El Enigma Del Cid Muestra

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de Editorial Casals, S. A.

© 2010, M.a José Luis


© 2010, Editorial Casals, S.A.
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Diseño de la colección: Miquel Puig


Ilustración de la cubierta: Miquel Puig

Segunda edición: noviembre de 2011


ISBN: 978-84-8343- 097-2
Depósito legal: M-44.658-2011
Printed in Spain
Impreso en Edigrafos, S.A., Getafe (Madrid)

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Índice

1. La exposición del Arco de Santa María 7


2. Misterioso asalto en el Arco de Santa María 31
3. El casco del Cid 62
4. Nolo 87
5. Asalto en la catedral 95
6. El cofre del Cid 123
7. La segunda tarjeta 151
8. El abuelo de María 158
9. El tapiz 185
10. El señor García 213
11. El monasterio de San Pedro Cardeña 236
12. La Tizona 268
13. El enigma 300
14. Babieca 335
15. Santa Águeda 370

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1. La exposición del Arco de Santa María

E n Burgos había dos estaciones: invierno y la del ferro-


carril.
Aquel dicho popular era exactamente lo que debió pen-
sar Pablo al exhalar una última bocanada de aire justo an-
tes de entrar en el Arco de Santa María. El frío intenso y el
helor del invierno convertían su aliento en una nubecilla
blanca que se evaporaba al instante.
Pablo se había rezagado del resto de su clase cuando
iban a visitar una exposición sobre cultura medieval y ca-
ballería que se celebraba en el interior del Arco.
El Arco de Santa María era una de las doce puertas de
la muralla de la ciudad, y su aspecto exterior era impresio-
nante. Visto de frente parecía un enorme castillo señorial,
con dos robustos torreones, coronado por cuatro almenas.
La fachada de piedra la ocupaban varias esculturas de 7
personajes ilustres y en la base del monumento, en el centro,
se levantaba un gran arco a modo de pasadizo que comuni-
caba, por un lado, la plaza donde se encontraba la catedral y,
por el otro, el puente de Santa María que cruzaba sobre un
río flaco llamado Arlanzón.
El interior del edificio, dividido en dos plantas, había si-
do restaurado para convertirlo en una sala de exposiciones.
Pablo estaba situado en el centro mismo del pasadizo, ba-
jo el arco, en el umbral de una pequeña portezuela excavada
en un lado, por la que se accedía al interior de la exposición.
De repente una voz áspera a sus espaldas interrumpió su
momento de distracción:
–Señor Ruiz Campos –resonó en la retaguardia–. Haga
el favor de reunirse con sus compañeros. Le estamos espe-
rando.
Era el insufrible don Félix, profesor de matemáticas,
ciencias naturales y dibujo; además de tutor de segundo A
de la ESO, la clase de Pablo.
Don Félix era un hombre de moral rígida. En realidad
todo en él era rígido. Era alto, delgado y caminaba total-
mente recto, con los hombros echados hacia atrás, como si
en todo momento estuviera marcando el paso en un desfi-
le militar. Tenía la cabeza pequeña cubierta de pelo cano-
so, muy corto, y sus fríos ojos grises controlaban todo lo
que ocurría a su alrededor. A los lados, dos enormes protu-
berancias le servían para oírlo todo mejor. Algunos de sus
alumnos comentaban, a sus espaldas claro, que en vez de
orejas tenía dos paneles auditivos. Esto, unido a la antipa-
8 tía que se había ganado a pulso, hacía que fuera conocido
en todo el colegio por el apodo de el orejas.
Siempre tenía el gesto serio y severo, tal como se refle-
jaba en su cara de enfado permanente. Intentaba demos-
trar su superioridad exigiendo a sus alumnos que le llama-
ran don Félix y él, a su vez, para marcar más la distancia se
dirigía a ellos por el apellido.
Pablo giró sobre sus talones en la dirección de la voz.
Ahí estaba él, plantado en medio de la portezuela excavada
en el arco por la que se accedía a la exposición.
Advirtió en su mirada fría un tono de reproche. No ne-
cesitó nada más. Sin despegar los labios, el centelleo furio-
so de sus ojos le guió hacia el interior. Apretando los oídos
al mismo tiempo que inclinaba la cabeza ligeramente en
señal de sumisión, Pablo ascendió por la estrecha escalera
de caracol hasta el primer piso. A sus espaldas sentía la mi-
rada fija de don Félix clavada en la nuca. Y es que el profe-
sor caminaba justo detrás de él, a paso lento.
Ya en lo alto de la escalera su amigo Jaime esperaba con
impaciencia a que subiera los últimos peldaños. Jaime Ro-
mero Blanco era el mejor amigo de Pablo. Era un rubiales
de piel clara con el rostro salpicado de pecas. Un chico de
carácter tranquilo que tenía la sonrisa pintada en la cara
todos los días y a todas horas.
Jaime, siempre prudente, advirtiendo la figura del ore-
jas detrás de su amigo, intercambió con él una mirada de
complicidad en apenas una fracción de segundo. Al ins-
tante se comprendieron. Ambos odiaban al orejas.
Cuando Pablo subió el último escalón pudo contemplar
la amplia sala que se abría paso ante sus ojos. Tenía forma 9
cuadrada y tres de las cuatro paredes estaban formadas
por arcos creando un corredor o pasillo alrededor de todo
el perímetro de la sala. Estaba repleta de vidrieras y urnas
que protegían los objetos más curiosos, como lanzas, escu-
dos, cilindros de metal, arcas de madera y a duras penas
podía divisar bajo los destellos de los focos algunas piezas
de ropa antigua.
La luz natural entraba a raudales a través de tres venta-
nas enmarcadas a su vez en tres arcos ojivales. Las paredes
eran de piedra blanca inmaculada debido a la reciente res-
tauración para convertir la estancia en una sala de exposi-
ciones. El techo estaba cubierto en parte por una vidriera
octogonal de vivos colores y un gran lienzo ocupaba una
de las paredes, dando un toque de color a la austeridad de
la sala. El suelo de mármol blanco apenas se hacía visible
debido a la multitud de gente congregada.
Pablo echó un rápido vistazo en derredor. Además de
su clase se veían numerosos grupos de estudiantes de cur-
sos superiores. Algunos parecían incluso universitarios.
Estos últimos se acercaban a las piezas expuestas con un
bloc de notas y un lápiz.
El público, en general, era de lo más variopinto. Había
señoras elegantemente vestidas y algún ejecutivo, con un
impecable traje y el abrigo bajo el brazo, que había aprove-
chado la hora del almuerzo para acercarse.
Pablo tenía una especial intuición para detectar a los
profesores o historiadores. Vestían de manera informal,
con chalecos de punto y pantalones de pana. Tenían una
10 edad considerable, pasada la cincuentena y podían pasar-
se largos minutos contemplando con obsesión un objeto
determinado. Y por último no podían faltar los jubilados
que repartían su exceso de tiempo libre entre el calor de
las exposiciones y el hogar del pensionista.
Pablo, Jaime y don Félix se reunieron con el resto de los
alumnos en un extremo de la sala. Don Félix se adelantó
unos metros hasta alcanzar a la persona que amablemen-
te se había quedado al cuidado del resto de la clase en su
ausencia.
Jaime, aprovechando un punto ciego en el campo de vi-
sión del orejas, le dio un codazo a Pablo:
–¿Qué? ¿te ha echado la bronca?
–No mucho, pero si las miradas matasen...
–Has tenido suerte, si te llega a pillar en el colegio se-
guro que te la cargas.
Don Félix miró fijamente a sus alumnos y, con un solo
gesto de su mano, consiguió aglutinarlos a todos alrededor
de la persona a la que iba a presentar.
–Bien, ahora que estamos todos –dijo el orejas clavan-
do sus pupilas en las de Pablo–, les voy a presentar a Anto-
nio Fernández que, responsable en parte de esta magnífi-
ca exposición, será quien nos guíe a través de ella. Espero
que todos ustedes guarden el debido silencio mientras el
señor Fernández nos acerca a una parte tan importante de
nuestra historia.
–En primer lugar, muchas gracias por venir. Como bien
ha dicho vuestro profesor, mi nombre es Antonio y voy a
intentar que conozcáis un poquito mejor la cultura medie-
val y la caballería a través de uno de los caballeros más co- 11
nocidos de todo el mundo. Estamos hablando, como todos
sabéis, de Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como el Cid
Campeador, nacido en nuestra tierra y personaje importan-
te en su época, admirado y estudiado en todo el mundo.
Antonio Fernández era un hombre joven. Su mirada tran-
quila y el tono agradable de su voz irradiaban humildad, la
misma con la que día a día intentaba transmitir sus conoci-
mientos a los numerosos visitantes que la sala recibía. No
obstante, el entusiasmo de sus palabras, expresadas con el or-
gullo de un padre que presenta a su hijo, delataba la pasión y
la admiración que Antonio sentía por el héroe burgalés.
A lo largo de su vida profesional se había encargado de
multitud de exposiciones, sin embargo, la dedicación y el
esfuerzo de esta se veía reflejado en los rostros del público.
El resultado era soberbio. La calidad, el valor de los objetos
reunidos y la cantidad de información rescatada lograban
que el visitante, en unos minutos, se sintiera inmerso en
otro mundo, en otra época.
–Lo primero que vamos a ver –comenzó diciendo An-
tonio– es una pequeña muestra de la cultura medieval. Co-
mo seguramente sabréis, en realidad eran tres las culturas
que integraban la España de aquella época: la cultura mu-
sulmana, la judía y la cristiana. A continuación veremos
una serie de objetos cotidianos que reflejan con claridad
cómo vivían nuestros antepasados.
Antonio Fernández guió a su grupo a través del laberinto
de urnas y vitrinas hasta dar con la que buscaba: una espe-
cie de pequeños capuchones con plumas, guantes de cuero
12 con una cuerda asida en un extremo y una serie de anillas se
exponían ante sus ojos.
–Este era el deporte favorito de la nobleza –dijo Anto-
nio–: la cetrería, que consistía en adiestrar aves rapaces co-
mo el halcón y el gavilán para cazar tórtolas, palomas y en
ocasiones incluso liebres.
Los ojos de los chicos aguzaron la vista para contem-
plar con renovado interés el interior de la vitrina. A sus
mentes vino de pronto la imagen que habían visto en mul-
titud de películas: un gran halcón posado con elegancia en
el brazo de su dueño y cómo ante un gesto suave de éste el
ave se lanzaba surcando el cielo en busca de su presa hasta
darle alcance en pleno vuelo.
A continuación la mirada de todos se paseó por multi-
tud de objetos decorativos, como arquetas de plata islámi-
cas, botes de marfil de origen cristiano y candelabros para,
después, continuar con piezas agrícolas de la época como
un viejo arado romano.
Pero lo que más llamó la atención de todos fue la sección
dedicada a la vestimenta. Todos se quedaron parados ante lo
que una tarjeta identificativa denominaba «abarca» o «albar-
ca»: una especie de zapato hecho de piel de vaca o de cabra,
formado por una única pieza y con los laterales doblados ha-
cia arriba. En todo el perímetro tenía unos ojales por los que
pasaba una tira del mismo cuero que se anudaba en el tobillo.
Pablo miraba las antiquísimas albarcas y las compara-
ba con las modernas deportivas de su amigo Alberto. Era un
compañero de clase, un chico de una nobleza tan grande co-
mo su altura, gracias a la cual se había convertido en un héroe
al ser la estrella del equipo de baloncesto del colegio. A Pablo 13
siempre le había asombrado el tamaño del pie de su amigo.
–¿Te imaginas jugar con eso? –le dijo entre susurros a
Alberto dándole un codazo.
–Seguro que no encestaba ni una –le contestó.
–Claro que de tu talla tampoco las harían –observó
Pablo.
Jaime y Javier, un simpático pelirrojo que estaba junto
a ellos, esbozaron unas risas mudas que se quebraron en
el mismo instante en que la mirada gris del orejas se posó
sobre ellos. Había que fastidiarse. Pero si estaba en la otra
punta, ¿cómo era posible que les hubiera oído?
Antonio Fernández se dirigió de nuevo al grupo.
–Ahora lo que vamos a ver son las armas del caballero
medieval. Lo primero que tenéis que saber es que existían
dos tipos de armas. Las defensivas son el yelmo, el almó-
far, la loriga, las calzas y finalmente el escudo. Y por últi-
mo las ofensivas como son la lanza y la espada. Seguidme.
Toda la clase siguió al guía que atravesó la sala entre
el gentío. El éxodo del alumnado hacia el lado opuesto se
vio dificultado no solo por la cantidad de gente que se con-
centraba en la sala, sino por la conducta caprichosa de mu-
chos visitantes que se paraban en los lugares menos indi-
cados a contemplar las piezas expuestas, y que emergían
uno tras otro como escollos insalvables.
Sorteando a unas cuantas personas Pablo tropezó con
alguien. Un chico joven miraba a todas partes sin ver na-
da ni a nadie. Tenía un aspecto desaliñado. Vestía unos va-
queros viejos y desgastados y una cazadora de cuero. Podía
14 parecer un estudiante si no fuera por la ausencia de libros
y carpetas. Emitió un escueto «perdón» sin bajar la vista y
siguió su itinerario incierto. Pablo le siguió con la mirada
durante unos segundos. Con las manos en los bolsillos ca-
minaba entre la gente mirando hacia arriba unas veces, ha-
cia la entrada otras o simplemente observando a la gente.
En cualquier caso lo que parecía claro era que los objetos
expuestos le resultaban indiferentes. A Pablo aquel tipo le
pareció sospechoso.
Cuando llegaron todos los chicos junto al guía al otro
extremo de la sala, don Félix, como un pastor vigilante hi-
zo un recuento mental del rebaño. Estaban todos.
Antonio Fernández comenzó de nuevo su exposición:
–Mirad –dijo señalando el primer objeto que se exhi-
bía tras los cristales de una enorme vitrina apostada de
pared a pared. Frente a ellos aparecía un viejo casco de
metal oxidado.– El yelmo o casco –prosiguió Antonio–
era la pieza que defendía la cabeza del caballero, entre
otros, de los ataques de las espadas enemigas. Como po-
déis ver tenían forma cónica y por lo general eran de
hierro. Esta parte –dijo señalando la parte delantera cen-
tral– servía para proteger la nariz. Justo al lado está el al-
mófar que era una especie de capucha de malla metáli-
ca que se colocaba debajo del yelmo dejando libres solo
los ojos.
Pablo y Jaime se sonrieron con la mirada. Ambos esta-
ban pensando lo mismo. A ellos el almófar se les antojaba
como una capucha espacial más que medieval, ya que los
destellos metálicos les recordaban en parte a la indumen-
taria de los superhéroes protagonistas de los cómics que 15
ellos se intercambiaban.

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