Dios y Los Hijos

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Jesús Urteaga

Dios y los hijos


DEDICATORIA

¡Al Único que hace grandes


maravillas con los hijos!
Y a vosotros, los que tenéis
la limpia ilusión de ayudar
a vuestros chiquillos a hacerse
hombres, cristianos, santos.
¿Conocéis alguna otra obra humana
tan noble y bella?
Los que ayudéis a muchos hijos
a ganarse el cielo, brillaréis
eternamente como estrellas.
INTRODUCCIÓN

LA ESPERANZA DE DIOS: LOS HIJOS

Lo primero que Dios hecho hombre vio en nuestra tierra fueron los ojos
de una Madre.
¡Alegraos los que tenéis hijos! ¡Sí, alegraos!
Vosotros, quienesquiera que seáis, habéis correspondido a la vocación, al
llamamiento del Señor. Habéis colaborado con Dios en el nacimiento de los
hijos. Y Él –que comenzó la obra buena–, Él la terminará.
Vosotros, padres y amigos, los que ayudéis a muchos hijos a ganarse el
cielo, brillaréis eternamente como estrellas.
Los hijos –don de Yavé– son saetas en las manos del guerrero.
¡Bienaventurados los que tenéis muchos hijos! No seréis confundidos (Cfr.
Ps. CXXVII).
¡Óyeme! Te escribí hace unos años. ¿Te acuerdas? Una carta larga en la
que te hablaba del valor divino que tienen las cosas humanas; recuerdo que
puse toda mi ilusión en reproducir lo más fielmente posible la doctrina
aprendida de labios del Fundador del Opus Dei; en ella te contaba las
aventuras que puede vivir un cristiano en esta tierra llena de confusiones: la
aventura del trabajo, la aventura del dolor, la aventura de la muerte. ¡De
cuántas cosas charlamos entonces!
En aquella larga epístola, escrita a sangre y fuego en un molino viejo de
Castilla, te hablaba de Dios y de los hombres, de lo que los cristianos
hemos de hacer en la tierra. Yo me entusiasmaba mientras te escribía;
llenaba pliegos y cuartillas, de día y de noche. Tardé en escribirte quince
días. Cantaba mientras escribía. Pasaban ante mis ojos muchos hombres,
como una inmensa caravana; yo no hacía más que escribir lo que veía. ¡Así
tenían que ser los hombres de esta segunda mitad del siglo XX!
Cualquier extraño que cogiera esa carta nos tacharía de locos. Y es que
verdaderamente todo esto es una locura, una gran locura.
Cuando el mundo se sumerge en las tinieblas, nosotros hablamos de la
Luz que lo va invadiendo todo.
Cuando los hombres hablan de guerras y persecuciones, nosotros
tratamos de la Paz que se avecina.
Cuando las gentes se encogen atemorizadas pensando en el presente,
nosotros cantamos a la Alegría mirando esperanzados el futuro.
Cuando los egoístas cierran los postigos de su alma, arrinconando tesoros
que se pudren en la tierra, nosotros gritamos: ¡vale la pena!, ¡vale la pena
darlo todo!
¿Cómo quieres que no nos tachen de locos, si no comprenden, si no nos
pueden comprender? Y no será porque no contemos en alta voz nuestra
locura... Tú y yo continuaremos mirando a las alturas.
¿Que hay hombres que nos miran con rencor y envidia desde la acera de
enfrente? No te apures; siempre los ha habido, como en los primeros
tiempos del Cristianismo. Si ellos no son cristianos, ¿cómo se van a alegrar
de nuestro paso victorioso?
El Señor nos ha enseñado a hacer lo que estamos haciendo. ¡Adelante!
¡Prescinde de las murmuraciones de la gente! Llegó Juan, que ni comía
pan ni bebía vino..., y le llamaron endemoniado. Vino Jesús..., y por comer
pan y beber vino, le insultaron por voraz y bebedor. Son como niños
caprichosos –el comentario es de Cristo– a quienes se les cantan alegrías y
se ponen a llorar.
Espera, ten confianza; hasta los indiferentes se vendrán con nosotros.
¡No sabes bien lo que pesa el Amor! Se acercarán con curiosidad a la Luz, y
la Verdad les arrastrará en su corriente.
¡Escúchame! Después de contarte algo de esta gran Aventura que se
extiende por la tierra toda, quiero entrar ya en el objeto de esta carta.
Perdóname que me haya extendido tanto en los principios.
Hace mucho tiempo que te escribí aquel primer libro. Desde entonces
han pasado algunos años y te encuentro metido en una nueva vida; un
hogar, una mujer y unos chiquillos. No sé qué me da decirte que te
encuentro algo más viejo. Pero a lo que íbamos. Tengo que hablarte de una
gran empresa. Espera.
¿Sabes por qué fracasan las grandes empresas?
Es indudable que en la actualidad hay hombres buenos que quieren hacer
grandes cosas por Cristo. Y comienzan con grandes arranques. Y cuentan
con muchos medios. Y al poco tiempo de empezar, ya son muchos. Y todo
lo quieren hacer en seguida. Y... el fracaso es total y estrepitoso.
A medida que nacen estas grandes empresas, se hunden las anteriores. Y
surgirán otras nuevas, cuando se desmoronen éstas. ¿No te has dado cuenta
del porqué de tanta frustración en las obras de los hombres? Por falta de
criterio sobrenatural y humano. Empiezan siempre por arriba, olvidándose
de una norma tan elemental en la construcción como es la de iniciar por
abajo. ¿Qué hacemos con las banderolas agitándose al viento si no tenemos
una torre y unos cimientos que las sostengan?
Tú y yo vamos a comenzar por abajo, bien fundamentados. ¿En quién?
En Cristo. ¿Conoces algún otro cimiento para la vida del cristiano?
La empresa de la que quiero hablarte es grandiosa. Tenemos que empezar
por abajo. Por Cristo y por el hogar.
Es el hogar el que me preocupa, mucho más que el ambiente maligno y
virulento de la calle. Lo que me intranquiliza es la vida que tus hijos
aprenderán a vivir en tu casa, al ver tu ejemplo, al contagio de tu vida, más
que lo que puedan aprender de la infidelidad y felonía de los demás. Lo que
me inquieta es saber si les podrás dar ese «algo», ese «mucho» que se
precisa hoy para vivir cristianamente.
¿Te figuras qué mundo podemos preparar para mañana si logramos que
estos hijos tuyos se den cuenta, desde ahora, de que Jesucristo vive?, ¿de
que hay que servir a la Iglesia, dispuestos a perder la hacienda, la honra y la
vida si preciso fuere?, ¿de que Cristo tiene derechos en la sociedad?
¡Derechos que sólo los torpes y los infames pueden negar!, ¡derechos que
hay que hacer valer, para lo cual los cristianos tienen que actuar en la vida
pública, impidiendo que la Vida se asfixie, se encarcavine y se pudra en las
conciencias!
¿Te das cuenta, tú, de lo que podemos hacer mañana, un mañana que
apunta ya su sol, si ahora formamos a tus hijos, a nuestros hombres, tal
como Dios y su Iglesia quieren? Leales, decididos, resueltos,
emprendedores, responsables, laboriosos, amigos de la libertad, sin miedos,
sin vergüenzas, sin escrúpulos, sin temores; con fe, con esperanza, con
amor, con un gran amor, con una fuerte caridad que les empuje desde dar de
comer al hambriento hasta despertar a los dormidos, que son muchos y se
arriesgan a perder el cielo.
¡Los hijos!, ¡tus hijos!, ¡son la esperanza de Dios!
¿Vas presintiendo algo de lo que quiero decirte en esta carta?
¿Por qué te quedas pensativo? ¿Te parece pequeña la empresa o, por
grande, irrealizable? ¿No sabes que contamos con Dios? Y «¿Quién
semejante a nuestro Dios... que hace a la estéril, sin familia, sentirse gozosa
madre de hijos?» (Ps. CXIII).
No seas pesimista. ¡Anda! Pasa la página.

OS ESCRIBO A VOSOTROS, PADRES

A ti te escribo, padre. Contigo quiero hablar, madre. Con todos vosotros


quiero dialogar, con todos los que tenéis –debéis tenerlo– el gozo, el
encanto y la alegría de ser colaboradores de Dios en el nacimiento y en la
educación de vuestros hijos; con todos los que os mantenéis en la limpia
ilusión de formar hombres leales, enteros, confiables, comprometidos ante
Dios y ante el mundo.
También con vosotros quiero hablar, con los que conocéis muy de cerca
el dolor de la vida, y no queréis que vuestros hijos escuchen los gritos del
pecado.
También escribo estas páginas a todos los que quisierais comenzar de
nuevo la vida, porque marcháis pesarosos. A vosotros se os brinda un
camino nuevo, para que vuestros hijos no tengan que lamentarse al final del
suyo.
A ti también te escribo, Carlos, y contigo a todos los que como tú han
padecido, a solas, al ver al precioso hijo recién nacido... ciego. Sí,
comprendo tu dolor hecho letras en tu carta. Valga este libro como
contestación a la tuya. Comprendo tu congoja... Y no te compadezco. No
quiero compadecerte. Si el Señor te ha tratado como a hijo fuerte, es que no
tiene miedo de verte llorar, aunque –así me confiesas en tu carta– «la cruz
se te hace algunos días muy pesada». Déjame que te diga con Santa Teresa:
«A los que Dios quiere mucho, lleva por caminos de trabajos, y mientras
más los ama, mayores».
Por cristiano y por amigo te diré que tu Padre Dios contaba con tu hijo
ciego para hacer grandes cosas; tal vez para dar luz a los hombres en la
tierra. No me consideres hombre sin corazón. Lo tengo y lloro contigo la
desgracia. Pero también tengo que decirte como cristiano, amigo y
sacerdote, que esa ceguera de tu hijo es buena. Te ayudaré a poner todos los
medios humanos y sobrenaturales para que algún día pueda abrir sus ojos.
Me alegraré contigo. Lo celebraremos. Pero si Dios, el Buen Padre Dios,
quiere que sus ojos se abran solamente en el cielo, te ayudaré a darle
gracias, porque «todo es bueno para los que aman a Dios».
También quiero hablar contigo –¡cobardón!–, que gozas y disfrutas tanto
con tus hijos que te aterroriza el pensar que pueda presentarse el día de la
contrariedad. Das la impresión de que tienes miedo de hablar en voz alta de
la alegría que te proporcionan los tuyos, como si te hubieras escapado del
dolor que reparte el Señor. ¿Acaso piensas que Dios no sabe lo que te
acontece? Levanta tu cabeza y reconoce el don que recibiste del Señor. ¿No
ves que de otro modo resultas ridículamente supersticioso? Gózate y sueña
con los hijos, pero da gracias a tu Dios. ¿A qué viene ese encogimiento?
¿Crees que el Señor no nos quiere felices en la tierra?
Y contigo, que te quedaste sin hijos, porque Dios se los llevó consigo
antes de que pudieras disfrutar de ellos. A ti te escribo, para que te regocijes
pensando en lo que tus hijos hubiesen hecho en nuestro mundo.
Escribo para todos aquellos que tienen y quieren tener hijos. A aquellos
que no los tienen porque nuestro Padre Dios –¡qué bueno es nuestro Padre
Dios!, ¿todavía no te has dado cuenta?– no ha querido que los tengan, no
puedo decirles nada en esta carta. Pero quienes no los tienen porque son
malditos y han cerrado brutalmente las fuentes de la vida, ¡ésos! que no
lean estas páginas, que voy a hablar de Amor y no lo entenderán. Querrán
traducirle por Carne, y ese lenguaje sólo se habla en el infierno. ¡Que se
arrepientan, que desanden el camino andado, que cambien de vida!
¡Qué desazón sentí cuando terminó su charla aquel hombre anciano!:
–Tengo las manos vacías y me da miedo la muerte, mucho miedo.
Sin pretender buscar excusas para resolver el diálogo, de corazón,
sinceramente le contesté:
–Tiene usted diez hijos. Son diez obras buenas de las que cuentan para
entrar en el cielo.
Y con una tristeza infinita me respondió:
–¡No, no! Los tuve por aquel entonces en que no se conocían estos
procedimientos de ahora. De lo contrario no los hubiera tenido.
Y se produjo un apabullante silencio, que aún estoy viviendo ahora.
Recuerdo perfectamente aquel árbol en el que el anciano se apoyaba. Y
cómo los otros árboles del contorno nos miraban. Y el anciano, el árbol y
yo nos quedamos llenos de amargura.
Olvida la escena. Quiero que leas este libro con alegría. Tienes motivos,
muchos motivos para alegrarte. Olvida, siquiera por unas horas, las
preocupaciones que a diario entran a empujones en el alma. No me pongas
cara de cansancio. Quiero que estés contento. ¡Que sí! ¡Que tienes razones
para alegrarte!
Dios ha confiado a unos hombres la vida de las naciones; a otros les ha
señalado con la responsabilidad de las grandes obras divinas o humanas; a
unos les ha encaminado por ancha cañada y a otros por atajos y senderos sin
relieve en esta tierra con una gran promesa para la otra; a otros...
A ti te ha podido elegir para estos u otros destinos semejantes, pero
además, y sobre todo, ha puesto en tus manos –¿limpias?– la vida de unos
chicos, ángeles mofletudos o pequeños diablos, de cuya misión has de
responder seria y sinceramente cuando Él te llame a juicio, al final de estos
pocos años en los que todos envejecemos, a nuestro paso por el mundo.
«Sólo entonces veremos claramente –dice el P. Garrigou-Lagrange– todo lo
que nos era exigido por nuestra vocación particular o individual: de madre,
de padre, de apóstol».
Alégrate, padre, madre, apóstol, porque Dios ha pedido tu colaboración.
Muchas cosas grandes se pueden hacer en la vida. Ninguna tan noble,
preclara y bella como ésta: ayudar a tu chiquillo a hacerse un hombre, un
cristiano, un santo.
Misión grande y sublime la tuya, madre, porque tuya será la gloria de tus
hijos. ¡Qué cosas no quiso decir aquella mujer conmovida por nuestro
Cristo y entusiasmada con su Madre! En medio del pueblo demostró su
agradecimiento dando un grito: «¡Bienaventurado el vientre que te llevó!».
¡Bienaventuradas las madres que se esfuerzan por formar cristianamente a
sus hijos!
Embajada sacrificada la tuya, padre, que no verás muchos días el fruto de
tus trabajos.
Actuación desinteresada ha de ser la tuya y la mía, para saber dejarlos
marchar por la vida después de haberles dado la nuestra día a día.
Misión muy grande, muy noble, muy bella y muy llena de
preocupaciones. Tremenda la responsabilidad que ha caído sobre tus
hombros; responsabilidad que no puedes rehuir ni soslayar.
¿Conoces alguna otra finalidad de la educación que la de ayudar a tus
hijos a hacerse otros Cristos? ¿Y no recuerdas que Él murió, pendiente del
leño, la tarde del Viernes Santo?
Sí, tendrás que pasar a través de desvelos, tristezas y temores; a través de
desalientos, desasosiegos. cuidados y preocupaciones; pasarás por ensueños
y esperanzas. Y llegarás, padre; llegaréis, madres, a las grandes alegrías, a
los grandes alborozos, entusiasmos y realidades. Llegaréis a dar un fruto
innegable.
Hace diez años te escribí la primera carta. Si aquélla la compuse en un
molino viejo, lleno de soles de Castilla, ésta te la escribo desde un caserón
vasco, cubierto de brumas marinas, que se llama Gaztelueta. Tengo a mi
alrededor más de 270 chiquillos. Si hay borrones en la carta, la culpa no es
mía. Y si alguna vez, leyéndola, te das cuenta de que he perdido el hilo de
la trama, no culpes al editor. La culpa la tienen exclusivamente los
chiquillos, que me llevan el hilo, la trama, los caramelos, la paciencia y las
ganas de revisar lo anterior.
¡Ah! No encontrarás en este libro soluciones concretas a pequeños
problemas pedagógicos. Búscalas por ahí; hallarás muchos y muy buenos
libros que te resolverán los problemas.
Sólo pretendo hablarte de Dios y de los hijos.
¿Verdad que recuerdas cuatro cosas de tus padres que han servido de guía
en tu vida? Pues de eso se trata. De eso quiero hablarte. De esas cuatro
cosas que hoy están tan olvidadas.
Quiero hablarte de las grandes orientaciones que han de encaminar tu
vida, la de tu hogar y la de tus hijos, para que podáis ser llamados, ellos y tú
–con plenitud–, hijos de Dios.
I. MANDATOS DE DIOS

¡LLENAD LA TIERRA!

«Hay que esforzarse por cumplir generosamente con el deber de la


fecundidad» (Pío XI).

¡Óyeme! ¿Tú tienes hijos? ¿Cuántos?


No me olvides que poderoso es Dios para hacer que le nazcan hijos de
las mismas piedras, y a pesar de todo sigue queriendo que seas tú el
colaborador.
No tergiverses la vocación recibida de Dios, que Dios te pide hijos. Hace
veinte siglos que maldijo a una higuera por no dar fruto.
«¡Necias, inconscientes y desgraciadas las madres que se quejan si un
nuevo pequeño se abraza a su pecho y pide alimento a la fuente de su
seno!» (Pío XII).
Es Dios quien os pide que santifiquéis vuestra vida matrimonial con el
cumplimiento del primero de los fines del matrimonio. ¡Hace falta que
tengáis hijos!, ¡que deis fruto!
¡Si no tenéis hijos, acabaréis por tener perros!
«Son muy pocos los que hoy en día hablan de que hay que tener hijos»,
me decía una buena madre. Sí, ciertamente somos muy pocos. ¿No
entendéis que es preciso gritar a las gentes para que se percaten de lo que
Dios pide a los suyos?
Recorriendo librerías me he encontrado un sinfín de libros y folletos que
hablan de los procedimientos para no tener hijos sin pecar. Un sinnúmero
de páginas nos hablan de lo mismo. ¡Siempre andamos rondando los límites
del pecado! Nada que nos empuje a mirar arriba; nada que se asemeje a la
generosidad de nuestro Padre Dios para con nosotros. ¡Qué ruines y tacaños
somos los hombres!
La egolatría de hoy –causa de todas las crisis que padecemos– ha llevado
a muchos a estudiar con detalle, con precisión, los días agenésicos con el
solo «motivo» de solapar su cálculo, su cuquería, su egoísmo, su deseo de
gozar sin cargas y sin hijos.
Atiéndeme. De ese cúmulo, de ese rimero de egoísmos, el único que saca
fruto y partido es el diablo, el primer interesado en que haya pocos hijos en
el Cielo. Están haciendo el juego al diablo, un juego revuelto, sucio,
asqueroso.
No me puedo callar. No podemos andar con paños calientes si
pretendemos curar una herida que sufre la sociedad actual y que tiene todos
los síntomas de gangrenosa. Se hace preciso cortar y sajar, para que la
gangrena no llegue al corazón.
Si fuesen paganos, no me molestaría que hablaran de restricción de la
natalidad. ¡Allá ellos! Pero son católicos y no pueden hacerlo.
La primera idea que tuve al escribir este libro era hablarte de la
educación y formación de los hijos. Pero cuántas veces me he preguntado a
solas: educación, ¿de qué?, ¿de los hijos? ¡Si no los tienen!
¡Desmemoriados! ¿Por qué esa negligencia en recordar los gritos de
Dios: «Creced y multiplicaos» y «llenad la tierra»?
Crecer, multiplicarse y llenar la tierra de cristianos es una bendición y un
mandato de Dios a los que –por vocación divina– habéis sido llamados al
matrimonio. El matrimonio es para engendrar hombres: «Para que por
vosotros se aumente la muchedumbre de los hijos de Dios y se complete el
número de los elegidos» (Pío XII).
¿Es posible, padres, que hayáis olvidado lo que exige la dignidad? ¿No
os dais cuenta de que sois los colaboradores de Dios en la transmisión de la
vida? Vosotros ponéis el cuerpo, y Dios completa vuestra función creando
un alma distinta para cada hijo. Sois como partícipes de aquella potencia de
Dios con la que creó al hombre del barro.
Dios te pide hijos, porque los «necesita». Dios tiene derecho a que
nazcan hombres en tu familia. De entre ellos elegirá a los héroes, a los
intrépidos, a los sacerdotes, a los propagadores de su Evangelio, a los que
viven en el mundo o fuera de él, consagrados totalmente en sus manos. De
entre ellos elegirá a los guerreros, a los invencibles; y a los padres y madres
que, sin relieve en la tierra, gozarán Arriba de toda la gloria alcanzada por
sus hijos. De entre ellos elegirá «a los sucesores de su primer Vicario en el
gobierno universal de toda su grey» (Pío XII).
«Don de Yavé son los hijos; es merced suya el fruto del vientre» (Ps.
CXXVIl).
«¡Pues qué! ¿No los hizo Él para ser solo uno, que tiene su carne y su
vida? Y este único, ¿para qué? Para una posteridad para Dios» (Mal., II,
15).
La mujer «se salvará engendrando hijos...», nos recuerda San Pablo (I
Tim., II, 15).
«¿Acaso no os habéis unido libremente... ante Dios... para pedirle santa y
libremente... estas almas que Él ansía confiaros?» (Pío XII).
¡Padres! (ahora os escribo en voz baja): Si el amor de los esposos no
termina en hijos, han truncado, tronchado el amor. El amor de hombre y
mujer exige hijos. Un amor auténtico, un amor verdadero tiende al hijo
como a su fin natural.
Otros eran los sentimientos de los cristianos de la primera hora. Escucha
estas palabras de Atenágoras: «Como tengamos, pues, esperanza de la vida
eterna, despreciamos las cosas de la presente y aun los placeres del alma,
teniendo cada uno de nosotros por mujer la que tomó conforme a las leyes
que por nosotros han sido establecidas, y ésta con miras a la procreación de
los hijos. Porque al modo que el labrador, echada la semilla en la tierra,
espera a la siega y no sigue sembrando, así, para nosotros, la medida del
deseo es la procreación de los hijos».
¡ALMAS PODRIDAS!

¡Padres! ¿Queréis dar buenos educadores a vuestros hijos? ¡Dadles muchos


hermanos!

Ya sé que estáis mirando alrededor para poder justificaros. Sí, ya sé que


tampoco en torno hay hijos; sí, ya lo sé. Van desapareciendo del campo y de
la ciudad, de entre los pobres y de entre los ricos, de arriba y de abajo.
Sí, ya sé que si habláis de tener hijos, muchos hijos, os mirarán como a
locos. ¿Hoy?, ¿en estos tiempos?, ¿con las dificultades presentes? ¡Qué
locura! Y acudirán, para aturdiros más, a frases hechas de libros infames.
Os atosigarán con «razones» políticas, sociales, económicas... «La
población del mundo crece de manera alarmante», «llegará un día en que la
tierra será incapaz de alimentar a sus hombres».
¡Decidles que mienten! ¡Que la tierra dará siempre su fruto, si el hombre
la trabaja como lo tiene mandado Dios! Es la tierra del alma de muchos la
que se encuentra podrida y no da nada.
Decidles que esas dificultades actuales, la carestía de la vida, la
insuficiencia de ingresos..., son muchas veces mentiras barnizadas de
razones para incumplir la voluntad de Dios.
Conozco muy de cerca las dificultades actuales. Estimo que son razones
poderosas para que «esa» determinada familia no pueda tener más de tres
hijos. Pero no me convenceréis nunca con vuestros pobres argumentos de
que ésa debe ser la tónica imperante. ¡Son los ricos los que tienen menos
hijos que los pobres! Las estadísticas cantan. Son algunas zonas de las más
pudientes de nuestro país las que tienen el índice de natalidad más bajo de
España.
A los que no quieran tener más hijos, les daré la única argumentación
para que puedan esgrimirla como justificante de su infecundidad: ¡la falta
de espíritu cristiano en su familia! ¡No hay otra!
No habéis querido daros cuenta –no os conviene– de que ser discípulos
de Cristo supone siempre coger la cruz y marchar por un camino de
sacrificio. Para resucitar hace falta morir.
Y si no quisierais oírme, os seguiría chillando al oído: ¡Ser cristiano
supone renuncia y heroísmo! La santidad implica vivir todo lo que pide la
vocación de cristiano hasta sus últimas consecuencias.
Yo querría veros hace mil novecientos años, cuando el hacerse cristiano
presuponía pena de muerte. Estoy seguro de que más de uno de los que no
quieren tener hijos hoy, hubieran continuado entonces echando incienso a
los ídolos, aunque fuese mucho incienso, siempre más económico que
perder la vida.
¿Qué quieren? ¿Gozar del matrimonio evitando las cargas que lleva
consigo? ¡Pues que lo digan de una vez! Pero que no pretendan vestir el
egoísmo con ropajes cristianos.
Están transformando el matrimonio –bendecido por Cristo– en un pobre,
vulgar y rastrero comercio de carne, ¿También éstos se encuentran entre los
traficantes del templo? ¡Trafican con la carne! ¿No les arrojará Dios del
lecho, a latigazos? ¡Calculadores!, ¡cucos!, ¡cobardes!, ¡egoístas!,
¡comodones!, ¡avariciosos!, ¡lujuriosos!, ¡perezosos!
¿Quieres que sumemos todos los epítetos?
Pues bien, lo haremos. En la escuela me enseñaron a poner unos
sumandos debajo de otros, así:
Cálculo
Cuquería
Cobardía
Egoísmo
Comodidad
Avaricia
Lujuria
+ Pereza
________________
Total: Birth Control
No apaguéis deliberadamente la vida. El «control de los nacimientos» es
el insulto a la Providencia y a la Cruz de Cristo.
Me quieres recordar –haces bien– que también la Santa Madre Iglesia ha
hablado sobre el particular. Que el Santo Padre ha señalado excepciones.
¡Claro que hay excepciones! Pero ¿no las habéis convertido en norma
general? Las cosas, en su punto.
Es posible, sí, lícitamente, limitar la prole. Hablo a cristianos y será
conveniente recordar que nunca lo podréis hacer con medios
intrínsecamente malos, que atenten contra la ley de Dios, que vicien el acto
conyugal. Ninguna circunstancia, por grave que fuere, puede legitimar esta
conducta.
Sí se puede lícitamente limitar la prole, recurriendo a las épocas de
esterilidad natural, cuando existen graves motivos como la indicación
médica, eugénica, económica y social. Pero quiero que quede bien claro que
nunca son motivos graves ni la comodidad, ni el egoísmo, ni la sensualidad,
ni la avaricia, ni la pereza.
«Pero si no hay –dice Su Santidad Pío XII– tales graves razones
personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de
evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúa
satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivarse de
una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas
éticas».
Quisieras que te expusiera los graves motivos de excepción,
pormenorizando el detalle. No quiero hacerlo. Si te consideras excepción,
consulta con quien lo debes hacer. Pero antes de asesorarte, toma mi
consejo: Hay enfermos viciosos que van de médico en médico, hasta que
encuentran uno que –¡por fin!– les deja fumar y beber. ¿Me entiendes? Hay
muchas formas de presentar tu caso.
Existe un procedimiento maravilloso de controlar la natalidad, que encaja
perfectamente en las almas con deseos de perfección. ¿Sabes cómo se
llama? ¡Continencia!
Para todos aquellos que quieren refugiarse hipócritamente en la doctrina
de la Iglesia, para seguir haciendo uso de sus juegos, te traigo aquí las
palabras del Pontífice Pío XII.
¿Quieres saber cuál es la conducta mejor para los hombres cristianos?
¿Cuál es la realmente santificadora? ¿Cuál la más grata a Dios? Escucha.
Habla el Papa Pío XII:
«Nuestra principal complacencia y nuestra paternal gratitud se dirigen a
aquellos esposos generosos que, por amor de Dios y confiando en Él,
sostienen animosamente una familia numerosa».
«El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma,
dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del
matrimonio fecundo». No te lo repito, pero quiero que lo vuelvas a leer.
Y continúa diciendo el Papa: «Por lo tanto, abrazar el estado
matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él
es lícita, y, por otra parte, sustraerse deliberadamente sin un grave motivo a
su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal».
¡Generosidad y confianza en Dios! Estas son las dos razones fuertes de
toda familia numerosa. Estas son precisamente las dos virtudes que te hacen
falta.
No me preguntes por el número de hijos que debes tener. «El buen amor
conyugal –nos dice un autor moderno– aspira a la gloria de la fecundidad, y
en ella pone su orgullo. Pero la gloria de la fecundidad no está en una
fecundidad a cuentagotas. Esta es una fecundidad abundante, que aspira a la
abundancia y pide razones, no para tener hijos, sino para limitar su
número».
Ni Cristo, ni su Iglesia, ni las leyes humanas nos determinan ese número
que tú pides.
Sí te puedo decir que el número de tres es el mínimo necesario para que
los hombres no desaparezcan de la tierra con el tiempo. El otro número, el
máximo, te lo dictará tu fe, tu esperanza y tu amor al Señor.
Tan responsables sois vosotros, padres, que no engendráis hijos para el
cielo, como lo serían los sacerdotes que no se esforzaran por formar a
Cristo en las almas, o los cristianos que se despreocupan de que Cristo reine
en la sociedad.
El proselitismo más eficaz que podéis llevar a cabo los padres cristianos
es éste: tener hijos, muchos hijos. Los escritores siembran letras; los
oradores, palabras; los teólogos, doctrina. Vosotros, padres, sembráis vida.

LOS GRITOS DE LOS NO NACIDOS

Yo te digo con el séptimo de los Macabeos: «Mis hermanos, después de


soportado un breve tormento, beben el agua de la vida eterna» (II Mac., VII,
36).
Y te grito con el que no llegó a nacer –en «El gran teatro del mundo»–:
«Gloria y pena hay, pero yo no tengo pena ni gloria».

Ahora me callo yo. Otros son los que van a hablarte.


¿No has oído nunca las voces que surgen del reino de los no nacidos? Es
un reino en el que solamente hay voces, griterío y ansiedad; voces, gritos y
ansias que quisieran hacerse carne.
Tengo hambre. ¿Por qué no me dais de comer? Tengo sed. ¿Por qué no
me dais de beber?
Tengo frío. ¿Por qué no me cubrís con vuestros harapos?
Ando peregrino por la nada. ¿Por qué no me refugiáis?
¿No me veis encarcelado, enfermo, sin vida? ¿Por qué no escucháis mis
gritos?
Tengo sed de agua y de Espíritu, para llegar a ser hijo de Dios.
Tengo ganas de besaros, padres. ¿Por qué huís? ¿Qué mal os he hecho?
¿No habéis entendido que hay que amar al prójimo como a vosotros
mismos? ¿Por qué no me dais siquiera la vida?
¡Tengo hambre y sed de vida! ¿No me oís? ¡Quiero vivir!
¿Tampoco tú, madre, me quieres atender? ¡Madre, madre! Te llamo
madre pensando que algún día podré decírtelo de verdad: ¡madre buena,
madre guapa, madre cariñosa!
No, madre, no sufro; aquí, en el reino de los no nacidos nadie puede
sufrir..., ni tampoco gozar de Dios en la eternidad.
¿Qué dices, madre? ¿Que sois muchos para un poquito de pan? ¡Uno
más, madre! Al repartirlo os corresponderá a todos un poco menos, pero...
¡me haréis tan feliz!
¡Qué cosas dices, madre! ¿Que en la vida pasaré trabajos y fatigas? ¿No
te acuerdas de que Cristo dijo que hay que soportarlos?
¿Que hay muchas tribulaciones? ¡Y me lo dices acongojada! ¡Pero si hay
que tener por gran gozo el caer en las tribulaciones, madre! (Cfr. Iac., I, 2).
¿Que ahí se sufre mucho? ¡Qué me importa! ¡Mira, si padecemos algo
por amor a la justicia –nos lo dijo Pedro– seremos bienaventurados! (I Pet.,
III, 14).
«Teniendo qué comer y con qué cubrirnos –nos lo dijo Pablo–,
contentémonos con esto» (I Tim., VI, 8).
Y yo, madre, no tengo nada que comer ni con qué cubrir mi nada. No
puedo contentarme. Esa es mi pena.
Si supieras la envidia santa que sentimos cuando oímos decir a Cristo:
¡Hijos míos!, ¡amigos míos!
Conozco todas las disculpas, pretextos y excusas que pones ante los
extraños, como justificaciones de tu voluntaria y forzada esterilidad; pero
no nos convencen ni a Dios ni a nosotros.
Cuando a la vista de las miserias, desventuras, desdichas e infortunios,
Cristo clama: ¡Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y
cargas, que Yo os aliviaré! y ¡bienaventurados los que lloran!, los únicos
que no podemos acudir ni llorar somos nosotros, porque vosotros nos lo
impedís. Nos habéis cerrado el paso, ¡padres cristianos! ¡Que Dios os
perdone!
Tú dijiste, Jesús, que todos los hijos fuéramos a Ti, pero los padres no
nos dejan.
Tú predicaste que no nos entorpecieran el acercarnos a Ti, y los padres
nos estorban, Jesús, nos estorban.
Tú enseñaste, Jesús, a todo el que quiso escucharte: ¡Vale más un hombre
que una oveja! (Mt., XII, 12).
¡Pero son tan pocos los que te hacen caso, Señor! Para los cristianos de
ahora –que por lo visto no leen el Evangelio– los hijos valen menos que los
cabritos.
Tú adoctrinaste a los hombres para que no arrojaran a los perros ni a los
cerdos las perlas y las cosas santas, pero los no nacidos pensamos: ¿a quién
las darán si no tienen hijos?
Aquí en el reino de la nada, el reino del amor posible, nos preguntamos
si habrá llegado ya el final de los tiempos, el tiempo peligroso, ya que «en
los tiempos postreros –dice la Escritura– se levantarán hombres egoístas,
codiciosos..., rebeldes a sus padres, ingratos..., desnaturalizados, desleales,
fieros..., inhumanos, traidores, hinchados y más amadores de placeres que
de Dios, mostrando, sí, apariencia de piedad, pero renunciando a su
espíritu» (II Tim., III, 1-5).
¡Si estará llegando ya el final de los tiempos!
Y lo que el hijo no puede decir os lo digo yo como amigo.
Sí, así sois, ¡codiciosos! Os pudre el dinero.
Sí, así sois, ¡inhumanos!, con carroña en el corazón.
Sí, así sois, ¡traidores y tramposos!, ¡fariseos!, con apariencia de
piadosos. Avaros de deleites más que de Dios.
Os interesa más el dinero que los hijos, ¡mezquinos!
¿Queréis dinero? ¡Tenedlo! ¡Guardadlo bien! Pero tengo que deciros que
me da miedo que el día de la cuenta os puedan condenar como al mago
Simón: «Perezca contigo tu dinero».
«Os conjuro por el Señor –adoctrina Pablo de nuevo– que os portéis de
manera digna de la vocación a que habéis sido llamados» (Eph., IV, 1).
Si queréis tener dinero, podéis retener parte del precio de vuestro campo
para vuestros caprichos. ¿Quién os quita el conservarlo? Pero no hagáis
trampas, como Ananías y Safira. No mintáis. No queráis aparentar que es
poco el dinero de que disponéis para tener más hijos. No seáis tramposos;
no sea que os castigue Dios con la muerte, porque habéis negado la vida a
vuestros hijos.
¿Por qué volvéis a argumentar con la posible miseria que le aguarda ahí
entre vosotros? Había gentes que seguían a Cristo «sin tener que comer»
(Mt., XV, 32), ¡pero le seguían! Y eso es todo lo que hay que hacer en la
vida.
¡Madre! Si yo te dijera todo lo que pienso de esa poca hambre que se
puede sentir por un poco de tiempo en esa tierra, antes de entrar en el
Cielo...
Te lo voy a contar. Escúchame. Yo hubiera querido ser como aquel
chiquillo que cerca de Betsaida –¿lo recuerdas?–, cuando Andrés andaba
como loco buscando un poco de pan para los cinco mil que tenían hambre
en torno al Señor, le dio sus cinco panes y sus dos peces, que su madre le
había preparado al salir de casa. ¡Yo hubiera querido ser aquel chiquillo!
¡Se lo entregó todo, madre! ¡Le entregó todo lo que tenía! Y sus panes de
cebada y sus pececillos fueron a parar a manos del Señor.
¡Si vieras, madre, cómo se multiplicaban los peces en las manos de
Pedro, de Andrés, de Juan y de Santiago! ¡Hasta en las manos de Judas se
multiplicaban los peces del chiquillo! ¡Qué suerte la de aquel hijo con los
padres que tenía, los que le dieron la vida y los panecillos!
El chiquillo se quedó sin pan y sin peces. ¡Y qué, madre! ¿No ves que
dio de comer –él con Él– a cinco mil?
Aquí, en el reino de los no nacidos, no puedo hacer nada por aliviar el
hambre de los otros hombres. No puedo hacer nada por ellos.
¡Si supieras! Yo también tengo hambre, madre, hambre de vida. Y
nosotros, por mucha hambre que tengamos, nunca seremos
bienaventurados.
«Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada
en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rom.,
VIII, 18).
¿Verdad que no os dicen nada estas palabras de la Escritura Santa? ¡Qué
os van a decir! Vosotros, desconocedores de la doctrina cristiana, habéis
preferido aprenderos la lección de la prudencia humana: ponderación,
mucha ponderación; mesura, reserva, previsión, muchísima previsión;
moderación, precaución, nada de exponerse, y ¡pocos hijos!
Sumáis los ingresos y los dividís por un sumando compuesto de nevera,
vacaciones, casita de campo, televisión, cocinilla eléctrica y comodidades.
¡Qué pena! No queda nada para el nuevo hijo.
¡Qué prudencia la vuestra! Lo es –ciertamente– de serpiente. ¿No
recordáis que también hay que ser sencillos como palomas? La
comparación del Señor no hace sólo referencia a lo que se arrastra por los
suelos. También quiere que os parezcáis a lo que vuela por las alturas.
¿Entendíais que la prudencia de la que nos habla el Señor es la de la
carne? ¡No! La prudencia de la carne es muerte. Él desechará y destruirá
esa prudencia de los prudentes de la carne.
Desde Corinto amonestaba San Pablo a los romanos. Pagad a todos lo
que les debéis: a quien tributo, tributo; a quien impuesto, impuesto; a quien
temor, temor; a quien honra, honra.
Desde la nada os amonestamos: pagad a todos lo que debéis; a quien
vida, vida.
Pero no tengáis miedo. No os podemos hacer daño. Al leer estas páginas,
posiblemente pensarás en los días en que la carne pudo más que el espíritu,
e hiciste lo imposible para que no llegáramos al Reino de los nacidos; pero
dejarás de leer esta carta, y volverás a olvidarte de nosotros. No temas. No
volveremos a aparecer en tu vida. No tengas miedo. No existen los
fantasmas. Dormiréis tranquilos. Veréis qué paz sentís. Una paz que no
viene de Cristo. Una paz que huele a infierno, pero que continúa
llamándose paz por todos los que usan del matrimonio como si fuera un
inmenso campo donde sólo se siembran goces.
No te volveremos a decir nada. No son muchos los que nos predican hoy
en vuestra tierra. Habla, sí, la Iglesia de Dios, pero no estiman oportuno
escucharla. Son pocos los que en ese reino de los nacidos tienen recuerdos
para nosotros. No os molestará nadie. Seguid satisfaciendo vuestras
apetencias carnales. Gozad sin compromisos. Nadie os dirá nada. Y si
alguien en la Iglesia os recuerda algo, no le hagáis caso. Haced lo que
hacéis con esta carta. Rompedla. Tapaos los oídos.
¿Verdad que, a pesar de todo, no queréis tener más hijos? Pues: seguid
con vuestros juegos y vuestras trampas. ¡Hartaos de pan, comilones! Que lo
paséis bien esos poquitos años por la tierra que no conozco. ¡Que lo paséis
bien!
¡Que te diviertas, madre! ¡Diviértete!
¡Si vieras cómo lloro! Sin poder ir al Cielo, ¡a mi Cielo!, ¡a mi Cielo!
¡Para siempre! ¡Me priváis del Cielo para siempre! Pero... ¡diviértete!
Conmigo en tus entrañas no podrías divertirte tanto, ¡bien lo sabes!
¡Diviértete también tú, padre!
Ve a la Iglesia y di a pleno pulmón –fariseo–: Yo no soy como los demás
hombres; ayuno, doy limosna, cumplo con mis obligaciones. Dilo a voz en
grito, y saldrás peor que entraste.
Los que aquí esperamos –no sé qué, porque no nacemos– te gritamos a
coro: eres como los demás hombres que no quieren tener hijos.
¡Qué comprensivos sois con vuestros caprichos, con vuestros defectos,
con vuestros crímenes! ¡Qué intransigentes con los demás en su derecho de
vivir! Nos cerráis la puerta de vuestro hogar como se la cerrasteis a José y a
su Esposa en Belén, cuando ya María llevaba a Cristo en sus entrañas.
Me he excedido, madre. Perdóname. Que no os quiero mal. No, no. Que
Dios no tenga en cuenta vuestros cálculos: dos, sí; tres, no, que son muchos.
¡No! Que Dios no os pregunte por mí. Os deseo (con toda el alma, iba a
poner, pero no la tengo) que, arrepentidos, podáis llegar al Cielo, que supera
a cuanto el ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en el corazón del hombre.
Allá sí que habrá hijos, ¡y cómo gozarán los padres generosos que se
privaron de un poco de pan y de carne para dárselo a sus hijos!

¡TE LLENARÍA DE BESOS, MADRE!

En muchas ocasiones te he visto llorar a solas. Pero si yo estuviera


contigo, me bebería tus lágrimas a besos, madre.
Cuántas veces te he visto llorar, ¡cuántas!
Yo no te dejaría llorar sola. Podrías mirarte en mis ojos, y yo llenaría tus
ojos de caricias. Tú besarías mis ojos cerrados por el sueño y me los
volverías a besar cuando los tuviera abiertos.
No me prives, madre, de hacerte pucheros.
No me quites la ilusión de poder llamarte: ¡madre mía!
Tú tendrías el ensueño de poder llamarme: ¡tu cielo!, ¡tu tesoro!, ¡tu rey!,
y ¡tu sol! ¡Cómo nos reiríamos entre besos los dos!
¿Por qué me dices eso, madre? ¿Por qué no quieres tener un hijo más?
No lo digas tan seria.
Ya sé que son nueve meses de angustias, pero... una vez que has dado a
luz a tu hijo, no volverás a acordarte del dolor; entonces empezará la
alegría. ¡Madre! No lo digas en serio, ¡no!, ¡no lo digas!
¡Madre! No te marches, que me quedo solo.
No te vayas. ¡No te vayas!
Hay una palabra que jamás podré pronunciar. Ninguna como ella tiene
tantos cantos, encantos, risas y decires: Madre.
Podría seguir tus pasos, porque has dejado tus huellas: un camino de
lágrimas por el suelo. Me has dejado tus lágrimas. Pero yo, ¿para qué las
quiero? No basta, madre, con llorar y gemir. Las lágrimas se secan con el
mismo viento que se lleva las palabras.
¿Para qué quiero tus lágrimas, si tampoco Dios las quiere?
¡Yo quería tu vida, que pudo ser la mía!
Qué felices tienen que ser los hijos que, aun no teniendo nada en el
mundo, tienen Vida.
¡Y yo... que hubiese llenado de besos tu vida, madre!

RAZONES DE LA INFECUNDIDAD

No despreciéis ese gran tesoro que el Señor quiere poner en vuestras


manos.
Bienaventurados son los padres con muchos hijos.
Ellos son el regalo que Dios proporciona a las familias cristianas.
«Vuestro gozo aumentará y se multiplicará cada vez que junto a vosotros
el Bautismo regenere a uno de vuestros pequeños» (Pío XII).
«Corona del anciano son los hijos y los nietos; y los hijos, honra de los
padres» (Prov., XVII, 6).
Así canta el adagio alemán: «Muchos hijos son muchos padrenuestros,
muchas bendiciones de Dios, mucha alegría».
El Rey de reyes, el Omnipotente, os pide que cumpláis perfectamente
con la vocación a que habéis sido llamados; os pide fecundidad, que deis
fruto. Los padres, que, con pocos hijos, no quieren tener más, buscan en
ellos una satisfacción: el deseo de continuarse. Son hijos para su egoísmo.
Los padres de familia numerosa se encontrarán, siempre, más capacitados
para entender que los hijos son para Dios. «Una cuna consagra a la madre
de familia, y muchas cunas la santifican y glorifican ante el marido y los
hijos, ante la Iglesia y la Patria» (Pío XII).
Pero si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda
infecundo.
No nos puede extrañar, por esto, que haya tanta infecundidad en el
mundo. Muchos padres quieren vivir –¡sólo vivir!–, y vivir lo más
cómodamente posible. Se han olvidado de los consejos de Cristo. No
quieren morir por el sacrificio. Y no habrá fruto, porque, para que lo
hubiere, se precisa que haya muerte e invierno, lluvias y soles, frío y calor.
¿Por qué os extrañáis de que los granos de trigo queden infecundos? La
vida no se transmitirá sin el sacrificio de los que tienen vida.
¡Cristianos! ¿No os estaréis contagiando de todos los vicios y crímenes
de los que ni creen ni esperan en Dios?
«Se mezclaron con las gentes, y adoptaron sus costumbres. Y dieron
culto a sus ídolos... Sacrificaron los propios hijos y las propias hijas a los
demonios; derramaron sangre inocente, la sangre de sus hijos y sus hijas,
sacrificándolos a los ídolos de Canaán. Y quedó la tierra contaminada por la
sangre» (Ps. CVI).
Os fijáis en los paganos cuando decís: ¡Tampoco ése, ni ese otro tienen
hijos! Yo también podría señalarte muchos más: ¡ni éste, ni ése, ni aquél
quieren tenerlos! Si los primeros cristianos, en lugar de vivir su fe y su
esperanza en Cristo y en lo que les pedía la naciente Iglesia, hubiesen
mirado en su derredor, lo que hacían los paganos de su tiempo, hubieran
continuado como ellos, amigos de los dioses de barro.
Si continuamos abriendo desmesuradamente la mano, entrarán en
nuestras iglesias esos nuevos cristianos sin cruz –muchos cristianos sin
cruz–, que acabarán por extrañarse al ver un Cristo pendiente del madero.
Es reciente la anécdota de una «buena» mujer que trataba de comprar
algo en una tienda de antigüedades:
–Déme un Cristo de veinte duros. ¡Que sea pequeño! Es para el
dormitorio y me da mucho miedo (sic).
Llevamos sobre nuestros hombros el peso muerto de una época ególatra
y tranquilona, que se deja sentir en la misma formación que muchas veces
damos los cristianos a los nuestros.
¿No has pensado que se podría escribir un opúsculo que se titulara: «El
mínimo necesario para entrar en el cielo»? Sería de un éxito editorial
seguro. En él se podría hablar del menor número de hijos que se puede tener
para continuar siendo cristianos. Un capítulo podríamos dedicarlo al
mínimo tanto por ciento de lo superfluo que se precisa para que la calderilla
que damos a la Iglesia pudiera llamarse limosna. Otro apartado interesante
lo constituiría el examen del menor número de días que se pueden dedicar a
los hijos para cumplir con la educación de los mismos. Otra sección, no
menos importante, nos ocuparía el hablar sobre la despreocupación del
prójimo, compatible con el primero de los Mandamientos de la Ley de
Dios. También se podrían estudiar los límites de la irresponsabilidad y del
abstencionismo en la actuación pública de los cristianos en el mundo, para
evadirse de la condenación de la Iglesia.
No puedo seguir bromeando. Si seguís en la actitud de siempre –egoísta,
infecunda, estéril e inútil–, veréis qué clase de hijos formáis.
¿Qué podréis enseñar acerca de Dios a vuestros hijos?
¿Qué les diréis acerca de Cristo? ¡No les mintáis explicándoles que Él
vivió mediocremente, como vosotros!
Todo lo bueno que pueden aprender esos hijos fuera del hogar, lo
romperéis vosotros con vuestro ejemplo.
¡Qué verán esos pobres hijos en la Religión!
Ahora te explicarás mejor la frase dura y áspera de aquel chiquillo que
me dijo: «Tengo ganas de ser mayor para dejar de rezar, ¡como mi padre!».
¿Qué aconsejaréis a los vuestros?
Os comportaréis tan tontamente como aquella «bondadosa» madre que
recomendaba a su hijo aviador: «¡Hijo mío, vuela bajo y despacio!»...
¡Seguid así, con consejos de prudencia enfermiza! No sé a dónde
llegaréis. Lo que sí os aseguro es que no conoceréis nunca ese ciento por
uno que ha prometido el Señor a los generosos. El ciento por uno en esta
tierra es incompatible con el estudio de los límites que hacéis de la
generosidad.

HOMBRES SIN ESPERANZA

Los cristianos de ahora tenemos la idea –falsa– de que el dar supone


perder lo que se da.
¿Qué podéis entender, entonces, de la santidad, si el primer paso que hay
que dar en este camino del Amor es olvidarse por completo de uno mismo?
Esta es la condición, tanto del amor a Dios como del amor humano.
¡Creedme! Es doloroso que piense así, pero dais la impresión de que sois
gente con sólo un poquito de fe, con sólo un poquito de esperanza. He ahí la
raíz de vuestra falta de generosidad.
Queréis hacer lo necesario, exclusivamente. Queréis hacer aquello, y sólo
aquello que resulte imprescindible para entrar en el Reino, ¡si es que hay
Dios!, pero sin excederse en nada. ¡No sea que no haya Dios y hayáis
perdido el tiempo! Es doloroso pensar así, pero es vuestra postura la que me
sugiere ese terrible comentario.
Es así como uno se explica tantas cosas vuestras. Así se entienden
vuestras limitaciones y vuestras prudencias.
Ahora comprendo ese rezar a Dios sólo por las noches, para después,
durante el día, acordarse exclusivamente de los caprichos personales.
Creéis, sí, como para ir a la Iglesia –¡no se os ofendan vuestros dioses!–,
pero no creéis como para trabajar para Él.
Creéis y esperáis, sí, como para poder rezar y aplacar así su ira –¡no os
vaya a castigar!–, pero no creéis como para entender que el Señor se ocupa
de vuestra familia.
Creéis, sí, como para dar un poco de limosna, porque os han enseñado
que el primer precepto que ha impuesto ese Cristo es la caridad, pero no
creéis lo suficiente como para daros a Cristo en los hijos.
Creéis, sí, como para recibir la bendición del sacerdote de Dios al
casaros, pero no tanto como para creer en la ayuda vigorosa y constante del
sacramento del Matrimonio.
Creéis, sí, en la Providencia, pero no como para abandonaros en manos
del Señor al pensar en una familia numerosa.
Creéis en Dios, sí, pero no como para pensar que os ve y os oye en
vuestro trabajo, en el hogar y en el descanso.
Necesitáis la fe y la esperanza de los recién conversos, para poder saltar
de ese estado de tibieza en que andáis metidos.
II. LA SANTIDAD DE LOS PADRES

FE EN CRISTO

«Temed a Yavé, y servirle con sinceridad y fidelidad.


... Y si os parece mal servir a Yavé, escoged hoy a quién queréis servir, si a
los dioses a quienes sirvieron vuestros padres al lado allá del río, o a los
dioses de los amorreos, cuya tierra habéis ocupado. Yo y mi casa
serviremos a Yavé» (Ios., XXIV, 14 y 15).

Si no quieres cumplir con lo que Dios manda, ¡rebélate!


Al menos habrás escogido una postura ante Cristo, porque, hasta el
momento, no parece que la tengas, aunque mucho presumas de ello.
A Cristo se le acoge o se le rechaza. Lo que no puede hacerse es jugar
con Él y con lo que Él pide.
Pero si le recibes..., ¡amigo!, ¡sé consecuente!
Lo cierto es que el Cristo al hacerse carne, entregó su Evangelio a todos
los hombres, a las sesenta generaciones que han desfilado delante de
nosotros, y a las que vendrán después.
A nosotros –tú y yo–, pronto o tarde, nos llega el turno de formularle la
pregunta, como lo hicieron los discípulos de Juan el Bautista. «¡Tú!, ¿quién
eres?».
¡Y Cristo habla!: «Yo soy el Mesías».
También los judíos le hicieron la misma consulta: «Si Tú eres el Cristo,
dínoslo abiertamente». Pero si te contesta, como a ellos: ¡que sí!, ¿también
tú le apedrearás?
Tu mundo y el mío –cada alma somos un mundo– admite a Cristo o lo
rechaza. Lo abraza o lo desprecia. Cristo no quiere esclavos. Nos quiere
libres, como los pájaros del cielo. Con tanta libertad como responsabilidad.
Libremente –con responsabilidad– puedes abrir o cerrar el Evangelio. Lo
que no puedes hacer es abrir EL LIBRO para dejarlo –indiferentemente
abierto– entre otros montones de libros con minúscula.
La «historia» más importante de la vida, la única trascendental, la más
profunda, la que tiene valor absoluto, la que llega a alcanzar alturas de
mundos infinitos, ¡no se ha escrito nunca!, ¡no se editará jamás, porque no
puede escribirse!: ¡Tu historia y la de cada uno de tus hijos!, tu vida, hecha
de encuentros con Cristo, de encontronazos y de actitudes ante ese Cristo
vivo.
¿Que no eres consciente de tales descubrimientos? Admito que apenas
los aprecies confusamente. Pero no dejas por ello de ser responsable,
porque tienes demasiado ruido en tu alma. He ahí tu grave compromiso: ¡tu
ruido!
Cristo golpea, insiste, llama a voces, y... entra, si se le abre. Pero después
de llamar, golpear e insistir, permanece fuera, si tú te cierras. No fuerza las
almas, porque Dios es bueno; porque es amigo de la libertad.
Y puede suceder –y sucede, por desgracia– que al no tener tú ni tiempo,
ni lugar, ¡ni ganas! de recibir a Cristo, Cristo permanece fuera, entre
sombras.
Esta es la historia que jamás será escrita, pero que tiene valor de
eternidad. Una historia hecha de silencios, día a día, que recoge los ochenta
años –¿ochenta? o ¿veinte?– de tu paso por el mundo. Esta es la historia con
verdadero alcance de eternidad. Tu vida hecha de encuentros con Cristo.
¡Tu vida!, ¡la tuya!, despreciado por los hombres. Tú, que pides limosna
con gesto de hombre bueno y resignado, y que procuras robar cuanto está al
alcance de tu mano, porque tus hijos tienen hambre. ¡Tú!: ¿acoges o
rechazas a Cristo?
Y tú, pobre rico, ¡ricachón!, que te las arreglas como puedes para no
encontrarte en la escalera con el ladrón pordiosero; tú, que no has conocido
nunca el hambre, que ni siquiera sabes si se escribe con «h», ¡tú!: ¿aceptas
libremente a Cristo o te rebelas contra Él?
¡Respóndeme! Esta es la historia en la que te juegas la vida.
Y tú y yo, hombres corrientes, ni ricachones ni pordioseros, ¿hemos
dicho que sí a Cristo, o continuamos sin decidirnos? La vida consiste en
elegir, en abrir o cerrar la puerta al Cristo vivo. ¡Responde! ¡Contesta a
Cristo!
Estás acostumbrado a vivir tu fe en el cristianismo por tradición. Todo
esto te resulta extraño, porque ni siquiera te habías planteado el problema
de decir un Sí o un No a Dios.
Llevas una vida trabajosa, llena de preocupaciones, con algunas
diversiones, pero siempre encerrado en tu trabajo, en tus preocupaciones, en
tus diversiones; un mundo al que sólo de vez en cuando se asoman Dios, tu
mujer y tus hijos. Tontamente vas perdiendo tu vida de acá, sin acogerte a la
Vida.
Necesitas un poco más de fe, un poco más de esperanza, un poco más de
amor.
Tienes fe; la recibiste en el Bautismo. Pero das la impresión –al ver de
cerca cómo soslayas tus deberes de cristiano– de que te pesan las aguas del
Sacramento.
Tienes fe en Cristo; pero no vives el espíritu de fe. Tienes corazón y te
enterneces cuando oyes hablar de desgracias físicas, de hombres
cancerosos, de tuberculosos, y das parte de tu dinero para resolver las
necesidades que ven tus ojos de carne. Pero no vives el espíritu de fe; no
tienes ojos en el alma. Permaneces con la mirada en el infinito cuando oyes
hablar de Dios, de la salvación de tus hijos, de los grandes apostolados que
hoy nos pide la Iglesia. ¿Tienes suficiente espíritu de fe para entender lo
que dice la Iglesia acerca de los hijos: que son regalo y bendición de Dios?
¿Tienes fe? Hasta ahora, posiblemente, han sido tus padres, tus
hermanos, tu familia, el ambiente, quienes han contestado por ti. Llegará un
momento –le llaman crisis– en que hay que contestar personalmente.
Entonces, ni tus padres, ni tus hermanos, ni tu familia, ni el ambiente,
tienen nada que decir. La respuesta es personal e intransferible.
«¿Crees tú en el Hijo del hombre?», preguntó el Señor al ciego de
nacimiento. Y el ciego –edad tenía– tuvo que responder, no sus padres:
«Creo, Señor».
Te anuncié al comenzar la carta que te hablaría de Dios y de los hijos. Tal
vez tú esperaras que hablara más de ellos que de Él. Y, sin embargo, no me
importa recalcarte que éste es el cimiento no sólo de tu propia salvación –
que ya es importante–, sino de la formación cristiana de los hijos.
«El fin propio e inmediato de la educación cristiana es cooperar con la
gracia divina a formar el verdadero y perfecto cristiano, es decir, al mismo
Cristo, en los regenerados con el Bautismo, según la viva expresión del
Apóstol: Hijos míos, por quienes sufro dolores de parto hasta ver a Cristo
formado en vosotros» (Pío XI).
Empiezo a pensar que las gentes no se han dado cuenta de lo que Dios
pide respecto a ese mundo de los hijos. Sólo, única y exclusivamente
interesa esto: ayudar a esos mocosos a que sean hombres, cristianos y
santos. «Las buenas escuelas son fruto no tanto de las buenas legislaciones,
cuanto principalmente de los buenos maestros» (Pío XI). Y el maestro por
antonomasia eres tú, y tú la mejor maestra que ha dado Dios a tus hijos.
Te aseguro, que cimentando bien tu vida en Cristo, todo lo demás se
desprenderá, como mera consecuencia.
Si tienes fe en Cristo –y vives de ese espíritu de fe– tu hogar será
cristiano y tendrá un ambiente cálido, donde todos se contagiarán –¡bendito
contagio!– de tu fe.
Si vives de la fe, tus obras respirarán esperanza aun en el clima pagano
de nuestros días.
Si vives de la fe, los hijos aprenderán a tratar a Cristo como a un gran
personaje de hoy y de ahora. Cristo dejará de ser una entelequia, como lo es
–por desgracia– para muchos padres que alardean de cristianos.
Si en tu hogar se vive el espíritu de fe, tus hijos aprenderán a rezar como
Dios quiere.
Si vives de la fe, ese cúmulo de problemas que acogotan a los padres de
hoy se resolverán por sí solos. ¿No has podido comprobar cómo hay padres
que se rebelan contra la vocación de sus hijos? La raíz de la rebelión está en
su falta de fe.
Si vives de la fe, nada tendré que aconsejarte sobre el ambiente religioso
de tu familia. Y el ambiente lo hará todo.
Si vives el espíritu de fe, en tu casa brillarán la verdad y la libertad, y
estarán ausentes la mentira y la esclavitud.
Si vives de la fe, aprenderás a saber desaparecer, para cuando llegue el
momento de dejarlos marchar solos por la vida.
Si vives la fe, la esperanza y el amor, en tu hogar habrá hijos –con
seguridad–, muchos hijos, y cariño de hijos para todos. Si vivimos de la fe,
moriremos como los que no creen. Pero la muerte se convertirá, para
nosotros, en algo generador de vida.
Todos los caminos inventados por los hombres terminan en el pueblo,
ante la muralla de la muerte, sin esperanza. El único camino que logra
atravesar la muralla de la muerte y llega al Cielo se llama Cristo.

SANTIDAD EN EL MATRIMONIO

El Santo Padre Juan XXIII nos recuerda: «Ante Dios, todos, sin distinción,
somos llamados a la santidad».

¿Qué hacéis mirando a los fariseos? ¿Es que queréis compararos con
ellos? Siempre estáis buscando una excusa en la actitud negativa de los que
rodean vuestra vida, para continuar sin hacer nada positivo.
Sois como la higuera estéril. ¿Que ya dais algo? ¡Sí! ¡Hojas y sombras!:
insuficiente, a todas luces, para lo que pide Cristo, ¡que pide fruto!
Si vuestra honradez, si vuestra lealtad, si vuestra justicia, si vuestra
santidad no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de
los cielos.
¿Acaso desconocéis las exigencias de Cristo a los suyos? ¡Qué poco
habéis ahondado en lo que tenemos que hacer aquí, en la tierra!
No mires a tu alrededor porque se te pide santidad. ¿Nunca ha entrado en
tus planes terrenos el santificarte?
Es precisamente santidad lo que nos pide Dios. Y a ti, Dios te pide
santidad en el mundo, sin salirte de él. Desde toda la eternidad, Dios pensó
en ti para que te santificaras en el matrimonio, con «esa» mujer, con «esos»
hijos. ¿Cómo es posible que ignores los deseos de Dios? Todos conocemos
algo del esfuerzo, del brío y del valor que hace falta para escalar las cimas
que Dios nos propone. Pero al menos, ¡sabedlo!, ¡no lo ignoréis!, ¡luchad
por conseguirlo! ¡No os quedéis apoltronados!
«Me hablas de santidad y de perfección en la vida ordinaria –escribe uno
de los ignorantes, uno de los muchos millones de ignorantes que hay en el
mundo–, y me gusta oírte hablar así. Pero tu caso es muy distinto del mío.
Yo soy un hombre casado, tengo mujer e hijos a quienes atender y cuidar.
Por otra parte, mi profesión me ocupa muchas horas del día, porque para
llevar bien mi casa debo trabajar bastante. Yo procuro, desde luego, ser
honrado y justo, y cumplir mis obligaciones religiosas. ¿Qué más puede
pedirme Dios a mí? ¿Qué más puedo hacer yo por Dios?».
¡Cuántas firmas podría recoger esta carta! Cuánto ignorante que presume
de intelectual. Cuánto ciego que alardea de tener los ojos grandes, como
platos.
Tú... Y tú, ¿suscribiríais esta carta?
Te estoy oyendo: «Mis circunstancias son tan especiales... No tengo...».
¡Sí, termina la frase! No tienes tiempo... para la santidad. Eso querías decir.
Habías pensado que la santidad es cuestión de tiempo: ¿para qué?, ¿para
poder perderlo en actos piadosos?
«Estás casado y ya cumples con tus obligaciones religiosas. ¿Qué más se
te puede pedir?». Si realmente –como dices– eres honrado y justo, lo que te
falta es abrir los ojos para poder comprender de una vez lo que el Señor
pide a los cristianos.
¿Cuándo te vas a convencer de lo que Dios quiere de ti «en esas
circunstancias»? ¿O eres, tú también, de los que esperan un pequeño
cambio de situación para –¡entonces!– empezar con seriedad el buen
camino?
Nos comportamos tan ridículamente como el pequeño que retrasa el
estudio para comenzar el próximo lunes, ¡estando a martes!
Somos como el chiquillo que deja el trabajo serio «para después de
Navidades». ¿Por qué nos dejamos engañar por la pereza? ¡Cuando
cambien las circunstancias! ¿Y lo dices seriamente? «Cuando cambien las
circunstancias», fue la excusa que presentaron al Rey los invitados para no
asistir al banquete de bodas. Uno había comprado un campo; otro, una
yunta de bueyes; un tercero, como tú, se había casado. Y ninguno de los tres
pudo entrar en el Reino. ¡Hay que acudir cuando Dios llama, sin esperar a
que cambien las circunstancias!
¡Después!, ¡mañana!, ¡otro día!: es todo lo que sabéis decir a Dios, a
quien dejáis, como a un pordiosero, a la puerta de vuestro corazón.
¡Después!, ¡mañana!, ¡otro día!, ¡hoy no puedo! Como si la santidad
dependiera del tiempo de que disponemos. Como si mañana hubierais de
tener más fuerza; ¿por qué?, ¿por no haber correspondido hoy?
¡Cuántas veces el ángel me decía:
Alma, asómate agora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
(LOPE DE VEGA).

¡Mañana!, ¡mañana! Así dejáis pasar los sucios años, «mañanando»


vuestra vida.
¡Dales a conocer, Señor, el camino que tienen que seguir los que han sido
llamados, por Ti, a santificarse en el matrimonio! ¡Ábreles los ojos para que
vean, entiendan y no rompan el programa que les has trazado!
¿No ves, Dios, cómo se apoyan ridículamente en esas circunstancias por
las que están atravesando para no ir a Ti?
Da vigor y fuerza, Señor, a estas letras para que se convenzan estos
hombres de que sus circunstancias especiales –las que están sufriendo
ahora–: estado, edad, salud y vida, familia, trabajo, dinero e ideal, son la
coyuntura prevista por Ti para que –hoy y ahora– sirvan de trampolín
preciso, vital, inexcusable e insustituible para levantarse definitivamente,
para despertar a la santidad, con el impulso pujante y eficaz de tu gracia.
¡No ensuciéis la vida, cristianos, con vuestros «ojalás» quiméricos y
cobardes! ¡Cuánto lamento triste y lastimero de derrotado!
«¡Ojalá tuvieras hijos!», grita el que, por voluntad de Dios, no los tiene.
«¡Ojalá tuviera menos hijos!», exclama el que –generoso hace unos años–
hoy se ha vuelto egoísta y comodón.
«Hay que acabar de una vez y para siempre con la socorrida mística de la
hojalata» (Mons. Escrivá de Balaguer).
«Mañanando» y «hojalateando» pasáis la vida. El mañana y el después es
el escondrijo, la guarida miserable, donde se acurrucan los enfermizos del
espíritu para no seguir luchando.
Una vez más me preguntas: ¿Qué más puedo hacer yo por Dios en mis
circunstancias? Y una vez más te contesto: apoyarte fuertemente en esas
situaciones, que no son más que vehículos de la voluntad de Dios. En el
estar cargado de hijos, en los problemas que lleva consigo la manutención y
muy principalmente la educación, en el trabajo profesional, en las «horas
extraordinarias», en el cansancio agotador, ahí te espera Dios. Hoy, no
mañana; ahora, y no después. Ahí tienes que santificarte.
El matrimonio es un sacramento por el que se recibe la gracia –ayuda
poderosa del Señor–, no sólo para la fiesta de la boda, sino para toda tu vida
matrimonial y familiar. Nadie podrá decir nunca que para él ha pasado ya la
oportunidad de santificarse. Sólo los muertos son incapaces de merecer.
La gracia sacramental del matrimonio obra sobre toda la vida y
circunstancias de los padres para perfeccionar el amor conyugal, para
confirmar la indisolubilidad, para santificar a los esposos.
Sí; ahí, en tu hogar, está Cristo, en cada pequeño acontecimiento de la
vida de familia. No queda excluido ninguno.
Los hay que se atreven a enmendar la bondad de las obras de Dios,
considerando que hay acciones un tanto sucias en el matrimonio por las que
hay que pasar. «La función divina de procrear no es la satisfacción de una
necesidad ineludible. No es la licitud accidental de algo malo en sí, licitud
que se paga teniendo que soportarse mutuamente los esposos durante toda
la vida. Esta es la concepción diabólica del matrimonio».
Así canta la Escritura: «Porque tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en
el seno de mi madre. Te alabaré por el maravilloso modo en que me hiciste.
¡Qué admirables son tus obras!» (Ps. CXXXIX). «¡Qué magníficas son tus
obras, oh Yavé!...; no conoce esto el hombre necio» (Ps. XCII).

HEROÍSMO DE LOS PADRES

No busques oportunidades heroicas en el día de mañana para comenzar a


servir lealmente al Señor. Actúas como si tuvieras que servir a un Dios
escogido por tu capricho.
No olvides que fue Él quien te escogió; quien te ha puesto ahí, para que
le sirvas con lo que hoy tienes.
Si no entra entre tus deseos el cumplir la voluntad de Dios, la vida
familiar será para ti una carga insoportable; pero si de verdad le quieres
servir, yo te contaré el heroísmo que Dios te pide hoy: no encontrarás otro.
Te duele la cabeza, y Juan –el mayor– canta a voz en grito. En el
comedor se pelean los más pequeños. Uno de los medianos arrastra una
silla. Entra la chiquilla; hay que ponerle un lazo.
–¡Deja de cantar; despertarás a la niña!
–No, mamá –interrumpe el mayor–; ya se ha despertado.
El lazo, las peleas, el canto, el despertar con lloriqueo...
Hay que poner un poquito de paz.
–¡Mamá! ¡Han llamado a la puerta!
–Sí, pero no grites. Será tu padre. ¡Anda a abrirle!
–No, no es papá. ¡Es una factura!
–¿Qué compro para mañana? –pregunta la sirvienta.
–¡Mañana!... –¡Cuidado, mi sol! Te caerás de la silla!–. Mañana...
–¡No le sueltes el lazo, hijo! ¡Luego hablaremos; ahora es imposible!
Tengo que bañarles. ¡Anda, hija! ¡Ayúdame a bañar a la chiquilla!
Y a la madre le sigue doliendo la cabeza. Ahora un poquito más.
¡Bendita mujer que encubre sus pequeños dolores con una sonrisa al
recibir a su esposo! Son pequeñas proezas, factibles por todos unas pocas
veces, pero que, hechas todos los días, tejen y entretejen un heroísmo
grande, que hecho por amor lleva el nombre de santidad.
¡Madres! No os quejéis. Atended al consejo de Santa Teresa:
«Cosa imperfecta me parece... este quejarnos siempre con livianos males;
si podéis sufrirlo, no lo hagáis. Cuando es grave el mal, él mismo se
queja...; flaquezas y malecillos de mujeres, olvidaos de quejarlos. Si no se
pierde la costumbre de decirlo y quejaros de todo, si no fuere a Dios, nunca
acabaréis... Sabed sufrir un poquito por amor de Dios, sin que lo sepan
todos...
No trato de males recios..., sino unos malecillos que se pueden pasar en
pie. Acordémonos de nuestros Padres santos pasados...: ¿pensáis que eran
de hierro?... Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta
de salud, nunca haremos nada».
Este es también tu heroísmo: la sonrisa en tus labios cuando regreses al
hogar por la tarde, cansado del trabajo duro y fastidioso, ¡el trabajo de todos
los días!
Estos son vuestros heroísmos: la amabilidad, después de perdonaros los
mutuos defectos e intemperancias; la alegría, después de superar pequeñas
divergencias de gustos, de hábitos, de ideas; el buen humor, en medio de
incidentes y dificultades, insignificantes en sí, pero constantes; el saber
callar, el contener la queja, el dulcificar la palabra que, de ser pronunciada,
irritaría aún más el ambiente de la casa; el saber pasar por alto esos mil y
mil pequeños detalles de la vida cotidiana. ¡Este es vuestro heroísmo! Una
gesta épica hecha de alfilerazos.
Ahí tenéis claramente expresada la voluntad de Dios. Ahí os espera
Cristo desde los ojos de vuestros hijos. «Todo aquello en que intervenimos
los pobrecitos hombres –hasta la santidad– es un tejido de pequeñas
menudencias, que derechamente rectificadas pueden formar un tapiz
espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados» (Camino,
826).
No me olvido, no, que los alfilerazos pueden poner el corazón, a veces,
como un acerico. Y también presiento que, en ocasiones, los alfileres se
amontonan en las alturas del desprecio, para caer bruscamente, con fuerza
traidora, a manera de espadas, sobre tu sensibilidad herida.
Mas tampoco en esos trances os faltará la ayuda del Señor prometida en
el sacramento, «sea que se trate de respetar los fines del matrimonio
queridos por Dios, o de resistir a los incentivos ardientes y lisonjeros de
pasiones y solicitaciones, que insinúa a un corazón inquieto que busque en
otro lugar lo que no ha encontrado o cree no haber encontrado en su
legítima unión de un modo que le satisfaga plenamente como hubiera
esperado; sea que para no romper o no aflojar el vínculo de las almas y del
amor mutuo, llegue la hora de saber perdonar, de olvidar una desavenencia,
una ofensa, un choque quizá grave» (Pío XII).
No; ante una circunstancia grave y dolorosa no se os pide una sonrisa.
Pero sí que levantéis vuestros ojos al Cielo. Dios es quien te pide ese acto
heroico –nunca sobrepasará tus fuerzas– que termina siempre en un gozo
eterno en el Cielo, por encima de las estrellas, mientras acá en la tierra se
levantarán tus hijos para proclamarte bienaventurada.
Afronta heroicamente el porvenir.
No llores, madre. No llores, padre. Seréis bienaventurados.
Os habéis comportado bien. Vuestros sacrificios –¡muchos!– han pasado
inadvertidos a nuestros ojos. Dios, que todo lo ve, os lo recompensará como
un Buen Padre de familia.
III. HOGARES VIVOS Y MUERTOS

HOGARES VIVOS

No pongáis nada muerto en el hogar. ¡Cuánta esponja reseca en las


aguabenditeras de nuestros padres!

Ya te he hablado bastante de tu obligación de tener hijos. Ahora quiero


hablarte del hogar. Precisamos hogares vivos. Me explicaré. Necesitamos
hogares con un ambiente sano, fuerte, cariñoso y viril, humano y
sobrenatural, en el que los hijos se formen, no ya sólo para resistir el clima
maligno del mundo pagano, sino para que lo transformen conforme a los
designios divinos.
Siempre se me va el corazón hacia aquellos primeros hogares, que
nacieron al calor de las palabras de Jesús, en los que se vivía la fe de los
recién convertidos.
Se mantenía, todavía, vivo en el ambiente de los hogares el eco de las
palabras del Señor cuando decía: «¡Que os queráis, que os queráis!». Y por
si alguien olvidaba lo que Jesús pedía, Juan se lo volvía a recordar desde
aquella isla llamada Patmos: «¡Que os queráis, que os améis los unos a los
otros!». «¡Que os queráis, que os améis!», repetían los Apóstoles.
¿Hay algo más vivo que el amor? Y aquellos primeros se querían.
No formaréis un hogar, como aquellos primeros, poniendo
exclusivamente cosas que cuelgan de las paredes.
¡No!, los hogares no se perfeccionan con cosas añadidas –no se trata de
añadir nada–, a manera de colgajos.
Las familias cristianas, al modo de la mostaza, crecen de dentro afuera.
No conseguiréis que maduren las rosas por mucho que tiréis de sus pétalos.
En el clima familiar cristiano, con el tiempo –sin siquiera proponérselo–
brota, surge, fluye y germina toda la Vida que llevan consigo los moradores.
Si no hubiera savia cristiana en el hombre y en la mujer de esa casa, no
brotarán más que hojas.
¿No es el cristianismo, por esencia, un organismo vivo?
Mirad, que no tratamos de formar hogares más o menos buenos, con una
decencia, decoro y honorabilidad externas. Creedme, que lo que tratamos de
conseguir es mucho más.
¿No veis que es de nuestros hogares de donde queremos y podemos
esperar la restauración del cristianismo en el mundo?
Lo que queremos implantar en la tierra se ha de injertar primeramente en
el hogar. En las familias numerosas cristianas encontraremos el apoyo para
la gran evolución que precisa hoy el mundo.
¿Me dejas plagiar a los santos? ¿Sí? Pues entonces me atreveré a decir lo
que canta mi corazón a toda hora.
Con esos hogares cristianos formaremos los hombres que han de trabajar
por conseguir el triunfo de Cristo en todas las manifestaciones humanas.
¡Puede tanto un hogar! ¡No lo sabéis bien!
Dadme hogares cristianos, que no me amedrentarán las calles paganas.
Dadme hogares cristianos, que no me arredrará el ambiente maligno.
Dadme hogares cristianos, y no temeré los espectáculos y las playas.
Dadme hogares cristianos, y no me atemorizarán las escuelas de niños
sin Dios.
Pero si no podemos contar con auténticos hogares donde los padres
formen a Cristo en sus hijos, me asusta y me asustan mucho las calles, las
playas, el ambiente, el maligno y las escuelas sin Dios.
A veces me pregunto si te percatas de lo que Dios quiere que hagas en el
hogar. Te veo preocupado por hacer de tus hijos unos hombres; ¡bien!,
pero... ¿nada más?
«El cristianismo proclama de manera sumamente enfática una novedad y
una relación nueva de lo más íntimo de la naturaleza humana, que son
válidas por igual en el tiempo y en la eternidad. El “ser cristiano” es algo
nuevo, algo totalmente distinto, algo mucho más elevado que el ordinario
“ser hombre”. Con el “hacerse cristiano” comienza un nuevo orden vital en
el más pleno sentido de la palabra» (Schumacher).
Necesitamos hogares cristianos, vivos, vigorosos, enérgicos, como el de
Lázaro, Marta y María; como el de los padres de Juan y Santiago; como el
de Pedro y Andrés; como el que formó aquel centurión de Cafarnaúm con
sus propios criados. Tanto más cristiano será tu hogar cuanto más se
parezca al de Nazaret.
Insisto en la «Vida», porque ella es la síntesis y el compendio de todo el
cristianismo. «Yo he venido –nos dice Cristo– para que tengan vida y la
tengan abundantemente».
¿Y nos conformaremos con lo que vemos en nuestros hogares? ¿Por qué
sois así, padres? ¿Esa es la vida que nos trajo Cristo? ¡No, no! No hay más
remedio que rebelarse contra esa postura inerte.
Para «eso» que estamos viendo no pudo bajar Cristo a la tierra.
¡Para que de niños comulguen a diario –porque resulta novedoso y
sencillo–, y a partir de los dieciocho se queden en cinco comuniones
anuales! ¡Para que se confiesen el sábado, comulguen el domingo por la
mañana y crucifiquen a Cristo por la noche!
¡Eso es monstruoso! ¡Que no! ¡Que no era ésa la Vida que nos trajo el
Señor!
Ni tú ni tus hijos pueden olvidar nunca que nuestro Padre Dios envió a
Cristo a nuestros hogares para que nosotros vivamos por Él.
Todos los cristianos somos los nacidos de Dios. Y lo somos sin
metáforas, sin alegorías.
Somos los engendrados de Dios que vencemos al mundo. Y lo somos
realmente, aunque suene a poema o a marcha triunfal.
«¡Somos de Dios! ¡Somos de Dios!», es el grito de Juan, el que escribió
la vida de Jesús. Somos de Dios aunque nos comportemos como Nicodemo,
que ni barruntaba cómo se nacía a la Vida.
Necesitamos hogares vivos, donde los hijos sean conscientes de haber
sido trasladados de la misma muerte a la vida.
¿Ignoráis que los que recibimos el agua del primer sacramento recibimos
también el Espíritu Santo? ¿Por qué habéis olvidado que todos los cristianos
somos los resucitados?
Hemos de ofrecernos y ofrecer nuestros hogares al Omnipotente, como
quienes, muertos, han vuelto a la vida.
Fue la sangre de nuestro Cristo la que nos santificó.
Vivid en vuestra casa la verdad enseñada por Cristo, y comprobaréis que
apenas necesitáis decir nada para que el hogar sea vivo. Vividlas vosotros,
padres. Vivid como resucitados. Vivid con Cristo, que permanece vivo en el
hogar.
Sembrad estas ideas en los hijos y cosecharéis la vida eterna, vosotros y
vuestros hijos.
Esforzaos por que se viva a Cristo en el hogar, y ni la lluvia, ni el viento,
ni los ríos salidos de madre podrán nada contra vuestra casa edificada sobre
piedra.

CRISTO EN EL HOGAR
Tratad a Cristo como a un gran personaje que se sienta entre vosotros a la
mesa, como se sentó con los discípulos que marchaban camino de Emaús;
con Simón el fariseo; con Lázaro y sus hermanas.
Tratadle como a un gran personaje que duerme entre vosotros, como
dormía sobre el cabezal en la barca de Pedro el día en que se arremolinaron
las aguas.
Tratad a Cristo como a un enamorado de vuestros hijos, recordando
cómo se encariñó con aquellos niños a quienes bendecía cuando se
acercaban a Él.
No caigáis en la tentación de pensar que Dios es demasiado grande como
para preocuparse de las pequeñas historias terrenas de vuestros hijos.
Tratadle como a un gran personaje, que conoce el dolor de una madre
que da a luz a su hijo.
Tratadle como a quien entiende de la angustia de la mujer que pierde su
dinero.
Tratadle como a quien se compadece de la muerte de un hijo.
Cristo no pasó indiferente ante ningún dolor, ante ninguna pena, ante
ninguna congoja.
Tratadle como a quien puede remediar la lepra, la ceguera, la sordera y la
muerte del alma.
Tratadle así, padres, y vuestros hijos aprenderán a convivir con Él, como
se convive con un Amigo bueno, con un Hermano a quien se quiere de
veras, con un Padre cariñoso que se desvive por nosotros, con un Dios que
se hizo carne porque sus delicias consisten en estar con los hijos de los
hombres.
Entonces..., cuando así viváis, todo eso que habéis colgado de las
paredes recobrará vida y ayudará a vuestros hijos a tener más presente al
Dios vivo.
Entonces..., una mirada al Cristo que nos mira desde la Cruz vendrá a
decirnos repetidamente que «obras son amores y no buenas razones».
Un hogar será vivo cuando en él se viva el espíritu de fe, de esperanza y
amor.
¿Sabes lo que expresa que el hogar sea vivo como Cristo quiere que sea?
¡Por los frutos los conoceréis!
Si la vida del nuevo hijo es, para vosotros, una bendición de Dios, ¡ahí
está Cristo junto al recién nacido!
Si vuestra reacción ante la muerte de los vuestros es cristiana, ¡ahí está
Cristo junto a vuestro pequeño muerto!
Si conserváis la paz y la serenidad ante las contradicciones, ¡ahí está
Cristo, detrás del dolor!
Sí, entonces creeré que vuestra casa es viva.
¡Contempla la vida que brotaba de los primeros hogares formados junto a
Cristo! Arístides nos lo recuerda: «Cuando a uno (de los cristianos) le nace
un niño, alaban a Dios; y también si sucede que muere en su infancia,
alaban a Dios grandemente, como por quien ha atravesado el mundo sin
pecado... Tal es, ¡oh emperador!, la Constitución de la ley de los cristianos y
tal es su conducta».
¡Qué responsabilidad la vuestra –padres cristianos– y la nuestra –
¡sacerdotes del Cristo vivo!– si, carentes de vigor personal, dejamos que
esos hijos tengan una idea más o menos vaga de nuestro Dios!
¡Qué responsabilidad si les abandonamos al falso criterio de quien piensa
que Dios está lejos, demasiado lejos, como para ocuparse de nosotros!
¡Qué responsabilidad –tuya y mía– si se lo imaginan neutral frente a
nuestros problemas!
¡Qué responsabilidad si no ven en Dios más que a un severo Juez!
¡Qué responsabilidad la nuestra si no llegaran a aprender a tratar a Cristo,
con cariño de hijos, como a un gran Personaje de la tierra y del cielo!
Esto nos dice el Señor por boca de Isaías:
¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? ¿Sí? Pues aunque
ella se olvidara, Yo jamás me olvidaré de ti; te tengo grabado en las palmas
de mis manos.
Esto has de inculcarles. ¡Escucha!:
Jesús ha sido invitado a comer –no es una parábola– a casa de Simón el
fariseo. Jesús no entiende la desconsideración de que ha sido objeto por
parte del ricachón. Lo que era costumbre hacer en aquel tiempo con los
invitados de alguna categoría, no se ha hecho con el Señor. El porqué, ni tú
ni yo lo comprendemos. Tampoco Cristo lo entiende; pero pasa por alto la
impertinencia. A Jesús no le han lavado los pies. A Cristo no le han dado el
beso protocolario de bienvenida, ni han ungido con óleo su cabeza. Jesús no
pedía nada extraordinario, sino lo que era costumbre del tiempo y del lugar.
No te olvides que Cristo era el Maestro, el Profeta, el gran Personaje que se
dignaba entrar en la casa de Simón el fariseo.
Jesús quiere que –¡al menos!– le tratemos como a uno más entre los
principales de la tierra; ¿no es lógico?
Por todo ello, cuando se acerca a la mesa una mujer –mujer que fue de la
vida, ahora una arrepentida de corazón–, Cristo deja que haga con Él lo que
no hizo el hombre rico que le invitó.
La pobre mujer, ante los ojos estupefactos de quienes la conocían, entre
sollozos, derrama sobre los pies de Jesús el bálsamo contenido en un vaso
de alabastro, un perfume hecho de bálsamo y de lágrimas.
La mujer no sabe bien lo que hace. Llora, besa los pies, los seca con sus
cabellos, los vuelve a besar, derrama el perfume.
Y las lágrimas, que conmueven a cualquiera, en llegando al corazón de
Simón, lo secó. Y lo secó de tal modo que le hizo pensar: ¿Este es Jesús, el
Profeta, y no sabe qué clase de mujer le está tocando?
Nuestro Cristo, que pasó por alto la desatención al comienzo del
banquete, no está dispuesto a transigir con la infame impertinencia.
¿Ves a esta mujer? –dice Cristo a Simón–. Yo entré en tu casa y no me
diste agua para lavar mis pies; ésta ha bañado mis pies con sus lágrimas y
los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; mas
ésta, desde que ha llegado, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has
ungido con óleo mi cabeza, y esta mujer ha derramado perfumes sobre mis
pies. Por esto te digo: le son perdonados muchos pecados porque ha amado
mucho.
¿Aprenderéis a tratarle, ¡padres!, ¡hijos!?
Vosotros, los que recibís a Cristo en el hogar pequeño de vuestro corazón
en la Eucaristía, ¿hacéis con Cristo lo que hacéis –cuando menos– con las
visitas de los grandes personajes?

FILIACIÓN DIVINA

«En el pensamiento de la Iglesia un hogar verdaderamente cristiano es el


ambiente en que se nutre, crece y se desarrolla la fe de los niños y donde
aprenden a hacerse no solamente hombres, sino también hijos de Dios»
(JUAN XXIII).

Páginas atrás te anuncié que teníamos que levantar un gran edificio. Al


comenzar esta carta te previne acerca de la gran empresa que tenemos que
realizar con los hijos. ¿Quieres que hablemos de lo que tiene que servir de
fundamento para la vida cristiana, la tuya y la de tus hijos?
Pero no quiero entrar en el tema sin preguntarte antes cuál puede ser para
ti la verdad sobre la que puedas asentar todas tus convicciones de la vida
interior. ¿Sobre qué punto ha de girar la vida cristiana de tus hijos? ¿Cuál es
esa idea madre que tienes –y que tienen– que fomentar preferentemente
para que toda la vida crezca, se desarrolle, florezca y dé los frutos que Dios
espera de nosotros?
Muchos que se llaman sabios y letrados no sabrían qué contestar. Esto
sucede porque, a fuerza de hablar y hablar de cosas de poca importancia,
nos olvidamos de las trascendentales.
El cimiento de toda nuestra vida cristiana es sólo uno. Tus hijos han sido
engendrados por Dios a la vida sobrenatural. Y han de vivir como tales
hijos de Dios. Esta es la base, la que puede soportar todo el peso de una
auténtica vida de hombre cristiano: la filiación divina.
Filiación divina que no ha de entenderse solamente como una realidad de
orden moral. No es que nos llamemos hijos porque Dios se comporta con
los hombres como un buen Padre. La filiación divina supone algo que nos
asemeja a Él de manera tan real que «somos hechos partícipes de su
naturaleza divina» (II Pet., 1, 4). Este es el regalo misterioso,
¡inconmensurable!, que nos ha hecho el Señor.

¡SIMPLIFICAD LA VIDA INTERIOR DE LOS HIJOS!

¡Padres! Simplificad vuestra vida interior y la de vuestros hijos. No les


encajonéis en una piedad rutinaria y fría de rezos y oraciones que nada
dicen al chiquillo. No les carguéis la vida con devociones aisladas que
pueden hacerles perder la visión de conjunto.
Estas, tal vez, sean las ideas claras que han de tener y fomentar tus hijos
a lo largo de los años.
Porque son hijos de Dios, tienen que acercarse continuamente a Él. Ese
es el comienzo de su vida de oración: hablarán con Dios de todas sus cosas,
sencilla, llanamente, como hablan contigo. Lo harán al levantarse, y al
comer, y al dormir; al salir a la calle, al empezar a jugar y a la hora de dejar
los juguetes. Siempre hay que tener presente a nuestro Padre Dios.
Porque son hijos de Dios, han de aprender de vuestros labios las
oraciones vocales, que tanta importancia tienen en la infancia y tendrán
después para la formación de su vida interior.
Porque son hijos de Dios, tendrán un gran amor para la buena Madre del
Señor y Madre nuestra.
Porque son hijos de Dios, vivirán una intensa vida sacramental.
Tus hijos habrán entendido lo que es la filiación divina cuando vivan una
vida de abandono en manos de su Padre; un abandono que es el secreto para
ser feliz (Cfr. Camino, 766); un abandono que está íntimamente relacionado
con otra característica fundamental del cristiano –que tiene que estar muy
metida, hondamente, en nuestra vida–: la vida de infancia, que «no es una
bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana» (Camino, 853); un
abandono que no es pasividad, no es inacción, sino que exige esfuerzo,
porque supone desarrollar al máximo nuestra fe –crecimiento en la vida
interior– y, con la ayuda de la gracia, nuestras dotes naturales; todo ese
fomento de las virtudes humanas, de las que te he hablado en otra ocasión;
un abandono del que brota una inquebrantable disposición de serenidad que
les llevará a actuar siempre con aplomo, sin perder la visión sobrenatural;
un abandono que llevará siempre paz a sus entrañas; un abandono que da,
como fruto, el señorío sobre sí mismo y el dominio sobre todas las cosas
exteriores.
Si tus hijos aprenden a vivir la filiación divina –precisa que tú la vivas–,
no conocerán ni el desánimo, ni la tristeza, ni los miedos ni temores. ¿No
ves que somos hijos de Dios?
Para Dios, el Omnipotente, no hay obstáculos, no hay barreras. Todo lo
podemos –clamamos con San Pablo– en Aquel que nos conforta.
Todas las deficiencias propias de los hijos de los hombres las suplirá el
mismo Espíritu Santo, si le somos fieles.
Si vosotros y vuestros hijos profundizáis, aunque sólo sea un poco, en lo
que significa ser hijo de Dios, os habréis dado cuenta de que tú y tus hijos
podéis divinizar todas las obras del día, hasta las más ramplonas, pequeñas
e insignificantes.
Aquí radica, padres, el profundo sentido de nuestra ascética. Todo cuanto
haces tú, todo cuanto realicen tus hijos los más pequeños, todo puede
divinizarse, puede tener categoría divina. Nada en nuestra actividad es
despreciable, ¡absolutamente nada!, ¡si nos mantenemos, como buenos hijos
de Dios, en su gracia!
Hay que tener conciencia de esta verdad. Es una gran ayuda. La entrega
al Señor no queda acomodada al coto limitado de unos ratos de oración. La
vida entera de cada día está divinizada al intervenir como protagonista un
hijo de Dios. Todo se convierte en oración, en amor, en paz, en alegría.
Ayudad a vuestros hijos a descubrir a Dios en todas las circunstancias.

¿DEVOCIONES? POCAS, RECIAS, CONSTANTES

Esto es lo que pueden hacer tus hijos.


Al levantarse, por ser hijos de Dios, le darán los buenos días, no sin antes
dar el salto de la cama a la hora precisa. No dejes que les engañe el diablo
de la pereza, que les está esperando Dios. Un «buenos días» no precisa
necesariamente de fórmulas hechas. Consiste en un ofrecimiento de todo
cuanto vayan a hacer en ese día, tristón o luminoso. Un «buenos días» que
ofrecen a Dios o a su buena Madre. Jesús no se molesta cuando se canta a
María. Acostúmbrales a rezar por la mañana, al nacer el nuevo día. Hay
muchos que han aprendido a rezar solamente al acostarse. ¿No es de mala
educación que un niño no sepa dar más que las «buenas noches»?
El escoger una determinada oración vocal para el ofrecimiento de obras
tiene la ventaja –siempre que se haga sin rutina– de facilitar la piedad de los
niños y de grabarles un recuerdo qué resultará siempre amable a lo largo de
la vida.
Es costumbre cristiana no sólo pedir al Señor que bendiga los alimentos
que vamos a tomar de su mano, sino también agradecerle todos los
beneficios que nos ha concedido. Esto es lo que hacían los primeros
cristianos: «Todas las mañanas y a todas horas los cristianos alaban y
glorifican a Dios por los beneficios que les hace y dan gracias por su
comida y bebida» (Arístides).
Por lo que más queráis, enseñad a vuestros hijos a ser agradecidos. Cristo
quiere que le agradezcamos los favores que recibimos. ¿No recordáis la
escena de Jesús y los leprosos? Entraba el Señor en la aldea. A lo lejos, un
montón de carroña en la carne rota de diez leprosos. Los leprosos, desnuda
la cabeza, rasgadas las vestiduras, piden piedad al Maestro, que entra en el
pueblo. Jesús se compadece. Mientras marchan camino de la casa del
sacerdote, quedan curados por el poder del Señor. Uno solo regresará para
dar gracias a Jesús. ¿Dónde están los otros nueve?, preguntará Cristo.
Las nueve décimas partes de los leprosos de todos los tiempos seguimos
siendo desagradecidos.
Es éste un motivo más para que les enseñes –predicando con el ejemplo–
a dar gracias a Jesús después de la Comunión.
Qué ocasión tan magnífica tenéis, padres, cuando acompañáis a vuestros
hijos a comulgar.
Un día les haces recitar pausadamente esas oraciones bendecidas por la
Iglesia que se encuentran en todo Misal. Pero otros días son palabras tuyas
–de madre, de padre cristiano– las que van tejiendo una oración nueva. Hoy
has dicho a tu Dios –la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo han hecho una mansión en tu alma y en la de tu hijo querido– que no
quieres que se separe nunca de Él por el pecado mortal. Y tu pequeño lo ha
repetido, trabucándose en las palabras; es un enredo de palabras que suena a
campanillas en el cielo del alma. Tu hijo se da cuenta que hoy no repites las
oraciones de siempre. Hoy estás hablando con Alguien y con Alguien
importante.
Así tus hijos van entendiendo que no hacen falta recetas y formularios
para decir a Jesús lo mucho que se le quiere.
Aprovecha esos instantes de la acción de gracias para enseñarles a orar
llamando «al Señor por su nombre –Jesús–» (Camino, 303), a acercarse a
Dios con confianza, a expresarle nuestras necesidades, a pedir perdón por
las muchas fallas y borrones que tenemos en el alma.
Otro día dejarás al chiquillo que sea él –en el silencio– el que cuente
cosas al Señor. Son los primeros encuentros de tu niño con el Niño Dios.
Y los que aprendieron a orar con sencillez continuarán tratándole con
llaneza y naturalidad durante la vida, sin afectación, sin formulismos, sin
rutina.
Los hijos aprenderán a tratarle si vosotros sabéis tratar al Señor. Los
chicos se contagiarán de vuestra vida con el maravilloso contagio del amor,
como lo había hecho aquel chiquillo en su hacimiento de gracias de la
Comunión.
–¿Qué le dices a Jesús? –preguntó el padre.
–¡Te quiero! –contestó el niño.
–¿Y qué más?
–Le miro.
El padre, emocionado por la fe vibrante de su hijo, le besó en la frente,
mientras le susurraba:
–¿Y crees que eso agradará a Dios?
Y de nuevo la fe del chiquitín, que había aprendido bien la lección de la
filiación divina, saltó a borbotones:
–¿Es que no te agrada, papá, cuando te digo que te quiero y te miro?
¡Padres! Habladles de Jesús en cuanto el corazón os diga que ya
comprenden vuestras palabras.
Tú, madre, coge la mano del hijo de tu corazón y enséñale a trazar sobre
su cuerpo pequeño la señal del cristiano; pero no le dejes besar el pulgar al
santiguarse.
Habladle de Jesús. Contadle la historia maravillosa del Dios hecho
hombre.
Enseñadles a rezar vocal y mentalmente. Contadles cómo quiere Jesús
que pidamos a Dios las cosas que necesitamos en la tierra: con humildad y
con constancia, con perseverancia, como el que pide panes durante la noche
a un amigo que se encuentra ya en la cama. «Yo os digo –enseña Jesús– que
si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, a lo menos por la
importunidad, se levantará y le dará cuanto necesite».
El golfillo había entendido muy bien qué era eso de estar delante del
Sagrario. Eran dos los que se encontraban en el Oratorio, cumpliendo la
penitencia después de la Confesión. Tenían siete y ocho años,
respectivamente. De pronto se ha ido la luz; el Oratorio ha quedado a
oscuras. A oscuras, pero no del todo, porque hay una lucecita, la de
siempre, la que está junto al Sagrario indicando la presencia del Señor; una
lucecica que, en su alocado movimiento, arroja sombras gigantes sobre el
retablo separado del altar.
El mayor de los dos –una imaginación sorprendente–, asustado de la
noche, corre al pasillo, al que llega jadeante para explicar, a trompicones, lo
ocurrido:
–Me ha entrado un miedo... –dice.
E interviene el golfillo, que viene detrás, sereno, tranquilo, con unas
palabras llenas de fe:
–¡Ay qué tonto! ¿Miedo en el Oratorio? ¡Pero si está Jesús!
¡Huy qué tonto!, te repetiré a menudo cuando te vea, padre, dudar y
temer ante los acontecimientos humanos –apagones en la vida–: ¡tonto,
tontísimo! Si estás con Dios, ¿por qué temes?
Los que quieren poco a Dios, después de rezar por las mañanas le
olvidan hasta la noche.
La realidad de que somos hijos del Padre Dios se hará vida de la vida de
tus pequeños, y llegarán a sentir la necesidad de elevar su corazón a Dios en
todos los momentos del día por medio de una jaculatoria, un acto de amor,
un sacrificio; presencia de nuestro Dios en el trabajo, en los juegos, a la
hora de obedecer, a la hora del baño, a la hora de pedir perdón a su madre
por el disgusto que le dio anoche.
Habladles de cómo tenemos que tener presente a nuestro Dios en el
trabajo de cada día, sin necesidad de cerrar los ojos ni de tomar posturas
más o menos especiales. Enseñadles a que tengan los ojos muy abiertos,
como los tenía María en la fiesta de Caná.
En aquella fiesta de bodas, como siempre, la Virgen vive vida
contemplativa; una vida contemplativa que no le hace perder detalle de lo
que está ocurriendo en la mesa.
Ella, la Madre Buena, es la que se ha dado cuenta de que escasea el vino,
y pondrá remedio dejando el asunto en manos de su Hijo.
Una presencia de nuestro Padre Dios que nos impide estudiar o trabajar,
está mal enfocada.
Dichosos los ojos que ven. Vosotros y vuestros hijos llegaréis a ver, en
todo lo que rodea vuestra vida, todo eso que existe –¡Dios!– y otros no
aprecian.
Dejad que los niños formulen sus propósitos para cumplirlos en el día –
no les hagáis pensar en el «mañana», que no son amigos de abstracciones–,
pero no forcéis para que os los revelen si notáis que son celosos de su
secreto.
Estimuladles a una vida de sacrificio, pero no a que lleven una extensa
contabilidad de las pequeñas renuncias que han hecho. Jerarquízales las
mortificaciones. En primerísimo lugar, muy por encima de las penitencias
personales, las que redunden en el bienestar de los demás.
Si la chiquilla quiere comer algo desagradable, bien está; fortalecerá su
voluntad ante lo desabrido; pero el dejar la muñeca para que jueguen las
amigas está mejor.
El rezar setecientas avemarías en una semana está bien; pero que se
formen la idea clarísima de que a la hora de elegir –no son incompatibles–
entre la obediencia a los padres o las avemarías, ¡que obedezcan!
Simplificad la vida interior de los chiquillos –te lo vuelvo a recordar–, no
les carguéis con mortificaciones impuestas. Fomentad, con el ejemplo, su
generosidad y dejad que la gracia de Dios actúe en ellos.
Aquella madre, excesivamente celosa y poco prudente, pensando que
actuaba bien –esto es lo malo–, había entregado a Juan la mañana del día de
su Primera Comunión una gran caja de bombones.
Pero el regalo, por lo que después veremos, era toda una treta para
fomentar en su niño el espíritu de sacrificio y generosidad.
–Esta cajita –¡era enorme!– para ti, querido hijo.
Había comenzado bien la fiesta para Juan. Al pequeño se le abrieron los
ojos a tono con la caja.
Pero muy pronto comenzó la madre su lección de generosidad.
–¡Anda, Juanito!, trae la caja; regala a esta señora unos bombones, ¡no
querrás comértelos todos!
Al chico no le sentó nada bien la pregunta. Realmente había pensado
comérselos todos. Al tiempo que abría la caja hablaba para sus adentros:
–¿Para qué me los habrán dado? Desde luego que daré tres a Jaime;
también él me dio, hace unos días, los cromos. Tres más para Carlos. No,
dos sólo. Ese chico no me hace ninguna gracia. María se llevará cinco,
quiera o no lo quiera yo; ¡buena es María! Además es muy simpática. Sí, le
daré cinco. Y si no se los doy me los quitará...
Estos eran los cálculos más o menos generosos de Juan.
Pero el pensamiento de su madre discurría por otra vía:
–¡Juan! Vamos a casa de los primos.
–¿De todos? –gritó Juan.
Y mientras sostenía en su mano derecha la caja de bombones, contaba
con los dedos de la izquierda:
–¡Siete, ocho, nueve..., por tres!... ¡Veintisiete! ¡Adiós caja!
Y se comió un bombón, pensando que sería el último.
En «off» se oyó una voz:
–¡Juan!
–Otra vez, mamá que me pedirá que sea generoso –masculló el chiquillo.
Y acertó, porque la mamá entró en el cuarto con el vecino, que le dio un
beso.
Los ojos de Juan hablaban a voces:
–Te llevas mi chocolate en el moflete; no me has dado ni tiempo de
frotarme los labios con el pañuelo, pero no va a ser suficiente. Vienes a
llevarte dos bombones más. ¡Ya está bien! ¡Pobre caja!, ¡con lo grande que
era!
Y cuando la mamá, tres minutos después, se presentó con un chiquillo
pecoso a quien Juan nunca había visto en aquella casa, toda la molestia y el
mal humor concentrado por el robo de que era objeto saltó por los ojos del
pequeño Juan, y antes de que su madre pudiera «invitarle» a que una vez
más fuera generoso, depositó violentamente la caja de bombones en manos
del desconocido, mientras gritaba:
–¡Si me habéis dado los bombones para que los reparta, que los reparta el
pecas!
Y con el consabido portazo de mal genio, se ausentó el protagonista.
Antes de que le castigues, escúchame, madre. Él se ha portado mal,
aunque hay que reconocer que también el chico se ha dominado en parte,
porque todos hemos pensado al ver entrar al pecas que esta vez se tragaba la
caja. Merece un castigo. Pero reconoce que tienes tú la culpa, mujer. No es
así como se enseña a vivir la generosidad a un chiquillo.

UNA MADRE Y UNOS ÁNGELES


Así rezaban aquellos pequeños: «Santa María, Madre de Dios, juega con
nosotros pecadores...».
¿Qué podía hacer la Virgen sino jugar con aquellos chiquillos de tres años?

Unidos tenéis que vivir en el hogar. Unidos siempre, en el gozar, en el


sufrir y en el rezar. En un hogar cristiano y vivo no puede faltar la oración
en común. «La oración en común tiene mayor eficacia sobre el corazón de
Dios» (Pío XII).
«Porque dondequiera que estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos» (Mt., XVIII, 19).
Juntos, siempre juntos ante Dios, los padres y los hijos, en tu casa y en la
Casa de tu Padre Dios.
Si conseguís que en el Colegio os dejen ir con los hijos a la Misa
dominical, mejor que mejor.
«Sin embargo, hasta nuestras mismas asociaciones religiosas, poniendo
un domingo distinto para la comunión de cada sexo y edad, parece que han
tenido particular interés en que se pierda esta santa costumbre» (La palabra
de Cristo).
Y en medio del trabajo, a media mañana, cuando a las doce del mediodía
la madre continúa arreglando la casa, y los hijos saltan y brincan en el
recreo, y el padre comienza a sentir, sin cuento, el cansancio de la labor de
ese día, volveréis a reuniros espiritualmente, mientras rezáis el «Ángelus» a
la Madre del cielo. Será un gran impulso el que recibiréis recordando la
salutación del Arcángel y la respuesta generosa de María. El «hágase» de la
Virgen nos servirá a todos para reanudar la tarea con más ahínco. Vosotros
dos os encomendaréis mutuamente y rezaréis por vuestros hijos que estarán
saltando a esa misma hora. A los pequeños enseñadles que canten a Santa
María.
«En el nombre de nuestro Señor os lo suplicamos... –nos dice Pío XII–;
poned empeño en conservar intacta esa bella tradición de las familias
cristianas, la oración de la noche en común... para implorar la bendición de
Dios y honrar a la Virgen Inmaculada con el rosario de sus alabanzas, a
todos los que van a dormir bajo el mismo techo: vosotros dos... y los
pequeños que la Providencia os confiare... y los criados y colaboradores,
que también son vuestros hermanos en Cristo y tienen necesidad de Dios».
Quien viva la filiación divina, quien se sienta hijo de Dios, no puede
menos de reconocer que recibió de nuevo la vida por una Virgen que fue
fiel a la palabra de Dios. ¿Cómo es posible dejar de rezar a la Madre,
colectiva e individualmente?
Sí, reza el Santo Rosario en familia, sin prisas; no hagas rezar a los
chicos a una velocidad a la que sólo se habla cuando se pretende que no nos
entiendan. Haz las cosas bien. El Santo Rosario no puede degenerar en una
aburrida cantinela. Rezadlo bien. ¿Hay que recordarte que no lo hagas en la
cama? Cuando menos denotaría mala educación.
Los muy pequeños no deberían rezar más de un misterio. Y de seguro
que tendréis que pararos en la quinta avemaría para recordarles que están
hablando con la Madre del cielo.
Desde su trono, la Virgen María preside el hogar y vela por vosotros
durante todo el día. ¡Cuántas ternezas y piropos puede escucharnos! Enseña
a tus hijos a que la miren y la saluden al entrar y al salir de casa, cuando
menos.
Pide ayuda a María para que tus hijos salgan reciamente devotos suyos.
Es prenda segura de salvación.
Todos los libros santos nos han contado siempre maravillas de la Madre
Buena.
Si me dejas, yo también te contaré cosas buenas de la Virgen Santa.
Podrás decir a tus hijos que un amigo tuyo estuvo presente cuando esto
ocurrió.
Me encontraba..., ¡no te importa dónde!, prefiero guardar el secreto. Me
llamaron con urgencia. ¡Un moribundo pedía, con premura, un sacerdote!,
¡uno cualquiera! Y fui yo.
En los primeros momentos no me dejaban entrar en la casa. Nunca había
entrado allí un sacerdote. Malas caras. Gestos feos. Pero pudo más la
Virgen Reina y logré entrar.
Sí, te lo contaré. Como en las historias de los libros santos, ¿sabes? Así
ocurrió en aquella ocasión.
Un hombre, en la cama, daba los últimos suspiros. ¡Cómo voy a
olvidarlo! ¡No puedo!
Yo, muy emocionado; el hombrachón que se moría, también. La
confesión, difícil; apenas se le oía. Apliqué mi oído a sus labios. Una larga
confesión.
Al terminar –pocos minutos le quedaban de vida– quiso explicarme su
«milagro». Lo hizo jadeante, fatigosamente. Se lo agradecí con toda el
alma.
Cuarenta años ausente de la Iglesia.
–¡Y usted se preguntará por qué he llamado a un sacerdote!
Él lo decía todo. Yo callaba.
–Mi madre, al morir –se hacía difícil escucharle–, nos reunió a los
hermanos... Mirad. No os dejo nada. Nada tengo. Pero cumplid este
testamento que os doy. Rezad todas las noches tres avemarías. Y yo –¡cómo
lloraba el pobre!–, yo lo he cumplido, ¿sabe?, lo he cumplido.
Se moría mientras contaba. A mí me pareció todo aquello un cántico:
«Yo lo he cumplido, yo lo he cumplido».
¿Ves? Como en las historias de los libros santos. Como si fuera un
cuento, pero un cuento real que termina con la salvación del alma. Yo hice
el propósito de contarlo siempre. Por eso en esta ocasión también puedo
decir: lo he cumplido.
¡Es que puede tanto tener una Madre, como María, en el cielo!
«Todo ome del mundo fará grant cortesía
Que ficiere servicio a la Virgo María.
Mientre que fuere vivo, verá placentería
E salvará el alma al postrimero día».
(GONZALO DE BERCEO).
No pretendo cuadricular los actos de piedad que han de tener lugar en tu
familia. A lo largo de esta carta van apareciendo unas cuantas prácticas con
la exclusiva finalidad de sugerirte algo de lo mucho que se puede hacer.
Sois vosotros –con el recuerdo de lo que habéis visto en vuestra familia– los
que trataréis de formar en los hijos una piedad sólida, doctrinal y práctica
para que mantengan siempre vivo el sentido de los hijos de Dios.
Cuánto te ha de agradecer el Señor que tus hijos recuerden cuando sean
mayores lo que todos recordamos de nuestros tiempos pequeños: que el mes
de mayo fue siempre el mes de las flores, dedicado a María. Qué agradable
tiene que resultar para la Virgen comprobar que en la primavera una familia
entera –los padres y los chiquillos– se acercan a uno de sus santuarios para
rezar el Rosario.
Tus hijos deben aprender pronto, muy pronto, que la fiesta grande de la
Inmaculada se ha de preparar siempre con un novenario de alegrías.
Tus hijos han de acostumbrarse desde pequeños a usar el sacramental del
agua bendita, antes de acostarse, para borrar los pecados veniales que se les
han escapado durante el día.
Nada de esto os resultará difícil. Los mismos Ángeles acuden con su
ayuda.
Enseñadles que todos ellos tienen su Ángel. Un Ángel que ofrece a Dios
las oraciones de tus pequeños. Un Ángel que nos acompaña en el dolor y en
los juegos; que se alegra con nuestras alegrías; que nos ayuda a evitar las
tentaciones.
Debéis acordaros mucho del Ángel que guarda a vuestro hijo. Cada
hombre tiene el suyo.
Tú, madre, que tanto te quejas al quedarte sola en casa con tu hijo, te
olvidas ¡que sois cuatro los que os quedáis!: ¡tú, tu niño, tu Ángel y el del
chiquillo!
Dios ha previsto bien las cosas. Ha puesto junto a cada hijo un padre, una
madre y un Ángel que le protege.
Acostumbraos todos a saludar a vuestro Ángel.

NO TODO ES PECADO

Te decía anteriormente que has de inculcar a tus una piedad sólida y


doctrinal. Deben aprender perfectamente el Catecismo. Es necesario, por lo
tanto, que tú lo sepas.
No pongáis el estudio de la Religión a la altura de la numismática. La
ignorancia religiosa de nuestro tiempo es sorprendente. «Oíd la palabra de
Yavé, hijos de Israel, que va a querellarse Yavé contra los habitantes de la
tierra, porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia, ni conocimiento de
Dios» (Os., IV, 1). Preocupaos de formarles bien en el Catecismo de la
doctrina cristiana.
La instrucción religiosa que les des ha de correr por caminos positivos.
El «si mientes te llevará el demonio» es algo que no debes proferir,
porque no es verdad. Suprime de tu vocabulario, madre, en tus charlas con
los niños: el «te va a castigar Dios», el «te irás al infierno» y el «es un
pecado gravísimo». ¿No es cierto que por esas fechorías no enviarías a tus
hijos al infierno? Pues... no te olvides que Dios es Padre.
No llenéis el infierno de perolas con agua hirviendo, que el infierno es
una realidad seria.
No hagáis del cielo un algo estático y aburrido. Frecuentemente asimiláis
la idea de bondad con la de quietud. El «estate quieto, sé bueno» es un
estribillo que aburre a los chicos que, gracias a Dios, están en movimiento
porque se encuentran sanos. El «estate quieto, sé bueno» cansaba tanto al
chiquillo, que terminó por preguntar: «Mamá, ¿en el cielo también
tendremos que ser buenos?».
No pongáis al demonio a la altura de las brujas, duendes o fantasmas. No
entabléis semejanzas entre la historia y las leyendas.
Por lo que más queráis, evitad las ridículas supersticiones, los estúpidos
escrúpulos.
Es natural que el Dios Padre de los mayores sea un Dios Niño para los
chiquitines, proporcionado a su mentalidad, pero que sea Niño realmente
como lo fue. Te hago esta advertencia porque me llamó la atención la
pregunta que me hizo un pequeño: Jesús, ¿es niño o niña? Y me enseñó una
«estampitacromo» que representaba al Dios Niño en la escuela con un
aspecto poco viril. ¡Niño!, le contesté malhumorado mientras rompía la
estampita.
Por lo que más queráis, evitad las ridículas supersticiones, los estúpidos
escrúpulos y el maligno ambiente –que puede darse si nos descuidamos– de
que «todo es pecado». No, no mintáis a vuestros hijos, que no todo es
pecado.
Esta fue la salida airosa de un padre inteligente:
Padre e hijo se encuentran en la iglesia. Dentro de poco van a distribuir
la sagrada comunión. Al chico se le ve preocupado.
–¡Papá, tengo un pecado! ¡No puedo comulgar!
El padre, que conoce bien al chiquillo, pretende animarle.
–¿Qué has hecho, hijo?
Entre lloriqueos y pucheros, el chico se explica:
–¿Te acuerdas de aquella pluma que me regalaste? ¡La he vendido!
Y el padre, inteligente y cariñoso:
–¿En cuanto?
Sin dejar de mirar a los ojos de su padre, arrepentido, aunque un poco
tarde, susurra:
–¡Nueve pesetas!
Y de nuevo el padre, levantándole de la silla:
–Vamos a comulgar, hijo; eso no es un pecado: es un mal negocio.

NO SOIS DIRECTORES ESPIRITUALES

Oración en común, sí; unión de corazones, por supuesto; pero... –siempre


existen peros–; el pero en esta ocasión se llama discreción. Tú has de ser un
buen marido, pero no un director espiritual de tu mujer; ni tú, de tu marido.
No tienes gracia de estado para ello.
¿Quién te manda exigir cuentas a tu mujer a la hora del examen de
conciencia? Haz examen de tus faltas y pide perdón al Señor por tus
infidelidades. Tú, mujer, haz tu examen y pide perdón por tus tropiezos.
Pedid perdón por vuestros pecados y por los de vuestros hijos. Y sed
discretos, porque «un marido y una mujer no son confesores» (Pío XII).
No pretendáis introduciros en la conciencia ajena, ni bajo pretextos
tontos de apostolado. No te inmiscuyas en su vida interior. Es un celo mal
entendido.
Conozco a hombres envidiosos de la marcha espiritual de su mujer. Les
vi, hace tiempo, aconsejando a su mujer para que crecieran en la vida
interior. Después, pasado el tiempo, cuando el amor de Dios llenó el
corazón de ella, sintieron la envidia del retrasado.
Creedme que no os sienta nada bien la actitud de directores espirituales.
Dejad esta función a los que la tienen encomendada por la Iglesia. Sed
discretos y permaneceréis perfectamente unidos entre vosotros.
Y si llegase el caso –Dios no lo quiera– en que os halléis frente a un
mandato cualquiera que vaya contra los preceptos de la ley divina...,
«entonces conservad y defended respetuosa, tranquila, afectuosamente, pero
firme e irrevocable, toda la inalienable y sagrada independencia de vuestra
conciencia» (Pío XII).
NO ES NECESARIO QUE HABLÉIS CONSTANTEMENTE
DE DIOS

¡Padres! No habléis a todas horas de Dios. «No es necesario que habléis


constantemente de Dios» (Pío XII).
Si vivís la filiación divina, si os sentís hijos de Dios, si le tratáis con
confianza, como a Padre, vuestros hijos irán creciendo en esa atmósfera, en
ese clima en que se viven con naturalidad todas las realidades
sobrenaturales. Y esto es lo importante. Si nuestra vida y nuestra muerte
están en manos del Señor, no hay temores, ni dudas, ni sobresaltos que nos
puedan amedrentar. «Soy Yo –nos dice el Padre Bueno detrás de todas las
contrariedades–, no temáis». «Recibirás como bienes todos los
acontecimientos que te sobrevengan, sabiendo que sin la disposición de
Dios nada sucede» (Doctrina de los Doce Apóstoles).
Una vez más te recuerdo que lo verdaderamente interesante es que tu
hogar sea vivo. Procurad que no se deformen las conciencias: Cristo no es
el niño con bucles de oro y camisita rosa. Ni el hijo que hace milagros
cuando juega con sus amigos. Ni el tirano que espera en la esquina al
acecho de las deficiencias humanas para castigarlas. Ni el comerciante
poderoso con quien se puede jugar a la bolsa.
Dios es nuestro Padre –porque nos ha hecho hijos–, el Amigo –que nos
llama «amigos»–, el Hermano que ha dado la vida por todos nosotros, el
Amor que pide correspondencia y generosidad. Es el Omnipotente, que nos
reserva en el cielo el hogar más feliz que pensar se puede para toda la
eternidad.
Hogares vivos. Formar hogares vivos tiene un gran inconveniente; lo
estáis viendo, ¿verdad? Os exige principalmente hablar de Dios a los hijos
con vuestra vida. No os podéis ensimismar hablando a los pequeños de lo
bueno que es Dios, si después pueden comprobar que no os acercáis a Él
con la frecuencia que denotan vuestros consejos.
¡Os están mirando! ¿Queréis que os muestre otra educación más facilona,
que sujete menos a los padres? ¡No existe!
¿Queréis, acaso, que sea el Colegio el que los eduque, aun a pesar de que
vosotros no sois como debierais ser? No. El Colegio no tiene recetas
milagrosas para formar a los hijos.
Vuestros hijos vivirán como vivís. No vayáis a quejaros después. La
educación cristiana exige a los padres toda una vida cara a Cristo.
Es así cómo la gran evolución que tiene que sufrir el mundo por el
cristianismo viene ya pergeñada en los hogares de los hombres de Cristo,
para que penetre después en la sociedad, en todos sus estamentos, en todas
las manifestaciones de la actividad humana.
Vuestros hijos vivirán como vivís. Vuestros hijos formarán parte de ese
rimero, de ese montón de muertos que deambulan por nuestras calles, o de
la mansedumbre de los resucitados que se han acogido a la Vida.
IV. HOGARES CRISTIANOS

¡NO HAGÁIS DAÑO!

«Temo... que, por desgracia, hay quizá entre vosotros contiendas, envidias,
animosidades, discordias, detracciones, chismes..., y tenga que llorar a
muchos». Son palabras de Pablo a los de Corinto.

No sé si a través de esas letras frías de imprenta se apreciarán los trazos


rápidos, gruesos, enormes, con que comienzo a escribir esta página.
Vengo de la calle. He subido corriendo las escaleras para ponerme a
escribirte, a gritos, unas pocas palabras: enseña a tus hijos que no hagan
nunca daño a nadie. ¡Es que... en la misma calle le hacen a uno tanto daño!
Enséñales –eres responsable si no lo aprenden– que los cristianos no
podemos hacer daño a nadie. Pero ¿qué entenderán las gentes cuando oyen
hablar de amor?
«Atiéndeme y respóndeme, pues lloro y gimo en mi oración.
... No, no es un enemigo quien me afrenta; eso lo soportaría. No es uno
de los que me aborrecen el que se insolenta contra mí; me ocultaría de él.
Eres tú, un otro yo, mi amigo, mi íntimo.
Íbamos ambos juntos, en dulce compañía, a la casa de Dios entre la
multitud.
... Tienden sus manos contra los que con ellos están en paz: violan el
pacto.
Es blanda su boca, más que la manteca, pero llevan la guerra en el
corazón. Son sus palabras suaves más que el aceite, pero son afilados
cuchillos.
... Hombres sanguinarios y dolosos, no llegarán a la mitad de sus días,
mas yo confiaré en ti» (Ps. LV).
Si hoy me ha tocado a mí, mañana te tocará a ti. Los envidiosos no
descansan.
«Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan
los que le pertenecen» (Sap., 11, 24).
Hay mucho hijo del diablo suelto por el mundo, que trata de destrozar la
felicidad de los hogares unidos entre los cristianos.
Estate preparado, porque cuando tu hogar –con la gracia del Dios de las
familias y con tu esfuerzo– sea lo que tú y yo ambicionamos: un hogar
hecho de luces y de alegrías, de paces y de fiestas, te sorprenderás
encontrándote de nuevo con la cruz; una cruz labrada a fuego por los
envidiosos. Los infelices pretenderán destrozar a hachazos vuestra unidad.
No sabes bien lo que pueden los infames.
Yo la he visto y te lo cuento.
Érase una vez –comienzo como se inician los cuentos, pero es una larga
historia– una familia numerosa. Un hogar muy cristiano en el que los hijos
–todavía jóvenes, pero ya vigorosos– vivían un amor poco común. Era una
muralla de corazones junto al padre y a la madre. Vivían el amor, como lo
entiende Cristo, hecho de olvidos del yo. En aquella casa sólo contaba el
«tú». Todos habían aprendido, por contagio santo, a hacer la vida amable a
sus hermanos.
Era un hogar feliz. Se trabajaba con ilusión. Sentían la responsabilidad
de sacar la casa adelante, con el esfuerzo de todos.
Pero llegaron los infames; esos que sienten pena porque otros viven con
hombría de bien; esos a quienes les hace daño el fruto y el éxito de los
hombres buenos.
Los perversos –los hay en todas las aldeas– intentaron lo que no se puede
describir más que con la imaginación de asquerosos diablos. Intentaron
desunir al padre y a la madre. ¡La calumnia puede tanto! ¡Pretendieron que
el padre abandonara su hogar! Quisieron romper el amor de los hijos y las
hijas.
A los envidiosos –amigos de la guerra «non sancta»– les quemaba en sus
entrañas el ver paz entre los santos.
Llegó la hora de sufrir en aquel hogar, ciertamente «luminoso y alegre».
Una vez más el Señor permitía que los suyos gustasen el amargor del árbol
de la cruz, para que, después, saborearan de nuevo el gozo y la paz.
Fue el mismo padre quien me lo contó, apaciguada ya la tormenta y
destrozada la calumnia por el poder del Señor. Me hicieron llorar sus
palabras; no estaba yo acostumbrado a ver tanta maldad. Y lloré más aún
cuando con la serenidad de hombre santo me repitió unas frases que yo
conocía de memoria:
«En tu empresa de apostolado no temas a los enemigos de fuera, por
grande que sea su poder. Este es el enemigo imponente: tu falta de
«filiación» y tu falta de «fraternidad» (Camino, 955).
Aunque parezca mentira, a los cristianos se nos tiene que hablar de no
hacer daño a los otros hombres. Es así. Creo que es un punto fundamental y
capitalísimo. El amor a los enemigos ya tendrás ocasión de enseñarlo a tus
hijos. Prefiero que les hables de esto que es tan elemental: el no hacer daño
a los demás.
A veces me pregunto si será preciso organizar una «sociedad protectora
de hombres», donde las gentes puedan acogerse contra los latigazos, la
calumnia, las difamaciones y las críticas destructoras.
No murmuréis, padres. Vosotros que os acercáis con frecuencia a
comulgar, a recibir el Amor, no malentendáis la caridad que pide Dios a
todos sus hijos; no la encaucéis sólo por caminos de calderilla para los
pobres.
Este es el defecto más corriente entre las personas buenas: la
murmuración.
Vuestra boca está siempre llena de nombres y acciones ajenas. Vuestra
lengua no sabe pronunciar más que pequeños rencores. Las palabras
injuriosas se os escapan como agua entre los dedos. No os dais cuenta de
cómo corren vuestros chismes.
Esa noticia que escapó de tus labios, vuela ahora entre carcajadas, y en
su loca carrera destroza méritos, honras y corazones; siembra pesimismo,
envenena toda alegría.
Al fin se detendrá, cuando muera en el límite de la eternidad.
Y aquel pequeño comentario –así le llamas a la murmuración–, después
de correr mil mundos, llegará jadeante, nada puro, con colgajos de carne
rota, con colgajos de honras deshilachadas, con colgajos de alegrías
muertas. ¡Estos son los trofeos que encontrarás cuando traspases el umbral
de las alturas!
No hagáis daño a nadie. Valga esta primera idea para muchas charlas con
tus hijos. «No ofendas a nadie, ni en mucho ni en poco» (Eccli., V, 18).
«¿Cómo voy a maldecir yo al que Dios no maldice?» (Núm., XXIII, 8).
Vete dándoles conciencia de que hay otros chicos que también tienen sus
aspiraciones, que son tan legítimas como las suyas. Que no traten de
destrozárselas. Que entiendan de una vez para siempre que hay muchos
hombres en el mundo que tienen derecho a vivir, a pensar y a trabajar. Que
respeten el honor, la fama y la libertad de sus semejantes.
Les tienes que hablar de santidad y de los grandes deseos para alcanzarla,
pero explícales al tiempo que no hay santidad posible sin servicio al
prójimo.
El enemigo del servicio y del amor al prójimo es la envidia. Las calles
están llenas de envidiosos, corazones ruines que sienten pena por el bien de
los demás.
Serán bienaventurados todos y sólo aquellos que pongan todo su gozo en
hacer la vida agradable, amable, alegre y feliz al prójimo.
La misma naturaleza ha puesto en el corazón de todos los hombres un
impulso, una tendencia natural a amar a los demás. ¡No lo apaguéis!
«Tened cuidado de subrayar lo que caracteriza nuestra cualidad de hijos
de Dios, a saber: la unidad de vida que enlaza simultáneamente al cristiano
con Dios y con sus hermanos. Nada deberá, no ya romper, pero ni aun
turbar esta unión espiritual basada sobre el amor, y que tiene como
condición necesaria la paz del hombre con Dios y la concordia de los
hombres entre sí» (Chevrot).
Sí, todos tenemos que ser mejores. Hacedme caso. Cada uno de nosotros
tiene que decir: ¡Tengo que ser mejor!, y serlo.
Así reza un proverbio cargado de razón: «Si todos barrieran su
antepuerta, toda la calle estaría limpia».
Vamos a ver qué es lo que podemos hacer en nuestro hogar.
El primer deber que tenéis para con los hijos en la familia es que os
queráis mucho el uno al otro. Es lo primero que tenéis que conseguir.
Quereos como os querías cuando erais novios.
¿Acaso creéis que se puede dar ambiente hogareño con sermones acerca
del amor?
Los niños, con esos ojos que lo curiosean todo, sorprenden en vuestro
rostro el cariño que os tenéis o la desunión; la alegría o el desacuerdo.
Los hijos os querrán y se querrán mucho si os queréis y os queréis
mucho.
Los hijos están siempre dispuestos a perdonaros los caprichos del padre o
de la madre en las cosas triviales de la vida, pero nunca entenderán el
desacuerdo sobre las grandes orientaciones que han de regir el hogar.
No sé si viene a cuento esta exclamación de Tagore; pero me ha hecho
reflexionar, y posiblemente también a ti pueda hacerte recapacitar. Estas son
las palabras del poeta bengalí a su regreso a la India, después de viajar por
tierras cristianas: «Si vosotros, cristianos, vivieseis como Cristo, la India
entera estaría a vuestros pies... Maestro Jesús, no hay lugar para ti en
Europa. Ven, sienta plaza entre nosotros, en Asia, en el país de Buda. Están
abatidos de tristeza nuestros corazones, y tu llegada los aliviará».

¡BUSCAD LA FELICIDAD DE LOS AMIGOS!

«¿Qué gente tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía... y creyendo
nos ama Dios y ellas a Él... que no cobre amor?» (SANTA TERESA).

¡Padres cristianos! ¡Hemos de formar hogares donde se viva plenamente


la caridad que nos predica Cristo, hoy, desde el Evangelio!
El no hacer daño a los demás abarca todo un programa de enseñanzas,
pero no debes ni puedes estancarte en esas lecciones negativas del amor. Te
aproximarás más al ideal cuando en tu familia los esfuerzos de todos vayan
encaminados a hacer felices a los demás.
En las fiestas navideñas de hace unos pocos años me presentaba yo en la
casa de un sacerdote con un grupo de muchachos. El párroco había
organizado una gran cabalgata de Reyes Magos con reparto de juguetes
para esos niños a quienes los Magos del Oriente obsequian, todos los años,
con cosas de poco valor, porque son pobres.
Uno de los chiquillos se encontraba tristón, porque él hubiera querido
regalar su tren «último modelo»; pero su madre, a última hora, se lo había
sustituido –¡generosa!– por un payaso viejo con una pierna rota.
Recuerdo que aquel buen sacerdote, al recibir los regalos, los agradeció
con estas palabras que llegaron al alma de los chiquitines: «Os lo agradezco
muy de veras porque con vuestros juguetes vais a hacer felices a estos
pequeños».
¡Hacer feliz a un chiquillo! ¡Alegrar la vida a un necesitado! Es todo un
programa de santificación por la alegría que quien sustituyó a última hora el
tren por el payaso viejo y roto no podrá comprender nunca.
«Santificarse haciendo la vida agradable a los demás». Te hablé de ello,
hace años, en mi primera carta, y no temo volver a repetírtelo, porque lo
necesitas. ¡Padres! Os ganaréis el cielo, el auténtico. Y el de vuestro hogar.
No descarguéis vuestras penas sobre la familia. Descargad las suyas
sobre vuestros hombros.
«No hay cosa enojosa que no se pase con facilidad en los que se aman, y
recia ha de ser cuando dé enojo» (Santa Teresa).
No llenéis el hogar de malos humores. ¡Rabietas, no! ¡Intemperancias,
tampoco! Ni mal genio, ni contestaciones bruscas, ni palabras hirientes. No
descarguéis sobre la familia los latigazos que habéis recibido en la calle, en
la oficina o en el mostrador.
¡Que se pueda contar con vosotros, siempre, aunque estéis de mal
humor!
Comprendo tu fuerte temperamento, pero no me explicaré nunca que
trates de dominarlo ante los ajenos, ante los desconocidos, y lo sueltes
brutal y estúpidamente ante los tuyos.
¿Olvidas que el prójimo comienza por el más próximo?
Cuando te oigo decir a tu hijo: tienes que tratar mejor a la sirvienta, me
hace daño, no te entiendo. Si tu hijo no trata muy bien a los que están al
servicio de la casa, acúsate a ti mismo; eres culpable tú, que hace unos días
diste dos duros al niño para que los echara en la hucha de los chinitos.
¡Dar dos duros para los chinitos y humillar a la sirvienta!
¡Incomprensible! Confundirán la caridad con el dinero. Bien sabe tu hijo
que también pagan el sueldo a la sirvienta.
No debe salir de tus labios el modo de tratar al servicio. Lo deben tener
aprendido, porque lo ponen por obra.
De la sirvienta, debe saber el niño de dónde procede, la ocupación de sus
padres, hermanos que tiene, si se encuentra en casa a gusto y por qué.
Hablar a los chicos de las necesidades que padecen los indios y no
conocer los sufrimientos de la sirvienta es tan acristiano como deformador,
para un chico de piso, conocer memorísticamente todos los montes y ríos de
Asia y no haber explorado los pueblos colindantes al suyo.
Las exploraciones y la caridad comienzan siempre por lo más próximo.
¡Padres! Nada de egoísmos, ¡que se contagiarán los hijos!
Nada de regateos, ¡que os saldrán acaparadores!
Nada de críticas negativas, ¡que crecerán mezquinos!
Nada de incomprensiones, ¡porque los haréis miserables!
¡Padres! Sembrad cariño en el hogar, y los hijos amarán a Dios con todo
su corazón, con toda su mente, con toda su alma, con todas sus fuerzas,
amando al prójimo.

ESPÍRITU DE SERVICIO

Todo hombre que se incorpore a Cristo tiene que entender la vida como
servicio a los hombres. «El cristiano no emplea –dice Schmaus– sus
esfuerzos culturales o políticos en producir valores objetivos, sino en
producir valores para bien y utilidad del hombre. San Agustín dice que el
poder terrestre es una función de servicio». De esto quiero hablarte, del
espíritu de servicio que ha de animar tu vida y la de los que te rodean.
Primero en tu vida. Los hijos han de comprobar con sus propios ojos qué
es eso de darse a otros. Al verte actuar en familia han de entender que, en
esta vida, el amor consiste en hacer obras buenas.
Gravita sobre vosotros la responsabilidad de mantener vivo el espíritu
cristiano de las primeras generaciones. Y éste era el tono de vida de
aquellos hombres: «Nuestra religión no se cifra en el cuidado de discursos,
sino en la demostración y enseñanza de obras». «Entre nosotros... es fácil
hallar a gentes sencillas, artesanos y vejezuelas, que si de palabra no son
capaces de poner de manifiesto la utilidad de su religión, lo demuestran por
sus obras. Porque no se aprenden discursos de memoria, sino que
manifiestan acciones buenas: no herir al que nos hiere; no perseguir en
justicia al que los despoja, dar a todo el que les pide y amar al prójimo
como a sí mismos». Estos dos textos de Atenágoras expresan todo cuanto
tengo que decirte.
¡Cuántos temas van saliendo para tus charlas amistosas con los hijos!
Les irás desentrañando, poco a poco, el Evangelio. Ahí tienes un
magnífico apostolado familiar. Déjales entrever cómo el cariño de Cristo
por los suyos le llevaba a lavar los pies sucios de los discípulos.
Incúlcales el espíritu de servicio a los demás y lo que ello encierra: el
espíritu de sacrificio. Ahí tienes el fundamento para toda esa formación
social tan necesaria en nuestros días.
Si no lo haces, los muchachos serán individualistas, comodones, con
alma de avaros; se asustarán cuando oigan hablar de lo mucho que hay que
preocuparse por los problemas, las necesidades, los intereses, los derechos,
los gustos y la vida de los demás. ¡No podemos permitir que junto a
nosotros salgan generaciones de hombres entregados exclusivamente a lo
suyo! Tendremos que desvivirnos por formarlos generosamente.
Si Dios es amor –que lo es–, el hombre, hecho a imagen y semejanza de
Dios, también lo será. Y el amor sólo sabe decir «tú», o, de no saber
decirlo, resulta egoístamente mudo, violento, triste. El amor se actualiza en
la donación a otra persona.
Por paradójico que pueda parecer, te diré –plagiando a Schmaus– que el
hombre se realiza plenamente a sí mismo sólo y cuando se entrega, cuando
se ofrenda.
¿Te resulta extraño que así sea? Pues abre el Evangelio. «Quien quiera
conservar su vida, la perderá; quien la entregue, la retendrá».
¡Hay que darse! ¡Tenéis que daros! ¡Tenemos que darnos! Únicamente de
este modo podremos enseñar a otros a que se den.
Y cuando te pregunten cómo es eso de ofrendarse, de entregarse a Dios,
dándose a sus hermanos, a sus amigos, al prójimo, cuéntales la historia de
Saulo, a quien el mismo Dios, después de derribarle del caballo, con un
manotazo de luz, explicó claramente lo que tus hijos necesitan aprender.
Camino de Damasco, Saulo entendió, por primera vez, que el perseguir a
unos hombres que se llamaban cristianos suponía perseguir a Jesús. Desde
entonces, en el fondo de las cartas de San Pablo, permanece latente esta
idea, como un ritornello que sirve para toda clase de canciones: todo cuanto
hagamos a los demás hombres, se lo hacemos a Cristo.
Nunca es demasiado pronto para empezar a enseñar a tus hijos este
espíritu de servicio, este sentido de sacrificio por los demás, como cuenco
donde se cuece el sentido de la responsabilidad social.
¿Espíritu de servicio? ¿Lo quieres para tus hijos? Enséñales que todos los
talentos que tienen recibidos de Dios –inteligencia, memoria, voluntad,
reciedumbre, espíritu de iniciativa, laboriosidad, lealtad, todas las virtudes
humanas y todas las sobrenaturales– tienen una función social. Los han
recibido de Dios para ponerlos a los pies del prójimo. El dinero, también; y
también la fortuna y los grandes ideales.
¿Espíritu de servicio? ¿Lo quieres para tus hijos? Que respeten siempre
el derecho, las opiniones, los bienes de los demás. Evita, en la mesa y en la
vida de familia, las burlas y las humillaciones de unos para con otros.
Preocúpate por saber si tu hijo es un buen compañero, leal y sincero con
los amigos. Preocúpate por enterarte si ya ha aprendido a dejar unos
juguetes, unos apuntes, unas notas, unos lápices a sus compañeros de
escuela.
Preocúpate por saber si te está saliendo egoísta y avaro de sus apuntes, de
sus notas, de sus lápices de colores.
Un hijo siempre corre el peligro de salir pródigo; pero corre muchos más
peligros aún de ser como el hermano del pródigo: ruin, avaricioso, tristón
ante la alegría del retorno de su hermano a la casa paterna.
Mientras los ángeles se alegran por la conversión de un pecador que hace
penitencia, el hermano del hijo pródigo se llena de tristeza.
No te quepa la menor duda de que la verdad está en esa alegría de los
ángeles, en la tuya y en la mía.
Tus hijos como los Apóstoles, en cierta ocasión, y como el hermano del
hijo pródigo pueden reaccionar mal ante el pecador, el equivocado y el
lujurioso. Pero para eso estás tú –siempre oportuno–: para corregir y
amonestar, como hombre bueno, como lo hizo Cristo, como actuó el padre
del pródigo.
Los Apóstoles pedían fuego para las ciudades orgullosas; el falso
hermano se quejaba de la fiesta organizada en torno al regreso del pródigo.
Pero Cristo da doctrina y el padre bueno reconviene a su hijo fiel.

EXIGENCIAS SOCIALES

¿Quieres inculcarles el espíritu de servicio?, ¿el sentido de la


responsabilidad social?
Explícales cómo son cientos y miles los hombres de diversas razas y
países que cooperan en la preparación de nuestra alimentación y de nuestro
vestido; coméntales la actividad que han tenido que desplegar los
trabajadores para que el chiquillo de la casa pueda tomarse con comodidad
el desayuno al levantarse de la cama; descríbeles los sacrificios impuestos a
los mineros que han de arrancar el calor y la luz de las entrañas de la tierra.
Si te han entendido... surgirá en ellos el afecto, la simpatía y el
agradecimiento para todos sus hermanos mayores, los trabajadores, y no
será preciso hablar mucho a los muchachos de reformas sociales. «Los
niños que han sido iniciados en el sentido que acabamos de exponer, cuando
lleguen a su edad adulta sabrán por sí mismos que deberán oponerse, en
todo género de conflicto social, al egoísmo de clase, venga de arriba o de
abajo» (Foerster).
¿Te haces cargo de lo mucho que puedes hacer con los hijos?
Y de ahí, de lo material, qué fácilmente puedes saltar a explicarles lo que
es la Comunión de los Santos.
El Cristianismo lleva en su misma entraña unas exigencias sociales. La
Iglesia es una comunidad jurídica y al mismo tiempo el Cuerpo Místico de
Cristo, una realidad viva, integrada por muchos miembros, todos los cuales
se necesitan mutuamente.
Pero lo que no podéis hacer jamás –so pena de hacerlos inútiles para
Dios y la sociedad– es lo que hizo aquella pobre madre, pobre de
conocimientos acerca de lo que Dios nos pide respecto al espíritu de
servicio y del amor. Al enterarse que en la excursión de la escuela se habían
agrupado todos los bocadillos para repartirlos indistintamente a unos y a
otros a la hora del almuerzo, para que todos picasen algo de lo que habían
llevado los demás, dijo con aire resuelto a su chiquillo: «y a partir de ahora,
en las próximas excursiones no te pondré más lomo: ¡para que se lo coman
los demás!». ¡Pobre hijo! ¿Qué entenderá en su cabecita pequeña cuando
esa misma madre le adoctrine –¡sólo de palabra, claro!– acerca del amor a
Dios y al prójimo?
Dejad, por Dios, esas trasnochadas pedagogías individualistas. Ha
quedado muy atrás el Renacimiento. Estamos en el siglo XX. Lo que
precisan tus hijos es una labor de equipo en todos los órdenes. Les repetís
demasiadas veces que la caridad bien entendida comienza por uno mismo.
Pero no lo habéis entendido. La caridad no quiere decir capricho. Diles más
bien que el capricho ajeno está por encima del capricho personal.
En la primera ocasión que tu hijo rece en alta voz el Ave María con el
«ruega por nosotros, pecadores», explícale quiénes entran en el «nosotros»:
el padre, la madre, los hermanos, las sirvientas, los obreros, los amigos, los
profesores, los sacerdotes, los desconocidos y esos que las gentes llaman
«los malos». En el «nosotros» entramos todos los hombres, porque todos
formamos un solo Cuerpo.
Y comprueba si tu hijo, al salir a la calle con sus juguetes, sigue
acordándose de quiénes forman parte del «nosotros» del Ave María.
Pronto, muy pronto, tan pronto como aprendan a decir: «lo mío es para
mí», ponles en contacto con la miseria, con las chozas, con la gente que
vive bajo los puentes, con el hambre de los chiquillos.
Y cuando tus hijos sean mayores, no te olvides de llevarles a ver de
cerca, muy de cerca, en visita detenida y preparada, qué es eso de un
hospital y un manicomio por dentro. ¡Tú, madre, no te asustes! Es necesario
que comprendan pronto que, también, en el «nosotros» entran los que
sufren.

LIMOSNA

¡Así vivían los primeros cristianos!


«Si entre ellos hay alguno que esté pobre o necesitado y ellos no tienen
abundancia de medios, ayunan dos o tres días para satisfacer la falta de
sustento necesario en los necesitados» (ARÍSTIDES).

Si todos los valores, si todas las virtudes que tenéis tú y tus hijos deben
orientarse también para utilidad de otros hombres, de entre ellos no puede
quedar excluído el dinero, como si no tuviera otra función más que
satisfacer el capricho personal. Ya te hablaré más adelante sobre lo que hay
que hacer con el dinero de los hijos, ese que te piden todas semanas y que
semanalmente les has de dar. De momento quiero insistir en el «nosotros»
del Ave María del que hablábamos en la página anterior.
También en el «nosotros» entran los pobres, esos a quienes hoy se llama
«económicamente débiles», pero que siguen siendo pobres.
Los primeros cristianos conocían la Sagrada Escritura; sabían que había
que ayudar a los necesitados.
«Si hubiere en medio de ti un necesitado de entre tus hermanos, en tus
ciudades, en la tierra que Yavé, tu Dios, te da, no endurecerás tu corazón ni
cerrarás tu mano a tu hermano pobre... Debes darle, sin que al darle se
entristezca tu corazón; porque por ello Yavé, tu Dios, te bendecirá en todos
tus trabajos y en todas tus empresas. Nunca dejará de haber pobres en la
tierra; por eso te doy este mandamiento: abrirás tu mano a tu hermano, al
necesitado y al pobre de tu tierra» (Deut., XV, 7-11).
Los primeros cristianos conocieron la doctrina de Cristo y la pusieron
por obra. «Los que amábamos por encima de todo el dinero y los
acrecentamientos de nuestros bienes, ahora, aun lo que tenemos, lo
ponemos en común y de ello damos parte a todo el que está necesitado»
(San Justino).
«Si tenéis posibilidad de hacer bien, no lo difiráis, pues la limosna libra
de la muerte» (San Policarpo).
«Que sea cosa buena visitar... a los pobres con muchos hijos... es
evidente e indiscutible» (San Clemente).
Entre los primeros hombres del Cristianismo también los pobres daban,
con sacrificio: «Y si entre ellos hay alguno que esté pobre o necesitado y
ellos no tienen abundancia de medios, ayunan dos o tres días para satisfacer
la falta de sustento necesario en los necesitados» (Arístides).
¿No es verdad que vivían más sinceramente el Cristianismo?
Hoy, a la hora de tener hijos y de dar limosna, todos se esconden, se
agazapan tras el escudo que lleva por mote: «Tampoco los otros los tienen
ni dan».
Corremos el peligro de formar una generación de hombres a quienes no
les suene, siquiera, la palabra limosna.
¿Que ya dais? Sí, yo os lo diré: ¡calderilla! Hoy se da mucha calderilla a
los pobres y a la Iglesia de Dios.
Y la calderilla es recompensada, únicamente, cuando no se tiene más que
calderilla, como en el caso de la viuda pobre del Evangelio.
Sólo ante la Iglesia y ante los pobres echáis la mano al bolsillo del
pantalón, porque es ahí donde guardáis la podrida calderilla.
¿Creéis que es así como se hace un tesoro en el cielo?
¿Quién os ha enseñado a ser tan espléndidos? Farisaicamente os habéis
quedado con la letra del Evangelio y dais, a lo sumo, vasos de agua, un
agua sin amor de Dios.
¿Qué es lo que aprenderán vuestros hijos sobre la limosna?
Cuando pase el tiempo y la calderilla ya no circule, ¿qué darán vuestros
hijos?
¡Calderilla! ¡Calderilla! ¡Dad mucha calderilla! ¿Creéis sinceramente que
son muchos los problemas y los grandes apostolados que se resolverán en la
Iglesia por el peso de vuestra calderilla?
Cuando los tenderos necesitan calderilla se dirigen siempre a las
sacristías de las iglesias, seguros de encontrar lo que necesitan.
¿Qué os diría San Pablo si fuese hoy por vuestras casas recogiendo
vuestra limosna?
¡Cuántas grandes empresas apostólicas ya iniciadas se podrían llevar a
cabo si tú colaboraras económicamente!
¿Por qué no haces un recuento de lo que diste de limosna el año pasado?
Terminarás en seguida, Tienes tiempo, si es que no cuentas... la calderilla.
No cuentes esos «pluses» que has entregado a los obreros por Navidades.
No, no los cuentes. Eso lo has dado para que no te quemen la casa. No entra
en el capítulo «caridad», sino en el de «seguro contra incendios».
Qué molestos son los obreros cuando se amotinan, ¿verdad? ¿No opinas
que sería conveniente que los «curas» se ocupasen de ellos para que
aprendan a vivir la «resignación cristiana»?
Yo he visto –se lo puedes decir a tus hijos– a la viuda pobre del
Evangelio. Yo he podido comprobar cómo se encendían los ojos de Jesús al
ver que echaba en la caja del templo las dos moneditas, que eran todo su
capital.
Es una viejecita de setenta y cinco años, arrugada, algo encorvada; sufre
mucho y nunca pierde la alegría.
Una viejecita de esas que llegan a la iglesia muy de madrugada.
Ella no conoce las fórmulas de los tantos por ciento de lo superfluo que
hay que dar como limosna. Ella ha inventado su propia fórmula. Percibe
dos mil pesetas mensuales; gasta mil y da las mil restantes. No tiene hijos, y
lo da todo a los pobres.
Hay que reconocer que tiene una manía, una bendita manía: la de que no
se entere nadie. Bendita manía, y bendita vieja; ¡qué bien ha aprendido lo
que dice Cristo en el Evangelio!
La fórmula de la limosna de nuestra vieja es flexible. Este es otro de los
aciertos de su propia fórmula: «Como el último mes, en lugar de gastar mil,
sólo he gastado novecientas pesetas, este mes podré dar mil cien». Estas
eran sus palabras.
Y del bolso viejo sacó unos miles de pesetas en billetes de cien. Eran
todos los ahorros que tenía hechos durante el año. Así será su limosna,
todos los meses, hasta que se muera.
Se quedará sin nada aquí en la tierra. Pero ella está segura –tú y yo
también– de que está llenando un gran bolso en el reino de los cielos.
La vieja no sabe que se haya escrito en este libro un pequeño capítulo de
su vida. Posiblemente, para cuando éste salga de la imprenta, la buena vieja,
la mujer encorvada que sufre mucho sin perder la alegría, se habrá
encontrado, ya en el cielo, un bolso viejo lleno de granos de oro.
Esta vieja buena aprendió a dar y a darse, a la vista de lo que hacían sus
padres, hace muchos años, en el hogar. ¿Aprenderán igualmente tus hijos lo
que es limosna, lo que es caridad?

DESCANSO EN FAMILIA

¿No serás tú la madre del muchacho que se me quejaba?: «Nunca veo a mamá porque
siempre está dando conferencias sobre la educación de los hijos».

Seis parejas de apóstoles, sin pan y sin dinero, adoctrinaban y curaban a


los hijos de Israel, conforme al mandato de Jesús.
También Judas ungía con óleo a los enfermos y los curaba.
Los doce apóstoles, diseminados en grupos, sanaban a los leprosos y
daban vida a los muertos.
Fueron días de labor incesante, de trabajo continuo y gozoso.
De regreso, se juntaron de nuevo con el Señor y le contaron todo cuanto
habían hecho y enseñado.
Jesús, al verles fatigados, les decía: «Venid vosotros solos a un lugar
solitario y descansad un poco»; porque –añade Marcos– «eran muchos los
que iban y venían y ni siquiera tenían tiempo para poder comer». Y
tomando la barca se retiraron a Betsaida.
Es preciso descansar; el trabajo, siendo una obligación, no es la única ni
la más importante.
Conozco a muchos padres que viven contentos porque se dan al trabajo
intensamente. Tienen el «vicio» de trabajar, a veces mejor diríamos el vicio
del dinero. He de decirles que una ocupación que absorbe todas las horas
del día de un padre de familia no está concebida cristianamente.
No es cristiano el trabajo que impide atender a Dios, a la mujer, a los
hijos y a los amigos.
Quiero decirte que en tu plan de vida debe aparecer, además de tu labor
profesional, un tiempo para Dios y otro para el descanso –que «no es no
hacer nada» (Camino, 357)–, sino atención a la familia y al apostolado.
De tertulia estaba Jesús con los suyos cuando se presentaron las madres
con sus chiquillos: ¿Por qué no bendices, Jesús, a nuestros hijos? Y
mientras Cristo sonreía mirando a los niños, los impulsivos discípulos del
Señor apartaron a los chiquillos para evitar molestias al Maestro. Y Jesús
tiene que intervenir amonestando a los toscos pescadores: ¡Dejad que se
acerquen!
Como pájaros revoloteaban los niños en torno a Cristo mientras los
bendecía.
¡Cuántas cosas podrían contarnos Lázaro, Marta y María de las tertulias
que tuvieron con Jesús!
¿Es que habíais pensado que Jesús no descansaba? Claro que sí; lo que
no hacía era perder el tiempo.
La fuente de Jacob en Sicar, al pie del monte Gerizim, y la samaritana
con su cántaro lleno de agua, nos podrían contar también muchas cosas
buenas del descanso de Jesús.
Ninguno de tus hijos podrá expresar, de regreso del colegio, las
maravillas que los Apóstoles contaron a Jesús en aquella charla
interrumpida por la muchedumbre hambrienta de pan y de doctrina. Tus
hijos no podrán hablaros de la sujeción de los demonios, ni de los
paralíticos curados. Los hijos te contarán lo que han hecho y lo que han
aprendido; pero volverán alegres a casa con el mismo gozo de aquellos
Doce. Ellos, por estar con Jesús; los tuyos, para estar con su padre y con su
madre. Quizá no os hablarán de cosas trascendentales, sino de pequeñas
travesuras; pero las tertulias de tu casa pueden tener el mismo encanto que
el diálogo del Señor con los suyos.
Algunos días encontrarás a tus hijos –esta vez sí, como los Apóstoles–
discutiendo sobre cuál de ellos se sentará junto a su padre. Ni la educación
ni el cariño llevaban a ceder un palmo en la primogenitura.
En aquella ocasión, el Señor tuvo que intervenir para corregir, como tú
tendrás que hacerlo; no te desesperes. Deseos pequeños de venganza,
ambiciones poco nobles, orgullos, presunciones, miras humanas. Estos eran,
entre otros, los defectos de los Doce; ¿te puede extrañar que también sean
los de tus hijos?
Jesús contaba cosas sublimes del amor. Tú te conformarás con cosas
minúsculas al alcance de las inteligencias infantiles.
El descanso en familia es el derecho que tienen los hijos a estar con sus
padres, y la obligación de éstos a descansar con los suyos.
«¡Qué bien, mamá! Mañana todo el día juntos, desde la mañana hasta la
noche», decía un peque de seis años en víspera de un viaje en tren.
¿Esto no os dice nada, madres? ¿No será que no os ven más que los días
de fiesta?
¡No, no puede ser! No tenéis excusa. Correteáis por todas partes mientras
los hijos os están esperando en casa.
¿Qué hacéis, madres, fuera del hogar todas las tardes? Si es por
necesidad, Dios suplirá vuestra ausencia; pero si es por capricho, la
ausencia termina en vicio, un vicio que acaba por arruinar a la familia.
¿Que cuándo sacaréis tiempo para estar con ellos?
Está mal enfocada la pregunta. Lo primero, lo más importante que hay en
la tierra para ti son tu marido y tus hijos. Después estudiarás de dónde sacar
tiempo para hacer otras labores ajenas al hogar.
¿Has creído por un momento, acaso, que las relaciones sociales están por
encima del tiempo que hay que dedicar a los hijos?
¿Que todas las noches tenéis que salir? Pero ¿quién os ha impuesto ese
deber? No os dejéis tiranizar por nada ni por nadie.
¿Que no podéis estar en casa cuando regresen los chicos? ¡Qué pena!
¿Que no os ven más que los días festivos? Entonces acusaros seriamente
de incumplimiento de vuestros deberes de padres.
¿Y si la culpa la tuvieran algunos colegios que encierran a los niños y las
niñas desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, cargándoles
de deberes para que los terminen en casa, entre plato y plato?
La tertulia es la reunión alegre y diaria donde todos exponen los
incidentes y las pequeñas aventuras de la jornada; donde el padre y la madre
cuentan la historia de la familia; donde todos olvidan los fríos y los
arañazos de la calle.
Es la reunión donde todos aprenden a hacer pequeños servicios a los
demás. La tertulia debe estar llena, siempre, de delicadezas.
No es la hora de preguntar la lección; es la hora de ser «padrazos» con
los hijos.
En la tertulia los hijos aprenden a chiflarse con sus padres, como la
hermana de Lázaro cuando se sentaba a los pies del Señor.
La tertulia es la hora del juego de los padres con los hijos, la hora de los
cuentos, la hora de los cantos, la hora de las risas, la hora del buen humor;
es la hora bendita del descanso en familia.
«Y tus hijos como retoños de olivo alrededor de tu mesa» (Ps. CXXVII).

LO QUE LOS HIJOS ENSEÑAN A LOS PADRES

Los hijos se fijan en ti porque quieren ser como su padre. Fíjate en ellos
porque –es mandato de Dios– tienes que ser niño.
El final de una película de corto metraje –creo que se llamaba «La
ventana»– me ha dado pie para este pequeño cuento.
Érase una vez un niño... ¿Estás dispuesto a hacerte niño para poder
entender el cuento? No olvides que son ellos, los niños, los que enseñan a
los hombres cómo ha de jugarse en la vida.
Ellos –los niños– cuando juegan a guerras levantan la mano blanca al
primer herido. Somos los hombrones los que no sabemos terminar las
guerras más que con muertos.
Ellos tienen peleas como nosotros; enemistades, enfados terribles... que
se dejan borrar por la noche. La Noche en los niños disipa todos los pesares,
porque las estrellas, al moverse, limpian las cosas sucias que quedaron
pegadas a sus almas durante el día. La Noche en los hombres... enciende
viejas pasiones, venganzas olvidadas, porque los hombres no sabemos jugar
con las estrellas ni queremos escuchar sus cuentos.
Cuando los niños despiertan a la vida cada día, lo hacen con una sonrisa;
para ellos los días son todos nuevos. Para los hombres que no saben ser
niños, los días son todos iguales, llenos de rutina y de cansancio; todos los
días son viejos.
El hombre despierta a la luz conociendo lo que le espera. El niño no se
para a pensar en las horas malas de ese día; sólo gusta de pensar en lo que
encontrará de aventura; en lo que tienen de color y de vida.
Los niños se enamoran de las cosas de cada día y por eso gustan de la
luz.
La inocencia de los niños les hace vivir libremente. Vosotros los hombres
vivís siempre pendientes de mil ojos tan sucios como los vuestros. Malditos
«qué dirán» ensucian vuestras intenciones. Los niños tan sólo se preocupan
del Dios que les mira por las estrellas.
Pero... ¿qué te iba diciendo?
Érase una vez un niño que tenía por juguete un ángel bueno y por
compañero un hombre malo.
El niño y el hombre se encontraban en una habitación grande de un viejo
hospital. El niño, con su ángel bueno, en una cama blanca, junto a la
ventana. El hombre, en la otra cama, suficientemente cerca para poderle
hablar, suficientemente lejos para no poder curiosear por la ventana.
El hombre malo no sé qué enfermedad tiene que no puede levantarse.
El niño amigo del ángel no sé lo que padece que requiere cuidados
durante la noche.
Cuanto más bueno es el niño, más odios se encienden en el corazón del
compañero.
El niño habla de jardines y de ensueños, de hombres y de chiquillos, de
calles y de plazas, de todo cuanto ve por la ventana.
A veces interrumpe su charla porque sufre fuertes ahogos; entonces agita
la campanilla..., y unas batas blancas que entran como alocadas, con un no
sé qué, calman sus dolores de muerte.
Y de nuevo, en cuanto puede, mirando por la ventana, continúa contando
cosas de las nubes y de las flores, del color del cielo, del color del día, del
color de las estrellas, del color de la noche.
Una gran envidia, una mala pasión crece en el corazón del hombre malo,
que no quiere escuchar al niño porque ¡desea la ventana! Todo lo demás le
aburre, le cansa, le agota; ¡desea sólo la ventana! La imaginación sucia le
empuja a ver cosas que el niño, con ojos limpios, no aprecia.
Tal vez el niño ha adivinado sus locas pasiones porque hoy le ha hablado,
como nunca, del sol, de sombras y de luces.
El hombre malo se ha enfurecido:
–¡Cállate!
Y el chiquillo con la voz de su ángel:
–¿Quieres que cambiemos de cama?
Al perverso le hace daño la generosidad del niño.
Y el niño, para alegrarle la vida, cuenta que te cuenta lo que ve por la
ventana:
–¡Huy; qué rojo está el cielo!
Y ese «cielo rojo» –que todo era cariño– enfureció como nunca al
malvado.
Aquella noche, cuando el chiquillo, como todos los días, llamaba a las
estrellas cuando éstas asomaban sus espadas en el cielo, llegaron los ahogos
mortales de siempre.
El niño alarga su brazo para coger la campanilla... Y no la encuentra.
Después de un suspiro agotador, con muecas de dolor, palpa otra vez la
mesilla... Y no halla nada en ella. Con gran esfuerzo se incorpora..., y clava
sus ojos blancos en la mano negra del hombre, que retiene la campanilla.
–¡Toca, toca!..., ¡pronto!... ¡Toca! –chilla como puede el chiquillo–, ¡toca
la campanilla!, ¡me ahogo! ¡Toca, toca! ¡Sé bueno!
Los ojos, casi muertos, del niño contemplaron por última vez, en las
manos duras de su compañero, una campanilla muda con una lágrima
grande por badajo.
A la mañana siguiente las batas blancas entraron, como de costumbre, y
encontraron al hombre dormido y al chiquillo ¡muerto! Y la campanilla, fría
y muda, sobre la mesilla.
Se llevaron el cadáver del niño que tenía por juguete un ángel bueno. Y
cambiaron de cama al hombre malo: junto a la ventana.
Y esto es lo que vieron –con rabia– sus ojos: un paredón y un tejado,
¡eso sólo!; un gran paredón con grietas verdes y, en lo alto, un sucio tejado
con tejas viejas, rotas, rojas, hechas de sangre.

EL AMOR DE LOS GITANILLOS

¿Queréis saber de verdad lo que es cariño? ¿Queréis vivir unidos, padres


e hijos, en vuestro hogar? Entonces tenéis que aprender lo que es el amor. Y
nos lo van a enseñar unos gitanillos. La historia que te contaré sirve
igualmente para los hijos y para los padres. Todos necesitamos que nos
recuerden lo que es amar. Esta vez nos lo van a decir unos churumbeles.
¡Mira!, ¡ven!, ¡ésa es Puerta Elvira, con sus trece almenas! ¡Pasa por ella
y tuerce a la derecha! Es el mismo escenario de entonces, lleno de luz. Todo
el sol de Andalucía caía por la cuesta de Alhacaba, la cuesta que sube al
barrio del Albayzín de Granada.
Aquí, por la izquierda, corría este mismo regato, la misma agua. ¡Mira
más arriba! De ahí, de la derecha, de ese mismo carmen, salieron los dos
gitanillos panzudos protagonistas de este cuento, hecho carne por el amor
de los chiquillos.
El más pequeño, muy contento, daba palmadas. Su pelo, ensortijado,
caracolillo, le caía sobre la frente. La camisilla al aire; no le cubriría más de
palmo y medio. Era casi negro, un negro tirando a gris-polvo de carretera.
Los pies, descalzos, sobre los guijos del camino. ¿Qué tendría? ¡No más de
cinco años!
El mayor, sí, alcanzaría ya los diez.
Con la indumentaria de los hermanos gitanos se hubiera podido cubrir
uno por completo. El pequeño llevaba media camisa; el mayor, un pantalón
que sujetaba con un tirante en forma de bandolera sobre la carne negra, de
color madera denegrida.
El pequeño danzaba alrededor del mayor. Este, el de diez años, salía
despacio del carmen de la derecha, con aire procesional, llevando sobre las
manos un bote de leche blanca.
Y aquí comenzó el diálogo:
–¡Siéntate! ¡Primero beberé yo, y después lo harás tú!
¡Si le hubierais oído! Lo decía con aire de emperador. El chiquillo le
miraba con sus dientes blancos, la boca entreabierta, jugando con la punta
de la lengua.
Y yo, como un bobo, contemplando la escena.
¡Si vierais al mayor mirando de reojo al churumbel!
Llevó el bote a la boca y, haciendo ademán de beber, cerró fuertemente
los labios, para que no entrara en su boca ni una gota de leche blanca.
Después, alargando el bote, decía a su hermano:
–Ahora te toca a ti. ¡Sólo un poco!
Y el hermanito pequeño dio un sorbo. ¡Qué sorbo!
–¡Ahora me toca otra vez a mí! Y repitió la escena, completamente ajeno
a mis miradas bobaliconas. Llevó el bote –ya mediado– a la boca, que
mantenía cerrada.
–¡Ahora te toca a ti!
–¡Ahora me toca a mí!
–¡Ahora, a ti!
–¡Ahora, a mí!
Y con tres, cuatro, cinco, seis sorbos, el churumbel de pelo ensortijado,
panzudo, con la camisa al aire, terminó el bote.
El «ahora, a ti» y el «ahora, a mí» me llenaron de agua los ojos.
Entre risas gitanas de fondo, comencé a subir la cuesta de Alhacaba,
llena de gitanillos. Mediada la cuesta, volví la cabeza. Tuve ganas de bajar
y guardarme el bote. ¡Aquello era un tesoro! Pero, ¡ca!, ni siquiera pude
intentarlo. Entre borricos cargados de botijos corrían diez churumbeles
detrás del bote, dando patadas. El bote saltaba entre los pies negros,
descalzos, sucios, de color gris-polvo de carretera. También el generoso
jugaba entre ellos, con la naturalidad de quien no ha hecho nada
extraordinario. o –¡mejor!– con la naturalidad de quien está acostumbrado a
hacer cosas extraordinarias.
Sí; así es, padres, cómo tenemos que querernos. El amor que Cristo nos
predicó exige estas delicadezas.
Si el amor de Dios no nos lleva a chuparnos los labios para que el hijo, el
hermano, el amigo, se beba toda la leche blanca del bote, no es amor de
Dios. ¡Benditos gitanos! Qué ejemplo nos disteis a los que estamos
escribiendo sobre la caridad.
Qué bueno es Dios que dejó escritas, en el corazón de los hombres, las
mismas palabras que dijo Jesús en la última cena: Que os queráis, que en
esto conocerán que sois mis discípulos.
Qué bueno es Dios que dejó escrito, en el corazón de los gitanos, el
mismo grito de Juan, en Patmos: Que os queráis con obras y de verdad.
Qué bueno es Dios que dejó escritas, en el corazón de todos los mortales,
las mismas palabras que leemos en el Evangelio sobre todo lo que tenemos
que hacer en la tierra: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu mente, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a
ti mismo».
¿Creéis que a quien se queda con la nata en los labios, para que el más
pequeño sea feliz con su bote de leche blanca, hará falta insistirle en que no
injurie, no calumnie, no difame, no haga daño a su hermano?
Si pretendéis vivir la caridad sin cariño humano, ¡quedaos con ella!, que
yo me quedo con el amor de los gitanillos.
El amor, el cariño de los padres y de los hijos no conoce el tiempo como
para detenerse a calcular, en medir, en comparar quién es el que da más.
Hay que olvidarse de uno mismo y darse del todo, como el gitanillo que
no tenía más que diez años, un pantalón demasiado holgado y mucho polvo
de carretera en sus pies desnudos, pero un corazón grande, demasiado
grande para acordarse de sí y olvidarse de los demás.
V. HOGARES LUMINOSOS Y ALEGRES

LUZ Y ALEGRÍA

«Vuestros hogares han de ser luminosos y alegres» (Mons. ESCRIVÁ DE


BALAGUER).

Vuestros hogares serán luminosos si son orientadores de la vida de


vuestros hijos. Un hogar luminoso es un trozo de tierra arrancado al cielo,
donde se aprenden las grandes directrices acerca de Dios, de la vida, de la
muerte, del hombre, del mundo y del amor. Los éxitos de los padres como
educadores quedan garantizados no tanto por el empleo de los métodos
como por los fines clara y firmemente establecidos. Los hijos van
aprendiendo sin palabras, por la vida de Cristo en los padres. No en vano el
Señor es la Luz. Y con Jesús, el hogar es necesariamente alegre. Donde hay
luz no hay angustia, porque se vive el sentido de la existencia.
Esta luminosidad y esta alegría son consecuencias del amor que
comentábamos anteriormente. Ni siquiera hace falta que busquéis, como
locos, la alegría. No se trata de crear un ambiente ficticio en nuestro
derredor. ¡Si ni siquiera se trata de sonreír! Os alegraréis y sonreiréis si
vivís el amor.
El gitanillo no podía estar triste con su bote vacío.
El gitanillo era feliz, no por lo que tenía –que nada tenía– ni por lo que
dejaba de tener –un miserable bote de leche–, sino por lo que era. La
felicidad la llevamos dentro. Es un gran don que no se compra con todo el
oro negro de la tierra. Es un don del Espíritu Santo.
«Tú pones en mi corazón una alegría mayor que la del tiempo de copiosa
cosecha de trigo, vino y aceite» (Ps. IV, 8).
Esto nos dice el Señor: «De nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón,
y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría» (Io., XVI, 22).
¿Te convences de que quien está con Dios necesariamente ha de estar
alegre?
La alegría y el buen humor es algo que llevamos por dentro, un algo que
nos hace estar felices, aunque vivamos bajo los puentes.
Si vuestro hogar no es alegre, hay algo que marcha mal en vuestro modo
de vivir el Cristianismo. Hay algo que no habéis comprendido.
Hasta los días más grises y pesarosos traen, todos ellos, su poquito de
alegría... para los hijos de Dios. A veces nos traen una alegría desbordante;
otros, la suficiente energía para hacer frente a las pequeñas contrariedades
de la vida de familia; siempre, el vigor y el ímpetu necesarios para vencer
peligros, duelos y tristezas.
El milagro de los hombres de Dios «consiste en saber hacer de la prosa
pequeña de cada día endecasílabos, verso heroico» (Mons. Escrivá de
Balaguer).
Pero conviene fomentar la alegría, que es una consecuencia de vivir bien
la filiación divina.
Hay que arrancar del hogar las hierbas malas de la tristeza. ¡Arráncala
con todas tus fuerzas! «¿No comprendes que la tristeza es el peor de todos
los espíritus y el más terrible para los siervos de Dios? No hay espíritu que
como ella corrompa al hombre». Y vuelvo a insistirte con el mismo Pastor
de Hermas: «Arranca de ti la tristeza y no atribules al Espíritu Santo que
mora en ti». «Purifícate de esta tristeza mala y vivirás para Dios».
Desecha, también, con todas tus fuerzas, la envidia, que es causa de la
tristeza, y date a la conquista de la alegría.
Explica a tus hijos que la frase vengadora del «¡Ay de los que ríen!» no
va con los alegres, sino con la risa estrepitosa de los necios, de los
malignos, de los hirientes, con la risa del corazón malo.
Haz alegres a los tuyos, alegres y divertidos. Contribuye a la alegría de
tus hijos. Hazlos alegres y divertidos. «Bajo el imperio del aburrimiento no
se desea nada grande», nos dice Chevrot; y los deseos grandes son los
primeros pasos de la santidad y de las grandes empresas que tenemos que
realizar. En el período en que vuestra chica se transforma en mujer y
vuestro chico en adolescente, ingeniaos como podáis para que no se
aburran. El aburrimiento es consecuencia del ocio, el peor enemigo del
hombre en esas etapas de la vida.
Tus hijos necesitan –te lo repito por centésima vez– un hogar alegre,
divertido y entusiasta.
«Mi padre –me decía un chicuelo– siempre está contento, pero mi madre
me pega por nada».
Ellos necesitan veros –a ti y a ti– de buen humor. Los hijos necesitan una
atmósfera de paz, de sosiego, de equilibrio, de serenidad; un ambiente en el
que habrá preocupaciones, porque no podrás escapar de ellas, pero sin
complicaciones.
Existen padres trágicos, padres insoportables, que no han conocido la
alegría y no podrán inculcarla nunca en el hogar. Os advierto, padres, que
los rabiosos, los neurasténicos, los amargados tuvieron, casi siempre, padres
tristes.
Hay padres insoportables para quienes todo es motivo de bronca. El
vuelco de un vaso por el hijo de cinco años se convierte, subjetivamente, en
el fracaso del padre «pedagogo».
Sois irascibles, nada cristianos. Hacéis imposible la convivencia. Os
aseguro que de seguir así deformaréis a vuestros chiquillos.
Os tengo que advertir que la formación de la personalidad de los hijos
depende, en gran parte, de cómo resolváis las pequeñas, inesperadas e
innumerables alternativas de la vida familiar.
El vuelco de un vaso de agua no es para llevar al niño a la cocina. Sois
tontamente intransigentes. Además, queréis que el hijo pequeño se domine
y deje de llorar. ¿En qué quedamos? ¿Quién tiene que dar ejemplo de
dominio, padres insoportables? «¡No exasperéis a vuestros hijos!» (Eph.,
VI, 4).
Fomentad el clima de la alegría. Celebrad las fiestas grandes de la Iglesia
y de la familia como buenos hijos de Dios.
Los días de gran fiesta hay que celebrarlos, aun cuando la semana
anterior tengamos que suprimir la sopa.
No hace falta gastar mucho para dar impresión de fiesta familiar. Todo
consiste, para los muy niños, en que cambie el mantel de colores o el plato
favorito de la comida.
Pero que se den cuenta, y pronto, de que en las fiestas de los padres
deben tener la alegría de hacer algo por vosotros. ¡Otra vez anda por medio
el espíritu de servicio, para encontrarnos de nuevo con la alegría!
No ahorréis a vuestra chiquilla de cinco o seis años la experiencia de
preparar el desayuno de su madre. Que comiencen a colaborar –pronto–,
ellas y ellos, en las grandes y en las pequeñas necesidades del hogar.
Y me preguntó una madre buena: «Y a mí que no me cuesta querer a los
hijos, ¿también me premiará Dios ese amor que brota espontáneamente
hacia los míos?»
¿Por qué lo dudas, mujer? ¿Piensas acaso que la Virgen Santísima tenía
que sacrificarse al acariciar los ojos de su Dios Niño?
Sería monstruoso que una madre cristiana tuviera que ofrecer a Dios la
mortificación de estar con sus hijos.
¿Que surge amorosamente el cariño hacia tu esposo? Pero ¿es que has
podido pensar que María y José no se querían santamente? ¿Es que hay
alguien que te ha enseñado que Dios hace mal las cosas?
¡Sólo veis mérito en lo costoso! Por ese camino falso llegaréis a pensar,
complicadamente, en el dolor que produjo a los discípulos la alegría de
encontrarse con Cristo resucitado. No saquéis las cosas de quicio.
¿Quién os ha dicho que hay que comprar el cielo exclusivamente a costa
de la tristeza en la tierra? Pero ¿es que se puede vivir triste, aunque haya
dolor, sabiendo que tenemos en el cielo un Dios que nos quiere
infinitamente?
Ama, y goza, y alégrate cuando el Dios bueno te dé amor, gozo y alegría.
Y ama, y goza, y alégrate cuando te pida que hagas las cosas a pesar del
disgusto que te proporcionan.
Todo debe tener un signo positivo en vuestro hogar. No os propongáis,
como meta, el soportaros unos a otros. No encontraríais la alegría.
Proponeos recomenzar de nuevo el camino del amor, ya que el matrimonio
es el camino de la santidad por el sendero del amor humano.

VALORES HUMANOS DEL HOGAR

Te he hablado en páginas anteriores de cómo nuestros hogares han de ser


vivos. Hogares donde Cristo es el Personaje central a quien obedecen
padres e hijos. Si en nuestros hogares no se vive la fe, la esperanza y la
caridad, ¿cómo pueden llamarse cristianos?
Ahora quiero salir al paso de posibles interpretaciones torcidas.
El hogar –entiéndelo bien– ha de ser siempre hogar, sin que el ideal de
unos padres cristianos roce con la pretensión de transformarlo en convento.
¡Grandísimo error el de los que pretenden destruir todos los valores del
mundo! Los cristianos no pretendemos, no podemos pretender nunca –y si
alguno lo intenta está descaminado–, sustituir la música clásica o moderna
de un hogar por canciones espirituales.
Sería igualmente equivocado reemplazar absolutamente las revistas
gráficas de familia por revistas de misiones, o todos los recuerdos
familiares por cuadros de la «Cena», o el vino por el agua bendita.
Una casa cristiana no debe parecerse nunca a una sala de arte religioso.
Por muy cristiano que quieras ser, no deberás cambiar la lectura del
periódico por la lectura de un libro piadoso. Lee el periódico todos los días
y haz tu rato de lectura espiritual, ¡que buena falta te hace!
«No se trata, en absoluto, de sustituir la familia por una comunidad
religiosa, ni los estudios por ejercicios de piedad» (Thils).
Una madre que pretende ser cristiana no ha de escapar de la moda. «La
moda debe seguirse en lo que tiene de inteligente y de práctico; debe
rechazarse y desterrarse en lo que tiene de caprichosa, de voluble, de
extravagante, de equívoco».
«Ayúdales a buscar la elegancia, el buen gusto y la “verdadera” moda en
la sencillez y en la seriedad».
«Enseñémoslas nosotras –dice una madre que sabe mucho de pedagogía,
María Luisa Guarnero–, sobre todo con nuestro ejemplo, a saber encontrar
el tocado de los cabellos, el corte de los vestidos, el color de las telas que
mejor digan a la originalidad de nuestro tipo físico, guardándonos mucho de
caer en el descuido, en el mal gusto».
Lo que sí puedo añadirte es que una madre tiene el deber de cuidar su
persona, siendo graciosa, atrayente y atractiva para su marido, como tenía el
derecho de hacerlo cuando eran novios.
¿Crees que eres más cristiana por estar hecha un adefesio?
Y si no quieres que sigan la moda tus hijas, al menos que se limpien los
zapatos. No lo digo por hacer una frase, que sé de un internado –y no de
chicas precisamente– donde es «vanidad» limpiarse los zapatos. ¡Señores,
que estamos terminando el siglo XX! ¿Si será también vanidad limpiarse
los dientes?
«Es un médico buenísimo –me dijeron en cierta ocasión–; no va nunca al
cine, y si va, asiste exclusivamente a películas religiosas». Yo no entendí
mucho de todo aquello, pero me da la impresión de que aquel señor
entendía desastrosamente cómo ha de comportarse un hombre de mundo.
El hogar cristiano ha de ser siempre hogar, así como el hombre santo ha
de ser siempre hombre. Si el hombre, para ser santo, no debe dejar de ser
hombre, el hogar, para ser cristiano, no debe destruir, de ningún modo, su
auténtica consistencia humana, su naturaleza peculiar.
Cristianizar los hogares de nuestro mundo supone tanto como dar vida a
esas realidades terrenas; inspirar, orientar, transfigurar el hogar
internamente, sin romper su naturaleza.
Mira que todo lo terreno y humano ha de permanecer auténticamente
«terreno» y «humano». Lo único que nos piden Cristo y la Iglesia es que
todo sea perfeccionado y ordenado por la gracia. Todo lo profano –también
el hogar– deberá quedar informado por el Espíritu de Cristo que viven sus
moradores.
Pero esta «información» no supondrá nunca una transformación de lo
profano en algo religioso o cultual.
Me parece bien que os quejéis de que en las Primeras Comuniones se
vista a los niños de almirantes. Pero tan impropio es vestir de almirante a un
niño para la Primera Comunión como de obispo para una Procesión.
Si eres aficionado a la música, estarás conmigo en que es agradable, muy
agradable, el sonido de un buen piano de cola; y también coincidiremos en
que resulta deleitable el sonido de una buena guitarra. Pero... ¡qué
desagradable resultado el de un piano que suene a guitarra!
En las fiestas que organicéis en vuestra casa, no vistáis de «niñas» a los
niños. Ni permitáis que lo hagan en las escuelas. Es cierto que a los niños
les encantan los disfraces, pero no me los cambiéis ni de sexo ni de estado.
Nunca he entendido por qué visten de frailes a los niños. Ser sacerdote o
fraile es mucho más serio que todo eso.
El deber de «imbuir» espíritu cristiano en la familia no ha de hacerse
buscando imitar el de los religiosos –no porque sea malo; es admirable: es
sólo inadecuado–, sino al modo de los laicos o seglares cristianos. La
santidad esencialmente es una, pero cuando hablamos de diversas
espiritualidades es porque hay facetas múltiples en ese proceso de
conversión. Tú tienes una vocación peculiar.
El hogar cristiano ha de ser, por lo tanto, como un hogar cualquiera, es
decir, laico –porque laicos y no clérigos son sus componentes–, pero con
una nueva manera de ser, el modo de ser cristiano.
¿Por qué no comprendéis, de una vez, lo que Cristo quiere hacer con el
mundo de lo profano? ¿Eres tú también de los que equivocadamente opinan
que el mundo y el hogar son malos?
Son realidades hermosas y buenas. Dios no lo ha negado jamás.
Comprobarás en la Escritura Santa que el Señor vio el fruto de sus manos
en la Creación de los seis días, y vio, no sólo que todo aquello era bueno,
sino muy bueno; «et erant valde bona» (Gen., I, 31).
El hogar debe estar informado por el espíritu de los laicos y no de los
clérigos, por el espíritu seglar y no religioso.
Y si pretendéis hacer revistas cristianas para esos hogares, no debéis
hacerlas con criterio de revista religiosa, sino con el criterio de todas las
revistas sanas del mundo, informadas –como tantas veces vamos
repitiendo– de espíritu cristiano.
A veces se oyen frases como ésta: «¿Pero no es la Iglesia de Cristo la que
tiene por misión informarlo todo?». ¡Claro que sí! ¿Pero quién ha dicho que
la Iglesia la forman exclusivamente los sacerdotes, los religiosos y las
monjas?
Vosotros formáis también la Iglesia. «Los seglares no sólo pertenecen a
la Iglesia, sino que la constituyen... Ellos son la Iglesia» (Pío XII).
Es a vosotros a quienes compete de modo directo integrar en Cristo todas
las realidades terrenas.
Un hogar será cristiano cuando el padre, la madre y los hijos vivan con
Cristo; y será tanto más cristiano cuantos más deseos de perfección llenen
su vida. «Será cristiana una familia cuando en ella el amor sea camino del
Amor... En la medida en que sea escuela de perfección» (García Hoz).
La principal bondad de una familia, eso por lo que es llamado bueno un
hogar, nace de su ordenación al fin último: glorificar a Cristo y servir al
hombre. Ese es su destino providencial a través del cual «Dios será todo en
todos».
Y le glorificáis y alabáis –como familia– cuando os reunís en la Iglesia,
pegados al sacrificio de Cristo, y cuando todos juntos os congregáis para
rezar juntos a la Madre del cielo, o cuando tú, padre, como cabeza de
familia, lees la consagración de tu hogar a la Sagrada Familia, invocando su
ayuda.
Y servís al hombre cuando, de verdad, os ayudáis mutuamente para vivir
todos –padre, madre e hijos– la vocación auténtica de los hijos de Dios.
La familia os beneficiará a todos, ciertamente, cuando os ayude a la
consecución de vuestro último fin.
Pero este último fin no sustituirá nunca al fin inmediato, sino que lo
perfeccionará, orientándolo hacia un término superior y absoluto. Dice
Thils: «La Bienaventuranza no sustituye a la sana diversión dominguera;
pero recuerda a los mortales que la diversión es sólo auténticamente “sana”
y “humana” cuando, en lugar de oponerse al fin último del hombre,
concierta perfectamente con él».

SENCILLEZ

¡Fuera todo lo inútil! Sobran las alfombras en el cuarto de los niños.


Sobran muchos cuadros. Más que cuadros, el niño necesita ventanas.
¡Así ha de ser tu hogar!: alegre, sencillo, limpio, ordenado, acogedor, con
aire de familia, con recuerdos de los que os precedieron con vuestro mismo
nombre, con detalles que denoten el amor de gente que se quiere, con el
estilo y con el sello personal que os caracteriza; donde todos tratan de hacer
la vida muy agradable a los demás y se esfuerzan por lograrlo.
Nada feo, nada sucio, nada desagradable, nada torcido, ni cerrado, ni
frío, ni mudo, ni desértico. Nada parecido a una fonda. El buen gusto no
está reñido con la escasez de medios.
La suciedad, el polvo, y el desorden son una consecuencia de la miseria –
no de la pobreza, que ésta es limpia– y siempre será un detalle negativo de
abandono; un abandono físico cuando menos, y, a veces, signo de abandono
moral.
Si tu hogar es un mal cuartel, nada habrá que atraiga ni retenga a los
hijos.
Cuida tu casa de forma que los hijos sientan deseos de estar en ella: la
luz, el calor, el bienestar y la paz imprescindibles para que todos se
encuentren a gusto.
Así ha de ser tu hogar: abierto. Abierto para los amigos de los padres.
Abierto para los amigos de los hijos.
«No son verdaderos hogares aquellas moradas demasiado cerradas,
clausuradas y casi inaccesibles, en las que no converjan la luz y el calor de
fuera y que no irradien hacia el exterior, semejantes a cárceles o a yermos
de solitarios» (Pío XII).
Así ha de ser tu hogar: sencillo, sin lujos ni ostentaciones.
Tú, mujer, atraída siempre por lo eternamente bello, sabrás colocar con
cariño las cosas pequeñas del hogar. Debes hacerlo. Debes cuidar el detalle.
Tu fantasía, mujer, hará maravillas con cuatro trapos viejos. Todo limpio, en
orden, con gusto, con decoro.
Lo que no importa absolutamente nada es que tu casa sea grande o chica,
amplia o estrecha, alta o baja, rica o paupérrima.
Es el espíritu que lleváis dentro lo que canta por fuera.
Este aire de familia cristiana se puede dar en hogares ricos y en aldeas
donde las casas, hechas de adobe, se confunden con la tierra seca y parda;
porque la alegría, la sencillez, el orden, los recuerdos, los detalles, el aire de
familia y el cariño de unos para otros, eso no se compra con oro, sino con el
espíritu de Cristo.
No importa que tu hogar sea como el de Betania, de gente rica –ricos
eran Lázaro, Marta y María–, o como el de Nazaret, de gentes pobres –
pobres eran José y María–.
Jesús se encontraba a gusto en la casa de Pedro, donde curó a la madre de
su mujer, y el hogar era pobre.
El Señor se encuentra satisfecho en la casa de Jairo, donde dio la vida a
su hija muerta, y el hogar era rico.
Me he encontrado con muchos pobres, que entrarán en el Reino de los
cielos por su modo de vivir la pobreza; y conozco a muchos ricos que
entrarán por la puerta del Gran Reino porque saben vivir desprendidos de su
riqueza, con pobreza de espíritu.
Pero también conozco a pobres y ricos que, de seguir así, no entrarán en
el Reino de la Paz, porque viven –¡si les vierais!– apegados, lujuriosamente,
a su cochino dinero o a su cochino y remendado gabán.
Yo quisiera –quisiera uno tantas cosas–, yo quisiera que todos
aprendiésemos, como Pablo, a saber vivir en la necesidad y en la
abundancia.
Yo quisiera que todos viviéramos desprendidos, libres, despegados de
todo lo que se convierte en barro y lodo con el tiempo.
No dejéis que se envisque el corazón.
No pongáis el corazón en nada que no sea Dios. El corazón está hecho
para amar cosas grandes. No se puede amar el dinero, ni la comodidad, ni el
poder, ni la carne, ni el vientre –para muchos, también el vientre se
convierte en un dios–.
Estáis adorando, padres, becerros de oro, fabricados con vuestro oro y
plata. Estáis adorando becerros hechos con cacharros de latón. ¡Este es
vuestro espíritu de riqueza! ¡El falso espíritu! ¡Este es vuestro becerro que
os impedirá entrar en el Reino!
Tus hijos aprenderán, por contagio, a juzgar, a valorar, a pensar y a sentir
como vosotros juzgáis, valoráis, pensáis y sentís.
Si vuestro hogar no es sencillo; si intentáis deslumbrar a otras familias,
en ese ambiente malsano y maligno, vuestros hijos aprenderán a dar el
primer puesto al dinero, a la fortuna, a la comodidad, al favor de los
poderosos, y acabarán por tener la convicción de que, en este mundo, dígase
lo que se diga, lo que vale sobre todo es el placer, la fortuna y el aplauso de
las gentes.
Si queréis inculcarles ese infame espíritu de riqueza, ateneos a las
consecuencias. «No os hagáis ilusiones, hermanos míos, los que corrompéis
una familia no heredaréis el Reino de Dios» (San Ignacio de Antioquía).
VI. LAS ESCUELAS

UN COMPLEMENTO DEL HOGAR

Ya tenéis cuanto necesitáis para cumplir lo que Dios quiere: tenéis


muchos hijos y un hogar. Constituís una familia cristiana. «Conservadla y
defendedla... Donde ya se ha perdido..., reedificadla. Vosotros no podéis dar
a vuestros hijos y a vuestra juventud nada que sea más precioso que la vida
y la perfección de la familia» (Pío XII).
Ahora quiero hablarte, aunque sólo sea incidentalmente, de la escuela,
porque la familia no puede hacerlo todo.
A la labor del hogar habrá que añadir la que se desarrolla en el Colegio,
en el Instituto, en el Liceo, en la Academia, en un Centro de educación.
Pero no olvidéis que la formación de la escuela no es más que
complementaria. No os amparéis en que vuestros hijos van a un Colegio
para desentenderos de la formación de los mismos. La educación del
Colegio, en el mejor de los casos, es «necesariamente imperfecta» (Pío
XII).
Sois vosotros, padres, siempre, los principales educadores; no perdáis
este punto de mira. Vosotros seréis siempre los principales responsables de
cómo se formen los hijos.
No obstante, a la escuela, a los profesores, a los maestros, corresponde
parte de esa tremenda responsabilidad en la educación de los hombres
cristianos.
EL CORRECCIONAL

«La educación colegial, particularmente en los Institutos –está hablando


Pío XII–, aunque haya dado en el pasado y en el presente buenos resultados,
ha sido objeto de severas críticas en los últimos tiempos por parte de
algunos cultivadores de las ciencias pedagógicas, que la consideran
detestable, como totalmente inepta. Pero las críticas... no constituyen un
motivo suficiente de general condena de la educación colegial en sí
misma».
Tenemos que preocuparnos, todos –nos incumbe a todos–, de formar
nuevos Colegios-hogares, Colegios que sean prolongación del hogar.
Colegios que, por serlo, no tienen por qué parecerse a una cárcel, ni a un
correccional, ni a un cuartel, ni a un negocio.
¿Por qué se les hace pasar por «el correccional» a los chicos y a las
chicas antes de entrar en la vida?
¿Qué es lo que han hecho los muchachos para que se les haga estudiar
entre rejas, polvo y muebles sucios?
Un Colegio-hogar no admite nada sucio. Los colegios y las escuelas
pobres, muy pobres, siempre pueden estar limpios, muy limpios, como los
hogares.
Podemos tener colegios muy pobres y muy limpios. Pero también
podemos construir grandes y suntuosos edificios con aspecto de cárcel por
fuera y por dentro.
Os aseguro, profesores, que se puede conseguir que las mesas de los
chiquillos estén limpias, si es que os lo proponéis. Todo depende de lo
aseados que seáis y de la importancia que deis a la limpieza. Si no habéis
logrado que los chicos sientan las cosas de la escuela como suyas, vuestro
Centro no se parecerá nunca a un hogar.
¿Y cómo pueden sentir las cosas del Colegio como suyas si todo respira
abandono y suciedad? En todo hogar, por sencillo que fuere, se reponen las
bombillas fundidas y los cristales rotos. ¿Por qué no se va a hacer lo mismo
en el Colegio? No vayáis a considerar virtud el abandono y la dejadez.
Es cierto que he empezado el tema por la fachada, pero no os escudéis
diciendo que tales cosas no tienen importancia, porque la tienen. Es una
falta de orden, de decoro, de buen gusto. ¿Cuándo una escuela así podrá ser
prolongación del hogar?
¡Profesores! No descuidéis el cultivo de las virtudes morales en los
alumnos. Enseñadles a rectificarlas, a elevarlas, con ayuda de la gracia, a un
plano sobrenatural. ¿No dais, por ejemplo, importancia al orden? Tened en
cuenta que sin orden no es posible la virtud.
Empezasteis, hace años, con mucha ilusión; ¿por qué os habéis hecho
viejos? Comprended de una vez que hay que renovarse. Habéis permitido
que se meta la maldita rutina en todos los métodos y procedimientos que
usáis. Y la rutina arruina cualquier centro de formación, por bueno que
hubiere sido; la rutina arruina todo en el hombre.
Sigo hablando de cosas poco importantes. ¿Es posible que continuemos
poniendo en filas a los niños a la hora de preguntarles la lección, para que
«siga» el segundo de la clase lo que ha dejado sin concluir el primero? Me
decís que tenéis necesidad de poner un numerito en el encasillado de las
notas semanales y que son setenta los que forman la clase. ¿Pero quién os
impone esta necesidad? ¿No será la rutina la que os impide pararos a pensar
si será «ése» el mejor procedimiento?
Esa «nota», ese «numerito», no dice nada a los padres acerca de los
estudios del hijo, aunque los padres lo estén esperando todas las semanas.
Creo que es un engaño más. Ese numerito semanal –el 10, el 8 ó el 3– es
consecuencia de una rutina... antipedagógica. ¿No habrá que estudiar otros
procedimientos de informar a los padres? ¿No creéis que hay que
renovarse?
El que los padres estén esperando todos los sábados el notable en
matemáticas, no quiere decir nada. Los padres, por lo general, suelen
entender poco de pedagogía. Para los padres –entre otras cosas–, el gran
triunfo, que contarán vanidosamente entre familiares y amigos, consiste en
que su chico, de doce años recién cumplidos, apruebe el cuarto de
bachillerato. ¡Pero no por eso les vais a dar la razón! A vosotros os digo
ahora, padres orgullosos: ¿se os ha ocurrido preguntar a los profesores del
chico si «eso» es un triunfo o un crimen? Me interesa, y os debe interesar,
saber su edad mental, para felicitaros o para aconsejaros que, aun habiendo
«pasado» el examen, repita el curso.
No os olvidéis, educadores, que hay que formar a los hijos y a los padres.
Todos los que actuamos como profesores tenemos que ser más jóvenes
de lo que somos. Necesitamos juventud de alma y una gran ilusión por estar
con los pequeños. Estos no admiten que el maestro «se mortifique» al
convivir con ellos.
El chico quiere ver en el profesor un amigo, no un ogro y menos un
carcelero.
Indudablemente es más fácil poner mala cara de continuo, para que los
chicos no alboroten en la clase. Es más difícil ser amigo en la clase y fuera
de ella, pero es más eficaz.
Es más sencillo castigar echando mano del reglamento para aplicarles la
sanción correspondiente a la pena, que castigar personalmente, sin ira,
utilizando argumentos de razón y de cariño...; pero esto es más deseable,
porque se parece más a lo que se hace en un hogar que a lo que se practica
en una cárcel. «El imperio de un reglamento rígido que no sepa distinguir
entre individuo e individuo, presenta sus peligros» (Pío XII). «Por poca
desviación que interceda, será inevitable tener alumnos poco impuestos en
el sentido de la responsabilidad personal, arrastrados casi
inconscientemente por el mecanismo de los actos a un puro formalismo,
tanto en el estudio como en la disciplina y en la oración. La estricta
uniformidad tiende a sofocar el impulso personal; la inflexible urgencia en
cumplir el reglamento fomenta a veces la hipocresía o también impone un
nivel espiritual, que para unos será demasiado bajo y para otros, en cambio,
inalcanzable; la excesiva severidad termina por cambiar los caracteres
fuertes en rebeldía y a los tímidos en intravertidos y pusilánimes» (Pío XII).
Yo os comprendo –¡claro que os comprendo!– cuando os oigo decir que
estáis hartos de niños. Cuando los profesores comiencen a sentir jaqueca
por el ruido de los chicos en los descansos entre clase y clase, lo mejor que
pueden hacer es tomar pastillas contra el dolor de cabeza y dedicarse a otros
menesteres que no sean los de la educación.
Si os molesta el ruido de los niños, más que hacerles callar, debe uno
callar y marcharse.
Es la rutina la que lleva al profesor a descansar en los descansos,
olvidando que se ha de estar tan activo, por lo menos, como en las
explicaciones de clase.
La rutina lleva al maestro a dar una explicación sin prepararla «porque ya
se la sabe». Pero lo que no sabe es que una clase sin preparación sirve para
poco.
¡No entendáis que dar una clase es repetir lo que el chico puede leer en
su libro!
¿Cómo despertáis el interés de los alumnos al comenzar las
explicaciones? Las clases sin diálogo dejadlas para las conferencias de la
Universidad. El chico necesita intervenir; las clases tienen que ser vivas. El
alumno necesita comprender lo que más tarde ha de estudiar.
Yo siempre me pregunté, de chico, para qué habrían comprado aquellos
aparatos de física que se quedaban llenos de polvo en las vitrinas.
Indudablemente alguien con ilusión los puso allí, pero después, con el
tiempo, la ilusión se llenó de polvo, por la maldita rutina de siempre.
Si, también, por los malos hábitos adquiridos preferís seguir con los
métodos disciplinares antiguos, allá vosotros. Yo prefiero un Colegio-hogar
–y muchos padres conmigo– donde el chiquillo se encuentre a gusto, con
confianza, en un ambiente de amistad.
¿Cuándo vamos a desterrar de nuestros métodos de castigo el del
«arresto menor»? Continuamos arrestando a los niños en los centros de
educación, olvidando que ésa es una supervivencia del régimen
napoleónico. Y Napoleón murió hace siglo y medio.
¿Pero cómo no nos damos cuenta de que los arrestados son siempre los
mismos? ¿No nos dice nada acerca de la inutilidad de tales métodos?
Los castigados «a ir al colegio en los días de fiesta» son siempre los
mismos. Y también son siempre los mismos los profesores que arrestan a
los muchachos.
¿No va siendo hora de ensayar nuevos procedimientos?
¿Más rutina? Sí. Hay mucha rutina. Otro ejemplo lo tenéis en los
castigos colectivos que todos hemos sufrido.
El castigo colectivo es lo más parecido que puede darse a un fusilamiento
en masa. Siempre es una injusticia. Una injusticia utilizada como medida de
defensa por el profesor mediocre.
«Los niños nunca son iguales uno a otro, ni por inteligencia, ni por
carácter, ni por las otras cualidades espirituales. Es una ley de la vida. Por
tanto, han de ser considerados singularmente, ya sea para indicarles su
modo de vida, ya para corregirles y juzgarles» (Pío XII).
«La vigilancia, como el castigo, deben ser personales, doblemente
personales. Deben proceder de una persona y no de un sistema, ser
explicados con un cierto tono de voz y con una determinada intención y no
inscritos en un registro; deben igualmente dirigirse a una persona y no a un
alumno anónimo y “standard”. Deben orientarse hacia las tendencias y
gustos del niño y no cifrarse con diferencia aritmética en “horas” de
reclusión o “días” de arresto» (Le Gall).
Un profesor que para mantener silencio en la clase necesita echar mano
del castigo, dar o quitar vales o amenazar con el puño, ni está convencido
de lo que explica, ni tiene interés por enseñarlo, ni conoce la mentalidad de
los chiquillos. Puede ser, tal vez, un conferenciante para gente culta, pero
no un buen maestro.
Un maestro que no sabe reconocer sus errores y con aire presuntuoso
llega a decir: «que el profesor no se equivoca» –para no perder el necesario
prestigio–, además de no decir la verdad –porque el profesor se equivoca
como todo mortal–, es un insensato que nunca formará bien a sus alumnos.
Ni castigos colectivos ni castigos personales extravagantes.
Aunque parezca mentira, todavía existen profesores que tratan de
enmendar a sus alumnos haciéndoles copiar setecientas veces la frase «El
niño bien educado es honra y prez de la sociedad».
¿Es que creéis que los pobres niños saben lo que es «prez»? ¿Y lo sabéis
vosotros? Pues aunque lo sepáis: tened entendido que lo único que
conseguiréis es que estropeen la letra al escribir de prisa «prez» setecientas
veces.
¿Es que no se pueden inventar otros castigos más educativos?
Todos los castigos impersonales, excesivos, rigurosos, crean un mal
ambiente en el centro. Unid a esa mentirosa disciplina las filas, el
anonimato, el ser un número entre muchos miles, la falta de preocupación
personal por el alumno, la frecuente humillación pública, y habréis creado
un clima, todo un clima carcelero, en el que los muchachos acudirán con
frecuencia al engaño, la mentira y la hipocresía como medidas de
protección contra el dolor y la humillación.

EL CONVENTO

Y si se ha de tener la idea clara de que un colegio no es ningún


correccional, tampoco estará de más decir que tampoco el colegio es un
convento.
Existe la costumbre, bastante extendida, de saturar a los chiquillos con
actos piadosos, muchísimos más que los que se tienen en cualquier hogar
cristiano. La Misa diaria obligatoria, largas oraciones, muchas pláticas,
frecuentes bendiciones con el Santísimo, etc. Está en la mente de todos.
«Hácese esto con la idea, muy verdadera en abstracto, de que la piedad es
útil para todo, y cuanto más haya de ella, mejor. Si preguntamos si los
alumnos conservarán tales prácticas por extenso en su vida por venir,
contestarán: Probablemente, no. Pero, a lo menos, les es muy conveniente
que hagan mucho de esto durante varios años, mientras son jóvenes, que así
conseguirán hábitos regulares; y si más adelante no lo practican todo, algo
conservarán con más probabilidad que si sus prácticas de devoción en el
colegio hubieran sido menos. Está bien, contestamos –dice el P. Hull–,
mientras dé buen resultado; en algunos casos saldrá bien. Pero lo probable,
en la generalidad de los casos, es que no resulte; y precisamente fallará en
aquellos casos en que el fracaso será absolutamente desastroso».
En tema tan delicado es preferible que escuchemos todos la autorizada
palabra de un Pontífice romano: «Se han visto alumnos de colegios, incluso
católicos, en los que no se ha tenido en cuenta la moderación, sino que se ha
querido imponer un tenor de prácticas religiosas quizá ni siquiera
proporcionadas para los seminaristas, descuidar, al volver al seno de la
familia, los deberes más elementales del cristiano, como la asistencia
dominical a la santa Misa. Se debe ciertamente ayudar y exhortar al joven a
orar; pero siempre en medida tal que la oración sea una dulce necesidad del
alma» (Pío XII).
Y del mismo Pontífice: «También los ejercicios de piedad deben gozar
de recta medida, a fin de que no se conviertan en peso casi insoportable y
no provoquen el tedio en el alma».

EL NEGOCIO

La educación en serie o en masa sólo es aceptable por quienes tienen la


idea de que la educación es transformable en negocio.
Tuve la ocasión de comprobarlo. Los dos se extrañaban de lo que
ocurría: el director y el padre de los alumnos.
–¿Cómo quiere usted que conozca a sus tres hijos si son cientos y cientos
los que tenemos en el colegio?
Pero las razones del padre eran contundentes:
–¡Que son trillizos! –decía, molesto, el padre–; ¿cómo no los conoce?
«Cuando los padres de los alumnos me preguntan por su hijo –me
contaba un mal director de centro–, yo siempre les contesto lo mismo:
necesita estudiar un poco más. ¿Cómo quieren que les conozca?».
Actuaste mal, amigo. ¿Que las necesidades actuales obligan a instruir a
miles? Pues bien. No tendréis la culpa vosotros, profesores, pero
continuaremos formando en serie. Y en serie se puede enseñar la lista de los
reyes godos, los ríos y los cabos de España, empezando por la derecha, y la
lista de las fanerógramas; pero ¿educar?, ¿formar? No.
«La instrucción actúa únicamente sobre la inteligencia; la educación se
preocupa de la voluntad, de la sensibilidad, de la moralidad, del gusto, de
las aspiraciones superiores del niño; no pierde de vista el ser individual de
éste ni su ser social; pretende realizar el desarrollo armónico de todas las
virtualidades que Dios ha puesto en el niño» (Kieffer).

EL COLEGIO-HOGAR

Un colegio-hogar es, por definición, lo contrario a un colegio-negocio; es


decir, lo más opuesto a lo que Kieffer llama «una casa de lucro en la que
con el menor gasto posible se puede alojar al mayor número posible de
alumnos».
«Es preciso que cada uno se sienta objeto de especial atención por parte
del educador y que nunca tenga la impresión de ser confundido y olvidado
entre la masa, descuidado en sus peculiares necesidades, en sus exigencias y
en sus debilidades, como si sólo contase su presencia física» (Pío XII).
El centro de educación formará bien a sus alumnos en tanto en cuanto se
parezca a un hogar cristiano, es decir, donde el chico no sea un número,
sino un muchacho al que se le toma en serio, al que se le conoce por su
nombre familiar, del que se sabe su edad mental, sus virtudes, sus
caprichos, su forma de estudiar, sus gustos, su carácter; un muchacho del
que se conocen las posibilidades y dificultades que tiene para el estudio, y,
por supuesto, cómo son sus padres y cuál es el ambiente de su hogar.
Precisamos colegios-hogares donde los «tests» no se empleen para
conocer las aficiones de los alumnos, sino para corroborar el conocimiento
directo que se tiene de los chicos.
«De tal cuidado para cada uno de los alumnos nacerá en éstos el estímulo
suficiente para afirmar y desarrollar su temperamento personal, el espíritu
emprendedor, el sentido de responsabilidad hacia sus superiores y
condiscípulos de igual modo que si viviese en el seno de una numerosa y
bien ordenada familia» (Pío XII).
En un colegio-hogar, como en el seno de una buena familia, se debe
fomentar la responsabilidad personal y la responsabilidad colectiva, tan
importante como aquélla.
Necesitamos que nuestros chicos aprendan a trabajar en equipo.
Fomentemos la emulación personal; un amor propio sano es eficacísimo
a todas luces. Pero desterremos la emulación combate.
La emulación combate consiste en alentar a unos hiriendo a los demás, y
esto no suena a cristiano. No introduzcamos en nuestras clases una
atmósfera de pugilato.
«Es desolador el ambiente de ciertas clases enervadas continuamente por
clasificaciones y cambios de sitio, que colocan en el primer puesto a los
triunfantes y en el último a los réprobos. Hasta hemos llegado a ver –en una
clase, por otra parte, excelente– ¡un cuadro de deshonor! Esta emulación
combate que no eleva a uno más que por encima del cadáver de los demás
es para todos una herejía.
El maestro inteligente sabe dar cuenta a cada uno de sus faltas y de sus
progresos sin compararlos con las faltas y progresos ajenos. ¿Qué necesidad
hay de clasificar las composiciones?» (Le Gall).
Todo ello requiere un gran esfuerzo –¡quién lo duda!–, pero los
profesores de un centro de educación están para algo más que para limitarse
a explicar una asignatura. Tan de acuerdo tiene que estar todo el
profesorado de un centro sobre las metas a conseguir con sus alumnos,
como lo han de estar los padres en el hogar.
Conozco muchos y muy buenos centros de formación, y en todos ellos he
encontrado siempre una misma virtud flotando en el ambiente: la gran
ilusión puesta en la formación de los alumnos. La ilusión humana que
disuelve toda rutina.
Si queréis que haya este ambiente de hogar en vuestro colegio –os
aseguro que se consigue–, precisa que lo viváis primero vosotros. Todo
dependerá de las metas que os propongáis alcanzar. Todo dependerá de esas
cuatro ideas que os hayáis forjado para la educación de los chiquillos.
Lo que puede parecer mentira se convierte en realidad: imponer el
castigo de no ir al colegio, entre otras cosas; pero también algo que es
mucho más importante: un clima de sinceridad y lealtad donde se viven el
respeto mutuo y una gran confianza entre profesores y alumnos.
Conseguido este ambiente y esta atmósfera de hogar cristiano, sobrarán
siempre las filas, los castigos colectivos, los «chivatos», los puestos, la
bofetada y los cuadros de honor.
VII. ANTES DE HABLAR A LOS HIJOS

EJEMPLO Y CONTAGIO

La educación de los hijos comienza veinte años antes del nacimiento de los
padres.

Los padres que se sienten pedagogos suelen hablar demasiado. Un


setenta y cinco por ciento de los «consejos» que dais, sobran. En algunos
casos especiales, el porcentaje alcanza la considerable cifra del noventa y
nueve por ciento.
Enterado un muchacho de lo que os estaba escribiendo, entró en mi
despacho para decirme: ¿Por qué no les dice que estamos hartos de sus
«dichosas experiencias»?
Indudablemente este chico tenía un padre «pedagogo» que hablaba
demasiado.
¿No os dais cuenta de que habláis demasiado? Como si la educación
tuviera que entrar a voces en el alma... ¡La simiente, que dará el fruto a su
tiempo, no hace ningún ruido al caer en tierra!
Estas son, entre otras muchas, las cosas que no debes decir, aunque
vinieras repitiéndolas muchos cientos de veces al día; ¡precisamente por
eso!
Frase que debes callar, madre: ¡Ay!, este chico tiene el mismo carácter
endiablado de su padre.
Frase que debes callar, padre: ¡Ay!, esta chica tiene el mismo carácter
endiablado de su madre.
Frases que debéis omitir, padres: Abrígate, quítate el abrigo, ten cuidado
con los coches, estate quieto, muévete, come despacio, come de prisa, te he
dicho noventa y nueve veces, cuando seas mayor, di a esta señora cuántos
años tienes, di a esta señora cómo hace el perrito. Aquí le traigo a este hijo
–me decía una madre ante su marido– para que sea algo más que su padre.
Todo esto cansa a cualquiera. Es histórico; la mamá amonesta de
continuo al niño: no arrastres la silla, que molestarás al abuelito; vete a
jugar a tu cuarto, que molestarás al abuelito; deja eso, que molestarás al
abuelito. Y el que estaba presente oyó mascullar al bruto del niño: ¡que se
muera el abuelito!
Cinco veces me llaman en casa por la mañana –me decía un chico–; la
última, con el tiempo suficiente para llegar al colegio; las cuatro primeras
me suenan a cuerno celestial.
No hables tanto; estás predicando a todas horas, y resultas
tremendamente aburrido. Es Cristo el mejor educador que hemos tenido los
hombres, y pasó nueve décimas partes de su vida, en una pequeña
carpintería de Nazaret, sin decirnos nada con palabras.
En el extremo opuesto, igualmente pernicioso, nos encontramos con
padres despreocupados por orientar la vida nueva de sus hijos. A éstos hay
que decirles que los chicos tienen que aprenderlo todo. Tal vez lo único que
se trae aprendido a este mundo es a mamar. Y menos mal que la sabia
naturaleza ha dotado a los niños de este saber antes de nacer; porque si
tuvieran que esperar a que se les enseñara, algunos se morirían de hambre.
Pero no es éste tu peligro. Tú eres demasiado charlatán. Excesivamente
confiado en tus sermones.
Tienes verdaderamente muchas cosas que decir a tus hijos; pero –hazme
caso– antes de hablar muéstrales tu vida.
Hablas y hablas y hablas, y no paras de hablar. Consejos, indicaciones,
advertencias, prohibiciones y muchos cuentos con moraleja, como si los
chiquillos sólo aprendieran por los oídos.
Ten en cuenta, padre pedagogo, que los niños aprenden por los oídos, por
la boca, por la nariz, por los pies, por las manos y por los ojos;
especialmente por los ojos.
Los hijos hemos empezado a aprender desde que hemos nacido, y lo
hemos hecho con la naturalidad con que respiramos. Hemos aprendido por
imitación, por sugestiones que nos habéis hecho –inconscientemente–, por
vuestro ejemplo, por contagio.
Desde que dejamos de andar a gatas hasta que fuimos a la escuela hemos
aprendido más que en cualquier otra época de la vida en ese mismo período
tiempo.
Después hemos continuado aprendiendo al contemplar de cerca vuestra
vida.
Pronto o tarde, todos nos hemos percatado del género de vida que
llevabais, y nos habéis hecho mucho bien o... mucho mal. A mí me habéis
hecho mucho bien. ¡Que Dios os lo pague!
Durante muchos años yo creí que a mi madre le gustaban, con delirio, las
cabezas de merluza. ¡Tonto de mí! Tardé bastante en darme cuenta de que lo
que te gustaban –¡madre buena!–, más que las cabezas de pescado, eran tus
hijos. Así nos tocaba a más.
Pero hay otros –muchos– que pronto advirtieron la vida que llevabais, y
les habéis hecho mucho mal, un gran mal que se pegó a su cabeza, a su
corazón, a sus pobres ideales.
Lo que un niño ve y siente entra plenamente en su conciencia, crea su
personalidad y le acompaña toda su vida.
Tengo que reconocer que me impresionó tu relato, maestra –¿conocéis
una vocación más llena de dolor que la de los maestros en España?–. Me
has impresionado cuando me contabas la excusa de aquel crío de seis años,
al llegar a la escuela por la mañana: «No me pregunte hoy la lección,
señorita, porque anoche vino mi padre borracho y no me ha dejado estudiar
ni dormir».
¡Padres! Si no queréis contagiar a vuestros hijos con el ejemplo bueno,
no lloréis por Cristo cuando suba con sangre y gozo la cuesta del Calvario.
Llorad más bien por vosotros y por vuestros hijos, a quienes arrastraréis a
un infierno de miserias.
Los padres que lucháis por vivir de acuerdo con lo que nos pide el Señor
y enseñáis, con vuestra vida, a hacerlo a los hijos, seréis tenidos por grandes
en el reino de los cielos.
Jesús, antes de ordenar a sus discípulos lo que deberían hacer en el
mundo, declaró lo que debían ser. Es que –entiéndelo bien– «todo profeta
que enseña la verdad, si no practica lo que enseña, es un falso profeta»
(Doctrina de los Doce Apóstoles).
«Nuestra religión no se cifra en el cuidado de discursos, sino en la
demostración y enseñanza de obras» (Atenágoras).
Espero muchísimo más de padres mudos y santos que de predicadores y
sermoneadores que no hacen lo que dicen.
Si queréis enseñar a los hijos el modo de vivir cristiano, comportaos
como los padres de familia del siglo II, los que tenían vivo el espíritu de
Cristo: «Y las buenas obras que hacen no las pregonan en los oídos de la
muchedumbre y procuran que ninguno se dé cuenta de ellas, y esconden su
don como quien halla un tesoro y lo esconde, y se esfuerzan por ser justos
como quienes esperan ver a su Cristo y reciben de Él las promesas que ellos
tienen, con grande gloria» (Arístides).
El mismo texto nos dirá poco después: «¡Verdaderamente bienaventurada
es la raza de los cristianos, más que todos los hombres que están sobre la
superficie de la tierra!».
Tienes que dar ejemplo; pero –¡por favor!– no te pongas como ejemplo,
que resultas impertinente.
No seas farsante. Que tu móvil no sea el de dar ejemplo. No trates de
aparentar ser malo, pero tampoco finjas ser bueno; sélo.
No juegues a ir a la iglesia «más que el vecino de silla». No hagas
delante de los hijos lo que no acostumbras a hacer a solas. No pretendas dar
ese buen ejemplo a lo fariseo. No vivas ascetismos de tragasables de feria,
para llamar la atención, con la secreta esperanza de que te imiten,
tragándose sables que no tienen truco.
¡Nos interesa vuestra vida, padres! A tus hijos les interesa la tuya.
Los hijos se contagian de todos vuestros temores, prejuicios sociales,
escrúpulos, codicias, apegamientos, caprichos, manías, rencores,
supersticiones; se contagian de vuestras grandes y pequeñas mentiras. Todo
ese conjunto de sentimientos estimables o despreciables, nobles o bajos,
pasan por contagio a ser sentimientos de la familia. Conociendo a los hijos
se sabe perfectamente cómo son sus padres.
Si sois tiranos en el reglamento, os saldrán rebeldes u hombres sin
personalidad.
Si inflexibles, hipócritas.
Si desconfiados, tímidos.
Si mimosos, irresponsables.
Si tenéis poca fe, supersticiosos.
Si poca esperanza, sin hijos.
Si poco amor, envidiosos.
Si no sois amigos de la libertad, serviles.
Si predicáis lo que no hacéis, fariseos.
Si avaros, con corazón de papel moneda.
Si escrupulosos, obsesionados por la impureza.
Si individualistas, inútiles para salvar al mundo.
¡Qué desgraciados haréis a los hijos si comprueban que sois vosotros los
primeros en no cumplir lo que a todos manda Dios!
Estará muy bien que recuerdes a tus hijos que hay que mantenerse fiel a
la palabra, como Régulo. Cuéntales lo que dice la Historia; pero no seas tan
ingenuo como para pensar que porque atienden, ensimismados, a tu
narración lo van a llevar a cabo. «Se confunden incomprensiblemente dos
procesos psicológicos totalmente distintos –dice Foerster–: el interés del
niño por los sucesos y situaciones del relato, con el interés por la imitación
de los actos expuestos». «Mediante una exposición plástica de actos
elevados nunca se excitan las fuerzas volitivas del muchacho, si no se
tienden los puentes de acceso al círculo individual de la vida y de las ideas
del niño, es decir, si los correspondientes modos de obrar no se traducen en
forma concreta al mundo de las motivaciones infantiles y no se enlaza lo
cotidiano con la actuación y voluntad naturales del educando».
Y yo te pregunto: ¿hay en ti esa fidelidad a la palabra dada? ¿No?
Entonces deja de contarles cuentos, porque aprenderán a ser fieles y
honrados como su padre, despreciando el compromiso que lleva consigo el
dar la palabra.
¿Sabéis, padres, cuándo nos dais ejemplo? Cuando os creéis solos con
vuestros pensamientos. Nos enseñáis más cuando estáis despreocupados de
ser «pedagogos» que cuando os ponéis graves y serios para instruirnos.
Cuando vuelves del trabajo, cuando dejas el periódico para atendernos,
cuando comes con nosotros, cuando rezas, cuando te pones a gatas para
divertirnos, cuando tus ojos nos dicen que estás preocupado pero tus labios
sonríen, cuando no te pavoneas por las felicitaciones, cuando no te
desalientas por los recelos, ¡entonces!, cuando tú estás más despreocupado,
nosotros, los hijos, cantamos sin que tú te enteres: yo quiero ser como mi
padre.
Tú, madre, que siempre estás pendiente de los peligros del cine; tú,
padre, que te quejas tanto del mal ambiente de la calle; tú, que despotricas
del tiempo presente, ¡tan libertino!, escucha: «En algunos países, personas
católicas competentes en cuestiones pedagógicas y escolares han realizado
encuestas con preguntas muy precisas y detalladas, según los métodos de la
psicología moderna, sobre la vida religiosa de los alumnos, sobre todo en
los años de la adolescencia. Si hemos de creer a sus testimonios, han
llegado a esta conclusión sorprendente: el peligro que procura el cine a la fe
de los alumnos es una amenaza menos grave que la que se deriva de los
eventuales defectos del sacerdote y de los maestros y educadores en
general. ¡Qué llamamiento más poderoso para el sentido de la
responsabilidad!» (Pío XII).
Sí, padres, vuestros defectos nos hacen daño, porque sois, para nosotros,
todo lo mejor que se puede ser en la vida; pero no os asustéis, porque
también nos contagiamos de vuestros grandes amores, de vuestra rectitud,
integridad, dignidad, lealtad, sinceridad, de vuestro amor a la libertad, de
vuestra alegría y serenidad, de vuestro equilibrio y paz. Nos contagiamos de
vuestros grandes ideales.
Esta es la herencia que nos dejáis en vida, padres. Aunque nos escondáis
vuestras buenas obras, los hijos –con el derecho que tenemos todos los
niños a revolver en los bolsillos de los padres– nos encontramos con vuestra
fe, con vuestra esperanza y con vuestro amor.
No pretendáis presentaros ante nosotros como padres sin defectos. Los
tenéis y los vemos. Pero os queremos con todos vuestros defectos, como los
padres han de querer a sus hijos, como Dios os quiere a vosotros.

LA PEDAGOGÍA DEL DIABLO

¿Conocéis algo más monstruoso que un hijo obedezca –¡por miedo!– a su


padre?

Eres envarado, frío, seco, excesivamente autoritario y serio. No es


extraño que tus chicos no te hablen nunca de sus pequeños problemas. Se
han acostumbrado a interrumpir secamente sus juegos cuando te oyen entrar
en casa, porque te tienen miedo. Saben que te molesta el más pequeño ruido
que se produce en el cuarto de juegos.
Has llegado del trabajo con un «buenas tardes» que suena a tormenta. El
pequeñín de la casa te está espiando. A través de los titulares negros del
periódico, con el que te ocultas, el pequeño adivina la cara de siempre. Él,
en cambio, está contento. Desde que ha vuelto del colegio te está esperando
para contarte la hazaña de esta tarde. ¡Si le hubieses visto! ¡Qué aplausos ha
recibido de sus compañeros! ¡Nadie lo hubiera podido hacer mejor!
No tiene muy sujeta la imaginación.
–De algo debe haberse enterado mi padre en la calle. Es muy posible,
porque hasta mis compañeros venían comentándolo. ¿Será posible que lo
sepa, y que esté disimulando? Pero tal vez no lo sepa, porque ha hecho lo de
todos los días, entrar y coger el periódico. ¡Qué rabia! ¡Por qué no me dirá
nada!
Y el chico ha decidido intervenir con un: ¡hum! Ha carraspeado mirando
a un cuadro que está en el extremo opuesto al sillón donde se sienta su
padre. Suavemente ha vuelto sus ojos sonrientes, pero... su padre sigue
encerrado tras la puerta de papel de periódico.
–¿Y si llamara a la puerta? –y con el índice ha golpeado en las letras, con
suavidad.
Efectivamente, la puerta se ha abierto. Pero su padre ha dicho: ¡Hola!, y
la ha vuelto a cerrar.
–¿Sabes, papá, lo que he hecho esta tarde en el colegio? –ha gritado el
chiquillo.
Y cuando ha comenzado a contar su hazaña con mucho movimiento de
manos y pies, su padre le ha cortado sin interrumpir la lectura:
–¡No grites, que ya te oigo!
Y se ha hecho el silencio. Si en ese momento el padre hubiera mirado a
los ojos de su hijo, se hubiera enterado de lo que decían:
–¡No me oyes, no me oyes! ¡Prefieres las letras gordas de papel a mi
triunfo en el colegio!
Y lentamente, sin dejar de mirar a su enemigo –el papel–, se ha retirado
de espaldas hasta que ha alcanzado la puerta de su cuarto de juegos.
El chiquillo no es vengativo y olvidará pronto el desprecio de esta noche.
Pero si los desaires se repiten con frecuencia, no pidáis al chico que os
tenga al corriente de sus incidencias deportivas, ni mucho menos de las
pequeñas curiosidades que, desde hace algún tiempo, intrigan en su
imaginación. Si acaso, se las contará o preguntará a la sirvienta, a quien si
bien alguna vez se le va la mano, otras muchas está atenta a todo lo que le
cuenta del colegio. Ella será la confidente, y no sus padres.
Si tú no te preocupas de sus cosas, ¿querrás que ellos se interesen por las
tuyas? ¿Por qué razón? ¿Por qué eres tan injusto con los niños?
Desde luego, con ese proceder –de hombre frío, seco, envarado– vivirás
mucho más tranquilo. Nadie chistará en la mesa. Hablarás y todos te
escucharán. Pero los consejos no penetrarán en sus corazones. Acatarán tu
reglamento, pero no lo querrán como cosa suya, sino como imposición
pesada a la que hay que ajustarse para poder salir a jugar los domingos.
Ahora es una mujer la que te va a contar su experiencia infantil, una
pequeña tragedia de los cuatro años:
«Mis hermanas, que pasaban el día en la pensión, no estaban allí.
Hallándome sola en el jardín, no lejos de la casa, sucedió que cogí una
ramita de un árbol, y a fuerza de darle vueltas entre mis dedos fue cediendo
la corteza hasta el punto de caer completamente y quedarme con una varilla
totalmente descamisada con todas la apariencias del marfil.
¡Qué emoción la mía al verme con aquello, que tan fino me parecía, en
las manos! Casi sin aliento, irrumpí en la habitación en donde se encontraba
mamá con miss Corner. Toda emocionada, exclamé:
–It is me who have done it! (Soy yo quien lo ha hecho).
Ellas ni siquiera levantaron la cabeza. Pero la inglesa, con su voz de
todos los días, corrigió mi frase poco correcta:
–I did it!... (Lo he hecho yo) –rectificó.
Ni una palabra por mi parte.
El tono se hizo impaciente:
–¿Quieres decir: I did it?
Con la cabeza baja y enteramente abatida, continué sin abrir los labios.
–¿Vas a hacer el favor de repetirlo? ¡Incomprensible terquedad de los
niños!
Esta fue la única vez que mi madre me sopapeó.
La varita mágica tendía lacia y desencantada en mi mano temblorosa»
(Jean Vieujian).
¡Padres! Hay que interesarse por los hijos. Si vosotros os interesáis por
su varita de marfil, ellos se preocuparán de mejorar su inglés.
Dad por bien pasados aquellos tiempos en que los padres ocupaban el
sitial regio del hogar, manteniéndose en un trono demasiado alto como para
poder escuchar los deseos de los chiquillos. Hay que abajarse a la altura de
los hijos.
Manteniéndoos en el trono conseguiréis, ciertamente, mucho respeto,
pero... poca confianza; mucho respeto y mucho miedo.
Hay muchas cosas lamentables en la educación. Siempre las ha habido;
pero ¿conocéis algo más monstruoso que el hecho de que un hijo obedezca
¡por miedo! a su padre?
¡Miedo a su padre!
¡Miedo a un profesor!
¡Miedo a un superior!
¡Miedo al mundo!
¡Miedo a Dios!
Son posturas de una misma y errónea pedagogía. La pedagogía de la
desconfianza, la de la esclavitud, que nadie ha predicado y todos han
aprendido. ¡Qué contento tiene que estar Satán! ¡Ha triunfado la pedagogía
del diablo!
No permitas que entren miedos ni temores en tu hogar. Los miedos –
como el de Pilatos a comprometerse y el del pueblo de Gerasa a lo
sobrenatural– terminan en traición. El único temor que has de introducir en
tu familia es el don de temor de Dios, que no consiste en tener miedo a
Dios, sino al pecado. Hazte joven. Desciende del pedestal de tus treinta o
cuarenta y tantos años para ponerte al nivel de tus hijos. Muestra interés por
sus cosas. Procura pensar como ellos piensan, adivina sus ilusiones, vive la
vida de los chiquillos, encaríñate con sus cariños.
Es la pedagogía de la confianza la que logrará que tus pequeños tengan
contigo largas confidencias.
El primer paso en la educación de los hijos es que el padre sea amigo de
sus hijos.
Un amigo con más años, más experiencia, más amor. Un amigo que
nunca miente. Un amigo que corrige con una inflexión de voz, sin ruido,
con gestos imperceptibles a los extraños. Un amigo con el que pueden jugar
los hijos, porque conoce sus gestos, sus entusiasmos, su escala de valores.
Un amigo –olvidado de sí mismo– que deja el periódico para escuchar las
últimas noticias que trae el chico del colegio. Un amigo que presta atención
a la chiquilla de cuatro años que trae entre sus manos un tesoro: una ramita
desnuda que se parece al marfil.
El niño y la niña olvidarán con el tiempo lo que le enseñaste en charlas y
paseos, pero conservarán una idea precisa, orientadora y clara: sus padres
fueron sus mejores amigos.

CONOCER, COMPRENDER, RESPONSABILIZARLES


Me dices que no entiendes a tus hijos. A todos les das el mismo
alimento, el mismo ejemplo, la misma doctrina; todos respiran el mismo
ambiente y... todos reaccionan de diversa forma, cada uno a su aire.
¡Eso es lo normal, padrazo! Tienes que rechazar la idea de que tus hijos
han de ser todos iguales. Es Dios quien los ha hecho distintos. Cada alma es
una obra de artesanía hecha por el amor de Dios. Cada hijo es un mundo
con su inteligencia, con su voluntad, con su carácter, con sus cualidades,
con sus virtudes y con sus defectos; con todos los elementos necesarios para
que desarrolle su propia personalidad.
El difícil arte de educar consiste en comprender a cada uno de tus hijos y
en ayudar a que desarrollen y desenvuelvan todas las fuerzas que Dios ha
puesto en ellos.
No es extraño ni tiene nada de particular que un padre superactivo y
superemotivo tenga un hijo indeciso, pusilánime, sentimental, en una
palabra, y una hija que no sueña más que en deportes y excursiones.
Entre los hijos encontraremos, a veces, oposición de caracteres, y
siempre, afinidades, que confirman los lazos de la sangre.
No sé por qué te empeñas en tratar a tus hijos como si fuesen hechos en
serie.
«Cada niño impone un itinerario y un ritmo de marcha. Si a toda costa se
quiere conducir a toda la grey al mismo paso, usar los mismos reclamos o
servirse del mismo látigo, el número de rezagados, lisiados y desertores
señalará pronto a los pastores el error que han cometido» (Le Gall).
Hay que aceptar y querer a cada hijo como es: listo, inteligente,
movidillo, normal o corto de inteligencia.
A ti, madre, es el primer hijo el que te desconcierta. Todo te resulta
nuevo.
No te desesperes, mujer, cuando el chiquillo de un año –que ya sostiene
la taza y maneja con torpeza la cuchara, que marcha a cuatro patas– a la
hora de acostarse, después de quitarse los calcetines –tú sonríes ante esas
primeras experiencias–, ¡se los vuelve a poner!, cosa que no te hace
ninguna gracia, aunque, objetivamente, la tiene.
No te irrites cuando llore el bebé. Aprende a distinguir, lo antes posible,
cuándo llora el chiquillo por mimo y cuándo patalea por tener sujetos los
pañales a la carne con el «imperdible».
Una madre que no sabe dejar llorar al chiquillo que lagrimea sin motivo
se convierte en esclava del capricho infantil. El niño relaciona pronto el
lloro con las atenciones maternales y usa de aquél –no es tonto– como de un
timbre. ¡Deja que toque el timbre, pero no acudas! Ante una cuna se ve a la
madre mimosa y a la que tú llamas sin corazón, y es buena madre.
Si no me haces caso con tu primer hijo, la experiencia te llevará a hacerlo
con el cuarto.
No te desanimes ante el «no» rotundo y constante de tus hijos de dos
años. Es una etapa de contradicción nada extraña en el desarrollo del niño.
Es el despertar de la voluntad que se manifiesta en una terquedad que no es
solamente propia de tu hijo, sino de todos los niños. Tú también pasaste por
ese período de los «noes».
Antes de los dos años no te esfuerces mucho en contarles cuentos: no te
escucharán. Después, sí. Cuéntales cuentos, y les harás felices. ¿Crees que
hay cosas mucho más importantes que contar cuentos a los hijos? Y cuentos
sin moraleja. Cuentos-cuentos. No seas artificioso. Cuentos para que se
rían, para que se alegren, para que se diviertan.
Yo tengo un amigo que ha inventado un personaje para los cuentos de sus
hijos. Es un gigante bondadoso que se llama Brachimañas. Son los mismos
hijos los que piden: «Hoy cuéntanos Brachimañas esquiador». Y la
imaginación del padre corre por los bosques llenos de nieve.
Si tú fueras muy soso, deja que los cuente la madre. Si sois sosísimos los
dos, no tendréis más remedio que comprar libros de cuentos y leerlos a los
hijos.
A los tres años no pueden estar quietos. Te diría más: no deben estar
quietos. Su propio desarrollo se lo prohíbe. Tienen necesidad de
movimiento. Es la edad de la acción. Todo en ellos es dinamismo. Es el
tiempo de adquirir valiosísimas experiencias: corre, salta, trepa y maneja
perfectamente el triciclo. Está en continuo movimiento y hace estarlo a los
demás de la casa.
¡Cuídale! Un niño menor de tres años no tiene sentido del peligro. Le
interesa más la pelota que, dando botes, salta a la calle, que todos los
cochecitos de carreras que andan por ella. El niño a esa edad no puede
reprimir, todavía, ciertos impulsos, por dócil y obediente que sea.
No tienen que preocuparte tanto los coscorrones. Son curiosos
conocimientos experimentales, preámbulo de los muchos que adquirirá a lo
largo de la vida. Pero no repitas lo que has hecho esta mañana. El chiquillo
ha terminado su carrera contra la mesa. ¡Un buen coscorrón! Y el padre, la
madre, la tía, el abuelo, sobre todo el abuelo, todos a una, para consolar al
pequeño, habéis pegado a la mesa cantando a coro: «¡Mesa, mala!». No,
padres, no. La mesa no es mala. Es que el niño es tonto –¡perdón!–, es que
el niño es nervioso.
Comprender al niño es entrar de puntillas en su mundo fantástico.
El padre se empeñaba en explicar a la hija pequeña que aquella preciosa
locomotora era el juguete más caro que había encontrado en el bazar. Y la
niña –sin hacerle ningún caso– permanecía embobada en su muñeca,
consistente en una gran cabezota con una afilada nariz.
¡Padrazo! No tienes alma de poeta. ¿No comprendes que la niña no tiene
nada que añadir a esa minuciosa locomotora? ¡En cambio, a la muñeca se lo
pone todo! ¡Ella! ¿Comprendes? Ella la viste, ¡y con qué colores!; ella la
pasea; ella le canta; le pone unos ojos preciosos, que son un encanto; la
adorna con un cabello dorado que le llega hasta los pies. La cabezota se ha
convertido en un hada que va y viene del castillo, arrastrando su larga cola
sedosa. Todo es precioso en su destrozada y monumental cabezota de
muñeca.
Te ha herido el desprecio inadvertido de la pequeña.
¿Pero no te he dicho que entraras de puntillas en ese mundo de la
fantasía? ¡A quién se le ocurre entrar con una locomotora! ¡Eres un intruso!
No es extraño que te haya cerrado, hoy, la puerta de su mundo interior.
Pero no todo termina aquí. La edad de la acción, alrededor de los tres
años, viene seguida de la edad de las averiguaciones, alrededor de los
cuatro. Mientras el niño no sabía hablar: miraba, oía, olía, tocaba y dejaba
vivir a los demás. Cuando ha aprendido a hablar, hay que vivir para él.
Doscientos «cómos» y trescientos «porqués» diarios agotan a los no
preparados.
Los primeros años del niño tienen un no sé qué que hace decir a los
padres: ¡Me lo comería! Pero cuando comienza a preguntar el porqué y el
cómo de todo lo que ve y oye, algunos padres sienten la pena «de no
habérselo comido».
¡No perdáis nunca, padres, el buen humor! Los chiquillos llenarán de
alegría vuestros días tristes con sus sonrisas, con sus ojos, con sus besos,
con sus gracias.
¡Qué divertido, papá! –dice un pequeño de cinco años ante la cuna de la
sexta hermanita–. ¡Qué divertido, papá, cuando seamos catorce!
No te impacientes con sus salidas espontáneas, que no denotan mal
corazón, sino preocupación por la novela que viven en cada instante. En
esta ocasión, el padre pretendía explicar a su niño un grabado que
representaba a los primeros mártires, comidos por las fieras. El padre
trataba de explicar cómo aquellos primeros cristianos murieron destrozados
por las garras de los leones. El padre esperaba ver una reacción de
conmiseración, pero ¡ca!, al chiquillo le atraían más las fieras que nuestros
hermanos de la primera generación, y con su lengua de trapo llegó a decir lo
que transcribo: «¡Mira, papá! Este león no tiene cristiano que llevarse a la
boca» (Courtois ).
Si desconocéis el mundo de los pequeños, os podéis llevar grandes
desengaños. Como el de aquella señora que juzgó, erróneamente, falta de
educación lo que era simple naturalidad. Estando en la sala de visitas,
esperando a los señores de la casa, vio cómo entraba, a gatas, el más
pequeño de la familia, que después de dar una pequeña vuelta por la
alfombra, se disponía a salir, continuando su juego. Entonces intervino la
señora: «¿Verdad que tú eres el chiquitín de la casa? ¿Cómo te llamas?». Y
el chiquillo, con mucha naturalidad, sin levantar la cabeza, ajeno a toda
clase de visitas, contestó: «Soy una vaca».
Al niño de tres o cuatro años le gusta peinarse, lavarse la cara, limpiarse
los dientes. A los cuatro o cinco años es frecuente que se bañe solo bastante
bien, aunque le sigue gustando jugar con el jabón.
No te atormentes, madre, por el tiempo que pierda con él.
El jabón es para los padres algo que sirve para limpiarse las manos. Y es
así porque lo veis desde arriba. Los chiquillos lo ven desde abajo; para ellos
el jabón es algo muy interesante que produce espuma. Y ante la espuma,
todo lo demás pierde interés.
El chico puede vestirse pronto sin ayuda de nadie. Lo incomprensible es
ver a un chico de ocho –¡padres culpables!– vistiéndose con el auxilio de su
bondadosa y mimosa madre.
¿Por qué no dejáis al niño que elija sus prendas de vestir? Acostúmbrales
a mirar por la ventana, al levantarse, para ver qué es lo que tiene que
ponerse: el impermeable, la capucha, el abrigo o el jersey. ¿En qué crees
que consiste el aprendizaje de la responsabilidad? Responsabilízales, desde
muy niños, en las cosas materiales.
No te exagero nada. Te copio la definición que no hace mucho daba un
chico de buen humor, en un ejercicio escrito del colegio: «Jersey es una
prenda que nos tenemos que poner los chicos cuando la abuelita tiene frío».
Si el niño quiere comer solo, sin ayudas ajenas, déjale. ¿Por qué quieres
impedir esa nueva experiencia, esa interesante práctica? Para hacer las
cosas bien, hemos tenido que hacerlas mal. No le reprendas. Estimúlale
cuando lo haga bien; elogia sus pequeños éxitos. No te irrites por los
pequeños fracasos cuando lo ensucie todo. ¡Es inevitable! Todo lo ves con
ojos de hombre grande, y es preciso que lo mires todo con ojos de niño
pequeño.
¿Que a la niña de cuatro y cinco años le gusta poner y quitar la mesa?
Deja que lo haga, sin esos gritos de «¡Cuidado, que lo romperás todo!»,
porque no romperá nada. Indícale el orden que ha de llevar en las
operaciones.
Te dije en un comienzo que los hijos tienen que aprenderlo todo. Son
muy pocas las cosas que se heredan. La inmensa mayoría las adquirimos
por hábito.
Y no me refiero exclusivamente a los hábitos de comportamiento,
limpieza y pulcritud. Por hábitos pueden aprender a pensar, a sentir, a tener
buen gusto. «Hasta la misma actitud hacia la vida –no recuerdo quién lo
dice– es, en parte, una cuestión de hábito». Los niños aprenden a ser alegres
y felices o rezongones y malhumorados, según los hábitos que adquieran.
La mayor parte de los hábitos deben ser adquiridos en los cuatro primeros
años de la vida, y una vez establecidos no se olvidan jamás.
Ten en cuenta, madre, que «el Dios presente en todas partes» lo
entienden los niños a la perfección. Insinúaselo.
En cambio, no les hagáis hacer propósitos para pasado mañana, porque
no les dice nada. Viven en un hoy-ahora constante. A lo sumo, el después
llega hasta la hora de acostarse.
Los chicos se alimentan comiendo y durmiendo. Imponles un orden. No
permitas los caprichitos entre horas.
Imponles un pequeño plan de vida. El ocio es tan dañino y perverso en
los hombres como en los niños. Las peleas sobrevienen cuando hay
aburrimiento. Necesitan un tiempo para comer, para vestirse, para jugar,
para dormir, para ordenar los juguetes y para tomar el sol.
Sin orden no adquirirán nunca hábitos buenos.
¿Por qué os extrañáis del alboroto de los chicos, si el niño un día se viste
antes de desayunar y al siguiente le permitís que desayune antes de
vestirse? No sabrán a qué atenerse.
¡Responsabilízales! Si hasta los seis años hemos contado con el niño y el
hogar –y a lo sumo con el jardín de la infancia–, desde los siete tendrás que
contar con el niño, el hogar, la escuela, la calle, los amigos, los libros y un
idioma extranjero. Las cosas se van complicando.
No pretendo hablar de los deportes, porque entiendo que están en la
mentalidad de todos los padres. Lo que sí quiero insinuarte –porque lo
olvidas– es que a la edad de los siete años es, posiblemente, la mejor edad
para comenzar a practicar un idioma. Que al chico de diez años que pide un
rincón de la casa, o cuando menos un cajón de una mesa, hay que
concedérselo. Y que debes interesarte por sus aficiones, por que conozca
muchas, para que se quede con alguna que valga la pena desarrollar en la
vida. Tus chicos han de escoger alguna afición. Tú debes fomentársela:
música, pintura, montañismo, caza, pesca, y toda la gama de los trabajos
manuales. Volveré a recordártelo antes de terminar la carta.
Los educaréis perfectamente si tenéis vivo el pensamiento de que el
cometido de unos buenos padres consiste en hacerse innecesarios lo más
pronto posible.
Toda la preocupación de los padres debería mantenerse en esta línea: hay
que poner a los hijos, cuanto antes, en la situación de que actúen por sí
solos. Creo que este sentido y este espíritu de responsabilidad es todo en el
hombre.
Los padres que, por un mal entendido amor, pretendan reemplazar a sus
hijos ante los peligros, el cansancio, las contrariedades y la enfermedad,
harán de sus hijos unos inútiles ante la vida. Pero dejo el tema para cuando
hablemos del señorío y de los mimos.
Entre la posición de algunos padres que no intervienen nunca, para que
les dejen en paz, y la de aquellos que actúan constantemente cargando a los
hijos con pequeñeces, está la postura ideal, la tuya.
El castigo que ayuda a adquirir el hábito de la responsabilidad es aquel
que guarda relación con el motivo culpable.
Un castigo debe ser siempre razonablemente proporcionado a la culpa,
pero nunca un desfogue del mal humor.
Es bueno el castigo cuando el niño que ha roto un juguete se ve privado
del resto durante unos pocos días.
Es bueno y pedagógico el castigo que obliga al chico que ha roto con
mala voluntad un cristal a llamar a quien puede reponerlo, o cuando menos
a pagarlo, a plazos, con sus pequeños ahorros.
El castigo es bueno cuando la niña que no quiere comer lentejas –porque
no le agradan– se las vuelve a encontrar, algo más frías, a la hora de la cena,
o muchísimo más frías –si persiste en su terquedad– en el desayuno del día
siguiente.
Esto hay que lograrlo sin escenas, a las que tan dadas están las madres
«cariñosas» que se dejan llevar por los nervios.
Un castigo no tiene por qué darse en alta voz. Al niño que grita, habladle
siempre en voz baja.
El niño no debe temer a sus padres, ni siquiera cuando le castigan. Los
castigos infringidos sin amor se cumplen mientras dura el miedo, pero no
logran la transformación de sus disposiciones interiores.
Si te corroe la ira, no castigues. Espera a que hayas recobrado la
serenidad. De lo contrario serás injusto. «Espera al día siguiente, o más
tiempo aún. Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de
reprender. Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas
de pelea» (Camino, 10). Así entiendo que ha de ser el castigo: con
serenidad, con tacto, con oportunidad, con claridad, razonado, sin humillar;
sin caer en el absurdo de meter en la cama una tarde de domingo a un chico
de doce años. ¿Tampoco en esto ves peligros, madre inconsciente?
A veces –siempre pocas– el sopapo puede resultar medicinal. Pera yo
diría que es un derecho exclusivo de los padres que apenas hay que
ejercitarlo y nunca con las niñas.
Después de castigar, olvidad la falta. Hay que volver a las relaciones
amistosas de siempre.
No amenacéis con castigos sin haberlo pensado mucho, porque si
incurrieran en la falta prevista no tendréis más remedio que cumplirlos.
No imitéis a aquel pobre profesor, terriblemente irritado, que aumentaba
los días de castigo a medida que los alumnos –dueños de sí mismos y de la
situación– se divertían como espectadores del enojo del maestro.
–Os quedaréis castigados dos días sin recreo.
Se insinuó una sonrisa en los últimos bancos.
–¡Cinco días sin salir!
Un breve comentario que surgió del anonimato obligó al enfurecido
profesor a levantar la voz:
–¡Quince días!
Y comenzó el pugilato entre las risas y la ira, que desde un comienzo se
inclinaba por parte de los alumnos.
–¡Veinte..., cincuenta..., ochenta días sin recreo!
Y a medida que aumentaba la suma de días, como si fueran perras chicas,
las risotadas de los alumnos se agrandaron hasta terminar en una carcajada
cerrada cuando el profesor, antes de dar el portazo de despedida, alcanzaba
la considerable cifra de ¡cuatrocientos días de castigo!
Un chico tiene que acostumbrarse –por educación– a comer de todo y a
no quejarse de nada. Pero ese chico necesita unos padres que no se quejen
de nada y coman de todo.
Me decía una madre ante el hijo enfermo en cama: «Dígale que las uvas
son muy buenas, no se lo cree; dígale que no cansan».
Días después me avergoncé de haberlo dicho cuando me enteré –por el
chiquillo– de que la madre, con la misma enfermedad, tampoco comía las
uvas que el médico había recetado.
Si a la hora de tener amigos prefieren quedarse en casa, en la habitación
de mamá, en el mundo de los mayores, es porque tienen un excesivo
apegamiento a las faldas de la madre; se están debilitando: ¡échalos a la
calle!
El chico necesita vivir en su mundo: el de los niños. Es ahí donde pueden
hablar y hablar con autoridad; es ahí donde pueden aprender a juzgar y a
decidir.
¿Que si tienes que darle algún dinero? No faltaba más. ¿Por qué hemos
de dejar un vacío en la formación de la responsabilidad? Tus hijos no deben
ser ni avaros ni pródigos. El equilibrio lo han de aprender manejando
dinero.
No preferirás que te diga que era hijo tuyo aquel chico que vino a
decirme cariacontecido: «Usted, que tiene confianza con mis padres, ¿por
qué no les dice que me den un poco de dinero para que no tenga que
robárselo todos los domingos?».
Tan peligroso resulta tener en casa la caja abierta a todos los caprichos,
como la caja cerrada para todas las pequeñas necesidades.
Debes asignarles una cantidad –no permitas que la llamen «paga»– para
que aprendan a usar del dinero.
A un chiquitín de seis años le darás lo necesario para comprar «esa» cosa
determinada. Es incapaz, todavía, de ahorrar para «un futuro próximo».
Pero un chicarrón de doce años tiene que estar acostumbrado a pagar con
su dinero del mes: el corte de pelo, el trolebús, las excursiones, su limosna,
y, por supuesto, los caramelos y la bombilla que rompió de un balonazo.
El chico debe tener libertad para gastar su dinero a su gusto. No se lo des
todo hecho: los gastos y los ahorros son de su incumbencia. Es una buena
ocasión para charlar de las experiencias que va adquiriendo en contacto con
el dinero.
Lo que no debes hacer es adelantarle a mitad de mes porque no ha
contado las perras en las dos primeras semanas. Déjales experimentar lo
caro que resultan los despilfarros.
¿Hay algo más tonto que permitir que los chicos abran una cuenta
corriente en el carro de los helados?
Este tema del dinero, como otros cien mil, requiere preocupación y
charlas con los chicos. La educación es difícil, no lo olvides, y vuestra
vocación, heroica.
¿Promesas de dinero a cambio de unas buenas notas en el colegio? Puede
llegar a ser un negocio arriesgado. Emplearlo alguna vez, no creo que sea
perjudicial; emplearlo siempre, sería pésimo. Pero tampoco le prives del
dinero por sus malas notas.
No hay relación. Es preferible que se quede a estudiar.
No engañéis a los hijos con la excusa del ahorro. Más o menos, todos
hemos podido ser protagonistas de este sucedido. Metíamos las «perras»
ahorradas durante el curso en una hucha de barro. Por fin llega el día –
alrededor de la gran fiesta de la Navidad– en el que hay que romper la
hucha con el martillo y contar el dinero. «Indudablemente el ahorro era una
cosa buena. Cuánto dinero en un solo día». Pero qué desilusión después.
¿Sabéis lo que nos compraron con los ahorros? Unos zapatos.
A un amigo mío le alentaban sus padres a tomar el aceite de ricino
echándole una perra en su hucha, una «perra gorda» por cucharada de
ricino. ¿Adivináis lo que le compraron con el dinero conseguido a fuerza de
cucharadas? ¡Otra botella de ricino! Ya somos, por lo menos, dos los que
odiamos las huchas de barro.
Hay muchos modos de malgastar el dinero con los hijos; por ejemplo,
estos:
Pagar profesores particulares para que el niño saque sobresalientes en
lugar de unos míseros aprobados con esfuerzo personal.
Comprar una bicicleta con motor a los trece años porque el chico ha
aprobado el cuarto curso de bachillerato.
Comprar una moto a los dieciséis porque el adolescente ha pasado el
sexto curso.
Adquirir una pluma norteamericana, último modelo, que necesita
permiso de importación, para que el niño se compre un bolígrafo cuando
pierda aquélla.
Entre las formas de gastar bien el dinero te incluiría las siguientes:
Llevar los chicos a un buen centro de educación. Necesitan una
instrucción sólida, una amplia cultura. Tenéis que ser altamente ambiciosos,
como la madre de los Zebedeos, que pidió los dos más altos cargos del
reino para sus hijos; y Jesús, que trataba con dureza el egoísmo, tuvo
benevolencia con esta mujer.
Cuando menos, procuradles clases de idiomas.
Romper en pedacitos los diez billetes de cinco pesetas que guarda en su
hucha el niño, si nos está saliendo avaro.
Un muchacho que no sepa lo que cuesta el sello de una carta para el
extranjero, o el envío de un giro postal o el de un paquete por correo; un
chico que no ha pagado nunca una factura, ni sabe lo que le cuestan los
zapatos que lleva puestos o la gabardina que le van a comprar, indica que
tiene unos padres despreocupados por inculcar a un hijo todo lo que tienen
que inculcar: un fuerte sentido de responsabilidad.
«Las muchachas de diez a doce años –nos dice un autor americano– son
capaces de disponer una comida no sólo bien equilibrada, sino económica.
Para ellas es un entretenimiento hacer las compras para las comidas de todo
el día, con tal que la familia, reconocida, no escatime la alabanza para los
platos elegidos».
Y si ellas deben saber servir la mesa, acompañar a sus hermanos
pequeños, ir de compras y, por supuesto, llevar a cabo todas las faenas de la
casa, ellos también deben saber limpiarse los zapatos, arreglar un fusible,
escoger unas corbatas, limpiar la bicicleta y escribir a máquina.

¡ESTAD PREVENIDOS!
Los hijos crecen. Es una perogrullada que conviene tengas muy en
cuenta. Los padres se olvidan con frecuencia, y van, casi siempre, a la zaga
en la evolución de los hijos. Continúan llamándoles «nenes» cuando son
niños. Les consideran «niños» cuando quieren ser llamados chicos. Y
chicos, cuando ya son jóvenes.
¿No te has encontrado con padres que se rasgan las vestiduras porque sus
hijos insinúan el matrimonio a una edad... en que ellos mismos se casaron?
Minucias de este jaez explican los conflictos entre padres e hijos.
Los hijos crecen y acaban por entrar, tarde o temprano, en una edad –que
unos llaman ingrata; otros, difícil–, una edad bonita llena de pesares. Una
etapa que nada tiene que ver con las anteriores. La niña se está haciendo
mujer, y el chiquillo, adolescente.
Cuando ya creías conocer el mundo de los pequeños, he aquí que la chica
mayor ha cumplido los doce años y el chico los trece, y se ha abierto algo
desconocido para ti y para ellos.
A los padres a quienes coja desprevenidos la nueva etapa les resultará
muy desagradable.
Los padres desprevenidos querrán, a toda costa, mantener los derechos
de siempre: la autoridad, la disciplina y el afecto. Los hijos –no saben por
qué– se sienten tiranizados y piden, con todas sus fuerzas, la libertad y la
independencia. Ahora les gusta salir con sus amigos. A la chica mayor le
molesta pasear con su madre.
No es extraña esta postura. Son pequeñas afirmaciones de su
personalidad. Una madre prevenida, sensata, debe saber aflojar la cuerda.
Poco tiempo después, a los dieciséis, será la misma chica la que proponga a
su madre el salir juntas.
Unos padres desprevenidos, asustadizos, pretenderán introducirse ahora
en el alma de los chicos, cuando precisamente ahora ellos tratan de cerrarse.
Cuando estáis más interesados por ellos –os preocupa su crecimiento y
su romanticismo– y queréis indagar con quiénes andan y de dónde vienen,
os desconciertan las respuestas lacónicas: «de por ahí», «de dar una vuelta».
Esta es la época del sufrimiento de una madre excesivamente celosa, que
comprueba que sus hijos o sus hijas se le van de entre las manos, sin
encontrar una solución para atraerlos.
En estos momentos hay algo mucho más importante que la autoridad a
ultranza; algo mucho más importante que el dar gritos, que no les
conmueven; algo mucho más importante que el acudir al sentimentalismo
del «me estás matando» o del «estás insoportable». Lo más importante en
estos trances es mantener la serenidad.
Una política de no intervención inmediata es siempre lo más adecuado,
lo más aconsejable.
El «a toda costa» es algo que no debéis pronunciar ante los hijos, porque
fomentaréis su rebeldía.
La supervisión –¿quién lo duda?– es absolutamente necesaria, pero ha de
ser indirecta.
Ahora es cuando se aprecia mejor el sentido común de los padres. Las
presiones, las violencias, que en etapas anteriores pudieron dar resultados
favorables, ahora se tornan contraproducentes.
La chica, extraordinariamente aplicada hasta el presente, se ha vuelto
perezosa. El chico, siempre activo en los juegos, pasa a ser espectador. Da
la impresión de que le pesa el esqueleto.
No hace falta que abráis el cajón de la mesa. Ya os diré yo lo que hay en
él: sellos, cajas de cerillas, «tebeos», billetes de tranvía, entradas de fútbol,
cromos, tarjetas postales, monedas antiguas. Cada quince días emprende
una nueva colección. Anímale al orden y a la constancia.
Colecciones, poesía, cartas, diarios, romanticismos, afición a la lectura –
que siempre es bueno–, grandes cariños para sus padres y muchas faltas de
respeto. Y comienzan los primeros amores en ellas, amores de los que te
tendrán al corriente si has sabido ganarte su confianza en etapas
precedentes.
Ha llegado el momento en que la casa les resulta excesivamente estrecha.
Si los padres se han despreocupado, erróneamente, de fomentar amistades,
de ampliar su hogar con el de otros hogares amigos, se encontrarán con que
sus hijos salen de su hogar para ir a otros, necesariamente desconocidos.
Los padres no pueden olvidar sus relaciones sociales, por ellos y por sus
hijos.
No te extrañes si tu hijo de quince años te sorprende a ratos con conatos
de independencia en el juicio y en la acción para después volver a las
chiquilladas de los diez años.
A estas edades los chicos son emotivos, sentimentales, caprichosos,
fantasiosos, juiciosos y razonables, con genialidades de hombre maduro y
«salidas» de niño de biberón. En el colegio se comportan, a ratos, como
hombres reconocidamente generosos, los mismos que en su casa son
egoistones y desobedientes.
Es una etapa de transición en la que si aflojáis la cuerda se sienten
inseguros, y si tiráis de ella, esclavizados.
No os desesperéis, padres. Sois vosotros los más obligados a guardar
serenidad, ya que ellos no se entienden a sí mismos; saben lo que no
quieren, pero no logran dar con lo que quieren.
Biológica y psicológicamente marchan hacia la vida. Estos cambios y
trastornos son perfectamente naturales.
Ese comportamiento que tú les exiges, despóticamente, para que se
mantengan siempre dóciles, siempre obedientes, siempre sumisos, siempre
cariñosos, siempre bien educados, siempre caballerosos..., es imposible en
un chico sano. Y si se diera en tu familia, no te felicito por ello. Tienes unos
chicos abúlicos, que precisan de médico.
¡Entendedles! ¡Esforzaos por entenderles!
¡Madres cariñosas! Ahora que os sentís un tanto abandonadas, ahora que
os aguijonea el deseo de decir a vuestros chiquillos que os amen –porque
deseáis ser amadas por los hijos–, no olvidéis que éste es el momento en
que vuestros hijos, y de modo extraordinario las hijas, están necesitadas –
como nunca lo estuvieron– de cariño, de comprensión, de consideración, de
estima, precisamente ahora que la ligereza, la frivolidad y la estupidez
adornan sus cabecitas de mujer.
Ahora que el cariño a las muñecas, abandonadas a los diez años, ha sido
sustituido por el amor a los muñecos de quince y dieciséis años; ahora que
el gusto estético se va concretando en los «trapos», para agradar; ahora que
el dinero no cuenta nada en comparación con la belleza; ahora, esforzaos
por entenderlas. Haced ver cómo todo ese mundo de poesía y dolores que se
abre ante sus ojos, todas las dificultades que encuentran en su carácter
voluble, todas esas alegrías locas y todas las frecuentes depresiones que
cristalizan en lágrimas no son más que el precio –¡muy barato!– que pide
nuestro Padre Dios a cambio de esas grandes cosas que se están operando
en ellas.
¡Madres! Un nuevo sacrificio se os impone. Una vez más vuestros hijos
piden –sin pedirlo, porque les da vergüenza– que os olvidéis de vosotras
mismas para que les atendáis en sus crisis afectivas.
Tomadles en serio. Admitirán todas vuestras sugerencias, pero nunca
vuestras burlas.
Y no os asustéis porque la hija, a la hora de la pubertad, va tomando
aficiones, gustos y actitudes más de chico que de chica. «Por el contrario,
no abriguemos temor alguno. Este poco de maneras masculinas que nos
tiene tan asustadas –dice Guarnero– no dañará realmente su femineidad,
sino que la ayudará a superar sin fatuidad este período, que tan fácilmente
está expuesto a caer en la más vacía estupidez femenil».
Es la adolescencia una etapa dificultosa y brillante, que se atraviesa con
gran provecho cuando los chicos tienen en quien apoyarse y con quien
desahogarse.
Si en sus años infantiles habéis sido sus mejores amigos, ahora os habréis
ganado el ser sus mejores consejeros. Consejeros que no se asustan, que no
temen, que escuchan –sin estúpidas alarmas– los primeros apasionados
amores, puros como los de una madre para sus hijos. Consejeros que
muestran confianza en sus aconsejados. Consejeros que saben cerrar los
ojos y pasar por alto descuidos grandes y momentáneos. Consejeros que no
necesitan abrir las cartas, porque son sus propios hijos quienes se las leen.
Consejeros que no fuerzan las conciencias, porque se han preocupado de
ponerles en manos de un amigo Sacerdote. Consejeros que castigan poco y
animan siempre.
Tus hijos necesitan comprensión y fortaleza en quienes les rodean.
Necesitan amigos de buena voluntad. Necesitan quien les explique el
porqué de ese bullir de su alma y de su corazón. Necesitan quien sacie sus
curiosidades legítimas, muestra de que son seres inteligentes. Necesitan
quien encauce sus rebeldías, sus audacias, sus imprudencias juveniles.
Necesitan quien conteste a sus gritos de ¡fuera todo lo viejo!
Ahora –más que nunca–, padres, tenéis que ser jóvenes; ahora que habéis
alcanzado la plenitud de la vida, esforzaos por poneros a su altura; recordar
vuestros catorce, quince y diecisiete años.
Necesitan de vosotros, padres. Necesitan quien les muestre la verdad
acerca de la vida, de la muerte, del hombre, del mundo, del camino y del
amor.
VIII. ¡HÁBLALES DE LA VIDA, DE LA
MUERTE, DEL CAMINO Y DEL AMOR!

HÁBLALES POSITIVAMENTE

No llenéis de amenazas y prohibiciones la vida del hogar. ¡Llenad el


ambiente de contenido positivo!
Si en las paredes de los hogares se dejara constancia por escrito de todas
las prohibiciones que hacen los padres a los hijos, no habría sitio para
colgar un cuadro.
No podemos dejar que el hogar se transforme en coche de viajeros,
donde todo está prohibido, desde fumar hasta dejar que los niños jueguen
con las cerraduras.
Aquella señora que dejaba la educación de sus hijos, por excesiva
comodidad, en manos de señoritas, se había reservado la función de
interventor del coche familiar: «María –la frase es de Courtois–, vaya al
jardín a ver qué están haciendo los chicos, y prohíbaselo».
Si continuáis con esa pésima pedagogía de la amenaza constante, para
que sean «buenos», lograréis plenamente que sean «malos» cuando puedan
escapar del castigo sin ser vistos.
En la misma línea antipedagógica –por negativa– se encuentran los
padres que llaman mentirosos y perezosos a sus hijos. Si no os fiáis de
ellos, los haréis hipócritas.
Salvo honrosas excepciones, los chicos tienen más información acerca de
la mala educación que del civismo. Conocen, intelectualmente, mejor los
pecados que las virtudes. Saben que no se debe matar, ni robar, ni mentir;
pero se percatan más difícilmente de la función de la vida, del dinero y de la
verdad. Están más versados en la atrición que en la contrición. Están
adoctrinados en las tentaciones que sugiere el diablo más que en la ayuda
vigorosa que presta el Ángel Custodio. Conocen los peligros de un mal
amigo, pero no sienten la honda preocupación cristiana de ayudarle.
¿Cómo no entendéis que estáis frenando todo deseo grande, toda
aspiración santa? ¿No veis que crecerán con la convicción –¡nefasta!– de
que es hombre bueno el que se priva y abstiene de todo lo prohibido?
Pero... ¿es que conocéis algún hombre que haya hecho algo en la vida
por el camino de la privación de las cosas malas? ¿Conocéis algún lema de
hombre santo que contenga sólo negaciones? ¿Creéis que Cristo vino a la
tierra solamente para que no pecáramos? ¡No! ¡Que vino para que
tuviéramos vida! ¿Habéis pensado que la santidad consiste en evitar las
transgresiones de la Ley de Dios? Pues os equivocasteis, porque consiste en
cumplir positivamente la voluntad del Señor.
¿Cuántos son los cristianos de nuestro tiempo que están enterados de que
la vocación de cristiano corriente es vocación de apostolado? ¿Cuántos son
los enterados de que el ser cristiano lleva consigo la obligación –y no me
cambies la palabra– de hacerlo, de participar en él, conforme a sus
posibilidades?
¿Creéis que con negaciones y prohibiciones podéis formar a vuestros
hijos en las exigencias sociales que entraña el cristianismo? Se
conformarán, cómodamente, con no maltratar al desvalido. ¿Acaso tienen
sentido negativo las obras de misericordia?
Este podría ser, a grandes rasgos, el sentido positivo de tu hogar:
Más amor que temores.
Más virtudes que pecados.
Más ángeles que diablos.
Más contrición que atrición.
Más confianza que temor.
Más diversión que aburrimiento.
Más estímulo que reprimendas.
Más aliento que amenazas.
Más premio que castigo.
Más elogio que censura.
Más ideales que prohibiciones.
Más alegría que mal humor.
A un chico se le puede abofetear por haber dado un portazo, gritando que
no se deben cerrar las puertas de golpe. Pero también se le puede alabar
cuando las ha cerrado con delicadeza; y el elogio resulta más eficaz, más
positivo, más formativo, más pedagógico, más cristiano. No lo olvidará
nunca.
Te dejo todo el día de hoy para que lo pruebes y te convenzas. A nada
que pienses, encontrarás diez cosas que alabar a tus hijos. Y con diez
elogios te ahorrarás cien prohibiciones.

HÁBLALES DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

¿No habíamos quedado en que el hogar tiene que ser luminoso? Y ¿qué
luz daréis si no orientáis a los hijos acerca de la vida, de la muerte, del
camino y del amor?
¡Qué miedo tenéis de enseñar a los hijos la vida y la muerte! Mostrar el
comienzo de la vida os resulta excesivamente complicado; hablar de la
muerte, demasiado doloroso.
¿A cuándo esperáis para dar doctrina a los hijos? No se los ocultéis; no
debéis ocultar ni los misterios de la vida ni los misterios de la muerte.
¡Mira! Esta es la vergüenza que acabo de encontrar en un libro que, por
lo demás, enseña una buena pedagogía: «Es muy difícil dar una respuesta
satisfactoria al niño que quiere saber qué sucede cuando muere una persona.
Este es uno de los casos en que no sólo es permisible, sino deseable, que la
madre manifieste que no lo sabe bien... No es muy consolador decir al
pequeño que cuando muera irá al cielo, pues al niño chico le disgusta la
idea de ir a algún sitio lejano, donde está separado de sus padres.
Es más sensato hacerle ver que no es probable que muera (sic), pues hoy
se cuida tan bien a los niños que no tienen por qué inquietarse.
La idea de estar con Dios es muy vaga para su mente, que sólo concibe lo
que se puede ver y tocar».
¿Que la idea de estar con Dios es muy vaga? Será para vosotros,
¡paganos! Si no tenéis fe, es muy difícil que sepáis hablar de la muerte a los
niños, ¡pobrecitos paganos!
He llegado hasta la página ciento y pico del libro sin encontrar, ni una
sola vez, la palabra «Dios», y cuando se menciona es para explicarnos que
ese nuestro Dios es una idea muy vaga. Les falta la fe. Es natural que
tengan miedo de hablar de Dios. Nosotros, los cristianos, los hijos del Gran
Rey, los que cimentamos la vida espiritual en la filiación divina, no
podemos tener miedo ni a Dios, ni a la vida, ni a la muerte.

¡SILENCIOS COBARDES!

Un chico ha entrado en el despacho. Esta vez no ha correspondido a mi


sonrisa. Le falta la alegría que frecuentemente le salta por los ojos. Los ojos
de los chicos no engañan. Permanece con la cabeza baja.
Convéncete, padre, de que también los chicos tienen problemas que
atormentan, que pesan en su alma.
He tenido que dar algunos rodeos antes de entrar en materia.
Por fin ha hablado. Y lo ha hecho con la crudeza de un hombre
desilusionado:
–Ya me he enterado.
En seguida he comprendido que la charla iba para largo.
Efectivamente lo ha sido. Y al terminar le he preguntado:
–Entonces..., tú has pensado que tus padres pecaban, ¿no es eso?
Y el «sí» sin paliativos, seco y duro, del muchacho me hizo daño en el
alma.
Sus padres y yo habíamos llegado con un día de retraso. Unos minutos
en compañía de los amigos que «están de vuelta de todo» había sido
suficiente para que aquel chico echara por tierra todo ese respeto,
veneración y cariño loco que tenemos a nuestros padres.
«Sus padres no eran buenos. Sus padres pecaban».
Me hierve la sangre, padres, cuando compruebo que la cobardía de no
hablarles a su tiempo lleva a los hijos a entender que pecáis cuando cumplís
los mandatos de Dios los que, por vocación, tenéis que engendrar hijos para
el cielo.
No entiendo por qué no habláis de la vida a vuestros hijos. ¡Tantos
temores ridículos! ¡Tanta madre ingenua! ¡Abrid, de una vez, los ojos a la
realidad presente! ¿Por qué no hacéis caso al consejo de los educadores?
¿Creéis que con el silencio y la mentira se pueden formar hombres
fuertes frente a un mundo frecuentemente sucio?
Hace muy pocos días daba una conferencia a sesenta muchachas de
diecisiete años, que terminaban el bachillerato. ¿Me queréis creer que
ninguna de ellas había oído una sola palabra, dicha por sus padres, acerca
de la educación sexual?
Estamos dejando, por abandono, por incuria, que los chicos se formen en
la idea de que hay materias de las que no se puede hablar ¡con los padres!
Son temas, por lo visto, que sólo se pueden tratar en la calle, con los
amigos, a escondidas.
Y mientras sus padres callan, los hijos buscan soluciones a sus
inquietantes curiosidades, propias de un ser inteligente que no pasa por el
silencio ni por la mentira.
La «cigüeña» y «el mercado de París» manifiestan la cobardía de una
generación que recurre a la fábula para escapar de las dificultades que lleva
consigo la educación sexual.
La táctica del silencio es siempre deplorable. Un pudor mal entendido, la
falta de léxico apropiado, la carencia de una instrucción conveniente a los
mismos padres, han motivado que la generación que nos precede se
mantuviera a la expectativa, en un silencio, a todas luces, deformador y
nada educativo.
Si hasta ahora –buscando muchas excusas– el silencio pudo ser una
ingenuidad, en el presente –después de hablar la Santa Madre Iglesia–
supondría una deformidad no carente de responsabilidad.
El chico –que deja de ser niño mucho antes de lo que suponen sus
padres–, si no encuentra en el hogar una orientación en estas delicadas
cuestiones cuando la inteligencia lo reclama, irá a informarse a la calle, al
diccionario ilustrado o a la «Ginecología».
Sí, así se formarán: «Al azar, en turbias reuniones, en conversaciones
clandestinas, en la escuela de compañeros poco de fiar y ya demasiado
versados o por medio de ocultas lecturas, tanto más peligrosas y
perjudiciales cuanto su secreto inflama más la imaginación y excita los
sentidos» (Pío XII).
Y tened en cuenta, padres, que en tales casos la información o será falsa
o, siendo verdadera, estará truncada, porque será exclusivamente
fisiológica, sin que aparezcan para nada los aspectos moral, sentimental y
religioso, tan necesarios en esta faceta de la educación.
Si tú no les explicas lo que ha hecho Dios, habrá otro que se lo cuente, y
posiblemente más de lo que ha hecho Dios; le contará también lo que es
obra del diablo.
No te asustes, madre, cuando el hijo pequeño, muy pequeño, se ha fijado,
a la hora del baño, en las diferencias sexuales con su hermanita. Esto indica
solamente que el niño no ha salido tonto. Los muy niños están desprovistos
de malicia acerca de su cuerpo. Aprovecha el momento para explicarle con
naturalidad –con mucha naturalidad– que es el Niño Dios quien ha hecho
distintos a los niños y a las niñas. Los niños no pueden recibir la impresión
de haber preguntado algo escabroso.
Si contestáis con sencillez –sin aires misteriosos–, el niño se contentará
con vuestra respuesta breve, como se contenta con los cientos de respuestas
que dais a las cien preguntas que os hacen cada día.
No les eduquéis en el temor y en la repugnancia por el sexo, pero
habladles del pudor natural querido por Dios.
El conocimiento que han de adquirir en las charlas contigo ha de ser
sano, natural y sobrenatural.
No caigáis en la actitud de aquel padre poco listo y muy obsesionado por
los peligros que podía correr la pureza de su hijita de veinte años que,
estando de visita en casa de unos amigos a la hora del baño del crío de un
mes, tapó a éste para no ofender el pudor de su hija, que, por otra parte,
estaba en vísperas de contraer matrimonio.
Enseñad, más bien, a ver el mundo con ojos limpios. Entre otras cosas,
éstas son las que deben ir conociendo tus hijos y tus hijas:
Si no preguntan de dónde vienen los niños, adelántate a contárselo.
Sé de una clínica tan moderna, que hasta tienen sus cigüeñas en el jardín,
para evitarse compromisos con las preguntas de los niños.
Enséñales de dónde vienen los niños, y te aseguro que sacarán un gran
amor para su madre, un gran respeto para la mujer y un orgullo santo para sí
mismos.
Cuéntales el oficio del padre, sin esperar a los catorce años, y se
percatarán, natural y sobrenaturalmente, del chispazo del poder creador que
Dios ha dado al hombre.
La muchacha deberá conocer la causa de la menstruación y la relación
que guarda con el deber sagrado de la maternidad. Debe saber –porque se lo
habéis explicado– que su temprana madurez explica el atractivo que siente
por los chicos mayores que ella.
Al muchacho le contaréis la causa de esas efusiones nocturnas e
involuntarias que va a sentir, y cómo todo ello está al servicio de la
generación, reservada exclusivamente al matrimonio.
Y si en todos los hijos es importante la educación sexual, en los
temperamentos sanguíneos es ineludible. Tendréis que prevenirles contra el
autosexualismo. ¡No quiero cargar con vuestra responsabilidad si no lo
hacéis!
Adelantaos a sus cambios fisiológicos. Explicadles todas las alteraciones
emotivas que sufrirán.
Es preciso que os despojéis de miedos y remilgos. Leed algún libro –hay
muchos y buenos– para aprender el léxico que debéis utilizar.
Es una monstruosidad abandonar a los hijos en el conocimiento de las
obras de Dios.
¿Conseguiréis algo con ese descuido, padres? ¡Sí, yo os lo diré!: que la
vida sexual corra por caminos de sensualidades ciegas. Si dejáis estos temas
a su arbitrio, marcharán al matrimonio revestidos de egoísmo sucio, por
fuera y por dentro.
¡Dejadlo todo a sus instintos y los haréis hipócritas! Caerá por tierra el
respeto a sus padres, y aparentarán que nada saben.
Si os oyen hablar, cientos de veces, del peligro de los resfriados y
mantenéis el silencio ante la lucha que han de afrontar en la vida, sacarán la
conclusión de que lo más importante es evitar los constipados porque, por
lo visto, en esa otra materia no hay nada que hacer.
Si vuestros hijos pueden aprender los grandes principios de la vida en
vuestro hogar luminoso, ¿por qué preferís que se informen en la sombra de
los espectáculos o en el barro del arroyo?
No tenéis ningún derecho a decir a vuestros hijos: «De estas cosas no se
habla». ¡De estas cosas hay que hablar!
«Educad la inteligencia de vuestros niños. No les deis falsas ideas o
explicaciones falsas de las cosas; no respondáis a sus preguntas,
cualesquiera que sean, con bromas o con afirmaciones no verdaderas, ante
las cuales rara vez se rinde su mente; aprovechadlas para dirigir y encauzar,
con paciencia y amor, su entendimiento, que no desea sino abrirse a la
posesión de la verdad y aprender a conquistarla con los pasos ingenuos de
la primera razón y reflexión» (Pío XII).
Me encontraba en la iglesia, en el último banco, el que habían dejado
unos colegiales que llenaban el templo por completo. Y entró una mujer
joven con los síntomas de la maternidad. Se quedó en pie junto a una
columna.
¡Qué pronto se fijaron en ella! Y fijarse, cuchichear y reírse de la que iba
a ser madre todo fue uno. ¡Todo menos hacerle un sitio en el banco!
No oía yo sus comentarios, estaba lejos; pero los adivinaba.
Todo aquello me enfureció. Me levanté, fui hacia ellos, y, con lástima,
les dije: ¡No os riáis; esa mujer va a ser madre! Me miraron con espanto, y
volvieron a sus rezos. Cuando volví a arrodillarme, continuaron con sus
risas.
El profesor, que vio que yo hablaba con los chicos, de seguro que, al
regresar al Colegio, castigaría «a todo el banco». Yo le hubiese castigado a
él, porque, ¿quién tenía la culpa de que, a su edad, se rieran de una mujer
que iba a ser madre?
¿Creéis que sirve para algo la formación sexual que dieron a un grupo de
amigos míos al terminar el bachillerato? Os lo contaré. Todos tenían
dieciséis o diecisiete años. El último día, el de la despedida, concentraron a
los mayores. ¡Se les iba a hablar de algo muy importante! Al encargado de
estar con los chicos se le veía nervioso. No acertaban los muchachos con la
causa de aquel pequeño desconcierto que reinaba en el ambiente, pero se
enterarían en seguida.
Al finalizar las palabras de despedida, como algo de gran trascendencia,
como colofón –tal vez– de la formación recibida durante los años de
bachillerato, el profesor, apurado, extremadamente nervioso, terminó con
estas palabras: «Y, además, han de tener en cuenta para la vida que, en las
calles y en los bares hay mujeres muy malas».
Al salir del colegio me encontré con ellos. No puedo escribir sus
comentarios. Lo que sí puedo decirte es que las carcajadas atronaron los
alrededores del centro.
La formación que les has de dar ha de ser paulatina y completa. No se
agota de una vez. La educación sexual no puede quedar comprendida en
una sola lección, porque son muchas. No es propia de una edad
determinada, sino que se debe dar a medida que se presenta la curiosidad
sana de los hijos.
Por esto entiendo que todo el edificio de esta delicada faceta de la
educación ha de estar basado en una previa y total confianza del chico con
sus padres. El muchacho que no tiene confianza para quitar el periódico de
las manos de su padre cuando vuelve del colegio –la culpa es del padre–,
¿cómo se va a atrever a preguntar cómo «salen los niños a la vida»?
Soy un convencido de que tal educación no es la panacea que lo curará
todo, pero también lo soy de que se evitarán muchas aventuras sexuales
cuyas consecuencias serían deplorables; estimo que se pueden evitar
muchas catástrofes morales y, sin duda alguna, algunas mentales.
No tengas miedo en adelantarte; el peligro está en llegar tarde; cuando ya
han pensado que tú también pecaste.
La educación sexual debe tener siempre carácter de profilaxis y no de
tratamiento. Hay que prevenir más que curar. Lo pernicioso es llegar con un
día de retraso.
Hazlo en el hogar, en presencia de Dios, en momentos del día en que
puedan después distraerse por el juego.
Charla individualmente con cada uno de tus hijos. Todo saldrá con
naturalidad si esta confidencia es una más entre las muchas que tienes con
tus hijos.
No pretendas escabullir la responsabilidad echando la carga sobre ella, ni
tú sobre él. A los dos os corresponde, «a vosotras con vuestras hijas; al
padre, con vuestros hijos –en cuanto sea necesario–, levantar cautamente,
delicadamente, el velo de la verdad, dándoles la respuesta prudente, justa y
cristiana a aquellas cuestiones y a aquellas inquietudes.
Recibidas de vuestros labios de padres cristianos, con la debida
proporción y con todas las cautelas obligadas, las revelaciones sobre las
misteriosas y admirables leyes de la vida, serán escuchadas con reverencia
mezclada de gratitud e iluminarán sus almas con mucho menor peligro que
si las aprendieran a la aventura» (Pío XII).
¡Qué ocasión tan magnífica, padres, para hablar a los hijos de la santa
pureza! ¡Entusiasmadles con la pureza positiva en la mente, en los ojos, en
los labios y en el corazón! ¡No habléis de impurezas! Jamás lo negativo
tiene fuerza suficiente para convertirse en ideal.
Habladles de cómo la santa pureza les dará la valentía de un Juan,
limpio, al pie de la Cruz.
Habladles de cómo la santa pureza les dará el amor de Juan, adolescente,
para poder reclinar su cabeza en el corazón de Cristo.
Habladles de cómo la santa pureza les dará la visión sobrenatural de
Juan, apóstol, para descubrir el primero al Señor sobre las aguas.
Habladles de la santa pureza y del amor.
Habladles del valor de la virginidad, de la castidad vivida por amor de
Dios.
Habladles de la vida a la luz del amor.
Habladles de la familia y del matrimonio.
Habladles del amor del hombre a la mujer.
Habladles de la grandeza de la obra del amor.
Habladles de la importancia de preservar las facultades de amar para el
amor.
Habladles del carácter divino que tiene, en la tierra, el amor humano.
Vosotros, padres, conscientes de vuestra misión, sabréis aprovechar esas
mil ocasiones que presenta el hogar para hablar con vuestros hijos –entre
libros, aficiones, música y deportes– de Dios, de la vida, de la muerte y del
amor.

INGENUIDADES DE MADRE TONTA

–Mi hijo es angelical, es buenísimo; algunas veces es un poco contestón,


pero, a su edad, el pobrecito no se da cuenta de lo que hace. No digo yo que
no tenga defectos, claro; todos los chicos los tienen, pero no sé, le
encuentro algo que no tienen sus amigos. ¡Es una prenda!, y no es porque
yo sea su madre, se lo aseguro. ¿Quiere creerme que hace unos días,
habiéndole regalado dos enormes caramelos, me dijo espontáneamente: éste
se lo daré a Mari? (Mari es mi otra chica). Verdaderamente es una perla.
–No. De notas no anda nada bien esta temporada. El niño es inteligente,
pero, ¡si le viera usted!, ¡distraído como él solo! Es cosa de niños.
Ahora le tengo arreglando su despacho. Va a quedar muy bien. Allí
tendrá su mesa, su sillón, sus fotografías, todo muy confortable.
–¡No, el pobre! A él le gustaría ir, estoy casi seguro. Pero no me gusta.
¡Quite, quite, tan temprano! Capaz de coger un resfriado. Si las clases
comenzaran un poco más tarde, me gustaría que fuese a Misa, pero a esas
horas..., ¡quite, quite! Le he dejado tosiendo en casa al pobre y... ¡no, no!
–Pues el niño no tiene más que doce. Es muy chiquitín. ¡Yo creo que sí!
Pero nunca nos ha dicho nada, y todos los años escribe su carta pidiendo
regalos. Este año pasado..., ¿qué cree usted que pidió?: ¡que le trajeran
regalos a su mamá! ¡Cuando digo yo...!
–No, por cierto; esos temas no me gusta ni tocarlos. ¡Es tan inocente, el
pobrecillo! ¡Si usted le viera! ¡Abrir los ojos antes de tiempo! ¡No, por
Dios!
Por cierto. Ya que ha sacado el tema, tengo que decirle que hay que tener
muchísimo cuidado con esas revistas infantiles. Ayer, sin ir más lejos, le
tuve que quitar una revista. ¡Qué indecencias, qué dibujos! Claro que el
chiquitín no entiende nada de esas cosas, estoy segura, pero prefiero que no
las tenga. También le encontré algunas fotografías que no me acaban de
gustar; pero... que si hace colección de deportistas..., en fin, que no entiendo
estos gustos de ahora.
Ahora me toca hablar a mí; bastante he aguantado. ¡No podéis ser así,
madres!
No podéis olvidar que vuestros hijos hace años que dejaron de llamar
«cocolate» al chocolate. Tened presente que hoy, en el primer curso de
bachiller –con frase poco exacta–, «saben latín».
Las ingenuidades de madre tonta se pagan caras.
No seáis ingenuos, padres. Abrid vuestros ojos. Y preocupaos un poco, al
menos, para saber cómo son vuestros hijos y qué es lo que hacen. No me
repitáis que son «unos ángeles», ¡que no lo son! Los chicos de ojos azules
con «salidas angelicales» también pueden estar muy maleados.
Creedme, padres; os hablo con el corazón en la mano. Preocupaos por los
hijos. Os limitáis a rezar por ellos, y... ¡no basta! El Señor quiere que los
forméis, y parte de esa formación consiste en una vigilancia discreta.
Te has marchado tranquilamente de paseo con tu mujer; me parece bien.
Cuidas de que tus hijos vayan con hijos de tus amigos; y también me parece
bien. Pero no te olvides que los has dejado en casa, con primitos y primitas.
¡No seas candoroso! ¿Que hay una señorita que cuida de ellos? ¿Y quién
cuida a la señorita?
No pretendo preocuparte. Quiero que tengas alguna preocupación por los
tuyos.
Te lo vuelvo a repetir. Me intranquiliza tu ceguera. Estos pequeños de
ahora son como tú fuiste; con tus mismas pasiones, con tus flaquezas, con
tus debilidades, con tus tentaciones. Reza por ellos, sí; pero abre los ojos.

¡HABLADLES DEL CAMINO!

«Es fácil hallar a muchos entre nosotros –dice Atenágoras de los cristianos
de la primera hora–, hombres y mujeres, que han llegado a la vejez célibes,
con la esperanza de más íntimo trato con Dios».

Si les has hablado del origen de la vida y de la muerte, no te olvides de


adoctrinarles sobre el camino que tenemos que recorrer desde que
recibimos los talentos al nacer, hasta el momento en que regresa el padre de
familia a pedirnos cuentas a la hora de la muerte.
¿Estás perfectamente enterado de cuánto –tú y tus hijos, los «otros» y
yo– tenemos que hacer, aquí abajo, mientras recorremos el camino, amargo
a veces, a ratos feliz, alegre siempre para los que viven como hijos de Dios?
¡Este es el camino! (Posiblemente te he hablado de él muchas veces en
estas páginas, pero no me importa insistir, porque esto es lo verdaderamente
importante y lo único trascendental que hay que acometer en la vida). ¡Este
es el camino: cumplir con la voluntad de Dios!
«Te he llamado por tu nombre», nos dice el Señor. Nos ha llamado desde
la eternidad.
¡Si nos diéramos cuenta de lo mucho, muchísimo que nos quiere Jesús a
cada uno de nosotros! ¿No os explicáis la alegría de los hombres santos aun
cuando tengan el corazón roto por la deshonra, la maledicencia o la
calumnia? Si Dios les quiere, y ellos quieren a Dios, ¿qué más dan las
cosucas de esta pobre tierra!
Este es el camino que tienen que seguir tus hijos: el cumplimiento de la
voluntad de Dios. Este es el gran secreto para ser feliz aquí, entre sombras,
angustias y contratiempos de la vida terrena; éste es el gran secreto para ser
felicísimo por toda la eternidad.
Ayuda a tus hijos a descubrir la voluntad de Dios. Reza y acércales a la
Luz. La luz es viva, brillante, esplendorosa, cuando la miramos fijamente,
con ojos generosos. Si no se nos ha educado en la generosidad, resulta
difícil ver claramente la senda.
En definitiva, estos son los dos caminos que pueden recorrer tus hijos en
la tierra: el tuyo o el mío; el matrimonio o la consagración plena a Dios.
Pide mucho para que tus hijos vean lo que, por vocación, les corresponde
hacer, y lo lleven a la práctica.
Sería pernicioso que no tuvierais luces claras en la mente, porque
tendréis que hablarles sobre la elección de su camino particular. Corre por
ahí mucha doctrina falsa, naturalista y podrida que se opone a los designios
de Dios.
Muchas cosas buenas hemos dicho del sacramento del matrimonio; todas
ellas son ciertas. El camino del matrimonio debe terminar en la santidad;
pero no lo consideréis superior a la consagración a Dios. Es doctrina
predicada por Cristo y el apóstol Pablo que la excelencia y las ventajas de la
consagración plena del alma y cuerpo al Señor está muy por encima de las
del matrimonio.
No enseñéis lo contrario, porque «es dogma de fe divina y declarada
siempre por unánime sentir de los Santos Padres y doctores de la Iglesia»
(Pío XII, Sacra virginitas).
¿Es que todavía no has entendido aquel punto de Camino que dice: «El
matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo»?
Pero una clase de tropa que puede ganar la laureada.
No deforméis la conciencia de vuestros hijos diciendo que la gracia del
sacramento del matrimonio convierte a éste en instrumento más apto y más
eficaz para la unión de las almas con el Señor que la consagración a Dios,
porque el matrimonio es sacramento y la virginidad no lo es, porque «todo
ello es doctrina falsa y dañosa» (Pío XII).
No les engañéis exponiéndoles que un padre o una madre de familia,
profesando públicamente a la vista de todos una vida cristiana, podrá
conseguir un fruto espiritual mayor que si se consagra a Dios en el mundo o
fuera de él, porque el Vicario de Cristo lo condena en la Encíclica citada.
No les mintáis. Y mienten cuantos dicen que la Iglesia de ahora está más
necesitada de hombres casados que de consagrados a Dios, porque, en el
mismo texto se califica esta postura de «falsísima y perniciosa».
¿No habéis oído decir que los jóvenes tienen vocación para el
matrimonio, a menos que se demuestre lo contrario, como si fuese una
presunción iuris tantum?
Esta frase –tan molestamente corriente entre los padres– sólo puede
proceder de espíritus poco veraces o muy ignorantes. Me inclino a creer que
es más la ignorancia que la maldad la que mueve a establecer esos
principios erróneos. Los he llamado «erróneos» porque lo son. Son
principios teológicamente falsos y ascéticamente deplorables.
Si continuáis pensando todos de esa forma no habrá, con el tiempo, quien
pueda bendecir el sacramento del matrimonio.
¿Por qué queréis dar un tinte de normalidad a la vocación matrimonial y
de anormal a la vocación de entrega al Señor?
Si sólo os servís de criterios cuantitativos en vuestras apreciaciones,
llegaríamos a considerar anormales a los santos y normales a los
indiferentes, a los egoístas y a los perezosos.
«Entendiendo la palabra normal como norma, regla, medida para el fin,
es ésta, en lo sobrenatural (la consagración a Dios), la vocación más normal
de todas».
«Lo que hay que enseñar a los niños (y añado yo: y a los jóvenes, y a los
hombres, a los padres y a las madres) es precisamente esto: que han venido
al mundo para glorificar a Dios, y que en el cumplimiento de la voluntad
divina está el único camino que conduce a la felicidad. Hay, pues, que
darles los medios de reconocer esa voluntad y ayudarles –formándolos,
enreciándolos– a ser generosos en su seguimiento» (Cardona).
¡Cuántas cosas tenemos que aprender para enseñar a los jóvenes el
camino de la vida!
Preocupaos seriamente de formaros. Pídeme y te daré una lista de libros
que debes leer. No te abandones. Por grandes que sean tus ocupaciones,
debes dedicar un tiempo, cada día, a la lectura.
¿Te llamarás hombre cristiano desconociendo las cosas de Dios?
¿A qué se puede achacar, sino a falta de formación, la postura
indiferente, cuando no obstaculizadora –tan frecuente–, ante la vocación de
entrega de un hijo?
¡Sienten pena, Señor, los que se llaman cristianos cuando Tú llamas a sus
hijos para que se dediquen plenamente al apostolado en el mundo!
¡Tú, bien lo sabes, Jesús! Todas las madres te los ofrecen a la hora de
bautizarlos; pero se los llevan aprisa, no vayas a tomarles la palabra.
Todos están contentos con tenerte en el pueblo, como los de Gerasa; pero
te pedirán que te marches cuando, por salvar a un hombre, arrojes sus
cerdos al agua.
¿No ves, Padre Bueno, cuántos se te acercan como el joven rico para
saber el camino del Reino? Pero cuando se lo señales se te irán, porque no
quieren ser hombres que guíen a otros.
¡Cuánto padre cristiano –al menos están bautizados en la fe de Cristo–
que, de poder escoger la vocación de sus hijos, te ofrecerían el hijo idiota!
¡Es todo un ejército de tacaños el de los descendientes del primogénito de
Adán!
Son los mismos que, ayudando a sus hijos para educarlos cristianamente,
comienzan a asustarse cuando aprecian que se están volviendo «demasiado
generosos».
Qué pena tiene que darte, Señor –¡me la da a mí–, gritar desde Belén,
desde Nazaret, desde Betania, desde el Gólgota, desde el Sagrario, desde el
Evangelio: «Si alguno quiere venir en pos de Mí...», y que sean tan pocos
los que te sigan.
¡Padres! Vuestros hijos deben asesorarse de un sacerdote, prudente y
generoso, antes de dar el paso definitivo a una vida llena de Dios y de
apostolado. Vosotros mismos tenéis el derecho –el derecho y el deber– de
comprobar que esos impulsos jóvenes para entregarse a Dios no son simples
sueños o tontas imaginaciones. Debéis cercioraros de que son
deliberaciones sobrenaturales. No creo que sea preciso insistiros en este
punto. Sois demasiado celosos del amor de vuestros hijos para dejarles
marchar sin poner a prueba su vocación.
Cuidad, más bien, de no entorpecer la voluntad de Dios inventando
pruebas inútiles, peligrosas; intentando retrasos injustificados, arbitrarios.
No luchéis contra los designios de Dios. Ahora podéis resultar vencedores;
después, podríais resultar vencidos, vosotros y vuestros hijos.
«Así habían de hacer todos los que pretenden servir al Señor, cuando
vean un alma llamada a Dios: no mirar tanto las prudencias humanas»
(Santa Teresa).
¡Padres! Que con la excusa de la prueba de la vocación, no la sofoquéis.
Matar una vocación es, al menos, tan criminal como el aborto, aunque no
esté castigado por el Código Penal.
¡Conoce uno tantos casos! Creedme si os digo que en algunas de esas
pruebas, presentadas por padres cristianos, hubieran podido sucumbir los
más fuertes de los profetas.
Sabed que no os podéis oponer a la vocación de vuestros hijos.
Sabed, también, que vuestros hijos están obligados a obedecer a Dios
antes que a vosotros.
No os olvidéis, amigos, que una oposición injustificada a su decisión
puede acarrearos el castigo del cielo.
Hay quienes combaten la divina vocación con toda suerte de argumentos,
«aun valiéndose de medios capaces de poner en peligro no sólo la vocación
a un estado más perfecto, sino aun la conciencia misma y la salvación
eterna de aquellas almas que deberían serles tan queridas» (Pío XII, Ad
Catholici Sacerdotii).
«Sé de muchas jóvenes que quieren ser vírgenes, y sus madres les
prohíben aun venir a escucharme... Si vuestras hijas quisieran amar a un
hombre, podrían elegir a quien quisieran, según las leyes. Y a quienes se les
concede escoger a cualquier hombre, ¿no se les permitirá escoger a Dios?».
Estas palabras de San Ambrosio, dirigidas, hace dieciséis siglos, a las
madres de Milán, se pueden repetir a muchas madres ahora.
Si así os comportáis, impidiendo su vocación, seréis responsables de
todo el bien que Dios pudo hacer a través de vuestros hijos, en el mundo de
las almas, y no se hizo.
No quisiera encontrarme en vuestro lugar el día en que el Señor venga a
pedirnos cuentas. Que si tan duro fue con el perezoso que enterró el talento
en la arena y no lo hizo fructificar –le castigó con el infierno–, ¿qué hará
con vosotros, los que robasteis el talento de la vocación de vuestros hijos
para que no pudieran dar fruto?
«Abridles, Dios mío, los ojos; dadles a entender qué es el amor que están
obligados a tener a sus hijos para que no les hagan tanto mal y no se quejen
delante de Dios en aquel juicio final de ellos, adonde, aunque no quieran,
entenderán el valor de cada cosa» (Santa Teresa).
No seáis avaros con Dios. No confundáis el sentido de la paternidad con
un título de propiedad sobre los hijos. No equivoquéis los términos, que
amor no es despotismo.
Si habéis ofrecido los hijos a Dios cuando éstos eran pequeños, dejadlos
partir ahora, en hora buena, ¡que van a Dios!
Nuestro mundo está necesitado de personas entregadas a Dios. Él los
quiere en nuestra tierra. Quiere almas de santos y apóstoles que despierten a
los dormidos, recuerden a los desmemoriados, arrastren a los indiferentes,
den doctrina a los hombres de todas las clases sociales, para que todos
sirvan al Omnipotente como auténticos hijos de Dios.
¡Rezad! ¡Rezad por vuestros hijos! ¡Formadlos en la generosidad!
¡Mortificaos por ellos! ¡Habladles de Dios! ¡Habladles de las almas!
¡Habladles del mundo que tenemos que conquistar para Cristo!
¡Quered a los hijos como Dios nos quiere a cada uno de nosotros: de-sin-
te-re-sa-da-men-te! Y... esperad; que, como dice un dicho italiano, si son
rosas, florecerán.
Esto dice el Señor, por boca de su Vicario en la tierra: «Nuestra paternal
y alentadora alabanza a aquellas familias que saben apreciar y respetar en
su seno el don de la vocación y se consideran felices por dar al Señor
algunos de sus hijos si Él los llama.
»Sepan estas familias que se preparan las más suaves satisfacciones en
esta tierra y, sobre todo, una corona luminosa en los cielos» (JUAN XXII).
Y esto nos dice la Santa de Ávila: «Considero yo algunas veces, cuando
ellos se vean gozar de los goces eternos, y que su madre fue el medio, las
gracias que le darán y el gozo accidental que ella tendrá de verlos; y cuán al
contrario será los que por no criarlos sus padres como a hijos de Dios se ven
los unos y los otros en el infierno».
Si el dolor es la piedra de toque del amor (Camino, núm. 439), la
reacción generosa ante la vocación de los hijos lo es de la visión
sobrenatural de padres.
No os extrañe, padres, que Dios llame a vuestros hijos –como llamó a los
doce Apóstoles, entre barcas, redes y mesas de alcabaleros– para que se
santifiquen y ejerzan el apostolado en medio del mundo a través de su
profesión humana, como es misión de los socios de los institutos seculares,
que viven los tres consejos evangélicos.
No os extrañe que Dios fomente estas vocaciones en el mundo, porque
quiere sanarlo desde dentro, en su propia raíz, dando la vida que Él nos
trajo cuando convivió con nosotros. Así lo estamos viendo con nuestros
propios ojos: hombres y mujeres, entregados plenamente, en todas las
clases sociales, en todas las actividades humanas.
Precisamente ahora que el mundo grita que no ha conocido crisis tan
espantosa desde que es mundo, ahora es cuando la Iglesia se ha encontrado
con este refuerzo providencialísimo. «No podemos menos de dar gracias a
la Divina Bondad por esta nueva hueste –dice el Santo Padre Pío XII de los
institutos seculares en el Motu Proprio Primo Feliciter–... y por el valioso
auxilio con que el apostolado católico ha sido providencialísimamente
reforzado en estos nuestros agitados y luctuosos tiempos..., pequeño pero
eficaz fermento que obrando siempre y en todas partes, mezclado en todas
las clases de la sociedad, desde las más bajas hasta las más altas, procura
alcanzar y penetrar a todos y cada uno de los hombres con la palabra, el
ejemplo y por todos los medios posibles, hasta conseguir informar la masa
entera de modo que toda ella sea fermentada en Cristo.
No os extrañe que vuestros hijos, leyendo el Evangelio, se encuentren
con la llamada del Señor, porque es en el Evangelio donde Cristo ha dejado,
clara y definida, su invitación a todas las gentes, a todas las generaciones:
Si quieres...
Y que tampoco os extrañe que sea a vosotros, padres, a quienes –en
vuestra vida conyugal– os invite el Señor a vivir en estado de perfección,
porque éstas son las cosas maravillosas que ha hecho Dios en nuestro
tiempo.
El mundo necesita de hijos de Dios que vivan perfectamente su vocación
de cristianos.
Es la vocación la gracia más grande que se puede recibir en esta tierra.
Es ciertamente un don excelso, un don que viene de Dios, que lo concede
libérrima y misteriosamente; pero es un don –te diré plagiando a San
Jerónimo– que fue concedido a los que lo pidieron.
Es la vocación un don que fue concedido a los que quisieron.
Es un don que se concedió a quienes trabajaron por recibirlo.
Y ésta es la razón: porque todo aquel que pide, recibe.
Este es el camino para alcanzarlo: el que busca, halla.
Este es el motivo de mi insistencia: porque al que llama, se le abrirá.
¡Habladles! ¡Habladles del camino, padres! ¡No seáis cobardes! ¿Por qué
teméis acercarlos a la Luz? ¿Acaso no queréis que vuestros hijos vivan
felices? ¿No deseáis el ciento por uno, en la tierra, para vuestros hijos?
Pues escuchad. Esto me ha dicho la Madre Teresa desde su Camino de
Perfección: «Dios no se da a Sí del todo, hasta que nos damos del todo...
Pues si el palacio henchimos de gente baja y de baratijas, ¿cómo ha de
caber el Señor con su corte? Harto hace de estar un poquito entre tanto
embarazo».
¿No queréis que vuestros hijos sean felices aquí y felicísimos, después,
en el Reino de los cielos?
Pues atended. Esto me ha dicho el Fundador del Opus Dei, y yo te lo
repito: «Tres cosas son las que causan la felicidad en la tierra y merecen el
premio en el cielo: fidelidad firme, virginal, alegre e indiscutida a la fe, a la
pureza y al propio camino o vocación».

¡HÁBLALES DE LAS ALMAS!

Un hogar y un Colegio donde los hijos no se formen la idea de que ser


cristiano es ser apóstol –con obligación de hacer apostolado– es un hogar y
un Colegio fracasados.

Sea un camino u otro el designado por el Señor para tus hijos, es cierto,
certísimo, que Dios los quiere apóstoles.
Si no formamos a nuestros jóvenes con sentido apostólico, con
preocupación apostólica, con hechos apostólicos..., daremos a entender que
tampoco nosotros hemos comprendido lo que es el Cristianismo.
Con todo lo que llevamos dicho, ¿todavía no te has enterado que tienes
que ser forjador de almas de apóstol? Entonces también yo he fracasado,
porque no pretendía otra cosa. Pero ¿no te dije, muy al comienzo, que la
educación, la formación de los hijos, consiste en ayudar a que Cristo nazca
y se desarrolle plenamente en ellos?
¡Sí, padres! ¡Cristo en vuestros hijos! Esto es lo grandioso de vuestra
misión: ¡haced que Cristo viva en vuestros hijos!
Quedará cumplida, perfectamente cumplida, la labor de los padres
cuando los hijos se encarrilen por afanes de santidad y de apostolado.
No me llaméis exagerado, que no lo soy. ¿Os habéis parado a considerar
lo que hizo y hace Dios en el mundo de las almas? ¿Habéis entendido lo
que haría Cristo en nosotros si nos dejáramos en sus manos?
¡Señor! ¡Que seguimos sin comprender tus deseos, Jesús!
¡Maestro Bueno! ¡Que tu sangre se coagula en los hombres sin corazón!
¡Jesús Bueno! ¡Que entendamos de una vez para siempre que los hijos
tenemos que ser perfectos como el Padre!
¡Dios! ¡Que tenemos –no sé cuántos– millones de hogares cristianos en
la tierra!
¿Qué no podríamos hacer con estos millones de familias cristianas?
¡Nos comeríamos el mundo, que es nuestro!
¡Dios Santo! ¡Millones de hogares cristianos!
¡Padres! No tenemos perdón si no ponemos el mundo a los pies de
Cristo.
Seremos tremendamente culpables si los hijos, después de veinte años en
nuestro hogar, no se han percatado de que para ser cristianos –hombres de
Cristo– tienen que ser apóstoles. Y que conste que cuando hablo de
apostolado no me refiero a hacer canastillas para los pobres en Navidad ni a
postular para los chinitos. ¡Hay que preocuparse por las almas de los
vecinos!
Andrés llamó a su hermano Pedro; Felipe, a su amigo Natanael; la
samaritana, a los de su pueblo; las madres, a sus hijos; los cuatro amigos de
Cafarnaúm llevaron al paralítico a la presencia de Cristo.
La mayoría de los parientes de Jesús no creían en Él, pero, no obstante,
encontramos tres que fueron apóstoles, los hijos de Alfeo: Santiago, Simón
y Judas.

SILENCIOS DE DOLOR

«Sabe el Señor lo que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza, no se
detiene en cumplir en él su voluntad» (SANTA TERESA).

Ahora me callo. Me lo has pedido. Tienes razón. Hay momentos en que


no conviene hablar. El silencio es mucho más expresivo. Los trazos gruesos
con los que te escribo corrientemente, mientras chillo, se convierten ahora
en letras apenas perceptibles. Cuando se habla del dolor no se puede gritar.
Cuando se siente el dolor, se habla en voz baja y se escribe con letra
pequeña.
Ahora no tienes nada que decir a tus hijos. Los besas, los acaricias..., y
ya les has dicho todo cuanto les puedes decir. Ellos te comprenden. Por
primera vez se han enfrentado con el Dolor, con mayúscula. Hasta el
presente habían llorado, algunas veces, por no poder alcanzar un capricho,
por un malestar físico; siempre por motivos más o menos egoístas que les
afectaban personalmente. Ahora se han encontrado con ese dolor nuevo,
que hiere y desgarra de forma incomprensible: el dolor moral de ver a una
madre querida –más que todas las otras cosas de la tierra– ¡muerta!
Te acabas de marchar. Te has consolado desahogando tu alma. Dos
ventanas, dos respiraderos tiene el corazón cuando se llena de dolor: la boca
y los ojos; hablar y llorar. Tú has hablado poco y has llorado mucho.
–¿Te explicas esto?
Estas eran tus palabras, pocas, muchas veces repetidas; un compendio de
toda tu tragedia intensamente vivida.
Allí estaban todos tus hijos: la mayor, de catorce años; la pequeña, de
cuatro días. Los chicos, en silencio. Los pequeñines, alborotándolo todo con
alegría inconsciente y pura.
También estaba la madre, tu mujer, un poco más allá, dormida,
intensamente dormida, con un sueño profundo en el cuerpo, del que no
despertará hasta que pasen los siglos.
Y otra vez el grito desgarrador de siempre:
–¿Te explicas esto?
Y estuve a punto de contestarte a gritos; pero lo hice en voz baja, sin
mirarte:
–No, no lo entiendo.
Ninguno de los dos lo entendíamos. Y nos callamos. Era todo cuanto
teníamos que hablar. Miré al cielo. Un cielo de hospital, hecho de letreros
blancos de «silencio».
Tus ojos se llenaron de estrellas.
–¿Te explicas esto?
Esta vez me indicaste con los ojos que mirara a los chiquillos.
Todo aquello era como un fracaso.
Entre el ruido estrepitoso de los camiones que pasaban rozando la
ventana se escuchaban sollozos y padrenuestros: Hágase tu voluntad, así en
la tierra como en el cielo.
Era el único alivio en aquella tremenda pena.
Corrijo lo que te decía en la página anterior: tres ventanas tiene el
corazón cuando se llena de dolor: hablar, llorar... y rezar. ¡Hágase tu
voluntad, así en la tierra como en el cielo!
Nunca, como hoy, se me había amontonado tanta tristeza en un solo día.
Yo también quiero desahogarme. Contéstame. ¿Qué produce más dolor?
¿Sufrir la separación de una madre muerta o la de un hijo que vive... alejado
de Dios?
Para ti, mujer, no existe dolor como tu dolor. Has llenado de lágrimas la
reja del confesonario.
–He hecho lo imposible por mi hijo, pero no reacciona.
El tono de tu voz, las lágrimas, el lamento, tu dolor, me sonaba a cosa
conocida. Antes de que terminaras de hablar he caído en la cuenta.
Sí, así fue; la misma queja, el mismo tono de voz, las mismas lágrimas.
Así lloró Cristo ante la Jerusalén que desoía su llamada.
Si realmente has hecho lo imposible, mujer, continúa suplicando al Señor
y Rey de los reyes para que se compadezca de ti y de tu hijo.
Súplicas, lloros, lágrimas, ansiedad, rezos y peticiones como los de
aquella mujer Cananea por su hija endemoniada; como Marta por su
hermano muerto; como Pedro por su infidelidad; como las madres de Belén
por sus hijos acuchillados; como Jairo por su chiquilla; como el padre por
su hijo lunático; como el Centurión por su siervo. Suplica, llora, reza y pide,
como los leprosos, para que el Señor se compadezca de ti y de tus hijos.
Hay momentos en la vida en los que lo único que podemos hacer los
hombres, ante los acontecimientos que rompen el alma, es rezar; rezar y
pedir; sólo rezar y rezar. ¡Santa María, Madre de Dios! Rezar y pedir.
¡Ruega por nosotros, pecadores, ahora! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Ahora y en la hora
de nuestra muerte!
Reza, y pide, y ruega, madre. Reza, reza, padre. Rezad, rezad con
vuestros hijos. Aunque os canséis. Seguid rezando, pedid. Sólo la oración
puede hacer saltar los obstáculos. Dios espera que recéis y que recéis
mucho. Tenéis que conseguir lo que alcanzó Mónica para su hijo.
Es posible –no lo sabemos– que Dios previera el concederos lo que pedís
si rezáis con perseverancia, como ocurrió con la Cananea, con Bartimeo,
con Jairo. Rezad, rezad. Que Dios, nuestro Padre Dios, siempre es bueno.
Seguid rezando.
¡María! ¡Madre buena! Tú que adelantaste la hora del primer milagro
para resolver el apuro de unos novios en una mesa sin vino, intercede por
ese hijo que no atiende, que no obedece, ni llora, ni reza, ni pide, ni ama.
¡Jesús! Tú que te adelantaste a curar la herida de aquella viuda a quien la
muerte llevó a su único hijo, mira ahora este dolor.
Te digo con Jairo: Ven, Señor, que mi hija se muere. Te imploro con la
Cananea: Cura a mi hija, Señor. Te grito con el padre del lunático: ¡Que es
el único que tengo, Jesús!; ¡que padece mucho!
Y Tú, Señor, devolviste a Jairo su hija viva; y arrojaste al demonio
encerrado en la hija de la Cananea; y curaste al lunático poseso.
No te olvides ahora del dolor de esta madre. No te hagas esperar, Señor.
Tú nos enseñaste a hacer oración. Hazla eficaz en esta ocasión: Padre
nuestro, que estás en los cielos.
Aquí en la tierra estamos demasiado cerca del dolor, excesivamente
pegados a él como para poder apreciar la otra cara del sufrimiento.
No vemos más que una parte del dolor: la que nos hace daño. El dolor,
visto desde la tierra, no tiene luz; sólo espinas y sombras.
Si pretendéis escapar de él dándole un manotazo, se llenarán vuestras
manos de sangre, y os quedaréis sin luz.
Tampoco es suficiente con besar el dolor; evitaréis nuevas heridas, pero
continuaréis en sombras.
Es preciso abrazarlo para tocar la otra cara del dolor, la que se ve desde
el cielo. Así vuestras manos se llenarán de luz, una luz que desciende de lo
Alto, penetra en el corazón y lo llena de alegría.
Te escribo de noche, después de un día lleno de lágrimas. Entra de
nuevo, por la ventana, el ruido de los camiones entre sollozos y
padrenuestros. Se produce ante mis ojos la escena de la madre muerta y los
chiquillos alborotando al pie de la cama. Hay mucho dolor para poder
dormir. Yo no puedo consolarte, pero Dios sí. No dejes de rezar. Aun
cuando se levanten contra ti las risas de los descreídos, continúa clamando
al Señor.
Aun cuando sientas hondamente la sensación del fracaso, no te quejes
nunca de Dios. Espera que callen los gritos y las carcajadas de la
muchedumbre sin fe. Aunque no se haya roto el obstáculo por la fuerza de
la oración, y la hija se muera, o el hijo que se fue por los caminos del
pródigo no regrese, no culpéis de la desgracia a vuestro Dios. Podéis
quejaros ante Dios, pero nunca os quejéis de Él.
Aunque no lo comprendamos, hay que dar gracias a Dios.
Cristo ha dejado la explicación de todos los acontecimientos tristes de la
tierra para el último día. Será dentro de unos siglos, cuando volvamos a
reunirnos todos –tu hija muerta y tu hijo pródigo también–, cuando la
humanidad entera cante el triunfo de nuestro Cristo.
En el último día se abrirán nuestros ojos y veremos el porqué de tu dolor,
el porqué de las lágrimas, el porqué de la muerte, el porqué de las herejías,
de los dolores de la Iglesia; él porqué de las profanaciones, la razón por la
que el Señor permite lo que los hombres llamamos cosas tristes de la tierra.
«Así dice Yavé: Cese tu voz de gemir, tus ojos de llorar.
Tendrán remedio tus penas.
Tienes todavía una esperanza; palabra de Yavé, volverán los hijos a su
patria» (Ier., XXXI, 16 y 17).
IX. HAZLOS FUERTES

¡VIVA LA LIBERTAD!

Este es el grito –tiene que serlo– de todos los que nos sentimos hijos de
Dios.
¡Libertad! ¡Libertad! Hay que pedirla a gritos, La necesita la Iglesia, los
ciudadanos, los padres y los hijos.
¿Por qué habéis dejado que os arrebaten el lema de la libertad?
Nos lo dice Pablo: Cristo nos ha hecho libres para que gocemos de la
libertad.
El amor a la libertad siempre ha tenido raíces cristianas. El verdadero
amante de la libertad es nuestro Padre Dios; y después lo somos nosotros:
sus hijos. Tan amantes somos de la libertad, que preferimos la rebelión a la
esclavitud.
Cuando veáis en el mundo mucha injusticia y consecuentemente mucho
dolor, no os quejéis de Dios. Es el producto de la libertad que nos ha
concedido a los hombres. Dios prefiere chocar con la contumacia de los
leprosos antes que triunfar de ellos por medio del yugo. Nos quiere hombres
libres y no esclavos.
La libertad que nos ha ganado Cristo con su sangre, ¿os la dejaréis
arrebatar?
¿Qué queréis decir cuando repetís que el hombre está hecho a imagen y
semejanza de Dios? ¡Si precisamente lo que reflejamos de Dios es su
dominio libre y señorial! ¿Cómo vamos a ser esclavos?
Y porque somos libres, somos enteramente responsables de todos
nuestros actos y de gran parte de los acontecimientos que nos rodean.
Si quieres educar cristianamente a tus hijos, edúcalos «in libertatem
gloriae filiorum Dei», en la libertad y gloria de los hijos de Dios.
De nuevo nos adoctrina Pablo: «Ubi spiritus Dei, ibi libertas». Donde
está el espíritu de Dios, allí está la libertad.
Mira al mundo que va a convertirse en el escenario de la vida de tus
hijos: doctrinas falsas, corrientes inseguras, principios erróneos, ideas
equivocadas, errores de bulto, ignorancias acerca de Dios, de su Iglesia...
Mira al mundo en el que van a vivir tus hijos: voluntades flojas, malos
ejemplos, conciencias torcidas, deformadas, y bajezas...
Tienes que prepararlos para este determinado mundo en el que vivimos.
Los hijos abúlicos, débiles, egoístas, mimosos, falderos, no sirven para el
mundo de ahora. Tus hijos tienen que ser ciudadanos de un país, miembros
de una sociedad, trabajadores, profesionales metidos en un gran quehacer
humano.
Tus hijos –cuanto antes, mejor– tienen que ser hombres que sientan en su
carne los problemas y preocupaciones de su tiempo y de su patria.
Tus hijos han de compartir los afanes y trabajos de todos los otros
hombres. Tienen que sentir un gran interés, una honda preocupación de
hacer algo por los demás. Habrán de ser de aquellos audaces que encaucen,
dirijan y den soluciones cristianas a los tremendos problemas que andan en
juego.
Tus hijos –¡vete preparándolos!– deberán ser hombres con una opinión
política, hombres de criterio, con una conciencia bien formada acerca de los
problemas sociales, económicos y políticos de este tiempo.
Formarás a tus hijos para que formen parte de las minorías que rigen la
masa, porque para que salgan gregarios y masivos no hace falta preocuparse
mucho.
Para que terminen siendo espectadores pasivos de los acontecimientos
culturales, políticos, sociales y económicos de nuestro mundo, no se
requiere ninguna formación especial. Pero tened en cuenta, padres, que las
posturas indiferentes son totalmente inadmisibles en un cristiano. Volveré
sobre el tema antes de terminar la carta.
Y si entra en vuestros ideales el de formarlos capaces de hacer algo y ser
alguien en la vida; si mantenéis viva la ilusión de hacer a vuestros hijos
cristianamente responsables, ¡por lo que más queráis!, formadlos en una
santa y sana libertad; en una plenísima libertad profesional, social,
económica y política; en una lograda libertad de espíritu.
La educación verdadera consiste en ayudar a los hijos para que sean
libres y autónomos, que se valgan a sí mismos. No perdáis este punto de
vista. La formación de los muchachos consiste precisamente en ponerlos en
condiciones de marchar solos por la vida.
Todavía nos encontramos con padrazos y madrazas que buscan por todos
los procedimientos posibles el hacerse imprescindibles.
Un joven estará tanto mejor formado cuanto más arraigado tenga dentro
de sí el espíritu y la virtud de la responsabilidad. Pero no os engañéis,
porque no existe una omnímoda responsabilidad sin una auténtica libertad.
No perdáis este punto de mira. Tus hijos necesitan formarse en la
libertad; tienen que aprender a manejarse con soltura en ella.
El salto de un internado en régimen disciplinario de tipo napoleónico a
una universidad o a una vida de trabajo, es mortal de necesidad.
Hay que prepararles para dar el salto a la vida. Auténtico miedo tenían
aquellos muchachos de sexto de bachiller pensando en que dentro de poco
tendrían que ir a estudiar a la capital. ¿Qué tipo de formación es ésta,
padres? ¿Otra vez con el miedo a vueltas?
¿Os asusta la palabra libertad?
Cuando los padres tienen miedo a que la libertad degenere en abuso, es
porque no la han practicado con sus hijos.
Sí quiero deciros –aunque os asuste– que los jóvenes abusarán siempre
de la libertad si no os habéis preocupado de hacerlos libres.
«En cada familia se reproduce o tiende a reproducirse en pequeño lo que
pasa en los Estados –dice un autor francés–: los gobernantes, para empezar,
niegan la libertad a sus súbditos, bajo el pretexto de que van a usar mal de
ella, y luego, cuando han hecho todo lo posible para que los súbditos no
puedan aprender a servirse de ella, se ven, no obstante, obligados a
concedérsela, y tienen razón al constatar que, en efecto, el pueblo usa mal
de la libertad».
Ya pasaron los años en los que tenías que amaestrar al animalito de unos
pocos años; quedaron atrás los años en los que tus hijos hacían las cosas
«porque se las mandabas», y también pasó la época en que ellos las hacían
por darte gusto. Está llegando el momento en que tus hijos se van a declarar
independientes en el juicio y en la acción. Biológica y psicológicamente
tienden a la madurez y a la independencia. ¿Has preparado rectamente su
conciencia para que puedan, libremente, elegir siempre lo mejor?
Habladles, padres, de esta santa libertad que tenemos, concedida por
Dios a los hijos de Dios.
Cuidad especialmente, madres, el que vuestros hijos no consideren la
Religión como un quehacer obligado. «Es necesario –os lo digo con
palabras del Cardenal Mindszenty– que el joven experimente la sensación
que produce el vivir con la libertad y la señorial esplendidez propia de los
hijos de Dios. ¡Debe sentirse orgulloso de ser cristiano! Y no porque
también lo son sus padres, sino porque le impulsan a ello sus convicciones
más íntimas».
Tus hijos han de formarse cristianamente en la libertad como para poder
reaccionar, solos, frente a un mundo pagano.
Yo no encuentro otro enemigo de la sana y santa formación de la libertad
más que el desaforado amor posesivo de los padres.
A fuerza de malentender lo que es el amor a los hijos, terminaréis por
esclavizarlos. Sois dictatoriales. ¿Habéis pensado que la educación puede
consistir en que vuestros hijos lleguen a pensar, como vosotros, en ese
cúmulo de minuciosos detalles que os atosigan?
Me he encontrado con padres tan dictatoriales que creen que es deber
suyo imponer a sus hijos su propia opinión política. Sabed que no podéis
dogmatizar en nada que sea de suyo contingente, relativo y opinable.
No podéis tener, padres, mentalidad de partido único en el seno de
vuestra familia; y hay muchos que la tienen. Estos acaban siempre por ser
absurdamente intransigentes y dogmatizantes en todas aquellas cuestiones
que Dios ha dejado al libre arbitrio de los hombres.
Sabed que la libertad política de vuestros hijos –como la tuya y la mía–
no tiene más trabas que la fe de Cristo y la moral de la Santa Iglesia. ¿Cómo
se os puede ocurrir pretender uniformar todas las opiniones de tus hijos en
materia tan mudable como esta de la política?
La política te dará pie para enseñarles a dialogar en voz baja. Capacítales
para el diálogo. Mi generación –no sé si tampoco la tuya– no ha tenido ni
formación política, ni social, ni sexual, ni educación para el diálogo, ni
conciencia clara de lo que los cristianos tenemos que hacer en el mundo.
Razón de más para que te preocupes de inculcárselo a los de la generación
siguiente.
No sé si entre tus hijos habrá alguno con una marcada orientación
política que haga de su intervención en la vida pública su trabajo
profesional. Enséñale a actuar sin rencores ni trapacerías; con nobleza,
limpieza y lealtad. Es una gran labor la que debe realizarse desde los cargos
públicos, sirviendo a los intereses y derechos de Cristo y de los hombres.
Pero aunque tus hijos no elijan este trabajo profesional, sí que tendrás
que preocuparte de su formación cívica, porque todos tus hijos tienen que
aprender pronto que los cristianos, como todos los hombres, tenemos
deberes y derechos cívicos indeclinables.
Fórmales en la libertad. Adoctrínales para que no crezcan con la idea
errónea de que la Iglesia está interesada en fórmulas políticas concretas.
Haz cuanto puedas por desechar la nefasta idea de que los católicos
deberían unirse en una especie de partido único para alcanzar una mayor
fuerza temporal. Es ésta una lamentable confusión que puede acarrearnos
resultados catastróficos. Esto equivaldría a identificar el Catolicismo con un
partido político determinado. Esto equivaldría a imputar a la Iglesia todos
los desaciertos y los fracasos a que está expuesta la empresa humana. Esto
sería responsabilizar a la Iglesia de la conducta individual de los católicos.
¡Y esto no puede hacerse!
¡Escapad del adjetivo «católico» que ponéis a vuestras opiniones!
«Huid de este contrasentido doctrinal según el cual algunos quieren
identificar la religión con este o aquel partido político, hasta el punto de
declarar, o poco menos, que sus adversarios no son cristianos» (León XIII).
«Entre los diversos sistemas, la Iglesia no puede hacerse partidaria de un
rumbo mejor que de otro. En el ámbito del valor universal de la ley divina,
cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para
los pueblos, quedan espacioso campo y libertad de movimientos para las
variadas formas de sistemas políticos» (Pío XII).
La Iglesia –habla claro a sus hijos– no se enfeuda en ningún sistema
científico, social o político.
Y si has de hablar con tus hijos del error de considerar a la Iglesia
interesada en fórmulas políticas concretas, háblales igualmente del error
que predica la indiferencia total de la Iglesia en estas cuestiones, porque si
no marca orientaciones, sí señala límites e incompatibilidades con el dogma
y la moral.
No te canses de dar criterio a tus hijos sobre materia tan importante.
Pueden darse circunstancias de tal naturaleza en un país, que la Jerarquía
eclesiástica elija una solución entre muchas opinables para poder salvar los
derechos de Cristo y de su Iglesia en esos determinados momentos. En tales
circunstancias –verdaderos casos de emergencia– el bien de la Iglesia y del
país exige de los católicos una estrecha unidad de criterio para poder
afrontar esos pavorosos problemas: es la hora de conjugar el «nosotros»,
prescindiendo de puntos de vista personales.
Fuera de estas extraordinarias circunstancias por las que puede pasar un
determinado país en un momento crucial de su historia, todos los católicos
conservamos una plenísima libertad para formar criterio sobre todas estas
cuestiones. Somos mayores de edad, y con recia responsabilidad habremos
de conjugar el «yo, tú, él».
Tus hijos han de concebir una idea de la libertad tal, que ni siquiera les
pueda sorprender que padres e hijos puedan actuar en partidos políticos
contrarios.
La educación cristiana de la libertad depende de vosotros, padres.
Si teméis que la política pueda producir escándalo, dislocación o
desunión en vuestro hogar, la culpa la tenéis vosotros; si os amedrenta el
que los hijos puedan dividirse por la política hasta alimentar diabólicos
odios, la culpa seguirá siendo vuestra, porque será la manifestación
palmaria de vuestra incapacidad en la formación de la libertad y del amor.
Y si a pesar de todo lo dicho te manifiestas en contra de la libertad, ¡allá
tú!; seguirás siendo un tirano que esclaviza a los hijos, un soberbio que
pretende establecer dogmas desconocidos por la Iglesia y un hombre de
miras cortas, carente de visión universal.
¡Qué seguridad dan los hijos formados en la santa libertad y en el amor
de los hijos de Dios!
«¡Sí, cada vez más vivo
–más profundo y más alto–,
más enredadas las raíces
y más sueltas las alas!
¡Libertad de lo bien arraigado!
¡Seguridad del infinito vuelo!»
(JUAN RAMÓN).

LIBERTAD DE ESPÍRITU

¡No tengáis miedo a la libertad! Pero entendedla bien, que no consiste en


abandonar a los hijos a sus caprichos, desentendiéndose de su educación.
Precisamente la formación de la libertad en los muchachos requiere una
constante y sana preocupación por ellos. Es éste un tema que ha de surgir en
vuestras charlas confidenciales con los hijos. La libertad –don de Dios– es
la capacidad que tenemos todos los hombres para elegir los medios aptos
para alcanzar nuestro fin, que no es otro –que no puede ser otro– que Dios.
El entendimiento de los chicos no es perfecto. De aquí que tengáis que
supervisar las obras de vuestros hijos para que no elijan aquello que, con
sólo apariencia de bien, destroce su alma y cuerpo.
No te canses en inculcarles que la verdadera libertad no puede tener otro
objeto que el bien.
Elegir el mal no es libertad, sino capricho. La libertad está encaminada al
perfeccionamiento del hombre y tiene, en consecuencia, por objeto lo
verdadero y lo bueno.
Explícales lo caro que ha costado a Cristo la libertad de los hombres. La
pagó con su sangre. No toméis «la libertad por pretexto para servir a la
carne» (Gal., V, 13).
La libertad está en la misma voluntad que elige. La libertad reside en la
voluntad, en una voluntad que se mueve iluminada por la inteligencia.
Qué importante es que tus hijos tengan una gran claridad de ideas para
que puedan hacer un buen uso de la libertad. Es la inteligencia la que
ilumina el camino, y será la voluntad la que se adhiera a la luz.
Los obstáculos de la auténtica libertad –la libertad de espíritu– son: la
ignorancia, de una parte, y las pasiones, que nublan la inteligencia y
debilitan la voluntad, de otra.
Entendidas así las cosas, me explico perfectamente la frase de aquel
amigo que me decía: «No me importa tanto que me salgan malos como que
me salgan tontos».
El que te salgan tontos, bobos o ingenuos ante la vida es, en gran parte,
culpa tuya. Las ingenuidades se pagan caras.
VOLUNTAD Y DECISIÓN

«Tantos jóvenes como se educan en nuestros colegios con el mayor


cuidado, se les instruye y educa durante largos años; y, sin embargo, cuando
dejan el colegio y comienzan a afrontar las realidades de la vida adulta, nos
ofrecen un triste desengaño.
»Alumnos que en el colegio eran modelos de disciplina, de sentimientos
piadosos, observantes y devotos en sus prácticas religiosas, llegan a ser a
menudo un fracaso; unos abandonan sus prácticas piadosas, descuidan la
Misa y los Sacramentos y aun el cumplimiento pascual; otros hasta pierden
la fe y llegan a ser indiferentes o incrédulos.
»Tratamos de explicar todo esto por el medio ambiente que rodea a
nuestros jóvenes... Pero esto no hace sino llevarnos a otra pregunta más
profunda: ¿Por qué los jóvenes católicos, que han estado sometidos tanto
tiempo a una educación religiosa y han dado señales tan notorias de
aprovechamiento, sucumben tan rápida y completamente en el medio
ambiente?
»No podemos explicarlo sino diciendo que se debe a falta de firmeza, a
falta de nervio o a falta de carácter. La educación escolar no ha cesado de
suministrar a sus almas conocimientos religiosos y morales acompañados
de un sinfín de ejercicios piadosos. Pero, por una u otra causa, la enseñanza
no ha penetrado jamás en lo más íntimo de sus espíritus, echando fuertes
raíces. No han logrado que los principios religiosos o morales informen su
vida de manera viva y eficaz. Las devociones del colegio, practicadas con
regularidad, al toque de campana, no se han convertido en hábito. Tan
pronto como se deja de oír la campana y de marchar en filas a la capilla, el
conjunto de esas prácticas religiosas se derrumba gradualmente y aun se
hunde de una vez. A juzgar por los resultados, comenzamos a preguntarnos
si de todo ese afán de educación habrá redundado algún bien al mundo (...).
»Frecuentemente a tales jóvenes se les ha considerado, mientras han
estado en el colegio, como alumnos ejemplares y edificantes. Esta
circunstancia nos induce a pensar seriamente... si es ésta realmente la clase
de instrucción y disciplina que se necesita para fortificar a los jóvenes
seglares».
A estas palabras del P. Hull yo quisiera añadirte que la formación interior
de los muchachos no está en razón directa de las horas que pasen
obligatoriamente en la capilla.
Bien estará que nos preocupemos de fomentar los hábitos mecánicos de
todo aquello que sea susceptible de destreza y de habilidad en la ejecución
de actos externos, pero que tengamos en cuenta que hay algo que es
muchísimo más importante: la formación de la voluntad, el aprendizaje de
la decisión personal.
Con Misas obligatorias y Comuniones generales podemos resolver el
problema de las estadísticas –que, gracias a Dios, nos tienen completamente
sin cuidado–, pero no el de la formación de los muchachos.
La vida se abrirá pronto a los ojos de vuestros hijos sin vallas, sin verjas,
sin cercas, sin paredes; se enfrentarán con una libertad sin límites, sólo
gobernada por el primero de los Mandamientos de la Ley de Dios.
Vuestros hijos, alrededor de los quince años –pretender hacerlos
plenamente responsables a los doce sería no situarse en la realidad–, a
medida que va naciendo en ellos el sentimiento de la intimidad y la
conciencia de la libertad, deben saber que nadie vendrá a solucionar sus
problemas; deben saber que pronto han de conjugar el yo en su futura
actuación en todos los terrenos; deben estar dispuestos a hacer siempre lo
que sea justo; han de hacerlo derechamente, sin compromisos, sin
componendas, sin transacciones, sin temor al qué dirán, sin agacharse,
¡siempre dignos!
¿Conocéis esta frase de Berryer, uno de los más famosos abogados de
hace cien años? Nos la cuenta Chevrot. En un proceso en que se jugaban
grandes intereses de dinero, aquel hombre, de una rigurosa probidad, se
negó a defender una causa que no le parecía justa. Hubo quien extrañó su
intransigencia. «No tenía usted –le dijo– más que inclinarse para recoger
millones». «Es verdad –respondió Berryer–; pero hubiera tenido que
inclinarme».
No tengáis miedo a fomentar orgullos santos en vuestros hijos. «La
humildad y la impetración del auxilio divino –decía Pío XII– se
compaginan bien con la propia dignidad, con la seguridad de sí mismo y
con el heroísmo».
«Asusta el número de cualidades que nuestros métodos de enseñanza
dejan estériles, por no adivinarlos siquiera. Sin duda, mejor informados,
tendríamos menos ocasiones de escandalizarnos por las sorpresas que los
éxitos de la vida adulta dan a los pesimismos que habíamos formulado
sobre niños que conocíamos mal» (Le Gall).
«La falta de amor propio –nos dice Kieffer– y de una sana estimación de
sí mismo quiebra... los impulsos del alma, mata el espíritu de iniciativa,
crea seres pasivos e inertes».
Ayudadles a ser confiados en sí mismos –¡presuntuosos, no!–;
razonablemente confiados. No vaciléis en ponderar sus habilidades –todos
las tienen– y sus adelantos; necesitan el apoyo de sus buenos amigos, los
padres. Hacedles ver los talentos y las posibilidades que Dios ha dejado en
su alma y os maravillaréis de los resultados.
No os conforméis con decirles que sean audaces, emprendedores y
hombres de iniciativa.
No es suficiente con afearles la conducta de los insinceros, de los poco
nobles, de los mentirosos, de los ruines, de los cobardes.
No se forja la decisión de los jóvenes hablándoles simplemente del
deber, o del amor a los padres, o de la obediencia a los superiores.
No basta el simple amaestramiento mediante reglas, mecanismo y rutina.
Se hace preciso formar bien su cabeza y su corazón.
Tenéis que enseñarles los principios teóricos que han de regir su
actividad humana. Deben saber –pronto– lo que quieren hacer, a dónde
quieren llegar, con auténtico querer. Un querer que no sea con toda el alma
es un quisiera ineficaz.
¡Dadles ocasiones para que se demuestren a sí mismos lo que puede un
hombre dispuesto en todo a colaborar con la energía que da Dios mediante
su gracia!
Enseñadles a rectificar la intención; a ofrecer los trabajos diarios a Dios
sin amputar ni romper las ilusiones humanas, encauzando todo lo humano a
su fin propio y esencial.
Presentadles oportunidades para que ejerzan la facultad de decisión. En
este «querer querer» de los muchachos, la ayuda de los padres se limitará a
presentar soluciones, pero nunca suplirá las libres decisiones personales de
los hijos.
Cread situaciones para que los hijos tengan que decidir.
Y después de su libre deliberación, exigidles su ejecución rápida e
inmediata, sin permitir los inútiles replanteamientos de los indecisos.
«No querría yo –dice Santa Teresa a sus hijas– fueseis mujeres en nada,
ni lo parecieseis, sino varones fuertes; que si ellas hacen lo que es en sí, el
Señor las hará tan varoniles, que espanten a los hombres».
Yo quisiera que tus hijos y tú os percatarais de que la buena voluntad no
basta cuando las cosas se pueden llevar a cabo con un poco más de coraje.

SEÑORÍO Y MIMOS

«Es deshonra del padre haber engendrado un hijo indisciplinado» (Eccli.,


XXII, 3).
«El muchacho consentido es la vergüenza de su madre» (Prov., XXIX, 15).

Pensad, padres, que pronto tenéis que separaros de los hijos. Y si esto os
causa dolor, es debido a eso que llamáis amor y es egoísmo.
Si los educáis para vosotros, estáis perdiendo el tiempo, perderéis a los
hijos y, posiblemente, los echaréis a perder porque habéis orientado mal a
los futuros hombres.
No se trata de que «concedáis» algunas libertades a vuestros hijos: ni
siquiera de que éstas sean muchas. El problema es mucho más hondo. Se
trata fundamentalmente de que los hijos vivan el sentimiento de la libertad.
Solamente los hombres con señorío pueden ser hombres libres. No hay
sentimiento de libertad posible en los jóvenes esclavos de sus caprichos
personales. La libertad nos libera, en primerísimo lugar, de tal esclavitud.
La libertad se opone igualmente al autoritarismo de los padres como al
mimo que esclaviza a los hijos.
¡Madres! Amáis a vuestros hijos con un amor que está hecho de sólo
dulzura; con un amor que es mezcla de ternura y de almíbar.
El amor, cuando es auténtico, desea el bien de la persona amada, por lo
que está hecho de compasión y de coraje, de paciencia y de intransigencia,
de comprensión y de firmeza.
El mimo no es amor, sino frivolidad. En el amor te das; en el mimo te
buscas. Mimar es buscar compensaciones en el amor.
¡El mimo! ¡Este es uno de vuestros peligros, padres! Los que habéis
tenido que luchar seriamente en la vida; los que tuvisteis que saltar barreras
y obstáculos sin cuento; los que habéis tenido que aguantar codazos y
zancadillas de amigos y enemigos, pretendéis hacer de la vida de vuestros
hijos una vida fácil. Y éste es un error de los que se pagan caros aquí en la
tierra.
También vosotros, los que habéis sido educados autoritariamente, corréis
el mismo peligro, porque, por reacción contra los excesos sufridos,
pretendéis dulcificar excesivamente la vida de los vuestros.
Les llenáis de comodidades; les evitáis toda clase de imprevistos y de
dificultades; si pudierais –¡madres débiles!– sufriríais por ellos; les
prodigáis mimos que debilitan su voluntad; satisfacéis todos sus caprichos.
Bajo el pretexto de protección les negáis hasta las más pequeñas ocasiones
de adquirir experiencia...; ¡allá vosotros!
Los mimos, las zalamerías, las caricias, las carantoñas, los jarabes y el
besuqueo contribuyen a hacer, de un chico normal, que puede dar mucho
juego en la vida, un hombre perfectamente inútil.
Si tus hijos no aprenden hoy a dominarse en la batalla dura de la
pubertad, los veréis mañana convertidos en unos pobres guiñapos: sin
fuerza, sin autoridad, a merced de todas las olas, de caída en caída, de
fracaso en fracaso. Y ni el dinero, ni el apellido, ni la posición social, ni el
talento tendrán fuerza suficiente para acallar el grito de la conciencia: ¿Para
eso los habéis traído al mundo?
No tratéis de asegurar a vuestros hijos una vida fácil; hay que templarlos
para que puedan afrontar una vida dura. Acostumbradles al esfuerzo.
Acostumbradles a querer más que a desear.
«Si el hombre no hubiese tenido que luchar contra el frío –dice Chevrot–,
todavía habitaría en las cavernas».
La vida de vuestros hijos será hermosa si frente a la adversidad y ante la
contradicción presentan esfuerzo, lucha, renuncia, vencimiento y
superación.
Si queréis hacerlos libres, hacedlos fuertes.
Cuando les veáis sufrir no os ablandéis. No les mintáis cuando les llevéis
al médico. No tengáis miedo a pedirles esfuerzos. Fiaos de su reciedumbre.
Estimulad ese heroísmo latente que vive en el alma de todo muchacho.
Los chicos no lloran en el colegio por el escozor del alcohol sobre la
herida; lloran en casa cuando la madre añade al alcohol un: ¡pobre hijo,
cómo sufrirá!
¿Que preferís una educación viril? Pues toma nota.
Hora en punto para levantarse.
Hora en punto para acostarse.
Más ducha fría que baño caliente para lavarse.
Si el chico no está enfermo come lo que se pone en la mesa sin
contemplaciones.
No se sirven desayunos ni lecturas en la cama.
36,8 es una «fiebre» apta para menores en la escuela.
Sobran en la cama toda clase de botellas calientes.
Es intolerable permitir que los niños pidan a las sirvientas lo que pueden
servirse ellos mismos.
Los medios de locomoción para ir al colegio son los pies, el metro, el
autobús y el tranvía; a lo sumo la bicicleta; pero nunca el coche de papá
porque el niño llega tarde.
Enséñale a terminar bien las cosas. Es un aprendizaje costoso,
posiblemente un arte de los más difíciles de practicar.
Y... échalos a nadar donde no haga falta un hombre-rana para sacarlos;
pero échalos a nadar.
Pide al Espíritu ese don de fortaleza para tus hijos; añadirá a la
reciedumbre humana, que van consiguiendo con el esfuerzo repetido, una
alegría y una facilidad que revela la ayuda divina.
Pero si lo que buscas es una educación más a tono con los caprichos, te
copio unas líneas que están escritas en serio, aunque suenen a broma: «Nos
ha parecido que el cuerno es el instrumento más adecuado para despertar al
niño –dice el Director de la Nueva Escuela de Aquitania–. Iniciase el
despertar por una diana casi imperceptible, como si el aliento apenas se
insinuase en el instrumento; poco a poco aumenta la intensidad de las notas;
muy luego, suenan y resuenan, y los niños a quienes llaman escuchan al fin
de sus sueños la misma música con que se anuncia su despertar. Sin
conmociones, sin sobresaltos, sin estridencias, se levanta la vida en la
escuela como el sol en el horizonte...».
Si quieres divertirte con el nuevo método, cómprate un cuerno de caza;
pero si lo que quieres es que se levanten los chicos, déjalo caer sobre ellos.
Siempre resultará enojoso el despertar.
A los chicos hay que tomarles con seriedad; no son juguetes para los
padres. Pero tampoco pueden ser juguetes de sí mismos. Todos los
muchachos tienen un rey en la panza; un rey que no se debe matar ni
esclavizarlo; un rey que, educado en la libertad, debe ponerse al servicio de
los demás. Una vida de mimo y de capricho hace de ese rey el protagonista,
el personaje importante, el centro del mundo familiar: otro error peligroso e
insoportable.
Ahora que tus hijos se van aficionando a la lectura, regálales Camino, y
déjaselo abierto en el punto 295: «Si no eres señor de ti mismo, aunque seas
poderoso, me causa pena y risa tu señorío».
¡Libertad! ¡Señorío! ¡Dominio de sí mismo! ¡Disciplina! ¡Voluntad! Si lo
que pretendemos es hacer de tus hijos unos hombres con sentido de
responsabilidad, convéncete de que necesitan mucha libertad, capacidad de
deliberación, decisión y voluntad fuerte para ejecutarlo.

HOMBRÍA DE BIEN

Este es el consejo de Pablo a Tito, a los siervos y a sus hijos: «Mostrad en


todas las cosas una perfecta lealtad».

¿Que cómo me figuro a tus hijos?


Sí, así me los figuro: leales, sinceros, laboriosos, generosos, valientes, de
ojos limpios, de mirada amplia, decididos, resueltos, tenaces, siempre
alegres, animosos, voluntariosos, con muchas virtudes humanas enraizadas
directa o indirectamente en las virtudes cardinales; íntegros en toda la
extensión de la palabra, en su conducta y en su acción; fieles en el ejercicio
de su profesión y apóstoles en su campo profesional.
Qué alegría da ver a los padres ocupados en formar en sus hijos la
sociabilidad, la sensibilidad, el buen gusto, la elegancia, la delicadeza en el
trato mutuo, la educación y el civismo.
Y qué pena da pensar en los padres cuando se ve a sus hijos destrozando
todo cuanto ven en el campo. ¿Es que no les habéis enseñado para qué ha
hecho Dios las flores?
Todas las facultades naturales de vuestros hijos deben ser desarrolladas.
Tenéis que ayudarles para que las perfeccionen enlazándolas con la vida
sobrenatural, con la vida interior; de este modo se ennoblece la misma vida
humana. Con ello se logra un auxilio más eficaz, no sólo de orden espiritual
y eterno, sino también material y temporal.
¿No hemos quedado en que queremos hacer a tus hijos unos auténticos
hombres cristianos? ¿Y es que conoces algún hombre cristiano que no
pretenda con todas sus fuerzas ser santo y apóstol?
Pues ahora vamos a escuchar los dos una página sobre la formación
humana (Álvaro del Portillo, Formación humana del sacerdote, en Nuestro
Tiempo, núm. 17, pp. 7-9):
«Dos son los motivos que deben impulsar a adquirir las virtudes morales:
el primero, como parte de la lucha ascética normalmente necesaria para
llegar a la perfección; el segundo, como medio para ejercitar con mayor
eficacia el apostolado.
Respecto al primer motivo conviene recordar que las virtudes morales o
naturales son como elementos necesarios y previos, como materia tosca
laborable, como fuerzas captables y transformables en energías superiores.
... En la lucha ascética, el desarrollo de las energías naturales precede
obviamente, en el orden lógico, al de las virtudes sobrenaturales; pero en el
orden ejecutivo los dos desenvolvimientos se acompañan y entrelazan
mutuamente. De aquí se deduce que las virtudes naturales –todas ellas parte
integrante o potencial de alguna de las cuatro virtudes cardinales, que para
cualquier hombre son consecuencia del recto uso de la razón, y que los
cristianos reciben con el bautismo, elevadas a un plano sobrenatural por la
gracia– no son solamente un medio para la lucha ascética, para el ejercicio
de las virtudes sobrenaturales, sino que son para el alma en gracia, al mismo
tiempo, una consecuencia de la caridad.
De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio
heroico no sólo de las virtudes teologales, sino también de las morales o
humanas, y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio
de las virtudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista
humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas,
sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de
sus almas.
... Al final de la lucha ascética, cuando se vive unido a Dios, es posible
vivir sobrenaturalmente las virtudes humanas: con sencillez, día a día, con
naturalidad sobrenatural.
... Si, según se ha dicho, el ejercicio de las virtudes naturales –como parte
de la formación humana– es necesario para llegar a la perfección, a la
santidad..., se debe ahora recordar que ese ejercicio es también necesario
como arma de apostolado: concretamente, para el apostolado del ejemplo.
Baste citar a este respecto las luminosas palabras de Pío XII:
Si es verdad –como ciertamente lo es– que la gracia sobrenatural
perfecciona, no destruye la naturaleza, el edificio de la perfección
evangélica ha de fundarse en las mismas virtudes naturales. Antes de que un
joven se convierta en religioso ejemplar ha de procurar hacerse hombre
perfecto en las cosas ordinarias y cotidianas: no puede subir las cimas de los
montes si no es capaz de andar con soltura por el llano. Aprenda, pues, y
muestre en su conducta la dignidad conveniente a la naturaleza humana:
disponga decorosamente su persona y su presencia, sea fiel y veraz, guarde
las promesas, gobierne sus actos y sus palabras, respete a todos, no turbe los
derechos ajenos, sea paciente, amable y, lo que es más importante, obedezca
a las Leyes de Dios. Como bien sabéis, la posesión y formación de las
virtudes sobrenaturales dispone una dignidad sobrenatural de la vida, sobre
todo cuando alguien las practica y cultiva para ser buen cristiano o idóneo
heraldo y ministro de Cristo».
¿Qué quieres que añada a estas palabras?
Que no rompas, que estimules, que sobrenaturalices todas estas virtudes
humanas en ti y en tus hijos; que te preocupes de introducir a los tuyos,
ordenadamente, en el mundo de las relaciones humanas, porque son
muchos, muchísimos, incontables, los jóvenes que fracasan, más que por la
carencia de conocimientos, por la falta de esa sabiduría elemental que
hemos quedado en llamar trato de gentes.

VERACIDAD

«Lucha por la verdad hasta la muerte y el Señor Dios combatirá por ti»
(Eccli., IV, 33).

¿Que los chicos mienten? Pues examinaos con un poco de tiempo y


echaos la culpa: corregíos y se corregirán.
Si mienten es, por lo general, en legítima defensa o como escudo contra
el látigo. El chico que confía plenamente en sus padres, en sus profesores,
no miente.
La mentira vive en el joven cuando reina la desconfianza en el hogar.
Los chicos nacieron sinceros. Mienten, la mayoría de las veces, porque
os tienen miedo. Corregíos y se corregirán.
O mienten por imitación. Mayor motivo para que os corrijáis.
No tentéis a los chicos para comprobar si mienten.
Es un defecto en el que caéis todos los padres.
Cuando sepáis que vuestro chico ha sido el autor del descalabro, dad a
conocer que sabéis lo que ha hecho; dadlo por supuesto, pero no preguntéis
con cara de padre bobo si fue él quien causó el estropicio. No les pongáis
nunca en el trance de mentir. Adelantaos para que no mientan. Y nunca
tachéis de mentiroso al hijo delante de los demás; es una humillación
demasiado fuerte para él. Perderéis su confianza.
«Sea nuestro sí, sí; sea nuestro no, no», es el lema que preside un
colegio, desde un repostero lleno de corazones y cruces. Puede ser, también,
el lema de tu hogar. La lealtad –ese fiel cumplimiento de las leyes de la
fidelidad, del honor y de la hombría de bien– preside las relaciones de los
chicos con Dios, con los profesores, con los compañeros, consigo mismo.
Aprendemos la lealtad y la honradez viendo lealtad y honradez a nuestro
alrededor. Cuando rifes algo entre los hijos no apuntes en el papel el
número para después poder certificarlo. Limítate a pensar el número y dar
el premio a quien lo haya acertado. ¿Quieres creer –y también yo soy
honrado en la afirmación– que en estos ocho años que llevo viviendo entre
chicos no ha habido nadie a quien se le haya ocurrido decir que yo podía
mentir para dar el premio a quien no hubiera acertado?
¡Cuánto puede un ambiente! Os aseguro, padres, que formaréis ese clima
de veracidad, de lealtad, en el hogar si amáis esta virtud humana, si la
practicáis.
Volví a clase después del descanso, en el que los chicos habían estado
correteando por el parque.
Al ver sentado, entre todos, al nuevo alumno que se había incorporado al
colegio en el segundo trimestre, recordé que le había dicho que se quedara
en clase durante el descanso para terminar algún trabajo que tenía
pendiente. Inocentemente, de puro trámite, le pregunté al tiempo de
comenzar la clase:
–¿Te has quedado trabajando?
–Sí, señor –contestó secamente desde la primera mesa.
Y no pude comenzar la explicación. Nadie me miraba. Cincuenta ojos se
clavaron en el «nuevo».
Fue cosa de un instante. Lo comprendí todo porque, un segundo después,
los cincuenta ojos se clavaron en mí.
Entendí lo que querían decir:
–¡Si ha estado jugando!
Yo les correspondí contestándoles, también, con la mirada:
–No os preocupéis. Acaba de llegar. No conoce nuestra costumbre del
¡sí, sí! y del ¡no, no! Debéis perdonarle.
Sí; todos tenían que perdonarle porque a todos había ofendido.

LABORIOSIDAD

«Que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso que no quisiere
hacerlo así, es un traficante de Cristo. Estad alerta contra los tales»
(Doctrina de los Doce Apóstoles).

Los hombres estamos hechos para trabajar. No podemos escapar del


trabajo so pena de huir del deber impuesto por Dios. La laboriosidad es para
padres e hijos el camino ordinario de santificación; lo que no se da es la
santidad por medio del descanso ordinario.
Es preciso trabajar mucho y bien, y esto por dos razones: por el bien
común y por el bien individual.
Tú y tus hijos debéis acometer los trabajos de la vida con esta idea santa:
el hombre debe hacer las cosas cada vez más perfectas, contribuyendo así al
progreso humano; pero al mismo tiempo debe perfeccionarse a sí mismo en
el trabajo, realizando de este modo el plan divino sobre las cosas y los
hombres.
«La desgracia del mundo contemporáneo consiste en que mientras la
materia muerta sale del taller ennoblecida, la persona se vulgariza en él y
pierde valor» (Pío XI).
El trabajo serio, honrado, ordenado, hecho a conciencia, santifica al
trabajador.
Las desganas, las vacilaciones, las perezas, las dilaciones, los desánimos,
las demoras, son los tropiezos en el camino de la santidad por medio del
trabajo.
Enseñad a los hijos a terminar bien las cosas. En las carreteras de muchas
almas encontramos la señal de «firme provisional» por los siglos de los
siglos.
El «ya vale» es la antítesis de la perfección. El «ya vale» es, por
definición, dejar las cosas sin terminar. El «yavalismo» es contrario al
espíritu de Cristo, que todo lo hizo bien.
El «yavalismo» es la plaga que destroza la cosecha de las buenas obras.
Debemos hacer con perfección el lado humano de las cosas terrenas para
que sean aceptables del lado divino.
Si las hacemos a medias no llegaremos nunca a santos.
El «ya vale» brota de nuestros labios cuando trabajamos a disgusto. ¡Qué
importante es poner ilusión humana en la labor que realizamos! La ilusión
humana es el primer paso de la perfección humana, y ésta, el puente
obligado para la perfección divina.
Interesad al chico en las cosas que queráis que aprenda.
Ni «yavalismos» ni extremismos inútiles. Hay mucho padre bueno que
no dejará nunca rastro en sus hijos ni en los demás, por la esperanza falsa
que le anima a mejorar y mejorar sus proyectos, cuando realmente lo que
hace falta es que los ponga por obra. Hay que hacer, y hacer obras buenas.
Tenemos que terminar las cosas lo más perfectamente posible, pero
¡terminarlas!
Te daré un medio para inculcar la virtud de la laboriosidad en los hijos:
tu ejemplo. Una vez más te lo aconsejo. La laboriosidad formará parte del
espíritu de tus hijos... ¡por contagio!
Te hablo de trabajo y no sólo de estudio, porque tus hijos deben trabajar.
Esa idea que algunos se han forjado del niño que no aporta nada a la familia
hasta los veintinueve años, debe desaparecer.
No deberán trabajar, ni en la ciudad ni en el campo, antes de los catorce;
todos deben pasar por la escuela. Pero deben informarse de que la familia
saldrá adelante con el esfuerzo de todos, grandes y pequeños. ¿No queríais
hacerlos responsables? ¡Pues que aporten algo y pronto! No los
maleduquéis.
No les habléis, en el tono y con la frecuencia con que lo hacéis, de
vuestros agobios económicos; pero enteradles de la situación económica de
la familia.
Y si no hubiera agobios, ¡que trabajen, igualmente, por los demás!
Que vuestras hijas adviertan que Dios les ha traído al mundo para algo
más que para casarse; para ser madres, por ejemplo. Y el ser madres
requiere preparación.
Una gran mayoría de las niñas de casa bien –a fuerza de no hacer nada–
se nos vuelven tontas, con todo el lastre que cuelga del ocio y de la
estupidez.
¿Y los estudios de los chicos?
Estas son las grandes preocupaciones de muchos padres de ahora: ¡que
me aprueben al hijo! En esto quedan centradas las grandes ilusiones de los
progenitores. ¡Pobrecillos!
Esta fue mi primera desilusión de educador: encontrarme con una madre
que me decía: «Me parece muy bien toda esa formación humana y
sobrenatural que pretenden dar a mi hijo; pero lo único que me interesa es
que el chico vaya pasando los exámenes».
Este es uno de los aspectos lamentables de la falta de formación de los
padres. Las notas, las calificaciones, los informes y, de modo especial, los
exámenes son para los padres algo en lo que se juega la honra de la familia.
No seáis trágicos con los pequeños fracasos escolares de los hijos. Para
éstos los exámenes tienen carácter judicial.
Los padres quieren que el hijo estudie para que les deje bien; el hijo
estudia para aprobar.
¿No advertís que hay algo que marcha mal? Hasta en el mismo
profesorado encontramos –son excepciones– hombres que basan su
autoridad científica en el gran número de suspensos que otorgan
anualmente.
¿No os habéis dado cuenta, todavía, que para un profesor que se pasa el
día con los alumnos y que tiene por misión enseñar a estudiar, un suspenso
es un pequeño fracaso del profesor, dos suspensos son dos pequeños
fracasos del profesor y muchos suspensos son muchos pequeños fracasos
que forman una montaña?
¿Por qué no nos paramos a pensar un poco sobre lo que queremos hacer
con los estudios de los chicos?
¿No estáis viendo esas listas horribles de cosas que los pobres chicos
tienen que aprender de memoria para quedar bien en un examen?
¿Acaso creéis en la Mineralogía que nos hicieron estudiar cuando éramos
pequeños?
Para muchos de entonces «La Beltraneja» cristalizaba en el sistema
exagonal. No sé si también para los chicos de ahora.
En clase de Literatura –no sé si también te ocurrió lo mismo– nos
enseñaron un poquito de cada autor famoso: un poquito de su vida (dónde
nació; si se casó o no; si obtuvo resonantes triunfos y si se cayó o no por
una escalera poco antes de morir) y muchos títulos para decir rápidamente
cuando nos los preguntasen en el examen. ¡Verdaderamente sensacional y
monstruoso!
Para Matrícula de Honor se precisaba saber el resumen de cada una de
las obras que, ¡por supuesto!, no se habían leído. ¡Y todos tan contentos!
¡Mira! Dejando a un lado los programas de cosas que tienen que
aprender para examinarse, preocúpate de estas cuatro cosas, que son las más
necesarias en los dieciséis primeros años de la vida de estudios de tus hijos:
1.º Que aprendan a leer.
2.º Que aprendan a hablar.
3.º Que aprendan a escribir.
4.º Que aprendan a estudiar... en dos idiomas, para que en los dieciséis
segundos años de la vida lean, hablen, escriban y estudien ¡solos!, ¡sin
vigilante!, ¡sin «carabina»!, ¡sin amenazas!, ¡sin profesor particular!
No podéis gastar el dinero en lujos inútiles y perjudiciales.
¿No queréis garantizarles el porvenir? Pues acostumbradles al esfuerzo.
Si un muchacho, que asiste a un instituto, a una academia, a un colegio,
necesita de un profesor particular para hacer el bachillerato, ¡que deje los
estudios! Hay otros cien mil procedimientos para perder el tiempo.
Si el chico sabe que al llegar a casa le repetirán los temas cuantas veces
haga falta para que se los aprenda, ¿cómo va a atender en clase?
¡Esos! –los que tienen profesor particular–, después, al entrar en la
Universidad, son los que preguntan «si también va la letra pequeña».
¡Padres! Tened la humildad de preguntar a los profesores lo que se puede
exigir a vuestros hijos. Prestaos a esa colaboración por el bien de los
vuestros.
Respecto a la eficacia de los procedimientos para que los chicos entren
por caminos de laboriosidad, tan perjudiciales son los mimos acaramelados
de los que transigen con todo como la inflexibilidad a ultranza de los que no
comprenden nada.
A cada hijo hay que proponerle una meta de acuerdo con los profesores.
No los comparéis nunca con los otros hermanos, ni con sus primos, ni con
los vecinos, que no tocan ninguna tecla en este cometido.
Entre vuestros hijos habrá unos que serán sentimentales o nerviosos, para
los cuales la severidad –si hacemos caso a los pedagogos– es inadmisible
por contraproducente. Severidad que debe llevarse a rajatabla con los
amorfos, a quienes no debe dejarse posibilidad de escape. El remedio de los
amorfos es encerrarlos en un pasillo: «a un lado deben encontrar el esfuerzo
expuesto y las recompensas prácticas o morales que seguirán a su
cumplimiento; al otro debe presentir el reproche y la sanción. Su espíritu
objetivo le decidirá a seguir la buena dirección» (Le Gall).
Lo mejor para un amorfo será siempre un internado. Todo menos una
madre mimosa.
Nunca comparéis a vuestros hijos con los demás; no hay término de
comparación posible. Comparadlo consigo mismo.
Y no seáis ingenuos: no os pongáis nunca como ejemplo delante de los
hijos, para que no se repita en ti esta escena que presencié hace algún
tiempo:
El informe que llegaba del colegio no era ciertamente muy halagüeño.
Había una sola buena nota: en dibujo; abundaban los suspensos. El padre
estaba irritado externamente. El chiquillo lagrimeaba.
–¡Yo a tu edad sacaba matrículas! ¿Qué me dices de todo esto? ¡Habla!
¡Di algo!
Y, ciertamente, el chico habló entre sollozos:
–Que lo mismo diré yo a mis hijos.
¡Padres! Un nuevo trabajo os encargo: fomentar en vuestros hijos una
afición al margen de los estudios.
Si los chicos no dispusieran de tiempo para ello, es porque está mal
orientado el horario de trabajo.
Tan desenfocado está el trabajo de un padre que no saca tiempo para
atender a su mujer y a sus hijos, como el estudio de un muchacho a quien
no queda tiempo libre para la lectura, la música, la pintura, un trabajo
manual o el deporte favorito.
Si en el centro donde estudian vuestros hijos no fomentaran diversos
clubs para que los alumnos se aficionen a una determinada materia con la
que puedan recrearse el día de mañana y llenar ratos perdidos, ¡hacedlo
vosotros!
No sólo de pan y de estudio vive el hombre.
X. ¡DEJADLES MARCHAR!

HA LLEGADO LA HORA

No puedo terminar esta carta sin hablarte, una vez más, del mundo-
escenario de la futura actividad de tus hijos.
Ha llegado la hora de dejarlos marchar por la vida después de dejar
fuertemente impresa en su vida algo que es más que una palabra, que es un
modo de vivir: la responsabilidad.
Con lágrimas en los ojos o, cuando menos, en el corazón, veréis partir a
vuestros hijos por el sendero trazado por Dios desde la eternidad. Marchan
con paso seguro y sin volver la cabeza atrás. Van llenos de juventud, con el
sano optimismo que se desprende de toda auténtica vida cristiana.
Vosotros dos os quedaréis siempre con la pequeña angustia de no saber si
habéis puesto todo cuanto estaba en vuestras manos por hacerlos más
hombres, más cristianos, más santos.
Yo no puedo resolveros el problema. En el último día, cuando termine el
tiempo para vosotros, cuando abandonéis definitivamente el hogar para
adentraros en la feliz eternidad, veréis con luces claras cuanto hicisteis y
cuánto nuestro Dios había determinado que hicierais.
Pero confiad, padres; confiad en el Padre Dios, que seguirá velando por
vuestros hijos. Confiad en la ayuda poderosa del ángel que acompañará a
los vuestros por los caminos de la tierra.
Estas fueron las palabras del Arcángel Rafael a Tobías, que, como tú, se
encontraba ciego y con preocupaciones de despedida: «No temas, iré con él;
el camino es seguro».
Y cuando tu mujer llore, como lloró Ana, la mujer de Tobías; como lloró
la tuya, como lloran y deben llorar todas las madres de la tierra, contéstale:
«No temas por ellos, porque un ángel bueno lo acompaña en el camino, y
será feliz su viaje, y tornará sano» (Tob., V, 22).
Pero... tu hijo está preparando lo necesario para marcharse; hay poco
tiempo y yo quisiera decirle algo que no he tenido tiempo de decirte.
Decídete. O se lo dices tú o me lo dejas a mí, porque no quisiera que se
marchara de tu casa sin escucharme.
Y... ¿por qué no me escucháis los tres? ¡Anda! Llama a tu mujer y llama
a tu hijo antes de que se vaya con su ángel.

¿DESCRISTIANIZACIÓN?

«No es extraño que el Señor nos haya abandonado a los antojos de nuestro
pobre corazón» (Ps. LXXX).

Este grito escuchamos a todas horas. «El mundo se descristianiza». Se


descristianiza el ambiente; se descristianizan las instituciones, los hogares,
las costumbres y los pueblos.
Son gritos sinceros que brotan de almas apesadumbradas por el peso de
la responsabilidad.
¡Padecemos la crisis más fuerte que han conocido los siglos!, nos dicen
sociólogos y pensadores.
¡Nunca como ahora se había asistido a una apostasía de las clases
obreras!
¡Se ha perdido la conciencia del pecado!, añaden los teólogos.
Yo, por mi parte, os añadiré que la crisis que afecta a nuestro tiempo es
realmente grandiosa y universal. No solamente la padecemos los católicos.
Afecta igualmente a los mahometanos, a los budistas, a los protestantes y al
brahamanismo. Es una crisis de la misma idea religiosa.
No podemos hablar exclusivamente de una apostasía de las masas
obreras. Hay apóstatas entre las masas campesinas y entre los burgueses.
Pero lo que no hay –porque no puede haber– es crisis en la Iglesia de
Dios. Cristo venció para siempre sobre el pecado, la muerte, el dolor y
Satán.
Son desgarraduras y arañazos, cambios accidentales los que sufre la
Iglesia de Dios, por estar inmersa y articulada en lo humano. Pero no
temáis; la Iglesia permanecerá siempre viva. Es palabra de nuestro Dios.
La pregunta que te estás haciendo me la he hecho muchas veces a mí. Sí,
la única causa importante de todo este caos que sufre la humanidad presente
es ésta: El centro de gravitación de la vida del hombre lo hemos puesto
todos –¡todos!– en el miserable hombre. Esta es la explicación de la
profunda crisis de nuestro mundo.
¡Hay que reponerlo en Dios! ¡Es la única solución! Nos hemos sentado
sobre nosotros mismos. La vida está girando hace siglos alrededor del «yo».
Y el «yo» no puede hacer otra cosa, si es que entiende de amores, más que
encaminarse hacia el «Tú»; un «Tú» que es Dios, al que hay que amar sobre
todas las cosas; un «Tú» que es el mundo, para el que tenemos que tener
una gran pasión: la de mejorarlo, la de cristianizarlo; un «Tú» que son los
otros hombres, para quienes hemos recibido la vocación de servir.
El endiablado antropocentrismo es el culpable del continuo olvido del
«Tú».
Hemos situado a Dios al margen de nuestra vida, al margen de nuestro
camino. He ahí nuestra culpabilidad.

INTERESES DE CRISTO EN NUESTRA TIERRA


«Es menester que Él reine hasta que haya puesto todos sus enemigos debajo
de sus pies» (I Cor., XV, 25).

¡Hay que reponer a Dios en el sitial en el que nos habíamos sentado


cómodamente los hombres!
¡Abrid bien los ojos y comprobad la ilusión –la ilusión y los intereses–
que tiene Cristo en nuestra pobre tierra!
Los primeros cristianos llevaron a cabo el programa trazado; y con el
amor a Dios y a las almas que les había infundido el Señor, transformaron,
cristianizaron todo un imperio pagano, orando y trabajando eficazmente
desde sus mismas entrañas.
¿Y hoy? Hoy –un hoy que arranca del Renacimiento y se acentúa en el
XVIII– los enemigos de la Iglesia nos han desplazado de la sociedad.
¡Nos hemos dejado desplazar por falta de doctrina y de coraje! ¡Por falta
de amor a Dios! ¡Porque desconocemos los intereses que tiene Cristo en
nuestro mundo!
Cristo está ausente –miro por encima de las fronteras– de las mentes que
rigen la Educación, la Prensa, la Radio, el Cine, la Televisión, el mundo de
la Industria y del Trabajo, el mundo de las finanzas, el mundo de la
administración pública, el mundo del pensamiento y el de la acción y el de
la organización, el mundo del arte, el de la ciencia y el de la política. ¡Y
seguirá ausente si no contamos a los hijos las maquinaciones de los
enemigos de Dios para lograr –porque han logrado– el clima propicio a la
idea satánica de que la Religión es un asunto privado que hay que dejar
relegado, perdido –¿podrido tal vez?– en el ámbito de las conciencias!
¡Quieren encerrar al Cristianismo en las conciencias!
Nuestros abuelos se conformaron con esas aberraciones.
¡Escuchadme antes de que cerréis el libro! ¡Escuchadme antes de
terminar la carta!
Quieren cambiarnos la naturaleza del verdadero significado del
Cristianismo.
Quieren aniquilar toda influencia cristiana en la sociedad.
Quieren encerrar la Iglesia en las sacristías, para que se dedique a
bautizar a los hombres y a enterrar a los muertos.
Quieren constreñir a la Iglesia de Cristo a un ministerio cultual y
sacramental, bajo el pretexto de que su dominio radica en el mundo
invisible de las almas.
Quieren eliminar la actuación de los cristianos en la vida pública.
Estad alerta, padres, porque hay muchos cristianos ignorantes –o
perversos– que hacen el juego a los enemigos de Dios.
No podemos permitir que los hijos se marchen del hogar con estas ideas
nefastas que arrastramos desde hace siglos.
¡No! El Cristianismo no es sólo una Religión que se preocupa de las
relaciones del hombre con el Creador.
¡No! El Cristianismo no tiene por misión hacer mirar al Reino de los
Cielos a los encogidos de la tierra.
La acción esencial de nuestro Cristianismo tiende a mantener y
desarrollar el contacto íntimo entre la humanidad y Dios; tiende a acercar
las almas de todos los hombres a Dios; tiende a que vivamos todos como
hijos de Dios.
¡Pero no es esto sólo! ¡Hay algo más!
El Cristianismo no está orientado exclusivamente a la vida eterna.
El Cristianismo no mira sólo al más allá. Mira también al más acá.
¿Qué queréis? ¿Dejar la tierra en manos de Satán?
¿Por qué sois así, padres? ¿Por qué ignoráis la misión de Cristo a su
Iglesia? ¿Por qué os dejáis arrebatar el mensaje de Cristo?
¿Qué entendéis cuando decís: hágase tu voluntad así en la tierra como en
el cielo? Cristo quiere reinar en la eternidad y en el tiempo, en el cielo y en
la tierra.
Hay que restaurado TODO en Cristo. La creación entera espera ansiosa
la revelación de los hijos de Dios (cfr. Rom., VIII, 19).
Todas las cosas, todo cuanto hay en los cielos y en la tierra, deberá
reunirse bajo una sola cabeza: Cristo (cfr. Eph., 1, 10).
¿Queréis entender, de una vez para siempre, lo que significa TODO
CUANTO HAY EN LOS CIELOS Y EN LA TIERRA?
Todo, absolutamente todo: la familia, el Estado, la economía y las
finanzas, las doctrinas filosóficas, las leyes, las instituciones, todas las
profesiones humanas, las investigaciones científicas, las creaciones
artísticas; el hombre, la vida y la muerte; los pueblos y las naciones tienen
que reflejar el espíritu de Cristo.
Te copio una página luminosa de una revista del OPUS DEI:
«Es un hecho cierto que el hombre ha sido elevado al orden sobrenatural,
y esta elevación abarca todas las manifestaciones y todas las actividades de
la naturaleza humana: también su dimensión social.
Yerran quienes quisieran circunscribir el orden sobrenatural al fuero
interno de las conciencias y alejar su eficacia del ámbito de la sociedad y,
por tanto, de la opinión pública, que es un fenómeno esencialmente social.
Y está lejos de la verdad esta actitud –que a veces afecta a la actuación
de algunos católicos–, porque el bien común de la sociedad es inseparable
del fin sobrenatural que Dios nos ha señalado.
Jesucristo, al redimir el mundo muriendo en la Cruz, todo lo arrastra a Sí
–omnia traham ad meipsum– de modo que nada humano, nada relativo a
esa naturaleza que Él asumió y salvó puede quedar en una zona indiferente
al orden sobrenatural.
La eficacia de su Sacrificio redentor cubre toda la naturaleza del hombre,
incluídas todas sus relaciones con Dios, con los demás hombres y con el
resto de las criaturas; por eso, la salud de la Redención penetra hasta la raíz
misma del orden social».
No podemos olvidar, padres, que Cristo gritó al mundo: «Yo soy la
Vida», y la Vida es una.. El individuo con todos sus problemas, los pueblos
con los suyos, todas las actividades humanas, la creación entera está hecha
para Dios; depende radicalmente de Él.
No podemos olvidar, padres, que Cristo gritó al mundo: Yo soy Rey.
¿Acaso os habéis reído de su aseveración en el Pretorio, como lo hizo el
Gobernador apegado a su cargo?
¿O sois de los que entendéis mal las palabras del Señor? ¿Creéis que
cuando dijo «Mi Reino no es de este mundo» es porque pensaba dejar la
tierra en manos del diablo? El reino de Cristo no es como los de este
mundo, porque lo tiene recibido de su Padre Dios.
Dos momentos pueden distinguirse en el Reino de Dios: uno el del final,
el escatológico, la consumación; y otro acá, el reinado de Cristo en la tierra,
en el mundo actual, en la historia de los hombres. Uno en la eternidad y otro
en el tiempo.
Este es el que los malvados quieren negarnos.
Se explica que los hombres sin fe nos «dejen» el reinado del más allá, en
el que no creen, porque no les preocupa.
Lo que les duele –como al diablo– es que también Dios quiera reinar en
el mundo temporal; no sólo en la esfera sagrada, sino también en el mundo
profano.
¿Qué quieren? ¿Reservar a la religión la esfera interior del hombre
matando el influjo que la fe puede y debe proporcionar a su actividad
profesional, cívica, política, social?
Esta escisión de la vida, esta ruptura de la unidad de la persona humana
en compartimientos estancos es ilógica y repugnante.
«Soy cristiano –estas palabras son de Terencio– y nada de lo divino ni de
lo humano me es extraño».
¡ESTA ES VUESTRA MISIÓN!

«La Iglesia no tiene como única misión bautizar a todos los hombres, sino
bautizar a todo el hombre, y a todo en el hombre. La Iglesia quiere penetrar
y ganar para Cristo a toda la humanidad histórica. Su visión es, por católica,
universal, y nada hay que le pueda resultar extraño» (Card. SUHARD).

Hay que restaurar todo en Cristo. «No sólo cuanto corresponde en


propiedad al divino cargo de la Iglesia, que es ganar las almas a Dios –nos
dice San Pío X–, mas también cuanto del divino cargo se deriva, que es la
civilización cristiana en el agregado de todos los elementos y en cada uno
de los que la constituyen».
Pero cuando oigáis hablar de esta labor grandiosa que tiene que realizar
la Iglesia –continuadora de Cristo– no os figuréis que son los sacerdotes, los
religiosos y las monjas los que tienen que irrumpir en el mundo de lo
profano, tiñendo de negro las actividades humanas. Este temible
«clericalismo» sería pernicioso, erróneo, falso e inútil.
De ningún modo nos corresponde a los sacerdotes regir lo temporal. Las
funciones seculares nos están vedadas. Nuestra misión es acercar vuestras
almas a Dios, alimentar vuestra vida interior para que desborde en ansias de
apostolado.
A vosotros, padres, corresponde la actuación en la esfera de las
realidades terrenas. ¡Vosotros –que sois la Iglesia– tenéis por deber de
estado este anchuroso campo de apostolado!
Vosotros tenéis sobre vuestros hombros la responsabilidad de la marcha
en la sociedad humana. A vosotros, seglares, corresponde esta ingente
labor, impulsados, ayudados por las almas consagradas a Dios en los
Institutos seculares, que por vocación divina han de vivir en el mundo de lo
profano, sumergidos en Dios y en el tiempo, santificando su trabajo
profesional al que se dedican, so pena de apartarse del camino de
perfección. Esas almas tienen, por ser seglares como vosotros, el mismo
campo de acción y, por estar consagrados a Dios, un espíritu que os debéis
apropiar para vuestro pensar, para vuestro querer, para vuestro actuar.
¡Estas son las cosas grandes que Dios ha hecho en nuestro tiempo!
Las obras de Dios en nuestro mundo son el empujón que ha dado el
Espíritu para que los cristianos trabajemos afanosa e infatigablemente por el
reinado de Cristo en la tierra.
A los que por llamamiento de Dios os corresponde servir al Señor en
medio del mundo, y no en el claustro ni en la soledad, tenéis que vivir entre
los afanes humanos, junto a los otros hombres, ocupados en sus quehaceres.
A vosotros incumbe de modo directo y particularísimo todos los problemas,
todas las circunstancias, todos los acontecimientos de la vida social. ¡Esta
es vuestra misión, padres! Misión que implica una grave responsabilidad: la
de cooperar en la orientación que Cristo quiere dar al mundo.
¿Qué hacéis ahí, quietos, ensimismados en el presente? ¿Qué hacéis
mano sobre mano? ¿Es que nadie os ha contratado? ¡Venid con nosotros! Si
no habéis encontrado en ningún grupo de hombres un programa claro y
valiente para llenar el mundo de coraje, venid con nosotros. ¡Venid,
vosotros con vuestros hijos! Hay trabajo para muchos. Hay trabajo para
todos.
Queremos dar al mundo la fisonomía que se propusieron imprimir los
primeros cristianos. Hay que continuar la labor comenzada.
La sangre del mundo está corrompida y necesita una transfusión que sólo
los cristianos con almas de reyes pueden dar. Solamente hijos de Dios que
estén dispuestos a dejar su carne hecha jirones lo pueden hacer.
Vosotras, madres, tenéis un papel importante en la evolución de nuestro
mundo. ¿Quién os ofendió diciendo que la transformación de la tierra la
llevarán a cabo sólo los hombres?
Vosotras habéis sido siempre las mejores colaboradoras en el apostolado
de la Iglesia.
Vosotras –¡las mujeres fuertes!– estuvisteis solas al pie de la cruz.
Vosotras y un hombre joven: Juan.
Vosotras fuisteis las mujeres audaces que, contra toda ley humana, os
encaminasteis al sepulcro en las horas difíciles en que los hombres cerraban
las puertas de su casa por temor a los judíos. Y Cristo os premió, y os hizo
apóstoles de apóstoles.
Siempre será la prudencia sobrenatural la que señale el camino, pero será
la audacia la que nos haga volar por él.
En vuestras manos vigorosas están miles de chiquillos que mañana
saldrán al mundo como los hayáis formado.
Y vosotros, padres, sabed que ésta es vuestra misión grande, realmente
grandiosa.
En primer lugar, ¡formaos! ¿Cómo esperáis dar doctrina sin formación?
¿Creéis sinceramente que Dios suplirá vuestra pereza?
¡Formación personal y educación de los hijos! ¡Educadlos en esta
orientación: para que sean cristianos que se preocupen de lo que hay de
sobrenatural y eterno en sus almas como de lo temporal y profano del
mundo!
Formadlos en el espíritu de Fe, para que tengan la audacia de ganar para
Cristo a las almas sin Dios.
Sois responsables, padres, vosotros y vuestros hijos, todos los cristianos
lo somos, de ese don que hemos recibido de nuestro Padre Dios: el don de
la fe. La fe debe informar todo nuestro pensar, todo nuestro querer, todo
nuestro actuar personal, familiar y social. Por haber recibido la fe tenemos
que ir derechamente a la Verdad, sin componendas, por el camino del
medio, defendiendo la doctrina de la Iglesia allá donde nos encontremos.
Formadlos en la Esperanza para que tengan muchos hijos y eduquen
cristianamente a vuestros nietos.
Formadlos en la Caridad para que vibre en ellos el espíritu de
cooperación en los grandes apostolados que tiene hoy la Iglesia entre sus
manos: la Prensa, el Cine, la Radio, la Televisión; todos los medios que
integran el apostolado de la opinión pública.
Sí, formadlos en el amor de Dios para que defiendan los intereses de los
débiles, porque en más de una ocasión deberán de actuar como samaritanos,
recogiendo al que se encuentra destrozado en la cuneta.
Formadlos en el amor humano para que sepan elegir la mujer que les
ayude a escalar la cuesta empinada de la santidad por el camino del
matrimonio.
Formadlos en la fraternidad para que promuevan la unidad de los
cristianos, evitando disensiones mezquinas y estrechas, propias de los
mediocres.
Tendremos que hacer todo cuanto esté en nuestra mano por la unidad del
mundo. Este es un capítulo importante de la misión temporal del
Cristianismo. Cristo murió para que todos los hijos de Dios que estaban
dispersos se juntasen en uno (cfr. Io., XI, 52).
Formadlos en la oración y mortificación, sin las cuales nuestros afanes en
el mundo y por los hombres –que deben ser reales y auténticos– serían
engañosos.
Formadlos en la humildad para que sean emprendedores y magnánimos
sin robar la gloria a Dios.
Formadlos en la piedad recia para que encuentren en Dios la aspiración
de todas sus aspiraciones y el impulso constante para hacer el bien a los
hombres.
Formad su inteligencia para que se sientan comprometidos con la
orientación de los avances y progresos de la humanidad.
Formad bien su corazón para que sean señores de la tierra y no
señoritingos; esclavos del dinero, del poder, del vientre o de la carne.
Formad bien su voluntad para que decidan antes de dar su palabra y
después la cumplan.
Formadlos en la austeridad para que aprendan a vivir de su trabajo, con
lo necesario, evitando los caprichos.
Formadlos en la fidelidad para que no se asombren de las deserciones ni
les afecten las claudicaciones de los que se llaman amigos.
Formadlos en la sinceridad para que su sí sea siempre sí, y su no, no.
Formadlos en la certidumbre para que lleven con elegancia el peso duro
de la actividad diaria.
Formadlos en la laboriosidad para que den todo el juego a sus
posibilidades.
Formadlos en la libertad para que tengan la ilusión de organizar un
mundo en el que haya libertad para la Iglesia de Cristo y los ciudadanos de
Dios.
Formadlos en las virtudes humanas para que la gracia de Dios se
desarrolle en su personalidad hasta dar el ciento por uno.
Formadlos en la verdad para que no vayan del brazo con el error, como
lo hace tanto católico ingenuo.
Formadlos en la comprensión para que sepan convivir con todos los
hombres, los llamados malos y los llamados buenos, con quienes, a veces,
resulta gravoso porque se consideran demasiado buenos para admitirnos
entre ellos. Cuando Cristo llamó a Mateo para que le siguiera, los únicos
que murmuraron fueron los «buenos» de entonces: los fariseos.
Que vuestros hijos sepan convivir con amigos y enemigos.
El criterio es claro por cristiano: una gran comprensión con todos los
equivocados y la máxima intransigencia con todos sus errores.
Pero la distinción entre buenos y malos dejadla al juicio de Dios. No os
olvidéis que la Cruz de Cristo se levantó en el Gólgota con el esfuerzo de
todos: el de los judíos, el de los gentiles, el de los buenos, el de los malos, el
tuyo y el mío. El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.
Todos somos responsables del hecho luctuoso del monte de las Calaveras en
la tarde triste del primer viernes santo.
Abrid los ojos a vuestros hijos. Somos nosotros los cristianos
responsables, muy responsables, del curso que tomen los acontecimientos
humanos, porque los hechos futuros tienen siempre su causa en el presente
que estamos viviendo.
A los cristianos nos afectan todos los problemas del mundo, desde los
más importantes sucesos políticos, económicos, históricos, artísticos y
sociales hasta los más pequeños problemas individuales y familiares.
Formadlos para que no se acurruquen en un estúpido «qué se va a hacer»
mientras una minoría pagana o sectaria establece leyes en un país contra los
derechos de Cristo en la sociedad.
Formadlos para que puedan ser rectores de un pueblo.
«Para realizar una acción fecunda necesitamos –te grito con clamores de
Pontífice– de una selección de hombres de sólidas convicciones cristianas,
de juicio seguro, de sentido práctico y justo, conformes consigo mismo en
todas las circunstancias, hombres de doctrina clara y sana, de propósitos
firmes y rectilíneas; sobre todo, hombres capaces... de ser guías y directores
especialmente en los tiempos en que las apremiantes necesidades
sobreexcitan la impresionabilidad del pueblo y lo hacen más fácil al desvío
y a la perdición; hombres que en las épocas de transición... sientan por
doble razón su deber de hacer que circule por las venas del pueblo y del
Estado, atacadas por mil fiebres, el antídoto espiritual de los criterios claros,
de la bondad desprendida, de la justicia igualmente favorable a todos, y la
tendencia de la voluntad hacia la unión y la concordia nacional dentro de un
espíritu de sincera fraternidad» (Pío XII).
Vuestro fruto, padres, será espléndido. El fruto será divino.
¡Sembrad! ¡Sembrad! ¡Sembrad vuestra vida y vuestra doctrina!
No os puedo ocultar que la tierra de vuestros hijos puede contener mucha
piedra, mucho guijo, mucha espina... y parte de la siembra puede perderse.
Pero la siembra caerá sobre la tierra buena preparada por la gracia de Dios y
por la reciedumbre, fortaleza y voluntad de vuestros hijos... y el fruto
rebosará. A pesar de las piedras y de los guijos, el fruto será abundante.
Perseverad en la siembra.
Aquella abuela buena, santa –¿cuándo la veremos en los altares?–, no se
cansaba de repetir: «Hijo mío, ¿vergüenza?; sólo para pecar». Su hijo lo ha
repetido a los suyos. No es extraño que los nietos hayan salido
desvergonzadamente valientes para poner por obra los mandatos del Señor...

¡A LOS VENCEDORES!

«Fiado en Ti, soy capaz de romper ejércitos. Fiado en mi Dios, asalto


murallas. Es perfecto el camino de Dios» (II Sam., XXII, 30 y 31).

¿No sabéis que al final del tiempo Cristo será el triunfador de cielos y
tierra?
¿No sabéis que cuando venza –que vencerá– sobre todos sus enemigos
entregará su Reino al Padre Dios? «El último enemigo reducido a la nada
será la muerte» (I Cor., XV, 26).
El mundo que pisamos, nuestra pobre tierra, no recibirá la forma reglada
y bruñida que le corresponde hasta que al final de los tiempos sean
sometidas a Cristo todas las cosas.
Nuestra pobre tierra será siempre, durante la vida del hombre, un
pequeño valle de lágrimas y dolores. ¡Pero no es ni cristiano ni hombre
quien ceda a la tentación de no mejorarla!
¡Se pueden enjugar muchas lágrimas!
¡Se pueden aliviar muchos dolores!
¡Se pueden sembrar muchas alegrías!
Quien ceda a la tentación de dejar al mundo que siga su curso podrido;
quien no ponga afanes –todos sus afanes– para que Cristo reine aquí en
nuestro mundo, en todas las actividades, tanto privadas como públicas, ¡ése
es un canalla sin fe, sin esperanza y sin amor!
Todos –padres, hijos, ricos y pobres– tenemos la obligación –en la
medida que el Señor exige– de trabajar por Cristo, por el mundo y por los
hombres.
Ni Epulón, ni Pilato, ni Judas, ni el joven rico que, llamado por el Señor,
se retiró triste, ni los hermanos del hijo prodigo –¡que tiene muchos en
nuestros días!– salvarán al mundo.
«Para un cristiano consciente de su responsabilidad, aun para el más
pequeño..., no hay tranquilidad perezosa ni existe la fuga, sino la lucha, el
combate contra toda inacción y deserción en la gran contienda espiritual en
la que se propone como galardón la construcción, más aún, el alma misma
de la sociedad futura» (Pío XII).
Habrá dificultades –¡muchas!–, pero no huyáis. No dejéis el campo libre
a los enemigos de la Iglesia.
Teméis el futuro, pero no se ve que os ocupéis de prepararlo.
Os comportáis tan neciamente como el mal estudiante que se aflige de
continuo porque ve llegar la fecha de los exámenes sin que se decida a salir
de su inactividad culpable.
¿No habéis aconsejado a los hijos que estudien?
Pues eso mismo os lo repito: trabajad en el presente mirando al futuro.
El mañana será como lo hayamos preparado hoy; suelen darse pocas
sorpresas. Estas se producen cuando los hombres permanecen inactivos
quejándose inútilmente de las circunstancias presentes, añorando tiempos
pasados que no volverán.
Todos los neutrales, los indiferentes, los espectadores pasivos, los
abstencionistas, los partidarios del «laissez faire, laissez passer», los
cobardes, son cómplices de todas las iniquidades y felonías que cometen los
enemigos de Dios.
Y vosotros, padres, seréis responsables igualmente de la pasividad de
vuestros hijos por no haberlos educado para actuar como cristianos.
La juventud de hoy, como la de siempre, está dispuesta a actuar si se le
educa para ello.
Entre los jóvenes, entre los hombres maduros y entre los viejos, «el que
sepa hacer el bien y no lo haga es reo de pecado» (cfr. Iac., IV, 17).
No es suficiente ni la oración, ni la mortificación, ni la buena voluntad.
Hay que orar, mortificarse y trabajar.
Tendremos que trabajar la parte que nos corresponde y la de aquellos que
abandonen por cansancio. Sobre todos –grandes y pequeños– gravita la
responsabilidad del mundo. Pero puede ocurrir, y por desgracia ocurre, que
los más se desentienden de su cometido; los más se cansan y se retiran,
dejando incumplido el trabajo que Dios les encomendó. Es muchedumbre la
que forman los desertores.
No os paréis a mirar; continuad la marcha; arrebatadles la bandera, y
¡seguid adelante como si hubiesen muerto!
Pero sabed que su trabajo tiene que llevarse a cabo, aunque seamos
menos, aunque la carga se duplique sobre nuestros hombros.
La gracia de Judas pasará a Matías. Otros vendrán a llenar el hueco de
los desertores. Los que quedan en pie tendrán que realizar las obras de
nuestro Dios.
Enseñad esto a vuestros hijos para que no se escandalicen con las
deserciones ni caigan en la tentación de pasarse al bando de los
espectadores perezosos.
Desertores los ha habido siempre. Traidores, también; incluso en la
primera hora del Cristianismo. Como aquellos dos que, sometidos a
tormentos, declararon el paradero de S. Policarpo, a lo que añade
escuetamente Las Actas de los Mártires: «y los que le habían traicionado
sufrieron su merecido, es decir. el castigo del mismo Judas».
No permitáis que entre el desaliento en el alma. Arriesguémonos en esta
lucha por ganar el mundo para Cristo, ¡que vale la pena!
Esta es la auténtica guerra por la paz; ésta es la guerra en la que los que
batallen saldrán siempre vencedores.
Es promesa del Señor; nos lo asegura Cristo y nos lo recuerda Juan desde
una isla peñascosa en la que vio a los vencedores llegar a la nueva tierra.
¡Sí! Una tierra nueva nos aguarda después de la victoria; una tierra nueva
en la que no se sufrirá ni la muerte, ni el llanto, ni la sed, ni la noche, ni los
gritos, ni el trabajo (cfr. Apoc., XXI, 4).
Ahora hay que comportarse como en la guerra.
Después será el juicio. Vi a los muertos que estaban delante del trono –
dice Juan en el Apocalipsis–. Y fueron abiertos los libros; y los muertos
fueron juzgados según las obras que estaban escritas en los libros.
También el mar, la muerte y el infierno entregarán sus muertos para ser
juzgados según sus obras.
Por último: la sentencia.
Se oye ya el ruido del día de Yavé; el día de los alaridos de los
desertores. ¡Entonces –nos dice el Espíritu por boca de Sofonías– aniquilaré
hombres y bestias; aniquilaré los restos de Baal; aniquilaré a los que
abandonaron la lucha!
En el Día de Yavé se castigará a todos los que vistieron vestidura
extranjera.
Ni su oro ni su plata podrá salvarlos.
Terrible será Yavé contra ellos. Hará perecer a todos los dioses de la
tierra.
Y las ciudades orgullosas que decían en su corazón: ¡yo, y no hay más
que yo! serán asoladas, convertidas en guaridas de fieras.
Con el fuego de su celo será devorada la tierra entera.
Pero para quienes han confiado en el Señor –nos dice San Juan–, Él será
su Dios, y ellos serán sus hijos.
Esto es lo que nos asegura el que es Príncipe de los reyes de la tierra, el
Primogénito de los muertos, el Todopoderoso, el que tiene fuego en sus ojos
y su voz como la voz de muchas aguas, el que guarda las llaves de la muerte
y del infierno, el que murió y volvió a la vida, el que tiene en su diestra
siete estrellas:
A los vencedores, a los que conservaron hasta el fin mis obras, Yo les
daré poder sobre las naciones y las apacentarán con vara de hierro.
A los vencedores les daré el maná escondido.
A los vencedores les daré una piedrecita blanca y en ella escrito un
nombre nuevo.
A los vencedores inscribiré su nombre en el libro de la vida.
A los vencedores les confesaré delante de mi Padre y ante sus ángeles.
A los vencedores les haré columnas en el templo de mi Dios, y sobre
ellos escribiré el nombre del Señor.
A los vencedores les daré la estrella de la mañana.
Esto dice el Hijo de Dios:
Yo soy el que escudriña las entrañas y los corazones; no arrojaré sobre
vosotros nueva carga, pero la que tenéis tenedla fuertemente hasta que Yo
vaya.
Aprovechemos ahora nuestro tiempo, antes de que se nos vaya.
Aprovechemos hoy nuestro tiempo, porque un día se nos quitará.
Aprovechémonos antes de que sea tarde.
Aprovechémoslo antes de que aparezca el ángel apocalíptico; antes de
que el ángel portador de un arco en sus manos ponga un pie en el mar y el
otro en la tierra; porque será entonces cuando gritará: No habrá más tiempo.
Entretanto... –el grito es de San Pablo– comportaos de una manera digna
del Evangelio de Cristo; manteneos firmes en un mismo espíritu, luchando
juntos, con una sola alma, por la fe del Evangelio y no os dejéis amedrentar
en nada por los adversarios.
Todo cuanto nos tiene prometido el Señor se realizará. Antes, más y
mejor de lo que esperamos.
¡Vale la pena, padres, poner afanes en la tierra y en los hijos! Vale la
pena seguir correspondiendo a la vocación de padres que habéis recibido. A
la reforma de los hogares seguirá la reforma del mundo. Tras la lucha y el
cansancio llegará la victoria. Y a la victoria seguirá el juicio de Dios sobre
los hijos del Rey.

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