No Me Quieres, No Te Quiero - Victoria Vilchez

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No me quieres, no te quiero. Quiéreme #1


©Victoria Vílchez
Primera edición: mayo 2016
Segunda edición: febrero 2024

Todos los derechos reservados. Prohibida cualquier reproducción,


distribución, comunicación pública o transformación de la obra sin la
autorización expresa de los titulares del copyright.

Las nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta obra son


producto de la imaginación del autor y totalmente ficticios, así como las
opiniones reflejadas en ella. No representan la opinión real de ninguna
persona o institución. Cualquier parecido con personas, eventos, negocios,
lugares o cualquier acontecimiento son mera coincidencia.
Contenido
Copyright
NOTA DE LA AUTORA
HACERSE LA FUERTE
DOS AMORES EN LA VIDA
UN DÍA DE ESTOS…
CONVIVIR CON EL PASADO
NO ME QUIERES, NO TE QUIERO
¿TE ME ESTÁS INSINUANDO?
ENTREGAR EL CORAZÓN
REGRESO A LA ADOLESCENCIA
MANERAS DE OLVIDAR LOS PROBLEMAS
COMETER ERRORES
¿SIN RENCORES?
UN CORAZÓN REPLETO DE HERIDAS
NUESTRO MOMENTO
¿POR QUÉ NOS VAN LOS CHICOS MALOS?
LAS TERESITAS
FABRICAR NUEVOS RECUERDOS
PERDIDA EN ÁLEX
BURBUJAS DE FELICIDAD
PROMESAS
VOLVAMOS A CASA
CONFESIONES
HOGAR, DULCE HOGAR
POR LOS FINALES FELICES
¡SORPRESA!
LA ESTRELLA MÁS BRILLANTE
CUATRO SIMPLES PALABRAS
LÁGRIMAS, TEMORES Y OTROS VIEJOS SENTIMIENTOS
¿IGUALES?
SIN TI
TERESA O TESSA
AMAR, LUCHAR O RENDIRSE
CUESTIÓN DE CONFIANZA
HAGAMOS UN TRATO
LA CALMA QUE PRECEDE A LA TEMPESTAD
UNA DE CAL Y OTRA DE ARENA
VETE
LAS VENTAJAS DE SER UN MARGINADO
SE HA ACABADO
SIN RUMBO
AYÚDAME
AYER SIGUE SIENDO HOY
DIME QUE SALDRÁ BIEN
SI TE VAS
LO QUE SOMOS
LO QUE FUIMOS Y LO QUE SIEMPRE SEREMOS
EPÍLOGO
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Libros de este autor
NOTA DE LA AUTORA
Escribí la bilogía Quiéreme hace ya algunos años, y fue publicada por una
editorial en el año 2016. Por multitud de motivos, siempre ha sido muy
especial para mí. La historia de Tessa es en realidad un viaje de superación;
dura, complicada, a ratos dulce y a ratos amarga, y trata un tema que, por
desgracia, sigue estando muy de actualidad: las relaciones tóxicas. En su
momento, recibí muchísimos mensajes de chicas que, como Tessa, habían
pasado o estaban pasando por algo así, y en los que me contaban lo
identificadas que se habían sentido con ella. Por ello, cuando recuperé los
derechos, y a pesar de que ha llovido muchísimo desde entonces para mí
como escritora, decidí que no quería dejar que languideciera en un cajón.
Así que esto va para todas esas mujeres: gracias por hacerme
partícipe de un pequeño trocito de vuestras vidas. Ojalá, después de todos
estos años, hayáis encontrado la felicidad. Os deseo el mejor de los finales
para vuestras propias historias.
A ti, que te rompieron el corazón y dejaste de confiar incluso en ti mismo.
Eres más fuerte de lo que crees.
No puedo volver al pasado porque entonces era una persona diferente.

Alicia en el País de las Maravillas - Lewis Carroll.

Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, cómo


sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro de si la tormenta ha terminado
realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no
serás la misma persona que entro en ella. De eso se trata esta tormenta.

Tokio Blues (Norwegian Wood) - Haruki Murakami.


HACERSE LA FUERTE
—¡No! ¡No! ¡No! —le grito a Zac, aunque me estoy partiendo de risa.
Estamos en la playa, es pleno agosto y no cabe un alfiler. Hay tanta
gente que es imposible moverse sin tropezar con alguien.
Él suelta una carcajada y da saltitos entre las toallas para llegar hasta
la orilla mientras carga conmigo sobre uno de sus hombros. Va a tirarme al
agua sin contemplaciones a pesar de que me esté desgañitando como una
imbécil y amenazándolo de muerte.
Pataleo y le doy unos cuantos manotazos en la espalda, que tiene
cachas porque no falta nunca a su cita con el gimnasio. Para Zac, su cuerpo
es un templo al que rendir culto y, lo creáis o no, tiene razones de sobra para
pensar así. Es un tiarrón de veinticuatro años y metro ochenta con las
espaldas anchas, músculos en el abdomen de esos que permitirían hacer la
colada restregando contra ellos, un culito firme y ni un gramo de grasa.
Estoy segura de que ahora mismo soy la tía más envidiada de toda la playa.
Mis esfuerzos caen en saco roto. Al contrario que él no piso un
gimnasio ni por equivocación, y mi escaso metro sesenta no puede competir
con su cuerpo de atleta. Me concentro en evitar que mis tetas abandonen la
protección de la exigua parte superior del biquini y me rindo a lo inevitable.
—¡Joder! —exclamo, y no tiene nada que ver con la palmadita que
Zac acaba de darme en el trasero.
Zac no es que sea norteamericano y tenga ese nombre molón. Esto
es España y algún defecto tenía que tener el pobre. En realidad, se llama
Zacarías y sus padres son personas crueles o estaban borrachos cuando lo
bautizaron.
Mi exabrupto consigue que Zac vuelva la cabeza y me mire por
encima de su hombro. Un mechón del color de la miel le cae sobre la frente
y resopla para apartarlo.
—¡Bájame, Zac! —exclamo, y vuelve a reírse.
Me gustaría decirle que lo menos que me importa es el chapuzón,
pero la sangre se me ha acumulado en la cabeza y lo único que hago es
tratar de respirar y seguir agarrándome el biquini. Cualquiera se atreve a
comentarle que acabo de ver a mi exnovio de pie en la arena,
observándonos con esa mirada tan intensa que hace que me hormigueen
hasta las puntas de los pies. Mi corazón trabaja a marchas forzadas y no es
solo por la inminente caída al agua. Sé muy bien que no se trata de eso.
Zac me lanza al mar cuando ya se ha internado en él hasta la cintura.
Por mucho que lo espere, me pilla con la boca abierta y el líquido se me
cuela a la vez por la nariz y la garganta. ¡Está helada! Salgo a la superficie
con el pelo pegado a la frente y escupiendo agua e improperios a partes
iguales. Él se parte de risa, aunque lo miro con todo el odio que consigo
reunir, que no es mucho, porque es Zac y odiarlo es bastante difícil.
—Tu teta me está deslumbrando —me dice, entre carcajada y
carcajada. Reacciono llevándome la mano al pecho y sumergiéndome hasta
el cuello, y él se ríe más fuerte todavía—. Es como un jodido reflector —
continúa burlándose, aludiendo a la blancura inmaculada de mi pecho
rebelde.
—No todos nos despelotamos para tomar el sol —replico, y le
enseño la lengua, lo cual no deja de restarle casi toda la dignidad a mi
reproche.
Ahora mismo lleva un bañador azul que le llega hasta mitad de
muslo, pero no tiene problemas en acudir de vez en cuando a alguna de las
playas nudistas de la isla y tumbarse a tomar el sol como su madre lo trajo
al mundo. Siempre he pensado que tiene un punto exhibicionista.
—Tú también deberías —contesta—, antes de que dejes ciego a
alguien con tus melones.
Me lanzo en su dirección y lo agarro de lo hombros. Intento
hundirlo con poco éxito. Al final me lo permite, porque de otra forma nunca
hubiera podido con él, y recupero así algo del orgullo perdido. Me subo a su
espalda y busco a mi ex con la mirada. Tardo poco en localizarlo. Un tío en
vaqueros en la playa llama bastante la atención, y si a eso le sumamos que
su brazo derecho está cubierto de tatuajes, así como parte del izquierdo y
del pecho, ya os podéis imaginar. Tiene los ojos entornados y la vista fija en
nosotros. Debe estar muerto por venir hasta donde estamos y soltar alguna
que otra bordería por esos sugerentes labios. Si lo conoceré yo…
Hace dos años que no nos vemos, pero hay cosas que nunca
cambian.
—Voy a salir —le digo a Zac, con mi mejor voz de espía.
—¿Quieres que te lleve hasta la toalla? —se ofrece, y hace ademán
de cogerme en vilo de nuevo.
Lo esquivo y le dedico una peineta. Él agita la cabeza, burlón, pero
se aleja braceando como si fuera un nadador profesional.
—¡Cuidado con los angelotes! —le grito, porque este verano han
mordido a unos cuantos bañistas.
Ni siquiera me presta atención. Yo creo que piensa que caerían
rendidos a sus pies y no se atreverían a morderlo. Riendo, salgo del agua y
miro sin disimulo en dirección a donde se encuentra mi ex.
«Madre mía, ¡qué bueno está!», me lamento.
Álex, que es como se llama, es muy diferente a Zac. No es tan alto
ni tiene todos esos músculos que Zac luce con tanta alegría. Es más delgado
y desgarbado, aunque también muy atractivo. Tiene ese aire de chico malo
—porque lo es— repleto de tatuajes y con un pitillo siempre entre las
manos. Los vaqueros le cuelgan de las caderas como si esa prenda la
hubieran inventado expresamente para él. No lleva camiseta y sus pies
descalzos están semienterrados en la arena. Sé que tras las gafas de sol se
esconden unos ojazos color avellana que hipnotizarían a una cobra y la
harían morderse a sí misma.
Me dirijo hacia él. No tiene sentido fingir que no lo he visto. Como
siempre que nos reencontramos, me tiemblan las rodillas. Él fue mi primer
amor y, para resumirlo, diré que nos consumimos el uno al otro de una
manera poco común. Nunca nada entre nosotros fue aburrido.
—Estás hecho un macarra —le espeto en cuanto llegó hasta él.
Esboza una de sus pícaras sonrisas y mi cuerpo se estremece de pies
a cabeza. Reconozco la sensación como algo familiar y me pregunto si
alguna vez dejaré de sentirme así al verlo. Es raro tenerlo frente a mí y, a la
vez, parece lo más normal del mundo.
Se inclina y me da dos besos demasiado cerca de las comisuras de
los labios.
—Te veo bien —comenta, y yo asiento.
Hay un grupo de chicas tomando el sol a su alrededor y otros tantos
chicos junto a ellas. Supongo que son sus amigos, aunque no reconozco a
ninguno. Nos observan con la antena bien puesta para no perder detalle.
Conociéndolo, dudo mucho que sepan quién soy.
—Pensaba que estabas en el extranjero.
Lo último que supe de él es que se había ido a Malasia, Tailandia o
algún lugar exótico y lejano a ver mundo y vete tú a saber qué más. Mi
comentario parece sorprenderlo, como si no esperase que estuviera al tanto
de sus idas y venidas. No es que viva pendiente de lo que hace, pero
Tenerife es una isla pequeña y al final todo se sabe.
—Regresé hace unos meses —replica con desgana.
No quedamos callados y él se entretiene dándome un repaso
exhaustivo de arriba abajo, sin cortarse lo más mínimo. Desliza la mirada
por mis piernas hasta mi cintura y luego pasa a mi delantera. Al final,
vuelve a concentrarse en mis ojos y me dedica una sonrisa lastimera, como
si fuera a morder el anzuelo y creerme ese aire de niño abandonado que se
le da tan bien fingir cuando quiere salirse con la suya.
—¿Cómo te va? —pregunta, tras unos segundos, y frunce los labios
en un mohín seductor que hace que me muera de ganas de darle un
mordisco y saborearlo de nuevo.
No obstante, me contengo y le sonrío antes de contestar:
—Todo genial, como siempre.
—Ya lo veo —dice, con un tono socarrón impropio de él.
Álex no necesita recurrir al halago fácil para ligar. Tiene ese aura
sexual que invita a entregarle cualquier cosa que te pida, y lo que no te pida
también. Aunque conmigo siempre fue muy expresivo, lo normal es que un
movimiento de ceja le baste para llamar la atención de una chica.
Ahora soy yo la que deja vagar la mirada y se llena los ojos de él.
Examino sus tatuajes para darme cuenta de que tiene al menos cinco
nuevos. Es tan adicto a la tinta como en su día lo fue a mis besos. Lástima
que yo no fuera para toda la vida.
—¿Te vas a quedar?
No es que me importe. O tal vez sí. De algo tenemos que hablar y no
estoy por la labor de echarle en cara lo que me hizo pasar. Aun así, si paso
algunos minutos más hablando con él es probable que acabemos los dos
enfrascados en una guerra de reproches. Es inevitable.
—Eso parece.
Trago saliva y, por primera vez desde que hemos empezado a
charlar, giro la cabeza para buscar a Zac. Lo veo pasar a cierta distancia en
dirección a nuestras toallas, yo y todas las tías en veinte metros a la
redonda, que siguen sus pasos mientras se lo comen con los ojos.
—Bueno, ya nos veremos por ahí —me despido, rezando, sin tener
muy claro si para verlo o para no volver a tropezarme con él.
—¿Tu novio?
—¿Eh?
—¿Que si es tu novio? —repite, señalando a Zac.
Reprimo el arrebato, bastante infantil por mi parte, de ponerme a
bailar al comprender que está muerto de celos. Álex llevaba lo de ser celoso
a un nivel superior cuando estábamos juntos. En ocasiones, se convertía
casi en un maníaco solo por verme hablar con algún amigo. Esa es una de
las muchas —muchísimas— razones por las que lo nuestro no acabó bien.
Aunque, tal vez, lo de acabar es mucho decir. Lo nuestro es más bien la
historia interminable; no sería la primera vez que hay una repetición de la
jugada.
Agito la cabeza para apartar ese tipo de pensamientos de mi mente.
—Algo así —contesto de forma vaga.
Si le satisface o no mi respuesta, no muestra emoción alguna al
respecto.
—Nos vemos —añado, y me vuelvo muy digna para ir al encuentro
de Zac.
Lo que de verdad deseo en ese instante es saltar sobre Álex,
enroscar mis piernas alrededor de su cintura y besarle como si el mundo se
fuera a acabar mañana. Pero me limito a poner un pie delante de otro y
caminar directa hacia mi toalla. Da igual que me esté quemando la planta de
los pies con la arena, que arde bajo el sol de las dos de la tarde, me niego a
alejarme de él a la carrera como si estuviera huyendo.
Hay que ver lo que duele hacerse la fuerte…
DOS AMORES EN LA VIDA

—¿Qué? ¿Confraternizando con el enemigo? —se burla Zac.


Nunca ha visto a Álex en persona hasta ahora, pero en un par de
ocasiones le he mostrado el álbum de fotos que escondo en el último cajón
de mi cómoda. Supongo que mi ex es alguien fácil de reconocer.
Aunque conoce de sobra la historia, su tono es más bien jocoso.
Muy propio de él.
—Necesito dos minutos largos —le digo, con una actitud de lo más
dramática.
Me tiendo boca abajo, deshago el nudo de la parte de arriba del
biquini y clavo la nariz en la tela rizada de la toalla.
—¡Joder! —exclamo, muy bajito, por segunda vez en menos de una
hora. Zac se ríe y me aparta el pelo del cuello—. ¿Tengo buen aspecto?
Seguro que parezco una loca.
Me peino el pelo con los dedos de una forma un tanto frenética, y él
me sujeta la mano para que pare.
—Estás jodidamente hermosa. Pareces una sirena recién salida del
mar, pero con dos preciosas piernas en vez de una asquerosa cola de pez —
me anima, y estoy bastante segura de que esta es una de sus mentiras
piadosas.
Invade mi toalla y se echa sobre mí, sin pudor ni vergüenza alguna,
y yo me lo tomo como algo de lo más normal. Zac hace ese tipo de cosas a
todas horas.
—Eh… Cree que eres mi novio —confieso con la boca pequeña.
Como única respuesta recibo una carcajada. Acto seguido, sus dedos
recorren mi columna desde la parte baja de la espalda hasta la nuca.
—Eres una bruja —me dice, y yo me río, porque un poco sí que lo
soy.
—No podía desperdiciar una oportunidad así.
Zac alza la cabeza y busca a Álex entre los bañistas y domingueros.
—Nos está mirando —comenta, y deposita un beso sobre mi
hombro—. Si quieres te doy un morreo y lo tienes aquí en dos segundos.
No me importaría tener la oportunidad de partirle la cara.
Sé que lo dice en serio. Zac está al tanto de gran parte de lo que pasó
entre Álex y yo, aunque no de todo, y no es el único que tiene ganas de
abofetearlo.
La nuestra es una historia larga, tortuosa, algo enfermiza, pero con
momentos dulces e inolvidables. Es muchas cosas, tantas que resulta
imposible que acabe nunca y, sobre todo, que acabe bien. Eso es lo peor,
saber que para nosotros nunca habrá un final feliz.
—¿Estás bien? —pregunta, serio y preocupado, porque se me debe
haber puesto cara de circunstancia al dejarme llevar por los recuerdos.
—Que sí, bobo —le digo, a pesar de que no estoy nada segura de
ello.
Según Coelho, durante nuestra vida tenemos dos grandes amores.
Uno es ese amor difícil, visceral, al que perderás de forma irremediable
siempre y con el que nunca encontrarás la paz, aunque os sobre la pasión.
El otro será un amor tranquilo, es probable que el padre de tus hijos, el que
te comprenda y te reconforte. Yo tengo muy claro quién es para mí el
primero, aunque no haya encontrado aún el segundo.
—Te lo estás comiendo con la mirada —señala Zac, tumbándose
boca arriba y cerrando los ojos.
—Que va. Es que hace tiempo que no lo veía, eso es todo.
«¡Ja!», pienso para mí.
¡Ja! ¡Ja!
—¿Se me nota mucho? —admito al fin.
Zac sacude la cabeza, acostumbrado a mis tonterías. Me coloco a su
lado y sus dedos se enlazan con los míos en una muestra de apoyo
silencioso que me da valor para tratar de olvidar. Y así nos quedamos, con
las manos juntas y tumbados al sol, dejando que este nos caliente la piel.
—¿Voy a hacer unos largos? ¿Te vienes? —pregunta un rato
después.
Levanto la cabeza y niego. No entiendo para qué me pregunta si
sabe que el deporte y yo somos incompatibles. Una vez salí con él a correr
y terminé en una hamburguesería mientras Zac se dedicaba a trotar por el
parque. ¿Qué necesidad tiene la gente de correr si nadie los persigue?
Zac se marcha y me quedo a solas con mis pensamientos. No puedo
apartar al imbécil de mi ex de mi mente. Han pasado dos años desde que
nos vimos por última vez y en aquella ocasión acabé echándole en cara lo
cabrón que había sido conmigo. Llevaba encima dos o tres copas de más y
el filtro entre mi cerebro y mi boca había desaparecido. Él aguantó el
chaparrón con una sonrisa estoica en la cara y una cerveza en la mano. Fue
un poco bochornoso, para qué me voy a engañar, pero no podéis imaginar lo
bien que me quedé al soltarlo todo. Creo que jamás habíamos hablado de
forma tan directa de lo mal que se había portado conmigo. Él lo sabía, no
necesitaba que yo le recordara sus desplantes, los ataques de celos, las
interminables peleas que teníamos... Pero fue liberador a un nivel casi
místico.
—Lo sé —aceptó Álex después de mi monólogo, pero que lo
admitiera no eliminó el daño causado.
Resoplo de forma sonora. Me estoy machacando con algo que no
tiene solución, algo que no puedo cambiar. El pasado es un fantasma,
monstruoso y muy doloroso en mi caso, que no dejará nunca de vagar a mi
alrededor.
—Sin marcas —me dice una voz de sobra conocida.
Tuerzo el cuello y me encuentro el bajo deshilachado de unos
vaqueros a apenas un palmo de mi nariz. Cierro los ojos a ver si así
desaparece su dueño, pero eso, cómo no, no funciona en absoluto.
—No me gustan, ya lo sabes —replico al comprender que se refiere
al hecho de que tome el sol con la parte superior del biquini desatada.
En ese instante caigo en la cuenta de que he retorcido la braguita
hasta que casi parece un tanga y tengo la mayoría del culo al aire. Bueno,
tampoco es que no lo haya visto antes.
Con lo tranquila que estaba yo hasta ahora, ¿por qué ha tenido que
aparecer Álex? No es que no piense en él a veces, pero ya me había
acostumbrado a que nuestras vidas hubieran tomado rumbos diferentes. Lo
nuestro es algo que está siempre ahí, pero que no duele mientras no lo miras
a los ojos. Y ahora mismo duele, duele muchísimo.
Álex no dice nada y me obligo a abrir los ojos para comprobar si se
ha marchado. Pero no, el tío se ha acomodado a mi lado, sobre la arena.
Tiene las rodillas dobladas y los codos apoyados sobre ellas. Se está
fumando un cigarrillo y exhala el humo hacia arriba, como suele hacer
siempre cuando piensa en cometer alguna estupidez. Debería ponerme a
salvo y abandonar la zona radiactiva que lo rodea allá donde va. Es como
un arma de destrucción masiva, pero con encanto.
—No tienes amigos a los que espiar por encima de las gafas —
señalo, ya que no deja de mirarme.
Apoyo la mejilla sobre una mano, irguiendo un poco el torso, y mis
lumbares protestan por la posición. Su vista me acaricia la espalda y se
detiene justo en esa zona.
—Joder, nena, qué bien te veo —repite, con más entusiasmo que
hace un rato.
La voz le sale ronca y sexy, como cuando nos besábamos en algún
rincón oscuro de una discoteca y nos manoseábamos por encima de la ropa.
Me está costando horrores no flaquear. Pero claro, yo, que tengo tendencia a
no pensar las cosas dos veces, me vengo arriba por el piropo. Contoneo las
caderas de manera natural, como si tan solo me estuviera colocando bien
sobre la toalla, pero sabiendo que, como mínimo, él se va a ir a casa tan
calentito como yo.
Para rematar el numerito, llevo una mano hasta mi cadera y deslizo
un dedo bajo el elástico de la braguita. Él se remueve, inquieto, y se tira de
las perneras de los vaqueros. Al menos parece que sigo teniendo algún
efecto sobre él.
«Ojalá se te gangrenen los huevos», maldigo para mis adentros.
Desde este momento, la conversación solo puede ir a peor. O
acabamos a gritos, o dándonos un revolcón rodeados de señoras con
fiambreras y niños embadurnados de protector solar. La segunda opción no
es que sea muy apropiada, así que empiezo a rezar para que Zac aparezca y
disuelva la tensión sexual del ambiente antes de que las cosas se pongan
feas.
Álex vuelve la vista hacia el mar y me ofrece su mejor perfil.
Aprovecho para buscar algún nombre de mujer sobre su piel a la vez que
me dedico a mí misma ciertos insultos que no voy a repetir aquí por decoro.
Odio que cada vez que irrumpe en mi vida me convierta en una mezcla de
niña enamoradiza, enferma sexual y loca despechada. No hay tío al que
haya amado y deseado tanto como a él; tampoco al que haya odiado de una
forma tan intensa.
Hago cuentas mentalmente. Cinco años han pasado ya desde que
nos conocimos. Juntos, lo que se dice saliendo, estuvimos poco más de un
año, aunque a mí se me antoje que fue una vida entera. Luego pasamos al
menos otro año mareando la perdiz. Ya sabéis, ni contigo ni sin ti. Lo que
viene a ser haciéndonos más daño del que nos había llevado a romper y
acostándonos como si fuera la última vez —si bien, nunca lo era—. No
teníamos futuro, pero tampoco supimos cómo decirnos adiós y dejar lo
nuestro en el pasado.
—¿En qué piensas? —pregunta, atrayendo de nuevo mi atención.
Se ha quitado las gafas, y yo me quedo en blanco al percatarme de
que me está dedicando esa mirada, la clase de mirada que ya sabemos cómo
termina. Álex es puro sexo, así de simple. No es el más guapo ni el más
musculoso, ni siquiera tiene una nariz perfecta o los ojos más llamativos.
Pero el conjunto es tan armonioso que es imposible no derretirse a su lado.
Y esa actitud de estar de vuelta de todo, de aburrirse sin aburrirse, de ser en
realidad así y no estar fingiendo, hace que termines deseando arrancarte la
ropa y atarlo a tu cama hasta el final de los tiempos.
Solo que atar a Álex es… muy muy complicado.
—Pienso en que podías haberte quedado en la otra punta del mundo
y no venir a joderme.
Ni siquiera me paro a respirar ni a pensar en lo que estoy diciendo.
Me siento en la toalla y esbozo una sonrisa, muy pagada de mí misma. Él
arquea las cejas en señal de desafío, pero no puedo proseguir metiendo el
dedo en la llaga porque Zac se acerca a nosotros, justo ahora que a mí se me
había soltado la lengua. Siempre tan oportuno.
Ambos se me quedan mirando con cara rara. Es decir, son Zac y
Álex, los dos son bastante raritos a su manera. Aun así, no entiendo por qué
tienen esa expresión de perplejidad.
—Tessa —me llama Zac, a pesar de que mi nombre es Teresa.
Siempre le ha hecho gracia presentarnos por ahí como Zac y Tessa, como si
fuésemos guiris, cuando en realidad somos más canarios que un plátano con
motitas—. Estás deslumbrando a media playa.
Cegada por mi afán destructor, me he incorporado para increpar a
Álex sin abrocharme el biquini.
¡Madre mía!
Giro sobre mí misma y me empotro contra la arena para tapar mis
vergüenzas. No es que no estén bien colocadas y no esté orgullosa de ellas,
pero a estas alturas del verano el contraste con el resto de la piel es
considerable. Y además, yo siempre he sido muy mía para estas cosas.
Zac, que es especialista en provocar toda clase de situaciones
absurdas, se tira sobre mí sin molestarse en secarse antes. Mientras, a Álex
se lo llevan todos los demonios del infierno ante el magreo gratuito; o eso
es lo que quiero pensar. Ni siquiera me molesto en comprobarlo. Se lo tiene
merecido.
—Le va a dar un embolia —susurra Zac en mi oído, más contento
que unas castañuelas. Es casi tan malo como yo—. O un aneurisma.
Me aguanto la risa para que no se líe y lucho por quitármelo de
encima.
—¡Zac! ¡Venga ya!
Para mí que se ha emocionado demasiado, porque acto seguido me
cubre de besos los hombros. Le doy un codazo en pleno estómago y se pone
a toser como un loco. La gente de alrededor nos está mirando y Álex se ha
marchado, así que desisto y rompo a reír, aunque en el fondo sepa que este
encuentro va a costarme unas cuantas noches de insomnio y más de un
dolor de cabeza.
UN DÍA DE ESTOS…
Nos quedamos en la playa hasta última hora de la tarde para no tragarnos
las retenciones que se forman a la salida de Las Teresitas. Zac no ha dicho
una palabra más sobre el inquietante encuentro con mi ex. No obstante, sé
que más tarde o más temprano va a salir el tema. Es probable que pruebe a
sonsacarme esta noche tras regarme con alcohol. Debe estar deseando
hurgar en mis sentimientos al respecto, sabiendo el tiempo que llevábamos
sin vernos.
«Para lo que me ha servido», me lamento, mientras recojo mis cosas
y meto la toalla en el bolso. No os equivoquéis, no tengo una paz mental
envidiable. En mi interior se ha desatado la tormenta del siglo y así es
exactamente como me siento.
Al llegar al piso que compartimos en La Laguna, salgo corriendo
por el pasillo gritando como una chiquilla y me encierro en el baño.
—¡Me tocaba a mí primero! —se queja Zac, a través de la puerta.
He echado el pestillo, si no estaría despotricando en mi cara—. Volverás a
dejarme sin agua caliente.
—Pero ¿y lo bien que te quedará la piel? —replico, y continúo
desvistiéndome.
Suelta un par de tacos y se da por vencido. Llevamos un año y
medio viviendo juntos, así que no sé por qué aún sigue intentando hacer uso
del agua caliente, ya debería haberse dado por vencido.
Me ducho y me lavo el pelo a conciencia para eliminar la arena de
mi mata de rizos castaños, y salgo al cabo de media hora envuelta en una
nube de vaho que no se dispersa hasta que abro la puerta del baño.
—Te habrás quedado a gusto —protesta Zac, desde su habitación.
Le guiño un ojo y él me arroja una almohada. Se ha quitado el
bañador y ahora lleva tan solo un bóxer gris oscuro. Es inevitable ponerse a
babear. Esto es como lo de que él siempre se duche con agua fría; tras un
año y medio, no me he acostumbrado a verlo danzando por nuestro piso en
ropa interior.
Zac y yo, además de compartir piso, compartimos el gusto por la
misma clase de hombres. Es bisexual, aunque desde que nos conocemos
solo lo he visto salir con un par de tíos, así que no tengo ni idea de cuál es
su tipo de chica, si es que tiene uno definido.
«Mal aprovechado», me lamento, por no haber catado nunca a
semejante macizo.
Los rumores en nuestro círculo de amigos y conocidos dicen lo
contrario. En realidad, casi todos creen que mantenemos alguna clase de
tórrida aventura en secreto. Más de una vez se han presentado en casa de
improviso, y estoy convencida de que lo hacen para ver si nos pillan con los
pantalones bajados, literalmente. Zac lleva su sexualidad de forma muy
discreta y la mayoría de la gente nunca se para a pensar en que puedan
gustarle los tíos.
—Vístete. Quiero salir a tomar algo —dice, y comienza a tirar de la
cinturilla del bóxer hacia abajo.
Me doy la vuelta lo más deprisa que puedo. Lo de verlo desnudo es
demasiado. Creo que lloraría si pongo la vista encima de la única parte de
su anatomía que continúa siendo un misterio para mí.
—Mira que eres tonta —se burla, ante mi repentino ataque de
timidez—. Ni que no hubieras visto nunca a un tío en pelotas.
—He visto a muchos —replico, y suena fatal dicho en voz alta—,
pero no pienso mirártela.
Pasa a mi lado y yo me voy girando poco a poco para dejarlo a mi
espalda. Él se parte de risa.
—Mi niña inocente.
Me da un beso en el pelo y se mete en el baño, y yo suelto el aire
que he estado conteniendo. Un día de estos me matarán de un calentón entre
todos.

—¿Margaritas o mojitos? —pregunto unas horas después, ya de camino a la


zona de bares.
Hace un calor brutal a pesar de que son las doce de la noche, y en el
ambiente flota el típico polvillo de las olas de aire subsahariano. Casi he
tenido que darme otra ducha antes de salir.
—Mojitos —contesta tras unos segundos—. ¿Vas un poco guerrera
hoy o me lo parece a mí?
Le doy un manotazo en el brazo y me aliso el pantaloncito negro
que me he puesto después de pasar media hora en bragas frente al armario.
En la parte superior llevo una blusa verde menta sin mangas y en los pies
unos taconazos con plataforma que espero que me permitan aguantar el
ritmo endiablado al que me somete Zac cada vez que salimos.
—Voy ideal.
—Ideal para encontrarte con tu ex —replica con sorna.
Qué bien me conoce. Da igual que Álex lleve meses en la isla y no
nos hayamos cruzado hasta hoy. Ahora que sé que está aquí, no puedo
desprenderme de la sensación de que me lo voy a tropezar al doblar la
siguiente esquina.
Hago memoria, intentando recordar los garitos que frecuentaba
cuando vivía aquí.
—Quiero emborracharme —afirmo de repente, abrumada por…
bueno, por todo.
—Uyuyuy.
Pongo los ojos en blanco y tiro de él para meterlo en uno de los
locales a los que solemos ir, antes de que se ponga en plan padre y a mí me
entren ganas de vomitar por los nervios.
En tres horas nos fundimos en mojitos el presupuesto de una semana
de comida. Zac también debe tener el día tonto, porque no deja de
animarme. Bailamos como locos, juntos, separados y con otras personas. Y
más de una vez uno de los dos tiene que acudir al rescate del otro. Me
entran un puñado de tíos a los que no hago demasiado caso, salvo a un
rubiales con sonrisita perpetua en los labios que me invita a una copa y del
que luego me deshago de la forma más educada posible.
—¿Te estás reservando? —pregunta Zac, cuando nos reunimos en la
barra.
—¿Te pregunto yo por qué no te tiras a esa monada con la que has
estado bailando? —le suelto a mala leche.
Él no me lo tiene en cuenta. Ya sabe que esa es mi forma de decirle
que no me toque las narices. Se limita a reírse y me hace girar sobre mí
misma.
—Me pones a mil cuando te cabreas —dice al sujetarme, mareada,
para que no me vaya al suelo. Mezclar copas y giros es una pésima idea.
—Mucho hablar y poco hacer —contraataco, siguiéndole el juego.
Se apoya en la barra y adopta una postura tan sexy que se acercan
no una ni dos ni tres, sino cuatro camareras dispuestas a servirle una copa y
lo que se tercie.
—Un día de estos… —me dice, pero no concluye la frase.
—Sí, sí. Un día de estos —lo imito, adoptando una voz grave que no
se parece ni de lejos a la suya. La mía es ridícula y la de él levantaría a un
muerto con ese tonito cachondo que le sale cuando bebe.
Pasa un brazo por mi espalda y le pide dos copas a una de las
voluntarias a convertirse en su esclava sexual de detrás del mostrador.
—Como te gustas, guapito —me río.
—No es culpa mía.
—Anda, anda… Que vas provocando.
Reímos juntos, y la chica que nos está atendiendo se derrite al
escuchar sus carcajadas. «Ya, amiga, te entiendo perfectamente».
—¿Te estás meando? —inquiere, tras darle un sorbo a su vaso—. ¿O
estás dando saltitos porque te gusta esta canción?
Me quedo quieta al darme cuenta de que tiene razón y,
definitivamente, toca visita al servicio.
—A veces me das mucho miedo.
Antes de llegar al baño, todos mis temores e inquietudes se
materializan frente a mí en forma de exnovio, guapo a morir, y me entran
los siete males. De golpe, las copas que me he tomado se me suben a la
cabeza y tengo que concentrarme para no abrir la boca y soltar la primera
salvajada que se me ocurra.
—¡Ey! —Es cuanto consigo decir para no meter la pata, a pesar de
que se me ocurren un montón de frases sarcásticas pero que es probable que
estén fuera de lugar.
—Dos veces en un día —responde él. Las comisuras de sus labios se
elevan y juraría que me está poniendo ojitos—. Voy a pensar que es el
destino.
—El destino es una putada.
Si el destino me ha llevado hasta ese momento, se podría haber
ahorrado bastantes de las cosas que nos han sucedido, como la vez que tuve
que verlo metiéndole la lengua a una tía hasta la garganta. No estábamos
saliendo, sino en una de nuestras supuestas pausas definitivas que luego
nunca lo eran, pero dolió igual.
Álex debe pensar que mi comentario se debe a que no me apetecía
lo más mínimo encontrarme con él. Si soy sincera, ni yo sé si me apetecía o
no. Así están las cosas.
Hace una mueca, pero enseguida vuelve a sonreír, y a mí me dan
ganas de gritarle que deje de hacerlo o no respondo de mi precaria voluntad.
—¿Estás sola?
—Con mi medio novio —le digo, metiendo el dedo en la llaga de
nuevo. Si vamos a jugar, que sea a lo grande—. Voy al baño.
Me meto en el servicio a la carrera. Hay tres chicas en la zona del
lavamanos. Se ponen a hablar de un tío que lleva toda la noche tirándole la
caña a una de ellas y yo desconecto. No estoy interesada en enterarme de
los cotilleos de nadie.
No dejo de pensar en lo tremendo que está Álex a pesar de que sé
que me estoy castigando a mí misma, que he entrado en modo masoquista y
a ver quién me quita ahora la tontería. Cuando por fin me toca el turno,
hago malabarismos para que los pantalones no resbalen y lleguen a tocar el
suelo, ni mi trasero, la taza. Cómo envidio a los tíos en estos momentos,
que se la sacan y tan contentos.
Resuenan varios golpes en la puerta.
—¡Ocupado!
—¿Te echo una mano?
Por un instante pienso que se trata de Zac, que es muy dado a este
tipo de tocada de narices. Hasta que mis neuronas se desprenden de la
bruma del alcohol y caigo en la cuenta de que esa sensual voz pertenece a
Álex.
—¡Oh, mierda! —me quejo en voz alta.
—¿En esas estamos? —se ríe él desde el otro lado, y me dan ganas
de salir y partirle la cara. O eso, o meterlo aquí dentro conmigo y que pase
lo que tenga que pasar.
Juro que trato de evitarlo, de concentrarme en cualquier otra cosa,
en la cara de pánfilo de mi profesor de Psicología Evolutiva, en las broncas
de mi madre cuando me quedo en su casa y tiene que sacarme de la cama a
las dos de la tarde porque si no empato con la siesta sin preocuparme ni de
comer, en los gruñidos del perro del vecino del segundo que siempre intenta
morderme al cruzarnos en la escalera… Pero al final es inevitable que mi
mente vuele años atrás, a otra noche en otro bar, y otro baño muy similar a
este.
—Déjame entrar, nena —rogaba Álex, a través de la madera.
Cedí y descorrí el pasador. Sus ojos estaban repletos de deseo y
sonreía de medio lado. Supe enseguida lo que se le estaba pasando por la
cabeza.
—¿Estás loco? Puede entrar cualquiera.
—He echado el cerrojo de la otra puerta —comentó, en un susurro
ronco y juguetón. Me arrinconó contra las pared y sus caderas se clavaron
en mi abdomen—. Si quieres gemir, no te cortes. Con la música de fuera
dudo que nadie oiga nada.
Acto seguido, me besó y su lengua se enroscó en la mía con ansia.
—¿Qué te hace pensar que voy a gemir? —inquirí, empujándolo
para separarlo de mí.
No cedió ni un milímetro. Deslizó una mano bajo mi falda y sus
dedos rozaron mi sexo por encima de la tela de mi ropa interior,
haciéndome temblar de anticipación.
—Porque voy a follarte tan duro que no vas a poder evitar gritar.
Apreté los muslos en un acto reflejo y él sonrió. Su expresión
prometía más placer incluso del que habían sugerido sus palabras. Volvió a
besarme, recorriendo mi boca, saboreándome, explorándome. Mi cuerpo
respondió por sí solo y se frotó contra él. Su erección era patente bajo el
vaquero y yo sabía que, hasta que aquello no bajase, de una forma u otra, no
íbamos a salir de allí.
—Estás loco —repetí, rindiéndome a su necesidad y a la mía.
—Loco por ti, nena. Loco de atar.
CONVIVIR CON EL PASADO
Regreso de mi particular país de Nunca Jamás cuando vuelven a llamar a la
puerta.
—¿Sigues ahí?
—¿A dónde quieres que vaya? —protesto, mientras acomodo mi
ropa—. Dame un minuto.
O una hora. Tengo toda una batería de recuerdos de ese tipo tratando
de llamar mi atención. ¿Cómo se supone que voy a salir y mirar a Álex a los
ojos? Me conoce tan bien que no me extrañaría que supiera exactamente
que me he puesto como una moto pensando en él.
Malditos sean los exnovios, aunque dudo de que haya muchos como
Álex.
No me queda más remedio que abrir la puerta. No voy a pasarme la
noche metida en un baño cutre y que encima piense que tengo miedo de
enfrentarme a él. Descorro el pestillo y, cuando salgo, me lo encuentro
apoyado en la pared justo enfrente del lavamanos, la zona más estrecha y
por la que irremediablemente tengo que pasar para regresar fuera. Lo debe
tener calculado.
Está aun más guapo que esta mañana. Lleva unos vaqueros negros,
unas converse y una camiseta gris de AC/DC. Siempre le gustó vestir con
ropa oscura.
—¿Vas a entrar? —pregunto, instándole a avanzar y que nos
crucemos en la parte más amplia, donde no tenga que restregarme contra él.
Sucumbir con Álex es la cosa menos complicada del mundo, lo he
visto con mis propios ojos y sufrido en mis carnes. Es la clase de tío que
invita a dejarte llevar, cometer una locura y perder la cabeza y, de paso, las
bragas. De noche, ese encanto natural crece de forma exponencial, y si
encima sabes, como yo, lo que vas a encontrar bajo la ropa…
—Me gustaría hablar contigo.
Dobla la rodilla y apoya el pie en la pared, cruzándose de brazos.
Está de anuncio de revista.
—Hablar está sobrevalorado.
Lo único que quiero es salir de aquí, a poder ser con la ropa puesta.
Él sonríe y se frota con los dedos la barba de tres días que puebla
sus mejillas. Conozco a la perfección la sensación de ese rostro raspando mi
barbilla al besarme, y parece que fue ayer cuando le regañaba por ello.
Tengo tantos recuerdos de nuestra relación, tantos detalles de esos que se te
quedan grabados y el tiempo no es capaz de difuminar, y de repente todos
están a flor de piel. Es casi como si nunca hubiéramos estado separados.
Como esos amigos a los que apenas ves y con los que no hablas casi nunca,
pero que cuando te reencuentras con ellos te sientas a contarles tu vida sin
descanso y no hay ningún tipo de distanciamiento ni incomodidad, no
importa el tiempo que hayáis pasado sin verlos.
Álex es la versión exnovio de esa clase de amigos, y soy consciente
de que si me acostase con él seguiría despertando en mí las mismas
sensaciones, el mismo deseo, los gemidos, las ganas de gritar su nombre al
llegar al orgasmo. No seríamos dos desconocidos ni habría extrañeza. Álex
es, en ese aspecto, como regresar a casa.
Aparto el pensamiento de mi cabeza y le sostengo esa endiablada
mirada de «ambos sabemos cómo acaba esto». Me resisto a dejarme llevar,
porque el sexo con Álex es brutalmente bueno, salvaje y siempre sublime,
pero a la mañana siguiente te despiertas con el recuerdo de un polvo
increíble, el cuerpo dolorido y el corazón destrozado.
—¿Te tomarías un café conmigo? —dice. Se ha metido las manos en
los bolsillos y casi no parece que hayan pasado los años. No es muy distinto
del adolescente macarra que me robó el corazón.
—Ya voy por los mojitos —replico, haciéndome la tonta—, y no
creo que aquí sirvan café a estas horas.
Doy un par de pasos y calculo las posibilidades que tengo de pasar
junto a él y llegar a la puerta sin tener que tocarlo. Son mínimas, pero
debería intentarlo de todas formas.
—Mañana —aclara—. Tú y yo. Solos.
No debe haber olvidado que he venido con Zac, algo que yo, al
parecer, sí que he hecho. Decido ser fuerte por él, porque me avergonzaría
tener que confesarle que no he tenido la voluntad suficiente como para
resistir al huracán destructivo que es mi ex.
Os estaréis preguntando por qué no me olvido de Álex, por qué no
lo mando a paseo y le exijo que desaparezca de mi vida de una vez por
todas. La cuestión es que lo he hecho decenas de veces y de cientos de
formas distintas: por las buenas, por las malas, gritando, llorando,
suplicando, triste, enfadada, entre risas… Todo, lo he intentado todo. Pero
he comprobado que en esta vida hay personas condenadas a reencontrarse
una y otra vez. Hay caminos que siempre se cruzan, no importa lo que
hagas ni cuánto os alejéis, siempre vuelven a coincidir. Llamadlo destino o
echadle la culpa el señor Murphy. Es lo que hay.
—No es buena idea.
—¿Por qué? —pregunta, y hasta parece sorprendido—. Somos
amigos, ¿no?
No sé si reír o llorar. «Amigos» es mucho decir. Enarco las cejas y
aguanto la risotada que se me escaparía si abro la boca.
—Pensaba que lo habíamos arreglado la última vez —añade, al ver
mi expresión.
—La última vez te puse de vuelta y media, Álex. Eso no arregla
nada.
—Podríamos…
Como si estuviera en un casino y esto fuera la ruleta rusa, me lo
juego todo al rojo y atravieso el espacio que nos separa. Me pongo de lado
al pasar junto a él para ir hasta la salida. No es que sea muy buena idea
restregarle el trasero contra el paquete, pero me niego a mirarlo a los ojos
desde tan corta distancia.
Sus dedos acarician mi cintura de manera fugaz y ese único contacto
consigue que mi temperatura corporal se dispare.
—Teresa —murmura muy bajito, con ese tono dulce que empleaba
cuando descansábamos exhaustos en la cama.
Álex era muy cariñoso cuando quería, no todo era sexo y
desenfreno, alcohol y rocanrol. Tenía un lado oculto muy tierno, y me
sorprendo deseando ser yo la única que haya conocido esa faceta de su
personalidad. ¡Dios! Nos hemos dicho tantas cosas a lo largo de los años y,
a la vez, seguimos guardando tanto dentro.
Huyo del servicio cual Houdini, en un visto y no visto, y lo dejo con
la palabra en la boca, porque al final ha conseguido perturbar mi escaso
equilibrio mental. Busco a Zac, que no se ha enterado de nada y tiene a una
tía mirándolo embobada mientras bailan. Al verme parece que se le hubiera
abierto el cielo y ángeles tocaran trompetas celestiales. Cuando me sonríe
me pregunto que he hecho yo para estar rodeada de hombres tan
obscenamente guapos.
Le susurra algo a la chica y se separa de ella antes incluso de que
consiga abrirme paso para llegar a su lado. Soy afortunada por tenerlo.
Puestos a llorar en un hombro, el suyo es, desde luego, perfecto para ello.
—Mi ex —artículo sin palabras, y enseguida entiende lo que trato
de decirle.
Me coge de la mano y tira de mí hasta empotrarme contra su pecho.
—¿Estás bien?
Asiento para tranquilizarlo. ¿Qué voy a contarle? ¿Que con Álex
nunca estaré bien? ¿Que nuestra relación fue enfermiza, nuestras reacciones
desproporcionadas, pero que nunca me sentí tan viva como cuando estaba
con él? Tan amada, tan deseada…
—¿Qué vas a hacer?
Nos mecemos de una forma errática y que no pega nada con la
canción que está sonando. Me encojo de hombros. Todo lo que puedo hacer
es esperar, dejar pasar los días. El tiempo no lo cura todo, esa es una
mentira que se repiten los que están desesperados por olvidar, pero sí
consigue poner en espera los sentimientos y las emociones. Apartas los
recuerdos y los recluyes en una zona de tu mente a la que, con suerte, solo
accedes en esas noches en las que te cuesta conciliar el sueño. Al final,
logras vivir y seguir adelante, aunque sepas que hay una parte de ti que
malvive como puede. Haces balance y llegas a la conclusión de que eres
más o menos feliz, y procuras no mirar atrás.
Después de eso, Zac y yo seguimos bailando y bebiendo. No es que
el alcohol solucione nada, pero esta noche no voy a ponerme puntillosa con
el tema. Hoy me conformaré con la efímera alegría que me proporcionan
los mojitos.
—Viene hacia aquí —me informa Zac, un rato más tarde—. ¿No es
hora de que me lo presentes?
Giro la cabeza cual niña del exorcista para comprobar si mi amigo
me está vacilando, pero lo dice en serio; Álex está ya justo detrás de
nosotros.
—Soy Zac —se presenta mi mejor amigo, sin esperar a que yo lo
haga, y ambos se observan con cautela, midiéndose con la mirada.
—Álex —replica mi ex, y le estrecha la mano con fuerza. Puedo ver
sus músculos tensos por la presión que está ejerciendo—. Espero que la
estés cuidando bien.
Se me escapa una risita histérica. Tiene gracia que sea él quien diga
eso.
—No te haces una idea —contesta mi amigo, al que le sobran ganas
de darle dos hostias y quedarse tan ancho.
—Haya paz. —Me meto entre los dos y sé que, en este instante,
estoy haciendo realidad las fantasías sexuales de la mitad de la gente que
hay en el bar—. ¿Qué quieres, Álex?
Por un momento me imagino que dice algo del estilo de «Hacerte
mía, poseerte, rendirme, amarte sin condiciones y no volver a dejarte jamás.
Luchar por lo nuestro, no importa lo difícil que se pongan las cosas».
—Baila conmigo —dice él, en cambio, y no sé si sentirme
decepcionada o aliviada.
—Vaya, vaya —escucho suspirar a mi espalda.
Me giro y me encuentro con Marta, mi mejor amiga; otra loca cuyo
historial amoroso daría para escribir una saga de novelas. Debe haber
decidido salir en el último momento, porque no lleva su uniforme de los
sábados por la noche. Se ha puesto unos pantalones pitillos y un top con el
escote cruzado, cuando lo normal sería que fuera luciendo las piernas, que
para eso las tiene kilométricas. Pero, de igual forma, está guapísima.
Me lanzo sobre ella y le planto dos besos. Marta corresponde mis
atenciones con un abrazo y una mirada que viene a decir «Ya me explicarás
lo que me he perdido».
A Marta la conocí justo tras dejarlo con Álex, aunque para nuestra
sorpresa un año después de convertirnos en inseparables descubrimos que
se había liado una noche con él sin ser consciente de que era el exnovio del
que yo tanto hablaba. La historia no deja de ser muy rebuscada, pero no por
ello es menos real. El hecho de que ellos hubieran tenido un breve escarceo
no supuso un problema para nuestra amistad. No pasaron de los besos y ella
no tenía ni idea de con quién se estaba enrollando. Quiero pensar que él
tampoco, aunque de eso nunca he estado del todo segura.
Me doy cuenta, por la cara de alucinado de Álex, que acaba de caer
en la cuenta de quién es Marta. Su incomodidad salta a la vista y debe estar
preguntándose si sé lo que hubo entre ellos. Al menos, todavía es capaz de
mostrar arrepentimiento.
—¿Os conocéis? —pregunto como si tal cosa, con la vista fija en mi
ex para no perderme su reacción.
Marta, que entiende enseguida lo que trato de hacer, le deja a él toda
la responsabilidad de contestar a mi pregunta.
—Baila conmigo y te lo cuento —me ofrece, y yo acepto solo para
comprobar si será capaz de decirme la verdad.
NO ME QUIERES, NO TE QUIERO
Álex no tarda en agarrarme de las caderas y pegarse a mí, y su aroma me
lleva de vuelta al pasado. Sigue usando el mismo perfume, ese que me hace
volver la cabeza por la calle cuando me cruzo con algún chico que lo lleva.
No obstante, siempre he pensado que en él adquiere un toque inconfundible
al mezclarse con su propio olor corporal.
—Te la tiraste —afirmo, aunque sepa que no fue así, solo para
avergonzarlo.
Lleva sus manos a la parte baja de mi espalda y adelanta las caderas
hasta que no queda espacio entre nuestros cuerpos. No sé si es consciente
de lo que provoca en mí o solo anhela mi contacto, pero el resultado es el
mismo: mi corazón se acelera y las llamas de un incendio descontrolado se
extienden desde mi abdomen en todas direcciones.
—No, no me la tiré —susurra en mi oído. Sus labios rozan el lóbulo
de mi oreja y doy gracias a que Marta haya traído consigo ese recuerdo y
poder agarrarme a mi indignación.
No culpo a mi amiga, pero a él sí, aunque cuando se liaron no
supiera quién era ella y nosotros hubiésemos roto. Sé que no es lógico que
me sienta de esta manera, pero nada lo fue nunca entre nosotros y no veo
por qué esto debería serlo. Me doy cuenta de que nunca he dejado de
considerar a Álex como algo mío y que, aun cuando no estuviéramos
juntos, siempre lo estábamos. Me pregunto si no lo estamos todavía.
—Pero os enrollasteis.
—No sabía que os conocíais —señala, y a mí, la verdad, me dan
igual sus excusas.
—Ya.
Nos movemos al son de la música y no decimos nada más. Yo me
animo un poco porque la canción me encanta y adoro bailar, y casi olvido
con quién estoy. Balanceo las caderas de forma sensual y le rodeo el cuello
con los brazos. A él no le cuesta seguirme el ritmo en absoluto. Siempre nos
compenetramos muy bien es este aspecto, y no es el único. Tanto que,
cuando me quiero dar cuenta, estamos haciendo algo más que bailar.
Álex y yo encajamos a la perfección desde el momento en que nos
conocimos. Aunque suene a frase hecha, estábamos hecho el uno para el
otro. Teníamos una química especial, una conexión que ya quisieran
muchas parejas. Me lo presentó un amigo común en las fiestas de un
pueblo. Le di dos besos y apenas hablamos. No pasamos juntos más de unos
pocos minutos, pero yo, por mi parte, esa noche pasé por completo de un tío
por el que llevaba colada varios meses y que por fin se había decidido a
entrarme. Mis amigas no entendían nada y ni siquiera yo supe por qué lo
había hecho. No le di más importancia hasta un par de semanas después,
cuando coincidí de nuevo con Álex en una fiesta. Por aquel entonces yo
contaba tan solo dieciséis años y nunca había estado enamorada de verdad,
más allá de los típicos encaprichamientos adolescentes.
Esa noche, terminamos sentados en un sofá, con el amigo que nos
había presentado en medio, pero acariciándonos los dedos a su espalda
mientras nos lanzábamos miraditas cargadas de intención. Fue un dulce
inicio. Con aquel mero contacto creo que ambos supimos que íbamos a
formar parte de algo especial. Aun así, todo lo que intercambiamos en esa
ocasión fueron simples roces y una promesa firme de volver a vernos.
Álex alza la mano derecha y me acaricia la mejilla, mientras
entrelaza la izquierda con la mía. Me he quedado con la vista fija en sus
profundos ojos marrones, perdida en nuestro pasado común.
—Sigues enfadada —comenta, con un tono a medio camino entre
una pregunta y una afirmación.
Tiene la cabeza ladeada y los labios entreabiertos. El aroma de su
aliento tiene un toque tan familiar que sin querer aspiro levemente por la
nariz. Y ese olor, unido a las imágenes de mi mente, se convierte de pronto
en mi centro de gravedad. Como si, en ese instante, todo empezara y
acabara en sus labios.
Suelto el aire por la boca en un interminable suspiro antes de
atreverme a contestarle.
—No, Álex —digo, y deshago el lazo que han formado nuestras
manos—. No estoy enfadada. Estoy cansada, exhausta en realidad —añado,
antes de que suelte alguna tontería que dé al traste con la complicidad del
momento—. ¿No estás cansado tú también?
—Jamás me cansaré de ti —repone, ensanchando el agujero de mi
pecho.
Así es Álex, siempre dispuesto a soltar a bocajarro frases lapidarias
que nunca sé si tomarme en serio. La situación empieza a superarme, así
que me separo de él. Con el paso de los años he construido, ladrillo a
ladrillo, lo que creía que era una defensa aceptable contra el huracán Álex,
pero empieza a resquebrajarse y no estoy segura de cuánto más va a resistir
en pie.
—Te he echado de menos —agrega, al ser consciente de que estoy
retrocediendo, alejándome de él. Otra vez.
—Déjalo ya, Álex.
Lo que pretende ser una orden atraviesa mis labios como una
súplica, y me doy cuenta de que estoy a punto de dar media vuelta y echar a
correr. Pero algo me detiene. Su rostro se transforma ante mis ojos, sus
cejas bajan unos milímetros, la sonrisa desaparece y su mirada adquiere el
brillo obsceno con el que suele pasearse por la vida. En apenas un parpadeo,
otro Álex toma el relevo y suplanta al chico del que una vez estuve
enamorada.
—No me quieres, no te quiero —le digo, solo para hacerle daño.
Y así, con la frase con la que rompimos, doy por finalizada la
conversación. Ni siquiera lo miro a la cara para ver si parece dolido. Es
probable que esté sonriendo y no creo ser capaz de soportarlo.
Después de eso, la noche de fiesta se desliza sin pausa hacia su final.
Mi humor se vuelve taciturno, y mis amigos se percatan de ello enseguida.
Marta me da un abrazo de los suyos, de los que sin palabras consiguen
hacerme sentir mejor, aunque esta vez funciona solo a medias. Zac termina
por sugerir que nos marchemos, alegando que está cansado a pesar de que
cuando he vuelto con ellos charlaba muy amistosamente con un morenazo
de muy buen ver. Les estropeo la noche a ambos y eso no ayuda a que me
sienta mejor.
Dejamos a Marta en su casa de camino a la nuestra y, al llegar, me
voy directa a mi habitación y me derrumbo sobre la cama. Zac aparece a los
pocos minutos. Se ha cambiado de ropa y lleva tan solo un pantalón de
pijama holgado colgando de las caderas. Apoyado en la puerta, me mira con
los párpados entornados, producto del cansancio y de la cantidad de alcohol
que nos hemos tragado durante la noche.
—No me gusta verte así.
Resulta obvio que está preocupado. Yo también lo estoy. La última
vez que tuve una de estas recaídas salí de ella airosa porque me dejé ganar
por la rabia. Enfadarme suele ser una alternativa mejor que permitir que la
nostalgia se adueñe de mí.
—Pasará —tercio yo, con poco ánimo, pero decidida a levantarme
de nuevo—. Siempre lo hace.
Lo peor de la situación es no saber cuánto va a durar. Puedo volver a
ver a Álex dentro de dos días, dos semanas o dos años. O puede que no nos
volvamos a ver nunca. Y no sé cuál de las opciones me resulta más
dolorosa.
—¿Quieres ir a la playa mañana?
Niego con la cabeza, aunque le agradezco de corazón que busque
una forma de distraerme.
—Quiero quedarme todo el día en la cama durmiendo.
Se acerca y se sienta en el borde del colchón. Me acaricia el brazo
con la punta de los dedos, sin dejar de mirarme, en un gesto tan dulce que
me reconforta.
—Así que vas a optar por languidecer y compadecerte. Esa no es la
Tessa que yo conozco.
Tiro de su brazo para que se tumbe a mi lado y me acurruco contra
él. Zac siempre está caliente, y no lo digo en un sentido sexual —que es
probable que también sea así—, sino literal. Su piel tiene una temperatura
cálida en todo momento. Es como una manta eléctrica humana.
—A veces, ni yo misma me reconozco.
Pasamos varios minutos en silencio. Él tiene los ojos cerrados y no
estoy segura de que no se haya dormido, pero yo aprovecho para intentar
comprender por qué me parece estar de nuevo en el punto de partida, como
si todo lo que he vivido hasta ahora se hubiera diluido, engullido por la
intensidad de los recuerdos de mi vida con Álex.
—¿Crees que querer a alguien debería ser suficiente? —pregunto en
voz baja, por si ha caído ya en brazos de Morfeo.
—Debería, pero no siempre es así. —Me atrae contra su pecho con
más fuerza y me da un beso en la frente—. No le des más vueltas y
duérmete, Tessa.
—No puedo evitarlo. Siento que lo he hecho todo mal.
Resopla ante mi afirmación y yo me encojo. Hay cosas de mí que
Zac desconoce, secretos que he ocultado porque en el fondo soy una
cobarde que teme que su mejor amigo la mire con otros ojos o la juzgue por
sus errores.
—Tú no tienes la culpa de lo que sucedió entre vosotros —asegura,
y siento la tentación de contárselo todo.
Pero guardo silencio y lo dejo que siga queriendo a la Tessa que
conoce. Hoy no estoy dispuesta a perder a nadie más, hoy me da la
sensación de que ya he perdido suficiente.
¿TE ME ESTÁS INSINUANDO?
Dos semanas más tarde, Zac me encuentra al volver a casa dando saltitos
por el salón y destrozando una canción de rock con mi burdo inglés
mientras paso la aspiradora. Suelta una carcajada desde la puerta antes de
venir hasta mí y alzarme en vilo. Me deja caer sobre el sofá y sus manos
buscan mis zonas más sensibles. Casi me meo de la risa con la primera
avalancha de cosquillas y me pongo a gritar como una loca.
—Adoro verte reír —asegura. Le tiro del mechón rubio que cuelga
sobre su frente y él se queja, regalándome una nueva tanda de cosquillas
antes de añadir—: He sacado entradas para el cine.
—Que Dios te lo pague con muchos hijos —me burlo. La última vez
que fui al cine creo que Titanic todavía estaba en cartelera.
Zac y yo no podemos permitirnos grandes lujos. Él está demasiado
liado con su doctorado en Física y no trabaja. Cuenta con una beca y la
ayuda de sus padres, por lo que siempre va justo de dinero. Yo, por mi
parte, echo algunas horas de extra sirviendo copas en un bar cuando me
llaman, lo cual no ocurre a menudo.
—Son para Guardianes de la galaxia.
Me da tal subidón que enlazo las piernas en torno a su cintura y los
brazos alrededor de su cuello, y tiro de él hasta hacerlo caer sobre mí. Zac
estalla en carcajadas mientras le cubro la cara con besos de agradecimiento.
Sabe que me muero de ganas de ir a ver esa película, y soy muy consciente
de que él hubiera elegido otra de no ser por mí. Ha estado de lo más atento
conmigo estos últimos días y ambos sabemos por qué, aunque no hayamos
vuelto a mencionar a Álex. A veces pienso que, si no fuera por él y por
Marta, mi vida sería un auténtico desastre.
Trata de incorporarse, pero me he aferrado con tanta fuerza a él que
me arrastra consigo y termino sentada sobre su regazo.
—¿Te he dicho que te adoro? —confieso, risueña.
Sin embargo, Zac ya no se está riendo, y tardo unos segundos en
darme cuenta de cuál es el problema. Me quedo rígida mientras una
erección comienza a apretarse contra mi muslo. Él tampoco hace el más
mínimo movimiento ni dice nada. Se limita a atravesarme con la mirada.
—¡Joder! ¡Te has puesto cachondo! —suelto, sin cortarme lo más
mínimo en señalar su desliz.
—Serás…
Hago amago de soltarme y escapar, pero él me agarra las muñecas y
las sujeta a mi espalda. Con el forcejeo, mi entrepierna acaba frotándose
con la suya y me veo obligada a apretar los labios para reprimir un jadeo.
Tengo ojos en la cara para ver que Zac es un tío muy atractivo, pero
creo que es la primera vez que nos sucede algo así, y no puedo creer que me
esté excitando con mi mejor amigo.
—No soy de piedra, ¿sabes? —señala, y una sonrisa torcida se
asoma a su rostro.
Vuelvo a quedarme quieta, porque aquello no deja de crecer y al
final la vamos a liar aún más. Hoy no creo que haya peleas por el agua
caliente, eso seguro.
—Pensaba que te iban los tíos.
—Y algunas tías —puntualiza.
Presiona con sus manos sobre las mías, provocando un nuevo roce
entre nuestros cuerpos, todo ello sin apartar la vista de mis ojos. No sé si
tomármelo a broma o pensar que Zac ha perdido la cabeza.
—Algunas tías —repito, por decir algo.
—Ajá.
Decido ignorar el calentón por nuestro propio bien y reírme de la
situación.
—Di la verdad, ¿cuánto hace que no echas un polvo?
Zac titubea antes de contestar, pero al final la presión sobre mis
muñecas disminuye y abre las piernas para que mi trasero caiga sobre el
sofá.
—Es probable que menos que tú —se burla, aunque la tensión del
ambiente no termina de disiparse.
—No creo que eso sea muy difícil.
Me dejo caer hacia atrás y mi espalda rebota contra un cojín. Zac me
dedica una sonrisa inquietante y su rostro refleja emociones que no estoy
segura de querer interpretar.
—Puedo hacerte un apaño, pequeña Tessa —ofrece entre risas, y a
mí se me aflojan un poco las rodillas.
Lo que se me pasa por la cabeza son imágenes dignas de una
película porno. La cara me arde de inmediato y estoy segura de que Zac se
ha dado cuenta de que me he ruborizado hasta la raíz del pelo. Ahora sí que
necesito una ducha bien fría.
—Estás de coña, ¿no?
La risa lo dobla por la mitad. Se agarra el abdomen mientras intenta
no caerse del sofá, algo inútil porque acaba con el culo en el suelo. Ni aun
así deja de reírse.
—Tendrías que haberte visto la cara.
En un arrebato, me lanzo sobre él y le golpeo el pecho con ambos
puños. Zac trata de defenderse, aunque no le pone mucho entusiasmo. Me
da la sensación de que está encantado de que continúe restregándome contra
él. He acabado sentada a horcajadas sobre sus caderas y, llegados a este
punto, a Zac ya casi no le cabe en el pantalón.
—Vete a darte una ducha fría, anda —sugiero, porque comienzo a
sentirme un poco rara con la situación.
—Si quieres que te haga caso, deberías dejar de montarme como
una amazona —replica, y señala el lugar exacto donde mis muslos le
aprisionan el cuerpo.
—Cómo te gustas, ¿eh?
Le doy un último golpe en el hombro y me levanto. Él se queda
observándome desde el suelo. No me aparto cuando sus manos me agarran
los tobillos y tampoco cuando ambas ascienden, en una caricia suave, hasta
alcanzar la parte trasera de mis rodillas. Me pregunto qué pasaría si…
Agito la cabeza y doy varios pasos atrás.
—A la ducha. ¡Ya!
—Sí, mi señora —se burla, aunque durante un breve instante parece
decepcionado.
Contemplo cómo se marcha por el pasillo e instantes después lo sigo
para dirigirme a mi habitación. No me relajo del todo hasta que escucho el
sonido del agua corriendo en la ducha. ¿Qué demonios ha sido esto? ¿Una
insinuación? ¿Un juego inocente?
A veces pienso que la confianza con la que nos tratamos Zac y yo se
nos va un poco de las manos. Es tan fácil hablar y reírse con él, incluso
soñar juntos. Somos como un matrimonio bien avenido, pero sin sexo.
El pensamiento me arranca una carcajada. Es curioso que tenga con
Zac la relación que debería haber tenido con Álex y que con este haya
perpetrado todo cuanto nunca se me ha ocurrido llevar a cabo con mi
amigo. Ambas son relaciones inusuales, cargadas de sentimientos que, tal
vez, resulte erróneo albergar. Puede que sea yo la que tiene problemas para
establecer vínculos normales con la gente que me rodea. Que, en realidad,
algo falle en mi interior y no sea capaz de amar o mostrar cariño de una
forma adecuada.
Poco después, Zac pasa pavoneándose por el pasillo con tan solo
una toalla cubriendo sus vergüenzas. No puedo evitar sonreír. Lleva el pelo
húmedo y se lo ha peinado con las manos hasta dejarlo de punta.
—¿Qué tal si esta tarde bajamos a leer un poco al parque? —
propone desde el umbral.
Asiento y, cuando quiero darme cuenta, hay una sonrisa enorme
llenándome las mejillas. Como si de un ritual se tratase, Zac y yo solemos
acudir a menudo a un pequeño parque que hay cerca de casa y nos
tumbamos sobre el césped. A veces es él quien lee en voz alta y otra veces
soy yo, a pesar de que escuchar su voz, con la cabeza sobre su regazo y los
ojos cerrados, resulta mucho más agradable. Podemos pasar horas allí, hasta
que el sol se esconde detrás de los edificios o alguien nos llama la atención
por estar pisando la hierba.
Zac se muerde el labio inferior para esconder una sonrisa.
—Qué fácil es hacerte feliz —comenta—. No entiendo cómo la
jodió tanto tu ex…
La segunda frase la dice en un susurro, más para sí mismo que para
mí. Su rostro ha adoptado esa expresión de cachorrillo abandonado que
pone cuando no se sale con la suya. Cierra los ojos y tuerce el gesto, quizás
reprochándose el comentario.
—Joder es su especialidad —bromeo, restando importancia al hecho
de que haya sacado el tema—, y yo tampoco me quedo atrás.
Mis palabras consiguen que mi amigo vuelva a mirarme. Da un par
de pasos en mi dirección, pero luego vuelve a retroceder hasta el pasillo.
Tiene el ceño fruncido y sus labios forman una línea recta y apretada.
—Voy a vestirme —señala, antes de marcharse y dejarme con la
extraña sensación de que no conoceré nunca del todo a Zac, ni a Álex, ni a
nadie. Ni siquiera a mí misma.
ENTREGAR EL CORAZÓN
Leemos y charlamos. Rodamos por el césped diciendo tonterías y
llenándonos los oídos con las risas del otro. Al conocer a Zac, años atrás,
creí que no era más que otro tío bueno de esos que rondan los bares los
fines de semana en busca de alguna incauta a la que acorralar y llevarse a la
cama. Es curioso lo mucho que nos dejamos guiar por las apariencias por
muy abiertos de mente que nos consideremos. Creemos no tener prejuicios,
pero, de forma inevitable, una cara bonita siempre nos atrae y nos genera
desconfianza en la misma medida.
Nuestra convivencia obedeció tan solo a la necesidad de compartir
gastos con otra persona. Al principio no me veía bajo el mismo techo que
un chico, pero al final, al no encontrar a nadie más, no me quedó más
remedio que aceptarlo como compañero de piso. Ahora no puedo estar más
agradecida de que se cruzara en mi camino. Es fácil vivir y estar con él,
incluso en mis momentos más bajos o en los suyos.
—No me estás escuchando —me reprocha, y me da toquecitos en la
frente con el dedo índice.
Está sentado con las piernas cruzadas y agarra el libro con ambas
manos. Mi cabeza reposa sobre su muslo. En algún momento he dejado de
prestar atención a la lectura, concentrándome tan solo en la cadencia de su
voz, en la entonación y el ritmo de las palabras que articulaba, sin llegar a
comprender el significado real de lo que estaba diciendo.
—Me he distraído.
—¿Pensando en tu ex? —pregunta, inclinándose sobre mí.
El sol se refleja en su pelo rubio y tiene los ojos brillantes. Deja el
libro a un lado, me aparta un mechón de la cara y permanece a la espera de
mi repuesta. Tiene un aire de niño travieso y, mientras juguetea con mi pelo,
mi vista se desplaza hasta sus labios entreabiertos. Parecen tan suaves y
jugosos que me descubro preguntándome cómo sería besarlo.
—No —contesto, pero no le cuento en qué estoy pensando en
realidad.
—Tienes esa miradita soñadora.
—No, no la tengo.
—Oh, sí —se ríe.
Me obliga a moverme para tumbarse, pero, en vez de hacerlo a mi
lado, se recuesta con las piernas en dirección contraria a las mías. Su rostro,
vuelto del revés, queda frente a mi cara; sus labios, frente a mis ojos. Se
acerca y me da un beso en la nariz. Y nos quedamos así, mirándonos y sin
decir nada. Tampoco es que lo necesitemos. Con Zac nunca ha habido
necesidad de llenar los silencios o hablar por hablar.
—¿Por qué nunca sales con nadie? —pregunto, minutos más tarde.
—Salgo contigo, con Marta, con mis colegas de la facultad… —se
dedica a enumerar, pero yo niego con la cabeza.
—Me refiero a salir. Ya sabes, tener una pareja estable.
Vuelve la vista hacia el cielo y se pasa la mano por el pelo,
despeinándose.
—No quiero comprometerme.
—No pensaba que fueras de esos que tienen pánico al compromiso.
Me incorporo para apoyarme sobre el codo y verle la cara. Nunca
hubiera pensando que Zac podría temer atarse alguien. Tiene cierta lógica,
dado que jamás ha tenido problemas para atraer la atención de chicas y
chicos por igual y recibe muchísima allá donde va. Sin embargo, por algún
extraño motivo, me siento decepcionada con su respuesta.
—No tengo miedo ni problemas para mantener una relación estable
—aclara, como si me hubiera leído el pensamiento—. Es más una cuestión
de principios.
No dice nada más, y yo me quedo esperando una explicación. Su
silencio me obliga a preguntar.
—¿Qué principios?
—No te va a gustar mi respuesta.
—No digas tonterías, Zac —replico, frunciendo el ceño.
Suelta un suspiro y a mí me da la sensación de que se está poniendo
dramático sin motivo.
—Nunca me he enamorado, Tessa, no lo suficiente al menos. Si voy
a compartir mi vida con alguien, no quiero medias tintas. Quiero a alguien
que me haga perder la cabeza, alguien que me haga sonreír cada minuto de
cada día. No me importa si se acaba, si termina por hacerme daño o por
romperme el corazón. Hoy en día es difícil que algo dure para siempre —
explica, y yo asiento porque lo sé mejor que nadie—. Pero, mientras dure,
tiene que ser jodidamente bueno.
—No te conocía esa vena romántica —digo, con los ojos muy
abiertos por la sorpresa. Zac siempre me ha parecido más práctico que
idealista—. Pero ¿por qué tendría que enfadarme?
Mis últimas palabras son más un susurro que otra cosa al
comprender el porqué de sus reticencias. Está pensando en Álex y en
nuestra relación, en todo lo que sabe que hemos vivido y las consecuencias
que ha tenido para ambos, o al menos para mí. Es consciente de lo mucho
que lo amé y de que, aunque terminara destrozada, es posible que aún quede
algo de ese apasionado amor.
—Tú estás buscando que te rompan el corazón —me río, para evitar
que se sienta mal.
Él se vuelve para encararme. Sus dedos repasan la línea de mi
mandíbula con lentitud, hasta llegar a mi barbilla.
—Solo pueden rompértelo si antes lo entregas, y yo aún no se lo he
entregado a nadie.
Dedico unos minutos a pensar en si en realidad me arrepiento de
haber estado con Álex.
—¿Crees que merece la pena?
—¿Tú no?
Me encojo de hombros. No lo tengo decidido. Álex representa lo
mejor y lo peor de mi vida. Su amor era de los que dolían, para bien o para
mal. Había momentos en los que sus sonrisas lo llenaban todo. Aparecía
cuando menos lo esperaba y convertía un día cualquiera en inolvidable, y
yo deseaba que aquello no terminase nunca. Pero en otras ocasiones…
—Amar es destruir y ser amado es ser destruido.
—Eso lo has sacado de una película, ¿no? —dice, y tira de mí para
que me recueste sobre su pecho.
Le dejo hacer y me acomodo sobre él. El gesto, premeditado o no,
ha desterrado el tono solemne de la conversación.
—En realidad, es de un libro: Cazadores de Sombras. Pero hay
película, sí.
Acompaño sus risas con las mías aunque no tenga ánimos para reír.
La cabeza me da vueltas. Tengo a Álex grabado en la piel, como una marca
hecha a fuego que en unas ocasiones escuece más que otras, pero que nunca
cura del todo.
Me da vergüenza pensar siquiera en ello, pero no puedo evitar
preguntarle a Zac al respecto.
—Si fueras yo… ¿le darías otra oportunidad?
Zac enreda los dedos en mi pelo y se demora unos segundos en
contestar. Y de pronto es como si el rumbo de mi vida dependiera de lo que
él dijese. No me había dado cuenta de lo importante que es su opinión para
mí. De lo importante que es él para mí.
—Si fuera tú, le daría una hostia bien dada. Es un cabrón, Tessa. Lo
quisiste mucho. Es probable que todavía lo quieras —añade. Esboza una
sonrisa de disculpa y sé que no me gustará lo que va a decir a continuación
—, pero eso no significa que él te quisiera a ti de la misma manera.
Asimilo sus palabras sin reprocharle lo directo que ha sido. No es
que nunca me haya planteado en qué medida me quiso Álex o si de verdad
lo hizo. Es un pensamiento que siempre ha estado ahí, agazapado, y al que
nunca he deseado hacer frente. Pero ahora parece un buen momento para
hacerlo, tanto como cualquier otro. Tal vez no sea tan duro haber perdido a
Álex, quizás lo peor de todo es haberme perdido a mí misma y no ser capaz
de encontrarme.
O puede que solo fuera yo cuando estaba a su lado. Quién sabe…
—No te voy a echar en cara que quieras darte un revolcón con él —
hago ademán de protestar pero pone un dedo sobre mis labios para
silenciarme—, pero asegúrate antes de que es solo eso, un revolcón.
—¡No quiero acostarme con él!
—Sí quieres —me contradice, aunque yo estoy negando con la
cabeza.
Se sienta y me atrae para colocarme sobre su regazo. Mis mejillas
arden y estoy segura de que Zac cree que es porque tiene razón, pero, en
realidad, Álex ha desaparecido unos segundos de mi mente para dejar
espacio al recuerdo de lo sucedido esta misma mañana en nuestra casa. Me
muerdo el labio inferior para no echarme a reír.
—¿No deberías decirme que no me acueste con él? ¿Que solo lo
empeoraré? —señalo, retomando el hilo de la conversación.
—Tú mejor que nadie sabes lo que viene después, mi pequeña
Tessa, y si eres capaz de sobreponerte a lo que suceda, si crees que vale la
pena…
Me relajo entre sus brazos y apoyo la cabeza sobre su hombro. Su
aroma, a limpio y gel de ducha, me cosquillea en la nariz. Y mientras en mi
interior se desata una batalla feroz cargada de sentimientos, deseos y
anhelos, Zac acaricia mi mejilla con la suya y luego deposita un beso sobre
ella.
—Busca alguien como Álex, alguien que haga que te mueras por
estar a su lado —susurra muy bajito, con un tono cargado de ternura—,
pero que también se muera por ti.
—No es tan sencillo.
—No, no lo es, pero puedes intentarlo o conformarte con el polvo de
consolación.
—Odio cuando haces eso —digo, entrelazando mis dedos con los
suyos.
—¿El qué?
—Empujarme hacia el precipicio para darme una lección.
Suelta una carcajada y estrecha su abrazo para evitar que me
escabulla.
—Comete los errores que tengas que cometer. Yo siempre estaré
aquí para ayudarte a ponerte en pie.
La dulzura de su afirmación casi consigue que se me salten las
lágrimas.
—No imaginas cuanto te quiero —digo, acurrucándome contra su
pecho.
—Yo también te quiero, Tessa. Te quiero mucho.
REGRESO A LA ADOLESCENCIA
—¿Te apetece un té? —sugiero, al abandonar el parque.
Zac me mira y nos echamos a reír, supongo que ambos hemos
pensado lo mismo, porque acto seguido nuestras voces se superponen:
—La Palmelita.
Recorremos la Avenida de La Trinidad hasta el final y luego
continuamos andando por la Calle de La Carrera, hasta llegar a la Iglesia de
La Concepción. El lugar cuenta con bastantes terrazas y, a estas horas de la
tarde, casi todas las mesas están ocupadas. Hace años que convirtieron la
zona en peatonal y el ambiente es mucho más animado desde entonces.
Aunque la brisa es fresca, cuando Zac consigue un sitio en la terraza de La
Palmelita, no lo dudamos un segundo. Me ofrece la camisa de cuadros que
lleva sobre una camiseta blanca y retira la silla para que tome asiento. Todo
un caballero.
—Es imposible no enamorarse de ti —me burlo.
Ladea la cabeza y esboza una sonrisa pícara.
—Un caballero de día y un golfo de noche —replica él, justo frente
al camarero, que ya ha venido a tomarnos nota—. Y en la cama…
El hombre tose y yo aprieto los labios para no soltar una carcajada.
La vergüenza es uno de los atributos de los que mi amigo carece por
completo.
—Luego me lo cuentas —sugiero, y salvo así al camarero de
escuchar a saber qué barbaridad.
Apunta nuestro pedido y se marcha cabeceando.
—¿Vas a ir a tu casa antes de que empiece el curso?
Zac resopla como si le hubieran formulado la misma pregunta miles
de veces, y es posible que su madre lo haya hecho.
—No lo sé. Debería concentrarme en la tesis, voy retrasado. ¿Y tú?
—Puedo bajar al sur cualquier fin de semana.
Al contrario que la familia de Zac, que reside en otra isla, la mía
vive en el sur de Tenerife, así que los veo mucho más a menudo que él a la
suya.
Charlamos durante un rato. Me comenta que seguramente su
hermano venga a visitarlo en algún momento durante el próximo mes y yo
me echo a temblar. Si Zac está de muerte, Teo, su hermano, no se queda
atrás. Tiene el cabello castaño y los ojos de un azul algo más oscuro que el
de su hermano, y se tiraría a una escoba con falda si encontrara el agujero
por el que metérsela. Zac es mucho de ir de boquilla y Teo es más de
llevarlo a cabo. Cada vez que viene a vernos, la casa se convierte en una
especie de burdel del que entran y salen chicas a cualquier hora del día o de
la noche. Sin contar con que además tengo que soportar sus constantes
pullas acerca de lo bien que me lo pasaría con él. Ya me entendéis…
Engullo un trozo de tarta de arándanos que he pedido junto con el té
y mastico con lentitud. El siguiente bocado se me queda atascado en la
garganta y me pongo a toser, llamando la atención del resto de clientes y de
los viandantes que pasean cerca de nosotros, incluido mi exnovio.
—Tiene que ser una jodida broma —murmuro, cuando el requesón
prosigue su camino y recupero el habla.
Zac sigue la dirección de mi mirada y pone los ojos en blanco al
comprender la causa de mi atragantamiento. Álex, mientras tanto, parece
dudar entre acercarse o no. Se ha quedado plantado en mitad del
adoquinado mientras que Iván, el amigo que lo acompaña y al que también
conozco, ha seguido andando, dejándolo atrás.
Comprendo entonces que mi sugerencia de venir aquí no ha sido del
todo el azar o porque me gusten los pastelitos y la gran variedad de té que
sirven. Este es uno de los lugares que forman parte de mi historia con Álex.
Mi subconsciente es un traidor con el que tendré que tener unas palabras
más tarde. Ahora mismo me limito a sonreír mientras Iván se aproxima a la
mesa seguido de mi ex.
—¡Ey, Teresa! —Me pongo en pie y lo saludo con dos besos—.
Hacía mil años que no te veía.
Se hace un lado y repito la operación de los besos con Álex, si bien
este va mucho más allá y me sujeta con firmeza por la cintura para llevar a
cabo el ritual.
—Álex me dijo que te había visto hace unos días. Estás genial.
Le doy las gracias por el cumplido y opto por presentarle a Zac, que
permanece en pie a mi lado y pendiente de la conversación.
Iván fue un buen amigo mientras duró lo mío con Álex, incluso
durante un tiempo salió con una de mis amigas de aquella época. Luego,
cuando todo terminó, se posicionó del lado de mi ex. No lo culpo, supongo
que la amistad conlleva esa clase de lealtad, aunque me entristeció perder el
contacto con él.
—…novio —escucho decir a Zac.
Se debe haber tomado demasiado a pecho lo de fingir que somos
casi pareja, porque, acto seguido y sin previo aviso, me rodea la cintura con
un brazo y me atrae hacia su pecho. Lo siguiente que sé es que tengo sus
labios contra los míos y que varias zonas de mi cuerpo hormiguean,
demasiado entusiasmadas con lo que está pasando.
Nunca antes, en todo el tiempo desde que nos conocemos, nos
habíamos besado. Puede que nos hayamos dado algún que otro pico en esas
noches de borrachera en las que el alcohol te lleva a la fase de exaltación de
la amistad, pero nada más. Así que no tenía manera de saber que su boca es
tan cálida como el resto de su cuerpo ni que sabe de una forma deliciosa,
como tampoco esperaba sentir deseos de dejarme llevar y profundizar más
en el beso; sin embargo, antes de que pueda decidir qué hacer, Zac se
separa. Estoy segura de que en este instante el desconcierto es claramente
visible en mi rostro. Aún con su sabor sobre mi lengua y el aliento
entrecortado, me esfuerzo para sonreír y aparentar que todo es normal.
—Teresa, ¿podemos hablar un segundo? —pregunta Álex, y yo, que
sigo bajo los efectos del arrebato pasional de Zac, ni siquiera sé qué debería
contestar.
—En realidad, ya nos íbamos —interviene mi falso novio—.
Tenemos un poco de prisa.
Álex echa un vistazo a la mesa donde me espera el resto de la tarta y
mi té casi completo. Reacciono y salgo por fin del trance.
—Un momento —le digo a Zac.
Le lanzo una mirada de advertencia para que no vuelva a contestar
por mí y me alejo con Álex. Nos sentamos en uno de los bancos de piedra
que rodean la iglesia.
—¿De verdad estás saliendo con ese tipo? —dice, en cuanto se
acomoda a mi lado.
Estira las piernas y las cruza a la altura de los tobillos. Lleva puesto
un jersey de punto fino y de color negro que se parece sospechosamente al
que le regalé en uno de sus cumpleaños. No puedo creer que siga
conservándolo.
Aun así, no dejo que ese detalle me distraiga, con Álex hay que estar
siempre en guardia.
—Si vas a interrogarme sobre mi vida amorosa, deberías saber que
perdiste ese derecho hace mucho tiempo y…
—Te echo de menos. Mucho —me corta, y yo agradezco haberme
sentado. Mira en dirección a nuestros amigos y luego a mí de nuevo—.
¿Podemos quedar mañana para hablar?
—Tú no quieres hablar.
—Lo quiero todo de ti —suelta a bocajarro—. Siempre lo he
querido, incluso cuando lo dejamos.
Me pregunto quién de los dos está más obsesionado con el otro.
¿Cuándo convertimos lo nuestro en algo digno de ser recordado y adorado?
Quizás somos solo dos enfermos que no son capaces de seguir adelante, dos
locos anclados en un pasado común.
—No fue suficiente entonces, Álex, y no lo es ahora.
En mi mente bailan imágenes del final de nuestra relación: las
lágrimas en mis ojos, la humedad en los de él, la rabia, la impotencia de
seguir amando sin poder hacerlo, el deseo, el rencor… Con él las
emociones se multiplicaban. Lo bueno y lo malo.
—Lo nuestro se acabó —proclamo, y no es que yo misma me lo
crea del todo.
—Lo nuestro no terminará nunca.
No lo miro a los ojos, no tengo tanta fuerza de voluntad y sé que
corro el riesgo de ver en ellos lo que tanto añoro. Y tal vez sea el miedo a
descubrir en él la misma nostalgia lo que hace brotar de nuevo mi rabia.
—Eso te encantaría, ¿no? Follar conmigo siempre que nos
encontremos.
—Solo hablemos —insiste en voz baja.
—No.
Me levanto y lo dejo atrás. Un minuto más a su lado y terminaré por
hacer cualquier cosa que me pida. Mi cuerpo reclama el contacto de su piel,
sus dedos enredados en mi pelo, sus labios recorriendo la curva de mi
cuello. Demasiado deseo acumulado, demasiado odio enquistado bajo él.
Cuando llego a la mesa, Zac no está.
—Ha ido a pagar —me informa Iván, y luego añade—: Estamos
planeando subir al Teide uno de estos fines de semana. Haremos noche en el
refugio para levantarnos pronto y ver amanecer desde Pico Viejo. ¿Por qué
no os apuntáis? Somos un buen grupo.
—Sí, sí —respondo, sin siquiera pararme a pensar en lo que está
proponiendo.
Estoy descontrolada. Me parece haber regresado a los dieciséis.
Irreflexiva, impulsiva…¿Cuánto queda en mí de esa Teresa? ¿Cuánto del
amor que sentía por Álex? Tengo la sensación de que en cualquier momento
explotaré y arrasaré a todos los que rodean: amigos, medio novios, exnovios
y viejos amigos por igual.
Zac regresa con el ticket en la mano y debe de percatarse enseguida
de que estoy a punto de sufrir un colapso. Arruga el papel y lo lanza sobre
la mesa para tomarme por la cintura e inclinarse sobre mi oído.
—Esto empieza a ser molesto —susurra, aunque juraría que se calla
mucho más de lo que cuenta. Se está conteniendo.
Y para completar la pandilla de histéricos, Álex viene hasta dónde
estamos y fulmina a Zac con la mirada. Este esboza una mueca de desprecio
e Iván alterna su atención entre ambos, como en un partido de tenis. De
repente, mi vida —mis fracasos— parecen expuestos ante todo el que
quiera opinar sobre ellos, y eso me cabrea aún más.
—Iremos —le digo a Iván por puro despecho, sabiendo que estoy
actuando como la Teresa adolescente.
Me dan ganas de soltar una carcajada desquiciada, de las que nacen
en ese rincón oscuro de la mente que no entiende de conveniencias sociales.
—Sigues teniendo el mismo número —replica él, sacando su
teléfono del bolsillo.
Asiento, sorprendida de que todavía lo conserve. Eso quiere decir
que, incluso si Álex lo hubiera borrado del suyo, tiene acceso directo a él y
nunca ha querido ponerse en contacto conmigo.
«A la mierda», pienso para mí, y echo a andar de vuelta a casa sin
despedirme de nadie.
MANERAS DE OLVIDAR LOS
PROBLEMAS
—¿Vas a salir? —me pregunta Zac, varias horas más tarde, cuando
aparezco en el salón enfundada en un vestidito blanco que apenas me llega
a medio muslo y unos taconazos que me hacen casi tan alta como él.
—He quedado con Marta.
Estamos a jueves y los bares de La Laguna deberían tener el
ambiente suficiente para cumplir con mi propósito: olvidar. Y si no es así,
ya nos encargaremos Marta y yo de crearlo a la medida de nuestras
necesidades. Mi amiga tampoco es que necesite excusas para pasárselo
bien.
—Te has arreglado mucho.
No le contesto. No quiero enfadarme con él ni pagar la frustración
de no saber qué se supone que tengo que hacer con lo que siento, pero sigo
molesta por su forma de comportarse delante de Álex. Por la suya y por la
mía.
Él tampoco añade nada más. Me observa ir y venir mientras termino
de coger las llaves, el bolso y mi móvil.
—Pásalo bien —dice, antes de que abandone nuestra casa y, sin
motivo aparente, el comentario consigue que me sienta aún peor.
Recojo a Marta en el portal de su piso, a mitad de camino entre el
mío y la zona de bares, y tras darme un exhaustivo repaso me espeta:
—¿A costa de quién vamos a liarla esta noche?
—De nadie —contesto, y comienzo a andar.
—Ay, nena. Salir un jueves sin un plan concreto es puro vicio —
apunta, colocándose a mi lado—, y en tu caso estoy segura de que ese vicio
tiene nombre propio. ¿Es por Álex?
—No.
—Vale, es por él. —Se da unos toquecitos en la barbilla.
A saber en qué está pensando. Marta es un torbellino, sin sentido del
decoro ni poseedora de esa vocecita interior que tenemos todos y que nos
avisa de cuándo la estamos cagando. Tiene tendencia a los excesos y una
vida sexual tan agitada que llama a todos sus ligues «cariño» para no
confundirse. También es la mejor amiga que alguien pueda desear. No de
las que te secan las lágrimas y te dicen que tienes que seguir adelante, sino
de las que se sientan a llorar contigo hasta que no quedan lágrimas que
derramar.
—Necesitas sexo —afirma, convencida, y yo no tengo más remedio
que echarme a reír.
—Tú todo lo arreglas con sexo.
Da un par de saltitos y se sitúa delante de mí. El gesto, sumado a su
rostro aniñado, la hace parecer más joven, aunque ambas tenemos la misma
edad.
—No, arreglarse no se arreglan. Siguen incordiando al día siguiente
—comenta. Me toma de la mano y me obliga a seguir avanzando—, pero
mientras te das una alegría.
Le doy un empujoncito y niego con la cabeza. Ella alza las manos
con las palmas hacia arriba, imitando una balanza.
—Sexo. Estar amargada. Sexo…
—Eres peor que un tío —señalo, aunque sé que está convencida de
lo que dice.
—Y mira lo bien que se lo pasan ellos.
Lo más irónico es que, pasada la medianoche, comienzo a verle la
lógica a los razonamientos de Marta, señal de que ya estoy demasiado
borracha y debería dejar de beber. Mi amiga me arrastra de local en local y
en todos nos tomamos una ronda de chupitos, cada uno de ellos con un
nombre más absurdo que el anterior. Los últimos nos lo sirve un morenazo
al que Marta ya le está poniendo ojitos.
—Cinco reyes —dice él, empujando los vasos sobre la barra.
—Pues yo solo veo dos —me río—. O cuatro, no estoy segura.
Mi amiga se parte de risa. Debemos estar montando un numerito
digno de ver, pero me da igual; en este momento no me importa nada.
El morenazo señala los chupitos y nos los bebemos, obedientes, para
no contradecir a semejante pibón. Marta se pone a toser de inmediato y a mí
se me saltan hasta las lágrimas. Mi estómago se contrae, como si quisiera
expulsar el líquido por el mismo sitio por el que ha entrado, y me tengo que
concentrar para no vomitar. Ahora el que se ríe es el camarero. No me
extraña.
—¿Qué demonios les has puesto? —pregunto, con un hilo de voz.
—Vodka, whisky, ron, tequila y ginebra. Un cinco reyes.
Marta le pide agua y yo comienzo a reírme a carcajadas.
Definitivamente, estoy muy pedo.
—¡Joder con la monarquía! —exclamo, y es probable que esté
gritando.
Tras apurar hasta la última gota de agua del vaso, mi amiga se apoya
en la barra y me mira. Su rostro danza ante mis ojos y empiezo a tener
mucho calor. Mañana la resaca va a ser épica.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? —replico, aunque sé que es ahora cuando viene el
verdadero interrogatorio.
Ella hace un gesto con el dedo y señala lo que nos rodea.
—¿Por qué estamos aquí?
Se me escapa un risita tonta. Ni siquiera yo lo sé muy bien, así que
no tengo ni idea de qué decirle. Me encojo de hombros, pero eso no aplaca
su curiosidad.
—¿Cuántas veces hemos hecho esto?
—¿Emborracharnos? Muchas —respondo. Esta sí que me la sé—.
Más de las que deberíamos, eso seguro.
Suspira y vuelve a la carga.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Álex me pone de los nervios —suelto sin más—. Soy una floja
que no soporta ver a su ex sin que le den ganas de meterse en la cama con
él.
—Eso nos pasa a todas.
—Pues los tuyos van a tener que coger número. —A Marta le da un
ataque de risa y yo termino uniéndome a ella—. Me lo encuentro allá donde
voy y está empeñado en quedar conmigo —prosigo, cuando puedo dejar de
reírme.
Ella arquea una de sus perfectas cejas al escuchar la última parte.
Intenta ponerse seria, pero en nuestro estado es bastante complicado.
—No es bueno para ti.
Me río. Alto y fuerte. Suelto tal risotada que parte de la gente que
tenemos alrededor se gira para mirarme.
—Eso lo sé —replico, y hago un gesto para llamar al morenazo—.
Ahora, dime, ¿qué hago para olvidarme de él?
—Zac —contesta ella, y me quedo mirándola con los ojos muy
abiertos.
No puedo creer que esté insinuando lo que pienso, teniendo en
cuenta que Marta es de las pocas que sabe que de verdad nunca ha habido
nada entre nosotros.
—Sí, claro, seguro que follarme a Zac resuelve todos mis
problemas.
Marta reprime una sonrisa y se lleva la mano a la frente. Por la
forma en que ladea la cabeza, intuyo que está tratando de decirme algo. El
alcohol que corre por mis venas hace que tarde un momento más en darme
cuenta.
—Está detrás de mí, ¿verdad?
Asiente, y no me queda más remedio que girarme para comprobar si
me está tomando el pelo.
No es el caso.
—Hola —le digo a mi mejor amigo.
Me muerdo el labio inferior y trato de recordar si he empleado un
tono despectivo al referirme a él. Hoy estoy superando mi nivel de
estupidez habitual.
—Estás borracha.
—Mucho —admito. Igual eso me sirve de atenuante.
—Estaba preocupado por ti, pero veo que estás perfectamente.
Marta asoma la cabeza sobre mi hombro.
—Bien, lo que se dice bien, no está.
Acto seguido, lanza un gritito de entusiasmo al escuchar los
primeros acordes de Shake it off, de Taylor Swift, y se pone a menear el
trasero de una forma más cómica que sugerente. Hago todo lo posible para
mantenerme seria, aunque Marta no me lo está poniendo nada fácil.
El camarero buenorro se acerca hasta donde estamos sin apartar la
mirada de mi amiga. Extiende la mano y, para mi sorpresa, Zac se la
estrecha. Su rostro se transforma al saludarlo. Esboza una sonrisa e
intercambian algunas frases. Me pregunto si Zac y él habrán tenido —o
tendrán— algún lío. No sé por qué, la idea no me hace muy feliz.
—¿Las conoces? —pregunta el tipo, y Zac asiente—. Pues yo que tú
me las llevaría ya a casa.
Le señala a Marta, que a estas alturas ha pasado de los saltitos a los
botes estilo concierto de rock. Si sigue así acabará por enseñar las bragas, si
es que se las ha puesto esta vez.
—Eso haré, Marcos —replica él, y vuelve a estrecharle la mano.
Los observo sin perder detalle de sus expresiones y su lenguaje
corporal. De algo tendría que servirme estar estudiando Psicología, aunque
teniendo en cuenta las copas que llevo encima no sé si mi criterio será muy
acertado. La verdad es que podrían ser tan solo dos conocidos.
«¿Qué más te da?», me digo. Como si tuviera que importarme con
quién se relaciona Zac.
—Vamos —dice él, sacándome de mis cavilaciones. Le dirige una
mirada a Marta, que se está marcando un bailecito por el que podrían
detenerla alegando alteración del orden público, y pone los ojos en blanco
—. ¿Es que no sabe cuando parar?
Encojo los hombros. Marta solo acaba de empezar. Me gustaría
saber cómo planea Zac arrastrarla fuera del bar. Esto no me lo pierdo.
Pero él parece decidido. Me envuelve con un brazo y me aprieta
contra su pecho y, de inmediato, su aroma lo llena todo. Una sonrisita de
placer se extiende por mis mejillas y me hace olvidarme del enfado de esta
tarde. Zac tiene una extraña capacidad para atontarme, le basta estar ahí y
ser quien es para mejorar cualquier situación por extraña que sea. Tan
extraña como esa en la que tu amiga está a punto de subirse a una mesa y
seguramente empezar a quitarse la ropa.
—¡Madre mía! —exclamo, y Zac empieza a pegar empujones para
llegar hasta ella conmigo entre sus brazos.
La alcanzamos justo a tiempo, para desdicha del corrillo de tíos que
se ha apiñado a su alrededor y que me recuerdan a las hienas de El Rey
León, lengua fuera incluida.
—¡Marta, baja ahora mismo! —grita Zac, pero ella sigue a lo suyo y
contonea las caderas. Las babas ya forman un charco en el suelo.
Lo aparto y tiro del brazo de mi amiga para llamar su atención.
Consigo que se agache hasta llegar a su oído y le susurro una única frase. Si
eso no consigue que se baje, nada lo hará. Tarda cinco segundos exactos en
procesar la información y dar por finalizado el espectáculo.
—A casa. —Señalo la puerta y ella amaga un puchero—. Si lo
quieres, nos vamos a casa.
Incluso borracha, hace una salida triunfal del local. Las hienas me
abuchean y yo les enseño el dedo corazón en un arranque de superioridad.
Conseguir que mi amiga haga lo que le he pedido me hace sentir como si
acabase de separar las aguas del Mar Rojo.
—¿Se puede saber qué le has dicho? —pregunta Zac, mientras la
seguimos al exterior.
—Nada importante. Solo que le darás el número de teléfono del
camarero morenazo.
Frunce el ceño y su mirada se desvía en busca del aludido. Si al final
resulta que el tío es gay, no quiero ser yo quién se lo diga a Marta. Me
quedo esperando a que Zac diga algo que aclare la cuestión. Sin embargo,
todo lo que responde es:
—¿Marcos? —Hago un gesto afirmativo bastante efusivo. Ahora
soy yo la que parece una hiena—. Bueno, tal vez a él sí puedas follártelo y
acabar con tus problemas —espeta a continuación, y ya no queda ninguna
duda de que antes ha escuchado lo que he dicho.
Libera mi mano y me deja plantada a pocos pasos de la salida del
bar. Y así, en apenas unos segundos, he pasado de sentirme como Moisés a
convertirme en una auténtica Judas.
COMETER ERRORES
—Cinco minutos más —ruego al desgraciado que ha subido la persiana de
mi dormitorio sin la más mínima compasión.
Meto la cabeza bajo la almohada y vuelvo a dejarme llevar por la
inconsciencia, pero esta vez es el edredón el que desaparece. Lo sé porque,
además de percibir la ausencia de su peso sobre mi cuerpo, de repente tengo
el culo al aire.
—Ya te estás levantando —me ordena la familiar voz de Zac,
aunque tiene un matiz desagradable poco común en él.
Y es entonces cuando recuerdo la discusión de la noche anterior, el
penoso regreso llevando a rastras a Marta hasta su casa y el incómodo
silencio que se estableció entre mi compañero de piso y yo al quedarnos
solos.
—Oh, mierda —suelto, sin poder evitarlo.
A pesar de que el sonido ha quedado amortiguado por la almohada,
estoy segura de que me ha oído.
—Si me lo preguntas a mí, sí, mierda. Con m mayúscula además.
Es obvio que sigue enfadado. Me pregunto si esto de despertarme
solo unas horas después de que me haya metido en la cama se trata de
alguna clase de venganza.
Saco la cabeza de mi escondite y miro por encima del hombro.
Genial, solo llevo una camiseta de tirantes y un tanga —de ahí el fresquito
de mi trasero—, aunque al menos es uno de esos con bordados, encaje y
toda la parafernalia.
—¿Te importa? —digo, y tiro del edredón para volver a taparme.
Él lo agarra con más fuerza.
—No tienes nada que no haya visto antes.
No es lo que dice, sino cómo lo dice. Que emplee ese deje
despectivo me hace comprender que mi comentario de anoche no debió de
sonar demasiado bien. ¿Y qué hago yo a continuación? ¿Disculparme? Pues
no, me subo en el burro y ya veremos quién se baja antes.
Me pongo en pie, no sin antes frotarme los ojos, y me planto frente a
él. Tengo que levantar un poco la barbilla para mirarlo, pero aun así intento
mantener mi pose de «donde las dan, las toman».
—No te cortes —comento, con las manos en la cintura y sacando
pecho—. ¿Quieres que me quite la camisa? Total, también me has visto las
tetas antes, ¿no?
Lo digo completamente dispuesta a desnudarme solo para quedar
por encima de él, por muy absurda que resulte la situación. Y lo peor es que
pienso que no estoy haciendo el ridículo. Seguro que cuando me despierte
del todo cambio de opinión.
—No hay huevos. —Se cruza de brazos y esboza la primera sonrisa
desde el inicio de nuestra disputa.
Yo, que por norma general me muestro más recatada en su presencia
—accidentes playeros aparte—, pierdo el norte al escuchar esas tres
palabras. ¡Huevos dice! Encima tiene la cara dura de sonreír, como si
estuviera convencido de que no seré capaz.
—Los hay.
—Pues venga —me anima. Ladea la cabeza y su vista desciende por
mi pecho hasta mi cintura.
—Eres un pervertido.
—No soy yo quien está amenazando con desnudarse.
—Solo porque has entrado en mi habitación con vete tú a saber qué
intenciones —lo acuso, en un intento de desviar la atención y salir airosa de
la situación.
Él niega con la cabeza. Tiene sus preciosos ojos fijos en mí. Es
entonces cuando lo veo de verdad: la súplica empañando sus iris azules, la
leve arruga en su frente, el ruego silencioso de sus labios. Mi mejor amigo
está esperando a que diga o haga cualquier cosa para dejar caer sus defensas
y acabar con esta estúpida pelea. Ya ni siquiera recuerdo por qué nos hemos
enfadado y tampoco me importa. Es Zac, una de las pocas personas a la que
no podría negarle nunca una sonrisa, porque es él quien suele provocarlas.
Es mi creador de sonrisas.
No me lo pienso. Salto sobre él y enrollo mis piernas en torno a su
cintura y mis brazos alrededor de su cuello. Mi ataque lo pilla desprevenido
y hace que se tambalee hacia atrás, pero consigue mantener el equilibrio.
Hundo la cabeza en el hueco de su cuello, recreándome en su aroma.
—Lo siento, lo siento, lo siento —susurro, sin detenerme para coger
aire.
Él suelta un suspiro, no sé si de alivio o de resignación, pero,
cuando me estrecha con más fuerza contra su pecho, sé que se ha rendido.
Le hundo los dedos en el pelo y me dejo arrastrar por ese sencillo placer.
—No tienes que disculparte.
—Pero quiero hacerlo —replico, aún con los labios pegados a su
piel—. No quise decir que haya algo malo en acostarse contigo.
Zac, como siempre, me sorprende soltando una carcajada. Y el
sonido de su risa me hace sonreír a su vez.
—Puedes estar con quien quieras, incluido Marcos —añade, lo que
me convence de que es un buen momento para mirarlo a los ojos.
Me inclino hacia atrás y él responde afianzando las manos alrededor
de mi cintura. No hay rastro de enfado en su expresión.
—Es Marta la que quiere acostarse con él, no yo.
—No estoy hablando solo de sexo, Tessa. Hablo de seguir adelante,
de no quedarse anclada en el pasado.
—Hablas de Álex —puntualizo, pero él niega con la cabeza.
—Hablo de ti y de tu miedo a no saber decir «no» ni querer decir
«sí». Cerrar etapas no es malo, cometer errores tampoco, pero quedarse
eternamente esperando…
Mis piernas se aflojan y hago ademán de ponerlas en el suelo, pero
Zac no duda en bajar las manos hasta mis muslos para impedirlo. Está muy
serio. Soy consciente de lo mucho que le importo, pero no sé si estoy
preparada para que me diga que me comporto como una imbécil.
—Haz lo que quieras hacer, pero hazlo —prosigue—. Arriésgate y
arrepiéntete luego si tienes que hacerlo. ¿Quieres acostarte con Marcos?
Pues hazlo, pero no te emborraches para ello. Hazlo porque quieres hacerlo
y no busques una excusa.
—No quiero acostarme…
—Me da igual —me interrumpe, y esta vez es él quien deshace
nuestro abrazo y me deposita en el suelo—. Lo que quiero decir es que
somos jóvenes; si no nos equivocamos ahora, entonces cuándo vamos a
hacerlo.
Se pasa la mano por el pelo, inquieto.
—¿Seguimos hablando de mí? —pregunto. Hace rato que he
perdido el hilo de la conversación—. Porque creo que enrollarme con Álex
de nuevo ya sabemos cómo acaba, y a Marcos ni siquiera lo conozco.
No sé si Zac quiere que pase página y me olvide de una vez de mi
ex o que lo llame y le proponga una sesión de sexo desenfrenado.
—En tu caso, pequeña Tessa, creo que lo de «un clavo saca a otro
clavo» no es aplicable —replica, sin contestar a mi pregunta, y ahora sí que
no tengo ni idea de en qué está pensando—. Olvida lo que te he dicho, creo
que estoy divagando.
Toma mi rostro entre sus manos y por un momento estoy segura de
que va a besarme. Si bien, sus labios terminan sobre mi sien.
—Vamos, te invito a desayunar —propone. Da media vuelta, pero
antes de abandonar la habitación se detiene para añadir—: Y… por mucho
que me guste admirar tu culo, deberías ponerte algo de ropa.
Se marcha y me deja a solas. Mientras me visto, sopeso cada una de
sus palabras, pero sigo sin saber qué moraleja tengo que sacar de ellas.
Puede que en cierta forma tenga razón al afirmar que me he estancado.
Quizás, sin ser consciente de ello, durante todo este tiempo he estado
esperando a que Álex reapareciera en mi vida.
En Marcos ni siquiera pienso. Desconozco por qué Zac se ha
empeñado en sacar su nombre en la conversación una y otra vez.
¿SIN RENCORES?
Desayunamos en una cafetería cercana a la Avenida Trinidad. Zac opta por
unas tostadas, mientras que yo pido un buen chocolate con churros a pesar
de que mi estómago protesta sin descanso por el maltrato de la juerga de
ayer. Cuando la camarera trae nuestro pedido nos dedicamos a comer en
silencio. La ausencia de conversación hace que me ponga a pensar en lo
sucedido la noche anterior y, por un momento, me planteo la posibilidad de
que Zac albergue algún tipo de sentimiento por mí. Y lo que es aún más
preocupante, que yo sienta algo más que pura amistad por él.
Es Zac, me digo, como si eso simplificara las cosas.
Sé que nuestra amistad es sólida, que ambos nos preocupamos por el
otro como si fuésemos familia, pero soy consciente de que las relaciones
evolucionan y a veces toman caminos muy diferentes de los iniciales. Pero
es Zac, me repito, y se me escapa un suspiro.
Mi amigo levanta la vista de su desayuno y se queda mirándome.
Me pregunto si alguna vez él también habrá tenido este tipo de
pensamientos respecto a nosotros.
—¿Qué pasa? —pregunta, tras darle un sorbo a su café con leche.
Esta vez decido ocultarle lo que me pasa por la cabeza, es muy
probable que no sea más que un desvarío debido a la resaca.
—Nada.
No parece muy convencido. Tarda unos segundos en devolver la
atención a su plato, y yo no puedo evitar que mis ojos vaguen por las líneas
de su rostro.
«No te compliques más la vida, Tessa, que nos conocemos».
Ni siquiera tengo claro qué voy a hacer con Álex, no creo que sea un
buen momento para ponerme a imaginar lo que podría ocurrir entre mi
mejor amigo y yo. Ahora mismo mi corazón está sometido a una montaña
rusa de esas con aspecto letal. Con toda probabilidad solo estoy pensando
en Zac de esa forma porque sería lo más fácil: el amigo leal que siempre
está para mí, pase lo que pase. Es como cuando terminé con Álex y me
dediqué a anestesiar el dolor saltando de un tío a otro. En realidad, supongo
que buscaba sentir algo, lo que fuera, para no asumir que tenía el corazón
roto y repleto de heridas.
Me prometo a mí misma no cometer más errores.
—Estás callada de un modo preocupante —comenta él,
devolviéndome al mundo real.
Esbozo una sonrisa algo patética, y niego con la cabeza.
—La resaca —repongo, sabiendo que es una verdad a medias—. No
vuelvo a beber —añado, y eso sí que no hay quién se lo crea.
Mi amigo se ríe.
—Ya.
Recuerdo muy bien la primera vez que vi a Zac. Mi compañera de
piso me había dejado tirada a mitad de curso para irse a vivir con su novio.
Intenté encontrarle una sustituta, pero no hubo forma. Así que me dediqué a
buscar a alguien que alquilara una habitación en la zona cercana a la
universidad. El de Zac fue el segundo piso que visité. En el primero
convivían dos chicos y una chica, y aquello más que un apartamento parecía
un campo de concentración. No es que yo sea anti-reglas —en una casa de
estudiantes tiene que haberlas—, pero lo de aquella gente era excesivo. Y
he de reconocer que yo soy un poco dada al desorden. No me hacía ilusión
pasar el resto del curso aguantando sermones.
Con Zac fue algo mejor a pesar de también es bastante riguroso con
el tema del orden. No iba a aceptar quedarme allí, porque además vivir sola
con un chico no acababa de convencerme, pero tras enseñarme la casa me
invitó a desayunar en la cafetería en la que estamos ahora. Acepté porque
solo había tomado un café y mis tripas habían iniciado una fiesta bastante
ruidosa. Y lo que empezó como un desayuno algo formal e incómodo, se
transformó enseguida en una lluvia de risas, comentarios sarcásticos y yo
preguntando cuándo podía mudarme.
Desde el principio Zac y yo conectamos. Aquella mañana surgió ese
tipo de afinidad que no puede explicarse, pero que sabes que convertirá a
una persona en alguien especial para ti. Fue, por así decirlo, amistad a
primera vista.
—Tengo que ir a la facultad a recoger unos libros —me informa,
cuando ya casi estamos terminando—. ¿Vienes conmigo?
Lo pienso un segundo, pero opto por declinar la invitación. Debería
ir a ver a Marta y comprobar que sigue viva. No ha contestado a mis
mensajes y, dado el estado en el que la dejamos en casa anoche, es posible
que esté aún en la cama farfullando incoherencias.
—Voy a pasarme a ver a Marta.
Mientras rebusco en el monedero para pagar la cuenta, oigo un clic
de sobra conocido. Zac, móvil en mano, sonríe mirando la pantalla.
—El que tiene buena noche no puede tener buen día… —murmura
entre dientes, y sus dedos vuelan sobre la pantalla.
—¿No la estarás subiendo a Instagram?
—A Instagram, a Twitter y, como te descuides, te grabo un vídeo y
lo subo a TikTok —se ríe—. Es un pago justo.
—Me vengaré —amenazo, rezando para que al menos le ponga un
filtro y no parezca un orco de Mordor.
Él sonríe aún con los ojos fijos en la pantalla.
—Y yo me vengaré de tu venganza.
—Podríamos estar así toda la vida.
Zac levanta la vista del móvil.
—Lo sé —replica, y su mirada es melancólica a pesar de que sigue
sonriendo.
Nos despedimos en la calle y yo me dirijo a casa de Marta dando un
paseo. Apenas quedan unos días para el comienzo de las clases y la vuelta a
la rutina. La Laguna ya se ha llenado de estudiantes universitarios ansiosos,
y a la vez temerosos, por el inicio de un nuevo curso. Al menos el tiempo
acompaña y, aunque hace algo de fresco, el sol luce solitario en un cielo
completamente azul. No quiero pensar en la llegada del frío.
Adoro esta ciudad, con sus calles adoquinadas, sus casitas de dos
plantas, las plazas, los parques… Por algo es Patrimonio de la Humanidad.
Es un lugar precioso y repleto de historia. Pero para mí, que crecí en el sur
de la isla donde el sol brilla casi todo el año, la humedad y el frío de La
Laguna en invierno es lo único que cambiaría sin pensármelo dos veces.
Mi andar se vuelve errático al mismo ritmo que mi mente entra en
bucle con Álex como protagonista. En cuanto lo vi en la playa sabía que
esto ocurriría, que no podría sacármelo de cabeza en semanas o tal vez en
meses. Al final, me encuentro sin quererlo en la Plaza de La Catedral y
decido sentarme en uno de los bancos de piedra, buscando algo de
tranquilidad que me permita aclarar mis ideas. La gente va y viene ante mis
ojos, aunque apenas los veo. Me asaltan recuerdos de un día de tantos en los
que Álex y yo paseábamos por esta misma plaza, cogidos de la mano y
mirándonos como si lo nuestro fuera infinito, como si jamás fuésemos a
separarnos. Que equivocados estábamos…
—Te quiero —susurró él con dulzura, muy cerca de mi oído.
Acto seguido, me entregó tres rosas rojas, una por cada mes que
llevábamos juntos. Tan solo noventa días y estábamos convencidos de que
podíamos comernos el mundo. Supongo que de eso trata la inocencia del
primer amor, cuando crees que durará para siempre, que nada podrá
separaros y que quererse es suficiente. Pero no lo es.
«Con Álex nada es suficiente», pienso para mí, tratando de
convencerme. Porque luego, con el tiempo, retorcimos ese amor y se
convirtió en algo doloroso que dejó cicatrices y heridas que a día de hoy
siguen ahí. ¿Y si es el propio Álex el único que puede curarlas del todo? ¿Y
si por eso jamás he podido volver a enamorarme de nadie como de él?
Suspiro profundamente.
Mi corazón, tan inconsciente como siempre, me anima a intentarlo
de nuevo, o al menos a hablar con Álex y saber qué se propone. Mientras,
mi cabeza me aconseja que lo olvide, que no merece la pena sufrir otro
desengaño, que es una empresa perdida de antemano.
Mi móvil emite un sonido con la llegada de una notificación, y al
comprobarlo me encuentro con un mensaje que solo puede ser de Álex,
como si mis pensamientos lo hubieran invocado.
Un café, solo te pido eso. Habla conmigo.
Permanezco mirando la pantalla, releyendo esas ocho palabras una y
otra vez, y valorando qué hacer. Ni siquiera he tomado una decisión cuando
el teléfono vuelve a sonar. El nombre de Marta aparece ahora en la pantalla
junto con una foto suya en la que me saca la lengua.
—Me muero —farfulla, con la voz ronca, en cuanto descuelgo.
—Sé lo que se siente —contesto. Ni yo misma me he recuperado
aún de nuestra salida nocturna—. Iba de camino a tu casa, pero…
Me quedo sin saber qué decir.
—¿Dónde estás?
En un primer momento, dudo de si confesar que estoy valorando
encontrarme con Álex, pero al final decido contárselo, tal vez ella consiga
iluminarme.
—Estoy pensando en quedar con Álex.
Si no fuera porque estoy oyendo su respiración, pensaría que la
llamada se ha cortado. Me imagino a mi amiga tirada sobre su cama,
poniendo los ojos en blanco y arrugando la nariz.
—Puede que sea lo mejor —comenta, para mi sorpresa—. Mira,
Álex y tú nunca habéis puesto fin a vuestra historia, no como deberíais
haberlo hecho, de una vez por todas. Lo vuestro es un círculo vicioso, un
«ni contigo ni sin ti» —prosigue, con cierta resignación tiñendo su voz—.
Queda con él y hablad. Puede que haya cambiado, quién sabe.
No estoy demasiado segura de que alguien como Álex pueda
cambiar, aunque tal vez estos años le hayan dado otra visión de la vida.
Puede que haya madurado. Al fin y al cabo, solo éramos dos críos cuando
nos enamoramos.
—¿De verdad lo crees?
—No lo sé, Tessa. No conozco a Álex tan bien como tú. Pero a ti si
te conozco y sé que no vas a dejar las cosas estar y continuarás torturándote
hasta que encuentres una respuesta —explica, y sé que ahora está sonriendo
—. Eres así de cabezota, y Álex siempre ha sido muy importante para ti.
Sopeso sus palabras con el móvil pegado a la oreja, aferrándolo con
demasiada fuerza y perdida en las implicaciones de su afirmación. Sí, Álex
ha sido y siempre será muy importante para mí, nuestra relación me marcó
de mil maneras diferentes y sé que Marta lleva razón, al menos al decir que
no voy a dejar de torturarme.
—Quedar para hablar con él no tiene que significar nada, Tessa.
Ahí sí que está equivocada. Cualquier cosa que tenga que ver con mi
exnovio siempre significa algo. Nuestros encuentros fortuitos, las frases o
reproches que intercambiamos, nuestras miradas, las sonrisas… La
indiferencia no se cuenta entre las características de nuestra relación. Sin
embargo, un café no es arriesgar demasiado, ¿no? Tan solo una charla, una
hora, me digo, convenciéndome de que soy lo suficientemente fuerte como
para hacerle frente y no sucumbir a los efectos que provoca en mí.
—Voy a llamarlo —informo a mi amiga.
—¿Tessa? —me reclama, una vez que nos hemos despedido—. Solo
asegúrate de no entregarle más de lo que estés dispuesta a perder.
—No te preocupes, puedo con esto —digo, a pesar de no estar del
todo segura de lo que va a pasar cuando me encuentre con él.
Sin embargo, cuanto más pienso en lo que ha dicho Marta, más
convencida estoy de que lleva razón. Álex y yo necesitamos poner punto y
final a esta historia, cerrar de algún modo un ciclo y terminar en paz. No
quiero convertirme en la clase de persona que alberga rencor toda su vida ni
que tiende a recordar lo malo. Y quizá, en realidad, Álex se haya convertido
en una persona a la que valga la pena perdonar.
UN CORAZÓN REPLETO DE
HERIDAS
Mi valor no me da para una llamada, así que contesto al mensaje de Álex
con un escueto:
En la plaza de La Catedral en diez minutos.
Si el destino quiere que Álex esté lejos de aquí y no le dé tiempo a
llegar, pues que así sea. No esperaré más tiempo. Pero al final parece que
nuestro sino es encontrarnos, porque no han pasado ni cinco minutos
cuando lo veo doblar la esquina.
Las piernas comienzan a temblarme de inmediato y de repente
vuelvo a ser la chiquilla enamorada de años atrás. Mis ojos se pasean por su
cuerpo mientras avanza hacia mí. Lleva unos vaqueros rotos y una sudadera
negra con la capucha sobre la cabeza y las mangas remangadas hasta los
codos. Se mueve despacio, con ese andar tan típico suyo, seguro de sí
mismo y sin prestar demasiada atención a lo que le rodea; sus ojos están
fijos en mí, y los labios, entreabiertos.
La sensación de déjà vu es tan fuerte que, cuando llega hasta donde
me encuentro, a punto estoy de levantarme y lanzarme sobre sus labios,
como si aún fuésemos pareja, y esto, una de nuestra citas habituales.
Reprimo el impulso. Ya no estamos juntos, no somos nada. Sin embargo, en
mi mente una voz reclama a gritos que lo bese, y de repente empiezo a
pensar que no voy a poder con esto.
—Hola…Teresa —me dice, haciendo una pausa entre el saludo y mi
nombre.
La dulzura de su voz me acaricia los oídos.
Se inclina sobre mí y contemplo su boca acercarse a mi rostro a
cámara lenta, reduciendo poco a poco los centímetros que nos separan. Ni
siquiera ladeo la cabeza para apartar mis labios de él, incapaz de moverme.
Finalmente, sus labios se posan en mi mejilla y permanecen ahí lo que a mí
me parece una eternidad. Su aroma inunda mis fosas nasales y empeora más
si cabe mi estado. ¿Por qué demonios tiene que oler tan bien? Su olor es
como un puñado de recuerdos, de buenos recuerdos, desfilando por mi
mente sin que pueda hacer nada por evitarlo. Esto cada vez se pone peor.
No eres una chiquilla, me digo, para infundirme ánimos. No, ya no
soy la niña que se enamoró de él, la que creía que cualquier cosa era posible
si luchabas con fuerza suficiente.
Tomo aire para tranquilizarme y deshacerme del efecto Álex.
—¿Y bien? ¿De qué querías hablar? —exijo saber, sin rodeos.
La línea recta que siguen sus hombros cae ligeramente. Alza una
mano y se baja la capucha, y mi vista se desvía al tatuaje que asoma bajo el
cuello de su sudadera.
Sin contestar, se mete las manos en los bolsillos y me doy cuenta de
que ha perdido parte de su seguridad al escuchar mi pregunta.
—¿Podemos al menos ir a algún sitio a hablar con tranquilidad?
Lo observo con cierta cautela, preguntándome qué demonios le pasa
por la mente.
—Está bien —acepto, viendo que por ahora no ha aparecido el Álex
provocador que podría terminar metiéndome en un lio.
Me pongo en pie y nos dirigimos a una cafetería cercana. Tomamos
asiento frente a frente en una de las mesas del fondo, la más íntima. Durante
el corto trayecto hasta aquí no he dejado de observarlo y, mientras
andábamos uno al lado del otro, no he podido evitar desear que me cogiera
de la mano. Al sentarme, cruzo las mías sobre el regazo para mantenerlas
alejadas de él, no sea que decidan cometer una estupidez por propia
iniciativa.
—¿Y bien? —insisto, cuando el camarero se va tras apuntar nuestro
pedido.
Álex suspira.
—¿Qué tal si empezamos con un «Me alegro de verte» o un «¿Qué
tal estás?»? —pregunta muy serio, pero sin rastro de irritación.
Ahora es mi turno para suspirar. Me reprocho mentalmente la
hostilidad de mi actitud. Se supone que estoy aquí para intentar arreglar las
cosas entre nosotros, aunque solo sea para poder decirnos adiós de buena
manera y no gritándonos y echándonos nuestros errores en cara. No voy a
sacar nada bueno de esta conversación si sigo así.
—¿Qué tal estás, Álex? —digo, suavizando mi tono.
Me doy cuenta de que, en realidad, sí que me interesa la respuesta, y
eso me da más miedo que cualquier otra cosa.
Él sonríe, más animado, y yo tengo que luchar para no perderme en
la curva de sus labios. Mi adicción a Álex es debida a la suma de muchos
factores. Los detalles que siempre tenía conmigo y las locuras que cometía
para sorprenderme; su forma de besarme, como si me estuviera saboreando;
la explosiva atracción sexual de la que nos era —y nos sigue siendo—
imposible sustraernos; también, como no, la posibilidad de que lo nuestro
fuera imposible. De esto último estoy convencida. No hay nada que atraiga
más que lo inalcanzable. Y eso parecía que éramos: dos almas imposibles
de reconciliar.
—Estoy bien —afirma, frotándose con una mano el hueco entre el
índice y el pulgar de la otra—. Te he echado de menos. —Sin querer,
comienzo a negar con la cabeza y abro la boca para decir algo, pero me
detiene con un gesto—. Déjame hablar, por favor.
Ambos permanecemos en silencio mientras el camarero nos sirve
dos cafés, y la interrupción me da tiempo para repetirme que tengo que
tranquilizarme.
—Sé que lo nuestro fue un desastre —se apresura a decir, una vez
que el camarero se retira y antes de que yo pueda tomar la palabra—. Lo
hicimos fatal, Teresa. Nos hicimos mucho daño, no creas que no soy
consciente de eso.
Levanto la cabeza para buscar sus ojos y me estremezco al ver que
no hay atisbo de provocación o burla en ellos.
—La culpa fue de ambos —insiste—. Lo sabes. Yo me comporté
como un auténtico capullo, pero tú también…
No termina la frase, pero no es necesario. Los dos sabemos lo que
yo hice.
—Sí, yo también —admito, porque es la verdad—, y no he dejado
nunca de arrepentirme de aquello.
Volver la vista atrás duele más de lo que me gustaría. Si bien es
cierto que el comportamiento de Álex mientras estuvimos juntos nos
condujo a la ruptura, no menos culpable fui yo de que las cosas se
desarrollaran así. En realidad, puede que yo lo provocara todo al serle infiel
poco después de que empezáramos a salir. En mi defensa diré que era un
cría inconsciente, aunque eso no aligere mi carga. La cuestión es que una
noche en una discoteca me dejé llevar por el entusiasmo al percatarme de
que un chico guapísimo se había fijado en mí. No me paré a pensar en las
consecuencias, tampoco en lo que estaba haciendo, y desde luego no pensé
en Álex.
Todavía al recordarlo siento desprecio por mí misma, y eso que solo
fueron unos besos entre la gente que se apiñaba en la pista de baile. Pero,
cuando más tarde me encontré con Álex, esos mismos besos ya sabían a
traición. No le escondí lo que había sucedido, sino que se lo solté en cuanto
lo tuve frente a mí. De repente, al verlo, se me llenaron los ojos de lágrimas
y comprendí lo estúpida que había sido.
Día tras día le rogué que me perdonara, y al final lo hizo. Pero el
fantasma de aquella traición nos persiguió sin remedio durante toda nuestra
relación. Su carácter se volvió cada vez más exigente conmigo y las
discusiones fueron aumentando hasta sucederse casi diariamente. Tuvimos
momentos excepcionales, pero otros se vieron empañados por sus celos o
las dudas; supongo que por el miedo a que algo similar pudiese volver a
suceder. Esa es, a grandes rasgos, la historia. O al menos parte de ella,
porque al final, cuando lo nuestro se hizo insostenible y mi corazón se
rompió en miles de pedazos, cuando ya no pude más, dejé de ser yo misma
y ya no hubo Teresa a la que él pudiera seguir amando.
Me tortura la idea de que las cosas podrían haber sido diferentes si
yo no hubiera cometido ese error. Tal vez entonces podríamos haber
disfrutado del amor que sentíamos el uno por el otro, quizás lo que vino
después no hubiera sucedido, o puede que ese fuera su carácter real y el
discurrir de los meses tan solo lo sacara a la luz con mayor rapidez. Nunca
lo sabré. No hay manera de conocer qué destino hubiésemos tenido, y no
hay peor tormento que ese.
—Sé que te arrepientes, siempre lo he sabido —dice, situando una
mano encima de la mesa con la palma hacia arriba.
Me quedo mirándola mientras mi mente sigue perdida en el pasado,
y el dolor que ambos nos provocamos se ancla en mi corazón y lo oprime,
recordándome muchos de los malos momentos que compartimos. Porque
tengo la certeza de que Álex se aprovechó de aquello, tal vez no de forma
premeditada, pero cuando en una discusión no podía salirse con la suya
siempre sacaba a relucir mi infidelidad. Ese hecho se convirtió en un arma
arrojadiza que empleaba a su antojo, aunque su motivación fuera enmendar
un dolor del que yo era la única responsable.
—Lo hicimos todo mal —añade, con la mano aún sobre la mesa.
Dudo de si aceptar la invitación velada de su gesto, hasta que alzo la
mirada y contemplo la tristeza empañando sus ojos. Lo he visto triste en
muchas ocasiones, hace años, pero esta vez parece diferente, parece más
real. Quizá me estoy equivocando con él y haya cambiado, puede que haya
comprendido que, aunque yo lo traicionara, no tenía derecho a tratarme
como lo hizo.
—Debí dejarte —prosigue, cuando mis dedos rozan la palma de su
mano—. Debí haberme dado cuenta de que hacerte sufrir de esa forma no
solucionaba nada y no tenía justificación alguna.
Niego con la cabeza. No porque no esté de acuerdo, sino porque no
deseo revivir una vez más el pasado, darle vueltas otra vez a una historia
que ambos sabemos cómo acaba. Ya he recorrido ese camino demasiadas
veces y nunca me ha llevado a ninguna parte.
—Pasó lo que pasó. No podemos cambiarlo.
Se lleva mi mano a los labios y deposita varios besos sobre los
nudillos. Y de repente me doy cuenta de que tengo miedo, muchísimo
miedo. Me aterra la idea de que lo que siento por Álex sea algo más que
simples recuerdos amontonados. Me da pánico que nos hagamos más daño,
que volvamos a sufrir, porque comprendo que en realidad yo ya lo he
perdonado. No sé si porque los años han hecho que se difuminen los malos
momentos y he idealizado los buenos o porque nunca he sido capaz de
odiarlo, no durante mucho tiempo.
—No, no podemos —suspira, sin retirar mi mano de su boca—,
pero podemos ser amigos.
Me rio sin ganas.
—Tú y yo jamás podremos ser solo amigos, Álex. Ambos lo
sabemos.
Él asiente. Sabe que tengo razón y, sin embargo, no duda en afirmar:
—Pero podemos intentarlo.
No quiero pensar en lo que me está proponiendo. No quiero creer
que insinúa siquiera la posibilidad de una reconciliación, así que me limito
a permanecer en silencio y perderme en sus ojos color avellana, sin las
fuerzas necesarias para tomar una decisión al respecto.
Y así nos quedamos, mirándonos en silencio, rebuscando en los ojos
y el alma del otro; cada uno perdido en sus pensamientos o, tal vez, jugando
a adivinar si ambos estamos pensando lo mismo; si hay una posibilidad de
arreglar este lío o nos destrozaremos aún más en el proceso. Lo que es
seguro es que los dos tenemos el mismo corazón repleto de heridas.
NUESTRO MOMENTO
Al salir de la cafetería, compruebo que el cielo se ha encapotado y luce de
un anodino color gris. Ni siquiera sé cuánto tiempo llevamos ahí dentro.
Álex ha intentado aligerar el ambiente bromeando sobre lo bien que me han
sentado estos últimos dos años y contándome anécdotas sobre su aventura
por el sudeste asiático. No obstante, he sido incapaz de relajarme del todo.
—Quiero volver a verte —afirma, antes de que nos despidamos.
Me ha tomado de las manos y estamos muy cerca, demasiado para
que mi cuerpo no responda a la calidez del suyo y a su aroma. Sin embargo,
no me retiro. Una parte de mí no puede evitar estremecerse bajo su contacto
y suplica que no le diga adiós aún. No hemos hablado mucho más sobre
nuestro pasado. Hay tanto que decir y a la vez tan poco.
—Álex, no creo… —comienzo a decir, pero, antes de que pueda
continuar, sus labios atrapan los míos, silenciándome.
Mi corazón se salta un latido y luego comienza a latir desbocado.
Me es imposible resistirme a la caricia de su boca. El sabor de sus besos es
algo tan familiar y a la vez tan excitante que mi mente deja la lógica a un
lado y se abandona por completo. Y para cuando su lengua irrumpe entre
mis labios, mis manos ya se han anclado en su cuello y lo atraen más hacia
mi cuerpo. Álex, por su parte, me sujeta por la cintura y sus dedos se
hunden en mi piel al percibir que estoy respondiendo a su beso.
¿Por qué es tan fácil perderme en él? ¿Por qué sus caricias
despiertan mil sensaciones en mí? Lo que ha comenzado como un pequeño
arrebato se transforma muy pronto en algo voraz y salvaje. Da igual que
estemos en plena calle y que posiblemente la gente nos esté mirando, tal
vez imaginando que somos tan solo una pareja de enamorados
despidiéndose. En este instante, ya no me importa ni el cómo ni el dónde…
ni siquiera el porqué. Es como si Álex y yo fuésemos las dos partes de un
todo que por fin se han reunido.
El pensamiento me hace retirarme de inmediato. No somos un todo;
no somos nada ni deberíamos plantearnos siquiera el poder serlo. Así que, a
pesar de que deseo con todas mis fuerzas lanzarme sobre él y volver a
besarlo, retrocedo varios pasos.
—¿Lo ves? —señalo, con la respiración agitada—. No podemos ser
amigos.
Él avanza en la misma medida en que yo me he alejado hasta quedar
de nuevo a centímetros escasos de mí.
—Lo siento —se disculpa, aunque no parece arrepentido—. No
volverá a pasar.
Esbozo una sonrisa amarga.
—Dirías cualquier cosa para salirte con la tuya —lo acuso,
dejándome llevar por el miedo. Miedo a sufrir, miedo a él y a todo lo que
representa.
Alza la mano y me acaricia la mejilla. Sus dedos recorren con calma
mi pómulo, haciendo que la piel de la nuca se me erice. Odio que tenga
tanta influencia sobre mí.
—Eso no es verdad —replica, con un tono de falsa indignación, lo
que solo consigue enfadarme más.
—¿No te das cuenta de que somos una bomba de relojería que tarde
o temprano estallará y volverá a machacarnos el corazón?
Estoy gritando y, ahora sí, la gente nos está mirando.
Intento calmarme, recordando que dar el espectáculo era uno de
nuestros más frecuentes hábitos en el pasado. No quiero volver ahí.
—Esta vez no tiene que ser así. Vamos, Teresa, me lo debes. Nos lo
debemos —se corrige enseguida—. Para no querer escarbar en el pasado, te
estás dejando influenciar demasiado por él.
Aparto sus manos de mi rostro para evitar que siga acariciándome.
—Que te haya perdonado no significa que haya olvidado —espeto,
y me marcho.
Lo dejo allí plantado y echo a correr. Mientras huyo, no miro atrás,
no sé si por orgullo, por frustración o porque me aterra descubrir más dolor
en sus ojos.
Al llegar a casa me encuentro con que Zac ya está de vuelta.
Todavía lleva la mochila a la espalda y carga con un sinfín de carpetas en
los brazos. Mi rostro debe delatarme, porque, en cuanto me mira, lo suelta
todo y viene directo hacia mí.
—He estado con Álex —confieso, sin darle opción a preguntar.
—¿De qué hablamos cuando dices que has estado con Álex? —
bromea, aunque sus ojos mantienen la seriedad.
Niego, horrorizada por lo que pueda estar imaginando, aunque no
puedo decir que yo no haya fantaseado con estar con mi exnovio.
—Hemos tomado un café y hablado.
Se muerde el labio inferior y cierra los ojos durante unos segundos,
y su expresión se relaja un poco. Acto seguido, se dirige al sofá para tomar
asiento y no tarda en palmear el espacio a su lado e invitarme a
acompañarlo. Una vez junto a él, ni siquiera tiene que animarme a contarle
qué ha sucedido. Lo escupo todo a bocajarro, vomitando una palabra tras
otra. Zac me sostiene apretada contra su costado, escuchando en silencio mi
acalorado discurso. Al finalizar solo me he callado dos detalles: mi
infidelidad y que Álex me ha besado.
—Quiere que seáis amigos y ha aceptado que se comportó mal
contigo—repone, cuando se hace el silencio—. Tal vez haya cambiado,
Tessa. Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad.
¿Todos? ¿Incluso yo? La pregunta resuena en mi cabeza. Puede que
haya perdonado a Álex, pero ¿me he perdonado a mí misma? ¿O tan solo he
arrinconado ese recuerdo en el fondo de mi mente? Sé lo que pasó y cómo
fueron sucediendo las cosas, y soy consciente de que no toda la culpa fue
mía ni tampoco suya. Pero sigo dándole vueltas a lo que habría ocurrido en
otras circunstancias, y esa losa continúa pesando en mi corazón. Prueba de
ello es que no encuentre fuerzas para hablarle de mi traición al que es mi
mejor amigo.
Puede que Zac lleve razón y que esta sea nuestra oportunidad para
hacer las cosas bien, para enmendar los errores que cometimos y ser quién
de verdad somos. Tal vez los años nos hayan convertido en una versión
mejorada de lo que fuimos y consigamos que lo nuestro funcione.
—Me ha besado —murmuro, evitando su mirada.
—¿Y tú le has devuelto el beso? —Asiento, levemente avergonzada
—. Bueno, eso aclara bastante las cosas, ¿no te parece?
Detecto cierta resignación en sus palabras, pero no digo nada. En
realidad, lo ocurrido no aclara nada. Nunca he dudado de la atracción que
existe entre Álex y yo, nuestra química es un punto que jamás admitió
discusión. Y eso lo hace todo aún más difícil.
—Eso solo viene a confirmar que no sabe mantener la lengua dentro
de la boca, de la suya al menos —intentó bromear, algo más animada por su
cercanía.
Zac pone una muesca de asco y me da un pequeño empujón con el
hombro.
—Demasiados detalles, demasiados detalles —alega, poniéndose en
pie.
Subo las piernas al sofá y las encojo contra el pecho para observarlo
mientras va y viene por el salón, recogiendo lo que ha dejado por medio.
Me dedico a reflexionar sobre lo que me dijo hace unos días, eso de
quedarse estancada y no avanzar.
—¿En serio crees que debería intentarlo de nuevo? —pregunto,
quizás porque necesito su aprobación.
Levanta la vista de los apuntes que tiene entre las manos y me mira.
—Tessa, creo que eso solo puedes decidirlo tú. Tal vez sería mejor
que lo enfocases de otra forma. En vez de pensar en volver con él,
pregúntate si estás preparada para dejarlo marchar.
Y de esa forma, sumiéndome aún más en la incertidumbre si cabe,
viene hasta mí y me besa en la sien antes de marcharse en dirección a su
dormitorio.
—Dejarlo marchar —repito en voz baja—. Dejarlo marchar.
¿Cómo dices adiós al amor de tu vida? Por mucho daño que os
hayáis hecho, por muy mal que lo hayas pasado. ¿Cómo hago para separar
nuestros caminos de una vez por todas y olvidarme de que jamás he sido tan
feliz como con él? ¿Cómo cuando, después de años sin verlo, os
reencontráis y sus besos te saben a paraíso y tu cuerpo tiembla solo con
mirarlo?
Meto la cabeza entre las piernas para no ponerme a golpearla contra
la pared. Lo dicho: para bien y para mal, las apariciones de Álex en mi vida
siempre me dejan deshecha y rota. Aunque ya no sé si es por él o porque
suelen venir acompañadas de una nueva despedida. Tal vez haya llegado la
hora de pedirle que se quede. Tal vez este sea, de una vez por todas, nuestro
momento.
¿POR QUÉ NOS VAN LOS CHICOS
MALOS?
El resto del día lo dedico a vagar como alma en pena por la casa. Paso un
par de horas viendo varios capítulos de The Originals, babeando con Klaus,
para mantener la mente lo más alejada posible de Álex. Sé que estoy
retrasando lo inevitable y la verdad es que me muero por llamarlo. No lo
hago, pero no dejo de mirar el móvil, esperando un mensaje o una llamada
que me dé alguna pista sobre cómo se ha tomado mi precipitada huida. Pero
mi teléfono permanece de lo más silencioso y no puedo dejar de
preguntarme si debería llamarlo. Al fin y al cabo, he sido yo la que se ha
comportado como una desquiciada.
A media tarde, Zac me comenta que ha quedado para tomar algo con
un amigo. Me observa con el ceño fruncido, pero no dice nada de mi
penoso estado. Rechazo la invitación a acompañarlo a pesar de su
insistencia. Lo único que me apetece es quedarme tirada en el sofá aunque
sepa que no me hace ningún bien. Supongo que necesito estar a solas un
rato. Pero mis planes se van al traste cuando suena el timbre de la puerta y,
al abrir, me encuentro a Marta sonriéndome desde el descansillo.
—No puedo con la reseca —se queja, para luego atravesar el umbral
y dejarse caer sobre el sofá. Adiós a mi tarde de introspección—. ¡Madre
mía, qué bueno está Klaus! —exclama, con los ojos fijos en la televisión.
Me acomodo a su lado y, durante un rato, todo lo que hacemos es
mirar la pantalla embobadas. Cuando el capítulo llega a su fin, Marta se gira
hacia mí.
—¿Por qué nos irán tanto los tíos malos?
—Ojalá lo supiera —replico, y aunque sé que Marta se refiere al
híbrido de vampiro y hombre lobo de la serie, mis pensamientos se centran
más bien en el mundo real.
—Por cierto, alguien me debe un número de teléfono —comenta,
con una sonrisa tan amplia que me recuerda al gato de Cheshire.
Me pregunto cómo es posible que se acuerde de que había
prometido conseguirle el teléfono de Marcos, dado su estado de anoche, y
para otras cosas sea clavadita a Dory.
—¿Para qué lo quieres? Te creo muy capaz de plantarte en el bar y
pedírselo tú misma.
Me mira, pensativa.
—Eso lo podías haber dicho anoche —me reprocha, con cierto
fastidio—. Tú hazte con él que yo ya veré cómo lo utilizo.
Deja caer la espalda contra el respaldo del sofá y se descalza. Está
claro que la visita va para largo. No es que me moleste su presencia, adoro a
mi amiga, pero hoy reina tal caos en mi mente que no creo ser una buena
compañía.
—Ahora, dime, ¿qué ha pasado con Álex?
Ya estaba tardando en comenzar a sonsacarme.
Me resigno y repito la historia que le he contado a Zac, solo que en
el caso de Marta no omito ningún detalle; ella está al tanto de todo lo
sucedido desde el principio. Nunca me ha juzgado por ello y sé que es
probable que Zac tampoco lo hiciera, pero por algún motivo me avergüenza
que mi mejor amigo conozca esa parte de mi pasado.
—¿Te besó? —Se inclina hacia mí y me interroga con su clásico
movimiento insinuante de cejas. Solo le falta ponerse a comer palomitas.
No puedo evitar reírme.
—Me besó —confirmo, imitando su cómica expresión.
—¿Y bien? ¿Qué piensas hacer? —Titubeo brevemente y Marta
aprovecha para contestar por mí—. Vas a llamarlo, ¿no?
No es un reproche, solo la confirmación de algo que ambas sabemos
que va a suceder. Definitivamente, no estoy preparada para dejar marchar a
Álex.
Marta suspira.
—Os envidio —murmura, dejándome perpleja.
Lo último que esperaba es que Marta, que huye por sistema de las
relaciones serias, afirmara sentir envidia de lo mío con Álex.
—No lo hagas. Tú mejor que nadie sabes lo que hemos pasado, las
lágrimas que he derramado.
—Y, sin embargo, estás dispuesta a arriesgarte de nuevo —señala,
evidenciando mi falta de lógica en lo tocante a mi ex.
Me encojo de hombros. Mis reacciones frente a Álex dejaron de
regirse por la lógica hace mucho. En mi caso, si la debilidad tuviera un
nombre, sería el suyo. Pero no quiero vivir con la incertidumbre de lo que
hubiera sucedido, no quiero mirar atrás en unos años y pensar en lo que
pudo haber pasado de habernos dado una nueva oportunidad de ser felices
juntos. Sé que nunca me lo perdonaría.
—Llámame temeraria —bromeo, para restarle solemnidad al
momento.
—Si vuelve a hacerte daño, le arrancaré toda esa piel llena de
tatuajes y me haré un bolso con ella.
Se me escapa una carcajada.
—Ya.
—Lo digo en serio —aclara, porque yo no puedo dejar de reírme.
—Lo sé, lo sé, Marta. —Me tiro sobre ella para abrazarla y, aunque
trata de evitarlo, termina rindiéndose a mis atenciones—. Eres capaz de eso
y de mucho más.
Nos acurrucamos en el sofá y ponemos un nuevo capítulo de la
serie. Pasamos la siguiente hora comentando las bondades de los distintas
criaturas que aparecen en ella. Dejo el móvil a mi lado todo ese tiempo,
pero consigo olvidarme un poco de lo caótica que se ha vuelto mi vida
amorosa en las últimas semanas. Antes de irse, Marta coge el teléfono y me
lo tiende.
—Llámalo —ordena, con una sonrisita traviesa—. Queda con él y
haced lo que tengáis que hacer, pero arregladlo de una vez.
Agarro el teléfono y sonrío mientras la acompaño hasta la puerta.
Me apoyo en el marco mientras esperamos a que venga el ascensor.
—¿Eres consciente de que si sale mal la caída va a ser muy dura? —
señalo, aunque en realidad creo que estoy hablando conmigo misma.
Marta me dedica una larga mirada antes de contestar:
—Bueno, el que tenga miedo a morir que no nazca.
Se despide con la mano y se mete en el ascensor, y yo me quedo
pensando si el comentario se refería a ella o a mí.
Para cuando empieza a anochecer, yo ya he cenado un sándwich de
pavo y un zumo, me he dado un ducha rápida, he puesto una lavadora, la he
tendido e incluso he recogido mi habitación. Estoy de los nervios, deseando
llamar a Álex, imaginando qué voy a decirle, pero sin decidirme a hacer la
maldita llamada. Zac no ha vuelto a casa, aunque casi mejor así.
Al final, se me acaban las excusas y me encuentro de nuevo con el
móvil en la mano, plantada como una imbécil en mitad del salón.
Allá vamos, me digo, y mi estómago se retuerce presa de los
nervios.
Mentiría si dijera que el simple hecho de llamarlo no provoca en mí
una mezcla de nerviosismo y emoción. Mientras marco el número desde el
que me llegó su mensaje, una enorme sonrisa se va extendiendo por mi
rostro.
Lo coge al segundo tono.
—¿Teresa?
—Sí, soy yo. Siento haberme marchado de esa manera. —Me quedo
en silencio, pero él tampoco dice nada. No me lo va a poner fácil, así que
me obligo a añadir—: Tenemos que hablar.
Escucho cómo toma aire y lo suelta lentamente.
—Ninguna conversación que empiece con esa frase suele llevar a un
buen lugar —replica, aunque me da la sensación de que está sonriendo—.
Dame viente minutos. Te recojo en tu casa.
—Está bien, ahora te veo —digo, antes de que cuelgue—. ¡Espera!
—añado, pero la llamada ya se ha cortado y me quedo con la duda de cómo
sabe Álex dónde vivo.
Corro a quitarme el pijama y ponerme algo decente. No había
previsto que las cosas fuesen tan rápidas. Esperaba que… En realidad, no
sabía lo que esperar, pero citarnos cuando el día ya está llegando a su fin
seguro que no; tal vez mañana, a plena luz de día y a poder ser en un lugar
público. Eso hubiera sido mucho más sensato por mi parte.
Álex y yo necesitamos hablar, ponernos al día al menos. No quiero
rebuscar más en nuestro pasado, eso no. Si vamos a darnos una
oportunidad, quiero que sea real. Quiero un folio en blanco para rellenarlo
con él, no uno repleto de tachones. Pero es que ni siquiera sé nada de su
nueva vida, esa que ha vivido sin mí. No sé si está trabajando o sigue
estudiando, en qué emplea su tiempo. Voy a ciegas.
Cuando ya estoy cambiada, me bajo al portal a esperarlo aunque aún
quedan cinco minutos. No me he arreglado demasiado: unos vaqueros, un
jersey azul de cuello en pico y botas planas, además de mi chaqueta de
cuero preferida. Tras varias idas y venidas por el tramo de acera de delante
del edificio, un Audi TT negro se detiene junto al bordillo; por la ventanilla,
asoma Álex.
—Sube, anda. —Me hace un gesto con la cabeza al ver que no me
muevo—. Te vas a helar ahí parada.
Reacciono y rodeo el coche hasta la puerta del copiloto. Al
sentarme, me agarro con fuerza las manos para evitar que se percate de lo
nerviosa que estoy. ¿Qué hago ahora? ¿Le doy un beso en la mejilla? ¿En
los labios? ¿Y se puede saber por qué no me he hecho todas estas pregunta
antes de que llegase?
Me quedo mirándolo en silencio, sin saber qué hacer ni qué decir.
Álex, con la vista fija en mí, esboza su sonrisa, esa repleta de insinuaciones
y dientes blancos, y yo me hundo un poco más en el asiento. Para entonces
ya ha empezado a inclinarse en mi dirección y a mí me da por ponerme
habladora de repente.
—¿Tienes un buen curro o has robado el coche? ¿Cómo sabes dónde
vivo? ¿Y por qué demonios se me está calentando el culo?
Esto último me pilla por sorpresa incluso a mí, pero al menos evita
que Álex siga acercándose. Levanto un poco el trasero y pongo la mano
sobre el cuero para comprobar que no me lo estoy imaginando.
Álex se ríe.
—El coche es mío, pagado con mi sueldo —replica, claramente
divertido—. Sé dónde vives porque esto es pequeño y aquí todo se sabe,
quieras o no. Y respecto al calor de tu culo, este pequeñín tiene calefacción
en los asientos.
—Que pijo te has vuelto —me burlo, aunque empiezo a cogerle el
gustillo a lo del calientatraseros.
Álex agita la cabeza, sin dejar de sonreír, y su mano se mueve para
agarrar la palanca de cambios. El motor sigue en marcha.
—¿A dónde vamos?
—A la playa —replica, sin inmutarse.
Me abrocho el cinturón y me giro hacia él todo lo que este me
permite.
—Por si no te habías dado cuenta es de noche.
Aparta la vista de mí y la fija en el parabrisas delantero.
—Lo sé, por eso vamos a Las Teresitas.
El coche empieza a avanzar. Mi mente me dice que debería estar
preocupada, o al menos un poco intranquila. Pero la cuestión es que lo
único que siento ahora mismo es calma, posiblemente la que precede a la
tempestad. Supongo que el hecho de que Álex me lleve al sitio en el que
nos besamos por primera vez tiene mucho que ver con ello.
LAS TERESITAS
Las Teresitas, una de las playa más conocida de la isla, y hay unas cuantas.
Podría ser una playa cualquiera, pero ambos sabemos que no es así. No para
nosotros. Es curioso que, tras perdernos la pista durante tanto tiempo, nos
reencontrásemos en el lugar en el que Álex me besó por primera vez hace
ya algo más de cinco años. Está claro que no lo ha olvidado y no me
sorprende en absoluto, tampoco que haya decidido llevarme allí. Es muy
típico de él, alguien para el que esa clase de detalles resulta muy
importante.
Tan pronto como nos incorporamos a la autopista, Álex pisa el
acelerador con generosidad. En eso no ha cambiado, la velocidad le gusta
tanto como entonces. Al ser un par de años mayor que yo, ya tenía carné y
también coche propio cuando nos conocimos.
Bajo la ventanilla para dejar que el aire fresco de la noche me
acaricie el rostro. Él no dice una palabra, se limita a conducir.
—Así que trabajas —comento, solo por llenar el silencio que se ha
instalado en el habitáculo—. ¿Terminaste la carrera?
Lo último que supe al respecto es que le restaba poco para graduarse
en Informática y, cuando me llegó el rumor de que se había ido al
extranjero, supuse que habría finalizado sus estudios. Pero todo se basaba
en eso: rumores.
—Acabé hace ya más de un año y luego decidí ver mundo.
Lo dice con la boca pequeña, como si se estuviera guardando algo.
Mi curiosidad aumenta y no me resisto a seguir preguntando.
—¿Ver mundo?
Álex aparta la mirada de la carretera solo unos segundos para
dedicarme una sonrisa que no le llega a los ojos, y luego vuelve a centrarse
en ella.
—Necesitaba un cambio —señala, aunque no aclara demasiado—.
Salir de aquí.
Me ahorro decirle que de aquí ya se había ido hace tiempo, ya que la
carrera la cursaba en Barcelona. Eso tuvo mucho que ver para que las
probabilidades de que coincidiésemos por casualidad en algún sitio
disminuyeran de manera drástica. Supongo que, al final, incluso el país se le
quedó pequeño.
—¿Y en qué trabajas? —Prosigo con el interrogatorio para
distraerme y porque de repente quiero saberlo todo de él.
Los árboles de la Avenida Anaga pasan a demasiada velocidad
teniendo en cuenta que volvemos a circular por dentro de la ciudad. El
ambiente en los bares de la zona es animado, algo normal para finales de
verano.
—Desde antes de terminar de estudiar, ya estaba currando para una
empresa que desarrollaba software y aplicaciones de marketing para el
sector hotelero, pero ahora me lo he montado por mi cuenta —me explica
—. Tengo mucha más libertad y estoy obteniendo buenos resultados.
Nunca le gustó tener a nadie por encima de él, así que enterarme de
que se ha convertido en su propio jefe tampoco me sorprende.
Me quedo en silencio, pensando en todo lo que nos habremos
perdido de la vida del otro. En lo que no sabemos, en las decisiones que
hemos tomado y a dónde nos han llevado. Sin embargo, aquí estamos de
nuevo, juntos.
Doy un respingo en el asiento al notar la mano de Álex sobre la mía,
y me sale sin querer una risita nerviosa propia de una adolescente. Él
despierta en mí emociones y sentimientos que hacía años que no tenía. Mi
estómago se retuerce cuando tira de mi mano para colocarla sobre su muslo,
dejando la suya encima. Ese gesto me hace revivir todas las veces en las
que íbamos en su coche hace años y él hacía exactamente lo mismo. Y,
aunque sea una tontería, me devuelve un poco la esperanza de que tal vez
podamos tener un futuro.
—¿Y tú? —tercia él, lanzándome una mirada fugaz—. ¿Qué ha sido
de tu vida durante este tiempo?
Suponía que, al igual que a mí me han ido llegando rumores de sus
movimientos, él estuviera al tanto de los míos, pero no digo nada al
respecto.
—No hay mucho que contar —señalo, y él alza la ceja, invitándome
a continuar—. Sigo estudiando Psicología, me saqué el carné de conducir…
Poco más.
De repente, me siento cohibida a su lado, pequeña. Entre mis
experiencias no se cuenta ningún viaje a lugares remotos ni vivencias como
las que estoy segura que él ha tenido. Me he limitado a llevar una vida
normal, la de cualquier persona en edad universitaria supongo. No hay nada
relevante a lo que hacer alusión.
Álex debe comprender que no voy a añadir nada más, porque toma
la palabra y me cuenta algunas anécdotas del viaje que realizó por Malasia
durante tres meses, de lo vivificante que le resultó vagabundear con poco
más que lo puesto y una mochila a la espalda. Lo escucho con atención y
con algo de envidia. Ninguno de los dos menciona nuestras relaciones
pasadas, o si ha habido alguien más en nuestras vidas, y me pregunto
cuándo saldrá el tema, porque lo que es seguro es que en algún momento
Álex querrá saber más al respecto.
No me da tiempo a pensar mucho en ello. Cuando quiero darme
cuenta, estamos llegando a la playa. Los nervios regresan y se acumulan en
la boca de mi estómago mientras veo como el coche avanza. La zona está
casi desierta. Tan solo hay algún que otro coche solitario repartido por el
aparcamiento, la mayoría con los cristales llenos de vaho. No hay que ser
muy listo para darse cuenta de lo que está sucediendo dentro de ellos.
Álex estaciona el coche, también aislado del resto, y detiene el
motor. Se queda unos segundos con la mano sobre la llave, hasta que tira de
ella y la saca del contacto. Su vista se pasea por la arena de la playa antes
de detenerse en mí. Cuando me mira, mi corazón comienza a latir tan
deprisa como lo hizo aquella primera vez. No sé si es buena señal o resulta
patético no poder controlar las reacciones de mi cuerpo. Sea como sea, lo
que Álex provoca en mí no ha cambiado en absoluto; puede incluso que
haya empeorado.
—¿Bajamos? —sugiere, y yo asiento con la cabeza.
Cojo mi chaqueta y me deslizo fuera del coche con lentitud. Decir
que estoy nerviosa se queda corto. No me detengo a ver si me sigue, sino
que comienzo a andar en dirección a la arena al tiempo que me recrimino a
mí misma lo inseguro de mi actitud. Camino unos metros y, tras comprobar
que no hay nadie cerca, me siento en la arena. El frío se me cuela a través
de los vaqueros de inmediato.
—Levanta, anda. —Me giro y veo a Álex con una toalla en la mano.
—¿Lo tienes todo pensado?
Esboza una sonrisa ladeada y me preparo para una de sus pullas.
—Todo lo que puedo controlar —afirma, y su expresión se torna
más seria.
Extiende la toalla. No es demasiado grande, así que nos vemos
obligados a sentarnos bastante juntos. Doblo las rodillas y rodeo mis
piernas con los brazos, puede que tratando de levantar un muro que me
proteja de los posibles daños colaterales. De repente, parece que el
ambiente se haya enrarecido entre nosotros, o tal vez sea la tensión
acumulada, las cosas que no nos hemos dicho, los reproches que aún nos
guardamos dentro o la certeza de que la situación es, cuanto menos,
surrealista.
—¿Por qué me has traído aquí, Álex? —pregunto en un susurro.
Soy consciente de lo que ocurrió en este lugar, pero no me estoy
refiriendo a eso, y creo que él lo sabe.
—Lo recuerdas, ¿no? —replica, y no sé por qué duda de que así sea.
Asiento y giro la cabeza para mirarlo. No estoy preparada para
encontrarme con sus labios a pocos centímetros de los míos, llamándome de
forma silenciosa. El reclamo es tan poderoso que, sin pensarlo demasiado,
acorto la distancia que nos separa y lo beso. Tras la sorpresa inicial, Álex no
duda en corresponderme. Apoya una de las manos sobre la arena para
mantener la postura y con la otra me agarra por el cuello. Nuestras bocas se
ajustan a la perfección, sin titubeos, como si no hubiéramos pasado un solo
día separados, y cuando nuestras lenguas se tocan, la cosa se nos va
definitivamente de las manos. Cierro mis puños, aferrándome a su camiseta
casi con desesperación, y ladeo la cabeza. Mis piernas se mueven por sí
solas y acabo sentada a horcajadas sobre él. No hay pudor ni vergüenza
alguna, ni siquiera existen remordimientos por lo que estamos haciendo. Es
como tiene que ser, como debería haber sido siempre.
Álex desvía su atención a mi cuello y yo aprovecho para
deshacerme de la chaqueta. Mi cuerpo ha aumentado varios grados de
temperatura y me sobra la tela entre nosotros. La piel me hormiguea allí
donde sus labios besan, lamen y muerden, y la placentera sensación no
tarda en extenderse al resto de mi cuerpo. Para cuando su boca alcanza el
hueco de detrás de mi oreja, yo ya he perdido la noción de la realidad y no
soy capaz de percibir otra cosa que no sean sus caricias y el el toque
húmedo de su lengua sobre la piel.
Se me escapa un jadeo al que Álex responde con un gruñido.
Balanceo las caderas, buscando su contacto, y mi excitación se desborda al
percibir su erección presionando contra mi centro. Cuando empiezo a
pensar que acabáremos haciéndolo aquí mismo, Álex se detiene. Echa el
cuerpo un poco hacia atrás para separarse de mí y se me queda mirando
muy serio. Su pecho sube y baja a toda velocidad. No soy la única con la
respiración agitada.
—¿Y tu medio novio? —señala, sin hacer ningún otro movimiento.
Por un momento no sé de qué me está hablando, hasta que una
lucecita se ilumina en mi mente y me acuerdo de Zac y lo que le dije sobre
él. Me maldigo por haberme comportado de una manera tan infantil, esto va
a requerir una buena explicación. Me bajo de su regazo y me siento a su
lado de nuevo. Él no hace ademán de detenerme.
—No hay nada entre Zac y yo —admito, avergonzada—, solo
somos amigos.
—Vivís juntos —afirma él.
Vuelvo a preguntarme cómo sabe dónde y con quién vivo, pero no
creo que sea el mejor momento para plantear esa cuestión.
—Compartimos piso, pero nunca ha pasado nada entre nosotros —
explico, con paciencia y cierta cautela.
No puedo evitar mantenerme en guardia. Esta es una de esas cosas
que el antiguo Álex no me hubiera perdonado jamás. Solo espero que el
Álex de ahora sea más compresivo.
Lo veo hundir los talones en la arena y empujarlos hasta crear dos
huecos. Daría lo que fuera por saber lo que está pensando.
—Pues el beso del otro día en La Palmelita a mí sí me pareció algo
—suelta con tono acusatorio.
Suspiro. Me gustaría poder echarle la culpa a Zac y a sus ansias de
escenificar nuestra pantomima hasta el más mínimo detalle, pero sé que la
culpa es mía por haber hecho creer a Álex que estábamos liados. No había
necesidad de hacerle daño así, aunque creyera que se lo merecía. Hacer
pagar el dolor con más dolor fue una de las cosas que terminó por
destruirnos en su momento.
—Lo siento —digo, con la mirada clavada en la toalla—. No
pensaba en lo que hacía, solo quería…
—¿Ponerme celoso? —interviene—. ¿Darme una lección? ¿O
simplemente lo hiciste por joder?
Cuento hasta tres antes de contestarle. No quiero decir nada de lo
que pueda arrepentirme y, en el fondo, lleva razón. Me lo tengo merecido.
—No creí que acabaríamos aquí —señalo a mi alrededor, aunque no
me esté refiriendo a la playa, sino a la situación en la que estamos—. No sé,
Álex, no me esperaba esto —hago una pausa antes de continuar—, ni
mucho menos que volviéramos a estar juntos.
Se pasa la mano por la nuca y resopla, y oír a Álex resoplar es raro,
muy raro. No puedo creer que estemos teniendo nuestra primera discusión;
demasiado pronto empezamos.
—No hay nada entre nosotros —repito, para tranquilizarlo—. Nada.
—Vale, vale —dice tras unos segundos, a pesar de que no parece
muy convencido—. Es solo que me parece extraño que vivas con un tío.
No agrega el consabido «sin enrollaros», pero no hace falta. Sé que
es eso en lo que está pensando. Me callo para que esto no acabe mal y me
dedico a observar la orilla del mar. Tal y como hacía en el pasado, estoy
midiendo mis palabras con él. Respiro profundamente. No debería tener
miedo a decir lo que pienso, no como entonces, cuando una frase mal
interpretada o un comentario cualquiera desataban una tempestad.
—Me pareció que necesitábamos esto —comenta tras unos
instantes, con cierto aire conciliador.
Dejo mi vista vagar, contemplo la media luna que luce en el cielo,
las estrellas, el mar, el rompeolas que protege la playa del oleaje… Este es
uno de los lugares que marcó nuestra historia, pero es parte de ese pasado
en el que hay demasiadas cosas que me gustaría poder olvidar. Caigo en la
cuenta de que todo lo que quiero, lo que necesito, no es recordar —ni lo
bueno ni lo malo—; que lo nuestro funcione pasa por partir de cero, por
muy complicado que eso sea. Sí, hay que aprender de los errores que
cometimos, pero, si nos dedicamos a mirar atrás, estoy segura de que
volveremos a perdernos en lo que fuimos y no encontraremos manera de
llegar a darle una oportunidad a lo que somos ahora.
FABRICAR NUEVOS RECUERDOS

—Deberíamos fabricar nuevos recuerdos —me atrevo a decir, y la idea se


me antoja tan sencilla y bonita que no puedo evitar sonreír.
Álex no responde. Me giro para comprobar la expresión de su
rostro. Tiene el ceño fruncido y la mirada perdida, posiblemente aún siga
dándole vueltas a lo de Zac.
—Podemos hacerlo —me animo a continuar, esperando de él una
respuesta positiva.
Sus ojos se desvían en mi dirección y la arruga de su frente
desaparece.
—Lo siento, no quería…
Pongo mis dedos sobre sus labios. Estoy tan cansada de las
disculpas.
Me inclino sobre él para darle un beso mucho más sosegado que el
de hace un momento, uno que le haga entender que todo está bien. Álex me
abraza y hunde la cara en mi cuello, y por un momento parece tan solo un
niño en busca de consuelo.
Solo espero que los años hayan conseguido suavizar su carácter y
que el que yo comparta piso con Zac no suponga un obstáculo en lo que
quiera que estamos iniciando.
—Duerme conmigo esta noche. No imaginas cuánto he echado de
menos tenerte acurrucada a mi lado —murmura junto a mi oído, y sin
querer me encuentro sonriendo.
Hemos compartido muchas noches de sábanas, risas y, como no, de
pasión. Yo también he echado de menos esos momentos, todos y cada uno
de ellos. La tentación es tan grande que me encuentro diciendo que sí sin
pensarlo. Ahora mismo, refugiada en su pecho y con su aroma rodeándome,
es probable que aceptara cualquier cosa que me propusiera.
Se separa de mí y acuna mi rostro entre las manos. Tiene los ojos
brillantes y una expresión decidida que invita a dejarse llevar por lo que
sentimos el uno por el otro sin tener en cuenta las dudas o ese futuro
incierto que nos acecha a la vuelta de la esquina. Junto a él, todo parece
posible.
—Fabriquemos nuevos recuerdos —prosigue—. Éramos unos críos
y nos comportamos como unos niñatos. Ahora tenemos la oportunidad de
hacerlo mucho mejor.
Siento la humedad acumularse en mis ojos al escucharlo. Supongo
que es todo lo que necesito, que me diga que esto va a salir bien, que
estamos arriesgando para ganar. Y me doy cuenta de que sigo creyendo en
él y en lo nuestro, aunque parezca una auténtica locura.
Esta vez soy yo la que lo abraza. Me aferro a él y apoyo la cabeza en
su pecho. No sé cuánto tiempo nos quedamos así, hundidos el uno en el
otro, dándonos cariño y valor. No soy tan ingenua como para pensar que va
a ser un camino de rosas y no surgirán dificultades, pero, por primera vez,
empiezo a creer que podremos solventarlas y que lo que nos ha sucedido
hará de lo nuestro algo más fuerte.
Al deshacer el abrazo, ambos sonreímos. No tardamos en recoger y
dirigirnos al coche. Caminamos de la mano por la arena en dirección al
aparcamiento, lanzándonos miradas cómplices e insinuantes. Es obvio que
los dos estamos pensando en las horas que tenemos por delante. Dormir con
él significa mucho más que dormir.
—¿Sigues viviendo en la casa de tu abuelo? —le pregunto, ya en el
coche rumbo a La Laguna.
—Sí, solo que hemos hecho reformas. La planta superior es ahora
un apartamento con entrada independiente. Me estoy quedando allí mientras
ahorro y encuentro algo que me guste.
Seguimos charlando durante todo el camino. Apenas si puedo
creerlo cuando me confiesa que tiene guardadas nuestras fotos y que
conserva un collage que yo misma le hice. No solo eso, sino que ocupa un
lugar privilegiado en su dormitorio.
—¡Anda ya! —exclamo, aunque, pensándolo bien, es muy propio de
él—. ¿De verdad lo tienes aún?
Asiente, y a mí se me encoge el corazón en el pecho.
—Me ha costado más de una discusión con… otras parejas.
Paso por alto la referencia a sus relaciones anteriores, no quiero
saber nada de ellas en este momento. Probablemente, en ningún momento.
No soy de las que les gusta conocer al dedillo lo que ha hecho o dejado de
hacer la persona con la que estoy.
—No me extraña.
Si yo entrara en la habitación de mi chico y me encontrara fotos de
su ex, saldría corriendo de allí. Me pregunto si Álex me ha tenido más
presente que yo a él durante este tiempo y no puedo evitar sentirme un poco
culpable. En mi caso, los recuerdos de nuestra relación han desaparecidos
casi todos hace ya mucho, tras varias mudanzas.
El aire del habitáculo parece volverse más denso conforme vamos
aproximándonos a nuestro destino, llenándose de expectativas y algo más.
Que pase lo que tenga que pasar, me digo, aunque en realidad sepa a
la perfección lo que va a suceder cuando estemos en su casa a solas. Esa
certeza me convierte en un manojo de nervios y de inmediato comienzo a
hacer memoria, tratando de recordar qué ropa interior me he puesto al
vestirme y si estoy o no depilada. Mientras Álex maniobra para meter el
coche en un garaje cercano a su casa, mi mente continúa planteándose las
preguntas más absurdas y eso que, ya de por sí, acostarme de nuevo con
Álex —¡Álex! ¡Mi exnovio! ¡Mi primer amor!— ya es bastante extraño.
Me muerdo el labio para no echarme a reír, algo que no consigo.
—¿De qué te ríes? —inquiere él, tras apagar el motor.
—Es que esto es un poco surrealista. Tú y yo otra vez juntos…
Él sonríe.
—Sí que lo es, sí —admite, y se me queda mirando como si yo fuera
lo mejor que le ha pasado en la vida, con los ojos cargados de anhelo,
cariño y deseo.
A punto estoy de lanzarme sobre él y cubrirlo de besos, pero me
contengo porque sé que si empezamos algo aquí es probable que no haya
manera de detenernos. Lo empujo con suavidad para que salga del coche y
él no se resiste. Antes de que lleguemos a la salida del garaje, los
fluorescentes del techo se apagan y nos dejan casi a oscuras.
—Espera un segundo. —Lo escucho decir.
Me quedo inmóvil, porque la única luz que me llega es la que se
filtra bajo el portón de entrada de los coches. En la pared de la izquierda
veo un piloto luminoso y supongo que es a donde se dirige Álex. Sin
embargo, unos segundos más tarde, sus brazos me rodean desde atrás.
Aparta con una mano el pelo de mi nuca y deposita varios besos en la zona.
—No he dejado nunca de quererte —murmura en mi oído, y a mí se
me aflojan las rodillas con su confesión—. En todo este tiempo… siempre
has sido tú, aunque no estuvieras a mi lado.
Sus labios prosiguen trazando con delicadeza la curva de mi cuello
mientras estrecha el abrazo que me mantiene pegada a él. Enmudezco por
completo, tratando de asimilar sus palabras.
—Me gustaría decir que en algún momento llegué a olvidarte —
prosigue, con un tono profundo que hace que todo mi cuerpo se estremezca
—, pero estaría mintiendo. Te tengo metida bajo la piel, Teresa, demasiado
profundo para conseguir sacarte, y tampoco lo haría aunque pudiera.
Los latidos de mi corazón se disparan y el pulso me late con fuerza
en las sienes. Abro la boca para contestarle, pero no sé bien qué decir. No
porque no tenga claro que lo quiero, sino porque soy consciente de que
decírselo es desnudarme ante él de una forma mucho más peligrosa que si
simplemente me quito la ropa. Admitir que yo tampoco he podido borrarlo
de mi mente es entregarme a él, tirar los muros de protección abajo y darle
poder para destruirme. Puede que me esté poniendo demasiado dramática,
pero sé lo que me digo: Álex siempre ha sido capaz de llevarme a lo más
alto y, de idéntica forma, hundirme en el más profundo de los abismos.
Nunca habrá término medio para nosotros. Nunca.
—Vamos. —Tira de mí en dirección a la salida, sin molestarse
siquiera en encender la luz.
¿Debería decir algo? ¿Debería hablarle de mis temores? ¿De mi
miedo al dolor? Creo en él, creo en que esto podría salir bien. No obstante,
la parte más racional de mi mente no deja de gritarme que vaya con
cuidado.
A la mierda la cautela, me digo a mí misma. Si me entrego, si
iniciamos algo, no hay sensatez que valga. No sirvo para amar a medias,
eso lo sé de sobra; menos aún cuando se trata de Álex.
Me detengo justo cuando casi hemos llegado a la puerta.
—Yo también te quiero —susurro a la sombra ante mí.
No veo la expresión de su rostro, por lo que no puedo discernir qué
reacción provocan mis palabras. Todo lo que sé es que de repente la puerta
comienza a ascender y la luz del exterior nos saca de la oscuridad. Cuando
quiero darme cuenta tengo sus labios sobre los míos, sus brazos
rodeándome y una cálida sensación en el pecho que me dice que este es, por
fin, nuestro momento.
PERDIDA EN ÁLEX
No recuerdo haber recorrido las calles que separan el garaje de la casa de
Álex, ni tampoco ascender por las escaleras que llevan hasta su puerta. Mi
mente debe haber puesto el piloto automático y me encuentro ya aquí,
inmóvil en mitad del salón, observándolo todo con ojos ansiosos,
recordando. Estos muros han visto tanto de mí. Tanto de nosotros. No
importa que el mobiliario sea distinto, que yo sea distinta, y también Álex.
Estos muros son como las paredes de esa caja de recuerdos que todos
tenemos en el fondo del armario y que casi nunca miramos, aunque en mi
caso no necesito abrirla ni rebuscar en su interior para saber lo que
contiene.
Al volverme para comprobar por qué Álex no ha dicho ni una
palabra, me percato de que ha cerrado la puerta y está apoyado en ella,
contemplándome.
—¿Qué?
—Nada —contesta demasiado rápido, al tiempo que niega con la
cabeza.
—Vamos, suéltalo —lo animo.
Endereza la espalda y avanza hasta el salón. Pasa por mi lado y, tras
quitarse la chaqueta, la coloca con cuidado sobre el brazo del sofá. Acto
seguido, se saca el móvil y la cartera del bolsillo de los vaqueros y los deja
junto con las llaves en la estantería situada justo a su lado. Al terminar con
lo que sé que es casi un ritual para él, otro loco del orden, su atención
regresa a mí. Esboza una sonrisa extraña y sus ojos desprenden una mezcla
de melancolía, emoción y tristeza, como cuando alguien muy importante te
entrega un regalo que sabes que conservarás de por vida pero a la vez eres
consciente de que esa persona no estará ahí para verlo.
—Es solo que… es raro verte aquí de nuevo —explica, con la vista
fija en mí y sin variar de expresión.
No es el único que lo siente así. Admito que algunas veces, sobre
todo en esas noches en las que me es imposible conciliar el sueño, he
fantaseado con la idea de verme en este lugar otra vez, a su lado. Sin
embargo, no eran más que meras fantasías. Tengo la sensación de que en
cualquier momento voy a despertar en mi cama y el sueño se acabará. Es
todo tan irreal.
—Pero raro de un modo bueno —se apresura a añadir,
arrancándome una sonrisa.
Ahora mismo no parece más que un niño inseguro, alguien que solo
anhela que lo quieran. Incluso con la tinta cubriendo la piel de sus brazos y
esa mirada turbia repleta de un deseo que no alcanza a esconder del todo.
—¿Quieres algo de beber? —pregunta, acercándose a mí,
retomando su actitud decidida. Niego con la cabeza—. ¿Comer algo?
Repito el gesto. Lo tengo prácticamente encima y el minúsculo
espacio que nos separa parece volverse denso. El ambiente está cargado de
tensión, excitación y expectativas por cumplir. La piel me hormiguea con
solo el calor que se desprende de su cuerpo. En este momento, Álex es
como un gran imán que me atrae más y más. Sus labios entreabiertos y el
aire que exhala me invitan a dar un paso hacia él.
No tengo hambre ni sed, lo único que quiero es que me bese de
nuevo.
—Te quiero a ti —murmuro, dejando caer mi chaqueta al suelo.
Su boca se arquea en una sonrisa seductora; sin embargo, ninguno
de los dos se mueve.
La mirada de Álex va de mis ojos a mis labios, provocándome. Tira
del cuello de su camiseta hacia arriba y se deshace de ella. No puedo evitar
contemplar la obra de arte que representa su torso desnudo, el ondular de
los tatuajes de su pecho con cada movimiento. Una oleada de fuego se
extiende desde la parte baja de mi vientre en todas direcciones y sé que el
huracán Álex ya ha empezado a causar estragos en mí.
Lo siguiente en desaparecer son sus zapatos. La cinturilla de sus
vaqueros es de un bajo casi obsceno y, aunque siento la tentación de
desabrochar el botón que los mantiene en su sitio, me contengo. En cambio,
decido implicarme en su juego y, segundos más tarde, lo que cae sobre el
parqué es mi jersey. Para mi satisfacción, su inmutable expresión se
transforma en una de deleite. Repasa con lentitud el encaje de mi sujetador
negro y su mirada abrasadora consigue que se me ponga la piel de gallina.
Sin decir nada, se pasa la lengua por el labio inferior y sus dedos
dan el siguiente paso. Los pantalones caen, revelando no solo su bóxer
negro, sino también la prueba de lo mucho que me desea. Esta vez soy yo la
que dejo que mi vista vague por su cuerpo. Ni siquiera nos estamos tocando
y, aun así, las caricias de nuestras miradas son tan intensas que ambos
respiramos de forma entrecortada.
No siento ningún tipo de vergüenza cuando por fin me quedo en
ropa interior ante él. Es como si ayer mismo hubiésemos estado así, frente a
frente, con la piel expuesta y el corazón latiendo desbocado, con el deseo
llenándolo todo. Como si el tiempo se hubiera detenido para nosotros.
Como si siempre hubiéramos sido solo él y yo.
Alargo la mano para tocarlo por fin. Mis dedos trazan las líneas de
sus tatuajes. Su pecho sube y baja al mismo ritmo frenético que el mío.
Ninguno dice nada, no es necesario. Nos conocemos tan bien que las
palabras, en este caso, no explicarían lo que sentimos mejor que nuestras
miradas. El tacto de su piel bajo la yema de mis dedos consigue aumentar
aún más la temperatura de mi cuerpo y, por un momento, me da la
sensación de que estallaré en llamas si no lo beso de una vez.
Tampoco él se resiste a tocarme. Sus manos ascienden por mis
costados muy despacio, acariciando la curva de mi cintura. Cuando llega a
la altura de mi pecho, busca mis ojos y un leve asentimiento es todo cuanto
nos hace falta para dejar que la feroz necesidad que nos está devorando se
desborde y nos lancemos el uno sobre el otro. El choque de nuestros
cuerpos tiene un punto salvaje que lo convierte en algo aún más primitivo.
Su boca asalta la mía y su lengua recorre hasta el último rincón,
ansioso, como si nada fuera suficiente. La pasión, esa que siempre nos ha
dominado cuando estamos juntos, es incluso mayor que antaño. Perderse en
Álex siempre ha sido fácil, pero ahora no podría parar aunque lo intentara
con todas mis fuerzas. Se me escapa un gemido cuando sus labios
comienzan a juguetear con el lóbulo de mi oreja para pasar luego al hueco
tras ella. No ha olvidado mis puntos débiles.
—Álex —murmuro con esfuerzo.
Él prosigue saboreándome, con más insistencia y desesperación si
cabe. Sus manos se trasladan a mi trasero y, al notar que me alza en vilo,
mis piernas responden enroscándose en torno a sus caderas.
—Siempre me ha puesto a mil tu forma de decir mi nombre cuando
estás excitada —susurra junto a mi oído, y su voz suena ronca y más sexy
que nunca—. Dilo otra vez, Teresa. Dime qué es lo que quieres.
Le clavo las uñas en los hombros y elevo la cabeza para darle mejor
acceso a mi cuello. Y mientras él se dedica a repartir besos siguiendo la
línea de mi clavícula, intento buscar mi voz para responder.
—Álex, hazme el amor —le ruego, farfullando—. Bésame,
acaríciame… Fóllame como si fuera la última vez que vamos a hacerlo —
exploto finalmente, cuando su lengua desciende y se pasea por el límite que
marca sobre mi pecho el borde del sujetador.
Ni siquiera yo misma me reconozco, pero nada de lo que diga podrá
expresar el deseo y las ansias que siento por él.
Mi exabrupto alienta a Álex y se apresura a llevarme hasta el
dormitorio. Su respiración se ha vuelto irregular y tan pesada que, al
dejarme sobre el colchón, tiene que tomarse unos segundos para recobrar el
aliento.
—Vamos a recuperar todo el tiempo perdido —me dice,
desafiándome con la mirada.
Se apoya en el borde de la cama y sitúa las manos a los lados de mis
piernas. Yo no tengo ánimo para responder, lo único que veo son sus labios
sobre la piel de mis muslos. No deja un rincón de mi cuerpo sin acariciar o
besar. Mordisquea y succiona aquí y allá, llevándome cada vez más al
límite.
Demasiado ansiosa para seguir esperando, lo hago rodar para
quedarme a horcajadas sobre él. Sus labios esbozan una sonrisita perversa.
Esta vez soy yo la que lo torturo con mis besos, la que lo posee. Deslizo las
manos por su torso y, agarrándolo de los hombros, comienzo a balancearme
sobre él. Con cada balanceo de mis caderas, Álex gruñe en una placentera
agonía.
—¿Cómo demonios he podido estar tanto tiempo separado de ti? —
gime, sin aliento.
Su boca desciende. Aparta la copa de mi sujetador y su lengua traza
círculos alrededor del pezón hasta que finalmente lo atrapa con los labios,
consiguiendo que mi cordura se desvanezca del todo. Pero Álex no me da
tregua, acto seguido pasa a mordisquear con delicadeza el otro y a acariciar
con la punta de los dedos la piel sensible bajo el pecho.
Percibo su erección presionando el punto justo entre mis piernas y
mi balanceo se acentúa. Dejo caer la cabeza hacia atrás porque ya ni
siquiera puedo mantenerla recta. Los jadeos se escapan uno tras otro de mi
garganta y sé que, si continuamos por el mismo camino, ni siquiera voy a
necesitar que me penetre para alcanzar el orgasmo.
—Me encanta verte así —farfulla, al tiempo que me hace girar y me
empuja con suavidad para que me acueste sobre la cama—, con el pelo
revuelto y las mejillas sonrojadas, gimiendo.
Tras contemplarme unos segundos, comienza a besarme de nuevo.
Esta vez su atención se centra en mi estómago, alrededor de mi ombligo.
Hundo los dedos en su pelo, sabiendo perfectamente a dónde se dirige.
Aprieto los muslos en una reacción involuntaria y Álex alza la vista en
busca de mis ojos. Tiene los labios hinchados y la mirada turbia por el
deseo. Sin dejar de observarme, introduce la mano en mis bragas y yo tengo
que morderme el labio inferior para que no se me escape una carcajada
desquiciada.
—Vas a volverme loca —atino a decir, borracha de él.
—Volvámonos locos juntos —replica, mientras sus dedos se
deslizan muy despacio entre mis pliegues húmedos.
A partir de ese momento, por mucho que intento mantener los ojos
abiertos, mis párpados acaban por caer. Álex se emplea a fondo; su lengua
se mueve con suavidad al principio y más intensamente después. El placer
se arremolina en la parte baja de mi estómago y mi espalda se arquea en
respuesta a sus movimientos. No creo que aguante mucho más.
No obstante, me conoce tan bien que se detiene justo antes de que
llegue al clímax, aumentando así la tortura.
—Álex, Álex… —Su nombre es todo cuanto atino a repetir.
Abro los ojos al percibir que se mueve para retirarse. Se ha
arrodillado sobre el colchón para ponerse un preservativo, y la expectativa
de lo que vendrá a continuación hace que me dé vueltas la cabeza.
Cuando está listo, me agarra de una pierna y tira de mí para
acercarme, arrastrándome sobre las sábanas. Lo siguiente que sé es que mi
ropa interior ha desaparecido y él está dentro de mí, moviéndose de forma
pausada, embistiéndome más y más profundo. Mi corazón late fuera de
control y nuestras respiraciones se han convertido en gemidos
entrecortados. Estoy al límite, lo percibo cada vez que entra y sale de mí, y
él lo sabe. Me mira con fijeza antes de acelerar el ritmo.
—Córrete para mí, Teresa. —Mitad ruego y mitad orden, sus
palabras consiguen el efecto deseado.
Me dejo ir por completo y mi cuerpo se sacude por las oleadas de
placer. Pérdida, estoy perdida en él por completo. Pero Álex no se detiene,
sino que continúa follándome a través de mi orgasmo. Desatado y tan
perdido como yo. Poco después, se clava en mi interior hasta el fondo y,
ahogando un gemido, también él explota y se derrumba sobre mí.
Todavía sigo temblando cuando Álex acuna mi rostro entre sus
manos para besarme, ahora ya de forma mucho más serena. Él lo percibe y
se ríe contra mis labios.
—Ha estado bien, ¿eh? —se jacta, ufano.
—Corto pero intenso —replico, solo para picarlo.
Enarca las cejas, respondiendo a mi provocación, y una de sus
manos se traslada a mi vientre. La va desplazando más abajo centímetro a
centímetro.
—Estoy desentrenado —se defiende—. Dame tiempo, puedo
hacerlo mejor.
Aprieto los muslos, porque ni siquiera me he recuperado y lo creo
muy capaz de empezar de nuevo.
—Seguro que sí.
Cierro los ojos y me acurruco con la espalda contra su pecho. Tengo
su aroma pegado a la piel y su sabor en mi boca, pero lo mejor es saber que
estoy aquí de regreso, rodeada por sus brazos. Totalmente perdida en él.
Perdida en Álex.
BURBUJAS DE FELICIDAD
El «duerme esta noche conmigo» de Álex al final se transforma en un
«quédate todo el fin de semana». Le envío un mensaje a Zac para avisarlo y
que no se preocupe. Por toda respuesta recibo un «¿Estás bien?».
Le contesto de forma afirmativa y me deslizo de nuevo bajo las
mantas, buscando la calidez que desprende Álex. Está dormido todavía y,
viéndolo tan sereno, todo parece posible. Todo. Incluso un futuro juntos y
felices, como tendría que haber sido desde el principio.
El sábado y el domingo lo pasamos tonteando, viendo películas
mientras comemos pizza, riéndonos de nosotros mismos y haciendo el amor
más veces de las que he podido contar. Nunca nos saciamos del otro.
—Tienes pelos de loca —se ríe, colocándome un mechón detrás de
la oreja—. El tercer día juntos y ya estás así.
Le enseño la lengua y me lo revuelvo aún más, arrancándole una
carcajada demasiado sexy para su propio bien. Me encanta oírlo reír de esa
forma.
—¿Qué? —me dice, al ver que lo estoy mirando fijamente.
—Nada, nada.
Tarda solo tres segundos en lanzarse sobre mí y torturarme con una
avalancha de cosquillas. Aún recuerda lo sensible que soy a ellas.
—¡Me rindo! —proclamo entre jadeos.
Él hace caso omiso. Se sitúa a horcajadas sobre mí y atrapa mis
brazos bajo sus piernas para evitar que me mueva.
—Ya es tarde para rendirse.
Mete las manos bajo mi camiseta —que en realidad es suya— y las
cosquillas se convierten en caricias. Sonrío al comprobar que no puede
mantener las manos apartadas de mi cuerpo durante mucho tiempo, y no es
el único. Es como si necesitásemos tocarnos todo el tiempo para
asegurarnos de que esto no es un sueño y realmente estamos juntos de
nuevo. Incluso después, cuando nos tumbamos a ver otra película, de forma
inconsciente mis dedos se pasean arriba y abajo por el brazo que mantiene a
mi alrededor, y él, de vez en cuando, deposita pequeños besos sobre mi
cuello y mi hombro.
Y de esa forma pasamos dos días encerrados en nuestra particular
burbuja de felicidad. Bebiéndonos al otro, robando todos los besos posibles
y, como dijo Álex, recuperando el tiempo perdido.
—¿Mañana tienes clase? —me pregunta, cuando el fin de semana
está por terminarse.
—No, no empiezan hasta el miércoles.
Las comisuras de sus labios se elevan y puedo imaginarme lo que
está pensando.
—No puedo quedarme aquí más días. No tengo ropa —me quejo.
Por otro lado, sé que debería pasar por casa y ver qué tal le va a Zac.
—No la necesitas.
Se acerca a mí e intenta deshacerse de la camiseta que llevo puesta.
—Tienes que trabajar, Álex.
Esboza una mueca, pero no ceja en su empeño de desnudarme. No
puedo evitar reírme.
—Puedo hacerlo aquí contigo.
Aparto sus manos y huyo en dirección al dormitorio, algo que no sé
si es una buena idea, aunque tampoco es que dependamos de tener una
cama a mano para ceder a otro arrebato de pasión. Cuando estoy a punto de
llegar hasta donde está mi ropa, Álex me agarra desde atrás y me alza en
vilo. A mí me entra la risa floja.
—Vamos, quédate —me ruega, sin permitir que ponga los pies en el
suelo—. Mira.
Me gira en dirección a la estantería del fondo de la habitación y
avanza varios pasos para acercarse a ella. No tardo nada en descubrir qué es
lo que quiere enseñarme. Ahora sí, me deposita en el suelo, aunque sigue
sujetándome.
Ante mí tengo el collage con fotos nuestras que le regalé hace años.
Ya me había dicho que lo guardaba aquí, pero, de algún modo, no había
terminado de creérmelo. Las observo una a una y me tomo mi tiempo para
absorber cada detalle de las instantáneas, evocando los momentos que
plasman, trocitos de nuestra vida anterior.
—No puedo creer que lo hayas conservado todo este tiempo —
murmuro, y su abrazo se estrecha un poco más—. Es…
Ni siquiera sé qué decir. Pensar que, durante los años que hemos
estado separados, él ha mantenido estas imágenes en su dormitorio como un
recordatorio constante representa un detalle precioso y a la vez algo
inquietante.
Me fijo en una de las fotos. Estamos en la playa, tumbados sobre la
arena, ambos sonreímos aunque yo lo estoy mirando a él. Por unos
segundos me siento cautivada por la expresión de mi rostro, observando a
Álex con una mezcla de inocencia y ansia, ajena a lo que nos rodea, al
amigo que sostiene la cámara y a la gente que pasea a nuestro lado.
Recuerdo perfectamente cuando nos la hicimos, ya entonces habíamos
pasado por mucho juntos. Aun así, en ese momento, lo único que deseaba
era que Álex se quedara para siempre conmigo.
—Quédate conmigo, por favor —murmura, como si supiera en lo
que estoy pensando.
Apenas tardo en responder.
—Solo esta noche.
Me alza en vilo otra vez y el momento de nostalgia se diluye entre
sus carcajadas.
—¿Se puede saber a dónde me llevas? —inquiero, cuando entra en
el baño cargando conmigo.
—Vamos a darnos una ducha.
Ansiosa por perderme en él una vez más, me limito a sonreír y a
aceptar su proposición.
Ni siquiera me permite desvestirme, sino que lo hace él y luego se
quita su propia ropa. Apenas ha empezado a caer agua sobre nosotros y el
baño ya está medio inundado. Álex se ha hecho con el control de la
alcachofa de la ducha y no me da tregua. La cosa empeora aún más al entrar
en juego el gel. Más de medio bote lo empleamos en enjabonarnos y formar
un nube de espuma.
—¡Pagarás por eso! —lo amenazo, tras recibir un chorro de agua
directo en la cara.
No sé el tiempo que pasamos haciendo el tonto. Nuestras risas
deben escucharse incluso en el piso inferior, y me pregunto si el abuelo de
Álex estará al tanto de que llevo varios días instalada en su casa.
Al salir, el aspecto de la estancia es deplorable, pero Álex sonríe
como nunca y yo hace mucho tiempo que no me sentía tan bien. Álex tiene
muchos tipos de sonrisas, la mayoría no son más que una pose bien
estudiada, pero, en este instante, sé que la curva de sus labios está cargada
de sinceridad. El desastre bien ha merecido la pena.
Una vez que lo limpiamos, rebuscamos en el frigorífico de la
pequeña cocina adosada al salón y nos preparamos unos sándwiches y un
plato enorme de macedonia con la fruta que encontramos. Mientras
cenamos, hablamos sobre el trabajo de Álex, los proyectos que tiene en
marcha y los plazos que le han marcado para cumplir con los distintos
trabajos. La pasión se trasluce en cada una de sus palabras y está claro que
le encanta lo que hace.
A las once de la noche, totalmente agotados, nos vamos a la cama.
No obstante, el cansancio no nos impide regalarnos la dosis necesaria de
besos y caricias antes de caer rendidos. No sé muy bien quién de los dos se
duerme primero, solo que yo lo hago pensando en lo perfecto que ha sido el
fin de semana con él. Tan perfecto que da un poco de miedo que el sol
asome de nuevo sobre el horizonte y nos lleve de vuelta a la rutina y al
mundo real, porque en ese mundo existen muchas más personas que Álex y
yo, existen obligaciones y existe también la posibilidad de que esto no sea
más que una broma del destino. Un efímero momento de felicidad.
Con la idea de que no nos sucederá lo mismo y de que hemos
aprendido lo suficiente para no reincidir en nuestros errores, aparto
cualquier otro pensamiento de mi mente y me dejo vencer por el sueño.
A la mañana siguiente, cuando despierto, estoy apenas tapada hasta
la cintura y hay un hueco vacío a mi lado. Paso la mano por las sábanas, sin
rastro de calidez. Álex debe haberse levantado hace ya rato. Supongo que
habrá madrugado para ponerse a trabajar cuanto antes. Yo, por el contrario,
decido quedarme en la cama un poco más. Las imágenes de lo sucedido la
noche anterior vienen a mí y no puedo evitar ponerme a pensar en nuestra
larga trayectoria. Aunque he decidido no volver la vista atrás, hay una parte
de mí empeñada en llenarme de dudas la cabeza.
Resoplo de forma sonora y justo entonces caigo en la cuenta de que
todo está en silencio. De la habitación contigua, en la que se encuentra el
despacho de Álex, no sale ni un solo sonido. Tal vez haya cerrado la puerta
para no molestarme, pero me extraña el hecho de no escucharlo aporreando
el teclado de su ordenador.
Tal y como me temía, no le encuentro allí. Me cuesta un poco dar
con él, hasta que se me ocurre salir a la terraza y lo veo apoyado en la
barandilla que da a la calle, de espaldas a mí. Tan solo viste un pantalón
vaquero a pesar de que la temperatura es bastante baja y yo ya estoy
tiritando. Tiene las manos sobre la madera y los codos estirados, con los
músculos en tensión. Por un momento siento la tentación de meterme
dentro de nuevo y volverme a la cama; algo me dice que se avecina
tormenta, y no precisamente de las que traen lluvia y mojan las calles.
—Ey —digo por fin, para llamar su atención.
Álex no se vuelve. Me echa una mirada por encima del hombro y,
tras unos instantes, me hace un gesto para que me acerque. Avanzo y lo
abrazo por la espalda, rodeando su torso. Su piel está helada, pero aun así es
agradable sentirla bajo mis dedos.
—¿Llevas mucho tiempo levantado? —tanteo, al ver que no dice
nada.
Continúa observando la calle y la sensación de que algo va mal se
acentúa.
—Un par de horas. No he dormido demasiado bien.
Su voz adquiere la misma frialdad que su piel. Trato de no darle
importancia y no hacer de ello un problema; bien sabe Dios que ya tenemos
suficientes.
—¿Y eso? ¿He roncado? —bromeo, en un intento de aligerar la
tensión.
Obviamente, no es que yo ronque, de ninguna de las maneras.
—No es nada, cosas mías.
Dudo sobre si insistir o no. Está claro que le pasa algo. Es como si,
de repente, toda la complicidad de la que hemos disfrutado se hubiera
esfumado junto con el fin de semana. Tal vez debería seguir haciendo como
si no pasara nada, pero si conozco a Álex, y creo que lo conozco bastante
bien, sea lo que sea en lo que está pensando irá a más. Solo es cuestión de
tiempo que acabe por estallar.
Tiro de él y lo obligo a volverse hacia mí. Se me queda mirando con
los brazos caídos a los lados, sin hacer ademán alguno de abrazarme ni
acercarse más. No obstante, yo sí que busco refugio en su pecho y le doy un
beso suave en los labios. Suspiro de alivio al sentir cómo me estrecha
contra él.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunto, pero evito mirarlo a los ojos—.
Vamos, Álex, habla conmigo.
Aún tarda un poco más en responder.
—¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo, Teresa? —escupe poco después,
y al comprender por fin de qué va todo esto no puedo dejar de pensar que
debería haber mantenido la boca cerrada.
PROMESAS
Hemos vuelto al interior y, aun así, siento frío, como si tuviera un viento
helado recorriéndome las venas. Álex se mueve por la sala, nervioso, y lo
observo ir y venir a la espera de que se calme o que explote del todo. Sin
embargo, la paciencia nunca ha sido una de mis virtudes, por lo que decido
decir algo y que pase lo que tenga que pasar.
—Álex, no creo que debamos… —En cuanto pronuncio su nombre,
se detiene para mirarme, y por un momento me quedo sin saber cómo
continuar—. No creo que debamos remover más el pasado.
No sé si es una actitud cobarde o es solo que no quiero volver a
rememorar lo que nos sucedió. Tal vez solo sea yo escondiéndome de él, no
lo sé.
Me observa tanto rato que empiezo a pensar que comenzará a gritar
en cualquier momento o lo haré yo misma. Pero para cuando quiero darme
cuenta lo tengo encima, abrazándome y farfullando algo sobre lo importante
que soy para él.
—Lo siento —me dice, rozando mis labios con los suyos—. No
quería estropearlo.
Aunque su actitud me deja desconcertada, esbozo una pequeña
sonrisa y niego, más calmada, al ver que se ha relajado y su mirada vuelve a
brillar. Me gusta cuando me mira así, como si lo único que existiera en su
mundo fuese yo.
—No pasa nada —replico, mientras mi mano sube y baja por su
espalda con suavidad—. Nadie dijo que sería fácil.
—Te quiero, Teresa. Jamás he sentido por nadie lo que siento por ti,
por eso duele tanto.
Sé de lo que habla, sé el dolor que provoca que la persona más
importante para ti te falle o te haga daño. Lo aprieto un poco más contra mí.
—Va a salir bien, Álex —susurro contra su cuello—. Podemos con
esto y vamos a estar juntos.
Él asiente. Sus ojos van de los míos a mi boca, y su pulgar repasa mi
pómulo. Me pongo de puntillas y atrapo sus labios sin darle opción. Me
recreo en ellos, volcando el amor que siento por él, tragándome mi propio
dolor. Solo deseo que comprenda lo mucho que significa para mí, lo
importante que es tenerlo de nuevo a mi lado. Y me convenzo a mí misma
de que de verdad podemos estar bien y ser felices juntos.
La ternura pronto se transforma en otra cosa. La inocencia de
nuestro beso se torna voraz. Su boca me recorre el cuello, la línea de la
clavícula y los hombros, mientras mis dedos se clavan en los músculos de
su espalda y pequeños gemidos escapan de mi garganta. El frío se diluye al
mismo ritmo que mi corazón se acelera.
Álex me alza y mis piernas se enroscan en su cintura, aunque
enseguida caemos sobre el sillón. Percibir su peso sobre mí es reconfortante
y muy excitante. Mi cuerpo responde por sí solo a la familiaridad de sus
caricias, a sus manos recorriéndome. Cuando su atención regresa a mi boca,
sus besos son más exigentes y mucho más profundos, como si me estuviera
reclamando.
—Eres jodidamente perfecta —gruñe, aunque yo estoy muy lejos de
sentirme así.
Me olvido de todo y dejo que mi mente se centre tan solo en este
instante, en nosotros. Reparto besos por su pecho con el mismo ansia que él
ha empleado, y mis labios trazan las líneas de la tinta sobre su piel.
Álex se incorpora sobre los codos para mirarme y descubro cierta
inquietud en sus ojos. Me niego a permitirle pensar, a que siga dándole
vueltas a lo que pasó o dejó de pasarnos. Lo empujo hasta que queda
tumbado de espaldas y me alejo de él solo para poder deshacerme de la
ropa.
—¿Tienes prisa? —Una sonrisa torcida aparece en sus labios,
transformando su expresión.
—Solo me estoy quitando la ropa.
—Y eso no significa nada, claro está —replica, divertido.
—Pues no.
Acto seguido, muerta de risa, me lanzo en bragas sobre él. Álex
responde riendo también. Acomodo las piernas a ambos lados de las suyas y
él tira de mí para eliminar la escasa distancia que nos separa. Su pecho sube
y baja con esfuerzo.
—Pensaba que no tenías segundas intenciones —señala. Sus
nudillos rozan uno de mis pezones y, aunque parece hacerlo sin
premeditación, soy consciente de que me está torturando—. ¿Y bien? —
insiste, y esta vez no duda en incorporarse y lamer mi pezón a modo de
provocación.
—No las tengo.
Mi comentario le arranca una carcajada profunda y sexy que
consigue hacerme estremecer. Para cuando vuelve a hablar, la voz le sale
mucho más ronca.
—Así que esto no es lo que parece, ¿no?
Adelanto las caderas, frotándome contra él. Y aunque me detengo
enseguida, percibo claramente lo duro que está. Álex enarca las cejas,
consciente de que le estoy siguiendo el juego.
—En absoluto —me rio, incapaz de aguantar.
—Entonces si hago esto —su lengua se enreda en mi pezón y alarga
la caricia unos segundos—, no pasa nada.
Niego con rapidez, mordiéndome el labio inferior para ahogar un
gemido.
—Ah, no, no hagas eso —añade— o tendré que empezar a jugar
fuerte.
Sus dedos bajan con lentitud por el centro de mi abdomen. Se
detiene brevemente al llegar al elástico de mis bragas, pero enseguida se
mueve de nuevo. Su mano se cuela bajo la tela y con la otra me empuja
suavemente hacia atrás para ganar espacio. No deja de observarme en
ningún momento, y su mirada es todo cuanto necesito para comenzar a
arder. Aunque no me estuviera tocando, sus ojos tienen el poder de
encenderme de una forma en la que ningún otro hombre ha podido hacerlo
jamás. Y ahora mismo, con sus dedos rozando mi sexo, somos como un
jodido desastre natural: imparable y devastador.
—¿Teresa?
—Mmm —gimo, excitada y algo confusa.
Él suelta una risita, pero, por lo profundo de sus inspiraciones, sé
que la situación le afecta en la misma medida que a mí. Su cuerpo tiembla
bajo el mío, poseído por la misma necesidad que hace que yo no deje de
estremecerme, pero no se detiene. Su boca recorre sin pausa mi piel,
enviando descarga tras descarga a mis músculos, acrecentando el anhelo de
sentirlo dentro de mí.
—Mírame —exige, cuando cierro los ojos y dejo caer la cabeza
hacia atrás, abrumada.
Hago lo que me dice, a pesar de que apenas puedo mantener los
párpados entreabiertos. Él no deja de observarme mientras que, con sus
dedos, prosigue torturándome.
—Adoro esa expresión —jadea, acelerando el ritmo de sus caricias
y arrancándome nuevos gemidos.
—No pares —le ruego.
Sin embargo, sus movimientos cesan. Se pone en pie, con mis
piernas rodeando sus caderas, y me lleva hasta la misma mesa en la que
hemos comido durante este fin de semana. Parece que ha encontrado una
utilidad mucho más placentera para ella. Deja que apoye mi trasero en el
borde y se deshace de los pantalones. Apenas unos segundos después, se
tiene puesto un preservativo y me penetra de golpe, hundiéndose en mí.
—Joder —gruñe, y ahora es él al que le cuesta mantener los ojos
abiertos. Suelto una risita y él la corresponde con una de sus sonrisas
ladeadas—. ¿Divertida?
—Ni te lo imaginas.
Me recuesto sobre la mesa y elevo los talones para situarlos también
encima de la madera. Con la siguiente embestida, Álex me llena por
completo.
—Teresa…
No parece capaz de seguir hablando. Sus manos se deslizan por mi
estómago hasta alcanzar mi pecho y sus movimientos se vuelven frenéticos.
Mi espalda se arquea por sí sola, como un ruego silencioso para que no se
detenga. A estas alturas, el fuego de mi abdomen se ha extendido por todo
mi cuerpo. Álex lleva una de sus manos de nuevo entre mis piernas, sin
dejar de moverse, y ese contacto es demasiado para mí. El placer se
extiende en oleadas, dejándome aturdida y deshecha, envolviéndome y
sacudiéndome de pies a cabeza.
—Álex —atino a susurrar.
Escucharme convierte sus ojos en dos pozos negros, voraces e
insaciables. Me agarra de las rodillas y se hunde de nuevo en mí. Una y otra
y otra vez. Embistiéndome ya sin control alguno.
—¡Oh, joder! —exhala poco después, derrumbándose sobre mí.
Permanece inmóvil mientras yo continúo vibrando, presa del placer.
Tras unos instantes, se incorpora y besa con suavidad mi abdomen.
—Te quiero, Teresa —murmura, contra mi piel, con la voz
desgarrada y temblorosa—. No te haces una idea de cuánto te quiero. Dime
que no vas a volver a desaparecer, por favor. Dime que no vas a rendirte
conmigo.
Un escalofrío recorre mi espalda al escuchar su petición, y no sé si
se debe a lo que acaba de suceder o bien al temor a fallarle de nuevo.
Hundo los dedos en su pelo. Mi parte más cautelosa me dice que no
prometa nada que no sea capaz de cumplir, pero hay otra yo, una que ansía
ser todo lo que Álex desea, que no puede evitar contestar:
—No voy a rendirme, Álex. Si flaqueas, estaré aquí.
Y para cuando me doy cuenta de lo que he prometido, sus labios
están ya presionando los míos, sellando un juramento que solo espero que
no termine con dos corazones destrozados.
VOLVAMOS A CASA
La irremediable despedida se alarga hasta que me obligo a salir casi
corriendo, antes de que Álex me convenza para permanecer en su casa y
dedicarme a pasear por su despacho medio desnuda. Nos besamos al menos
durante diez minutos en la puerta que da a la calle, reacios a separarnos, y
no puedo evitar pensar que, en el fondo, ambos tememos siempre que los
besos que nos damos sean los últimos. Supongo que nos hemos dicho
«adiós» tantas veces que nuestros miedos están justificados.
—Ponte a trabajar —sugiero, antes de marcharme.
No sé si me presta demasiada atención. Mordisquea mi labio inferior
una última vez y me deja ir. Y yo regreso a casa con una sonrisa estúpida en
los labios, aún sin creerme del todo que estemos de nuevo juntos.
—¡Vaya cara que me trae la niña! —exclama con sorna Marta, en
cuanto pongo un pie en mi apartamento.
Dejo las llaves sobre el aparador de la entrada y veo que las de Zac
no están, así que intuyo que él tampoco.
Mi amiga me lanza una mirada interrogante, sin importar que sean
apenas las diez de la mañana y sea ella la que está ocupando, como dueña y
señora, mi sofá. Le dedico una sonrisa. A saber qué cara tengo. Dado que
no he dejado de pensar en Álex durante todo el trayecto, me hago una ligera
idea.
—¿Qué? Te has pegado todo el fin de semana con el señor «con solo
mirarte te mojo las bragas», ¿no?
—Mira que eres bruta —la reprendo, negando con la cabeza.
Hace un gesto de triunfo, como si le hubiera dedicado un halago. Se
la ve mucho más contenta que la última vez, sospechosamente contenta.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho? —inquiero, frunciendo el ceño.
—Nada.
—¿Nada?
Aparto sus pies, que tiene apoyados sobre la pequeña mesa de
centro, y me dejo caer a su lado.
—Bueno, vale. He quedado con Marcos, pero ese no es el tema —se
apresura a añadir—. Hoy tú eres la estrella.
Pone su mejor cara de investigadora privada, esa que usa en sus
interrogatorios. Me froto el puente de la nariz.
—Estoy demasiado cansada para esto —le digo, solo para picarla.
—¡Eso es porque llevas tres días follando sin parar!
—¡Marta! —me quejo, aunque no sé por qué me escandalizo
tratándose de ella.
Se parte de risa. No tiene remedio. Esa boca un día la meterá en
problemas, aunque sea especialista en salir de ellos sin un rasguño, ni físico
ni emocional. No sé cómo consigue mantenerse indiferente con respecto a
sus ligues. Tal vez sea porque ninguno de ellos se ha molestado en escarbar
un poco bajo esa fingida pose superficial que tanto se esfuerza en aparentar.
Yo sé que hay mucho más dentro de ella. Pero es su vida, no seré yo la que
le diga a quién tiene que entregar su corazón, teniendo en cuenta mi
tendencia a que me lo rompan.
Apoyo la cabeza en el respaldo y cierro los ojos. Me muero por
meterme en la cama de nuevo.
Marta carraspea de forma exagerada.
—¿Qué? —pregunto, sin molestarme en abrir los ojos. No sé si
quiero saber lo que tiene en mente.
—Deberías hablar con Zac —replica con cierto tono de reproche.
Me incorporo para mirarla. Ahora sí que tiene toda mi atención.
—¿Qué pasa con Zac?
Frunce los labios, como si se resistiera a hablar. Odio cuando se
pone misteriosa, sobre todo en lo referente a mi mejor amigo.
—Escúpelo, Marta.
—Solo es una sugerencia. Anoche me tuvo hasta las tantas hablando
de su tesis.
Resoplo y vuelvo a dejarme caer sobre el cojín.
—Es importante para él.
—No te mencionó ni una sola vez. —Me da una palmada en la
pierna—. Eso es raro, Tessa. Siempre habla de ti.
Me giro para quedar frente a frente con ella. Sigo sin pillar a dónde
quiere ir a parar.
—No tiene por qué mencionarme —concluyo, encogiéndome de
hombros.
Marta pone los ojos en blanco y bufa, irritada.
—¡Oh, vamos! Zac es como una jodida estufa que se apaga si tú no
le das gas. —No puedo evitar reírme ante la absurda metáfora, lo cual la
ofende todavía más—. No te rías. Está triste.
Suspiro. En realidad, yo también le echo de menos. Zac es… Bueno,
es Zac, es difícil definirlo, y más aún estar sin él.
—¿Sabes dónde está?
Marta interpreta mi interés de forma muy positiva, a juzgar por la
amplitud de su sonrisa.
—Se ha ido a la facultad, a estudiar. O eso ha dicho.
Apenas tengo que pensarlo unos segundos antes de ponerme en pie
y coger de nuevo mis llaves.
Marta aplaude como una niña pequeña, creo que una parte de ella
todavía lo es.
—¡Cierra al salir! —grito, aunque, antes de marcharme, pone los
pies sobre la mesa otra vez y se acomoda como si este fuese su salón, y la
casa, su apartamento—. ¡Y cuando vuelva quiero que me cuentes lo de
Marcos!
No me detengo a esperar su respuesta. Bajo las escaleras de dos en
dos y una vez en la calle me dirijo al Campus de Anchieta, el mismo en el
que se encuentra la Facultad de Física. De repente, pensar en compartir un
rato de risas con mi mejor amigo ha conseguido que desaparezca el
cansancio.
Al llegar, me alegro de llevar puestas las botas planas y no unos
tacones. El «paseillo de la vergüenza», que es como llamamos Zac y yo a la
entrada de la biblioteca de su facultad, se me hace interminable. La sala es
alargada y las mesas y estanterías están dispuestas a ambos lados del
pasillo, así que cada vez que entras todo el mundo levanta la cabeza para
mirarte. Y si llevas tacones, el repiqueteo de estos sobre el suelo no ayuda
en nada. Para colmo, Zac siempre elige una de las mesas del fondo,
precisamente para evitar distraerse con el trasiego de estudiantes.
Ni siquiera me ve acercarme. Está de espaldas y tiene los auriculares
puestos, e incluso yo puedo escuchar la melodía que proviene de ellos; me
extraña que alguien no le haya llamado ya la atención. Me detengo a su
espalda y paso los brazos en torno a su cuello, pegando mi mejilla a la suya.
Su incipiente barba me raspa la piel, aunque, lejos de ser desagradable, la
reconozco como una sensación familiar y reconfortante.
No se mueve, pero sus labios se curvan hacia arriba y me mira de
reojo. Lo suelto y rodeo la mesa. Solo hay dos chicos más sentados a su
lado. Uno de ellos me suena, creo que es compañero de departamento de
Zac.
Mi amigo se quita los auriculares y deja caer la cabeza sobre la mesa
en un gesto de lo más dramático. Vuelve a alzarla enseguida.
—Dime que se está acabando el mundo y ya no es necesario que me
moleste en acabar la tesis —suplica en voz baja.
O está estresado, o Marta tiene razón y no lleva bien que haya
pasado estos días en casa de Álex, porque no es dado a quejarse.
Niego con la cabeza.
—Me da igual, miénteme.
Reprimo la risa y, viendo su desesperación, se me ocurre una idea
para sacarlo del deprimente lado oscuro de su doctorado.
—Anda, vamos, te invito a comer.
Su expresión se ilumina de inmediato.
—No son ni las once —replica, a pesar de que ya ha comenzado a
recoger.
Cojo varios libros para ayudarlo.
—Volvemos a casa, a la mía —aclaro—, siempre que te apetezca
una buena comida casera y un paseo por la playa.
No tengo que repetírselo dos veces. Cargando con su mochila y un
archivador entre los brazos, echa a correr en dirección a la puerta sin ningún
tipo de miramientos. Todo el mundo lo observa pasar a la carrera y, esta
vez, sí que tengo que hacer un verdadero paseo de la vergüenza para
seguirlo.
—Vamos, lentorra —me grita desde la puerta.
Las miradas perplejas de los estudiantes se vuelven hacia mí. Y
aunque el bochorno me calienta la cara y me prometo matarlo en cuanto le
ponga las manos encima, tengo que hacer serios esfuerzos para no echarme
a reír.
—Estás loco —vocalizo en silencio, cuando aún me queda media
biblioteca por atravesar.
Asiente con la cabeza. La sonrisa le llena el rostro y tiene el pelo
revuelto por la carrera. Alzo la barbilla y la vergüenza se transforma en
orgullo. No podría tener un amigo mejor que él.
CONFESIONES
No tardamos demasiado en coger el coche de Zac, un viejo Seat Ibiza
destartalado, y ponernos en camino. Pongo la radio más allá de lo que se
considera un volumen aceptable y nos liamos a cantar todas las canciones a
voz en grito, como dos energúmenos. El habitáculo se llena de risas y voces
desafinadas a partes iguales.
A mitad de trayecto, me doy cuenta de que Zac me está lanzando
miradas furtivas.
—¿Qué pasa? —pregunto, y alargo la mano para apagar la radio.
Zac me da una palmada para apartarla y se limita a bajar el
volumen. Vuelve a observarme unos segundos.
—¡¿Qué?!
—¿Estás bien? ¿Todo bien con… Álex? —pregunta por fin.
Resulta obvio que este momento iba a llegar. Ni siquiera sé cómo ha
aguantado tanto. Suspiro y giro la cabeza para observar el paisaje a través
de la ventanilla. No es que me resulte difícil hablar con Zac sobre estos
temas, pero supongo que, al no conocer toda la historia, es complicado que
llegue a entenderlo.
—Todo bien —digo, sin apartar la vista del cristal.
En realidad, estoy bien, ¿no?
Escucho un ruidito de desaprobación y me obligo a mirarlo.
—No suenas muy convencida.
Lo estoy. Solo que tengo esa extraña sensación a la que no sé
ponerle nombre, es como un molesto ruido de fondo en mi mente que me
incómoda todo el tiempo, pero que no puedo discernir de dónde viene
exactamente.
—Es difícil —comento—, cometí errores, Zac. Muchos errores.
Mi amigo me lanza una mirada rápida, apartando la vista de la
carretera tan solo unos segundos, pero que son suficientes para ver una
arruga de disgusto en su frente.
—Todos hemos cometido errores alguna vez, pequeña Tessa —
señala, con tono dulce y comprensivo—. No puedes pasar el resto de tu vida
lamentándote por ellos. No puedes dejar de vivir por ellos.
Se queda callado a pesar de que me da la sensación de que quiere
decir algo más. No me hace esperar demasiado antes de continuar:
—Cuando tenía quince años, una compañera de instituto se enamoró
perdidamente de mí. —Me giro en el asiento para contemplar su perfil.
Tiene los ojos fijos en algún punto del asfalto y las manos apretadas sobre
el volante—. Yo no sentía lo mismo. Me caía bien y me gustaba, pero eso
era todo. Aun así, me dejé querer.
Carraspea para aclararse la garganta antes de proseguir y me percato
de que hablar de esto no es fácil para él.
—Le hice creer que yo también estaba enamorado de ella y, cuando
resultó obvio que no era así, ella empezó a ponerse… pesada, así que la
dejé. Ni siquiera recuerdo qué le dije para justificarme.
—Eras un chiquillo —le digo, intentando que se sienta mejor. Pero
él niega con la cabeza.
—No lo entiendes. Se obsesionó conmigo. Empezó a saltarse las
clases porque no soportaba encontrarse conmigo sabiendo que no
estábamos juntos, pero a la vez acudía a la salida del instituto porque
tampoco era capaz de pasar sin verme. Al final, sus padres lo descubrieron,
pero para entonces ya había caído en una depresión. No comía ni dormía
apenas.
Le doy un apretón en el hombro, mostrándole mi apoyo, porque su
dolor y la culpabilidad son patentes en el tono de su voz.
—Mi egoísmo le costó varios años de vida a esa chica —concluye,
afectado—. Debería haber sido sincero con ella desde el principio. Aquello
me hizo comprender que no se debe jugar con los sentimientos de los
demás, y por eso nunca salgo con nadie a no ser que esté muy seguro de que
quiero algo serio.
No sé muy bien qué decirle. Entiendo a la perfección lo mal que
debe sentirse. Nuestros actos tienen consecuencias sobre los demás y no
podemos ir por la vida creyendo que no es así.
—Cometí un error, pero al menos aprendí de él —señala, y mira en
mi dirección.
Tiene los ojos cargados de tristeza, algo raro en él, y si no estuviera
conduciendo le daría un abrazo ahora mismo. Me limito a poner mi mano
sobre la suya, que sigue anclada al volante. Él se inclina y deposita un beso
sobre mis nudillos. Acto seguido, esboza una sonrisa melancólica.
—Le puse los cuernos a Álex hace cinco años —suelto de golpe.
La opinión que tengo de Zac no ha variado lo más mínimo tras lo
que me ha contado. Sé que es una buena persona, nunca lo he dudado, y de
repente tengo la necesidad de que él también me acepte tal y como soy, con
mis fracasos y mis aciertos.
—Todo lo que nos pasó, todas las discusiones que tuvimos, la
desconfianza… Fue culpa mía.
Frunce el ceño. El coche sigue avanzando, pero Zac disminuye la
velocidad y se coloca en el carril de la derecha.
—¿Me estás diciendo que aguantaste lo que te hizo pasar solo
porque te sentías culpable?
Me encojo de hombros. ¿Qué puedo decir? En aquel momento
pensaba que me moriría si Álex me dejaba, aunque suene a exageración. Lo
quería muchísimo y, en cierto modo, supongo que su comportamiento era
lógico tras lo sucedido.
—No. Sí. No lo sé —admito finalmente—. Es que… hay más.
Zac arquea las cejas, animándome a continuar.
Inspiro antes de empezar a relatar la historia que probablemente
haga que mi amigo deje de verme con tan buenos ojos.
Allá vamos.
—Cuando Álex y yo rompimos, yo era una sombra de mí misma,
por decirlo de alguna manera —comienzo, sin saber muy bien a dónde va a
llevarnos esta conversación—. Tenía el corazón destrozado. Bueno, en
realidad, toda yo estaba destrozada. No me quedaba autoestima y, si bien
seguía enamorada de él, la necesidad de sentirme querida, de la manera que
fuera, me empujó a ir de tío en tío. —Respiro hondo, a la espera de que Zac
diga algo, pero se mantiene en silencio, así que continúo—: No sabía lo que
hacía. Yo solo… Supongo que buscaba el cariño que Álex me negaba, pero
luego no soportaba estar sin él y volvía una y otra vez reclamando su
atención. Tal vez, todo lo que deseaba era darle celos y que mi actitud lo
hiciera ver que no podía vivir sin mí.
Zac resopla. Contado así supongo que parece de lo más estúpido,
pero ya no puedo parar.
—Me vio con otros —admito, escondiendo el rostro entre mis
manos—. Se lo restregué por la cara, Zac. Creo que quería hacerle daño,
pero luego me arrepentía de ello… Yo…
Se me atasca la voz en la garganta en el mismo momento en que
noto las lágrimas deslizándose por mis mejillas. No puedo evitar que los
sollozos sacudan mi cuerpo. Todavía me duele pensar en aquello, en lo que
me convertí. Lo único que puedo decir en mi defensa es que al menos los
tíos con los que estuve me gustaban, pero no deja de ser una defensa
bastante pobre dado el daño que le hice a Álex.
Mi cuerpo se desplaza sobre el asiento cuando Zac pega un
volantazo y se mete por la siguiente salida. A punto estoy de golpearme
contra el cristal por lo violento de la maniobra. En apenas unos segundos,
para el motor en el aparcamiento de una estación de servicio y se baja del
coche. Observo cómo rodea el vehículo y abre mi puerta. Tiene el rostro
desencajado, jamás le había visto así, y me pregunto si me odiará de la
misma manera en la que yo me odio por lo que hice.
—Mírame. Mírame, Tessa —repite, cuando no hago amago de
hacerle caso.
Alzo la cabeza y me quedo observando sus ojos azules.
Normalmente, me aportan serenidad, pero ahora mismo me da demasiado
miedo lo que pueda ver en ellos.
—Me importa una mierda con quién te acostases o lo que hicieras
—afirma con un tono que no admite discusión—. Por mí como si te
cepillaste a todo el instituto. Te conozco, Tessa, te conozco muy bien y sé
cómo eres ahora. Me da igual cómo eras entonces. Eres divertida,
inteligente y la mejor amiga que un tío como yo pueda tener. No me
importa tu pasado y, si Álex quiere estar contigo, más le vale que tampoco a
él le importe, porque no pienso permitir que te destroce de nuevo.
Más lágrimas acuden a mis ojos al escuchar la vehemencia con la
que habla, aunque eso no evita que siga sintiéndome como una mierda.
—Ven aquí, por favor —suplica, tomándome del brazo y sacándome
del coche.
Me estrecha contra su cuerpo con tanta fuerza que me cuesta aún
más respirar. Pero no me importa, quizás si consigue apretar lo suficiente
pueda recomponer la parte de mí que continúa rota.
—Te lo repito —murmura junto a mi oído—: todos cometemos
errores, pero no dejes nunca que alguien te machaque. Aprende de ellos,
pide disculpas y haz lo que puedas para enmendarlos, pero no permitas que
te traten mal, Tessa. Si alguien te perdona, que sea de verdad.
Me aferro a la tela que cubre su espalda con ambas manos y hundo
la cabeza en su pecho, buscando sentir algo más que la amargura que me
llena el corazón en este momento.
—El daño que le hice… —comienzo a decir.
—Tú sufriste tanto como él —me corta, ya de forma más dulce—.
Ambos tenéis vuestras propias heridas, no dejéis que eso guíe el resto de
vuestras vidas.
Permanezco refugiada entre sus brazos hasta que consigo dejar de
sollozar. Zac no para de acariciarme el pelo y darme pequeños besos en la
sien de vez en cuando, lo cual hace que me resulte mucho más fácil
recobrar la compostura. Respiro aliviada al darme cuenta de que sigue aquí,
consolándome, a pesar de lo que le he contado.
Cuando mi llanto cesa, Zac me separa de él y pasa un dedo bajo mi
barbilla para obligarme a mirarlo. Sin embargo, la sorprendida soy yo al
encontrarme con el sufrimiento reflejado claramente en su expresión.
—Te quiero, Tessa, y no soporto verte así. Tienes que perdonarte a ti
misma por aquello y dejarlo atrás, y sobre todo asegúrate de que el pasado
que Álex y tú tuvisteis no se convierta en vuestro presente.
Asiento.
—Ahora somos otros.
Me acaricia las mejillas con la punta de los dedos, borrando el rastro
húmedo de mi rostro, y sonríe.
—Sé quién eres tú, solo espero que no te estés equivocando con
Álex.
No añade nada más, simplemente me abraza, como si supiera que
eso es justo lo que necesito. Y una vez más, Zac se convierte en mi puerto
seguro.
HOGAR, DULCE HOGAR
No volvemos a tocar el tema en los kilómetros que nos restan hasta llegar a
casa de mis padres. Los silencios entre Zac y yo no suelen ser incómodos,
pero este lo es. No sé en qué está pensando, tal vez esté intentando
desarrollar algún tipo de poder sobrenatural que le permita fulminar
mentalmente a Álex y hacerlo desaparecer de mi vida.
—¡Teresa! ¿Por qué no me has avisado? —exclama mi madre, en
cuanto nos abre la puerta.
—Porque cada vez que te digo que venimos te empeñas en hacer
comida para un batallón —replico, inclinándome para darle un beso.
Ella niega con la cabeza, me devuelve el beso y, de inmediato, se
gira para saludar a Zac. A pesar de tener un cuerpo pequeño, siempre me ha
resultado una mujer imponente, pero, cuando mi amigo la rodea con los
brazos y la estrecha contra su pecho durante unos segundos, casi desaparece
engullida por su corpulencia. Zac adora a mi madre, creo que incluso la
quiere más que a mí. La relación con su familia es cordial, pero ni mucho
menos se lleva tan bien con ellos; salvo con Teo, su hermano. En cambio,
en mi casa es uno más.
—Cada día estás más guapa, Celia.
Mi madre pone los ojos en blanco.
—No digas tonterías. ¡Más vieja, eso es lo que estoy! —Entramos
en la vivienda, un adosado de dos plantas con una terraza enorme en la que
correteaba cuando era una niña—. ¿Venís a decirme que ya os habéis hecho
novios?
—¡Mamá! —protesto, aún sabiendo que es vano. La misma
pregunta siempre que la visitamos desde hace más de un año—. ¿Vas a
seguir insistiendo?
Se agarra del brazo de Zac mientras atravesamos el salón en
dirección a la cocina y le dedica una mirada de adoración.
—Hasta que me digáis que sí —replica, y sé que habla totalmente en
serio.
Zac interviene entonces solo para echar más leña al fuego:
—Yo lo intento, pero ella no se deja.
—No le des cuerda, por Dios.
Mi madre se ríe, como si supiera algo que a los demás se nos
escapa.
Al principio, a mis padres les costó aceptar eso de que su única hija
se fuera a vivir con un hombre, aunque sus dudas desaparecieron enseguida
al conocer a Zac. Él los envolvió con su encanto natural, les regaló varias
sonrisas y, al finalizar el almuerzo, ya los tenía comiendo de la palma de su
mano. Desde entonces, mi madre vive empeñada en que hagamos oficial lo
nuestro para que los vecinos dejen de murmurar. Sí, son un pelín antiguos y
aún creen que a la gente le importa esa clase de cosas. Aunque a juzgar por
las miraditas que me lanzan algunas de mis vecinas, es posible que sea así.
El olor de lo que sea que está cocinando se filtra por mi nariz y de
inmediato dejo de prestar atención a las pullas de mi madre. Pero, antes de
que consiga levantar la tapa de la olla que tiene al fuego, mi madre me
aparta sin miramientos.
—Esto todavía va a tardar. —Observa el reloj que cuelga de una de
las paredes y se gira de nuevo para mirarme—. Tú, vete a cambiarte, parece
que has estado durmiendo con esa ropa los últimos tres días.
Los poderes adivinatorios de mi madre hacen que me atragante con
mi propia saliva y me da un ataque incontrolable de tos. Zac se muerde el
labio para no echarse a reír.
No me planteo siquiera hablar a mis padres de Álex, eso va a tener
que esperar. No tengo ni idea de cómo voy a explicarles que he vuelto con
aquel chico con el que no hacía otra cosa que discutir hace tantos años. Por
ahora, prefiero que vivan felices en la ignorancia y ver cómo se van
desarrollando las cosas entre Álex y yo. Bastante tengo con la preocupación
de Zac para tener que lidiar también con la de mis progenitores.
Zac me dedica una mirada significativa y, viendo que son dos contra
uno, me marcho en dirección a mi dormitorio. Mi habitación no ha
cambiado casi nada desde que me marché a vivir a La Laguna: el viejo
escritorio donde estudiaba para mis exámenes del instituto, la cama algo
más grande de lo normal que mis padres consintieron en comprar no sé por
qué estúpido capricho, las estanterías repletas de libros…
—Ah, mis pequeños —farfullo, pasando un dedo por los lomos del
estante que me queda más cerca.
Voy hasta el armario y saco un vestido ligero de color crema y con
pequeñas flores azules. Estoy tentada de darme una ducha rápida, pero al
final opto por ponerme también el bikini; me sentará mil veces mejor un
largo baño en el mar. Me miro en el espejo que hay sobre la cómoda
mientras recojo mi melena castaña en una coleta alta y, al terminar,
permanezco varios minutos perdida en la imagen que refleja,
preguntándome si Zac tenía razón al decir que necesito perdonarme a mí
misma.
Durante años he vivido al margen de todo aquello y siempre he
creído que lo había aceptado como una parte más de mi experiencia en la
vida. Supongo que la adolescencia es una época de ensayo y error, y la mía
me llevó a convertirme en otra persona. No me entendáis mal, nunca he
juzgado a nadie por la cantidad de tíos o tías con los que se acuesta. Creo
que cada uno es muy libre de hacer lo que quiera con su cuerpo y nadie
debería opinar al respecto, pero yo nunca me sentí cómoda con aquello. Lo
hice empujada por el dolor que me producía estar sola, rota y deshecha. Y
lo peor fue que, en el fondo, sabía que Álex se volvería loco al enterarse.
—Borra esa cara de asco —dice Zac desde la puerta—, estás
preciosa.
Ni siquiera lo he oído llegar, pero, cuando parpadeo y contemplo de
nuevo mi expresión en el espejo, me percato de la mueca de desagradado
que se ha instalado en mi rostro. Fuerzo una sonrisa, aunque estoy segura de
que no consigo engañar a mi mejor amigo.
—No voy a preguntar en qué estabas pensando porque sería muy
típico —señala. Viene hasta mí y me abraza por la espalda—. Por lo que
más quieras, peque, deja de mirar hacia atrás.
Ahora sí, se me escapa una sonrisa sincera al escuchar el apodo que
mi amigo solo usa en determinadas ocasiones. Nunca he descubierto qué
tienen de especial los momentos en los que decide emplearlo, solo que
siempre consigue que me sienta mejor. Creo que es su particular manera de
decirme que todo irá bien y que estará ahí pase lo que pase.
—Soy un auténtico coñazo —comento, porque en realidad sé que le
estoy dando vueltas una y otra vez a lo mismo cuando había decidido
centrarme en el aquí y ahora.
Zac me aprieta un poco más y suelta una risita. Debe ser de los
pocos tíos que puede reírse así sin parecer imbécil.
—Lo has dicho tú, no yo.
—Cállate, anda —contraataco, de mejor humor—. ¿Tienes las cosas
en tu coche?
Suele llevar un par de toallas y el bañador, además de algo de ropa,
mía y suya. Nunca se sabe dónde vamos a acabar.
—La duda ofende. Tengo una pala, bolsas de basura y guantes de
látex —se burla, ganándose un codazo—. Podemos enterrarlo en el monte,
nadie sospecharía de nosotros.
No menciona a Álex, pero ambos sabemos que habla de él. Y, muy a
mi pesar, no puedo evitar reírme.
—Me refería a la ropa de playa.
Finge una expresión de fastidio y me suelta.
—Ah, sí, eso también. —Se tumba en la cama con los brazos detrás
de la nuca y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos—. Le quitas toda
la emoción a mi día a día.
—Eres incorregible.
—Y adorable, no lo olvides, sumamente adorable.
Le lanzo a la cara el jersey que acabo de quitarme y él lo pilla al
vuelo y lo mantiene a una distancia prudencial de su nariz. Al cabo de unos
segundos, me lo lanza de vuelta y se pone en pie de un salto.
—Será mejor que vayamos a darnos un baño —sugiere, y me guiña
un ojo, provocador—. Lo necesitas.
—Encantador.
Zac se ríe y me da un pequeño empujón con la cadera al pasar por
mi lado.
—Adorable y encantador, tú lo has dicho.
A pesar de que estoy totalmente de acuerdo, no pienso decirlo en
voz alta, no sea que su ego termine por explotar.
Mientras mi madre pone a punto lo que imagino que será una
comilona épica, Zac y yo nos marchamos en dirección a la playa. Si bien,
en el último momento, nos decantamos por ir a darnos un chapuzón en el
muelle. Caminamos por el suelo empedrado hasta llegar al final del espigón
y dejamos nuestras cosas en un banco de madera que ha visto tiempo
mejores. Al ser un día laborable, apenas hay gente; tan solo una pareja de
extranjeros que disfruta del sol y dos chicos lanzándose desde lo alto de las
escaleras.
Son más de las doce del mediodía y empieza a hacer bastante calor.
Aunque El Médano es famoso por ser un paraíso para los amantes del
Windsurf y del Kitesurf, hoy el viento no es excesivo y apenas si hay
algunas cometas en la zona de la bahía; lo más probable es que sea gente
que está aprendiendo.
—Vamos, lentorra —me grita Zac, por segunda vez en el mismo día.
Ya se ha quitado la ropa y está en la zona más elevada del muro.
Aun con la marea alta, da un poco de vértigo.
—Tú alucinas.
Si piensa que voy a lanzarme desde ahí arriba, es que no me conoce.
Como no me empuje…
Doy un paso hacia atrás, consciente de que mi amigo es muy capaz
de cogerme en brazos y lanzarme al mar sin contemplaciones. Sus labios se
curvan de una manera que no me gusta en lo más mínimo.
—Ni se te ocurra —le advierto, y retrocedo un poco más.
Mira hacia abajo unos segundos sin dejar de sonreír, puede que
imaginando la hostia que me voy a pegar cuando me empuje desde el borde.
—No está tan alto. Venga, Tessa, arriésgate —añade, volviendo su
atención hacia mí de nuevo.
Sus palabras revolotean a mi alrededor, más como un reto que como
una petición, y yo, que a veces me convierto en una auténtica kamikaze,
correspondo a su sonrisa con otra. Zac exhala una carcajada que parece salir
de lo más hondo de su pecho y me tiende la mano. Y es así, con su mano
cubriendo la mía, como terminamos saltando al vacío al mismo tiempo.
En la pequeña fracción de tiempo que tardamos en tocar el agua,
creo que nos sentimos realmente invencibles.
POR LOS FINALES FELICES
—Mmm…
Zac no deja de emitir pequeños gruñidos de satisfacción, aunque yo
estoy haciendo exactamente lo mismo. El maravilloso aroma que inunda la
casa cuando volvemos de nuestra aventura acuática nos arrastra
directamente hasta la cocina. Parecemos dos dibujos animados flotando en
dirección a nuestro almuerzo. Mi amigo se ha sentado a la mesa con una
sonrisa que no le cabe en el rostro.
—Esto está delicioso, Celia.
Mi madre asiente, orgullosa, a pesar de que Zac acaba de hablar con
la boca llena. Estoy segura de que a mí no me lo hubiera perdonado. Sobre
la mesa hay dos fuentes de costillas con papas y mazorcas de maíz —a las
que aquí, en realidad, llamamos piñas—, uno de mis platos preferidos. Ni
que decir tiene que es algo que Zac y yo no comemos a menudo porque
nuestros conocimientos culinarios son bastante más limitados.
—Voy a salir rodando —señalo, al servirme una segunda ración.
Zac me mira mientras añade un poco más a su plato.
—Necesitaremos una siesta después de esto.
—Y que lo digas.
Somos como dos agujeros negros en lo referente a la comida, solo
que luego Zac lo quema a base de ejercicio y yo… Yo tengo un
metabolismo asqueroso, como siempre me dice Marta, de esos que me
permiten comer lo que quiera sin engordar.
Me recuesto sobre el respaldo de la silla de forma perezosa. A estas
alturas, las costuras del vestido se me clavan en los costados y estoy segura
de haber visto como Zac tiraba de la cinturilla de su bañador para aflojarlo.
—¿Y papá?
—Debe de estar al llegar —contesta mi madre, dándole un rápido
vistazo al reloj que cuelga en la pared.
Dejo a Zac comiéndose el postre, con cierto miedo a que reviente, y
subo a mi dormitorio. Creo que las últimas horas han conseguido que me
reconcilie un poco con el mundo y conmigo misma, y no dejo de pensar en
Álex y en que de verdad deseo arriesgarme con lo nuestro.
Saco el móvil del bolso y le envío un mensaje:
«¿Trabajando? Ya te echo de menos».
Me dedico a desenredarme el pelo húmedo mientras espero su
respuesta, que llega apenas unos minutos después.
«Llevo toda la mañana peleándome con una programación.
¿Comemos juntos? Me muero de hambre… de ti ;)».
Contemplo la pregunta en la pantalla y, de repente, me siento
inquieta. Durante un momento, no puedo evitar volver a esa antigua versión
de mí misma y temer que Álex se tome a mal que me haya venido con Zac a
comer a mi casa.
Titubeo, con los dedos flotando sobre el teclado, sin saber muy bien
cómo enfocar mi respuesta. Pero, en cuanto me doy cuenta de lo que estoy
haciendo, aparto la inquietud a un lado y me pongo a teclear. Tengo que
confiar en él y en que esto saldrá bien de verdad.
«Estoy en El Médano. He venido a dar una vuelta con Zac y comer
algo que no se caliente en el microondas».
Me quedo mirando el móvil fijamente y, en honor a la verdad,
quizás esperando también que se desate la tercera guerra mundial. El
pensamiento hace que me den ganas de estampar la cabeza contra la pared.
Varias veces.
Su estado varía de «escribiendo» a «online» varias veces. Solo
espero que su siguiente mensaje no sea un «ok».
«¿Mañana entonces?».
Suelto el aire que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba
conteniendo y, ahora sí, maldigo ese ronroneo del fondo de mi mente que
hace que me comporte así. Soy consciente de que no es más que miedo a
volver a sufrir, a fallar o a que me fallen, pero sé que nada de esto saldrá
bien si continúo dudando a cada paso que doy.
«Mañana soy toda tuya. Toda :p».
Álex contesta enseguida:
«Te quiero, preciosa».
—¿Todo bien?
Levanto la cabeza y me encuentro con los cálidos ojos castaños de
mi padre. Ni siquiera le he oído entrar. Voy hasta él y le doy un beso antes
de contestar:
—Sí, papá.
Me observa unos instantes, como si tratara de dilucidar cuánto de
verdad hay en mi respuesta, y luego esboza una sonrisa.
—Me alegra que hayáis venido a visitarnos.
Me guiña un ojo y no se me escapa que ha hablado en plural.
También a él le gusta Zac, aunque no es tan descarado como mi madre ni
insiste en que la cosa acabe, como poco, en boda, y si hubiera nietos de por
medio, aún mejor.
El pensamiento me arranca una risita nerviosa. Ahora que he vuelto
con Álex, los recuerdos sobre nosotros dos hablando de casarnos, de vivir
juntos... de un «para siempre», resultan más vívidos que nunca. Éramos
muy jóvenes, si bien, teníamos la certeza de que lo nuestro sería eterno.
Bien, ahora tenemos la oportunidad de luchar por ese destino.
—¿Seguro que no te pasa nada? —insiste mi padre, devolviéndome
al presente.
Alzo la cabeza y niego de forma apresurada.
Su mirada recorre mi rostro. Debo de haberlo convencido, porque
me dice que va a cambiarse antes de comer y se marcha hacia su
dormitorio. Mi padre es un hombre bastante práctico, con carácter, pero en
el fondo es un buenazo. Tanto él como mi madre se han preocupado
siempre mucho por mí, y eso que a veces no es que yo se lo haya puesto
precisamente fácil. Mi parte más rebelde les dio bastantes quebraderos de
cabeza hace unos cuantos años. Ahora, sin embargo, creo que hemos
conseguido una relación algo menos problemática. Supongo que
independizarme, al menos durante el curso escolar, ha hecho que nos
echemos de menos y, por tanto, que seamos más pacientes los unos con los
otros.
Mando un último mensaje a Álex, diciéndole que yo también le
quiero, y me dejo caer sobre la cama con lo que debe ser una gran sonrisa
estúpida en la cara. Soy consciente de que estoy analizando todo
demasiado: cada comentario de Álex, cada gesto… Así que me hago la
firme promesa de disfrutar más y pensar menos, aunque sepa que me va a
resultar complicado. Si alguien me hubiera dicho que íbamos a volver
juntos, me hubiera reído en su cara. Y no es porque no lo deseara con todas
mis fuerzas, sino porque pensaba que sería imposible reconciliarnos con los
fantasmas de nuestro pasado.
—Podemos hacerlo —me digo, en voz muy bajita. Mi estómago
pega un pequeño bote y mi sonrisa es tan amplia que comienzan a dolerme
los músculos de la mandíbula—. Es una locura, pero una locura
jodidamente maravillosa.
Pienso en todas las novelas que he leído, esas en las que una pareja,
a pesar de sus diferencias, consigue su final feliz. Yo también quiero mi
«vivieron felices para siempre» con Álex.
Y así, soñando con mi particular cuento de hadas y casi sin quererlo,
me quedo dormida.
Por la tarde, después de una siesta de lo más reparadora, Zac y yo
cogemos una vieja tabla de surf y nos vamos a la playa de Montaña Pelada
a hacer un rato el ridículo. En realidad, soy yo la que hace el ridículo. A mi
amigo se le da bastante bien mantener el equilibrio, mientras yo apenas si
logro ponerme una vez en pie sobre la tabla. Armándose de paciencia, Zac
trata de explicarme cómo colocar las piernas para no caerme; a mí me entra
la risa floja todo el tiempo y me trago aproximadamente la mitad de agua
del océano después de mil intentos.
Al final, opto por finalizar el cursillo intensivo y tumbarme un rato
al sol. Observar a Zac alzarse sobre las olas con el sol cayendo a sus
espaldas resulta todo un espectáculo. Saco el móvil y comienzo a hacerle
fotos hasta que consigo unas cuantas decentes. Algún día tendré que
hacerme un álbum con todas nuestras aventuras, aunque sé que hay
momentos que solo conservo en ese lugar de mi mente en el guardamos los
instantes más preciosos e inolvidables, esos que uno atesora de por vida.
La siguiente parada es una cala de difícil acceso que hay más allá de
Montaña Pelada. Tenemos que caminar al menos durante veinte minutos,
pero la pateada merece la pena. No encontramos a nadie en el trayecto y
tampoco en la playa, así que nos sentamos junto a la orilla y contemplamos
cómo el cielo se va tiñendo de tonos anaranjados. Es realmente precioso.
Estoy segura de que a Álex le encantaría este sitio y me prometo traerle en
cuanto pueda.
Zac y yo no hablamos mucho al regresar a La Laguna, pero ambos
estamos mucho más relajados y tranquilos. El pequeño bajón de esta
mañana parece haberse diluido hasta casi desaparecer, y yo estoy más
convencida que nunca de que quiero a Álex a mi lado y de que voy a luchar,
cueste lo que cueste, por ese final feliz.
¡SORPRESA!
Estrellas. Eso ha dicho Álex, que quiere que vea las estrellas. Yo, de
inmediato, he tenido una serie de pensamientos bastante explícitos sobre él
y yo haciendo de todo menos contemplar el cielo.
—Tienes la mente muy sucia —señala, y su rostro es la viva imagen
de la provocación, lo cual envía mis pensamientos al siguiente nivel.
Mi rostro debe ser bastante revelador, porque me dedica una de sus
mejores sonrisas y lo siguiente que sé es que estamos desnudos y
convirtiendo mis perversiones en realidad.
El último mes ha sido realmente increíble. Hemos estado viéndonos
todo lo que nuestras respectivas obligaciones nos han permitido, robando
minutos y besos a partes iguales. Aunque ha habido unos pocos momentos
de tensión o algún que otro pequeño encontronazo, Álex casi parece aquel
tierno adolescente del que me enamoré hace ya tanto. Se muestra a veces
atento y cariñoso, y otras salvaje e indomable, sobre todo en cuestión de
sexo. Su carácter resulta una cóctel explosivo, y a mí me encanta.
Doy pequeños saltitos al enterarme de que me ha preparado una
sorpresa, aunque todo lo que sé es que voy a ver las estrellas y que
pasaremos dos noches fuera. Y aquí estoy, con una maleta en la que he
metido absolutamente de todo y la impaciencia haciendo que hable más de
la cuenta.
—¿A dónde vamos?
—Ya lo verás.
Álex tamborilea con los dedos sobre el volante. Ha tomado la salida
que lleva a la carretera de La Esperanza y, a pesar de que ya he perdido la
cuenta de las veces que le he preguntado, no suelta prenda.
—Quería celebrar que ya llevamos un mes juntos —dice, y yo me
derrito por la dulzura de su voz.
Enlaza su mano con la mía y la coloca sobre su muslo. El gesto,
como siempre, hace que me sienta feliz de inmediato. Contemplar nuestras
manos unidas y percibir la calidez de su contacto resulta tranquilizador y a
la vez excitante; con Álex todo es contradictorio. Puede que eso sea parte
de su encanto.
—¿Falta mucho? —bromeo, unos kilómetros más tarde, solo para
ver si lo saco de sus casillas y termina confesando.
Él simplemente sonríe. Yo empiezo a preocuparme cuando veo que
no nos detenemos en ningún sitio, a este paso acabaremos en El Teide…
—¡Oh! —exclamo, al darme cuenta de que ese es probablemente
nuestro destino.
Álex frunce el ceño.
—¿Qué pasa?
—Nada —niego con rapidez.
Si es allí a donde vamos, no quiero estropearle la sorpresa. Me
pregunto qué habrá preparado. A Álex siempre se le dio bien hacer planes a
mis espaldas y dejarme con la boca abierta. Tiene pinta de tipo duro, pero
luego alberga esa otra cara, una que muestra muy poco, de la que no puedes
evitar enamorarte. Es detallista y muy romántico.
Según ascendemos en dirección a Las Cañadas del Teide, porque es
obvio que es allí a donde nos dirigimos, las mariposas de mi estómago se
muestran más y más inquietas, y también es posible que esté sonriendo
como una psicópata. A duras penas consigo morderme la lengua cuando
dejamos atrás el cartel que informa que estamos entrando en un Parque
Nacional.
—Y aquí es donde vamos a pasar el fin de semana —comenta,
mientras estaciona el coche en el aparcamiento del Parador.
A estas alturas no me cabe la sonrisa en el rostro. El Parador del
Teide es una construcción no demasiado grande en tonos que se integran
con el paisaje. Lo he visto algunas veces desde fuera, pero jamás he entrado
y mucho menos he pasado la noche en él.
—Te quiero —digo en un susurro.
Estira la mano y sus dedos recorren mi mejilla. La caricia hace que
me hormiguee la piel y que ansíe más. Más de él. Soy algo así como una
adicta, y ahora mismo me muero por dejarme consumir por Álex, por
perderme en él.
Me inclino sobre el hueco entre los asientos y lo beso. No es un beso
inocente, es voraz y exigente. Álex no duda en corresponderme y, al sentir
su lengua adentrándose en mi boca, se me escapa un gemido de
satisfacción. Él ríe al percibirlo. Sus manos tiran de mí y me coloca sobre
su regazo. El volante se me clava en la parte baja de la espalda y tengo una
rodilla empujando contra el freno de mano. Eso no nos detiene. Pero,
cuando una de sus manos se ancla en mi nuca y la otra se cuela bajo el
dobladillo de mi camiseta, comprendo que, si no paramos ahora, nos lo
acabaremos montando en el aparcamiento del hotel.
—Álex —susurro, mientras él reparte besos por la base de mi cuello
—. Tenemos que parar.
Sus dedos ascienden hasta la zona sensible bajo mi pecho y el
estremecimiento se transforma en un latigazo de placer. La temperatura del
interior del coche no deja de subir, o tal vez sea yo la que estoy sufriendo
una combustión espontánea.
—Álex —insisto, aunque no quiero que se detenga.
Las luces de otro coche iluminan el habitáculo y Álex, por fin,
parece que me escucha. Se recuesta contra el asiento con el aliento
entrecortado, su pecho subiendo y bajando con esfuerzo. Tiene los labios
hinchados y de un tono rosado que me hace desear besarlo de nuevo, y sus
pupilas están tan dilatadas que el iris se ha reducido a una estrecha franja.
Tira del manillar de su puerta y la abre.
—O bajamos del coche ahora, o te follo aquí mismo —sentencia, y
sé que habla totalmente en serio.
Exhalo una carcajada y, aunque siento deseos de darle un último
beso antes de descender del vehículo, me abstengo de ello por miedo a
montar un numerito. Paso la otra pierna por encima de él y pongo ambos
pies sobre el asfalto. Alzo la cabeza para mirar al cielo. Todavía no es noche
cerrada, pero aun así lo que veo me deja sin aliento.
—Así que a esto te referías cuando decías que iba a ver las estrellas
—murmuro, sobrecogida.
Observar el firmamento desde Las Cañadas del Teide no tiene nada
que ver con hacerlo desde cualquier otro punto de la isla. Es casi
perturbador contemplar la gran cantidad de puntitos luminosos dispersos
sobre nuestras cabezas. Hace que me sienta insignificante.
—Luego será todavía más impresionante —apunta Álex, que se ha
detenido a mi lado para admirar el espectáculo—. Vayamos dentro, no
quiero que te resfríes.
Sitúa la mano en la parte baja de mi espalda y me empuja con
suavidad en dirección a la entrada del Parador. Nuestro pequeño escarceo
en el interior del coche me ha dejado tan calentita que ni siquiera me he
dado cuenta de lo baja que es la temperatura en esta zona. Estamos a más de
dos mil metros de altura y todo cuanto llevo puesto es una camiseta de
manga larga bastante fina. Sin embargo, noto la cara y algunas otras partes
de mi cuerpo ardiendo.
—¿Por qué no vas entrando? Yo llevaré las maletas.
No me resisto a darle otro beso antes de hacer lo que me dice, pero
esta vez es tan solo un tímido roce de labios.
—Gracias por esto —murmuro, con las manos sobre su pecho.
Una de las comisuras de sus labios se eleva y acerca la boca a mi
oído.
—Puedes mostrarme todo tu agradecimiento luego. —Su mano
desciende desde mi cadera hasta mi trasero, y estoy bastante segura de saber
la clase de agradecimiento que tiene en mente.
Arqueo las cejas y me hago la loca.
—No sé a qué te refieres.
De un solo movimiento, tira de mí y nuestras caderas quedan
íntimamente unidas, demasiado cerca para no percibir su excitación.
—¿Lo sabes ahora? —Se ríe, y a mí se me escapa un sonido a medio
camino entre un gemido y una carcajada.
Y cuando pienso que las cosas van a volver a ponerse demasiado
intensas —teniendo en cuenta que ahora estamos a plena vista—, Álex me
sorprende depositando un casto beso sobre mi frente.
—Te quiero, Teresa, y tenerte conmigo de nuevo es un sueño. Un
sueño del que no quiero despertar.
Su tono es dulce y, en cierta medida, algo desesperado; una especie
de ruego. Yo me siento flotar, porque esto es lo que tantas veces había
imaginado para nosotros. Tenemos pasión de sobra para varias vidas, cariño
y también algunas heridas, pero empiezo a pensar que tal vez era necesario
que pasáramos por todas esas dificultades para llegar hasta aquí, a este
magnífico momento. Puede que de eso se trate encontrar —y mantener— al
amor de tu vida, de no permitir que lo malo prevalezca sobre lo bueno.
Le dedico una sonrisa y hago amago de entrar en el edificio, pero
Álex me retiene.
—Dime una cosa —Su expresión se ha vuelto seria de repente—.
¿Nunca has pasado la noche aquí?
Aun confusa por la pregunta, niego.
—¿Ni siquiera con tu amigo?
Vuelvo a negar. Aunque no menciona a Zac, sé que está hablando de
él.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
Álex permanece en silencio el tiempo suficiente para que se me
forme un nudo en la boca del estómago, hasta que comprendo que puede
que el fantasma de los celos haya hecho su aparición de nuevo. Pero ¿de
verdad importaría que hubiera estado aquí con Zac o con cualquier otro tío?
Para mí, este fin de semana resultará especial por el mero hecho de
compartirlo con él.
Cuando ya he empezado a devanarme los sesos en busca de algo que
decir, Álex por fin me contesta:
—No, nada. Solo que, cuando Iván sugirió lo de subir al Teide y
aceptaste, pensé que tal vez no fuera la primera vez que habías estado aquí.
Ni siquiera sé de qué está hablando hasta que recuerdo nuestro
encuentro en La Palmelita, el día en que Zac escenificó nuestro idilio
imaginario con un beso y yo acabé echando humo por las orejas.
Igualmente, no logró captar la relación entre una y otra cosa.
—Nunca me he alojado en el Parador —concluyo, porque no sé qué
más decir.
Él asiente, satisfecho, y vuelve a invitarme a que me ponga a
cubierto. Después de que el amable personal del Parador nos atienda y nos
informe de las actividades y horarios del establecimiento, nos dirigimos a
nuestra habitación. Y aunque aún sigo confundida mientras avanzamos por
los pasillos, cuando la puerta se cierra tras nosotros y Álex me acorrala en
la misma entrada para cubrirme de besos, yo ya me he olvidado por
completo de la extraña conversación.
LA ESTRELLA MÁS BRILLANTE
Más tarde, una vez que nos hemos instalado, cenado y probado muy
exhaustivamente los muelles de la cama, Álex me sorprende contándome
que tenemos plaza para una observación de estrellas guiada.
No hay una sola nube a la vista y, cuando salimos al exterior para
reunirnos con otros clientes, la sola visión de un cielo plagado de puntos
luminosos hace que el vello del cuerpo se me erice. Álex me rodea con los
brazos desde atrás y apoya la barbilla sobre mi pelo. Nuestras miradas se
pierden juntas en el firmamento mientras escuchamos las explicaciones del
guía, que señala en distintas direcciones: el cinturón de Orión, las Pléyades,
la Osa Mayor…, y nos cuenta diferentes anécdotas sobre el origen de sus
nombres y la mitología que los rodea.
El silencio que reina en el lugar es sobrecogedor. Por un momento
me siento como si el fin del mundo hubiera llegado y fuéramos los únicos
supervivientes. Como si solo existiésemos nosotros. Ladeo la cabeza para
observar a Álex. Este, al percatarse de mi mirada, se inclina y me da un
beso suave en los labios. Tiene los ojos brillantes y en su rostro aparece esa
sonrisa sincera que tanto me gusta.
Mantengo la vista fija en él no sé por cuánto tiempo. Quiero
grabarme a fuego su expresión en estos instantes, esa mezcla de paz y
felicidad que le hace entrecerrar ligeramente los ojos y curvar la comisuras
de los labios de forma casi imperceptible.
—Tienes que mirar hacia arriba —dice, mientras acaricia mis brazos
con la punta de los dedos.
Yo asiento, embelesada, y él suelta una risita cuando ve que no le
hago caso.
—¿Sabes cuál es el lucero del alba? —pregunta, sin perder la
sonrisa—. La primera estrella que aparece en el cielo cuando cae la noche y
que puede verse incluso de día. Solo que no es una estrella, sino un planeta:
Venus. —Me gira para quedar frente a frente y vuelve a abrazarme—. Es el
astro más brillante después del Sol y la Luna —prosigue, con los labios
apenas a unos centímetros de los míos y sus dedos trazando la línea de mi
mandíbula—. Tú eres mi Venus, la primera en llegar a mi vida, la primera a
la que amé y, aunque no estuvieras a mi lado durante años, has seguido
brillando cada día para mí. Tú eres mi estrella más brillante.
Se me aflojan las piernas al escucharlo e incluso creo que mi
corazón se detiene durante unas décimas de segundo antes de recobrarse y
comenzar a latir a tal velocidad que Álex debe estar notándolo rebotar
contra su pecho.
—Álex… yo… —Ni siquiera sé qué decir.
La humedad se me acumula en los ojos y tengo la impresión de que,
si dejo que las lágrimas caigan, no seré capaz de detenerlas nunca, o al
menos no en un largo tiempo. Me pongo de puntillas y le doy un beso. Me
olvido de que hay gente alrededor, del lugar en el que estamos, del cielo y
de cualquier cosa que no sea el hombre que tengo ante mí. Incluso el dolor
parece esfumarse y las heridas cerrarse sobre sí mismas. Lo único en lo que
puedo pensar es en besar a Álex, en demostrarle lo mucho que lo he
añorado, cuánto lo amo, cuánto lo deseo. Mientras aprieto mis labios contra
los suyos, dejo caer la barrera que sé que he mantenido en torno a mi
corazón y se lo entrego todo. Todo. Incluso lo que ya no tengo, lo que creía
haber perdido junto con él.
—Vaya —exclama, cuando el beso finaliza y yo retrocedo, jadeando
—. Vaya…
Parpadea varias veces y, a continuación, una sonrisa va llenándole el
rostro. Se adelanta hasta quedar de nuevo pegado a mí y toma mi cara entre
las manos.
—Se te da mucho mejor que a mí esto de expresar tus sentimientos
—señala, con los ojos fijos en mí.
—No he dicho nada.
—No es necesario.
Esta vez es él el que me besa, y es un beso hambriento, repleto de
anhelo. No siento nada que no sea su sabor sobre mi lengua y su presencia
llenándolo todo, cada parte de mí, cada célula. Reclamándome y exigiendo
más y más. Pidiéndomelo todo. Le doy lo que tengo y lo que soy, hasta el
último sentimiento, emoción y pensamiento. Y sé que, pase lo que pase, hay
una parte de mí que jamás recuperaré, porque siempre le pertenecerá a él.
—Creo que todos nos están mirando —murmura, y percibo su
sonrisa incluso con sus labios apretados contra los míos.
Echo un vistazo a mi alrededor y observo cabezas volverse
rápidamente, fingiendo que no han visto nada. No puedo evitar sonreír. Las
manos de Álex continúan en mi cintura, sujetándome con firmeza, sin
darme opción a separarme de él. Me gustaría poder quedarme así para
siempre, con miles de estrellas titilando sobre nuestras cabezas, acurrucada
contra su pecho y con esta maravillosa sensación de estar por fin de regreso
en casa.
El guía pone fin a la charla y la gente comienza a dispersarse. Unos
vuelven al interior del edificio mientras otros deambulan por la zona,
resistiéndose a apartar la vista del cielo.
—Hay un segundo turno en media hora —comenta el guía, y parece
dirigirse en concreto a nosotros.
Mi impresión se confirma cuando nos dedica una sonrisa
acompañada de una leve inclinación de cabeza. Queda claro que hasta él
nos ha visto darnos el lote como si no hubiera mañana. Las mejillas
comienzan a arderme cuando se acerca a nosotros.
—Podéis asistir si queréis —dice con tono amable.
Me muerdo el labio para no soltar otra de mis carcajadas nerviosas.
Álex hace un gesto negativo.
—Creo que tenemos algo que hacer. Arriba —añade, reprimiendo la
risa.
Le clavo el codo en el estómago para hacerlo callar. El guía parece
comprender a qué se está refiriendo exactamente y no insiste.
—Te vas a quedar dos velas —le suelto a Álex en cuanto nos
quedamos solos.
—¿Eso crees?
Asiento una y otra vez, aún sabiendo que soy una floja y no creo que
aguante ni dos minutos en la misma habitación que él sin lanzarme sobre su
cuello. Entrecierra los ojos y una de sus comisuras se eleva lentamente. No
sé qué estará tramando, pero creo que debería echar a correr en este mismo
inst…
—¡Álex! —grito, cuando en un rápido movimiento me agarra para
alzarme y me carga sobre su hombro—. ¡Bájame, Álex!
Sus carcajadas resuenan en mis oídos, y aún sigue riéndose cuando
atraviesa la zona de recepción ante la atenta mirada de dos recepcionistas
perplejos y varios clientes no menos sorprendidos. Levanto una mano y los
saludo; de perdidos al río.
—Álex, déjame en el suelo —ordeno, aunque me da tal ataque de
risa que más que una orden es apenas un balbuceo incoherente.
—No hasta que te tenga sobre la cama —replica, estirando el cuello
y mirándome por encima de su hombro—, y podamos discutir
cómodamente eso de quedarse a dos velas.
Una de sus manos pasa de agarrarme por las rodillas a ascender
hasta alcanzar mi trasero.
—¡Álex! —protesto, con muy poca convicción.
—Siempre me ha encantado tu culo, tan pequeñito pero tan firme.
Al llegar a la habitación me lanza sobre el colchón y se queda de pie
observándome. La expresión de burla que hasta hace un momento lucía ha
desaparecido por completo, sustituida por una feroz determinación.
—Voy a quitarte la ropa —afirma, mientras tira de la sudadera que
lleva puesta y se la saca por la cabeza junto con la camiseta— y te voy a
tumbar desnuda en ese mismo sitio. Luego mi boca y mi lengua van a
repasar cada curva de tu cuerpo, cada rincón —continúa, y el deseo que
empaña sus palabras es tan intenso que se me encogen incluso los dedos de
los pies—. Te voy a acariciar hasta que supliques por más, y luego…
Hace una pausa. Tira del botón de sus vaqueros y estos caen
arrugados a sus pies. Tengo que concentrarme para tragar saliva al ver que
no lleva nada debajo. Se saca las zapatillas y los calcetines, quedando
totalmente desnudo frente a mí. La imagen de su cuerpo cubierto de tinta,
sumada a sus palabras, me hace anhelar tenerlo ya en mi interior. Ni
siquiera creo que necesite precalentamiento.
—Y luego —continúa—, luego voy a follarte despacio, muy muy
despacio, y esperaré a que empieces a soltar esos gemiditos que tan
cachondo me ponen para hundirme en ti tantas veces y tan profundo que no
vas a poder evitar correrte.
Su mirada, fija en mí, parece estar ya acariciándome, y a mí han
empezado a temblarme las piernas. Mi imaginativa mente ha traducido sus
palabras en imágenes y estoy a punto de empezar a arrancarme yo misma la
ropa.
Tiro de la cinturilla de mis pantalones, no con poca desesperación.
Álex se pone de rodillas sobre la cama, entre mis piernas, y detiene mi
mano mientras niega con la cabeza.
—No, he dicho que voy a desnudarte yo.
Me dedica una sonrisa torcida. Todo mi cuerpo palpita, ansioso, y
noto la piel caliente, ardiendo de deseo por él. Paso a paso, va cumpliendo
al pie de la letra todo lo que ha dicho. No sé cuánto tiempo pasa
torturándome con su boca y sus manos, ni cuántas veces pronuncio su
nombre mientras él se mueve con calma dentro de mí, llevándome al límite,
provocándome y haciendo que el placer desborde mis sentidos. Todo lo que
puedo asegurar es que mis uñas se clavan en numerosas ocasiones en su
espalda y que, cuando por fin mi cuerpo se sacude con un intenso orgasmo,
Álex sucumbe conmigo y gime mi nombre acompañado de un profundo
susurro que suena muy parecido a un «Te amo».
CUATRO SIMPLES PALABRAS
—Venga, Álex, por favor —le ruego, y aunque no puede verme porque
estamos hablando por teléfono, pongo mi mejor cara de gato con botas.
Ha pasado casi una semana desde nuestra escapada al Teide y no nos
hemos visto desde que regresamos. Álex está sobrecargado de trabajo, y yo,
entre las clases en la facultad y que me han llamado para echar un par de
tardes extras en el bar, tampoco tengo demasiado tiempo libre. Y aunque
llevamos algo más de un mes juntos, ya es el tercer fin de semana que mi
jefe me llama.
Lo oigo suspirar al otro lado de la línea.
—No me apetece demasiado salir, Teresa.
Ninguna de las veces que me ha tocado trabajar ha venido a verme a
pesar de que alguna de esas noches sé que ha estado por ahí con sus amigos.
La verdad es que no estoy muy segura de cómo tomármelo.
—Puedes venir a la hora del cierre y dormir en mi casa —propongo,
porque me muero de ganas de verlo.
Ese es otro punto de discordia: a Álex no le entusiasma demasiado
lo de quedarse en mi piso. Por ahora, casi siempre que hemos dormido
juntos ha sido en su casa.
—Por favor, por favor, por favor. Te echo de menos.
—Está bien —cede por fin—. Iré a tomarme una copa antes de que
salgas.
Fiel a su palabra, aparece en el bar una hora antes de que echemos el
cierre. A estas alturas de la noche, María, la otra camarera, y yo ya hemos
pasado al modo borde. El resto de camareros, todos chicos, aún se permiten
coquetear con las clientas, pero nosotras, llegadas a este punto en el que la
mayoría de la gente va bastante pasada, preferimos evitar incluso
mostrarnos amables. No sería la primera vez que un cliente confunde una
sonrisa cordial con una burda insinuación.
Pero cuando veo a Álex acercándose a la barra no puedo evitar
demostrar lo feliz que me hace que esté aquí con una sonrisa digna del
mismísimo Jóker. Lleva puestos unos vaqueros oscuros y una chaqueta de
cuero negro que le da, si cabe, más aspecto de macarra.
—Ey, has venido.
—Te dije que lo haría.
Le sirvo un ron con cola y me inclino sobre la barra para robarle un
beso. Si bien, enseguida me veo obligada a atender a otro cliente. Álex se
marcha y pilla libre una de las mesas cerca de la puerta.
—Salgo a recoger —me dice María, unos veinte minutos después.
—No te preocupes, ya voy yo.
María lanza una mirada rápida en dirección a la mesa en la que se
encuentra Álex y me guiña un ojo.
—Vale.
Voy pasando de mesa en mesa y recogiendo vasos, botellines de
cerveza y botellas de refresco medio vacías. Doy varios viajes a la barra
para dejarlos, hasta que le toca el turno a Álex. Paso un trapo por la madera,
levantando su copa vacía, y él aprovechar para deslizar los dedos por mi
brazo, enviando una descarga eléctrica que me cala hasta los huesos.
—Me muero de ganas de irme contigo a casa —confieso, agotada
aunque contenta de que esté aquí.
Él sonríe y abre la boca para decir algo. No llega a hablar. Frunce el
ceño y su vista se pierde a mi espalda. Giro la cabeza para ver qué es lo que
ha atraído su atención y me encuentro con Zac.
—Hola, pequeña Tessa —me saluda. Sus brazos me rodean y
deposita un beso suave sobre mi sien.
El gesto dura apenas unos segundos, pero, por primera vez desde
que nos conocemos, sus atenciones hacen que me sienta incómoda.
—Mira lo que me he encontrado abandonado en nuestro portal. —
Se hace a un lado y tras él me encuentro a un sonriente Teo.
El hermano de Zac no duda en abrazarme tan fuerte que me levanta
los pies del suelo. Al separarse, me hace un escaneo de pies a cabeza que ni
una máquina de rayos X.
—Cada día estás más buena —suelta, como si tal cosa.
Álex me queda a la espalda, pero siento sus ojos clavados en mi
nuca como dos brasas al rojo vivo. Estoy segura de que ha escuchado el
comentario de Teo.
—Y tú más capullo —bromeo, en un intento de restarle importancia
al piropo.
—Me ha dicho este —añade, señalando a su hermano— que te han
echado el lazo.
Ahora sí, me siento obligada a volverme para mirar a Álex. La
seriedad de su expresión deja claro que Teo acaba de pasar a convertirse en
el enemigo público número uno.
—Álex, este es Teo, el hermano de Zac —los presento,
recordándome que tengo que respirar—. Teo, este es Álex, mi novio.
Teo le tiende la mano por encima de la mesa. Álex parece
pensárselo unos segundos, pero al final termina estrechándola.
—Te llevas una joyita —señala Teo, y yo empiezo a rezar para que
la tierra se abra y me trague.
—¿Lo dices por propia experiencia? —replica él sin molestarse en
disimular su disgusto.
Se me abren los ojos como platos ante su insinuación, pero ni
siquiera tengo tiempo de intervenir.
—Más quisiera, pero Teresa es un hueso duro de roer.
A punto estoy de soltarle una colleja a Teo por el comentario, pero
es Zac quien le da un empujón mientras farfulla por lo bajo algo acerca de
comportarse como un gilipollas.
Álex parece a punto de sufrir un colapso. Tiene los labios apretados
en una delgada línea y no deja de mirar a Teo como si quisiera borrarle la
sonrisa de la cara a base de hostias. Zac, por su parte, me ofrece una mirada
de disculpa.
—Ah, a ti te quería yo ver, preciosa —exclama Teo, sin darse en
absoluto por aludido, cuando Marta se une al grupo.
Mi amiga mira a todos los presentes y nos saluda con la mano. Teo,
que parece haber perdido todo interés en la conversación, le rodea los
hombros con un brazo y la arrastra en dirección a la barra. A pesar de la
evidente tensión que flota en el ambiente, Zac no parece muy dispuesto a
seguirlos.
—Nos dejas un momento —le pido, cuando veo que Álex se levanta
y comienza a ponerse la cazadora.
Mi amigo titubea. Le hago un gesto con la cabeza y, aunque no
parece convencido, se va tras los pasos de su hermano.
—¿Vas a salir a fumar? —pregunto, sin saber cómo afrontar su
enfado.
—No. —Es toda su respuesta.
Me quedo unos instantes en silencio y cambio el peso de una pierna
a otra, demasiado nerviosa como para estarme quieta.
—¿Te vas?
—¿Tú que crees? —replica, dirigiéndose a la puerta.
Lo sigo, dolida por su actitud. No es que defienda a Teo, pero
tampoco creo que pueda culparme por lo que ha dicho. Es más, a su manera
es incluso una especie de halago.
Lo alcanzo cuando acaba de atravesar la entrada y lo agarro del
brazo para detenerlo. Se suelta de un tirón, aunque al menos se detiene. La
mirada que me lanza hace que un escalofrío me recorra la espalda.
—Vamos, Álex. Teo es un bocas, pero es inofensivo.
—¿Inofensivo? —repone con desdén—. Primero tengo que soportar
que tu amiguito te sobe y luego llega ese otro imbécil y le falta tiempo para
proclamar que quiere acostarse contigo.
—No es eso lo que ha dicho —lo contradigo, y también yo
comienzo a enfadarme.
Antes de contestar, me dedica una sonrisa que no tiene nada de
amable.
—Ah, ¿no? Porque a mí sí que me lo ha parecido.
Quiero explicarle que Teo jamás se ha propasado conmigo, que
nunca ha ido más allá de las insinuaciones. Ya hace tiempo que dejé de
hacerle caso, y en realidad ninguno de los dos nos tomamos en serio lo que
se ha convertido en un estúpido juego. Pero Álex vuelve a hablar.
—No has cambiado una mierda.
Me quedo paralizada al escucharlo. Estoy bastante segura de que
ahora mismo la sangre ni siquiera está corriendo por mis venas. Su
afirmación es como una patada en la boca del estómago, o peor aún, en
plena cara. Y el dolor que me provoca se convierte en algo físico en el
momento en que comprendo exactamente lo que ha querido decir y en qué
debe de estar pensando.
—No me puedo creer que hayas dicho eso —replico, con la voz
temblando por la impotencia.
—Es la verdad.
Su tono despectivo convierte mi corazón en una puñado de
pequeños trocitos amontonados. Aprieto los dientes para evitar que la
humedad que me llena los ojos se desborde. Ni siquiera tengo ánimos para
contestarle. Todo lo que hago es quedarme de pie frente a él tratando de
contener las lágrimas y no derrumbarme.
—Eso pensaba —sentencia, ante mi silencio.
Se da la vuelta y se marcha, y yo permanezco en mitad de la acera,
inmóvil, demasiado herida para seguirlo o regresar al interior del bar.
Temblando de rabia y frustración, y negándome a creer que Álex me haya
hecho, de forma consciente, tanto daño con tan pocas palabras.
LÁGRIMAS, TEMORES Y OTROS
VIEJOS SENTIMIENTOS
—¿Se puede saber qué haces aquí fuera? —María, que no parece
demasiado contenta, me encuentra no sé cuánto tiempo después aún
plantada en mitad de la entrada—. Carlos está preguntando dónde demonios
te has metido.
—Voy. —Es todo cuanto me atrevo a responder, temiendo que se dé
cuenta de mi estado.
Me seco las lágrimas con disimulo y la sigo al interior, no quiero
que Carlos, mi jefe, venga a tirarme una de sus épicas broncas. No creo que
hoy lo soportase.
Me dirijo al lavavajillas y comienzo a llenarlo de forma mecánica,
huyendo de mis pensamientos, cualquier cosa con tal de no dejar que lo que
acaba de suceder me haga explotar delante de los clientes. Sin embargo, Zac
no tarda ni medio minuto en aparecer al otro lado de la barra.
—¿Tessa? ¿Todo bien?
No alzo la vista.
—Sí.
Lo escucho suspirar.
—¿Qué ha pasado?
—Todo está bien, Zac, por favor —suplico, con la vista fija en los
vasos sucios. Si no lo miro, tal vez no se dé cuenta de que algo va
terriblemente mal—. No te preocupes.
Suspira otra vez y luego nada. No me atrevo a comprobar si se ha
marchado y, durante los siguientes cinco minutos, me limito a proseguir mi
tarea con extremada diligencia.
—Ey, Teresita, ¿me pones otra cerveza? —Oigo que me llaman.
Esta vez sí que alzo la cabeza para fulminar a Teo con la mirada,
aunque no hago el más mínimo amago de servirle. Él, consciente de mi
enfado, se inclina sobre la barra para hablarme en voz baja.
—Siento si te he causado algún problema con tu novio —susurra, y
parece sincero—, pero permíteme un consejo aunque pienses que soy un
gilipollas. Estás muy buena, eres divertida y una tía legal, además de lo
suficientemente inteligente como para no haberte liado nunca conmigo. —
Me quedo observándolo sin saber si reírme por pura desesperación o ceder
al llanto—. Y, por si fuera poco, mi hermano te adora. Así que ándate con
cuidado con ese tío. Si parece un cabrón y actúa como un cabrón es porque
es un cabrón. Te lo dice uno de ellos —concluye, y no hay rastro de burla
en su voz.
En cuanto saco del frigorífico una cerveza, me la arranca de entre
las manos y se marcha sin añadir una palabra más, dejándome con la duda
de si está tomándome el pelo o lo dice en serio. Aunque, viniendo de él,
estoy casi convencida de que no estaba bromeando.
A la hora del cierre, apenas si me mantengo en pie. Estoy exhausta
tanto física como mentalmente. Mis amigos han esperado pacientemente a
que acabara, aunque hubiese preferido que se marcharan y no tener que
enfrentarme a ellos.
—¿Vienes con nosotros? Vamos a tomar la última —comenta Zac, a
pesar de que creo que conoce la respuesta incluso antes de formular la
pregunta.
Niego con la cabeza.
—Id vosotros y pasadlo bien. Yo estoy demasiado cansada, solo
quiero meterme en la cama.
—Marchaos —suelta Marta—. Yo me quedo con ella.
Me da la sensación de que Zac y ella intercambian una mirada de
entendimiento, pero no me paro a analizarlo. No tengo fuerzas para ello.
—¿Quieres contarme qué cojones ha pasado con Álex? —pregunta
mi amiga en cuanto Teo y Zac nos dejan a solas.
—Nada —replico, y como sé que va a estar acosándome hasta que
le cuente algo, añado—: Le ha sentado un poco mal una cosa que ha dicho
Teo.
Resopla.
—¡No me digas! —repone, con no poco sarcasmo—. Si parecía el
muñeco rojo de la película esa de las emociones.
—¿Del revés?
—Esa misma. Solo le faltaba echar fuego por la cabeza.
Muy a mi pesar, el comentario me hace sonreír, aunque la alegría me
dura lo que tardo en recordar las palabras de Álex.
—¿De verdad va todo bien? —insiste, preocupada—. Porque por tu
expresión te diría que lo mandases a la mierda.
Se cuelga de mi brazo y echamos a andar.
—Pensaba que me animabas a que peleara por esto —replico, con
tono seco, y me arrepiento de inmediato porque soy consciente de que estoy
pagando mi frustración con ella.
Por suerte, Marta no se lo toma mal.
—Y te animo, Tessa, pero no me pidas que te vea sufrir y me quede
callada. Cuando Álex reapareció me pareció bien apoyarte. ¡Joder! Es algo
que tienes que superar o que arreglar. Dime una cosa, antes de estar con él,
¿cuánto tiempo has pasado sin echar un polvo?
Pongo los ojos en blanco, cansada de que para Marta todo se
reduzca al sexo.
—Quien dice echar un polvo, dice pillarte por un tío. O darte el lote
¡Algo! —exclama, cada vez con más ímpetu.
Sigo caminando, mirando al frente. Nos cruzamos con un montón de
grupos de gente de nuestra edad. Los sábados por la noche siempre son
moviditos en esta zona de La Laguna.
—He estado con otros tíos antes de volver con Álex, y he tenido
algunas relaciones.
—¿Hace cuánto? ¿Y durante cuánto tiempo? Vamos, Tessa, la
relación más sólida que tienes es con Zac, y ese es otro que últimamente no
folla ni por equivocación.
¡Por dios! ¿Es que no tiene límites?
—Lo tuyo es una obsesión —resoplo, planteándome si la
importancia que le da Marta al sexo no es un poco anormal, pero ella me
ignora.
—Cierra esa etapa. Déjalo ir si te hace daño.
—Solo ha sido una pelea.
Ni siquiera sé por qué estoy defendiéndolo, no después de lo que ha
insinuado. Pero no es algo que quiera contarle a Marta, ni siquiera quiero
pensar en ello. Todo lo que deseo es llegar a casa, meterme en la cama y
esconder la cabeza bajo la almohada. Probablemente, también dejar salir las
lágrimas que me he quedado dentro. Lo de dormir hoy va a ser muy
complicado.
—Y Zac sí que folla —añado, más por cambiar de tema que porque
quiera seguir hablando de la vida sexual de mis amigos.
Marta se ríe, aunque yo no le veo la gracia a mi comentario.
—Zac está enamorado.
Me quedo clavada en el sitio y Marta se lleva un buen tirón de
brazo. Esto sí que es una sorpresa.
—¿De quién? No me ha dicho nada, no habla de ningún chico o
chica en concreto.
—No sé si es él o ella, ni de quién se trata, pero, créeme, está pillado
por alguien seguro. El otro día salimos Marcos, él y yo, y le intentamos
encasquetar a no sé cuántos tíos. —Voy a protestar por la tontería que estoy
segura de que va a sugerir, pero no me da opción—. Los rechazaba como
solo lo hace la gente que sabe que no quiere liarse con nadie porque ya tiene
a alguien especial en su vida. Tú ya me entiendes.
Agito la cabeza con cierta incredulidad. Marta, que parece haber
encontrado un filón en el análisis punto por punto de los gestos y actitudes
de Zac, se tira el resto del camino hasta mi piso parloteando alegremente
sobre el tema. Yo fuerzo varias sonrisas y suelto un ajá aquí y otro allá,
aunque mi mente es incapaz de concentrarse en la conversación, lo que hace
que me sienta aún peor. Soy una pésima amiga.
Cuando ya en casa, menciona a Marcos de nuevo, aprovecho para
interesarme por sus avances. En este momento prefiero concentrarme en su
vida amorosa antes que en la mía.
—¿Y bien?
—Es divertido, muy sexy y tiene todos los músculos muy bien
puestos. Todos —remarca, arrancándome un pequeña sonrisa.
—Lo tuyo no tiene arreglo.
—Ya, pero te has reído —replica, satisfecha.
Me deshago del bolso y de la chaqueta. Ahora que estoy en casa, la
soledad de mi habitación me reclama aún con más intensidad. Como hay
confianza, dejo a Marta que se las arregle por sí sola y que ocupe el cuarto
de invitados. Teo tendrá que apañárselas y dormir en la habitación de Zac o
en el sofá.
—Buenas noches, petarda. —Me da un abrazo antes de dejarme ir
—. Procura descansar.
Le devuelvo los buenos deseos, aunque sé que los suyos no me
servirán de nada. No esta noche. Cierro la puerta de la habitación y me dejo
caer sobre el colchón sin siquiera quitarme la ropa. Lo único que hago antes
de taparme con la colcha es asegurarme de que no tengo ninguna llamada o
mensaje de Álex, pero no hay nada.
El agujero que ha aparecido en mi pecho parece ensancharse al
mismo ritmo que el silencio se extiende por la casa conforme Marta se
prepara para meterse también en la cama. Cuando ya no se escucha ningún
ruido y estoy segura de que Marta se ha quedado dormida, las lágrimas
acuden a mis ojos y empapan la almohada con rapidez. Me niego a aceptar
que Álex tenga una visión tan pobre de mí. Ya sé que le hice daño con mi
comportamiento en el pasado, pero si yo he intentado no culparlo por cómo
me trató, ¿tan difícil es que me vea tal y como soy ahora?
Las preguntas se suceden una tras otras, asfixiándome. ¿De verdad
me ve así? ¿Lo ha dicho llevado tan solo por los celos? ¿No ha cambiado en
realidad? ¿He cambiado yo? ¿Somos los mismos y estamos destinados a
hacernos daño de nuevo? ¿O tan solo ha sido un malentendido, una simple
pelea, como me he esforzado por hacerle creer a Marta?
Doy vueltas y más vueltas sobre el colchón. Cuando pienso que las
lágrimas han cesado, los sollozos sacuden mi cuerpo de nuevo. Y así, entre
cuestiones sin respuesta y un llanto desconsolado, entre temores y otros
viejos sentimientos, en algún momento consigo quedarme dormida.
¿IGUALES?
—Estás hecha una pena —suelta Marta, cuando por fin decido salir de mi
encierro a las cinco de la tarde del día siguiente.
Hasta ahora solo he hecho un par de viajes al baño. Ni siquiera me
he adentrado en la cocina y, por tanto, no he probado bocado desde la cena
de anoche. Me siento tan mal como sugiere mi aspecto.
Mi amiga está sentada en el sofá, al igual que Teo, que me mira con
lo que sospecho que es una buena dosis de compasión. Cada uno apoya la
espalda en uno de los reposabrazos laterales y sus piernas se entrecruzan en
la parte central. Él juguetea con el mando de la televisión mientras que ella
hojea una revista.
Teo se incorpora hacia delante y sus rodillas rozan las de Marta, que
le dedica una sonrisa. Casi parecen una pareja de enamorados. Creo que ni
siquiera son conscientes de la imagen cómplice y tierna que me están
ofreciendo. En otro momento seguramente aprovecharía para burlarme de
ellos, pero el dolor de cabeza y mi estómago suplicando algo de comida no
me lo permiten.
—¿Quieres que te prepare un café? —se ofrece Marta.
Se levanta sin esperar respuesta y, al hacerlo, le da un coqueto
empujoncito con la cadera a las rodillas de Teo. Este ladea la cabeza para
observarla mientras se dirige a la cocina.
—¿No es una preciosidad? —comenta, y escucho a mi amiga reírse
desde la habitación contigua. En este instante, Teo incluso parece un buen
tío. Hasta que grita—: ¡Marta! ¡Deberíamos echar un polvo!
Y hasta aquí el momento de ternura de hoy. Son tan parecidos que
imaginarlos juntos da un poco de miedo.
Marta asoma la cabeza a través del hueco de la puerta.
—Eso se lo dices a todas, ¿no? —se burla, sin amilanarse por su
actitud directa.
—Pero tú eres especial.
Oigo las carcajadas de mi amiga desde donde estoy a pesar de que
se ha vuelto a meter en la cocina.
—¡No creo que seas capaz de seguirme el ritmo, Teo! —replica, a
voz en grito—. No soy como esas niñatas con las que te sueles contentar.
Teo frunce el ceño, incluso parece herido por su comentario. En un
tío para el que la vida es una fiesta continua, el gesto resulta extraño. Se
pone en pie y pasa a mi lado para ir al encuentro de Marta, y yo sigo sus
pasos, muerta de curiosidad.
Mi amiga se encuentra de espaldas, sirviendo una taza de café, y no
lo ve llegar. Sin embargo, él actúa con una seguridad implacable. La agarra
de la muñeca y la obliga a soltar la taza, para después hacerla girar y
acorralarla contra la encimera. Cuando sus caderas se clavan en las de ella,
me da por pensar que tal vez no debería quedarme a ver lo que pasa a
continuación.
Esto va a terminar mal, me digo, porque no sé quién de los dos es
capaz de la mayor burrada.
—¿Pero qué coj…?
Teo la silencia dándole un morreo que, definitivamente, no es apto
para todos los públicos. La suelta casi de inmediato, pero no se separa de
ella.
—Cuando estés lista para probar a montártelo con un tío de verdad,
avísame —le dice él con un gruñido.
Y ya la tenemos liada.
Marta le cruza la cara de una bofetada y el sonido que produce el
golpe hace que me duela hasta a mí.
—Si vuelves a besarme, te juro que vas a perder eso que crees que te
convierte en un hombre.
A continuación, sale de la cocina con un aire tan digno que me dan
ganas de aplaudir. Teo se gira para seguirla con la mirada y tengo que
reprimir una carcajada al ver la marca roja de su mejilla. Sin embargo, él se
pasa la mano por la cara y sonríe. Este chico está mal de la cabeza.
—Yo creo que le molo.
—Sois tal para cual —replico, mientras termino de servirme el café
yo misma—, pero esta vez te has pasado tres pibe lo, Teo.
—Eso pienso yo —suelta él, muy serio, ignorando la segunda parte
de mi comentario. Luego, señala la cafetera—. ¿Me pones uno?
Me dedica su mejor sonrisa de casanova, dejándome tan confundida
con sus cambios de expresión que, para variar, no sé cuánto de broma hay
en sus palabras.
La escasa preocupación que muestran mis amigos por lo sucedido
ayer me indica que no le han dado mayor importancia. Claro que ellos no
saben todo lo que pasó. No obstante, siento un alivio creciente. Con suerte,
Zac tampoco se mostrará interesado en volver a sacar el tema. Intuyo que
debe estar echándose la siesta. No importa a qué hora se acueste, siempre
madruga. Por lo que luego suele suplir la falta de horas de sueño a media
tarde.
Después de reponer mis niveles de cafeína y comerme un sándwich,
que es cuanto consigo que admita mi estómago, vagabundeo del salón a mi
dormitorio sin hacer caso del tira y afloja que se traen entre manos Marta y
Teo. Reviso el móvil de forma obsesiva, pero parece que Álex no tiene nada
que decir y, con cada hora que pasa sin dar señales de vida, me convenzo
más de que voy a ser yo la que tenga que llamarlo. No me importa dar el
primer paso si él está dispuesto a hablar, pero siento demasiada inquietud
por lo que vaya a decirme.
Mis esperanzas de que nadie mencione lo de anoche se van al traste
cuando me cruzo con Zac en el pasillo. Tiene el pelo revuelto y la sombra
de una barba incipiente le cubre el mentón, aunque esa clase de detalles no
hacen otra cosa que aumentar su encanto natural. A mí, en cambio, me pilla
justo saliendo del baño, con tan solo una toalla enrollada alrededor del
cuerpo y otra en la cabeza. En cuanto me ve, toma mi cara entre sus manos
y me mira directamente a los ojos, como si quisiera extraer de ellos lo que
no estoy dispuesta a contarle.
—¿Qué tal estás?
Se me escapa un suspiro, aunque mi intención es no parecer
afectada. Sin embargo, creo que él es capaz de ver el dolor en mis ojos.
—La verdad —me pide, y eso que aún no le he contestado.
—Solo ha sido una pelea.
Quizá si continúo repitiéndolo puede que me lo crea.
No es que no confíe en Zac o en Marta, pero soy consciente de lo
que van a decirme y no estoy segura de querer oírlo. No sé si mi actitud es
cobarde o es que simplemente no deseo escuchar algo que debilite mis
fuerzas, y tampoco me gustaría que pensaran mal de Álex. Aunque Marta
crea que tal vez sea mejor que me rinda y pase página, no estoy preparada
para dejar ir al amor de mi vida.
—Estoy aquí, ¿vale? —Me abraza, estrechándome contra su pecho,
y me susurra al oído—: Siempre.
La incomodidad regresa. Imagino lo que diría Álex si me viera aquí,
medio desnuda y entre los brazos de Zac. Me pregunto si no llevará algo de
razón al sentirse celoso, no porque haya nada entre mi amigo y yo, sino por
la extraña relación que mantenemos. ¿Cómo lo llevaría si fuera al revés?
¿Si fuera él quien recibiera tantas atenciones de su mejor amiga? Puede que
entonces yo también explotara; tal vez la intimidad que compartimos Zac y
yo sea una variante de mi comportamiento en el pasado. Una demanda
continua de atención.
El pensamiento pone en tensión todos los músculos de mi cuerpo, y
Zac debe darse cuenta de que algo va mal, porque deja caer los brazos de
inmediato.
—Voy a vestirme.
Me separó de él sin mirarlo y me meto a la carrera en mi dormitorio,
cerrando la puerta tras de mí. Tardo unos segundos en escuchar sus pasos
alejarse por el pasillo.
Me derrumbo sobre la cama. ¿Qué demonios me pasa? ¡Le acabo de
estampar la puerta en las narices a mi mejor amigo! Pero la idea de que
nuestra relación sea inapropiada no deja de dar vueltas en mi cabeza,
arrastrándome al rincón de los recuerdos. La imagen de Zac acogiéndome
en su regazo, ambos excitados por el contacto, aparece ante mis ojos con
total nitidez. No estaba con Álex, pero eso no cambia el hecho de que
resulte fuera de lugar para una amistad. Mi mente sigue recorriendo otros
momentos, los besos, los abrazos…
«No eres la misma», me repito una y otra vez. Sin embargo, por
primera desde hace algunos años, empiezo a dudar de mí y de quién soy
realmente.
SIN TI
Cuarenta y ocho horas. Dos días que paso en plan zombi, machacándome a
base de pensamientos contradictorios, elucubraciones de lo más variadas y,
por qué no decirlo, alguna que otra paja mental. Ninguna noticia de Álex, ni
por su parte ni por la mía.
Por otro lado, mi actitud con Zac se ha vuelto esquiva. Él no se da
cuenta o decide no hacer nada al respeto. Las veces en las que no puedo
evitar que coincidamos, se muestra tal y como de costumbre. No sé muy
bien qué estoy haciendo, pero la complicidad natural que siempre hemos
compartido parece haberse esfumado de repente. Tengo claro que tiene
mucho que ver con lo que dijo Álex, si bien tampoco he logrado reunir el
valor para hacerle frente.
—¿Te apuntas a una pizza?
La invitación proveniente de Teo, que aún continúa quedándose en
casa, me pilla con la guardia baja. Dejo a un lado el libro que estoy leyendo
y me incorporo sobre el colchón. Echo de menos leer con Zac en el parque,
hace semanas que no lo hacemos.
—Vamos todos —añade, supongo que como incentivo.
Marta aparece a su espalda. Apoya la barbilla sobre su hombro y
sonríe. Vuelven a comportarse como adultos, por ahora.
—No puedes negarte. Celebramos el cumple de este impresentable.
Teo compone una expresión ofendida.
—Tú sigue intentando esconder la atracción que sientes por mí bajo
esa actitud despectiva —replica, consiguiendo que Marta ponga los ojos en
blanco.
—Aprovecha cuando soples las velas y pide que te devuelvan a la
realidad —se mofa ella—. Ese mundo paralelo en el que vives te hace
parecer un iluso.
Teo la agarra y tira de ella. Y aunque mi amiga se resiste con todas
sus fuerzas, termina atrapada entre sus brazos. No puedo dejar de
contemplarlos con algo de envidia y nostalgia. ¿Nos verían los demás así a
Zac y a mí?
—Tengo mucha fe —proclama Teo, sujetándola para que no escape
—. Montañas de fe e ilusiones.
Marta se revuelve al tiempo que la risa le gana terreno.
—¡Lo que estás es salido!
Me muerdo el labio para no echarme a reír.
Zac aparece en escena justo cuando su hermano está apunto de
contestar y, de repente, mi habitación parece demasiado pequeña y llena de
gente.
—¿Se puede saber qué hacéis? —los reprende, aunque su atención
está puesta en mí.
Su mirada recae sobre la cama y se acerca para tomar el libro. Lo
observa durante unos instantes. Cuando sus ojos regresan a mí están
cargados de tristeza y algo se rompe dentro de mí. Me siento dividida entre
lo que se supone que tengo que hacer y lo que deseo hacer, lo que mi
corazón me pide que haga. A lo mejor el problema es que quiero tenerlo
todo.
—¿Mañana? —susurra, tendiéndome la novela, y comprendo
enseguida que él también me echa de menos.
—Mañana —confirmo, sin pararme a pensarlo dos veces.
Me dedica la mejor de sus sonrisas y se inclina para murmurar en mi
oído:
—Ven a cenar con nosotros, no creo que soporte a estos dos si no
me acompañas.
Termino aceptando. Me digo que no puedo faltar al cumpleaños de
Teo, pero en el fondo sé que el motivo principal es pasar un rato con Zac.
Que vayamos en grupo al menos hace que pueda aparcar la culpabilidad
durante un rato y disfrutar sin trabas de la compañía de mi segunda familia.
—Un metro —dice Teo con tono de pervertido—. Mide un metro.
Agito la cabeza. A pesar de estar hablando de una salchicha, en su
boca todo suena realmente obsceno. Al final hemos desechado la pizza y
nos hemos ido a una cervecería cercana a comernos una de esas típicas
salchichas de un metro, algo que Leo no deja de comentar.
—Lo tuyo es de traca —dice Marta, metiéndose un buen trozo en la
boca ante su atenta e interesada mirada.
—Le dijo la sartén al cazo —señalo, riendo—. De verdad, estáis
enfermos.
Los hermanos intentan imitar la proeza de Marta y la cena se
convierte en una competición para ver quién es capaz de comerse el trozo
más grande sin morir atragantado. Sus tonterías hacen que me sienta algo
mejor y, por unas horas, me olvido del dolor que me provoca la ausencia de
Álex.
Reparo en las miradas furtivas que me lanza Zac cuando cree que no
le estoy prestando atención y en que parece feliz, más feliz que las pocas
veces que hemos coincidido en los últimos días.
Todos quieren ir a tomar algo al finalizar la cena para brindar por los
recién estrenados veintidós años de Teo, aunque son casi las doce. Pero yo,
a riesgo de parecer una aguafiestas, les hago saber que me voy derechita a
casa. Mañana tengo clase a primera hora y, con lo poco que estoy
durmiendo, necesito descansar.
—¿Te acompaño? —se ofrece Zac, y yo niego con rapidez.
Aparta un mechón de mi cara y me da un beso rápido en la mejilla.
Se apresura a alcanzar a Marta y Teo, que van ya calle abajo discutiendo a
saber sobre qué escandaloso tema. Me abrocho la cazadora y pongo rumbo
a casa. Aprieto el paso no solo debido al frío y la humedad. No hay
demasiada gente por la calle y nunca me ha gustado ir sola de noche a pesar
de que La Laguna es una ciudad bastante tranquila.
Estoy a punto de meter la llave en la cerradura del portal cuando
escucho un ruido a mi espalda, y por un momento me da por pensar que
algún loco va a atacarme. Al girarme, me encuentro a Álex de pie junto al
bordillo de la acera. Mantiene la barbilla baja y en su mano derecha hay un
pitillo encendido. No lleva más abrigo que una camiseta de manga larga;
debe estar helado.
Siento deseos de echar a correr y lanzarme contra su pecho. Ahora
que lo tengo delante me doy cuenta de cuánto añoro la sensación de sus
brazos rodeándome y sus labios presionando los míos. Pero me quedo aquí,
observándolo y sin decir nada.
Se lleva el cigarrillo a la boca, inhala despacio y, solo entonces, alza
la vista para mirarme. Está tan serio que no tengo ni idea de qué es lo que
está pensando.
—Hola, Álex —digo con un hilo de voz.
—Deberíamos hablar.
Asiento, cada vez más nerviosa, o tal vez debería decir aterrada. El
temor a que lo nuestro se acabe aquí y ahora oprime mi pecho. No concibo
perderlo después de todo lo que hemos pasado.
—Subamos, te estás congelando —sugiero, y él avanza hasta mí.
Su característico olor me envuelve en cuanto se sitúa a mi lado y,
mientras giro la llave dentro de la cerradura, no puedo evitar cerrar los ojos
y evocar todos los momentos que mi mente asocia a su aroma.
Entramos en el portal a oscuras y llego hasta el primer descansillo
antes de darme cuenta de que Álex no me sigue, se ha quedado inmóvil en
la entrada. Las sombras que cubren su rostro no me permiten ver su
expresión.
—¿Álex?
—Abrázame, por favor.
Sus palabras llegan a mí como una súplica a la que soy incapaz de
resistirme. Me lanzo en sus brazos y él responde apretándome con tanta
fuerza que pierdo el aliento. No protesto. Hundo el rostro en el hueco de su
cuello y dejo que mis labios reposen sobre su piel, fría por haber pasado a
saber cuánto tiempo en el exterior.
—Joder, Teresa.
Me separo de él al percibir que está temblando, reacia a perder el
contacto con su piel pero esperando que suba conmigo a casa y podamos
hablar con tranquilidad. Entrelazo mis dedos con los suyos. Él los lleva
hasta sus labios y deposita un beso en el dorso de mi mano.
—Lo siento mucho.
—Vamos.
Lo arrastro escaleras arriba y no tardamos mucho en entrar en el
salón de mi casa. Mientras me deshago del abrigo y el bolso, Álex toma
asiento en el sofá.
—¿Quieres algo?
—Solo que te sientes aquí conmigo —me pide, y acudo a su lado.
Se recuesta contra el respaldo y deja caer la cabeza hacia atrás,
cerrando los párpados.
—Teresa, lo siento. —Vuelve a disculparse—. Siento mucho mi
actitud de la otra noche.
—Yo también siento lo que sucedió con Teo.
Estiro la mano y rozo uno de sus dedos con cautela. No sé si quiere
que lo toque o no, pero no puedo evitar buscar su contacto.
—Sé que tú no hiciste nada malo —prosigue, y abre los ojos para
mirarme—, pero yo… yo solo…
Le doy un apretón en la mano, animándolo a continuar.
—Tienes que entender que lo que pasó hace años sigue ahí, y ver a
ese imbécil tirándote los tejos en mi propia cara es más de lo que puedo
soportar.
—No soy aquella chica, Álex —replico, aunque hay una parte de mí
que alberga algunas dudas.
—Lo sé, lo sé —se apresura a contestar. Inclina el cuerpo hacia
delante, evitando mi mirada, y se pasa las manos por la nuca—. Pero si lo
hiciste entonces… Lo recuerdo con tanta jodida nitidez.
Me deshago de las botas y subo las piernas al sofá, encogiéndolas
contra el pecho. De repente me siento más vulnerable de lo que me he
sentido en años. Al ver a Álex en mi puerta esperaba que dijera que se había
dejado llevar por el calentón del momento y que, en modo alguno, creía que
fuera cierto. En cambio, la realidad es que no está negando que piense eso
de mí, tan solo se está justificando. Comprenderlo hace que la humedad
vuelva a invadir mis ojos y el vacío de mi pecho se vuelva doloroso de un
modo insoportable.
—¿En serio crees que yo…?
No me atrevo a mencionar lo que pasó, no quiero hacerle más daño
y tampoco es que a mí me guste recordar aquello.
—No, Teresa —contesta, pero no suena convencido, y verme a
través de sus ojos duele todavía más—. Solo quiero que seas paciente, que
me des un poco de margen.
Apoyo la barbilla sobre mis rodillas y lucho por mantener el ánimo.
—Te he dado dos días —bromeo, con poco éxito. La voz se me
quiebra a mitad de la frase.
—Y casi enloquezco sin ti.
TERESA O TESSA
Ladeo la cabeza para observarlo. Sigue con expresión seria y con esta luz se
aprecian claramente dos sombras oscuras bajo sus ojos. Me pregunto por
qué tiene que ser tan difícil para nosotros conservar la felicidad, por qué dos
personas que se quieren tanto no son capaces de dejar el pasado atrás y
concentrarse en lo bueno que tienen ahora.
Tomo una bocanada de aire.
—Si nos dejamos arrastrar por lo que pasó, terminaremos haciendo
de ello nuestro presente.
Solo quiero que comprenda que el destino, el azar o lo que quiera
que guíe nuestras vidas, nos ha dado una segunda oportunidad. Se supone
que somos más adultos y que hemos aprendido de nuestros errores. Se
supone que estamos aquí de nuevo porque nos amamos demasiado para
dejarnos ir. Pero tal vez yo sea una ingenua, porque Álex ni siquiera parece
estar escuchándome.
—Si cierro los ojos, todavía te veo con aquel gilipollas —escupe a
bocajarro—. Mierda, Teresa. ¡Encima vives con un tío!
Aprieta los puños, como si luchara por contenerse, y yo me encojo
un poco más. Sabía que compartir piso con Zac se convertiría en motivo de
discusión más tarde o más temprano.
—Quién me dice que en estos dos días…
No necesita completar la frase, ambos sabemos lo que está
insinuando. A pesar de lo desesperado de su expresión y el dolor con el que
parece pronunciar cada palabra, sigo sin comprender cómo puede pensar
que sería capaz de algo así.
—No ha pasado nada entre Zac y yo, y tampoco con ningún otro —
afirmo, a duras penas. No porque esté mintiendo, sino porque la presión en
mi pecho es demasiado intensa y amenaza con asfixiarme—. Tienes que
confiar en mí, Álex.
Procuro no dejarme llevar por lo ofensivo que resultan sus
pensamientos sobre mí y me digo que solo está diciendo todo esto llevado
por el dolor.
—¿Y qué has estado haciendo? —pregunta, dedicándome una
mirada acusadora—. No he sabido nada de ti en dos putos días.
Esta vez no puedo evitar enfadarme. La frustración se convierte en
ira en apenas un parpadeo.
—¿De verdad crees que voy a correr a tirarme al primero que pase
solo porque nos hayamos peleado?
—No me hables así —replica. Aprieta los dientes y se pone en pie
—. ¡Eso es lo que solías hacer! Es a lo que me tienes acostumbrado.
Su voz ha pasado de un doloroso susurro a un grito enfurecido.
Comienza a pasearse por el salón. Va de un lado a otro, como si no pudiera
contener la rabia que corre por sus venas. Yo también me pongo en pie,
pero, ni por un momento, hago amago de acercarme a él.
—¡No soy la misma! —le grito a su vez, ahogada por la impotencia
—. ¡No lo soy!
La puerta principal se abre y Zac entra por ella a grandes zancadas.
Antes de que tenga tiempo a moverme, se coloca entre Álex y yo. Su
mirada alterna entre ambos.
—¿Qué está pasando aquí? —exige saber. Suspiro y me dejo caer de
nuevo sobre el sofá, derrotada. Esto ya no puede ir a peor—. He hecho una
pregunta muy sencilla —insiste, cuando ninguno de los dos dice nada—. Se
oyen los gritos desde el portal.
Desvía su atención hacia Álex, dedicándole una mirada muy poco
amistosa. Para completar el desastre, Teo aparece en la entrada casi sin
respiración, está claro que Zac lo ha dejado atrás y debe haber subido las
escaleras a la carrera. Contempla la escena con aire preocupado.
—Nada de esto es de tu incumbencia —gruñe Álex.
Zac se vuelve hacia mí, buscando una explicación que está claro que
él no va a darle.
—¿Tessa?
—Se llama Teresa —interviene Álex, dando un paso hacia delante.
Zac gira la cabeza lentamente y lo fulmina con la mirada; también él
da un paso al frente. Si no hago algo es probable que acaben por perder los
papeles y lleguen a las manos, pero ni siquiera sé qué decir. Las
insinuaciones de Álex retumban en mi cabeza y mi mente las ha
transformado en una serie de insultos que hacen que sienta deseos de seguir
gritando y de llorar al mismo tiempo.
—Dime algo, Tessa —insiste mi amigo, ignorándolo.
—SU. NOMBRE. ES. TERESA. —Álex está rojo de ira.
Zac no se lo piensa dos veces. Avanza hasta él y lo encara. Teo se
mueve al fin y acude junto a su hermano. Su reacción me saca del trance y
lo imito, temerosa de que acaben enzarzándose en una pelea por algo tan
estúpido como mi nombre, aunque soy consciente de que no es solo por eso
por lo que se están enfrentando.
—¡Basta! —exclamo, fuera de mí. Tiro de mi amigo para alejarlo de
Álex, pero no me lo permite—. Zac, por favor —le ruego, consciente de
que si Teo no me ayuda, no podré hacer nada salvo meterme entre ambos.
Pero él se limita a mantenerse junto a Zac, a la espera de lo que
suceda a continuación. Álex, por su parte, no deja de mirar mis manos, que
mantengo en torno al brazo de Zac, como si verme tocándolo resultara para
él un ataque directo. Es probable que así sea.
—Zac —Tiro de él una vez más, y esta vez al menos atraigo su
atención y consigo que me mire. Niego con la cabeza—. Basta, por favor.
Titubea unos segundos, pero termina por retroceder. Teo suspira, se
pasa una mano por el pelo y va a sentarse al sofá. Pero la tensión que flota
en el ambiente ni mucho menos desaparece.
—Si vuelves a gritarle, te lanzo escaleras abajo yo mismo —
advierte Zac a Álex, y le creo muy capaz de cumplir esa promesa. Luego, se
vuelve hacia mí—. Lo quiero fuera de aquí, Tessa.
—Necesito hablar con él —replico, suplicándole con la mirada para
que no empeore la situación.
—No vas a echarme de ninguna parte —interviene Álex, con un
deje despectivo que me hace esbozar una mueca—. No me iré hasta que
Teresa me lo pida.
Tras varios minutos convenciendo a Zac para que nos deje a solas,
Teo y él se marchan en dirección a los dormitorios, no sin antes lanzarle
sendas miradas de advertencia a Álex. Este se queda observándolos sin
amedrentarse.
Pasamos varios minutos en silencio, hasta que las palabras no
pronunciadas comienzan a asfixiarme.
—¿Cómo puedes pensar eso de mí y aun así estar conmigo? —le
pregunto, deshecha. Tengo sus acusaciones clavadas en el pecho—. ¿Crees
que yo no sufrí? Tú tampoco me lo pusiste fácil, Álex. No eras ningún
santo. —Ahora que por fin he comenzado a hablar, no soy capaz de
detenerme, aun con el dolor que me provoca tener que volver a sacar a
relucir el daño que nos hicimos—. Te aprovechaste de lo culpable que me
sentía, jugaste con esa ventaja para conseguir que hiciera lo que a ti te diera
la gana incluso antes de que yo perdiera el rumbo y… me comportara de
aquella forma.
Álex se muerde el labio inferior. No deja de observarme fijamente,
como si pretendiera ver a través de mi piel y extraer la verdad directamente
de mi interior. Pero la cuestión es que no hay una verdad absoluta para lo
que nos sucedió, no hay un culpable, al menos no uno solo, y tirar de ese
hilo solo hará que volvamos al mismo punto en el que una vez estuvimos.
Nada de esto mejorará nuestra relación ni nos ayudará a seguir adelante
juntos.
Sus hombros caen junto con su mirada.
—Lo siento —murmura, una vez más, y esas dos palabras empiezan
a no tener sentido para mí.
—No me digas que lo sientes, no necesito que te disculpes. Necesito
que creas en esto, que creas en mí, y que hagas lo posible y lo imposible
para que lo nuestro funcione. Reúne el amor que dices que sientes por mí —
añado, y la aparente duda sobre si de verdad me quiere hace que levante la
cabeza de inmediato— y lucha para que tengamos un futuro.
Ojalá la pasión que impregna mi discurso consiga llegar de alguna
forma hasta él. Revivir todo esto, discutir, gritarnos… me está destrozando
por dentro, pero nada de eso tiene comparación con la herida que me ha
provocado darme cuenta de lo que ve cuando me mira. Eso es mil veces
peor que nada de lo que pueda hacer o decir.
—Es mejor que te vayas, ambos necesitamos descansar —concluyo,
a pesar de que nuestra conversación ha empeorado más si cabe las cosas.
Pero no puedo seguir haciéndole frente en este instante. Quiero
poder derrumbarme a solas, sin ser juzgada por nadie, y también lidiar con
esa parte de mí que está muy cabreada por lo que ha dicho. El enfado no va
a llevarme a ningún sitio y necesito alejarme de él y de la influencia que
ejerce sobre mí para poder ver las cosas con perspectiva y tranquilizarme.
Él no objeta nada a mi petición. Antes de que salga por la puerta,
rozo su brazo con la punta de los dedos.
—Te quiero, Álex —le digo, a pesar de todo, y soy totalmente
consciente de que seguirá siendo así.
AMAR, LUCHAR O RENDIRSE
A la mañana siguiente, me obligo a arrastrarme hasta la facultad mucho
antes incluso de que empiece la primera clase, solo para no coincidir con
Zac en el desayuno. No sabría qué decirle, aunque sé que en algún
momento voy a tener que darle algún tipo de explicación.
Un problema a la vez, me digo, y es irónico que ahora mismo esté
en una optativa que se llama Estrés y rendimiento, intentando concentrarme
por todos los medios en lo que dice el profesor.
Al despertar, he encontrado en el móvil una serie de mensajes de
Álex pidiéndome disculpas de nuevo, rogándome que lo perdone y
diciéndome que le permita demostrarme lo mucho que me necesita en su
vida. No sé cómo hacerle entender que ese no es el problema. Soy
consciente de que nos queremos, pero si seguimos así no acabáremos bien.
A pesar de todo, ni siquiera soy capaz de odiarlo, pero con cada palabra
suya siento que una parte de mí se resquebraja, como un cristal que fuera
recibiendo un golpe tras otro y llenándose de fisuras. Más tarde o más
temprano, si Álex no se da cuenta de lo que su actitud provoca en mí, me
haré pedazos y no quedará Tessa a la que querer.
Para cuando finaliza la clase no tengo ni la más remota idea de lo
que han explicado en ella. Me acerco a Guaci, una de las compañeras con
las que mejor me llevo, y le pido sus notas.
—Tienes mala cara —dice, ofreciéndome sin ninguna pega sus
apuntes—. ¿Te encuentras bien?
Me da la sensación de que, en las últimas semanas, me han
formulado demasiadas veces esa pregunta, pero respondo con un gesto
afirmativo.
—Puedo ir a buscarlos a tu casa cuando quieras —se ofrece,
señalando los folios que acaba de entregarme con una gran sonrisa bailando
en los labios—, no me importa.
Sin comprender a qué viene tanta emoción, me giro para seguir su
mirada hasta la puerta. Mis ojos tropiezan con los de Zac.
—¿Estáis liados? —tercia Guaci, y reprimo las ganas de soltar una
bordería.
Me contengo porque soy consciente de que la mayoría de la gente
da por hecho que estamos saliendo y, en otras circunstancias, incluso me
hubiera hecho gracia. Hoy no.
—Solo somos amigos —comento, con un tono monocorde y
bastante poco entusiasta.
—Lo dicho, ya pasaré yo a buscarlos.
Se despide con un guiño y a punto estoy de tirarme de los pelos en
mitad de la clase. Tengo que recordarme el efecto que Zac suele causar
tanto en las chicas como en los chicos y que Guaci me ha dejado los
apuntes sin rechistar para no lanzárselos a la cara.
Dirijo mis pasos hacia la puerta. Zac ha desaparecido, pero, al salir
al pasillo, lo encuentro apoyado en la pared, esperándome.
—La tienes encandilada —digo, señalando a Guaci, que se aleja en
dirección a nuestra siguiente clase.
Él ni siquiera mira hacia donde estoy señalando.
—Te invito a un café. Nada de excusas, tienes pinta de necesitarlo
—se apresura a añadir antes de que pueda replicar.
—Tengo clase.
Mi intento de escabullirme funciona de pena. Zac ladea la cabeza y
su mirada lo dice todo: nada de excusas es nada de excusas. No parece que
vaya a rendirse.
—Añado a la oferta un bollito de chocolate de los que tanto te
gustan —comenta, quitándome los libros que llevo entre las manos y
haciéndome un gesto para que me ponga en marcha—. Así quizás tengas
tiempo de darme una razón válida para que no le rompa la cara a ese
mamarracho por llamarte zorra.
Me detengo tan bruscamente que un chico que viene detrás choca
contra mi espalda y me hace tropezar. Zac me agarra del brazo y evita que
me caiga, a pesar de que no creo que hubiera sentido el golpe aunque me
hubiera dado de bruces contra el suelo.
—¿Qué es lo que escuchaste anoche? —pregunto, temiendo que,
además los gritos, escuchase también parte de la conversación.
—Lo suficiente, Tessa. Más de lo que necesito para saber que ese tío
no te quiere.
—Eso no es verdad.
Zac eleva las cejas y me dedica una mirada condescendiente. Echo a
andar de nuevo en dirección a la cafetería sin preocuparme de si me sigue o
no, pero él no se rinde y, dos metros más adelante, ya lo tengo de nuevo a
mi lado.
—¿Qué no es verdad? ¿Que te llamó zorra claramente o que no te
quiere?
Suspiro.
—Es una relación complicada —afirmo, y de repente me da la
sensación de estar defendiendo lo indefendible.
Pedimos un par de cafés y una napolitana de chocolate, aunque a mí
ya se me ha quitado el hambre, y ocupamos una de las mesas libres antes de
volver a mediar palabra.
—Ese es el problema, Tessa. No debería ser complicado estar con la
persona que amas ni debería suponer un sufrimiento constante —insiste, y
cada vez es más obvio que está enfadado—. Mira, yo mejor que nadie sé
que la gente puede cambiar, puede mejorar o empeorar según sus vivencias
o su personalidad, pero la clase de persona que es capaz de destrozarte de
esa manera por algo que sucedió hace años…
Hace un gesto negativo y tengo que admitir que me duele que Zac
piense así. Su opinión siempre ha sido muy importante para mí.
—No quiero seguir hablando de esto.
Discutir con él sobre Álex es más de lo que puedo soportar ahora
mismo. Necesito un respiro. Demasiadas peleas, demasiados reproches.
Apoyo los codos sobre la mesa y hundo la cabeza entre los brazos.
—No te escondas de mí, Tessa.
Algo en mi interior salta y no puedo evitar contestarle:
—¿Y qué hay de ti? Tú también te estás escondiendo.
—¿Yo? —repone, perplejo—. ¿De qué hablas?
Sé que estoy atacándolo solo para evitar que continuemos hablando
de mis problemas, pero me da igual.
—Marta dice que estás enamorado.
Zac palidece. Su mano topa con la taza que tiene delante y el café se
derrama sobre la mesa. Cojo algunas servilletas para limpiar el desastre
mientras mi amigo parece estar buscando las palabras adecuadas para
contestar.
—¿Cómo demonios sabe eso Marta? —me interroga, y se pone a
sacar más servilletas aunque ya casi he terminado.
—Así que lo estás —señalo, haciéndole ver que ni siquiera
estábamos seguras de que fuera verdad—. ¿Y de quién? ¿Por qué no me lo
has contado?
Compone una expresión resignada.
—No hay nada que contar. Es una historia imposible. Yo, al
contrario que tú, sé cuando algo no puede ser.
—Yo, al contrario que tú, no me rindo si creo que algo merece la
pena.
Él niega. Se pasa la mano por la nuca, inquieto por el rumbo que ha
tomado nuestra charla.
—No estamos hablando de mí.
—Así que tú puedes opinar sobre mi vida amorosa, pero no estás
dispuesto a que yo hable de la tuya —protesto, en voz demasiado alta.
Aquí y allá, las cabezas de mis compañeros se giran. Los ignoro.
Dada mi situación, lo último que me importa es ser el blanco de sus
chismes.
—Te has obsesionado, Tessa —me dice, ignorando mis quejas—.
Crees que Álex es el amor de tu vida y que tenéis que estar juntos a
cualquier precio. Aunque lo fuera, va a destrozarte otra vez. No me pidas
que contemple cómo lo hace.
—Podemos arreglarlo, sé que podemos.
No sé muy bien si trato de convencerlo a él o a mí misma, pero algo
en mi interior no deja de resistirse a admitir lo que está diciendo.
—Ni siquiera será como la otra vez. No tenéis una excusa —
continúa—. No sois dos críos, no le has mentido y te estás aferrando a él de
tal forma que cuando quieras darte cuenta de lo que ha hecho, ya será tarde.
Tarde para ti.
Hace una breve pausa para darle un sorbo a su café, hasta que se da
cuenta de que lo ha derramado hace un momento. Sus ojos pasan del fondo
de la taza a mi rostro.
—Te conozco, peque —susurra, y su voz está cargada de cariño—.
No sabes odiar ni guardar rencor. Por eso durante todo este tiempo has
estado esperando… simplemente esperando a que pasara algo que te hiciera
volver a confiar en él. —Permanezco en silencio, sin saber qué contestar ni
cuánta parte de razón hay en sus palabras—. Pero ¿sabes qué? En realidad,
no confías en Álex.
—¿Qué se supone que significa eso? —replico, mientras él se pone
en pie y me tiende una mano.
—Ven, te lo demostraré.
CUESTIÓN DE CONFIANZA
Salimos de la facultad y recorremos parte del campus de Guajara hasta
llegar a una de las zonas ajardinadas. No sé qué pretende mostrarme y,
cuando se planta en mitad del césped, entiendo aún menos de qué va todo
esto.
—Empújame —me ordena, y yo simplemente me quedo mirándolo,
incrédula.
—Vamos, empújame sin miedo.
—Zac, no podría derribarte aunque quisiera y no sé por qué
demonios quieres que te empuje.
Él resopla, impaciente. Para mí que se le ha ido la cabeza.
—Tú hazme caso —insiste, y afianza los pies sobre la hierba, como
si se preparase para una brutal embestida.
—Oh, por el amor de Dios. —Alzo las manos en señal de protesta,
pero le hago caso.
Como era de esperar, no consigo moverlo ni un triste centímetro. Es
bastante patético, la verdad.
—¿Te das cuenta de que, si me hubiese apartado, te habrías dado
una buena hostia? —señala, pero yo sigo a lo mío, buscando algo de la
dignidad perdida.
—Ya, bueno… —farfullo, y pruebo a dar un par de pasos atrás para
coger impulso y volver a intentarlo, pero ni con esas lo consigo.
—¿Cómo sabes que no lo haré?
Desisto y alzo la cabeza para mirarlo. Él hace un gesto con la mano,
apremiándome para que responda.
—¡Yo qué sé! —replico, sin la más remota idea de a dónde quiere ir
a parar.
El cielo está despejado y el sol luce lo suficientemente alto como
para que haya comenzado a calentar, por lo que la temperatura del ambiente
sumada al esfuerzo hace que empiece a sudar. Me deshago del jersey y me
derrumbo sobre la hierba, esperando que a Zac le dé por contarme de qué
trata este estúpido experimento o admita que se ha vuelto loco, lo que
primero ocurra.
—Y, aunque no lo sabes, no has dudado en empujarme con todas tus
fuerzas.
—¡Porque tú me lo has pedido! —me quejo, y él esboza una sonrisa.
—¿Y siempre haces lo que te piden?
Le lanzo una mirada envenenada.
—No.
—Pero me haces caso a mí…
La conversación me está dando dolor de cabeza. No obstante,
cuando estoy a punto de pedir el comodín de la llamada, Zac parece darse
cuenta de mi desesperación.
—Lo has hecho porque confías en mí, Tessa —explica, y sé que
ahora es cuando viene lo de la moraleja—. Sabes que nunca dejaría que te
hicieras daño, preferiría hacérmelo yo antes que permitir que sufrieras lo
más mínimo. El problema es que Álex y tú no confiáis el uno en el otro. La
confianza es la base de cualquier relación y la vuestra está rota.
Paso la mano sobre el césped y voy arrancando trocitos mientras
reflexiono sobre lo que ha dicho.
—La confianza puede recuperarse —indico, e intento sonar
convencida.
¿De verdad puede? Pienso en ello, sin llegar a ninguna conclusión;
supongo que depende de cada caso.
Zac, sentado frente a mí, estira la mano para meterme el pelo detrás
de la oreja. El cuello de su chaqueta le tapa la parte baja de las mejillas. Le
devuelvo el favor apartándolo para observar su rostro, y me pierdo en el
azul de sus ojos durante unos instantes.
—Sí, supongo que sí, pero piensa una cosa, Tessa. —Sus dedos se
cierran en torno a los míos—. Perdiste la confianza en Álex mucho antes de
que vuestra historia se acabara y las cosas se pusieran feas. Por lo que me
has contado, se comportó como un capullo casi desde el principio.
—Le fui infiel —le recuerdo, avergonzada.
—Y es probable que, por eso mismo, él nunca haya confiado en ti.
¿De verdad crees que recuperaréis algo que nunca habéis tenido?
La verdad contenida en las palabras de Zac me sacude como si me
hubieran dado una bofetada en plena cara. Quizás ese sea nuestro problema,
que la relación nació ya emponzoñada. Puede que nunca tuviésemos una
oportunidad real de que esto saliera bien.
Encojo las rodillas contra el pecho y, del mismo modo, mi interior
parece plegarse sobre sí mismo, como si mis emociones hubieran decidido
concentrarse en un único punto y dejar un vacío a su alrededor.
—Toda la culpa es mía.
Zac me toma de los hombros y me sacude suavemente.
—¡Dios, Tessa! No es eso lo que he querido decir. —Levanta mi
barbilla y sus ojos se clavan en los míos. Parece desesperado—. No se trata
de buscar culpables. Te estoy hablando de respeto, de construir algo a base
de amor.
Prosigue hablando durante minutos, pero me es imposible escuchar
lo que está diciendo. Ante mis ojos discurren decenas de momentos de mi
vida con Álex. Veo discusiones absurdas que nunca debieron tener lugar y
nos veo a ambos demasiado preocupados por tener la razón de cualquiera
de las maneras, pero también contemplo fascinada esos instantes
compartidos en los que todo parecía perfecto, en los que nada podía
empañar el amor que nos teníamos. Y, como no, también esos otros en los
que luchábamos a destiempo. Mientras uno parecía perderse, el otro estaba
ahí, aferrándose a su mano para no dejarlo ir.
—Tengo… tengo que irme.
Me pongo en pie con tanta rapidez que me mareo. Cierro los ojos
unos segundos y respiro despacio. Al abrirlos, comienzo a recoger mis
cosas mientras Zac me observa inexpresivo. Sigue sentado en el césped y
no hace amago alguno de levantarse.
—Vas a ir a verlo. —No es una pregunta.
Agarro el jersey y empujo para meterlo dentro del bolso, sin
molestarme siquiera en doblarlo.
—Necesito hacer esto, Zac —digo, esperando que lo entienda—. ¿Si
creyeras estar ante el amor de tu vida, si pensaras haberlo hecho todo mal,
no agotarías hasta la última oportunidad que se te presentara para intentar
arreglarlo?
—¿Está hablando la culpabilidad o el amor?
Suspiro, sintiéndome impotente.
—Me niego a rendirme. Me niego a dejar pasar otros tantos años
para un día despertarme preguntándome si podría haber hecho algo más.
Él niega con la cabeza. No lo comprende y no lo culpo; tal vez si yo
lo viera desde fuera, tampoco lo entendería.
—Siempre me ha gustado de ti que eres una luchadora —señala,
aunque su sonrisa es amarga—, pero a veces hay que saber hacerse a un
lado.
—Dicen que no puedes enamorarte de las alas de alguien y luego
pretender cortárselas.
Le dedico una mirada de disculpa, dispuesta a salir corriendo
aunque no quiero dejarlo plantado. Él se pone en pie y mete las manos en
los bolsillos de los vaqueros, para inclinarse luego sobre mí y susurrarme al
oído:
—Entonces ve, pequeña Tessa. Ve y vuela alto —me anima, aunque
su tono no refleja alegría.
Me quedo inmóvil unos instantes sobre la hierba. Siento su aliento
en mi cuello y la familiar calidez que emana de su cuerpo, mientras me digo
que no me merezco tener a un amigo como él. Abro la boca para darle las
gracias, pero Zac vuelve a tomar la palabra.
—Vete, Tessa. Ahora.
Giro sobre mí misma y me dirijo a toda prisa en dirección a la
parada del tranvía que me llevará hasta La Laguna. Sé que esto no es más
que un intento a la desesperada. Una parte de mí me dice que hago lo
correcto, que así es como tiene que ser. Que no puedo rendirme por muy
mal que se pongan las cosas. Sin embargo, hay otra pequeña fracción de mí
que no está dispuesta a continuar sufriendo, que me grita que no es que sea
una luchadora, como ha dicho Zac, sino que en realidad estoy aterrada por
la idea de que esto se haya acabado. De que se acabase incluso antes de
empezar.
HAGAMOS UN TRATO
Dos horas más tarde aún no he conseguir encontrar a Álex. He ido a su
casa, pero no parecía haber nadie y, por más que he tocado el timbre, no me
han abierto la puerta. Tampoco he logrado localizarlo en el móvil ni ha
respondido a mis mensajes, y empiezo a volverme loca imaginando que
puede haberle ocurrido algo.
Sentada en el bordillo de la acera frente a su edificio, reviso mi
agenda de contactos en busca del teléfono de alguno de sus amigos. Cuando
estoy a punto de llamar a Iván, el móvil vibra sobre mi mano y veo que
acaba de entrar un whatsapp de Álex:
«Desayunando en el bar de siempre».
Atravieso las dos calles que separan su casa del bar al que suele ir.
Me obligo a caminar, en vez de correr, y agradezco no haberlo hecho
cuando avisto desde lejos a Álex en la terraza. No está solo, sino rodeado de
un grupo de amigos. Solo me faltaba haber aparecido con la lengua fuera y
resollando.
Álex mira en mi dirección y me observa acercarme, sonriendo.
Cuento al menos una docena de botellines de cerveza vacíos sobre la mesa
y varios vasos, además de la ronda que deben de haber acabado de servirles,
porque no la han tocado aún. Ya me parecía a mí que era un poco tarde para
el desayuno.
Doy un repaso a las caras de los presentes. Solo reconozco a dos de
ellos, con los que he coincidido alguna de las noches que he salido con
Álex, e intento recordar sus nombres, pero no hay forma.
—Chicos, esta es Teresa —me presenta, y todos los ojos se clavan
en mí.
Álex me dice uno a uno sus nombres —los que conozco son Jorge y
Luis—, aunque estoy segura de que me volveré a olvidar. Si ya de por sí me
cuesta asociar rostros y nombres, ahora mismo estoy demasiado inquieta
para prestar la atención necesaria para retenerlos.
Todos me saludan y alguien me pasa una silla. Álex enseguida se
echa a un lado para que pueda sentarme junto a él. Observo con curiosidad
a sus amigos. Son todos mayores que yo; unos deben tener la edad de Álex,
pero hay alguno que parece a punto de entrar en la treintena, si es que no lo
ha hecho ya.
Yo nunca he tenido un grupo de amigos tan grande. Recuerdo lo mal
que lo pasé las primeras semanas en la facultad, sin conocer a nadie. Nunca
se me ha dado bien hacer nuevas amistades. Pero entonces apareció Marta,
tan extrovertida y alocada que era imposible no llevarse bien con ella. Aun
así, Marta es de las que eligen con cuidado a las personas en las que
deposita su confianza. Supongo que su particular forma de entender las
relaciones la convierte en objetivo de muchos cotilleos. Sin embargo,
cuando nos fuimos conociendo, nunca la juzgué por mantener una vida
sexual tan activa y variada. A pesar de lo que yo misma había pasado, o
precisamente debido a ello, nunca me he creído con derecho a valorar a los
demás en función de lo que hacen con su cuerpo.
El sexo para Marta es tan natural como respirar, una necesidad más.
Mientras que para mí se convirtió en un vía de escape. Es curioso lo que el
dolor le hace a las personas, como las transforma. Cuando todo acabó con
Álex, yo tenía las heridas abiertas y el dolor se había adueñado de mí de tal
manera que corría por mis venas, mezclado con mi propia sangre. No sabía
qué hacer con él ni cómo combatirlo. Hay gente con el valor de enfrentarse
a ese tipo de situaciones, a otros les puede dar por beber, drogarse o
cualquier otra cosa que consiga paliar un poco su sufrimiento. Yo, en
cambio, luché por anestesiarlo refugiándome en brazos de extraños para así
no tener que preocuparme de que no me importaran lo más mínimo.
—¿Quieres algo?
La voz de Álex me saca de mis cavilaciones. Sé que me pregunta si
deseo tomar alguna bebida, pero por un instante casi le suelto: «Empezar de
cero contigo». No creo que la situación sea la más oportuna, por lo que me
contento con una respuesta menos trascendental.
—Que hablemos.
Álex parece buscar en mis ojos algún indicio del rumbo que tomará
la conversación. En mis mensajes solo le he dicho que estaba en la puerta
de su casa y que necesitaba verlo.
—Dame unos minutos.
Respondo con un leve asentimiento y él se vuelve hacia el chico que
está a su derecha y comienzan a hablar en idioma friki. Debe de ser también
informático, porque pasadas tres frases es como si estuviera ante dos
extraterrestres. Le presto especial atención a su charla, no porque quiera
cotillear —dado que no me entero de nada—, sino porque se ha puesto en
modo profesional y verlo así es muy diferente a como acostumbro. Da una
impresión más centrada y madura, incluso con la sudadera que lleva puesta
y sus tatuajes asomando bajo ella.
La visión me convence un poco más de que ya no somos aquellos
dos críos que se enamoraron sin remedio hace años. Puede que quede algo
de ellos en nuestras versiones actuales, pero, de un modo u otro, creo que
ambos empezamos a cambiar desde el mismo instante en el que nos
conocimos.
—¿Lista?
Nos despedimos del grupo y marchamos en dirección a su casa.
Camina junto a mí, pero no me agarra ni me toma de la mano, y me
pregunto si será porque no sabe a qué atenerse. Sin embargo, desde que
estamos juntos, siempre que paseamos por la calle o vamos a algún lado, no
recuerdo un momento en el que no lo haya hecho.
—Entra —me dice, abriendo la puerta y cediéndome el paso.
Subimos las escaleras envueltos en un profundo silencio, y eso me
permite escuchar los ruidos y voces amortiguas que se cuelan a través de las
paredes desde la primera planta. Su abuelo debe estar en casa. Mientras
ascendemos, rezo para que no acabemos como la última vez. Me moriría de
la vergüenza si su abuelo nos oye discutir. Es un hombre bastante mayor y
muy tradicional. Álex me lo presentó hace un par de semanas y, ya de por
sí, creo que no le hace demasiada gracia que pase tanto tiempo aquí, así que
ni hablar de soportar uno de nuestros numeritos.
—Estás muy callada —comenta, cuando por fin alcanzamos el
descansillo de la segunda planta.
Callada y pensativa. O mi mente me está traicionando, o está muerta
de miedo, porque no he reflexionado en ningún momento sobre qué iba a
decirle a Álex cuando lo tuviera delante.
Voy directa hacia el sillón y me acomodo en el lado más alejado,
apoyándome en el reposabrazos que queda cerca de la ventana. Pongo mis
cosas en el suelo, junto a mis pies, mientras él coloca con pulcritud las
suyas en su respectivo lugar. Lo observo y pienso lo fácil que sería si un «te
quiero» lo arreglara todo. Sé que es muy ingenuo por mi parte, pero no dejo
de preguntarme cuándo el amor que sentimos el uno por el otro dejó de ser
lo más importante.
—¿Y bien?
Me doy cuenta de que no le he contestado, aunque no estoy segura
de que su comentario exigiese una respuesta de mí.
Suspiro y me preparo. Me siento como un guerrero justo antes de
que se desate la batalla, con una mezcla de expectación y nerviosismo que
hace que las manos me tiemblen un poco y me cueste encontrar mi propia
voz.
—Lo que dijiste el otro día… —comienzo, sin saber muy bien cómo
continuar.
—No es eso lo que pienso de ti —me corta, y el alivio me humedece
los ojos.
Mi barbilla tiembla unos segundos antes de que consiga controlarlo.
Álex toma asiento en el sillón y yo me giro para quedar frente a frente.
Apenas me da tiempo de atisbar la tristeza de sus ojos antes de que esconda
la cara entre las manos.
—No sé por qué me puse así —prosigue, y deja caer las manos, pero
fija la vista en el suelo y no en mi rostro—. Todo esto tal vez sea demasiado
para mí. Me supera —añade, consiguiendo que mi miedo se convierta en
puro pánico—. No vuelvas a permitir que te diga algo como eso, no quiero
hacerte daño.
Inspiro profundamente antes de tomar la decisión de jugármelo todo
a una carta. Puede que sea mi condena o puede que consigamos, por fin,
hacer de lo nuestro algo mucho más fuerte y duradero.
—Tabla rasa.
—¿Cómo? —tercia él, y esta vez sí que me mira.
Estiro el brazo y entrelazo mis dedos con los suyos, pero el contacto
se me hace insuficiente. Me deslizo para acercarme y apoyo la frente contra
la suya.
—Tabla rasa, Álex. Empezar de cero. Puede que sea una locura y sé
que es muy difícil en nuestro caso, pero intentémoslo, por favor. Es hora de
dejar atrás el pasado, todos los «tú me dijiste, yo te dije, tú me hiciste, yo te
hice».
Sus ojos se clavan en mí, y sus labios, a escasos centímetros, no son
capaces de contener su agitada respiración. ¡Dios! Solo quiero besarlo hasta
que su sabor me haga olvidarme de todo. Tiene que haber una manera, algo
que nos permita superar esto.
—¿Me estás ofreciendo la posibilidad de empezar de nuevo?
Asiento, y no puedo evitar que una lágrima se deslice por mi
mejilla.
—Hagamos un trato. Déjame mostrarte quién soy ahora —
propongo, rezando para que esta vez sea diferente—, y permite que yo
también te redescubra. Quiero volver a enamorarme de ti y quiero que tú te
vuelvas loco por mí, que me mires y todo en lo que puedas pensar es en que
quieres pasar el resto de tu vida a mi lado.
Me rodea con los brazos y su boca roza la mía con delicadeza. Una
segunda lágrima sigue el camino de la anterior. El beso se alarga no sé por
cuánto tiempo, dulce y rebosante de ternura. Un beso inocente.
—Te quiero, Teresa —susurra sobre mis labios, con la voz rota—, y
siempre he deseado pasar cada día de mi vida junto a ti.
Le devuelvo el beso, consciente de lo que estoy arriesgando, y me
aferro con todas mis fuerzas a la inocencia de ese beso y a la sinceridad de
su declaración, porque, seguramente, esta sea la única oportunidad que nos
quede.
LA CALMA QUE PRECEDE A LA
TEMPESTAD
—Vaya, vaya. Por fin te dignas —me sermonea Marta, al otro lado de la
línea.
Me ha mandado varios mensajes y, aunque acabo de verlos, debe
pensar que la he estado ignorando.
—He visto tus mensajes ahora.
—¿Estás con Álex?
Echo un vistazo a mi izquierda, en dirección a su despacho.
—Emm… Sí.
—Pues ya estás moviendo el culo hasta aquí. Tenemos que hablar.
Resoplo de forma sonora para que me oiga, pero ella no pierde el
tiempo.
—¿Se puede saber en qué coño estás pensando? —me grita, y
supongo que no puede esperar a que nos veamos en persona.
—Pienso en multitud de cosas, seguramente incluso en algunas que
no debería —trato de bromear—. ¿A qué te refieres exactamente, Marta?
—A Álex —sentencia, y con esa corta respuesta consigue transmitir
su enfado con mucha más eficacia que con los gritos anteriores.
Los últimos tres días me he quedado en casa de Álex. Hemos
compartido cierta normalidad. Tras nuestra reconciliación, salimos a cenar,
dimos un paseo por las calles empedradas de La Laguna y luego
terminamos en su casa, desnudos, temblorosos y diciéndonos lo mucho que
nos amábamos. Prometiéndonos que esta vez sería diferente. Desde
entonces no hemos vuelto a hablar del tema y tengo que reconocer que me
alegro. Estoy cansada de las explicaciones repetidas sobre algo que no
podemos cambiar. Solo quiero que miremos hacia delante. Tan sencillo
como eso.
—Sé lo que pasó la otra noche y sé lo que te dijo —escupe,
indignada.
—¿Zac? —pregunto, y no sé si debería sentirme mal por estar
pensando en quién ha sido el chivato y no en lo qué ocurrió.
—Él no ha dicho una palabra, ni siquiera ha querido discutir el tema
conmigo. Ha sido Teo. Mira, nunca he dudado en decirte lo que pienso y no
voy a empezar ahora. Es mezquino, Tessa, y te está manipulando, ¿es qué
no lo ves? Lo está haciendo otra vez.
Durante unos segundos, me sorprenden sus acusaciones al pensar
que habla de Teo, hasta que caigo en la cuenta de que, obviamente, se
refiere a Álex.
Me levanto y me dirijo a la terraza. Cuando los rayos de sol caen
sobre mi rostro, cierro los ojos y me quedo allí de pie con el teléfono
apretado contra la oreja.
—Me quiere, Marta, sé que me quiere. Estamos bien.
—Eso no es amor.
—¿Qué sabrás tú del amor? —replico, y me arrepiento en cuanto las
palabras abandonan mis labios.
—Lo necesario. Puede que en su mundo jodido él crea que te quiere,
pero ni por un instante llames a eso amor, Tessa, porque no lo es.
—Todos decimos cosas en caliente de las que luego nos
arrepentimos —señalo, en un intento de justificar no solo a Álex, sino
también mi exabrupto anterior.
—Si piensa que tú eres una zorra —prosigue, sin tener en cuenta lo
que he dicho—, yo debo ser una puta, Zac un pervertido y Teo…, Teo el
jodido rey del mambo, ¿no?
Me quedo callada, a medias indignada y a medias dolida. Durante
un momento, tampoco Marta parece querer continuar hablando, pero luego
añade:
—¿Y sabes qué es lo peor? Que la Tessa que yo conozco jamás me
hubiera respondido como lo has hecho —añade, y sé que me lo merezco—.
Eso es lo que hace contigo. Eso es en lo que te convierte.
—Estoy agotada, Marta. No quiero discutir contigo.
—Pues no lo hagas —me dice, y su tono es tan serio que casi no
parece ella.
Abro los ojos para cerciorarme de que Álex sigue metido en su
despacho y me adelanto hasta la barandilla, aunque no me apoyo en ella,
sino que me balanceo cambiando el peso de un pie a otro.
—Lo va a intentar. Y yo también.
—¿Intentar qué? ¿No joderte? ¿Joderte menos?
—Marta, por favor —le suplico, porque es verdad que no quiero
discutir más, ni con ella ni con nadie.
—Ojalá tengas razón, Tessa —concluye, resignada—. Ojalá esto no
sea la calma que precede a la tempestad, porque, si es así, será la maldita
tormenta del siglo.
Me cuelga sin despedirse. No quiero enfadarme con ella. Estoy
demasiado cansada de estar enfadada y de pelear, y sé que Marta solo se
preocupa de mí. Soy consciente de que no le cabe en la cabeza que esté
cediendo tanto terreno ante un tío, por mucho primer amor o mucho hombre
de mi vida que sea. Ella, que incluso se pone de los nervios cuando alguno
de sus ligues pregunta qué va a hacer el siguiente fin de semana y cree que
la están controlando, aunque tan solo se trate de un intento de cerrar una
nueva cita.
Suspiro y dejo caer la mano al darme cuenta de que sigo con el
teléfono pegado a la oreja.
—¿Todo bien?
Me giro y encuentro a Álex apoyado en el marco de la puerta. Va
desnudo de cintura para arriba, y se me pone la carne de gallina al verlo.
—Sí, todo bien.
Le sonrío. Sus ojos van de mi cara a mi mano, donde se detienen
unos segundos.
—¿Hablabas con alguien?
Aunque formula la pregunta con descuido, no deja de ser una
manera elegante de interrogarme. Me obligo a pensar que no es otra cosa
que simple curiosidad. Resultaría de lo más hipócrita exigirle que deje de
pensar en mí como la chica de hace unos años y ser yo la que vea en sus
actos al Álex eternamente celoso que nunca quedaba satisfecho con mis
explicaciones.
—Era Marta. Está… preocupada.
Álex se acerca hasta quedar frente a mí.
—¿Por lo nuestro?
Asiento y él hace un mueca. Sus dedos recorren mi hombro y
ascienden por mi cuello hasta que su mano queda anclada a mi nuca.
—Es tu amiga, es lógico que se preocupe —me dice, y acto seguido
me abraza, desarmándome.
A pesar de su buena reacción, cuando Álex vuelve al trabajo, me
siento incómoda vagueando frente al televisor, que es exactamente lo que
hacía antes de la llamada de mi amiga. Pienso en coger mis libros y copiar
los apuntes que aún no le he devuelto a Guaci, pero, tras leer las dos
primeras líneas, desisto.
—Voy a dar un paseo —le digo a Álex, mientras me pongo las
botas.
Él consulta la hora en la pantalla del ordenador.
—Cálculo que en dos horitas quedaré liberado de esta tortura.
¿Tomamos luego un aperitivo?
Quedamos en vernos para picar algo y tomar una caña una vez que
haya acabado. Antes de irme, me inclino sobre él y le doy un beso rápido en
los labios. De repente, tengo demasiada prisa por salir de aquí. Es como si
la casa hubiera empezado a menguar y me faltase el aire. Probablemente,
me esté dando un ataque de ansiedad. Nunca he tenido ninguno, así que a
saber.
En los días anteriores, Álex y yo solo nos hemos separado mientras
estaba en clase y, hasta este momento, cuando estábamos juntos me sentía
mucho más tranquila, como si su presencia actuara a modo de bálsamo
tanto para mis heridas como para las dudas que me han asaltado. Estar lejos
de él hace que mi mente se ponga en modo analítico y le dé vueltas a todo.
Pero ahora mismo incluso el frío del exterior resulta reconfortante, y eso
que detesto el frío.
Mi paseo me lleva hasta una librería de segunda mano que está
cerca del campus central, la zona más antigua de la universidad. Durante
casi una hora me dedico a rebuscar entre montones de libros usados con la
misma emoción que un niño el día de Reyes. Al encontrar una preciosa
edición de 20.000 leguas de viaje submarino, de Julio Verne, no puedo
evitar que los ojos me hagan chiribitas. Tiene una encuadernación en tapa
dura y de aspecto envejecido, con el título y una ilustración en tonos
dorados y con relieve. Además, está casi en perfecto estado si no fuera por
un pequeño arañazo en la contraportada. Sé que a Zac le encantará, así que,
a pesar de mi triste economía, decido comprarlo para él. El precio es un
auténtica ganga.
Sonriendo por mi descubrimiento, vuelvo sobre mis pasos y me
dirijo a la zona de tiendas cercana a la Catedral. Entro en otra librería y me
pongo a mirar las novedades, pero ninguna capta mi atención lo suficiente
como para sacrificar más dinero. Me apetece darme algún tipo de capricho
y, aunque no suelo gastar demasiado dinero en ropa, lo siguiente que hago
es ir a probarme zapatos. Tras valorarlo y decidir que, en realidad, sí que me
hacen falta, me compro unos botines negros con un tacón moderado y
varias hebillas, muy rockeros.
Al salir de la tienda y mirar las dos bolsas que llevo en la mano me
siento un poco culpable por haberle comprado un regalo a mi mejor amigo
y no a Álex. Hago una parada en una terraza para tomar un café mientras
me devano los sesos pensando en qué podría hacerle ilusión. Siempre me ha
gustado hacer regalos, pero regalos bien pensados. A veces, meses antes de
un cumpleaños, ya estoy dándole vueltas al tema. Pero me encanta aún más
tener detalles a destiempo, es decir, cuando no toca. La sorpresa es doble, al
igual que mi felicidad.
Recuerdo lo detallista que es Álex y cómo ha mantenido nuestros
recuerdos en un lugar importante a pesar de que no estuviéramos juntos, y
no me lo pienso ni un segundo. Dejo el dinero del café sobre la mesa y me
voy en busca de una tienda de revelados. El dependiente consiente en
dejarme su dirección de email para que le envíe una foto y apenas tarda en
tenerla lista. Me llevo también un marco en color añil en el que hay
grabadas estrellas en la parte superior. La foto es un selfie que nos sacamos
en el Teide. Álex tiene su mejilla contra la mía y ambos sonreímos a la
cámara. No se aprecian demasiado bien los puntitos luminosos sobre
nuestras cabezas, pero él sabrá que estaban ahí.
Le pido un bolígrafo al chico y escribo un mensaje por detrás.
«Espero brillar siempre con la luz suficiente para guiar tus pasos hasta mí.
Te quiero <3».
Y así, algo más pobre que antes de salir, pero mucho más serena,
encamino mis pasos de vuelta a la casa de Álex, deseando con todas mis
fuerzas no dejar nunca de ser su Venus.
UNA DE CAL Y OTRA DE ARENA
Nos encontramos en una de las terrazas de la Concepción. Álex ya ha
cogido una mesa. Está fumándose un cigarrillo y sonríe al verme llegar.
Está tan guapo como siempre, con la cazadora de cuero cerrada hasta el
cuello, las gafas de sol puestas y esa pose desganada que solo él podría
convertir en atractiva.
—¿Qué tal el paseo?
Mira las bolsas y su sonrisa se vuelve maliciosa.
—Bien —replico, alargando la palabra para hacerme la interesante.
Le pedimos al camarero dos cañas, una tapa de calamares y otra de
tortilla. La caminata me ha abierto el apetito.
—Tengo algo para ti. —No puedo esperar. La verdad es que no
suelo tener paciencia con los regalos—. Es una chorrada —añado, temiendo
que no signifique lo mismo para él que para mí.
Esbozo una sonrisita nerviosa. Álex se desprende de las gafas y me
dedica una mirada que no sé muy bien cómo interpretar.
—¿Qué?
Pero él niega. Le entrego el portarretrato sin más ceremonia. Se
queda contemplando la foto al menos durante un minuto largo, supongo que
perdido en sus propios recuerdos de aquella noche.
—Tiene una dedicatoria —comento, con la boca pequeña, sin saber
si le gusta o no.
Sus ojos relucen al pasearse sobre la parte posterior de la
instantánea. Los veo recorrer el texto de izquierda a derecha varias veces,
como si releyera mis palabras.
—Me encanta —murmura muy bajito.
Cuando por fin alza la cabeza tiene la expresión de alguien al que
acaban de hacer muy feliz. Sonrío, casi tan emocionada como él.
—Sigues teniendo la sonrisa preciosa de aquella chiquilla —me
dice, pasando un dedo sobre la imagen—. Solo que ahora sueles sonreír
menos.
Titubeo un instante. El tema, aunque sea en su parte agradable, me
inquieta. Encojo los hombros al ver que espera una respuesta de mí.
—Supongo que he madurado y… —No sé qué más añadir, así que
me limito a decir—: Todos crecemos. Salvo Peter Pan, claro —trato de
bromear, aunque me da por pensar en si hacerse mayor equivale a perder
sonrisas. La idea me pone triste—. Él y su Nunca Jamás.
Álex continúa examinándome con esos ojos implacables que
parecen poder ver en mi interior.
—En aquellos días era una inconsciente que creía que podía
comerme el mundo —suelto, con un suspiro, sin apenas pararme a pensarlo.
Estira las manos por encima de la mesa para atrapar las mías. Su
tacto es cálido, y contrasta con mi piel helada.
—Hagámoslo juntos. Comámonos el mundo. Tú y yo. Nosotros —
concluye, y en ese preciso instante me doy cuenta de que me da igual el
mundo, lo único que quiero es que me mire siempre de la forma en que lo
hace ahora, como si yo fuera su mundo.
El aperitivo se transforma en un almuerzo del que volvemos tan
perezosos que terminamos tirados en su sofá. Mi espalda está apoyada
contra su pecho y sus brazos me rodean desde atrás mientras nos dedicamos
arrumacos como dos tiernos adolescentes.
—¿Te apetece ir al cine esta tarde?
De repente, me acuerdo de las entradas que Zac había comprado y
que nunca llegamos a utilizar. ¡Joder! ¿Cómo he podido olvidarme? ¿Por
qué no ha dicho él nada?
—Vale, nada de cine —repone Álex, confundiendo mi mueca de
disgusto con una de desaprobación.
—No, no —me apresuro a contestar—. Sí que me apetece.
—Has puesto la misma cara que Will Smith en todas sus pelis, como
de estar oliendo mierda.
Se me escapa una carcajada y él acaba contagiándose.
—No, en serio, me apetece el plan.
—Tengo planes alternativos —murmura, socarrón.
Sus labios repasan la curva de mi hombro y sus dedos se cuelan por
el escote de mi camiseta. Juguetea con el tirante de mi sujetador y, como
siempre, la piel se me eriza con ese mínimo contacto.
—¿Qué clase de planes? —replico, haciéndome la loca.
Percibo su aliento sobre mi cuello antes de que mordisquee con
suavidad mi piel.
—De los que acaban contigo corriéndote en mi boca.
Ladeo la cabeza para buscar sus ojos, que rebosan lujuria. Su boca
apresa la mía sin darme opción a replicar, y para cuando nuestras lenguas se
encuentran ambos estamos ya jadeando. No sé si alguna vez disminuirá el
intenso deseo que nos profesamos, pero no parece algo que vaya a ocurrir
en un futuro inmediato.
Nos desnudamos con una pasión salvaje y nos acariciamos de la
misma manera. Manos, dedos, lengua. Piel contra piel. Todo vale y a su vez
todo parece resultar insuficiente. Aunque al final terminamos exhaustos y
satisfechos, me da la sensación de que con Álex siempre querré más.
Nuestro calentón no impide que vayamos al cine, compartamos
palomitas, me cebe a chuches y nos besemos en la oscuridad de la sala. Lo
dicho, como dos adolescentes. Álex se pasa todo el tiempo susurrándome
tonterías y haciéndome reír para luego observarme complacido, como si mi
sonrisa fuera, en sí misma, muchísimo más interesante que lo que ocurre en
la pantalla.
—Mañana no podré acercarte a la facultad —comenta, de camino a
su casa—. Tengo una reunión a primera hora con un cliente.
—No te preocupes.
Álex ha estado llevándome y trayéndome a clase estos días a pesar
de mi insistencia para que no se molestase. Aun así, me resultaba agradable
encontrármelo a la salida esperándome en el aparcamiento y, por qué no
decirlo, llevar el culo bien calentito a primera hora de la mañana. Lo del
calefactor de los asientos es todo un invento.
—Pero te recogeré luego y podemos ir a comer por ahí. —Su mano
estrecha la mía, que está en el lugar que suele ocupar mientras conduce: su
muslo—. Hay un restaurante en La Esperanza al que hace tiempo que no
voy.
Le debe ir muy bien en su aventura laboral, porque no escatima en
gastos. A mí me encanta hacer cosas con él, pero que me invite casi siempre
que salimos no me resulta del todo cómodo.
—No creo que pueda permitírmelo, Álex. No sé si mi jefe va a
llamarme o no para trabajar este fin de semana.
Desvía la vista de la carretera para mirarme.
—Si necesitas dinero, ya sabes que puedo dejarte algo sin problemas
—ofrece, y yo me siento aún peor—. No tienes porque machacarte
sirviendo copas.
Niego con la cabeza.
—Tengo los gastos básicos cubiertos gracias a mis padres, pero
prefiero hacerme cargo de mis caprichos.
Su oferta, aunque tentadora, no creo que sea una opción a
considerar. Nunca me ha gustado que nadie me pague nada. Si bien mis
padres se hacen cargo de mis estudios, no me parece responsable que
paguen las copas que me bebo o, puestos a ello, los botines que acabo de
estrenar; mucho menos que lo haga Álex.
—Prefiero ganarme mi propio sustento —bromeo, sonriéndole—,
pero gracias de todas formas.
—Míralo como un acto egoísta. No quiero dejar de hacer cosas
contigo solo porque no tengas dinero.
Sé que intenta convencerme de buena fe, pero la conversación
comienza a hacerme sentir mal.
—De verdad, Álex, no te preocupes. Hay muchísimos planes que no
requieren gastar nada.
No dice más al respecto y, al echar una ojeada a su perfil, tengo la
sospecha de que está más serio que hace un momento. No vuelve a hablar
hasta que estamos casi llegando al garaje para dejar el coche.
—Prefieres emplear los sábados por la noche en aguantar a
borrachos que aceptar que te ayude —farfulla, y no sé si lo ha dicho para mí
o es un pensamiento en voz alta que se le ha escapado.
Permanezco en silencio. Aparca y nos bajamos del coche. Al ver
que se dirige a la salida sin siquiera esperarme, me obligo a decir algo.
—¿No me digas que te has cabreado por esa tontería?
Pulsa el botón del mando y la puerta comienza a abrirse. Álex se
detiene, pero no es para darme tiempo a que llegue junto a él, sino porque
no le queda más remedio que esperar a que se abra por completo.
—No es ninguna tontería —replica, al fin, tan serio que me doy
cuenta de que mi elección de palabras no parece haberle gustado demasiado
—. No tiene por qué gustarme tu trabajo, ¿no? Creo que es lógico.
Enarco las cejas y me cruzo de brazos, sin poder evitar ponerme a la
defensiva. Ni siquiera mis padres, con lo puntillosos que son para estos
temas, han puesto objeción alguna a que sea camarera. No veo que hay de
malo en ello. En realidad, salvo por algún tío impertinente de vez en
cuando, tampoco es para tanto. Además, Carlos paga muy bien.
—No, no tiene por qué gustarte, y yo preferiría no tener que trabajar
y estudiar al mismo tiempo. —Me encojo de hombros—. Pero lo necesito y
es lo más fácil de compaginar con las clases.
—O podrías aceptar mi ayuda.
Pongo los ojos en blanco de forma instintiva.
—Álex, me encanta que me invites de vez en cuando —repongo,
conciliadora. No quiero que esto se convierta en motivo de disputa, bastante
tenemos ya—, pero a mí también me gusta poder invitarte o comprar un
libro si me apetece. No hay nada de malo en querer tener mi propio dinero.
Voy hasta él y lo tomo de la mano. Álex parece rendirse y no insiste
más, aunque mientras andamos en dirección a su casa se muestra silencioso
e indiferente a mi presencia. Y no, no creo que la sensación gélida que se
desprende de su actitud tenga nada que ver con el frío típico de las noches
de La Laguna.
VETE
Tras otros tantos días con Álex, me veo obligada a pasar por mi piso y
recoger algo de ropa. En las últimas semanas he pasado más tiempo en su
casa que en la mía. A pesar de que estamos bien, de vez en cuando aún sigo
teniendo ese zumbido molesto en el fondo de la mente, como una jodida
interferencia que emborronase mi percepción de lo que está pasando a mi
alrededor. Por regla general, lo ignoro con bastante eficiencia.
Álex se ha quedado esperando abajo mientras se fumaba un
cigarrillo. Casi mejor así, porque según he abierto la puerta me he
encontrado a Zac. Lleva un pantalón de chándal y una camiseta sin mangas,
y parece que venga de correr un maratón. Aun así, sigue teniendo el aspecto
de un modelo de pasarela.
Al verme entrar de forma apresurada me ha lanzado una mirada
interrogante y la conversación ha pasado del saludo inicial a una disertación
sobre mis prioridades.
—No me malinterpretes. Me alegro de que, si estás bien, desees
pasar todo el tiempo con Álex, pero ¿de verdad eres feliz?
—Sí —contesto rotunda, aunque en mi interior suena como una
verdad a medias.
En los últimos días no he dejado de pensar en algo, y es que antes de
que Álex reapareciera en mi vida gozaba de serenidad, por decirlo de
alguna manera. Sé que sonará absurdo, pero yo llevaba una existencia
tranquila, o todo lo tranquila que puede ser la vida de una chica de veintiún
años que vive con un tío, trabaja sirviendo copas, estudia psicología y cuya
mejor amiga no deja de venderle las bondades del sexo sin ataduras. Sí,
estaba tranquila, al menos a nivel emocional. En cuestión de amor, salía los
fines de semana y coqueteaba con algún tío de buen ver que me subía la
moral, pero supongo que mi experiencia previa marcaba un límite que no
me dejaba traspasar. Ni siquiera creo que fuera consciente de ello, pero así
era.
Ahora, en cambio, estoy metida en el tren de las emociones y su
intenso vaivén apenas si me permite un leve descanso. Un día me encuentro
en la cima del mundo, sintiéndome el ser más afortunado sobre la faz de la
tierra, y al otro…
Zac tuerce el gesto, supongo que por la contundencia de mi
respuesta, pero no replica. Se mete en la cocina, dando por finalizada la
conversación, y me pregunto dónde demonios ha quedado ese Zac que me
hubiera amenazado con un ataque de cosquillas y al que yo hubiera fingido
tratar de detener. Dónde la chica que le hubiera dado un empujoncito en el
hombro y susurrado un «qué tonto eres», para que él me regalase una de
esas sonrisas pícaras que convertían mi día en algo mucho más brillante.
Dónde.
Su silencio me pone nerviosa. Sin embargo, me desgasta tanto
discutir que yo tampoco trato de seguir hablando. Tras preparar café y
servirse una taza, se marcha a su habitación. Me quedo sola en el salón,
inmóvil durante no sé por cuánto tiempo, deseando que las cosas sean
diferentes entre nosotros, pero sin saber muy qué hacer para cambiarlas.
Tal vez pueda reunirlo con Álex e intentar que se conozcan mejor y
se den una oportunidad. No creo que vayan a convertirse en amigos
inseparables, pero al menos podrían llegar a tolerarse. Sí, quizás una cena,
un poco de vino. Algo tranquilo y en casa. Pasar un rato todos juntos y que
se den cuenta de que ambos son importantes para mí. Sé que Álex, de
entrada, es probable que no quiera saber nada del tema, pero tengo que
intentarlo.
Dos golpecitos resuenan en la puerta. Salgo de mi trance y corro a
abrir. Había olvidado por completo que Álex estaba esperándome.
—¿Debería preocuparme? —me dice, al atravesar el umbral. Echa
un vistazo alrededor y luego me mira a mí—. Dijiste que ibas a coger un
par de cosas y, por lo que estás tardando, pensé que igual necesitarías un
mozo de carga.
Le saco la lengua de forma infantil.
—Muy gracioso. Enseguida acabo.
Meto varios libros en un pequeño bolso de viaje que he llenado con
algo de ropa y mi neceser básico. Me observa ir y venir mientras termino de
guardarlo todo.
—Oye, Tessa, lo siento. Yo solo…
Escucho la voz de Zac y me vuelvo hacia el pasillo. Se me ponen los
ojos como platos y no precisamente porque parezca que quiere disculparse,
sino porque es evidente que iba de camino a la ducha; solo lleva encima una
toalla en torno a la cintura.
Álex, que se ha puesto en tensión al oírlo, ahora tiene el aspecto de
alguien a punto de perder los papeles. Con el ceño fruncido y los puños
cerrados, además de apretar tanto los dientes que le están rechinando, no
aparta la vista de mi amigo. Este se detiene tras su entrada triunfal y, por su
expresión, tampoco esperaba encontrarse con esta pequeña reunión. Desde
luego, no era así cómo deseaba que se juntaran a limar asperezas.
Me pongo a rezar para que a Zac no se le resbale la toalla y acabe
desnudo delante de Álex y de mí, porque entonces sí que se liará gorda.
—Emm, hablamos si eso en otro momento —repone, visiblemente
incómodo.
—No, ¿por qué? ¿Os molesto? —interviene Álex, y su tono destila
sarcasmo. Se gira en mi dirección y sé que no me va a gustar lo que diga a
continuación—. ¿Tú también te paseas en pelotas por la casa?
—Tío, voy a ducharme y esta es mi casa —replica Zac, antes de que
pueda pensar una respuesta—. Si no te gusta lo que ves, ahí tienes la puerta.
Está claro que no tiene ninguna intención de mostrarse cordial con
Álex. Tampoco lo culpo. Se respira tanta tensión que empiezo a temer que
esto acabe en batalla campal.
—Dejad de discutir. Y yo también vivo aquí —señalo, dirigiéndome
a Zac.
Álex se cruza de brazos y esboza una sonrisa cínica.
—Y debes estar encantada. Dime una cosa, ¿por qué tardabas tanto?
Durante unos segundos todo lo que puedo hacer es quedarme
mirándolo. Obviamente, no es una pregunta inocente.
—¿Qué insinúas?
Zac tuerce el gesto y avanza un paso hacia mí, aunque no aparta los
ojos de Álex. Ambos se están taladrando con la mirada.
—Nada —contesta, Álex—. Solo es curiosidad, dada la falta de ropa
de tu amiguito.
No sé si es la connotación negativa que le da a la última palabra, la
alusión a su desnudez o la burda acusación implícita, pero mi dique de
contención empieza a resquebrajarse.
—Mira, Álex… —comienza Zac, pero lo interrumpo.
—No, no tienes que defenderme. Déjanos solos, por favor.
—Y una mierda.
Le lanzo una mirada de advertencia a Zac. Esto es cosa mía, no
quiero ponerme a discutir a dos bandas ni implicarlo más de lo necesario.
Ahora mismo estoy muy cabreada y eso es bueno, porque bajo mi enfado
late un dolor sordo que amenaza con llenar mis ojos de lágrimas. Y no
quiero llorar. ¿Cómo es posible que hace apenas una hora Álex estuviera
cubriéndome de besos y contemplándome con adoración y de repente me
mire como a una cualquiera?
Álex agita la cabeza, como si todo esto le divirtiera.
—¿Es por esto que te lo llevas a casa de tus padres a comer? —
prosigue—. ¿Es lo que haces con él?
No puedo evitar sorprenderme ante esta nueva insinuación.
—Estás enfermo, tío —escupe Zac, asqueado.
Y yo, al igual que mi amigo, comienzo a sentir nauseas. ¿Tan mal lo
he hecho con él? Pensaba que estábamos avanzando, que confiaba en mí, al
menos en este aspecto. Una cosa es sentir cierto celos debido a la situación,
algo que es probable que a mí también me pasase, y otra esto. A todos se
nos pasan alguna vez por la cabeza pensamientos irracionales de este tipo,
pero ¡por el amor de Dios! ¡La gente normal sabe que son absurdos y los
descarta de inmediato!
—Zac, vete por favor.
Titubea un instante. Cuando finalmente parece dispuesto a
marcharse, se encamina hacia Álex primero. Me apresuro a meterme en
medio, porque no tengo ni idea de lo que se propone y no quiero que esto se
nos vaya de las manos.
—Tessa es una mujer increíble, dulce e inteligente. Está loca por ti a
saber por qué puta razón, y tú lo único que haces es despreciarla —lo
sermonea, apuntándolo con el dedo—. No te la mereces.
A Álex el comentario no parece sentarle demasiado bien.
Conociéndolo, y sabiendo que ahora mismo es incapaz de razonar, apuesto
a que está pensando que quien seguro que está loco por mí es Zac o algo
por el estilo.
—Puedes quedártela si tanto te gusta.
Aprieto los dientes para contener el llanto.
—Vete —replico, pero esta vez se lo digo a Álex—. Márchate ahora
mismo.
Me muerdo el labio e intento aguantar. No quiero que ninguno de
los dos me vea llorar, no quiero que contemplen el dolor que me provocan
las palabras de Álex. Señalo la puerta, incapaz de hablar, y espero hasta que
sale por ella como una exhalación. El portazo que da resuena en mi cabeza
y en mi pecho, y el frío que deja tras de sí hace que comience a temblar.
Pero no es hasta que me refugio en mi dormitorio, huyendo también de Zac,
que me permito dejar salir las lágrimas, y me es imposible discernir cuáles
son de rabia y cuáles de dolor.
LAS VENTAJAS DE SER UN
MARGINADO
Las horas que le quedan al día, así como la noche, transcurren con anómala
lentitud. Hay tantas emociones diferentes dando vueltas en mi cabeza,
tantas lágrimas cayendo de mis ojos que no soy capaz de pensar con
claridad. Hay frustración, dolor, miedo, amargura. Voy de la indignación al
rechazo, y luego a la decepción. Aunque lo intento, no puedo dejar de llorar.
No sé el tiempo que paso encerrada en mi dormitorio. Todas las veces que
Zac golpea la puerta y me pregunta si estoy bien, ni siquiera sé que
contestar. Le pido que me deje a solas, aunque él intenta convencerme para
que hablemos.
No puedo entender qué quiere Álex de mí. ¿Cómo es posible que
desee estar conmigo si al mismo tiempo tiene ese tipo de pensamientos
sobre mí? ¿Por qué me pidió una oportunidad? ¿Por qué se empeñó en
convencerme de que esto podía salir bien? No puedo creer que el destino
nos reuniera para que acabásemos de esta manera. ¿Por qué tuve que
acceder a hablar con él? ¿Por qué lo dejé entrar en mi corazón de nuevo? Yo
sabía que me estaba condenando a no poder olvidar sus besos ni su sonrisas,
ni lo que provoca en mí. Me siento como una imbécil. Incluso ahora,
después de que lo que ha dicho, lo odio y lo anhelo al mismo tiempo.
Me duelen tanto sus insinuaciones, no por lo que ha dicho en sí, sino
porque sea eso realmente lo que piensa, porque me crea capaz de hacerle
ese tipo de daño. Sigue viendo a la chica que fui una vez, de eso estoy
convencida. Por mucho que yo haya creído que las cosas podían ser
diferentes y que podía mostrarle quién soy ahora.
Me agarro el pecho con las manos y me acurruco sobre el colchón,
vencida por el dolor. Las heridas vuelven a estar ahí, más expuestas que
nunca. Me he empeñado tanto en creer que íbamos a solucionarlo y que
tendríamos un futuro juntos que lo que ha sucedido se me antoja demasiado
rebuscado para ser real. Lo peor es que no puedo evitar preguntarme si yo le
hice así, si su comportamiento es fruto de lo nos pasó. ¿Cuánta parte de
culpa tengo yo en todo esto?
Las lágrimas siguen cayendo y las horas pasando. Sobre la una de la
mañana comienzan a llegarme mensajes al móvil. Al principio ni siquiera
tengo fuerzas para levantarme e ir a cogerlo, pero cuando veo que no cesan
me arrastro hasta mi bolso para hacerme con él. La breve ilusión de que se
trate de una disculpa de Álex se esfuma en cuanto empiezo a leerlos. Hay
de todo tipo, pero me quedan claras dos cosas: que está borracho y que ni
por un momento va a pedir perdón por lo que ha dicho. Acusaciones, frases
sin ningún sentido, reproches en forma de varios «lo has conseguido de
nuevo»… Para cuando me quiero dar cuenta estoy tiritando, sentada en
suelo y deshecha por el llanto. Nunca creí que un corazón pudiera romperse
dos veces, pero está claro que me he equivocado.
Me debato entre contestarle o no, hasta que la furia y el horror por lo
que estoy leyendo se hacen más fuertes que yo. Aun así, ni mucho menos
intento hacerle la misma clase de daño que él me está haciendo a mí. Solo
trato de defenderme.
«Te equivocas conmigo —escribo—. No sabes cuánto me arrepiento
de lo que te hice, pero no me merezco esto».
Mis respuestas parecen enfurecerlo aún más. Apago el móvil y lo
dejo en la mesilla, obligándome a no mirarlo de nuevo y sabiendo que, diga
lo que diga, no va a entrar en razón.
Apenas si duermo a ratos durante la noche y, cuando lo hago, me
despierto con el corazón desbocado y tal sensación de angustia que a punto
estoy de ponerme a gritar. Da igual las veces que haya pensando que Álex y
yo lo teníamos complicado, nunca hubiera imaginado que mi corazón
acabaría reducido a pedazos y que estos continuarían doliendo. Me doy
cuenta de que, en el fondo, creía que este era nuestro momento y que nos
amábamos demasiado para dejarnos marchar. Creía que tendríamos nuestro
«para siempre» por fin.
Una vez que la luz comienza a colarse tímidamente por la ventana,
dado mi estado, hago lo impensable. Me levanto, cojo lo primero que
encuentro en el armario y me deslizo en silencio por el pasillo hasta llegar
al baño. En la ducha, dejo que el agua caliente se lleve los restos de mis
lágrimas y arrastre mi dolor mientras pienso en todo y en nada. Aunque
suene contradictorio, mi mente es un vacío repleto de ideas, como si
estuviera colapsada por multitud de pensamientos, pero a la vez no pudiera
centrarme en ninguno de ellos. Maquillo los efectos de una larga noche
como puedo: base, máscara, colorete… Con los ojos hinchados y
enrojecidos poco puedo hacer. Me enfundo los vaqueros, unas botas y me
pongo un jersey beige que me tapa las caderas. Casi parezco una persona
normal. Casi.
Al entrar en la cocina, Zac no hace nada por esconder una expresión
de preocupación. Me dirijo directa a la cafetera tras murmurarle un «buenos
días», aunque de buenos no tengan nada.
—¿Cómo estás?
Termino de servirme el café y le añado dos cucharadas de azúcar.
No contesto hasta que lo revuelvo y le doy el primer sorbo.
—Estoy bien —afirmo, con sorprendente serenidad.
No puedo verlo, pero percibo que se pone en pie y avanza hasta
quedar a mi espalda. Ni siquiera me roza, pero siento su calor, como
siempre que está cerca.
—Tessa, soy yo —susurra, buscando una complicidad que ya no sé
si tenemos.
Doy varios pasos de lado. No quiero darme la vuelta y encontrarlo a
pocos centímetros de mí. No sé si soportaría contemplar la calidez de sus
iris azules a tan corta distancia.
Inspiro lentamente antes de girarme.
—No pasa nada. Estoy bien —repito.
En realidad, puede que ni siquiera esté. Pero tras derrumbarme
como lo he hecho, después de dejar que el dolor se apoderara de mí, hago lo
único que puede mantenerme cuerda: levanto mis barreras, tan altas como
hace años que no estaban, y me blindo. Supongo que existen mecanismos
de autoprotección mejores, pero ahora mismo no estoy dispuesta a
arriesgarme a comprobarlo y a dejar que los pedazos que quedan de mí
salgan volando en mitad de esta jodida tormenta.
No quiero hablar de ello con nadie. No quiero la compasión de Zac
o de Marta, tampoco la de mis padres. No quiero ver en sus rostros la
misma preocupación que muestra ya mi amigo. Tal vez haga esto porque
pienso que me lo merezco. Ellos intentaron avisarme sobre Álex, pero no
me conformé, tuve que dejar que me destruyera él mismo.
—No tienes que esconderte de mí —suplica, y a punto estoy de
echarme a llorar.
Pero sé que si lo hago, no seré capaz de parar. Salgo de la cocina y
cojo mis libros y mis bolso. Meto dentro mi móvil apagado, ya que aún no
he tenido el valor para consultar los mensajes que estoy segura de que
siguieron llegando. Cuando estoy a punto de salir por la puerta, Zac me
agarra del brazo. Su contacto me quema.
—Puedes ponerte todo el maquillaje que quieras y fingir que no ha
pasado nada, pero te conozco, peque, tú no eres así.
Titubeo unos segundos con la mano sobre el pomo, aunque sé que
necesito huir.
—Dejad todos de decirme cómo se supone que soy —espeto, al
borde del llanto, pero esta vez se trata más de un llanto furioso.
Me trago los sollozos. No dejo de pensar en que ya ni siquiera sé
quién soy.
Zac exhala un suspiro y su mano resbala por mi piel. Ya no me está
tocando. Sin embargo, su calor sigue ahí.
—¿Recuerdas aquel libro...? —Duda, intentando recordar el título,
aunque no veo en que me ayudaría eso—. Las ventajas de ser un
marginado. Lo leímos juntos, como muchos otros. ¿Cómo era lo que
decían?
Abro la puerta, dispuesta a marcharme, a correr escaleras abajo si
hace falta. Cualquier cosa con tal de no seguir hurgando en mis heridas.
Pero antes de que pueda escapar de mi amigo, él cita una frase de ese libro,
una frase a la que intento no prestar atención, pero que retumba en mi
mente como un eco eterno durante buena parte del día: «Aceptamos el amor
que creemos merecer».
Hago lo que se supone que debo hacer: ir a clase. Supongo que
continuar con la rutina es otra forma de sobrellevar esto. Tomo apuntes e
intento prestar atención a las explicaciones de los profesores, pero, ya casi
al final de la mañana, mi mente me traiciona y me lanza una ráfagas de
imágenes de Álex. Me veo a mí misma sonriendo, robándole besos a la luz
de las estrellas, brillando como su Venus. Solo que parece que mi luz se
debe haber ido apagando y no resulta suficiente. Sé que debería estar muy
cabreada con él; sin embargo, todo lo que siento es tristeza, tanta que me
resulta difícil incluso enfadarme.
—Ey, Teresa.
Parpadeo, de regreso a la realidad. Guaci está plantada frente a mí,
mientras que el resto de mis compañeros se apresuran a recoger sus
pertenencias y el profesor ya se ha ido. La clase ha finalizado y ni siquiera
me he percatado de ello.
—Sí, dime —replico, y ella frunce el ceño.
—¿Estás bien? Porque parecías inmersa en algún tipo de trance.
Juro que si me siguen preguntando si estoy bien, terminaré por ser
sincera y soltar un «me siento como una mierda» que igual va a ser
demasiada confesión para mi compañera.
—Sí, claro, solo… Esta clase me aburre un poco —improviso, y
Guaci asiente.
Carlos, otro de mis compañeros, se nos acerca con la mochila al
hombro.
—¿Café? —propone, y yo acepto como si me estuvieran ofreciendo
una mariscada.
No es que me apetezca demasiado tener compañía, pero con ellos es
fácil fingir que todo es normal. No me conocen lo suficiente como para
darse cuenta de que, en realidad, me estoy cayendo a pedazos.
—¿Creéis en el amor verdadero? —planteo cuando ya estamos en la
cafetería de la facultad.
Guaci suelta una risita, mientras que Carlos me observa con interés.
—Si es tu compi de piso, podría tener fe ciega en cualquier cosa —
bromea ella.
Miro a Carlos, esperando que diga algo. No quiero pensar en Zac.
—Sí —contesta, para luego matizar su escueta respuesta—, pero no
en que sea para siempre. Siempre es mucho tiempo, ya sabes.
Se pone en modo psicólogo, y yo me dispongo a escuchar una de
sus particulares teorías.
—La gente cambia y en una pareja no es diferente. Las experiencias
vividas a lo largo de nuestra vida condicionan nuestra manera de ver el
entorno e incluso de vernos a nosotros mismos. No digamos ya nuestras
necesidades —reflexiona, con apasionamiento—. Hoy en día, son pocas las
parejas que logran absorber esos cambios y adaptarse a ellos. No solo eso,
nuestros gustos también varían y lo que ahora anhelamos puede convertirse
en prescindible en el futuro.
—Dicho así, le quitas todo el romanticismos al tema —se queja
Guaci.
Carlos se ríe.
—Pero has dicho que crees en el amor verdadero —tercio yo,
confusa, y él asiente.
—Hay cosas que escapan a cualquier explicación: la excepción que
confirma la regla, lo imposible que se vuelve posible… Y la mente humana
sigue siendo un gran misterio. Hay amores que duran toda una vida y otros
que apenas llegan a unos pocos meses, pero ambos pueden ser verdaderos.
La realidad es que sentimos lo que sentimos, independientemente del
tiempo que hace que conocemos a esa persona —prosigue, y creo que me
he perdido—. Existe gente que se quiere hasta el día de su muerte y, sin
embargo, no pasa toda la vida junta.
Guaci tiene la misma cara de desconcierto que debo estar poniendo
yo. Carlos pasa a contarnos la historia de su abuela. La mujer, tras enviudar
a los ochenta años, se reencontró con un hombre al que había conocido
antes de casarse con su abuelo y del que siempre había estado enamorada.
Tras todo ese tiempo separados, él la buscó al enterarse de que se había
quedado sola a pesar de no saber muy bien dónde vivía. Recorrió las casas
de la zona que le habían indicado, puerta por puerta, hasta dar con ella.
—Su amor superó el paso de los años, la separación y sus
respectivos matrimonios. Y ahí están, compartiendo el final de sus vidas.
Carlos finaliza el relato y durante unos segundos nos quedamos los
tres en silencio.
—Nos tomas el pelo, ¿no? —repone Guaci, con gesto desconfiado.
Carlos se pone muy serio, pero acto seguido se le escapa una
carcajada. Mi compañera le da un golpe en el hombro, reprendiéndolo.
—¡Es que parecíais tan interesadas!
Guaci y él se dedican a chincharse el uno al otro, discutiendo sobre
los grandes amores de la historia y el drama que siempre se asocia a dichos
romances. Sin embargo, yo me dedico a rumiar lo que ha comentado, eso de
la excepción que confirma la regla. No creo que Álex y yo seamos dicha
excepción. Nosotros somos, en todo caso, todo lo contrario.
SE HA ACABADO
Dicen que el amor puede curar el alma, que es capaz de sanar a las
personas, de mejorarlas. No obstante, empiezo a pensar que Álex y yo no
tenemos ese tipo de amor. La primera vez que estuvimos juntos nos
provocamos una serie de heridas que puede que hayan cicatrizado con el
tiempo, pero de las que siempre quedarán marcas.
Recuerdo que en el colegio tenía una amiga que se pasaba el día
peleándose con un chico. Se odiaban con la clase de rechazo irracional que
no les permitía dejar de hacerse la vida imposible. Cuando acabamos el
colegio, cada uno se matriculó en un instituto diferente, y creo que fue
entonces cuando empezaron a darse cuenta de que odiaban aún más no
verse. Les llevó dos años convertirse en pareja y, por lo que sé, aún siguen
juntos. Lo que había empezado como un odio infantil se transformó en un
amor maduro y duradero.
En nuestro caso, recorrimos el camino a la inversa. Álex y yo nos
amamos para luego odiarnos y, visto lo visto, no estoy muy segura de que
podamos volver sobre nuestros pasos. No parece que eso sea posible. Tal
vez las heridas sean más profundas cuando nos las inflige alguien a quien
amamos. O quizás Álex y yo nos estemos aferrando a un pasado —bueno y
malo— que no es más que eso: pasado. Me pregunto si existirá para
nosotros ese amor curativo, si habrá alguien esperando a la vuelta de la
esquina para recomponer lo que ni él ni yo hemos sabido arreglar.
Cierro los ojos y aprieto los párpados. La sola idea de imaginar a
Álex con otra me obliga a esforzarme para continuar respirando. Incluso
con las cosas que ha dicho sobre mí, me cuesta verlo fuera de mi vida.
Aunque esté cabreada, dolida y con el corazón destrozado, soy consciente
de que cada parte de mí continúa amándolo.
—¿Teresa?
Abro los ojos y me encuentro a mis compañeros observándome.
Esbozo una sonrisa que es probable que no sea más que una triste mueca.
—Hoy estás un poco ida —comenta Guaci.
—El otro día leí un estudio que afirmaba que los psicólogos son los
profesionales con más problemas emocionales —interviene Carlos, sin
dejar de mirarme—. Ironías de la vida.
Vale, es posible que empiecen a preocuparse por mi cordura. Guaci
se apresura a contestarle, evitándome tener que responder.
—Aún somos estudiantes.
—Y mira lo colgados que estamos —señala él.
Ambos ríen y yo procuro seguirles el ritmo.
Por la noche, al encender el móvil, y tal y como sospechaba, tengo
un sin fin de mensajes de Álex. Los primeros son más de lo mismo:
acusaciones, frases incoherentes con palabras a medias…Me los salto
directamente, porque no soy capaz de asimilarlos. Los últimos son de esta
mañana y están plagados de un montón de «lo siento» y otras tantas
disculpas que me suenan aterradoramente vacías. No le contesto; no sabría
qué decir y no sé si quiero escuchar lo que tiene que decirme él.
Los siguientes días discurren con una dinámica muy similar. Mis
muros siguen ahí, protegiéndome. Procuro relacionarme lo justo y solo con
gente con la que no tenga mucha confianza, gente que no se preocupe por
mis ausencias. Zac, Marta y Teo son otro cantar. Este último ha regresado a
su casa, no sin antes amenazar con volver muy pronto y repetirme la perla
de sabiduría que me soltó en el bar:
—Si parece un cabrón…
Le doy un beso de despedida y busco de nuevo refugio en la cueva
en la que se ha convertido mi dormitorio.
A Marta la evito de una manera más o menos eficaz dado que, a
pesar de su vena juerguista, es de las que suele ponerse a estudiar con
bastante antelación. Sé que no durará mucho, pero al menos dispongo de
algo de tiempo extra antes de enfrentarme a ella. Y Zac… Esa es la peor
parte de todo esto. En su caso, parece ser él quien me está evitando. Creo
ver cierta decepción en sus ojos cuando me mira, pero afrontarlo en este
momento es demasiado para mí.
Me viene a la mente el día en que, tirados en mi cama, le dije que
creía haberlo hecho todo mal, y tal vez sea así. Puede que lo esté haciendo
como el culo, con Álex, con mis amigos… Pienso también en algo que dijo
Carlos, aunque estuviera bromeando: no podemos evitar sentirnos como nos
sentimos. ¿Y si Álex no puede evitar sentirse traicionado por lo que le hice?
«Vas a perder la cabeza», me digo.
Darle vueltas y más vueltas no me conduce a ningún lado. Por
mucho que lo intente, no logro comprender cómo puede Álex mostrarse tan
cariñoso conmigo en determinados momentos y ser capaz de hacerme tanto
daño en otros. Es como pasar del paraíso al infierno en cuestión de
segundos, lo cual solo consigue que ame una parte de él mientras que la otra
me produce un terrible rechazo.
Durante esa semana, no hay más mensajes. Puede que esté dándome
espacio o que se haya dado cuenta de que esta vez ha metido la pata hasta el
fondo. A saber, con Álex cualquier cosa es posible. Lo que sí es cierto es
que he llorado absolutamente todas las noches. Por el día he conseguido
mantener cierta entereza, pero una vez que regreso a mi habitación no soy
capaz de controlarme. La fachada que tanto me esfuerzo por mantener cae
de forma irremediable cuando estoy a solas. Es probable que me esté
autocompadeciendo de más, pero creo que ahora que había rozado con la
punta de los dedos un posible final feliz para nosotros, ver que esa
posibilidad se esfuma resulta devastador.
En una de esas mañanas, me encuentro a Marta acampada frente a la
puerta de mi dormitorio. Está sentada en el suelo con las rodillas dobladas y
las manos enlazadas sobre el regazo. A punto estoy de meterme de nuevo
dentro, pero creo que eso sería demasiado incluso para mí.
—Necesitas hablar —me dice, y aunque está seria, no parece
enfadada.
Giro la cabeza y veo a Zac inmóvil al final del pasillo.
—Pasa, anda —cedo, y cierro la puerta tras ella.
Ni siquiera me da tiempo a prepararme antes de que empiece el
sermón.
—A mí no me engañas. Ni a mí ni a nadie que te conozca, Tessa.
—No es eso lo que trato de hacer —miento, dicho sea de paso, con
escasa convicción.
—Ya, claro, y tampoco tratas de hacerte la dura y aparentar que no
estás hecha una mierda solo para no escuchar eso de «te lo dije».
Me siento a su lado en la cama.
—¿Vas a decirlo?
—Eso es lo de menos —repone, restándole importancia con un
gesto de la mano—. Solo quiero que tú digas algo, cualquier cosa, y que
dejes de esconderte aquí. ¿Qué ha pasado con Álex? —me interroga, y me
encojo solo con pensar en contárselo todo—. Ha hecho algo más, ¿no? Algo
malo.
Lo último es más una afirmación que una pregunta. Titubeo unos
segundos, consciente de que relatarle las acusaciones de Álex y explicarle
lo de los mensajes es probable que me destroce aún más. Lo volvería todo
más real, más definitivo.
—Solo… solo se ha acabado. —Supongo que ese es el mejor
resumen que puedo ofrecerle a mi amiga.
Marta se deja caer sobre el colchón y se queda mirando el techo.
Creo que no sabe muy bien qué decir, es consciente de lo que Álex
representa para mí.
—Al menos lo has intentado —comenta tras unos segundos.
—Sí, bueno… no parece que eso haya sido suficiente.
Me tumbo a su lado y trato de no pensar en las frases hirientes que
Álex me dedicó vía Whatsapp, en la rabia que evidenciaban y en todo el
rencor que debe de haber acumulado con el paso de los años para que unas
cuantas copas hayan conseguido que lo vomite todo de esa manera.
—Necesitamos una salida de chicas.
Comienzo a negar de inmediato. La idea de salir de juerga hace que
me entren náuseas. Sería como revivir un pasado del que siempre he estado
tratando de huir.
Marta pone los ojos en blanco.
—Una escapada —aclara, como si supiera en lo que estoy pensando
—. Una de nuestras excursiones sin rumbo.
Nuestras excursiones sin rumbo, como mi amiga las llama,
normalmente incluyen a Zac, aunque su alusión a una salida de chicas me
hace creer que este no es el caso. Si bien, dado que nuestro único medio de
transporte es el vehículo de mi amigo y que precisamente la gracia del plan
es pillar el coche y perdernos por la isla, no entiendo qué puede estar
tramando.
—No va dejarnos el coche. Está enfadado conmigo.
—No está enfadado contigo —tercia ella, pero esboza una mueca—.
Bueno, un poco tal vez.
Suspiro. No puedo decir que no me lo esperase.
—Se preocupa mucho por ti, Tessa, y creo que también está un poco
celoso.
Enarco las cejas, porque eso sí que no se me había ocurrido.
—Bueno, tal vez celoso no sea la palabra adecuada —se corrige. Se
pone en pie y comienza a pasearse por la habitación—. Es que tienes esa
relación tan intensa con Álex, yo mejor que nadie sé cuánto lo quieres y que
arriesgarías cualquier cosa si pensases que existe una posibilidad de que lo
vuestro funcionase. —Alza la cabeza y me mira, deteniéndose frente a mí
—. Sé el miedo que sientes, Tessa, y el dolor que te provoca creer que lo
que tienes con él se acabará para siempre y no volverás a sentir algo así por
nadie. —En sus ojos atisbo tanta comprensión que no la hago callar a pesar
de que hablar de esto no deja de ensanchar el agujero de mi pecho—. Pero
luego está Zac. Tenéis una complicidad que no suele darse ni entre gente
que se conoce desde que eran críos, y Zac lo sabe, lo siente, al igual que
estoy segura de que lo sientes tú.
Abro la boca para decir algo, pero Marta no parece dispuesta a
detenerse. Se pone en cuclillas y me agarra las manos. Las suyas están
cálidas al contraste con las mías y no puedo evitar pensar en lo frías que las
tengo siempre últimamente.
—Sois únicos juntos, y él lo echa de menos —prosigue—. Puede
que no sienta celos, tal vez sea decepción.
—Eso no me ayuda mucho —le digo, aunque es probable que no sea
más que la verdad.
Dejo caer los párpados para evitar el escrutinio de su intensa mirada.
—Además, Zac está muy bueno —añade. No sé si para restarle
importancia a sus reflexiones o porque no puede evitar subrayar lo que es
evidente—. Cuando te viniste a vivir con él aposté a que no tardarías más
de dos semanas en tirártelo.
Abro los ojos, perpleja y bastante ofendida.
—¿Apostaste?
Por toda repuesta se encoge de hombros.
—Hicimos una porra en la facultad después de aquella mañana en la
que Zac vino a buscarte y todos te vieron con él.
—¡Marta! —me quejo, aunque todo esto es muy propio de ella.
Me acuerdo de esa mañana. Solo llevaba dos días instalada en su
casa y vino a recogerme para acompañarme a comprar algunas cosas para
mi habitación. Mis compañeros de clase, junto con Marta, se pusieron a
cuchichear de inmediato cuando lo vieron aparecer. Zac y yo habíamos
comido juntos y luego perdimos toda la tarde dando vueltas dentro de Ikea.
Casi nos echan por dedicarnos a probar los colchones con un entusiasmo
que rayaba en lo infantil.
Sonrío por el recuerdo.
—No sé, sois Zac y tú. Desde el principio teníais esa química
endiablada. Si no le entré yo fue porque creía que os ibais a liar.
Vuelve a sentarse a mi lado, es incapaz de estarse quieta más de dos
segundos.
—¿Tú y Zac nunca…?
Dejo la pregunta en el aire y, de repente, me inquieta que mis dos
mejores amigos se hayan enrollado y yo no lo sepa. La respuesta de Marta,
una carcajada repleta de drama y algo teatral, me da por pensar que es así.
—No.
Ladeo la cabeza y me quedo mirándola.
—¿En serio?
—De verdad que no —insiste, y parece sincera—. Como te he
dicho, pensaba que tú y él os daríais al menos un revolcón. Para cuando me
di cuenta que no iba a ser así, ya no veía a Zac de esa forma. Sin contar con
que él nunca ha parecido estar interesado en mí.
—También le gustan las chicas —le digo, aunque Marta ya debería
saberlo.
—Eso dice, pero ¿lo has visto alguna vez con una?
Reparo en que Marta tiene razón. Es decir, tampoco es que lo haya
pillado morreándose con tíos a menudo, pero nunca con una mujer. Claro
que eso no quiere decir nada.
—Es muy discreto.
Nos quedamos un momento pensándolo.
—A lo que íbamos. Nos vamos por ahí. —Se pone en pie y me
observa, esperando que la imite—. No acepto un no por respuesta.
Y eso es justamente lo que hace: arrastrarme a pesar de mis
protestas y negarse a dejar que continúe ocultándome por más tiempo.
SIN RUMBO
Marta se sale con la suya. Me obliga a meter un poco de todo en la mochila
(biquini, una camiseta de repuesto, un jersey, otro par de calcetines…),
porque no sabemos si será playa o montaña. Vivir en una isla como Tenerife
te da un sin fin de posibilidades. Nuestras excursiones son así, tirando
kilómetros y un poco a donde nos lleve el viento. Me pregunto quién será la
que le pida las llaves del coche a Zac y, de paso, le informe de que él no
está en la lista de invitados. Para mi sorpresa, cuando salimos al salón, el
llavero está en el centro de la mesa, a plena vista, y Marta me confirma que
Zac ya estaba al corriente de sus planes. Vamos, que lo de mi amiga ha sido
con premeditación y alevosía.
Empezamos a barajar destinos desde el minuto uno. Marta, tras el
volante, conduce a pesar de no haber decidido nada. Coge la autopista en
dirección a Santa Cruz, por lo que el norte queda descartado, y pocos
kilómetros más adelante se desvía por la conexión que une las dos
autopistas de la isla.
—¿Al sur? No quiero ir a El Médano —señalo, por si se le ocurriera
la genial idea.
—Oh, vamos, es temprano y quiero tomarme un café en el Veinte.
El Veinte04 es un cafetería que hay en la plaza principal del pueblo,
tiene un rollito surfero que a Marta y a mí nos encanta, y suele haber
conciertos en vivo algunas noches. Se come bien y queda frente a la playa.
Cuando estamos en la zona, nos encanta sentarnos en la terraza y tomarnos
un café o una clara con limón, según la hora del día.
—No quiero encontrarme a mis padres.
Ni a nadie conocido en realidad, pero sobre todo a ellos. Hace unas
semanas que no voy a verlos, aunque había quedado en que bajaría el fin de
semana en el que Teo vino a visitarnos y discutí con Álex. Mi idea era
contarles que estábamos saliendo, pero tras nuestra pelea no me pareció lo
más indicado, así que me inventé una excusa y les dije que los visitaría más
adelante.
—Solo una café. Decidimos y seguimos la ruta.
Pone ojitos de cachorrillo abandonado y lloriquea, y yo soy incapaz
de resistirme.
De manera inevitable, me voy relajando según avanzan las horas al
lado de mi amiga. Trato de no pensar en Álex ni en nada de lo sucedido.
Ahora mismo necesito un poco de tranquilidad, distraerme y pensar las
cosas en frío. Soy consciente de que en caliente no suelo tomar buenas
decisiones, aunque no sé si hay mucho que decidir.
Elevamos nuestro nivel de cafeína en sangre y, por suerte, no
coincidimos con mis padres. Me sabe mal no hacerles una visita, pero creo
que es mejor así. No quiero preocuparlos sin motivo y estoy segura de que
notarían que algo va mal. Así que seguimos hasta las piscinas naturales que
hay casi llegando a Los Abrigos, donde nos damos un primer chapuzón.
Marta me empuja cuando me acerco a comprobar la temperatura del agua,
arrancándome un grito, mientras se parte de risa. Al principio no dudo en
lanzarle varios insultos de lo más imaginativos, pero termino por
resignarme y reírme yo también. El agua está helada; sin embargo, me
despierta y me hace sentir algo más viva de lo que me he sentido en días.
Después de esa segunda parada, seguimos autopista adelante y
acabamos en Los Gigantes, en la pequeña playa de arena negra que hay
custodiada por los acantilados, donde nos damos un segundo baño para
después seguir en dirección a Punta de Teno, lo que vendría a ser el final de
la isla. Para cuando llegamos allí nuestros estómagos ya están rugiendo y
tenemos que hacer otra parada para comer algo. No hablamos de Álex,
tampoco de Zac ni de Marcos o Teo, solo de nosotras y de los maravillosos
parajes que vamos visitando. Poco a poco me voy sintiendo mejor, más
animada y mucho menos tensa, aunque de vez en cuando un pensamiento
sombrío asoma en mi mente y tengo que obligarme a no prestarle atención.
Pero, sobre todo, sonreímos, nos reímos mucho y muy fuerte, de esa manera
cómplice en la que lo hacen las amigas que han vivido toda clase de
experiencias juntas.
Al llegar al Puerto de la Cruz a media tarde estamos agotadas,
aunque es esa clase de cansancio reconfortante que parece darte energía aún
sin tenerla. El cielo está cubierto de nubes y, aunque la temperatura no es
demasiado baja, me he puesto el jersey. Estamos sentadas en un banco de
piedra en el paseo marítimo, justo en la zona del Lago Martianez,
observando el trasiego de turistas de las más variadas nacionalidades
mientras nos comemos un helado. Marta apura el suyo con placer aunque a
mí me queda aún más de la mitad. Tomo pequeñas cucharadas y me dedico
a disfrutar del sabor a Nutella.
—Pues aquí estamos —suelta ella.
Sé que espera que le cuente qué está pasando, pero no quiere
presionarme. Me quedo en silencio unos segundos, sin saber si estoy
preparada, hasta que decido comenzar a hablar.
—Creía que podría salir bien esta vez —murmuro, sin levantar la
vista de mi vasito de helado—. De verdad que lo creía.
Marta suspira. Por el rabillo del ojo veo que me está mirando.
—Es complicado —añado, porque no sé muy bien qué decir.
Mi reticencia no se debe a que no confíe en ella, lo sabe
prácticamente todo de mí y no temo contarle cualquier cosa, pero sigo
resistiéndome a hablar en voz alta de lo sucedido. Quizás sea por cobardía o
quizás por miedo a que eso haga que Marta odie a Álex. Por algún motivo,
no quiero que mi mejor amiga tenga nada en contra de él. Sé que es
estúpido, porque eso no hace que mis heridas sean menos reales o la actitud
de Álex menos dolorosa.
—Ya, bueno, con Álex nunca nada fue sencillo.
—Es que no lo entiendo. ¿Cómo, queriéndonos tanto, somos
capaces de hacernos tanto daño?
Se encoge de hombros.
—Supongo que precisamente por eso —comenta, tirando de las
mangas de su chaqueta hasta que sus manos desaparecen bajo ellas—. Es la
gente que más te quiere la que más daño puede hacerte. Y Álex… Con él
siempre ha sido todo o nada, ya lo sabes.
No me atrevo a mencionar que el «nada» de Álex no pasa por la
indiferencia, sino por atacar donde más duele. Es como si quisiera hacerme
comprender lo mal que mis acciones le hacen sentir a base de infligirme el
mismo daño.
—¿Vais a arreglarlo? —pregunta, y sé que lo que de verdad quiere
saber es si estoy preparada para rendirme.
—No lo sé.
En realidad, no quiero darme por vencida. En el fondo estoy
esperando a que Álex haga algo que me haga pensar que todavía existe una
posibilidad para nosotros, una excusa, un resquicio de esperanza que me
impulse a seguir creyendo en esto. Que me demuestre que él no es así,
porque me horroriza creer que estoy enamorada de alguien capaz de
comportarse de esa forma.
Echo la vista atrás y me doy cuenta de lo contradictorio que se ha
mostrado. Pienso en el día en que me dijo que me quería y que nunca había
dejado de hacerlo. Durante unos instantes, me recreo en las sonrisas que me
ha arrancado, en lo valioso que esos momentos son para mí. No voy a poder
olvidarlos, eso lo tengo claro. Soy consciente de que los buenos momentos
seguirán dando vueltas en mi cabeza pase lo que pase, e incluso es posible
que, con el tiempo, se vuelvan aún mejores. La memoria suele ser muy
traicionera y yo tengo tendencia a agarrarme a esa clase de recuerdos. El
rencor es un sentimiento que me desgasta más que cualquier otro. Supongo
que Zac tenía razón cuando dijo que no soy capaz de odiar a largo plazo.
Pero el resto… No sé si puedo con ello. También tengo claro que mi
amigo acertó al decir que ya no confío en Álex, y sin eso, sin confianza, no
creo que pueda dejar caer mis barreras de nuevo y entregarme del todo. Y
sí, con Álex siempre ha sido todo o nada.
—No estoy segura de que haya forma de arreglarlo. —Marta me
contempla y su expresión preocupada me empuja a darle un abrazo. Apoyo
la cabeza sobre su hombro—. Ni de que quiera hacerlo.
Mi amiga me aprieta, consolándome, antes de separarse para buscar
mis ojos.
—¿Has dejado de quererlo?
Niego de inmediato. A veces pienso que nunca podré dejar de amar
a Álex, que, juntos o no, siempre tendré esa conexión irracional con él que
hace imposible que lo saque de mi corazón y de mi mente.
—No sé si eso es posible siquiera —susurro, más para mí que para
ella.
—Odio verte así, Tessa. Sé lo que sientes por él, pero no creo que
merezca la pena.
Cierro los ojos para atenuar el dolor que me provocan sus palabras.
El amor no debería doler, jamás, debería ser algo maravilloso que nos
convierta en mejores personas, que nos dé valor para cumplir sueños, para
vivir sin prisa pero sin pausa. Que nos empuje sin arrastrarnos. No, no
debería hacer daño amar a alguien.
—Ahora te parecerá imposible, pero pasará —prosigue, y aunque lo
hace con la mejor intención, algo en mi interior quiere decirle que eso es
mentira.
Pasará, claro que pasará. Nada es inmune al tiempo. La cuestión es
si quiero que pase, si estoy preparada para dejar ir al que siempre he
considerado como el amor de mi vida.
Pequeñas gotas de lluvia comienzan a caer sobre nosotras. Alzo la
cabeza y dejo que me acaricien el rostro hasta que Marta tira de mi brazo y
echamos a correr juntas por el paseo, en dirección al coche.
El tiempo aquí es así. En un lado de la isla puedes estar en manga
corta y en el otro tener que andar bajo el paraguas. No suele gustarme la
lluvia, pero en este caso agradezco su aparición mientras trato de seguir el
ritmo de Marta y no quedarme atrás. Al menos nadie se dará cuenta de las
lágrimas que corren por mis mejillas.
AYÚDAME
A pesar de ese último momento en el Puerto de la Cruz, el paseo consigue
que vuelva más relajada a casa. Incluso pedimos unas pizzas para cenar y
nos las comemos con Zac mientras vemos algunos capítulos de Arrow. En el
ambiente flota cierta tensión, nada que ver con lo que solían ser nuestros
pícnics desperdigados por el salón, riendo y soltándonos pullas unos a otros.
Zac y yo cruzamos la mirada varias veces, pero parece que ninguno de los
dos sabe exactamente qué decir o en qué punto está nuestra amistad. ¿Cómo
pueden haber cambiado tanto las cosas entre nosotros en tan poco tiempo?
Después de que Marta se marche a su casa, nos damos las buenas
noches y ambos nos encerramos en nuestros respectivos dormitorios.
Consulto el móvil con la esperanza —y también el miedo— de tener
noticias de Álex. No hay ninguna llamada ni mensaje. Abro el correo,
porque no lo he mirado en todo el día aunque han entrado varias
notificaciones. Mis ojos tropiezan con el nombre de Álex y se me hace un
nudo en el estómago al comprobar que me ha enviado un mensaje bastante
largo. Tardo un minuto en empezar a leerlo para luego lanzarme a recorrer
las líneas de forma apresurada.
Me pide perdón, pero el correo contiene mucho más. Me habla de lo
mal que se siente, de como le es imposible dejar el pasado atrás. Dice que,
cuanto más tiempo pasa a mi lado, cuanto más se refuerzan los sentimientos
que tiene por mí, todo se vuelve aún peor.
«Contigo pierdo el control. No hay término medio, lo bueno es
increíble y lo malo duele demasiado», afirma, y el siguiente párrafo rebosa
tanta tristeza que se me encoge el corazón al comprender que él tampoco
está bien.
Se deshace en disculpas por su comportamiento de la otra noche. No
sé las veces que leo las palabras «lo siento». Admite una parte de culpa, la
otra me la echa a mí. Menciona nuestros problemas de hace años, la
traición, mi infidelidad, su actitud controladora…
«Quiero estar contigo, quiero hacerte sonreír más que ninguna otra
cosa, pero no sé cómo, y de lo que estoy seguro es de que no puedo hacerlo
si no me ayudas».
Repaso esa frase varias veces. Si tan solo supiera qué puedo hacer
para ayudarlo a entender que tiene que olvidar el pasado, que nos estamos
dejando ganar por algo que no tiene marcha atrás, y que lo peor de todo es
que estamos sumando nuevos errores a una lista ya demasiado larga, más
heridas y cicatrices con las que tendremos que convivir.
Me lleva al menos media hora asimilar todo el mensaje. Cuando al
final dejo a un lado el móvil, no sé muy bien qué pensar. Parece tan
arrepentido, tan frágil. ¿Me estaré rindiendo yo? ¿Y si esta es nuestra
oportunidad? Tal vez…
«Si vuelves a intentarlo y sale mal, Tessa, no quedará nada de ti»,
me reprocho, aunque ni siquiera sé si hay algún trozo de mí que no esté roto
por completo. ¿Qué más puedo perder?
A Álex, puedo perder a Álex para siempre.
Esa idea me tortura durante toda la noche. Doy vueltas en la cama,
más de las habituales, y no dejo de pensar en el mensaje, en las disculpas y
en sus explicaciones. No es que se culpe de todo lo sucedido, tampoco yo lo
hago. Creo que esto es cosa de dos y jamás he pensando que soy perfecta.
Mis errores también están ahí, complicándolo todo más si cabe.
Me viene a la mente cuando, tras las insinuaciones que hizo la noche
en que conoció a Teo, me pidió que nunca volviera a dejar que me tratara
así. Sin embargo, no solo se repitió, sino que fue aún peor. De lo único que
estoy segura es que no puedo permitir que me humille de esa forma de
nuevo. No me lo merezco. Soy consciente de que a una parte de mí le aterra
perderlo, pero la otra está, en realidad, furiosa con él.
Sobre las siete de la mañana, poco antes de que suene la alarma del
despertador, ya estoy en pie y con el móvil en la mano, escribiendo un
mensaje:
«Necesitamos hablar».
Al enviar esas dos únicas palabras comprendo que estoy esperando
que, cuando nos veamos, Álex sea capaz de convencerme de que aún
tenemos una posibilidad de ser felices juntos.
Apenas un minuto después llega su respuesta:
«¿Puedes venir a casa? No me encuentro demasiado bien».
Le digo que no hay problema y comienzo a arreglarme despacio. No
creo ser capaz de desayunar, ni tan siquiera mi obligado café. No con el
estómago tan apretado en mi vientre que solo pensar en comer algo me da
ganas de vomitar.
De camino a la puerta me tropiezo a Zac, tan madrugar como
siempre. Está apilando varias carpetas y libros en la mesa del salón. En el
suelo, junto a él, hay una bolsa de viaje. Frunzo el ceño y me quedo
mirándola fijamente, como si pudiera ver lo que contiene si me esfuerzo lo
suficiente.
—¿Vas a algún lado? —me atrevo a preguntar, y él se vuelve para
mirarme.
Ni siquiera se había percatado de que estaba aquí. En su rostro se
dibuja una expresión culpable, lo que hace que empiece a preocuparme.
—He decidido adelantar un poco las vacaciones de Navidad.
—Quedan aún varias semanas —señalo, y caigo en la cuenta de que
es probable que esté hablando de irse a casa—. ¿Te vas a Lanzarote?
Asiente con suavidad, como si temiera mi reacción. La verdad es
que no sé qué pensar.
—Estoy algo descentrado y he pensado que me vendrá bien ver a
mis padres. El tutor de mi tesis no ha puesto ninguna pega —explica, y
ambos sabemos que está mintiendo.
Por un lado está el hecho de que la relación con sus padres suele ser
bastante tirante, y por otro que, cada vez que va a casa por vacaciones, Teo
no lo deja ni respirar. Siempre tiene mil planes, desde ir a hacer surf o
recorrer la isla hasta sus indispensables salidas nocturnas. Lo que me lleva a
pensar que no es lo que vaya a encontrar allí, el problema está aquí y
seguramente tenga algo que ver con nuestro reciente distanciamiento.
—Pero no puedes irte —digo, y la voz me tiembla.
Puede que esté siendo egoísta, pero no quiero que se marche.
Aunque nos hayamos distanciado, Zac forma parte de mi día a día. Es… Es
Zac.
—Lo necesito, peque.
Me muerdo el labio al escuchar mi apodo, y sus ojos, rebosantes de
tanta melancolía que me hacen apartar la vista, suplican en silencio que no
insista.
—Volveré después de Reyes, no es demasiado tiempo —comenta, y
sé que está intentando parecer animado.
Un mes. Creo que nunca hemos pasado tanto tiempo separados.
Incluso en vacaciones siempre nos las arreglamos para que venga a verme a
casa o yo viajo a Lanzarote para pasar unos días con él. Caigo en la cuenta
de que Zac ha sido una constante en mi vida desde que nos conocimos. Mi
puerto seguro. Y ahora ese puerto está siendo engullido por la tormenta.
—¿Esto tiene algo que ver conmigo?
—No —se apresura a contestar. Si bien, acto seguido, agacha la
cabeza y sus hombros caen. Me da la sensación de que lo que quiera que
vaya a decir no es fácil para él—. Tú ya tienes bastante de lo que ocuparte,
Tessa. No te preocupes por mí, estaré bien.
—Pero…
—En serio, no pasa nada —me interrumpe, y devuelve su atención a
los papeles esparcidos sobre la mesa—. Voy a llevarme documentación y el
portátil para seguir trabajando. Seguro que puedo ir adelantando cosas.
Permanezco de pie, observándolo, con el bolso colgado del hombro.
Me siento como si estuviera rompiendo conmigo, aunque es una estupidez
porque no somos pareja. Sin embargo, no puedo evitar pensar que esto está
mal, esta separación es antinatural. Ahora sí que estoy a punto de vomitar.
—Zac —lo llamo, porque quiero que me mire, pero él no se gira.
—¿Ibas a ver a Álex?
—Sí —replico, sintiéndome culpable y sin saber cómo lo ha
adivinado.
—Suerte.
Se marcha por el pasillo sin mirarme ni darme opción a añadir nada
más, dejándome con un regusto amargo en la boca y el presentimiento de
que, haga lo que haga, no conseguiré otra cosa que hacer infelices a todos
los que me rodean.
AYER SIGUE SIENDO HOY
Quizás debería prometerme olvidar, pasar página, aunque todos sabemos
que prometer y cumplir son dos cosas muy distintas. Por eso, cuando tengo
delante de nuevo a Álex, no puedo evitar que mi pulso se acelere y mi
cuerpo comience a temblar. Tiene mal aspecto. Luce unas marcadas ojeras
que le dan a su mirada un tinte sombrío. Su camiseta arrugada y el pelo
alborotado, por el que no deja de pasarse la mano con actitud nerviosa,
hacen que me pregunte cuánto tiempo llevará sin dormir en condiciones.
Se ha sentado en el sofá mientras yo permanezco de pie a pocos
metros, sin atreverme a acercarme más. Ahora que estoy aquí, ni siquiera sé
por dónde empezar.
—Lo siento —murmura, y la voz le sale ronca—. Lo siento mucho.
Yo…
Sus palabras me suenan vacías. No es que no crea que está
arrepentido por lo que ha pasado; en realidad, estoy segura de que es así.
Sin embargo, sentirlo no arregla nada ni borra el daño causado. Sigue
doliendo verme a través de sus ojos, y tal vez sea eso lo único que me
impide lanzarme en sus brazos y decirle que todo va a salir bien.
—De verdad crees esas cosas horribles de mí —digo, y no es una
pregunta.
Él niega con la vista fija en el suelo y, de repente, su actitud me
pone furiosa. Tal vez toda la ira que debería haber mostrado hace días se
haya almacenado en mi interior y sea ahora cuando está buscando una
forma de salir.
—Por favor, entiéndelo —suplica sin mirarme—, no puedo evitar
que me duela. Cuando te conocí estaba convencido de que eras lo mejor que
me había pasado nunca. Quería una vida entera a tu lado, quería hacerte
feliz, y luego tú…
De nuevo en el punto de partida. Otra vez acosados por los
fantasmas de un pasado que parece que nunca podremos dejar atrás.
—No hay manera de cambiar lo que ocurrió —replico, no porque
quiera evitar mi parte de culpa, sino porque soy consciente de que esto nos
está matando—, pero esta vez podíamos haberlo hecho mejor, podíamos
haber conseguido lo que no tuvimos entonces.
Sin querer, el volumen de mi voz va aumentando. La rabia se
acumula en mi pecho. Nos hemos convertido en algo peor de lo que éramos
hace años. Somos tóxicos el uno para el otro, dos personas condenadas a no
poder amarse sin hacerse daño.
—No quiero volver a sentirme así —señalo, y la humedad se
acumula en mis ojos—. No podemos estar juntos, Álex.
Alza la cabeza y su expresión aterrorizada se me clava en el pecho.
Veo en su mirada el mismo miedo que he contemplado cada noche en el
espejo desde que nos peleamos, temor a perdernos, a que nuestros caminos
vuelvan a separarse y a que, esta vez, sea de forma definitiva.
—Podemos intentarlo, podemos…
Cierro los ojos para evitar los suyos.
—Lo hemos intentado todo, Álex —afirmo, tratando de retener las
lágrimas. Las palabras salen de mi boca arrastrándose por mi garganta y
duelen, joder cómo duelen—. Esto… esto nos hace demasiado daño.
—Hemos convertido el pasado en nuestro presente —continúo a
duras penas—. Aunque superásemos aquello, hemos añadido más heridas a
las ya existentes.
Se pone en pie y, sin que pueda hacer nada para evitarlo, rodea mi
rostro con las manos y me obliga a mirarlo. Trato de apartarme, de
separarme de él por todos los medios, porque su olor y la calidez que emana
de su cuerpo me recuerdan lo que estoy perdiendo, lo que no podré volver a
tener. Pero Álex se muestra firme.
—Si ambos ponemos de nuestra parte…
—¿Qué más quieres de mí?
Mi labio inferior tiembla, y él coloca el pulgar encima y lo desliza
con suavidad hasta la comisura.
—Dame otra oportunidad —ruega, y sus brazos me rodean. Me
estrecha contra su cuerpo y esconde el rostro en el hueco de mi cuello—.
Por favor, Teresa.
La súplica es apenas un susurro roto y, cuando percibo el temblor de
su pecho, me doy cuenta de que está llorando. Estoy segura de que si
quedaba alguna parte de mí que hubiera salido indemne, acaba de volar en
pedazos y convertirse en un montón de trocitos diminutos. Incapaz de
reprimir los sollozos, mis mejillas se humedecen sin remedio.
—Escúchame, al menos déjame que te explique.
No sé cómo decirle que estoy exhausta, cansada de intentar
encontrar una razón válida para lo que nos estamos haciendo. No creo que
la haya. Sin embargo, sé que no podría marcharme sin más después de
contemplar la desolación de su expresión atormentada.
Le devuelvo el abrazo y dejo que mis manos recorran la piel de su
espalda, trazando las líneas de los tatuajes que hay bajo su camiseta y que
me sé de memoria. La caricia parece calmarlo un poco. Durante varios
minutos ninguno de los dos dice nada. Nos mantenemos así, en silencio y
uno en brazos del otro, temiendo que lo que venga a continuación no sea
suficiente como para mantenernos juntos.
—¿Por qué? —pregunto, cuando logro recuperar la voz y la fuerza
necesaria para enfrentarme a su respuesta.
Su abrazo pierde intensidad y yo dejo que mis manos resbalen por
sus costados para interponer algo de distancia entre nosotros. Pero él enreda
sus dedos con los míos y me lleva hasta el sofá. Se sienta de lado,
esperando que yo haga lo mismo, y no toma la palabra hasta que cedo y me
acomodo junto a él.
—He visto cómo te mira. Zac —aclara, y creo que es la primera vez
que lo llama por su nombre—. Sé lo que significa, porque yo te miro igual.
Niego. Zac es muy importante para mí y soy consciente de que yo
también lo soy para él, pero no hay nada más allá de eso.
—Déjame continuar —añade, cuando ve que me dispongo a replicar
—. Él ha estado en tu vida mientras yo no estaba. Lo llevas a casa de tus
padres cuando ni siquiera les has dicho que estás conmigo. No formo parte
de tu vida, Teresa. Es como si estuvieras esperando que lo nuestro se
acabara en cualquier momento, como si tan solo fuera una manera de pasar
el rato.
Confusa, me quedo unos instantes sin saber qué decir. De repente
caigo en la cuenta de que ni siquiera me está echando en cara las cosas que
le hice; no, esto es algo totalmente nuevo.
—Pensaba contárselo —me defiendo, aunque a estas alturas ya todo
suena a excusa—. Iba a pedirte que fueras conmigo el día después de que
nos peleásemos. No eres un simple rollo de una noche para mí. Si fuera eso
lo que busco, ¿no crees que resultaría mucho menos complicado enrollarme
con cualquier otro tío?
Me percato de lo inoportuno de mis palabras justo después de
terminar de pronunciarlas. La tensión se me acumula en los músculos de la
espalda, temiendo que lo interprete como una referencia a la manera en que
acabó lo nuestro la última vez.
—Esto no es fácil, Álex. ¿Eres consciente de los mensajes horribles
que me enviaste? ¿De la mierda que echaste sobre mí? Nunca puedo estar
segura de lo que sucederá a continuación, de si vas a estar de buenas o si tu
mente estará revolviendo una vez más en el pasado. A veces me da miedo
incluso hablar y decir algo que te haga recordar. —Hundo la cabeza entre
los hombros y me froto la nuca con una mano. Me siento tan impotente. Tan
rota y frustrada—. No es que esté esperando a que esto acabe, es que vivo a
la espera del próximo golpe.
—Estaba cabreado y… borracho —admite, como si eso lo hiciera
menos culpable.
—Dicen que los niños y los borrachos nunca mienten.
Eso es lo peor: el dolor que me provoca pensar que, en realidad, cree
que tan solo estoy esperando a que se me presente la oportunidad para
engañarlo de nuevo, solo que no se atreve a decirlo.
—¡Dios! No, Teresa. No es eso lo que pienso de ti.
Apoya su frente en la mía y cierra los ojos. Y yo deseo con todas
mis fuerzas que esté diciendo la verdad por mucho que ya no me sea fácil
creerlo.
—Estaba celoso, ¿vale? Dormís a una puerta de distancia y estoy
seguro de que él estaría encantado de que lo hicieras en su misma cama.
—Da igual —le digo, y Álex frunce el ceño y se echa hacia detrás,
separándose de mí—. Aunque tuvieras razón, ¿dónde me deja eso? No
confías en mí, Álex. Si lo hicieras, no te importaría Zac ni ningún otro tío,
porque sabrías que con quien quiero estar es contigo.
Aprieto los labios y lo miro directamente a los ojos, buscando en
ellos algún resquicio de esperanza o de comprensión. Lo que sea que me
ayude a entender el porqué de todo esto.
—Soy consciente de lo que hice en el pasado, del dolor que te
provoqué, y lo siento muchísimo. No sabes cuánto me arrepiento, pero no
tiene nada que ver con la persona que soy ahora —concluyo, dolida por
tener que volver al tema una y otra vez—. Lo que pasa es que jamás me has
perdonado por aquello, no importa lo que digas al respecto. Para ti, ayer
sigue siendo hoy, y yo ya no sé qué hacer para arreglarlo.
Álex no contesta. Se limita a observarme, tal vez buscando las
palabras adecuadas que me hagan cambiar de opinión. Ojalá existiera una
fórmula mágica que nos hiciera dejarlo todo atrás y superarlo sin perdernos
el uno al otro. Mirándolo me doy cuenta de lo mucho que lo quiero. No
puedo evitar ver en él a ese chico que me hace sonreír y consigue acelerar
los latidos de mi corazón con solo curvar levemente los labios, pero
tampoco puedo obviar que es el mismo capaz de herirme de mil formas
diferentes, a cada cual más cruel. Supongo que él ve eso mismo en mí.
—No puedo estar sin ti —susurra, cabizbajo, mientras sus dedos se
pasean sin pausa por el dorso de mi mano—. Ya no.
Me encojo al escucharlo, porque tampoco estoy segura de que yo
sea capaz. Pude una vez, pero ahora… Ahora es diferente. Ahora se lo he
dado todo y me es imposible ignorar el hecho de que, sea como sea, nada
volverá a ser lo mismo para ninguno de los dos.
DIME QUE SALDRÁ BIEN
No sé cuánto tiempo pasamos hablando. Creo que ambos tratamos de
convencernos de que hay alguna manera de seguir adelante, una forma de
arreglar las cosas y darnos fuerzas suficientes para no rendirnos. Algo en mi
interior me dice que no seré capaz de marcharme de esta casa y no mirar
atrás, que todo lo que deseo es seguir aquí y permitirle que me rodee con
sus brazos y me consuele, que murmure mil «te quiero» en ese tono dulce
que a veces emplea. Pero hay otra vocecita, una muy insistente, que me
grita que lo dejé ir de una vez por todas, que mi corazón no soportará una
nueva decepción. Y yo, o al menos lo que queda de mí, me pregunto si
tengo el ánimo necesario para continuar.
—Me esforzaré, Teresa. Haré lo que sea, lo que necesites —dice
Álex, y suena realmente desesperado—. Te compensaré.
«No deberías tener que esforzarte para quererme», pienso para mí,
aunque está claro que en nuestro caso el amor parece no ser suficiente.
—Pero tienes que darme algo, algo a lo que aferrarme —prosigue.
No sé qué más podría entregarle. Esta relación se está llevando todo
de mí. Mi mejor amigo se ha marchado de mi lado y eso es algo a lo que
tarde o temprano tendré que enfrentarme. Pero aparto a Zac de mi mente,
demasiado abrumada para pensar en él ahora.
—Álex, yo… No sé si puedo.
Tira de mi brazo hasta conseguir que quede sentada sobre su regazo.
Sus dedos recorren la línea de mi mandíbula y sus ojos se fijan en mi rostro,
anhelantes, repletos de tristeza y ansiedad. Rodea mi cara con ambas manos
y deja que sus pulgares me acaricien las mejillas. Poco a poco, va
eliminando la distancia que separa nuestras bocas y, aunque sé que si me
besa es probable que no me sea posible resistirme, no trato de evitarlo. En
cuanto tengo sus labios contra los míos, su sabor me empuja más y más
hacia el abismo, me dice que salte, que no me deje vencer. Que la felicidad
podría estar esperándome a la vuelta de la esquina y no puedo ser tan
cobarde como para no ir a por ella.
—Te quiero tanto —digo, sin pensar en lo mucho que me estoy
exponiendo.
Me dejo llevar por su tacto cálido y familiar. Mi mente se llena con
todos los besos que nos hemos dado; unos tiernos y dulces, y otros repletos
de pasión, salvajes y algo más oscuros. Recuerdo lo que hemos pasado para
llegar hasta aquí y comprendo que me da más miedo perderlo para siempre
que la posibilidad de que vuelva a hacerme daño. Y, una vez más, decido
correr el riesgo por él, por nosotros. Decido quererlo, aunque eso conlleve
mucho más, porque también tengo que perdonar. Me niego a arrastrar
conmigo esa maleta llena de piedras. No seré yo la que almacene rencor por
lo sucedido, no sé querer de esa forma.
—Dime que va a salir bien —le pido, suplico más bien.
Necesito oírselo decir, aunque ninguno de los dos podamos saber si
será así. Él me besa una vez más y, esta vez, el beso se torna exigente, tan
voraz que me hace perder el aliento.
—Saldrá bien. Saldrá bien. Saldrá bien —repite, entre beso y beso, y
la promesa de un final feliz se pierde en el interior de mi boca.
Varias lágrimas escapan de mis ojos, pero no me molesto en
secarlas. Hundo una mano en su pelo y dejo que la otra se cuele bajo su
camiseta. Necesito tocarlo, sentirlo lo más cerca posible.
Él me estrecha con fuerza y sus manos buscan mi piel con idéntica
desesperación. Me pregunto si el enfermizo anhelo que sentimos significará
algo, si tendrá más de despedida que de perdón. Desde el fondo de mi
mente llegan a mí las palabras de Marta: «Eso no es amor», pero me obligo
a no pensar en ello.
Tiro de su camiseta para sacársela por la cabeza y hago lo mismo
con la mía. Álex gime cuando mis labios se posan sobre su cuello y, acto
seguido, se pone en pie conmigo en brazos y me lleva hasta el dormitorio.
Caemos en la cama y nos dejamos llevar por la desesperación que sentimos.
La ropa que nos cubre va desapareciendo con rapidez hasta que quedamos
desnudos, y me da la sensación de que no solo estamos exponiendo nuestros
cuerpos, sino también nuestras almas. Hay cierto apremio en nuestras
caricias, en la forma en que Álex desliza los dedos sobre mi vientre o repasa
la sensible piel de mis pechos. Me dejo llevar por la furiosa necesidad de
unirme a él y lo obligo a tumbarse. Apenas tardo unos segundos en tenerlo
dentro de mí. Sin embargo, permanezco inmóvil y con la mirada fija en sus
ojos, diciéndole sin palabras que lo amo y rogando por que, una vez en sus
manos, no me destroce de nuevo el corazón.
Hay un montón de cosas que no nos decimos y seguramente sea
mejor así. Dejamos que esta pasión irracional nos consuma y, mientras
hacemos el amor, murmuramos promesas esperando poder cumplirlas. Al
terminar, ambos temblamos. Me acurruco contra su pecho con la huella de
sus besos aún latiendo sobre la piel, cierro los ojos y me dejo llevar por su
aroma. Tal vez resulte absurdo, pero he echado tanto de menos su olor y,
sobre todo, estar aquí, perdida en él, como si fuéramos las dos únicas
personas en el mundo, como si nada tuviera importancia salvo nosotros.
Aunque sé que ahí fuera está la vida real esperando alcanzarnos,
coloco una mano sobre el pecho de Álex para sentir el palpitar frenético de
su corazón y me olvido de ella. Dejo que sus latidos me acunen y marquen
el ritmo de mi respiración. Me convenzo de que podemos hacerlo, de que el
destino no puede ser tan cruel como para enlazar la vida de dos personas de
una forma tan íntima y luego obligarlas a separarse.
—¿Te quedas esta noche? —me pregunta, más tarde.
Hemos perdido la mitad del día tonteando en la cama, dándonos
todos los besos que nos hemos perdido en estos últimos días y mirándonos
de forma obsesiva, tal vez buscando que el brillo de los ojos del otro
consiga espantar la sombra que planea sobre nuestras cabezas. El temor a
que la violencia de nuestra particular tormenta consiga arrastrarnos sin
remedio flota en el ambiente sin que podamos hacer nada por evitarlo.
Intento por todos los medios no dejarme vencer por el pesimismo ni darle
alas a ese tipo de pensamientos. Quiero estar para él, quiero poder ser yo
misma, y sé que no lo seré si me dejo llevar por el miedo, aunque puede que
ese mismo miedo sea el que me ha traído hasta aquí.
—Quiero dormir contigo —añade, y esboza una sonrisa nerviosa—.
No quiero que pienses que es porque… Bueno, por él.
Álex parece incapaz de pronunciar el nombre de Zac, como si el
hecho de no hacerlo convirtiera a mi amigo en una persona menos real. No
le digo que ahora mismo no tiene de qué preocuparse porque Zac se ha
apartado de mi lado, aunque quizás eso relajase la tensión que genera mi
convivencia con otro hombre. Álex tiene que hacerse a la idea de que hay
otras personas que necesito en mi vida. No es algo en lo que vaya a ceder, y
solo espero que no sea demasiado tarde para Zac y para mí. Que haya
perdonado a Álex no va a hacerle especial ilusión, y no sé cómo voy a
conseguir mantenerlos a los dos a mi lado.
De nuevo, me planteo si me estaré equivocando al querer tenerlo
todo, si eso será de verdad posible. También me pregunto qué dirá Marta al
enterarse de que he vuelto con Álex y si mi mente no colapsará cuando
regrese a casa y la presencia de Álex no lo llene todo. Aquí, refugiada en su
cuerpo, es fácil olvidarse de que el mundo sigue girando. Es sencillo no
dudar y creer que soy lo suficientemente fuerte como para resistir el
siguiente golpe. Porque algo me dice que habrá más. Siendo realistas, está
claro que en algún momento volveremos a discutir, todas las parejas lo
hacen, solo rezo para que sean peleas normales, es todo cuanto pido.
Aunque estoy convencida de que para nosotros es mucho más complicado
que eso.
—Me quedaré —le digo. No solo porque le he echado muchísimo
de menos, sino también llevada por la necesidad de cierta tranquilidad.
Tampoco quiero volver a casa todavía sabiendo que Zac no estará
allí. Soy consciente de que nuestra relación se ha ido deteriorando en las
últimas semanas, pero eso no va a impedir que, al entrar por la puerta de
nuestro piso, siga esperando encontrarlo en el salón esbozando una de sus
magníficas sonrisas. Sé que necesitamos hablar, aunque no estoy del todo
segura de que solo con palabras consigamos eliminar la barrera que se ha
alzado entre nosotros.
Se me escapa un suspiro que llama la atención de Álex. Se apoya
sobre el codo y coloca un mechón rebelde tras mi oreja para verme mejor
los ojos.
—¿Qué pasa?
No me veo capaz de confesar que me preocupa mi relación con Zac,
no al menos en este momento, ni tampoco de ponerle voz a todos los
pensamientos que se apiñan en el caos en el que se convertido mi mente. Lo
único a lo que me atrevo en este instante es a pedirle que me bese. Y eso
hago.
—Dame un beso, por favor.
Él no tarda en ofrecerme sus labios.
—No tengas miedo —me pide, y mientras pronuncia esas palabras
sus labios continúan rozando los míos.
Quiero decirle que no tengo miedo, pero no sería verdad. Por mucho
que me esfuerce tengo pánico a que esto me destroce un poco más si cabe.
Me aterra pensar que, de la misma manera en que es capaz de
proporcionarme la felicidad más absoluta, puede conseguir hundirme en el
pozo más oscuro. Y, aunque luche contra ello, son tantas las heridas
acumuladas que ya no sé si queda piel intacta que pueda acariciar.
Me preocupa no poder volver a sentirme especial a su lado, pero aún
más que no consiga hacerle sentir especial a él. No concibo una forma de
amar en la que no adores por completo a la otra persona, incluso con sus
defectos, que estos no sean más que particularidades que resalten todas sus
virtudes. Una imperfecta perfección.
—¿Quieres ir a comer a casa de mis padres este sábado? —
propongo, arriesgándome, tal vez para demostrarle que quiero dárselo todo.
A lo mejor debería esperar a ver cómo se desarrollan las cosas entre
nosotros antes de dejar que se adentre más en mi vida, pero esta es mi
manera de mostrarle que quiero que esté en ella, que lo quiero para siempre.
Y tal vez también sea una forma de arrancar el miedo de mi corazón.
SI TE VAS
Álex me trata con mimo y se emplea a fondo durante los siguientes tres
días. Aun así, yo no puedo evitar mostrar cierto recelo. Es curioso porque, a
pesar de que hemos compartido cada hora del día, me siento sola. Supongo
que de forma inconsciente estoy midiendo mis palabras y mis reacciones, y
creo que no hay nada que provoque un mayor aislamiento que no poder
comportarte tal cual eres.
Esta noche, después de tan solo setenta y dos horas desde nuestra
reconciliación, todo se va a la mierda de nuevo y ni siquiera tengo muy
claro qué se supone que he hecho mal. Es viernes y estamos en un bar de la
zona antigua de La Laguna tomando algo con sus amigos. Vamos por la
cuarta o la quinta ronda y la mayoría ya estamos más que contentos. Sin
embargo, Álex me mira como si reírme y charlar con sus amigos
representara alguna tipo de afrenta personal contra él.
Empiezo a creer que mientras permanecemos ajenos al resto del
mundo todo va bien, pero en cuanto nos relacionamos con otras personas
comienzan a saltar las alarmas; unos avisos que solo Álex debe escuchar,
porque no tengo ni idea de lo que está pasando. No soy yo la que ha querido
salir con sus colegas ni la que se ha empeñado en beber caipiriñas como si
no hubiera mañana, así que no entiendo que me esté poniendo caras largas
solo por intentar pasármelo bien.
—¿Todo bien? —le digo, y sonrío aparentando normalidad, aunque
lo que de verdad quiero hacer es irme y dejar que se tranquilice.
Pero sé que Álex no funciona así. Si me largo, estallará el drama y
no habrá marcha atrás. Trato de no pensar en que esto puede acabar muy
mal a pesar de que la tormenta parece a punto de desatarse sobre nuestras
cabezas.
—Sí.
—Si te pasa algo es mejor que lo hablemos —insisto, con cierto
temor a que sea aún peor.
Álex niega, aunque es evidente que está mintiendo. Me enfrento al
dilema de dejarlo pasar y comportarme como si no ocurriera nada, o bien
persistir hasta que confiese. Al final opto por lo primero, más que por
cobardía, porque estoy cansada de discutir y, en realidad, soy yo la que
empieza a cabrearse por su actitud. Me he cuidado mucho de no parecer
demasiado amistosa con sus amigos, no fuera que Álex lo malinterpretara,
pero da la impresión de que no importa lo que haga para evitar los
conflictos, nada es suficiente para él.
Un par de horas más tarde, la situación se ha vuelto insostenible. Me
he mantenido al margen de las conversaciones y llevo un rato apartada en
un rincón, limitándome a observar. Mi enfado no ha dejado de crecer y he
estado a punto de marcharme en varias ocasiones. Cuanto decido que me
niego a seguir haciendo de novia florero, calladita y sonriente, Jorge se
acerca a mí y me corta la huida. Álex, desde la barra, no pierde detalle.
—¿Quieres otra? —me pregunta, aunque mi vaso está por la mitad.
—No creo que pueda beber más.
Transcurren unos segundos de incómodo silencio hasta que él
vuelve a hablar.
—En el fondo es un buen tío —comenta, mirando hacia la barra—,
aunque tiene un carácter complicado. Pero deberías saber que no hace otra
cosa que hablar de ti. Te pone por las nubes.
Es obvio que no soy la única que se ha dado cuenta del extraño
comportamiento de Álex y está tratando de defenderlo. Me muerdo la
lengua para no soltarle que ojalá a mí me dijera lo mismo que les cuenta a
ellos. En cambio, me limito a sonreír, sintiéndome aún más estúpida. Tengo
que salir de aquí.
Me despido de Jorge con una excusa bastante pobre y voy hasta
donde está Álex. Tomo aire y lo dejo salir lentamente mientras me acerco a
él, consciente de que es probable que acabemos discutiendo. Sin embargo,
mi cabreo ha superado cualquier límite y por una vez no quiero contenerlo.
No quiero seguir fingiendo que todo va bien cuando no es así. Álex me
había prometido que se esforzaría, que haría lo posible y lo imposible para
controlarse. De eso hace solo tres días y lo único que está tratando de
controlar es a mí.
—Quiero irme —suelto de sopetón, una vez que me sitúo a su lado.
Clava la mirada en mí y la línea recta y apretada que forman sus
labios me dice que está dispuesto a comenzar otra guerra. Bien, porque en
esta ocasión pienso presentar batalla.
A la mierda con todo, me digo, repleta de amargura, tristeza y
decepción. Esto no es lo que habíamos acordado, ni de lejos.
—Pensaba que te lo estabas pasando bien —señala, arrastrando
ligeramente las palabras.
Genial, a saber cuántas copas se ha tomado. Yo también he bebido
lo mío y una pelea y el alcohol no suelen ser una buena combinación.
—Voy a marcharme a casa, tú quédate si quieres. No pasa nada.
Me está costando serios esfuerzos mostrarme diplomática y no alzar
la voz, pero no quiero montar un numerito a pesar de que empiezo a creer
que todo lo que diga caerá en saco roto. Me hierve la sangre al pensar que
sus disculpas son solo algo que lanza al aire para contentarme, sin ninguna
intención de cumplir las promesas que hace. Tal vez sea porque ni siquiera
siente lo que dice, quizás lo nuestro no sea más que una enorme mentira.
Lucho por controlar la humedad que se va acumulando en mis ojos.
No voy a llorar. Estoy harta de llorar. Prefiero aferrarme a la rabia y a la
frustración.
—¿Vas a irte a tu casa? —Frunce el ceño y no logra esconder la
sorpresa, y que le pille desprevenido me da ganas de echarme de reír—.
¿No te quedas a dormir conmigo?
Mucho me temo que de lo que diga dependerá en gran medida cómo
acabará la noche, pero no estoy por la labor de continuar midiendo cada una
de mis palabras a cada paso que doy. ¿De quién está enamorado Álex? ¿De
mí o de esa que tengo que fingir ser para que no se enfade?
—Apenas te has acercado a mí en toda la noche, Álex —replico, tan
dolida como furiosa—. ¿Para qué quieres que me quede?
La vena de su cuello empieza a palpitar y comprendo que acabamos
de traspasar el límite. Sin mediar palabra, gira sobre sí mismo y se dirige
hacia la entrada del local. Antes de seguirlo, me pongo la chaqueta y le doy
dos vueltas al cuello negro para protegerme la garganta del frío del exterior.
Creo que ya no me importa cómo termine esto, solo quiero que termine.
Dejar de vivir así, siempre expectante, temiendo que nuestros buenos
momentos hayan pasado a la historia y los malos se hayan convertido en
una costumbre.
Fuera, Álex me espera plantado en mitad de la calle adoquinada, con
los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de reproche en la cara
que dice mucho del rumbo que va a tomar la situación. Esto solo puede ir a
peor.
—Si no te he hecho demasiado caso es porque parecías bastante
entretenida —me espeta, en cuanto me tiene delante.
Arqueo las cejas y tuerzo la cabeza, indignada.
—No puedo creer que me eches en cara que me muestre simpática
con tus amigos —replico, más molesta si cabe por haber intentado caerles
bien—. ¿Hay algo de lo que hago que no te parezca mal?
Me fulmina con la mirada y está claro que no es la respuesta que
esperaba.
—No intentes hacerte la víctima conmigo.
Se me escapa una carcajada, bastante cínica por cierto.
—¿Yo? ¿La víctima? No me jodas, Álex —me quejo, alzando las
manos.
A estas alturas de la noche no hay mucha gente por las calles, pero
los pocos transeúntes que pasan a nuestro lado no dejan de mirarnos. Somos
como una jodida atracción de feria.
—¿Este es todo el esfuerzo que ibas a hacer? —prosigo, sin hacer
nada para disimular mi cabreo—. Tres malditos días y ya estamos así.
¿Puedes explicarme qué es lo que he hecho mal esta vez?
—¡Estabas coqueteando con mis propios amigos delante de mis
narices! —me grita, y la furia de su voz hace que me encoja—. ¡¿Qué
pasa?! No puedes evitar reclamar la atención de cualquier tío que se te
ponga delante, ¿no?
Odio. Ese es el sentimiento que me llena el corazón en este
momento. No siento otra cosa que odio y amargura al comprender que Álex
no va a cambiar su actitud en lo que a mí se refiere. Da igual el daño que
sabe que me está haciendo, da igual que conozca a la perfección que cada
una de sus palabras se me clavarán en el pecho y luego no habrá manera de
arrancarlas de ahí. No puedo creer que no se dé cuenta de que lo único que
consigue es volver nuestra relación imposible y, sobre todo, de lo enfermizo
que se ha vuelto su comportamiento conmigo.
—Vete a la mierda.
Echo a andar sin dedicarle ni siquiera una última mirada. Quiero
alejarme de él, poner la mayor distancia posible entre nosotros, como si con
eso pudiera conseguir dejar atrás también el dolor sordo que palpita en mi
pecho. Retengo las lágrimas tan solo porque estoy tan furiosa con él que
llorar me parece entregarle aún más de mí, y ya le he dado suficiente. Le he
dado hasta lo que no tenía y he luchado por esto de la mejor forma que he
sabido, pero no puedo seguir viviendo convencida de que no soy
suficientemente buena para él, porque esa es la sensación que tengo. No
estoy a su altura. Les habla de mí a sus amigos, seguramente incluso
presume de novia, mientras a mí me trata como a una mierda.
Maldigo mi suerte al comprender que no llevo las llaves de mi casa
encima. Zac no está, y plantarme en casa de Marta ahora mismo sería como
eliminar los puntales que evitan que una construcción en ruinas se
derrumbe. Además, es probable que, siendo viernes por la noche, ella
también haya salido. Titubeo un momento hasta que decido volver sobre
mis pasos. Que más da, las cosas ya no pueden ir a peor.
Alcanzo a ver a Álex tirando un pitillo y a punto de entrar de nuevo
en el bar. Ni siquiera está lo bastante afectado como para marcharse y dar
por finalizada la juerga con sus amigos. Aprieto el paso y lo pillo justo en la
puerta.
—Tengo que recoger mis cosas —digo, sin andarme por las ramas.
En este momento no veo nada en él que me recuerde por qué lo
quiero tanto. De repente, es como si mis sentimientos se hubieran esfumado
y él fuera simplemente un extraño, alguien a quién apenas conozco. Tal vez
sea así, quizás solo he estado persiguiendo humo, los restos de un
enamoramiento infantil que he idealizado con el paso de los años. Esa idea
me pondría triste si no fuera porque la rabia no deja espacio para nada más.
—Si me dejas tus llaves, cojo todo y vengo a devolvértelas —
sugiero con brusquedad.
«O las tiro a la alcantarilla y con suerte te da una hipotermia»,
susurra una vocecita maliciosa en mi cabeza. No tengo tan mala leche, pero
ganas no me faltan.
Igualmente, Álex no me da opción.
—Te acompaño.
Recorremos el camino hasta su casa en silencio. La tensión forma
una nube tan espesa a nuestro alrededor que estoy segura de que nos
asfixiará en cualquier momento, pero no pienso perder más tiempo
discutiendo con él. No importa lo que le diga, las explicaciones que le dé,
Álex siempre saca sus propias conclusiones y yo ya estoy harta de callarme
y ceder para mantener lo nuestro a flote. Es inútil creer que podemos estar
juntos y, de forma inesperada, ese pensamiento me provoca una vergonzosa
sensación de alivio, como si me hubiera quitado un peso de encima.
Cuando accedemos a su piso, mis ojos se desvían de inmediato al
portarretrato que le regalé hace unas semanas y me invade un ligero
sentimiento de culpabilidad. Todo cuanto deseo es tomar mi bolsa y
marcharme lo más rápido posible. No soporto ser por más tiempo la estrella
que guíe sus pasos, mi luz se ha apagado llevándose consigo a la Tessa de
ayer y a la de hoy, puede que incluso haya arrastrado a la persona que
hubiera podido llegar a ser.
—Si te vas, no voy a ir detrás de ti —dice, pero yo escucho su
amenaza como un eco lejano, la clase de broma a la que nadie prestaría
atención—. Esto se acaba aquí.
—Es lo que llevas buscando desde el mismo momento en que nos
reencontramos —replico, mientras termino de guardar mis cosas—. No has
parado hasta conseguirlo.
—Te he dado un millón de oportunidades.
No sé cómo evito echarme a reír, pero lo hago. Lo peor de todo es
que se cree lo que dice.
—No me has dado una mierda. Lo único que has hecho es joderme
hasta conseguir que pierda toda mi autoestima y me convenza de que no
valgo nada.
Me tiembla la voz. Incluso ahora, mostrándome tan furiosa y
haciendo gala de un orgullo que no he dejado de pisotear desde que volví
con él, me siento una inútil. Le he perdonado sus desaires una y otra vez, le
he dejado hacer de mí lo que ha querido, y ya no sé quién soy ni lo que
quiero. Lo he perdido todo, incluyéndome a mí misma.
Al escapar escaleras abajo solo puedo pensar en que no lo quiero
cerca de mí, y lo más irónico de todo es que al final ha conseguido que me
odie a mí misma solo por estar tan enamorada de él.
LO QUE SOMOS
Las horas que le quedan a la noche las paso pensando en que, aunque digan
que el amor lo puede todo, faltar el respeto a la persona que amas es algo
que no tiene vuelta atrás. Es como cruzar una línea invisible que, una vez
atraviesas, se vuelve tan nítida que no puedes dejar de verla. No importa
cuanto te esfuerces en situar tus pies tras ella; a todos los efectos, resulta
que se mueve para quedar siempre detrás de ti.
Yo traicioné la confianza de Álex hace años y ahora él ha hecho lo
mismo conmigo. Si algo queda claro, es que ambos sacamos lo peor del
otro. En todo caso, el amor no va a poder arreglar lo nuestro, creo que una
vez que traspasamos por primera vez esa línea comenzamos a dejar de
querer al otro. Puede que, después de todo, Marta no se equivocase al
afirmar que de ningún modo esto era amor. Quizás seamos tan solo dos
personas obsesionadas con algo que no puede tener un final feliz.
Me doy una ducha, me cambio de ropa, doy vueltas por la casa… Ya
he probado a meterme en la cama e intentar dormir y no ha funcionado,
aunque anhelo la paz que me proporcionaría el sueño. El que ha sido mi
hogar durante casi dos años parece más vacío que nunca. Este es uno de
esos momentos en los que Zac me abrazaría, me llamaría «peque» y, solo
con eso, conseguiría hacerme sentir mejor. ¡Dios! He sido tan estúpida
tratando de contentar a Álex, haciendo cualquier cosa para evitar que se
enfadara. Es probable que tenga lo que me merezco.
Desde el salón escucho sonar la melodía del móvil en mi habitación.
Son las seis de la mañana, así que estoy segura de que se trata de Álex. La
llamada se corta antes de que llegue a mi dormitorio, pero comienza a sonar
de inmediato. Es él. Por un momento dudo de si cogerlo o no, aunque al
final termino por rechazarla y que se vaya al buzón de voz. Tras varios
intentos por su parte, debe darse cuenta de que no tengo intención de
contestar y empiezan a entrar notificaciones de Whatsapp.
Llamadlo curiosidad, morbo o masoquismo, pero no puedo
resistirme a echar una ojeada. Justo cuando le doy un toque a la pantalla
para abrir la aplicación, entra una nueva llamada y descuelgo por error.
¡Joder!
—¿Qué quieres? —pregunto, y me rio de mí misma por pensar que
colgarle, después de haber aceptado la llamada, sería una falta de respeto.
Como si eso importase a estas alturas.
—¿Qué? ¿Ya estás con tu amiguito? —dice él. O eso creo, porque
apenas si logro entenderlo. Supongo que ha seguido tomando más copas
cuando me he ido.
—No, estoy sola.
Tiene gracia que todavía sienta deseos de darle explicaciones. Sé
que me estoy justificando porque me resulta doloroso saber lo que piensa de
mí, aunque también me doy cuenta de que lo que le diga no va a hacerle
cambiar de opinión.
—Sí, claro… seguro que ya te lo has follado.
No quiero ceder a mis impulsos y rebajarme a su nivel; sin embargo,
antes de que lo piense siquiera, le suelto:
—Eres un cabrón.
Las lágrimas me inundan los ojos. ¿Esto es lo que queda nosotros?
¿Insultos y malas palabras? Yo no quiero ser como él, ni siquiera quiero
odiarlo. Odiar me hace daño.
—Adiós, Álex —murmuro, antes de apretar el botón que corta la
llamada.
Pero a él no parece importarle nada. El móvil suena de nuevo y, tras
eso, nuevos mensajes se suman a los ya existentes.
«La estás jodiendo bien».
«Eres una egoísta».
«No te lo voy a perdonar».
«No has cambiado nada».
Esas son tan solo algunas de las perlas que me dedica. Hay otras
mucho más desagradables que no soy capaz de terminar de leer siquiera. El
corazón se me acelera, repleto de rabia, al mismo ritmo que aumentan sus
acusaciones, y esa furia se entremezcla con una profunda tristeza al ver en
lo que Álex se ha convertido. O quizás haya sido siempre así, ya no sé qué
pensar. Estoy tan indignada que no dudo en contestarle, aunque sepa que lo
mejor sería que apagara el móvil.
«No sabes lo que dices».
«¿Cómo puedes estar haciéndome esto?».
A punto estoy de lanzar el teléfono contra la pared cuando me dice
que él es el único que me ha querido de verdad.
«Pero ¿tú te estás leyendo? —tecleo—. ¿De verdad crees que esto se
parece en nada a querer a alguien?».
No puede estar hablando en serio. Me convenzo de que algo no va
bien en su cabeza, y yo, aguantando como he aguantado todo este tiempo,
solo le he dado alas. Una vez que empecé a ceder ante él me condené. Por
más que le daba, nunca era suficiente.
«Ya da igual, ¿no? Esto se acabó».
«Hay aquí una rubia bastante dispuesta a ocupar tu sitio».
Tengo que leer el mensaje varias veces antes de que mi mente
asimile lo que está insinuando. Esto es demasiado incluso para él. Si hay
algo de lo que nunca he dudado es de la fidelidad de Álex. Pero ya no sé si
es porque tenía fe ciega en el amor que sentía por mí o porque cometer la
misma traición que yo nos dejaría al mismo nivel, y eso es algo que Álex
nunca consentiría.
Sin embargo, no me da tregua.
«O vienes ahora mismo a arreglar esto, o me la tiro».
Los ojos se me llenan de lágrimas que enseguida se desbordan y
corren por mis mejillas hasta caer sobre mi camiseta, mientras los pedazos
de mi corazón que habían resistido hasta ahora se volatilizan y mi pecho se
convierte en un erial. Los dedos me tiemblan flotando a centímetros del
teclado y las pequeñas sacudidas no tardan en extenderse al resto de mi
cuerpo.
Grito. Suelto un alarido que sale de mi interior desgarrando todo a
su paso. Las rodillas se doblan bajo mi peso y me derrumbo sobre el suelo.
No siento odio ni furia ni tristeza. No siento nada salvo un dolor que ha
dejado de ser mental para convertirse en algo físico. Me acurruco,
sollozando. Más rota y deshecha que nunca antes.
No sé de dónde saco las fuerzas para estirar el brazo y coger el
móvil. No leo lo que ha seguido escribiendo, tan solo tecleo despacio,
tiritando, aunque apenas veo la pantalla.
«No vuelvas a acercarte a mí jamás. Te quiero fuera de mi vida para
siempre. Adiós, Álex».
Acto seguido, lo bloqueo para que no me lleguen más mensajes y
alejo el teléfono de mí.
No sé cuánto tiempo paso llorando. Me da la sensación de que en
los últimos meses no he hecho otra cosa, que las lágrimas han pasado a ser
una constante en mi día a día, junto con la amargura que me oprime el
pecho. Pero siento que necesito dejar que salga todo, que si me lo quedo
dentro será aún peor. Así que no me obligo a parar ni ha mostrarme fuerte,
tampoco tengo ya fuerzas para aferrarme al odio o la rabia. Sé que nunca
podré perdonarlo por esto y no lo haría aunque pudiera. Este es el fin de una
historia que quizás nunca debió ser.
Lloro, lloro y continúo llorando cuando comienza a amanecer. Lloro
mientras me subo a la cama y me tapo con una manta, angustiada y
temblorosa. Y sigo llorando cuando, totalmente exhausta, me quedo
dormida. Mi último pensamiento antes de alcanzar la tranquilidad que solo
puede darme la inconsciencia es que, en esta ocasión, ni siquiera vale la
pena molestarse en alzar ninguna barrera en torno a mi corazón.
Ya no queda nada que proteger.
LO QUE FUIMOS Y LO QUE SIEMPRE
SEREMOS
Siempre es difícil poner fin a una relación, más si es una historia con tantos
vaivenes como la que hemos mantenido Álex y yo. No importa lo duro que
haya resultado o que los malos recuerdos se amontonen e inclinen la
balanza en una única dirección. Sabes que se ha acabado, que jamás podrías
seguir amando a una persona que ha cruzado ciertos límites y que ha
demostrado lo sencillo que le es hacerte daño.
La parte buena es que tienes multitud de razones empujándote y
dándote el valor que necesitas. Ves los momentos buenos como simples
lapsos de tiempo que te regalaron para que pudieras hacer frente al resto;
los miras con cierta frialdad y te das cuenta de cómo te dejaste ganar por
esos instantes y, sobre todo, cómo te fuiste perdiendo poco a poco, dejando
pedazos de ti en ese camino tortuoso y repleto de baches.
Me cuesta varios días alcanzar la tranquilidad necesaria para
comprender que todo cuanto deseo es dejar atrás este capítulo de mi vida,
que no quiero llevarme nada conmigo, ni siquiera el rencor. Sé que
arrastraré el dolor a saber por cuánto tiempo y que las heridas están más
abiertas que nunca, pero si algo tengo claro ahora mismo es que lucharé con
todas mis fuerzas para no transformarme en una persona repleta de rabia y
amargura. Tal vez sea eso lo que ha convertido a Álex en lo que es, y yo no
quiero cargar con ese tipo de equipaje.
Otra de las cosas que me preocupan es mi amistad con Zac. Si algo
me ha enseñado Álex es que siempre es más fácil hacer daño a los que te
quieren y se preocupan por ti, a los que te aman por encima de todo, esos
incapaces de renunciar, los que nunca se rinden. Esos que incluso cuando
todo se va a la mierda quieren estar ahí para ti. Es lo que he hecho yo con
Álex a pesar de que por fin comprendo que mi instinto no dejaba de
decirme que huyera lo más lejos posible, que me destrozaría. Me he
empeñado en salvar nuestra historia mientras alejaba de mí a una de las
pocas personas que siempre me ha aceptado tal y como soy, alguien que
nunca me ha juzgado. Y eso es algo que no podré perdonarme.
No obstante, necesito sacar de mi interior toda la ponzoña que he
ido acumulando, el miedo y el dolor, y hasta esas ansias de venganza que en
determinados momentos sacuden mi alma con fiereza. Yo no soy así, me
digo, aunque ya no sepa muy bien cómo soy en realidad.
En un primer momento, no le cuento nada a Marta, tan solo le digo
que Álex y yo ya no estamos juntos y que no vamos a volver a estarlo.
Antes de hacerla partícipe de mi dolor necesito asumir lo sucedido, necesito
admitirlo ante mí misma y vencer el irracional miedo que me produce
pensar que se ha acabado. Para ello, no encuentro mejor forma que
escribirle una carta a Álex, pero no al Álex de ahora, sino a mi primer amor.
Tal vez esa persona ya no existe o no llegó a existir nunca, pero sé que, con
todo, yo lo recordaré siempre.
En la carta le cuento lo que nos ha pasado y le explico que, aunque
suene contradictorio, voy a seguir queriéndolo, a Él, al crío que me regalaba
rosas y me provocaba sonrisas. Al que me hacía sentir que yo era todo su
mundo. Pero también le digo que ya no puedo continuar buscándolo, que
tengo que rendirme porque tampoco yo soy la Tessa que se enamoró de él.
Escribo páginas y páginas, y no dejo de hacerlo incluso cuando las
lágrimas caen sobre el papel, emborronando las letras. Alargo la despedida,
reacia a dejar atrás a alguien que me ha marcado de mil maneras diferentes.
Le confieso cuánto odio odiarlo y también que ese precisamente será uno de
los primeros sentimientos que desaparezcan en favor de la indiferencia.
Perdonar, escribo, me dará la tranquilidad que necesito para seguir adelante
sin él. No le guardaré rencor porque prefiero creer que, para la versión de él
que amé, siempre seré su Venus, su estrella más brillante.
Nunca enviaré esta carta. Álex no va a leerla jamás. La considero
demasiado íntima y no quiero que interprete mis palabras como un nuevo
intento de salvar lo nuestro. Por fin he comprendido que extrañar a alguien
que ha salido de tu vida no implica que quieras que regrese a ella. Solo
tengo que aprender a convivir con ese sentimiento y aceptar que lo llevaré
conmigo siempre. No estoy segura de que Marta, o cualquier otra persona,
pueda entenderlo, pero eso no cambia lo que siento y ya he descubierto que
ser lo que otros esperan que seas no lleva a ningún lugar que merezca la
pena visitar.
Meto la carta en un sobre y lo cierro. Ni siquiera quiero tener la
tentación de releerla. Como si pudiera dejar mis emociones también
encerradas en su interior, la guardo en el fondo de un cajón e intento
olvidarme de ella.
Pierdo una semana completa de clase intentando disfrutar de
pequeñas cosas: ver series acurrucada en el sofá, tomarme el primer café de
la mañana a pequeños sorbos mientras la taza me calienta las manos, leer
tumbada en la cama y, finalmente, llamar a Marta y pedirle que venga a
verme. En cuanto aparece en casa, y tras echarme un rápido vistazo, me
regala un abrazo que me hace comprender cuánto he echado de menos a la
Tessa a la que no le importa derrumbarse frente a su mejor amiga. No solo
eso, sino que es inevitable que piense en Zac y en el enorme vacío que
provoca su ausencia. No hemos hablado desde que se fue y ni tan siquiera
hemos intercambiado un mísero mensaje.
—¿Cómo está Zac?
Marta me mira como si le estuviera preguntando por el sexo de los
ángeles. Llevamos varias horas hablando y ya la he puesto al corriente de
todo lo sucedido con Álex. Creo que todavía está tratando de asumirlo.
—A ver que me aclare, después de la mierda que acabas de vomitar,
¿me preguntas que cómo está Zac?
Asiento. Debería ser yo misma la que llamara a mi amigo y hablara
con él, pero de repente siento que hemos perdido la conexión que nos unía y
me da vergüenza que piense que lo llamo solo porque ya no estoy con Álex.
—Lo he estropeado todo con él —replico, y comprendo que, al
final, es la parte más dolorosa de todo esto.
Ella suspira. Clava la cuchara en el helado de nueces de macadamia
que estamos compartiendo y se la lleva a la boca.
—Zac te adora, aunque creo que se ha tomado de una forma muy
personal lo tuyo con Álex.
—¿Y tú? ¿No estás enfadada? —pregunto, apartando a un lado la
inquietud que me provoca pensar en mi mejor amigo.
Por toda respuesta, pone los ojos en blanco y se llena la boca de
helado.
—Solo quiero que estés bien, Tessa —me dice, tras conseguir tragar
—, y que sepas que puedes contarme lo que sea. No voy a juzgarte por ello.
Creo que necesitabas hacer esto, ya sabes, una buena hostia —concluye. Su
voz adquiere un tono burlón, y yo le doy un codazo aunque sepa que solo
trata de aligerar el ambiente—. Tómate el tiempo que necesites, pero
recuerda volver a ser tú cuando estés preparada.
—No sé si sabré volver a ser yo misma.
—Claro que sabrás. Eres más fuerte de lo que crees.
Me observa durante unos segundos y luego continúa devorando el
helado. Me gustaría poder contemplarme a través de sus ojos y saber lo que
ve cuando me mira. Posiblemente, la imagen sea más amable que la que me
mostraban los ojos de Álex, pero me doy cuenta de que al final soy yo la
que tiene que ser feliz consigo misma y que es eso en lo que tengo que
trabajar a partir de ahora.
—Te quiero —le digo, porque necesito que sepa lo que significa
para mí.
—Lo sé —se ríe—. Es bastante difícil no adorarme.
Me río con ella y, por primera vez en días, creo que es una risa del
todo sincera. Casi había olvidado lo bien que sienta.
—Incluso Teo empieza a quererme —se jacta, ufana, pero no logra
esconder cierto nerviosismo.
Cojo el mando de la televisión y le quito el volumen a pesar de que
no le estamos prestando la más mínima atención. Cambio de posición hasta
quedarme de lado en el sillón, y Marta, de repente, parece encontrar
extremadamente interesante el fondo del envase del helado.
—¿Teo?
—Oh, ya sabes, le encanta tontear con todas —se retracta—. Ha
venido de visita y se está quedando en mi casa. No quería molestarte.
—¿Visitar a quién? Zac está en Lanzarote, ¿no? —digo, confundida,
y luego me da por pensar que a lo mejor hay mucho más en todo esto—.
¡¿Teo y tú os habéis enrollando?!
Marta niega con una efusividad casi cómica. Por un momento siento
deseos de decirle que no se meta en líos, que Teo es de la clase de tíos a los
que no se puede atar en corto. Sin embargo, quién soy yo para dar consejos
ni para juzgar a nadie, o para decirle que no existen los cuentos de hadas ni
los finales felices. Yo, que he necesitado cometer mis propios errores a
pesar de saber desde el principio que no iba salir bien.
—Te gusta —señalo, en cambio—. Te gusta de verdad.
Ella se muerde el labio, sin afirmar ni negar. Viendo la sonrisa
tímida que asoma en sus labios y el brillo ilusionado de sus ojos, no puedo
evitar preguntarme si volverá a apoderarse de mí esa maravillosa sensación.
Si alguna vez creeré de nuevo en el único amor que debería existir, ese que
rellena huecos y que te da alas para volar. El que te acompaña siempre y
nunca, jamás, te hace sentir sola.
Quizás, tal vez, algún día.
EPÍLOGO

ZAC
Playablanca, Lanzarote. Víspera de Nochebuena.
—¿Qué tal, hermanito?
Teo salta sobre el muro de piedra y se sienta a mi lado. Me he
marchado de casa sin decirle a dónde iba para poder estar solo un rato, pero
parece que no voy a tener esa suerte. Había pensado en coger el coche de
mis padres e irme a dar una vuelta por la isla, perderme por ahí, pero al
final he acabado sentado en el paseo marítimo del pueblo, observando el
mar. Tal vez porque este lugar me recuerda a ella. Aquí hemos acabado en
multitud de ocasiones cuando venimos a la isla juntos. Tessa suele tumbarse
sobre la piedra y apoyar la cabeza en mi regazo mientras deja que el sol le
caliente el rostro y yo leo algún capítulo de cualquier libro que hayamos
traído con nosotros. Siempre dice que le tranquiliza escuchar el sonido de
mi voz mezclado con las olas del mar, y yo me meto con ella porque no
sería la primera vez que se queda dormida.
La echo de menos más incluso de lo que creí que lo haría. No puedo
dejar de pensar en que, en cierta medida, la he abandonado a su suerte. Que
me he marchado justo cuando más me necesitaba. Pero no podía soportar
ver cómo se entregaba por completo a un tipo que no la valora en absoluto,
y no estoy ciego para no darme cuenta de que ella tampoco deseaba tenerme
rondando a su alrededor. Lo peor es que sabía que no podía decirle nada de
su relación con Álex. Creo que es algo que ella necesita hacer, convencerse
por sí misma, o nunca será capaz de soltarlo del todo.
—No sabía que fueras de los que huyen —comenta mi hermano,
apartándome de mis cavilaciones.
Lleva preguntándome por los motivos de mi visita desde que llegué,
aunque se ha vuelto más insistente al regresar de Tenerife. Ha ido solo para
ver a Marta, aunque lo niegue. Igual llevamos en la sangre eso de negarnos
a admitir lo que sentimos.
—No estoy huyendo —replico, pero él se ríe.
—Sigue repitiéndolo a ver si así te lo crees.
Aparto la vista del mar para fulminarlo con la mirada, aunque no
parece afectarle en lo más mínimo.
—Mira, no seré yo quién te diga lo que tienes que hacer en cuestión
de relaciones, todavía me estoy acostumbrando a eso de que te vaya la
carne y el pescado…
—Joder, Teo, de verdad que sigo esperando a que papá y mamá
confiesen que te adoptaron —señalo, pero él se encoge de hombros.
Me pregunto si alguna vez se tomará algo en serio. Aun así, me
resisto a enfadarme con él. Desde que salí del armario y le conté que era
bisexual, siempre me ha apoyado. Sé que en realidad no piensa ninguna de
las chorradas que suelta por la boca.
—No cambies de tema —me dice. Apoya un pie sobre el muro y le
echa un vistazo al móvil antes de continuar hablando—. No me digas que
no preferirías estar consolando a cierta morenita pequeña y resultona en vez
de aquí.
—Es más complicado que eso —replico, pero él ya ha emprendido
su particular cruzada.
—¿Quieres decirme cómo cojones has hecho para vivir casi dos
años con una preciosidad como Tessa y no decirle que te pone a mil? ¿Y
cómo has permitido que se enrollara con ese impresentable?
Una pareja de guiris que pasa se nos queda mirando y Teo le dedica
una sonrisa a la chica. Un día de estos le van a partir la cara. Al menos,
mientras mi hermano observa sus largas piernas, tengo tiempo para pensar
en la respuesta a sus preguntas. No es que no me las haya hecho yo mismo
ya, pero explicárselo a Teo es algo bastante más difícil.
—Ella quería estar con él —señalo, por no decir que estaba
completamente enamorada, algo en lo que no quiero pensar—. ¿Qué crees
que hubiera pasado si me meto por medio?
—¿Y fueron felices y comieron perdices?
Niego, muy a mi pesar.
—Lo de Tessa y Álex es una de esas historias que sabes cuando
comienzan, pero no cuando acaban. Para bien o para mal, tenía que dejarla
que hiciera lo que deseaba hacer.
No le confieso que, además de eso, me siento demasiado inseguro.
He vivido esa relación más de cerca de lo que desearía. Sé cuánto ha amado
Tessa a Álex, ¿cómo podría yo competir con eso?
—Pues ese tío la ha jodido bien, deberías saberlo.
Esbozo una mueca de dolor. Solo con pesar en lo mal que lo puede
haber pasado Tessa me dan ganas de coger el primer avión y plantarme en
Tenerife. Estoy harto de echarla de menos. Sin embargo, no tengo claro
cómo recibiría ella mis atenciones después de dejarla tirada y de lo tirante
que se mostraba conmigo antes de marcharme. Y no solo eso, ¿podremos
seguir siendo amigos después de lo mucho que nos hemos distanciado?
—Bueno, a lo que íbamos, ya la tienes para ti solito.
Estiro las piernas y dejo que cuelguen por el borde del muro. Me
gustaría que todo fuera tan sencillo como lo pinta Teo.
—No creo que sea el momento.
—¿Qué pasa? ¿Ahora que la puedes tener ya no te gusta?
Le doy un codazo.
—A ver, imbécil, yo no busco tener a nadie, y dudo mucho que
Tessa esté pensando en comenzar una relación tras lo que le ha sucedido. —
Le he dado tantas vueltas que ya no sé qué pensamientos son míos y cuáles
fruto de la frustración—. ¿Tú te has planteado alguna vez cómo hacer feliz
a alguien al que le han roto el corazón?
—Pues no sé, no se me dan bien esas cosas, pero supongo que
intentándolo. Sin más. O al menos estando a su lado.
—Aún lo sigue queriendo —comento, porque estoy seguro de que
es así.
No se deja de amar a alguien de la noche a la mañana, por muy mal
que te lo haga pasar, y yo sé lo enamorada que ha estado Tessa de ese tío.
—Joder, Zac, ¿cuándo te has vuelto tan cobarde, tío?
—Desde que me importa tanto esa chica como para no cagarla y
hacerla sufrir más aún —replico, sin pensarlo dos veces—. Ya ha pasado
suficiente. Es mi mejor amiga, no espero que lo entiendas.
Mi hermano suelta un gruñido y vuelve a mirar el teléfono. Me dan
ganas de arrancárselo de las manos y lanzarlo al mar, a ver si así deja de dar
el coñazo con él.
—Bueno, pues vete pensando qué demonios es lo que quieres de tu
mejor amiga, porque está aquí y quiere verte.
Le da la vuelta al móvil y me muestra un mensaje de Tessa que solo
dice: «Estoy aquí».
—¿Aquí? ¿Aquí en Lanzarote? —pregunto, repentinamente
nervioso.
Teo suelta una carcajada y niega. Se pone de pie sobre el muro y
mira hacia el comienzo del paseo.
—Aquí —replica, señalando a una chica que camina decidida
directamente hacia nosotros.

CONTINUARÁ...
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Libros de este autor

No te enamores de Blake Anderson (Hermanos


ANderson 1)
Cuando Raylee le propone a Blake una noche de sexo sin ataduras, no se
espera que sea tan complicado no enamorarse de él.

Llega a Montena la bilogía Hermanos Anderson, la historia más sexy y


divertida de la nueva reina del new adult, Victoria Vílchez.

Blake, el mejor amigo de mi hermano, nunca me ha visto como otra cosa


que una cría, casi como a una hermana pequeña. Pero eso va a cambiar. Yo
voy a hacerlo cambiar. Estoy más decidida que nunca a tener una aventura
apasionada con él; sin ataduras, sin emociones ni sentimientos. Ahora, solo
tengo que convencerlo para que acepte mi propuesta.

Una boda, una oferta indecente y una única regla que cumplir: No te
enamores de Blake Anderson.

Pero, a veces, los límites entre una emoción y otra se desvanecen, y


comienzas a desear lo que nunca te habías permitido.

Después de todo, las reglas están para romperlas...

Cómo odiar a Travis Anderson (Hermanos


Anderson 2)
Llega la segunda parte de la serie Hermanos Anderson, de la reina de la
romántica nacional, Victoria Vílchez. Una nueva historia llena de romance,
sorpresas y, sobre todo, mucho picante.¿Serás capaz deodiar a Travis o
caerás rendida a sus pies?
¿Y si el imbécil al que odias fuese también el único hombre al que no logras
resistirte?

Travis Anderson es, con toda probabilidad, el tipo más arrogante, bocazas e
idiota que conozco. El problema es que también es el hermano del novio de
mi mejor amiga. Ahora que Travis está viviendo en casa de Blake, a pesar
de mis esfuerzos para evitarlo, acabamos coincidiendo durante un fin de
semana. Y el encuentro termina siendo como el choque frontal de dos trenes
a toda velocidad: devastador y... catastrófico.

Odio cómo me hace sentir.

Odio la forma en la que mi cuerpo reacciona cuando está cerca.

Y, sobre todo, odio que, a pesar de su impertinente actitud, me estoy


empezando a divertir con esta estúpida guerra personal que hemos
entablado.

Lo odio con todas mis fuerzas.

Pero, cuanto más descubro de él, más difícil se me hace continuar


odiándolo.

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