El Fin de Los Conquistadores.
El Fin de Los Conquistadores.
El Fin de Los Conquistadores.
1540. Cerca de medio siglo había transcurrido desde que las costas de
Guanahaní (Bahamas) aparecieran ante Colón envueltas en las brumas
matinales. México se había convertido en esa Nueva España que llevaba
bien su nombre. El Imperio inca había sido sometido, pese a los focos de
rebelión mantenidos por Manco en Vilcabamba. Los contornos de los con
tinentes se habían precisado. En adelante, los europeos estarían presentes
por doquier, desde las costas australes del estrecho hasta la bahía descu
bierta por el florentino Verrazano y, más al norte aún, el país de los Baca
laos visitado por los vascos y los franceses.
Las últimas riberas desconocidas empezaban a ser exploradas. Pedro
de Mendoza, hijo de un ilustre linaje, pero de otra rama que la del conde de
Tendilla, había partido directamente de Sevilla —y no del mar Caribe— a
la América del Sur. Tal era un principio. Había fundado el puerto de Buenos
Aires en la orilla derecha del Río de la Plata. A decir verdad, era una sim
ple fortificación al borde de las aguas lodosas del gran río, la cual no resis
tió largo tiempo los ataques de los indios guaraníes, pero estaba situada en
la desembocadura del Paraguay, que podía ocultar inmensas riquezas.
Tras la muerte de Mendoza, la Corona confirió el título de adelantado del Río
de la Plata a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se había hecho célebre re
corriendo más de 7 000 kilómetros de la Florida al noroeste de México.
Con la aureola de tal hazaña, ese descendiente del conquistador de la Gran
Canaria zarpó en noviembre de 1540 rumbo a Buenos Aires, donde de nuevo
le aguardaba un destino extraordinario.
Más al oeste, Chile, hollado por vez primera por las tropas de Diego de
Almagro, con el catastrófico resultado que ya conocemos, aún ofrecía pers
pectivas seductoras. La esperanza de riquezas eventuales añadida a un inne
gable interés geopolítico —ya que el país se extendía hasta el estrecho—,
incitaron a Pedro de Valdivia a salir de Cuzco en enero de 1540, con 11
compañeros y un millar de indios.
Al norte del Perú y de Quito, la costa de Venezuela, antes visitada por los
primeros marinos, así como el litoral de Santa Marta, donde se había de
sarrollado la tragedia de Nicuesa, en adelante fueron frecuentados por los
españoles. La fundación de la ciudad de Santa Marta fue seguida por la de
Cartagena que, desde 1533, se convirtió en el principal puerto de la Améri
439
440 EL NUEVO MUNDO
1 Deffontaines (1957), p. 7.
2 Aquí no hacemos más que evocar un tema importante de la Conquista, el de la transfor
mación del paisaje. Sobre las modificaciones ecológicas causadas por los animales domésti
cos, cf. Crosby (1986), pp. 171 -194; a propósito de las ratas y de los daños que causaron, cf.
Inca Garcilaso de la Vega (1960a), pp. 437-438. Según este autor, que consagra varios capítu
los a las plantas y a los animales europeos (pp. 430-451), las ratas llegaron al Perú con el virrey
Blasco Núñez de Vela.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 44!
3 Desarrollaremos este tema en el tomo n. Sobre el nexo entre peste y conquista, véase
Crosby (1967).
442 EL NUEVO MUNDO
tanas. Los rastros del incendio provocado por Rumiñahui iban desapare
ciendo, y las piedras de los edificios incaicos servían para las nuevas cons
trucciones. Apartada de las turbulencias peruanas, la ciudad se desarro
llaba favorecida por su clima templado y su ambiente fértil. Los españoles
se habían habituado a la altitud y a los fuertes desniveles que separaban
los barrios; sin duda, ya no notaban las formidables diferencias de tempera
tura entre las calles asoleadas y las que permanecían en la sombra; la proxi
midad del ecuador reducía la frescura de la sierra, haciendo de esta ciudad
una de las más agradables de la cordillera de los Andes.
El menor de los hermanos Pizarro, Gonzalo, no tenía aún 30 años cuan
do llegó a Quito en 1539. Su hermano, el gobernador, acababa de confiarle
la misión de llegar por el oriente al país de la canela, que comprendía el te
rritorio en que, suponíase, se hallaba El Dorado. La ubicación del país del
oro era de las más fantásticas. Ya en el Darién los españoles habían oído
hablar del misterioso Dabaibe, el cacique, señor del oro. En otras partes,
relatos análogos habían despertado la avidez de Federmann, de Jiménez
de Quesada y de Alonso Alvarado, quien emprendió en el Perú la campa
ña de Chachapoyas hasta llegar al alto Marañón. Al deseo que mostraban
los indios de alejar a los conquistadores indicándoles la existencia de
comarcas fabulosas y remotas se añadían rumores persistentes, por todo el
Perú, según los cuales los Incas habían penetrado en el bosque con todas
las riquezas que habían podido salvar del saqueo. Manco Inca se encontra
ba siempre en Vilcabamba, cerca de Cuzco, pero otros grupos, decíase, vi
vían apartados en ciudadelas ocultas en la selva.4 En Quito, esos relatos
eran adornados con otras quimeras concernientes al país de la canela; co
rría el rumor de que Tupac Inca había entrado con sus tropas en el bosque
para obtener la preciosa especia. A decir verdad, no se trataba de la
especie cinnamonum, originaria de Ceilán, sino de una planta perfumada,
conocida con el nombre de ishpingo que entraba en la composición de las
ofrendas y que también servía para fines terapéuticos.5 La “canela” se exten
día, decíase, por los bosques orientales, más allá de la cordillera de los volca
nes y bajo el ecuador, latitud propicia al cultivo de las especias.6
Las especias, motivo del primer viaje atlántico, habían conservado su
atractivo, tanto más cuanto que la explotación de las Molucas alcanzadas
por Magallanes y por Elcano había sido dejada a los portugueses. Pizarro y
4 Sobre las diferentes localizaciones del mito de El Dorado, véase Juan Gil (1989), t. ni;
Oviedo (1959), t. m, libro n, cap. n, p. 236, fue el primero en consignar por escrito la leyenda
del hombre dorado, El Dorado, cuyo reino se extendía en la gran selva oriental: "los indios
dicen que este príncipe o rey es un señor muy rico y grande. Cada mañana se embadurna con
una resina que pega muy bien. El oro en polvo se adhiere a esta goma [...] hasta que todo su
cuerpo está cubierto desde las plantas de sus pies hasta la cabeza. Aparece tan resplande
ciente como un objeto de oro trabajado por las manos de un gran artista”. Más adelante, la
leyenda de este personaje fabuloso se basará en la tradición muisca, en Bogotá.
5 Cobo (1964), t. i, p. 272: "Los indios gentiles de las provincias de los Andes, en el Perú,
suelen sacar a los pueblos de su frontera unas vainillas como algarrobas, de color leonado
oscuro, cuya sustancia cuajada es como sangre de drago, aunque reluciente y tirante a negra,
y de suave y profundo olor."
6 Zárate (1947), p. 495, establece esa relación geográfica, coherente en la época.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 443
Las amazonas
9 Ibid., p. 494: "él por su persona era el primero que echaba mano de la hacha y del mar
tillo”.
10 Según la mayoría de los autores, Pizarro y Orellana se separaron en la confluencia de los
ríos Coca y Ñapo. Según otras fuentes, ello se produjo aguas abajo del Aguarico. Chaumeil
(1981), pp. 64-65.
11 Zárate (1947), p. 494, dijo: "casi amotinado y alzado".
446 EL NUEVO MUNDO
que de imaginación, sostienen haberlas visto con sus propios ojos: "Estas
mujeres son muy altas y blancas y tienen el cabello muy largo y entrenza
do y revuelto a la cabeza: son muy membrudas, andaban desnudas en cue
ros y atapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, ha
ciendo tanta güeña como los indios."16 La mitología antigua deformaba la
mirada de ios conquistadores pero es probable, asimismo, que el dominico
haya traducido a su manera unos relatos indígenas difundidos por toda la
cuenca amazónica. Según esos relatos, Jurupari, héroe de las poblaciones
selváticas, en su infancia había arrancado el poder de manos de las muje
res para devolverlo a los hombres; también había dado muerte a su madre,
porque ella había echado una mirada a las flautas sagradas.
Durante el trayecto, Orellana confecciona un léxico17 gracias al cual
puede comunicarse con los ribereños. Éstos le confirman la existencia de
las amazonas: esas temibles guerreras, según dicen, no tienen marido. Vi
ven agrupadas en 70 aldeas y los techos de sus casas están cubiertos de
plumas de loro. Poseen oro en grandes cantidades y periódicamente se de
jan embarazar por un pueblo vecino de hombres muy blancos, para asegu
rar su descendencia; luego, al nacer, matan a todos los niños varones. En
mitad de este decorado quimérico los españoles creen percibir en la selva
camellos y otros animales con trompa (¿tapires?).18 A los espejismos de la
imaginación se añaden fenómenos alucinatorios, provocados probable
mente por hierbas venenosas. Un día les parece que un pájaro les advierte
de un peligro gritándoles: "¡Huid!" Atienden a su consejo y escapan de la
matanza. En esta atmósfera irreal, elaboran grandiosos proyectos como
aquel de talar toda la región para dedicarla a la cría de ganado.19
Pasan así varios meses sobre el Amazonas. Un día del mes de agosto, los
efectos de la marea atlántica empiezan a perturbar el curso de las aguas
cenagosas. Cuando se lanzan por el delta laberíntico, sienten la brisa del
mar. Por último, el bergantín desemboca en un océano agitado, invadido
por el lodo del Gran Río que las olas no logran contener. No han encontra
do oro ni plata, pero son los primeros en haber atravesado el continente de
parte a parte.
No les quedaba más que seguir la costa de la Guayana hasta la isla de
Cubagua, frente a Venezuela, adonde llegan el 11 de septiembre de 1542.
De ahí, Orellana zarpa rumbo a España y se dirige a la corte de Carlos V
para informarle de su exploración. Como no lleva nada que pueda mos
trar, elogia hipócritamente las bellezas del país y recurre al mito, siempre
útil, de las amazonas.20 ¿Se deja engañar el emperador? Las vastas dimen
siones del "Gran Río”, ¿le parecen creíbles, o bien las toma como exagera
ciones nacidas de la fantasía de Orellana? Pedro Mártir ya no está a su
16 Ibid., p. 97.
>7 Ibid., p. 103.
18 Ibid., p. 106.
19 Ibid., p. 100: "Es tierra templada [San Juan] y dónde se cogerá mucho trigo y se criarán
todas frutas y demás desto es aparejada para criar todos ganados.”
20 Zárate (1947), p. 495: “echando fama que se había hecho a su costa e industria, y que
había en él una tierra muy rica donde vivían aquellas mujeres que comúnmente llamaron en
todos estos reinos la conquista de las Amazonas".
448 EL NUEVO MUNDO
lado para oponer a las frases del navegante su escepticismo a toda prueba.
El hecho es que Carlos V concede a Orellana autorización de volver, pero
el conquistador, mermada sin duda su salud por la aventura amazónica,
muere al cabo de la travesía atlántica, en el estuario del río que había des
cubierto.
21 ibid.
22 ibid.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 449
Después del asesinato de Pizarro por sus partidarios en 1541, Diego de Al
magro el Mozo, de 22 años, se había proclamado gobernador del Perú. To
dos los conquistadores estaban convencidos de que ese territorio debía ser
para ellos, considerándose los únicos capaces de administrar el país que
habían sometido.
Almagro no estaba dispuesto a aceptar la férula de un soberano remoto,
como tampoco la intrusión de un representante de la Corona en los asun
tos peruanos. Desde la llegada de Vaca de Castro, reclutó un ejército más
poderoso que todos los que su padre y Pizarro habían reunido en el pasa
do, y se dispuso a hacer frente al enviado del rey. Tal era la primera rebe
lión del Nuevo Mundo, encabezada por un mestizo contra la soberanía
imperial. Sin embargo, Almagro el Mozo no tenía en sus venas sangre pe
ruana, ya que era de ascendencia panameña. Su destino ilustra el desarraigo
de los mestizos, así como el surgimiento de nuevas identidades que apare
cieron en la América de la Conquista.
23 Lockhart (1968), p. 28.
24 Zárate (1947), p. 495: "fue necesario ponerles tasa hasta que poco a poco fuesen habi
tuando los estómagos a tener que digerir".
450 EL NUEVO MUNDO
vió de nada, pues Almagro, furioso por su traición, lo mandó matar. Pere
ció así uno de los hombres más ricos del Perú, uno de los últimos sobre
vivientes de la Isla del Gallo.
Al caer la noche de aquel 16 de septiembre de 1542, los monarquistas
habían obtenido la victoria al precio de una verdadera carnicería. Entre los
muchos cadáveres tendidos en tierra pudo descubrirse el de Nicolás de Mon-
talvo, originario de Medina del Campo y pariente del célebre autor del Ama-
29 Protegidos por la oscuridad, muchos indios se precipitaron
dís de Gaula.28
sobre la puna de Chupas y despojaron de sus ropas a los cadáveres. Al apro
piarse los hábitos de los españoles, los indios esperaban captar sus fuerzas,
con la esperanza acaso de que después les servirían para arrojar de su tierra
a los extranjeros. Muchos españoles sucumbieron a la temperatura glacial.
Garcilaso de la Vega, ligeramente herido, pudo recuperarse en los días si
guientes, pero su primo Tordoya no sobrevivió a sus heridas ni al frío de los
Andes.29
Almagro el Mozo emprendió la fuga, tratando de llegar a Vilcabamba,
perseguido por Garcilaso, quien estuvo a punto de alcanzarlo. El mestizo
fue entregado por el alcalde de Cuzco —uno de sus antiguos partidarios—
y condenado a muerte; lo decapitaron en la plaza donde su padre había
sido ejecutado por la mano del mismo verdugo. Tres compañeros de Alma
gro, encerrados en Cuzco, lograron escapar y se refugiaron en Vilcabam
ba, al lado de Manco, que había seguido los acontecimientos gracias a sus
espías y sus informantes. El Inca quedó apesadumbrado al enterarse de la
muerte del hijo del adelantado, por quien siempre había sentido un cierto
afecto. Con la muerte del mestizo acababa, sin duda, su última oportuni
dad de restaurar el imperio.30
las más ricas del Perú. Las de Potosí, que habrían de trastornar el destino
del país, fueron descubiertas poco tiempo después, casi por azar, si cree
mos a la leyenda, por un indio al servicio de un encomendero de Porco.
Los encomenderos representaban la nueva aristocracia del país. Se les
consideraba como “señores de vasallos”, sobre todo si a sus prebendas re
cién adquiridas añadían el honor de pertenecer a una casa noble, como
Sebastián Garcilaso de la Vega, llegado al Perú tras los pasos de Pedro de
Alvarado. Los hijos heredaban las encomiendas de sus padres, y también
las viudas, a condición de que volvieran a casarse. En ese caso, las prerro
gativas de que había disfrutado el difunto eran transferidas al nuevo cón
yuge. En pocos años se estableció la costumbre de que la viuda tomara por
segundo marido a un pariente, un amigo o un compatriota del difunto.
Los nexos que los unían a su terruño de origen triunfaban sobre cualquier
otra consideración. Inés Muñoz, viuda de Martín de Alcántara, se había
refugiado en Quito huyendo de la venganza del joven Almagro. Ignoramos
si fue en esta ciudad o en Lima donde casó en segundas nupcias con don
Antonio de Ribera, uno de los extremeños que habían acompañado a Gon
zalo Pizarro en la desastrosa expedición de la canela. Así, la pareja pudo
recuperar la encomienda de Huánuco, atribuida antes a Martín de Alcán
tara: 4 000 indios tributarios en una de las zonas más prósperas del país.
El kuraqa Paucar Guarnan, del linaje de los Xagua, fue puesto a la cabeza
de este conjunto, con la misión de asegurar la colecta. La encomienda in
fluyó sobre las instituciones indígenas, promoviendo a los kuraqa más dó
ciles que de esa manera se convertían en el relevo indispensable entre los
nuevos amos y las masas campesinas.34
El encomendero poseía una gran casa, y una esposa española, de ser
posible; tenía mesa permanentemente puesta para acoger a sus criados,
parientes y amigos que gravitaban en tomo de él y, llegado el caso, podían
darle apoyo. Disponía de esclavos negros y se rodeaba de numerosos sir
vientes indígenas. Cuadras, palafreneros, caballos y los aperos necesarios
para su uso completaban, obligatoriamente, su modo de vida. El encomen
dero cuidaba las apariencias. Si bien es cierto que Pizarro y Almagro ha
bían sido, en general, sobrios en su atuendo, las generaciones siguientes
prefirieron las vestimentas finas que realzaban su condición.
En los primeros años de la conquista fue abandonada la evangelización
de los indígenas, que los encomenderos, supuestamente, aseguraban. Anto
nio de Ribera y su esposa casi no se ocuparon de vigilar las costumbres de
los chupachos de Huánuco, que continuaron practicando la poligamia y
llevando nombres indígenas durante varios decenios.35 En cambio, la obli-
gación contraída por los encomenderos de proteger a los indios no era una
cláusula formal. En 1542, las Leyes Nuevas, promulgadas en favor de los
indios gracias a los esfuerzos de Las Casas que desde hacía 20 años no ce
saba de denunciar su servidumbre y sus sufrimientos, abolieron la esclavi
tud de esas poblaciones. Sin embargo, en el Perú quedaban indios esclavos
llegados de otras regiones, especialmente de Nicaragua y del istmo; vivían
en las ciudades andinas y ejercían pequeños oficios artesanales o bien ser
vían como domésticos, a la manera de los esclavos moriscos en la penín
sula ibérica. Si bien en adelante gozaron de una protección legal, los indios
de los campos no estaban protegidos de los traficantes que no vacilaban en
capturarlos para venderlos en otra parte. Los que estaban sometidos a un
poderoso encomendero escapaban, al menos, de esta amenaza.36
Los encomenderos residían generalmente en las ciudades, y delegaban
sus funciones a unos intermediarios, los mayordomos, que habitaban en
los campos. Aislados en la sierra, sin otro contacto que un hipotético cura,
poco a poco los mayordomos adquirían las costumbres de los indígenas,
hablando su lengua y compartiendo, por la fuerza de las cosas, sus concep
ciones del mundo y de la naturaleza. Esta indianización de los españoles
era más acentuada aún entre los estancieros, dedicados a cuidar los reba
ños en las punas desoladas; esos hombres rudos sufrían el desdén de los
citadinos, sobre todo de los europeos que habían llegado después de la pri
mera oleada de conquistadores.37
El horizonte de los indios no se limitaba a los mayordomos. Cada año,
un grupo de tributarios, presidido por un kuraqa, iba a la ciudad en que
residía su encomendero, para cumplir con sus obligaciones. Se instalaban
en los barrios, en terrenos de su encomendero, donde construían cabañas
provisionales, que ocupaban durante unos tres meses. Ese servicio, la mita,
consistía en llevar productos y en realizar tareas en la casa del encomendero
o en sus tierras. El gravamen de las poblaciones indígenas era arbitrario.
Teóricamente, las comunidades daban a los españoles el mismo tributo
que en los tiempos de Huayna Capac, pero en la práctica no se respetaba
esta equivalencia. A los abusos múltiples se añadía la desproporción entre
el número de tributarios —que se había reducido notablemente desde la
conquista y las guerras civiles— y una tasa global, calculada en función de
unos datos ya caducos. De momento, nadie se preocupaba por hacer un
censo verdadero de los indígenas, los cuales, menos numerosos que antes,
debían soportar cargas y trabajos obligatorios cada vez más pesados. Al
transcurrir el tiempo de su servicio, en su mayoría volvían a su comunidad
de origen, pero otros se quedaban en la ciudad, realizando tareas diver-
nando de Soto a la Florida como capitán y se libró del desastre final. Ulteriormente se dirigió
al Perú, donde recuperó la encomienda de Antonio de Ribera, quien conservó sólo la que
poseía en Lima. Por último, fue un cuzquefto, el Inca Garcilaso de la Vega, quien relató las
aventuras de Hernando de Soto v de sus compañeros en la Florida.
*6 Lockhart (1968), pp. 17-22 y 202.
37 Ibid., pp. 24-25. Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. ¡v, p. 11, describiendo la batalla de
Huarina, atribuye a los realistas el comentario siguiente, a propósito de las tropas de Gonzalo
Pizarro: "que estancieros y marineros son y gente baja y vil de zaragüelle y alparagates (sic/’.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 455
que las corrientes se llevarían los objetos con su suciedad hasta el mar. El
ritual no había sido abandonado, pero ahora los indios ya no se preocupa
ban por salir de la ciudad, y los receptáculos del mal yacían junto a las
atarjeas de Cuzco, como vulgares basuras.44
En esta extraña atmósfera, los indios continuaban venerando las mo
mias ancestrales, pese a la repugnancia que sentían los españoles hacia
aquellos macabros fardos; las huaca eran toleradas, pero ya no faltaban
aventureros en busca de tesoros —los huaqueros— que las destriparan y
las saquearan, privándolas así de sus fuerzas. Los españoles igualmente
olvidaban las costumbres de su tierra natal. Poco antes tan puntillosos en
materia de alimentación, olisqueando con desprecio la de los moros y de
los judíos, ahora saboreaban la carne de los cuys —cerdos de la India—
que abundaban en las cocinas peruanas. Habían aprendido a gustar del
maíz en todas sus formas; las sopas sazonadas con pimienta decuplicaban
su energía, y habían descubierto una variedad infinita de papas, esos tu
bérculos cultivados en las alturas que los europeos llamaron patatas. Por
último, para protegerse de los rigores del cierzo de la sierra, no vacilaban
en ponerse ponchos y en masticar coca, sin la cual nadie habría podido
franquear la cordillera.
49 Zárate (1947), p. 510: "y por vía de indios, Paulo, hermano del Inga, proveyó que no pudiese
pasar nadie a dar el aviso y el cabildo del Cuzco escribió al de la villa de La Plata, diciéndole
los grandes inconvenientes y daños que se seguirían si las ordenanzas se ejecutasen".
50 Inca Garcilaso de la Vega (1960 b), libro iv, cap. x, p. 242: "Por esto las dejaron de que
mar, pero no dejaron en ellas cosa que valiese un maravedí ni indio ni india de servicio, que a
todos les pusieron pena de muerte si entraran en la casa. Quedaron ocho personas en ella
desamparados: mi madre fué la una y una hermana mía y una criada que quiso mas el riesgo
de que la matasen que negamos y yo y Juan de Alcobaza mi ayo y su hijo Diego de Alcobaza y
un hermano suyo y una india de servicio que tampoco quiso negar a su señor."
51 Zárate (1947), p. 512: "porque entendía (y así es cierto) que el que es señor de la mar en
toda aquella costa tiene la tierra por suya y puede hacer en ella todo el daño que quisiese".
460 EL NUEVO MUNDO
Manco había creído poder aprovechar los disturbios para jugar la carta
del virrey contra Pizarro. El Inca había mandado ante Núñez de Vela, como
embajador, al español Gómez Pérez. Este hombre se había evadido de
Cuzco en el momento de la captura del joven Almagro y se había refugiado
en Vilcabamba. Pero a su regreso de Lima, Gómez Pérez mató a Manco In
ca en el curso de una disputa y, a su vez, fue muerto por los indígenas. En
ocasión de una malhadada partida de bolos y por razones oscuras —agre
sividad mal contenida o resentimiento— el español golpeó al Inca, hen
diéndole el cráneo. En su lecho de muerte, Manco designó como sucesor a
uno de sus hijos, Sayri Tupac, quien aún era un niño; quedaba ya asegura
da durante algún tiempo la continuidad de la dinastía incaica.52
de mediana estatura, muy grueso y colorado, diestro en las cosas de la guerra, por
el grande uso que de ella tenía... Fué muy amigo del vino, tanto que cuando no
hallaba de lo de Castilla, bebía de aquel brebaje de los indios mas que ningún otro
español que se haya visto. Fué muy cruel de condición... y a los que mataba,
52 Inca Garcilaso de la Vega, libro iv, cap. vn, p. 234; Gibson (1969), pp. 77-78. Tras la muerte
de Manco, Illa Topa desapareció en el bosque, y se perdió la huella del capitán. Un siglo des
pués, los franciscanos encontraron en la orilla izquierda del Huallaga una población que con
tinuaba practicando el ceremonial incaico, aunque muy adulterado (Renard-Casevitz, Sai-
gnes & Taylor-Descola, 1986, p. 140).
53 El relato del Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro iv, cap. xx, p. 263, es ilustrativo de
la importancia de las relaciones de parentesco entre los grupos de conquistadores, y de las
relaciones jerárquicas entre los linajes. El capitán había sido avisado de la llegada de Carvajal
por un tal Hernando Pérez Tablero, "hermano de leche de don Alonso de Vargas, mi tío, her
mano de mi padre. El cual [...] así por la patria, que eran todos extremeños, como porque él y
sus padres y abuelos habían sido criados de los míos, estaba en compañía y servicio de Gar
cilaso de la Vega, mi señor”.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 461
era sin tener dellos ninguna piedad, antes diciéndoles donaires y cosas de burla...
Fué muy mal cristiano.
54 Zárate (1947), p. 522. Pedro Pizarro (1965), p. 237: "Este Carvajal era hombre tan sabio
que decían que tenía familiar."
55 Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. tv, p. 139. Lockhart (1968), p. 140, califica a Francisco
de Carvajal de maestro de logística, movimientos de tropas y tretas de todas clases. Era un
verdadero profesional, que se esforzó por formar a sus tropas y llegó a redactar un tratado
sobre la guerra.
56 Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. n, pp. 301-302.
462 EL NUEVO MUNDO
60 Zárate (1947), pp. 545-546; Gutiérrez de Santa Clara (1963), t. n, p. 286: "la cual
[artillería] iban disparando por las encrucijadas de las calles. [...] Gonzalo, armado de todas
armas, excepto que en lá cabeza traía un sombrero de seda muy rico con una pluma larga de
diversos colores, al pie de la cual llevaba fijada una muy rica medalla de oro. Llevaba puesta
una cota Fuerte y encima unas coracinas de terciopelo carmesí y sobre ellas un sayete de bro
cado acuchillado con prendas de oro fino [...] Venía el caballero en un grande y poderoso
caballo español [...] Tras el venía un paje con una lanza en ristre y una cela borgoñona, alza
da la visera, con muchas plumas de diversos colores, y a la redonda con clavos de oro fino y
una esfera en ella, de oro, con muchas esmeraldas finas que en ella estaban fixadas y entreta
lladas [...] Altamirano con un estandarte: en la una parte estaba figurada la gran ciudad del
Cuzco y en la otra, el Señor Santiago, caballero en un caballo blanco y una espada en la
mano, desenvainada y bien alta”.
61 Gutiérrez de Santa Clara, t. n, p. 289: "con arcos y flechas, macanas y porras en las cintas
y puestas a las espaldas y con otras armas arrojadizas, como eran hondas y varas tostadas".
62 Bataiilon (1966), p. 17.
464 EL NUEVO MUNDO
que temían la supresión de sus privilegios, pero también por quienes soña
ban con recibir un repartimiento. Asimismo, los mercaderes eran sus parti
darios, pues dependían de los jefes de los indios para vender sus mercancías.
Si los indígenas llegaban a quedar directamente dentro de la jurisdicción de
la Corona —lo cual era el deseo del emperador— no habría más en
comenderos residentes, todas las actividades lucrativas quedarían abando
nadas y ellos, arruinados, no tendrían más remedio que volver a España.64
Dando pruebas de una paciencia infinita. La Gasea se esforzó por conquis
tar progresivamente la estima de los habitantes del istmo, que se habían
burlado de su falta de gallardía y de la fealdad de su rostro. Escuchó las que
jas de unos y de otros, se mostró comprensivo, explotó con habilidad la hu
mildad de su condición clerical, y tranquilizó a los más inquietos.65
La ofensiva diplomática de La Gasea duró varios meses. El presidente de
la Audiencia se mostraba dispuesto a otorgar el perdón a Gonzalo, hacien
do valer argumentos sencillos para aplacarlo: elogió el honor del linaje de
los Pizarro, que había dado tantos servidores fieles a la Corona. ¿Tenía
Gonzalo el derecho de manchar esta honra ancestral? ¿Cómo se atrevía a
desafiar al césar, mientras que el propio Gran Turco, impresionado por la
majestad imperial, se había retirado de los muros de Viena sin entablar
combate? El presidente justificaba la terquedad de Gonzalo porque éste
desconocía el esplendor de la corte imperial: manera apenas disimulada de
considerarlo como un patán al que la ambición cegaba.66 Con habilidad,
La Gasea disculpaba a quienes le habían ayudado contra el virrey, pues
habían actuado, según decía, para defender sus propios intereses. Pero
Gonzalo vacilaba, pues temía a las represalias por haber asesinado al virrey.
¿Habría que envenenar al presidente y rechazar la gracia imperial, que no
era más que una trampa?
Después de muchas idas y venidas de embajadores entre Panamá y Li
ma, por fin La Gasea resolvió levar anclas con una poderosa armada, que
zarpó rumbo al Perú. Sin duda el momento no era propicio, pues Santa
Marta estaba siendo amenazada por corsarios franceses, pero el presidente
no deseaba retroceder ni aguardar más, así pereciera durante la travesía.
De hecho, la navegación fue singularmente terrible. Una violenta tempes
tad cayó sobre la flota. En el puente, La Gasea, a gritos, impedía a los ma
rinos cargar las velas. En medio de esta confusión apareció una multitud
de luces en los extremos de las gavias y de las entenas. Viendo los fuegos de
San Telmo, los miembros de la tripulación cayeron de rodillas para recitar
las plegarias que los marinos decían en similares circunstancias. Siguió un
gran silencio y por fin se impuso la voz de La Gasea, ordenando continuar
las maniobras. Insensible al oleaje y al viento, tomó argumentos de Aristó-
teles y de Plinio para explicar las luces misteriosas y exponer a los más
instruidos los orígenes de las leyendas de Santa Elena y de San Telmo:
esas alegorías servían para explicar un fenómeno natural que sin duda
anunciaba el próximo fin de la tormenta.67 Tras esa anécdota se perfila la
actitud habitual de la Inquisición española, siempre dispuesta a preferir a
las explicaciones fantásticas el recurso de la razón.
el de las armas. En Huarina, cerca del lago Titicaca, la suerte estuvo a pun
to de serle adversa. Él mismo estuvo a punto de morir, y perdió su caballo.
Garcilaso de la Vega le cedió entonces su montura: gesto caballeroso que
más tarde le costó que se le negara un empleo de corregidor. Gracias al
sentido táctico de Carvajal, los pizarristas volvieron a triunfar. Centeno y
sus tropas se batieron en retirada. Entre los fugitivos se encontraba Pedro
Pizarro, que se había unido a la causa del emperador, “todo por servir a su
rey y señor, negando a su nombre y sangre". Tal fue la batalla más san
grienta del Perú. Algunos de los sobrevivientes rindieron el último aliento
al borde del lago Titicaca, donde sucumbieron de frío.72
Gonzalo no pensaba ya en salir del Perú, confiado en su buena fortuna.
Se replegó a Cuzco con su ejército y se instaló en la antigua capital inca,
donde siguió siendo tratado con deferencia. Su aura de gran señor no pasó
inadvertida al joven Gómez Suárez, hijo del capitán Garcilaso de la Vega,
que por entonces tenía unos 10 años de edad.
Comía siempre en público; poníanle una mesa larga, que por lo menos hacía
cien ombres... y a una mano y otra, en espacio de dos no se asentaba nadie; de
allí adelante se sentaban a comer con él todos los soldados que querían, que los
capitanes y vecinos nunca comían con él, sino en sus casas.
Xaquixaguana
vió a traicionar a Gonzalo y se pasó a las filas monárquicas, para no ser con
siderado felón contra su soberano. Los indios que seguían al estandarte de
Pizarro rompieron filas y se mantuvieron apartados, como si aquel en
cuentro les fuese ajeno. Abandonado por todos los que lo habían adulado,
Gonzalo se quedó solo, con un puñado de fieles, entre ellos Carvajal y un
tal Acosta: "Señor, arremetamos y muramos como los antiguos romanos.
Gonzalo Pizarro dixo: mejor es morir como cristianos.”75 Y luego se rin
dieron.
Gonzalo compareció ante La Gasea para defender su causa. El diálogo
que siguió expresa crudamente el enfrentamiento de las fuerzas que se dis
putaban el dominio de las Indias y la derrota de quienes habían sido los
conquistadores. Los argumentos de los dos bandos resumen casi medio siglo
de historia, desde Extremadura hasta el Nuevo Mundo. El tono del presi
dente había cambiado: acusó a Gonzalo de ingratitud para con el soberano
que había concedido favores a su familia mientras eran pobres, sacándoles
del rango que les correspondía. Hasta puso en duda su contribución a la con
quista. Gonzalo replicó, con soberbia, que el emperador no había dado a
su hermano más que una capitulación y que el resto lo había logrado por
sí solo, por sus esfuerzos y con ayuda de sus cuatro hermanos y de todos
sus parientes y amigos. El emperador no los había elevado en rango pues
los Pizarro, desde la época de los godos, eran hidalgos de casa conocida; si
habían sido pobres tal era la razón de su partida de España para conquis
tar aquel imperio. La Gasea, furioso ante tanta soberbia, le despidió.76
Carvajal fue aprehendido cuando trataba de huir y entregado a La Gasea
por quienes pretendían hacerse perdonar su insumisión de la víspera. Gon
zalo y Carvajal no depusieron su actitud arrogante en su breve cautiverio,
pese a las injurias que soportaban de quienes, pocos días antes, los habían
cubierto de alabanzas. A Diego Centeno, que trataba de apartar a los im
portunos y los mirones, le preguntó el viejo maestre de campo de Pizarro:
"A lo cuál Centeno respondió: ¿Que no conoce vuesa merced a Diego Cen
teno?' Dijo entonces Carvajal: ‘Por Dios Señor, que como siempre vi a vue
sa merced de espaldas, que agora teniéndole de cara no le conocía.” Alu
diendo así a su retirada de Huarina. Condenados a muerte por alta traición,
fueron decapitados junto con 15 de sus compañeros.
No faltó quien exigiera que el cadáver de Pizarro fuese despedazado, y
exhibidos los trozos a la entrada de los caminos, pero La Gasea no le in
fligió tal oprobio, en memoria de su hermano Francisco. Centeno, que era
hombre de honor, pagó al verdugo para que no despojara a Gonzalo de su
hermoso hábito de terciopelo amarillo, adornado con placas de oro. Con él
lo enterraron. Carvajal rechazó la confesión y murió más "como pagano
que como cristiano”, sin abandonar su elocuencia, ni aun ante el verdu
go.77 Le cortaron la cabeza y su cuerpo fue despedazado el día mismo de
la ejecución de Gonzalo, 10 de abril de 1548.
75 Zárate (1947), p. 468; Inca Garcilaso de la Vega (1960b), libro v, cap. xxxvi, p. 385.
76 Ibid.
77 Ibid., cap. xxxix, p. 393; Zárate (1947), p. 569.
EL FIN DE LOS CONQUISTADORES 469
Hacia la normalización
80 Cobo (1964), t. ¡i, libro xi, cap.'xx, p. 103: “Confirmó esta elección el rey y concedió al
nuevo Inca escudo de armas con el águila imperial y en un cuartel del escudo la borla que
usaban los reyes Incas por insignia y corona real, y en otro un árbol con dos dragones o serpien
tes coronadas, que eran las armas y divisas de sus mayores [...] Aunque Paullu-Inca murió
cristiano y como tal fue enterrado en la iglesia, con todo eso los indios le hicieron una estatua
pequeña y le pusieron algunas uñas y cabellos que secretamente le quitaron; la cual estatua se
halló tan venerada de ellos como cualquiera de los otros cuerpos de los reyes Incas"; Calan-
cha (1972), p. 143: "Una particular ceremonia usaban los de Copacavana cuando se moría su
rey. (...) Iban delante del difunto dos mancebos bien dispuestos, vestidos de colorado y pinta
dos los rostros. Éstos llevaban en las manos dos grandes ovillos de lana colorada y las bocas
llenas de coca [...] Iban soplando de aquella yerba y echando a rodar los ovillos, los cuales
con gran priesa tomaban a recoger para volverlos a hacer rodar (...) Esta ceremonia duró
hasta ahora pocos años [...] habiendo muerto Paullo Tupac Inga."