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El Ayaymamá

HACE TIEMPO, MUCHO tiempo, vivía en las márgenes de un afluente del


Napo —río que avanza selva adentro para desembocar en el Amazonas
— la tribu secoya del cacique Coranke. Él tenía, como todos los
indígenas, una cabaña de tallos de palmera techada con hojas de la
misma planta. Allí estaba con su mujer, que se llamaba Nara, y su
hijita. Bueno: que estaba es sólo un decir, pues Coranke, precisamente,
casi nunca se encontraba en casa. Era un hombre fuerte y valiente que
siempre andaba por el riñón del bosque en los trajines de la caza y la
guerra. Donde ponía el ojo clavaba la flecha y esgrimía con inigualada
potencia el garrote de madera dura como la piedra. Patos silvestres,
tapires y venados caían con el cuerpo traspasado y más de un jaguar
que trató de saltarle sorpresivamente rodó por el suelo con el cráneo
aplastado de un mazazo. Los indios enemigos le huían.
Nara era tan bella y hacendosa como Coranke fuerte y valiente. Sus
ojos tenían la profundidad de los ríos, en su boca brillaba el rojo
encendido de los frutos maduros, su cabellera lucía la negrura del ala
del paujil y su piel la suavidad de la madera del cedro. Y sabía hacer
túnicas y mantas de hilo de algodón, y trenzar hamacas con la fibra de
la palmera shambira, que es muy elástica, y modelar ollas y cántaros de
arcilla, y cultivar una chacra —próxima a su cabaña— donde
prosperaban el maíz, la yuca y el plátano.
La hijita, muy pequeña aún, crecía con el vigor de Coranke y la
belleza de Nara, y era como una hermosa flor de la selva.
Pero he allí que el Chullachaqui se había de entrometer. Es el genio
malo de la selva, con figura de hombre, pero que se diferencia en que
tiene un pie humano y una pata de cabra o de venado. No hay ser más
perverso. Es el azote de los indígenas y también de los trabajadores
blancos que van al bosque a cortar caoba o cedro, o a cazar lagartos y
anacondas para aprovechar la piel, o a extraer el caucho del árbol del
mismo nombre. El Chullachaqui los ahoga en lagunas o ríos, los
extravía en la intrincada inmensidad de la floresta o los ataca por
medio de las fieras. Es malo cruzarse en su camino, pero resulta peor
que él se cruce en el de uno.
Cierto día, el Chullachaqui pasó por las inmediaciones de la cabaña
del cacique y distinguió a Nara. Verla y quedarse enamorado de ella fue
todo uno. Y como puede tomar la forma del animal que se le antoja, se
transformaba algunas veces en pájaro y otras en insecto para estar
cerca de ella y contemplarla a su gusto sin que se alarmara.
Mas pronto se cansó y quiso llevarse consigo a Nara. Se internó
entonces en la espesura, recuperó su forma y, para no presentarse
desnudo, consiguió cubrirse matando a un pobre indio que estaba por
allí de caza y robándole la túnica, que era larga y le ocultaba la pata de
venado. Así disfrazado, se dirigió al río y cogió la canoa que un niño, a
quien sus padres ordenaron recoger algunas plantas medicinales, había
dejado a la orilla. Tan malo como es, no le importó la vida del indio ni
tampoco la del niño, que se iba a quedar en el bosque sin poder volver.
Fue bogando hasta llegar a la casa del cacique, que estaba en una de las
riberas.
—Nara, hermosa Nara, mujer del cacique Coranke —dijo mientras
arribaba—, soy un viajero hambriento. Dame de comer…
La hermosa Nara le sirvió, en la mitad de una calabaza, yucas y
choclos cocidos y también plátanos. Sentado a la puerta de la cabaña,
comió lentamente el Chullachaqui, mirando a Nara, y después dijo:
—Hermosa Nara, no soy un viajero hambriento, como has podido
creer, y he venido únicamente por ti. Adoro tu belleza y no puedo vivir
lejos de ella. Ven conmigo…
Nara le respondió:
—No puedo dejar al cacique Coranke…
Y entonces el Chullachaqui se puso a rogar y a llorar, a llorar y a
rogar para que Nara se fuera con él.
—No dejaré al cacique Coranke —dijo por último Nara.
El Chullachaqui fue hacia la canoa, muy triste, muy triste, subió a
ella y se perdió en la lejanía bogando río abajo.
Nara se fijó en el rastro que el visitante había dejado al caminar por
la arena de la ribera y al advertir una huella de hombre y otra de
venado, exclamó: «¡Es el Chullachaqui!». Pero calló el hecho al cacique
Coranke, cuando éste volvió de sus correrías, para evitar que se
expusiera a las iras del Malo. Y pasaron seis meses y al caer la tarde del
último día de los seis meses, un potentado atracó su gran canoa frente
a la cabaña. Vestía una rica túnica y se adornaba la cabeza con vistosas
plumas y el cuello con grandes collares.
—Nara, hermosa Nara —dijo saliendo a tierra y mostrando mil
regalos—, ya verás por esto que soy poderoso. Tengo la selva a mi
merced. Ven conmigo y todo será tuyo.
Y estaban ante él todas las más bellas flores del bosque, y todos los
más dulces frutos del bosque, y todos los más hermosos objetos —
mantas, vasijas, hamacas, túnicas, collares de dientes y semillas— que
fabrican todas las tribus del bosque. En una mano del Chullachaqui se
posaba un guacamayo blanco y en la otra un paujil del color de la
noche.
—Veo y sé que eres poderoso —respondió Nara, después de echar
un vistazo a la huella, que confirmó sus sospechas—, pero por nada del
mundo dejaré al cacique Coranke…
Entonces el Chullachaqui dio un grito y salió la anaconda del río, y
dio otro grito y salió el jaguar del bosque. Y la anaconda enroscó su
enorme y elástico cuerpo a un lado y el jaguar enarcó su lomo felino al
otro.
—¿Ves ahora? —dijo el Chullachaqui—, mando en toda la selva y los
animales de la selva. Te haré morir si no vienes conmigo.
—No me importa —respondió Nara.
—Haré morir al cacique Coranke —replicó el Chullachaqui.
—Él preferirá morir —insistió Nara.
Entonces el Malo pensó un momento y dijo:
—Podría llevarte a la fuerza, pero no quiero que vivas triste
conmigo, pues eso sería desagradable. Retornaré, como ahora, dentro
de seis meses y si rehúsas acompañarme te daré el más duro castigo…
Volvió la anaconda al río y el jaguar al bosque y el Chullachaqui a la
canoa, llevando todos sus regalos, muy triste, muy triste subió a ella y
se perdió otra vez en la lejanía bogando río abajo.
Cuando Coranke retornó de la cacería, Nara le refirió todo, pues era
imprescindible que lo hiciera, y el cacique resolvió quedarse en su casa
para el tiempo en que el Chullachaqui ofreció regresar, a fin de
defender a Nara y su hija.
Así lo hizo. Coranke templó su arco con nueva cuerda, aguzó
mucho las flechas y estuvo rondando por los contornos de la cabaña
todos esos días. Y una tarde en que Nara se hallaba en la chacra de
maíz, se le presentó de improviso el Chullachaqui.
—Ven conmigo —le dijo—, es la última vez que te lo pido. Si no
vienes, convertiré a tu hija en un pájaro que se quejará eternamente en
el bosque y será tan arisco que nadie podrá verlo, pues el día en que sea
visto, el maleficio acabará, tornando a ser humana… Ven, ven conmigo,
te lo pido por última vez, si no…
Pero Nara, sobreponiéndose a la impresión que la amenaza le
produjo, en vez de ir con él se puso a llamar:
—Coranke, Coranke…
El cacique llegó rápidamente con el arco en tensión y lista la buida
flecha para atravesar el pecho del Chullachaqui, pero éste ya había
huido desapareciendo en la espesura.
Corrieron los padres hacia el lugar donde dormía su hijita y
encontraron la hamaca vacía. Y desde la rumorosa verdura de la selva
les llegó por primera vez el doliente alarido: «Ay, ay, mamá», que dio
nombre al ave hechizada.
Nara y Coranke envejecieron pronto y murieron de pena oyendo la
voz transida de la hijita, convertida en un arisco pájaro inalcanzable
aun con la mirada.
El ayaymama ha seguido cantando, sobre todo en las noches de
luna, y los hombres del bosque acechan siempre la espesura con la
esperanza de liberar a ese desgraciado ser humano. Y es bien triste que
nadie haya logrado verlo todavía…

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