Dios y Los Hijos
Dios y Los Hijos
Dios y Los Hijos
Lo primero que Dios hecho hombre vio en nuestra tierra fueron los ojos
de una Madre.
¡Alegraos los que tenéis hijos! ¡Sí, alegraos!
Vosotros, quienesquiera que seáis, habéis correspondido a la vocación, al
llamamiento del Señor. Habéis colaborado con Dios en el nacimiento de los
hijos. Y Él –que comenzó la obra buena–, Él la terminará.
Vosotros, padres y amigos, los que ayudéis a muchos hijos a ganarse el
cielo, brillaréis eternamente como estrellas.
Los hijos –don de Yavé– son saetas en las manos del guerrero.
¡Bienaventurados los que tenéis muchos hijos! No seréis confundidos (Cfr.
Ps. CXXVII).
¡Óyeme! Te escribí hace unos años. ¿Te acuerdas? Una carta larga en la
que te hablaba del valor divino que tienen las cosas humanas; recuerdo que
puse toda mi ilusión en reproducir lo más fielmente posible la doctrina
aprendida de labios del Fundador del Opus Dei; en ella te contaba las
aventuras que puede vivir un cristiano en esta tierra llena de confusiones: la
aventura del trabajo, la aventura del dolor, la aventura de la muerte. ¡De
cuántas cosas charlamos entonces!
En aquella larga epístola, escrita a sangre y fuego en un molino viejo de
Castilla, te hablaba de Dios y de los hombres, de lo que los cristianos
hemos de hacer en la tierra. Yo me entusiasmaba mientras te escribía;
llenaba pliegos y cuartillas, de día y de noche. Tardé en escribirte quince
días. Cantaba mientras escribía. Pasaban ante mis ojos muchos hombres,
como una inmensa caravana; yo no hacía más que escribir lo que veía. ¡Así
tenían que ser los hombres de esta segunda mitad del siglo XX!
Cualquier extraño que cogiera esa carta nos tacharía de locos. Y es que
verdaderamente todo esto es una locura, una gran locura.
Cuando el mundo se sumerge en las tinieblas, nosotros hablamos de la
Luz que lo va invadiendo todo.
Cuando los hombres hablan de guerras y persecuciones, nosotros
tratamos de la Paz que se avecina.
Cuando las gentes se encogen atemorizadas pensando en el presente,
nosotros cantamos a la Alegría mirando esperanzados el futuro.
Cuando los egoístas cierran los postigos de su alma, arrinconando tesoros
que se pudren en la tierra, nosotros gritamos: ¡vale la pena!, ¡vale la pena
darlo todo!
¿Cómo quieres que no nos tachen de locos, si no comprenden, si no nos
pueden comprender? Y no será porque no contemos en alta voz nuestra
locura... Tú y yo continuaremos mirando a las alturas.
¿Que hay hombres que nos miran con rencor y envidia desde la acera de
enfrente? No te apures; siempre los ha habido, como en los primeros
tiempos del Cristianismo. Si ellos no son cristianos, ¿cómo se van a alegrar
de nuestro paso victorioso?
El Señor nos ha enseñado a hacer lo que estamos haciendo. ¡Adelante!
¡Prescinde de las murmuraciones de la gente! Llegó Juan, que ni comía
pan ni bebía vino..., y le llamaron endemoniado. Vino Jesús..., y por comer
pan y beber vino, le insultaron por voraz y bebedor. Son como niños
caprichosos –el comentario es de Cristo– a quienes se les cantan alegrías y
se ponen a llorar.
Espera, ten confianza; hasta los indiferentes se vendrán con nosotros.
¡No sabes bien lo que pesa el Amor! Se acercarán con curiosidad a la Luz, y
la Verdad les arrastrará en su corriente.
¡Escúchame! Después de contarte algo de esta gran Aventura que se
extiende por la tierra toda, quiero entrar ya en el objeto de esta carta.
Perdóname que me haya extendido tanto en los principios.
Hace mucho tiempo que te escribí aquel primer libro. Desde entonces
han pasado algunos años y te encuentro metido en una nueva vida; un
hogar, una mujer y unos chiquillos. No sé qué me da decirte que te
encuentro algo más viejo. Pero a lo que íbamos. Tengo que hablarte de una
gran empresa. Espera.
¿Sabes por qué fracasan las grandes empresas?
Es indudable que en la actualidad hay hombres buenos que quieren hacer
grandes cosas por Cristo. Y comienzan con grandes arranques. Y cuentan
con muchos medios. Y al poco tiempo de empezar, ya son muchos. Y todo
lo quieren hacer en seguida. Y... el fracaso es total y estrepitoso.
A medida que nacen estas grandes empresas, se hunden las anteriores. Y
surgirán otras nuevas, cuando se desmoronen éstas. ¿No te has dado cuenta
del porqué de tanta frustración en las obras de los hombres? Por falta de
criterio sobrenatural y humano. Empiezan siempre por arriba, olvidándose
de una norma tan elemental en la construcción como es la de iniciar por
abajo. ¿Qué hacemos con las banderolas agitándose al viento si no tenemos
una torre y unos cimientos que las sostengan?
Tú y yo vamos a comenzar por abajo, bien fundamentados. ¿En quién?
En Cristo. ¿Conoces algún otro cimiento para la vida del cristiano?
La empresa de la que quiero hablarte es grandiosa. Tenemos que empezar
por abajo. Por Cristo y por el hogar.
Es el hogar el que me preocupa, mucho más que el ambiente maligno y
virulento de la calle. Lo que me intranquiliza es la vida que tus hijos
aprenderán a vivir en tu casa, al ver tu ejemplo, al contagio de tu vida, más
que lo que puedan aprender de la infidelidad y felonía de los demás. Lo que
me inquieta es saber si les podrás dar ese «algo», ese «mucho» que se
precisa hoy para vivir cristianamente.
¿Te figuras qué mundo podemos preparar para mañana si logramos que
estos hijos tuyos se den cuenta, desde ahora, de que Jesucristo vive?, ¿de
que hay que servir a la Iglesia, dispuestos a perder la hacienda, la honra y la
vida si preciso fuere?, ¿de que Cristo tiene derechos en la sociedad?
¡Derechos que sólo los torpes y los infames pueden negar!, ¡derechos que
hay que hacer valer, para lo cual los cristianos tienen que actuar en la vida
pública, impidiendo que la Vida se asfixie, se encarcavine y se pudra en las
conciencias!
¿Te das cuenta, tú, de lo que podemos hacer mañana, un mañana que
apunta ya su sol, si ahora formamos a tus hijos, a nuestros hombres, tal
como Dios y su Iglesia quieren? Leales, decididos, resueltos,
emprendedores, responsables, laboriosos, amigos de la libertad, sin miedos,
sin vergüenzas, sin escrúpulos, sin temores; con fe, con esperanza, con
amor, con un gran amor, con una fuerte caridad que les empuje desde dar de
comer al hambriento hasta despertar a los dormidos, que son muchos y se
arriesgan a perder el cielo.
¡Los hijos!, ¡tus hijos!, ¡son la esperanza de Dios!
¿Vas presintiendo algo de lo que quiero decirte en esta carta?
¿Por qué te quedas pensativo? ¿Te parece pequeña la empresa o, por
grande, irrealizable? ¿No sabes que contamos con Dios? Y «¿Quién
semejante a nuestro Dios... que hace a la estéril, sin familia, sentirse gozosa
madre de hijos?» (Ps. CXIII).
No seas pesimista. ¡Anda! Pasa la página.
¡LLENAD LA TIERRA!
RAZONES DE LA INFECUNDIDAD
FE EN CRISTO
SANTIDAD EN EL MATRIMONIO
El Santo Padre Juan XXIII nos recuerda: «Ante Dios, todos, sin distinción,
somos llamados a la santidad».
¿Qué hacéis mirando a los fariseos? ¿Es que queréis compararos con
ellos? Siempre estáis buscando una excusa en la actitud negativa de los que
rodean vuestra vida, para continuar sin hacer nada positivo.
Sois como la higuera estéril. ¿Que ya dais algo? ¡Sí! ¡Hojas y sombras!:
insuficiente, a todas luces, para lo que pide Cristo, ¡que pide fruto!
Si vuestra honradez, si vuestra lealtad, si vuestra justicia, si vuestra
santidad no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de
los cielos.
¿Acaso desconocéis las exigencias de Cristo a los suyos? ¡Qué poco
habéis ahondado en lo que tenemos que hacer aquí, en la tierra!
No mires a tu alrededor porque se te pide santidad. ¿Nunca ha entrado en
tus planes terrenos el santificarte?
Es precisamente santidad lo que nos pide Dios. Y a ti, Dios te pide
santidad en el mundo, sin salirte de él. Desde toda la eternidad, Dios pensó
en ti para que te santificaras en el matrimonio, con «esa» mujer, con «esos»
hijos. ¿Cómo es posible que ignores los deseos de Dios? Todos conocemos
algo del esfuerzo, del brío y del valor que hace falta para escalar las cimas
que Dios nos propone. Pero al menos, ¡sabedlo!, ¡no lo ignoréis!, ¡luchad
por conseguirlo! ¡No os quedéis apoltronados!
«Me hablas de santidad y de perfección en la vida ordinaria –escribe uno
de los ignorantes, uno de los muchos millones de ignorantes que hay en el
mundo–, y me gusta oírte hablar así. Pero tu caso es muy distinto del mío.
Yo soy un hombre casado, tengo mujer e hijos a quienes atender y cuidar.
Por otra parte, mi profesión me ocupa muchas horas del día, porque para
llevar bien mi casa debo trabajar bastante. Yo procuro, desde luego, ser
honrado y justo, y cumplir mis obligaciones religiosas. ¿Qué más puede
pedirme Dios a mí? ¿Qué más puedo hacer yo por Dios?».
¡Cuántas firmas podría recoger esta carta! Cuánto ignorante que presume
de intelectual. Cuánto ciego que alardea de tener los ojos grandes, como
platos.
Tú... Y tú, ¿suscribiríais esta carta?
Te estoy oyendo: «Mis circunstancias son tan especiales... No tengo...».
¡Sí, termina la frase! No tienes tiempo... para la santidad. Eso querías decir.
Habías pensado que la santidad es cuestión de tiempo: ¿para qué?, ¿para
poder perderlo en actos piadosos?
«Estás casado y ya cumples con tus obligaciones religiosas. ¿Qué más se
te puede pedir?». Si realmente –como dices– eres honrado y justo, lo que te
falta es abrir los ojos para poder comprender de una vez lo que el Señor
pide a los cristianos.
¿Cuándo te vas a convencer de lo que Dios quiere de ti «en esas
circunstancias»? ¿O eres, tú también, de los que esperan un pequeño
cambio de situación para –¡entonces!– empezar con seriedad el buen
camino?
Nos comportamos tan ridículamente como el pequeño que retrasa el
estudio para comenzar el próximo lunes, ¡estando a martes!
Somos como el chiquillo que deja el trabajo serio «para después de
Navidades». ¿Por qué nos dejamos engañar por la pereza? ¡Cuando
cambien las circunstancias! ¿Y lo dices seriamente? «Cuando cambien las
circunstancias», fue la excusa que presentaron al Rey los invitados para no
asistir al banquete de bodas. Uno había comprado un campo; otro, una
yunta de bueyes; un tercero, como tú, se había casado. Y ninguno de los tres
pudo entrar en el Reino. ¡Hay que acudir cuando Dios llama, sin esperar a
que cambien las circunstancias!
¡Después!, ¡mañana!, ¡otro día!: es todo lo que sabéis decir a Dios, a
quien dejáis, como a un pordiosero, a la puerta de vuestro corazón.
¡Después!, ¡mañana!, ¡otro día!, ¡hoy no puedo! Como si la santidad
dependiera del tiempo de que disponemos. Como si mañana hubierais de
tener más fuerza; ¿por qué?, ¿por no haber correspondido hoy?
¡Cuántas veces el ángel me decía:
Alma, asómate agora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
(LOPE DE VEGA).
HOGARES VIVOS
CRISTO EN EL HOGAR
Tratad a Cristo como a un gran personaje que se sienta entre vosotros a la
mesa, como se sentó con los discípulos que marchaban camino de Emaús;
con Simón el fariseo; con Lázaro y sus hermanas.
Tratadle como a un gran personaje que duerme entre vosotros, como
dormía sobre el cabezal en la barca de Pedro el día en que se arremolinaron
las aguas.
Tratad a Cristo como a un enamorado de vuestros hijos, recordando
cómo se encariñó con aquellos niños a quienes bendecía cuando se
acercaban a Él.
No caigáis en la tentación de pensar que Dios es demasiado grande como
para preocuparse de las pequeñas historias terrenas de vuestros hijos.
Tratadle como a un gran personaje, que conoce el dolor de una madre
que da a luz a su hijo.
Tratadle como a quien entiende de la angustia de la mujer que pierde su
dinero.
Tratadle como a quien se compadece de la muerte de un hijo.
Cristo no pasó indiferente ante ningún dolor, ante ninguna pena, ante
ninguna congoja.
Tratadle como a quien puede remediar la lepra, la ceguera, la sordera y la
muerte del alma.
Tratadle así, padres, y vuestros hijos aprenderán a convivir con Él, como
se convive con un Amigo bueno, con un Hermano a quien se quiere de
veras, con un Padre cariñoso que se desvive por nosotros, con un Dios que
se hizo carne porque sus delicias consisten en estar con los hijos de los
hombres.
Entonces..., cuando así viváis, todo eso que habéis colgado de las
paredes recobrará vida y ayudará a vuestros hijos a tener más presente al
Dios vivo.
Entonces..., una mirada al Cristo que nos mira desde la Cruz vendrá a
decirnos repetidamente que «obras son amores y no buenas razones».
Un hogar será vivo cuando en él se viva el espíritu de fe, de esperanza y
amor.
¿Sabes lo que expresa que el hogar sea vivo como Cristo quiere que sea?
¡Por los frutos los conoceréis!
Si la vida del nuevo hijo es, para vosotros, una bendición de Dios, ¡ahí
está Cristo junto al recién nacido!
Si vuestra reacción ante la muerte de los vuestros es cristiana, ¡ahí está
Cristo junto a vuestro pequeño muerto!
Si conserváis la paz y la serenidad ante las contradicciones, ¡ahí está
Cristo, detrás del dolor!
Sí, entonces creeré que vuestra casa es viva.
¡Contempla la vida que brotaba de los primeros hogares formados junto a
Cristo! Arístides nos lo recuerda: «Cuando a uno (de los cristianos) le nace
un niño, alaban a Dios; y también si sucede que muere en su infancia,
alaban a Dios grandemente, como por quien ha atravesado el mundo sin
pecado... Tal es, ¡oh emperador!, la Constitución de la ley de los cristianos y
tal es su conducta».
¡Qué responsabilidad la vuestra –padres cristianos– y la nuestra –
¡sacerdotes del Cristo vivo!– si, carentes de vigor personal, dejamos que
esos hijos tengan una idea más o menos vaga de nuestro Dios!
¡Qué responsabilidad si les abandonamos al falso criterio de quien piensa
que Dios está lejos, demasiado lejos, como para ocuparse de nosotros!
¡Qué responsabilidad –tuya y mía– si se lo imaginan neutral frente a
nuestros problemas!
¡Qué responsabilidad si no ven en Dios más que a un severo Juez!
¡Qué responsabilidad la nuestra si no llegaran a aprender a tratar a Cristo,
con cariño de hijos, como a un gran Personaje de la tierra y del cielo!
Esto nos dice el Señor por boca de Isaías:
¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? ¿Sí? Pues aunque
ella se olvidara, Yo jamás me olvidaré de ti; te tengo grabado en las palmas
de mis manos.
Esto has de inculcarles. ¡Escucha!:
Jesús ha sido invitado a comer –no es una parábola– a casa de Simón el
fariseo. Jesús no entiende la desconsideración de que ha sido objeto por
parte del ricachón. Lo que era costumbre hacer en aquel tiempo con los
invitados de alguna categoría, no se ha hecho con el Señor. El porqué, ni tú
ni yo lo comprendemos. Tampoco Cristo lo entiende; pero pasa por alto la
impertinencia. A Jesús no le han lavado los pies. A Cristo no le han dado el
beso protocolario de bienvenida, ni han ungido con óleo su cabeza. Jesús no
pedía nada extraordinario, sino lo que era costumbre del tiempo y del lugar.
No te olvides que Cristo era el Maestro, el Profeta, el gran Personaje que se
dignaba entrar en la casa de Simón el fariseo.
Jesús quiere que –¡al menos!– le tratemos como a uno más entre los
principales de la tierra; ¿no es lógico?
Por todo ello, cuando se acerca a la mesa una mujer –mujer que fue de la
vida, ahora una arrepentida de corazón–, Cristo deja que haga con Él lo que
no hizo el hombre rico que le invitó.
La pobre mujer, ante los ojos estupefactos de quienes la conocían, entre
sollozos, derrama sobre los pies de Jesús el bálsamo contenido en un vaso
de alabastro, un perfume hecho de bálsamo y de lágrimas.
La mujer no sabe bien lo que hace. Llora, besa los pies, los seca con sus
cabellos, los vuelve a besar, derrama el perfume.
Y las lágrimas, que conmueven a cualquiera, en llegando al corazón de
Simón, lo secó. Y lo secó de tal modo que le hizo pensar: ¿Este es Jesús, el
Profeta, y no sabe qué clase de mujer le está tocando?
Nuestro Cristo, que pasó por alto la desatención al comienzo del
banquete, no está dispuesto a transigir con la infame impertinencia.
¿Ves a esta mujer? –dice Cristo a Simón–. Yo entré en tu casa y no me
diste agua para lavar mis pies; ésta ha bañado mis pies con sus lágrimas y
los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo de paz; mas
ésta, desde que ha llegado, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has
ungido con óleo mi cabeza, y esta mujer ha derramado perfumes sobre mis
pies. Por esto te digo: le son perdonados muchos pecados porque ha amado
mucho.
¿Aprenderéis a tratarle, ¡padres!, ¡hijos!?
Vosotros, los que recibís a Cristo en el hogar pequeño de vuestro corazón
en la Eucaristía, ¿hacéis con Cristo lo que hacéis –cuando menos– con las
visitas de los grandes personajes?
FILIACIÓN DIVINA
NO TODO ES PECADO
«Temo... que, por desgracia, hay quizá entre vosotros contiendas, envidias,
animosidades, discordias, detracciones, chismes..., y tenga que llorar a
muchos». Son palabras de Pablo a los de Corinto.
«¿Qué gente tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía... y creyendo
nos ama Dios y ellas a Él... que no cobre amor?» (SANTA TERESA).
ESPÍRITU DE SERVICIO
Todo hombre que se incorpore a Cristo tiene que entender la vida como
servicio a los hombres. «El cristiano no emplea –dice Schmaus– sus
esfuerzos culturales o políticos en producir valores objetivos, sino en
producir valores para bien y utilidad del hombre. San Agustín dice que el
poder terrestre es una función de servicio». De esto quiero hablarte, del
espíritu de servicio que ha de animar tu vida y la de los que te rodean.
Primero en tu vida. Los hijos han de comprobar con sus propios ojos qué
es eso de darse a otros. Al verte actuar en familia han de entender que, en
esta vida, el amor consiste en hacer obras buenas.
Gravita sobre vosotros la responsabilidad de mantener vivo el espíritu
cristiano de las primeras generaciones. Y éste era el tono de vida de
aquellos hombres: «Nuestra religión no se cifra en el cuidado de discursos,
sino en la demostración y enseñanza de obras». «Entre nosotros... es fácil
hallar a gentes sencillas, artesanos y vejezuelas, que si de palabra no son
capaces de poner de manifiesto la utilidad de su religión, lo demuestran por
sus obras. Porque no se aprenden discursos de memoria, sino que
manifiestan acciones buenas: no herir al que nos hiere; no perseguir en
justicia al que los despoja, dar a todo el que les pide y amar al prójimo
como a sí mismos». Estos dos textos de Atenágoras expresan todo cuanto
tengo que decirte.
¡Cuántos temas van saliendo para tus charlas amistosas con los hijos!
Les irás desentrañando, poco a poco, el Evangelio. Ahí tienes un
magnífico apostolado familiar. Déjales entrever cómo el cariño de Cristo
por los suyos le llevaba a lavar los pies sucios de los discípulos.
Incúlcales el espíritu de servicio a los demás y lo que ello encierra: el
espíritu de sacrificio. Ahí tienes el fundamento para toda esa formación
social tan necesaria en nuestros días.
Si no lo haces, los muchachos serán individualistas, comodones, con
alma de avaros; se asustarán cuando oigan hablar de lo mucho que hay que
preocuparse por los problemas, las necesidades, los intereses, los derechos,
los gustos y la vida de los demás. ¡No podemos permitir que junto a
nosotros salgan generaciones de hombres entregados exclusivamente a lo
suyo! Tendremos que desvivirnos por formarlos generosamente.
Si Dios es amor –que lo es–, el hombre, hecho a imagen y semejanza de
Dios, también lo será. Y el amor sólo sabe decir «tú», o, de no saber
decirlo, resulta egoístamente mudo, violento, triste. El amor se actualiza en
la donación a otra persona.
Por paradójico que pueda parecer, te diré –plagiando a Schmaus– que el
hombre se realiza plenamente a sí mismo sólo y cuando se entrega, cuando
se ofrenda.
¿Te resulta extraño que así sea? Pues abre el Evangelio. «Quien quiera
conservar su vida, la perderá; quien la entregue, la retendrá».
¡Hay que darse! ¡Tenéis que daros! ¡Tenemos que darnos! Únicamente de
este modo podremos enseñar a otros a que se den.
Y cuando te pregunten cómo es eso de ofrendarse, de entregarse a Dios,
dándose a sus hermanos, a sus amigos, al prójimo, cuéntales la historia de
Saulo, a quien el mismo Dios, después de derribarle del caballo, con un
manotazo de luz, explicó claramente lo que tus hijos necesitan aprender.
Camino de Damasco, Saulo entendió, por primera vez, que el perseguir a
unos hombres que se llamaban cristianos suponía perseguir a Jesús. Desde
entonces, en el fondo de las cartas de San Pablo, permanece latente esta
idea, como un ritornello que sirve para toda clase de canciones: todo cuanto
hagamos a los demás hombres, se lo hacemos a Cristo.
Nunca es demasiado pronto para empezar a enseñar a tus hijos este
espíritu de servicio, este sentido de sacrificio por los demás, como cuenco
donde se cuece el sentido de la responsabilidad social.
¿Espíritu de servicio? ¿Lo quieres para tus hijos? Enséñales que todos los
talentos que tienen recibidos de Dios –inteligencia, memoria, voluntad,
reciedumbre, espíritu de iniciativa, laboriosidad, lealtad, todas las virtudes
humanas y todas las sobrenaturales– tienen una función social. Los han
recibido de Dios para ponerlos a los pies del prójimo. El dinero, también; y
también la fortuna y los grandes ideales.
¿Espíritu de servicio? ¿Lo quieres para tus hijos? Que respeten siempre
el derecho, las opiniones, los bienes de los demás. Evita, en la mesa y en la
vida de familia, las burlas y las humillaciones de unos para con otros.
Preocúpate por saber si tu hijo es un buen compañero, leal y sincero con
los amigos. Preocúpate por enterarte si ya ha aprendido a dejar unos
juguetes, unos apuntes, unas notas, unos lápices a sus compañeros de
escuela.
Preocúpate por saber si te está saliendo egoísta y avaro de sus apuntes, de
sus notas, de sus lápices de colores.
Un hijo siempre corre el peligro de salir pródigo; pero corre muchos más
peligros aún de ser como el hermano del pródigo: ruin, avaricioso, tristón
ante la alegría del retorno de su hermano a la casa paterna.
Mientras los ángeles se alegran por la conversión de un pecador que hace
penitencia, el hermano del hijo pródigo se llena de tristeza.
No te quepa la menor duda de que la verdad está en esa alegría de los
ángeles, en la tuya y en la mía.
Tus hijos como los Apóstoles, en cierta ocasión, y como el hermano del
hijo pródigo pueden reaccionar mal ante el pecador, el equivocado y el
lujurioso. Pero para eso estás tú –siempre oportuno–: para corregir y
amonestar, como hombre bueno, como lo hizo Cristo, como actuó el padre
del pródigo.
Los Apóstoles pedían fuego para las ciudades orgullosas; el falso
hermano se quejaba de la fiesta organizada en torno al regreso del pródigo.
Pero Cristo da doctrina y el padre bueno reconviene a su hijo fiel.
EXIGENCIAS SOCIALES
LIMOSNA
Si todos los valores, si todas las virtudes que tenéis tú y tus hijos deben
orientarse también para utilidad de otros hombres, de entre ellos no puede
quedar excluído el dinero, como si no tuviera otra función más que
satisfacer el capricho personal. Ya te hablaré más adelante sobre lo que hay
que hacer con el dinero de los hijos, ese que te piden todas semanas y que
semanalmente les has de dar. De momento quiero insistir en el «nosotros»
del Ave María del que hablábamos en la página anterior.
También en el «nosotros» entran los pobres, esos a quienes hoy se llama
«económicamente débiles», pero que siguen siendo pobres.
Los primeros cristianos conocían la Sagrada Escritura; sabían que había
que ayudar a los necesitados.
«Si hubiere en medio de ti un necesitado de entre tus hermanos, en tus
ciudades, en la tierra que Yavé, tu Dios, te da, no endurecerás tu corazón ni
cerrarás tu mano a tu hermano pobre... Debes darle, sin que al darle se
entristezca tu corazón; porque por ello Yavé, tu Dios, te bendecirá en todos
tus trabajos y en todas tus empresas. Nunca dejará de haber pobres en la
tierra; por eso te doy este mandamiento: abrirás tu mano a tu hermano, al
necesitado y al pobre de tu tierra» (Deut., XV, 7-11).
Los primeros cristianos conocieron la doctrina de Cristo y la pusieron
por obra. «Los que amábamos por encima de todo el dinero y los
acrecentamientos de nuestros bienes, ahora, aun lo que tenemos, lo
ponemos en común y de ello damos parte a todo el que está necesitado»
(San Justino).
«Si tenéis posibilidad de hacer bien, no lo difiráis, pues la limosna libra
de la muerte» (San Policarpo).
«Que sea cosa buena visitar... a los pobres con muchos hijos... es
evidente e indiscutible» (San Clemente).
Entre los primeros hombres del Cristianismo también los pobres daban,
con sacrificio: «Y si entre ellos hay alguno que esté pobre o necesitado y
ellos no tienen abundancia de medios, ayunan dos o tres días para satisfacer
la falta de sustento necesario en los necesitados» (Arístides).
¿No es verdad que vivían más sinceramente el Cristianismo?
Hoy, a la hora de tener hijos y de dar limosna, todos se esconden, se
agazapan tras el escudo que lleva por mote: «Tampoco los otros los tienen
ni dan».
Corremos el peligro de formar una generación de hombres a quienes no
les suene, siquiera, la palabra limosna.
¿Que ya dais? Sí, yo os lo diré: ¡calderilla! Hoy se da mucha calderilla a
los pobres y a la Iglesia de Dios.
Y la calderilla es recompensada, únicamente, cuando no se tiene más que
calderilla, como en el caso de la viuda pobre del Evangelio.
Sólo ante la Iglesia y ante los pobres echáis la mano al bolsillo del
pantalón, porque es ahí donde guardáis la podrida calderilla.
¿Creéis que es así como se hace un tesoro en el cielo?
¿Quién os ha enseñado a ser tan espléndidos? Farisaicamente os habéis
quedado con la letra del Evangelio y dais, a lo sumo, vasos de agua, un
agua sin amor de Dios.
¿Qué es lo que aprenderán vuestros hijos sobre la limosna?
Cuando pase el tiempo y la calderilla ya no circule, ¿qué darán vuestros
hijos?
¡Calderilla! ¡Calderilla! ¡Dad mucha calderilla! ¿Creéis sinceramente que
son muchos los problemas y los grandes apostolados que se resolverán en la
Iglesia por el peso de vuestra calderilla?
Cuando los tenderos necesitan calderilla se dirigen siempre a las
sacristías de las iglesias, seguros de encontrar lo que necesitan.
¿Qué os diría San Pablo si fuese hoy por vuestras casas recogiendo
vuestra limosna?
¡Cuántas grandes empresas apostólicas ya iniciadas se podrían llevar a
cabo si tú colaboraras económicamente!
¿Por qué no haces un recuento de lo que diste de limosna el año pasado?
Terminarás en seguida, Tienes tiempo, si es que no cuentas... la calderilla.
No cuentes esos «pluses» que has entregado a los obreros por Navidades.
No, no los cuentes. Eso lo has dado para que no te quemen la casa. No entra
en el capítulo «caridad», sino en el de «seguro contra incendios».
Qué molestos son los obreros cuando se amotinan, ¿verdad? ¿No opinas
que sería conveniente que los «curas» se ocupasen de ellos para que
aprendan a vivir la «resignación cristiana»?
Yo he visto –se lo puedes decir a tus hijos– a la viuda pobre del
Evangelio. Yo he podido comprobar cómo se encendían los ojos de Jesús al
ver que echaba en la caja del templo las dos moneditas, que eran todo su
capital.
Es una viejecita de setenta y cinco años, arrugada, algo encorvada; sufre
mucho y nunca pierde la alegría.
Una viejecita de esas que llegan a la iglesia muy de madrugada.
Ella no conoce las fórmulas de los tantos por ciento de lo superfluo que
hay que dar como limosna. Ella ha inventado su propia fórmula. Percibe
dos mil pesetas mensuales; gasta mil y da las mil restantes. No tiene hijos, y
lo da todo a los pobres.
Hay que reconocer que tiene una manía, una bendita manía: la de que no
se entere nadie. Bendita manía, y bendita vieja; ¡qué bien ha aprendido lo
que dice Cristo en el Evangelio!
La fórmula de la limosna de nuestra vieja es flexible. Este es otro de los
aciertos de su propia fórmula: «Como el último mes, en lugar de gastar mil,
sólo he gastado novecientas pesetas, este mes podré dar mil cien». Estas
eran sus palabras.
Y del bolso viejo sacó unos miles de pesetas en billetes de cien. Eran
todos los ahorros que tenía hechos durante el año. Así será su limosna,
todos los meses, hasta que se muera.
Se quedará sin nada aquí en la tierra. Pero ella está segura –tú y yo
también– de que está llenando un gran bolso en el reino de los cielos.
La vieja no sabe que se haya escrito en este libro un pequeño capítulo de
su vida. Posiblemente, para cuando éste salga de la imprenta, la buena vieja,
la mujer encorvada que sufre mucho sin perder la alegría, se habrá
encontrado, ya en el cielo, un bolso viejo lleno de granos de oro.
Esta vieja buena aprendió a dar y a darse, a la vista de lo que hacían sus
padres, hace muchos años, en el hogar. ¿Aprenderán igualmente tus hijos lo
que es limosna, lo que es caridad?
DESCANSO EN FAMILIA
¿No serás tú la madre del muchacho que se me quejaba?: «Nunca veo a mamá porque
siempre está dando conferencias sobre la educación de los hijos».
Los hijos se fijan en ti porque quieren ser como su padre. Fíjate en ellos
porque –es mandato de Dios– tienes que ser niño.
El final de una película de corto metraje –creo que se llamaba «La
ventana»– me ha dado pie para este pequeño cuento.
Érase una vez un niño... ¿Estás dispuesto a hacerte niño para poder
entender el cuento? No olvides que son ellos, los niños, los que enseñan a
los hombres cómo ha de jugarse en la vida.
Ellos –los niños– cuando juegan a guerras levantan la mano blanca al
primer herido. Somos los hombrones los que no sabemos terminar las
guerras más que con muertos.
Ellos tienen peleas como nosotros; enemistades, enfados terribles... que
se dejan borrar por la noche. La Noche en los niños disipa todos los pesares,
porque las estrellas, al moverse, limpian las cosas sucias que quedaron
pegadas a sus almas durante el día. La Noche en los hombres... enciende
viejas pasiones, venganzas olvidadas, porque los hombres no sabemos jugar
con las estrellas ni queremos escuchar sus cuentos.
Cuando los niños despiertan a la vida cada día, lo hacen con una sonrisa;
para ellos los días son todos nuevos. Para los hombres que no saben ser
niños, los días son todos iguales, llenos de rutina y de cansancio; todos los
días son viejos.
El hombre despierta a la luz conociendo lo que le espera. El niño no se
para a pensar en las horas malas de ese día; sólo gusta de pensar en lo que
encontrará de aventura; en lo que tienen de color y de vida.
Los niños se enamoran de las cosas de cada día y por eso gustan de la
luz.
La inocencia de los niños les hace vivir libremente. Vosotros los hombres
vivís siempre pendientes de mil ojos tan sucios como los vuestros. Malditos
«qué dirán» ensucian vuestras intenciones. Los niños tan sólo se preocupan
del Dios que les mira por las estrellas.
Pero... ¿qué te iba diciendo?
Érase una vez un niño que tenía por juguete un ángel bueno y por
compañero un hombre malo.
El niño y el hombre se encontraban en una habitación grande de un viejo
hospital. El niño, con su ángel bueno, en una cama blanca, junto a la
ventana. El hombre, en la otra cama, suficientemente cerca para poderle
hablar, suficientemente lejos para no poder curiosear por la ventana.
El hombre malo no sé qué enfermedad tiene que no puede levantarse.
El niño amigo del ángel no sé lo que padece que requiere cuidados
durante la noche.
Cuanto más bueno es el niño, más odios se encienden en el corazón del
compañero.
El niño habla de jardines y de ensueños, de hombres y de chiquillos, de
calles y de plazas, de todo cuanto ve por la ventana.
A veces interrumpe su charla porque sufre fuertes ahogos; entonces agita
la campanilla..., y unas batas blancas que entran como alocadas, con un no
sé qué, calman sus dolores de muerte.
Y de nuevo, en cuanto puede, mirando por la ventana, continúa contando
cosas de las nubes y de las flores, del color del cielo, del color del día, del
color de las estrellas, del color de la noche.
Una gran envidia, una mala pasión crece en el corazón del hombre malo,
que no quiere escuchar al niño porque ¡desea la ventana! Todo lo demás le
aburre, le cansa, le agota; ¡desea sólo la ventana! La imaginación sucia le
empuja a ver cosas que el niño, con ojos limpios, no aprecia.
Tal vez el niño ha adivinado sus locas pasiones porque hoy le ha hablado,
como nunca, del sol, de sombras y de luces.
El hombre malo se ha enfurecido:
–¡Cállate!
Y el chiquillo con la voz de su ángel:
–¿Quieres que cambiemos de cama?
Al perverso le hace daño la generosidad del niño.
Y el niño, para alegrarle la vida, cuenta que te cuenta lo que ve por la
ventana:
–¡Huy; qué rojo está el cielo!
Y ese «cielo rojo» –que todo era cariño– enfureció como nunca al
malvado.
Aquella noche, cuando el chiquillo, como todos los días, llamaba a las
estrellas cuando éstas asomaban sus espadas en el cielo, llegaron los ahogos
mortales de siempre.
El niño alarga su brazo para coger la campanilla... Y no la encuentra.
Después de un suspiro agotador, con muecas de dolor, palpa otra vez la
mesilla... Y no halla nada en ella. Con gran esfuerzo se incorpora..., y clava
sus ojos blancos en la mano negra del hombre, que retiene la campanilla.
–¡Toca, toca!..., ¡pronto!... ¡Toca! –chilla como puede el chiquillo–, ¡toca
la campanilla!, ¡me ahogo! ¡Toca, toca! ¡Sé bueno!
Los ojos, casi muertos, del niño contemplaron por última vez, en las
manos duras de su compañero, una campanilla muda con una lágrima
grande por badajo.
A la mañana siguiente las batas blancas entraron, como de costumbre, y
encontraron al hombre dormido y al chiquillo ¡muerto! Y la campanilla, fría
y muda, sobre la mesilla.
Se llevaron el cadáver del niño que tenía por juguete un ángel bueno. Y
cambiaron de cama al hombre malo: junto a la ventana.
Y esto es lo que vieron –con rabia– sus ojos: un paredón y un tejado,
¡eso sólo!; un gran paredón con grietas verdes y, en lo alto, un sucio tejado
con tejas viejas, rotas, rojas, hechas de sangre.
LUZ Y ALEGRÍA
SENCILLEZ
EL CONVENTO
EL NEGOCIO
EL COLEGIO-HOGAR
EJEMPLO Y CONTAGIO
La educación de los hijos comienza veinte años antes del nacimiento de los
padres.
¡ESTAD PREVENIDOS!
Los hijos crecen. Es una perogrullada que conviene tengas muy en
cuenta. Los padres se olvidan con frecuencia, y van, casi siempre, a la zaga
en la evolución de los hijos. Continúan llamándoles «nenes» cuando son
niños. Les consideran «niños» cuando quieren ser llamados chicos. Y
chicos, cuando ya son jóvenes.
¿No te has encontrado con padres que se rasgan las vestiduras porque sus
hijos insinúan el matrimonio a una edad... en que ellos mismos se casaron?
Minucias de este jaez explican los conflictos entre padres e hijos.
Los hijos crecen y acaban por entrar, tarde o temprano, en una edad –que
unos llaman ingrata; otros, difícil–, una edad bonita llena de pesares. Una
etapa que nada tiene que ver con las anteriores. La niña se está haciendo
mujer, y el chiquillo, adolescente.
Cuando ya creías conocer el mundo de los pequeños, he aquí que la chica
mayor ha cumplido los doce años y el chico los trece, y se ha abierto algo
desconocido para ti y para ellos.
A los padres a quienes coja desprevenidos la nueva etapa les resultará
muy desagradable.
Los padres desprevenidos querrán, a toda costa, mantener los derechos
de siempre: la autoridad, la disciplina y el afecto. Los hijos –no saben por
qué– se sienten tiranizados y piden, con todas sus fuerzas, la libertad y la
independencia. Ahora les gusta salir con sus amigos. A la chica mayor le
molesta pasear con su madre.
No es extraña esta postura. Son pequeñas afirmaciones de su
personalidad. Una madre prevenida, sensata, debe saber aflojar la cuerda.
Poco tiempo después, a los dieciséis, será la misma chica la que proponga a
su madre el salir juntas.
Unos padres desprevenidos, asustadizos, pretenderán introducirse ahora
en el alma de los chicos, cuando precisamente ahora ellos tratan de cerrarse.
Cuando estáis más interesados por ellos –os preocupa su crecimiento y
su romanticismo– y queréis indagar con quiénes andan y de dónde vienen,
os desconciertan las respuestas lacónicas: «de por ahí», «de dar una vuelta».
Esta es la época del sufrimiento de una madre excesivamente celosa, que
comprueba que sus hijos o sus hijas se le van de entre las manos, sin
encontrar una solución para atraerlos.
En estos momentos hay algo mucho más importante que la autoridad a
ultranza; algo mucho más importante que el dar gritos, que no les
conmueven; algo mucho más importante que el acudir al sentimentalismo
del «me estás matando» o del «estás insoportable». Lo más importante en
estos trances es mantener la serenidad.
Una política de no intervención inmediata es siempre lo más adecuado,
lo más aconsejable.
El «a toda costa» es algo que no debéis pronunciar ante los hijos, porque
fomentaréis su rebeldía.
La supervisión –¿quién lo duda?– es absolutamente necesaria, pero ha de
ser indirecta.
Ahora es cuando se aprecia mejor el sentido común de los padres. Las
presiones, las violencias, que en etapas anteriores pudieron dar resultados
favorables, ahora se tornan contraproducentes.
La chica, extraordinariamente aplicada hasta el presente, se ha vuelto
perezosa. El chico, siempre activo en los juegos, pasa a ser espectador. Da
la impresión de que le pesa el esqueleto.
No hace falta que abráis el cajón de la mesa. Ya os diré yo lo que hay en
él: sellos, cajas de cerillas, «tebeos», billetes de tranvía, entradas de fútbol,
cromos, tarjetas postales, monedas antiguas. Cada quince días emprende
una nueva colección. Anímale al orden y a la constancia.
Colecciones, poesía, cartas, diarios, romanticismos, afición a la lectura –
que siempre es bueno–, grandes cariños para sus padres y muchas faltas de
respeto. Y comienzan los primeros amores en ellas, amores de los que te
tendrán al corriente si has sabido ganarte su confianza en etapas
precedentes.
Ha llegado el momento en que la casa les resulta excesivamente estrecha.
Si los padres se han despreocupado, erróneamente, de fomentar amistades,
de ampliar su hogar con el de otros hogares amigos, se encontrarán con que
sus hijos salen de su hogar para ir a otros, necesariamente desconocidos.
Los padres no pueden olvidar sus relaciones sociales, por ellos y por sus
hijos.
No te extrañes si tu hijo de quince años te sorprende a ratos con conatos
de independencia en el juicio y en la acción para después volver a las
chiquilladas de los diez años.
A estas edades los chicos son emotivos, sentimentales, caprichosos,
fantasiosos, juiciosos y razonables, con genialidades de hombre maduro y
«salidas» de niño de biberón. En el colegio se comportan, a ratos, como
hombres reconocidamente generosos, los mismos que en su casa son
egoistones y desobedientes.
Es una etapa de transición en la que si aflojáis la cuerda se sienten
inseguros, y si tiráis de ella, esclavizados.
No os desesperéis, padres. Sois vosotros los más obligados a guardar
serenidad, ya que ellos no se entienden a sí mismos; saben lo que no
quieren, pero no logran dar con lo que quieren.
Biológica y psicológicamente marchan hacia la vida. Estos cambios y
trastornos son perfectamente naturales.
Ese comportamiento que tú les exiges, despóticamente, para que se
mantengan siempre dóciles, siempre obedientes, siempre sumisos, siempre
cariñosos, siempre bien educados, siempre caballerosos..., es imposible en
un chico sano. Y si se diera en tu familia, no te felicito por ello. Tienes unos
chicos abúlicos, que precisan de médico.
¡Entendedles! ¡Esforzaos por entenderles!
¡Madres cariñosas! Ahora que os sentís un tanto abandonadas, ahora que
os aguijonea el deseo de decir a vuestros chiquillos que os amen –porque
deseáis ser amadas por los hijos–, no olvidéis que éste es el momento en
que vuestros hijos, y de modo extraordinario las hijas, están necesitadas –
como nunca lo estuvieron– de cariño, de comprensión, de consideración, de
estima, precisamente ahora que la ligereza, la frivolidad y la estupidez
adornan sus cabecitas de mujer.
Ahora que el cariño a las muñecas, abandonadas a los diez años, ha sido
sustituido por el amor a los muñecos de quince y dieciséis años; ahora que
el gusto estético se va concretando en los «trapos», para agradar; ahora que
el dinero no cuenta nada en comparación con la belleza; ahora, esforzaos
por entenderlas. Haced ver cómo todo ese mundo de poesía y dolores que se
abre ante sus ojos, todas las dificultades que encuentran en su carácter
voluble, todas esas alegrías locas y todas las frecuentes depresiones que
cristalizan en lágrimas no son más que el precio –¡muy barato!– que pide
nuestro Padre Dios a cambio de esas grandes cosas que se están operando
en ellas.
¡Madres! Un nuevo sacrificio se os impone. Una vez más vuestros hijos
piden –sin pedirlo, porque les da vergüenza– que os olvidéis de vosotras
mismas para que les atendáis en sus crisis afectivas.
Tomadles en serio. Admitirán todas vuestras sugerencias, pero nunca
vuestras burlas.
Y no os asustéis porque la hija, a la hora de la pubertad, va tomando
aficiones, gustos y actitudes más de chico que de chica. «Por el contrario,
no abriguemos temor alguno. Este poco de maneras masculinas que nos
tiene tan asustadas –dice Guarnero– no dañará realmente su femineidad,
sino que la ayudará a superar sin fatuidad este período, que tan fácilmente
está expuesto a caer en la más vacía estupidez femenil».
Es la adolescencia una etapa dificultosa y brillante, que se atraviesa con
gran provecho cuando los chicos tienen en quien apoyarse y con quien
desahogarse.
Si en sus años infantiles habéis sido sus mejores amigos, ahora os habréis
ganado el ser sus mejores consejeros. Consejeros que no se asustan, que no
temen, que escuchan –sin estúpidas alarmas– los primeros apasionados
amores, puros como los de una madre para sus hijos. Consejeros que
muestran confianza en sus aconsejados. Consejeros que saben cerrar los
ojos y pasar por alto descuidos grandes y momentáneos. Consejeros que no
necesitan abrir las cartas, porque son sus propios hijos quienes se las leen.
Consejeros que no fuerzan las conciencias, porque se han preocupado de
ponerles en manos de un amigo Sacerdote. Consejeros que castigan poco y
animan siempre.
Tus hijos necesitan comprensión y fortaleza en quienes les rodean.
Necesitan amigos de buena voluntad. Necesitan quien les explique el
porqué de ese bullir de su alma y de su corazón. Necesitan quien sacie sus
curiosidades legítimas, muestra de que son seres inteligentes. Necesitan
quien encauce sus rebeldías, sus audacias, sus imprudencias juveniles.
Necesitan quien conteste a sus gritos de ¡fuera todo lo viejo!
Ahora –más que nunca–, padres, tenéis que ser jóvenes; ahora que habéis
alcanzado la plenitud de la vida, esforzaos por poneros a su altura; recordar
vuestros catorce, quince y diecisiete años.
Necesitan de vosotros, padres. Necesitan quien les muestre la verdad
acerca de la vida, de la muerte, del hombre, del mundo, del camino y del
amor.
VIII. ¡HÁBLALES DE LA VIDA, DE LA
MUERTE, DEL CAMINO Y DEL AMOR!
HÁBLALES POSITIVAMENTE
¿No habíamos quedado en que el hogar tiene que ser luminoso? Y ¿qué
luz daréis si no orientáis a los hijos acerca de la vida, de la muerte, del
camino y del amor?
¡Qué miedo tenéis de enseñar a los hijos la vida y la muerte! Mostrar el
comienzo de la vida os resulta excesivamente complicado; hablar de la
muerte, demasiado doloroso.
¿A cuándo esperáis para dar doctrina a los hijos? No se los ocultéis; no
debéis ocultar ni los misterios de la vida ni los misterios de la muerte.
¡Mira! Esta es la vergüenza que acabo de encontrar en un libro que, por
lo demás, enseña una buena pedagogía: «Es muy difícil dar una respuesta
satisfactoria al niño que quiere saber qué sucede cuando muere una persona.
Este es uno de los casos en que no sólo es permisible, sino deseable, que la
madre manifieste que no lo sabe bien... No es muy consolador decir al
pequeño que cuando muera irá al cielo, pues al niño chico le disgusta la
idea de ir a algún sitio lejano, donde está separado de sus padres.
Es más sensato hacerle ver que no es probable que muera (sic), pues hoy
se cuida tan bien a los niños que no tienen por qué inquietarse.
La idea de estar con Dios es muy vaga para su mente, que sólo concibe lo
que se puede ver y tocar».
¿Que la idea de estar con Dios es muy vaga? Será para vosotros,
¡paganos! Si no tenéis fe, es muy difícil que sepáis hablar de la muerte a los
niños, ¡pobrecitos paganos!
He llegado hasta la página ciento y pico del libro sin encontrar, ni una
sola vez, la palabra «Dios», y cuando se menciona es para explicarnos que
ese nuestro Dios es una idea muy vaga. Les falta la fe. Es natural que
tengan miedo de hablar de Dios. Nosotros, los cristianos, los hijos del Gran
Rey, los que cimentamos la vida espiritual en la filiación divina, no
podemos tener miedo ni a Dios, ni a la vida, ni a la muerte.
¡SILENCIOS COBARDES!
«Es fácil hallar a muchos entre nosotros –dice Atenágoras de los cristianos
de la primera hora–, hombres y mujeres, que han llegado a la vejez célibes,
con la esperanza de más íntimo trato con Dios».
Sea un camino u otro el designado por el Señor para tus hijos, es cierto,
certísimo, que Dios los quiere apóstoles.
Si no formamos a nuestros jóvenes con sentido apostólico, con
preocupación apostólica, con hechos apostólicos..., daremos a entender que
tampoco nosotros hemos comprendido lo que es el Cristianismo.
Con todo lo que llevamos dicho, ¿todavía no te has enterado que tienes
que ser forjador de almas de apóstol? Entonces también yo he fracasado,
porque no pretendía otra cosa. Pero ¿no te dije, muy al comienzo, que la
educación, la formación de los hijos, consiste en ayudar a que Cristo nazca
y se desarrolle plenamente en ellos?
¡Sí, padres! ¡Cristo en vuestros hijos! Esto es lo grandioso de vuestra
misión: ¡haced que Cristo viva en vuestros hijos!
Quedará cumplida, perfectamente cumplida, la labor de los padres
cuando los hijos se encarrilen por afanes de santidad y de apostolado.
No me llaméis exagerado, que no lo soy. ¿Os habéis parado a considerar
lo que hizo y hace Dios en el mundo de las almas? ¿Habéis entendido lo
que haría Cristo en nosotros si nos dejáramos en sus manos?
¡Señor! ¡Que seguimos sin comprender tus deseos, Jesús!
¡Maestro Bueno! ¡Que tu sangre se coagula en los hombres sin corazón!
¡Jesús Bueno! ¡Que entendamos de una vez para siempre que los hijos
tenemos que ser perfectos como el Padre!
¡Dios! ¡Que tenemos –no sé cuántos– millones de hogares cristianos en
la tierra!
¿Qué no podríamos hacer con estos millones de familias cristianas?
¡Nos comeríamos el mundo, que es nuestro!
¡Dios Santo! ¡Millones de hogares cristianos!
¡Padres! No tenemos perdón si no ponemos el mundo a los pies de
Cristo.
Seremos tremendamente culpables si los hijos, después de veinte años en
nuestro hogar, no se han percatado de que para ser cristianos –hombres de
Cristo– tienen que ser apóstoles. Y que conste que cuando hablo de
apostolado no me refiero a hacer canastillas para los pobres en Navidad ni a
postular para los chinitos. ¡Hay que preocuparse por las almas de los
vecinos!
Andrés llamó a su hermano Pedro; Felipe, a su amigo Natanael; la
samaritana, a los de su pueblo; las madres, a sus hijos; los cuatro amigos de
Cafarnaúm llevaron al paralítico a la presencia de Cristo.
La mayoría de los parientes de Jesús no creían en Él, pero, no obstante,
encontramos tres que fueron apóstoles, los hijos de Alfeo: Santiago, Simón
y Judas.
SILENCIOS DE DOLOR
«Sabe el Señor lo que puede sufrir cada uno, y a quien ve con fuerza, no se
detiene en cumplir en él su voluntad» (SANTA TERESA).
¡VIVA LA LIBERTAD!
Este es el grito –tiene que serlo– de todos los que nos sentimos hijos de
Dios.
¡Libertad! ¡Libertad! Hay que pedirla a gritos, La necesita la Iglesia, los
ciudadanos, los padres y los hijos.
¿Por qué habéis dejado que os arrebaten el lema de la libertad?
Nos lo dice Pablo: Cristo nos ha hecho libres para que gocemos de la
libertad.
El amor a la libertad siempre ha tenido raíces cristianas. El verdadero
amante de la libertad es nuestro Padre Dios; y después lo somos nosotros:
sus hijos. Tan amantes somos de la libertad, que preferimos la rebelión a la
esclavitud.
Cuando veáis en el mundo mucha injusticia y consecuentemente mucho
dolor, no os quejéis de Dios. Es el producto de la libertad que nos ha
concedido a los hombres. Dios prefiere chocar con la contumacia de los
leprosos antes que triunfar de ellos por medio del yugo. Nos quiere hombres
libres y no esclavos.
La libertad que nos ha ganado Cristo con su sangre, ¿os la dejaréis
arrebatar?
¿Qué queréis decir cuando repetís que el hombre está hecho a imagen y
semejanza de Dios? ¡Si precisamente lo que reflejamos de Dios es su
dominio libre y señorial! ¿Cómo vamos a ser esclavos?
Y porque somos libres, somos enteramente responsables de todos
nuestros actos y de gran parte de los acontecimientos que nos rodean.
Si quieres educar cristianamente a tus hijos, edúcalos «in libertatem
gloriae filiorum Dei», en la libertad y gloria de los hijos de Dios.
De nuevo nos adoctrina Pablo: «Ubi spiritus Dei, ibi libertas». Donde
está el espíritu de Dios, allí está la libertad.
Mira al mundo que va a convertirse en el escenario de la vida de tus
hijos: doctrinas falsas, corrientes inseguras, principios erróneos, ideas
equivocadas, errores de bulto, ignorancias acerca de Dios, de su Iglesia...
Mira al mundo en el que van a vivir tus hijos: voluntades flojas, malos
ejemplos, conciencias torcidas, deformadas, y bajezas...
Tienes que prepararlos para este determinado mundo en el que vivimos.
Los hijos abúlicos, débiles, egoístas, mimosos, falderos, no sirven para el
mundo de ahora. Tus hijos tienen que ser ciudadanos de un país, miembros
de una sociedad, trabajadores, profesionales metidos en un gran quehacer
humano.
Tus hijos –cuanto antes, mejor– tienen que ser hombres que sientan en su
carne los problemas y preocupaciones de su tiempo y de su patria.
Tus hijos han de compartir los afanes y trabajos de todos los otros
hombres. Tienen que sentir un gran interés, una honda preocupación de
hacer algo por los demás. Habrán de ser de aquellos audaces que encaucen,
dirijan y den soluciones cristianas a los tremendos problemas que andan en
juego.
Tus hijos –¡vete preparándolos!– deberán ser hombres con una opinión
política, hombres de criterio, con una conciencia bien formada acerca de los
problemas sociales, económicos y políticos de este tiempo.
Formarás a tus hijos para que formen parte de las minorías que rigen la
masa, porque para que salgan gregarios y masivos no hace falta preocuparse
mucho.
Para que terminen siendo espectadores pasivos de los acontecimientos
culturales, políticos, sociales y económicos de nuestro mundo, no se
requiere ninguna formación especial. Pero tened en cuenta, padres, que las
posturas indiferentes son totalmente inadmisibles en un cristiano. Volveré
sobre el tema antes de terminar la carta.
Y si entra en vuestros ideales el de formarlos capaces de hacer algo y ser
alguien en la vida; si mantenéis viva la ilusión de hacer a vuestros hijos
cristianamente responsables, ¡por lo que más queráis!, formadlos en una
santa y sana libertad; en una plenísima libertad profesional, social,
económica y política; en una lograda libertad de espíritu.
La educación verdadera consiste en ayudar a los hijos para que sean
libres y autónomos, que se valgan a sí mismos. No perdáis este punto de
vista. La formación de los muchachos consiste precisamente en ponerlos en
condiciones de marchar solos por la vida.
Todavía nos encontramos con padrazos y madrazas que buscan por todos
los procedimientos posibles el hacerse imprescindibles.
Un joven estará tanto mejor formado cuanto más arraigado tenga dentro
de sí el espíritu y la virtud de la responsabilidad. Pero no os engañéis,
porque no existe una omnímoda responsabilidad sin una auténtica libertad.
No perdáis este punto de mira. Tus hijos necesitan formarse en la
libertad; tienen que aprender a manejarse con soltura en ella.
El salto de un internado en régimen disciplinario de tipo napoleónico a
una universidad o a una vida de trabajo, es mortal de necesidad.
Hay que prepararles para dar el salto a la vida. Auténtico miedo tenían
aquellos muchachos de sexto de bachiller pensando en que dentro de poco
tendrían que ir a estudiar a la capital. ¿Qué tipo de formación es ésta,
padres? ¿Otra vez con el miedo a vueltas?
¿Os asusta la palabra libertad?
Cuando los padres tienen miedo a que la libertad degenere en abuso, es
porque no la han practicado con sus hijos.
Sí quiero deciros –aunque os asuste– que los jóvenes abusarán siempre
de la libertad si no os habéis preocupado de hacerlos libres.
«En cada familia se reproduce o tiende a reproducirse en pequeño lo que
pasa en los Estados –dice un autor francés–: los gobernantes, para empezar,
niegan la libertad a sus súbditos, bajo el pretexto de que van a usar mal de
ella, y luego, cuando han hecho todo lo posible para que los súbditos no
puedan aprender a servirse de ella, se ven, no obstante, obligados a
concedérsela, y tienen razón al constatar que, en efecto, el pueblo usa mal
de la libertad».
Ya pasaron los años en los que tenías que amaestrar al animalito de unos
pocos años; quedaron atrás los años en los que tus hijos hacían las cosas
«porque se las mandabas», y también pasó la época en que ellos las hacían
por darte gusto. Está llegando el momento en que tus hijos se van a declarar
independientes en el juicio y en la acción. Biológica y psicológicamente
tienden a la madurez y a la independencia. ¿Has preparado rectamente su
conciencia para que puedan, libremente, elegir siempre lo mejor?
Habladles, padres, de esta santa libertad que tenemos, concedida por
Dios a los hijos de Dios.
Cuidad especialmente, madres, el que vuestros hijos no consideren la
Religión como un quehacer obligado. «Es necesario –os lo digo con
palabras del Cardenal Mindszenty– que el joven experimente la sensación
que produce el vivir con la libertad y la señorial esplendidez propia de los
hijos de Dios. ¡Debe sentirse orgulloso de ser cristiano! Y no porque
también lo son sus padres, sino porque le impulsan a ello sus convicciones
más íntimas».
Tus hijos han de formarse cristianamente en la libertad como para poder
reaccionar, solos, frente a un mundo pagano.
Yo no encuentro otro enemigo de la sana y santa formación de la libertad
más que el desaforado amor posesivo de los padres.
A fuerza de malentender lo que es el amor a los hijos, terminaréis por
esclavizarlos. Sois dictatoriales. ¿Habéis pensado que la educación puede
consistir en que vuestros hijos lleguen a pensar, como vosotros, en ese
cúmulo de minuciosos detalles que os atosigan?
Me he encontrado con padres tan dictatoriales que creen que es deber
suyo imponer a sus hijos su propia opinión política. Sabed que no podéis
dogmatizar en nada que sea de suyo contingente, relativo y opinable.
No podéis tener, padres, mentalidad de partido único en el seno de
vuestra familia; y hay muchos que la tienen. Estos acaban siempre por ser
absurdamente intransigentes y dogmatizantes en todas aquellas cuestiones
que Dios ha dejado al libre arbitrio de los hombres.
Sabed que la libertad política de vuestros hijos –como la tuya y la mía–
no tiene más trabas que la fe de Cristo y la moral de la Santa Iglesia. ¿Cómo
se os puede ocurrir pretender uniformar todas las opiniones de tus hijos en
materia tan mudable como esta de la política?
La política te dará pie para enseñarles a dialogar en voz baja. Capacítales
para el diálogo. Mi generación –no sé si tampoco la tuya– no ha tenido ni
formación política, ni social, ni sexual, ni educación para el diálogo, ni
conciencia clara de lo que los cristianos tenemos que hacer en el mundo.
Razón de más para que te preocupes de inculcárselo a los de la generación
siguiente.
No sé si entre tus hijos habrá alguno con una marcada orientación
política que haga de su intervención en la vida pública su trabajo
profesional. Enséñale a actuar sin rencores ni trapacerías; con nobleza,
limpieza y lealtad. Es una gran labor la que debe realizarse desde los cargos
públicos, sirviendo a los intereses y derechos de Cristo y de los hombres.
Pero aunque tus hijos no elijan este trabajo profesional, sí que tendrás
que preocuparte de su formación cívica, porque todos tus hijos tienen que
aprender pronto que los cristianos, como todos los hombres, tenemos
deberes y derechos cívicos indeclinables.
Fórmales en la libertad. Adoctrínales para que no crezcan con la idea
errónea de que la Iglesia está interesada en fórmulas políticas concretas.
Haz cuanto puedas por desechar la nefasta idea de que los católicos
deberían unirse en una especie de partido único para alcanzar una mayor
fuerza temporal. Es ésta una lamentable confusión que puede acarrearnos
resultados catastróficos. Esto equivaldría a identificar el Catolicismo con un
partido político determinado. Esto equivaldría a imputar a la Iglesia todos
los desaciertos y los fracasos a que está expuesta la empresa humana. Esto
sería responsabilizar a la Iglesia de la conducta individual de los católicos.
¡Y esto no puede hacerse!
¡Escapad del adjetivo «católico» que ponéis a vuestras opiniones!
«Huid de este contrasentido doctrinal según el cual algunos quieren
identificar la religión con este o aquel partido político, hasta el punto de
declarar, o poco menos, que sus adversarios no son cristianos» (León XIII).
«Entre los diversos sistemas, la Iglesia no puede hacerse partidaria de un
rumbo mejor que de otro. En el ámbito del valor universal de la ley divina,
cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para
los pueblos, quedan espacioso campo y libertad de movimientos para las
variadas formas de sistemas políticos» (Pío XII).
La Iglesia –habla claro a sus hijos– no se enfeuda en ningún sistema
científico, social o político.
Y si has de hablar con tus hijos del error de considerar a la Iglesia
interesada en fórmulas políticas concretas, háblales igualmente del error
que predica la indiferencia total de la Iglesia en estas cuestiones, porque si
no marca orientaciones, sí señala límites e incompatibilidades con el dogma
y la moral.
No te canses de dar criterio a tus hijos sobre materia tan importante.
Pueden darse circunstancias de tal naturaleza en un país, que la Jerarquía
eclesiástica elija una solución entre muchas opinables para poder salvar los
derechos de Cristo y de su Iglesia en esos determinados momentos. En tales
circunstancias –verdaderos casos de emergencia– el bien de la Iglesia y del
país exige de los católicos una estrecha unidad de criterio para poder
afrontar esos pavorosos problemas: es la hora de conjugar el «nosotros»,
prescindiendo de puntos de vista personales.
Fuera de estas extraordinarias circunstancias por las que puede pasar un
determinado país en un momento crucial de su historia, todos los católicos
conservamos una plenísima libertad para formar criterio sobre todas estas
cuestiones. Somos mayores de edad, y con recia responsabilidad habremos
de conjugar el «yo, tú, él».
Tus hijos han de concebir una idea de la libertad tal, que ni siquiera les
pueda sorprender que padres e hijos puedan actuar en partidos políticos
contrarios.
La educación cristiana de la libertad depende de vosotros, padres.
Si teméis que la política pueda producir escándalo, dislocación o
desunión en vuestro hogar, la culpa la tenéis vosotros; si os amedrenta el
que los hijos puedan dividirse por la política hasta alimentar diabólicos
odios, la culpa seguirá siendo vuestra, porque será la manifestación
palmaria de vuestra incapacidad en la formación de la libertad y del amor.
Y si a pesar de todo lo dicho te manifiestas en contra de la libertad, ¡allá
tú!; seguirás siendo un tirano que esclaviza a los hijos, un soberbio que
pretende establecer dogmas desconocidos por la Iglesia y un hombre de
miras cortas, carente de visión universal.
¡Qué seguridad dan los hijos formados en la santa libertad y en el amor
de los hijos de Dios!
«¡Sí, cada vez más vivo
–más profundo y más alto–,
más enredadas las raíces
y más sueltas las alas!
¡Libertad de lo bien arraigado!
¡Seguridad del infinito vuelo!»
(JUAN RAMÓN).
LIBERTAD DE ESPÍRITU
SEÑORÍO Y MIMOS
Pensad, padres, que pronto tenéis que separaros de los hijos. Y si esto os
causa dolor, es debido a eso que llamáis amor y es egoísmo.
Si los educáis para vosotros, estáis perdiendo el tiempo, perderéis a los
hijos y, posiblemente, los echaréis a perder porque habéis orientado mal a
los futuros hombres.
No se trata de que «concedáis» algunas libertades a vuestros hijos: ni
siquiera de que éstas sean muchas. El problema es mucho más hondo. Se
trata fundamentalmente de que los hijos vivan el sentimiento de la libertad.
Solamente los hombres con señorío pueden ser hombres libres. No hay
sentimiento de libertad posible en los jóvenes esclavos de sus caprichos
personales. La libertad nos libera, en primerísimo lugar, de tal esclavitud.
La libertad se opone igualmente al autoritarismo de los padres como al
mimo que esclaviza a los hijos.
¡Madres! Amáis a vuestros hijos con un amor que está hecho de sólo
dulzura; con un amor que es mezcla de ternura y de almíbar.
El amor, cuando es auténtico, desea el bien de la persona amada, por lo
que está hecho de compasión y de coraje, de paciencia y de intransigencia,
de comprensión y de firmeza.
El mimo no es amor, sino frivolidad. En el amor te das; en el mimo te
buscas. Mimar es buscar compensaciones en el amor.
¡El mimo! ¡Este es uno de vuestros peligros, padres! Los que habéis
tenido que luchar seriamente en la vida; los que tuvisteis que saltar barreras
y obstáculos sin cuento; los que habéis tenido que aguantar codazos y
zancadillas de amigos y enemigos, pretendéis hacer de la vida de vuestros
hijos una vida fácil. Y éste es un error de los que se pagan caros aquí en la
tierra.
También vosotros, los que habéis sido educados autoritariamente, corréis
el mismo peligro, porque, por reacción contra los excesos sufridos,
pretendéis dulcificar excesivamente la vida de los vuestros.
Les llenáis de comodidades; les evitáis toda clase de imprevistos y de
dificultades; si pudierais –¡madres débiles!– sufriríais por ellos; les
prodigáis mimos que debilitan su voluntad; satisfacéis todos sus caprichos.
Bajo el pretexto de protección les negáis hasta las más pequeñas ocasiones
de adquirir experiencia...; ¡allá vosotros!
Los mimos, las zalamerías, las caricias, las carantoñas, los jarabes y el
besuqueo contribuyen a hacer, de un chico normal, que puede dar mucho
juego en la vida, un hombre perfectamente inútil.
Si tus hijos no aprenden hoy a dominarse en la batalla dura de la
pubertad, los veréis mañana convertidos en unos pobres guiñapos: sin
fuerza, sin autoridad, a merced de todas las olas, de caída en caída, de
fracaso en fracaso. Y ni el dinero, ni el apellido, ni la posición social, ni el
talento tendrán fuerza suficiente para acallar el grito de la conciencia: ¿Para
eso los habéis traído al mundo?
No tratéis de asegurar a vuestros hijos una vida fácil; hay que templarlos
para que puedan afrontar una vida dura. Acostumbradles al esfuerzo.
Acostumbradles a querer más que a desear.
«Si el hombre no hubiese tenido que luchar contra el frío –dice Chevrot–,
todavía habitaría en las cavernas».
La vida de vuestros hijos será hermosa si frente a la adversidad y ante la
contradicción presentan esfuerzo, lucha, renuncia, vencimiento y
superación.
Si queréis hacerlos libres, hacedlos fuertes.
Cuando les veáis sufrir no os ablandéis. No les mintáis cuando les llevéis
al médico. No tengáis miedo a pedirles esfuerzos. Fiaos de su reciedumbre.
Estimulad ese heroísmo latente que vive en el alma de todo muchacho.
Los chicos no lloran en el colegio por el escozor del alcohol sobre la
herida; lloran en casa cuando la madre añade al alcohol un: ¡pobre hijo,
cómo sufrirá!
¿Que preferís una educación viril? Pues toma nota.
Hora en punto para levantarse.
Hora en punto para acostarse.
Más ducha fría que baño caliente para lavarse.
Si el chico no está enfermo come lo que se pone en la mesa sin
contemplaciones.
No se sirven desayunos ni lecturas en la cama.
36,8 es una «fiebre» apta para menores en la escuela.
Sobran en la cama toda clase de botellas calientes.
Es intolerable permitir que los niños pidan a las sirvientas lo que pueden
servirse ellos mismos.
Los medios de locomoción para ir al colegio son los pies, el metro, el
autobús y el tranvía; a lo sumo la bicicleta; pero nunca el coche de papá
porque el niño llega tarde.
Enséñale a terminar bien las cosas. Es un aprendizaje costoso,
posiblemente un arte de los más difíciles de practicar.
Y... échalos a nadar donde no haga falta un hombre-rana para sacarlos;
pero échalos a nadar.
Pide al Espíritu ese don de fortaleza para tus hijos; añadirá a la
reciedumbre humana, que van consiguiendo con el esfuerzo repetido, una
alegría y una facilidad que revela la ayuda divina.
Pero si lo que buscas es una educación más a tono con los caprichos, te
copio unas líneas que están escritas en serio, aunque suenen a broma: «Nos
ha parecido que el cuerno es el instrumento más adecuado para despertar al
niño –dice el Director de la Nueva Escuela de Aquitania–. Iniciase el
despertar por una diana casi imperceptible, como si el aliento apenas se
insinuase en el instrumento; poco a poco aumenta la intensidad de las notas;
muy luego, suenan y resuenan, y los niños a quienes llaman escuchan al fin
de sus sueños la misma música con que se anuncia su despertar. Sin
conmociones, sin sobresaltos, sin estridencias, se levanta la vida en la
escuela como el sol en el horizonte...».
Si quieres divertirte con el nuevo método, cómprate un cuerno de caza;
pero si lo que quieres es que se levanten los chicos, déjalo caer sobre ellos.
Siempre resultará enojoso el despertar.
A los chicos hay que tomarles con seriedad; no son juguetes para los
padres. Pero tampoco pueden ser juguetes de sí mismos. Todos los
muchachos tienen un rey en la panza; un rey que no se debe matar ni
esclavizarlo; un rey que, educado en la libertad, debe ponerse al servicio de
los demás. Una vida de mimo y de capricho hace de ese rey el protagonista,
el personaje importante, el centro del mundo familiar: otro error peligroso e
insoportable.
Ahora que tus hijos se van aficionando a la lectura, regálales Camino, y
déjaselo abierto en el punto 295: «Si no eres señor de ti mismo, aunque seas
poderoso, me causa pena y risa tu señorío».
¡Libertad! ¡Señorío! ¡Dominio de sí mismo! ¡Disciplina! ¡Voluntad! Si lo
que pretendemos es hacer de tus hijos unos hombres con sentido de
responsabilidad, convéncete de que necesitan mucha libertad, capacidad de
deliberación, decisión y voluntad fuerte para ejecutarlo.
HOMBRÍA DE BIEN
VERACIDAD
«Lucha por la verdad hasta la muerte y el Señor Dios combatirá por ti»
(Eccli., IV, 33).
LABORIOSIDAD
«Que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso que no quisiere
hacerlo así, es un traficante de Cristo. Estad alerta contra los tales»
(Doctrina de los Doce Apóstoles).
HA LLEGADO LA HORA
No puedo terminar esta carta sin hablarte, una vez más, del mundo-
escenario de la futura actividad de tus hijos.
Ha llegado la hora de dejarlos marchar por la vida después de dejar
fuertemente impresa en su vida algo que es más que una palabra, que es un
modo de vivir: la responsabilidad.
Con lágrimas en los ojos o, cuando menos, en el corazón, veréis partir a
vuestros hijos por el sendero trazado por Dios desde la eternidad. Marchan
con paso seguro y sin volver la cabeza atrás. Van llenos de juventud, con el
sano optimismo que se desprende de toda auténtica vida cristiana.
Vosotros dos os quedaréis siempre con la pequeña angustia de no saber si
habéis puesto todo cuanto estaba en vuestras manos por hacerlos más
hombres, más cristianos, más santos.
Yo no puedo resolveros el problema. En el último día, cuando termine el
tiempo para vosotros, cuando abandonéis definitivamente el hogar para
adentraros en la feliz eternidad, veréis con luces claras cuanto hicisteis y
cuánto nuestro Dios había determinado que hicierais.
Pero confiad, padres; confiad en el Padre Dios, que seguirá velando por
vuestros hijos. Confiad en la ayuda poderosa del ángel que acompañará a
los vuestros por los caminos de la tierra.
Estas fueron las palabras del Arcángel Rafael a Tobías, que, como tú, se
encontraba ciego y con preocupaciones de despedida: «No temas, iré con él;
el camino es seguro».
Y cuando tu mujer llore, como lloró Ana, la mujer de Tobías; como lloró
la tuya, como lloran y deben llorar todas las madres de la tierra, contéstale:
«No temas por ellos, porque un ángel bueno lo acompaña en el camino, y
será feliz su viaje, y tornará sano» (Tob., V, 22).
Pero... tu hijo está preparando lo necesario para marcharse; hay poco
tiempo y yo quisiera decirle algo que no he tenido tiempo de decirte.
Decídete. O se lo dices tú o me lo dejas a mí, porque no quisiera que se
marchara de tu casa sin escucharme.
Y... ¿por qué no me escucháis los tres? ¡Anda! Llama a tu mujer y llama
a tu hijo antes de que se vaya con su ángel.
¿DESCRISTIANIZACIÓN?
«No es extraño que el Señor nos haya abandonado a los antojos de nuestro
pobre corazón» (Ps. LXXX).
«La Iglesia no tiene como única misión bautizar a todos los hombres, sino
bautizar a todo el hombre, y a todo en el hombre. La Iglesia quiere penetrar
y ganar para Cristo a toda la humanidad histórica. Su visión es, por católica,
universal, y nada hay que le pueda resultar extraño» (Card. SUHARD).
¡A LOS VENCEDORES!
¿No sabéis que al final del tiempo Cristo será el triunfador de cielos y
tierra?
¿No sabéis que cuando venza –que vencerá– sobre todos sus enemigos
entregará su Reino al Padre Dios? «El último enemigo reducido a la nada
será la muerte» (I Cor., XV, 26).
El mundo que pisamos, nuestra pobre tierra, no recibirá la forma reglada
y bruñida que le corresponde hasta que al final de los tiempos sean
sometidas a Cristo todas las cosas.
Nuestra pobre tierra será siempre, durante la vida del hombre, un
pequeño valle de lágrimas y dolores. ¡Pero no es ni cristiano ni hombre
quien ceda a la tentación de no mejorarla!
¡Se pueden enjugar muchas lágrimas!
¡Se pueden aliviar muchos dolores!
¡Se pueden sembrar muchas alegrías!
Quien ceda a la tentación de dejar al mundo que siga su curso podrido;
quien no ponga afanes –todos sus afanes– para que Cristo reine aquí en
nuestro mundo, en todas las actividades, tanto privadas como públicas, ¡ése
es un canalla sin fe, sin esperanza y sin amor!
Todos –padres, hijos, ricos y pobres– tenemos la obligación –en la
medida que el Señor exige– de trabajar por Cristo, por el mundo y por los
hombres.
Ni Epulón, ni Pilato, ni Judas, ni el joven rico que, llamado por el Señor,
se retiró triste, ni los hermanos del hijo prodigo –¡que tiene muchos en
nuestros días!– salvarán al mundo.
«Para un cristiano consciente de su responsabilidad, aun para el más
pequeño..., no hay tranquilidad perezosa ni existe la fuga, sino la lucha, el
combate contra toda inacción y deserción en la gran contienda espiritual en
la que se propone como galardón la construcción, más aún, el alma misma
de la sociedad futura» (Pío XII).
Habrá dificultades –¡muchas!–, pero no huyáis. No dejéis el campo libre
a los enemigos de la Iglesia.
Teméis el futuro, pero no se ve que os ocupéis de prepararlo.
Os comportáis tan neciamente como el mal estudiante que se aflige de
continuo porque ve llegar la fecha de los exámenes sin que se decida a salir
de su inactividad culpable.
¿No habéis aconsejado a los hijos que estudien?
Pues eso mismo os lo repito: trabajad en el presente mirando al futuro.
El mañana será como lo hayamos preparado hoy; suelen darse pocas
sorpresas. Estas se producen cuando los hombres permanecen inactivos
quejándose inútilmente de las circunstancias presentes, añorando tiempos
pasados que no volverán.
Todos los neutrales, los indiferentes, los espectadores pasivos, los
abstencionistas, los partidarios del «laissez faire, laissez passer», los
cobardes, son cómplices de todas las iniquidades y felonías que cometen los
enemigos de Dios.
Y vosotros, padres, seréis responsables igualmente de la pasividad de
vuestros hijos por no haberlos educado para actuar como cristianos.
La juventud de hoy, como la de siempre, está dispuesta a actuar si se le
educa para ello.
Entre los jóvenes, entre los hombres maduros y entre los viejos, «el que
sepa hacer el bien y no lo haga es reo de pecado» (cfr. Iac., IV, 17).
No es suficiente ni la oración, ni la mortificación, ni la buena voluntad.
Hay que orar, mortificarse y trabajar.
Tendremos que trabajar la parte que nos corresponde y la de aquellos que
abandonen por cansancio. Sobre todos –grandes y pequeños– gravita la
responsabilidad del mundo. Pero puede ocurrir, y por desgracia ocurre, que
los más se desentienden de su cometido; los más se cansan y se retiran,
dejando incumplido el trabajo que Dios les encomendó. Es muchedumbre la
que forman los desertores.
No os paréis a mirar; continuad la marcha; arrebatadles la bandera, y
¡seguid adelante como si hubiesen muerto!
Pero sabed que su trabajo tiene que llevarse a cabo, aunque seamos
menos, aunque la carga se duplique sobre nuestros hombros.
La gracia de Judas pasará a Matías. Otros vendrán a llenar el hueco de
los desertores. Los que quedan en pie tendrán que realizar las obras de
nuestro Dios.
Enseñad esto a vuestros hijos para que no se escandalicen con las
deserciones ni caigan en la tentación de pasarse al bando de los
espectadores perezosos.
Desertores los ha habido siempre. Traidores, también; incluso en la
primera hora del Cristianismo. Como aquellos dos que, sometidos a
tormentos, declararon el paradero de S. Policarpo, a lo que añade
escuetamente Las Actas de los Mártires: «y los que le habían traicionado
sufrieron su merecido, es decir. el castigo del mismo Judas».
No permitáis que entre el desaliento en el alma. Arriesguémonos en esta
lucha por ganar el mundo para Cristo, ¡que vale la pena!
Esta es la auténtica guerra por la paz; ésta es la guerra en la que los que
batallen saldrán siempre vencedores.
Es promesa del Señor; nos lo asegura Cristo y nos lo recuerda Juan desde
una isla peñascosa en la que vio a los vencedores llegar a la nueva tierra.
¡Sí! Una tierra nueva nos aguarda después de la victoria; una tierra nueva
en la que no se sufrirá ni la muerte, ni el llanto, ni la sed, ni la noche, ni los
gritos, ni el trabajo (cfr. Apoc., XXI, 4).
Ahora hay que comportarse como en la guerra.
Después será el juicio. Vi a los muertos que estaban delante del trono –
dice Juan en el Apocalipsis–. Y fueron abiertos los libros; y los muertos
fueron juzgados según las obras que estaban escritas en los libros.
También el mar, la muerte y el infierno entregarán sus muertos para ser
juzgados según sus obras.
Por último: la sentencia.
Se oye ya el ruido del día de Yavé; el día de los alaridos de los
desertores. ¡Entonces –nos dice el Espíritu por boca de Sofonías– aniquilaré
hombres y bestias; aniquilaré los restos de Baal; aniquilaré a los que
abandonaron la lucha!
En el Día de Yavé se castigará a todos los que vistieron vestidura
extranjera.
Ni su oro ni su plata podrá salvarlos.
Terrible será Yavé contra ellos. Hará perecer a todos los dioses de la
tierra.
Y las ciudades orgullosas que decían en su corazón: ¡yo, y no hay más
que yo! serán asoladas, convertidas en guaridas de fieras.
Con el fuego de su celo será devorada la tierra entera.
Pero para quienes han confiado en el Señor –nos dice San Juan–, Él será
su Dios, y ellos serán sus hijos.
Esto es lo que nos asegura el que es Príncipe de los reyes de la tierra, el
Primogénito de los muertos, el Todopoderoso, el que tiene fuego en sus ojos
y su voz como la voz de muchas aguas, el que guarda las llaves de la muerte
y del infierno, el que murió y volvió a la vida, el que tiene en su diestra
siete estrellas:
A los vencedores, a los que conservaron hasta el fin mis obras, Yo les
daré poder sobre las naciones y las apacentarán con vara de hierro.
A los vencedores les daré el maná escondido.
A los vencedores les daré una piedrecita blanca y en ella escrito un
nombre nuevo.
A los vencedores inscribiré su nombre en el libro de la vida.
A los vencedores les confesaré delante de mi Padre y ante sus ángeles.
A los vencedores les haré columnas en el templo de mi Dios, y sobre
ellos escribiré el nombre del Señor.
A los vencedores les daré la estrella de la mañana.
Esto dice el Hijo de Dios:
Yo soy el que escudriña las entrañas y los corazones; no arrojaré sobre
vosotros nueva carga, pero la que tenéis tenedla fuertemente hasta que Yo
vaya.
Aprovechemos ahora nuestro tiempo, antes de que se nos vaya.
Aprovechemos hoy nuestro tiempo, porque un día se nos quitará.
Aprovechémonos antes de que sea tarde.
Aprovechémoslo antes de que aparezca el ángel apocalíptico; antes de
que el ángel portador de un arco en sus manos ponga un pie en el mar y el
otro en la tierra; porque será entonces cuando gritará: No habrá más tiempo.
Entretanto... –el grito es de San Pablo– comportaos de una manera digna
del Evangelio de Cristo; manteneos firmes en un mismo espíritu, luchando
juntos, con una sola alma, por la fe del Evangelio y no os dejéis amedrentar
en nada por los adversarios.
Todo cuanto nos tiene prometido el Señor se realizará. Antes, más y
mejor de lo que esperamos.
¡Vale la pena, padres, poner afanes en la tierra y en los hijos! Vale la
pena seguir correspondiendo a la vocación de padres que habéis recibido. A
la reforma de los hogares seguirá la reforma del mundo. Tras la lucha y el
cansancio llegará la victoria. Y a la victoria seguirá el juicio de Dios sobre
los hijos del Rey.