El Fin de Los Conquistadores.

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 32

XIV.

EL FIN DE LOS CONQUISTADORES


Que vuestra Alteza ruegue a Dios que seamos vencedores
porque de ser ellos, seríamos nosotros los traidores.
(El duque de Alba a la reina Isabel, durante las luchas di­
násticas)

Inca Garcilaso de la Vega, Historia General del Peni

1540. Cerca de medio siglo había transcurrido desde que las costas de
Guanahaní (Bahamas) aparecieran ante Colón envueltas en las brumas
matinales. México se había convertido en esa Nueva España que llevaba
bien su nombre. El Imperio inca había sido sometido, pese a los focos de
rebelión mantenidos por Manco en Vilcabamba. Los contornos de los con­
tinentes se habían precisado. En adelante, los europeos estarían presentes
por doquier, desde las costas australes del estrecho hasta la bahía descu­
bierta por el florentino Verrazano y, más al norte aún, el país de los Baca­
laos visitado por los vascos y los franceses.
Las últimas riberas desconocidas empezaban a ser exploradas. Pedro
de Mendoza, hijo de un ilustre linaje, pero de otra rama que la del conde de
Tendilla, había partido directamente de Sevilla —y no del mar Caribe— a
la América del Sur. Tal era un principio. Había fundado el puerto de Buenos
Aires en la orilla derecha del Río de la Plata. A decir verdad, era una sim­
ple fortificación al borde de las aguas lodosas del gran río, la cual no resis­
tió largo tiempo los ataques de los indios guaraníes, pero estaba situada en
la desembocadura del Paraguay, que podía ocultar inmensas riquezas.
Tras la muerte de Mendoza, la Corona confirió el título de adelantado del Río
de la Plata a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se había hecho célebre re­
corriendo más de 7 000 kilómetros de la Florida al noroeste de México.
Con la aureola de tal hazaña, ese descendiente del conquistador de la Gran
Canaria zarpó en noviembre de 1540 rumbo a Buenos Aires, donde de nuevo
le aguardaba un destino extraordinario.
Más al oeste, Chile, hollado por vez primera por las tropas de Diego de
Almagro, con el catastrófico resultado que ya conocemos, aún ofrecía pers­
pectivas seductoras. La esperanza de riquezas eventuales añadida a un inne­
gable interés geopolítico —ya que el país se extendía hasta el estrecho—,
incitaron a Pedro de Valdivia a salir de Cuzco en enero de 1540, con 11
compañeros y un millar de indios.
Al norte del Perú y de Quito, la costa de Venezuela, antes visitada por los
primeros marinos, así como el litoral de Santa Marta, donde se había de­
sarrollado la tragedia de Nicuesa, en adelante fueron frecuentados por los
españoles. La fundación de la ciudad de Santa Marta fue seguida por la de
Cartagena que, desde 1533, se convirtió en el principal puerto de la Améri­
439
440 EL NUEVO MUNDO

ca del Sur, y el mercado atlántico del Perú. El propio Andagoya, descubri­


dor fracasado del Perú, al que hemos dejado inválido en Panamá, había
hecho su reaparición: lo nombraron gobernador de San Juan, en el man­
glar de Buenaventura. Mucho más al norte, Hernando de Soto, el conquis­
tador de Nicaragua y del Perú, recibía una capitulación para emprender la
conquista de la Florida (1539), donde Alvar Núñez había fracasado.

La transformación del Nuevo Mundo

En pocos años se había modificado el paisaje del continente. Al comienzo


de la Conquista, los caballos, esos inapreciables auxiliares de los conquis­
tadores, eran escasos y sumamente caros. Este inconveniente pronto fue
paliado por el establecimiento de verdaderos criaderos en las Antillas Mayo­
res, en Nicaragua y en Santa Marta.1 Pero se habían pensado y aplicado
también otras soluciones. Los navios llegaban al litoral brasileño y la costa
pacífica, aún virgen de europeos, dejando sus cargamentos de animales
antes de partir. Así, las bestias se reproducían con toda libertad, ocupando
el terreno antes que los hombres. La invasión de los rebaños fue acompa­
ñada por otra conquista que los españoles no habían proyectado: la de las
ratas, transportadas por los navios, que arrasaron los campos de cereales y
propagaron las epidemias.2
Los caballos, los cerdos y el ganado bovino se adaptaban con rapidez a
su nuevo medio, destruyendo las milpas, pisoteando los cultivos, erosio­
nando terrenos poco antes recubiertos por una vegetación húmeda. Pedro
de Mendoza introdujo en los bordes del Río de la Plata los primeros caba­
llos —62— que sobrevivieron a la travesía del Atlántico, mucho más peno­
sa aún para las monturas que para los hombres. En pocos decenios, esos
animales invadirán las pampas, modificando la vida de los patagones y de
los mapuches, que aprenderán a domarlos y a montarlos con una destreza
que los españoles les envidiarán. En el norte de Venezuela, las grandes lla­
nuras fueron conquistadas por la ganadería gracias a la política del ale­
mán Federmann, agente de los Welser convertido en gobernador de Su
Majestad. Así, pocos decenios después de la llegada de Colón y de los pri­
meros animales europeos, la civilización ecuestre propia de los llanos ve­
nezolanos y de las pampas argentinas daba ya sus primeros pasos.
Las poblaciones del Nuevo Mundo también habían cambiado: en la
mayor parte de las Antillas, los indios prácticamente habían desaparecido,
y las costas caribeñas se poblaban de negros. Desde que la compañía de los
Welser recibió la licencia de importar esclavos africanos en masa, Panamá

1 Deffontaines (1957), p. 7.
2 Aquí no hacemos más que evocar un tema importante de la Conquista, el de la transfor­
mación del paisaje. Sobre las modificaciones ecológicas causadas por los animales domésti­
cos, cf. Crosby (1986), pp. 171 -194; a propósito de las ratas y de los daños que causaron, cf.
Inca Garcilaso de la Vega (1960a), pp. 437-438. Según este autor, que consagra varios capítu­
los a las plantas y a los animales europeos (pp. 430-451), las ratas llegaron al Perú con el virrey
Blasco Núñez de Vela.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 44!

y el litoral de Santa Marta y de Venezuela se asemejaron más a Guinea. La


viruela había cundido como reguero de pólvora, diezmando a su paso las
poblaciones indígenas, como en las islas y en la Nueva España; el Perú
tampoco se había librado de ese azote. Por primera vez, las poblaciones
americanas se encontraban frente a una verdadera pandemia, que casi no
afectaba a los invasores. Ese nexo entre peste y conquista, entre derrota mili­
tar y castigo, hizo nacer nuevas representaciones del mal, de la enferme­
dad y del infortunio.3
Mientras que los campos eran agitados por esos trastornos, las capitales
del Nuevo Mundo (México, Lima) y los puertos (Veracruz, Panamá, Carta­
gena) —que aún eran pueblos, con excepción de México— recibían una
población creciente de mercaderes: tiendas animadas por los represen­
tantes de las grandes compañías comerciales, los factores, aseguraban un
embrión de asentamiento, por lo demás casi siempre temporal, pues los
más afortunados en negocios retomaban a Europa con la fortuna que ha­
bían amasado. Los conquistadores casi no podían reconocerse en esos nego­
ciantes de todas clases, cuyas concepciones y modales no compartían. La
importancia de los genoveses declinaba, los castellanos abundaban más en
las islas, los andaluces invadían el continente mientras que, al otro lado
del Atlántico, el puerto de Sevilla dominaba el comercio con el Nuevo
Mundo. Durante ese tiempo, por doquier engrosaban las filas de los que
llegaban demasiado tarde para repartirse los despojos: condenados a sub­
sistir sin encomienda y, por tanto, sin acceso fácil a la mano de obra indíge­
na, los nuevos inmigrantes estaban dispuestos a seguir a parientes lejanos
ya instalados, o a unirse en exploraciones peligrosas.

El país del oro y de la canela

Benalcázar, el hombre de confianza de Pedrarias que se ilustrara en Caja-


marca, deseó instalarse en la región de Quito, que había conquistado (1533-
1534). Fundó un cabildo en su capital y repartió encomiendas entre quie­
nes le rodeaban. Pero Pizarro, quien desconfiaba del carisma de ese caudillo,
temía que un día lo despojara del territorio colocado bajo su gobierno. Be­
nalcázar no tenía madera de subordinado. Para liberarse de la tutela de
Pizarro, en 1538 partió a instalarse más al norte, en Popayán, del otro lado
del desierto de Patia que separaba la Nueva Granada de Pasto.
La ciudad de Quito no carecía de encanto. En la estación de lluvias,
claros entre las nubes permiten ver, a ratos, la blanca cordillera de los vol­
canes. De la cadena se eleva el majestuoso Cotopaxi, deslumbrante de luz;
esta montaña cónica, según los indígenas, concentraba las fuerzas telúri­
cas que daban vida a toda la región. Poco antes capital de Atahualpa, Quito
empezaba a asemejarse a las ciudades del sur de España con sus paredes
blanqueadas con cal que hacían resaltar el azul intenso de puertas y ven­

3 Desarrollaremos este tema en el tomo n. Sobre el nexo entre peste y conquista, véase
Crosby (1967).
442 EL NUEVO MUNDO

tanas. Los rastros del incendio provocado por Rumiñahui iban desapare­
ciendo, y las piedras de los edificios incaicos servían para las nuevas cons­
trucciones. Apartada de las turbulencias peruanas, la ciudad se desarro­
llaba favorecida por su clima templado y su ambiente fértil. Los españoles
se habían habituado a la altitud y a los fuertes desniveles que separaban
los barrios; sin duda, ya no notaban las formidables diferencias de tempera­
tura entre las calles asoleadas y las que permanecían en la sombra; la proxi­
midad del ecuador reducía la frescura de la sierra, haciendo de esta ciudad
una de las más agradables de la cordillera de los Andes.
El menor de los hermanos Pizarro, Gonzalo, no tenía aún 30 años cuan­
do llegó a Quito en 1539. Su hermano, el gobernador, acababa de confiarle
la misión de llegar por el oriente al país de la canela, que comprendía el te­
rritorio en que, suponíase, se hallaba El Dorado. La ubicación del país del
oro era de las más fantásticas. Ya en el Darién los españoles habían oído
hablar del misterioso Dabaibe, el cacique, señor del oro. En otras partes,
relatos análogos habían despertado la avidez de Federmann, de Jiménez
de Quesada y de Alonso Alvarado, quien emprendió en el Perú la campa­
ña de Chachapoyas hasta llegar al alto Marañón. Al deseo que mostraban
los indios de alejar a los conquistadores indicándoles la existencia de
comarcas fabulosas y remotas se añadían rumores persistentes, por todo el
Perú, según los cuales los Incas habían penetrado en el bosque con todas
las riquezas que habían podido salvar del saqueo. Manco Inca se encontra­
ba siempre en Vilcabamba, cerca de Cuzco, pero otros grupos, decíase, vi­
vían apartados en ciudadelas ocultas en la selva.4 En Quito, esos relatos
eran adornados con otras quimeras concernientes al país de la canela; co­
rría el rumor de que Tupac Inca había entrado con sus tropas en el bosque
para obtener la preciosa especia. A decir verdad, no se trataba de la
especie cinnamonum, originaria de Ceilán, sino de una planta perfumada,
conocida con el nombre de ishpingo que entraba en la composición de las
ofrendas y que también servía para fines terapéuticos.5 La “canela” se exten­
día, decíase, por los bosques orientales, más allá de la cordillera de los volca­
nes y bajo el ecuador, latitud propicia al cultivo de las especias.6
Las especias, motivo del primer viaje atlántico, habían conservado su
atractivo, tanto más cuanto que la explotación de las Molucas alcanzadas
por Magallanes y por Elcano había sido dejada a los portugueses. Pizarro y

4 Sobre las diferentes localizaciones del mito de El Dorado, véase Juan Gil (1989), t. ni;
Oviedo (1959), t. m, libro n, cap. n, p. 236, fue el primero en consignar por escrito la leyenda
del hombre dorado, El Dorado, cuyo reino se extendía en la gran selva oriental: "los indios
dicen que este príncipe o rey es un señor muy rico y grande. Cada mañana se embadurna con
una resina que pega muy bien. El oro en polvo se adhiere a esta goma [...] hasta que todo su
cuerpo está cubierto desde las plantas de sus pies hasta la cabeza. Aparece tan resplande­
ciente como un objeto de oro trabajado por las manos de un gran artista”. Más adelante, la
leyenda de este personaje fabuloso se basará en la tradición muisca, en Bogotá.
5 Cobo (1964), t. i, p. 272: "Los indios gentiles de las provincias de los Andes, en el Perú,
suelen sacar a los pueblos de su frontera unas vainillas como algarrobas, de color leonado
oscuro, cuya sustancia cuajada es como sangre de drago, aunque reluciente y tirante a negra,
y de suave y profundo olor."
6 Zárate (1947), p. 495, establece esa relación geográfica, coherente en la época.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 443

sus contemporáneos consideraban la canela como un artículo de valor casi


tan inapreciable como el oro. Antes de pensar en su hermano Gonzalo,
había despachado a las tierras bajas a Gonzalo Díaz de Pineda. Éste había
tropezado con la resistencia enconada de los indios, y tenido que dar mar­
cha atrás. Ya no eran los tiempos en que la sola vista de los caballos basta­
ba para poner en fuga a nubes de indígenas. Además, en una vegetación
exuberante, las monturas apenas podían avanzar.
Gonzalo Pizarro era uno de los hombres más ricos del Perú, gracias a la
parte del bolín que le había cedido su hermano. Pudo reclutar a 280 espa­
ñoles, montados casi todos, entre ellos los extremeños don Antonio de Ri­
bera y Francisco de Orellana. Éste pertenecía a un linaje de Trujillo empa­
rentado con el de Pizarro; había fundado el puerto de Guayaquil y veía
pasar los días tranquilamente a orillas del Guayas, después de las aventu­
ras que le habían costado un ojo. Los españoles incorporaron a varios
miles de indios que, en su mayoría, venían de la sierra del norte de Quito.7
Éstos debían llevar las armas y las provisiones, mientras cuidaban a los
miles de cerdos que iban con la expedición. También llevaban perros adies­
trados en la caza de animales y de hombres, "feroces como tigres”, que
sabían orientarse entre los manglares.
La columna de Gonzalo se puso en marcha a finales del mes de febrero
de 1541. Franqueó la cadena oriental, al norte del Antisana, luego descen­
dió por los senderos en comisa, al valle del Papallacta, habitado por los
quijos, que los recibieron con una lluvia de flechas antes de retirarse a la
maleza. Los españoles se instalaron durante algún tiempo en la aldea
abandonada, para reponerse de las fatigas del camino. La fresca tempe­
ratura de la cordillera había dado lugar a un calor húmedo; al alba, la tie­
rra mojada exhalaba un vapor que iba dispersándose al cabo de horas, y
un olor vegetal, casi embriagador, flotaba en tomo de las chozas. Los cerdos
se atiborraban de mandioca y de maíz, y ahí donde poco tiempo antes
reinaba aún el ritmo tranquilizador de los trabajos y de los días, no queda­
ban más que desorden y degradación. Entonces, los elementos se desenca­
denaron: un temblor de tierra sacudió esta región tranquila, seguido de un
diluvio torrencial que transformó los ríos en torrentes y que devoró 500
casas entre el fango. Para ponerse al abrigo, los miembros de la expedición
volvieron a subir a las sierras de Oriente, pero muchos de los cargadores,
agotados por la inundación y el sismo, murieron de frío en el ascenso. Por
último, los sobrevivientes llegaron a Zumaco, bajo trombas de agua, con la
ropa pegada al cuerpo.8
A 10 leguas del valle de Zumaco, Antonio de Ribera observó un pueblo
de indios vestidos con túnicas de algodón adornadas con pectorales de
oro. Probablemente se trataba de los omagua, un grupo tupi que habitaba
cerca de los contrafuertes de la cordillera, al término de una emigración
secular que había tenido por objeto llegar a una comarca de abundancia y
de inmortalidad, la "Tierra sin Mal". Un mes después, Francisco de Orella-
7 Ortiguera (1968), p. 243; Oberem (1971), p. 56.
8 Záfate (1947), libro rv, p. 493: “sin que les diese el agua lugar de enjugar la ropa que
traían vestida'*.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 445

na y 23 de sus compañeros, que habían partido de Quito después de ellos,


los alcanzaron. Se pusieron a buscar los célebres árboles de canela. Las
indicaciones dadas por los indios desconcertaban a los conquistadores, que
daban vueltas por el bosque sofocándose en el calor y abrumados por los
mosquitos. Al cabo de dos meses, llegaron al curso superior del Payamino.
Ahí vieron con amargura que los árboles de canela estaban dispersos por
las marismas del bosque y que su explotación presentaba obstáculos insu­
perables. Gonzalo sometió a unos indios a tortura para arrancarles infor­
mes. Todo fue vano: el país de las especias seguía siendo inencontrable.
La mayoría de los cargadores habían sucumbido al agotamiento y a las
fiebres. Los españoles no estaban mucho mejor. La disentería y el paludis­
mo atacaban sus cuerpos debilitados por el hambre y las privaciones.
Habiendo llegado a las riberas del Coca, la columna estableció un campa­
mento. Gonzalo deseaba construir un bergantín para descender por el río
transportando a los enfermos. Pero había que procurarse materiales y ha­
cer, como se pudiera, unas forjas para recuperar las herraduras de los ca­
ballos muertos en camino. Gonzalo, siguiendo la tradición de los caudi­
llos, participó en los trabajos.9 Como no había alquitrán, se empleó una
"sustancia pegajosa" que los indios arrancaban a los árboles, tallando la
corteza. Tal fue, sin duda, una de las primeras veces en que los europeos
usaron el caucho. Los ponchos, inútiles en tal clima, así como las camisas
podridas de indios y españoles, remplazaban la estopa.
Al día siguiente de Navidad se hizo al agua el bergantín, al mando de
Francisco de Orellana. Los hombres que se encontraban en mejores con­
diciones físicas seguían a pie, a lo largo de la ribera, y volvían a la embar­
cación al caer la noche. Pero tenían dificultades para encontrar subsisten­
cias en el bosque. Al cabo de sus fuerzas, Gonzalo envió a Orellana río
abajo a buscar víveres, en dirección de un gran río que los indios habían
mencionado; cuando llegara ahí, debería dejar dos canoas.10

Las amazonas

Una corriente poderosa se lleva el bergantín de Francisco de Orellana. Al


cabo de tres días, llega a la confluencia de dos ríos, el Coca y el Ñapo, donde
no encuentra más vituallas que en otros lugares. Considerando que nece­
sitaría semanas para llegar a donde lo aguarda Gonzalo Pizarro, Orellana
se deja ir a la deriva, "donde la ventura lo guiase". Parte, pues, llevándose
las dos canoas que ha prometido a Gonzalo, abandonándolo a su suerte,
como antes había dejado a Nicuesa. Tal comportamiento equivale a un ver­
dadero motín.11 El dominico Gaspar de Carvajal, que participa en esta expe-

9 Ibid., p. 494: "él por su persona era el primero que echaba mano de la hacha y del mar­
tillo”.
10 Según la mayoría de los autores, Pizarro y Orellana se separaron en la confluencia de los
ríos Coca y Ñapo. Según otras fuentes, ello se produjo aguas abajo del Aguarico. Chaumeil
(1981), pp. 64-65.
11 Zárate (1947), p. 494, dijo: "casi amotinado y alzado".
446 EL NUEVO MUNDO

dición, intenta, según parece, interceder en favor de Pizarro, sin lograr


nada. El bergantín continúa su descenso, efectuando aquí y allá algunas
“entradas” en el país de los indios omagua. Varias veces está a punto de
naufragar entre los torbellinos del río que se llevan ramas y troncos de ár­
boles. Sabiéndose a merced de las tribus fluviales, los españoles se esfuer­
zan por ganarse la confianza de los indios, y éstos les ofrecen tortugas,
loros v mandioca.
Un día de enero de ! 542 los hombres creen oír tambores, pero no ven a
nadie en la orilla. Otra vez, Orellana interpela a los indígenas en una len­
gua —probablemente el quechua— que éstos comprenden.1213 Le hablan ahí
de una tierra donde sólo viven mujeres, grandes damas, señoras coñiapu-
yara. Orellana habla un lenguaje andino al cacique Parían: "respondió [...]
que éramos hijos del Sol y que íbamos por aquel río abajo". Al oír esas pa­
labras los indios quedan asombrados y toman a los españoles por "santos
o personas celestiales, porque ellos adoran al sol que llaman chise”.^ Lle­
gados a Aparia, sobre el Ñapo, fabrican un segundo bergantín, más sólido.
Las fiestas religiosas llevan el ritmo de las jomadas de los españoles. El do­
minico Carvajal, deseoso de mantener la observancia de los ritos, impide
a esos improvisados argonautas caer en el universo infinito de la selva. En
sus esfuerzos por conservar la memoria de Dios, no se olvida de los indios.
Un esbozo de cristianización entre las poblaciones más acogedoras de Aparia
produce resultados inesperados: interpretando al pie de la letra la cuaresma,
¡los indios hacen ayunar a los españoles del miércoles al viernes de Pascua!
Por fortuna, el sábado les llevan considerables cantidades de alimento.
Orellana y sus compañeros llegan por fin, en territorio omagua, a la con­
fluencia de un inmenso río, de una anchura y una potencia no compara­
bles a la de ninguno de los cursos de agua que hasta entonces han encon­
trado. Se lanzan por esta vía, que bautizan "río de Orellana", y que no es
otro que el Amazonas. En esta estación, su caudal va al máximo y las ribe­
ras van apartándose. Obligados a acostar para aprovisionarse, los españo­
les sufren los ataques de los indios. El quechua de Orellana, que le había
permitido sobrevivir en el Ñapo, no sirve de nada entre los omagua y los
paguana.14 En este universo fluvial sólo pueden comunicarse por gestos. Y
sin embargo, esos indios les indican una comarca rica en oro y plata que,
según dicen, se encuentra en el interior de las tierras, y en la que incluso
habría llamas... A la altura de la embocadura del Río Negro —cerca de la
actual ciudad de Manaos, en Brasil—, se enteran de que se encuentran
entre súbditos de las temidas amazonas. El día de la fiesta de San Juan
ven, sobre una orilla, una densa población. El dominico Carvajal cree que
han alcanzado el reino de esas guerreras legendarias.15 Incluso, en un arran-
12 Carvajal (1955), p. 50: "el capitán [Orellana] púsose en la barranca del río y en su lengua,
que en alguna manera los entendía, comenzó a hablar con ellos".
13 Carvajal (1955), p. 60. Para la localización de las tribus y de los lugares mencionados,
véase Chaumeil (1981).
14 Ihid., p. 59, dice muy bien que la lengua le permitió no perecer en la orilla: "el entender
él —Orellana— la lengua fué parte, después de Dios, para no nos quedar en el río, que a no la
entender ni los indios salieran de paz ni nosotros acertáramos".
15 Ibid., p. 95: "dimos de golpe en la buena tierra y señorío de las amazonas".
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 447

que de imaginación, sostienen haberlas visto con sus propios ojos: "Estas
mujeres son muy altas y blancas y tienen el cabello muy largo y entrenza­
do y revuelto a la cabeza: son muy membrudas, andaban desnudas en cue­
ros y atapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, ha­
ciendo tanta güeña como los indios."16 La mitología antigua deformaba la
mirada de ios conquistadores pero es probable, asimismo, que el dominico
haya traducido a su manera unos relatos indígenas difundidos por toda la
cuenca amazónica. Según esos relatos, Jurupari, héroe de las poblaciones
selváticas, en su infancia había arrancado el poder de manos de las muje­
res para devolverlo a los hombres; también había dado muerte a su madre,
porque ella había echado una mirada a las flautas sagradas.
Durante el trayecto, Orellana confecciona un léxico17 gracias al cual
puede comunicarse con los ribereños. Éstos le confirman la existencia de
las amazonas: esas temibles guerreras, según dicen, no tienen marido. Vi­
ven agrupadas en 70 aldeas y los techos de sus casas están cubiertos de
plumas de loro. Poseen oro en grandes cantidades y periódicamente se de­
jan embarazar por un pueblo vecino de hombres muy blancos, para asegu­
rar su descendencia; luego, al nacer, matan a todos los niños varones. En
mitad de este decorado quimérico los españoles creen percibir en la selva
camellos y otros animales con trompa (¿tapires?).18 A los espejismos de la
imaginación se añaden fenómenos alucinatorios, provocados probable­
mente por hierbas venenosas. Un día les parece que un pájaro les advierte
de un peligro gritándoles: "¡Huid!" Atienden a su consejo y escapan de la
matanza. En esta atmósfera irreal, elaboran grandiosos proyectos como
aquel de talar toda la región para dedicarla a la cría de ganado.19
Pasan así varios meses sobre el Amazonas. Un día del mes de agosto, los
efectos de la marea atlántica empiezan a perturbar el curso de las aguas
cenagosas. Cuando se lanzan por el delta laberíntico, sienten la brisa del
mar. Por último, el bergantín desemboca en un océano agitado, invadido
por el lodo del Gran Río que las olas no logran contener. No han encontra­
do oro ni plata, pero son los primeros en haber atravesado el continente de
parte a parte.
No les quedaba más que seguir la costa de la Guayana hasta la isla de
Cubagua, frente a Venezuela, adonde llegan el 11 de septiembre de 1542.
De ahí, Orellana zarpa rumbo a España y se dirige a la corte de Carlos V
para informarle de su exploración. Como no lleva nada que pueda mos­
trar, elogia hipócritamente las bellezas del país y recurre al mito, siempre
útil, de las amazonas.20 ¿Se deja engañar el emperador? Las vastas dimen­
siones del "Gran Río”, ¿le parecen creíbles, o bien las toma como exagera­
ciones nacidas de la fantasía de Orellana? Pedro Mártir ya no está a su
16 Ibid., p. 97.
>7 Ibid., p. 103.
18 Ibid., p. 106.
19 Ibid., p. 100: "Es tierra templada [San Juan] y dónde se cogerá mucho trigo y se criarán
todas frutas y demás desto es aparejada para criar todos ganados.”
20 Zárate (1947), p. 495: “echando fama que se había hecho a su costa e industria, y que
había en él una tierra muy rica donde vivían aquellas mujeres que comúnmente llamaron en
todos estos reinos la conquista de las Amazonas".
448 EL NUEVO MUNDO

lado para oponer a las frases del navegante su escepticismo a toda prueba.
El hecho es que Carlos V concede a Orellana autorización de volver, pero
el conquistador, mermada sin duda su salud por la aventura amazónica,
muere al cabo de la travesía atlántica, en el estuario del río que había des­
cubierto.

El retorno de Gonzalo Pizarro

Gonzalo Pizarro y sus hombres contaban con el auxilio del bergantín de


Orellana. Como lo habían convenido, se dirigieron a la confluencia del Ña­
po y del Coca, seguros de encontrar ahí las canoas prometidas por su com­
pañero. Amarga fue su decepción cuando no vieron la menor huella de las
embarcaciones. En ese punto, el río era muy ancho, y tuvieron que cons­
truir dos balsas para atravesarlo. En la otra orilla les aguardaba un español,
que Orellana había hecho desembarcar en esos parajes solitarios "porque
le contradecía el viaje”.21 Pizarro se enteró de la traición de su compañero;
a aquella hora, Orellana ya se encontraba lejos, aguas abajo, sin ninguna
intención de retornar para acudir en su ayuda.
El abandono de Orellana fue el fin de la expedición. El hambre atenacea­
ba a los españoles. Los efectivos se habían deshecho, y no les quedaban
más que algunas baratijas, que intercambiaban por alimentos. El "Dueño
de los animales”, la fuerza misteriosa que desde tiempos inmemoriales
protegía a los indios de esas comarcas, se negaba a alimentar a los extran­
jeros, que morían de hambre. Éstos no encontraban ninguna ayuda entre los
indígenas, que se apartaban a su paso por temor a las brutalidades que
los españoles les habían hecho soportar durante la búsqueda de la canela.
Los cargadores que les habían acompañado estaban muertos o se habían
dado a la fuga. Era una locura obstinarse en errar por la selva en busca de
una especia que seguía siendo inaccesible.
Pero más de 400 leguas los separaban de Quito. En el camino de regre­
so, una cuarentena de conquistadores perecieron de hambre; algunos se
desplomaban, agotados, otros no podían levantarse de su estera y se nega­
ban a caminar. Para subsistir, los más aguerridos mataron caballos y pe­
rros, mordisquearon raíces, cazaron pequeños animales. Como en el Darién
y en los manglares, la lucha por la vida excluía toda generosidad, y los que
tenían mejor fortuna en la caza podían vender a sus camaradas más torpes
un gato salvaje o una gallina de agua por 50 pesos.22 Con el cuero de los
cervatillos fabricaron sandalias para protegerse de los arbustos que les la­
ceraban los pies. Durante la jomada, el sendero se convertía en un horno
insoportable. A veces, cuando podía verse un poco más adelante, un arco
iris en el cielo, como una gigantesca anaconda, anunciaba el fin de la llu­
via. Cuando el sol declinaba, de la selva ascendía una melopea obsesiva.
En esta polifonía natural, los gritos de los monos se destacaban sobre el
zumbido incesante de los insectos y el ulular de las aves nocturnas, junto

21 ibid.
22 ibid.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 449

con silbidos agudos, mezclándose al coro de los grillos y entonando un


canto llegado de la aurora del mundo.
Mecido por esos ecos que ya le eran familiares y tal vez, asimismo, por el
consumo de plantas alucinógenas, Gonzalo dormía entre sus hombres.
Una noche se despertó sobresaltado, agitado por una extraña pesadilla.
Relató su sueño a Juan de Villegas “el astrólogo”, experto en el arte de la
adivinación, quien vio en ello» un presagio funesto.23 El viaje prosiguió,
bajo la sombra de ese mal augurio. Sin embargo, la suerte les sonrió y pron­
to pudieron ver, dominando la selva baja, el pico nevado y tranquilizador
del Antisana. Corría el mes de junio de 1542.
Los habitantes de Quito salieron a su encuentro, llevando cerdos y vesti­
menta. Los conquistadores, como espectros arrojados por el bosque, esta­
ban irreconocibles. Los 80 sobrevivientes avanzaban desnudos como sal­
vajes, con "las vergüenzas" protegidas por pequeños trozos de cuero. Las
zarzas, las espinas y las ramas les habían dejado el cuerpo lleno de cicatri­
ces. Sus espadas, carcomidas por el orín, no tenían ya funda; y entre sus
cabellos pululaban los piojos. A la vista de sus compatriotas, se arrojaron a
tierra y la besaron. Hubo que alimentarlos con pequeños bocados para
acostumbrarles de nuevo el estómago a la digestión. Lentamente, recupera­
ron las fuerzas.24 Pero habían vagado cerca de dos años por la selva, y el
mundo había cambiado en su ausencia: Francisco Pizarro había sido ase­
sinado en Lima, y Vaca de Castro, el nuevo gobernador nombrado por
Carlos V, había llegado al Perú para sofocar la insurrección de los parti­
darios de Almagro el Mozo. Se confirmaban así los sombríos pronósticos
de Villegas el astrólogo.

Un mestizo contra Carlos V

Después del asesinato de Pizarro por sus partidarios en 1541, Diego de Al­
magro el Mozo, de 22 años, se había proclamado gobernador del Perú. To­
dos los conquistadores estaban convencidos de que ese territorio debía ser
para ellos, considerándose los únicos capaces de administrar el país que
habían sometido.
Almagro no estaba dispuesto a aceptar la férula de un soberano remoto,
como tampoco la intrusión de un representante de la Corona en los asun­
tos peruanos. Desde la llegada de Vaca de Castro, reclutó un ejército más
poderoso que todos los que su padre y Pizarro habían reunido en el pasa­
do, y se dispuso a hacer frente al enviado del rey. Tal era la primera rebe­
lión del Nuevo Mundo, encabezada por un mestizo contra la soberanía
imperial. Sin embargo, Almagro el Mozo no tenía en sus venas sangre pe­
ruana, ya que era de ascendencia panameña. Su destino ilustra el desarraigo
de los mestizos, así como el surgimiento de nuevas identidades que apare­
cieron en la América de la Conquista.
23 Lockhart (1968), p. 28.
24 Zárate (1947), p. 495: "fue necesario ponerles tasa hasta que poco a poco fuesen habi­
tuando los estómagos a tener que digerir".
450 EL NUEVO MUNDO

El alejamiento extremo del Perú favorecía esta insurrección contra Vaca


de Castro y Carlos V. Para llegar allí se tenía que desembarcar en Nombre de
Dios, en Panamá, luego atravesar el istmo y emprender una nueva nave­
gación por el océano Pacífico, mucho más difícil en dirección norte-sur
que en sentido contrario, por razón de las corrientes y de los vientos.25 Al­
magro tal vez contara con aprovechar sus relaciones en esta región de la
que era originario, para hacer fracasar la misión de Vaca de Castro. Había
prometido a todos que al que matara a un miembro de la facción enemiga
él le daría como recompensa sus indios, sus bienes y su mujer.26 Esperaba
así ganarse a aquella multitud de conquistadores que no habían podido
obtener una encomienda y que vegetaban en las ciudades de la sierra, aguar­
dando a que se les asignara una eventual "entrada.” Todos esos relegados,
entre ellos muchos mestizos y también indios partidarios de su padre des­
de los tiempos de su enemistad con Pizarro, incluyendo al versátil Paullu,
se habían unido a las tropas del joven.
Por su parte, los pizarristas se apresuraron a acoger a Vaca de Castro,
menos por lealtad a la Corona que por espíritu de venganza. El nuevo gober­
nador llegaba en el momento oportuno para ser el instrumento de esa ven­
ganza. Tan claramente lo vio él que ordenó a Gonzalo quedarse en Quito,
donde debía aguardar los acontecimientos. Aquí se impone un paralelo
con México: letrado competente, sostenido por el cardenal Loaisa y el se­
cretario Francisco de los Cobos, Vaca de Castro, como Ramírez de Fuen-
leal en la Nueva España, contaba con imponer el orden tras un periodo de
disturbios. Se disponía a sanear la situación política para instaurar condi­
ciones propicias al establecimiento de un virreinato. Pero el Perú de los
años de 1540, ¿repetiría al México de los años de 1530? ¿Se reproduciría
así la historia colonial de los dos territorios, con 10 años de distancia?
Además de sus propias tropas y de los pizarristas, Vaca de Castro podía con­
tar con el apoyo del capitán Francisco Carvajal, soldado profesional que
había luchado en Italia a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba.
Por último, Ampuero, el marido de la Pizpita, se había incorporado sin di­
ficultad al ejército de Vaca de Castro, así como el capitán Garcilaso de la
Vega, el cronista Diego de Trujillo y otros de sus primeros partidarios.
El enfrentamiento entre monarquistas e insurrectos se desarrolló en las
landas de Chupas, cerca de Huamanga (Ayacucho), región predestinada a
las luchas fratricidas, ya que hoy es el centro de las acciones de Sendero
Luminoso. Los partidarios de Almagro el Mozo se batieron con toda clase
de armas contra fuerzas mejor equipadas: algunos sólo tenían hachas de
leñadores. Paullu Inca se lanzó sobre las tropas de Vaca de Castro con in­
dios provistos de hondas y de mazas, a la manera antigua.27 La artillería
dependía de Pedro de Candia y sus griegos. Pero, en el último momento, el
viejo compañero de Pizarro vaciló antes de luchar contra el representante
del emperador, y desvió el tiro de sus cañones. Esa estratagema no le sir-
25 Bataillon (1986), pp. 14-15. Con razón este autor llama a Panamá "el istmo de Perú”.
26 Zárate (1947), p. 503: "prometiendo que cualquiera que matase vecino, le daría sus
indios y hacienda y mujer".
27 Ibid. (1947), p. 505.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 451

vió de nada, pues Almagro, furioso por su traición, lo mandó matar. Pere­
ció así uno de los hombres más ricos del Perú, uno de los últimos sobre­
vivientes de la Isla del Gallo.
Al caer la noche de aquel 16 de septiembre de 1542, los monarquistas
habían obtenido la victoria al precio de una verdadera carnicería. Entre los
muchos cadáveres tendidos en tierra pudo descubrirse el de Nicolás de Mon-
talvo, originario de Medina del Campo y pariente del célebre autor del Ama-
29 Protegidos por la oscuridad, muchos indios se precipitaron
dís de Gaula.28
sobre la puna de Chupas y despojaron de sus ropas a los cadáveres. Al apro­
piarse los hábitos de los españoles, los indios esperaban captar sus fuerzas,
con la esperanza acaso de que después les servirían para arrojar de su tierra
a los extranjeros. Muchos españoles sucumbieron a la temperatura glacial.
Garcilaso de la Vega, ligeramente herido, pudo recuperarse en los días si­
guientes, pero su primo Tordoya no sobrevivió a sus heridas ni al frío de los
Andes.29
Almagro el Mozo emprendió la fuga, tratando de llegar a Vilcabamba,
perseguido por Garcilaso, quien estuvo a punto de alcanzarlo. El mestizo
fue entregado por el alcalde de Cuzco —uno de sus antiguos partidarios—
y condenado a muerte; lo decapitaron en la plaza donde su padre había
sido ejecutado por la mano del mismo verdugo. Tres compañeros de Alma­
gro, encerrados en Cuzco, lograron escapar y se refugiaron en Vilcabam­
ba, al lado de Manco, que había seguido los acontecimientos gracias a sus
espías y sus informantes. El Inca quedó apesadumbrado al enterarse de la
muerte del hijo del adelantado, por quien siempre había sentido un cierto
afecto. Con la muerte del mestizo acababa, sin duda, su última oportuni­
dad de restaurar el imperio.30

Los ENCOMENDEROS, AMOS DEL PERÚ

Después de la batalla llegó la hora de las recompensas. Si Vaca de Castro


quería ser reconocido como gobernador legítimo, tenía que adaptarse a las
costumbres del país y satisfacer a quienes esperaban compensaciones por
los servicios prestados. La mejor manera de lograrlo era distribuir enco­
miendas, según una tradición que se remontaba ya a los tiempos de la
Reconquista. Los conquistadores recibían de la Corona el derecho de bene­
ficiarse del tributo de los indios en una región determinada. A cambio de
ese repartimiento o encomienda estaban obligados, en principio, a proteger
a los indígenas y a velar por su cristianización.
La encomienda fue una de las principales instituciones de la nueva so­
ciedad que ya se esbozaba en la Nueva España y luego en los Andes, y los
encomenderos llegaron a constituir grupos de gran influencia. Las rique­
zas y la explotación de las regiones centrales explican este auge, aun cuan­
do entre México y Perú se aprecien diferencias sensibles. En los Andes, el
28 Ibid.
29 Inca Garcilaso de la Vega (1960b), p. 207; Vamer (1968), p. 48.
30 Zárate (1947), p. 506: "El Inga los recibió alegremente mostrando mucho sentimiento de
la muerte de don Diego, porque le era muy aficionado."
452 EL NUEVO MUNDO

derecho de distribuir encomiendas correspondía al gobernador y no a la


Corona; esto muestra la importancia de la función que Pizarro había desem­
peñado hasta su muerte. Por ello, la concesión directa de encomiendas
escapaba del control real y favorecía una interpretación bastante libre de
la institución. De hecho, en los primeros años que siguieron a la conquista,
los poderes de los encomenderos designados por Pizarro siguiendo sus
normas personales (sus primeros compañeros, parientes, conciudadanos de
Trujillo y, por extensión, de Extremadura) sobrepasaron las estipulaciones
legales. Los encomenderos del Perú pudieron disponer, a su capricho, de
la mano de obra indígena para la explotación agrícola y minera, lo que fa­
voreció la dominación de vastos territorios. En las minas de Porco y luego
en las de Potosí, centenares de indios de repartimiento consumían sus fuer­
zas y su vida.
Tanto menos podía Vaca de Castro modificar estas prácticas cuanto que,
en cierto modo, se había convertido en rehén de los pizarristas. Como las
guerras civiles habían sido tan sangrientas, cierto número de encomiendas
habían quedado vacantes, lo que permitió al gobernador atribuirlas a los
españoles que aguardaban impacientemente un gesto generoso. Éstos eran
muchos, pues no todos los conquistadores se volvían encomenderos. Los
de Cajamarca habían sido los primeros beneficiarios del sistema. Pizarro
recompensó después a las tropas de Almagro, y luego a las de Diego de
Alvarado. Estas atribuciones habían sido generosas, pero desde 1536 el nú­
mero de los repartimientos había quedado prácticamente estable, mientras
que la población española se había incrementado considerablemente. En
el momento del asesinato de Pizarro no había más que unos 500 encomen­
deros en toda la región andina, por más de 5 000 españoles. Ese desequi­
librio acentuaba las tensiones y el descontento de quienes se consideraban
perjudicados, y que envidiaban los privilegios exorbitantes de la minoría.
Mientras que en el corazón del antiguo Tawantinsuyu los repartimientos
eran pocos pero muy ricos, en las márgenes, una plétora de pequeños en­
comenderos vegetaba de un tributo poco rentable.31
Dar de comer: tal era la obligación de Vaca de Castro para con todos los
que le habían ayudado a sofocar la rebelión.32 No pudiendo satisfacer to­
das las demandas, Vaca de Castro organizó nuevas conquistas en Chile y
en la vertiente amazónica de los Andes. Los mitos iban siguiendo el retro­
ceso de las tierras desconocidas. Si el país de la canela había resultado un
engaño, ahora imaginaron que en alguna parte entre el Marañón y el Río
de la Plata existía una comarca rica en minas de oro, custodiada por las
amazonas de Orellana. Vaca de Castro, que tal vez ignorara la propensión
de los hombres del Nuevo Mundo a construir quimeras, envió entonces
unas expediciones en dirección del oriente.33 Mientras se encontraba el
inagotable El Dorado, las minas de oro de Carabaya, que acababan de ser
descubiertas cerca del lago Titicaca, ofrecían un buen anticipo, pues eran
31 Lockhart (1968), pp. 11-18.
32 Zárate (1947), p. 506: "a los mas dellos Vaca de Castro dió de comer al tiempo que repar­
tió la tierra, porque decía que aquellos lo habían merescido señaladamente".
33 Ibid., p. 507; Gil (1989), t. n, pp. 258-260.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 453

las más ricas del Perú. Las de Potosí, que habrían de trastornar el destino
del país, fueron descubiertas poco tiempo después, casi por azar, si cree­
mos a la leyenda, por un indio al servicio de un encomendero de Porco.
Los encomenderos representaban la nueva aristocracia del país. Se les
consideraba como “señores de vasallos”, sobre todo si a sus prebendas re­
cién adquiridas añadían el honor de pertenecer a una casa noble, como
Sebastián Garcilaso de la Vega, llegado al Perú tras los pasos de Pedro de
Alvarado. Los hijos heredaban las encomiendas de sus padres, y también
las viudas, a condición de que volvieran a casarse. En ese caso, las prerro­
gativas de que había disfrutado el difunto eran transferidas al nuevo cón­
yuge. En pocos años se estableció la costumbre de que la viuda tomara por
segundo marido a un pariente, un amigo o un compatriota del difunto.
Los nexos que los unían a su terruño de origen triunfaban sobre cualquier
otra consideración. Inés Muñoz, viuda de Martín de Alcántara, se había
refugiado en Quito huyendo de la venganza del joven Almagro. Ignoramos
si fue en esta ciudad o en Lima donde casó en segundas nupcias con don
Antonio de Ribera, uno de los extremeños que habían acompañado a Gon­
zalo Pizarro en la desastrosa expedición de la canela. Así, la pareja pudo
recuperar la encomienda de Huánuco, atribuida antes a Martín de Alcán­
tara: 4 000 indios tributarios en una de las zonas más prósperas del país.
El kuraqa Paucar Guarnan, del linaje de los Xagua, fue puesto a la cabeza
de este conjunto, con la misión de asegurar la colecta. La encomienda in­
fluyó sobre las instituciones indígenas, promoviendo a los kuraqa más dó­
ciles que de esa manera se convertían en el relevo indispensable entre los
nuevos amos y las masas campesinas.34
El encomendero poseía una gran casa, y una esposa española, de ser
posible; tenía mesa permanentemente puesta para acoger a sus criados,
parientes y amigos que gravitaban en tomo de él y, llegado el caso, podían
darle apoyo. Disponía de esclavos negros y se rodeaba de numerosos sir­
vientes indígenas. Cuadras, palafreneros, caballos y los aperos necesarios
para su uso completaban, obligatoriamente, su modo de vida. El encomen­
dero cuidaba las apariencias. Si bien es cierto que Pizarro y Almagro ha­
bían sido, en general, sobrios en su atuendo, las generaciones siguientes
prefirieron las vestimentas finas que realzaban su condición.
En los primeros años de la conquista fue abandonada la evangelización
de los indígenas, que los encomenderos, supuestamente, aseguraban. Anto­
nio de Ribera y su esposa casi no se ocuparon de vigilar las costumbres de
los chupachos de Huánuco, que continuaron practicando la poligamia y
llevando nombres indígenas durante varios decenios.35 En cambio, la obli-

34 Iñigo Ortiz (1967), pp. 20-93.


35 Eso es lo que puede colegirse de la Visita de Huánuco efectuada por Iñigo Ortiz (1967) en
1562. Sólo en 1548, tras la pacificación de las guerras civiles, Paucar Guarnan aceptó el
bautismo, tomando el nombre de "don Gómez" como homenaje a su nuevo encomendero,
Gómez Arias Dávila, pariente de Pedrarias. Este personaje encama los nexos de parentesco y
las solidaridades que unían a los hombres. Inca Garcilaso de la Vega (1986), libro n (2), cap. v,
p. 216, lo describe así: "natural de Segovia, deudo de la mujer de Soto —la hija de Pedrarias—
[...] grandísimo nadador —cosa útil y necesaria para las conquistas— [...] había sido esclavo
en Berbería, donde aprendió la lengua morisca". Tras su estadía en África, acompañó a Her-
454 EL NUEVO MUNDO

gación contraída por los encomenderos de proteger a los indios no era una
cláusula formal. En 1542, las Leyes Nuevas, promulgadas en favor de los
indios gracias a los esfuerzos de Las Casas que desde hacía 20 años no ce­
saba de denunciar su servidumbre y sus sufrimientos, abolieron la esclavi­
tud de esas poblaciones. Sin embargo, en el Perú quedaban indios esclavos
llegados de otras regiones, especialmente de Nicaragua y del istmo; vivían
en las ciudades andinas y ejercían pequeños oficios artesanales o bien ser­
vían como domésticos, a la manera de los esclavos moriscos en la penín­
sula ibérica. Si bien en adelante gozaron de una protección legal, los indios
de los campos no estaban protegidos de los traficantes que no vacilaban en
capturarlos para venderlos en otra parte. Los que estaban sometidos a un
poderoso encomendero escapaban, al menos, de esta amenaza.36
Los encomenderos residían generalmente en las ciudades, y delegaban
sus funciones a unos intermediarios, los mayordomos, que habitaban en
los campos. Aislados en la sierra, sin otro contacto que un hipotético cura,
poco a poco los mayordomos adquirían las costumbres de los indígenas,
hablando su lengua y compartiendo, por la fuerza de las cosas, sus concep­
ciones del mundo y de la naturaleza. Esta indianización de los españoles
era más acentuada aún entre los estancieros, dedicados a cuidar los reba­
ños en las punas desoladas; esos hombres rudos sufrían el desdén de los
citadinos, sobre todo de los europeos que habían llegado después de la pri­
mera oleada de conquistadores.37
El horizonte de los indios no se limitaba a los mayordomos. Cada año,
un grupo de tributarios, presidido por un kuraqa, iba a la ciudad en que
residía su encomendero, para cumplir con sus obligaciones. Se instalaban
en los barrios, en terrenos de su encomendero, donde construían cabañas
provisionales, que ocupaban durante unos tres meses. Ese servicio, la mita,
consistía en llevar productos y en realizar tareas en la casa del encomendero
o en sus tierras. El gravamen de las poblaciones indígenas era arbitrario.
Teóricamente, las comunidades daban a los españoles el mismo tributo
que en los tiempos de Huayna Capac, pero en la práctica no se respetaba
esta equivalencia. A los abusos múltiples se añadía la desproporción entre
el número de tributarios —que se había reducido notablemente desde la
conquista y las guerras civiles— y una tasa global, calculada en función de
unos datos ya caducos. De momento, nadie se preocupaba por hacer un
censo verdadero de los indígenas, los cuales, menos numerosos que antes,
debían soportar cargas y trabajos obligatorios cada vez más pesados. Al
transcurrir el tiempo de su servicio, en su mayoría volvían a su comunidad
de origen, pero otros se quedaban en la ciudad, realizando tareas diver-

nando de Soto a la Florida como capitán y se libró del desastre final. Ulteriormente se dirigió
al Perú, donde recuperó la encomienda de Antonio de Ribera, quien conservó sólo la que
poseía en Lima. Por último, fue un cuzquefto, el Inca Garcilaso de la Vega, quien relató las
aventuras de Hernando de Soto v de sus compañeros en la Florida.
*6 Lockhart (1968), pp. 17-22 y 202.
37 Ibid., pp. 24-25. Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. ¡v, p. 11, describiendo la batalla de
Huarina, atribuye a los realistas el comentario siguiente, a propósito de las tropas de Gonzalo
Pizarro: "que estancieros y marineros son y gente baja y vil de zaragüelle y alparagates (sic/’.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 455

sas.38 Tal era ya el embrión de las migraciones rurales y de la urbanización


que han caracterizado a la actual América Latina.

El Cuzco de los encomenderos

El capitán Sebastián Garcilaso de la Vega se había vuelto uno de los más


ricos encomenderos de Cuzco. Eligió su residencia en una casa señorial
del barrio de Cusipata, construida sobre la base de un edificio inca, cuya
maciza albañilería se basaba en los volúmenes austeros de las moradas se­
ñoriales de Extremadura. Esa mezcla de estilos, tan característica de la
ciudad de Cuzco, no sorprendía a los castellanos, acostumbrados a las crea­
ciones mudéjares. Sin embargo, el asedio de Cuzco había dañado los edifi­
cios antiguos, y la formidable cindadela de Saqsahuaman estaba en ruinas.
Bajo su techo, el capitán albergaba a una multitud de amigos, de parientes
y de los inevitables criados.
Garcilaso aún no estaba casado, pues las mujeres españolas escaseaban,
sobre todo las de su rango. Al igual que otros conquistadores, vivía en con­
cubinato. Isabel Chimpu Ocllo, del linaje de Tupac Inca, le había dado un
hijo. El niño recibió el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, como home­
naje a la rama de los condes de Feria de su familia paterna. Pero pasará a
la posteridad con el nombre de Inca Garcilaso de la Vega, que adoptara 20
años después. De momento, el mestizo era un niño que despertaba a la
vida escuchando unos relatos mucho más asombrosos que las novelas de ca­
ballería que, por cierto, nunca tuvo en gran estima.39 Su padre era fuente
inagotable de anécdotas y los nobles incas del linaje materno recitaban a
menudo los hechos y las gestas del pasado, por temor a que se borraran de
su memoria. El niño sentía confusamente que sus tíos incas nunca habían
aceptado la victoria de su padre; sorprendía conversaciones en que se ha­
blaba de Manco y de la corte de Vilcabamba, de los esplendores del pasado
y de la destrucción de un modo de vida que los parientes de su madre evo­
caban con nostalgia; pues en la casa señorial del capitán la flor de la aris­
tocracia incaica gustaba de reunirse para comentar historias pasadas, y la
gesta heroica de Manco Capac, fundador del linaje de los Incas, hacía eco
a la de Garci Pérez de Vargas, antepasado del capitán, que había luchado
contra los moros durante el reinado de Femando III. Oyendo a su madre y
a su padre, el joven Gómez Suárez aprendía las dos lenguas. Se expresaba en
quechua con su progeni tora, pero su visión del mundo ya no era la de un in­
dio. Cuando sus tíos matemos se esforzaban por hacerle descifrar las estre­
llas del cielo, por mucho que él examinara la Vía Láctea no veía más que
unas manchas, donde sus tíos afirmaban reconocer la silueta de las llamas.40

38 Lockhart (1968), pp. 206-207.


39 Inca Garcilaso de la Vega (1986), libro u (1), cap. xxvn, p. 192: “porque toda mi vida (saca­
da la buena poesía) fui enemigo de ficciones como son libros de caballería y otros semejantes”.
40 Inca Garcilaso de la Vega (1960a), libro n, cap. xxin, p. 90: "A mí me la querían mostrar
—la vía láctea— diciendo: 'ves allí la cabeza de la oveja, ves acullá la del cordero mamando,
ves el cuerpo, brazos y piernas del uno y del otro', mas yo no veía las figuras sino las man­
chas, y debía de ser por no saberlas imaginar.”
456 EL NUEVO MUNDO

Desde la galería de la fachada se podían contemplar los picos de la sie­


rra. A la sombra protectora de los huaca, Isabel Chimpu Ocllo y su hijo
dejaban transcurrir días tranquilos tras las turbulencias de las guerras
civiles. El capitán había desempeñado un papel importante en la captura
de Diego de Almagro el Mozo, y lo habían recompensado. Su fortuna, sus
relaciones con la élite inca y su ascendiente le aseguraban un auténtico
prestigio. ¿Quién mejor que él podía ser escogido como padrino de bautizo
de Paullu Inca y de su hermano Titu Auqui?41 La conversión de Paullu,
que había adoptado el nombre de don Cristóbal, era una medida política
para persuadir a los indios a que adoptasen la religión cristiana. Pero el
Inca quiso respetar los ritos antiguos y casó con su hermana, refugiada en
las orillas del lago Titicaca; Carlos V, deseoso de contemporizar, obtuvo
una dispensa para él.42 Después de Valverde, el vicario general de Cuzco,
Luis de Morales se inquietaba por la persistencia de la idolatría entre los
nobles de Cuzco. Paullu le entregó la momia de su padre Huayna Capac,
así como las de otros príncipes de su linaje. Los cadáveres fueron enterra­
dos subrepticiamente para no escandalizar a la población, pero la familia
del Inca y sin duda también Isabel Chimpu Ocllo quedaron profundamen­
te apesadumbrados.43
Las élites cuzqueñas, guardianas de las tradiciones, habían sido masa­
cradas por los capitanes de Atahualpa. Aunque algunos de los super /i-
vientes se hayan unido a la causa de Manco, la mayoría estaba de parte de
Paullu Inca, cuyo palacio se hallaba en el barrio alto de la ciudad, debajo
de la ciudadela. Los orejones, deseosos de conservar sus privilegios y de
adquirir otros, habían comprendido las reglas de sucesión de los españoles
y se adaptaban a ellas, olvidando el antiguo sistema que admitía la divi­
sión de la autoridad entre dos personas y no tomaba en cuenta la progeni­
tura. La adaptación era tanto más fácil cuanto que habían sido diezmados
los poseedores de la sabiduría antigua, los quipucamayos, que interpreta­
ban las cuerdecillas y los nudos de los quipu. La confusión de los tiempos
favorecía las falsificaciones genealógicas, y se borraba la memoria de los
linajes. Desde el bautizo del Inca declinaba el respeto a los ritos. Su sabia
arquitectura, que daba significados secretos a cada gesto, era socavada por
la indiferencia y el descuido de quienes los practicaban, más por hábito
que por convicción profunda. De otra manera, ¿cómo explicar el triste si­
mulacro de la citua, aquella fiesta que se celebraba cada año desde tiem­
pos inmemoriales para alejar de la ciudad los infortunios y la suciedad?
Isabel Chimpu Ocllo había conocido la época en que unos escuadrones,
provistos de antorchas de paja, las hacían girar como hondas para expul­
sar todo lo que contaminara la ciudad. Llegado cada uno a los cuatro con­
fines de la ciudad, los grupos arrojaban sus antorchas a los ríos, creyendo

41 Ibid., cap. 11; Varner, 1968, pp. 52-53.


42 Calancha (1972), p. 128; "Carta del Licenciado Vaca de Castro”, en Cartas de Indias, n,
1877, p. 491: "A Paulo, yndio pren<;ipal hijo de Guainacaua, tomaré presto christiano y a sus
hijos y parientes, que ahora están aprendiendo los nutrimientos de fee nescesarios para esto:
será tan buena parte y principio, ques parte para se convertir lo más desta tierra."
43 Duviols (1971), pp. 82-83.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 457

que las corrientes se llevarían los objetos con su suciedad hasta el mar. El
ritual no había sido abandonado, pero ahora los indios ya no se preocupa­
ban por salir de la ciudad, y los receptáculos del mal yacían junto a las
atarjeas de Cuzco, como vulgares basuras.44
En esta extraña atmósfera, los indios continuaban venerando las mo­
mias ancestrales, pese a la repugnancia que sentían los españoles hacia
aquellos macabros fardos; las huaca eran toleradas, pero ya no faltaban
aventureros en busca de tesoros —los huaqueros— que las destriparan y
las saquearan, privándolas así de sus fuerzas. Los españoles igualmente
olvidaban las costumbres de su tierra natal. Poco antes tan puntillosos en
materia de alimentación, olisqueando con desprecio la de los moros y de
los judíos, ahora saboreaban la carne de los cuys —cerdos de la India—
que abundaban en las cocinas peruanas. Habían aprendido a gustar del
maíz en todas sus formas; las sopas sazonadas con pimienta decuplicaban
su energía, y habían descubierto una variedad infinita de papas, esos tu­
bérculos cultivados en las alturas que los europeos llamaron patatas. Por
último, para protegerse de los rigores del cierzo de la sierra, no vacilaban
en ponerse ponchos y en masticar coca, sin la cual nadie habría podido
franquear la cordillera.

La guerra de los encomenderos

Mientras la calma parecía volver a un Perú devastado, en España Las


Casas se extenuaba tratando de obtener garantías legales para los indios.
El dominico denunciaba el régimen de la encomienda como fuente de to­
dos los males que habían caído sobre las poblaciones indígenas. En forma
apenas velada, el sistema favorecía la esclavitud de los indios. Pero otras
consideraciones materiales también reclamaban su abolición. Agobiados
por los diversos trabajos obligatorios, los indios descuidaban los cultivos y
se empobrecían; las terrazas y los campos quedaban sin cultivo y el país,
antes floreciente, apenas podía ahora alimentar a sus habitantes. Se adop­
tó entonces el principio de un gravamen moderado.
El emperador se dejó convencer y promulgó una serie de ordenanzas
destinadas a poner término a los privilegios de los conquistadores. Las Leyes
Nuevas de 1542 abolieron la perpetuidad de las encomiendas. A la muerte
de los beneficiarios, aquéllas quedarían bajo la jurisdicción de la Corona, que
se encargaría de administrar directamente el tributo de los indios. Éstos
ya no estarían sometidos al trabajo obligatorio sino que percibirían un
salario. Los representantes de la Corona, los eclesiásticos y los hospitales
ya no podrían disponer de encomiendas. En el Perú, la nueva legislación
exigía suprimir todos los repartimientos de quienes habían tomado parte
en las banderías de los Pizarro y de los Almagro.
44 Inca Garcilaso de la Vega (1960a), libro vil» cap. vin, p. 309: “Acuérdeme que otro día vi
un pancuncu en el arroyo que corre por medio de la plaza (...) Aquel hacho echaron dentro de
la ciudad [...] porque ya no se hacía la fiesta con la solemnidad (...] que en tiempo de sus
Reyes; no se hacía por desterrar los males, que ya se iban desengañando, sino en recordación
de los tiempos pasados.”
458 EL NUEVO MUNDO

Esas disposiciones debían ser puestas en práctica en el marco de una


reorganización administrativa causada por la muerte de Francisco Pizarro.
Perú ya no dependería de Panamá y constituiría una Audiencia —o tri­
bunal de justicia— completa, gobernada por cuatro oidores y un presi­
dente con el rango de virrey. La elección del emperador recayó sobre un
hombre enérgico pero limitado y de trato difícil, el capitán Blasco Núñez
de Vela. El nuevo virrey no tenía el temple de un Antonio de Mendoza o de
un Pedro de Toledo. Nacido en Ávila, Núñez de Vela zarpó hacia el Nuevo
Mundo resuelto a aplicar al punto sus ordenanzas. A su lado, dos de los
más grandes cronistas del Perú, Polo de Ondegardo, su sobrino, y Agustín
de Zárate, su tesorero, llegaron a las Indias.45 Apenas arribó a Nombre de
Dios, en la costa atlántica del istmo, Núñez de Vela puso en ejecución sus
proyectos y liberó a todos los indios peruanos que ahí se encontraban
como esclavos. Fueron enviados a sus pueblos, pero los desdichados no
soportaron la penosa travesía y en su mayoría sucumbieron durante el viaje.
El desembarco del virrey en Tumbes, en 1544, fue como aplicar fuego a
la pólvora. Las ordenanzas perjudicaban a todos, pues nadie había perma­
necido al margen de las luchas entre facciones que habían ensombrecido
los últimos años, hasta la batalla de Chupas.46 Los encomenderos habían
reaccionado violentamente contra Las Casas, acusándolo de falsear los he­
chos. Sostenían, asimismo, que había llevado en las islas una existencia de
conquistador, enriqueciendo a los flamencos y los borgoñones que gravita­
ban en tomo del emperador—argumento que siempre era creído—, en de­
trimento de los españoles. Se murmuraba que el dominico había querido
vengarse de los testigos de sus fechorías que ahora residían en el Perú.47
Los encomenderos buscaron en la historia de España argumentos en apoyo
de sus reivindicaciones: en la época de las banderías entre la Beltraneja e Isa­
bel, los vencedores habían obtenido recompensas. ¿Cómo se les podía des­
poseer, después de que habían prestado inestimables servicios a la Corona?
Durante largo tiempo, el cabildo de Lima vaciló ante la actitud que debía
adoptar con el virrey. Por fin, triunfaron los espíritus más moderados, y
Blasco Núñez de Vela fue autorizado a llegar a Lima. A las puertas de la
capital, el enviado de Carlos V descubrió una inscripción que se destacaba
ostensiblemente sobre una pared blanca: “A quien viniese a echarme de mi
casa y hacienda procurare yo echarle del mundo.”48 El supuesto autor de
ese delito fue enviado a prisión, mas por doquier aumentaba el odio contra
el representante del emperador.

45 Vamer (1968), p. 56.


46 Zárate (1947), p. 508: "aun hasta los mesmos indios de la tierra, que muchas veces acón­
tesela haber entre ellos grandes batallas y diferencias y otras contiendas particulares a título
destas opiniones, que ellos llamaban a los de don Diego los de Chili y a los del Marqués, los
de Pachacamac".
47 Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro iv, cap. m, p. 225: "y a sus criados los extranjeros
(...) de acrecentar las rentas reales y enviar mucho oro y perlas a España a los flamencos y
borgoñones que en la corte residían". Garcilaso, que informa de esos rumores, los tilda de fal­
sos. Sobre la acción de Las Casas, véase especialmente Mahn-Lot (1982), pp. 106-126.
48 Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro rv, cap. iv, p. 229.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 459

En la ciudad de Cuzco, la agitación llegaba al máximo, y todas las esperan­


zas se centraron en Gonzalo Pizarro. Éste se encontraba en Charcas (Soli­
via), donde había empezado a buscar las minas de Potosí. Llamado por sus
amigos, volvió a Cuzco y los encomenderos, de común acuerdo, lo nombra­
ron procurador general con la misión de ir a Lima a defender su causa
ante la Audiencia. Gonzalo se pondría a la cabeza de una delegación de la
que formaba parte, entre otros, Garcilaso de la Vega. Pero Pizarro sabía que
el virrey era intratable, y prefirió la intimidación a la diplomacia. Reunió
un ejército de 400 hombres, pretextando que tendría que atravesar tierras
poco seguras. Paullu, quien también poseía encomiendas, estaba dispuesto
a movilizar a sus indios contra las ordenanzas; para evitar que se revelaran
las intenciones de Gonzalo, hizo bloquear los caminos y envió mensajes a
la región de Charcas, dando la alerta a los caciques.49
Estos preparativos inquietaron a los españoles que vacilaban en decla­
rarse en rebelión abierta contra la Corona. Uno de ellos era Garcilaso de la
Vega: abandonando el campamento de Pizarro, intentó por su parte una
embajada ante Núñez de Vela. Su defección provocó la cólera de Gonzalo,
que contaba con la fama y el prestigio del encomendero para doblegar al
virrey; Francisco de Carvajal, su maestre de campo, ejerció represalias
contra la familia de Garcilaso, cuya casa estuvo a punto de ser incendiada.
El joven Gómez Suárez, su hermana, su madre y un puñado de domésticos
indígenas, aterrados, presenciaron el saqueo de la casa. Gracias al apoyo
que les prestaron sus parientes incas, pudieron subsistir en esta ciudad que
de pronto se había vuelto hostil con ellos. Encerrados y desamparados, vi­
vieron durante semanas en la incertidumbre.50
En Huarochirí, cerca de Lima, Vaca de Castro renunció a su título de
gobernador. Pero el virrey sospechaba que él había protegido a los insurrec­
tos de Cuzco, y le hizo prender. Durante ese tiempo, Gonzalo, aconsejado
por Carvajal, tomó el camino de Arequipa; habiendo llegado al puerto de
Moliendo, fletó dos barcos mercantes para tratar de controlar la navega­
ción costera, sin lograrlo.51 En la capital la situación se había complicado,
pues Núñez de Vela cometía una torpeza tras otra; los miembros de la
Audiencia, los oidores, le retiraron su apoyo. Viendo conspiraciones por
doquier, el virrey cometió el error de asesinar a un hombre eminente de la
ciudad, el factor Carvajal. Esta decisión precipitó su pérdida. Detenido por
la Audiencia después de haber tratado de huir llevándose a los hijos de
Francisco Pizarro, fue encarcelado y mandado de vuelta a España.

49 Zárate (1947), p. 510: "y por vía de indios, Paulo, hermano del Inga, proveyó que no pudiese
pasar nadie a dar el aviso y el cabildo del Cuzco escribió al de la villa de La Plata, diciéndole
los grandes inconvenientes y daños que se seguirían si las ordenanzas se ejecutasen".
50 Inca Garcilaso de la Vega (1960 b), libro iv, cap. x, p. 242: "Por esto las dejaron de que­
mar, pero no dejaron en ellas cosa que valiese un maravedí ni indio ni india de servicio, que a
todos les pusieron pena de muerte si entraran en la casa. Quedaron ocho personas en ella
desamparados: mi madre fué la una y una hermana mía y una criada que quiso mas el riesgo
de que la matasen que negamos y yo y Juan de Alcobaza mi ayo y su hijo Diego de Alcobaza y
un hermano suyo y una india de servicio que tampoco quiso negar a su señor."
51 Zárate (1947), p. 512: "porque entendía (y así es cierto) que el que es señor de la mar en
toda aquella costa tiene la tierra por suya y puede hacer en ella todo el daño que quisiese".
460 EL NUEVO MUNDO

Manco había creído poder aprovechar los disturbios para jugar la carta
del virrey contra Pizarro. El Inca había mandado ante Núñez de Vela, como
embajador, al español Gómez Pérez. Este hombre se había evadido de
Cuzco en el momento de la captura del joven Almagro y se había refugiado
en Vilcabamba. Pero a su regreso de Lima, Gómez Pérez mató a Manco In­
ca en el curso de una disputa y, a su vez, fue muerto por los indígenas. En
ocasión de una malhadada partida de bolos y por razones oscuras —agre­
sividad mal contenida o resentimiento— el español golpeó al Inca, hen­
diéndole el cráneo. En su lecho de muerte, Manco designó como sucesor a
uno de sus hijos, Sayri Tupac, quien aún era un niño; quedaba ya asegura­
da durante algún tiempo la continuidad de la dinastía incaica.52

El fracaso del virrey

En el mes de octubre de 1544, Gonzalo Pizarro, nuevo gobernador del Perú,


entró en Lima, aclamado por una multitud delirante. Garcilaso de la Vega,
quien se encontraba en la capital, se encerró en su casa por temor a las re­
presalias. No sin razón, pues el maestre de campo de Gonzalo, Francisco
de Carvajal, varias veces intentó aprehenderlo. Gracias a la intercesión de
los encomenderos, Garcilaso acabó por obtener el perdón de Gonzalo, quien
de todos modos lo conservó como rehén. Hasta el desenlace final, el capi­
tán compartirá la mesa y la morada del gobernador.53
Francisco de Carvajal era casi octogenario en el momento en que estalló
el levantamiento contra las Leyes Nuevas. Por sus orígenes era pechero o
plebeyo, pero se había dedicado a la carrera de las armas y servido, no sin
gloria, en las filas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia. Más adelan­
te se había encontrado en Pavía y presenciado la captura de Francisco I,
rey de Francia, por las tropas de Carlos V. Tras haber contraído nupcias
con una dama de noble linaje, llegó a México, donde residió por algunos
años. Cuando estalló el levantamiento de Manco, Cortés envió refuerzos a
Pizarro, y así llegó Carvajal al Perú. Era un hombre

de mediana estatura, muy grueso y colorado, diestro en las cosas de la guerra, por
el grande uso que de ella tenía... Fué muy amigo del vino, tanto que cuando no
hallaba de lo de Castilla, bebía de aquel brebaje de los indios mas que ningún otro
español que se haya visto. Fué muy cruel de condición... y a los que mataba,

52 Inca Garcilaso de la Vega, libro iv, cap. vn, p. 234; Gibson (1969), pp. 77-78. Tras la muerte
de Manco, Illa Topa desapareció en el bosque, y se perdió la huella del capitán. Un siglo des­
pués, los franciscanos encontraron en la orilla izquierda del Huallaga una población que con­
tinuaba practicando el ceremonial incaico, aunque muy adulterado (Renard-Casevitz, Sai-
gnes & Taylor-Descola, 1986, p. 140).
53 El relato del Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro iv, cap. xx, p. 263, es ilustrativo de
la importancia de las relaciones de parentesco entre los grupos de conquistadores, y de las
relaciones jerárquicas entre los linajes. El capitán había sido avisado de la llegada de Carvajal
por un tal Hernando Pérez Tablero, "hermano de leche de don Alonso de Vargas, mi tío, her­
mano de mi padre. El cual [...] así por la patria, que eran todos extremeños, como porque él y
sus padres y abuelos habían sido criados de los míos, estaba en compañía y servicio de Gar­
cilaso de la Vega, mi señor”.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 461

era sin tener dellos ninguna piedad, antes diciéndoles donaires y cosas de burla...
Fué muy mal cristiano.

Sádico e ingenioso, ocurrente e implacable, renegado e incrédulo, Fran­


cisco de Carvajal era llamado el “Demonio de los Andes"; su clarividencia y
su olfato eran tan agudos que se le creía protegido por un espíritu maléfi­
co.54 Estratego y táctico de primer orden, organizó un verdadero ejército
compuesto de muchos extranjeros de todas las clases sociales, en su mayor
parte caballeros, y lo equipó a la europea, reforzando la artillería. Pero el
oficio y la técnica no excluían las tretas: al casco de los soldados de infan­
tería hizo añadir listones de tafetán que flotaban al viento, lo que, de lejos,
hacía que parecieran más. Sobre las rodelas de los soldados de infantería
pintaron las armas de Gonzalo con la siguiente divisa. “En la tierra que
vivimos, al señor que la ganó servimos." En suma, sus soldados “aunque
cierto parescieran mucho mejor en frontera de moros, o contra luteranos,
que en servicio de los tiranos".55
Gonzalo, quien ya se creía liberado de Núñez de Vela, pasó festejando las
primeras semanas. Después de los juegos de cañas y las corridas de toros,
en que se incluyeron fantoches, organizó en la gran plaza de Lima un so­
berbio espectáculo de “moros y cristianos" en el que participaron todos
sus amigos. Pedro Puelles desempeñó el papel de un rey moro, vestido de se­
da y cubierto de oro y esmeraldas; Baltasar de Castilla, hijo del conde de La
Gomera, representaba al rey de los cristianos. Los dos grupos desemboca­
ron en la plaza en que, para la ocasión, se había levantado una fortaleza.
Bajo el sol estival de Lima, moros y cristianos se enfrentaron audazmente:
blandiendo los unos el estandarte de la media luna, los otros el de Santia­
go, que, después de la Reconquista, era llamado Santiago matamoros. Pue­
lles fue capturado y exhibido con la soga al cuello, provocando las risas de
la concurrencia cuando se arrancó los pelos de la barba postiza, blasfeman­
do contra Mahoma. La muchedumbre entonces llevó a rastras al "rey" y a
sus moros hasta la casa de don Antonio de Ribera y de Inés Muñoz; los
“prisioneros" fueron entregados a doña Francisca Pizarro, la niña que el
marqués había tenido con la Pizpita. Desde lo alto del balcón, la niña lanzó
al "rey moro" una cadena de oro que los indios de Chile habían fabricado
para el caso.56
La noticia del retomo del virrey Núñez de Vela vino a ensombrecer estas
diversiones. Se supo que el navio en que lo habían embarcado dio vuelta y
llegó a Tumbes. Desde ahí, el irascible virrey amotinaba a los españoles con­
tra Gonzalo Pizarro, a quien llamaba "el tirano". La situación se había de­
teriorado más con la fuga de Vaca de Castro, que logró llegar a Panamá y

54 Zárate (1947), p. 522. Pedro Pizarro (1965), p. 237: "Este Carvajal era hombre tan sabio
que decían que tenía familiar."
55 Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. tv, p. 139. Lockhart (1968), p. 140, califica a Francisco
de Carvajal de maestro de logística, movimientos de tropas y tretas de todas clases. Era un
verdadero profesional, que se esforzó por formar a sus tropas y llegó a redactar un tratado
sobre la guerra.
56 Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. n, pp. 301-302.
462 EL NUEVO MUNDO

luego a España donde, al principio, fue arrojado en prisión acusado de pre­


varicación y de malversación del quinto real. Temiendo que Vaca de Castro
lo acusara ante el emperador, Gonzalo Pizarro envió a la corte a un hombre
de su confianza en un navio capitaneado por Hernando Bachicao. Pero éste
se comportó como un verdadero pirata, saqueando Panamá, pillando las
casas y aterrorizando a los habitantes.
De Tumbes, Núñez de Vela marchó a Quito y solicitó el apoyo de Benal­
cázar, instalado en Popayán. Luego se replegó a San Miguel de Piura. Gon­
zalo había declarado la guerra abierta al virrey y partió en su persecución,
mientras que al sur del Perú, en la región de Arequipa, Carvajal sofocaba
una rebelión monárquica encabezada por Diego Centeno. Gonzalo jugó
con Núñez de Vela como el gato con el ratón, retirándose para hacerle caer
en sus trampas, provocándolo, desconcertándolo con noticias falsas y lleván­
dolo al límite de su paciencia. La batalla final se entabló en Añaquito, cerca
de la ciudad de Quito, el 18 de enero de 1546. Benalcázar, que combatía en
las filas monárquicas, fue herido y abandonado a su suerte. Núñez de Vela
trató de huir disfrazado de indio, pero fue reconocido y muerto de un hacha­
zo. Gonzalo encargó a un negro que decapitara su cadáver. La cabeza del
virrey fue clavada en la picota de Quito, donde quedó expuesta durante va­
rios días; luego, sus restos fueron enterrados en la iglesia principal. Gonzalo
asistió a la ceremonia, vestido de luto, como su hermano 10 años antes, en
ocasión de las exequias de Atahualpa. Un tal Juan de la Torre cortó la barba
blanca del virrey y la exhibió como trofeo en Lima.57

Gonzalo Pizarro, “rey" del Perú

En julio de 1546 Gonzalo abandona la vida fácil de Quito para dirigirse a


Lima, desde donde podría dominar todo el Perú, dejando al fiel Pedro Pue-
lles en la ciudad para que contuviera los asaltos de Benalcázar y de las tro­
pas monárquicas que no se habían rendido. Gonzalo había dejado de ser el
hermano menor de Pizarro para convertirse en el libertador de todos los
encomenderos del Perú y de otras partes.58 En camino, envió dos colum­
nas, una de ellas a la región de Bracamoros, y la otra al sur del actual Ecua­
dor: allí, la conquista aún no estaba terminada y, de vez en cuando, brotes
rebeldes indígenas dificultaban la pacificación definitiva de los territorios.
Según algunos, era necesario que Gonzalo entrara en Lima con gran pom­
pa, bajo palio, pues debía coronarse dentro de poco; según otros, más mo­
derados, debía tomar posesión de la capital, inaugurando un camino nue­
vo, a la manera de los antiguos emperadores romanos.59 Gonzalo escogió

57 Fernández (1963), p. 86.


58 ¡bid., p. 129: "y ansí en la Nueva España, Guatemala, Nicaragua y las otras partes de las
Indias llamaban los vecinos a Gonzalo Pizarro padre suyo y de sus hijos y mujeres porque
decían que les defendía sus haciendas".
59 Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro iv, cap. xxxxi, p. 308; Zárate (1947), p. 545:
“porque sus capitanes decían que le habían de salir a rescebir con palio, como a rey, y otros
[...] que se derrocasen ciertos solares y se hiciese calle nueva para la entrada, porque quedase
memoria de su victoria, de la manera que se hacía a los que triunfaban en Roma”.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 463

la solemnidad, sin precipitar no obstante la ruptura con el emperador. Su


cortejo triunfal reunía a la flor del clero de las Indias meridionales: el arzo­
bispo de Lima y los obispos de Cuzco, Quito y Bogotá. Este último había
hecho el viaje desde Cartagena para ser consagrado en el Perú. En cada
cruce de caminos, salvas de artillería saludaban la llegada del caudillo.
Gonzalo tenía la presencia de un rey. Montando un hermoso corcel iba
armado como caballero, tocado con un sombrero de seda con una larga
pluma de guacamaya (probable recuerdo de su estadía en Quito) fijada con
un broche de oro. Se había puesto una cota de malla, un corselete de ter­
ciopelo carmesí —el color de los nobles— y, cubriéndolo todo, una túnica
corta con mangas acuchilladas, de brocado con hilos de oro. Tras él iba un
paje tocado con una borgoñota rematada con plumas multicolores, con la
visera levantada y la lanza en ristre. Ambos iban tan gallardos que arran­
caron gritos de admiración. Por último, un tal Altamirano, del linaje del
conquistador de Extremadura, llevaba el estandarte en que figuraban la ciu­
dad de Cuzco y el Señor Santiago en su caballo blanco blandiendo su espada
redentora. Todos los miembros del cabildo y los residentes acompañaban
a su libertador a lo largo de las calles adornadas con guirnaldas de flores.
Un repique de campanas seguido de música de trompetas y timbales y del
canto de los ministriles los acompañó hasta la catedral. Después de la misa,
Gonzalo volvió a la casa de su hermano, donde se instaló como un verdade­
ro monarca.60
La población de la ciudad de Lima se había decuplicado: más de un mi­
llar de españoles, casi todos los soldados del virrey, pero también más de
6 000 indios de guerra, armados de sus arcos, mazas y macanas, llevando a
la espalda sus hondas y sus lanzas, sin contar un número equivalente de
porteadores.61 Al igual que Almagro el Mozo, Pizarro y sus consejeros, en
el centro de un remoto Perú, alejado de la península y del istmo, pensaban
en romper con España. “La situación geográfica misma les daba esa sensa­
ción de invulnerabilidad.”62

60 Zárate (1947), pp. 545-546; Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. n, p. 286: "la cual
[artillería] iban disparando por las encrucijadas de las calles. [...] Gonzalo, armado de todas
armas, excepto que en lá cabeza traía un sombrero de seda muy rico con una pluma larga de
diversos colores, al pie de la cual llevaba fijada una muy rica medalla de oro. Llevaba puesta
una cota Fuerte y encima unas coracinas de terciopelo carmesí y sobre ellas un sayete de bro­
cado acuchillado con prendas de oro fino [...] Venía el caballero en un grande y poderoso
caballo español [...] Tras el venía un paje con una lanza en ristre y una cela borgoñona, alza­
da la visera, con muchas plumas de diversos colores, y a la redonda con clavos de oro fino y
una esfera en ella, de oro, con muchas esmeraldas finas que en ella estaban fixadas y entreta­
lladas [...] Altamirano con un estandarte: en la una parte estaba figurada la gran ciudad del
Cuzco y en la otra, el Señor Santiago, caballero en un caballo blanco y una espada en la
mano, desenvainada y bien alta”.
61 Gutiérrez de Santa Clara, t. n, p. 289: "con arcos y flechas, macanas y porras en las cintas
y puestas a las espaldas y con otras armas arrojadizas, como eran hondas y varas tostadas".
62 Bataiilon (1966), p. 17.
464 EL NUEVO MUNDO

La Gasca y la pacificación del país

Cuando llegaron a Flandes las noticias del levantamiento de Gonzalo Piza-


rro, el emperador se inquietó pues nunca, ni siquiera en tiempo de las co­
munidades, había osado nadie desafiar su autoridad ni dudar de su legiti­
midad. El pánico se apoderó de la corte de Valladolid, pues los disturbios
del Perú venían a añadirse a otras dificultades: en 1546 estallaba la guerra
contra los protestantes alemanes, y en 1547 Ñapóles se sublevaba contra el
establecimiento de la Inquisición y sitiaba a su virrey. El ejemplo del Perú
podía ser contagioso, pero los desastres de Núñez de Vela habían demostra­
do que no había que atacar por la fuerza a los rebeldes; más valía la astu­
cia si se quería llegar a vencerlos. Por ello, Carlos V pensó en enviar, no un
ejército, lo que habría causado problemas logísticos, sino un hombre de
Iglesia, cuya habilidad era elogiada por todos: Pedro de la Gasca.
La Gasca había nacido a finales del siglo xv en Castilla, en Barco de Ávila,
ciudad natal de la beata cuyas profecías y milagros habían conmovido a la
corte de Femando el Católico. Seminarista en Alcalá de Henares y después
en Salamanca, había combatido por la causa de Carlos V contra las comu­
nidades de Castilla. Al recibir la misiva del emperador se encontraba en
Valencia, donde desempeñaba las funciones de inquisidor. Ese hombreci­
llo seco y frágil había sabido organizar la resistencia de la ciudad contra
Khayreddin Barbarroja, que amenazaba las islas Baleares. Pero La Gasca
era modesto, y después de su triunfo se había entregado a la delicada tarea
de descubrir, entre los moriscos, huellas de su antigua fe. Los aristócratas
valencianos, cuyos dominios eran explotados y mantenidos por moriscos,
frenaban a la Inquisición, a la que acusaban de inmiscuirse en sus asuntos.
Poco les importaba la conversión de los campesinos, y así retardaban su
asimilación. Ante las protestas del tribunal, habían adoptado la indiferen­
cia; sus súbditos eran libres de vivir como lo quisieran: "que vivan como
moros”; habían encontrado, por otra parte, aliados contra la burguesía ur­
bana entre las gennandats, o gemianías, y no estaban dispuestos a ceder a
las exigencias del clero.63 Ahora bien, precisamente porque la insumisión
de la nobleza valenciana y de sus moriscos tenía rasgos comunes con la
revuelta de los encomenderos amos de las Indias, Carlos V eligió a La Gasca
para lograr la rendición de Pizarro. En ambos casos era urgente hacer res­
petar la autoridad real.
Nombrado presidente de la Audiencia y provisto de plenos poderes, La
Gasca se embarcó rumbo al istmo, pese a su salud precaria y al temor que le
inspiraba la travesía atlántica. Cuando por fin desembarcó en Nombre de
Dios, pronto comprendió la complejidad de la tarea que le aguardaba. La
noticia de la ejecución del virrey había llegado hasta el istmo, saqueado por
las incursiones de los hombres de Pizarro. Éste gozaba de una popularidad
inmensa, aunque todos los días los defeccionistas iban a engrosar las filas
del presidente La Gasca. Gonzalo era apoyado por todos los encomenderos,

63 Vidal (1986), pp. 20-22.


EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 465

que temían la supresión de sus privilegios, pero también por quienes soña­
ban con recibir un repartimiento. Asimismo, los mercaderes eran sus parti­
darios, pues dependían de los jefes de los indios para vender sus mercancías.
Si los indígenas llegaban a quedar directamente dentro de la jurisdicción de
la Corona —lo cual era el deseo del emperador— no habría más en­
comenderos residentes, todas las actividades lucrativas quedarían abando­
nadas y ellos, arruinados, no tendrían más remedio que volver a España.64
Dando pruebas de una paciencia infinita. La Gasea se esforzó por conquis­
tar progresivamente la estima de los habitantes del istmo, que se habían
burlado de su falta de gallardía y de la fealdad de su rostro. Escuchó las que­
jas de unos y de otros, se mostró comprensivo, explotó con habilidad la hu­
mildad de su condición clerical, y tranquilizó a los más inquietos.65
La ofensiva diplomática de La Gasea duró varios meses. El presidente de
la Audiencia se mostraba dispuesto a otorgar el perdón a Gonzalo, hacien­
do valer argumentos sencillos para aplacarlo: elogió el honor del linaje de
los Pizarro, que había dado tantos servidores fieles a la Corona. ¿Tenía
Gonzalo el derecho de manchar esta honra ancestral? ¿Cómo se atrevía a
desafiar al césar, mientras que el propio Gran Turco, impresionado por la
majestad imperial, se había retirado de los muros de Viena sin entablar
combate? El presidente justificaba la terquedad de Gonzalo porque éste
desconocía el esplendor de la corte imperial: manera apenas disimulada de
considerarlo como un patán al que la ambición cegaba.66 Con habilidad,
La Gasea disculpaba a quienes le habían ayudado contra el virrey, pues
habían actuado, según decía, para defender sus propios intereses. Pero
Gonzalo vacilaba, pues temía a las represalias por haber asesinado al virrey.
¿Habría que envenenar al presidente y rechazar la gracia imperial, que no
era más que una trampa?
Después de muchas idas y venidas de embajadores entre Panamá y Li­
ma, por fin La Gasea resolvió levar anclas con una poderosa armada, que
zarpó rumbo al Perú. Sin duda el momento no era propicio, pues Santa
Marta estaba siendo amenazada por corsarios franceses, pero el presidente
no deseaba retroceder ni aguardar más, así pereciera durante la travesía.
De hecho, la navegación fue singularmente terrible. Una violenta tempes­
tad cayó sobre la flota. En el puente, La Gasea, a gritos, impedía a los ma­
rinos cargar las velas. En medio de esta confusión apareció una multitud
de luces en los extremos de las gavias y de las entenas. Viendo los fuegos de
San Telmo, los miembros de la tripulación cayeron de rodillas para recitar
las plegarias que los marinos decían en similares circunstancias. Siguió un
gran silencio y por fin se impuso la voz de La Gasea, ordenando continuar
las maniobras. Insensible al oleaje y al viento, tomó argumentos de Aristó-

64 Fernández (1963), p. 129.


65 Ibid., p. 131; Inca Garcilaso de la Vega (1969b), libro v, cap. u, p. 314: "todos le mos­
traron poco respeto y ningún amor, especialmente que muchos soldados se desvergonzaban a
decir palabras feas y desacaradas, motejándole la pequenez de su persona y la fealdad de su
rostro”.
66 Zárate (1947), pp. 547-548: "ya que por no haber andado en su corte ni en sus ejércitos
no haya visto su poder y determinación que suele mostrar contra los que le enojan”.
466 EL NUEVO MUNDO

teles y de Plinio para explicar las luces misteriosas y exponer a los más
instruidos los orígenes de las leyendas de Santa Elena y de San Telmo:
esas alegorías servían para explicar un fenómeno natural que sin duda
anunciaba el próximo fin de la tormenta.67 Tras esa anécdota se perfila la
actitud habitual de la Inquisición española, siempre dispuesta a preferir a
las explicaciones fantásticas el recurso de la razón.

La caída de Gonzalo Pizarro

Gonzalo no temía a La Gasea. Lo aguardaba a pie firme. Transcurrían los


días en intrigas y traiciones de todas clases, mientras se sucedían las fiestas
en que se cantaban romances e himnos en su honor, elogiando sus hechos
de armas y sus proezas. Tal era una tradición fundada en la Reconquista y
confirmada por la costumbre indígena de cantar los taqui en memoria de
las acciones gloriosas de los Incas. Los encomenderos hacían correr el ru­
mor de que La Gasea, so capa de sus buenas palabras, había arrasado el
reino de Valencia y que se aprestaba a hacer lo mismo en el Perú.68
Pero la rueda de la fortuna seguía girando. En Quito, mientras que se re­
lajaba con una circasiana, el fiel Puelles fue asesinado.69 Al sur del Perú,
en la región de Arequipa, Diego Centeno, que había permanecido fiel al rey,
y varios grupos de indígenas se armaban contra Carvajal. Gonzalo había
dado un paso más por el camino sin retomo, al rechazar la gracia acorda­
da por el emperador. Abolió el cobro del quinto destinado a la Corona, y
acuñó moneda.70 Persuadido por sus amigos de que había llegado el mo­
mento de hacerse coronar rey del Perú, planeó una ceremonia inspirada
en la que se había desarrollado en las landas de Avila, en épocas ya remotas,
para entronizar a don Alonso, el hermano y rival de Enrique IV.71 Ignora­
mos si las huacas de los incas o sus monolitos ancestrales debían remplazar
a los toros de Guisando... Manos femeninas y anónimas bordaron en los
estandartes sus iniciales, rematadas por la corona real.
Mientras Gonzalo se ilusionaba con esos sueños, imaginándose ya a la ca­
beza de un imperio que se extendería hasta el estrecho de Magallanes, mu­
chos de sus partidarios desertaban, pues no se atrevían a desafiar al envia­
do del emperador. ¿Notaría entonces Gonzalo lo precario de su situación?
Parece que pensó en exiliarse en Chile, confiado en la neutralidad de Pedro
de Valdivia, conquistador de esta comarca meridional. Rogó entonces a
Diego Centeno, su viejo enemigo, que le permitiera franquear la cordillera
de Arequipa. Todo fue en vano: Centeno, ganado a la causa monárquica, le
impidió el paso, sin dejar, empero, de prometerle interceder ante La Gasea
para solicitar su perdón. Acosado, no le quedó a Gonzalo más recurso que
67 Fernández (1963), pp. 202-204.
68 Ibid., p. 152.
69 Relación... (1965), p. 325.
70 Fernández (1963), pp. 2, 62.
71 Ibid., p. 175: "Y así acordó hacerlo y que se hiciese un acto semejante al que en Castilla, en
tiempo de don Enrique, se hizo en Ávila con su hermano don Alonso”; Zárate (1947), p. 554.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 467

el de las armas. En Huarina, cerca del lago Titicaca, la suerte estuvo a pun­
to de serle adversa. Él mismo estuvo a punto de morir, y perdió su caballo.
Garcilaso de la Vega le cedió entonces su montura: gesto caballeroso que
más tarde le costó que se le negara un empleo de corregidor. Gracias al
sentido táctico de Carvajal, los pizarristas volvieron a triunfar. Centeno y
sus tropas se batieron en retirada. Entre los fugitivos se encontraba Pedro
Pizarro, que se había unido a la causa del emperador, “todo por servir a su
rey y señor, negando a su nombre y sangre". Tal fue la batalla más san­
grienta del Perú. Algunos de los sobrevivientes rindieron el último aliento
al borde del lago Titicaca, donde sucumbieron de frío.72
Gonzalo no pensaba ya en salir del Perú, confiado en su buena fortuna.
Se replegó a Cuzco con su ejército y se instaló en la antigua capital inca,
donde siguió siendo tratado con deferencia. Su aura de gran señor no pasó
inadvertida al joven Gómez Suárez, hijo del capitán Garcilaso de la Vega,
que por entonces tenía unos 10 años de edad.

Comía siempre en público; poníanle una mesa larga, que por lo menos hacía
cien ombres... y a una mano y otra, en espacio de dos no se asentaba nadie; de
allí adelante se sentaban a comer con él todos los soldados que querían, que los
capitanes y vecinos nunca comían con él, sino en sus casas.

Gómez Suárez, don Femando, el hijo de Gonzalo, y don Francisco, el del


difunto Pizarro, se mantenían de pie al lado de Gonzalo, que les daba de
comer de su plato.73 Aguardando su coronación —Carvajal le aconsejaba
casar con una princesa inca—, Gonzalo y sus partidarios ya no disimula­
ban su odio al emperador, que se manifestaba con cualquier pretexto. Gon­
zalo había gritado en público, hablando de un kuraqa llamado don Carlos:
“Servios del cacique [...] aunque por el nombre que tiene le tengo que dar
de bofetones.”74

Xaquixaguana

Pero los días de Gonzalo estaban contados. Valdivia y Benalcázar se ha­


bían unido al grupo de La Gasca, cortándole toda posible retirada. Al bor­
de de la selva, Sayri Tupac, hijo de Manco, no estaba dispuesto a acogerlo.
El presidente, a cuyo lado se encontraba el joven Pedro Cieza de León —que
años después se volvería “el príncipe de los cronistas"—, se disponía a
marchar sobre Cuzco con 2 000 hombres: el doble de las fuerzas fieles a Pi­
zarro. Los dos ejércitos se enfrentaron en Xaquixaguana, en el mismo valle
donde, 15 años antes, su hermano Francisco había encontrado a Manco
Inca, la víspera de su entrada en Cuzco. En realidad no hubo combate,
sino una deserción general en favor de La Gasca. Garcilaso de la Vega vol-

72 Vamer (1968), pp. 148-151; Pedro Pizarro (1965), p. 237.


73 Inca Garcilaso de la Vega (1969b), libro iv, cap. xxxxn, p. 309; en la crónica anónima
atribuida a Rodrigo Lozano: Relación (1965), p. 300: "Se empezó a estimar tanto que delante
dél ninguno se sentaba."
74 Calvete de Estrella (1965), pp. 24-25.
468 EL NUEVO MUNDO

vió a traicionar a Gonzalo y se pasó a las filas monárquicas, para no ser con­
siderado felón contra su soberano. Los indios que seguían al estandarte de
Pizarro rompieron filas y se mantuvieron apartados, como si aquel en­
cuentro les fuese ajeno. Abandonado por todos los que lo habían adulado,
Gonzalo se quedó solo, con un puñado de fieles, entre ellos Carvajal y un
tal Acosta: "Señor, arremetamos y muramos como los antiguos romanos.
Gonzalo Pizarro dixo: mejor es morir como cristianos.”75 Y luego se rin­
dieron.
Gonzalo compareció ante La Gasea para defender su causa. El diálogo
que siguió expresa crudamente el enfrentamiento de las fuerzas que se dis­
putaban el dominio de las Indias y la derrota de quienes habían sido los
conquistadores. Los argumentos de los dos bandos resumen casi medio siglo
de historia, desde Extremadura hasta el Nuevo Mundo. El tono del presi­
dente había cambiado: acusó a Gonzalo de ingratitud para con el soberano
que había concedido favores a su familia mientras eran pobres, sacándoles
del rango que les correspondía. Hasta puso en duda su contribución a la con­
quista. Gonzalo replicó, con soberbia, que el emperador no había dado a
su hermano más que una capitulación y que el resto lo había logrado por
sí solo, por sus esfuerzos y con ayuda de sus cuatro hermanos y de todos
sus parientes y amigos. El emperador no los había elevado en rango pues
los Pizarro, desde la época de los godos, eran hidalgos de casa conocida; si
habían sido pobres tal era la razón de su partida de España para conquis­
tar aquel imperio. La Gasea, furioso ante tanta soberbia, le despidió.76
Carvajal fue aprehendido cuando trataba de huir y entregado a La Gasea
por quienes pretendían hacerse perdonar su insumisión de la víspera. Gon­
zalo y Carvajal no depusieron su actitud arrogante en su breve cautiverio,
pese a las injurias que soportaban de quienes, pocos días antes, los habían
cubierto de alabanzas. A Diego Centeno, que trataba de apartar a los im­
portunos y los mirones, le preguntó el viejo maestre de campo de Pizarro:
"A lo cuál Centeno respondió: ¿Que no conoce vuesa merced a Diego Cen­
teno?' Dijo entonces Carvajal: ‘Por Dios Señor, que como siempre vi a vue­
sa merced de espaldas, que agora teniéndole de cara no le conocía.” Alu­
diendo así a su retirada de Huarina. Condenados a muerte por alta traición,
fueron decapitados junto con 15 de sus compañeros.
No faltó quien exigiera que el cadáver de Pizarro fuese despedazado, y
exhibidos los trozos a la entrada de los caminos, pero La Gasea no le in­
fligió tal oprobio, en memoria de su hermano Francisco. Centeno, que era
hombre de honor, pagó al verdugo para que no despojara a Gonzalo de su
hermoso hábito de terciopelo amarillo, adornado con placas de oro. Con él
lo enterraron. Carvajal rechazó la confesión y murió más "como pagano
que como cristiano”, sin abandonar su elocuencia, ni aun ante el verdu­
go.77 Le cortaron la cabeza y su cuerpo fue despedazado el día mismo de
la ejecución de Gonzalo, 10 de abril de 1548.

75 Zárate (1947), p. 468; Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro v, cap. xxxvi, p. 385.
76 Ibid.
77 Ibid., cap. xxxix, p. 393; Zárate (1947), p. 569.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 469

El domingo que siguió a la ejecución, una docena de chiquillos mesti­


zos, entre ellos el hijo del capitán Garcilaso, tomaron el camino del sur, el
de Kollasuyu, para ir a ver los restos de Carvajal. Encontraron un pedazo de
muslo, ya en estado de descomposición. Los niños apostaron a ver quién
lo tocaría y uno de ellos, sobreponiéndose a su repugnancia, aceptó el reto.
Pero el dedo se le hundió en la carroña, y por mucho que lo lavara y lo
frotara, la corrupción del cadáver lo invadió como un veneno. Al día si­
guiente su dedo y luego toda la mano y el brazo se hincharon; cerca estuvo
de morir. Carvajal, después de su ejecución, aún era capaz de hacer mal.78
El castigo real quiso ser ejemplar: todas las propiedades de los Pizarro
fueron demolidas y la tierra fue cubierta de sal, para exterminar toda for­
ma de vida.

Hacia la normalización

La Gasea había logrado sofocar el levantamiento de los encomenderos79 y


restablecer el orden en toda la provincia. Asimismo, había revocado una
parte de las medidas que provocaran la revuelta, pero en adelante disponía
de un arma que no dejarían de utilizar sus sucesores los virreyes: la redis­
tribución de las encomiendas confiscadas por rebelión o que hubiesen que­
dado vacantes por muerte de su titular. La Corona sabía que contaba con el
apoyo de una creciente mayoría de españoles privados de encomienda, y
los virulentos ataques de Las Casas contra la institución le aseguraban
otros medios de presión, tan ruidosos como eficaces.
Antes de volver a España, La Gasea quiso reorganizar el tributo de las
comunidades indígenas cuyo pago había sido afectado por las guerras
civiles. Emprendió así una serie de inspecciones o visitas a las encomien­
das más ricas, para levantar el censo de los tributarios y de los pueblos. Por
ejemplo, en Huánuco la inspección española llegó hasta los confines de la
cordillera y de la selva donde Paucar Guarnan había establecido su resi­
dencia. Los inspectores al servicio de La Gasea anotaron con todo detalle
cada canasto de coca producido en las tierras bajas, consignaron cada des­
plazamiento y cada actividad. Se organizó así la primera tarifa de tributos;
pareció —erróneamente— que había acabado la época de la improvisa­
ción y de las relaciones personales entre encomenderos y caciques.
En Vilcabamba, el sucesor de Manco, Sayri Tupac, seguía siendo Inca,
pero la feroz resistencia de Manco había cambiado por una actitud más
realista y más conciliadora para con las autoridades españolas sin que,
empero, se pudiese hablar de lealtad. El año de 1549 también fue el de la
muerte de Paullu-don Cristóbal. El Inca de Cuzco había entablado nego­
ciaciones con su sobrino rebelde de Vilcabamba. Paullu había adoptado la

78 Inca Garcilaso de la Vega (!960b), libro v, cap. xxxxn, p. 399.


79 De hecho, prosiguieron las luchas contra la Corona. En 1553, Hernández Girón se levan­
tó contra el virrey en el sur del Perú, y finalmente fue capturado y ejecutado en 1554. El foco
independiente de Vilcabamba se apagó en 1571 con la ejecución, en Cuzco, del último Inca
rebelde, Tupac Amaru I.
470 EL NUEVO MUNDO

vestimenta española; en sus escudos, el águila imperial se unía al emblema


inca, la maskaipacha, y a las dos serpientes aniaru de sus antepasados. Sólo
se expresaba en quechua, pero murió cristianamente y fue enterrado en la
iglesia de Cuzco. Los indios fabricaron una estatuilla en la que introdu­
jeron trozos de uñas y de cabellos que le arrancaron clandestinamente. Al
no poder adorar su momia, conservaron ese relicario con los restos de su
soberano. En las orillas del lago Titicaca se celebraron otras ceremonias an­
tiguas para honrar a quien, a pesar de sus componendas, había sabido se­
guir siendo su Inca.80
Un año después, en 1550, Antonio de Mendoza era nombrado virrey del
Perú. Llegaría a Lima en el crepúsculo de su vida. Para el hijo de Granada
y antiguo amo de la Nueva España, el Perú era un segundo y último Nuevo
Mundo.

80 Cobo (1964), t. ¡i, libro xi, cap.'xx, p. 103: “Confirmó esta elección el rey y concedió al
nuevo Inca escudo de armas con el águila imperial y en un cuartel del escudo la borla que
usaban los reyes Incas por insignia y corona real, y en otro un árbol con dos dragones o serpien­
tes coronadas, que eran las armas y divisas de sus mayores [...] Aunque Paullu-Inca murió
cristiano y como tal fue enterrado en la iglesia, con todo eso los indios le hicieron una estatua
pequeña y le pusieron algunas uñas y cabellos que secretamente le quitaron; la cual estatua se
halló tan venerada de ellos como cualquiera de los otros cuerpos de los reyes Incas"; Calan-
cha (1972), p. 143: "Una particular ceremonia usaban los de Copacavana cuando se moría su
rey. (...) Iban delante del difunto dos mancebos bien dispuestos, vestidos de colorado y pinta­
dos los rostros. Éstos llevaban en las manos dos grandes ovillos de lana colorada y las bocas
llenas de coca [...] Iban soplando de aquella yerba y echando a rodar los ovillos, los cuales
con gran priesa tomaban a recoger para volverlos a hacer rodar (...) Esta ceremonia duró
hasta ahora pocos años [...] habiendo muerto Paullo Tupac Inga."

También podría gustarte