Catequesis de Apoyo.

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LOS SACRAMENTOS

Los sacramentos son acciones de Dios con las que nos muestra el amor que tiene por sus hijos.
Todos ellos han sido creados (instituidos) por Él, y por eso, es Él mismo quien los realiza a través de
distintos medios.

¿Y para qué nos los dio? Para darnos la gracia. Es decir, para darnos, junto con su amor, la fuerza
necesaria para luchar contra las dificultades de la vida. Claro que siempre y cuando nosotros
tengamos una disposición y una actitud positiva de querer agradarlo a Él.

¿Cuáles son los siete sacramentos? BREVE INTRODUCCION

1. Bautismo

Cuando nacemos, lo hacemos con el primero de los pecados. Se llama pecado original, y fue el que
cometieron nuestros primeros padres Adán y Eva. Al bautizarnos nos limpiamos de ese pecado, nos
hacemos hijos de Dios y pasamos a formar parte de la Iglesia. Dios se pone muy contento cuando
el sacerdote, al derramar agua bendita sobre el bautizado, dice: «Yo te bautizo en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

2. Confirmación

Es tan sencillo como que Dios (su Espíritu Santo), por medio de su gracia, nos aumenta la fe para
que tengamos la seguridad de que Él está con nosotros hasta que lleguemos al Cielo, para lo que
también nos da esperanza. Finalmente, nos aumenta la caridad para que le amemos más a Él y a los
que nos rodean. En este caso, tiene que ser un obispo el que imponga sus manos sobre el
confirmante y nos unja con aceite (el Santo Crisma), mientras dice: « Recibe por esta señal el don
del Espíritu Santo».

3. Eucaristía

Todos los días Jesús convierte el pan y vino en su Cuerpo y su Sangre en la santa Misa. Esto ocurre
en un momento llamado consagración. De este modo podemos comerle y recibirle en nuestra alma.
Jesús instituyó este sacramento en la Última Cena con los doce apóstoles. Este tiene un plus:
perdona los pecados veniales y nos preserva de los mortales para el futuro. Es el mismísimo Jesús
el que tenemos dentro de nosotros.
4. Penitencia

Este sacramento es un regalazo de Dios! A través de un sacerdote que escucha nuestros pecados
cuando vamos a confesarlos en confidencia con él, Dios nos perdona todo en lo que le hemos
ofendido. Eso sí, tenemos que ir bien arrepentidos por el mal que hemos hecho y el bien que hemos
dejado de hacer. Además, nos da una paz tremenda y nos aumenta la fuerza para ser buenos
cristianos, buenos hijos de Dios.

5. Unción de los enfermos

Dios ama a los enfermos. Cuando alguien está muy enfermo, o es muy mayor y puede morirse
pronto, necesita la ayuda de Dios para ese momento. La unción es una ayuda que es fuerza, paz y
ánimo. Además de perdonar todos los pecados del enfermo y prepararle para el momento de la
muerte. Es como si se crease una unión con la Pasión que Cristo sufrió. Así, los enfermos ayudan
con sus dolores a llevar la Cruz a Jesús y a la vez, Él les ayuda a ellos en sus últimos momentos de
vida.

6. Orden sacerdotal

Este lo reciben solo los que tienen vocación al sacerdocio, que luego son los que pueden
administrar todos estos sacramentos. Es un obispo quien impone las manos y reza sobre el nuevo
sacerdote, consagrándole. El orden sacerdotal otorga una especial efusión del Espíritu Santo y tiene
una característica especial: quien recibe este sacramento, será sacerdote para siempre.

7. Matrimonio

Este sacramento es la unión entre un hombre y una mujer para siempre. Cuando estos se casan
en la Iglesia, es Dios quien está uniendo sus cuerpos y sus almas. Los que se casan no deben romper
ese matrimonio: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». (San Marcos 10, 9). El modelo
que los hombres y mujeres tienen que seguir es el de la Sagrada Familia: Jesús, la Virgen María y
San José.
CATEQUESIS SOBRE LOS SACRAMENTOS
DEL PAPA FRANCISCO

Bautismo
(IAudiencia general · 8 de enero de 2014

El Bautismo es el sacramento en el cual se funda nuestra fe misma, que nos injerta como miembros
vivos en Cristo y en su Iglesia. Junto a la Eucaristía y la Confirmación forma la así llamada «Iniciación
cristiana», la cual constituye como un único y gran acontecimiento sacramental que nos configura al
Señor y hace de nosotros un signo vivo de su presencia y de su amor.

Puede surgir en nosotros una pregunta: ¿es verdaderamente necesario el Bautismo para vivir como
cristianos y seguir a Jesús? ¿No es en el fondo un simple rito, un acto formal de la Iglesia para dar el
nombre al niño o a la niña? Es una pregunta que puede surgir. Y a este punto, es iluminador lo que
escribe el apóstol Pablo: «¿Es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos
bautizados en su muerte? Por el Bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, lo mismo
que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una
vida nueva» (Rm 6, 3-4). Por lo tanto, no es una formalidad. Es un acto que toca en profundidad nuestra
existencia.

Un niño bautizado o un niño no bautizado no es lo mismo. No es lo mismo una persona bautizada o una
persona no bautizada. Nosotros, con el Bautismo, somos inmersos en esa fuente inagotable de vida que
es la muerte de Jesús, el más grande acto de amor de toda la historia; y gracias a este amor podemos
vivir una vida nueva, no ya en poder del mal, del pecado y de la muerte, sino en la comunión con Dios y
con los hermanos.

Muchos de nosotros no tienen el mínimo recuerdo de la celebración de este Sacramento, y es obvio, si


hemos sido bautizados poco después del nacimiento. He hecho esta pregunta dos o tres veces, aquí, en
la plaza: quien de vosotros sepa la fecha del propio Bautismo, que levante la mano. Es importante saber
el día que fui inmerso precisamente en esa corriente de salvación de Jesús. Y me permito daros un
consejo. Pero más que un consejo, una tarea para hoy. Hoy, en casa, buscad, preguntad la fecha del
Bautismo y así sabréis bien el día tan hermoso del Bautismo. Conocer la fecha de nuestro Bautismo es
conocer una fecha feliz. El riesgo de no conocerla es perder la memoria de lo que el Señor ha hecho con
nosotros; la memoria del don que hemos recibido. Entonces acabamos por considerarlo sólo como un
acontecimiento que tuvo lugar en el pasado —y ni siquiera por voluntad nuestra, sino de nuestros
padres—, por lo cual no tiene ya ninguna incidencia en el presente.
Debemos despertar la memoria de nuestro Bautismo. Estamos llamados a vivir cada día nuestro
Bautismo, como realidad actual en nuestra existencia. Si logramos seguir a Jesús y permanecer en la
Iglesia, incluso con nuestros límites, con nuestras fragilidades y nuestros pecados, es precisamente por
el Sacramento en el cual hemos sido convertidos en nuevas criaturas y hemos sido revestidos de Cristo.
Es en virtud del Bautismo, en efecto, que, liberados del pecado original, hemos sido injertados en la
relación de Jesús con Dios Padre; que somos portadores de una esperanza nueva, porque el Bautismo
nos da esta esperanza nueva: la esperanza de ir por el camino de la salvación, toda la vida. Esta esperanza
que nada ni nadie puede apagar, porque, la esperanza no defrauda. Recordad: la esperanza en el Señor
no decepciona.

Gracias al Bautismo somos capaces de perdonar y amar incluso a quien nos ofende y nos causa el mal;
logramos reconocer en los últimos y en los pobres el rostro del Señor que nos visita y se hace cercano.
El Bautismo nos ayuda a reconocer en el rostro de las personas necesitadas, en los que sufren, incluso
de nuestro prójimo, el rostro de Jesús. Todo esto es posible gracias a la fuerza del Bautismo.

Un último elemento, que es importante. Y hago una pregunta: ¿puede una persona bautizarse por sí
sola? Nadie puede bautizarse por sí mismo. Nadie. Podemos pedirlo, desearlo, pero siempre
necesitamos a alguien que nos confiera en el nombre del Señor este Sacramento. Porque el Bautismo es
un don que viene dado en un contexto de solicitud y de compartir fraterno. En la historia, siempre uno
bautiza a otro y el otro al otro… es una cadena. Una cadena de gracia. Pero yo no puedo bautizarme a
mí mismo: debo pedir a otro el Bautismo. Es un acto de fraternidad, un acto de filiación en la Iglesia. En
la celebración del Bautismo podemos reconocer las líneas más genuinas de la Iglesia, la cual como una
madre sigue generando nuevos hijos en Cristo, en la fecundidad del Espíritu Santo. Pidamos entonces de
corazón al Señor poder experimentar cada vez más, en la vida de cada día, esta gracia que hemos recibido
con el Bautismo. Que al encontrarnos, nuestros hermanos puedan hallar auténticos hijos de Dios,
auténticos hermanos y hermanas de Jesucristo, auténticos miembros de la Iglesia. Y no olvidéis la tarea
de hoy: buscar, preguntar la fecha del propio Bautismo. Como conozco la fecha de mi nacimiento, debo
conocer también la fecha de mi Bautismo, porque es un día de fiesta.

Confirmación

Audiencia general · 29 de enero de 2014

La Confirmación, que se entiende en continuidad con el Bautismo, al cual está vinculado de modo
inseparable. Estos dos sacramentos, juntamente con la Eucaristía, forman un único evento salvífico, que
se llama —«iniciación cristiana»—, en el que somos introducidos en Jesucristo muerto y resucitado, y
nos convertimos en nuevas creaturas y miembros de la Iglesia. He aquí por qué en los orígenes estos tres
sacramentos se celebraban en un único momento, al término del camino catecumenal, normalmente en
la Vigilia pascual. Así se sellaba el itinerario de formación y de inserción gradual en la comunidad cristiana
que podía durar incluso algunos años. Se hacía paso a paso para llegar al Bautismo, luego a la
Confirmación y a la Eucaristía.

Comúnmente [en italiano] se habla de sacramento de la «Cresima», palabra que significa «unción». Y,
en efecto, a través del óleo llamado «sagrado Crisma» somos conformados, con el poder del Espíritu, a
Jesucristo, quien es el único auténtico «ungido», el «Mesías», el Santo de Dios. El término
«Confirmación» nos recuerda luego que este sacramento aporta un crecimiento de la gracia bautismal:
nos une más firmemente a Cristo; conduce a su realización nuestro vínculo con la Iglesia; nos concede
una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe, para confesar el nombre de Cristo y
para no avergonzarnos nunca de su cruz (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1303).

Por esto es importante estar atentos para que nuestros niños, nuestros muchachos, reciban este
sacramento. Todos nosotros estamos atentos de que sean bautizados y esto es bueno, pero tal vez no
estamos muy atentos a que reciban la Confirmación. De este modo quedarán a mitad de camino y no
recibirán el Espíritu Santo, que es tan importante en la vida cristiana, porque nos da la fuerza para seguir
adelante. Pensemos un poco, cada uno de nosotros: ¿tenemos de verdad la preocupación de que
nuestros niños, nuestros chavales reciban la Confirmación? Esto es importante, es importante. Y si
vosotros, en vuestra casa, tenéis niños, muchachos, que aún no la han recibido y tienen la edad para
recibirla, haced todo lo posible para que lleven a término su iniciación cristiana y reciban la fuerza del
Espíritu Santo. ¡Es importante!

Naturalmente es importante ofrecer a los confirmandos una buena preparación, que debe estar
orientada a conducirlos hacia una adhesión personal a la fe en Cristo y a despertar en ellos el sentido de
pertenencia a la Iglesia.

La Confirmación, como cada sacramento, no es obra de los hombres, sino de Dios, quien se ocupa de
nuestra vida para modelarnos a imagen de su Hijo, para hacernos capaces de amar como Él. Lo hace
infundiendo en nosotros su Espíritu Santo, cuya acción impregna a toda la persona y toda la vida, como
se trasluce de los siete dones que la Tradición, a la luz de la Sagrada Escritura, siempre ha evidenciado.
¿Cuáles son estos dones? Sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Y
estos dones nos han sido dados precisamente con el Espíritu Santo en el sacramento de la Confirmación.

Cuando acogemos el Espíritu Santo en nuestro corazón y lo dejamos obrar, Cristo mismo se hace
presente en nosotros y toma forma en nuestra vida; a través de nosotros, será Él, Cristo mismo, quien
reza, perdona, infunde esperanza y consuelo, sirve a los hermanos, se hace cercano a los necesitados y
a los últimos, crea comunión, siembra paz.

Pensad cuán importante es esto: por medio del Espíritu Santo, Cristo mismo viene a hacer todo esto
entre nosotros y por nosotros. Por ello es importante que los niños y los muchachos reciban el
sacramento de la Confirmación. Recordémoslo ante todo para dar gracias al Señor por este don, y, luego,
para pedirle que nos ayude a vivir como cristianos auténticos, a caminar siempre con alegría conforme
al Espíritu Santo que se nos ha dado.
Eucaristía
Audiencia general · 5 de febrero de 2014

La Eucaristía se sitúa en el corazón de la «iniciación cristiana», juntamente con el Bautismo y la


Confirmación, y constituye la fuente de la vida misma de la Iglesia. De este sacramento del amor, en
efecto, brota todo auténtico camino de fe, de comunión y de testimonio.

Lo que vemos cuando nos reunimos para celebrar la Eucaristía, la misa, nos hace ya intuir lo que estamos
por vivir. En el centro del espacio destinado a la celebración se encuentra el altar, que es una mesa,
cubierta por un mantel, y esto nos hace pensar en un banquete. Sobre la mesa hay una cruz, que indica
que sobre ese altar se ofrece el sacrificio de Cristo: es Él el alimento espiritual que allí se recibe, bajo los
signos del pan y del vino. Junto a la mesa está el ambón, es decir, el lugar desde el que se proclama la
Palabra de Dios: y esto indica que allí se reúnen para escuchar al Señor que habla mediante las Sagradas
Escrituras, y, por lo tanto, el alimento que se recibe es también su Palabra.

Palabra y pan en la misa se convierten en una sola cosa, como en la Última Cena, cuando todas las
palabras de Jesús, todos los signos que realizó, se condensaron en el gesto de partir el pan y ofrecer el
cáliz, anticipo del sacrificio de la cruz, y en aquellas palabras: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo…
Tomad, bebed, ésta es mi sangre».

El gesto de Jesús realizado en la Última Cena es la gran acción de gracias al Padre por su amor, por su
misericordia. «Acción de gracias» en griego se dice «eucaristía». Y por ello el sacramento se llama
Eucaristía: es la suprema acción de gracias al Padre, que nos ha amado tanto que nos dio a su Hijo por
amor. He aquí por qué el término Eucaristía resume todo ese gesto, que es gesto de Dios y del hombre
juntamente, gesto de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por lo tanto, la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el
memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. «Memorial» no significa sólo un
recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento
participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la
cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca,
en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón,
nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos.

Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos «recibir la Comunión»,
«comulgar»: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos
conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el
Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de
contemplar a Dios cara a cara.
Queridos amigos, no agradeceremos nunca bastante al Señor por el don que nos ha hecho con la
Eucaristía. Es un don tan grande y, por ello, es tan importante ir a misa el domingo. Ir a misa no sólo para
rezar, sino para recibir la Comunión, este pan que es el cuerpo de Jesucristo que nos salva, nos perdona,
nos une al Padre. ¡Es hermoso hacer esto! Y todos los domingos vamos a misa, porque es precisamente
el día de la resurrección del Señor. Por ello el domingo es tan importante para nosotros. Y con la
Eucaristía sentimos precisamente esta pertenencia a la Iglesia, al Pueblo de Dios, al Cuerpo de Dios, a
Jesucristo. No acabaremos nunca de entender todo su valor y riqueza.

Pidámosle, entonces, que este sacramento siga manteniendo viva su presencia en la Iglesia y que plasme
nuestras comunidades en la caridad y en la comunión, según el corazón del Padre. Y esto se hace durante
toda la vida, pero se comienza a hacerlo el día de la primera Comunión. Es importante que los niños se
preparen bien para la primera Comunión y que cada niño la reciba, porque es el primer paso de esta
pertenencia fuerte a Jesucristo, después del Bautismo y la Confirmación.

Eucaristía (II)
Audiencia general · 12 de febrero de 2014

En la última catequesis destaqué cómo la Eucaristía nos introduce en la comunión real con Jesús y su
misterio. Ahora podemos plantearnos algunas preguntas respecto a la relación entre la Eucaristía que
celebramos y nuestra vida, como Iglesia y como cristianos. ¿Cómo vivimos la Eucaristía? Cuando vamos
a misa el domingo, ¿cómo la vivimos? ¿Es sólo un momento de fiesta, es una tradición consolidada, es
una ocasión para encontrarnos o para sentirnos bien, o es algo más?

Hay indicadores muy concretos para comprender cómo vivimos todo esto, cómo vivimos la Eucaristía;
indicadores que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía o no la vivimos tan bien. El primer indicio es
nuestro modo de mirar y considerar a los demás. En la Eucaristía Cristo vive siempre de nuevo el don de
sí realizado en la Cruz. Toda su vida es un acto de total entrega de sí por amor; por ello, a Él le gustaba
estar con los discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba para Él
compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba su alma y su vida. Ahora, nosotros, cuando
participamos en la santa misa, nos encontramos con hombres y mujeres de todo tipo: jóvenes, ancianos,
niños; pobres y acomodados; originarios del lugar y extranjeros; acompañados por familiares y solos…
¿Pero la Eucaristía que celebro, me lleva a sentirles a todos, verdaderamente, como hermanos y
hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con quien se alegra y de llorar con quien llora?
¿Me impulsa a ir hacia los pobres, los enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el
rostro de Jesús? Todos nosotros vamos a misa porque amamos a Jesús y queremos compartir, en la
Eucaristía, su pasión y su resurrección. ¿Pero amamos, como quiere Jesús, a aquellos hermanos y
hermanas más necesitados? Por ejemplo, en Roma en estos días hemos visto muchos malestares sociales
o por la lluvia, que causó numerosos daños en barrios enteros, o por la falta de trabajo, consecuencia de
la crisis económica en todo el mundo. Me pregunto, y cada uno de nosotros se pregunte: Yo, que voy a
misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupo por ayudar, acercarme, rezar por quienes tienen este problema?
¿O bien, soy un poco indiferente? ¿O tal vez me preocupo de murmurar: Has visto cómo está vestida
aquella, o cómo está vestido aquél? A veces se hace esto después de la misa, y no se debe hacer.
Debemos preocuparnos de nuestros hermanos y de nuestras hermanas que pasan necesidad por una
enfermedad, por un problema. Hoy, nos hará bien pensar en estos hermanos y hermanas nuestros que
tienen estos problemas aquí en Roma: problemas por la tragedia provocada por la lluvia y problemas
sociales y del trabajo. Pidamos a Jesús, a quien recibimos en la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.

Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirse perdonados y dispuestos a perdonar. A


veces alguien pregunta: «¿Por qué se debe ir a la iglesia, si quien participa habitualmente en la santa
misa es pecador como los demás?». ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! En realidad, quien celebra la
Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere aparentar ser mejor que los demás, sino precisamente
porque se reconoce siempre necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha
carne en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se
siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y
queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón. El «yo confieso»
que decimos al inicio no es un «pro forma», es un auténtico acto de penitencia. Yo soy pecador y lo
confieso, así empieza la misa. No debemos olvidar nunca que la Última Cena de Jesús tuvo lugar «en la
noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en torno a
los cuales nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre de Cristo para la remisión
de nuestros pecados. Debemos ir a misa humildemente, como pecadores, y el Señor nos reconcilia.

Un último indicio precioso nos ofrece la relación entre la celebración eucarística y la vida de nuestras
comunidades cristianas. Es necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos
nosotros; no es una conmemoración nuestra de lo que Jesús dijo e hizo. No. Es precisamente una acción
de Cristo. Es Cristo quien actúa allí, que está en el altar. Es un don de Cristo, quien se hace presente y
nos reúne en torno a sí, para nutrirnos con su Palabra y su vida. Esto significa que la misión y la identidad
misma de la Iglesia brotan de allí, de la Eucaristía, y allí siempre toman forma. Una celebración puede
resultar incluso impecable desde el punto de vista exterior, bellísima, pero si no nos conduce al
encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún sustento a nuestro corazón y a nuestra vida.
A través de la Eucaristía, en cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia e impregnarla con su
gracia, de tal modo que en cada comunidad cristiana exista esta coherencia entre liturgia y vida.

El corazón se llena de confianza y esperanza pensando en las palabras de Jesús citadas en el Evangelio:
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).
Vivamos la Eucaristía con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría comunitaria, de
atención hacia los necesitados y hacia las necesidades de tantos hermanos y hermanas, con la certeza
de que el Señor cumplirá lo que nos ha prometido: la vida eterna. Que así sea.

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