo no había terminado el Servicio Militar Patriótico, me faltaba más de un año.
Durante los últimos meses ya casi no salía a guerrear por la montaña, pues me tocaba
ayudarle mucho al Teniente Nelson, de origen chileno, a confeccionar los reportes y las
gráficas de ubicación del enemigo que casi a diario pasaba a la comandancia militar
para la Región I. Esto, y no creo que haya habido otra razón, me ganó la fama de
letrado entre los jefes de la región, por lo que cuando se presentaron los Técnicos del
Ministerio de Educación a resolver la necesidad de la rehabilitación de las escuelas de
la zona, yo fui de los primeros a los que se les hizo la propuesta de concluir el Servicio
Militar como maestro rural, dependiendo únicamente de las autoridades civiles,
aunque atenidos a las órdenes de seguridad que los militares emitieran.
–Pues me parece correcto – respondí sin pensármelo dos veces y calculando
instantáneamente el aumento de días libres que tendría.
Fue así que pasé a formar parte de un pequeño grupo de protegidos que
durante cuatro duras semanas fuimos entrenados en las técnicas, pedagogías,
metodologías y secretos de la educación primaria multinivel. Éramos seis en total.
Todos fuimos asignados a la misma zona, considerada como muy peligrosa, y si no
tomamos en cuenta el primer día en que viajamos juntos en el único camión civil que
transportaba pasajeros, no volvimos a vernos.
Debido a este repentino cambio de planes fue que llegué a tener algunas
oportunidades que los simples mortales no tenían, y una de ellas era que podía asistir
al curso especial de bachillerato que las autoridades regionales y el mando militar
concertaron con el Ministerio de Educación para mejorar el nivel académico de sus
oficiales. Me sentía extraño en aquel grupo. Yo, uno de los más insignificantes
chapiollos, un gato que en los días de nuestra gran revolución apenas si podía limpiar
su propia caca, podía darme las manos, bromear e incluso permitirme alguna que otra
corrección a los héroes nacionales. Allí estaban los Zeledón, encabezados por aquel
portento de mujer que con sus manos apaleó a dos guardias leoneses en pleno parque
municipal, también estaban El Zorro y todos sus hermanos, los Gámez, los jefes de las
policías municipales, los jefes de las bases militares, los jefes de las escuelas de
entrenamiento, los políticos profesionales asignados a las zonas de mayor relevancia
político-económica y el Comandante en Jefe de las Tropas Facundo Picado, alma y
nervio de la defensa militar en la Región I.
Boanerges, así se llamaba. Extrañamente, aunque sabía que asistía a la misma
escuela que yo, no había tenido la oportunidad de conocerlo personalmente; sabía
algo de su historia porque un amigo mío, antiguo integrante de un grupo especial del
ejército llamado PUFE, me había explicado quién era aquella leyenda viviente. Pasaron
varios meses sin que pudiera verlo por la escuela; el día en que eso sucedió casi ocurre
una desgracia porque yo y una de mis compañeras de trabajo estábamos pidiendo raid
en la carretera panamericana con dirección norte, y fue su vehículo el primero que se
detuvo para llevarnos. Conducía una camioneta japonesa montañera, y no sé si es
porque llevaba prisa o porque no se dio cuenta lo que pasaba allí atrás, pero arrancó
cuando ésta solo tenía un pie en la tina y el otro en el suelo. Como es de suponer,
perdió el equilibrio y se hubiera estrellado la cabeza en el pavimento, de no ser por
uno de esos reflejos que a veces me asaltan y que me permitió agarrarla del pelo antes
dominados por la pequeña empresa, cosa que contrariaba demasiado la política del
gobierno sandinista. En esos tiempos era difícil llegar al poblado porque no había
transporte público. Había que avanzar unos cuántos kilómetros en el camión que
llevaba a San Rafael del Norte, bajarse en un gancho de camino y hacer caminando los
ocho kilómetros que faltaban, por la derecha. En ese corto trayecto había dos sitios
que daban un poco de repeluz, porque en varias ocasiones fueron emboscadas las
caravanas que transportaban comida y municiones a los batallones del norte.
La mañana aquella estaba fresca y el andar no fue tan tedioso. Cuando llegué a
la comunidad y pregunté por los maestros, me comunicaron que habían suspendido
por tres semanas las clases porque se habían aventurado a por dinero en la pepena del
café en una hacienda cercana. Mala suerte la mía, así que dediqué el resto de la
mañana a hablar personalmente con algunos alumnos y de paso me zampé un par de
litros de espumosa leche cruda, de teta, y dormí un par de horas en una de las aulas la
escuela primaria, cerrada a partir del mediodía. Tenía que perder el tiempo de esa
manera, porque no tenía sentido regresar al gancho de camino, pues el camión de
transporte pasaba a eso de las seis de la tarde. Cuando me desperté ya eran casi las
cuatro y de inmediato me puse en marcha para llegar holgadamente. Salí del pueblo
sin decirle nada a nadie, porque total nunca me despedía de nadie en concreto: para
ellos era demasiado peligroso mostrarle amistad a los representantes del gobierno.
Esa vez, sí, esa mala costumbre pudo costarme la vida.
Apenas había avanzado unos dos kilómetros, cuando sentí en las tripas el
efecto que siempre me hace la lecha cruda. Afortunadamente estaba cerca de un
bosquecillo de cornizuelo y sin mayores temores me aparté del camino y me
desahogué con toda la calma del mundo. La segunda vez que me vi obligado a salir del
camino tuve que hacerlo en medio de la nada, porque no había nada cerca que me
protegiera. Al fondo destacaban manadas de yeguas y los peones que curaban a los
potrillos. A pesar de ello no tuve ningún reparo en bajarme los pantalones, pues
calculé que la distancia era lo bastante segura como para que no reconocieran mi
identidad –aunque la gente del campo, ya muchas veces lo he notado, reconoce a la
gente a mucha distancia, no sé si por los gestos o porque tiene la vista tan aguda–. La
tercera vez que salí del camino llegué hasta el lado opuesto de una pequeña loma que
estaba un poco lejos. Desde allá arriba era capaz de ver todo y todos podían verme a
mí, por lo que a pesar de mis reticencias tuve el pudor de esconderme entre unos
matorrales de guayaba silvestre que al mismo tiempo me sirvieron de entretenimiento
mientras descargaba. Estaba así, ensimismado en mi contacto personal con los Dioses,
cuando escuché el ruido de un motor que se acercaba y a lo lejos por la curvatura del
camino, en dirección hacia La Campana, pude distinguir la columna de polvo que
levantaba un jeep a toda velocidad. No sé porqué diabólico pensamiento se me ocurrió
que en él podía venir Boanerges, mi amigo. Quizá me lo imaginé así por la posibilidad
de que, a pesar de la velocidad, me reconociera y perdiendo unos minutillos de su
valioso tiempo tendría la amabilidad de llevarme hasta el gancho de camino.
Rápidamente me subí los pantalones y salí corriendo en dirección al camino, para
cortarle el paso, pero casi al mismo tiempo que salía de los matorrales, unas sombras
recortadas al sol llamaron mi atención desde la loma opuesta, al otro lado del camino.
Rápidamente me tendí en el suelo, más por costumbre que por precaución, y con poco
esfuerzo pude reconocer que se trataba de un grupo armado; desde acá no podía
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Anécdotas de la guerra
16
Especie de mosquito
tuvo ganas de aclarar el asunto ni nada por el estilo. En silencio esperamos a que el
baquiano se orientara en aquella selva, y cuando indicó el camino, con la misma pereza
de antes emprendimos el camino de regreso.
Como a los quince minutos de aquel andar cansino, a todos nos llegó la lucidez
y nos fue claro el rumbo que íbamos tomando: caminábamos en dirección al centro del
país, es decir rumbo a una de las bases militares de descanso. La primera idea que en
estos casos a los soldados se les ocurre es abandonar todo aquello que le parece
superfluo y llenarse de aquello que cree se puede necesitar durante el descanso, así
que a medida que avanzábamos me iba encontrando por el camino señales de todo lo
que los muchachos iban dejando: el agua, los racimos de guineos verde que cortamos
en los fangales, las naranjas ácidas que cortamos entre los cafetales, los tallos pelados
de caña de azúcar… Al mismo tiempo, aquí y allá se oían tiros desperdigados de AK–47,
pero no hicimos nada al respecto porque a todos nos era claro que las columnas de
avanzada estaban intentando cazar algo para llevar carne a la base. Esto también lo
confirmamos poco tiempo después, porque en los troncos de algunos árboles íbamos
encontrando animalejos muertos a tiros, atados con bejucos, y con señales que
indicaban quién era el único autorizado para recogerlo: esta era una de la reglas no
escritas de los exploradores, quienes al ser los únicos que tenían autorización de salir a
cazar, se veían en el derecho de escoger cómo y cuándo repartían la caza.
Como a las cuatro horas de avanzar por entre la selva, por fin llegamos al claro
de un riachuelo y el jefe tuvo la buena –o mala– idea de hacernos avanzar por el lecho,
pues era más eficiente. En cualquier otro momento ésta habría sido considerada una
decisión temeraria, pero como ya decía, el Jefe Moralitos, el Hombre, había perdido la
concentración. A nosotros, sí, nos dio confianza el hecho de haber enviado a reforzar
las columnas de exploración que avanzaban por las dos orillas de la quebrada, encima
de nosotros, por la cima de los barrancos.
Las aguas de la quebrada por cuyo fondo íbamos caminando las recordaba igual
de claras que en caminatas anteriores, y su perfume a aguas rápidas, a piedras sin
moho, a arenas sin lodo, en aquellas ocasiones me hicieron olvidar los malos
momentos de la guerra y ahora también. Lo que no recordaba de aquellos momentos
era la nube de boquerones que se iban levantando a nuestro paso, con un desparpajo
como si por primera vez en la vida sintieran la presencia de otros seres. Al comienzo
solo eran unas mosquitas molestas que apartábamos a manotazos. Luego ya fue
cuestión de protegernos los huecos de la nariz, los oídos, los ojos y la boca. Luego
empezaron a mordernos –y digo morder, porque muerden, no pican– las manos, la
cara y las partes del pecho que teníamos descubiertas. Aunque ya había estado en
situaciones parecidas en los cañaverales de Chinandega o en los lodazales del Norte,
aquello me estaba sobrepasando un poco; al igual que mis compañeros, me metí en el
agua, me revolqué en el lodo, me froté con hojas de Zorrillo, pero aquellos bichos no
paraban de mordernos. Pronto empecé a tener la sensación de estar en una de esas
escenas de películas de aventuras, en la que los valientes se ven literalmente
sepultados por millones y millones de animalejos, que, bocadito el uno, bocadito el
otro, los dejan en huesos antes que den el último suspiro. No recuerdo exactamente
cuánto tiempo me resistí, pero debieron ser muchos minutos, talvez horas, porque
cuando dejé de hacerlo me invadió un cansancio increíble y me abandoné a la suerte, y
creo que a partir de ese momento caminé dormido, porque perdí por completo los
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Anécdotas de la guerra
recuerdos desde ese instante. Mis compas después me dijeron que no notaron nada
extraño en mi forma de andar, y que saltaba de piedra en piedra con la misma lucidez
que lo hacían ellos.
Cuando recuperé la conciencia estaba descansando a la sombra de un
guarumo, la cabeza recostada en mi mochila, el fusil atado al brazo derecho, tal y
como nos habían enseñado a hacer en la escuela militar. Nadie a mi lado se
preocupaba por mí, nadie se sorprendió de que me levantase, nadie dio voces de
alarma. El lugar me era desconocido, aquellas nubes no avanzaban en la dirección de
siempre, el viento no arrastraba el olor de mis montañas. Pregunté la hora, y cuando
me lo dijeron, despreocupado me dije que en la vida hay cosas más importantes que
buscar tres horas de recuerdos perdidos.
El robo
Aquel invierno, finales del primer año de la última década del siglo, la
presidenta de la república cometió la gran estupidez de enterrar, a bombo y platillo,
todas las armas que encontró a su alcance; las aterró en mitad de la plaza que adorna
el patio frontal del Palacio Nacional de la Presidencia. Así era de tonta la señora,
aunque pensándolo bien tuvo su mérito, porque salir de la cocina de su casa a la
presidencia de la república tampoco es tarea fácil. Todos nos imaginamos que después
del alto al fuego las armas recuperadas pasarían a ser custodiadas por el ejército y
éstos se encargarían, como personas que saben de qué va el asunto, de deshacerse de
ellas bajo la atenta mirada de unos cuantos observadores internacionales, lo cual, para
disgusto de muchos, no fue así.
Los que entregaron sus armas: contras, soldados, milicianos, paramilitares,
desmovilizados, algún que otro maestro de escuela y campesinos cooperativistas,
quedaron a la expectativa, con la ilusión de ver cumplidas las promesas hechas por
nuestra presidenta, quién había ofrecido la distribución de unas tierritas en zona fértil
y la construcción de unas cuantas carreteras que mejoraran la maltratada vida del
campo.
Las promesas nunca se cumplieron y en cambio las ciudades más grandes del
país se llenaron de tantas personas sin oficio, que causaba dolor verlos deambulando
por las calles en busca de una segunda oportunidad. Los menos valientes se mantenían
con trabajos menores, que dieran para los cigarrillos y el trago nuestro de cada día,
pero ya se sabe que cobrar por hacer chapuzas nunca ha sido un trabajo que permita
vivir con decencia. Los más orgullosos intentaron continuar aplicando sus artes de
guerra en asaltos de camino y robos menores de ganado, pero pronto se dieron cuenta
que esto los convertía en seres doblemente fuera de la ley: enemigos de la ley y
enemigos de la gente, razón por la cual poco a poco lo fueron dejando.
Un grupo de estas almas perdidas se daba cita los viernes, sábados y domingos
en la casa de un vecino que tenía un taller de zapatería y lo cerraba exclusivamente
para esas reuniones. Y digo reuniones para no tirar más ceniza en el asunto, pero lo
que en realidad hacían era apostar en un juego de cartas que nosotros le decimos
desmoche. Como siempre pasa en este tipo de apuestas, se comenzaba con patas
flojas de a veinte pesos y a medida que la tarde avanzaba y los ánimos se
encandilaban, se llegaba a los cien y hasta doscientos pesos; se rumoreaba que más de
una vez llegaron a botes de cuatro mil pesos, cantidad que podía poner nervioso a
cualquiera. Lo que nunca quedó claro de este asunto, es de dónde salía todo ese
dinero que los soldados solían apostar, Se rumoreaba que era el ejército mismo el que
los mantenía, a fuerza de deshacerse de algunas propiedades y pertenencias –armas–
que estaban pasando a manos de los narco–guerrilleros, pero eso eran solo rumores
que nunca nadie pudo comprobar. También se dijo, y esto nos pareció más razonable,
que el dinero representaba los últimos sueldos que los gringos les estaban entregando
a sus ex soldados de la contra, cosa que al parecer había sido negociada en secreto con
el ministro de la presidencia, a espaldas de su querida jefa.
Alguna vez yo me acerqué por el taller para ver si podía aprender algún truco
de los grandes maestros, pero la verdad es que poca cosa se me quedaba del juego,
pues además de la gran intuición que hay que tener para anticipar las jugadas, y yo no
tenía la paciencia para analizarlas todas, la parte síquica que ayuda a leer situaciones y
conspiraciones en el rostro del contrario, es algo que nunca se me dio bien. A pesar de
lo inútil que era mi presencia, para ambas partes, me quedaba allí, embelesado de ver
la facilidad con que aquellas enormes cantidades de dinero cambiaban de mano sin el
menor pestañeo. No es que a esa gente no le importara el dinero, pero supongo que
eran legales en cuanto a soportar las pérdidas de la mejor manera posible, así que
nadie hacía escándalo por salir trasquilado.
Eso fue así de tranquilo hasta el día en que a un ex-compa, hermano de uno del
barrio al que le decíamos El Piojo, al parecer se le desaparecieron mil pesos de la bolsa
del pantalón, y como el único extraño del grupo era yo, sin más ni más me acusó como
autor del robo. Como al comienzo no parecía muy convencido, los demás me
preguntaban, medio en broma medio en serio, si de verdad los tenía yo, pero luego se
cansaron de tanta negativa y, ya en serio la cosa, dijeron que había que registrarme.
Me agarraron de pies y manos, me registraron el pantalón corto que era lo único que
vestía y no encontraron nada, entonces alguien –mala suerte que estaba entre
soldados– se acordó de cómo eran sometidos los prisioneros en tiempos de guerra, así
que tuvo la mala idea de proponer que me hicieran lo mismo, por lo que me
maniataron entre todos y me quitaron la ropa para ser más concienzudos en el
registro. Tampoco encontraron nada, porque de verdad no los tenía. Es evidente que
mientras todo esto ocurría yo lloraba y gritaba con todas mis fuerzas, y ellos me
sostenían con aquellos brazos como tenazas y me tapaban la boca con pañuelos para
que nadie fuera del taller escuchara. Hubo un momento en que se me acabaron las
fuerzas y dejé de gritar, y entonces, con mil lágrimas en los ojos se me ocurrió
amenazarlos con decírselo a mi papá, les mencioné su nombre y apellido, y entonces
se dieron cuenta que estaban torturando a un familiar de uno de los jugadores más
frecuentes en aquellas partidas, por lo que me devolvieron la ropa, me secaron las
lágrimas y me dejaron ir. Nadie se disculpó y nadie se hizo cargo de la vergüenza; yo
me juré que nunca más me haría amigo de los militares.
Ventajas y desventajas
Todos los chavalos que cumplieron el Servicio Militar y decidieron quedarse
como asalariados del ejército, después de la desmovilización y la reducción del Ejército
Nacional, aunque novatos como integrantes del ejército, tuvieron la suerte de recibir
todo el paquete de ventajas que para sí se resguardaron los mandos militares. Nadie
supo exactamente cuántas y cuáles eran esas ventajas, pero se supone que después de
tantas décadas de tira y afloja por la libertad, primero, y por el poder, después, podía
considerarse un poco impuro irse con las manos vacías. A todos los rincones del país
llegaban aquellos rumores de las tremendas piñatas y el saqueo descarado de todos
los bienes del estado. Lo que pasaba, sí, era que estos rumores ya llevaban años y años
circulando, y hasta ese momento todos éramos conscientes de lo honesto que había
sido el gobierno, así que no nos lo creímos entonces y por lo tanto tampoco ahora eran
motivo de credibilidad.
Así pues, todos los recién ingresados al ejército se sintieron nadar en la
abundancia. Uno de aquellos agraciados era mi amigo Bucardito, con el cual yo tenía
una amistad desde la época de la escuela primaria, cuando a pesar de la edad que nos
separaba, él siempre buscaba cómo halagarme de alguna manera, porque yo era el
peso pesado de la clase, el único al que los trabajos le salían bien, así que siempre al
final de las clases me esperaba en el portón de salida y me llevaba en su moto hasta mi
casa, a no ser que ese día le hubiese salido un negocio mejor. Una vez, un par de
meses antes de que terminara de cumplir el Servicio Militar, me lo había encontrado
en una fiesta que organizaba el Instituto Nacional de Secundaria, y se pasó toda la
noche jactándose de que era el único de nuestros conocidos al que nunca le sucedió
nada en la guerra. Esa noche con su historia tuvo mucho éxito y creo que se fue a casa
con dos acompañantes bien bonitas.
La siguiente vez que lo vi estábamos en La Barranca, un balneario que antes
pertenecía al ejército y que era famoso porque tenía una piscina que parecía colgar de
la falda de una montaña. Yo estaba haciendo cola, acompañado de unos amigos del
barrio, pues habíamos llegado muy temprano y todavía no estaba abierto al público,
solo para los militares; cuando Bucardito me vio de inmediato habló con los porteros
para que nos dejaran pasar. Nos saludamos y yo le presenté a todos mis amigos,
coleguitas del barrio. Ese día mi amigo no estaba solo, así que después de aquel corto
saludo y otra más corta conversación sobre cómo nos iban las cosas, le agradecimos el
habernos hecho pasar y luego nos retiramos al mejor sitio que encontramos.
Desde allí podíamos vigilar todo lo que ocurría en los alrededores de la piscina y
en el interior de la misma. Había muchachas delgadas, muchachas bonitas, muchachas
solteras, y un montón de machos jóvenes exhibiéndose para llamar su atención, entre
ellos mi amigo Bucardito. Los veíamos a todos cómo se acercaban hasta el trampolín
de mayor altura –había dos, uno para los niños y otro para los adultos–, sobre la tabla
caminaban despacio, con la mejor elegancia que podían, hacían un par de
estiramientos para sacar músculos y pecho, y luego saltaban haciendo piruetas. Al caer
abajo, algunos, a propósito caían de espaldas para que el agua salpicara los
alrededores y así tener una excusa para acercarse a las muchachas y de esa manera,
con el pretexto de las disculpas, iniciar una conversación con ellas.
En una de esas en que Bucardito se aventuró a saltar, no sin antes cumplir con
el protocolo de rigor, nos llamó a grandes voces para que lo viéramos y de paso se
aseguraba que todas las miradas se posaran en él. Por las señas que nos hizo
entendimos que intentaría un salto con doble pirueta en el aire, cosa que pocas
personas se atrevían a realizar en ese trampolín, porque era muy bajo. Como a cámara
lenta recuerdo todos aquellos sus preparativos y lo espectacular del salto hacia arriba
que hizo; de la misma espectacular manera recuerdo verlo encogerse de dolor en el
aire, y caer no en el agua, sino chocar contra el canto de cemento de la piscina, para
luego caer y sumergirse en el agua sin esfuerzo alguno, como si fuera una piedra de
río. Todas las personas, los socorristas incluso, pensaron que se había muerto con el
golpe, porque el agua de la piscina estaba completamente roja, y por eso tardaron
mucho, casi cinco minutos, en bajar a buscarlo. Cuando finalmente lo sacaron, se
dieron cuenta que seguía con vida y de inmediato solicitaron una ambulancia militar
que lo trasladara a la capital. Allá pasó tres meses entre la vida y la muerte, luego otros
dos con unos alambres, como jaula, atravesados en la mandíbula, pero finalmente se
recuperó del todo.
Unos ocho meses más después del incidente, hablando casualmente con otro
compañero del instituto, éste me explicó que él conoció al detalle toda la historia,
porque era el secretario de la Jefatura de la Policía Militar y tenía acceso a todos los
106 Todos los derechos reservados
Anécdotas de la guerra
informes. Resultó ser que en el mismo momento en que mi amigo saltaba hacia arriba,
un capitán del ejército enloquecido porque descubrió, en un supermercado que estaba
a unos doscientos metros de la piscina, que su mujer disfrutaba con otro algunos de
los beneficios que a él le correspondían, sacó su AK reglamentaria y comenzó a
disparar a diestra y siniestra. Desgraciadamente una de las balas rebotadas hirió a
Bucardito en una pierna y esto provocó su desequilibrio y el resto de desastres que ese
día le ocurrieron.
Y para mal fin de la historia, resultó que ese otro era justamente mi amigo.
Ese año, después de las fiestas de Año Nuevo, ya cerca de que comenzaran la
fiestas patronales del pueblo, un grupito formado por unos diecinueve, y entre los
cuales estaba un primo mío, organizaron una especie de reunión secreta en una de las
pozas de un río, en donde la gente se reunía para Semana Santa. Se consideraba
secreta porque nadie más acudiría, pero era evidente que todo el mundo sabía acerca
de ella. La reunión iba a comenzar el sábado por la mañana y se decía que llevarían
comida y bebida para pasar varias horas. Los que no estábamos al tanto de los
preparativos, nos aventurábamos a creer que se trataba de la celebración de un
cumpleaños, o el aniversario de alguno de los compañeros caídos, pero a decir verdad
nadie estaba seguro de nada. Mi primo me había invitado, siempre lo hacía, porque
sabía que yo siempre le daba un toque de humor a todas las fiestas, pero esa vez me
negué y dije que no, porque a fin de cuentas, pensé, yo no era parte del grupo y
tampoco había sido guarda fronteras, por lo que me excusé con aquello de que no
debería participar en una reunión entre colegas.
El sábado mencionado, algunos curiosos se plantaron a la salida del pueblo, en
la acera del frente al portón principal del cementerio, justo en donde comenzaba el
camino por el que se llegaba hasta el lugar. Curiosos, decepcionados, arribistas,
vendedores, lustradores, madres, primas y conocidos se apretujaron allí sólo para ver
si realmente se veía algo especial, pero terminaron decepcionados cuándo el grupo
pasó y vieron que no lo había, que solo era una excursión de jóvenes, de las mismas
que hacen los jóvenes en todas las circunstancias. Y visto lo visto, a la gente no le
quedó más remedio que desahogar su curiosidad de otra manera, así que entre ellos
se pasaron la voz y quedaron para organizar una especie de vigilia en el parque frente
a la iglesia, el mismo al que la gente a veces le decía parque municipal. Como fue una
fiesta organizada así de repente, nadie tuvo la oportunidad de contratar un equipo de
sonido decente, por lo que se conformaron con el sonido de un par de reproductoras
de cintas magnéticas y algunos grupos espontáneos dedicados a la música regional.
Aunque eso era poco dado lo bien organizado que estaba el tema de la música en otras
ocasiones, la fiesta no salió tan mal porque además de la música, pronto aparecieron
las infaltables botellas de ron, esas botellas que nunca se ven en las pulperías ni en las
estanterías de las casas, pero están ahí en cuanto se necesitan. El caso es que se armó
tal algarabía que aquella noche fue imposible que la gente del pueblo distinguiera los
ruidos que llegaban desde la distancia, y aunque los hubieran captado, se hubieran
disipado entre los gritos que llenaban la plaza y se acentuaban a medida que la fiesta
llegaba a su cénit.
Nadie supo realmente lo que pasó en el río, en la fiesta que organizaron los ex
guarda fronteras, porque no hubo más testigos que lo vieran. Muchas historias circulan
por ahí tratando de explicar lo que ocurrió, pero no se sabe cuál es la cierta. Yo me
inclino por aquella que explica que fueron atacados por un grupo contra que llegó
hasta allí ex profeso. Según esta historia, todos estaban felices en la poza, comiendo,
tomando y hasta parece que se había puesto a bailar porque se encontraron algunas
cintas magnéticas, cuando vieron que en una montaña que hay cerca de allí, había
apostado un grupo de militares. Los militares por esa zona no eran comunes, pues para
dar las alertas convenientes, en caso necesario, bastaba un cabo y un soldado raso de
la policía, por lo que los muchachos, a fuerza de costumbre, se pusieron en alerta de
guerra. Parece ser que uno de ellos hasta llevaba una granada de mano, simple
recuerdo de su etapa militar, y le quitó el seguro, porque la espoleta se encontró allí
mismo en el suelo; parece, sí, que la granada estalló dentro del agua, porque fuera de
ella no se encontraron huellas de explosión. (Rememorando más tarde sobre lo que
ocurrió, las personas que vivían cerca de la zona, dijeron que escucharon algún
disparo, pero no le dieron importancia pues ya estaban acostumbrados a ello, porque
era común, casi normal, que en los días de fiesta o los fines de quincena –cuando los
jornaleros recibían su sueldo–, salieran a relucir las armas de guerra que muchos ex
combatientes se habían dejado escondidas en sus casas, como recuerdo, e hicieran
disparos al aire, cuando no ráfagas cortas.)
Al día siguiente, domingo, algunos padres preocupados porque sus hijos no
regresaron a casa, enviaron a un grupo de chavalos a buscarlos a la poza. Aunque era
un tema preocupante, la organización de la pesquisa no fue tan rápida como debieron
haber sido, porque los adolescentes que fueron encomendados a ella no querían ir a
pie, y hubo que esperar a que todos fueran a los potreros a por los caballos y los
ensillaran luego. Más aún, después de esto, como ya estaba llegando la hora del
almuerzo, todavía se quedaron un rato más para comerse un tentempié. Al final la
acumulación de todas estas pequeñas pérdidas de tiempo, provocaron que por fin la
comitiva saliera a eso de la una de la tarde.
Al llegar, lo que se encontraron los niños fue algo aterrador: dieciocho cuerpos
alineados de menor a mayor, desnudos, atados los pies con cáscaras de guásimo, las
manos cortadas a machetazos y también sus penes con todo y testículos, los cuales se
los habían introducido en la boca.
Les habían reventado los ojos con un puñal.
Parece ser que no opusieron resistencia porque ninguno de ellos tenía heridas
de bala y tampoco se encontraron casquillos por el suelo.
Los chavalos no se quedaron a ver mucho rato porque tres de ellos empezaron
a vomitar y no podían parar, así que montaron en los caballos y a la carrera llegaron
hasta el pueblo. Allá contaron todo lo que habían visto y todos, sin excepción, se
tumbaron en la cama y no salieron en toda la semana, ni siquiera para comer.
Después de aquello, todos en el pueblo quedaron atemorizados, porque se
pensó que había sido una especie de ajusticiamiento cometido por algún grupo
contrarrevolucionario que buscaba venganza, y continuarían así con aquellos
desmovilizados que estaban desarmados, pero lo cierto fue que nunca más ocurrió
algo parecido. Nunca se supo quién fue ni nunca más volvió a ocurrir.
Reunión familiar
Los Meneses eran una familia que antaño había sido adinerada, y aunque
después de tantos años sin poder comerciar aún lo eran, ya no despertaban aquel
respeto de entonces.
Eran una familia numerosa.
En la misma casa que yo conocía, propiedad de don Arnulfo, había unas catorce
personas, y según me contaban tenía un hermano, Rolando, que vivía en el barrio El
Calvario y en su casa alojaba a unas dieciocho personas, todos muy cercanos. En todo
el barrio eran famosas las fiestas familiares que organizaban, aunque nadie podía
contar cómo eran por dentro porque nunca invitaron a nadie.
Ese año, ya casi en tiempo de las primeras elecciones desde la guerra de
liberación, parece que decidieron organizar la fiesta de una manera diferente y se les
ocurrió hacerla en el campo, a modo de una especie de picnic, aunque el sitio que
escogieron no fue el más ideal para tal asunto: se fueron a pasar el día en el río El
Tular, famoso y apreciado porque en verano nunca sus aguas llegaron a disiparse del
todo. (Para la caza y la pesca era también un buen sitio: hacia el oeste se podía
encontrar iguanas verdes en cantidades razonables, y en sus pozas, hacia el sur,
parecía poder encontrarse guapotes de gran tamaño.)
Lo que no sabían los Meneses, porque parece que ninguno de ellos había
visitado el lugar anteriormente, era que por allí no había playas razonables para
organizar un picnic. Era más bien una zona para dedicarse a la aventura, si es que
aventura se le puede llamar al hecho de no poder tumbarse en la arena a tomar el sol.
Cuando llegaron y se dieron cuenta de eso, cansados después de casi una hora de
búsqueda en ambos sentidos del río, ya era demasiado tarde para pensar en una
alternativa. Nadie, sí, se atrevió a insinuar siquiera que había que regresar, y más bien
decidieron que la solución era acampar debajo del puente, justo por donde pasa la
carretera Panamericana.
Tampoco sabían los Meneses, que ese puente en tiempos de guerra fue muy
protegido, porque su destrucción equivalía a que se quedaran incomunicadas las
ciudades del norte, y se descalabrara de plano el comercio terrestre en esa dirección,
incluido el comercio internacional con Honduras y países de más allá. Por éstos
motivos en su tiempo hubo una alambrada, barreras de sacos de arena y las zonas más
vulnerables fueron sembradas de minas antipersonales.
Ignorantes de todo, los Meneses extendieron sus manteles en la parte más
plana de la orilla, se rociaron con líquidos anti mosquitos, encendieron una hoguera
multifamiliar, acomodaron sus termos y sus canastas cerca y se tumbaron al sol. Luego,
los mayores se dedicaron a hacer los sándwiches de la comida, mientras los niños se
zambulleron en el agua a retozar. Al cabo de un rato llamaron a los niños a comer, y
estos se zamparon tal cantidad de comida, que luego les hubo que prohibir que
siguieran retozando en el agua, para evitar que les diera un corte de digestión. Debido
a esa orden los niños buscaron otra alternativa para divertirse y fue así cómo se
dedicaron a recorrer los recónditos del puente: subieron al puente para ver cómo
cruzaban los camiones por allí, y ya puestos empezaron a jugar a cruzarlo a toda
carrera, de punta a punta, para ver quién llegaba primero, ellos o el camión. Después
se les ocurrió que podrían ir a jugarse a la otra orilla, porque allá los podían vigilar sus
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Anécdotas de la guerra
para reconocer qué era aquello, y se puso a hurgar en él, hasta que dio con la espoleta,
la apretó y todo voló por los aires.
Afortunadamente al momento de la explosión había pocas personas lo bastante
cercanas a él, como para verse afectadas; de todas maneras, perecieron el jovencito,
dos niños y a una señora se le incrustaron treinta charneles en una nalga.
Después del multitudinario entierro, y de las miles de condolencias que la
familia recibió, la familia Meneses en completo decidió emigrar hacia América del
Norte, hartos todos de tantas secuelas de la guerra.
discusiones– decidimos que cuatro de nosotros, los que no habíamos tomado, iríamos
al hotel y traeríamos agua del grifo en botellas. Por si acaso nos llevamos consigo las
botellas vacías que había en la playa.
El camino hasta el hotel no era tan corto como nos pareció al principio. Había
unas ocho o nueve calles y como no sabíamos orientarnos bien todavía, nos perdimos
y dimos algunas vueltas inútiles; total que cuando regresábamos ya veníamos de
nuevo con sed, así que sin ningún tipo de remordimiento comenzamos a beber de una
de las botellas que habíamos rellenado con agua. Era una botella en las que se vende
el ron Extra Seco en Nicaragua. Nos la fuimos pasando de mano en mano, hasta que le
tocó el turno a un novato de León, de una de las minas para ser más exacto, quien al
ver la botella con grandes voces se negó beber aduciendo que él “no tomaba”. Cuando
escuchamos aquello hubo un momento de perplejidad porque todos pensábamos que
se daba por hecho de que sólo llevábamos agua en las botellas. Como de inmediato
comprendimos que había un despistado entre nosotros, ni siquiera hubo necesidad de
ponernos de acuerdo ni nada: comenzamos a presionarlo para que bebiera como si de
ron se tratase. “Anda Chavalo, tomate aunque sea un trago, que ya estás lejos de tu
mamá.” “No va a pasar nada. A nadie le vamos a decir nada.” “¡Que no! ¡No quiero
tomar!” “Solo uno, por nosotros.” “¡Que no!” “Que no va a pasar nada, si te
emborrachas te vamos a llevar al hotel.” Tanto fue el escándalo que armamos en aquél
tira y afloja que al rato se apareció una patrulla de la policía urbana y quiso imponer el
orden entre nosotros.
Al comienzo, cuando supieron que éramos hermanos nicaragüenses de camino
a una mejor preparación para ayudarle a la patria, nos trataron con suavidad y
solamente trataron de mediar entre nosotros. “Déjalo shico, que el muchacho no
quiere beber” decía un negrote que era el jefe de ellos, al que le pareció que era el jefe
de nosotros. Mientras tanto a ninguno de nosotros se le ocurría mencionar que el
tema de la botella era solo una broma y que en ella había solo agua. Así seguimos en
aquel sin resolver hasta que se apareció uno que decía ser no se qué del partido, y al
que los policías parecían respetar; el sujeto llegó y cuando escuchó la historia de boca
de uno de los policías ordenó que de inmediato nos llamaran al orden. Luego empezó a
describirnos los mil y un motivos por los cuales un revolucionario, nicaragüense o no,
debía de comportarse a la altura de las circunstancias. Su güiri–güiri17 duraba ya más
de media hora y nos tenía mareados, la verdad. Nosotros, recién salidos del servicio
militar, recién salidos de las escuelas de estudios secundarios, que ya estábamos un
poco hartos de toda aquella telaraña política que nos envolvía, hicimos el intento de
dejarlo allí con su perorata y seguir nuestro camino hacia la playa. El sujeto del partido
se tomó muy mal nuestra actitud y plaf, les gritó un “¡Candela con ellos!” a los policías.
La trifulca que se armó fue terrible. Aunque ya estábamos decididos a llegar
hasta las últimas consecuencias, pues los policías iban armados, éstos no se atrevieron
a utilizar sus armas y solamente sacaron las cachiporras. Nos defendimos con todas las
de ley, como los perros feroces que éramos en tiempos de la guerra, sin miedo a nada,
sin miedo a nadie, sin dejar que nadie decidiera cuál debía ser nuestro
comportamiento. Ya aquello se estaba transformando en algo realmente serio, cuando
17
Discurso
saltó uno de los colegas que venía de la ciudad de Ocotal, alzó las manos y empezó a
gritar “¡Alto! ¡Alto! Dejemos esto y seamos amigos.” Parece que sus palabras surtieron
efecto porque de verdad que dejamos de pelearnos. Acto seguido le entregamos la
botella de agua al señor del partido, para que la probara y comprobara que todo era
solo una broma. Éste se sonrió y con un “Vaya shico”, le pasó la botella a los policías y
cuando estos comprobaron lo que era, ya no dijeron nada más y se fueron.
El último en probarla fue el chavalo de León, y él también se quedó sin saber
qué decir cuando comprobó que le tomábamos el pelo. Luego nos vimos a la cara sin
saber cómo salir de aquello, hasta que uno se envalentonó y dijo que lo mejor era que
nos dejáramos de bromitas y juntos nos fuéramos a la playa a dar cuenta de aquella
botella de ron que allá nos esperaba. Allá terminamos y allá amanecimos, y
hubiésemos repetido la excursión cada uno de los días que íbamos a estar allí, pero al
día siguiente, a eso del mediodía, se apareció por el hotel el amable señor Nicaragua,
acompañado del cuadro del partido y nos comunicó que esa misma tarde debíamos
continuar nuestro camino.
Aquél muchacho era un árabe típico, tal y como se ven en las películas o en los
pocos retratos que de ellos se hacen: un poco moreno casi amarillo, pelo rizado,
delgado, con unas tremendas ojeras alrededor de los ojos. Era palestino. Todavía era
muy joven, más que todos nosotros, por lo que el ímpetu que por raza lo caracterizaba
en él se doblaba. Siempre que oía hablar de él, era porque se había metido en
problemas en algún bar o se había liado a golpes con algún africano, personas que por
alguna razón no se llevaban bien con ellos. Por lo general lo podíamos encontrar en el
Hotel Savoj, cuyo restaurante era el único, en todo el balneario, que tenía abierto
hasta muy tarde. Aunque no tomaba alcohol ni comía en el restaurante, se pasaba
entre sus mesas todo el día, fumando, tomando té negro con miel y menta, y
tertuliando con sus paisanos iraquíes y sirios.
La pasión con que exponía sus ideas, demasiado a menudo le facilitaba los
encontronazos con los demás, y era común verlo peleando una vez por semana, y por
lo menos una vez al mes solíamos verlo en la enfermería de la escuela, curándose
heridas de los brazos, o recolocándose algún hueso de los dedos de las manos.
Casi al final de la primavera, cuando ya estábamos haciendo las horas de
preparación para presentarnos a la prueba final, estuvieron a punto de expulsarlo
porque armó una tremenda trifulca en el restaurante del hotel, que se prolongó hasta
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Anécdotas de la guerra
las calles y a las inmediaciones de la escuela. El momento en que sucedió era casi el
amanecer de un sábado y al parecer el restaurante estaba lleno de personas de
distintas razas y colores, los cuales, entre vapores de alcohol y humo, empezaron a
discutir utilizando palabras fuera de lugar, y en los ardores de la discusión algunas
palabras sonaron demasiado mal a oídos de los extranjeros y se armó la de Dios.
Parece que lo que más enfadó al director del centro fue el hecho de que hayan
corrido a esconderse en la cocina del mismo, después de haber salido huyendo porque
se vieron en minoría, y puestos allí empezaron a cocinar y se bebieron la leche del día.
Después de la comilona salieron a la calle y allá se encontraron con que los del bar los
estaban esperando, y eran más que antes porque se habían aliado con unos africanos
de Senegal y en cuanto los vieron les cortaron todos los caminos de salida, así que la
pelea continuó. Hubo golpeteados, varias cabezas rajadas y a un sirio que en teoría
estaba con el grupo amigo del palestino, sin querer ellos mismos le dieron un par de
cuchilladas en las piernas.
Al final nadie fue expulsado, pero después de aquello nos prohibieron las
salidas tardes del internado y cada uno asumía el riesgo de quedarse fuera, porque
cerraban las puertas desde las ocho de la tarde hasta las ocho de la mañana del día
siguiente. (Tengo que decir que la prohibición no duró mucho, y se terminó tan sólo
una semana después. La causa fue que nuestro amigo, el mismo palestino, llegó casi de
madrugada y empezó a tocar el timbre de la puerta insistentemente, y al ver que no le
abrían empezó a rascar los vidrios de las puertas con unas monedas y finalmente,
cuando vio que nadie se prestaba a atenderle, de la mochila sacó un pollo congelado y
empezó a estrellarlo contra las hojas de vidrio hasta que las rompió. Tenía tal cabreo
que aquella vez nadie de la dirección tuvo el valor de llamar a la policía y simplemente
le pidieron que de su bolsillo repusiera los daños.)
A nosotros nos tocó pelearnos con él de refilón, porque tuvimos que defender a
un paisano nuestro que estuvo sentado en la misma mesa que él toda la tarde, y al
calor de los tragos –solo el nica porque el muchacho aquél no tomaba alcohol– en
broma le dijo que él, el nica, era algo así como su padre. El malentendido surgió
porque como ninguno de los dos hablaba bien el idioma, el nicaragüense se atrevió a
decírselo en inglés y la frasecita le salió fatal. El palestino al oír aquello se puso hecho
una furia y le tiró la mesa encima, y ya estaba a punto de darle un par de trompazos
cuando intervinimos nosotros. Como vio que éramos demasiados y además teníamos
fama de guerrilleros, de violentos, en ese momento ya no hizo nada más y se retiró un
poco avergonzado hacia el internado.
Nosotros ya no lo volvimos a ver ni ese día, ni esa semana, ni ese año: luego nos
contaron que esa misma tarde, al llegar al internado –bastante tarde por cierto, así
que sospechamos que estuvo algunas horas deambulando y meditando–, iba hecho mil
furias y sin saludar a nadie subió a saltos las escaleras. Se encerró en su cuarto un par
de horas. No estuvo durmiendo porque muchos atestiguan haber escuchado ruidos
durante todo el tiempo que estuvo. Luego quiso salir a la calle, pero parece que le dio
cierto recelo salir por la puerta principal, porque en vez de salir por allá se dirigió a la
cocina y de allí al balcón, y desde éste intentó saltar hasta el cable a tierra que protegía
el edificio contra los rayos y las descargas, con tan mala suerte que resbaló y cayó de
conversar un poco de todo. Cuando se dio cuenta de que había un nicaragüense entre
nosotros, casi al final por cierto, explicó que muy cerca de allí había una especie de
clínica de recuperación para lisiados de la guerra de Nicaragua. ¡Vaya suerte! Le
pedimos la dirección y en cuanto nos despedimos, después de las convenientes
muestras de agradecimiento y el intercambio de teléfonos y direcciones, nos dirigimos
hacia allí.
La clínica tenía toda la pinta de haber sido una residencia veraniega de algún
ricachón, cuyos dormitorios, pasillos y escaleras se habían acondicionado de tal
manera que les hiciera la vida más fácil a personas con incapacidades físicas.
Convalecientes en ella había unas dieciséis o dieciocho personas, todos de origen
nicaragüense y con diversos grados de lesiones físicas. Hablamos con el médico que
hacía de responsable de todo el centro –quien era un señor que hablaba muy bien el
español y se había pasado varios años ayudando en el Hospital Alemán allá en
Nicaragua– y aunque no nos permitió que nos quedásemos allí, nos dio un par de
direcciones en donde podríamos encontrar alojamiento.
Pasados los días, sabiendo que cerca había un grupo de nicaragüenses con
quienes pasar un rato alegre –porque a pesar de los miles impedimentos que sus
lesiones físicas le provocaban, éstos no perdían la sonrisa– casi cada tarde, después de
terminar nuestras respectivas faenas, nos pasábamos por allí para saludarlos y por lo
general terminábamos cantando canciones de la revolución, cenando con ellos y hasta
algún trago de ron caía de vez en cuando. El hecho de que les permitieran tomar
alcohol, era algo que nos dejó perplejos al comienzo, pero luego nos dimos cuenta que
en realidad no lo tenían permitido y que siempre lo tenían de contrabando. No
supimos de dónde ni cómo lo conseguían –porque no tenían permitido salir solos, ni
les daban dinero para gastos personales– hasta que un lunes por la tarde, cuando
llegamos de visita al centro, encontramos un enorme revuelo de periodistas y a varios
dirigentes políticos del partido haciendo declaraciones.
Resulta que algunos de los pacientes, aquellos que aún o ya podían caminar,
habían salido la noche del domingo a comprar ron en un lugar en que ya los conocían.
Aquella tarde, por motivos que no estaban del todo claros, el lugar estaba cerrado,
razón por la cual los enviados se decidieron por buscarlo en otra parte. Después de
caminar varias calles y encontrarse con que todo estaba cerrado, decidieron regresar
al centro; de camino recordaron que alguien, de un grupo anterior a ellos, les había
explicado lo fácil que era entrar de noche en los supermercados y coger las cosas, y así
se les ocurrió la mala idea de probar suerte en el supermercado de siempre. (Ésta era
una costumbre más o menos arraigada entre los militares, quienes en tiempos de
guerra siempre se apoderaban de lo que necesitaban, teniendo la excusa de la defensa
de la patria. Allá en la tierra, haciendas ganaderas, plantaciones de hortalizas, tiendas y
pulperías sufrían de vez en cuando estos desmanes, pero allá, luego, el ejército tenía
que rendir cuentas: indemnizaba a los afectados y al final todos quedaban contentos.)
Lo que no entendieron del cuento, era que les habían explicado que en
Alemania existían lugares que no cerraban las veinticuatro horas, no de lugares
cerrados que había que forzar. Ellos pues, sin tomar en cuenta este pequeño detalle,
buscaron uno que había a dos calles de donde ellos vivían, forzaron la puerta trasera y
entraron. Una vez dentro no pudieron encender las luces, así que sólo con la ayuda de
la escasa luz de un mechero de gas estuvieron tropezando por los pasillos del
supermercado, hasta que encontraron unas botellas de whisky. Metieron cuatro
botellas en una mochila y se fueron de allí a toda prisa. Lo que no sabían era que,
aunque no había ninguna alarma ni nada parecido, el local estaba vigilado con cámaras
de visión nocturna y todos sus movimientos dentro fueron filmados. El lunes por la
mañana cuando el encargado del supermercado hizo la revisión de costumbre, se
encontró con la puerta forzada y de inmediato llamó a las autoridades. La policía
alemana, eficaz en estos asuntos, en menos de dos horas tenía identificados a los
culpables, a través de las cintas de vídeo vigilancia. Rápidamente comprendieron que
el asunto había que tratarlo con cierta delicadeza y por eso lo primero que hicieron fue
llamar a la embajada nicaragüense e informar del asunto. El caso sí, no pudo
silenciarse todo lo que se deseaba y muy pronto se presentó en la clínica la jauría de
periodistas.
Lo chistoso del caso, que luego también salió a la luz, fue que los guerrilleros en
su prisa por coger las botellas, confundieron los líquidos y en lugar del whisky que
pensaban haber encontrado, se hicieron con unas botellas de aceite de oliva.
Jueguecitos de guerra
A pesar de mis temores aquél día, decidí por irme en bicicleta.
Toda la semana estuve pensando si a esa cita tan importante debía llegar en las
condiciones que se esperan de un ingeniero experimentado, o debía mostrarme tal y
como yo era: ecologista, cívico, una persona de las de a pie. Finalmente me decidí por
la bicicleta, porque hasta el lugar en donde se levantaba el edifico no había una
conexión directa –ni indirecta– de la red de transporte público. De antemano sabía que
esta decisión tendría la consecuencia de que llegaría hasta el lugar agitado y sudado,
porque estábamos en verano, el verano más caliente que se recordaba en la ciudad en
los últimos x–tantos años.
Me bajé de la bicicleta y la até a una farola de la calle, y luego me quedé un
rato contemplando la zona, pues el edificio al que llegué estaba situado frente a uno
de los paseos marítimos, y aquello fue otro aliciente para mí: ya me veía en el verano,
cuando la jornada de trabajo pasa al régimen intensivo, y podría disfrutar de la tarde
en las playas antes de regresar a casa. Un lujo que no cualquiera se podía permitir.
Luego entré al edificio y afortunadamente, ya solo al entrar sentí de lleno el
efecto del aire acondicionado, así que miré el reloj y al ver que aún faltaban diez
minutos para que me llamaran respiré aliviado, pues ese tiempo bastaba para que me
pusiera en forma y fuese de nuevo la persona que yo era: tranquilo, sin prisas, sin
temores.
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