Cómo Empezó La Guerra de Iraq en 2003

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Cómo empezó la

guerra de Iraq en
2003: origen, causas
y consecuencias
(CNN Español) -- El 20 de marzo de 2003 el presidente de Estados Unidos, George W. Bush,
apareció en las pantallas de televisión para dar un mensaje que unos 20 años después sigue
dividiendo a los estadounidenses: 48% creía en 2018 que comenzar guerra de Iraq fue una
decisión equivocada, mientras que el 43% la consideraba acertada, según una encuesta del
Pew Research Center.
“Compatriotas estadounidenses, en este momento, las fuerzas estadounidenses y de la
coalición se encuentran en las primeras etapas de las operaciones militares para desarmar a
Iraq, liberar a su pueblo y defender al mundo de un grave peligro”, dijo Bush ante las cámaras
que transmitían su mensaje en las televisiones de todo el país.
EE.UU. utiliza un avión F-15 para derribar un dron iraní que parecía amenazar a sus fuerzas en
Iraq
La invasión de Iraq, que ocurrió entre el 20 de marzo y el 1 de mayo de 2003, fue llevada a
cabo por una coalición de países, encabezados por Estados Unidos, y dio pie a una guerra que
continuaría durante casi nueve años, hasta diciembre de 2011, cuando las últimas tropas
estadounidenses en ese país cruzaron la frontera hacia Kuwait. Sin embargo, volverían en 2014
para luchar contra ISIS, antes de que en 2021 el presidente Joe Biden anunciara nuevamente
su retirada.
Soldados del ejército estadounidense se entrenan para la guerra el 24 de enero de 2003 cerca
de la frontera iraquí en el norte de Kuwait. (Crédito: Scott Nelson/Getty Images)
Pero ¿cuál fue el origen de esta guerra y sus consecuencias?
Una larga historia de enemistad
Desde la llegada de Saddam Hussein al poder en 1979, las relaciones entre Iraq y Estados
Unidos han sido extremadamente tensas, y esa tensión llegó a uno de sus puntos máximos en
1990 con la Guerra del Golfo Pérsico.

Las fuerzas de Iraq habían invadido el vecino Kuwait en agosto de 1990, y Estados Unidos —en
ese entonces bajo la presidencia de George H. W. Bush— lideró una coalición con amplio
apoyo internacional que en enero de 1991 expulsó a las tropas iraquíes del país.
Aunque Hussein retuvo el poder en Iraq, la derrota en la guerra debilitó mucho a su régimen, y
una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU posterior al fin del conflicto (la 687)
determinó una serie de acciones que Bagdad debía encarar, incluyendo la destrucción de sus
arsenales de armas químicas y biológicas.
Cazas F-15 C de las fuerzas aéreas estadounidenses sobrevolando un yacimiento petrolífero
kuwaití incendiado por las tropas iraquíes en retirada durante la Guerra del Golfo Pérsico,
1991. (Crédito: MPI/Getty Images)
En los años siguientes, inspectores de las Naciones Unidas supervisaron la eliminación de estas
armas de destrucción masiva en Iraq, algunas de las cuales habrían sido usadas contra lo
kurdos en 1988, en el contexto de sanciones internacionales contra el país.
Pero en agosto 1998, Iraq anunció que dejaría de cooperar con los inspectores de la ONU, y en
diciembre aviones de combate de Estados Unidos y el Reino Unido atacaron instalaciones
iraquíes vinculadas a sus programas de armas químicas y biológicas en lo que se conoció como
Operación Desert Fox (Zorro del desierto), un antecedente a la invasión de años posteriores.
Ese mismo año el Congreso de Estados Unidos aprobó la controversial Ley de Liberación de
Iraq (Iraq Liberation Act), que establecía el objetivo de remover a Hussein del poder en Iraq y
promover el surgimiento de un gobierno democrático en el país.
Las armas de destrucción masiva que nunca aparecieron
Un año después de los ataques terroristas del 11S, en septiembre de 2002, Bush expresó ante
el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas su preocupación sobre Iraq y su apoyo a
organizaciones terroristas —entre ellas al Qaeda, de acuerdo con reportes de inteligencia que
resultaron falsos— que amenazaban la seguridad de Estados Unidos y de los países
occidentales. Además, apuntó directamente contra el régimen de Hussein al asegurar,
siguiendo desarrollos anteriores, que aún tenía armas de destrucción masiva.
Cientos de iraquíes se reúnen en la parte trasera de un camión de la Media Luna Roja mientras
se distribuye ayuda humanitaria, en forma de alimentos y agua, el 26 de marzo de 2003 en
Safwan, Iraq. (Crédito: Ian Waldie/Getty Images)
Ese mismo día, el presidente de Estados Unidos solicitó la colaboración de la ONU para
desarmar a Iraq, en medio llamada "crisis del desarme en Iraq", y advirtió que su país estaba
listo para actuar solo, en el marco de la controversial doctrina de guerra preventiva, y derrocar
al régimen de Hussein.
Aunque meses después, en febrero de 2003, el inspector en jefe de armas de la ONU, Hans
Blix, informó que su equipo no había encontrado armas de destrucción masiva en Iraq, Estados
Unidos y el Reino Unido utilizaron ese argumento para justificar la invasión del país de Medio
Oriente que comenzó sin luz verde de la ONU y sin el consenso de aliados históricos como
Francia y Alemania. El entonces secretario general Kofi Annan dijo que la decisión de Estados
Unidos fue ilegal.

En 2015, el ex primer ministro de Reino Unido Tony Blair admitió en una entrevista con CNN
que la información de inteligencia que recibieron sobre las armas de destrucción masiva fue
falsa.
"Puedo decir que me disculpo por el hecho de que la inteligencia que recibimos fue errónea
porque, a pesar de haber utilizado ampliamente armas químicas contra su propio pueblo —
en contra de otros—, el programa, en la forma que pensamos que era, no existía en la
manera que creíamos", dijo el ex primer ministro.
La hija de Saddam Hussein habla con CNN
El científico iraquí Nassir Hindawi, que trabajó en el programa de armas biológicas de Iraq
hasta 1989, dijo a CNN en 2003 que las duras sanciones aplicadas durante la década de 1990
habían frenado el desarrollo de estas armas.
Y un reporte del Gobierno de Estados Unidos de 2004 concluyó finalmente que no había
arsenales de armas de destrucción masiva en Iraq al momento de la invasión: los programas de
armas químicas, biológicas y nucleares quedaron prácticamente frenados tras la derrota en la
Guerra del Golfo Pérsico en 1991, y Hussein abandonó para 1995 los planes de reanudarlos.
Una guerra que polarizó
La guerra, que siguió por casi nueve años más, y el derrocamiento del Gobierno de Hussein
hundieron a Iraq en el caos, dando lugar a años de violencia sectaria y al fortalecimiento de al
Qaeda, que después dio origen al grupo extremista ISIS.
Ese caos ha menguado, pero el país sigue siendo un foco de violencia sectaria, y el débil
gobierno iraquí convive con las fuerzas kurdas en el norte —los peshmerga— y un sinfín de
milicias armadas, algunas apoyadas por Irán.
George H.W. Bush y su hijo George W. Bush, dos presidentes de Estados Unidos cuyas
administraciones estuvieron dominadas por la cuestión Iraq.
Decenas de miles de iraquíes, más de 4.000 soldados estadounidenses y 179 militares
británicos murieron en el largo conflicto. Además, se calculan unos 190.000 civiles muertos.
El costo económico de la guerra también fue alto. Estados Unidos gastó US$ 815.000 millones
en operaciones militares, apoyo a las bases, mantenimiento de armas, entrenamiento de
fuerzas iraquíes, reconstrucción, ayuda exterior, costos de operación de la embajada y
atención médica de los veteranos, entre otras, según un documento de 2014 del Servicio de
Investigación del Congreso.
La controversia que generó la invasión en el mundo entero y particularmente entre los
estadounidenses, incluso mucho antes de que los soldados pusieran los pies sobre el terreno,
continuaría durante los años de guerra y desde entonces hubo un rechazo público creciente a
la decisión de Bush.
Un 48% de la población creía en 2018 que la invasión de Iraq fue una decisión equivocada,
mientras que el 43% la consideraba acertada, según una encuesta del Pew Research Center.
Moni Basu, Jethro Mullen y el equipo de investigación editorial de CNN contribuyeron a este

REFLEXIONES TÁCTICAS SOBRE LA GUERRA DE IRAK (2003–2005)


Por Salvador Fontenla Ballesta
General de brigada de Infantería (DEM).
Introducción
La característica principal de esta guerra fue el fuerte desequilibrio entre ambos
contendientes, en entidad de fuerzas, tecnología y en la capacidad de conducir
operaciones aéreas y terrestres. Una verdadera guerra asimétrica.
La orografía iraquí es variada, destacando tres zonas principales. Zona comprendida
entre los ríos Éufrates y Tigres, donde se desarrollaron los principales combates; zona
desértica, por donde operaron las grandes unidades acorazadas; y zona de montaña en la
frontera turca, donde operaron las unidades paracaidistas, para abrir un nuevo frente y
distraer fuerzas iraquíes.
La zona mesopotámica es donde están ubicadas las poblaciones principales, que no son
del tipo más idóneo para la defensa, compartimentadas por grandes avenidas, amplias
zonas residenciales, escasos edificios altos, abundantes construcciones de adobe y
escasas infraestructuras subterráneas. La zona desértica es un vasto desierto, con
climatología extrema, grandes poblaciones urbanas y comunicaciones escasas. La zona
montañosa, región de los kurdos iraquíes, es una zona muy abrupta con importantes
yacimientos petrolíferos.
Esta guerra de Irak tiene dos fases perfectamente diferenciadas: la invasión y la guerra
de guerrilla posterior.
La fase de operaciones militares convencionales finalizó con la rápida y contundente
victoria de las fuerzas invasoras, en apenas 20 días de lucha y 160 caídos en combate.
La maniobra de la fuerza de la coalición fue ejemplar: rápida, flexible y decisiva, pero ante
un enemigo que sobrepasaba abrumadoramente en capacidad tecnológica y operativa.
La segunda fase es de guerra no convencional y de final incierto. Hasta la fecha no se ha
logrado, ni militar ni políticamente, ejercer un control efectivo ni estable de Irak, y el
número de bajas ha superado al de la fase convencional. Ha hecho realidad la máxima
que el atacante que inicia una guerra lo hace con la intención de ganarla de forma rápida
y a un costo aceptable y que Marte, el dios de la guerra, suele desbaratar los planes de
los mortales.
Esta guerra, como todas, ha puesto en evidencia los principios del arte militar, aunque les
cambiemos periódicamente su clasificación y denominación.
Fuerzas iraquíes
El numeroso y aparentemente potente Ejército iraquí, era un coloso con los pies de barro,
sólo apto para la represión interna. Como se demostró en la guerra con Irán, donde no
consiguió ninguna ventaja territorial a pesar de haber tomado la iniciativa, contar con la
sorpresa, el apoyo occidental en el abastecimiento de armamento y enfrentarse a una
nación que había sufrido una fuerte convulsión social y con un ejército diezmado y
purgado. Además, estaba muy debilitado después de la guerra de 1991 y las
consiguientes sanciones y embargos impuestos.
Fase de operaciones militares convencionales. El Ejército iraquí
Sadam Husein estimó que no se realizaría un ataque terrestre en fuerza sino que se
limitaría a los ataques aéreos, confundiendo las hipótesis con la realidad, por lo que no
permitió tomar medidas defensivas elementales:
− Minar carreteras.
− Destruir puentes.
− Inundar los valles del Tigris y el Éufrates.
Después de la amarga experiencia de la guerra anterior, la defensa iraquí estaba
orientada más a la resistencia numantina en las ciudades, donde inicialmente sería
favorable a la defensa por débil que fuera, con la finalidad que el número de bajas
enemigas hiciera insoportable el conflicto a los gobiernos de la coalición, presionados por
sus respectivas opiniones públicas.
La defensa de Bagdad se organizó sobre dos cinturones concéntricos, donde algunas
pequeñas unidades demostraron iniciativa y capacidad de combate, combinando una
resistencia puntual, con carros de combate reales y simulados, y contraataques locales.
De todas formas, este sistema defensivo no era viable sin una defensa antiaérea
mínimamente eficaz.
Las grandes unidades responsables de la defensa de las ciudades de Basora y Nasiriya
debían eludir el combate en campo abierto, y replegarse al interior de las mismas, donde
debían extremar la resistencia.
Ante la incapacidad de actuar con eficacia contra la amenaza aérea, optaron por los
medios pasivos de defensa. Construyeron muchas posiciones simuladas, próximas a
hospitales y edificios sensibles para dificultar su destrucción, lo que obligó a incrementar
el esfuerzo a las fuerzas de la coalición para la adquisición de objetivos.
La práctica imposibilidad de mover impunemente recursos logísticos fue solucionada con
el preposicionamiento de depósitos ocultos de carburantes y municiones, que si bien no
se llegaron a emplear por la escasa resistencia, fueron aprovechados por la resistencia.
El Ejército convencional iraquí se derrumbó por falta de espíritu de combate, rindiéndose
casi sin combatir. Las tropas iraquíes iban muy pobremente equipadas, en relación con la
completa y compleja tecnología de los infantes de la coalición. Pero, sobre todo, les faltó
moral y voluntad de vencer. Otras razones de esta falta de combatividad hay que buscarla
en la falta de iniciativa, porque el ejército iraquí estaba altamente centralizado, por
razones políticas y de seguridad interna, por lo que los mandos de Brigada e inferiores no
fueron capaces de actuar por iniciativa propia, cuando se quedaron sin mando y control.
Fase de operaciones no convencionales. La resistencia
La resistencia armada iraquí ha tenido un progresivo perfeccionamiento, empeñada en
una clara disputa por el poder, consolidando su organización y dando muestras de mayor
eficacia. Demostrando, ante la comunidad internacional y el mundo musulmán, que aún
no se ha doblegado la voluntad de lucha de importantes sectores de la población.
La lucha contra helicópteros se basa en emboscadas con armas de tiro tenso de pequeño
calibre y cohetes contracarro RPG.
Fuerzas de la coalición
El mando americano pretendió superar el dominio territorial, dirigiendo el esfuerzo
directamente al objetivo final, con la mayor velocidad posible, desbordando las
resistencias intermedias. Dos divisiones fueron suficientes para avanzar sobre un único
eje (Éufrates) hacia Bagdad sin ejercer el dominio territorial, pero la división de segunda
línea se vio empeñada contra la resistencia desbordada de Nayaf, lo que se consideró
muy arriesgado seguir avanzando tan rápidamente en un frente tan estrecho. En
consecuencia, se abrió un nuevo eje (Tigris), y se empeñaron grandes unidades ligeras
(101 División y la 82 Brigada) en la reducción de Nayaf y en proporcionar seguridad a los
ejes de abastecimientos.
La abrumadora superioridad tecnológica y de medios de Estados Unidos produjo efectos
inmediatos y fulminantes.
Las fuerzas de la coalición tuvieron supremacía en inteligencia, lo que redujo la ventaja
inicial del conocimiento iraquí del terreno, y superioridad tecnológica en todas las
funciones de combate para combatir en todo tiempo y de noche, excepto durante las
tormentas de arena.
La operación terrestre comenzó tan sólo 24 horas después de iniciarse el bombardeo, con
el fin de obtener la sorpresa y porque tampoco hacía falta una preparación larga, dado el
estado de debilitamiento de las fuerzas iraquíes.
Unidades acorazadas
Las unidades acorazadas con el apoyo de helicópteros combatieron con gran movilidad y
alto ritmo, revalidando su peso decisivo.
Los modernos carros de combate Challeger y Abrahams demostraron sus capacidades y
desempeñaron un papel decisivo en la guerra, pero lo hicieron ante unos carros
obsoletos, después de diez años de bloqueo. No hubo grandes enfrentamientos
acorazados.
Los carros aliados avanzaron siempre protegidos por infantería en vehículos o a pie para
apartar las armas contracarros. Ningún disparo consiguió perforar la proa de un carro
occidental, pero fueron vulnerables a los impactos de cohetes RPG-7 contra el techo, la
popa y el tren de rodaje.
Helicópteros
Los helicópteros Apache fueron concebidos para la luchar contra densas formaciones de
carros, del Pacto de Varsovia y por el centro de Europa, por el procedimiento de adquirir y
batir blancos desde larga distancia y desde una posición estacionaria a cubierto.

La falta de cubiertas en el desierto iraquí hizo que fueran alcanzados por armas de bajo
calibre y artillería antiaérea de tubo, aunque gracias a su blindaje y sistemas redundantes
fueron capaces, en muchas ocasiones, de continuar la misión y de ser reparados
rápidamente.
Se acusó la falta de continuidad en el tiempo del apoyo de helicópteros, es decir la
capacidad de operar durante 24 horas.
Los helicópteros de transporte fueron muy eficaces para permitir el desplazamiento de
grandes contingentes de personal y medios, a grandes distancias y en un plazo de tiempo
reducido. Transportando dos Brigadas Paracaidistas, incluida su artillería, desde Kuwait a
Nayaf, a 500 kilómetros de distancia.
Unidades paracaidistas
Se empleó con éxito la 173 Brigada Paracaidista para tomar y asegurar el aeródromo de
Harir con la finalidad clásica de abrir un nuevo frente, ante la negativa de Turquía de
hacerlo desde su territorio, que consiguió estabilizar la situación en Kurdistán.
El lanzamiento se efectuó de noche, desde 150 metros de altura y una vez reagrupados
marcharon durante 60 kilómetros para controlar el nudo estratégico de comunicaciones de
Arbil.
El escalón de asalto estaba compuesto solamente por unos 1.000 paracaidistas, con
equipos muy ligeros y algunos vehículos tácticos de alta movilidad (Hummer). El general
jefe de la Brigada, seguramente para dar ejemplo, saltó con el escalón de asalto
Los escalones de refuerzo fueron aerotransportados a continuación, consiguiendo
completar y desplegar la 173 Brigada en una semana, estableciendo la correspondiente
terminal aérea.
La operación paracaidista tuvo las siguientes consecuencias:
− Apoyó a las guerrillas kurdas.
− Evitó que las zonas petrolíferas de Kirkuk y Mosul cayeran en manos kurdas, lo que
hubiese provocado la invasión turca.
− Evitó que parte de las fuerzas iraquíes de guarnición en el norte de Irak se replegaran
hacia Bagdad, para reforzar su defensa.
− La difusión de la amenaza de una operación paracaidista en cualquier lugar del
territorio iraquí. La falsa noticia de una operación paracaidista sobre el aeropuerto de
Bagdad, introdujo grandes incertidumbres en los mandos iraquíes.
Combate en ciudades
El combate en las ciudades estuvo facilitado, además de por la escasa resistencia iraquí,
por ser ciudades de edificios bajos con amplias calles y avenidas de trazado muy regular,
que permitieron la ejecución de incursiones por agrupamientos acorazados, utilizando las
rutas más abiertas hasta alcanzar puntos neurálgicos de las ciudades, destruyendo el
objetivo y retirándose sin dar tiempo a las fuerzas iraquíes para reaccionar.
Se siguió la siguiente secuencia para el combate en ciudades:
1. Fuegos de preparación, tanto aéreos como terrestres.
2. Fuegos directos de saturación, con las armas de a bordo de los carros de combate y
vehículos blindados.
3. Asalto de los fusileros para conquistar y asegurar la localidad, que actuaron con
decisión y voluntad de vencer.
La ocupación de Bagdad se ejecutó con un cerco de corta duración, seguido de un asalto
selectivo sobre objetivos estratégicos, combinando los vehículos acorazados con la
infantería mecanizada desembarcada.
Sin embargo, se puso en evidencia que la mayor parte del adiestramiento de las unidades
se había hecho en campo abierto, que no refleja la complejidad del campo de batalla
urbano. Además las ciudades son mucho más complejas que los centros de
adiestramiento urbano.
Las fuerzas de ocupación fueron incapaces de mantener el orden público, por no disponer
de equipamiento ni entrenamientos para este fin.
Apoyos de fuego
Los combates en las operaciones iniciales se redujeron prácticamente a la localización y
destrucción de objetivos, por misiles, bombas de aviación y proyectiles de artillería. La
digitalización permitió que la artillería de campaña estuviese en condiciones de hacer
fuego antes de un minuto, desde que un blanco era adquirido.
La logística
El verdadero éxito de esta campaña ha sido logístico. Estados Unidos ha sido capaz de
proyectar, en pocas semanas, un poderoso y sofisticado ejército, de 300.000
combatientes y más de 1.000 carros de combate, a miles de kilómetros de sus bases y
sostener una acción ofensiva en un ambiente hostil.
El Ejército del Reino Unido
El Ejército del Reino Unido no desmereció a los niveles operacional y táctico del Ejército
de Estados Unidos, a pesar de tener un menor nivel tecnológico. Debido a su mejor
mentalidad de combate y un adiestramiento dirigido a un «Ejército para la guerra».
Los británicos combatieron en las zonas urbanas de forma convencional, limpiando la
localidad calle por calle, y casa por casa.
La guerra de guerrillas
La falta de dominio territorial imposibilitó el control de la situación (depósitos de
armamentos, atentados, sabotajes, etc.), lo que facilitó la organización de la resistencia, y
obligó a aumentar progresivamente el número de fuerzas desplegadas: 7 brigadas el 20
marzo, nueve el 11 de abril y 17 el 31 de mayo.
La guerra de guerrilla urbana, posterior a la guerra, se está mostrando más eficaz, ha
tomado la iniciativa, produce mayor desgaste de las fuerzas de la coalición y menos de la
resistencia a pesar de su aparente carácter esporádico e improvisado. Las últimas
acciones demuestran una unidad de criterio en la designación de los objetivos (militares o
civiles) lo que demuestra una dirección estratégica, que puede obligar realizar el esfuerzo
principal de las fuerzas de ocupación en la propia seguridad, dejando el control de la
población en manos de la resistencia.
Las unidades terrestres ya no tienen como cometidos la designación de blancos para las
armas de apoyos de fuego, ni para conquistar el terreno. Ahora sus cometidos principales
son el control de zona y de la población.
El combate próximo es el más probable en el entorno urbano, donde son las armas
portátiles y ligeras son las decisorias.
La inteligencia por medios electrónicos no ha sido suficiente para descubrir con
oportunidad a los elementos guerrilleros. La información humana, y la de contacto, ha ido
en aumento.
El apoyo de fuego aéreo, especialmente de helicópteros, se está mostrando muy eficaz.
La carencia de patrullas nocturnas, aireadas por todos los medios de comunicación, por
razones de seguridad, concede esa ventaja táctica a la guerrilla (aproximación, ataque y
repliegue o dispersión), que a la larga redundará contra la seguridad y el éxito de la
misión. Este tipo de conflictos requiere numerosas tropas de maniobra, que permitan la
defensa y la ofensiva de forma simultánea, porque de lo contrario si se permanece en
defensiva, deja la libertad de acción a la guerrilla, y si se adopta una actitud ofensiva sin
tener defendidos múltiples objetivos, éstos serán atacados por la guerrilla (autoridades
civiles, distribución de energía, etc.).
La guerrilla, al principio, se mostró poco instruida: poca eficacia en sus fuegos, dejarse
fijar y no tener la retirada prevista y asegurada en las emboscadas. Pero es de prever que
con el tiempo se vayan curtiendo y alcanzando mayores cotas de organización y eficacia.
La organización de unas fuerzas iraquíes para el control de la población y lucha contra la
guerrilla, replegando a bases militares más seguras a las fuerzas de la coalición, puede
ser una buena solución, siempre que no desemboque en una guerra civil o que consigan
infiltrarla y contaminarla con elementos subversivos y afines
Conclusiones
El concepto estratégico estadounidense de la lucha antiterrorista no es de carácter policial
sino militar, atacando a los países que fomenten, apoyen o asilen a organizaciones y
grupos terroristas.
Considerar y difundir como centro de gravedad de la guerra la captura o eliminación del
líder enemigo es un error. Osama Ben Laden sigue sin ser localizado en Afganistán y la
captura de Sadam Husein no ha producido cambios en la situación bélica de Irak.
El objetivo de una campaña de corta duración tampoco se ha conseguido, a pesar del
éxito fulgurante de la primera fase, por la tenacidad y extensión de la resistencia en la
fase de lucha de guerrillas.
Ha vuelto a ponerse de manifiesto, ya de forma reiterada desde la Guerra de las Malvinas,
la superioridad de los ejércitos profesionales y con alto desarrollo tecnológico sobre los
ejércitos masivos de recluta forzosa. Ejércitos profesionales y reducidos, pero muy caros.
Todos los escritores militares coinciden en que el valor del combatiente es lo esencial, a
pesar de los impresionantes adelantos tecnológicos de toda índole, es su espíritu de
sacrificio, moral de combate y voluntad de vencer, reflejo de un adecuado adiestramiento,
lo que contribuye a la victoria.
El poder aéreo no gana batallas ni la guerra, por sí sólo, pero es un factor determinante
para lograr la victoria.
La actuación en profundidad sobre el territorio enemigo de operaciones aeromóviles ha
sido puesta en cuarentena después de las experiencias de Kosovo, Somalia. La amenaza
de la defensa antiaérea serbia limitó la altura de vuelo de las formaciones aéreas,
impidiendo el vuelo sobre Kosovo de los helicópteros, incluyendo los de ataque. En Irak
se hicieron importantes operaciones aeromóviles, como la de Kerbala o el aeropuerto de
Bagada, aunque el fuego de misiles antiaéreos portátiles, granadas propulsados por
cohetes, y de otras armas ligeras han destruido y puesto fuera de combate a varios
helicópteros y aviones A-10.
La centralización del control de las operaciones ha resultado eficaz en el empleo de las
unidades acorazadas y mecanizadas en campo abierto contra un ejército regular y muy
inferior en capacidades militares. Sin embargo, requiere mucha descentralización e
iniciativa en las acciones y combate contra un enemigo sutil como la guerrilla.
Las responsabilidades principales del jefe siguen siendo las de conocer el campo de
batalla tal cual es, no como el se imagina o desea, ni como quiere el enemigo que lo
perciba, hacer que sus subordinados lo conozcan también y que interpreten
correctamente sus intenciones.
La sincronización del campo de batalla no consiste en cumplir con exactitud un calendario
y un horario, sino imponer nuestro ritmo de maniobra al enemigo. Que tampoco es ir
siempre más rápido, ¿más rápido hacia dónde?
El desarrollo tecnológico de la Infantería de Estados Unidos está fuera de toda duda, pero
su adiestramiento sigue siendo lo más importante, proporcionando más importancia a la
calidad del combatiente que a los medios. La Infantería de la coalición hizo gala de estas
cualidades propias de la mejor Infantería. El infante de la coalición ha sido capaz de
combatir en todo tiempo, de día y de noche. La capacidad de combatir de noche consiste
en manejar con destreza los medios de visión nocturna, marchar, orientarse, observar y
combatir con la misma eficacia que durante el día.
Se ha revitalizado el papel de la Infantería como arma principal de combate, con sus
misiones tradicionales de conquistar y controlar el terreno, combatiendo con pequeñas
unidades de forma independiente.
El combate en zonas urbanizadas, tan difícil de simular, cobra cada vez más importancia.
Las decisiones se toman de forma muy descentralizada en la lucha urbana.
Las principales dificultades encontradas en el combate urbano fueron:
− Pérdida de control y descoordinación entre las pequeñas unidades.
− Las bajas causadas por fuego propio.
− Efectos no deseados sobre la población e infraestructuras civiles.
Los vehículos acorazados deben adaptarse a la lucha callejera, teniendo mayor ángulo de
observación vertical y mayor ángulo de tiro de sus armas a bordo.
La conciencia generalizada de campañas rápidas y relevos cada cuatro o seis meses,
puede pasar factura en la moral si hay necesidad de mantener a la fuerza largos períodos
sobre el terreno hostil. Actualmente la permanencia de las tropas estadounidense en la
zona de operaciones es de un año, con breves permisos no superiores a dos semanas.
Concepto de modularidad
Las situaciones reales nunca corresponden a las previstas en el diseño de organizaciones
en tiempos de paz. El desafío consiste en contar con organizaciones modulares que
permitan configurar una composición adaptable a cada situación con relativa rapidez y
flexibilidad.
La modularidad debe facilitar la posibilidad de proyectar fuerzas con capacidad de
intervenir a tiempo y con capacidades complementarias para cumplir la misión asignada, y
deben estar adiestradas para el combate interarmas con tiempo suficiente, es decir en
tiempos de paz y de adiestramiento.
El concepto estadounidense de modularidad puede definirse como la capacidad de
mantener las capacidades de las grandes unidades, manteniendo su estructura orgánica,
pero con posibilidad de intercambiar sus pequeñas unidades para adaptarlas a las
necesidades operativas puntuales. Indudablemente con un adiestramiento interarmas
previo para alcanzar la capacidad operativa deseadas. Es decir que las capacidades de
cada módulo deben estar equilibradas, y no ser operativo porque tiene movilidad táctica,
pero le falta capacidad de combate nocturno, o transmisiones seguras, o de apoyo
sanitario, o… de adiestramiento.
Las fuerzas terrestres de la coalición han empleado organizaciones operativas sobre la
base de brigadas y batallones orgánicos, organizando agrupamientos tácticos con
agregaciones y segregaciones unidades tipo compañía, como mínimo, en función de los
cometidos asignados (no es lo mismo maniobrar por el desierto, donde las unidades
acorazadas y mecanizadas imponen su ritmo, que el combate urbano, que requiere
apoyo mutuo entre carros y fusileros).
El concepto de módulo es aplicado, en particular, a los puestos de mando, que deben ser
capaces de cumplir su misión de mando y conducción desde los primeros momentos,
incrementándose progresivamente sus capacidades en el transcurso de las diferentes
fases de la operación.
El éxito de la planificación de las organizaciones operativas de paz, para adiestramiento,
radica en que los módulos sean lo más parecido a los de su empleo real, porque es
evidente que no se prepara ni se hace «la guerra», sino «una guerra». Hay tantas clases
de guerra como enemigos, objetivos y ambientes; y en consecuencia, no es posible
preparase para todas, es preciso señalar con anticipación posibles enemigos, aliados y
objetivos propios. Cada conflicto se debe planificar, preparar y ejecutar con
procedimientos y tácticas específicas. Renunciar al mismo, amparándose en una
supuesta ambigüedad o incertidumbre es un grave error, es renunciar a la acción del
mando.
La organización operativa ha sido en base a brigadas y batallones orgánicos, adiestrados
y cohesionados desde tiempos de paz.
AFGANISTAN
Veinte años de intervención internacional para luchar contra el terrorismo, contra los talibanes
y democratizar y reconstruir las instituciones de Afganistán acabaron en drama humanitario en
agosto de 2021. Desde septiembre, los talibanes gobiernan el país con una interpretación
estricta de la ley islámica. Muchos afganos sufren represalias y se cuentan por miles los
refugiados. Dos contradicciones han marcado decisivamente la misión internacional en
Afganistán: a) que el despliegue de más recursos militares, económicos y políticos para
acelerar los resultados produce a menudo efectos contraproducentes; y b) que sin el
compromiso y el respaldo de la población local, o sin la capacidad de las fuerzas
internacionales de acercarse y entender el contexto local, las misiones implementadas de
arriba-abajo (top-down) provocan la fricción, la alienación, el agotamiento y el rechazo de la
población.Tras el fracaso de Afganistán, Biden ha declarado «el fin» de este tipo de
intervenciones internacionales –que tuvieron su máximo esplendor en la década del 2000–
para reconstruir estados y transformar naciones.
La confianza de Occidente en las intervenciones internacionales para reconstruir un Estado
posbélico (international statebuilding) ha menguado en los últimos años. Con el final de la
Guerra Fría, Estados Unidos y Europa se vieron capacitados y moralmente legitimados para
liderar intervenciones de ayuda a la democratización, la paz y el desarrollo en países en
conflicto. Eran años de bonanza para Occidente, sin apenas contestación de su hegemonía
después del colapso del bloque soviético y antes de la emergencia de los gigantes asiáticos.
Naciones Unidas había lanzado más misiones de cascos azules entre 1988-1993 que en las
cuatro décadas anteriores. Y, a finales de los noventa, tras la incapacidad de evitar los
genocidios en Rwanda y en Bosnia-Herzegovina, las misiones de paz dispusieron de más
recursos y adquirieron mayor complejidad y ambición para centrarse no sólo en supervisar
elecciones y altos al fuego, sino en transformar naciones y renovar sus instituciones estatales,
desde el sector de la seguridad hasta el económico y el poder judicial, con el objetivo de
consolidar las instituciones de gobierno, la democracia y la paz (Paris, 2004). Tras los ataques
terroristas del 11 de septiembre (11-S) en Estados Unidos, las guerras en Afganistán e Irak
centraron los esfuerzos internacionales para garantizar la seguridad y estabilidad en el mundo;
sin embargo, los resultados de estas misiones para forzar un cambio de régimen y reconstruir
estos estados siempre fueron cuestionados, en ningún momento, fueron los esperados. Dos
décadas después del inicio de la intervención en Afganistán, el presidente estadounidense Joe
Biden asegura que es «el final de una era en que Estados Unidos utiliza el poder militar para
transformar otras naciones». ¿Cuál es la clave del fracaso de estos modelos de intervención
internacional para reconstruir estados que tuvieron su apogeo en la década del 2000 y que
ahora Biden declara su fin? Este artículo se centra en dos contradicciones que han marcado
decisivamente la misión en Afganistán y que sirven para entender las dificultades para
completar exitosamente esta y otras misiones internacionales tan ambiciosas como fueron las
de Kosovo, Timor Oriental, Chad, República Democrática del Congo, Sierra Leone o Liberia. La
primera contradicción es que el despliegue de más recursos militares, económicos y políticos
para acelerar los resultados previstos produce a menudo efectos contraproducentes. Por
ejemplo, vimos como los esfuerzos internacionales para la transformación de Afganistán
aumentaron a finales de la década del 2000, pero estos crearon un Estado dependiente de la
ayuda exterior. Al mismo tiempo, más recursos económicos y militares también forjaron más
tensión y violencia en el interior del país, además de generar demasiadas expectativas y
desapego con este proyecto, tanto en Estados Unidos y Europa como entre los militares y
civiles responsables de llevar a cabo la misión sobre el terreno. La segunda contradicción tiene
que ver con la «apropiación local», entendida como la política para transferir
responsabilidades de las fuerzas internacionales a la población local. La contradicción es que
las misiones depaz son para los locales, pero a menudo se implementan sin los locales. En
otras palabras, sin el compromiso y el respaldo de la población local, así como sin la capacidad
de las fuerzas internacionales de acercarse y entender el contexto local, las misiones se
implementan de arribaabajo (top-down), lo que provoca la fricción y la alienación, el
agotamiento o el rechazo de la población local.
En este sentido, el proceso de transferencia de responsabilidades a los afganos ha resultado
difícil de concretar
para Estados Unidos y sus aliados sin el apoyo de mucha
gente de las zonas rurales, que se ha ido distanciando del
Gobierno de Kabul y las instituciones apoyadas por la
misión internacional, lo que ha facilitado el retorno de los
talibanes. Como se argumentará, estas dos contradicciones pueden servir de lecciones
aprendidas para orientar
las misiones de paz en el futuro.
Más intervención, peores resultados
La intervención militar de Estados Unidos en Afganistán
comenzó en octubre de 2001 con el objetivo de combatir
a los terroristas de Al Qaeda –responsables de los ataques
del 11-S– y al régimen talibán que los había acogido. El
inicio de la Operación Libertad Duradera –así la llamó Estados Unidos– fue expeditivo e
implacable. En dos meses,
los talibanes ya habían sido derrotados. En diciembre
del mismo año, fueron firmados los acuerdos de Bonn,
auspiciados por Naciones Unidas, a fin de diseñar la estrategia internacional que ayudaría a la
reconstrucción
del Estado afgano sin los talibanes para poder sostener
la paz y evitar, a largo plazo, que los terroristas pudieran
reorganizarse de nuevo en el país.
La estrategia internacional se articuló a partir de la Fuerza Internacional de Asistencia para la
Seguridad (ISAF,
por sus siglas en inglés) que, dirigida por la OTAN desde
2003, tenía el objetivo de velar por la seguridad de Kabul
y sus alrededores, combatir Al Qaeda y los insurgentes,
así como liderar la reforma del sector
de la seguridad. Partiendo del supuesto
occidental de que los estados liberales y
democráticos aportan estabilidad y paz
social, se decidió renovar todas las instituciones del país (desde el Ejército y la
policía, hasta el sistema judicial, educativo y sanitario, además de las infraestructuras) e iniciar
un proceso de democratización, con la creación de partidos políticos, sectores
de la Administración y una prensa libre para, finalmente,
organizar unas elecciones presidenciales y legislativas.
Asimismo, organizaciones internacionales, como el Banco Mundial, o agencias de Naciones
Unidas y sus colaboradores humanitarios, se encargaron de conducir la
recuperación económica de un país en ruinas, que había
sufrido la invasión soviética en los años ochenta del siglo
pasado, una guerra civil en la década siguiente y el terror
del régimen talibán hasta la nueva invasión liderada por
Estados Unidos y sus aliados en 2001.
Para evitar el regreso de los talibanes y que pudieran
dar apoyo a grupos terroristas, el objetivo era transformar un Estado frágil en un Estado
eficiente. Es decir,
que la paz y la seguridad, tanto en Afganistán como en
Occidente, dependían de la construcción de un Afganistán democrático, económicamente
saneado y en el
que se respetara el Estado de derecho. Tal como lo resumiría el académico y político afgano
Ashraf Ghani –que
había trabajado para Naciones Unidas y el Banco Mundial en los años noventa y acabó siendo
el presidente
de Afganistán (2015 -2021)– en un libro en coautoría
con Clare Lockhart (2008, 4): «Las soluciones a todos
nuestros problemas de inseguridad, pobreza y falta de
crecimiento coinciden en la necesidad de un proyecto
internacional para la reconstrucción del Estado».
Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, a mitad de la
década del 2000, Afganistán seguía siendo un Estado
débil, que destacaba negativamente en todos los indicadores de desarrollo humano del
Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): bajo índice de desarrollo, inseguridad alimentaria,
analfabeDos contradicciones que han marcado
decisivamente la misión en Afganistán puede
servir de lecciones valiosas para orientar las
misiones de paz en el futuro.

tismo, mortalidad infantil, refugiados, desigualdad de


género, corta esperanza de vida, etc. Además, el país
continuaba siendo el principal productor y exportador
de heroína del mundo, la corrupción permeaba todos
los aspectos de la vida afgana y las instituciones de gobernanza eran deficientes. El propio
presidente Hamid
Karzai (2001-2014) estuvo involucrado en tramas criminales y de corrupción; de hecho, lo
llamaban despectivamente el «alcalde de Kabul», porque solamente tenía
autoridad en la capital. Mientras tanto, los talibanes
estaban reorganizándose en las zonas rurales del país.
En este contexto, la contradicción que se planteaba es la
siguiente: la construcción de un Estado con instituciones
de gobernanza solventes, que gozaran de legitimidad
entre la población y que pudieran garantizar derechos y
cumplir con sus obligaciones
requería mucha inversión de
recursos y tiempo. Sin embargo, a más recursos y más
tiempo, mayor era la dependencia con el exterior; es decir,
la asistencia internacional era
necesaria para sacar al país
de la ruina, pero Afganistán
se convertía en un Estado rentista y artificial, con poca
legitimad, que dependía totalmente de la ayuda externa
y en el que la sobrefinanciación estimulaba la corrupción
y desincentivaba el compromiso y la capacitación locales
(Suhrke 2013). En palabras de la académica Astri Suhrke
(2013): en Afganistán «más fue menos».
Asimismo, más recursos militares produjeron menos
seguridad sobre el terreno. Hacia finales de la década
del 2000, se criticó a la Administración Bush por estar
más ocupada en la guerra contra Irak –iniciada en 2003–
y destinar más recursos en la reconstrucción del Estado
post-Sadam Hussein que en Afganistán. Pero cuando
en 2008 Barack Obama quiso dar un vuelco definitivo
a la guerra de Afganistán, aumentando la financiación
y los recursos militares para controlar todo el territorio
(la OTAN realizó su máximo despliegue en 2010 y 2011,
con más de 130.000 soldados), tampoco produjo los resultados esperados. Fueron momentos
convulsos y violentos: el Ejército estadounidense tuvo más bajas entre
2009 y 2011 que en el resto del conflicto. El despliegue
militar por todo el territorio contribuyó involuntariamente a la generalización de tensiones e
inestabilidad.
Fue un periodo de continuos enfrentamientos, de explosiones, de emboscadas de los talibanes
y de redadas
por las noches a las aldeas locales por parte de tropas
estadounidenses, tal como documentó el fotógrafo y
documentalista Tim Hetherington.
El último informe de la oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de
Afganistán (SIGAR, por
sus siglas en inglés), creada por el Congreso de Estados
Unidos, publicado en agosto de 2021, critica que hubiera
un cambio constante de objetivos a lo largo de los veinte
años de intervención internacional: «El esfuerzo estadounidense de reconstrucción de
Afganistán puede resumirse como veinte esfuerzos anuales de reconstrucción, en
vez de un esfuerzo que ha durado veinte años» (SIGAR,
2021: viii). El problema no era solo que hubiera cambios
de estrategia; el problema de fondo era que a medida que
aumentaba la ambición y la apuesta por acelerar la reconstrucción del Estado, también crecía
la dependencia
y, en este caso, era más difícil que el Estado se reconstruyera orgánicamente y pudiera
sobrevivir cuando hubiera
cesado la ayuda internacional (Paris, 2013). En Afganistán, la potencia norteamericana y sus
aliados se vieron
desbordados por tareas hercúleas de democratización,
creación de instituciones y crecimiento socioeconómico,
en un país afectado por conflictos y cambios de régimen
constantes. Si algunos programas funcionaron (como los
de alfabetización o escolarización de mujeres, o el aumento ligero del PIB), la mayoría parecían
imposibles de
sostener sin la constante renovación del apoyo externo.
Por lo tanto, lejos de producir mejores resultados, con el
crecimiento de recursos, tareas y objetivos, a finales de la
década del 2000 se evidenció la complejidad de construir
y sostener un Estado seguro y eficiente que había sido
diseñado y dirigido esencialmente desde organizaciones
externas (Suhrke, 2013).
Esta empresa tan ambiciosa y con resultados tan poco
sostenibles generó un descontento generalizado en
muchos círculos políticos, humanitarios y académicos
de Occidente, donde la guerra y estas intervenciones
para construir naciones fueron perdiendo popularidad.
A pesar de los esfuerzos, la transformación de Afganistán en un Estado próspero parecía un
objetivo inalcanzable. También en el frente militar hubo mucho
desgaste y desapego con la misión, como se refleja en
las crónicas de militares relatadas durante este período.
Para los militares era inimaginable que desde las trincheras o con esas incursiones en las
aldeas más apartadas de Afganistán estuvieran contribuyendo a prevenir
otro ataque terrorista en Nueva York. Para muchos, la
guerra había perdido sentido.
En resumen, una de las lecciones aprendidas en Afganistán es que con más recursos y más
ambición externa
no necesariamente se obtienen mejores resultados. Al
contrario, la intervención para transformar Afganistán creó una cultura de la dependencia que
impidió la
construcción de un Estado orgánico, legítimo, capaz de
sobrevivir después del fin de la misión internacional.
Hoy, los límites de estas intervenciones son reconoci
La intervención para transformar Afganistán creó una
cultura de la dependencia que impidió la construcción
de un Estado orgánico, legítimo, capaz de sobrevivir
después del fin de la misión internacional.

dos por la mayoría de analistas y políticos que, a su


vez, exigen la reorientación de estas estrategias (como
se apuntará en las conclusiones). Joe Biden lo reconoce con estas palabras: «nuestra misión en
Afganistán
nunca debió haberse centrado en la construcción de
una nación»; las intervenciones deben tener «objetivos
claros y asumibles».
Paz para Afganistán, sin los afganos
Las fuerzas estadounidenses descubrieron a Bin Laden en su escondite a unos 100 km al norte
de Islamabad (Pakistán) y lo mataron el 1 de mayo de 2011.
Su muerte coincidió con los primeros planteamientos
de retirada de las tropas internacionales para poder
dejar el país en manos afganas. Desde 2015, la misión
liderada por la OTAN pasó a denominarse «Apoyo
Decidido», con menos presencia militar y desempeñando aquella un rol más secundario,
centrado en
asistir, entrenar y asesorar a las fuerzas de seguridad
afganas, mientras se avanzaba hacia una reconciliación nacional. Sin embargo, las
negociaciones para la
paz, principalmente entre el Gobierno afgano y los
talibanes, con la presencia de Estados Unidos y fuerzas regionales, casi siempre fueron torpes,
ineficaces,
lentas y sobrepasadas por reproches y desconfianzas
mutuas (Farrell, 2017: 403-417). Prueba de ello es que,
a pesar de que se firmó el acuerdo de paz en febrero
de 2020 entre los talibanes y el Gobierno de Estados
Unidos, la retirada de las tropas internacionales en
agosto de 2021 fue dramática: dimisión del Gobierno
de Ashraf Ghani, rendición del ejército afgano y los
talibanes tomando el control de todo el país.
¿Por qué una década después de las primeras conversaciones para la retirada y de tanta
inversión política,
económica y militar la transferencia de responsabilidades ha fracasado y los talibanes han
podido volver? El
segundo reto con el que se toparon las fuerzas internacionales fue el de la implementación de
la llamada
«apropiación local», es decir: las fuerzas externas debían
transferir poder y responsabilidad a los afganos (tanto
al Gobierno y demás instituciones como a la población
civil), destinatarios últimos de la paz y gobernanza de
su país; pero hubo fricción, porque muchos afganos
no compartían el proyecto extranjero (Jarstad, 2013).
Como los internacionales y (muchos) locales no querían lo mismo, ni cooperaban con lealtad y
confianza,
la apropiación local nunca se hizo efectiva.
En los últimos días de la misión, Joe Biden lanzó esta
crítica a los afganos para justificar la retirada de las tropas a pesar del colapso del Gobierno y el
ejército: «Les
dimos todas las herramientas que podían necesitar. Pagamos sus salarios. Nos encargamos del
mantenimiento de sus aviones. Les dimos todas las oportunidades
para determinar su propio futuro. Lo que no pudimos
aportar fue la voluntad de luchar por ese futuro».
Desde la perspectiva estadounidense, se ha criticado
sin cesar la falta de compromiso del Gobierno afgano
y de las instituciones, sobre todo del Ejército y la policía. Cuentan los marines que muchos
militares afganos
eran holgazanes, que se levantaban tarde y no querían
patrullar durante las horas de más calor, o que los comandantes no se unían a sus tropas
durante las operaciones (Farrell, 2017: 323-324). Los crímenes cometidos
por el Ejército afgano, o por milicias armadas y señores
de la guerra financiados y protegidos por las fuerzas
internacionales, encargados de la estabilidad y la seguridad de muchas zonas, también
deslegitimaron la
misión.
Algunos analistas próximos a la perspectiva estadounidense cuentan que, además de la falta
de voluntad de
muchos en el Ejército y en otras instituciones afganas,
la transferencia de responsabilidades a los locales ha
fracasado por su falta de capacidad. Se argumenta que
muchos militares afganos disparaban al tuntún o que
no sabían pilotar aviones de carga y escogían uniformes que no se camuflaban con el paisaje1
. El último informe SIGAR asegura que los afganos, en general, «no
estaban entrenados ni calificados (…) El Gobierno de
Estados Unidos fue incapaz de conseguir que las personas adecuadas ocuparan los trabajos
adecuados en el
momento adecuado». En resumen, según Biden y estos
analistas, las fuerzas internacionales querían transformar Afganistán y derrotar a los talibanes
con más convicción que los propios afganos, que nunca creyeron en
(o no pudieron) apropiarse del proyecto internacional
de transformar el país.
Por otra parte, si los agentes locales no aspiraban a lo
mismo que los internacionales, también es pertinente
señalar que los internacionales nunca lograron convencer, entusiasmar o conectar con una
parte importante
de la población local, en particular con la rural. Como
han señalado autores críticos con el papel de la intervención internacional (Kuhn, 2008), se
crearon instituciones tecnocráticas al estilo occidental sin tener en
cuenta las preferencias afganas, o se institucionalizó un
Estado de derecho en un país que resuelve el 90% de
sus disputas de manera informal o con sus propios códigos. Por ejemplo, se ilegalizó el cultivo
y refinamiento del opio y se tomaron medidas contra la exportación
de heroína, pero con ello se negó el sostenimiento de
miles de familias, mientras se estimulaba una economía sumergida, el crimen y la corrupción;
se quisieron
liderar proyectos y reformas para aumentar la capacitación y agencia locales, así como educar
a los afganos
en cultura democrática, al tiempo que se demonizaban
costumbres y saberes locales. El último informe de SIGAR también concluye que una de las
razones del fracaso en Afganistán es la incapacidad de comprender
y adaptar la reconstrucción del país al contexto local,
sus dinámicas sociales, políticas y económicas: «la falta
de conocimiento del nivel local implicó que proyectos
destinados a mitigar el conflicto, a veces lo incendiaran
y, otras veces sin saberlo, acabaran financiando insurgentes».
Fuera de la capital, la conexión con lo población local
no se acabó de consolidar en ningún momento a lo largo de la intervención. A menudo se ha
criticado que
hubo una excesiva bunkerización de los agentes internacionales (protegidos en burbujas
aisladas de la población local), priorizando a objetivos militares para
luchar contra el terror por encima de proyectos de seguridad comunitaria, o que hubo excesos
de tropas y
de sus colaboradores, lo que
acabó deslegitimando la misión (Weigand y Andersson,
2019). Ni siquiera con acciones de contrainsurgencia
(cuyo objetivo era acercar
las fuerzas internacionales
a las comunidades locales
lejos de Kabul, para propiciar diálogo y ofrecer seguridad, tratando de ganarse
sus «corazones y mentes» y que rompieran sus lazos
con los talibanes) se logró mantener la confianza y la
cooperación a lo largo de los años. En este sentido, en
cualquier intervención internacional aparecen fricciones entre actores internacionales y
locales: desde Kosovo a la República Democrática del Congo, por citar
dos ejemplos, ha habido resistencia e incluso oposición
por parte de algunos actores a los programas de reconstrucción del Estado diseñados desde el
exterior (Autesserre, 2014); pero en Afganistán esta distancia ha sido
especialmente grande. En resumen, no puede haber
apropiación local ni consolidación de la paz sin que, por
un lado, todos los actores locales estén comprometidos
con el cambio propuesto por la misión internacional y,
por el otro, la misión logre acercarse, entender o satisfacer las necesidades o los intereses de
la mayoría de la
población local.
Lo que es importante observar en Afganistán es cómo
la incapacidad de acercamiento y entendimiento con la
población local, por parte de la misión internacional,
contrasta con la pervivencia y resiliencia de los talibanes, quienes, a pesar de ser apartados del
Gobierno en
2001 y abatidos militarmente durante dos décadas de
intervención internacional, han logrado volver y vencer. Por una parte, desde el punto de vista
militar, los talibanes han ganado porque han sabido evitar combates
directos y apostar por tácticas de guerrilla y resistencia,
como los explosivos improvisados que ralentizaban
los avances de las tropas de los ejércitos, a la vez que
perturbaban su moral. Además, el tiempo siempre ha
jugado a su favor, ya que sabían, como apunta Farrell
(2017), que «su victoria era no perder»: si se escondían,
si sobrevivían, llegaría su oportunidad con el desgaste
del Gobierno o la salida de las tropas internacionales.
Por otra parte, y más importante para el argumento que
se expone en este artículo, la resiliencia de los talibanes
puede explicarse porque estos sí han sabido establecer
lazos con la población rural, en contraste con la torpeza
del Gobierno central y los defectos de la intervención
internacional. Por regla general, lejos de acercarse a la
población solo con métodos coercitivos o de intimidación, como a menudo han destacado los
medios de comunicación occidentales, los talibanes lo hicieron con
propuestas de gobernanza y estabilidad. Cuenta Farrell
(2017) que los tribunales talibanes fueron especialmente populares entre los afganos para
resolver todo tipo
de disputas de manera rápida, eficiente y sin corrupción. Este entendimiento y aceptación de
las reglas sociales afganas contrastaba con los tribunales oficiales
que, copiando el modelo occidental, operaban más lentamente, eran más costosos y
burocráticos, y resultaban
estar politizados en favor de unos u otros. En las zonas
rurales, muchos despreciaban al Gobierno, y otros muchos incluso anhelaban el orden y la
seguridad de la
época talibán.
Esta es la segunda gran lección aprendida en Afganistán: el éxito de una misión depende de
que las instituciones y el conjunto de la población local se apropien
del proceso de construcción del Estado y de la paz. No
se podía reconstruir Afganistán sin los afganos.
Conclusión: ¿el fin de la intervención
internacional?
Tras veinte años de intervención internacional en
Afganistán, ni se ha conseguido debilitar el terrorismo
transnacional, ni se ha logrado la transición hacia un
Estado liberal y democrático que pudiera sostener la
paz. Dos contradicciones han planeado sobre lo que se
considera un fracaso de la misión internacional que terminó con un caos en la retirada de
tropas y evacuación
de la población que quería huir del país y con el regreso
al poder de los talibanes.
Como se ha argumentado, la primera de ellas es que
el incremento de recursos desde el exterior no aportó
soluciones a la misión internacional en Afganistán, sino
que aumentó los objetivos y las expectativas perseguidos, hizo crecer la tensión y la violencia,
así como desLa incapacidad de acercamiento y entendimiento con la
población local, en particular la rural, por parte de la misión
internacional, contrasta con la pervivencia y resiliencia de
los talibanes.

gastó las tropas en el frente y los ciudadanos occidentales. Nadie entendía la necesidad de
tanta inversión y
tantos esfuerzos para renovar las instituciones de un
país con unos resultados tan mediocres. La segunda
contradicción es la de la apropiación local: las responsabilidades deben traspasarse a la
población local, pero
ello no es posible si no existen intereses compartidos ni
cooperación genuina entre la misión exterior y la mayoría de la población en el país. Por
consiguiente, en
el caso de Afganistán, se persiguió una reconstrucción
del Estado que no representaba a una mayoría amplia
de la población. Las perspectivas cercanas al Gobierno
o Ejército estadounidenses tienden a justificar este fracaso de la misión con críticas a la falta
de voluntad y
capacitación afganas, mientras otros analistas críticos
tienden a subrayar las contradicciones de una intervención «de arriba-abajo» y la falta de
comprensión del
contexto local.
Son problemas que, aunque han aflorado en Afganistán, son estructurales de otras
intervenciones internacionales para reconstruir estados que tuvieron su
máximo esplendor en la década del 2000. No es que
las intervenciones en Timor Oriental, Kosovo, Iraq o
Sierra Leone, por ejemplo, fracasaran flagrantemente
(esto siempre es discutible), pero sí que en todas ellas
surgieron las mismas contradicciones que se evidenciaron en Afganistán: la ayuda externa creó
una cultura
de la dependencia y unas expectativas que eran insostenibles sin esta ayuda y se produjo una
fricción entre
los intereses y valores de los actores internacionales y
los locales. A estos problemas intrínsecos de las intervenciones internacionales se le ha
añadido un contexto
internacional de creciente contestación: estamos ante
un ciclo de polarización y multipolaridad, en el que Occidente ha perdido la legitimidad y la
hegemonía para
liderar los procesos de democratización y paz en otras
zonas del mundo. Por todo ello, Joe Biden ha sentenciado que la era de estas intervenciones
para transformar
estados «ha terminado». La pregunta pertinente ahora
es: ¿cómo intervenir para la paz y la seguridad internacionales después de Afganistán?
Después de las dificultades y los fracasos en las misiones para la reconstrucción de un Estado
posbélico, el
paradigma está evolucionando hacia unas intervenciones menos invasivas. Si la raíz del
problema era que
se quería imponer un proyecto demasiado ambicioso
y gobernado desde el exterior, como hemos visto en
Afganistán, la evolución pasa por crear procesos de
Después de las dificultades y los fracasos en las
misiones para la reconstrucción de un Estado
posbélico, el paradigma está evolucionando hacia
unas intervenciones menos invasivas.

paz en los que las organizaciones externas hagan menos


y trabajen desde el inicio con la población autóctona.
De hecho, desde hace ya unos años, Naciones Unidas
está optando por misiones centradas en la prevención
del conflicto, en vez de aspirar a la transformación de
un Estado posconflicto, o por sostener la paz en zonas
frágiles, en vez de imponerla. Estas misiones tienen la
apropiación local como piedra angular, al intentar incluir a todas las partes del conflicto y a la
población
civil. Al mismo tiempo, Estados Unidos y sobre todo la
Unión Europea también empiezan a explorar con nuevas formas de consolidación de la paz
menos intervencionistas y siempre «desde abajo-arriba», con misiones
civiles, mucha diplomacia y en permanente colaboración con agentes locales (Joseph y Juncos,
2019). Son
intervenciones de larga duración que evitan el conflicto
y la polarización, tratando de gestionar las diferentes
dimensiones de las crisis en sus múltiples niveles de
gobernanza. Estamos en los albores de
una nueva era en la que las misiones
de paz quieren desmarcarse de los intentos de transformación de los estados posbélicos de
arriba-abajo. El éxito dependerá, en parte, de que se eviten las contradicciones y se aprenda
de lecciones como las de Afganistán.

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