Operacion Proteo - James P Hogan

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Estamos en 1974 y la bota de acero del fascismo domina ya todo el mundo

excepto Australia y Estados Unidos. La Operación Proteo planea en viar un


reducido grupo de especialistas y soldados al pasado, hasta 1939, para alterar
el curso de la historia, e involucrar a Churchill y Einstein para evitar el triunfo
de las potencias del eje.
Una intrigante y absorbente mezcla de ciencia ficción, historia, espionaje y
suspense.

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James P. Hogan

Operación Proteo
ePub r1.0
Titivillus 03-07-2023

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Título original: The Proteus Operation
James P. Hogan, 1985
Traducción: Xavier Riesco

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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A MICHAEL ROBERT

que aparece en escena en algún momento de la mitad


del libro…
en la más distinguida de las compañías.

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Agradecimientos

Se agradece la ayuda y la cooperación de las siguientes personas e


instituciones:
Edward Teller, Eugene Wigner e Isaac Asimov por prestarse a aparecer
como «personajes» invitados.
La Biblioteca Franklin D. Roosevelt, Hyde Park, Nueva York, por su
permiso para la reproducción de la carta de Einstein.
Robert Samuels, del Departamento de Química del Instituto de
Tecnología de Georgia.
Mark Looper, Mike Sklar y Bob Grossman de la Universidad de
Princeton.
Brent Warner del Departamento de Física de la Universidad Estatal de
Ohio.
Steve Fairchild de Moaning Cavern, Murphys, California.
Lynx Crove de Berkeley, California.
Charley, Gary y Rick de la librería de Charley, Sonora, California.
Ralph Newman y Jack Cassinetto de Sonora, California.
Dorothy Alkire de Manteca, California.
Dick Hastings y el personal de la Biblioteca del Condado de Tuolumne,
Sonora, California.
La Marina de los Estados Unidos, Treasure Island, San Francisco.
Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, Langley AFB, Virginia.
Y, por supuesto, a Jackie.

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Proteo

El viejo del mar en la mitología griega, que conocía todo el


pasado, el presente y el futuro, pero que adoptaba numerosas
formas para evitar revelarlos.
Sólo cuando era capturado y retenido en una
manifestación concreta podía determinarse el futuro con
certeza… de una forma que extrañamente recuerda al colapso
de la función de onda en la mecánica cuántica.

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Prólogo

El domingo 24 de noviembre de 1974 la aurora apareció de mala gana sobre


la costa de Virginia, con un cielo cubierto y húmedo que escupía gotas de
lluvia y ráfagas de viento malhumoradas que mancillaban de blanco las
crestas de las olas de un mar picado y de color gris metálico. Con el aspecto
de una alfombra con flecos desenrollada sobre la superficie, una estela
espumosa se extendía en línea recta desde las nieblas occidentales marcando
el rumbo del submarino nuclear de los Estados Unidos Narwhal, que ahora se
encontraba a la vista de su base en Norfolk y que durante los últimos
kilómetros era escoltado por una bandada de gaviotas que lo sobrevolaban
trazando círculos perezosos. Desde el siniestro negro del casco del submarino
al blanco sucio de las gaviotas y la espuma, el mundo era un estudio en grises
desvaídos.
El gris parecía apropiado, pensó el capitán de fragata Gerald Bowden
mientras contemplaba el mundo desde el puente de seis metros de alto del
Narwhal, junto al primer oficial de navegación y el encargado de señales. El
color llegaba con los bebés y las flores, las mañanas soleadas y las
primaveras: con el comienzo de las cosas nuevas. Pero los cadáveres son
pálidos, los enfermos tienen el rostro «ceniciento» y los afligidos están
«grises de cansancio». Junto con la fuerza y la vitalidad, el color desaparecía
de aquellas cosas que se acercaban a su fin. Parecía apropiado que un mundo
sin futuro también fuera un mundo sin color.
Exceptuando algún tipo de milagro, el mundo libre occidental al que se
había comprometido a defender no tenía futuro alguno. Las últimas
provocaciones japonesas en el Pacífico eran claramente el preludio largo
tiempo esperado de una acción contra las islas hawaianas, con el objetivo de
conseguir el aislamiento estratégico definitivo de Australia. No cabía la
posibilidad de que la Marina de los Estados Unidos volviera a consentir
mansamente ese tipo de agresión, como había ocurrido cuando la anexión de
las Filipinas al Imperio japonés hacía cinco años. La guerra significaría
automáticamente vérselas con el poderío de la Europa nazi, además de sus

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colonias en Asia y África, y los estados fascistas sudamericanos sin duda se
unirían en el último momento para quedarse con su parte de los despojos.
Contra tales fuerzas había pocas dudas sobre el resultado. Pero la nación y los
pocos aliados que le quedaban estaban resignados a caer luchando si así tenía
que ser. El presidente John F. Kennedy había hablado en nombre de todos
cuando comprometió a los Estados Unidos en una política de «No más
capitulaciones».
Bowden apartó la vista de la entrada del puerto y la dirigió hacia la cuarta
figura presente en el puente. Llevaba una gorra de piel de estilo ruso con
orejeras bien ceñidas para protegerse contra el viento, y el chaquetón de
camuflaje de paracaidista que llevaba puesto sobre la ropa de faena del
ejército contrastaba con los uniformes de la marina de los oficiales del buque.
El soldado había cambiado el mono de trabajo que llevaba puesto cuando
subió a bordo junto con su grupo por ese conjunto de piezas dispares
procedentes de los almacenes del buque. El capitán Harry Ferracini, miembro
de una de las unidades de Operaciones Especiales del ejército, a cargo de una
unidad de cuatro hombres y del grupo de civiles que los acompañaban, había
subido a bordo junto con su grupo hacía varios días en un encuentro
concertado con un pesquero frente a las costas del suroeste de Inglaterra.
Bowden sabía que sería inútil preguntar cuál había sido su misión, quiénes
eran los civiles y por qué los llevaban de vuelta a los Estados Unidos; pero
parecía claro que para algunas ramas del ejército estadounidense ya había
empezado una guerra encubierta y no declarada contra el Tercer Reich y sus
dominios.
Ferracini tenía unos rasgos claros y todavía predominantemente juveniles,
con unas líneas proporcionadas y hermosas, piel suave y una boca sensible.
Tenía la tez morena, ojos grandes, castaños y melancólicos, apropiados a su
nombre. Si sentía algo por el destino de su nación o por la muerte de la
democracia, su expresión no lo revelaba mientras miraba al horizonte de
Norfolk. Sus ojos no perdían detalle, se movían con la estudiada vaguedad de
alguien acostumbrado a pasar desapercibido durante largos períodos de
tiempo en entornos hostiles. Bowden supuso que el soldado estaba a finales
de los veinte, aunque su falta de inclinación a sonreír y el aire severo que
tenía la mayor parte del tiempo eran característicos de hombres más viejos a
los que la vida ha vuelto cínicos.
Cierto, la profesión de Ferracini hacía que ese tipo de personas cultivaran
el ser inescrutables como salvaguarda, y la taciturnidad como hábito; pero en
sus pocas y breves conversaciones, Bowden había discernido un alejamiento

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en los modales del joven soldado que iba más allá del hábito profesional y
revelaba un abismo emocional mediante el cual Ferracini, y otros como él,
con los que Bowden había trabajado en misiones anteriores, parecían querer
distanciarse del mundo de los sentimientos personales y las emociones
mundanas y cotidianas. ¿O era para separarse del mundo de las cosas
significativas y con comienzos, que ahora no significaban nada y no
conducían a ninguna parte?, se preguntó Bowden. ¿Era un síntoma de toda
una generación que reaccionaba instintivamente para protegerse del
conocimiento de que tampoco ellos tenían futuro?
—Bienvenido a casa, Narwhal —leyó Melvin Warner, el primer oficial de
navegación, cuando las luces empezaron a parpadear en la caseta del capitán
de puerto, sita en un extremo del rompeolas exterior—. Práctico enviado.
Sentimos tiempo asqueroso.
—Alguien está despierto desde temprano —dijo Bowden—. O bien
esperan a gente muy importante o la guerra ya ha empezado. —Volvió la
cabeza para dirigirse al marinero—: Haz una señal de respuesta: «Gracias.
Felicitaciones por el pronto servicio. Hace mejor tiempo aquí que a cien
metros de profundidad».
—Lancha aproximándose por estribor —informó Warner mientras las
lámparas de los encargados de señales hablaban entre sí. Hizo un gesto hacia
las siluetas de los esbeltos acorazados grises anclados en el puerto exterior—:
Hay uno de los grandes portaaviones, Gerry. Parece el Constellation.
—Aminoren velocidad, abran una de las escotillas delanteras y prepárense
para recibir al práctico —dijo Bowden. Se volvió hacia Ferracini mientras
Warner traducía las frases en órdenes y las transmitía al interior—: Usted y su
gente desembarcarán primero, capitán. Los soltaremos lo más rápido que
podamos. —Ferracini asintió con la cabeza.
Habían recibido un mensaje en medio del Atlántico, transmitido mediante
un emisor VLF[1] de la marina en Connecticut en las longitudes de onda que
los submarinos podían recibir mientras estaban sumergidos, advirtiendo de
que el capitán Ferracini y el sargento Cassidy eran requeridos con urgencia
para otros deberes y al llegar a puerto recibirían más órdenes inmediatamente.
—No les dan mucho respiro —comentó Bowden—. Lamento que tenga
que marcharse tan pronto. Al menos no es así todo el tiempo, ¿eh?
—Justo cuando empezábamos a conocernos el uno al otro.
—Así es como son las cosas a veces.
Bowden miró al soldado durante un momento más y luego abandonó su
intento de conversación con un suspiro y un encogimiento de hombros apenas

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perceptible.
—Muy bien, atracaremos en unos instantes. Tendrá que volver y reunirse
con los demás en el comedor de oficiales. —Extendió la mano—. Ha sido un
placer tenerle a bordo, capitán. Y buena suerte con lo que sea que se les haya
ocurrido que haga a continuación.
—Gracias, señor —dijo Ferracini, en tono formal. Le estrechó la mano
primero a Bowden y luego a Warner—. Los hombres me han pedido que les
exprese su aprecio por su hospitalidad. Y me gustaría añadir el mío también.
—Bowden sonrió débilmente y asintió. Ferracini se introdujo en la escotilla
del puente y empezó a bajar por la escalerilla.
Desde el compartimento bajo el puente, Ferracini se encogió para pasar
por otra escotilla y entró en el interior del submarino. Más allá le aguardaba
otra escotilla más y una tercera escalerilla, que lo condujeron al extremo
delantero de la sala de control, con su confusión de maquinarias, paneles de
control y filas de equipos, cuyo propósito no entendía en su mayoría. Los
tripulantes estaban ocupados en sus puestos, que se extendían hacia popa por
ambos lados desde el doble periscopio y la mesa de navegación. En el lado de
babor había dos asientos de cuero acolchado rodeados de palancas de control
y enjambres de instrumentos, más parecidos a los de la cabina del piloto de un
avión que a los puestos de timonel y navegador de un buque. Los asientos
tenían cinturones de seguridad, lo que decía bastante sobre la maniobrabilidad
del Narwhal; la dinámica de dirigir submarinos veloces se parecía más a volar
bajo el agua que a navegar en el sentido tradicional.
El segundo al mando de Bowden y un destacamento de marineros
acompañaron a Ferracini por el pasillo entre el camarote del capitán y la
enfermería hasta el comedor de oficiales, donde habían alojado a los pasajeros
durante el viaje. Encontró a Cassidy y a los dos soldados rasos, Vorkoff y
Breugot, empacando las últimas cosas y ayudando a las ocho personas que
habían traído desde Inglaterra a ponerse ropas apropiadas para salir al
exterior. Varios de los civiles todavía tenían un aspecto famélico y
consumido, aunque empezaban a aparecer trazas de color en sus caras tras los
días de descanso, los cuidados médicos apropiados y las generosas raciones
del Narwhal.
—Casi hemos terminado, Harry —dijo Cassidy con un dejo cansino,
cerrando la cremallera del último de los petates—. ¿Cómo están las cosas ahí
fuera? ¿Hemos llegado ya?
—Estamos entrando en el puerto. El práctico va a subir —replicó
Ferracini.

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—¿Y cómo está el hogar dulce hogar?
—Húmedo, frío y ventoso. ¿Están todos listos aquí abajo?
—Todos listos.
Mike «Vaquero» Cassidy era larguirucho y grande, poseía una
desenvoltura despreocupada que podía ser engañosamente cautivante, unos
ojos azules y claros, un denso pelo rubio y un bigote desigualmente recortado.
Los soldados de Operaciones Especiales estaban entrenados para trabajar en
parejas, y Cassidy había sido el compañero regular de Ferracini durante más
de tres años. Según todas las pruebas de temperamento y conducta que tanto
estimaban los psicólogos, el par debería haber sido completamente
incompatible, pero ambos se negaban obstinadamente a trabajar con otra
persona.
Mientras los marineros se llevaban los petates, Ferracini contempló a la
gente que había en el comedor. Sin duda ésta sería la última vez que estarían
juntos como grupo. Justo cuando empezaban a conocerse algo tras pasar
cuatro días apiñados en el estrecho interior del submarino, el viaje había
terminado, y todos desaparecerían con diferentes destinos. Era como la vida
en general: nada permanente, nada duradero, nada a lo que apegarse. Ferracini
se sentía cansado al pensar en la futilidad de todo ello.
Los dos científicos, Mitchell y Frazer, todavía llevaban puesto parte de los
uniformes hechos a mano de la Sección de Guardia de Prisiones,
perteneciente a la Policía de Seguridad Británica (en realidad, una rama local
de las SS) mediante los cuales se las habían arreglado para escapar del campo
de concentración político de Dartmoor. Mitchell, un especialista en química
de la corrosión a altas temperaturas, había sido forzado desde hacía años a
trabajar en el programa que supuestamente condujo al primer alunizaje
alemán en 1968. Frazer trabajaba en el campo de los ordenadores de guía
inercial antes de que Berlín ordenara su arresto por supuestos defectos
ideológicos.
Smithgreen (que ciertamente no era su verdadero nombre) era algún tipo
de matemático, un judío de origen húngaro que había conseguido, de forma
increíble, evitar ser descubierto desde que Inglaterra se rindió ante Alemania
el primer día de 1941. Maliknin era un operario, un ruso eslavo, que había
trabajado en los silos de misiles intercontinentales alemanes al norte de
Siberia. Pearce (otro seudónimo, sin duda) se había decolorado la piel de las
manos y el rostro, y alisado el pelo, para poder sobrevivir al genocidio
africano de los sesenta.

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Y luego estaba la mujer a la que llamaban «Ada», desplomada en una silla
al otro extremo de la mesa del comedor y que miraba de manera ausente a las
mamparas, como había hecho durante la mayor parte del viaje. Puede que
Inglaterra se rindiera en el 1941, pero Ada desde luego que no. Continuó
librando una guerra de una sola mujer contra los nazis durante más de treinta
años, desde el día, cuando era una joven maestra de escuela en Liverpool, en
que vio cómo se llevaban a su marido, a su padre y a sus dos hermanos como
mano de obra forzosa al continente, y de los que nunca se volvió a saber. La
venganza se había convertido en su forma de vida. Mediante documentos
falsificados, disfraces y una miríada de identidades falsas, supuestamente
había asesinado a ciento sesenta y tres nazis, incluyendo a un gobernador del
Reich, tres comisarios de distrito, los jefes de la Gestapo de dos ciudades
inglesas y docenas de colaboradores británicos en el gobierno local. La habían
arrestado repetidas veces, había soportado interrogatorios, palizas y torturas;
había sido condenada a muerte seis veces, escapando en cuatro ocasiones y en
otras dos la dejaron por muerta. Ahora, a sus cincuenta años, estaba quemada,
envejecida prematuramente por una vida de odio, violencia y suplicios del
tipo que atestiguaban el retorcido tejido cicatricial en la punta de los dedos de
su mano derecha, donde solían estar sus uñas. Su lucha había acabado, pero la
información que llevaba en su cabeza era de un valor incalculable.
El examen que Ferracini hizo del cubículo finalmente lo llevó al joven
con bigote y a la muchacha rubia que sólo eran conocidos por sus nombres en
código, «Polo» y «Candy». Ambos eran agentes estadounidenses que
regresaban a casa tras una operación. Ferracini no tenía ni idea de en qué se
habían visto involucrados, y lo mejor era que las cosas siguieran así.
Las vibraciones recorrieron la estructura, y desde algún punto cercano
llegó el sonido de maquinaria. No hubo demostraciones innecesarias entre la
compañía, ni fingimientos de que su relación perduraría. Tras murmurar unos
agradecimientos y despedidas breves, Ferracini y Vorkoff condujeron a los
demás por el pasillo del comedor de oficiales al nivel inferior y hacia el
almacén de torpedos, donde una de las escotillas principales de carga estaba
abierta. Intercambiaron más adioses con los oficiales del buque que estaban
de pie alrededor de la escalerilla bajo la escotilla y luego precedieron al grupo
a su cargo, subiendo por la escalerilla hasta salir al exterior bajo un toldo de
lona circular en el estrecho espacio de trabajo que coronaba los flancos del
buque. Ferracini iba delante por la pasarela para unirse a los marineros que
habían llevado el equipaje a tierra, mientras Vorkoff se quedaba en la escotilla

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para ayudar a los civiles a caminar sobre las planchas de acero mojado.
Cassidy y Breugot cerraban la retaguardia.
Lo primero que vio Ferracini cuando se acercaba al nivel del muelle fue
un alférez frente a un autobús que esperaba para llevarse a los civiles. Lo
segundo fue un Ford sedán de color pardo con matrícula del gobierno
aparcado a unos cuarenta metros de distancia, con un conductor de uniforme
al volante y una figura indistinguible que observaba desde el asiento de atrás.
Aunque la ventanilla estaba empañada, haciendo imposible discernir los
detalles, la figura, con su perfil de rostro redondo y el sombrero de tela
encajado firmemente en la cabeza, sólo podía pertenecer a Winslade. El coche
llevaba el ondeante gallardete de general, y el que Winslade no perteneciera
en absoluto al ejército, no quería decir nada. De hecho, sería típico de él.
Tendría que haberlo esperado, se dijo Ferracini. Jamás había oído de ningún
personal en servicio activo que fuera interceptado para la próxima misión de
esta manera, antes de que la actual hubiera terminado oficialmente; y cuando
las cosas empezaban a hacerse de manera altamente irregular, normalmente,
Winslade se hallaba involucrado en algún punto del proceso.
Según resultó, el alférez no estaba autorizado para aceptar los documentos
de traspaso de los civiles. El autobús iba a llevarlos al campo de aviación al
otro lado de la base, donde había aviones esperando para llevarlos a sus
respectivos destinos. La gente que se haría formalmente cargo de ellos los
esperaba en el campo de aviación.
—Voy a ver qué pasa aquí —le dijo Ferracini a Cassidy—. Tú tendrás que
ir con el autobús para hacerte cargo de las formalidades. Te recogeremos más
tarde.
Cassidy asintió.
—No me gustaría ver cómo los envían de vuelta sólo porque rellenamos
mal los formularios.
—Vosotros también podéis ir con Cassidy —le dijo Ferracini a Vorkoff y
Breugot—. Allí encontraréis la forma de volver a la base.
Intercambiaron despedidas con Ferracini y subieron al autobús detrás de
los civiles. El alférez subió el último, y el autobús arrancó. Ferracini alzó la
vista y vio la figura de gorra blanca del capitán Bowden que observaba desde
lo alto del puente del Narwhal. La figura alzó una mano y, tras unos
segundos, Ferracini levantó la suya en respuesta. Entonces se puso su petate
al hombro, se dio la vuelta y caminó por el muelle hacia donde le esperaba el
Ford.

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El conductor, que había salido y estaba frente al coche, tomó el petate de
Ferracini y lo guardó en el maletero. En el interior, Winslade se inclinó para
abrirle la puerta. Ferracini entró y cerró la puerta. Sucumbiendo a la textura y
el olor del cuero de la tapicería, se estiró con un suspiro de gratitud y cerró los
ojos para saborear durante unos preciosos instantes la desacostumbrada
sensación de lujo y calidez que le envolvía.
—Supongo que tendremos que recoger a Cassidy —dijo la voz de
Winslade, articulando con precisión las palabras mientras el conductor se
ponía al volante—. ¿Adónde vamos? ¿A la base aérea?
Ferracini asintió sin abrir los ojos.
—Se está ocupando del papeleo.
—A la base aérea —dijo Winslade en un tono de voz más alto. El coche
se puso en marcha suavemente—. Dime, Harry, ¿cómo fue todo esta vez? —
preguntó Winslade con tono afable tras unos segundos.
—Bien, supongo. Nos instalamos como estaba planeado. Los sacamos. Y
los trajimos a casa.
—¿A todos? Sólo he contado ocho.
—Los tres que se suponía que tenían que venir vía Londres no
aparecieron. No descubrimos qué pasó. Plutón cree que hay una filtración en
ese lado.
—Mmm… eso puede ser desastroso. —Winslade hizo una pausa y digirió
la información—. ¿Significa eso que Plutón esta expuesto?
—Puede. Está liquidando la operación entera como precaución… se muda
a Bristol para abrir un nuevo taller allí, probablemente dentro de un mes.
—Ya veo. ¿Y cómo está nuestro querido amigo, el Obergruppenführer
Frichter? ¿Qué tal anda de salud estos días?
—Mal. No colgará a más rehenes.
—Qué tragedia.
Ferracini abrió los ojos al fin y se enderezó en el asiento con un suspiro,
colocándose la gorra que le caía hacia atrás.
—Vamos, Claud, ¿de qué se trata? —exigió—. Hay lugares y
procedimientos apropiados para hacer los informes de misión. ¿Por qué estás
haciéndolo tú, y por qué estamos dando un paseo en coche?
—Sólo es por curiosidad personal. —La voz de Winslade no sufrió
ninguna alteración—. El informe de misión reglamentario se llevará a cabo
más tarde con la gente apropiada. Sin embargo, hay asuntos más urgentes que
atender primero. Y en respuesta a tu otra pregunta, no estamos dando un
paseo en coche, nos dirigimos a un sitio en particular.

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Ferracini esperó, pero Winslade lo dejó a la espera de respuesta. Volvió a
suspirar.
—Muy bien, picaré. ¿Adónde?
—Vamos a la base aérea de todas formas, para coger un avión a Nuevo
México.
—Adónde, específicamente.
—Clasificado.
Ferracini intentó otro enfoque.
—Vale… ¿por qué?
—Para que conozcas a algunas personas que sin duda encontrarás
interesantes.
—¿Ah, sí? ¿Como quiénes?
—¿Qué tal JFK para empezar?
Ferracini frunció el ceño. Sabía que si bien Winslade tenía una forma
curiosa de manipular a la gente, jamás hacía bromas frívolas. Winslade sonrió
con afectación, sus ojos de un gris pálido parpadeaban detrás de sus lentes
semicirculares sin montura, y su boca se convirtió en una línea fina y curvada
hacia arriba.
Winslade estaba por lo menos a finales de la cincuentena, tenía un rostro
redondo, una complexión rubicunda, de altura media y unos mechones de
pelo blanco que emergían por detrás de sus orejas. Hubiera dado la talla para
el papel de un jovial, aunque algo menos orondo, señor Pickwick. Además de
su sombrero de tela negra, llevaba un abrigo gris con solapas de piel, una
bufanda de seda oscura y guantes de cuero marrón. Agarraba la empuñadura
ornamentada de un bastón que sujetaba entre sus rodillas.
Lo más que uno llegaba a saber sobre Winslade era exactamente lo que
necesitaba saber, lo cual nunca era mucho, normalmente no más de lo que
Winslade mismo se permitía decir sobre sí mismo. Ferracini, por ejemplo,
jamás había averiguado quién era exactamente Winslade o a qué se dedicaba;
pero sabía que Winslade entraba y salía por la puerta de cualquier
departamento del Pentágono impunemente, cenaba con regularidad en la Casa
Blanca, y parecía tutearse con los directores de todos los centros de
investigación científica más importantes del país. Y además, en las
conversaciones que había tenido con Winslade en el transcurso de varios años
en los que sus caminos se habían cruzado intermitentemente, Ferracini se
había formado la opinión de que Winslade era un hombre que no era para
nada un recién llegado al terreno de las operaciones encubiertas, y no sólo a
nivel teórico, sino partiendo de duras experiencias de primera mano.

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Sospechaba que Winslade alguna vez fue un operativo en activo,
posiblemente hacía mucho; pero no podía asegurarlo debido a que Winslade
nunca hablaba mucho de sí mismo.
El sedán aminoró la velocidad según se acercaba a la barrera que conducía
fuera del área de los muelles. La barrera se alzó, y un cabo de la Policía
Militar les hizo señas de adelante, mientras los dos guardias presentaban
armas. Una vez pasada la barrera, el coche aceleró y tomó la dirección de la
base aérea.
Negándose a seguir el juego de preguntas y respuestas de Winslade,
Ferracini apretó la mandíbula y sacó barbilla en un gesto de obstinación.
Winslade se encogió de hombros y luego sonrió, metió la mano en el maletín
que tenía a su lado y sacó una radio portátil de bolsillo, de espléndida
manufactura, con un panel frontal negro, diales plateados y un acabado
cromado. Era más pequeña que cualquier otro aparato que Ferracini hubiera
visto, aparte de aparatos militares secretos, y tenía una cubierta que se abría
en la parte delantera.
—Fabricado en el Imperio japonés —comentó Winslade mientras abría la
cubierta con el pulgar—. Aquí no verás nada parecido, pero los niños allí las
llevan por las calles. Incluso reproduce grabaciones realizadas sobre cinta
magnética. ¿Quieres oír una? —Hizo aparecer un pequeño cartucho y lo
insertó en el espacio que había tras la cubierta, la cerró con un golpe y apretó
un botón. Entonces puso la radio sobre sus rodillas y se apoyó contra el
respaldo de su asiento, observando la cara de Ferracini.
Ferracini se quedó mirando incrédulo cuando una música potente y llena
de ritmo manó de los altavoces, un clarinete que dirigía a varios saxofones
para producir un ritmo animado que incitaba a seguirlo tamborileando con los
dedos. La música popular de los setenta tendía a ser una mezcla de marchas
patrióticas y militares, Wagner y los deprimentes himnos fúnebres de los que
creían que los Estados Unidos podían salvarse si se convertían al fascismo, y
los aullidos sobre muerte y destrucción de los adolescentes de inclinaciones
liberales. Pero ¿esto? Era una locura. No pegaba con los tiempos… ni con el
humor actual de Ferracini.
Tras unos cuantos compases de armonías vocales incomprensibles, un
cantante entonó la letra de la canción. Winslade daba golpecitos con los dedos
en el apoyabrazos de su asiento y asentía con la cabeza al ritmo de la música.

Pardon me, boy,


Is that the Chattanooga choo-choo?
Yeah, yeah, track twenty-nine,

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Boy, you can gimme a shine.

Ferracini se llevó una mano a la frente y meneó la cabeza en gesto de


negación, mientras gruñía con cansancio.
—Claud, dame un respiro. Acabo de salir de un submarino donde he
pasado días apiñado con otros. Estuvimos en el otro lado durante seis
semanas… ahora mismo no tengo necesidad de esto.

You leave the Pennsylvania station ’bout a quarter to four,


Read a magazine and then you’re in Baltimore,
Dinner in the diner,
Nothing could be finer,
Than to have your ham n’ eggs in Carolina.

Winslade bajó el volumen.


—Glenn Miller. ¿Te creerías que hubo una época en que solía bailar con
esa música?
Ferracini lo miró con estupor, como si se preguntara por primera vez si
Winslade no se habría vuelto loco.
—¿Tú? ¿Bailar?
—Pues sí. —Una expresión ausente apareció en los ojos de Winslade—.
El Glen Island Casino era el mejor garito, en Shore Road, en New Rochelle,
Nueva York. Era el lugar al que aspiraban ir a tocar todas las grandes bandas
de la época. Tenía glamur y prestigio. La sala principal estaba en el segundo
piso y podías salir a una balconada y ver hasta Long Island Sound. Todos los
chavales del condado de Westchester y Connecticut iban allí. Ozzie Nelson
tocó allí, los Dorsey Brothers, Charlie Barnet y Larry Clinton… No tienes ni
idea de cómo era el mundo antes de la caída de Europa y el ataque atómico de
los nazis a Rusia, ¿verdad Harry?
Ferracini miró dubitativamente el aparato que Winslade sostenía en la
mano y escuchó unos instantes más.
—No tiene sentido —objetó.
—No tiene por qué tener sentido —dijo Winslade—. Pero sí que tiene un
sonido positivo y lleno de confianza. ¿No te anima el espíritu, Harry? Es una
música alegre, libre, viva… la música de una gente que tenían un lugar al que
ir y que creían que podían llegar a él… que podían lograr cualquier cosa que
se propusieran. ¿Qué le pasó a ese espíritu, me pregunto?
—No lo sé —Ferracini sacudió la cabeza—, y para ser sincero, no puedo
decir que me importe demasiado. Mira, si quieres embarcarte en un recorrido

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nostálgico, por mí vale, pero a mí déjame fuera de esto. Creía que se suponía
que hablaríamos sobre la misión que recibimos por radio Cassidy y yo, y que
dijiste algo sobre el presidente. Por tanto, ¿podemos volver al tema, por
favor?
Winslade apagó la música y se volvió para mirar directamente a la cara de
Ferracini. De repente su expresión era seria.
—Pero si no he abandonado el tema en ningún momento —dijo—. Esta es
tu próxima misión. O mejor dicho, nuestra próxima misión. Yo también voy,
esta vez… como jefe del equipo, de hecho.
—¿Equipo?
—Oh, sí. Ya te dije que estábamos de camino para conocer a unas cuantas
personas interesantes.
Ferracini se esforzó por conseguir algún tipo de ilación lógica.
—¿Y adónde nos vamos…? ¿A Japón? ¿A algún lugar del Imperio
japonés?
Los ojos de Winslade brillaron.
—No se trata de dónde, Harry. No vamos a ningún lado en absoluto. Nos
quedamos, aquí en los Estados Unidos. Mejor pregunta cuándo.
Ferracini no pudo hacer otra cosa que quedarse mirándolo sin expresión.
Winslade hizo un gesto fingido de decepción y asintió hacia la radio como
dando una pista.
—¡Vamos a volver! —exclamó.
Desconcertado, Ferracini volvió a negar con la cabeza.
—Nada, Claud, sigo sin entenderlo. ¿De qué demonios me estás
hablando?
—¡Mil novecientos treinta y nueve, Harry! Esa es la próxima misión.
¡Volveremos al mundo de 1939!

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1

A cuarenta kilómetros de Londres, cerca del pueblo de Westerham en el


Weald de Kent, se erige Chartwell Manor y sus terrenos, en medio de un
paisaje ondulante de bosquecillos, campos y somnolientas aldeas de
campesinos que yacen frías y húmedas bajo la inclemencia de una mañana de
febrero en Inglaterra. Aunque aquí y allí hay señales de los tiempos
modernos, como apiñamientos de tejados que se extienden entre las laderas
boscosas de las colinas, autobuses y vehículos a motor que desaparecen y
reaparecen a lo largo de carreteras escondidas por grandes setos, y puentes y
viaductos que conducen las líneas de ferrocarril hacia el sur, hacia la costa, el
carácter básico del escenario sigue siendo el mismo que ha tenido durante
siglos.
Chartwell es una enorme construcción de dos pisos de ladrillo rojo de
estilo arquitectónico indeterminado, aunque algunas de sus partes datan de los
tiempos de Isabel I, que se alza en medio de amplios terrenos y a la que se
llega desde la carretera principal mediante un camino de gravilla que traza
una curva. Un césped en la parte de atrás separa el edificio principal y sus
excusados de un alegre conglomerado compuesto por jardines de rosas,
invernaderos, un establo, una cocina al aire libre rodeada de un muro de
piedra y un pabellón de verano, entremezclado todo ello con terrazas
adoquinadas y abundantes setos. El agua que es bombeada de un depósito en
la parte inferior del terreno vuelve a su lugar de origen mediante un sistema
de estanques para peces y patos, cascadas y jardincillos de rocas con riachuelo
para animar los jardines y proporcionar un trasfondo relajante de murmullo y
parloteo gracias al sonido del agua que corre. Sólida, inmutable y serena, la
casa señorial y su entorno es el epítome del ideal inglés de una vida
satisfecha, segura, cómoda y sin prisas.
El Ilustrísimo Winston S. Churchill, miembro del Parlamento por el
distrito electoral de Epping, contempló la escena desde detrás de su mesa de
escritorio en el estudio del piso superior, orientado al sur. Tal serenidad no se
había logrado por sí sola, como parte del orden natural de las cosas,

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reflexionó. Se había logrado gracias a la lucha durante generaciones de una
nación para obtener un nicho donde sobrevivir contra las fuerzas de la
destrucción, las perturbaciones y la violencia, que no eran imaginarias, sino
parte del lado más oscuro de la naturaleza humana desde que ésta existía. La
libertad se había conseguido a un gran precio, y para sobrevivir debía ser
salvaguardada celosamente. Como los jardines que se extendían bajo la
ventana, las flores y los frutos de la civilización cuidadosamente cultivados
durante largo tiempo pronto serían extinguidos por las malas hierbas de la
barbarie si el jardinero descuidaba su labor. Churchill anotó la analogía para
un posible uso futuro, y luego se dedicó a volver a encender su puro con la
vela que mantenía encendida sobre una mesita auxiliar para ese propósito.
Exhaló una vaharada de humo por encima del escritorio y volvió a retomar la
lectura del discurso que había declamado ante su electorado hacía cinco
meses, en agosto de 1938.
Nos es difícil… aquí, en el corazón de la pacífica y respetuosa Inglaterra,
darnos cuenta de las feroces pasiones que bullen en Europa —había dicho en
esa ocasión—. Sin duda, durante estos meses habéis visto los informes en los
periódicos, positivos una semana, negativos a la siguiente; una semana de
mejoría, otra de empeoramiento. Pero debo deciros que toda Europa, y el
mundo entero, se mueven inexorablemente hacia una conclusión que no
podrá ser pospuesta por más tiempo.
Eso había sido antes de la capitulación anglofrancesa ante Hitler en
Múnich y la decisión de dejar a Checoslovaquia a los lobos nazis. Las malas
hierbas amenazaban al jardín inglés, y los jardineros seguían dormidos.
Churchill y un pequeño grupo, principalmente compuesto por
conservadores, habían intentado despertarlos. Durante años ya, aunque
persistentemente excluido del gabinete de ministros y de las filas interiores
del gobierno, había intentado hacer que despertaran. La retirada de Alemania
de la Sociedad de Naciones y de la Conferencia de Desarme en 1933, justo a
nueve meses de la subida de Hitler al poder, debería haber servido de
advertencia para todos. Pero la nación no escuchó. La sangrienta purga nazi
del año siguiente, prueba clara de que un estado poderoso e industrializado
estaba siendo subyugado por criminales y gobernado con la ética de una
banda de pistoleros, no había conseguido provocar la indignación que podría
haber acabado en su infancia con el grotesco experimento social y político del
cabo Hitler. Y había sido la firme reacción no de los occidentales sino de
Mussolini, antes de que cambiara de bando, la que había abortado un

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prematuro golpe de Estado nazi en Austria poco después, en el que el
canciller austriaco, Dollfuss, había sido asesinado.
En 1935, cuando Alemania desafió abiertamente el Tratado de Versalles
al introducir el servicio militar obligatorio y al anunciar la existencia de la
Luftwaffe, los Aliados habían respondido sentándose a la mesa de Stresa y
haciendo constar solemnemente una protesta vacía; y luego los ingleses se
habían apresurado a disculparse firmando un acuerdo que permitía a los
alemanes construir acorazados en cantidad ilimitada, incluyendo submarinos,
sin consultar siquiera a sus socios franceses.
«Paz a cualquier precio», ése era el lema que se gritó entonces. ¿Y cuál
había sido el resultado? Que se había pagado un precio excesivo: Italia
perdida para la causa de los Aliado; Abisinia cedida ante una descarada
agresión no provocada; se permitió que Japón merodeara alrededor de China
con impunidad; Renania fue reocupada por tres batallones alemanes bajo las
mismas narices de los franceses, que no hicieron nada; discursos de no
intervención en España mientras Franco tomaba el poder con la ayuda de las
bombas alemanas y las balas italianas; Austria anexionada a la fuerza;
Checoslovaquia abandonada a su suerte ante las amenazas. Sí, el precio había
sido alto.
¿Y las ganancias? No valían un penique. Churchill estaba seguro de que
habría guerra, pese a todo, antes del fin.
De hecho, el resultado había consistido en grandes pérdidas. Si iba a haber
guerra de todas formas, hubiera sido mejor librarla en los términos del pasado
septiembre que en los que ahora regían en Occidente en 1939.
Checoslovaquia estaba intacta entonces, y tenía uno de los ejércitos más
capaces y mejor equipados de Europa. Churchill estaba convencido de que los
franceses tendrían que haber combatido. Tendrían que haber combatido en
septiembre de 1938, cuando los checos rechazaron el ultimátum de Hitler a
Chamberlain en Godesberg y movilizaron su ejército, y el gabinete británico
estuvo a punto de una rebelión en contra de más apaciguamientos. Entonces
Rusia hubiera entrado mediante el tratado que la obligaba a seguir a Francia
(y que los rusos se mostraban muy dispuestos a poner en práctica) tras lo cual
Inglaterra también hubiera entrado seguramente, incluso bajo las obligaciones
de un tratado. La opinión pública se hubiera ocupado de que se cumpliera, si
no de otra cosa. Entonces, las posibilidades de aplastar el nazismo hubieran
sido buenas.
En vez de eso, Chamberlain había salido corriendo agarrando su paraguas
para obedecer la convocatoria procedente de Múnich, e incluso en pleno acto

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de ceder la nación ante el chantaje, había proclamado públicamente su
confianza en la sinceridad y buena voluntad del Führer.
«Hemos sufrido una derrota total y sin paliativos», había declarado
Churchill ante la cámara del parlamento tras aquello, sólo para ser recibido
con abucheos y una tormenta de protestas. Pero las multitudes enloquecidas
habían dado la bienvenida a Chamberlain de vuelta de Múnich con aplausos
extáticos mientras agitaba su pedazo de papel y les prometía «paz en nuestro
tiempo».
En París, los franceses habían llorado de alegría en las calles cuando se
extendió la noticia de que se había evitado la guerra.
—¡Idiotas! —había murmurado entonces Daladier, el jefe del gobierno
francés, cuando volvía a casa en coche desde el aeropuerto de Le Bourget—.
Si tan sólo supieran qué es lo que están celebrando.
Churchill suspiró, ordenó algunos papeles y tomó un sorbo de escocés con
agua de un vaso. Tan reacio como era a admitirlo, se veía obligado a concluir
que su propia carrera, que en ocasiones parecía bastante prometedora, lo
conducía ahora, a la edad de sesenta y cinco años, hacia el solitario fracaso
del marginado. Su funeral político estaba casi decidido por los arquitectos de
la política nacional, que todavía perseveraban en su creencia de que la
tolerancia y el apaciguamiento al final saciarían a los dictadores y que al final
harían concesiones a cambio. ¿Cuántas veces no se había desvelado esa
ilusión ante los ojos de todo el mundo? Y, con todo, la ceguera persistía.
Sin embargo, reflexionó con filosofía, el final de la vida política no
significaba el final de la vida. Había intentado lo mejor que supo defender
aquello que le parecía correcto en su opinión, pero jamás se había desviado de
la guía moral de los principios en los que creía. No muchos hombres podían
decir eso, ni siquiera al final de vidas que normalmente eran consideradas
como de mayor éxito. Eso en sí mismo era una compensación bastante
adecuada. Tenía una casa confortable y una familia devota. Había unas
cuantas posibilidades en la cría de animales con las que quería experimentar.
Su Historia de los pueblos de habla inglesa, que había comenzado hacía diez
años, seguía esperando que la completara. Y, además, también tendría mucho
tiempo para pintar…
No. No estaba bien.
Sacó el labio inferior y negó con la cabeza. No había forma de ocultar la
tristeza y la amargura. No eran las injusticias cometidas contra él
personalmente lo que le consternaba, después de todo quien eligiera la carrera
política debía saber a qué atenerse, sino más bien la perspectiva de ver cómo

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las instituciones de la libertad y la democracia, a las que había dedicado la
obra de su vida, se envilecían y arrodillaban ante la tiranía, la brutalidad y
todo aquello opuesto a la decencia y la civilización. Las consecuencias de dar
al mundo un precedente como este del que aprender sólo podrían conducir a
la calamidad.
Pero ¿por qué está ocurriendo? Nadie podía estar tan ciego como algunos
pretendían. La única explicación es que no querían ver.
Eso era lo que más le preocupaba: sus sospechas sobre los motivos de
algunos sectores de los círculos políticos y sociales más influyentes, de los
que había sido exiliado. Occidente había tenido demasiado interés en
conceder préstamos a la Alemania en bancarrota. Se habían dejado pasar
demasiadas ocasiones de parar los pies a Hitler con pretextos insustanciales.
Demasiada propaganda nazi circulaba con demasiada libertad en demasiados
periódicos de la prensa inglesa y francesa. Había demasiados partidarios del
nazismo entre los líderes de opinión pública y de las tendencias de moda en
Occidente.
Los ricos y los privilegiados, concluyó, ven a una Alemania resucitada y
rearmada, nazi o no, como un escudo contra Rusia. Buscan protegerse a sí
mismos y a sus linajes erigiendo una barrera que frene la expansión del
comunismo hacia el oeste.
Eso es algo en lo que Churchill jamás tomaría parte. No hay justificación
posible en el hecho de contratar a un asesino para protegerse de un ladrón.
Dios sabe que Churchill no es precisamente amigo de los bolcheviques, y
ahora no iba a empezar a desdecirse de ninguna de las cosas que había dicho
durante toda su vida; pero la respuesta a una ideología odiosa no podía ser
afligir al mundo con otra aún peor. Nada puede justificar dejar libres a la
Gestapo, las SS y al resto de la espantosa maquinaria del estado totalitario
nazi sobre los indefensos, desventurados y sufrientes pueblos de Europa.
El tintineo del teléfono sobre el escritorio interrumpió sus meditaciones.
Levantó el auricular, se quitó el puro de la boca y carraspeó:
—¿Diga?
—La señora Sandys le llama desde Londres —le informó la voz de su
secretaria desde la habitación del piso inferior que usaba como oficina. Se
refería a la hija mayor de Churchill, Diana—. Insiste en hablar con usted, me
temo.
—Oh, no hay problema, Mary. Pásemela, por favor.
—Muy bien. —Un sonido zumbante resonó en la línea, seguido de
chasquidos.

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—¿Diga? ¿Diga?… ¿Hay alguien ahí? Oh, maldito aparato.
—Le paso la comunicación, señora Sandys. —Chasquido.
—¿Papá?
—Oh, estás ahí, Diana. ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?
—No, no pasa nada, es sólo que Duncan y yo pensamos hacer algunas
compras esta tarde mientras estamos en la ciudad, y quizá ir al teatro por la
noche. Así que no volveremos para cenar después de todo.
—Ya veo. Gracias por hacérmelo saber. ¿Se lo has dicho a Elsie?
—Mary dijo que ella se encargaría. ¿Hay algo que necesites que te
consigamos mientras estamos aquí?
—Hmm… pues no se me ocurre nada, la verdad… ¿Eso es todo? Según
Mary parecía un asunto de vida o muerte.
Diana se rió.
—No, eso no es todo. También quería decirte hola y asegurarme de que
estás bien. Esta mañana sonabas como si fueras a coger un resfriado. Espero
que no estuvieras ocupado.
—Nunca estoy demasiado ocupado para ti, cariño. No, me siento bien,
gracias. Debió de ser un enfriamiento pasajero. Estoy seguro de que pasaréis
una velada maravillosa, y ya os veremos más tarde.
—Claro que sí. Muy bien. Te dejo con lo que estabas haciendo, entonces.
Ya nos veremos por la noche.
—Sí, sí. Adiós por ahora, Diana. Dale recuerdos a Duncan.
—Se los daré. Adiós.
La línea quedó muerta y Churchill volvió a colocar el auricular en su sitio.
Mientras su mente regresaba al sombrío espectro de una Europa que avanzaba
hacia la catástrofe, recordó una rima sobre un accidente de ferrocarril. Se
levantó de su silla y se dirigió a la ventana, al tiempo que murmuraba de
forma ausente para sí.

¿Quién conduce el tren traqueteante?


Los ejes crujen, y las juntas se deshacen,
El ritmo es rápido, y la estación se acerca,
Y el Sueño ha adormecido los oídos del ferroviario;
Y las señales iluminan la noche en vano.
Porque la Muerte conduce el tren traqueteante.

Se había tropezado con esos versos en un ejemplar del Punch[2] cuando


era un escolar en Brighton.
—Ejem —tosió discretamente Mary detrás de él.

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Churchill se volvió para encontrarla en el umbral, una mujer reservada, de
mediana edad y de tez pálida con el cabello ordenadamente recogido en un
moño. Llevaba una sencilla falda negra y una blusa blanca con volantes en los
hombros. Tenía un aspecto de cierta sorpresa y sostenía un arrugado papel
marrón de embalar que parecía la envoltura de algún envío postal. En la otra
mano sostenía algún tipo de paquete.
—¿Sí, Mary? —preguntó Churchill—. ¿Qué es eso?
Mary entró en la habitación.
—Esto acaba de llegar hace apenas unos minutos por correo certificado —
replicó con cierto desconcierto en la voz—. Es de lo más extraordinario,
señor. No recuerdo haber visto nada parecido jamás.
—¿Cómo? Trae, déjame verlo, Mary ¿qué tiene de raro? —Churchill se
acercó a ella y tomó el paquete, luego volvió a su escritorio para examinarlo.
Tenía el tamaño aproximado de un libro, envuelto apretadamente en un papel
blanco y grueso, y sellado con unas tiras de cinta brillante y transparente que
parecía, a juzgar por una esquina que se había levantado ligeramente,
adhesiva. Un nuevo tipo de material de embalaje, supuso. Había un mensaje
escrito en grandes letras negras de molde a un lado:

PARA EL ILUSTRÍSIMO
WINSTON S. CHURCHILL, M. d. P.
PARA SUS OJOS SOLAMENTE

Churchill le dio la vuelta al paquete. No había más señas.


—Hmm, es bastante fuera de lo común, vaya si lo es —musitó—. Bueno,
ya ve lo que dice. Supongo que lo mejor será seguir las reglas ¿no? Gracias,
Mary. Puedes dejármelo. —Se sentó, giró la silla para ponerse frente al
escritorio y volvió a darle vueltas al paquete. Entonces se percató de que
Mary se había detenido dubitativa tras dar sólo unos pasos en dirección a la
puerta—. ¿Sí? —dijo volviendo a girarse y con un ligero tono de irritación—.
¿Y ahora qué pasa?
Mary miró el paquete con nerviosismo.
—Es sólo que… bueno, que… que no será peligroso ¿no?… ¿no será una
de esas bombas anarquistas o algo así? Puedo llamar a la policía para que lo
examinen.
Churchill se quedó mirando el paquete con el ceño fruncido. Entonces
sacudió la cabeza e hizo un gesto impaciente con la mano.

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—Oh, vamos, una bomba anarquista. Sabes, Mary, lees demasiadas
novelas de suspense. Probablemente no sea más que un fútil intento de humor
por parte de Bernard Shaw u otro.
Mary dudó durante un momento más, luego asintió y salió de la
habitación, sin parecer contenta. Churchill volvió a encararse frente al
escritorio, rebuscó en una gaveta hasta encontrar unas tijeras y empezó a abrir
el paquete. Lo manipulaba, se percató, con más cuidado de lo normal.
En el interior, debajo de varias capas de papel grueso, había una caja con
tapa, todo formado de algún tipo de plástico inusual de un blanco lechoso,
translúcido y moderadamente flexible. Había visto un tipo de plástico similar
en algunos aparatos eléctricos experimentales que le habían mostrado, pero no
sabía que estuviera al alcance del público. Así es el progreso, supuso.
La tapa estaba sujeta mediante más cinta adhesiva transparente, y el
interior estaba lleno hasta los topes de bolas de un material de embalaje casi
sin peso, que también le era desconocido. Dentro del paquete encontró
algunas fotografías, en color y de una calidad que Churchill jamás había visto;
una colección de artefactos que parecían diminutos componentes eléctricos;
una caja plana de metal, más pequeña que una cajetilla de cigarrillos, con filas
de diminutos botones en el frontal, todos con números y otros símbolos
impresos, dispuestos en filas bajo una ventana rectangular; otra caja del
mismo tipo, pero desmantelada esta vez para revelar un interior de una
complejidad asombrosa; y finalmente, un papel doblado.
Churchill cogió con curiosidad una de las fotos. Mostraba algún tipo de
aeronave en vuelo, pero que para él era completamente revolucionario. Tenía
un morro fino como una aguja, y alas en ángulo hacia atrás; no tenía hélices.
Una nota en la parte de atrás decía: Bombardero/interceptor supersónico
propulsado a reacción. Velocidad: mayor de 2,5 veces la del sonido. Alcance:
5500 kilómetros sin repostar en vuelo. Techo máximo: 27 000 metros.
Armamento: ocho misiles aire-aire guiados por radio y por calor, alcance 30
kilómetros.
—¿Qué demonios? —exclamó en voz baja Churchill, sorprendido. Su
rostro se arrugó al fruncir el ceño en una mueca de incomprensión.
La siguiente imagen mostraba un cilindro aerodinámico y puntiagudo que
recordaba a un obús de artillería, excepto que tenía varios pisos de alto, a
juzgar por las figuras que se podían ver junto al cilindro. Según la descripción
del reverso, era un enorme cohete. Más imágenes mostraban máquinas,
edificios y objetos inidentificables. Otra descripción rezaba: Reactor basado
en la potencia del núcleo atómico a escala industrial, mediante el uso del

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elemento transuránico artificial 239 como combustible. Potencia de 8000
megavatios.
Completamente desconcertado a estas alturas, Churchill dejó sobre la
mesa las fotografías y cogió la caja plana con botones. Una inspección
superficial le reveló un pequeño interruptor entre dos inscripciones, ON y
OFF, y señalando hacia OFF. Movió al interruptor a ON, y una fila de
números apareció en la ventana rectangular sobre los números. Apretando un
botón con la etiqueta CLEAR los números se borraron. Los botones con
numerales hicieron reaparecer los dígitos, y experimentos posteriores
revelaron que «+», «−» y otros botones permitían hacer operaciones
aritméticas simples. Lentamente, se dio cuenta de que el aparato podía usarse
también para otros cálculos, relacionados con ramas de las matemáticas que
hacía mucho tiempo que había olvidado, si es que alguna vez llegó a
comprenderlas de verdad; una conjetura que él mismo sería el primero en
admitir como improbable.
Churchill se tambaleó de asombro según las implicaciones se hacían
patentes. Incluso las máquinas de calcular de oficina más modernas que había
visto en funcionamiento eran unas cosas increíblemente torpes e ineficientes
comparadas con esto: unos artefactos pesados, ruidosos y desmañados, llenos
de palancas y que parecían máquinas de escribir. Y sin embargo le habían
asegurado que se contaban entre las maravillas de la época. Si eso era cierto,
¿qué tipo de tecnología había producido el aparato que sostenía en la mano?
¿De dónde provenía? Cogió el papel doblado, lo desplegó y leyó la nota:

Estimado señor Churchill:


Por favor, disculpe este método poco ortodoxo de presentación,
pero sabrá apreciar que la situación es poco usual.
Supongo que las implicaciones de los artículos que ha recibido ya
le habrán dejado una profunda impresión. Hay mucho que discutir
concerniente a la seguridad y al futuro de las democracias
occidentales, y hay poco tiempo que perder. Por tanto, me he tomado
la libertad de reservar una sala en el hotel Dorchester para un
almuerzo a las 12:30 del próximo miércoles 17 de febrero, durante el
cual tendré el honor de presentarme a mí mismo y a mis colegas en
persona.
Está usted cordialmente invitado a traer a tres acompañantes,
cuya elección dejo enteramente a su buen juicio. No hay necesidad de
decir que su discreción debe ser absoluta y de confianza
incuestionable.

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Si la fecha y la hora le son convenientes, por favor, confirme su
asistencia con el ayudante del gerente del hotel, el señor Jeffries, con
quien se puede poner en contacto en el número MAYfair 2200.
A su disposición,

(Firma)
Winslade

—¡Esto es increíble! —susurró Churchill. Volvió a releer la carta


cuidadosamente una vez más, y tras eso reexaminó los artículos. Entonces se
quedó sentado, reflexionando con el ceño fruncido para sí mismo, durante
largo tiempo. Al final, recogió los objetos y los guardó bajo llave en su
escritorio, luego descolgó el teléfono y presionó la horquilla.
—¿Sí, señor Churchill? —respondió la voz de Mary. Parecía aliviada.
El tono de Churchill era serio.
—Curse una llamada a Oxford y mire a ver si puede encontrar al profesor
Lindemann, si tiene la bondad, Mary —dijo—. Dígale que quiero que acuda
aquí tan pronto como le sea humanamente posible. Tengo algunas cosas que
creo que encontrará fascinantes… muy fascinantes.

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2

Anochecía mientras el camión, un Dodge de 1929 de tres toneladas,


traqueteaba por las afueras de Saint Louis. Era parte de la colección de una
variedad de variopintos vehículos usados adquiridos en subasta en
Alburquerque y que fueron pagados en metálico mediante dinero conseguido
gracias a algunas transacciones ilegales a cambio de oro. Con una revisión y
puesta a punto de las bujías y el carburador, sonaba más saludable que hacía
unas semanas. Nuevo México ya hacía días que quedaba atrás, y todavía
quedaban más días para llegar a Nueva York. Esta era la tercera vez que
Ferracini atravesaba el centro y este de los Estados Unidos de principios de
1939, y ya había tenido bastante.
—Una era de romance y glamur, Harry, de aventura y libertad —le había
prometido Winslade durante los meses de entrenamiento intensivo que habían
precedido a la desmaterialización de los doce miembros de la «Operación
Proteo», junto con su equipo, desde una instalación militar de alto secreto en
Tularosa, Nuevo México, y su rematerialización treinta y seis años hacia atrás
en el tiempo mediante procesos que involucraban dimensiones, ondas y
campos que Ferracini no comprendía—. Gable y Garbo, Cagney y Bogart, las
películas de Walt Disney —siguió engatusándolo Winslade—. La época en la
que Babe Ruth era el entrenador de los Brooklyn Dodgers. Orson Welles
acababa de gastarle a toda América su broma de los invasores del espacio en
la radio. Joe Louis tumbaba a todos sus contendientes. Sinatra acababa de
empezar con Harry James. No había reclutamiento de civiles para la industria
de guerra en ese entonces, ningún racionamiento gubernamental de nada, y no
necesitabas un permiso para viajar fuera de tu estado.
Todo ello era cierto, concedió Ferracini. Pero sospechaba que o bien
Winslade había tenido una vida anterior demasiado acomodada o la nostalgia
le jugaba malas pasadas a sus recuerdos. Ferracini no había encontrado nada
especialmente romántico en el espectáculo de una nación que soñaba y se
engañaba a sí misma en el camino hacia al olvido mientras sólo a un océano
de distancia ya habían empezado los exterminios étnicos, las familias eran

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sacadas a la fuerza de sus hogares para ser desnudadas y apaleadas en las
calles, y las órdenes de matones en camisas pardas eran ahora la ley en
ciudades donde la gente había paseado sin miedo durante siglos.
Había pasado un mes desde la llegada del equipo Proteo a 1939. En ese
tiempo. Ferracini había visto a los pobres, todavía demasiado traumatizados
tras una década de desesperación de la Depresión para encontrar energías que
dedicar a otra cosa que no fuera la supervivencia diaria; había visto a las
clases medias, manteniendo al mundo a distancia mediante sus periódicos y
protegiendo su respetabilidad recientemente recuperada en capullos
aislacionistas de lujos domésticos y fantasías hollywoodienses; y había visto a
los hijos de los ricos, que huían al mundo de oropel y lentejuelas de las
celebridades, de la luz de la luna sobre balaustradas de mármol y jardines de
rosas, trajes de noche de satén y esmóquines blancos… y todos actuando
como si ignorar la realidad pudiera hacer que ésta hiciera otro tanto y los
dejara en paz a su vez.
Todos eran así excepto unos pocos. Estaba aquel veterano de la Gran
Guerra que Cassidy y él habían conocido en un bar de Nueva Jersey, por
ejemplo, que había hablado en contra del Acta de Neutralidad y había
aplaudido el intento de Roosevelt de reconstruir la Marina y aumentar el
Ejército. Una mujer que llevaba una chapa con «América Primero» había
empezado a gritar y a llamarlo belicista, y cuando el hombre con quien iba
empezó a ponerse violento, el camarero lo había echado del local… al
veterano, no al pacifista que intentaba empezar una pelea. Típico, pensó
Ferracini, de un mundo que acusaba a las naciones de ser irracionales por
querer defenderse. Aquí, a su alrededor, estaban las raíces y las causas del
mundo desde el que había venido a treinta y tantos años en el futuro.
Eso era lo que la Operación Proteo se suponía que iba a cambiar. A título
personal, Harry Ferracini creía que no tenían la más mínima posibilidad.
Un resplandor apareció más adelante, donde un par de lámparas colgadas
de postes revelaban un restaurante de carretera y las siluetas de los camiones
aparcados resaltadas contra las oscuras sombras de la ciudad. Cassidy, que
llevaba una gorra de lana azul enfundada hasta las orejas y un grueso
chaquetón encima de unos pantalones vaqueros desteñidos, enderezó su
cuerpo larguirucho y desgarbado en el asiento del pasajero y señaló:
—Ahí. Ése es el lugar que decía… donde nos detuvimos en el último
viaje. Y mi estómago me dice que se está haciendo hora de comer, de todas
formas. ¿Tú qué crees, Harry? ¿Es hora de una paradita?

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—No es buena idea usar los mismos lugares —dijo Ferracini—. Habrá
otros sitios donde parar cuando salgamos de la ciudad.
—¿Cómo? ¿No te acuerdas de los filetes y las cebollas? ¿Y no es éste el
sitio donde tienen a esa monada lavando los platos, ésa de culo y tetas
impresionantes? ¡Tío, si te echaba unas miraditas que no veas!
—De eso se trata exactamente… No quiero que me recuerden.
Cassidy alzó las manos, exasperado.
—Harry, te juro que parece que temieras tropezarte con la Gestapo o algo
así en medio de Missouri. Pero si no hemos cruzado el charco. ¡Si estamos en
casa!
—Vamos, Cassidy. Ya sabes cómo son las cosas.
—Vale, vale. —Cassidy volvió a derrumbarse en el asiento con un
suspiro.
Ferracini tenía razón, por supuesto. Todo tipo de cosas podían ocurrir en
los dos meses siguientes, y no había forma de decir qué podría depender de
que alguien recordara el camión, un rostro, o algo que oyó.
Aunque el programa de entrenamiento incluía una serie de seminarios
diseñados para dar alguna idea de la teoría física detrás del proceso, todo lo
que Ferracini pudo entender es que la máquina que había sido construida bajo
el emplazamiento de la base de Tularosa supuestamente era capaz de enviar
objetos y personas al pasado. Ese era el proyecto de Winslade y la razón de
que tratara con tantos científicos.
No se habían realizado transferencias de personas previamente. Sólo unas
cuantas pruebas preliminares que los científicos habían descrito como
«alentadoras», sin entrar en detalles acerca de las características de esas
pruebas. Aparentemente, la situación mundial que se deterioraba rápidamente
había convertido en imperativo que la misión se llevara a cabo lo antes
posible, sin esperar a encontrar todas las respuestas.
Tres meses después de las pruebas, en la enorme cámara excavada en las
profundidades debajo de Tularosa, una cápsula ovoide del tamaño de un
dirigible pequeño se desvaneció con un resplandor azulado en medio de los
soportes que la sujetaban, marañas de maquinarias y cables, para reaparecer
treinta y seis años antes, desplazada unos mil quinientos metros hacia arriba
respecto a su posición original como precaución contra los errores de
posicionamiento. Un conjunto de bolsas de helio se inflaron automáticamente
para bajar la cápsula a tierra, y quince minutos más tarde Ferracini se
encontró de pie en medio del desierto de Nuevo México junto a los otros once
miembros de la Operación Proteo, contemplando el cielo nocturno de enero

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de 1939. Los viajeros del tiempo, después de uno de los logros más
asombrosos en la historia de la ciencia, habían llegado en globo.
La máquina de Tularosa era estrictamente un aparato de un solo sentido,
un «proyector», y enero de 1939 era el «alcance» máximo hacia el pasado del
aparato. Para completar una conexión en ambos sentidos había que construir
una máquina llamada «portal de regreso» en el otro extremo, para lo cual se
habían embarcado las partes y componentes requeridos en la cápsula.
Basándose en las estimaciones reales de simulacros de ensamblaje que se
llevaron a cabo durante el entrenamiento, los planificadores estimaron que el
portal de regreso estaría operativo en cuatro o cinco meses.
Como el primer objetivo de la operación era simplemente entablar un
diálogo entre el gobierno de los Estados Unidos de ambas eras y no crear
ninguna conmoción antes de que eso se pudiera conseguir, los directores
políticos del proyecto en 1975 habían decidido que la construcción del portal
de regreso se hiciera de manera encubierta. Más aún, para facilitar la logística
y comunicaciones futuras, habían decidido que el emplazamiento deseable
estaría en una ubicación metropolitana de la costa este. Y así fue como
Ferracini y el resto del grupo de misión norteamericano, oficialmente
conocido como Azúcar, se vieron transportando componentes desde su
alojamiento temporal en Nuevo México a un almacén del área portuaria de
Brooklyn. Transportaban las partes más vitales en persona, por camión: cosas
como ordenadores y equipos electrónicos cuyo origen futurista no podía
ocultarse fácilmente. Los elementos estructurales más grandes y partes de la
cápsula desmantelada, que estaban construidos deliberadamente con
materiales disponibles en 1939 y que podían ser cualquier cosa, se habían
transportado en camión hasta Alburquerque y de ahí se enviaron por tren.
El segundo objetivo de la misión era intervenir en la situación política en
Inglaterra, donde el año 1939-1940 había traído el desastre al mundo de
Proteo. En este caso, la misión no esperaría a que el portal de regreso de
Brooklyn estuviera completado. El ritmo de los inminentes sucesos en Europa
exigía una acción inmediata sobre los líderes occidentales si se quería evitar
que se repitiera el colapso. Por tanto, Winslade y otros dos miembros del
grupo de misión británico, Rey, habían ido directamente a Londres volando en
un DC-3 hasta Nueva York y luego embarcando en un buque, pues el servicio
de vuelos transatlánticos de la PanAmerican hasta Lisboa no estaría
disponible hasta más tarde en ese mismo año.
Tras cruzar el Mississippi por Eads Bridge, se detuvieron en un
restaurante abierto toda la noche en la carretera que salía de Indianápolis. El

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área de aparcamiento en la parte de atrás estaba oscura, pero al entrar en el
restaurante se encontraron con un ambiente cálido y acogedor de luces
amarillas, olor a buena comida y una estufa de carbón que irradiaba calor en
un rincón. Había entre una y dos docenas de personas sentadas a las mesas y
reservados del comedor, la mayoría de ellos camioneros. Al otro extremo,
enmarcado por la ventanilla de servicio de la humeante cocina, un cocinero
musculoso hacía aparecer plato tras plato de jamón con huevos y costillas
detrás de una mujer recia de aspecto mexicano que trabajaba en el mostrador.
Había pósteres, recortes de periódicos y fotografías de jugadores de béisbol
pegados con chinchetas a las paredes, y una enorme radio de madera en un
estante cerca de la cafetera transmitía algo que Ferracini ya podía identificar
como Duke Ellington. En su tiempo libre durante el entrenamiento, el equipo
se había visto saturado de grabaciones de radio y películas del período.
Nadie prestó mucha atención cuando Ferracini y Cassidy se quitaron la
nieve de sus botas a pisotones, se desabrocharon los abrigos y se dirigieron al
mostrador para pedir dos filetes. Cada uno cogió una taza de café y las
llevaron a un reservado vacío en el lado más alejado, cerca de un grupo de
gente joven vestidos de manera respetable cuya conversación, a juzgar por los
fragmentos que oían, parecía demasiado intelectual para ese entorno.
—Hace calorcito —dijo Cassidy, quitándose la gorra y pasándose la mano
por el pelo—. ¿Quieres que conduzca yo un rato cuando nos volvamos a
poner en marcha?
—Claro —asintió Ferracini—. Me vendrá bien un descanso. Quizá intente
dormir un par de horas.
—Un viaje de cuatro días, y de veinticuatro horas al día en la carretera. A
éstos les vendrían bien unas cuantas autopistas interestatales. —Cassidy se
estiró en su asiento, se llevó la taza a los labios y dio un sorbo—. Todavía
tengo que acostumbrarme a todo esto, sabes. Nada de documentos para nada,
nada de permisos… Claud tenía razón, aquí todo el mundo hace más o menos
lo que le viene en gana. Y yo que creía que simplemente intentaba
convencernos para la misión.
—Mmm… —replicó Ferracini.
Cassidy se inclinó sobre la mesa y miró a Ferracini de la forma que
siempre hacía cuando tramaba algo.
—Sabes, Harry, a veces creo que, bueno, que uno podría estar destinado a
sitios peores que éste de manera permanente, ¿sabes lo que te digo? Cuando
Claud tenga su máquina y pueda hacer lo que quiera con ella…
—¡Estás chalado! ¡Deja de decir gilipolleces!

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—No, en serio. ¿Qué hay para nosotros allí de donde venimos? Todo se
acabó para nosotros allí.
—Por eso estamos aquí… para cambiar eso. Para que sea diferente ¿vale?
—Quieres decir que todo será diferente… ¿volvemos usando la máquina
dentro de un tiempo y nos encontramos con un mundo completamente
diferente que nos espera? —Cassidy parecía poco convencido—. Las cosas no
salen tan fácilmente, Harry. Y Claud y todos esos científicos de allí…
intentaban parecer confiados y asegurarnos que todo iba a salir bien, pero si
los escuchabas de verdad, ellos tampoco lo saben de verdad. No saben cómo
funciona de verdad todo este asunto.
Ferracini frunció el ceño.
—Vamos, Cassidy, ya llevamos el tiempo suficiente aquí para saber cómo
son las cosas, cómo es la gente. ¡De verdad quieres vivir rodeado de gilipollas
como ésos! Lo tienen todo, y lo van a tirar a la basura. No ven más allá de sus
narices, no ven lo que está ocurriendo de verdad. Es como un país entero de
niños mimados con padres sobreprotectores. Quiero decir que…
Cassidy levantó una mano.
—Vale, vale, Harry, no hace falta que me lo cuentes. —No quería volver
a discutir todo aquello. Ferracini se encogió de hombros y se sumió en el
silencio. Cassidy volvió a enderezarse en el asiento. Miró alrededor durante
un rato y luego volvió a inclinarse sobre la mesa para reposar los codos—. Me
imagino que nos hemos ganado unos días de permiso para cuando lleguemos
a la Gran Manzana… uno o dos días, como mínimo. Quiero decir, no querrán
que el exceso de trabajo y la fatiga nos hicieran salimos de la carretera con el
camión y que acabáramos estropeando alguna de las piezas de Mortimer. ¿Tú
qué crees, Harry? ¿No te parece que nos merecemos un poco de relax?
Mortimer Greene, antiguamente director del Centro de Desarrollo y
Pruebas de Armamento Avanzado de las Fuerzas Aéreas en Nevada, era el
jefe del grupo de científicos e ingenieros de la misión, compuesto por tres
hombres. Como tal, era el encargado de conseguir que se construyera el portal
de regreso. También, como segundo al mando en general, estaba a cargo de
Azúcar mientras Winslade estaba en Londres.
Ferracini sonrió débilmente y retiró el abrigo de sus hombros para dejarlo
sobre el respaldo de su asiento.
—Oh, supongo que probablemente seremos capaces de justificarlo de
alguna forma —dijo—, pero primero entregaremos la carga. Entonces quizá
tenga unas palabras con Mortimer sobre un permiso de dos días.
Cassidy se acercó, inclinándose aún más sobre la mesa.

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—¿Recuerdas aquellos tipos con los que estuvimos hablando en aquel
sitio de la Treinta y Cuatro Oeste en el último viaje? —Se lamió los labios y
bajó la voz a un nivel confidencial—. De todas formas, parece que hay unas
putas de lujo cojonudas en el East Side, y que por un pavo y medio puedes…
—Se interrumpió cuando la mujer mexicana llegó para depositar dos enormes
platos de comida sobre la mesa junto con una cesta de gruesas rebanadas de
pan.
Cassidy estaba a punto de proseguir hablando cuando una voz procedente
del grupo de la mesa vecina se alzó por encima de la charla de fondo y lo
distrajo. Pertenecía a un hombre de cara regordeta, de pelo engominado hacia
atrás y que llevaba un bléiser marrón.
—Coughlin tiene razón. ¿Por qué deberíamos involucrarnos en ninguna
guerra extranjera? Ya les sacamos las castañas del fuego una vez, ¿y de qué
nos sirvió? Ni siquiera han pagado sus deudas. Si quieres mi opinión, eso fue
lo que causó el crac del 29 en primer lugar.
—Eso es lo que quiero decir —dijo una muchacha con un abrigo azul
desde el otro lado de la mesa—. Todos sus gobiernos están corruptos. Las
guerras son endémicas por allí. Espero que Hitler haga un buen trabajo y
limpie el lugar a fondo, que buena falta le hace.
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! —dijo un hombre de cabello rubio sentado junto
a ella—. Sólo están recuperando lo que era suyo, después de todo, y
restaurando algo de orgullo y disciplina que han perdido. Como dice Fiona,
un poco de eso les vendrá bien a todos. Quiero decir, ¿qué alternativa tienen?
—Bueno, está Chaaamberlain… —dijo el hombre del bléiser azul con un
sarcasmo exagerado. Alguien soltó una risilla.
Un joven delgado sentado enfrente del hombre rubio se pasó las manos
por las cejas, abrió mucho los ojos, se puso un dedo bajo la nariz y ondeó una
de las cartas del menú sobre su cabeza.
—Ayer sostuve otra conversación con Herr Hitler —declaró, imitando un
acento de inglés remilgado, y sus compañeros estallaron en risas.
Ferracini miró a su plato con furia y masticó la comida con salvajismo.
—Ay, no dejes que te afecte, Harry —dijo Cassidy—. No tienen ninguna
importancia.
—Es lo que representan —murmuró Ferracini. Sacudió la cabeza—. Este
país no tiene ninguna oportunidad, Cass. Todo está perdido de antemano.
En la mesa de al lado el hombre del bléiser marrón proseguía.
—Bueno, seamos realistas, el fascismo parece que funciona. Quizá sea lo
único que pueda funcionar en una época industrializada. Quiero decir, que la

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democracia estaba muy bien en los días de la aristocracia rural y ese tipo de
cosas, pero mirad adónde llevó al final.
—Tiene que haber alguien con autoridad —dijo la chica del abrigo azul
—. Y los únicos que comprenden eso aparte de los fascistas son los
comunistas.
—Sí, y todos sabemos lo que significa eso —dijo el hombre rubio.
—¡Vagos del mundo, uníos! —exclamó el joven delgado, ahora haciendo
su imitación rusa.
La paciencia de Cassidy se agotó abruptamente. Sin aviso, se giró en su
asiento, alzó su tenedor amenazadoramente y lo agitó con un pedazo de filete
todavía empalado en las puntas.
—Tíos, será mejor que cerréis la boca ahora mismo si sabéis qué es lo que
os conviene —les advirtió, estrechando sus ojos a rendijas y con un gruñido
amenazador en la voz—. No habéis estado allí… no sabéis nada de nada. —
Señaló con la cabeza en dirección a Ferracini sin dejar de mirar al grupo de la
mesa—. ¿Veis a este tipo de aquí? Pues bueno, él sí que sabe. Dos años en
España con la brigada Lincoln. Los fascistas los bombardearon y desde
entonces no ha estado bien de la cabeza. Se vuelve violento e intratable con
facilidad cuando oye cosas como ésa… ¿veis cómo os clava esos ojos
enormes? Así que mejor dejáis de hablar de ese modo si no queréis que se
enfurezca, ¿vale?
Ferracini gimió por lo bajo. Durante unos momentos de silencio
incómodo, Cassidy continuó mirando malévolamente por encima de su
tenedor, con la boca retorcida en una sonrisa bajo su bigote descuidado.
Entonces, la chica del abrigo azul volvió la cabeza con un gesto de desdén y
dijo con altivez.
—¿Alguien ha leído De ratones y hombres? En mi opinión Steinbeck es
taaan visual… —La conversación volvió a despegar, y Cassidy se volvió a su
posición original con un gruñido de satisfacción. Nadie más en la sala mostró
señal alguna de haber notado nada, y el resto de la comida transcurrió sin más
incidentes.
Cuando estaban a punto de marcharse, Ferracini fue al lavabo, dejando a
Cassidy esperando justo delante de la puerta principal. Cuando Ferracini
volvió, se encontró con que Cassidy lo estaba esperando en el estrecho y
sombrío corredor, abarrotado de sacos de patatas apilados y cajas de verduras,
que conducía al comedor. El aire de despreocupación que normalmente tenía
Cassidy había desaparecido, dejándolo tenso y alerta.
—¿Qué? —preguntó Ferracini.

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—Había un tipo merodeando alrededor del camión —dijo Cassidy en voz
baja—. Lo vislumbré cuando daba la vuelta por detrás.
—¿Crees que es un robo?
—Quizá.
—¿Viste a alguien más?
—No, pero ahí fuera está oscuro.
—¿Qué plan tenemos?
Cassidy señaló con la cabeza hacia una puerta trasera que daba el exterior
desde el pasillo.
—Podríamos hacer una maniobra de víctima fácil como cebo y otro de
nosotros como refuerzo oculto saliendo por ahí detrás. ¿Tú qué piensas?
Ferracini se acercó a la puerta y miró por el panel de cristal para examinar
en lo posible la escena del exterior. Dio una cabezada de asentimiento.
—¿Quién hace de víctima? —Hubo un silencio obstinado. Suspiró con
resignación—. Vale, yo lo haré. En marcha. Te doy cinco minutos. —Cassidy
desapareció en silencio por la puerta y Ferracini volvió al lavabo para
enjuagarse la cara.
Cinco minutos después, Ferracini salió, fue al restaurante y compró un par
de chocolatinas. Se puso el abrigo, salió al exterior y caminó hacia la
oscuridad del aparcamiento y hacia el camión haciendo gestos ostensibles de
rebuscar en los bolsillos de su abrigo para encontrar las llaves del camión.
El hombre salió de detrás de la parte delantera del camión cuando
Ferracini agarraba la manija de la puerta. La luz de una farola lejana silueteó
su forma, alta y ancha, cargada de hombros. Llevaba un sombrero de fieltro y
un gabán desastrado. Ferracini se tensó a la expectativa, pero el hombre se
detuvo a un par de pasos de él.
—Oye, compadre, ¿no irás por casualidad hasta la costa, eh? —dijo con
una voz jadeante—. ¿Me podrías llevar? Tengo mujer y tres hijos en
Kansas… Necesito un trabajo desesperadamente.
—No puedo llevarte, amigo —le dijo Ferracini—, va contra las reglas. El
jefe está siempre pendiente. —Sacó la mano del bolsillo, sosteniendo un
billete en ella, al mismo tiempo que tensaba todas las fibras nerviosas de su
cuerpo para captar cualquier indicio de movimiento detrás de él: unos pasos
que se acercaban sigilosamente, o la inhalación casi inaudible que se produce
cuando alguien levanta el brazo para golpear. Ése era el momento en el que
depositaba toda su confianza en el juicio y la habilidad de su invisible
compañero—. Toma un dólar, ve y cómprate algo de comer.
Incluso en la oscuridad pudo ver cómo se agrandaban los ojos del hombre.

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—¡Un dólar entero! Estás seguro de…
—Tómalo y vete a comer algo. Hay más camioneros dentro, puede que
alguien te lleve.
El hombre tomó el billete, murmuró algo en agradecimiento y se dirigió
arrastrando los pies hacia la puerta del restaurante de carretera. Cassidy se
materializó silenciosamente de la oscuridad detrás de Ferracini.
—¿Algún problema? —parecía decepcionado.
—No… sólo un tipo que busca trabajo.
Pero tomar precauciones hacía mucho que se había convertido en algo
instintivo. Ferracini le tiró las llaves a Cassidy y cinco minutos después
volvían a estar en marcha hacia Indianápolis.

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Está claro que cualquier proceso que suponga relación con el pasado tendría
implicaciones que, según los conceptos normales, serían consideradas un
tanto peculiares.
Una de esas peculiaridades, consecuencia de la capacidad de la máquina
construida en Tularosa en 1975 para comunicarse con un portal de regreso
construido en algún punto del pasado, es que siempre y cuando ese portal de
regreso se hubiera construido, no suponía ninguna diferencia qué cadena de
sucesos en particular había llevado a su existencia. Por tanto, al fijar el
alcance de la máquina de 1975 con el valor apropiado, podría conectarse con
el portal de regreso, ensamblado y en funcionamiento a mediados de 1939,
tan pronto como la del setenta y cinco estuviera operativa. No había nada que
implicara que en la cadena de sucesos de 1975 la misión que supuestamente
se encargaría de construir el portal de regreso tuviera que haber sido enviada
ya.
Dado que tal posibilidad estaba implícita en la estrafalaria lógica de la
situación, era inevitable que los encargados del planteamiento de la misión
quisieran aprovecharla para comprobar el fundamento lógico de todo el
sistema antes de que se tomara la decisión final de enviar al equipo. Y eso fue
precisamente lo que se hizo: tan pronto como la construcción de la máquina
de 1975 estuvo lo suficientemente avanzada para permitir recibir
comunicaciones estáticas simples (los objetos físicos requerirían equipo
adicional), apareció un mensaje procedente de mayo de 1939, confirmando
que la misión había llegado sana y salva y que estaba ensamblando el portal
de regreso según lo planeado. Esto constituyó la «prueba» preliminar de que,
según se les dijo a los soldados, había resultado satisfactoria.
El presidente Kennedy aprobó la orden final de «vía libre», y la misión
había partido tan pronto como el equipo necesario para permitir la capacidad
de proyección de objetos estuvo instalado. Se acordó que otros se podían
ocupar de investigaciones físicas posteriores y de las aparentes paradojas de
todo el asunto, tales como qué hubiera ocurrido si la misión nunca hubiera

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sido enviada, ya que evidentemente había llegado, de todas formas. Lo
principal era asegurarse de que el equipo estaba de camino, lejos del inestable
mundo de 1975.

—Sí, sí, sé lo que quieres decir, Anna, pero nos ha proporcionado tanta
confianza en el proyecto como es posible teniendo en cuenta las
circunstancias. —Mortimer Greene, el científico de mayor rango de la misión
y jefe del grupo Azúcar en los Estados Unidos, se enderezó y gesticuló con la
palanqueta que usaba para abrir los contenedores que le rodeaban—. La
urgencia de la situación obligó a desechar la posibilidad de examinar todas las
incógnitas teóricas.
Greene tenía cincuenta y pocos años, era de estatura media y de
constitución ancha, con un rostro sólido e imponente, cejas densas, mandíbula
cuadrada y un bigote cano y bien recortado. Su cabeza, calva y ovalada,
rodeada por una media luna de pelo que desaparecía sobre las orejas, era del
tipo que a los escultores les encanta encontrarse a la hora de crear estatuas de
grandes personajes. Llevaba una camisa blanca a rayas marrones y negras,
con las mangas enrolladas hasta los codos, y por encima de la camisa, unos
tirantes rojos.
Anna Kharkiovitch, la historiadora especializada en política de los
Estados Unidos que hacía las veces de experta en la «situación sobre el
terreno» para el equipo, miró dubitativamente por encima del sujetapapeles
donde marcaba los objetos comprobados de la lista. De constitución delgada y
con un pelo que empezaba a grisear, tenía unos cuarenta y cinco años, y unos
rasgos demacrados que retenían algo de la belleza que tuvieron en otros años.
Había escapado de la Unión Soviética antes del reparto final de esta entre
Japón y Alemania en 1950.
—Sé que esa información era todo lo que teníamos para seguir adelante
en ese entonces —dijo Anna—. Y no digo que la decisión no se tomara de
buena fe. Pero toda esta charla acerca de «perturbaciones estadísticas
aleatorias» no explica qué ocurrió. El hecho sigue siendo que se produjo un
error.
Trabajaban en un gran espacio abierto en la parte de atrás del edificio que
recibía el nombre en código de «La Estación», el almacén de Van Brunt
Street en Brooklyn que habían arrendado a la Compañía Portuaria de Nueva
York para albergar el portal de regreso. El frontal del almacén estaba oculto
por una muralla de fardos y contenedores que era más sólido de lo que

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parecía; las ventanas y entradas detrás de la muralla habían sido selladas; y el
edificio entero estaba protegido por un sistema de detectores y aparatos de
vigilancia que muchos de los entusiastas de la electrónica de aquel tiempo
hubieran dado el salario de un año por poder estudiar.
—Un error, sí —concedió Greene—. Pero ¿de qué importancia? Lo que
importa es que el portal funcionaba. Por eso estamos aquí, y eso es todo de lo
que tenemos que preocuparnos por ahora.
—Pero eso es exactamente lo que quiero decir —insistió Anna—. Si una
parte del mensaje ha resultado ser errónea, ¿cómo podemos fiarnos del resto?
Greene abrió la tapa de otro de los contenedores y empezó a sacar cajas
del interior.
—El hecho de que el mensaje fue recibido quiere decir que el portal
funcionaba —contestó—. Al menos eso tiene que ser cierto.
—Pero ¿cómo es posible que se equivocara en algo tan fundamental como
el emplazamiento de la máquina? Algo muy extraño ha ocurrido. Y me
preocupa.
El problema estaba en que no se suponía que terminarían en un almacén
de Brooklyn para nada. Como no había nada en la peculiar lógica de todo el
asunto que dictara que no podía ser así, el mensaje de mediados de 1939 tenía
la intención de ahorrar al equipo el problema de tener que buscar un
emplazamiento adecuado para el portal de regreso proporcionando detalles
sobre el lugar que ya habían encontrado. Pero el mensaje había conducido al
equipo a una fábrica en Jersey City, descrita como desocupada y lista para la
venta, como consecuencia de las deudas de juego de los dos hermanos que
eran copropietarios del edificio. Cuando Greene y Anna fueron a Nueva
Jersey con la esperanza de llegar rápidamente a un acuerdo, sin embargo, se
encontraron con que el edificio estaba en uso y para nada a la venta.
Consiguieron el local de Brooklyn sólo después de hacer una gira apresurada
por las inmobiliarias de locales comerciales.
¿Qué había ido mal? Ciertamente, los miembros del equipo Proteo no
tendrían ninguna razón para enviarse mensajes falsos a sí mismos. Si el
mensaje no procedía de verdad del emplazamiento de Jersey City como
afirmaba, una conclusión que ahora parecía ineludible, ¿a qué se debía
entonces que afirmara proceder de ahí?
—Bueno, preocuparnos no nos servirá de nada por ahora, Anna —dijo
Greene—. Lo que hay que hacer es seguir adelante y no obsesionarnos con
los puentes que aún no hemos de cruzar. —Volvió a mirar al interior del
contenedor que estaba desempaquetando—. ¿Por dónde íbamos?… Esto

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parecen los resonadores JSK-23. ¿Tienes ahí la lista? Deberían ser el número
treinta y siete.
—Ah… déjame mirar, aquí están, página dos.
—¿Y los servos de ensamblaje? ¿Se supone que tendrían que estar aquí
ya?
Anna levantó varias páginas hasta encontrar otra lista:
—Déjame ver. No, todavía no han llegado. Los primarios vienen en el
cargamento cinco con Ferracini y Cassidy. Debería de estar en algún lugar
entre Indianápolis y aquí en estos momentos.
—Entonces los secundarios deben de estar todavía en Alburquerque, ¿no?
¿Cuándo vendrán? ¿Con el comandante Warren y el sargento Ryan en el
cargamento seis?
—Sí, exacto.
—Muy bien. En ese caso será mejor que… —Un sonido áspero
procedente del primitivo teléfono que colgaba de una columna cercana
interrumpió la conversación—. Un momento. —Greene esquivó cajas y
mecanismos para ir a responder al teléfono—. ¿Sí, Gordon? —La llamada
tenía que proceder de Gordon Selby, la otra persona en el edificio en ese
momento, que ordenaba documentos en la oficina delantera. Selby formaba
parte del grupo científico de Greene. También era el ingeniero supervisor de
la misión y tendría a su cargo al personal militar durante el ensamblaje del
portal. Aparte de ser el cuerpo de seguridad de la misión, los miembros del
contingente militar habían recibido el suficiente entrenamiento técnico para
ayudar en la construcción del proyecto.
—¿Eh?… ¿De verdad? —dijo Greene al teléfono. Empezaba a sonar
nervioso—. ¿Te parecen buenas noticias, Gordon? Muy bien ¿qué es lo que
dice?
Mientras Greene escuchaba, Anna volvió su atención a los contenidos de
otra caja. Tenía la impresión de que, en realidad, Greene estaba más
preocupado por la discrepancia de lo que aparentaba. Si podía explicar qué
había salido mal, ¿por qué no lo hacía? Y si no podía, ¿cómo podían estar
seguros de nada?
Levantó la vista con curiosidad cuando Greene colgó el auricular con un
gesto alegre.
—Gordon acaba de recibir un telegrama hace unos minutos —anunció—.
De Claud en Londres. Parece que todo va según lo planeado. ¡Se reunirán con
Churchill y tres de sus colegas para almorzar este miércoles en el Dorchester!

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Ésta no era la primera visita de Winslade a Londres, Era, en cierto modo, su


segunda visita en menos de un año. En el mundo de Proteo, había acudido a la
capital británica en agosto de 1938, como parte de una misión de inteligencia
de los Estados Unidos en varios países europeos, enviados a evaluar la
información que traían consigo los científicos que escapaban de las dictaduras
totalitarias. Y ahora, gracias a las extraordinarias circunstancias de la misión
Proteo, volvía, apenas diez meses después y treinta y siete años más viejo.
También había visitado Inglaterra en los meses siguientes a la
ignominiosa rendición británica el 1 de enero de 1941. Hasta 1960, había
estado involucrado en actividades de espionaje camufladas dentro de varias
misiones diplomáticas estadounidenses y de departamentos en las embajadas
norteamericanas. En aquel año, las relaciones diplomáticas de Alemania con
Occidente cesaron virtualmente cuando Heydrich, tras orquestar el asesinato
de Bormann y obligar a Hitler a retirarse a los setenta y un años por la
disminución de sus facultades mentales, llegó al poder como el nuevo Führer.
A partir de ahí Winslade había hecho varios viajes encubiertos en relación
con el trabajo que al final culminaría en Proteo.
Esas últimas visitas, según se percató cuando llegó de América con el
grupo Rey, habían nublado sus recuerdos. Recordaba un Londres gris,
desilusionado y derrotado, con un gobernador del Reich instalado en el
palacio de Buckingham, la esvástica ondeando al viento en el techo de éste y
centinelas de negro de las SS a las puertas. Recordaba botas militares
resonando burlonas en las calles empedradas delante de las salas en las que la
madre de los Parlamentos había nacido. Recordaba toques de queda, arrestos
a medianoche, y calles llenas de tiendas tapiadas con tablones. Había visto
mujeres encorvadas de mejillas hundidas, cuyos hombres habían sido
enviados como mano de obra esclava a las recientemente conquistadas tierras
rusas, empujando carretillas y arreglando carreteras, mientras sus hijos
harapientos se peleaban por los desechos que caían de los camiones de la
basura. Había visto cómo la riqueza de la nación era expoliada para aumentar

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las arcas del Reichsbank, y sus tesoros artísticos saqueados para mayor gloria
de la Patria o para embellecer el palacio de Goering en Karinhall, cerca de
Berlín. Recordaba el gris que lo teñía todo, el miedo, la desesperación, la
tristeza. Y con el paso de los años, el peso de esas imágenes había oscurecido
la visión del Londres que había visto cuando era joven, hace tanto tiempo ya
y, sin embargo, apenas ayer mismo.
Pero ahora Winslade percibía de nuevo el colorido y la vivacidad del
mundo que una vez existió mientras caminaba con Kurt Scholder y Arthur
Bannering por Hyde Park, haciendo gala de su «uniforme» de militar fuera de
servicio, consistente en bombín, traje de raya diplomática y un paraguas que
jamás abría, ni siquiera cuando llovía. Soldados de caballería en traje de faena
ejercitaban sus monturas a lo largo de Rotten Row, parejas y gentes que
daban un paseo antes de almorzar recorrían la orilla del Serpentine Lake,
donde los chavales hacían navegar maquetas de barcos y viejas señoras
alimentaban a los patos desde los bancos de madera junto al agua. Desde el
quiosco de música que tenían detrás, con el sol destellando sobre el latón
pulido y las prendas que añadían un toque de rojo al verde, la banda de uno de
los regimientos tocaba una animada versión de «El hombre que robó la banca
de Montecarlo», completa con fanfarrias de trombones y pasajes juguetones,
ahogando por completo el lejano bullicio del tráfico de Park Lane y
Knisghtsbridge.
Había recordado todo eso en los últimos días: las tiendecitas de estilo
dickensiano con escaparates de cristal de Bloomsbury y Mayfair, cuya
reputación de generaciones no necesitaba de las demostraciones de opulencia
de la Quinta Avenida de Nueva York o de la Vía Condotti de Roma; los
alegremente ruidosos mercados de Billingsgate y Covent Garden en contraste
con la formal dignidad de Pall Mall y sus clubes para caballeros; las
bocanadas de olores exóticos que llegaban de las puertas de los restaurantes
del Soho; los anuncios de neón de Bovril y Guinnes en Piccadilly Circus;
taxis negros y autobuses rojos de dos pisos con anuncios de ginebra Booth’s y
cigarrillos Gold Flake; el metro con sus traqueteantes vagones; los
tambaleantes tranvías de extremos redondeados de Holborn; la rechoncha
rotundidad de piedra rojiza del Albert Hall; Trafalgar Square; el Monumento;
Westminster; comer ternera en Simpson’s en el Strand; los pubs, con sus
puertas ornadas de madera pulida y sus jarras escarchadas, sirviendo pintas de
cerveza Charrington y de amarga Watney’s junto con pasteles de cerdo o
salchichas con puré. Como los juguetes que cobraban vida por la noche en los
cuentos de hadas, todo volvía a ser real de una manera mágica.

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—¡Imaginad cuántas partes de Europa siguen siendo así! —exclamó
Winslade a sus compañeros—. París, Estocolmo, Bruselas, Ámsterdam,
Copenhague, todas esas ciudades todavía libres. ¿No oléis la diferencia en el
aire? Ésta es la motivación de nuestra misión. Contemplar todo esto refuerza
la determinación de uno para alcanzar el éxito.
Arthur Bannering, alto, recto, de apariencia y porte distinguidos, de pelo
plateado y meticulosamente peinado, gruñó de forma evasiva mientras
caminaba junto a Winslade a grandes zancadas sin esfuerzo. Llevaba un
gabán negro y sombrero de fieltro de ala ancha, y agarraba un maletín de
cuero.
—Puede ser, Claud. Pero la determinación y los resultados no son la
misma cosa. Me sentiré más contento cuando veamos alguna reacción por
parte de Churchill y su gente… o más descontento, como pudiera darse el
caso.
Bannering era inglés y por tanto sus opiniones eran poco comprometidas
en la mayoría de los casos. Había sido un oficial del Ministerio de Asuntos
Exteriores británico, y era el diplomático del grupo. Estuvo profundamente
involucrado en la política europea hasta 1940, cuando su departamento se
había trasladado a Canadá, tras lo cual se había puesto a trabajar para el
Departamento de Estado de los Estados Unidos. La experiencia de regresar
parecía conmoverlo menos que a Winslade, quizá porque vivir en Inglaterra
había hecho que sus recuerdos arraigaran de forma más permanente; o puede
que sólo estuviera haciéndose el inglés.
Desde que llegaron a Londres, Bannering había desarrollado un hábito
compulsivo de escudriñar a los transeúntes, especialmente en las
proximidades de Whitehall, donde estaba emplazado el Foreing Office, el
Ministerio de Asuntos Exteriores. Encontraba irresistiblemente fascinante,
según le había confesado a Winslade, la idea de que pudiera encontrarse con
una versión inocente e ignorante de su yo más joven. Esa era otra de las
peculiaridades que admitía la extraña situación en que se encontraban.
Kurt Scholder, segundo al mando del equipo científico tras Mortimer
Greene, no dijo nada mientras caminaba al otro lado de Winslade. Bajo y
delgado, de miembros fibrosos, rasgos marcados por profundas líneas y pelo
de un gris acerado que llevaba muy corto, había vivido en los Estados Unidos
durante veinte años tras escapar de Alemania en 1955 en el transcurso de otra
de las operaciones de Winslade.
Salieron del parque en Stanhope Gate y cruzaron Park Lane hacia el
Dorchester, con Winslade a la cabeza y el paraguas levantado para mantener

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alejado al tráfico. Su salón privado para el almuerzo ya estaba preparado y la
mesa puesta, aunque habían llegado con treinta minutos de antelación, como
habían planeado. Winslade pidió aperitivos del minibar que había ordenado
que instalaran en la habitación, y se sentaron con sus bebidas a la espera de la
llegada de Churchill y su grupo.
El bar incluía una caja de los puros favoritos de Churchill, adquiridos en
Fribourg & Treyer en Haymarket, y una buena reserva de brandi y oporto.
Scholder miró con curiosidad las demás botellas mientras tomaba un sorbo de
su vermut. Se percató de la selección de jugos de fruta y de tomate.
—Así que seguís pensando que será Lindemann, ¿eh? —dijo alzando una
ceja a los otros dos.
Winslade sonrió débilmente tras sus anteojos dickensianos.
—No hará ningún daño estar preparados, de todas formas —replicó.
—¿Sigues apostando una libra, entonces? —le preguntó Bannering a
Scholder.
—Cinco libras incluso, si te parece —le dijo Scholder—. Churchill habrá
reconocido la importancia del asunto. Lo habrá llevado ante el comité de
especialistas del gobierno, no a los académicos generales. Cinco libras a que
será Tizard.
—Hecho. —Bannering sacudió la cabeza—. Todavía sigues pensando
como un alemán, Kurt. Olvídate de los canales oficiales. Churchill valora la
amistad más que los protocolos. Cinco libras a que es Lindemann.
—Bueno, pronto lo veremos —gruñó Scholder.
La razón por la que Winslade se había abstenido de especificarle a
Churchill a quién debería traer con él era para poner a prueba las teorías de
varios historiadores rivales del mundo de Proteo invitándolos a predecir las
elecciones de Churchill y ver quién tenía razón. El número de candidatos que
habían presentado era relativamente pequeño, indicando un grado de acuerdo
que era tranquilizador.
A primera vista, todo el mundo había estado de acuerdo en Anthony Eden,
antiguo ministro de Asuntos Exteriores, y por tanto el que una vez fuera jefe
de Arthur Bannering, que había dimitido a principios de 1938 ante el desaire
que Chamberlain le había hecho a Roosevelt para evitar ofender a Mussolini.
La mayoría había elegido como segundo a Alfred Duff Cooper, antiguo
primer Lord del Almirantazgo y la única figura del gobierno que dimitió por
lo de Múnich, mientras que los disidentes optaban por Bracken, Wigram,
Morton o Austen Chamberlain, el hermano del primer ministro.

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En cuanto al experto técnico que Churchill incluiría en su grupo, las
opiniones eran mucho más variadas. Un grupo de los planificadores de la
misión habían optado por el profesor F. A. Lindemann, director del
Laboratorio Clarendon de Oxford y profesor de filosofía experimental, lo que
en aquellos días quería decir física. Era un amigo personal de Churchill desde
hacía mucho, y entre otras cosas le había aconsejado sobre las fuentes y los
sistemas hidráulicos de Chartwell. También era un no fumador y vegetariano,
lo que explicaba la variedad de comidas y bebidas. El otro grupo favorecía a
Henry Tizard, presidente de un comité del gobierno creado para realizar un
estudio sobre la defensa aérea del país. En 1935, el grupo de Tizard había
empezado a investigar los informes sobre perturbaciones de la radio causadas
por aeronaves, y desde ese inicio empezó el desarrollo de lo que
posteriormente sería llamado el radar.
La lista de nombres era corta y había aparecido casi automáticamente una
vez que se eligió a Churchill como contacto inicial. Pero su elección para ese
papel, sin embargo, había sido un asunto mucho más complicado.
Los historiadores políticos involucrados en la planificación de Proteo
habían debatido incesantemente entre sí sobre quién debería ser el primer
objetivo a contactar por parte del grupo Rey en Inglaterra, pero ninguno de
sus candidatos tenía el voto de confianza unánime que exigía la importancia
de la misión. Al final, Winslade había dado por zanjado el asunto
preguntando a los políticos y miembros de la familia real inglesa que habían
sobrevivido al escapar a Canadá la siguiente pregunta: si, en retrospectiva,
hubiera habido una posibilidad de evitar el colapso de Inglaterra en 1940,
¿quién hubiera sido la mejor persona para hacerlo? Y la mayoría de los
encuestados respondieron: «Winston Churchill». El veredicto fue
sorprendente, porque el nombre de Churchill no figuraba de manera
preeminente entre las recomendaciones de los expertos del mundo de Proteo.
En su opinión, aunque la carrera temprana de Churchill había tenido sus
momentos brillantes y mostraba algo de potencial para la grandeza, a
principios de 1939 casi estaba acabado del todo como político.
Descendiente del duque de Malborough, que fuera capitán general de los
ejércitos de la reina Anne y vencedor de las batallas de Blenheim, Ramilles,
Oudenarde y Malplaquet, Churchill primero había sentido la vocación militar
y había servido en la India y el Sudán como oficial del Cuarto Regimiento de
Húsares. Tras eso, fue a cubrir la guerra sudafricana como corresponsal del
Morning Post de Londres, donde ganó cierta fama por su papel en el rescate
de un tren que había caído en una emboscada y su escape de un campo de

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prisioneros de los bóers. Al volver a Inglaterra en 1900 se dedicó a la política
y durante los años que siguieron hasta 1914 tuvo una serie de puestos
oficiales, culminando en el de primer Lord del Almirantazgo hacia el estallido
de la Gran Guerra. En 1915, sin embargo, la opinión pública lo acusó,
probablemente de forma injusta, del desastroso desembarco de los Dardanelos
y el fiasco subsiguiente de la campaña de Gallipoli. Entonces dimitió del
gobierno y volvió al ejército en las trincheras de Flandes.
Su prestigio político vio algo de recuperación al principio del período de
posguerra, pero enconadas diferencias sobre la política a seguir en la India
británica lo mantuvieron apartado de la corporación McDonald de principios
de la década de los 30, y su exclusión de cualquier puesto ministerial en el
posterior gobierno de Baldwin lo dejó sin influencia alguna hasta la derrota
final de Inglaterra. Tras los desembarcos alemanes a finales de 1940, él y un
grupo de vecinos de mentalidad similar se habían negado a obedecer las
órdenes del gobierno de ofrecer resistencia, y todos ellos murieron cuando
abrieron fuego con rifles, armas automáticas y un mortero contra la primera
columna de la Wehrmacht que apareció ante las barricadas erigidas delante de
sus casas. Desde hacía mucho, Churchill era uno de los hombres marcados
por los nazis, y tras su entrada triunfal en Londres, Hitler había ido hasta Kent
para regocijarse ante los restos calcinados de Chartwell Manor.
Por tanto, aunque Churchill había demostrado ser un hombre de cierto
mérito, altos principios morales y un valor considerable, poca cosa en los
resultados lo señalaba como el salvador que los planificadores de Proteo
buscaban. Era impetuoso, y a veces tenía demasiada disposición a dejarse
encandilar por el atractivo romántico de una idea para ser práctico a la hora de
llevarla a cabo. Aunque era considerado un rebelde liberal por parte de la
mayoría de los conservadores de la vieja escuela, era pese a todo un
imperialista con la vista puesta en el pasado, y aparte de eso, ya hacía tiempo
que había dejado atrás sus mejores años. Y virtualmente lo habían exiliado de
la política de la nación.
Pero posteriores investigaciones e interminables discusiones entre
Winslade, Bannering y Anna Kharkiovitch habían arrojado nueva luz sobre el
asunto. Inglaterra, aterrorizada por los todavía recientes recuerdos de la
guerra del 14-18 y preocupada por la amenaza roja hacia el este, se había
sumido en un estupor narcótico autoinducido durante años, creyendo en
ilusiones, actuando como si las solemnes ratificaciones de buena fe de los
hombres pudieran alterar la realidad. Por supuesto, esa Inglaterra se negaba a
escuchar la verdad; la verdad destruyó los mitos sobre los que edificaron sus

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reconfortantes ilusiones. Otras personas diferentes, de forma apropiada,
habían hablado por boca de esa Inglaterra.
Pero ahora estaba a punto de abrir los ojos y despertar para ver la
situación real. Tras la corta euforia de Múnich, por toda la nación la gente
despertaba para descubrir que una vez sobrios no se sentían seguros de haber
conseguido la paz en su tiempo, y que la culpa y la vergüenza no se habían
calmado. Desde entonces, aunque los periódicos no dedicaban mucha
cobertura a ese hecho y la gente continuaba con sus negocios fingiendo que
no fingían haberse percatado de ello, cada ciudadano recibía una máscara
antigás; aparecían refugios antiaéreos en todas las ciudades; por toda la costa
crecían a intervalos regulares extrañas construcciones de entramado de acero;
y las fábricas de aviones Hurricane y Spitfire trabajaban las veinticuatro horas
del día.
Ahora, al fin, la nación hacía caso de las advertencias que antes ignoraba.
Pronto querrían hechos, no mitos; buscarían dirigentes, no vacías promesas
tranquilizadoras. Tenía sentido que la gente apropiada para hablar por esta
nueva Inglaterra que despertaba fueran aquellos que la vieja y somnolienta
Inglaterra había rechazado en otra ocasión. Y la persona alrededor de la cual
toda esa gente empezaba a orbitar era Churchill.
Además, Winslade y sus colegas habían comenzado a comprender que
incluso el ostracismo político de Churchill podía ser más una ventaja que el
obstáculo que parecía a primera vista. Quizá hubiera algo que decir a favor de
escoger como contacto a una persona cuya imagen y reputación no estuviera
empañada por la política de los últimos años y que de ninguna manera podía
ser considerado responsable de sus consecuencias. Repentinamente, el
veredicto de los viejos supervivientes cobró sentido, tanto que parecía que
tendría que haber sido evidente todo el tiempo, y al final Churchill fue
escogido de manera unánime.
Arthur Bannering miró su reloj después de unos minutos de charla.
—Deberían llegar dentro de poco.
—Pues sí, Churchill era conocido por su puntualidad, ¿no es así? —
Winslade dio una calada al puro que había encendido y exhaló una bocanada
de humo con placer. Aunque aparentemente parecía relajado, un destello de
excitación expectante se mostraba en sus ojos.
—Tienes ganas de conocerlo ¿no? —comentó Bannering mientras lo
observaba.
—No posee ninguna de las virtudes que detesto, y sí todos los vicios que
admiro —admitió Winslade. Inhaló de su puro y reflexionó durante un

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momento—. No sólo eso… la sensación de estar de vuelta también es
estimulante. Sabes, el problema de Norteamérica es que pasó directamente de
la barbarie a la decadencia, sin el período acostumbrado de civilización entre
medias.
—Ja… eso se lo has plagiado a Churchill —le acusó Bannering—. Lo leí
en alguno de sus escritos.
—¿Ah, sí? Oh, bueno, quizá lo haya hecho. Me pregunto si se podrá
considerar legalmente posible una demanda por plagio de un mundo a otro.
Kurt Scholder estudió su bebida y la hizo girar, primero en un sentido y
luego en el otro.
—El problema con Alemania es otro muy diferente —murmuró—. Allí
pasaron directamente de la civilización a la barbarie sin concederse a sí
mismos la oportunidad de disfrutar de la decadencia.
Un golpe resonó en la puerta y el mayordomo apareció.
—Ha llegado el resto de su grupo, señor Winslade —anunció—. El señor
Winston Churchill y otros tres caballeros.
—Ah, sí, espléndido —agradeció Winslade levantándose de su asiento—.
Hágalos pasar, si es tan amable.
El mayordomo mantuvo la puerta abierta e hizo entrar a una figura ancha
y robusta, de cabello pelirrojo que ya escaseaba y de mandíbula beligerante,
vestida con un traje a rayas de tres piezas y una corbata con lunares; ya les era
familiar debido a las horas que la gente de Proteo había pasado examinando
fotografías y documentos. Tras él venía Eden, alto, atractivo, de cabello
oscuro y ondulado y denso bigote, que también llevaba un traje de tres piezas.
Al lado de Eden estaba Duff Cooper, de menor estatura y reconocible por su
frente despejada, boca recta y rostro franco y abierto de ojos tranquilos y
reflexivos. Finalmente, cerrando el grupo, había otra figura alta con un bigote
oscuro, que tenía un aspecto más rígido y anticuado en su vestimenta que
Eden y que fruncía el ceño con sospecha de un lado a otro según entraba el
grupo. Las comisuras de los labios de Bannering se alzaron ligeramente
durante un instante, y le dedicó a Scholder un rápido gesto de cabeza lleno de
satisfacción. El experto técnico era Lindemann.
Bannering y Scholder depositaron sus vasos sobre la mesa, se levantaron
y se pusieron a ambos lados de Winslade para saludar a sus invitados.

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Los camareros terminaron de recoger los platos y se marcharon dejando una


bandeja caliente con dos jarras de café recién hecho en una mesilla auxiliar.
Winslade dio permiso al camarero que atendía el bar para marcharse y lo
acompañó hasta la puerta, girando la llave en la cerradura una vez que éste se
hubo marchado. Entonces, en vez de regresar a su asiento, Winslade cerró las
manos detrás de su espalda y empezó a dar vueltas lentamente bajo las
ventanas de una de las paredes de la habitación.
La charla durante el almuerzo había sido principalmente de tipo social,
para establecer algo de familiaridad entre ambos grupos. Pese a su confusión
y a su curiosidad, los invitados se habían contenido a la hora de interrogar a
sus anfitriones en presencia del personal del hotel; ahora, sin embargo, había
llegado la hora de asuntos más serios. Churchill se encendió un puro y se
apoyó en el respaldo de su sillón para seguir a Winslade con los ojos. La
habitación quedó en silencio.
—Señor Churchill —empezó Winslade sin mirar a su alrededor mientras
continuaba caminando—. Tengo entendido que, entre otras cosas, disfruta
usted de la lectura de las obras de H. G. Wells.
—Cierto —confirmó Churchill. Se quedó contemplando morosamente su
copa de brandi y resopló—. Tengo que admitir que durante los últimos años
he tenido tiempo más que suficiente para dedicarlo a ocupaciones ociosas. Sí,
señor Winslade, disfruto de las especulaciones y profecías de Wells. La
habilidad para predecir el futuro es un arte muy admirado y, con dispares
resultados, ejercido también por los políticos. El político, sin embargo,
también debe ser capaz de explicar a posteriori por qué sus predicciones no se
han cumplido. Pero dígame, se lo ruego, ¿por qué menciona ese tema?
Winslade replicó de forma indirecta.
—¿Qué le parece su novela La máquina del tiempo? ¿Ha tenido tiempo de
incluirla entre sus lecturas? Y si ése es el caso, ¿cuál es su opinión respecto a
la obra? ¿Le parece que la premisa es plausible o demasiado inverosímil para
tomarla en serio?

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Churchill sorbió lentamente de su copa y frunció el ceño. Lindemann se
puso rígido de manera visible en su asiento, con la boca tensamente cerrada,
mientras Eden y Duff Cooper intercambiaban miradas inquisitivas. Estaba
claro en ese breve instante que la posibilidad ya se les había ocurrido con
anterioridad. Eso era lo que Winslade pretendía. Dejó transcurrir varios días
para que la idea arraigara y para minimizar su impacto antes de la reunión.
Hacerlo de esa manera minimizaba el riesgo de tener que malgastar la mayor
parte de la tarde convenciendo a una audiencia demasiado incrédula para ser
receptiva a la idea.
Winslade se giró para encararse con la mesa y dejó que sus manos
descansaran sobre el respaldo de una silla vacía.
—Confío en que hayamos podido convencerles de nuestra autenticidad, y
de que en todo caso no somos la clase de personas que intentaría gastarles una
necia broma de mal gusto —dijo. Su expresión era seria. La actitud jovial que
había mantenido durante el almuerzo había desaparecido—. Para evitar poner
a prueba su paciencia más aún, caballeros… sí, hemos venido de una época
futura. Para ser precisos, hemos viajado al pasado desde los Estados Unidos
del año 1975.
Miradas de estupefacción acogieron sus palabras. Prosiguió.
—Hacia esa fecha, el mundo de las democracias occidentales se ha visto
reducido a Norteamérica, Australia y Nueva Zelanda. Los sistemas totalitarios
cuyos nacimientos pueden ver hoy en día han subyugado a toda Europa, Asia
y África durante más de treinta años de ferocidad y brutalidad con el objetivo
de la dominación global. Los estados sudamericanos están comprometidos
con ideologías similares. Lo que resta de Occidente se enfrenta a un conflicto
final que se librará mediante armas de un poder destructivo que pocas
personas son capaces de imaginar en 1939. Las fuerzas en contra de
Occidente son abrumadoras. No tiene esperanza de supervivencia. Todo lo
que puede hacer es prepararse para un final digno. —Winslade hizo una pausa
para recorrer la mesa con la mirada. Su voz bajó a poco más que un susurro
—. Pero eso es lo que hemos venido a cambiar, si podemos.
Hubo un largo silencio. Bannering y Scholder esperaron impasibles,
mientras los invitados finalmente hacían frente por completo a las
implicaciones de la verdad que habían dejado fuera de sus mentes hasta ese
momento.
Finalmente, Lindemann sacudió la cabeza.
—No sé. La verdad es que no lo sé. —Miró de un lado a otro en busca del
apoyo de sus compañeros—. Miren, no puedo poner objeciones a las pruebas

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que nos han proporcionado, y Dios sabe que apenas me he dedicado a otra
cosa desde que Winston me las enseñó… pero supongo que no tengo que
decirles lo ridículo que suena todo este asunto. —Alzó las manos en un gesto
de exasperación—. ¿Qué le pasará a la causalidad y al sentido común si lo
que dicen es verdad? ¿Cómo puede ser que provengan de un futuro que ahora
dicen que quieren cambiar?
Eden se recuperaba lentamente del trance en el que había caído.
—No tiene sentido ¿verdad? —dijo de manera distante—. Suponiendo
que consigan cambiar la situación por completo en… ¿cuándo era?… en
1975… entonces el futuro del que provienen ya no existiría, ¿verdad?
—Y entonces ¿de dónde procederían ustedes? —completó Duff, captando
el razonamiento e igualmente perplejo.
Winslade parecía que estaba a la espera de esa pregunta y respondió en
tono neutro.
—No podemos darles una explicación completa, me temo. La máquina
que empleamos se construyó bajo circunstancias de extrema urgencia y
apremio. No hubo tiempo para un examen teórico exhaustivo del asunto.
Lindemann se removió incómodo en su asiento.
—Esta máquina de la que hablan —dijo—, ¿en qué principios físicos se
basa su funcionamiento? ¿Es algún tipo de vehículo o algo así?
Durante la conversación del almuerzo, el grupo de Churchill había
identificado claramente a Scholder como científico. Winslade le hizo un gesto
con la cabeza para que se hiciera cargo a partir de ese punto, y luego se volvió
hacia la ventana para contemplar las copas de los árboles de Hyde Park.
Scholder se aclaró la garganta, unió las manos sobre la mesa y empezó:
—La función de onda cuántica es simplemente un subconjunto
espaciotemporal de una entidad más compleja que existe en estado de
transición continua entre modos adicionales de orden superior. El colapso de
la función de onda representa simplemente la localización de un suceso en
nuestro subdominio particular dentro de ese superreino.
Churchill miró a Eden con un gesto de desconcierto, pero continuó dando
caladas a su puro sin decir nada. Lindemann captó el gesto e interrumpió la
conversación para dirigirse a él.
—Acuérdate de las charlas que hemos tenido sobre la interpretación
moderna de las partículas atómicas, Winston. La función de onda es una
descripción matemática de dónde, dentro de un cierto grado de probabilidad
en el tiempo y el espacio, puede observarse una partícula cuando se hace un
experimento para detectarla. Cuando el experimento se lleva a cabo de verdad

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y se obtiene un resultado determinado, se dice que la función de onda se
«colapsa» en una de sus posibles soluciones. Hasta que eso ocurre, la posición
y el movimiento de la partícula están indeterminados.
Churchill asintió, pero su expresión de perplejidad no le abandonó.
—¿Qué es esa «entidad más compleja» de la que habla Kurt? —preguntó.
—Bueno, suena como si la función de onda descrita por nuestras leyes
físicas, aquello que existe en el universo familiar de espacio y tiempo que
percibimos, es sólo parte de algo mayor… una función de «hiperonda» que
existe en estado de oscilación continua entre nuestro orden y otros órdenes
superiores; supongo que podrías llamarlos «dimensiones». Pero esta función
de hiperonda puede localizarse en una forma que se manifiesta en un cuanto
de materia-energía, una partícula, como si dijéramos, en nuestro subdominio,
procedente del todo. Aparentemente, eso es lo que queremos decir cuando
decimos que la función de onda se colapsa.
Scholder asintió con la cabeza.
—Y resulta que es posible inducir la relocalización en otros subdominios,
en otras palabras, realizar una proyección física en ellos. Más aún, algunas de
esas proyecciones involucran desplazamientos de coordenadas a lo largo de
los ejes de lo que consideramos el espacio y el tiempo. Por tanto, no sólo
tenemos los fundamentos para el viaje en el tiempo, sino para recorrer
inmensas distancias espaciales también.
—Por tanto… déjenme ver. ¿Que dicen ustedes qué? —dijo Lindemann.
Sólo el sonido de Winslade silbando sin melodía entre sus dientes mientras
contemplaba fijamente la ventana rompía el silencio—. Pero todo lo que
implica eso —objetó finalmente Lindemann— es que las partículas básicas
son condensaciones materiales de patrones vibratorios que se extienden a
otros «lugares», y que esas condensaciones pueden ser «evaporadas» y
recondensadas en otro sitio. No dice nada acerca de enviar un objeto
macroscópico de un lugar a otro. ¿Cómo lo consiguen?
—A veces se puede lograr que multitud de sucesos cuánticos se
correlacionen de tal forma que produzcan efectos significativos a nivel
macroscópico —replicó Scholder—. El rastro de condensaciones en una
cámara de niebla, causadas por el paso de una única partícula, es un ejemplo
de ello. Y las correlaciones de muchos átomos excitados al mismo tiempo
para producir luz coherente para un láser es otro ejemplo.
—¿Láser?
—Oh, se me olvidó. Eso es algo que explicaré en otra ocasión. Por ahora
digamos que el patrón determinado de función de onda que define a un objeto

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macroscópico puede ser relocalizado simultáneamente. En otras palabras, el
objeto entero puede ser transferido coherentemente a un subdominio
diferente.
Continuaron durante un rato más, y Scholder terminó con una descripción
básica del equipo empleado. Según se volvían más específicas las preguntas
de Lindemann, Scholder parecía volverse esquivo. Finalmente, Lindemann
dijo:
—Sin ánimo de querer ser ofensivo, doctor Scholder, debo decir que
parece que saben sorprendentemente poco acerca de los principios
subyacentes. De hecho, estoy tentado de expresar mi asombro ante el hecho
de que pudieran construir la máquina de la que hablan. ¿Supongo que fue
usted uno de los diseñadores?
Scholder abrió las manos y negó con la cabeza.
—Lo lamento si le he dado esa impresión. No, sólo fui uno de los…
¿cómo lo diría?… uno de los mecánicos, como si dijéramos, que trabajaron en
el proyecto. Algo de teoría se me pegó en el proceso.
—¿Un mecánico cuántico? —soltó Churchill, y se rió a carcajadas.
—Extraño —murmuró Lindemann—. Hubiera creído que el responsable
de esta empresa hubiera enviado a alguien familiarizado con la teoría. Y ese
otro grupo que está construyendo la conexión de regreso en Nueva York…
¿tampoco tienen un teórico con ellos?
—No pudo ser —replicó Scholder—. No había nadie por el estilo
disponible en 1975 que pudiéramos enviar. Verán, la máquina no fue diseñada
entonces. Ni siquiera fue diseñada en nuestro mundo. Fue diseñada en otra
época completamente diferente, a consecuencia de determinados
descubrimientos que no tuvieron lugar hasta el primer cuarto del siglo
veintiuno.
Lindemann parecía desconcertado.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Cómo pudieron construirla en 1975 si no fue
diseñada hasta el dos mil y pico? Esto se está volviendo ridículo.
—Porque la máquina que construimos en 1975 no fue la primera —
respondió Scholder—. La primera fue construida en 2025, y conectaba con un
portal de regreso construido en la Alemania de 1926. ¡Y ese portal de regreso
sigue en funcionamiento en Alemania ahora mismo!
Winslade se apartó de la ventana y se encaró con los presentes.
—Así es por lo que, pese a las aparentes paradojas que tan acertadamente
nos han indicado, tenemos razones para creer que el pasado puede ser
modificado —dijo—. Verán, parece que ya se ha hecho anteriormente. Así

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fue como el mundo que hay tras esas ventanas, con todos sus problemas y
peligros, y que tan bien conocen, llegó a ser como es. Fue interferido y
cambiado a partir de algo que existía previamente.
Un silencio tenso se abatió sobre la habitación. Eden se cubrió la mitad
superior del rostro con la mano, sacudió la cabeza lentamente de un lado a
otro y gimió quedamente.
—Oh, dios mío.
Churchill adelantó la barbilla belicosamente y se quedó mirando
fijamente, primero a Winslade y luego a Scholder, con dureza. Finalmente,
dijo con voz baja y mesurada:
—Si su ánimo era el de confundirnos y dejarnos completamente perplejos
con la intención de asegurarse que nos quedamos aquí el tiempo suficiente
para que hayamos oído todo lo que tengan que decir, entonces debo
felicitarles por lo que sin duda ha sido un éxito atronador. Y ya conseguido
ese objetivo, confío en que ahora intentarán disipar algo de la confusión a la
que nos han abocado. ¿Puedo sugerirles que comiencen por el principio, sea
el que fuere, de este confuso embrollo cronológico y continúen a partir de ahí
en lo que más se parezca a un orden lógico? Creo que todos se lo
agradeceríamos.
Winslade asintió como si lo hubiera estado esperando.
—Kurt, aquí presente, proviene en realidad del siglo veintiuno —dijo.
—Empecemos por ahí. —Lindemann se desplomó sobre el respaldo de su
asiento. Eden todavía estaba sentado con una mano cubriéndole parte del
rostro.
Winslade sonrió.
—Pero primero, rellenemos nuestras copas, caballeros. Permítanme.
Winslade se dirigió al bar y sirvió las bebidas, que pasaron de mano
alrededor de la mesa. Duff Cooper, cuya amplia frente se había contraído en
estrías mientras intentaba encontrar sentido a lo que se había dicho, se inclinó
hacia delante para apoyar los codos y entrelazó los dedos. Adoptó una postura
formal y dijo con viveza:
—Sí, comencemos por el principio. Doctor Scholder, ¿cuándo y dónde
nació usted?
—En la ciudad de Dortmund, Alemania, el 15 de julio de 1990 —replicó
Scholder al instante.
—¿Y qué edad tiene?
—Este año cumpliré sesenta y nueve años de vida.
—¿Y procede del año 2025?

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—Sí.
Duff Cooper pensó durante un momento.
—Pero de 1990 a 2025 sólo median treinta y cinco años.
—No retrocedí directamente en el tiempo a 1939. Regresé a 1941, y
luego, treinta y cuatro años más tarde, volví a pasar por el proceso para llegar
aquí. Treinta y cinco más treinta y cuatro hacen sesenta y nueve.
—Oh. —La compostura de Duff Cooper se evaporó. Se reclinó en su
asiento, sacudiendo la cabeza, y miró a su alrededor, en vano, a cada uno de
sus compañeros.
Scholder no pudo contener una sonrisa.
—Quizá sería mejor si comenzara por decir unas cuantas palabras acerca
del mundo del que procedo originariamente —sugirió. Los demás esperaron
en silencio. Scholder prosiguió—. Su historia es idéntica a la de este mundo
hasta mediados de la década de los veinte. La Gran Guerra terminó con el
Armisticio de 1918 y el subsiguiente tratado de Versalles. Alemania fue
reconstituida como un estado democrático liberal bajo la constitución de
Weimar. El Pacto de Locarno se firmó en 1925, por el cual Inglaterra e Italia
garantizaban la salvaguarda de la frontera franco-germana contra agresiones
procedentes de cualquiera de los bandos, y en 1926, Alemania se incorporó a
la Sociedad de las Naciones.
Eden volvió a enderezarse en su asiento y escuchó con interés mientras
Scholder recapitulaba la historia.
—Pero ¿después de eso las cosas fueron diferentes? ¿Quiere decir que
ocurrió algo que de algún modo encaminó las cosas por otro lado?
—No dejemos que nuestra perspectiva se nuble —advirtió Arthur
Bannering. Se había mostrado locuaz durante el almuerzo, especialmente con
Eden acerca de política extranjera, pero la conversación técnica posterior lo
había dejado sin nada con que contribuir—. Lo que Kurt describe es la forma
en que eran las cosas «originalmente». Si algo tomó otro camino diferente,
eso ocurrió en el mundo en el que estamos ahora… este mundo.
—Hmm, sí… —dijo Eden—. Por supuesto. No lo había pensado de esa
manera.
Scholder continuó:
—Europa continuó recuperándose en la última parte de los veinte. Aunque
el crac del mercado de valores norteamericano del 29 causó una recesión
económica a escala mundial, la situación fue controlada antes de que los
daños fueran excesivos.

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—Interesante —dijo Eden—. ¿Quiere decir que no fue el mismo
desplome mundial que acabamos de superar? ¿Cómo lo evitaron?
—No fue tan malo, para empezar —dijo Bannering—. El Canciller de
Alemania en 1930 era Heinrich Bruening, líder del Partido de Centro
Católico. Unió fuerzas con el industrialista, Hugenberg, de los nacionalistas,
y…
—No, yo estaba allí ese año —interrumpió Lindemann—. Quiere decir
que Hitler se alió con Hugenberg, ¿verdad?
Scholder negó con la cabeza y contempló a Lindemann.
—Oh, no profesor. En el mundo del que vengo, Hitler nunca fue más que
una figura oscura en los márgenes más lunáticos de la política alemana.
Nunca estuvo involucrado en nada de importancia.
Lindemann empezó a decir algo más, pero Churchill alzó una mano.
—Deje que termine, profe —murmuró.
Bannering prosiguió:
—La coalición Bruening-Hugenberg introdujo una serie de osadas
medidas financieras, lo que condujo a un programa cooperativo europeo de
recuperación económica. Básicamente, su programa implicaba ayudas a los
desfavorecidos, grandes inversiones en nuevas tecnologías y revitalización del
comercio de ultramar, especialmente con Asia y el Lejano Oriente. Más tarde,
Japón también se convertiría en uno de los socios más importantes, bajo el
gobierno Inukai.
—¿Inukai? —repitió Eden—. Pero fue asesinado, ¿no fue así? Algunos
militantes de la extrema derecha estaban muy enfadados por el acuerdo naval
que había firmado.
—En este mundo —dijo Scholder con suavidad—. Eso jamás ocurrió en
el mundo que estoy describiendo.
Bannering dejó un momento para que las implicaciones se hicieran
evidentes. Entonces continuó.
—La iniciativa europeo-japonesa impresionó a la administración Hoover
de manera suficiente para que los Estados Unidos revisaran sus propias
políticas, y el resultado fue un compromiso mundial para la cooperación y el
crecimiento en vez de proteccionismo y ruinosa competición. A mediados de
los treinta, la prosperidad era aun mayor que antes de la crisis.
—Hmmm… respecto a los detalles reales de esas medidas económicas —
empezó a decir Eden—, ¿qué…? —Vio el ceño de Churchill y levantó la
mano rápidamente—. Pero quizá podamos hablar de ello con más
detenimiento en otra ocasión.

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—Sí, que sea en otra ocasión, Tony —gruñó Churchill. Volvió a mirar a
Scholder—. ¿Y?
Scholder se encogió de hombros.
—Los efectos se extendieron rápidamente. En 1935 se firmó una especie
de «Locarno del Este» en Varsovia, garantizando las fronteras de los estados
entre Alemania y Rusia. Con Occidente visiblemente comprometido en
arreglar sus diferencias de manera amistosa, la xenofobia de los rusos empezó
a relajarse, y con la disminución de las tensiones, los movimientos
reaccionarios de derechas que habían aparecido en Occidente empezaron a
declinar… Mussolini, por ejemplo, fue depuesto en 1937. La Unión Soviética
creció hasta convertirse en un superpoder que rivalizaba con Europa y
América, y la competición resultante obligó al desmantelamiento gradual de
los imperios coloniales europeos. Aunque siguieron apareciendo conflictos
locales en algunos lugares, en general el irrepetible idealismo de los años
veinte se estaba haciendo realidad al fin. El mundo le daba la espalda a la
guerra como medio de dirimir las diferencias.
—Suena demasiado idealista —murmuró Duff Cooper.
—Aparte de todo lo demás, las armas que entraron en escena en las
décadas posteriores hicieron obsoletas las guerras a gran escala, de todas
formas —dijo Winslade—. El mundo tuvo que buscar otras formas de dirimir
las diferencias.
Scholder continuó:
—Mientras las sociedades continuaban modernizándose en todas partes
durante los años posteriores, la innovación tecnológica se convirtió en la
principal fuente de riqueza. Al final, el aprovechamiento con éxito de la
enorme energía del núcleo atómico, junto con métodos revolucionarios de
procesamiento de la información y automatización del trabajo por medios
electrónicos, los avances en biología y las demostraciones de que el viaje
espacial era factible, pusieron fin de manera permanente a los miedos sobre
límites al crecimiento y recursos finitos.
—¿Así que la aplicación práctica de la energía atómica es posible de
verdad? —dijo Lindemann—. Solía discutir sobre eso con Rutherford, allá en
el Laboratorio Cavendish. Y las armas que ha mencionado ¿también eran
atómicas? Una vez estimé que un único artefacto de ese tipo debería ser capaz
de generar el mismo poder explosivo que cientos de toneladas de TNT.
—En realidad, está en el orden de los miles de toneladas, profesor —dijo
Scholder—. Y cuando pasamos a las armas de fusión termonuclear, ya
hablamos de decenas de millones.

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—¡Dios santo!
Scholder retomó su discurso.
—Hacia el siglo veintiuno, el mundo capitalista se volvió más socialista y
el comunista más comercial, según las presiones de la competición obligaban
a dejar atrás las doctrinas más extremistas de ambos bandos. Se estableció una
civilización global. El estándar de vida llegó a niveles nunca vistos. Las
oportunidades estaban a disposición de todos. La educación universal
engendró libertad, independencia de pensamiento e individualismo. Los
fanatismos políticos, raciales y religiosos de eras anteriores desaparecieron.
Los movimientos de masas que habían alumbrado se desvanecieron cuando el
apoyo popular declinó. La razón triunfó sobre la pasión. La primera y
verdadera era del hombre común había llegado. —Terminó con un extraño
gesto de alzamiento de manos y un suspiro, como si se preguntara cuál había
sido la finalidad de todo aquello.
Hubo un breve silencio mientras los invitados digerían lo que acababan de
oír. Entonces Churchill comentó:
—Suena a utopía. Pero ¿me están diciendo que alguien interfirió con el
pasado para cambiar todo eso? ¿Por qué iba a querer alguien hacer algo así?
—La abrumadora mayoría de la gente no hubiese querido hacerlo —
replicó Scholder—. Pero había unas cuantas personas que no veían su
situación como utópica. Las oligarquías tradicionales y las elites gobernantes
hereditarias del mundo empezaban a ver que la gente ya no los necesitaba… o
quizá empezaban a darse cuenta de que jamás los habían necesitado. Su poder
y sus privilegios estaban siendo minados. Se estaban convirtiendo en una
especie en peligro de extinción.
Duff Cooper asintió mientras la secuencia probable de sucesos se hacía
evidente.
—Entonces ocurrieron los descubrimientos científicos que mencionó
antes —supuso—. Y esos oligarcas obtuvieron acceso a esos nuevos
conocimientos y los usaron para alterar la historia de forma que sirviera mejor
a sus propósitos. ¿Es eso lo que ocurrió?
Scholder asintió.
—Vieron una oportunidad de preservar el mundo en el que disfrutaban de
la riqueza y la posición que consideraban que les pertenecía por derecho de
nacimiento —dijo—. Vieron una oportunidad para aprender de sus errores y
corregirlos. Esta vez no cederían ante altisonantes principios de compasión o
igualdad. Tomarían el poder de forma absoluta y lo usarían para acabar con el
cambio social, preservándose a sí mismos mediante la intimidación, una

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completa falta de escrúpulos y el uso sin restricciones de la fuerza. Eso es lo
que el sistema nazi está diseñado para conseguir.
Winslade se irguió del respaldo del asiento sobre el que estaba apoyado y
se movió para ocupar una posición a la cabecera de la mesa.
—Eran un grupo numéricamente pequeño, pero todavía influyente, pese al
declive de sus fortunas —dijo—. Una cábala internacional compuesta
principalmente por gentes pertenecientes a las elites ricas de oligarquías
hereditarias, que se agruparon por un instinto común de supervivencia. Su
organización recibía, apropiadamente, el nombre de «Supremacía». Mediante
los contactos confidenciales con la comunidad científica que les permitían sus
posiciones, crearon un proyecto en una zona remota de Brasil. Su máquina era
conocida como el «Órgano de Catedral» para mantener el secreto. Podía
proyectar retrocediendo hasta un siglo en el pasado… a 1925, para ser
precisos.
—Y ahí es donde trabajó usted —dijo Lindemann comprobando la
reacción de Scholder.
—Sí.
Lindemann parecía confundido.
—¿Y nadie más sabía qué era ese lugar? Eso parece muy poco probable.
Un descubrimiento científico de esa magnitud no podría mantenerse en
secreto.
—El emplazamiento que albergaba al Órgano de Catedral fue descrito
oficialmente como una estación experimental que estudiaba la transferencia
espacial de objetos —replicó Scholder—. El aspecto de transferencia
temporal fue suprimido.
—Pero ¿y qué pasa con la gente que trabajaba allí, los científicos? Ellos sí
que tenían que saberlo.
—Sí —asintió Scholder—, sabíamos para qué servía el sistema, pero no
cuál iba a ser su empleo. Nos dijeron que al otro extremo de la conexión había
una estación de investigación que se dedicaba puramente al estudio del
mecanismo de causa-efecto de las transferencias temporales. Sólo un círculo
interno de los científicos de mayor importancia sabían para qué serviría en
realidad el Órgano de Catedral.
—¿Y cómo justificaron el secretismo ante el resto? —preguntó
Lindemann.
—Sobre la base del posible impacto de algo tan formidable como el viaje
en el tiempo debía ser evaluado con rigor antes de arriesgarse a hacerlo
público —dijo Scholder—. Parecía una precaución razonable.

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—Ya veo —dijo Lindemann.
Churchill le dio una calada a su puro y asintió lentamente para sí mientras
reflexionaba sobre lo que se había dicho.
—Su objetivo era destruir a la Unión Soviética —concluyó—. Percibieron
su aparición sin oposición como la raíz de todos sus infortunios, así que se
pusieron manos a la obra para destruirla. Y el arma que usarían para ese fin
sería Alemania.
—Exactamente —dijo Winslade.
Eden estaba perplejo.
—¿Así que esta organización, Supremacía, creó a los nazis en realidad?…
No, un momento, no puede ser. Los nazis ya existían antes de 1925.
—Los utilizaron —dijo Winslade—. En el pasado del mundo de
Supremacía hubo los comienzos de un partido nazi, pero nunca llegaron a
nada. —Empezó a dar vueltas bajo las ventanas de nuevo y explicó—: Una
vez que Supremacía se hizo con el control de la tecnología que le daba acceso
al pasado, buscaron en los registros históricos una situación que, con la
retrospectiva que poseían ahora, pudieran manipular para su provecho. Y
encontraron una. Encontraron una oportunidad ideal en las circunstancias que
se dieron en Baviera a principios de la década de los veinte, tras la Gran
Guerra.
—Ajá… entra en escena el cabo Hitler —murmuró Churchill.
Winslade asintió.
—La región se había convertido en un caldo de cultivo para los
extremismos de todo tipo, y en particular para los movimientos reaccionarios
de extrema derecha hostiles al gobierno de Weimar y a todo lo que
representaba éste. Todos los descontentos errabundos procedentes de las
disueltas unidades del ejército estaban allí, las milicias paramilitares, los
freikorps[3] que luchaban a las órdenes de oficiales prusianos de la vieja
guardia, todos ellos dedicados a repudiar el Tratado de Versalles, restaurar el
antiguo régimen y el autoritarismo.
Winslade hizo un gesto con la mano, como indicando que apenas hacía
falta describir el resto.
—En el transcurso de su investigación, Supremacía descubrió a un
partido, llamado Nacional-Socialista, que desde 1921 fue dirigido por un
antiguo cabo de infantería que quedó temporalmente ciego en un ataque con
gases en Ypres. Como partido era diferente del resto… el único que abogaba
por los ideales y objetivos de la derecha, mientras aplicaba los métodos de la
izquierda. Hitler tenía bastante dominio de la psicología de masas. Se metió

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en la marea populista antirrepublicana y jugó la carta de la necesidad de los
alemanes de encontrar chivos expiatorios para explicar su derrota y
humillación. Al mismo tiempo, entendía la dependencia condicionada de los
alemanes hacia las figuras de autoridad, y de ahí procedía el atractivo de la
firmeza, la determinación y la violencia. Y entendía cómo se podían inflamar
las pasiones mediante la parafernalia pseudoreligiosa de rituales, enseñas,
desfiles y, lo más importante de todo, un símbolo. Quizá una de las mayores
inspiraciones de su genio mal empleado fue el diseño de la esvástica negra
rodeada de un círculo blanco en una bandera rojo sangre como emblema del
movimiento nazi. —Winslade dejó de pasearse y se volvió hacia su audiencia,
extendiendo las manos en un breve gesto de petición de atención—. Una
combinación formidable, caballeros. Pero no suficiente para convertir a un
diminuto grupo de reaccionarios casi desconocidos en una fuerza militante
capaz de hacerse con una nación.
»Hitler tenía el tipo de ideas que Supremacía podía aprovechar para sus
propios fines, y el impulso necesario para llevarlas a la práctica… pero era
impetuoso e inexperto. Su intentona de hacerse con el control de Baviera
pistola en mano en 1923 fracasó miserablemente. Fue arrestado y encarcelado
durante un año en Landberg, y cuando salió se encontró que su partido había
sido prohibido, que sus líderes se peleaban entre sí y que su organización
estaba desapareciendo. Hitler mismo tuvo prohibido hablar en público durante
dos años. La política de reconciliación con los Aliados del canciller
Stresemann tenía éxito, las fuerzas de ocupación francesas se retiraban del
Ruhr, y el doctor Schacht había logrado estabilizar la moneda. La prosperidad
regresaba y nadie quería volver a saber nada del nazismo. Los nazis
prosperaron en los malos tiempos. Hitler era un fanático y nunca dejó de
predicar su ideología de odio y racismo, pero carecía de la habilidad
organizativa para construir y mantener una estructura que perdurara. Y
conforme fueron mejorando las cosas a finales de los veinte, se desvaneció
lentamente.
Winslade suspiró y miró a su audiencia con expresión de fingida tristeza.
—Un talento trágicamente malgastado. Si Hitler hubiera sabido cómo
reclutar, organizar y mantener intacto su partido, hubiera estado
perfectamente situado para aprovecharse de los malos tiempos cuando éstos
volvieron después del desplome de Wall Street en el 29. Hitler no sabía lo que
se avecinaba, por supuesto… pero Supremacía sí. Hicieron una lista de todo
lo que Hitler necesitaba para prepararse para la situación, y los primeros
agentes procedentes de 2025 llegaron a la Alemania de 1925 para empezar su

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educación. Su portal de regreso estaba operativo al año siguiente,
completando la conexión en ambos sentidos, y todo lo que ha ocurrido desde
entonces se debe al plan de Supremacía.
Winslade hizo una pausa; sus oyentes estaban demasiado asombrados para
responder. Continuó:
—Mediante varias estratagemas, lo que en el mundo de Supremacía sólo
había sido una recesión económica se convirtió en el colapso económico
global que han visto en este mundo. La alianza Bruening-Hugenberg que se
mencionó anteriormente, por ejemplo, fue evitada haciendo que Hitler uniera
fuerzas con Hugenberg. El asesinato de Inukai fue otra parte del sabotaje
económico llevado a cabo por tres agentes enviados desde 2025 con ese
propósito, que partieron de Hamburgo en un barco con destino a Tokio en
febrero de 1932.
Winslade asintió solemnemente en respuesta a las cuatro miradas
incrédulas que le venían al encuentro desde la mesa.
—Sí, caballeros —les dijo—, toda la maquinaria nazi, tal y como existe
hoy en día, es resultado de un plan maestro elaborado dentro de casi un siglo
mediante un canal de transferencia temporal en ambos sentidos que está en
funcionamiento en Alemania en este mismo momento. El plan está en activo
desde 1926. Y los resultados no requieren más detalles. En el mundo que
ahora tenemos Hitler no desapareció a finales de los veinte. Cuando Wall
Street se desplomó y el mundo quedó conmocionado, estaba listo y a la espera
para encauzar el desencanto y los infortunios de la gente, así como los
miedos, resentimientos, inseguridades y esperanzas de la Alemania de
posguerra mediante una campaña minuciosamente orquestada para hacerse
con el poder.
»Creo que estarán de acuerdo conmigo en que gracias a la ayuda de sus
amigos invisibles, el cabo Hitler ha conseguido, de manera admirable, que las
cosas tomaran un curso mucho más a su gusto esta segunda vez.

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Un club nocturno a la fría luz de la mañana es como la amante de la noche


pasada sin la peluca y sin maquillaje, o un cine cuando ha acabado la
proyección y se encienden las luces. La magia y la ilusión desaparecen, y sólo
queda la cruda realidad que estaba detrás en todo momento.
Harry Ferracini bostezó mientras sorbía su café negro en una de las mesas
frente al bar. Vio en su mente el mundo ruidoso y vano de lentejuelas,
colores, cuerpos que bailaban el jitterbug y rostros sonrientes que habían
existido hasta hace apenas unas horas. Ahora el lugar estaba transformado por
las pálidas luces amarillentas que revelaban tuberías y conductos que
cruzaban un techo anteriormente oculto en sombras, cables colgando entre los
focos y pintura descascarillada en las paredes. Las sillas estaban puestas del
revés sobre la mayoría de las mesas, las alfombras de los pasillos que
formaban las mesas habían sido enrolladas, y un conserje de pelo blanco en
una camiseta de franela roja, con un trapo para limpiar que le colgaba de un
bolsillo trasero, fregaba el suelo. Cassidy y otros pocos todavía estaban en la
barra hablando con Lou, el camarero, mientras éste reponía las botellas de sus
estantes. Janet estaba al borde de la pista de baile mientras canturreaba
«Smoke Gets in Your Eyes» con voz ronca y desafinada, con entonación de
blues, acompañada por un pianista fumador de aspecto aburrido. En algún
momento se había cambiado la ropa a un suéter y pantalones. Ferracini
intentó recordar… oh, sí, Janet se había ido a casa en algún momento entre las
dos y las tres de la mañana para dormir algo porque tenía un ensayo a media
mañana del día siguiente. Eso quería decir que el día siguiente era éste,
decidió.
El resto de lo que había terminado por ser una noche bastante loca ahora
era sólo como una serie de recuerdos desconectados. Él y Cassidy habían
empezado en un local de la Calle Treinta y Cuatro Oeste; Cassidy hizo
enfadar al novio de la pelirroja del vestido verde. Había tres tipos irlandeses
en el diminuto bar con el acordeonista, el exboxeador que contaba todas esas
historias en otro local, los dos marineros con las coristas y el chulo que les

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intentaba vender por todos los medios lo de «hay un local mucho mejor más
adelante». Conocieron a Janet y a su amiga, Amy, más tarde, hablaron un
montón y volvieron con ellas al local donde Janet trabajaba cuatro noches a la
semana como cantante; Ferracini no podía recordar el nombre del lugar. Las
cosas no se habrían puesto tan feas, probablemente, si no hubiera sido el
cumpleaños de Ed.
Ed, que hacía mucho que ya había desaparecido, era colega de Max, el
dueño, que estaba sentado a la mesa de al lado, discutiendo con dos hombres
sobre los impuestos urbanos y el coste de las reparaciones. Bajo y de
constitución achaparrada, de frente alta y bronceada y pelo ondulado y
desigualmente peinado, con el nudo de la corbata suelto, chaleco
desabrochado y la chaqueta tirada sobre la silla que tenía al lado, Max tenía el
aspecto de alguien nacido para preocuparse. Les había tomado cariño a
Ferracini y Cassidy después de que Janet se los presentara, y les había
invitado a quedarse con su círculo de amigos después de la hora de cerrar,
media docena de los cuales yacían dormidos en diferentes posturas por toda la
sala. Aparentemente, Max estaba teniendo problemas con un gánster de poca
monta que intentaba cobrarle una tarifa de protección, y por tanto estaba
ansioso de reforzar las filas de sus clientes habituales con hombres que
tuvieran aspecto de ser capaces de cuidar de sí mismos.
El Nueva York de 1939 era algo completamente alejado de la monotonía
de la Norteamérica severa y autoritaria a la que estaba acostumbrado
Ferracini. Sólo pasear por Manhattan contemplando a las bulliciosas
multitudes y mirar los productos expuestos en los escaparates había sido toda
una experiencia. Estar entre gentes que eran libres de trabajar en lo que
gustaran, comprar todo aquello que pudieran pagar, ir a donde quisieran y
poder convertirse en aquello que eran capaces de llegar a ser había sido como
inhalar una bocanada de aire fresco por primera vez después de mucho
tiempo. Desde luego, la imagen tenía un lado oculto más sórdido, pero puede
que esa sordidez fuera el inevitable reverso de la moneda. En una sociedad en
la que la gente tenía libertad para ser lo que quisieran, algunos se volverían
malos. Sin restricciones, el espectro se expandiría hacia los extremos en
ambas direcciones.
Y al mismo tiempo, sin embargo, Ferracini había sentido ira y frustración.
Había encontrado la Norteamérica pos-Depresión; la verdadera Norteamérica
que había visto en los granjeros, los trabajadores de ranchos, los mineros, los
leñadores, los obreros de las fábricas, los tenderos y los camioneros con los
que había hablado por todo el camino desde Alburquerque hasta Nueva York;

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apenas mellada en su espíritu y fortaleza, magra por los malos tiempos
pasados, dura y orgullosa de haber sobrevivido a lo peor sin sacrificar su ideal
de libertad personal, al contrario de lo que gran parte de Europa se había visto
obligada a hacer. Aquí estaba lo que debería convertirse en el núcleo de una
alianza mundial que tendría que haber destruido a Hitler.
Pero en vez de eso, Norteamérica malgastaba su tiempo en fiestas que
duraban toda la noche, como seguiría haciendo mientras Europa caía en
manos de los nazis, mientras Japón invadía Asia, y hasta que Rusia fuera
destruida. Entonces Norteamérica despertaría, pero para entonces sería
demasiado tarde. Las luces de colores y el destello de la ilusión y el oropel
desaparecerían, y sólo quedaría un amanecer grisáceo y carente de alegría.
Claud creía que todo eso podía cambiarse. Ferracini creía que Claud estaba
loco.
—¿No es cierto, Harry? —preguntó Max desde la mesa de al lado.
—¿El qué? No estaba escuchando.
—Que os veremos mucho a ti y al vaquero por aquí. Los que conocen a
Max saben que éste los trata bien. Pueden ir a los mejores locales de la ciudad
sin complicaciones. Conocer a un montón de chicas… chicas agradables, ya
sabes. Max es un buen amigo.
—Pues sí, ¿por qué no? Ya veremos, Max.
—Ves, ya os dije que Harry era un tipo listo.
—¿A qué te dedicas, Harry? —preguntó uno de los dos hombres sentados
con Max, apurando de un trago lo que le quedaba de bebida. Max lo había
presentado como Johnny.
Ferracini hizo un gesto de manos vacías justo cuando una rubia llamada
Pearl se deslizaba en la silla de enfrente.
—Nada en particular, ahora mismo —dijo—. He hecho un poco de esto,
un poco de lo otro… ya sabéis.
—¿Qué es lo último que has hecho?
—Transporte en camión entre aquí y Nuevo México.
—¿Alguna vez has hecho algún trabajo de músculos? Me vendría bien
algo de ayuda. Es una buena pasta, cincuenta a la semana, y podría mejorarlo.
—Sid dice que Harry estuvo en el ejército —anotó Max—. Sid se da
cuenta de esas cosas. ¿A que es verdad, Harry? —Ferracini se encogió de
hombros.
—No fue en el ejército —dijo Pearl con voz gutural—. Estaban en una
operación secreta de espionaje que el Departamento de Estado dirige desde la
embajada de París. El vaquero nos los contó. Sacaron a escondidas a una

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princesa de verdad de Austria o algo así. Dime, Max, ¿por qué no tienes tipos
tan interesantes como éstos por aquí más a menudo?
Ferracini gimió en voz baja y volvió a dedicarse a beber su café. Antes de
que Pearl pudiera insistir más en el tema, Janet, que había terminado su
número, se acercó a la mesa.
—¿Qué os ha parecido? —preguntó mirando a Max.
—¿Vas a trabajar en el número mañana?
—Claro, si a ti te gusta. ¿Por qué no?
—Y vas a usar el vestido azul, ¿vale? El que tiene volantes y esas cosas, y
que tiene ese escote bajo que enseña… bueno, ya sabes… —Max hizo un
gesto ahuecando las manos a la altura del pecho.
Janet asintió con un suspiro y una sonrisa resignada:
—Llevaré el vestido azul —concedió.
Max asintió con la cabeza en un gesto rápido y agitó la mano.
—Sí, sí, y canta esa canción. La canción está bien.
—Creo que por hoy ya he acabado, entonces —dijo Janet. Miró a
Ferracini—. Si tú y Cassidy podéis soportar un viaje en metro hasta la zona
residencial, os daré un desayuno tardío. Y podréis adecentaros un poco,
además, y saludar a Jeff. ¿Os interesa? —Jeff era el hermano menor de Janet.
Janet había cogido el trabajo de cantante en parte para ayudar a Jeff en sus
estudios en Columbia, donde estudiaba química con una beca estatal. Los dos
compartían un apartamento cerca de Morningside Park.
—Me interesa —dijo Ferracini. Levantó la cabeza y gritó hacia el otro
lado del local—. Eh, Cassidy, Janet nos invita a desayunar y a conocer a su
hermanito. ¿Nos interesa?
—¿Cómo…? ¿Desayuno?
—Eso es lo que he dicho. En casa de Janet… y saludar a Jeff, ¿recuerdas?
—Oh, sí, Jeff, el químico. —Cassidy se levantó con cuidado del taburete
—. Tenemos que saludar a Jeff… desayunar —murmuró a la gente con la que
había estado hablando.
—Hay que ver —murmuró Pearl encendiendo un cigarrillo—. A mí me
cuesta horrores encontrar a un tipo que quiera llevarme a casa. Y ella sale de
aquí con dos.
Ferracini se levantó y ayudó a Janet a ponerse su abrigo.
—Trato hecho —le dijo—. Pero nada de metro. Con nosotros irás en taxi,
¿vale?
Pearl miró con fingida coquetería hacia el techo.

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—¿Cómo? ¿Que no tienen Cadillac? Cielos, Jan, lo siento por ti. Debes
estar pasando por una mala racha.
—Nuestro chófer tenía la noche libre —dijo Cassidy cuando se unió al
grupo.
Max se reclinó en su silla y levantó la vista.
—Y no olvides lo que te dije, Harry. Volved por aquí, ¿vale? Y que sea a
menudo.
—Veremos qué se puede hacer —prometió Ferracini.
—Toma, dame un toque si quieres que hablemos más sobre ese trabajo —
dijo Johnny, dándole a Ferracini una tarjeta. En la tarjeta se leía «J. J. J. J. J. J.
Harrington Enterprises», con un número de teléfono.
—Gracias, Johnny —asintió Ferracini—, lo tendré en cuenta.
Los tres salieron del club por las puertas dobles y caminaron por un corto
pasillo hasta un tramo de escaleras que conducía a la calle.
—¿Qué es eso? —preguntó Cassidy desde el otro lado de Janet cuando
Ferracini estaba a punto de guardarse la tarjeta en el bolsillo. Ferracini se la
pasó.
—Es el representante en Nueva York para todas las princesas austriacas
que quieren salir de Europa —dijo Ferracini—. A lo mejor vosotros dos
deberíais conoceros mejor.

Janet tenía veintilargos años y un rostro menudo y redondo, con ese tipo de
barbilla pequeña, pómulos altos y una naricita respingona que la hacían bonita
antes que glamurosa. Tenía unos grandes ojos verdiazulados de pestañas
largas, una boca maliciosa que se arrugaba en las comisuras cuando sonreía,
lo que ocurría a menudo, incluso tras una noche como la anterior; y un pelo
caoba que caía alrededor de su rostro en mechones sueltos y ondas de una
forma que parecía apropiada para la época, a diferencia de los estilos carentes
de alegría de moños recogidos de los setenta. Estaba fresca tras disfrutar de
algo de sueño la noche anterior, y Ferracini y Cassidy dejaron que se hiciera
cargo de la mayor parte de la conversación mientras el taxi los llevaba por el
norte de Broadway hacia Central Park West.
—Pa era algún tipo de ingeniero. Cuando yo tenía quince años, nos
mudamos a Pensilvania para trabajar en una de las compañías del metal —les
contó—. Bueno, cuando todo se fue al garete tuvieron que hacer recortes y lo
despidieron. No podía conseguir otro trabajo… nadie podía… y todos
terminamos en una habitación de farero.

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—¿De farero? —repitió Cassidy—. ¿Quieres decir que estabais en la
costa?
Janet se quedó mirándolo con extrañeza, sin saber si lo decía en broma o
no.
—No… ya sabes, así es como lo llamaban. Una cocina de dos
quemadores, una nevera en el armario para la que el repartidor nos entregaba
una bolsa de veinte kilos de hielo cada dos días, un baño en el pasillo que
teníamos que compartir con todos los demás inquilinos de ese piso, todo ello
por siete dólares a la semana en un edificio de varias plantas justo al lado de
las barriadas más miserables.
—Claro, claro —dijo Ferracini asintiendo sagazmente—. ¿Y qué les
ocurrió a tus padres? Nos dijiste que ahora sólo estabais tú y Jeff, ¿no?
—Ma se mató a trabajar a la intemperie en invierno y cogió la
tuberculosis —dijo Janet—. No teníamos dinero para pagar el tratamiento
adecuado, y murió en 1933. —Su voz era realista, sin amargura o
autocompasión—. Pa nos envió a Jeff y a mí a Nueva York para que nos
quedáramos con su primo Stan, que era abogado, y su esposa, y él se dirigió
al oeste. Supuestamente había trabajo en Oregón y California. Dijo que nos
mandaría a buscar una vez estuviera bien establecido, pero todo lo que nos
llegó fueron un par de cartas con unos pocos dólares en el interior. —Janet se
encogió de hombros y sonrió—. Pese a todo, eso significaba que no nos había
olvidado, supongo. Lo último que supimos de él fue hace un año, cuando dijo
que había conseguido trabajo en un carguero con base en San Francisco que
iba a Japón y a sitios así.
—¿Y qué ocurrió con ese tipo, Stan, y su esposa?
—Oh, todavía siguen vivos. Tienen una enorme casa donde han vivido
desde siempre. Cuando el negocio del hermano de Stan en Jersey se fue a la
ruina y cuando la Ford despidió a otro de sus primos en Michigan, todos ellos
se mudaron allí con sus familias… doce personas en una casa de siete
habitaciones y un baño. Eso duró un par de años. Comimos un montón de
conejo y nos manteníamos gracias a que alguno conseguía un trabajo de la
WPA[4], pero eso sólo duraba un par de meses. Así que cuando Jeff, que es un
chico muy listo, obtuvo esa beca en Columbia, yo conseguí el trabajo en el
Arco Iris para ayudarle…
—¿El Arco Iris? —preguntó Ferracini.
—El local de Max, el Final del Arco Iris. Acabamos de salir de allí,
¿recuerdas?
—Oh, sí, claro…

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—Pues bueno, Max nos consiguió el piso mediante un conocido suyo.
Sólo está a un par de manzanas de Columbia, así que es ideal para Jeff. Y
para mí también me es más fácil ir al centro a trabajar. Trabajo en una tienda
durante el día aparte de cantar, pero hoy tengo el día libre.
—¿Max os consiguió el piso? —Cassidy parecía sorprendido.
—Oh, puede parecer un poco quisquilloso a veces, pero en el fondo es un
buen tío —dijo Janet.
El apartamento estaba en lo alto de un edificio de viviendas de aspecto
abatido, con fachada de piedra y situado en un callejón en algún lugar entre
las avenidas de Saint Nicholas y la Séptima, al sur de la Calle Ciento
Dieciséis y colindando con el Harlem hispano. Las coladas colgaban de las
liñas tendidas entre los edificios, sobre pequeños patios rodeados de muros de
piedra. Había muchos niños, perros y cubos de la basura.
El último tramo de escaleras estaba a oscuras y desvencijado, pero el
apartamento, aunque empequeñecido por un mobiliario monumental diseñado
para las casas más espaciosas de una época en la que los criados abundaban,
era cálido, limpio y razonablemente luminoso. Consistía en dos habitaciones
y una cocina diminuta, y estaba iluminado por alegres cortinas y colgaduras,
abundantes ornamentos y objetos decorativos, algunas fotos familiares
enmarcadas y una selección de tapas de cajas de bombones con imágenes de
montañas, flores y lagos, clavadas a las paredes, que sin duda eran debidas al
toque femenino de Janet.
La puerta de entrada del piso daba directamente a las escaleras.
Encontraron a Jeff en la habitación delantera, sentado a una mesa que
ocupaba el centro, contemplando una serie de herramientas dispuestas
alrededor de un tostador parcialmente desmontado. La radio estaba encendida,
y justo cuando entraron, Molly en el 79 de Wistful Vista[5] gritaba: «¡No
abras esa puerta, McGee!», acompañada por el estruendo de objetos cayendo,
repiqueteos y golpes metálicos.
Jeff parecía un estudiante. Era delgado casi hasta el punto de parecer
famélico, y tenía una mata de pelo rebelde que le caía sobre la frente y el
rostro, que era pálido y con aspecto de búho rematado por unas gafas de
montura gruesa. Llevaba un jersey sin mangas sobre una camisa a cuadros,
unos desgastados pantalones de pana y zapatos de lona. Las estanterías de
detrás estaban repletas de libros y desordenadas pilas de papeles, clips que
sujetaban más fajos de papeles, un mapa callejero de Nueva York, algunas
imágenes de aeroplanos arrancadas de revistas y un diagrama del interior de

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un buque de guerra. Las sábanas tiradas sobre el sofá de la ventana indicaban
dónde dormía; la otra habitación, tras la puerta del fondo, era la de Janet.
—Jeff, éstos son Harry y Cassidy —dijo Janet—. Son los dos tipos que te
comenté esta mañana… los que conocí anoche con Amy. Todavía estaban en
el local de Max cuando volví, así que los invité a casa a que comieran algo.
Chicos, éste es Jeff.
—Hola —dijo Jeff en tono neutro. Su rostro no dio muestras de ninguna
reacción en particular. Janet se quitó el abrigo y desapareció en dirección a la
habitación del fondo. Hubo unos segundos de silencio. Cassidy bajó la vista
hacia la mesa e hizo una mueca.
—¿Sabes algo sobre tostadoras? —preguntó Jeff.
—Sólo que funcionan mejor cuando están enteras —replicó Cassidy. Jeff
asintió de manera ausente—. De todas formas, se suponía que eras químico
—dijo Cassidy.
—Bueno, por ahora todavía no soy nada. ¿Por qué? ¿Sabes algo de
química?
—No, la verdad… Excepto que tienes que aprender todo un idioma
extranjero para hablar del azúcar y la sal.
—Oh, eso me recuerda… —Jeff volvió la cabeza y habló en dirección a la
puerta por la que había desaparecido Janet—. Nos habíamos quedado sin
leche, azúcar y pan, así que cogí medio dólar y compre algo en la tienda de la
esquina. La vuelta está en la lata.
Janet volvió a la habitación delantera.
—Gracias. Eso me ahorra volver a bajar las escaleras. Y ahora, qué te
parece si quitas esas cosas de en medio mientras hago algo de café y
empezamos el desayuno.
Durante la comida, hablaron acerca de películas, canciones de éxito y de
algunos parroquianos que frecuentaban el Final del Arco Iris. Jeff tenía una
muy pobre opinión sobre la mayoría de los que había conocido, tachándolos
sin miramientos de vagos y gorrones, lo que quizá explicaba la frialdad que
mostraba ante Ferracini y Cassidy. Ferracini le preguntó a Jeff si tenía planes
para especializarse en algún tipo de química tras licenciarse. Jeff se lo pensó
durante un momento y luego preguntó:
—¿Habéis oído hablar alguna vez de la física atómica?
Ferracini hizo un gesto de «bueno-ya-sabes» con una mano.
—Algo.
—Ha habido unas cuantas investigaciones muy interesantes en los últimos
diez años —dijo Jeff—. Teóricamente, en todo caso, se podría conseguir

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suficiente energía a partir de pequeñas cantidades de algunas sustancias para
suministrar a todo el mundo… miles de veces más energía que con la
gasolina, por ejemplo. —Miró con reserva a Ferracini—. ¿Te suena a locura?
Ferracini hizo una buena imitación de ligera incredulidad.
—Bueno, supongo que nada es imposible hasta que alguien demuestre que
lo es… y en ese caso, sólo hasta que otro vaya y lo haga, pese a todo —dijo
—. ¿No había un montón de listillos que decían que era imposible que las
máquinas de vapor funcionaran y que los aeroplanos volaran, y cosas por el
estilo?
Cassidy asintió al otro lado de la mesa.
—Cierto. Creo que si tuviera que apostar, apostaría a que tipos como Jeff
aquí presente harán que al final funcione la gasolina atómica esa… o como
quiera que la llamen —dijo.
Jeff pareció envalentonarse por la respuesta.
—Parecéis más abiertos de mente que mucha gente —dijo.
Cassidy se encogió de hombros e hizo un gesto magnánimo.
—No sólo te tropiezas con vagos y gorrones en los clubes, sabes.
También te puedes tropezar con intelectuales como nosotros, que somos
necesarios para darle algo de clase al ambiente.
Jeff sonrió a Janet y pareció adoptar repentinamente una postura mucho
más abierta.
—Oye, puede que estos dos no sean del todo malos —le dijo—. Sabes, tu
criterio mejora continuamente, hermanita. Puede que todavía haya esperanza
para ti.
—Bueno, Jeff, me alegra que me lo digas —dijo ella.
Jeff volvió a mirar a Ferracini y Cassidy.
—Recientemente uno de los grandes nombres de la química atómica se
incorporó a la Universidad de Columbia —les informó—. Tuvo que salir de
Italia porque su esposa es judía. Enrico Fermi. ¿Habéis oído hablar de él?
Ferracini frunció el entrecejo. Estaba seguro de haber oído ese nombre
antes. ¿No había estado involucrado Fermi en el programa atómico de
emergencia de los Estados Unidos para conseguir una bomba atómica como
fuera a principios de los cuarenta, antes de que naciera Ferracini? El programa
había comenzado después de que los alemanes asombraran al mundo al
fabricar la bomba atómica en 1942, en el segundo año de su campaña contra
Rusia, y el programa americano había tenido éxito justo a tiempo de
proporcionarle a los Estados Unidos veinte años de gracia.

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Los poderes del Eje se habían tomado hasta finales de los cuarenta para
completar la limpieza y el reparto del antiguo imperio Soviético y para
empezar la recolonización y la administración de los nuevos territorios
conquistados. Entonces llegaron las guerras de la insurgencia musulmana
antinazi en el Medio Oriente y el Asia occidental, lo que le dio a los Estados
Unidos la oportunidad de salvar la diferencia tecnológica para desarrollar una
bomba funcional. Gracias a eso se evitó un subsiguiente asalto a
Norteamérica. En vez de eso, los poderes del Eje volvieron su atención hacia
África a finales de los cincuenta y los sesenta, donde infligieron las
atrocidades y horrores de la dominación y el genocidio nazi sobre la
población negra para dotar a la España y la Italia fascista de imperios
coloniales.
Mientras Cassidy y Jeff seguían hablando con Janet sobre becas y
perspectivas de trabajo, Ferracini se reclinó y miró por la ventana hacia el mar
de tejados de Manhattan. Las voces parecieron debilitarse, y se encontró
meditando sobre la misión y su lugar en ella.
La bomba atómica norteamericana no se convirtió en una realidad hasta
1951; los alemanes, por otro lado, habían lanzado sus primeras armas
atómicas sobre Rusia en julio de 1942. ¿Cómo esperaba el Destacamento
Especial de Kennedy, que aguardaba en 1975 a que el portal de regreso
estuviera completo, detener a Hitler haciendo que Inglaterra y Francia
siguieran luchando si podían e implicando a los Estados Unidos en la guerra?
Si Norteamérica, que todavía estaba a doce años de conseguir la bomba
atómica, intentara destruir a los nazis ahora, el resultado inevitable sería su
completa destrucción, junto con la de la Unión Soviética. La única respuesta
que Ferracini podía ver sería que Kennedy planeara enviar bombas a
Occidente desde 1975 para equilibrar la balanza. Pero eso seguramente
tendría como resultado una devastación generalizada, con ambos lados
respaldados por futuros diferentes.
A menos, claro está, que mientras tanto se hiciera algo para despojar a los
nazis de su poder nuclear.
Debido a las razones normales de seguridad, el papel preciso que debía
jugar en la Operación Proteo el contingente militar bajo el mando del
comandante Warren nunca se había dejado claro. Se les dijo que serían los
encargados de la seguridad en la Estación, pero ninguno de los soldados se
creyó que eso fuera lo único que harían. Durante el período de entrenamiento
en Tularosa, descubrieron que todos los soldados de Operaciones Especiales
habían trabajado en tareas clandestinas; que todos ellos tenían experiencia en

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misiones encubiertas en la Europa nazi; y que, quizá lo más notable, en algún
momento u otro todos ellos habían pasado por el área de Leipzig en Alemania
durante sus misiones, a unos doscientos kilómetros al suroeste de Berlín. Era
simplemente demasiado para ser una mera coincidencia.
Y Ferracini sabía bien que nada en lo que Winslade estuviera metido
sucedía por casualidad.

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El rastro que al final llevó a que los servicios de inteligencia norteamericanos


descubrieran la verdadera historia detrás del nazismo comenzó en el
panorama científico de los años treinta con el nacimiento de la física atómica.
A principios de esa década, Enrico Fermi, que entonces trabajaba en la
Universidad de Roma, había especulado con la posibilidad de producir
isótopos radioactivos artificiales mediante el bombardeo con neutrones sobre
determinadas sustancias, cosa recientemente descubierta por Chadwick en
Cambridge. Prosiguió con una serie de experimentos en esa línea y publicó
varios trabajos. Pero a finales de 1938 su trabajo quedó interrumpido cuando
visitó Estocolmo para recoger su premio Nobel y aprovechó la oportunidad
para escapar del fascismo de Mussolini, acompañado de su esposa, Laura, y
de sus dos hijos.
Hacia ese entonces, sin embargo, investigaciones similares estaban en
marcha en otros lugares, especialmente en el Laboratorio Joliot-Curie de París
y en el Instituto de Química Káiser Guillermo en Dahlem, Berlín. Posteriores
experimentos sobre el bombardeo del uranio con neutrones habían dado
resultados desconcertantes: el análisis de los productos de la reacción no
mostraba la presencia de elementos pesados, como el radio, que deberían
haber sido el resultado de la desintegración de los núcleos pesados activados
artificialmente. Finalmente, en diciembre de 1938, Otto Hahn y Fritz
Strassmann en Berlín llevaron a cabo un experimento que demostraba de
forma concluyente que si bien el radio y otros elementos predichos no eran
creados por el bombardeo con neutrones del uranio, ciertas sustancias mucho
más ligeras, como el bario o el kriptón, sí que lo eran. Durante un tiempo, los
expertos fueron incapaces de ofrecer una explicación satisfactoria.
Hahn escribió una carta en la que detallaba esos enigmáticos resultados
dirigida a una antigua colega de los dos científicos, Lise Meitner, una judía
austriaca obligada a huir del país tras la anexión de Austria, y que en ese
entonces trabajaba en el Instituto Nobel de Estocolmo. También dio la
casualidad de que el sobrino de Meitner, Otto Frisch, que trabajaba con Niels

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Bohr en el Instituto Bohr de Física Teórica de Copenhague, había ido a
Suecia para pasar las navidades con ella, y entre los dos averiguaron lo que
había ocurrido durante el experimento.
Los núcleos de uranio, en vez de absorber simplemente los neutrones para
convertirse en isótopos más pesados e inestables, se dividían en núcleos de
elementos más ligeros de aproximadamente la mitad del peso original. A
diferencia de la desintegración radioactiva espontánea que produce cambios
comparativamente pequeños en la masa al eyectar partículas simples y que
por tanto sólo involucra pequeñas emisiones de la energía de ligazón liberada,
el núcleo de uranio había sido inducido a dividirse o «fisionarse», dando
como resultado enormes cantidades de energía.
Al final de las vacaciones de Navidad, Frisch llevó la noticia a Dinamarca
justo cuando Bohr estaba a punto de embarcar hacia los Estados Unidos para
acudir al Quinto Congreso de Física Teórica de Washington. Bohr anunció los
descubrimientos en el congreso el 26 de enero de 1939, y el congreso pronto
degeneró en una multitud de científicos frenéticos, muchos de ellos con las
corbatas aún puestas, que se atropellaban en las puertas para salir corriendo a
repetir los experimentos en sus propios laboratorios en la Universidad Johns
Hopkins, en el Instituto Carnegie, en Columbia, en Chicago, en Princeton, en
Berkeley y en todas partes.
Los experimentos confirmaron que la fisión era factible… como suceso
atómico aislado, por lo pronto. La lista de incógnitas a las que había que
responder antes de que la energía teóricamente obtenible del núcleo pudiera
ser empleada, sin embargo, era abrumadora. Por tanto, tras la excitación
inicial, los científicos se resignaron a muchos años más de paciencia y
perseverancia antes de poder construir cualquier tipo de máquina, ya fuera
una bomba o una fuente de energía.
Las noticias sobre las armas alemanas empleadas contra Rusia en 1942,
por tanto, supusieron una conmoción. Ninguno de los expertos podía
explicarlo. La política de buena voluntad hacia las dictaduras que mantenía el
presidente Burton K. Wheeler, que fue elegido en 1940 con el apoyo de una
plataforma fuertemente aislacionista tras la retirada de Roosevelt de la vida
pública, fue revisada a toda prisa y éste dio el visto bueno a un programa
estadounidense de alta prioridad similar. Al mismo tiempo, Wheeler creó un
grupo selecto de personas extraídas de varias agencias de inteligencia para
investigar y descubrir las razones que había detrás del asombroso esfuerzo de
investigación y desarrollo alemán. Así fue como nació un nuevo grupo de
especialistas dedicados a reunir información científica, que con el tiempo

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creció hasta encontrar un lugar permanente entre las instituciones
gubernamentales menos conocidas. El grupo recibió el nombre de SI-7.
La lejanía de la escena de los hechos, las dificultades de operar en la
Europa nazi y el riguroso secretismo que mantenía la oposición dificultaron
los avances, pero la imagen que emergió cuando las piezas comenzaron a
encajar indicaba que había algo muy extraño en todo el programa nuclear
alemán.
Después de que Hahn y Strassmann publicaran sus resultados a principios
de 1939, había aparecido una cierta cantidad de artículos especulativos de
autores alemanes sobre bombas y reactores en las revistas científicas, y
posteriores estudios fueron auspiciados por el Cuerpo de Armamento del
Ejército, el Ministerio de Educación del Reich, un laboratorio de
investigación del Servicio de Correos y varias empresas privadas. Pero esas
actividades nunca recibieron coordinación activa, y aunque los alemanes se
apresuraron a prohibir la exportación de minerales procedentes de las minas
que habían adquirido en Checoslovaquia, su programa general se vio
perjudicado por la competición entre diferentes grupos, por la restricción de la
información y por las envidias y rencores internos que tienden a aparecer en
las burocracias totalitarias.
Con tales restricciones, el programa no debería haber tenido ninguna
esperanza de producir una bomba atómica antes de tres años. Y de hecho, los
informes que descubrió el SI-7 demostraron varios intentos impracticables de
construir un reactor, un patente error teórico que pasó desapercibido durante
más de un año, y ninguna evidencia de las instalaciones industriales a gran
escala imprescindibles para la manufactura de armas. Sin embargo, las armas
habían entrado en escena, como salidas de la nada, en el verano de 1942. El
cómo siguió siendo un misterio durante muchos años.
Hacia principios de la década de los años sesenta, trabajos posteriores del
SI-7 establecieron que el enigma de la investigación atómica nazi no era un
caso único; existían también anomalías similares en otras áreas del desarrollo
tecnológico alemán, como la electrónica que usaba el ejército nazi y su
programa espacial, el desarrollo de tecnología de computación y sus avances
en aeronaves de altas prestaciones. En todos los casos, las innovaciones
aparecían sin un origen identificable, pero sí que parecían aparecer de la nada
y adelantándose en años a lo posible.
Que esto sucediera era aún más desconcertante, ya que era lo contrario de
lo esperado para el sistema nazi. El nazismo, al no servir a otro propósito más
que a preservar el poder de su grupo gobernante, sofocaba la libre expresión y

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la disidencia, reprimiendo toda forma de pensamiento original y
sustituyéndolo con sus eslóganes estériles y dogmas carentes de sentido. Un
sistema así jamás podría mantener un proceso creativo de libre investigación
científica. Era totalmente parasitario. De la misma manera que era incapaz de
crear riquezas materiales, sólo saquearlas, era incapaz de crear nuevos
conocimientos; sólo podía consumir aquello que ya estaba listo y preparado
para asimilarlo por la fuerza.
Gradualmente, un patrón común subyacente emergió: las verdaderas
innovaciones, según resultó, no se debían a ningún proceso de investigación
continuado; en vez de eso, todas emanaban de un repentino y asombroso salto
conceptual y teórico que había tenido lugar en virtualmente todos los campos
científicos durante un breve período de unos pocos años, a principios de los
cuarenta. Tras aquello, la curva de desarrollo se había vuelto asintótica hasta
casi estancarse. Eso fue lo que permitió a los Estados Unidos ponerse a la
altura. Era como si a Hitler le hubieran concedido un préstamo bancario en
información del que pudo sacar fondos durante los siguientes veinte años.
¿De dónde procedía ese préstamo, entonces?
La respuesta surgió con el trabajo que Claud Winslade llevaba haciendo
desde la caída de Europa, que se superponía, pero estaba separado, de los
esfuerzos del SI-7. Durante más de veinte años, Winslade y su grupo
estuvieron reuniendo fragmentos de otra historia que se remontaba a los años
veinte y treinta, y que se había vuelto más extraña e increíble con cada hecho
que encajaba en su sitio. Esta historia involucraba, entre otras cosas,
documentos robados de los archivos de más alto secreto de los alemanes, que
contenían referencias a nombres, lugares y organizaciones que nadie había
oído nombrar jamás. Había descripciones de conceptos y teorías científicas
que eran poco familiares incluso para los expertos en el campo. Había
nombres misteriosos que aparecían una y otra vez, gente cuyos registros
habían sido falsificados para que pareciera que habían vivido vidas normales
en Alemania, mientras que en realidad parecían haber aparecido de la nada,
igual que los descubrimientos alemanes que tanto preocupaban al SI-7. Y lo
más extraordinario de todo: ¡había menciones recurrentes de sucesos,
acontecimientos y fechas que no parecían haber ocurrido en ningún período
histórico pasado, sino en el siglo veintiuno!
Y eso, según dedujo al final el grupo de Winslade, era el hilo conductor
que unía todos los misterios en un solo nudo. Por increíble que pareciera, todo
el fenómeno en conjunto, el nazismo, la ascensión de Hitler, la extensión del
totalitarismo en la primera mitad del siglo… todo ello había sido planeado y

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dirigido a distancia desde el siglo veintiuno. El grupo de Winslade incluso
llegó a encontrar imágenes y datos de diseño del Órgano de Catedral, la
máquina que había iniciado la conexión, y de la instalación secreta nazi
conocida como «Valhala», que contenía el portal de regreso. Algunos
individuos que por alguna razón u otra habían sido trasladados desde el futuro
todavía permanecían en Alemania, tras quedar atrapados en el siglo veinte
cuando los líderes nazis decidieron destruir la máquina Valhala en algún
momento a mediados de los años cuarenta. Unos pocos de esos individuos
fueron contactados y sacados del país, pese a estar confinados bajo
condiciones de máxima seguridad, y fueron llevados a que contaran su
historia de primera mano en la Casa Blanca. Kurt Scholder era uno de esos
individuos.
Un estudio detallado realizado por orden del presidente a finales de los
sesenta concluyó que los Estados Unidos habían reunido información
suficiente para construir una máquina propia del estilo del Órgano de Catedral
con buenas probabilidades de éxito, aunque algunos de los aspectos teóricos
seguían siendo oscuros. De manera que quizá Occidente pudiera eludir el
terrible destino que parecía inevitable al intentar algo de manipulación
histórica propia.
Una limitación importante, sin embargo, se presentó durante el proyecto
sin que nadie la previera. El alcance de esa máquina. La cantidad máxima de
tiempo que se podía retroceder en el pasado estaba limitada por la densidad de
energía que proporcionaba la fuente energética que alimentaba a la máquina.
El Órgano de Catedral había utilizado un proceso de fusión de alta densidad,
lo que le había permitido proyectarse a cien años en el pasado. La tecnología
de fusión no estaba disponible en el mundo de principios de los setenta. Lo
más cercano sería un proceso de fisión de altas temperaturas, para el que los
cálculos indicaban que el alcance máximo sería de poco más de un tercio del
de fusión, es decir, a algún momento alrededor de finales de 1938 o principios
de 1939, suponiendo unos cuatro años para construir la máquina y los
componentes para el portal de regreso.
El período anterior a esa fecha estaría «congelado», sería inaccesible, y
por tanto inmune a toda alteración. No se podrían cambiar las cosas que ya
habían ocurrido en el mundo: Hitler establecido en Alemania; la anexión de
Austria y las ocupaciones de Renania y Checoslovaquia; Múnich; la guerra
Civil Española; Mussolini controlando Italia; Abisinia; la guerra Sino-
Japonesa en Manchuria. No había forma de evitar nada de todo eso.

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Cada día perdido congelaría otras veinticuatro horas de sucesos del
pasado en forma de una secuencia de historia inalterable. El presidente
Kennedy ordenó el lanzamiento inmediato de un programa de urgencia, y la
misión Proteo partió según lo previsto cuatro años después, en 1975.

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—¡Una historia asombrosa! —exclamó Anthony Eden cuando Bannering


terminó de describir las actividades de inteligencia que habían conducido a
Proteo. Eden, vestido de manera inmaculada, como habituaba, con un traje
negro de tres piezas de punto de espina y el bombín que se había convertido
en un símbolo tan conocido como el paraguas de Chamberlain, continuó
mirando por la ventanilla del taxi durante unos instantes. La maraña del
tráfico en Trafalgar Square se desenredó por propia iniciativa bajo la seria
dirección de un bobby con mostacho de morsa, casco puntiagudo y chaquetón
de cuello alto, y el taxi se puso en marcha otra vez.
—¿Y qué ocurrió con la predicción de Heydrich de que se llegaría a la
Luna en 1968? —preguntó—. ¿Lo consiguieron?
Bannering hizo un gesto negativo con la cabeza.
—El programa espacial nazi se encontró con dificultades, principalmente
debido a una carencia de innovaciones, como se había predicho. Ya habían
gastado todo el capital del «préstamo». América, por otro lado, tuvo una
enorme afluencia de emigrantes con talento procedentes de todo el mundo y
reinvirtió esos beneficios. Ambos bandos pusieron en órbita estaciones
espaciales tripuladas con presencia permanente en el mismo año, 1970. De
hecho, los Estados Unidos empezaban a llevar la delantera en un cierto
número de campos para entonces.
—Pero no lo suficiente para evitar una confrontación tarde o temprano —
dijo Eden.
—Mantendría a los dictadores a raya durante un tiempo, pero superaban a
los Estados Unidos en fuerza bruta y además controlaban una inmensa
proporción de los recursos globales. Estaba claro que cuando se dieran cuenta
de que según pasaba el tiempo la ventaja tecnológica ya no estaba de su
lado… —Bannering hizo un gesto fatalista y dejó la frase inconclusa.
Eden se pasó un dedo por su denso bigote.
—No sé, eso de mandar a un hombre a la Luna… suena a las historias de
H. G. Wells que le gustan a Winston. ¿Es posible de verdad, en tu opinión?

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—Oh, sí —le aseguró Bannering—. De hecho, en el mundo del que
procede originalmente Kurt se hizo. Y estoy seguro de que la Norteamérica
que conocí también hubiera sido capaz de hacerlo con el tiempo, si no se
hubiera visto obligada a dedicar el esfuerzo nacional a la defensa y a ponerse
a la altura militar de los nazis.
—¿Lo hicieron? ¿Quiere decir que de verdad fueron hasta allí… que
pusieron un hombre en la Luna?
—Sí, a finales de los setenta.
—¡Increíble! ¿Y qué encontraron allí?
—Un montón de piedras y polvo. En realidad ése no es mi departamento,
Tony. Deberías preguntarle a Kurt cuando vuelva si te interesa el tema.
Siempre está dispuesto a hablar de cosas como esa… bueno, al menos lo
estará si las preguntas de Lindemann no lo han vuelto loco a estas alturas.
Kurt Scholder había partido bajo un seudónimo apropiado con Lindemann
para ver algunas de las investigaciones de defensa que se llevaban a cabo en
los laboratorios de Oxford, Cambridge y Edimburgo, y también algunas de las
instituciones gubernamentales con las que Lindemann tenía contacto.
Scholder tenía la esperanza de conocer a algunos de los más afamados físicos
de la época, como Erwin Schrödinger y Max Born, cuyas huidas había
organizado Lindemann hacía unos años durante sus visitas a Alemania.
Winslade había salido del hotel con Bannering y Eden, pero lo habían
dejado en Westminster para recoger a Churchill, quien tenía concertada una
entrevista privada con el primer ministro Chamberlain con el objetivo de
convencerle de la gravedad de la situación en Europa y para rogarle que se
hicieran más esfuerzos destinados a reforzar las fuerzas armadas y la
industria. Todos los que estuvieron en la reunión del Dorchester estuvieron de
acuerdo, pese a todo, en que no podían arriesgarse a hacer partícipe a
Chamberlain de la Operación Proteo por ahora. Muchos miembros de los
estratos superiores de la sociedad inglesa eran simpatizantes de la causa nazi
y estaban ciegos a la amenaza que representaba, y las verdaderas lealtades e
ideas de Chamberlain eran inciertas. No había forma de decir a quién podría
llegar esa información si se la decían, y el riesgo de una filtración hasta Berlín
era lo último que el equipo podía permitirse.
En julio, el portal de regreso que se construía en Nueva York estaría
operativo, poniendo a la actual Administración Roosevelt en contacto con el
presidente Kennedy y el grupo de operaciones especiales que aguardaba en
1975. Llegado ese punto, el objetivo primario del equipo Proteo se habría
cumplido, y lo que ocurriera después estaba más allá de su control. Su

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objetivo, mientras tanto, era mejorar la situación de Inglaterra para el esfuerzo
bélico de la mejor manera posible. Con ese fin, Eden había estado ocupado
para conseguir el apoyo de las principales figuras públicas que habían hablado
a favor de más firmeza y mejores medidas de defensa, tales como Lord Cecil
y Lord Lloys, Sir Robert Horne y los señores Grigg, Boothby y Bracken,
mientras que Duff Cooper se reunía con los editores para pedir una nota de
mayor urgencia en la prensa popular. Churchill mismo había aceptado la tarea
de enfrentarse directamente a Chamberlain y a otros ministros del gabinete.
Winslade llevaría a Churchill a almorzar al Athenaeum Club, donde se
reunirían todos para comparar notas sobre los esfuerzos de esa mañana.
Tenían tiempo antes de la cita en el Athenaeum, así que Bannering sugirió
tomar un aperitivo en un pequeño pub de Cockspur Street del que era cliente
habitual en su vida anterior en Londres. Eden estuvo de acuerdo y el taxista
los dejó en el lugar con un gorjeante «Gracias, jefe» cuando Bannering añadió
propina a la carrera. No estaban lejos del Ministerio de Asuntos Exteriores, y
cuando empezaron a caminar, Bannering volvió a adoptar el hábito de
escudriñar las caras de los transeúntes.
—No tienes que preocuparte por eso esta semana, Arthur —dijo Eden,
sonriendo, cuando se percató—. No estás aquí.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Debido a una incontenible curiosidad me tomé la libertad, me temo, y
comprobé ciertos detalles con un amigo mío del ministerio que trabaja con
Halifax —dijo Eden. Lord Halifax era el ministro de Exteriores desde la
dimisión de Eden hacía un año, en febrero de 1938—. Sí, trabajas aquí, en el
D14 bajo la autoridad de Saunders-Blekinson, tal y como dijiste.
—Bueno, me alegro de oírlo —replicó Bannering con sólo una pizca de
indignación en la voz.
—Pero esta semana te han enviado a París para ver a la gente de Bonnet.
¿Te has olvidado de eso?
Bannering frunció el ceño, pensativo, durante un segundo y entonces
asintió:
—Sí, es cierto… tenía algo que ver con el asunto ese del Acuerdo de
Amistad Franco-Germana. ¿Me fui esta semana?
—Sí. No está previsto que vuelvas hasta el sábado.
Hubo un momento de silencio.
—Sabes, Tony, no estoy seguro de si llego a creerme todo esto.
Entraron en el pub y subieron por una escalera corta hasta la sala de
arriba. Eden compró dos ginebras en la barra, y las llevaron a una mesa

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situada en el rincón más alejado, a salvo de oídos inquisitivos gracias a una
mampara de madera con grabados y a las macetas de plantas.
—Nunca antes había estado aquí —dijo Eden cuando se sentaron—. Es un
lugar bastante agradable, sí.
El Acuerdo de Amistad Franco-Germana había sido ratificado en
diciembre. Mediante ese acuerdo, Alemania esperaba debilitar la alianza de
Francia con Inglaterra; Alemania había aislado a Polonia de sus lazos con
Occidente mediante un pacto de no agresión en 1934. Pero Eden dudaba
mucho de que esos sagrados pedazos de papel, solemnemente consagrados en
ritual delante de pueblos confiados, como si fueran las mismísimas tablas de
la ley, significaran mucho en realidad.
—No hay nada que importe demasiado —había dicho lord Balfour en una
ocasión—. Y pocas cosas tienen la más mínima importancia.
—¿En qué piensas? —dijo Bannering, mientras observaba su rostro.
Eden rebuscó en su mente algo diferente de lo que hablar.
—La noche pasada en el piso de Winston… empezasteis a contarnos algo
sobre los comienzos de Hitler —dijo—. Pero entonces llegó Randolph y nos
pusimos a hablar de otra cosa. Estábamos hablando de Versalles…
Bannering asintió. Dio un trago y dejó la bebida sobre la mesa.
—No parece que hayamos aprendido mucho en los últimos dos mil años.
Los romanos no hubieran cometido los mismos errores.
—Sí, también he leído a Maquiavelo —replicó Eden.
—Los romanos tenían una política muy simple a seguir con los enemigos
conquistados: o bien eran muy generosos con ellos o bien eran muy severos.
O bien instalaban a los reyes derrotados en palacios con esclavos, caballos,
guardias y más poder del que habían soñado que pudieran tener en sus propios
dominios, obteniendo de esta forma férreos defensores que siempre serían
leales a Roma, o se libraban de ellos de forma permanente, junto con la mayor
parte de sus familias y seguidores. El razonamiento que hay detrás de esta
forma de actuar era que cualquiera que tuviera razones para guardar rencor a
Roma no debería quedar en una posición de fuerza suficiente para hacer nada
para ajustar las cuentas. Con Versalles y posteriormente, los Aliados
quebraron todas las reglas, no sólo dejando enemigos fuertes con rencores
enconados, sino que además cedieron su poder para defenderse a sí mismos.
—Las indemnizaciones eran un concepto equivocado desde el principio
—dijo Bannering—. No se puede cubrir el coste de una guerra mediante el
saqueo en estos días. Las economías industrializadas modernas son
demasiado interdependientes. Todo lo que se consiguió fue mandar la

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economía mundial al infierno. América recuperaba solamente una quinta
parte de lo que daba a Alemania como préstamos de alto riesgo.
—Mucha gente lo sabía entonces —concedió Eden—. Pero nadie tenía el
valor de decírselo al electorado que había aguantado cuatro años de guerra y
exigía venganza.
Bannering asintió:
—Pero el mayor error fue dejar la estructura de poder alemana tradicional
intacta, controlada por conservadores y monárquicos que jamás aceptarían el
régimen que Occidente intentaba imponer. Los ingredientes para una
revolución estaban presentes desde el principio. Hitler vio una vía hacia el
poder. Y Supremacía vio un arma que lanzar contra Rusia.
Eden se reclinó en un asiento y miró con aspecto distante al techo.
—El impacto debió de ser sobrecogedor —musitó—. Imagínate a Hitler y
Goering entrevistándose con personas procedentes del futuro que les dicen
que quieren apoyar su causa. ¿Cómo reaccionaría alguien ante algo así?
Bannering hizo una mueca de sorpresa.
—Eh, bueno, tú deberías saberlo, Tony —dijo. Eden se rió, y terminaron
sus bebidas.
—¿Te hace otra? —preguntó Bannering.
Eden sacó el reloj del bolsillo de su chaleco y lo abrió.
—Sí, hay tiempo. ¿Por qué no?
—Esta vez pago yo. —Bannering se dirigió a la barra y al cabo de un
minuto regresó con dos vasos llenos.
—Así que Supremacía se adueñó de la primitiva organización de Hitler —
dijo Eden, incitando a Bannering a que continuara.
—Sí. Describieron las condiciones que los nazis tendrían que lograr para
hacerse con el poder en su siguiente intento. En esencia, se reducían a:
primero, la apariencia de legalidad… la revolución real tendría lugar sólo
después de asegurarse el poder mediante los medios constitucionales.
Segundo, el ejército estaría de parte de esa toma del poder, no contra ella. Y
tercero, necesitarían el respaldo activo de al menos una de las instituciones
respetadas del mundo de la banca y las finanzas. Los agentes de Supremacía
prácticamente dirigían el cuartel general en la Casa Parda de Múnich. Fueron
ellos los que planearon la organización y el reclutamiento, y concibieron el
estado nazi como estado dentro del estado, completo con sus despachos y
departamentos, listo para emerger de la noche a la mañana y reemplazar las
estructuras gubernamentales preexistentes cuando llegara el momento.

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—Cierto… así es exactamente como ocurrió —dijo Eden lentamente.
Reflexionó sobre lo que le habían contado hasta ahora—. Así que cuando
Müller dimitió como canciller y Bruening lo sucedió en 1930, Hitler se unió a
Hugenberg para impedir la coalición Bruening-Hugenberg que conduciría a la
estabilidad de la Europa de la que proviene Kurt. Tras eso, Bruening no pudo
lograr una mayoría que le permitiera gobernar, ¿cierto?
—Hubo elecciones interminables —dijo Bannering—. Los nazis ganaron
terreno al venderle al ejército visiones de grandeza restaurada y aterrorizaron
a la comunidad financiera con el fantasma de lo que ocurriría si los
comunistas se hacían con el poder.
—Debían tener a alguien infiltrado en el ejército, pese a todo —dijo Eden.
—Sí que lo tenían —confirmó Bannering—. Supremacía también estuvo
ocupada en Berlín, buscando contactos que pudieran manipular entre el
personal de Hindenburg. Su colaborador era la mano derecha del ministro de
Defensa Groener, Schleicher.
—Ah, así que Schleicher estaba implicado, ¿no? —Eden asintió
lentamente para sí mismo, como si eso explicara muchas cosas. El general
von Schleicher había tenido el control de la prensa respecto a los asuntos
concernientes a los militares. Era un intrigante nato, y a principios de los
veinte había conseguido sortear las restricciones impuestas por el tratado de
Versalles consiguiendo que oficiales de infantería mecanizada y de aviación
se entrenaran en secreto en Rusia.
—Los agentes de Supremacía le metieron a Schleicher en la cabeza la
idea de que podía deshacerse de Bruening y Groener al incorporar a la
Sturmabteilung, la Sección de Asalto de los camisas pardas, al ejército regular
y usar sus fuerzas combinadas para someter a los nazis y luego hacerse él con
el poder —explicó Bannering—. Schleicher arregló las cosas con
Hindenburg, y tras la desaparición de escena de Bruening y Groener, hizo que
Papen fuera canciller temporal mientras se eliminaban los últimos vestigios
del gobierno constitucional. Entonces Papen también fue dejado de lado.
—Dejando el camino libre a Schleicher, que a su vez sólo estaba ahí para
allanarle el camino a Hitler —completó Eden—. ¡Dios mío, vaya embrollo!
—Exhaló un largo suspiro y sacudió la cabeza con incredulidad.
—Oh, aún empeora más adelante —prometió Bannering—. Schleicher
aseguró a Hindenburg que sería capaz de formar un gobierno estable en
conjunción con una parte de los nazis que, según le habían dicho a Schleicher
seguirían a Strasser cuando éste se separara de Hitler. Pero todo el asunto con
Strasser[6] era una farsa diseñada para tenderle una trampa a Schleicher. Los

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nazis no se dividieron, la situación que Supremacía quería provocar llegó a la
madurez con traiciones floreciendo por todo Berlín y enemigos que salían de
hasta debajo de las piedras para atacar a Schleicher por todos los flancos.
Dimitió a finales de enero del 1933, e Hindenburg le dio el puesto a Hitler
después de que Blomberg[7] confirmara el apoyo del ejército. Pero Blomberg
también había sido engañado. Creía que los nazis sólo serían una medida
temporal para lograr la unidad apelando a los sentimientos nacionalistas
populares.
Eden se recostó contra el respaldo de su asiento mientras recordaba lo que
había sucedido después de que Hitler fuera nombrado canciller, y que la
maquinaria que aguardaba oculta en la oscuridad fuera traída al frente y
desvelada. Todos los aparatos del estado, la prensa, la radio, la policía, fueron
subyugados y obligados por la fuerza a ponerse al servicio del Partido; toda
oposición a los nazis fue declarada ilegal, y aquellos que se negaron a
rendirse mansamente fueron sometidos mediante el terror. Los gobernadores
del Reich se hicieron cargo de los estados, centralizando el poder en
Alemania por primera vez en la historia y consiguiendo en dos semanas
aquello que ni Bismarck, el Káiser, ni la República de Weimar se habían
atrevido a intentar jamás. Los nazis se aseguraron una mayoría en el
Reichstag mediante el simple expediente de arrestar a los adversarios
potenciales; entonces esa mayoría se usó para pasar un decreto por el que se
le conferían poderes exclusivos al gabinete de Hitler. De esta forma, la
dictadura se instituyó de forma legal, con el consentimiento del Parlamento.
El primer campo de concentración se abrió en Dachau ese mismo mes.
Eden volvió a asentir para sí cuando un montón de piezas empezaron a
encajar súbitamente: la gran purga sangrienta de Hitler en 1934, por ejemplo,
que supuestamente se hizo para tranquilizar a los generales eliminando a los
extremistas que estaban convirtiendo la Sección de Asalto en un ejército
paralelo privado. Obviamente, el propósito real había sido el de eliminar a
Schleicher, Strasser y, sin duda, a muchos otros cuya utilidad ya había
terminado para Hitler y que sabían demasiado.
De esta manera, el escenario doméstico quedaba listo para los primeros
cañonazos de la política exterior nazi. Empezaron con una serie de
provocaciones para poner a prueba la firmeza de los Aliados; y sí, los Aliados
habían protestado y pataleado, pero no habían hecho nada en realidad. Sólo
Italia había hecho honor a su palabra cuando Hitler hizo su primer
movimiento arriesgado en el extranjero.

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—¿Y qué pasa con Austria en el 1934? —preguntó Eden—. Supongo que
se trataba de determinar a quién se podía intimidar y a quién no. Las personas
como Winston y yo se lo intentamos decir a la gente, pero no quisieron
escucharnos.
—Eso fue cuando Supremacía decidió que Mussolini tenía que ser
inducido a cambiar de bando —dijo Bannering.
—¿Supremacía también estuvo detrás de eso?
—Por supuesto. Le vendieron a Mussolini la idea de invadir Abisinia y
convertirse en otro César. En realidad lo enviaban como sonda para ver cómo
reaccionarían Inglaterra y la Sociedad de las Naciones ante una agresión sin
que mediara provocación previa. El resultado les dijo muchas cosas.
—Y luego, Renania, ¿eh? —dijo Eden.
Bannering resopló con desdén.
—Hitler estaba aterrorizado. Dio órdenes secretas a las tropas para que
salieran corriendo a la menor señal de problemas por parte de los franceses.
Sólo accedió a hacerlo cuando Supremacía lo amenazó con librarse de él y
empezar de cero con otro si no lo hacía. Todas esas habladurías posteriores
sobre su voluntad de acero y cómo puso firmes a los generales y los sometió a
su antojo son puras patrañas e invenciones.
Entonces se anexionó Austria, seguida de los Sudetes y Checoslovaquia
tras el pacto de Múnich. Y Ribbentrop había comenzado la ahora ya familiar
ofensiva diplomática contra Polonia por el puerto de Danzig, y contra
Lituania por Memel.
Súbitamente, Eden se sintió agobiado por la tarea que le esperaba.
Durante años, ese horrible leviatán se había arrastrado pesadamente por su
camino, guiado por el genio malvado y la ciencia pervertida de una época que
Eden era incapaz de imaginar. ¿Cómo podían esperar ellos, unos pocos,
detenerlo simplemente un instante, por no hablar de derrotarlo? Incluso con la
máquina de Nueva York en funcionamiento para julio, ¿de qué les serviría la
ayuda de 1975 cuando los nazis tenían acceso a la tecnología de 2025?
En cualquier caso, quedaba poco tiempo. Eden y sus colegas sabían que la
conflagración que conduciría al derrumbe de Francia e Inglaterra y al fin de la
Europa civilizada había empezado ese mismo año, 1939, con el ataque alemán
contra Polonia en la última semana de agosto. Por eso mismo, el grupo de
Winslade había venido directamente a Inglaterra sin esperar a que la máquina
de Nueva York estuviera terminada.
Bannering vio la mirada de desolación que se adueñaba de los ojos de
Eden y adivinó lo que le pasaba por la cabeza. Vació su vaso y lo dejó sobre

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la mesa.
—Vamos, Tony —dijo con voz mesurada—. Será mejor que nos
pongamos en camino.
Churchill también parecía abatido cuando se reunieron con él y Winslade
quince minutos más tarde en el Athenaeum. Eden preguntó cómo había ido el
encuentro con Chamberlain.
—Todavía no sé si ese hombre es sincero o sólo mantiene una fachada
leal para aquellos que todavía creen que Hitler los protegerá —dijo Churchill
—. Pero en cualquier caso, no conseguí hacerle comprender. Sigue insistiendo
en que tiene una buena relación con los dictadores, y que por tanto la guerra
es impensable. Está seguro de su capacidad para juzgar a las personas y cree
que Hitler es de fiar.
—¿Y cuando le recordaste las acciones de Hitler en el pasado? —
preguntó Winslade.
Churchill suspiró e hizo un gesto de abatimiento con la cabeza mientras
comenzaba a comer.
—Me encontré con una muralla de ceguera defensiva. No ve las cosas en
los mismos términos que nosotros.
Hubo un silencio breve pero ominoso.
—¿Y entonces? —preguntó Bannering para que prosiguiera.
Churchill terminó de masticar y tomó un sorbo de vino.
—Me atreví a hacer una demostración de presciencia, lo que espero que
no demuestre que mi confianza en ustedes, caballeros, esté mal
fundamentada. Profeticé que Hitler invadiría el resto de Checoslovaquia en un
mes y que dejaría claro que todas las piadosas palabras de Múnich fueron un
montón de paparruchas sin valor alguno. —Eso, por supuesto, es lo que había
ocurrido en la historia del mundo de Proteo.
—Bien —dijo Winslade, asintiendo—. ¿Y cuál fue su reacción?
—Dijo —replicó Churchill— que tal cosa era impensable porque Hitler le
había dado su palabra personal al respecto. Danzig y Memel son las últimas
reclamaciones territoriales de Alemania en Europa.

Ocurrió en el plazo de un mes tal y como Churchill había predicho ante


Chamberlain.
Los nazis incrementaron la presión sobre los restos tambaleantes de
Checoslovaquia y en las primeras semanas de marzo coaccionaron a
Eslovaquia a proclamar su independencia. Su anciano presidente, el doctor

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Hacha, fue convocado a Berlín y obligado a hacer una petición pública de
ayuda al Reich alemán. Las tropas alemanas que ya estaban congregadas en
masa en la frontera entraron al instante para proporcionar «protección». El 15
de marzo, tras una entrada triunfal en Praga, que Hitler sostenía que el
Acuerdo de Múnich le había arrebatado, también añadió Bohemia y Moravia
al Protectorado del Reich. No quedó nada excepto la diminuta Rutenia,
antiguamente el extremo más oriental de Checoslovaquia, que se proclamó
independiente bajo el nombre de República Cárpato-Ucraniana. Duró
veinticuatro horas antes de ser invadida y anexionada por Hungría, a quien
Hitler se la había «concedido».
En su discurso ante la Cámara, Chamberlain expresó su pesar, pero
mantuvo que la garantía dada a Checoslovaquia en Múnich ya no era válida
porque se había dado para una agresión externa, mientras que el estado al que
había sido dada había dejado de existir por sus propios procesos internos. El
mundo se mofó de Chamberlain.
El grupo Churchill-Winslade aceptó con pesar que no verían ningún
cambio en las actitudes de Chamberlain. Se prepararon con desprecio
anticipatorio para el discurso que daría Chamberlain en Birmingham el 17 de
marzo. Pero algo inesperado sucedió. Un hombre muy diferente fue el que
habló en Birmingham, un hombre cuyos autoengaños e ilusiones se habían
derrumbado en algún momento de las cuarenta y ocho horas pasadas desde
sus palabras ante la Cámara y al que no le gustaba lo que veía con claridad
por primera vez. Dejando a un lado el discurso preparado sobre asuntos
domésticos que había hecho en el mundo de Proteo, Chamberlain condenó
rotundamente las últimas atrocidades, arremetió contra Hitler en persona por
su quebrantamiento de promesas personales, y concluyó acusándolo de tener
como meta poco menos que la dominación global. Dos días antes, en el
Parlamento, Chamberlain había dicho: «No dejemos que nos desvíen de
nuestro curso». ¡Vaya giro de 180 grados!
El equipo Proteo podía señalar al menos un cambio en el ámbito de la
política internacional que se debía a su intervención. Pero contemplado contra
la enormidad de todo lo demás que seguía sin cambiar y las cadenas de
acontecimientos que conducían inexorablemente hacia agosto, el resultado de
los esfuerzos parecía patéticamente diminuto.
Días más tarde, en marzo, las tropas alemanas ocuparon Memel.
A finales de mes, Inglaterra y Francia anunciaron una garantía de
protección para Polonia.

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Una de las razones por las que Cassidy disfrutaba de estar en 1939 era que
tenía una prometida en su propia época. Su nombre era Gwendolen. Era
arrebatadoramente hermosa, de cuerpo esbelto, de noble porte, de carácter y
mente virtuosos, cultivada, sofisticada, sensible y encantadora… la
combinación perfecta de amante, camarada, confidente y compañera para toda
la vida. Cassidy no la aguantaba: la parte de «compañera para toda la vida» le
preocupaba, y descubrió que le aterrorizaba la imagen de respetabilidad
forzosa que venía con el lote. Pero su familia había ganado millones con los
fertilizantes químicos, una parte considerable de los cuales pasarían a ella
gracias a un fondo de fideicomiso que se le entregaría el primer día del año
siguiente. Mientras tanto, un mundo anterior a los nazis parecía un buen lugar
para quitarse de en medio.
—Verás, Harry, todo es cuestión de pensar de forma analítica y ser
objetivo —dijo Cassidy. Ferracini estaba colocando otra sección de cableado
para el condensador. Cassidy se encorvó para examinar el ajuste, mordisqueó
enfurecidamente su bigote descuidado mientras entrecerraba los ojos para
seguir la alineación, se dio por satisfecho y alargó la mano hacia la caja de
fijaciones—. Tienes que pensar de manera científica con ese tipo de cosas.
Cuando terminemos el trabajo y volvamos a casa, FDR y JFK habrán
ingeniado una forma para cambiar la historia, Hitler no habrá ocurrido, y
nosotros nos desentenderemos de todo porque ya no habrá ningún ejército.
Entonces habrá campanas de boda y todo eso, y os enviaré unas cuantas fotos
del yate desde las Bahamas. —Se rió con regodeo.
Ferracini dio un par de golpes suaves sobre el ajuste con un martillo de
cabeza blanda.
—¿Ah, sí? Si crees que tanto van a cambiar las cosas cuando volvamos,
entonces ¿qué te hace pensar que estarán justo como a ti te interesan? Por
todo lo que sabes, puede que ella ni sepa que existes cuando vuelvas. ¿Y qué
dice la objetividad científica acerca de eso?

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—No es problema —dijo Cassidy encogiéndose de hombros con
indiferencia—. Yo la sigo conociendo, ¿no? Pues la busco, la encuentro, le
hago mi numerito encantador y ya estamos como antes. ¿Qué pasa contigo,
Harry? Sabes, a veces parece que vas por ahí buscando problemas que
inventarte.
—Pero al menos yo soy consistente —restalló Ferracini—. Hace un mes
me decías que las cosas no podían cambiarse tan fácilmente, que quizá éste
sería un buen lugar donde quedarse. Y ahora es al revés. Sabes, Cassidy, ése
es uno de tus problemas… eres inconsistente. ¿Cómo se supone que se puede
hablar con alguien que siempre es inconsistente?
—Pero tienes que admitir que soy consistente en mi inconsistencia —dijo
Cassidy. Ferracini suspiró y se volvió para coger la siguiente sección de
cableado.
Paddy Ryan, el más veterano de los tres sargentos de la misión, miró por
encima del hombro hacia abajo desde la escalera a la que estaba subido.
Estaba colocando tuberías en la estructura que tenía encima de su cabeza. Era
bajo y ancho, de rostro enrojecido, redondo y arrugado y de pelo lacio y
castaño que llevaba peinado de manera conservadora con raya a la izquierda.
—Ah, con la suerte que tiene Cassidy, todo es posible. Incluso si
volvemos y nos encontramos con que nada ha cambiado, y la Gran Guerra
estalla de todas formas, seguro que sobrevive a la guerra y encuentra el modo
de usar sus ganancias. Mira lo de la otra noche… dos fules y un color en tres
manos… ¿quién ha visto una suerte así?
—Como dije, tienes que enfocar las cosas de manera científica —dijo
Cassidy.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Ryan.
—Que hace trampas —respondió Ferracini.
Oyeron un sonido de pisadas que procedía de detrás de una batería de
condensadores en la parte trasera, donde Floyd Lamson, el tercer sargento,
soldaba más componentes estructurales entre lluvias de chispas y destellos
intermitentes de luz. Un momento después, la delgada figura de cabello gris
de Anna Kharkiovitch apareció, vestida con un abrigo de trabajador de
almacén y acarreando una caja. Depositó la caja en una mesa de trabajo junto
a la pared y empezó a sacar válvulas hidráulicas, potenciómetros y otros
componentes.
—¡Eh! —siseó Cassidy—. La oferta sigue en pie. Podemos irnos de fiesta
a la ciudad esta noche, por si cambias de opinión.

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Anna sonrió sin dejar de atender a lo que estaba haciendo y replicó sin
volver la cabeza:
—Tch, tch, qué impetuosidad… y en un hombre adulto, encima. Debería
aprender a controlarse mejor, sargento Cassidy. Entonces, a lo mejor, podría
ver si tengo un hueco libre en la agenda. Pero es difícil con tantos
admiradores, como comprenderá.
—¡Me batiré con todos ellos!
—Oh, cielos, ¡qué galante!
—Y entonces te dejará plantada —dijo Ryan—. Ya tiene a otra, con
mucho dinero, ¿sabes? Las engaña a todas.
—¡No puede ser cierto! ¡No del gallardo sargento Cassidy!
Trabajaron en silencio durante algún tiempo. Entonces Ryan dijo:
—Empieza a parecer como si hubiera otros a los que tampoco va a seguir
engañando alegremente como antes a partir de ahora. Claud y los tipos que
están en Inglaterra están empezando a hacer que esos ingleses reaccionen de
una vez. Primero fue el Chamberlain ese que de repente va y llama a Hitler
mentiroso redomado delante de todo el mundo hace un par de semanas. Y
luego los británicos y los franceses plantan cara a los alemanes y les dicen
que Polonia ni tocarla o habrá bronca. Y ahora se dedican a repartir acuerdos
de protección a diestro y siniestro a todo el que quiera aceptarlos. Parece que
no pinta del todo mal.
En la primera semana de abril, mientras Churchill protestaba por lo
desperdigada que estaba la flota británica del Mediterráneo, los italianos
habían desembarcado en Albania y habían conquistado rápidamente el
diminuto país. Francia e Inglaterra ofrecieron acuerdos conjuntos de
protección inmediatamente a Grecia y Rumanía.
—Ya ves, Harry, las cosas están cambiando —dijo Cassidy—. Incluso
puede que no haya ninguna guerra en agosto. Dentro de tres meses estaremos
trayendo bombas por aquí de parte de JFK y vamos a enviar a Hitler y a todos
los fascistas al infierno a base de explosiones nucleares, y entonces podremos
volver a casa. —Ladeó su gorra hacia atrás y se rascó su desgreñado pelo
rubio mientras examinaba críticamente su obra—. O al menos eso es lo que
haría yo si de mí dependiera —dijo a quien quisiera oírlo.
Ferracini meneó la cabeza mientras comenzaba a colocar los remates de
las conexiones en su sitio.
—No puedes pretender que todo lo que veas en los periódicos se deba a
Claud y a sus colegas —dijo—. La mayor parte de las cosas ocurrieron así en
nuestra historia, digas lo que digas.

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—Harry tiene razón —dijo Anna—. La protección a Polonia y las otras
también se concedieron en nuestro mundo. No son algo nuevo, no son algo
que podamos afirmar que hemos instigado nosotros.
Cassidy resopló, pero se quedó callado por una vez. Ryan bajó de la
escalera para estudiar un diagrama y recoger unas cuantas piezas más.
—No tiene sentido —dijo—. Si la gente rica de allí estaba contenta de que
Hitler fuera contra los rusos, ¿por qué iban a dar protección a esos países?
¿Por qué iban a querer todo ese rollo de comprometerse que dice que se van a
involucrar si hay problemas?
—Por la presión de la opinión mundial después de Múnich —replicó
Anna—. En nuestra historia, estaban preparados para arriesgarse a una guerra
de mentirijillas para que pareciera que estaban dispuestos a hacer un intento
de verdad para detener a Hitler. Cuando fracasara, podrían decir que lo habían
intentado. Pero, por supuesto, les salió el tiro por la culata. —Dijo las
palabras con una sombría satisfacción que no pudo reprimir del todo. El país
que iba a ser despedazado, después de todo, era el suyo.
—Haces que parezca que sabían que iba a fracasar —comentó Ryan.
—Por supuesto que lo sabían —dijo Anna—. Todo estaba acordado entre
los nombres más poderosos de las aristocracias occidentales. ¿De qué crees
que se trataba en realidad cuando Ribbentrop hacía esos viajecitos a Londres
y París…?, ¿para ser la querida de los capitalistas de Mayfair[8]? —Hizo una
mueca como si tuviera mal sabor de boca—. Por eso Hitler pudo permitirse
estar tan seguro de que tenía libre el camino hacia Rusia. Sabía que sólo se
encontraría con una oposición simbólica… una farsa para guardar las
apariencias.
Anna jamás había hablado de sus experiencias en Rusia durante el ataque
alemán y japonés. Según la observaba, Ferracini tuvo la impresión de que el
rostro de determinación y dureza que veía era una máscara adquirida en años
posteriores, y que los contornos que había debajo todavía tenían el recuerdo
de una cara más joven y dulce. Le recordaba a otra mujer que había visto
antes en otro lado… la antigua maestra de escuela de Liverpool que habían
llevado a Norfolk en submarino. Había sido su última misión europea antes de
Proteo. No podía recordar su nombre.
—Así que sigue ocurriendo, en este mismo instante —dijo Ferracini con
una voz extrañamente átona—. Al otro lado del océano… sigue habiendo
gente de nuestro bando que no quiere que Hitler sea detenido. Hemos vuelto
justo en el momento en que todo comenzó. —Nunca antes le había golpeado
la idea con tal fuerza.

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—Por eso Claud y el resto del equipo Rey están allí —dijo Anna—. Así
que esperemos que pronto veamos más cambios aparte de los discursos.
Tras ellos, Cassidy emplazó en su sitio la última barra de refuerzo de la
estructura completa.
—Sigo diciendo que deberíamos bombardearlos con armas atómicas hasta
que no quede ninguno —murmuró, y encajó la barra con un martillazo.
El teléfono de la oficina principal sonó, y Ferracini fue a cogerlo. Le
saludó la voz del comandante Warren, hablando en tono calmo pero con
urgencia:
—Vente aquí con Cassidy ahora mismo, pero aparentad normalidad.
Tenemos invitados no deseados. Que los demás permanezcan a la espera en
condición Zorro en caso de que haya problemas.
Ferracini dio confirmación de haber entendido las órdenes y el teléfono
quedó en silencio.
—El comandante Warren —anunció mientras colgaba el auricular—.
Puede que haya problemas. Alerta Zorro. Cassidy, quiere que nos
presentemos tú y yo ahora mismo, pero con normalidad.
Mientras Cassidy y Ryan dejaban sus herramientas, Ferracini sacó un Colt
del 45 de una caja de herramientas situada a su lado y lo metió dentro de su
mono de trabajo. Rodeó la batería de condensadores del fondo donde
trabajaba Floyd Lamson. Lamson bajó el soldador y miró a Ferracini con
extrañeza.
—Alerta Zorro —le dijo Ferracini, y pasó de largo en dirección a la parte
delantera del edificio. Mientras tanto, los demás habían sacado sus armas y se
preparaban para adoptar las posiciones asignadas. Ryan y Anna cubrieron una
de las dos puertas que atravesaban la muralla de contenedores y fardos que
ocultaba el área de trabajo; Lamson fue hacia la otra puerta a esperar la
llegada de Gordon Selby, que estaba descansando en la sección posterior con
el capitán Payne. Ferracini y Cassidy se dirigieron al área frontal del almacén.
Mortimer Greene, en mangas de camisa y chaleco, como era habitual, se
enfrentaba a cuatro hombres en el exterior de la plataforma de carga sobre el
muelle donde había aparcados dos camiones. La figura alta y de barbilla sin
afeitar del comandante Harvey Warren, erguida e inconfundiblemente militar
pese a los pantalones marrones de pana, su suéter verde abolsado y gorra de
cuero, permanecía unos pasos por detrás, por fuera de la puerta abierta de la
oficina desde la que había telefoneado. Al otro lado del área de aparcamiento
bajo el muelle, uno de los portones estaba abierto y se podía ver lo que
parecía un Buick negro aparcado en el exterior.

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Uno de los hombres se ocupaba de la conversación y parecía ser el que
estaba al mando. Tenía unos rasgos flácidos, parecía sudoroso y tenía labios
carnosos, una nariz ancha y ojos oscuros y sardónicos, que, de alguna manera,
recordaban a los de un pez. Vestía de forma ostentosa con un sombrero gris
claro con una banda brillante, un abrigo de piel de mapache, bufanda de seda
y zapatos de piel de cocodrilo. Los otros tres, que estaban a un par de pasos
por detrás, eran grandes, de hombros anchos y más o menos todos vestidos de
manera uniforme en variaciones de trajes de chaqueta cruzada y sombreros de
fieltro. Uno de ellos, que masticaba chicle, giró la cabeza una fracción de
segundo para examinar con los ojos a Ferracini y Cassidy de arriba abajo
cuando aparecieron desde el fondo del almacén, y luego apartó la mirada, sin
dejar de batir su mandíbula de manera indiferente. Greene tenía los labios
tensos y parecía enfadado. Warren examinaba a los visitantes de arriba abajo
con el tipo de escrutinio que dedicaría a una formación de soldados,
evaluando la posible oposición.
—Ésta es una zona peligrosa, toda la parte de los muelles —decía Labios
Gordos, manteniendo una mano en el interior de su abrigo y gesticulando con
el puro que sostenía en la otra. Hablaba con un tono cansino y aburrido,
mientras su mirada vagaba de aquí para allá, examinando lo que podía ver del
almacén—. Ocurren accidentes todo el rato por aquí… y de los malos de
verdad. Hay todo tipo de cosas almacenadas en los muelles, ¿saben a lo que
me refiero? Materiales peligrosos, como aceite, pinturas, gasolina… —
Sacudió la cabeza con tristeza y dejó caer casi dos centímetros de ceniza al
suelo—. ¿Ve a lo que me refiero, papaíto? Puede ocurrir en cualquier lado, en
cualquier momento. Un sitio como éste podría quedar arrasado. Y eso sería
una verdadera lástima, ¿no?… todo ese material… esos camiones de ahí… un
montón de dinero perdido.
La cara de Greene, e incluso su calva coronilla, palidecieron. Su bigote
blanco pareció erizarse con vida propia.
—¿Cuánto? —preguntó secamente. Ferracini vio la mirada en los ojos de
Cassidy durante un instante. Estaba claro que Cassidy seguía siendo partidario
de bombardearlos con armas atómicas. Pero la disciplina militar prevaleció.
—Bueno, por un sitio como éste… —Labios Gruesos volvió a mirar a su
alrededor y gesticuló descuidadamente—. Digamos, doscientos al mes…
seguro contra incendios con el plan de protección especial contra incendios
provocados. Lo necesitará, papaíto; como he dicho, hay mucho chalado suelto
por esta zona.

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Greene inhaló larga y profundamente, aguantó el aliento durante unos
segundos y luego exhaló bruscamente y asintió:
—Muy bien, de acuerdo. Y ahora, fuera. Estamos perdiendo el tiempo.
Labios Gruesos volvió la cabeza momentáneamente en dirección a sus
tres matones uniformados y señaló a Greene con un gesto de aprobación.
—Eso es lo que me gusta ver… a uno que se comporta de forma
inteligente. Comportarse de forma inteligente y cooperar puede que incluso
conlleve un descuento, más adelante.
—Salgan de aquí —repitió Greene. Su rostro empezaba a enrojecerse.
La expresión de Labios Gruesos se endureció y su aire pretencioso se
evaporó.
—El primero de cada mes —restalló—. Uno de los chicos se pasará a
recoger el dinero. Y nada de cosas raras, papaíto… los accidentes también le
ocurren a las personas por aquí, no sólo a los almacenes. —Con eso, asintió
hacia su cohorte y atravesaron la plataforma de carga y bajaron el corto tramo
de escalones metálicos. Salieron por la puerta y la cerraron. Segundos después
llegó un sonido de portazos de cuatro puertas de coche y el de un motor al
arrancar.
Todavía respirando pesadamente, Greene se volvió hacia los demás y pasó
atropelladamente hacia la oficina, dando un portazo al cerrar. Oyeron al coche
ir marcha atrás, pararse, y volver a ponerse en marcha. Ferracini se relajó.
Cassidy parecía que iba a estallar.
—¿Se supone que tenemos que quedarnos de brazos cruzados cuando
vienen esos desgraciados y le hablan de esa manera al jefe? —exclamó
hirviendo de furia y alzando los brazos en protesta—. Nos los podíamos haber
cargado. ¿Qué somos? ¿Una excursión de la guardería?
—El profesor tiene razón —le dijo Warren—. Sólo será un par de meses,
¿y qué importan unos pocos cientos de dólares, en cualquier caso? Los
problemas atraerían la atención. Y eso es justo lo que no queremos. —
Cassidy lo sabía. El estallido era sólo una manera de liberar la presión
acumulada. Asintió resignadamente y se volvió, dándose un puñetazo en la
palma de la mano.
—Dile a los demás que ya pueden dejar sus puestos —le dijo Warren a
Ferracini y luego se metió en la oficina para reunirse con Greene.
—Vamos, vaquero —dijo Ferracini—. Es hora de dejar de hacer el
gilipollas y volver al trabajo. —Rodearon una pila de cajas hacia una de las
puertas ocultas—. Mort dijo antes que si terminábamos el cuadruplexor

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podríamos tomarnos la noche libre. Quizá podamos presentarles a algunos de
los muchachos a Max y a sus amigos.
—Nos hemos cargado tipos peores que esos imbéciles con las manos
desnudas —gruñó Cassidy.
—Déjalo para la guerra de verdad, si es que ocurre —le aconsejó
Ferracini.

Esa tarde, Greene sólo admitió tres permisos entre el personal militar, y Floyd
Lamson fue con Ferracini y Cassidy al Final del Arco Iris, y también se
llevaron a Gordon Selby con ellos.
Para Ferracini, el entorno no se diferenciaba mucho de su hogar. Había
nacido a un par de kilómetros al norte, en Queens, y había crecido al otro lado
del río, en Hoboken. Mientras cruzaban el puente de Brooklyn en taxi, volvió
a asombrarle lo poco que se diferenciaba la silueta del Manhattan que
recordaba de la que contemplaba en ese momento. La mayor parte del
carácter arquitectónico de Nueva York procedía del boom de la construcción
de los años treinta, y nadie había tenido demasiados motivos o tiempo para
cambiarlo en los años siguientes mientras la conflagración al otro lado del
mar iba creciendo hasta convertirse en una catástrofe mundial.
Una rama de su familia se había establecido en Norteamérica en sucesivas
oleadas de emigrantes desde Italia durante las primeras décadas del siglo. Su
propio padre, que se trajo a su novia de toda la vida con él, cruzó el Atlántico
en los treinta, diez años antes del nacimiento de Harry. Había elegido emigrar
antes que ser reclutado para el ejército y que lo enviaran a lugares de los que
nadie había oído hablar a masacrar nativos indefensos para mayor gloria de
un patán presumido como Mussolini. Se casaron, y la familia ya contaba con
dos hijos y una hija cuando Harry llegó en 1947. Hacia ese entonces, su padre
había trabajado duro, era socio de un negocio ferretero boyante en Queens, y
se había convertido en un ciudadano norteamericano orgulloso y patriota.
Celebró su nueva ciudadanía dándole a su hijo un sólido nombre
norteamericano; no quiso nada de esos «Antonios» y «Romanos» que eran
legión entre las familias de sus parientes.
Pero Harry nunca conoció a sus padres. Su madre murió cuando le daba a
luz y su padre murió en un accidente eléctrico menos de un año después. Los
niños encontraron hogares en las familias de varios parientes, y Harry fue
criado por unos tíos suyos que vivían en Hoboken.

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Su tío Frank trabajaba como obrero especializado de la construcción, un
hombre araña que escalaba las estructuras, boxeaba en el gimnasio local; y de
vez en cuando ganaba trofeos y algo de dinero extra en los clubes del área. Le
enseñó a Harry que las personas tenían que estar preparadas para defenderse a
sí mismas y a las cosas que valoraban «porque siempre hay gente dispuesta a
quitarte lo que no pueden ganar honradamente, si se lo permites». Lo mismo
se aplicaba a los países, solía decir Frank. Si los Estados Unidos, Inglaterra y
Rusia, a lo mejor, hubieran tenido el valor de aliarse y luchar contra Hitler
mientras todavía quedaba una oportunidad, las cosas puede que no hubieran
acabado de la forma en que eran ahora. El padre de Harry siempre había
pensado lo mismo.
—Hubiera estado orgulloso de ti, Harry —le había dicho Frank cuando
Harry anunció, tras acabar la escuela, que iba a presentarse voluntario para el
ejército.
De muchacho, Harry recordaba contemplar las fotos de sus padres en la
casa de Frank, deseando que hubiera podido conocerlos. Intentó imaginarse la
vida que habían llevado en una Europa libre, y luego la llegada de la tiranía
que los había obligado a huir. Le entristecía pensar que tras tal esfuerzo y
sacrificio para encontrar la libertad de vivir sin que nada interfiriera y para
educar a sus hijos de la forma en que querían, hubieran vivido tan poco para
disfrutar de lo que merecían. Había culpado a los nazis, a los fascistas y a
todo lo que estuviera relacionado con ellos. Quizá por eso se había alistado en
el ejército.
El incidente que había presenciado antes le preocupaba. Le preocupaba
porque, por muy endurecedor que hubiera sido el espectáculo, no había nada,
hablando de forma realista, que hubiera podido hacer Mortimer Greene.
¿Significaba eso, entonces, que tampoco había nada que pudieran hacer las
democracias contra la extorsión de Hitler? Si era así, entonces la misión
estaba condenada de antemano al fracaso.
Ferracini nunca había visto anteriormente que la confianza ilimitada de
Winslade careciera de fundamento. Esperaba, más que nunca, que esta vez
tuviera razón. Pero seguía sin creerlo.

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El local de Max estaba lleno, y Janet iba a cantar esa noche. Jeff había
decidido tomarse algo de tiempo libre aparte de los libros y de sus amigos de
la universidad y había salido a la ciudad. Incluso se había puesto chaqueta y
corbata para la ocasión, y a pesar de su cara de lechuza, sus pesadas gafas y
su pelo rebelde, se las arreglaba para no parecer demasiado fuera de lugar. De
hecho, como admitía libremente para su propia sorpresa, se lo estaba pasando
bien. Uno de sus amigos de departamento en Columbia, un tipo llamado Isaac
Asimov, que tenía le esperanza de convertirse algún día en un famoso escritor
de ciencia ficción, había declinado la invitación a salir, diciendo que quería
trabajar en una nueva idea para una historia. Así que Jeff esperaba pasarse
una aburrida velada contemplando ruidosas exhibiciones de borrachos sin
nadie con quien hablar de cosas interesantes. Pero en vez de eso, había
conocido a Gordon Selby.
—Walter Zinn[9] ha estado haciendo un montón de experimentos, y un
tipo llamado Szilárd; Leo Szilárd, creo; también está metido —le dijo Jeff a
Selby. Estaban sentados a una mesa situada en uno de los rincones cerca de la
barra con Ferracini y Pearl. Cassidy y Floyd Lamson habían aprendido a
bailar el swing y estaban agitándose y gritando con un par de chicas en alguna
parte de la pista de baile llena a rebosar—. Szilárd es otro de esos húngaros
que se marcharon a Inglaterra, pero se vino aquí el año pasado. En cualquier
caso, usa una mezcla de radio y berilio como fuente de neutrones, y
bombardean óxido de uranio con esos neutrones.
—¿Y han encontrado neutrones de fisión? —preguntó Selby.
—Estoy seguro de que sí —asintió Jeff—. Oí algo sobre que Szilárd hizo
llamadas telefónicas a Teller y a Merle Tuve en Washington que sonaban
como si lo hubiera conseguido. Aparentemente, tienen que usar parafina para
decelerar los que llaman «fotoneutrones» de forma que pasen a ser «neutrones
termales».
Selby frunció los labios. Era delgado y moreno, de treinta y largos años.
El denso pelo que normalmente adornaba su cabeza con ondulaciones lo

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llevaba ahora más corto, al estilo de los treinta, y tenía una barba extensa pero
muy bien recortada. Tendía a mantenerse aparte y pasaba gran parte de sus
horas libres rondando por las librerías de Nueva York y las exposiciones de
arte. Ferracini tenía la idea de que Selby pretendía invertir en los artistas
cuyas obras estaban destinadas a obtener mejores precios en los años
venideros. Ese tipo de contrabando desde el pasado estaba prohibido, pero
Ferracini no veía razón para preocuparse en demasía por ello.
—Me sorprende que sepas tanto al respecto —le dijo Selby a Jeff—. No
me esperaría que también estuvieran involucrados los estudiantes.
Jeff Sonrió.
—Bueno, no exactamente oficial… sólo me intereso por el tema, supongo.
Y en una universidad grande… bueno, siempre hay alguien que te contará
cosas si te acercas a él de la forma adecuada. Los académicos no son grandes
partidarios de la censura.
—¿Has hablado mucho de esto con otras personas? —preguntó Selby con
inquietud.
—La verdad es que no mucho. Puedo ver por qué algunas personas lo
considerarían un asunto delicado en la actualidad, pero el artículo de Joliot[10]
en Nature el mes pasado decía más o menos lo mismo, de todas formas. Y he
oído que Zinn y Szilárd trabajan con Fermi y un par de tipos más para
publicar su propio trabajo un día de éstos.
Selby se preguntaba en qué medida la decisión de Supremacía de dotar de
armas atómicas a Hitler para la campaña rusa de 1942 podía deberse a una
impresión equivocada de que había un programa atómico oficial en marcha en
los Estados Unidos. Sabía, gracias a los registros históricos, cosa que Jeff no,
que en ese momento había un montón de discusiones en el despacho de
George Pegram, profesor de física y decano de Estudios de Posgrado de
Columbia, acerca de las acusaciones de que retenía voluntariamente detalles
sobre las investigaciones con uranio que se realizaban allí. Szilárd también
había convencido a Pegram, Fermit, Teller y Tuve de que las implicaciones
eran lo suficientemente serias para justificar la intervención del gobierno. Por
tanto, Pegram había escrito al Jefe del Estado Mayor de la Marina en marzo
para anunciarle la posible aparición inminente de un nuevo explosivo de
potencial revolucionario. Sin embargo, en la subsiguiente visita a Washington
para aclarar detalles, Fermi y Tuve habían sido virtualmente echados a
patadas como si fueran un par de chalados. Fin del programa oficial
estadounidense.

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—Lo último que he oído es que Fermi quiere construir un reactor lo
suficientemente grande como para producir una reacción en cadena —dijo
Jeff—. Pero no está seguro si usar agua o carbono como moderador. —Miró a
Selby con curiosidad durante un par de segundos—. Parece que sabes más de
esto que la mayoría de la gente —comentó—. ¿Dónde estudiaste?
—Oh, trabajé en Berkeley —mintió Selby. Berkeley parecía lo bastante
lejos—. Ciclotrones.
—¿Con Lawrence[11]? —Jeff parecía interesado—. Tengo un colega que
fue para allá. Todavía me escribe de vez en cuando… me cuenta todo lo que
pasa allí. Hacen cosas geniales.
—Eso fue hace un par de años —dijo Selby apresuradamente—. Me llegó
una herencia. Ahora me dedico a leer, reflexionar y pensar qué voy a hacer el
resto de mi vida. Ya no estoy en contacto con lo que pasa en el mundillo.
Pearl dejó de hablar con Ferracini mientras se encendía un cigarrillo y
miró al otro extremo de la mesa.
—Eh, vosotros dos, que seguimos aquí, ¿sabéis? —dijo, elevando el tono
de su voz ronca pero no carente de atractivo—. ¿Qué tal si habláis en inglés,
para variar? ¿Tú tienes idea de lo que hablan, Harry?
—Ni puñetera. Dejo que hablen de sus cosas.
—Tiene razón, Jeff —dijo Selby con alivio—. Deberíamos dejarlo.
—¿Por qué no vas a conocer a alguna de las chicas, Jeff? —sugirió Pearl
—. Hay unas cuantas muy monas hoy por aquí. Ve y saca a bailar a una de
ellas, ¿por qué no?
Jeff arrugó la nariz y negó con un gesto de la cabeza.
—La verdad es que no…, paso.
—¿Por qué, por amor de dios?
—Au… se parece demasiado a un sustituto para el sexo. A mí que me den
la cosa de verdad o nada en absoluto.
—¡Caramba, habéis oído eso! ¿Esa es una frase para ligar, Jeff?
—No sé… puede. ¿Crees que funcionaría?
Pearl echó la cabeza hacia atrás y se rió con ganas.
—Puede que llegue a funcionar, pero tampoco te hagas demasiadas
ilusiones. —Miró a Ferracini—. ¿Sabes una cosa, Harry? El chaval tiene
madera. ¿Oyes, Jeff? Tienes madera, después de todo.
—Bueno, es agradable que me lo digan —reconoció Jeff.
—Creía que tu hermana tenía que salir a escena ahora —dijo Pearl,
mirando a su alrededor—. ¿Dónde está?

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La banda empezó una versión lenta de «When the Blue of the Night» y la
pista de baile empezó a vaciarse. Unos segundos después, Cassidy y Lamson
aparecieron en dirección hacia la mesa con las mujeres. Cassidy llevaba a una
chica bajita, llena de vitalidad y de ojos brillantes, y había puesto su mano
alrededor de la cintura de ella. La chica se presentó como Molly, y a su
compañera como Nell. Evidentemente, Molly conocía a Pearl de antes.
—¡No me di cuenta de que venía contigo! —chilló en tono agudo—.
Nunca me habías dicho que conocías a un piloto de bombarderos de verdad,
Pearl. ¿A quién más te has estado guardando?
—Oh, vaya… se me debió olvidar. —Pearl miró a Ferracini y se encogió
de hombros resignadamente.
Floyd Lamson era casi tan alto como Cassidy, con el mismo tipo de
constitución delgada y algo desgarbada; pero iba bien afeitado y tenía el pelo
más oscuro, pómulos altos, labios finos y un rostro estrecho que parecía
sugerir algún rastro de sangre indígena americana. La especialidad de Lamson
eran los cuchillos, pistolas, cualquier tipo de pelea cuerpo a cuerpo sin nada
de deportividad, sigilo, robo, abrir cerraduras y otras ramas igualmente nobles
de las artes marciales:
—¿Dónde está esa dama que canta y que dijisteis que íbamos a conocer?
—preguntó volviendo la mirada hacia la pista de baile—. Creía que le tocaba
salir ahora.
—No te pongas nervioso, Floyd —dijo Cassidy, dejándose caer en su silla
e ignorando el gritito de protesta de Molly cuando la hizo sentarse en sus
rodillas—. Harry tiene planes en ese sentido. Lo negará si se lo preguntas,
pero yo lo sé. Los pilotos tenemos un instinto asombroso para esas cosas. Son
los vuelos nocturnos los que nos hacen así.
—Estaba preguntando eso mismo —dijo Pearl—. No la he visto desde
hace rato.
Mientras la conversación alrededor de la mesa derivaba hacia otra cosa,
Ferracini cogió su vaso y se reclinó en la silla para estirarse un poco, al
tiempo que pasaba la mirada de forma aparentemente casual sobre la gente de
los alrededores. George, el pianista que tocaba para Janet, había aparecido
sobre uno de los taburetes de la barra y estaba sentado encorvado sobre una
copa. Parecía tenso y nervioso por algo, y la mano le temblaba visiblemente
cuando levantó su bebida. Lou, el camarero, se acercó a él para decirle algo, y
luego se apartó con una expresión inescrutable, aparentemente su radar de
camarero recibía fuertes señales del tipo ahora-no-me-molestes. Algo iba mal.

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Ferracini dio sorbos a su bebida durante unos segundos. Entonces dejó el
vaso, murmuró una excusa y se dirigió a la barra. Se paró al lado de George,
sin mirarlo directamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó en una voz lo suficientemente baja para
resultar inaudible más allá del lugar que ocupaban él y George.
George dio otro trago rápido de su bebida, pero no levantó la vista.
—Nada que tenga que ver contigo, Harry. Es sólo… que hay problemas
con el local. No te preocupes por eso. —George estaba asustado.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Ferracini. Entonces, súbitamente,
se alarmó—. ¿Cómo es que no estás tocando? ¿Dónde está Janet?
George hizo un gesto con la mano, en dirección al pasillo que llevaba al
club desde las escaleras delanteras.
—Hay algún tipo de problema ahí detrás, no estoy seguro de qué… la
oficina de Max…
Ferracini se giró y miró en la dirección que George había señalado. Una
de las puertas dobles interiores que daban al club estaba abierta. En el pasillo
de detrás, un grupo de gente recogía sus abrigos en el guardarropa, y más
gente entraba desde la calle.
—¿Qué tipo de problem…? —empezó a decir Ferracini, y entonces se
interrumpió cuando tres hombres salieron de la oficina de Max. Dos de ellos
apenas fueron visibles antes de mezclarse con el resto de figuras y
desaparecer escaleras arriba, pero eso fue todo lo que Ferracini necesitó para
reconocer a Labios Gruesos y al matón Mascachicle—. Vale, George, creo
que sé qué tipo de problema hay —murmuró suavemente y se retiró.
—No hay nada que puedas hacer —le gritó George a su espalda mientras
Ferracini empezaba a caminar hacia las puertas.
—Ya veremos —respondió Ferracini con voz lóbrega.
La oficina de Max estaba hecha un desastre cuando Ferracini entró en ella
segundos después. El reloj de pared ornamental, los floreros, una máquina de
escribir y un par de fotos yacían rotos en pedazos en el suelo. Algunos
muebles estaban rotos. Los cajones del escritorio y los archivadores estaban
tirados y vacíos, y había papeles tirados por todas partes. Max estaba
inclinado sobre el escritorio, sorbiendo por la nariz y aplicando un pañuelo
ensangrentado a su nariz y boca. Uno de los ojos ya empezaba a hinchársele y
tenía la ropa hecha un asco. Antes de que Ferracini pudiera decir nada,
Martha, la mujer regordeta de mediana edad que llevaba la contabilidad,
asomó la cabeza desde el cuarto de baño, donde se oía el sonido de agua
corriendo, para echar un vistazo. Tenía un aspecto pálido y conmocionado.

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Entonces la voz de Janet dijo:
—Gracias, Martha, ya estoy bien. ¿Quién está ahí fuera?
Ferracini atravesó la habitación con ceño sombrío y apartó a Martha a un
lado para encontrarse con Janet inclinada sobre el lavabo. Tenía el pelo
alborotado y apoyaba un paño húmedo contra un morado en la mejilla. Vio a
Ferracini en el espejo e intentó sonreír.
—Hola. Bueno, ahora me has visto con mi peor aspecto.
Pálido de rabia e incapaz de hablar, Ferracini sólo pudo apoyar una mano
sobre su hombro.
—Unos tipos estuvieron aquí… —empezó a decir Martha.
—Los vi.
—Destrozaron el lugar y empezaron a abofetear a Janet para presionar a
Max —dijo Martha—. Max intentó lanzarse sobre el macaco de ropas
extravagantes, y…
Ferracini apretó el hombro de Janet y volvió a la oficina.
—¿Estás bien? —le preguntó a Max.
—Lo estaré. —Max asintió doloridamente—. Tráeme una bebida, quieres
Martha… una bien fuerte.
La puerta se abrió y entró George; se paró en seco y se quedó mirando
boquiabierto el desastre.
—Oh, dios mío, no me di cuenta… creía que sólo querían hablar. Si lo
hubiera sabido no me hubiera quedado sentado en la barra, Harry, de verdad,
pensé que…
—Vale, vale —dijo Ferracini tensamente.
Entonces apareció Cassidy, cerrando la puerta sin hacer ruido al entrar, y
examinó la escena con una sola mirada.
—Vi cómo te largabas… me imaginé que a lo mejor necesitabas refuerzos
—le dijo a Ferracini.
—¿Sabes quiénes son esos desgraciados? —preguntó Ferracini a Max—.
¿Dónde suelen estar y cosas así?
—Johnny lo sabe, pero todavía no ha llegado —respondió Max—. Por eso
vinieron temprano. Son los que nos han estado dando problemas desde hace
algún tiempo.
Cassidy miró a Ferracini. De repente, se sintió inquieto. Había visto antes
esa expresión en la cara de Ferracini.
—Eh, espera un minuto, Harry —advirtió, alzando una mano—. Ahora no
te dejes llevar por ninguna idea alocada…

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Una hora después, habían vuelto a la oficina de Max, que estaba algo más
ordenada. Johnny «Corneja» había llegado, habían hablado durante un rato
con él, habían vuelto al bar para hablar con un amigo de Johnny, que según
éste sabría responder mejor a algunas preguntas de Ferracini. Max estaba en
el cuarto de baño de atrás, dejando a Cassidy y Ferracini a sus anchas por el
momento.
—Es una locura, Harry —siseó Cassidy, manteniendo la voz baja en un
susurro airado—. ¿No eres tú el que siempre está diciendo que ésta es una
misión de prioridad A-superior, y que no podemos permitir que nada, pero
nada de nada, pueda comprometerla? Ya sé que te jode y todo eso, pero no
podemos ir detrás de esos desgraciados. ¡Estás completamente chalado, tío!
—¿Estás conmigo o no? —le preguntó Ferracini en tono pétreo. Su rostro
mostraba determinación. Cassidy suspiró con desespero; Harry iba
completamente en serio.
Antes de que uno de los dos pudiera decir algo más, Max, zurcido y
remendado, salió del baño y, un momento después, Johnny Corneja y otro
hombre entraron desde el pasillo. Floyd Lamson estaba con ellos, mirándolos
con curiosidad. Johnny se sentó en una esquina del escritorio cerca de
Ferracini y miró a éste con expresión de duda.
—No creo que sepas de lo que hablas, Harry —dijo—. «Hielo» Bruno
permanece la mayor parte del tiempo atrincherado en ese sitio que tiene en
Pelham… un sitio grande, con al menos un par de sus gorilas presentes todo
el tiempo. Es prácticamente una fortaleza. No serás capaz ni de colarte dentro.
—¿De verdad? —Ferracini no parecía convencido—. Cuéntame más,
Johnny —dijo en tono invitador.

En la Estación, en los muelles de Brooklyn, las luces ardían en la noche como


de costumbre. El comandante Warren, el capitán Payne y el sargento Paddy
Ryan estaban en el área trasera, instalando varias conducciones eléctricas de
la máquina. En la oficina de delante, Anna Kharkiovitch mostraba a Mortimer
Greene un resumen del estudio que había hecho durante las últimas semanas,
comparando los sucesos cotidianos según aparecían en los medios de
comunicación con los registrados en su propia época. Había descubierto una
lista entera de discrepancias.
—No encuentro ninguna diferencia antes de la fecha de nuestra llegada —
dijo Anna—. Pero a partir de ahí, este tipo de cosas se suceden una y otra
vez… cosas pequeñas, lo admito, pero ¿cómo se explican? —Hizo una pausa

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para los comentarios, pero Greene se quedó mirando con expresión distante
los periódicos que Anna había dejado abiertos sobre el escritorio—. Aquí hay
otro. Dato: el combate de Joe Louis contra John Henry a principios de
febrero. Según nuestros microfilmes, Henry quedó fuera de combate en el
segundo asalto. Pero en el Madison Square Garden hace un par de meses, el
combate terminó en el primer asalto. Dato: el papa Pío XI murió en febrero…
excepto que en nuestros archivos sucedió un día antes de lo que apareció en
los periódicos de aquí. Aquí hay una comparación de las ediciones del mismo
día de un mismo periódico… no son iguales. —Anna tiró el periódico encima
de los demás—. Podría seguir, pero ya ves cómo están las cosas. Suena a
delirio, lo sé, pero es casi como si estuviéramos, bueno… en un mundo
diferente… Pero ¿cómo puede ser?
Greene se quedó mirando el escritorio durante largo rato sin decir nada.
—Es extraño, de acuerdo… —dijo finalmente. Entonces se enderezó en
su silla y pareció animarse—. Pese a todo, no podemos permitir que estas
preocupaciones interfieran en nuestro trabajo. Me gustaría tener algo de
tiempo para considerar lo que me has enseñado. Mientras tanto, ¿por qué no
vuelves con los demás? Iré en un momento.
Después de que Anna se fuera, Greene se quedó sentado durante unos
minutos pasando las hojas de los periódicos. Entonces cogió el teléfono y dio
el número del hotel Hyde Park en Londres, donde estarían a primeras horas de
la mañana. La operadora le advirtió de que habría una hora de retraso en las
llamadas transatlánticas. Greene pidió la llamada y entonces volvió a
ocuparse de la tarea que traía entre manos.
Una hora más tarde, estaba de vuelta en la oficina, hablando con un
Winslade de voz somnolienta.
—Mantengo la moral por aquí y no dejo que nadie se alarme —dijo—,
pero la verdad, creo que tenemos problemas, Claud… problemas de los
gordos.

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11

Cuando ocurrió la crisis de Múnich, Churchill había dicho que no podría


haber una Europa segura sin un frente oriental, y que no podía haber un frente
oriental sin Rusia. Pero los acercamientos rusos a Occidente para pedir un
frente unido contra el nazismo habían sido rechazados; más aún, pese al
tratado que los obligaba a ayudar a Checoslovaquia en el caso de que Francia
lo hiciera primero, los rusos no habían sido invitados a la conferencia de
Múnich en la que se había decidido el destino de los checos. Pero claro,
¿quién invitaría a una víctima potencial a una reunión donde se fraguaban las
coartadas?
Según se acercaba el verano de 1939, dos corrientes opuestas influían en
la política anglo-francesa. De un lado estaban las fuerzas tradicionalistas que
mantenían que un enfrentamiento entre los nazis y los comunistas no sería tan
mala cosa; que si los dos sistemas terminaban destruyéndose mutuamente,
pues mucho mejor. Esta escuela de pensamiento estaba dispuesta a aceptar
comprometerse de forma simbólica con Polonia, pero bajo ningún concepto a
aceptar un pacto con los soviéticos que pudiera conllevar una posterior
implicación en Polonia una vez ésta se hubiera colapsado. Por el otro lado
estaba la presión en aumento de Churchill y sus seguidores, motivados entre
bastidores por el grupo de Winslade, que sabían adónde conduciría Hitler al
mundo, y que estarían contentos de dejar que Occidente resolviera sus
diferencias con los soviéticos en alguna otra ocasión.
Como resultado, las acciones inglesas fueron ambiguas. Así, sólo un día
después de sus desafiantes palabras del 17 de marzo, el primer ministro
Chamberlain rechazó como «prematura» una proposición del ministro de
Asuntos Exteriores soviético, Litvinov, de una conferencia para discutir un
frente antinazi, de la misma manera en que había ocurrido «antes» en el
mundo de Proteo. En abril, Litvinov renovó sus intentos con una proposición
formal ante el embajador británico en Moscú como había ocurrido antes; y el
gobierno británico declinó de la misma manera que antes; y en mayo, Stalin
reemplazó a Litvinov por Molotov; como en el «pasado», Litvinov era el

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mayor defensor ruso de la idea de una defensa conjunta con Occidente, y la
gente de Proteo esperaba provocar los cambios suficientes en la política
inglesa para evitar su salida de escena. En este asunto, por tanto, Winslade y
Churchill tuvieron que admitir su fracaso.
Por otro lado, Inglaterra anunció súbitamente que llamaba a filas a la
reserva para dotar al Ejército, la Marina y las Fuerzas Aéreas de plena fuerza
bélica. Eso era algo que no había ocurrido «antes».
—El problema, verás, es que Chamberlain persigue dos metas
irreconciliables —le dijo Kurt Scholder al profesor Lindemann en el
compartimento del vagón. El tren estaba entrando en las afueras de
Chelmsford, Essex. Regresaban a Londres tras visitar el Instituto de
Investigación del Ministerio del Aire en Bawdsey Manor, cerca de
Felixstowe, donde Scholder bajo una identidad falsa cuidadosamente
construida, había conocido a Watson-Watt, Henry Tizard y a otros científicos
que trabajan para el gobierno para ofrecer algunas ideas sobre radares,
intercepción de aeronaves, sistemas de control de cazas desde tierra y otros
temas relacionados—. Ha despertado a la amenaza inmediata, sí, pero sigue
negándose a aceptar que Rusia sea una fuerza a tener en cuenta en los asuntos
de Europa. Quiere poner freno a Hitler mediante todas esas ofertas de
protección, pero mantener fuera a Rusia al mismo tiempo. Y así no puede
hacerse.
—Bueno, al menos este país está empezando a mostrar algo de dientes —
dijo Lindemann—. Puede que algo de esa influencia llegue incluso tan lejos
como Moscú y afecte a las conversaciones para bien —concluyó, no muy
esperanzado.
—Tal vez. —Tampoco Scholder parecía optimista.
Una de las primeras cosas que había hecho Molotov al hacerse con el
puesto fue empezar a hacer propuestas para mejorar las relaciones con
Alemania. Para evitar que lo dejaran en desventaja, Chamberlain había
respondido renuentemente instruyendo a su propio representante en Moscú
que también abriera conversaciones con los rusos. Pero en el mundo del
equipo Proteo, esas conversaciones habían sido a desgana y sólo sirvieron
para reforzar las sospechas de Stalin de que lo estaban manipulando para
conducirlo a una guerra de la que Occidente se desentendería. Así que Stalin
se había quedado al margen en agosto, cuando Hitler entró en Polonia y los
Aliados declararon la guerra con la expectativa de librarse de ella en un mes o
dos; se había quedado mirando impasible cuando el tigre sobre el que

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cabalgaban se había revuelto contra ellos y los había devorado. Su propio
turno llegaría después.
—Qué existencia más extraña has llevado, Kurt —dijo Lindemann. Tenía
reputación entre sus contemporáneos de ser algo brusco y de no tener mucha
paciencia con las ideas que diferían de las suyas; sin embargo, de manera
comprensible, tendía a ser más flexible en lo referente a visitantes del futuro
—. Por dos veces has pasado por este extraordinario proceso, y en cada
ocasión has terminado más atrás en el tiempo que cuando empezaste. Debes
empezar a sentirte como… no sé… una especie de judío errante cronológico.
Scholder sonrió.
—Pero al menos esta vez tengo la sensación de haber cambiado para
mejor. Ya vi bastante del nihilismo del régimen de Hitler en el último mundo
en el que estuve… y luego fue el de Heydrich, que era aún peor.
—Parece imposible.
—Oh, sí. El estado extendió su poder y presencia a todas las facetas de la
vida de los individuos. Todo lo que hacías, a todo sitio al que ibas, todo aquel
al que conocías o con quien hablabas… todo estaba supervisado, vigilado,
regulado. Había que informar de toda actividad… incluso un club filatélico o
un equipo deportivo infantil. —Scholder alzó las manos—. ¡Los niños!
Prácticamente los secuestraban, los embrutecían y los adoctrinaban, incluso
en edad preescolar. Debido a que las supersticiones nazis respecto a la raza y
la herencia genética eran ley, los débiles y los deficientes eran esterilizados y
se les enseñaba a ejecutar tareas simples, si es que tenían algún uso potencial.
—¿Y si no lo tenían?
—Eran eliminados de la raza mediante un programa de eutanasia
obligatoria.
Lindemann lo contempló horrorizado.
—¡No puede ser! —protestó—. ¿Cómo podían obligar a la gente a hacer
algo así? Quiero decir, ¿y si los padres se negaban?
Scholder sonrió sin humor alguno.
—No se negaban. No puedes imaginarte cómo era. La familia había
cesado de existir. Los individuos no tenían derechos o libertades. Existían
simplemente para servir al estado. El estado era dueño de todo el mundo. —
Hizo un gesto hacia el pintoresco paisaje del pueblo que se veía tras la
ventana, que desapareció bruscamente cuando el tren entró en la estación de
Chelmsford—. Este es un mundo diferente, profesor, civilizado y libre.
Todavía tiene la esperanza de un futuro. Pintoresco y anticuado, cierto, pero
en lo que es básico, se parece al lugar de donde provengo originariamente.

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—Debe parecerte que ese mundo quedó atrás hace una eternidad —
remarcó Lindemann—. ¿Qué edad tenías cuando saliste de 2025?, ¿treinta y
cinco, me dijiste?
—Sí.
—¿Tenías… tenías una…?
—¿Familia allí? Sí. Ya no pienso en ellos. No tiene sentido.
—Oh, lo siento…
—Era físico y trabajaba en el desarrollo de sistemas de fusión para
propulsar naves interplanetarias —dijo Scholder al ver la incomodidad de
Lindemann y cambiando de conversación—. Los nuevos descubrimientos en
física eran relevantes para mi trabajo, así como fascinantes por sí mismos, y
empecé a especializarme en ellos. —Se encogió de hombros—. Los agentes
de Supremacía se presentaron y me hicieron una proposición que era
imposible de rechazar, económicamente, y lo siguiente que supe es que estaba
trabajando en Brasil.
—Y de ahí retrocediste a la Alemania nazi que fue creada en 1941.
—Sí.
—Donde trabajaste en el programa atómico de Hitler para su ataque a
Rusia al año siguiente.
—Así es.
—¿Las bombas fueron fabricadas en Alemania?
—No fueron fabricadas. Fueron ensambladas a partir de partes
prefabricadas que se enviaron desde el futuro. Supremacía no quería equipar a
Hitler con una industria propia completa. Supongo que no querían que se
olvidara de quién estaba al mando.
Lindemann arrugó la nariz y se la frotó dubitativamente con los nudillos.
—¿No hubo, esto, ningún… ningún problema moral… de conciencia o
algo así… quiero decir, al trabajar en algo así?
—Mientras estuvimos en Brasil, no supimos para qué eran los explosivos
nucleares que enviábamos al pasado —dijo Scholder—. Nos dijeron que eran
para obras de ingeniería de rutina: demoliciones, excavaciones, ese tipo de
cosas. No nos pareció fuera de lo normal.
—¿Y cuando retrocedisteis en el pasado?
—Bueno, entonces las condiciones de trabajo de repente eran muy
diferentes. No tuvimos elección. Preferían usar gente con parientes en 2025
debido a la presión que podían ejercer mediante ellos.
—¡Oh, es terrible!

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—La mayoría de los métodos nazis los inventó en un principio
Supremacía. Por su cuenta los nazis no eran demasiado inventivos. El intento
de putsch de 1923 era a lo más que podían llegar… nada memorable en
cuanto a su brillantez u originalidad.
El tren se había detenido y, durante unos pocos segundos, Lindemann
observó la actividad en los andenes.
—¿Y cómo terminaste atrapado allí? —preguntó al fin—. ¿Eso también
fue algo en lo que no tuviste elección?
—No estoy seguro de lo que ocurrió —replicó Scholder—. Verás, varios
años después, el portal de regreso a 2025 de los nazis fue destruido. Un cierto
número de nosotros que proveníamos de ese tiempo nos quedamos atrapados
en Alemania. Jamás averiguamos qué había sucedido. Nuestra suposición era
que los nazis decidieron que después de eliminar a la Unión Soviética, ya no
necesitaban de más ayuda por parte de Supremacía. Se habían convertido en
una fuerza imparable en su mundo y veían el camino libre para lograr la
dominación. Tras eso, me pusieron a trabajar en otras cosas.
—¿Y Supremacía nunca envió al pasado otro equipo para averiguar qué
había pasado? —se preguntó Lindemann—. No veo razón para que no lo
hicieran.
—Aparentemente no lo hicieron… al menos que nosotros supiéramos.
—Mmm… eso parece extraño. —Hizo una pausa—. Y el escenario quedó
listo para que el nazismo devorara al mundo entero sin obstáculos, como hizo.
¿Y qué le ocurrió al futuro del que provienes originariamente? ¿Cómo pudo
existir, entonces?
—No lo sé —dijo Scholder—. Quizá ya no exista.
—Si eso es cierto, ¿cómo puede haber un portal de regreso en Alemania
ahora mismo que esté conectado con él? —objetó Lindemann—. ¿Una
conexión, además, que según tú no se romperá durante varios años?
—No lo sé —repitió Scholder—. A mí también me confunde.
—Bueno, esperemos que hoy o mañana tengamos buenas noticias de
Nueva York.
—Eso espero.
Ya estaban a finales de mayo, y según la información recibida en 1975
antes de que la misión partiera, el primer intercambio de mensajes simples
estáticos había tenido lugar en ese momento. Sin embargo, las incertidumbres
de la comunicación transoceánica hacían imposible saber de manera precisa
cuándo recibirían la confirmación en Londres.

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La puerta del compartimento se abrió, y entró una mujer de sombrero
florido de ala ancha, forcejeando con un número aparentemente interminable
de bolsas, paquetes, bolsos y cajas.
—¿Están ocupados esos asientos? —jadeó—. ¿No? Oh, ¡gracias a dios!
—Permítame, señora —dijo Lindemann, levantándose caballerosamente
de su asiento para ayudarla.
—Gracias. Es usted muy amable. Oh, tenga cuidado con ese. Dentro hay
vajilla.
Un clérigo anciano entró detrás de la mujer, seguido de un tipo trajeado
como un hombre de negocios, un tipo robusto de cara enrojecida con una
chaqueta de tweed a cuadros y gorra de paño, que podría haber sido un
granjero, y una pareja más joven. Se apretujaron para pasar y encontrar
asiento, mientras Lindemann metía las cajas de la mujer en el portaequipajes
encima de los asientos; entonces Lindemann recuperó su sitio en el rincón y
cogió su ejemplar de The Times del asiento para dejar sitio a que la mujer se
apretujara entre él y el granjero.
—Regalos —explicó la mujer cuando se sentó.
—¿Ah, sí? —replicó Lindemann de forma automática.
—Juguetes, principalmente.
—Ya veo.
—Voy a visitar a mi hija en Kensington.
—Qué interesante. —Una nota de pavor se infiltró en la voz de
Lindemann al darse cuenta de que podía quedar atrapado en ese tipo de
conversación durante todo el camino hasta la estación de Liverpool Street.
—Tiene tres hijos, mis nietos.
—Estoy seguro de que son encantadores.
El clérigo abrió una revista, el granjero y el hombre de negocios
encontraron lugares que mirar fijamente adyacentes a la cabeza del otro, y la
pareja empezó a hablar en susurros. Lindemann acababa de doblar el
periódico para ponerse a hacer el crucigrama cuando la mujer se volvió a
levantar para quitarse el abrigo.
—Lo siento mucho… no me di cuenta de que hacía tanto calor aquí dentro
—dijo.
—No es molestia, señora —le aseguró Lindemann.
La mujer dobló el abrigo, lo guardó junto a sus otras posesiones y se
volvió a sentar. Lindemann volvió a dedicar su atención al crucigrama, al
tiempo que introducía la mano en su chaqueta en busca de un bolígrafo.
Entonces la mujer empezó a rebuscar en el bolso que tenía sobre las rodillas,

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y Lindemann tuvo que retirar su hombro para dejar espacio al codo de la
mujer.
—Oh, vaya. Creí que había puesto el ticket aquí —dijo la mujer—. Debe
de estar en el otro bolso —volvió a levantarse y a buscar entre las bolsas del
portaequipajes. Lindemann movió la pierna y se hizo a un lado para dejar
espacio otra vez, mostrando los dientes apretados mientras asentía
educadamente en respuesta a su sonriente disculpa.
Ocultando una risilla detrás de la mano, Scholder apartó la mirada para
contemplar el paisaje del exterior cuando el tren volvió a ponerse en marcha.
Pero al mismo tiempo una mirada de preocupación apareció en sus ojos.
Ésta era la nación que estaba hablando en serio de enfrentarse al coloso
militar nazi. En las áreas rurales de Essex y en otros lugares, Scholder había
visto solteronas determinadas pedaleando en sus bicicletas a través de las
aldeas para colgar carteles sobre precauciones ante ataques aéreos en los
tablones de anuncios de las oficinas de correos; había visto cómo coroneles
veteranos de la Gran Guerra entrenaban a paletos con escobas en vez de
fusiles en campos de críquet y les hacían meter sus aturdidas cabezas en
máscaras antigás; había visto demostraciones dominicales de extinción de
incendios con cubos de arena usando fuegos artificiales y una bomba manual
para demostrar la forma de tratar con bombas incendiarias. Todo eso
plasmaba lo máximo que los ingleses podían llegar en cuanto a ánimo bélico.
Realmente creían que podían detener a Hitler con juegos de ese tipo.
Pero también es cierto que no habían visto lo que Scholder había visto. No
habían visto el desierto de escombros que era Moscú tras el ataque atómico; o
las montañas de cadáveres en los campos de exterminio polacos; o las
películas sobre los africanos que eran conducidos a miles como ovejas a
pozos donde eran incinerados con napalm. No habían estado donde Scholder
había estado. Simplemente, no lo entendían.
Winslade y Bannering los esperaban al final del andén de Liverpool
Street, lo que significaba que había ocurrido algo inesperado. Scholder y
Lindemann apresuraron el paso cuando pasaron al lado de la locomotora, que
expulsaba nubes de vapor y humo tras su esfuerzo, y leyeron en las
expresiones de sus rostros que las noticias no eran buenas.
Winslade, que llevaba un sombrero de fieltro de ala estrecha y una
gabardina canela, los hizo apartarse de la multitud que salía del tren como una
corriente.
—Problemas —dijo sin ningún preámbulo, manteniendo la voz en un tono
bajo—. Esta mañana debería haberse abierto la conexión de la Estación. No

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funcionó. No llegó nada del otro lado.
Scholder se quedó mirándolo con incredulidad:
—¿Nada de nada? ¿Estáis seguros de que el canal funcionaba
correctamente?
—El canal funcionaba —dijo Winslade—. Pero nada lo activó en el otro
lado. —En otras palabras, la prueba aparentemente infalible que se llevó a
cabo antes de la partida del equipo en 1975 había sido inútil.
Lindemann parecía horrorizado.
—¿Qué propones que hagamos? —preguntó a Winslade.
—Nos marchamos a Nueva York ahora mismo. Me gustaría que tú
también vinieras, Kurt. Arthur se quedará aquí para continuar el trabajo con
Churchill y los demás… hacer cambiar de opinión a los rusos de repente es
más crucial de lo que creíamos.
—¿Otra semana en el mar? —Scholder suspiró con miseria—. ¡Cómo
odio los barcos!
—No será necesario —dijo Winslade—. Eden nos ha conseguido un par
de asientos en uno de los vuelos transoceánicos que la PanAm acaba de
inaugurar. Estaremos allí mañana por la noche. Mortimer ha suspendido todo
trabajo en el portal mientras tanto.
Una maligna sensación de miedo perforó el estómago de Scholder
mientras miraba a su alrededor las escenas de parejas que se reencontraban
con abrazos en la estación, padres que llevaban a sus hijos de la mano, un
mozo de equipaje que apilaba maletas en un carro… gente normal y corriente
que vivía la vida sin molestar a nadie, y que sólo querían que los dejaran en
paz. Y pensó en la gente rota, gris y desnutrida que había visto en sus visitas a
Inglaterra en los años posteriores a su capitulación en 1941. ¿Estaba todo
destinado a volver a ocurrir tal y como recordaba? Quizá era algo inalterable.
Y lo que hacía que la idea fuera aún más agónica era darse cuenta de lo
que significaría para él personalmente. Había pasado treinta y cuatro años en
el mundo anterior, y había visto las consecuencias de la conquista nazi de
primera mano. ¿Estaba atrapado sin salida en otro pasado más, condenado a
vivir los mismos años de horror y desesperación desde el principio?

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12

A diferencia de lo que siempre se ve en las películas, no se puede eliminar a


los perros guardianes de la policía alemana y el ejército con algo tan simple
como tirarles un trozo de carne drogada; estaban entrenados para comer sólo
la comida que les daban sus cuidadores. Era probable que los dóberman que
recorrían el terreno que rodeaba la residencia de «Hielo» Bruno en Pelham
tuvieran un entrenamiento menos riguroso, pero una de las cosas que hacían
que el sargento Lamson sobresaliera en su oficio por encima de la mayoría era
que presuponía lo mínimo y tomaba las máximas precauciones. Tiró un saco
lleno de ropas viejas restregadas con anís por encima del muro desde su
posición en una rama de un roble que se alzaba justo al lado de una esquina
alejada de la casa, y usó un rifle de aire comprimido con visor nocturno para
dejar fuera de combate a los perros con dardos de tranquilizante de acción
rápida según se iban acercando a investigar. Había vigilado el lugar día y
noche durante el tiempo suficiente para saber que había cuatro perros y que
no había guardias patrullando el terreno.
Al recibir dos destellos de confirmación de la linterna de Lamson,
Ferracini y Cassidy se los retransmitieron a Paddy Ryan, que estaba oculto en
el follaje al lado del portón principal. Treparon por el muro con facilidad
usando cuerdas y garfios de escalada. Encontraron cables eléctricos
entremezclados con el alambre de espino de la alambrada superior y, antes de
empezar a cortar una entrada, hicieron puentes para evitar hacer saltar las
alarmas. Mientras tanto, Ryan se acercó al portón y fijó una pequeña carga
explosiva que cortaría la barra que mantenía el portón cerrado para
proporcionar una vía rápida de salida por si la necesitaban después. Conectó
un detonador, pasó un extremo del cable detonador entre los barrotes del
portón para poderlo usar desde el interior, y después conectó el disparador al
detonador. Luego se retiró de vuelta a las sombras y siguió el muro hacia el
lugar por el que habían entrado Ferracini y Cassidy. Encontró la cuerda que
habían dejado colgando y se reunió con ellos al otro lado. Esperaron cosa de
un minuto a Lamson, que había saltado directamente al interior del terreno

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desde el árbol para administrar a los perros una dosis que los mantuviera fuera
de combate durante toda la noche; luego los cuatro empezaron a avanzar
sigilosamente en fila india a través de los setos hacia la imponente silueta de
la casa.
Por razones que no había comunicado, Mortimer Greene había ordenado
el cese de todo trabajo con la máquina tras algún tipo de prueba que habían
llevado a cabo él y Gordon Selby durante toda la noche anterior hasta la
mañana. Y también, aparentemente, Winslade y Scholder volvían de
Inglaterra a toda velocidad. Así que se podía suponer que la prueba no había
funcionado. Ferracini no estaba seguro de qué significaba todo eso en
conjunto; pero les daba tiempo de descanso extra a las tropas, y Ferracini los
había convencido de que le hicieran a Hielo la visita que llevaban planeando
desde hacía algún tiempo.
Al contar las entradas y salidas de la tarde y la noche, les dio como
resultado que había otros nueve hombres en el interior de la casa aparte de
Bruno, y además tres mujeres. Todas las ventanas del primer y el segundo
piso estaban reforzadas de manera formidable con barrotes, y probablemente
también electrificadas, y el patrón de luces sugería que los ocupantes se
movían principalmente entre las habitaciones delanteras del piso inferior. Eso
les resultaba conveniente, porque la entrada más fácil que Lamson había
identificado era un ventanuco circular empotrado en lo alto de la pared
trasera, justo debajo del alero. Esa ventana no tenía barrotes; «obviamente»
no había forma de que nadie se acercara a ella.
Fuera de la casa, Ferracini y Cassidy rodearon una esquina hacia las
sombras de la parte norte y ascendieron por un hueco vertical entre una pared
y un pilar de sujeción de mampostería con hendiduras ornamentales. Treparon
apoyando brazos y piernas en ambos lados del hueco. Desde lo alto del pilar,
iban calzados con botas de suela de goma para tener agarre durante la mayor
parte de la subida, y usaron una escarpia que clavaron en una grieta del
mortero como apoyo para pasar por un punto difícil, se desplazaron
horizontalmente siguiendo una línea de artesonado ornamental hasta una
esquina, y luego treparon por la esquina hasta el tejado. En lo alto del edificio,
y bajo el cielo nocturno, se descolgaron por el reborde y desaparecieron; unos
minutos después, el extremo de una cuerda atada con nudos para facilitar el
agarre apareció en algún lugar por encima del ventanuco y descendió hasta
los parterres de flores donde esperaban Lamson y Ryan.
Lamson trepó por la escala de nudos mientras Ryan aseguraba el extremo;
luego, cuando Lamson llegó a la altura del ventanuco, Ryan tiró de la cuerda

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hacia delante y atrás para hacer que Lamson se balanceara hasta el reborde del
alero. Al tercer balanceo, Lamson enganchó el marco de madera de la ventana
con un garfio de puntas finas atado a un estribo de escalador, y entonces puso
el pie en el estribo para tener un lugar desde el que poder trabajar en la
ventana. La ventana cedió rápidamente, y Lamson se metió por ella. Aseguró
la cuerda para que Ferracini y Cassidy se descolgaran por ella desde lo alto,
mientras que al mismo tiempo Ryan empezó a trepar por el otro extremo
desde abajo.

—Sí, sí, ya lo sé. —Bruno Verucin, conocido como Hielo por sus gustos
suntuosos y su afición a los diamantes, se ladeó en su sillón detrás de su
amplio escritorio de caoba y asintió mientras hablaba por teléfono. Exhaló
una nubecilla de humo y enganchó el pulgar de la mano en la que sostenía el
puro en sus tirantes—. Como ya te dije, Pete, la idea consiste en que
montemos la operación en Atlantic City de la misma manera que lo están
haciendo en la costa oeste. Ese barco que Tony Stralla convirtió en casino
flotante fuera del límite de tres millas de Santa Mónica está haciendo
trescientos de los grandes al mes… ¿sabías eso? Que sí, eso fue lo que dije,
Pete… de los grandes… al mes. Bueno, eso es lo que queremos superar,
¿vale?
Desde el sillón de brazos donde estaba repantigado con una pierna puesta
sobre un taburete, el lugarteniente de Bruno, Freddie «Números», alzó una
ceja y miró a «Un Asalto» Connahan, que estaba apoyado en la puerta
mascando chicle y con aspecto aburrido. Connahan continuó inexpresivo y
siguió mascando.
—Correcto —dijo Bruno—. Todo depende de que el kraut ceda el buque,
la tripulación y toda su operación sin ningún cabo suelto… Wally Fritsch, así
se llama. Tiene problemas con el dinero que debe, y por ahí le puedo apretar
las tuercas… Sí, sí, te oigo, Pete. Wally está por aquí ahora mismo y estamos
negociando el trato… Todavía no, pero estamos trabajando en ello… Vale, te
llamo en cuanto sea definitivo… Seguro. Confía en mí, chaval, ¿vale?
¿Cuándo antes te he fallado?
Bruno colgó el teléfono y miró a los otros dos.
—Pete se está poniendo nervioso. Puede que sea hora de volver abajo y
ver cómo van las negociaciones, ¿eh? —Se rió de su propia broma y se
levantó del escritorio. Números se levantó, Un Asalto se enderezó y siguieron
a Bruno fuera de su cubil.

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Bajaron unas escaleras alfombradas, atravesaron un pasillo lujosamente
amueblado con muchas puertas que se abrían en ambos lados y un corredor
que daba a una habitación en la que algunos matones jugaban al billar.
Finalmente, descendieron por otras escaleras y se detuvieron delante de una
puerta cerrada. Bruno dio dos golpecitos bruscos, y la puerta se abrió desde el
interior.
La habitación apenas estaba amueblada, sólo había una mesa desnuda, un
armario y un par de sillas de madera de respaldo recto. Otros dos de los
hombres de Bruno estaban presentes, con las corbatas desanudadas y las
camisas empapadas de sudor. Un tercer hombre, de unos cincuenta y cinco
años, amoratado y maltrecho, estaba desplomado sobre una silla cerca de la
mesa. Tenía sangre en la comisura de los labios y respiraba de forma
trabajosa.
Bruno atravesó la habitación hasta la mesa y se detuvo, apoyando los
nudillos sobre la superficie de la mesa. Miró hacia abajo y meneó la cabeza
con reproche.
—Es una lástima que no seas tan listo como creía, Wally —dijo—. Parece
que te empeñas en pasarlo mal. Como ya te dije, soy un tipo razonable. ¿Has
tenido tiempo suficiente para reconsiderarlo?
—Vete al infierno, pedo de cerdo —exhaló Fritsch a través de unos labios
que comenzaban a hincharse. Tenía un fuerte acento alemán.
La expresión de Bruno se ensombreció. Abofeteó con fuerza a Fritsch en
la cara.
—Vuelve a hablarme de esa manera, chaval, y se te quemarán los pies,
¿entendido? Y ahora, mi paciencia está llegando al límite. Tienes una última
oportunidad de firmar ese papel antes de que me enfade de verdad.
Fritsch negó con la cabeza.
—No lo harré. Ve a que te fríen en tu propia grasa tú primerro.
—Va a ser duro —murmuró uno de los matones. Era conocido como
«Deditos de Hada» por sus ciento veintiséis kilos de peso. El otro, que se
llamaba Charlie, encendió un cigarrillo y se quedó mirando inexpresivamente.
Bruno frunció el ceño con ira durante uno o dos segundos.
—Entonces que traigan a la señora y veamos qué tal le sienta eso —
restalló. Un Asalto se dio la vuelta y atravesó la puerta.
Los ojos de Fritsch se abrieron de par en par.
—¡A ella déjala fuerra de esto! —protestó, levantándose de la silla—. No
es…
Deditos de Hada le hizo sentar de un empujón.

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—Cuando el jefe está hablando, tú escuchas.
—¿Para qué crees que la traje? ¿Para invitarla a una timba de póquer? —
dijo Bruno, desdeñoso—. Ya te dije que soy un hombre ocupado. No tengo
tiempo para perderlo en tonterías.
Fritsch pareció genuinamente asustado por primera vez.
—Perro todo lo que hice… años de trrabajo, todo está en el negocio. Lo
que dices serría quedarrme sin nada. —Sacudió la cabeza—. Hablas de
oferrtas, así que haz tu oferta… Perro esto… —volvió a negar con la cabeza
— es un robo.
—¡Ah! ¿Oigo la voz de la cooperación? —dijo Bruno, asintiendo de
manera aprobadora—. ¿Significa eso que ahora estás dispuesto a hablar,
Wally, chaval?
—Siempre dije que hablarría. Perro no me has dado nunca la oportunidad.
Sólo hablas de coger, coger, coger.
Bruno le dio la vuelta a una silla y se sentó en ella con los brazos
apoyados sobre la parte superior del respaldo.
—Muy bien —dijo—. Te lo diré una vez más. Ahora, escúchame bien,
Wally, porque las cosas son así…

Un Asalto subió las escaleras de la parte de atrás de la casa pesadamente y sin


dejar de mover la mandíbula de forma mecánica y llegó al rellano al final del
tramo de escaleras, justo al lado de la puerta donde habían dejado a la mujer,
con Mentón echándole un ojo. Llamó a la puerta y dijo:
—Mentón, soy yo, Connahan. —Entonces giró el pomo y empujó la
puerta hacia dentro. No hubo respuesta del otro lado. Empezaba a percatarse
de que la habitación estaba extrañamente tranquila cuando un dedo le dio un
golpecito en el hombro. Se giró de manera automática.
Una mano se alzó hacia arriba como un pistón, con los dedos apartados
para mostrar la palma, golpeando contra el plexo nervioso en la base de la
nariz y enderezándolo para la rodilla que le aplastó la ingle. Se dobló sin
emitir un sonido, inconsciente incluso antes de que un golpe dado con el filo
de la mano en la base del cráneo asegurara que permanecería así durante
algún tiempo.
La figura encapuchada de negro lo recogió antes de que cayera al suelo, y
una segunda figura, ataviada de manera similar, salió de la habitación para
cogerlo por los pies y llevar la forma inerte al interior de la habitación. La
mujer que estaba junto al tocador, de aspecto corriente y vestida

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modestamente, de veintilargos o treinta y pocos años, observó, aterrorizada,
cómo dejaban su carga en el suelo, lejos de la puerta y detrás de la cama,
junto a Mentón. Uno de ellos se inclinó sobre el cuerpo para sacar la pistola
de Un Asalto de su pistolera, lo cacheó rápidamente en busca de otras armas,
y se volvió a enderezar, satisfecho.
—Miren, quienesquiera que sean, no tengo nada que ver con esto —
susurró la mujer con tensión en la voz—. No soy de aquí. Yo…
—¡Chis! —La figura más cercana la hizo callar con un brusco gesto de
advertencia. El otro se quedó escuchando junto a la puerta durante unos
segundos y luego asintió.
La hicieron salir y la llevaron a un cuarto de baño al otro lado del rellano.
Uno de ellos sacó la llave de la cerradura a la par que la empujaba, con
firmeza pero sin brusquedad, al interior.
—Quédese dentro —murmuró la figura—. Volveremos. —La puerta se
cerró, y la mujer oyó cómo la llave giraba en la cerradura. Luego sólo hubo
silencio.

Fritsch sacudió la cabeza y miró con extravío.


—No sé… Quizá sí. Perro a ella déjenla fuerra de esto.
Bruno lo miró con desprecio.
—Parece que todavía no se te ha metido en la cabeza que no estás en
posición de dictar ningún término —dijo—. Debes dinero, y el plazo de pago
se acabó ya.
—Puedo conseguir el dinerro —protestó Fritsch—. No ha habido suerte
en estos meses… Perro con un poco de tiempo.
—No tienes tiempo, y yo necesito ese barco. Yo seré el que diga cuándo.
—Bruno se interrumpió y miró a su alrededor súbitamente desconcertado—.
¿Qué demonios le ha pasado a Un Asalto? Le dije que trajera a la señora aquí.
Números se encogió de hombros.
—Probablemente haya hecho una parada en el baño.
—¿Para qué? ¿Para decorarlo? Ve y encuéntralo, quieres, Deditos. Haz
que venga.
Deditos asintió y se dispuso a salir, pero cuando alargó la mano hacia la
puerta, uno de los matones del billar la abrió desde el otro lado. Deditos lo
apartó a golpe de hombro y desapareció. Bruno parecía irritado.
—¿Y ahora, qué, Arch? —le preguntó al recién llegado.
Arch hizo un gesto vago en la dirección de la que procedía.

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—Los teléfonos no funcionan, jefe. Creí que debería saberlo.
«Hielo» Bruno miró con furia primero a Números, y luego a Charlie.
—No puede ser… Acabo de hablar con Pete por teléfono. Y tengo que
volver a llamarlo. Ve a comprobarlo, ¿quieres?
Arch se encogió de hombros.
—Ya lo hice. No funcionan.
—¿Y qué hay de la línea privada de mi despacho? —preguntó Bruno.
—No estoy seguro. —Arch sacó la cabeza por el marco de la puerta y
gritó por las escaleras—. Eh, Mack, ¿la línea privada del despacho también
está fuera de servicio? —No hubo respuesta. Lo intentó de nuevo, gritando
más—. Mack, ¿qué pasa contigo? ¿Te has vuelto sordo o qué? —Arch parecía
preocupado—. ¿Estás ahí, Deditos? —gritó. Nada. Volvió a mirar al interior
de la habitación—. No sé qué pasa. Deditos se fue hace sólo un segundo.
Bruno y Números se miraron entre sí. Bruno se levantó con indecisión de
la silla, con la sospecha en la cara.
—Pasa algo raro —murmuró. Echó a un lado de un codazo a Arch y se
quedó mirando al pasillo y a las escaleras que conducían al piso superior. Un
silencio premonitorio lo recibió—: Arch, Números… —Inclinó la cabeza
hacia cada uno de ellos por turno—. Vamos a echar un vistazo. Charlie, tú
quédate aquí con Wally. No quiero que se le ocurra dar un paseíto.
Subieron las escaleras en la dirección que había tomado Deditos. Había
chaquetas colgadas en las paredes de la sala de billar, un par de bebidas a
medio terminar en el borde de la mesa de billar y un cigarrillo todavía ardía
en un cenicero. No había nadie a la vista, y nadie respondió a la llamada de
Bruno.
—¿Tienes hierro? —preguntó Bruno a Números en voz baja.
Números se palpó bajo el brazo.
—Lo dejé colgando de la silla en el despacho —dijo. Arch sacó su propia
pistola y volvió la cabeza para mirar nerviosamente por el corredor. Estaba
vacío.
—Subamos. Tenemos que recoger algo de equipo —dijo Bruno a los otros
dos—. Aquí pasa algo muy raro. —Hizo un gesto a Arch para que fuera
delante y se puso justo detrás de él, permitiendo a Números que cerrara la
retaguardia. Nada se movió a su paso mientras volvían cautelosamente por el
pasillo y las escaleras alfombradas hacia el piso de arriba.
Arch entró en el cubil de Bruno. Ya estaba en el suelo e inconsciente
cuando Bruno entró un segundo después. Encarándose con él por encima del
cuerpo postrado de Arch había una figura alta y amenazadora, vestida de

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negro con lo que parecía un uniforme ajustado y un arnés cinturón del que
colgaba una pistola, un cuchillo, una cuerda enrollada y varias herramientas y
bolsas. Bruno dio un gañido de miedo y volvió corriendo al descansillo.
Números había desaparecido, y una segunda figura con pasamontañas se
apartaba del pasamanos mientras se oía el estruendo de algo pesado
destrozando al caer el mobiliario del piso inferior. Agarraron a Bruno por la
camisa, lo arrastraron hacia su cubil y lo tiraron contra la silla de su escritorio.
Uno de ellos le tiró del pelo de forma que echara la cabeza hacia atrás y le
abofeteó alternativamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda con
una serie de golpes rápidos con la palma de la mano, entonces le dio un golpe
seco bajo el costillar, cortándole la respiración y dejándolo inerme.
Bruno se recuperó dolorosamente, jadeando y gimiendo en busca de aire.
Consiguió enfocar la vista y descubrió a uno de los intrusos sentado en el
sillón del bar, bebiendo cerveza de la botella y comiendo caviar usando como
cubierto la hoja de una daga de doble filo de aspecto maligno. Se había
retirado la capucha hacia atrás revelando un rostro estrábico de cabello rubio
desgreñado y un bigote caído. Sonreía con malicia a Bruno con evidente
placer. El otro, de pie entre el escritorio y el sitio donde Arch había caído
inconsciente, también se había descubierto la cabeza; tenía unos ojos
estrechos y alertas, pómulos altos y parecía peligroso.
—Y ya sólo queda un negrito —dijo Cassidy. Usó la daga para sacar más
caviar de la lata que estaba en el escritorio y se relamió los labios con
aprobación—. Sabes, la verdad es que no deberías entrometerte en cosas que
te sobrepasan, papaíto.
Bruno se quedó boquiabierto durante unos segundos, pero no emitió
sonido alguno. Estaba pálido, y gotas de sudor empezaban a aparecerle en la
frente.
—¿Quiénes sois? ¿De qué va esto? —pudo decir al final. Tragó saliva, se
lamió los labios y miró de uno a otro con temor en los ojos—. Mirad, si he
hecho algo que ha molestado a algún tipo importante de la ciudad o algo así,
no fue intencionado, ¿comprendéis? Podemos arreglar las cosas. No hay
necesidad de malentendidos.
Cassidy sonrió desagradablemente. Tiró la botella vacía a la papelera y
cogió su 45 del cinturón, entrecerrando los ojos mientras alineaba el cañón del
arma con la cabeza de Bruno. Bruno gimoteó incoherentemente de puro
terror. Cassidy apartó la pistola y disparó con indiferencia a una fotografía
enmarcada en la pared de enfrente, desfigurando el rostro de la foto.

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—Podemos dividirnos las operaciones —ofreció Bruno cuando terminó
de llover cristales—. Cincuenta-cincuenta… lo que sea… todo es negociable.
Soy un hombre razonable. —Cassidy disparó a los tinteros que estaban sobre
el escritorio, haciéndolos volar. Evidentemente, Bruno había vuelto a decir la
palabra equivocada. Bruno tragó saliva y miró a Cassidy con una extrañeza
repentina—. Te conozco de algún sitio…
—Somos del Departamento Federal de Licencias de Compañías de
Seguros —le dijo Cassidy—. Especialmente dedicados a los seguros contra
incendios. Hemos tenido muchas quejas de sus clientes. —Disparó un tiro
contra las botellas del bar, otro contra la parte superior del espejo y un tercero
contra el reloj de pared situado al lado de la ventana mientras Bruno se
encogía ante los estampidos y las esquirlas de cristal—. Le comunicamos de
manera oficial que su licencia le ha sido retirada. El Tío Sam tiene una
reputación que mantener, y no ha hecho un buen trabajo para que permanezca
limpia. ¿Pillas el mensaje, papaíto?
Entonces Bruno recordó.
—Esos tipos del muelle en Brooklyn… los que ocuparon el viejo almacén
de Maloney… ¡Estabas con ellos!
—Ahora empiezas a pillar el mensaje —dijo Cassidy.
Los faros de un coche que giraba para tomar el camino de entrada a la
casa iluminaron la ventana durante unos segundos. Entonces un chillido de
pánico sonó justo delante de la puerta, y Ferracini entró detrás de Fritsch y la
mujer que habían encerrado en el baño. Había otras dos chicas con ellos: una
rubia de vistosa permanente vestida con un salto de cama, y una pelirroja muy
maquillada en albornoz. Los ojos de la rubia se le salían de miedo; parecía
que los chillidos eran cosa suya.
—Se puede confiar en Harry para que encuentre a las mujeres —murmuró
Cassidy.
Los ojos de Bruno se abrieron aún más cuando vio a Ferracini.
—Ése también estaba allí. Mirad, sea lo que sea en lo que nos
entrometimos, a partir de ahora nos quedaremos al margen, lo prometo. No
quise…
—Parece que le hemos aguado a alguien sus planes de una velada
romántica —dijo Ferracini, indicando con un movimiento de cabeza a la rubia
y a la pelirroja—. Supongo que forman parte del mobiliario.
—¿Quiénes son los otros dos? —preguntó Cassidy. La mujer parecía
angustiada por los moratones del hombre.

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—Huéspedes involuntarios —dijo Ferracini—. Llegamos justo antes de
que fuera el turno de ella. No cambias de estilo, ¿verdad, Bruno? Quizá sea
hora de que alguien te enseñe una lección sobre la forma de tratar con cortesía
a las mujeres.
La mirada de Cassidy se endureció.
—Bruno empieza a tener algunas arrugas en la cara —comentó—.
Podríamos hacerle el favor de alisarle unas cuantas. Debe de haber una
lavandería con una plancha en algún lugar. —Emitió una risa de regodeo
anticipado, se desovilló del sillón y se puso en pie. Lamson empezó a
acercarse de forma amenazadora. La rubia gritó.
—No —chilló Bruno. Se cayó de la silla y se puso de rodillas, juntando
las manos en un ruego—. Me iré… lo que digáis, ¿vale? No causaré más
problemas. Sólo decidme qué queréis… lo que sea.
—Jamás creí que vería este día —dijo una voz nueva—. No te molestes
en levantarte, Bruno, así estás bien. —Johnny Corneja entró en la habitación,
acompañado de dos de sus colegas. Paddy Ryan estaba detrás de ellos. Johnny
echó un vistazo a su alrededor y silbó—: Chico, ¡estos tipos no se andan con
chiquitas! Han dejado fuera de combate a todo tu ejército, Bruno. Mejor que
estés de ánimo receptivo porque tenemos muchas cosas de las que hablar.
—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Bruno con asombro en la voz—.
¿Cómo es que estás con ellos?
—Tú no eres el que hace las preguntas —le recordó Johnny—. Digamos
simplemente por ahora que metiste las narices en una operación más grande
de lo que jamás comprenderías. La gente que la dirige no está contenta, ¿vale?
—Eso es lo único que le habían dicho; era suficiente. Más faros iluminaron la
habitación desde el camino de entrada. Johnny se volvió hacia Ferracini—.
Ésos deben de ser el resto de los chicos que llegan ahora. Supongo que a
partir de aquí nos podemos encargar de todo nosotros. Si queréis iros ya, por
mí vale. A partir de ahora trataremos principalmente asuntos de familia.
—Probablemente sea lo mejor —dijo Ferracini.
Johnny pasó la mirada sobre las personas que habían llegado con
Ferracini.
—Conozco a esas dos pájaras —dijo, inclinando la cabeza hacia las chicas
de Bruno—. ¿Alguna idea de quiénes son los otros dos?
—Sólo son dos a los que Bruno intentaba intimidar. ¿Quieres que nos los
llevemos?
—Claro, por qué no… Y gracias de nuevo.

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—De nada, ha sido un placer —dijo Ferracini. Miró al hombre y a la
mujer que estaban a su lado—. ¿Queréis que os llevemos en coche?
—Sí… nos trajeron aquí —le dijo el hombre.
—Vamos —dijo Ferracini—, os llevaremos a casa.

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13

La parte posterior del inmueble de la Estación consistía en varios niveles de


espacios compartimentados que el equipo había adaptado como viviendas,
zona recreativa y espacio de trabajo adicional. En la habitación que usaba
como biblioteca de referencia y despacho, Anna Kharkiovitch estaba sentada
frente a una gran mesa de madera cubierta por pilas cuidadosamente
ordenadas y etiquetadas de periódicos, revistas y papeles, inmersa en su ritual
de búsqueda diaria de discrepancias en las noticias entre el presente y los
registros de su futuro. Al lado de la silla había un carro metálico con una serie
de cajones de microfilmes y un visor en la parte superior.
Su rostro era sombrío mientras trabajaba. Claramente, el pasado en el que
estaban difería de forma sutil del pasado que había sido registrado en el futuro
del que procedían. Si eso era cierto, como Mortimer Greene había señalado, el
propósito de la misión era cambiar el futuro, y tal propósito no se podría
conseguir sin cambiar los sucesos que llevaban a ese futuro; pero Anna
descubría cambios que no podían, por mucho que esforzara su imaginación,
achacarse a nada que hubiera hecho el equipo. No tenía sentido. ¿Cómo
podían afectar a esas cosas por su mera presencia? Greene intentaba parecer
imperturbable, pero Anna lo interpretaba como un valiente esfuerzo por su
parte de poner buena cara ante el equipo para evitar desmoralizarlo. Había
confiado sus preocupaciones a Gordon Selby, y también él admitía que no
estaba precisamente contento con la situación.
Los periódicos de los últimos días traían historias sobre la visita oficial
del rey Jorge VI de Inglaterra y la reina Isabel a Canadá, donde habían
conocido a las quintillizas Dionea, de cinco años de edad. Ahora se hacían
preparativos para la llegada inminente de la pareja real a los EE. UU. como
invitados del presidente Roosevelt. Como quedó registrado en el mundo de
Proteo, la misma princesa Choctaw-Chicasaw contaría historias de los indios
americanos en la fiesta que tendría lugar en Hyde Park, y Katie Smith y Alan
Lomax cantarían después de la cena oficial.

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Anna se preguntaba si la visita estaba concebida como una demostración
de solidaridad angloamericana para que Hitler se lo pensara dos veces. Si era
así, sin embargo, al que se le había ocurrido la idea seguía sin entender a
Hitler. Incluso la mayoría de los alemanes no entendían a Hitler. Anna había
hablado con Kurt Scholder desde su llegada a los Estados Unidos con
Winslade, y éste había admitido su fracaso a la hora de hacer efectivos
cambios reales hasta el momento en los preparativos de defensa de los
ingleses para la guerra.
—Es como el cuento de los tres cerditos, están construyendo una casita de
paja para mantener fuera al lobo malo —había dicho Scholder. Hubiera sido
hilarante de no ser tan terrible.
Winston Churchill, un firme monárquico que había estado
incondicionalmente de parte del hermano del rey, Eduardo, en la crisis de
abdicación de 1936, quería contarle al rey la existencia de la Operación
Proteo, y usar la visita real para poner al presidente Roosevelt al tanto del
secreto. Winslade, sin embargo, había vetado la proposición. Sus órdenes,
según afirmaba, consistían en dejar las relaciones angloamericanas en manos
de las personas adecuadas una vez establecido el contacto con 1975.
Pero en realidad Winslade estaba preocupado por la seguridad, le había
dicho Scholder a Anna. Aunque las entrevistas en Canadá a principios de los
setenta con las hijas del rey, Isabel y Margarita, no mostraban ninguna razón
para dudar del rey, Winslade era reluctante a involucrar a ningún miembro de
la aristocracia o la realeza europeas. La red de árboles familiares y conexiones
sociales era, simplemente, demasiado incierta para ser de fiar; pero no quiso
ofender a Churchill diciéndoselo.
Todo era tan complicado. Anna suspiró y volvió su atención al periódico
que estudiaba. Una disputa entre el líder sindicalista John L. Lewis y la señora
ministra de Trabajo, Frances Perkins, sobre un nuevo contrato había ocurrido
de la misma forma que en el mundo de Proteo; Clark Gable y Carole
Lombard habían anunciado su boda sorpresa en Arizona; tal y como había
ocurrido antes; y el desfile de la victoria de Franco en Madrid también ocurrió
de igual forma que en los registros históricos. Pero entonces Anna encontró
un dato diferente: en sus archivos, el general Malin Craig, Jefe del Estado
Mayor del Ejército de los Estados Unidos, había terminado su carrera en
agosto, tras 41 años de servicio; ahora, sin embargo, se había retirado de
manera temprana, en mayo, y había sido reemplazado por alguien llamado
George C. Marshall. Anna hizo un gesto de desesperación con la cabeza.
Proteo no podía ser responsable de algo así. No tenía sentido ni razón de ser,

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ningún patrón discernible. Escribió los detalles y las diferencias en sus notas y
pasó a otra página.
Inmediatamente, un titular en la sección de «Sucesos» atrajo su atención
con la frase DEMASIADO CALIENTE PARA EL HOMBRE DE HIELO. El
artículo no aparecía en el mismo ejemplar de 1939 que Anna conocía.
Extendió la página y leyó:

El comisario de Policía de Nueva York contó a los reporteros ayer


que una guerra de bandas puede haber librado a la ciudad de uno de
sus indeseables más notorios, Bruno «Hielo» Verucin, de quien se
sospechaba que estaba involucrado desde hacía mucho en estafas de
apuestas y extorsiones. Según informadores del hampa, Verucin
habría sido expulsado de la ciudad por sus rivales, y todo su negocio
habría quedado en ruinas.
La noticia llegó tras un asombroso asalto en el más puro estilo
«Batman» a la mansión de Verucin en Pelham, fuertemente
custodiada. Los misteriosos intrusos vestidos de negro, que desafiaron
defensas supuestamente impenetrables, escalaron muros y paredes y
entraron en la casa para capturar a Verucin, mandaron al hospital a
cuatro de sus matones pistoleros.
Verucin, de cincuenta y dos años, famoso por su supuesta
vinculación con…

El artículo proseguía dando detalles de la anterior carrera criminal de


Verucin y supuestas actividades recientes antes de volver a lo ocurrido en
Pelham.
Algo en la fotografía que acompañaba al artículo atrajo la atención de
Anna. La cara le resultaba familiar, pero no podía ubicarla. Sacudió la cabeza
y continuó leyendo.

La señorita Sally Jackson, una de las invitadas de Verucin que


estaba presente en el momento del incidente, describió a los asaltantes
como «terribles, como salidos de un cómic, ya sabe, como esos tipos
que siempre van con máscaras y capas y ese tipo de cosas. Todos eran
enormes, de dos metros diez de alto, como mínimo, e iban vestidos de
negro con todo tipo de cosas colgando por todas partes, como los
pilotos de aeroplanos en las películas. Creo que llevaban cascos y
gafas de aviador… Sí, eso es, llevaban cascos y gafas de aviador.
Deben de haber saltado en paracaídas hasta el tejado».

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Eso le recordó a Anna las películas de entrenamiento de las unidades de
Operaciones Especiales que había visto. Se enderezó en su silla; sus ojos se
estrecharon pensativamente de manera súbita y volvió a contemplar la foto.
Entonces dejó el periódico, se levantó y salió de la habitación.
En el piso de abajo, en la gran mesa en medio del área que servía de
comedor y de área recreativa, Cassidy recogía las cartas que Ferracini le había
repartido y las extendió en abanico.
—El problema de los alemanes, Harry, es que son como robots —dijo
mientras inspeccionaba la mano que le había tocado—. Sólo son felices si
tienen a alguien que les diga lo que tienen que hacer. En caso contrario, no
sabrían encontrarse sus propios culos usando las dos manos, y empiezan a
preocuparse, ¿entiendes lo que te digo?
—Yo diría que se trata más bien de una abdicación de la responsabilidad
—repuso Ferracini—. Que el líder tome todas las decisiones. Y si todo se va
al carajo, pues bueno, no es culpa tuya.
Cassidy frunció el entrecejo a las cartas que sostenía en la mano.
—Dime, Harry, ¿has estado yendo a clase a escondidas?… De todas
formas, les hubiera ido mejor si les hubiesen pegado un tiro a sus líderes tan
pronto como empezaron a pasarse de la raya. Eso fue lo que los rusos hicieron
con los suyos. No fue culpa suya si el grupito que acabó al mando era aún
peor que el grupito del que se libraron. Al menos intentaron hacer algo. Ya
sabes, Harry, en cierto modo, los rusos me caen bien.
El capitán Edward Payne, el médico de la misión, químico industrial y
oficial al mando de la seguridad de la Estación, estaba apoltronado en un
sillón en una esquina. Sobre las rodillas tenía un catálogo de la Feria Mundial
de Nueva York, que había abierto hacía un mes en Flushing, al norte de Long
Island, en celebración del 150 aniversario de la inauguración de George
Washington. Él y Gordon Selby tenían planeado hacer una visita cuando
tuvieran tiempo.
La exposición cubría 500 hectáreas y había costado 125 millones de
dólares, según leyó Payne mientras pasaba las páginas. El área estaba dividida
en diferentes zonas, cada una dedicada a una descripción particular de un
campo del progreso y la civilización. Había una Sala del Transporte, una Sala
de las Comunicaciones… de la Producción, de Salud y Bienestar Público, de
Gobierno, Educación, Ocio y Entretenimiento… todo ello diseñado para
reforzar el tema central subyacente a la exposición: «Construyendo el Mundo
del Mañana». La intención, según explicaba la introducción, era demostrar la
importancia de los logros científicos y materiales de hoy en día y cómo éstos

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permitirían al mundo vivir y trabajar en armonía; es decir, proporcionar una
interpretación del mundo moderno y adónde llevaría. Había un Edificio
Temático Central, donde los visitantes se desplazaban en una plataforma
móvil que les mostraba el Mundo del Mañana.
Payne resopló. Los visitantes no verían un ataque de bombarderos pesados
japoneses sobre Calcuta, un campo de mano de obra esclava en Siberia, los
campos petrolíferos del Medio Oriente o los grotescos experimentos médicos
realizados sin anestesia por supuestos médicos nazis.
Pese a las fanfarronadas de Cassidy y Ferracini sobre las cartas que tenían,
los ánimos en la Estación estaban tensos. Anna estaba en el piso de arriba, sin
duda inmersa en su trabajo; Selby estaba atrincherado detrás de su ejemplar
del New York Times, cerca de la cafetera; Ryan escuchaba sin expresión en el
rostro la radio que en ese momento retransmitía Amos and Andy; y Lamson
desmontaba, limpiaba y reensamblaba su pistola por tercera vez esa mañana.
Nadie quería admitir el nerviosismo que sentían mientras esperaban a oír el
resultado de la conferencia que tenía lugar en ese momento en la oficina
delantera entre Winslade, Greene, Scholder y el comandante Warren. Pero al
mismo tiempo, ninguno de ellos podía fingir indiferencia. Todos sabían que
todos lo sabían.
Algo había ido muy mal con el proyecto. La misión debía haber
contactado con su propia época, y eso no había ocurrido. Ahora quedaba claro
que la comunicación con 1975 no había sido una conexión con ellos, porque
al final nada había ocurrido.
Payne era médico, no físico o filósofo, pero le parecía que la explicación
tenía que estar en la existencia de no sólo un mundo, sino muchos, todos ellos
diferenciados mediante variables que iban de lo apenas perceptible a lo
completamente diferente. Si era así, ¿podía la máquina de 1975 haber
contactado con el mundo equivocado? Se frotó la barbilla y se quedó mirando
su libro mientras pensaba en ello. Pero si eso era cierto, ¿cómo podía entonces
el pasado del otro mundo tener un equipo Proteo? Se había enviado un único
grupo, y ese grupo estaba aquí, en este mundo. No, la explicación no tenía
sentido. Nada tenía sentido.
Se oyó el sonido de unos pasos en las escaleras de madera fuera de la
habitación y al cabo de unos segundos apareció Anna.
—Y aquí tenemos a una de mis rusas favoritas —dijo Cassidy, alzando la
mirada—. ¿Vuelves a hacer horas extra, Annie? Vamos, siéntate. Te
enseñaremos a jugar a las cartas.

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—Gracias, pero otra vez será. Tengo que hacer otra comprobación de
precipitaciones, me temo.
Cassidy suspiró.
—Estoy perdiendo mi encanto, Harry. Mira, tú eres mi mejor amigo.
Dime la verdad… ¿Es que uso el jabón equivocado?
Anna sonrió y se dirigió hacia Payne:
—¿Estás ocupado, Ed? —preguntó.
Payne la miró desde el sillón.
—No, sólo estoy matando el tiempo, como todos. ¿Por qué?
—Me gustaría echar un vistazo a algunas de las imágenes de las cámaras
de vigilancia de hace unas semanas.
Payne dudó durante un segundo, luego asintió, dejó el catálogo que estaba
leyendo y se levantó. Siguió a Anna fuera del comedor por el pasillo del
exterior. Llegaron a una puerta, que Payne abrió con su llave para revelar otra
oficina.
—¿Películas o fotogramas?
—Los fotogramas servirán —respondió Anna—. Estoy interesada en esos
gánsteres que estuvieron por aquí… los que hablaron con Mortimer. Me
gustaría especialmente volver a ver a su líder.
Payne fue hacia unos archivadores metálicos y abrió el cajón de arriba
para sacar un índice.
—Debe de haber ya unas cuantas tomas ampliadas de las caras de esos
tipos —murmuró mientras examinaba una de las hojas—. Pues sí, aquí están.
—Abrió otro cajón y pasó varias carpetas, deteniéndose en una para sacar un
sobre que contenía ampliaciones de las fotos tomadas por las cámaras de
seguridad ocultas por todo el edificio—. Sólo por curiosidad, ¿para qué las
quieres? —preguntó mientras entregaba el sobre a Anna. Su voz parecía tener
algo más que simple curiosidad, pero ella fingió no darse cuenta.
—Sólo quiero comprobar una cosa —replicó Anna de forma evasiva—.
Gracias, Ed. Te las devolveré en cuanto termine con ellas.
Se llevó el sobre a la oficina del piso de arriba. Una vez allí, se sentó
frente a la mesa, sacó las fotos y comparó un par de ellas que mostraban a
Labios Gruesos con la imagen que acompañaba al artículo que había leído
antes. No había duda: Labios Gruesos era Bruno «Hielo» Verucin.
Anna se reclinó en la silla y reflexionó sobre lo que podría significar eso.
Pese a sus ocasionales manías, los soldados tenían un sincero aprecio por
Mortimer Greene, cosa que era de esperar, ya que la incapacidad para ganarse
su respeto lo hubiera inhabilitado para la misión en primer lugar. Y no había

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duda de que los muchachos se cabrearon ante la desfachatez de Labios
Gruesos, especialmente Cassidy; pero eso por sí solo no constituiría razón
suficiente. Anna no se imaginaba a unos soldados entrenados según los
estándares de disciplina de Operaciones Especiales convirtiendo un asunto así
en algo personal. Tenía que haber otra cosa. Y empezaba a sospechar que no
era la primera en ver la conexión. Había visto la expresión de Payne cuando le
dijo qué fotos quería.
El zumbido del intercomunicador a un lado de la mesa interrumpió sus
pensamientos. Alargó una mano y apretó un botón:
—¿Sí?
—Anna, soy yo, Ed, otra vez. —La voz de Payne crujía en el
intercomunicador—. Claud y los demás acaban de salir. Quieren que todo el
mundo esté presente en el comedor. ¿Podrías bajar, por favor?
—Sí, por supuesto. Te llevo las fotos también. He visto lo que quería
comprobar. Te veo en un momento. —Apagó el intercomunicador.
Y entonces, justo cuando se levantaba de su silla, Anna recordó oír a
Ferracini y Cassidy hablando sobre cómo el mismo Labios Gruesos y sus
colegas le dieron una paliza a unos amigos suyos en el club que frecuentaban
en Nueva York. Uno de esos amigos era una mujer, y Ferracini en esa ocasión
hablaba con una indignación muy poco característica de él, más indignado de
lo que un soldado de Operaciones Especiales debería permitirse.
—Ah, así que era eso —dijo Anna suavemente para sí, sonriendo mientras
devolvía las fotos al interior del sobre—. Debe de ser toda una mujer.
Ya que todo parecía haber salido bien, no veía sentido en armar
escándalo. Pero no todo el mundo, por supuesto, podría pensar lo mismo.
Recogió el sobre y salió de la oficina para bajar al piso de abajo.

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Anna volvió al comedor para descubrir que los reunidos en la oficina


delantera ya estaban allí esperándola. Kurt Scholder había tomado asiento al
lado de Selby; Mortimer Greene estaba junto a la puerta; y el comandante
Warren había acercado una silla a la mesa en la que Ferracini y Cassidy
habían estado jugando a las cartas. Winslade paseaba en círculos en el espacio
libre en el centro de la habitación mientras Anna buscaba donde sentarse.
Winslade llevaba una pajarita a topos, al estilo favorito de Churchill, que
Winslade había adoptado como suyo, pero por una vez sus maneras no hacían
juego con la excéntrica jovialidad de su forma de vestir. Los demás esperaron
y observaron en silencio. Al fin se detuvo y se enfrentó a ellos directamente.
Su expresión era seria.
—El mes pasado —comenzó—, Hitler y Mussolini anunciaron la alianza
militar completa que esperábamos, a la que llaman «el Pacto de Acero». Es un
compromiso de ayuda mutua bélica en caso de que uno entre en guerra y
además es una afirmación de una política común de conquista y dominación.
Un día después, el 23 de mayo, suponiendo que las cosas siguieran el curso
que nos es familiar, Hitler debería haber celebrado una reunión con sus jefes
militares en Berlín y les habría dicho sin ambages que la guerra es inevitable
si querían obtener mayores éxitos. De hecho, su «Fall Weiss», los planes para
la invasión de Polonia, ya habrían sido enviados al Jefe del Estado Mayor.
Danzig era sólo un pretexto. Las decisiones que harán que Europa se hunda
en la catástrofe de agosto ya se han tomado.
Winslade hizo un gesto breve de indefensión y pasó la vista sobre todos
los presentes.
—El propósito de esta misión era doble. Primero, construir un portal de
regreso aquí, en los Estados Unidos, para contrarrestar las fuerzas que actúan
detrás de Hitler. Segundo, y más urgente, conseguir una mejoría de las
situaciones de Inglaterra y Francia. —Inhaló profundamente, aguantó el
aliento durante uno o dos segundos y luego exhaló bruscamente—. Es mi
deber comunicarles, oficialmente, que parece que hemos fracasado en ambos

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objetivos. No podemos pretender que los resultados de nuestros esfuerzos en
Europa no sean otra cosa más que, simplemente, frustrantes. Y en cuanto a la
situación de aquí, todos la conocen. No se ha podido establecer la
comunicación con 1975 de la manera esperada, y nos vemos obligados a
considerar la posibilidad de que no podamos establecerla jamás.
Winslade cerró la boca con fuerza y devolvió la mirada a su audiencia con
cara impávida, esperando a que las implicaciones reales de sus palabras
hicieran efecto. El silencio se adueñó de la habitación durante unos instantes,
roto bruscamente por el sonido que hizo Floyd Lamson al romper el lápiz que
tenía en la boca de un mordisco. Gordon Selby y Anna se quedaron mirando
al suelo; era tal y como venían sospechando desde hacía algún tiempo. Ryan
parecía mareado.
El capitán Payne se llevó las puntas de los dedos a las cejas y sacudió la
cabeza.
—Entonces cómo… Si el canal piloto no está abierto, eso significa que
tampoco seremos capaces de poner en funcionamiento la transferencia
principal.
Winslade asintió con brusquedad.
—Cierto.
La primera reacción de Ferracini fue una helada incapacidad para
comprenderlo. La idea penetraría lentamente, a su tiempo. A un nivel racional
sabía lo que significaban las palabras, pero en un nivel emocional se sentía
separado de la escena, buscando inconscientemente cualquier distracción. Y
de repente, la expresión en la cara de Cassidy, esa mandíbula flácida y
colgando, esos ojos completamente abiertos por la conmoción, le parecieron
desternillantes.
—Eh, vaquero, después de todo puede que no nos envíes esas postales
desde las Bahamas —se oyó decir a sí mismo. Cassidy se lo quedó mirando
boquiabierto, pero por el momento estaba demasiado estupefacto para
responder.
Mortimer Greene asintió.
—Harry lo ha pillado. Lo que Claud dice es que puede que no haya forma
de volver.
Winslade los contempló sin parpadear detrás de sus anteojos.
—Sí, y para estar seguro de que no hay ideas equivocadas, dejadme que
os lo deletree. A cinco mil kilómetros de aquí cruzando el océano, la
maquinaria nazi avanza día a día inexorablemente hacia la guerra. Los planes
están trazados. Los generales que se oponían a ellos han sido reemplazados.

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El ejército alemán consta ahora de cincuenta y una divisiones, nueve de ellas
blindadas, tras sólo cuatro años. Al viejo ejército imperial británico le llevó
dieciséis años antes de 1914 pasar de cuarenta y tres divisiones a cincuenta.
En ese mismo período, la Luftwaffe ha pasado de nada a veintiún escuadrones
y doscientos sesenta hombres. Y como respaldo, Hitler tiene el apoyo de una
época que está a cincuenta años por delante de la nuestra.
»¿Y qué tenemos para detenerlos? Hagamos planes para lo peor, como es
nuestro deber, y asumamos que la situación del portal de regreso no cambiará.
—Winslade abrió los brazos e hizo oscilar su cuerpo a izquierda y derecha,
apelando a todos los presentes—. Sólo nos tenemos a nosotros mismos, once
personas aquí, y a Arthur Bannering en Inglaterra, para hacer lo que podamos
con una Francia que seguramente ya está perdida por su derrotismo, una
Inglaterra apática y cansada, una Rusia cínica y paranoica, y un avestruz
americano que sigue sin comprender que la amenaza es global. —Se encogió
de hombros y mostró las palmas de las manos—. No habrá ninguna de ayuda
de 1975. Ningún Kennedy con un grupo preparado esperando para tomar el
control, ningún refuerzo militar, ningún tipo de armamento avanzado para
contrarrestar las bombas atómicas de Hitler. Estamos solos.
La mente de Ferracini se tambaleó por la conmoción. Al menos nadie
podría acusar a Claud de no describir las cosas como eran. Esa era la forma de
ser de Winslade, según había aprendido en el pasado. Winslade pintaba el
más negro de los futuros a las personas, dejándolas desoladas, y luego las
volvía a poner en pie, poco a poco, de tal forma que la única esperanza
posible era la que el propio Winslade ofrecía. Así era como había convencido
a la mayoría de unirse a la misión en un principio.
Gordon Selby se pasó la mano por su pelo negro ondulado y miró a
Scholder.
—¿Es definitivo, Kurt? —dijo—. ¿No tenemos idea de lo que ha ido mal
en realidad?
—Bueno, no estamos seguros, de todas formas —replicó Scholder, con un
tono curioso en la voz—. Pero creemos que puede haber una forma de arrojar
algo de luz sobre el misterio.
Ferracini se percató de que en los ojos de Winslade comenzaba a brillar
un destello. De repente, vio cómo el viejo truco de magia se ponía en marcha
otra vez: toda esperanza desaparecía en una nubecilla de humo en una mano,
y luego aparecían indicios de que había algo importante escondido en la otra.
Anna Kharkiovitch también lo había visto.

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—¿Qué nos quieres decir, Claud? —exigió—. ¿Que todavía hay algo que
podemos hacer después de todo? ¿En serio? Pero ¿por dónde empezamos?
Hay tan poco tiempo…
Gordon Selby preguntó:
—¿Qué quiere decir Kurt con eso de que hay una forma de arrojar luz
sobre el misterio? ¿Cómo? Creía que Mortimer había dicho ayer que
necesitaríamos un Einstein o algo así para descubrir qué había pasado.
Winslade sonrió repentinamente.
—¡Justo en el blanco, Gordon! ¡Eso es lo que haremos, meter a Einstein
en el fregado!
—¿Cómo? —Selby parpadeó desconcertado.
Y Winslade hizo aparecer el conejo.
—Einstein está justo al otro lado de la bahía, en Princeton, ¿no es cierto?
Y el propósito de la misión era contactar con Roosevelt y el presente gobierno
de los Estados Unidos, ¿no? Bueno, pues aunque no podamos poner a JFK al
teléfono, podemos presentarnos e ir a hablar con Roosevelt nosotros mismos,
de todas formas. Y a través de él, estaremos en posición de hacer que toda la
comunidad científica de los Estados Unidos trabaje para nosotros si hiciera
falta.
Como si esa fuera su señal para intervenir, Greene se apartó de la puerta y
se puso al lado de Winslade.
—El trabajo de construcción del portal continuará hasta que esté
terminado, lo que significa que todos tenemos mucho trabajo —anunció—. El
comandante Warren os dará los nuevos turnos y horarios esta tarde. ¿Alguna
pregunta más?
Era como un aplazamiento de último minuto de una sentencia de muerte.
Repentinamente, todo parecía que había vuelto a la normalidad de los últimos
cinco meses. Todo el mundo empezó a hablar cuando un ánimo de alivio y
entusiasmo por volver al trabajo se apoderó de ellos.
—¿Cómo vamos a contactar con Einstein? —preguntó Payne.
—Todavía no estamos seguros —replicó Greene—. No es fácil. No
puedes ponerte en contacto por teléfono. La centralita de Princeton tiene
órdenes estrictas de proteger su privacidad. Reciben llamadas de chalados
todo el tiempo.
—¿Por qué no le enviamos una carta como hicimos con Churchill? —
sugirió Ryan.
—No estamos seguros de que sea un buen método, Paddy —dijo
Winslade—. Einstein es el profesor distraído que creó el arquetipo. Recibe

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montañas de correo. ¿Quién sabe quién abre su correo, o qué parte termina en
sus manos al final, o qué ocurre con la mitad de lo que sí le llega? Cuando
vino a los Estados Unidos en 1933 se perdió una cena en la Casa Blanca
porque jamás llegó a leer la invitación del presidente.
—¡Estás de coña!
—Pues no. En otra ocasión, usó un cheque de un premio de 1500 dólares
para marcar un libro, y los perdió a ambos, el libro y el cheque.
—Sería mejor contactar con Roosevelt primero —propuso Anna.
—Puede que sea lo que tengamos que hacer —concedió Winslade—. Pero
llegar hasta el presidente no es la cosa más fácil del mundo, tampoco.
Churchill era accesible porque era un ciudadano particular. Pero estamos
considerando varias posibilidades.
Winslade parecía más animado, sus gestos más vivaces.
—Nuestro segundo objetivo era mejorar el estado de preparación de
Europa. Ya que parece que tendremos que apañárnoslas solos por el
momento, una alianza militar entre Occidente y Rusia es más importante que
nunca. Ésa es una de las razones por las que Arthur se quedó en Inglaterra.
Como los contactos con los rusos se han convertido de repente en un asunto
tan importante, puede que terminemos enviándote allí también, Anna, para
que trabajes con Arthur y Churchill. Están intentando que el gobierno envíe a
Eden a Moscú en vez de a Strang.
En el mundo de Proteo, las conversaciones con los rusos se habían
estancado debido a la negativa de Polonia, Rumania y los estados bálticos a
permitir el paso de las tropas rusas por sus fronteras, lo que hacía difícil
hablar en serio sobre la ayuda rusa en caso de ataque nazi. En un esfuerzo por
salir del atolladero, Molotov había pedido a Lord Halifax, el ministro de
Asuntos Exteriores británico, que se involucrara personalmente. Halifax había
declinado, sin embargo, y había enviado a un funcionario relativamente
inexperto del Ministerio, que tenía poderes limitados de negociación y que
constantemente tenía que contactar con Londres para que le dieran
instrucciones.
—¿Por eso dejasteis a Arthur allí? —preguntó Anna, con el ceño fruncido.
—Sí —replicó Winslade.
El fruncimiento de Anna se hizo más marcado. Sabía que la directiva de
Winslade por parte del presidente Kennedy en el mundo de Proteo no decía
nada sobre intentar enviar a Eden en lugar de Strang. Por tanto, esa idea tenía
que ser algo que Winslade había improvisado por su cuenta. Pero si ésa era la
razón por la que había dejado a Bannering en Londres, entonces Winslade

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debía haber sabido que el portal no funcionaría, o al menos se lo imaginaba,
incluso antes de volver a los Estados Unidos. De repente, Anna se preguntó
qué más sabía Winslade que se guardaba para sí.
Cuando la reunión terminó, Scholder y el comandante Warren se
quedaron hablando en el comedor, mientras Winslade y Mortimer Greene
volvían a la oficina delantera. Winslade cerró la puerta, se sirvió algo de café
de la jarra que había en un rincón y se sentó, dejándose caer pesadamente en
la silla del escritorio.
—No me esperaba que saliera tan bien, Claud —confesó Greene—. Es
agradable ver que no pierdes el control. —Winslade sacó un puro y miró de
forma ausente un gran mapa del mundo clavado con chinchetas en la pared.
Greene sorbió su café—. ¿Crees que Einstein será capaz de hacer algo al
respecto? —Sonaba inseguro.
—¿Quién sabe? —replicó Winslade—. Lo que si sé seguro es que si no
compras un billete no puedes ganar la lotería.
La respuesta no era exactamente reconfortante.
—¿Y si no puede ayudarnos? —preguntó Greene.
Winslade dejó de mirar la pared y contempló a Greene a través de sus
anteojos semicirculares.
—Bueno, supongamos, sólo como hipótesis a debatir, que no puede
ayudarnos, ¿cómo te sentirías al respecto?
—¿Personalmente, quieres decir?
—Sí.
Greene dio otro sorbo a su café.
—Pensé mucho sobre ello mientras esperaba a que Kurt y tú volvierais de
Inglaterra —dijo—. Y sabes, Claud, cuanto más pienso en ello, más me
pregunto si es tan mala cosa, después de todo. No tengo vínculos reales con
1975. Mi esposa murió ocho años antes de que partiéramos, como ya sabes.
No tuvimos hijos, y no tenía mucho contacto con el resto de mis parientes, si
sabes lo que quiero decir… a la mayoría no los he visto en años. Supongo que
me convertí en una especie de eremita académico, concentrándome en las
matemáticas y en enseñar a los estudiantes —resopló para sí mismo—. Puede
que fueran mi familia sustituía.
—Ninguno de ellos tiene grandes vínculos con el futuro —comentó
Winslade—. Eso que Cassidy le cuenta a todo el mundo acerca de su
prometida no es tan serio como quiere hacernos creer, ya sabes. De hecho,
estará mejor si se quita eso de encima.
Greene sólo escuchaba a medias.

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—Pero ¿qué sentido tiene preocuparse por ayudar a los estudiantes en ese
mundo? —prosiguió de manera distante—. ¿Qué propósito digno le quedaba
a la ciencia allí? Al menos aquí tenemos una oportunidad.
—¿Eso es todo? —preguntó Winslade. Su tono indicaba que eso no
debería ser todo.
Greene contempló su taza de café. Cuando volvió a alzar la mirada había
un destello de dureza en sus ojos y su boca era una línea tensa.
—No, Claud, no lo es —dijo—. Todo estaba perdido en ese mundo. Oh,
sí, Norteamérica lucharía en la mejor tradición del honor y todo eso, pero era
un gesto inútil. Nuestra forma de vida estaba acabada.
»Pero aquí las cosas son diferentes. Sí, hay problemas, pero no todo está
perdido. No me preguntes cómo, pero puede que haya una forma de detener a
los nazis. —Greene dejó caer bruscamente la mano con la palma hacia abajo
sobre el escritorio—. Maldición, Claud, después de las cosas que hemos visto,
lucharía con uñas y dientes si fuera necesario. Al menos en este mundo
tenemos algo por lo que vale la pena luchar, para variar… una oportunidad de
que las cosas sucedan de forma diferente. E incluso si no funciona, al menos
desapareceremos con nuestro orgullo intacto. ¿Cómo podríamos decir eso en
un mundo que se ha rendido cobardemente?
Winslade parecía satisfecho.
—Al final, los demás verán las cosas de esa manera —dijo—. De hecho,
subconscientemente, la mayoría ya lo acepta así. Y si el doctor Einstein les da
una explicación aceptable de lo ocurrido mientras se adaptan a la perspectiva,
entonces nos habrá sido de mucha ayuda.
Greene pareció volverse aprensivo de repente.
—Pero ¿vamos a intentar contactar con él de verdad? —dijo—. Quiero
decir que eso es lo que le prometiste a los soldados. Y además, simplemente
no podemos dejar pasar la oportunidad.
—Sí, no te preocupes, Mortimer —dijo Winslade tranquilizadoramente—.
Después de todo, quién sabe… puede que tengamos un billete premiado.
Hubo un breve silencio mientras Winslade encendía al fin su puro. Greene
se reclinó en la silla y miró hacia la puerta.
—Vale, así que cambiando de tema, ¿qué vamos a hacer con el asunto
Verucin? —preguntó.
Winslade exhaló una bocanada de humo azul.
—Supongo que no hay duda de que fue nuestra gente la que lo hizo —
dijo.

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—Ninguna duda —Greene hizo un gesto hacia un periódico que yacía
abierto sobre una de las bandejas del escritorio—. Comparamos con las
imágenes de las cámaras de vigilancia, pero la verdad es que no tenía duda
alguna; ése es Verucin. Nadie ha venido a cobrar el alquiler del primer mes.
Ocurrió cuando se detuvo el trabajo en la máquina y les concedí tiempo libre
extra. El inventario de munición muestra que faltan cinco balas del calibre 45
que no aparecen justificadas por ninguna parte.
—Y todavía insistes en que quieres una investigación completa y
sanciones disciplinarias —dijo Winslade.
—No puedes decir en serio eso de dejar pasar el asunto —protestó Greene
—. Quiero decir, es una violación completa de todas las normas del
reglamento que se te ocurran, y además en medio de una misión como ésta…
Y luego hay que tener en cuenta a Harvey Warren. Es el oficial militar de
mayor graduación. ¿Cómo se supone que mantendrá su autoridad si no
hacemos nada al respecto? ¿Qué ocurrirá con su imagen profesional?
—Sin mencionar la tuya, por supuesto —recalcó Winslade en tono
contenido.
Greene empezó a protestar, pero se contuvo cuando vio lo fútil de sus
pretensiones.
—Sí —dijo sacando el mentón hacia delante—, la mía también.
Winslade le dio la espalda al mapa que había estado contemplando y dio
caladas a su puro.
—No hay razón para suponer que creen que lo sabemos —señaló.
Greene puso cara de contrariedad. Era cierto, pero la imagen claramente
estaba lejos de satisfacerle.
—Mira —dijo—, hacer que el grupo Azúcar funcione a la perfección es
mi trabajo. ¿Cómo se supone que voy a hacerlo si dejamos que cualquiera
vaya y se monte su propia guerra privada cuando le venga en gana?
—¿Supondría alguna diferencia si te dijera que los soldados de
Operaciones Especiales no son sólo autómatas mecánicos producidos en serie
por la maquinaria militar? —dijo Winslade—. He trabajado con ellos durante
años. Han sido seleccionados y entrenados para que tengan independencia e
iniciativa. La disciplina tradicional no funciona bien con ellos. Intentar
afirmar la autoridad mediante la imposición sólo genera descontento.
—¿Y cómo consigues entonces el respeto de esa gente? —replicó Greene.
—Mostrando respeto por ellos.
—¿Por comportarse como gánsteres y por poner en peligro toda la
misión?

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—No. Por ser seres humanos pensantes y con sentimientos, y no zombis
sin mente como las creaciones de la SS.
Greene se le quedó mirando lóbregamente.
—No estoy seguro de ver adónde quieres llegar —dijo a regañadientes. Su
tono indicaba que sí que lo veía, pero que no estaba dispuesto a admitirlo de
pronto.
Winslade le ayudó aceptando el comentario al pie de la letra.
—Intenta entender la frustración que han sentido esos hombres —dijo—.
Han visto con sus propios ojos los resultados de la conquista nazi y para ellos
el mensaje que transmite lo que está ocurriendo en Europa es obvio. Pero
tienen que soportar ver el espectáculo de los líderes del mundo occidental
haciendo fila para inclinarse y hacer reverencias hasta el suelo delante de los
dictadores, y no hay nada que puedan hacer al respecto.
»Pero sí podían hacer algo respecto a ese otro Hitler, Bruno. Hace unos
minutos, Mortimer, hablaste de orgullo propio. Los soldados también tienen
el suyo. ¿Cómo pueden condenar el fracaso de los líderes mundiales a la hora
de resistirse a las intimidaciones, y al mismo tiempo permanecer de brazos
cruzados cuando sus amigos eran víctimas de la intimidación? Verás, tenían
que hacerlo. Si no fueran así, no habrían sido elegidos para esta misión, para
empezar.
Greene miró a Winslade a los ojos dubitativamente durante unos
segundos. Al final, dio un resignado asentimiento con la cabeza.
—Vale, Claud, todavía no me has convencido del todo, pero seguiré la
corriente y fingiré que no lo sabemos. Pero ¿qué pasa con Harvey Warren? Es
mi segundo al mando. ¿Será capaz de aceptarlo sin que crea que su autoridad
ha sido menoscabada?
—Hablaré con él esta tarde —prometió Winslade.
El ambiente en la habitación se había despejado considerablemente.
—Debo decir que me hubiera gustado verlo —dijo Winslade, soltando
una risilla repentina—. ¿Sabemos quiénes estuvieron involucrados?
Greene se frotó el bigote con los nudillos.
—Harvey cree que Ferracini estaba metido en ello por la forma en que
reaccionó cuando golpearon a la chica en el club —dijo—. Muy
probablemente fue el instigador. Y también es cierto que hace meses que está
a punto de estallar.
—Mmm, así es Harry, sí —admitió Winslade—. Y eso implicaría de
forma automática a Cassidy también. Aparte de ser casi el hermano siamés de
Harry, también tiene elevados principios, por extraño que pueda parecer.

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Lleva su individualismo hasta el punto de ser odioso en ocasiones, pero ésa es
su válvula de escape. Harry no tiene ninguna. ¿Y quién más? Floyd,
supongo… la operación tenía «Lamson» escrito por todos lados.
Greene asintió.
—Probablemente Ryan también…
—¿Y el otro capitán, Ed Payne?
—Poco probable. Payne es demasiado intelectual. También informó de
que faltaban suministros médicos, cosa que sería difícil de explicar si hubiera
estado involucrado. Dudo incluso de que supiera que los demás planeaban
algo.
Winslade asintió como si la evaluación de la situación fuera tal y como
había esperado. Estaba a punto de decir algo más cuando se oyó un golpe en
la puerta, y apareció la cabeza del comandante Warren.
—¿Interrumpo? —inquirió.
—No, no, entra, Harvey —dijo Winslade—. ¿De qué se trata?
Warren parecía ligeramente confundido, como si no supiera cómo
expresar lo que quería decir.
—Eh… se trata del problema que mencionó antes… sobre contactar con
Einstein. Puede que hayamos encontrado una respuesta.
Winslade y Greene intercambiaron miradas de sorpresa.
—¿Qué tipo de respuesta? —preguntó Mortimer Greene con reservas.
—Bueno… —Warren señaló por encima de su hombro con los ojos—.
Cassidy dice que él y Ferracini conocen a gente que conoce a Einstein. Dicen
que pueden ponernos en contacto.
—¡Cassidy! —estalló Greene—. ¿Cómo podría ése conocer a alguien
remotamente relacionado con Einstein? Esa es otra de sus trolas de fanfarrón,
por amor de dios. Ese… —Greene se interrumpió ante un gesto de Winslade.
—Prosigue, Harvey —dijo Winslade.
—Sé que suena a locura, pero parece que lo dice en serio —dijo Warren
—. Afirma que sus conocidos conocen a su vez a algunos de los físicos de
Columbia, como Fermi… Y también mencionó a Leo Szilárd, que presentó
una patente conjunta con Einstein para una bomba de calor cuando trabajaron
juntos en la década de los veinte en Europa.
Greene se desplomó en su silla, completamente perplejo.
—¿Fermi? ¿Szilárd? ¿Cómo puede alguien como Cassidy siquiera haber
oído esos nombres?
—Eso es lo que quiero decir —dijo Warren—. Parece que sabe de lo que
habla. Y aún más, Gordon Selby ha salido con ellos en un par de ocasiones y

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ha conocido a algunas de las personas de las que hablan, y dice que puede
haber algo de cierto.

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Jeff frunció el entrecejo detrás de sus gafas de lechuza al examinar el plato y


las entrañas del fonógrafo de cuerda destripado, que estaba sobre la mesa de
la sala del apartamento, y tanteó con un destornillador para ajustar algo en el
interior del aparato. Puso uno de sus discos de 78 rpm en el plato, movió la
clavija de control a la posición «reproducir» y bajó el brazo de la aguja. Tras
unos segundos de siseos, el sonido de una voz jovial pero entrecortada y de un
acompañamiento instrumental que sonaba a lata llenó la habitación.

I press the middle valve down.


The music goes round and round.
Oh-ho, oh-ho, oh-ho, oh-ho!
And it comes out there…

Sonaba demasiado rápido y agudo. Jeff detuvo el disco y apretó una


tuerca. Un ominoso boingggg salió del interior. Suspiró y levantó la vista.
—No estoy seguro, pero lo intentaré —dijo—. Las cosas han cambiado
desde que los trabajos de Fermi y Szilárd aparecieron en el Physical Review
de abril. Las personas involucradas parecen que estén aplicando una especie
de… no sé cómo llamarlo… autocensura voluntaria. No publican ninguna
información más sobre su investigación, se han cerrado en banda.
—¿Alguien tiene alguna idea de por qué? —preguntó Gordon Selby desde
su sitio al lado de Cassidy en el sofá. Tenía una idea bastante clara del porqué,
pero quería oír lo que opinaba Jeff.
Jeff se encogió de hombros.
—Si la reacción en cadena es posible, puede ser un método para obtener
explosiones más bestias que las que dan los explosivos convencionales —dijo
—. Hay gente en Alemania que es tan capaz de imaginar las implicaciones del
experimento Hahn-Strassmann como cualquiera de los que están aquí…
Heisenberg, por ejemplo. ¿Por qué arriesgarse a darles más pistas?

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—¿Qué tal el tipo que hace los experimentos, Fermi? —preguntó Cassidy
—. Parece bastante asequible. ¿Qué oportunidades tenemos de hablar con él?
—Ninguna ahora mismo —dijo Jeff—. Está dando un seminario en Ann
Arbor, Michigan, durante todo el verano. Podría intentarlo con un tipo
llamado John Dunning que ha trabajado con él. Pero la cosa está difícil.
Asimov, que siempre quiere enterarse de todo, intentó sonsacarle hace poco al
profesor Urey qué está pasando con esos experimentos con uranio de los que
oímos hablar, y el profesor casi le arranca la cabeza a mordiscos. Todo el
mundo se ha cerrado en banda.
Enfrente de Jeff, Ferracini miraba sombrío a la mesa mientras escuchaba.
¿Por qué demonios no podía haberle contado Cassidy a Claud que conocían a
un estudiante de Columbia que podía proponer algunos nombres para
contactar, en vez de saltar enseguida diciendo que conocían a Fermi? Claud y
Mortimer parecían interesados y pidieron que los presentaran. Pero en lugar
de retirarse cuando tuvo oportunidad, Cassidy había seguido adelante.
—Claro, no hay problema, Claud. Danos un día a mí y a Harry para
arreglarlo todo, ¿vale?
Más tarde, Winslade, que conocía de hacía mucho a Cassidy, le había
pedido a Ferracini que le contara la verdadera historia. Para consternación de
Ferracini, Winslade, en vez de dejar que la idea muriera tranquilamente por sí
sola e intentar otro enfoque, se había mostrado dispuesto a dejarles que
continuaran adelante, aunque Ferracini no daba mucho por sus posibilidades.
Y ahora, para acabar de liarla, Fermi ni siquiera estaba en la ciudad, y la gente
que sí lo estaba no hablaba con nadie. Incluso Selby parecía percatarse para
su pesar de que la libertad académica que se daba por supuesta en 1939 no se
extendía a los extremos que sus primeras conversaciones con Jeff le habían
dado a entender.
Ferracini no entendía a qué jugaba Winslade. Si quería darle a Cassidy
una reprimenda por hablar con el culo, habría encontrado otra forma de
hacerlo que no fuera dejándolo en ridículo ante el equipo. Ese tipo de cosas
no eran del estilo de Claud.
Janet, que estaba sentada cerca de la puerta que daba a la otra habitación,
estudió la punta de su zapato.
—¿Quiénes son esa gente para la que trabajas? —preguntó suspicaz—.
¿Por qué quieren involucrar a Jeff? No tiene sentido. Si son políticos, o algo
así, ¿por qué no pueden dirigirse directamente al decano de la facultad? Y si
son científicos, ¿cómo es que los científicos de la universidad no los conocen?
La pregunta no era completamente inesperada.

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—Representan a un consorcio de intereses privados que está preocupado
por la posibilidad de que Hitler consiga primero un superexplosivo —le dijo
Selby—. Están dispuestos a invertir fondos para una investigación de ese tipo
aquí, pero antes de verse enmarañados en un montón de papeleo y burocracia,
querrían entrevistarse de manera informal con los científicos involucrados…
para asegurarse de que las implicaciones son las que parecen ser.
—Ya veo. —Janet podría haber hecho un mayor esfuerzo para parecer
convencida.
—¿Qué pasa con Leo Szilárd? —preguntó Selby, mirando a Jeff—.
También está involucrado en el trabajo experimental, ¿no? Y es húngaro…
otro europeo. Puede que sepa algo sobre el trabajo de los alemanes además de
sobre lo que ocurre aquí. —Lo que realmente interesaba a Selby era que
Szilárd era un viejo amigo de Einstein; no quería complicar aún más la
situación mencionando a Einstein delante de Jeff por ahora.
—No sé —replicó Jeff—. Hablaré con Dunning y algunos otros más
mañana. Tendremos que esperar a ver qué ocurre.
No había nada más que se pudiera hacer al respecto esa noche. La
conversación derivó hacia la universidad y sus edificios, el área de
Morningside Heights en general, y de ahí al tema salir y entrar de Manhattan.
Jeff pensaba que debería ser posible vivir una vida plena en el sistema del
metro sin tener que subir nunca a la calle.
—Si prácticamente hay una segunda ciudad ahí abajo —dijo—. Hay sitios
de comidas, barberos, limpiadores de zapatos, tiendas, y la mayoría de los
grandes edificios están conectados con el metro. Por ejemplo, podrías vivir en
el Commodore, trabajar en el Chrysler, comer en Savarin’s, hacer compras en
Bloomingdale, hacer natación en Saint George en Brooklyn, ir al Rialto a ver
una película, e incluso casarte en el Ayuntamiento, si quisieras.
Selby se quedó absorto con uno de los libros de texto de Jeff, y Jeff y
Cassidy volvieron a ponerse a trastear con el fonógrafo. Ferracini dijo que le
estaba entrando hambre, y Janet se ofreció a comprar algo de comida para
llevar del restaurante mexicano de la manzana de al lado. Ferracini dijo que la
acompañaría.
Era ya de noche cuando salieron, pero el ambiente era cálido después de
un día bochornoso. Las luces de las farolas se encendían, así como las de los
restaurantes y cines de cinco centavos intercalados con tiendas de textiles,
carnicerías y fruterías, muchas de las cuales tenían expuestos mangos,
tamarindos, mandioca, pimientos y otras comidas típicas del llamado Harlem
hispano que estaba unas cuantas manzanas al este. Había mucha gente,

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especialmente puertorriqueños y sudamericanos. Los niños todavía estaban en
la calle, jugando a la comba alrededor de las farolas y jugando a la rayuela en
las aceras; un grupo saltaba sobre un destartalado colchón de muelles que
alguien había tirado. Los adolescentes se agrupaban en las esquinas o
alrededor de las cavernosas entradas a los bloques de viviendas, y la gente
mayor con vestidos de algodón con estampado de flores y camisas de colores
observaba las idas y venidas de todo el mundo sentados en los escalones de
sus edificios.
Europa había caído ante los nazis años antes de que naciera Ferracini, y
Asia y África fueron devoradas mientras crecía. Para cuando fue consciente
del mundo y de su situación, Norteamérica tenía una economía de guerra y se
preparaba para el conflicto final que todo el mundo aceptaba como inevitable.
Ésa era la única Norteamérica que había conocido. Pero había oído hablar y
leído sobre los tiempos anteriores a ese estado, cuando la vida era diferente, y
lugares con nombres como París, Londres y Viena, cada uno con su propio
misterio y fascinación, eran parte de un mundo libre que la gente soñaba con
visitar algún día. Durante unos pocos años después de la Gran Guerra, el
mundo había empezado a dar la espalda a siglos de imperialismo y opresión;
sus gentes habían empezado, al fin, a aprender cómo vivir juntos. Y
Norteamérica, con sus multitudes de toda lengua, color y credo que se
entremezclaban diariamente en las calles de Nueva York y San Francisco, de
barcos atracados bajo multitud de banderas diferentes en sus puertos, y sus
líneas aéreas que hacían que Tokio estuviera a horas de distancia, señalaba al
mundo el camino a seguir.
Se sentía extraño caminando por las calles de esa Norteamérica de antaño.
Así es como debería haber permanecido, se dijo a sí mismo. Podía sentir la
libertad a su alrededor, una sensación de vitalidad que estaba ausente en los
tiempos que recordaba. Todavía había señales de la Depresión, cierto, y la
nación todavía tenía sus problemas, pero por debajo de todo eso, era optimista
y confiada, con la convicción de que podía resolver sus problemas. Sus
padres, a los que no conoció, habían cruzado medio mundo para encontrar esa
Norteamérica: una nación que todavía mantenía la fe en sí misma.
—Dijiste una vez que eras de por aquí, ¿no, Harry? —preguntó Janet
mientras caminaban.
Ferracini despertó bruscamente de su ensoñación.
—Oh, sí, es verdad.
—¿De dónde exactamente? ¿De más al este, puede ser, del barrio italiano?

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—Tenemos algunos familiares allí, pero mis padres se mudaron a Queens.
Ambos murieron cuando yo era un bebé. Crecí con mis tíos en Hoboken.
—¿Se mudaron tus padres porque se estaba volviendo demasiado
concurrido el lugar?
—Se estaba volviendo demasiado italiano.
—Suena raro.
Ferracini se encogió de hombros.
—Italianos, sicilianos… les gusta rodearse de las cosas que conocen. Les
gustan las costumbres y las tradiciones que les son familiares. Así que cuando
todos los inmigrantes empezaron a venir, la gente de los mismos pueblos
empezó a apiñarse. En poco tiempo, podías ver cómo se formaba Italia entera
bajo tus ojos, como las piezas de un rompecabezas. Bueno, mi padre dijo que
no había hecho el viaje hasta aquí para descubrir que seguía en Italia… había
venido para convertirse en norteamericano. Así que se mudaron al otro lado
del río.
—¿Cuándo vinieron a los Estados Unidos?
Le estaba tanteando para sonsacarle. Se pararon para cruzar la Séptima
Avenida. No quería verse obligado a mentir o que lo pillaran en una
contradicción.
—Mira —dijo—, creía que íbamos a comprar la cena, no a que me
sometieras a un interrogatorio. Las preguntas me sientan mal. Y nada de todo
eso tiene ya importancia.
—No pretendía ser entrometida —dijo Janet—. Sólo tenía curiosidad. —
Se quedó en silencio mientras cruzaban la avenida gracias a una abertura en el
tráfico. Cuando llegaron al otro lado, Janet parecía agitada por lo que fuera
que tenía en mente, volviendo la cabeza cada pocos instantes para contemplar
a Ferracini con incertidumbre. Cuando llegaron al restaurante, un sitio
pequeño pero bien cuidado con un menú colorido con la lista de comidas para
llevar en una ventana, ya no pudo contenerse más—: ¿Quién eres? —
preguntó, apartando de un tirón a Ferracini de la puerta cuando se disponían a
entrar. Mantuvo la voz baja para evitar atraer la atención de una pareja que
conversaba cerca, pero el tono era insistente—. Todos vosotros… Cassidy,
Gordon, Floyd, Paddy… todo el grupito. Jeff me contó que está asombrado
ante las cosas que sabe Gordon, y en esa área, Jeff no es ningún idiota. Pero
¿cómo puede Gordon saber tanto del tema sin que su nombre le sea familiar a
la gente de la universidad? Jeff ha preguntado por ahí, y nadie ha oído nunca
hablar de él.

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»Y luego está la forma en que os encargasteis de Hielo y sus gorilas…
Johnny Corneja me lo contó todo. Había mucho más de lo que apareció en los
periódicos. Max dice que estuviste en el ejército, pero hablé con Sid, y Sid no
cree que haya una unidad en el ejército que opere de esa forma. —Janet
sacudió la cabeza—. Ahora bien, no te confundas, Harry, me alegro de ver
que Max ya no tiene esa presión, y estoy tan encantada como cualquier otro al
ver cómo le ajustan las cuentas a Bruno al fin. Pero no lo hicisteis sólo por
nosotros. Lo hicisteis porque Bruno intentó meterse a la fuerza en sea lo que
sea que estéis haciendo en ese sitio de Brooklyn.
Ferracini tragó saliva y esperó no tener un aspecto tan alarmado como se
sentía.
—Bruno se lo contó a Johnny después de que tú y los demás os fuerais —
explicó Janet, al ver algo en la expresión de Ferracini—. Ya ves… hay algo
muy extraño en marcha. Y cuando una gente a la que no conozco bien, pero
que están metidos en algo muy extraño, empiezan a tratar de involucrar a mi
hermano pequeño en cosas de las que sus profesores no quieren hablar y en
las que los nazis parecen muy interesados, empiezo a preocuparme. Jeff es
muy listo para muchas cosas, pero a veces confía demasiado en la gente. Así
que no me digas que no es asunto mío, porque creo que sí lo es. No eres sólo
un camionero, Harry. ¿Quién eres tú y quiénes son esa otra gente y qué es lo
que queréis?
Ferracini la contempló con circunspección mientras ella esperaba una
respuesta. Hacía tiempo que sabía que era una chica inteligente, y ahora ella
esperaba que ese hecho le fuera reconocido.
—¿No te crees lo que contó Gordon? —le preguntó.
Janet le dedicó una mirada dolida.
—Puede que haya hombres de negocio que quieran charlar con
científicos, pero no contratan ejércitos privados para ir detrás de gente como
Bruno —dijo ella. Ferracini asintió con un suspiro. Se lo esperaba. Selby no
sabía nada acerca de la operación Bruno; si lo hubiera sabido, habría
inventado una historia mejor. Janet negó con la cabeza—. No, Harry, no me
lo trago.
Ferracini cerró los ojos al tiempo que se masajeaba los párpados con los
dedos.
—¿Tú también confías demasiado en la gente a veces? —le preguntó.
—No lo creo. —Janet volvió a negar con la cabeza—. Tengo algo más de
mundo que Jeff.
—¿Confías en mí?

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Janet examinó su rostro. Su expresión era intensa; sus ojos lo miraban
fijamente sin parpadear.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó.
—Significa que no puedo contártelo.
En el largo silencio subsiguiente, sus ojos fueron los únicos que hablaron.
Ella quiso que la considerara una persona capaz de pensar por su cuenta; y
eso había hecho él, y ahora él pedía que ella respetara su integridad y
franqueza. Entonces Ferracini dijo.
—No trabajamos para ningún gobierno extranjero u otros intereses, así
que si eso es lo que te preocupa, olvídalo. Somos estrictamente partidarios del
Tío Sam. ¿Te basta con eso?
Janet estudió su rostro durante un momento más, luego asintió, satisfecha.
—Vamos a cenar —dijo.

Winslade sabía que la sociedad científica de los Estados Unidos se había


vuelto muy consciente sobre la necesidad de mantener el secreto nuclear
durante la primera mitad de 1939, y no se hacía ilusiones sobre la probable
respuesta ante desconocidos que intentaran obtener información de alto nivel
por medio de un estudiante recién licenciado. Pero no quiso reaccionar
negativamente ante cualquier oferta de ayuda de un miembro del equipo,
aunque se basara en exageraciones, no en un momento como ése en el que el
equipo acababa de sufrir una conmoción tremenda. De hecho, había visto la
situación como una oportunidad para mejorar la moral, especialmente la del
contingente militar de cuyas filas procedía la oferta.
Para tener éxito, sin embargo, el enfoque necesitaría de unas cuantas
maniobras entre bastidores, y Winslade era un experto en ese tipo de cosas
desde hacía mucho.
Sucedía que Leo Szilárd había pasado algunos años en Inglaterra entre su
partida de Hungría y su llegada a los Estados Unidos. Durante ese tiempo,
había trabajado con el profesor Lindemann en el Laboratorio Clarendon de
Oxford. Mientras Ferracini y los demás cenaban chile, tacos, enchiladas y
salsas picantes en Manhattan, Winslade llamó a Arthur Bannering, y le pidió
que localizara a Lindemann y que llamara lo antes posible. La respuesta de
Lindemann se produjo en menos de una hora.
—No, no hay novedades sobre el portal —le dijo Winslade a Lindemann
—. La situación sigue siendo la misma. Mira, puede que necesite tener por
aquí tanto a Mortimer Greene como a Kurt durante un tiempo, así que te voy

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a enviar a Gordon Selby junto con Anna para que te pongan al día. Gordon es
un experto, y creo que te llevarás bien con él.
—Muy bien —aceptó Lindemann—. Pero ésa no puede ser la razón por la
que Arthur me pidió que te llamara. Parecía mucho más urgente.
—Cierto —dijo Winslade—. He estado pensando sobre esa idea de la que
hablamos antes de que me marchara.
—¿Quieres decir involucrar a Einstein?
—Sí. Parece que vale la pena intentarlo. Estoy de acuerdo contigo,
nuestro mejor acercamiento probablemente sería mediante Szilárd. Ahora, por
razones que prefiero no detallar, algunos de los nuestros están intentando
contactar con Szilárd mediante Columbia. El problema está en que nadie de
Columbia los conoce, y todo el mundo se está volviendo paranoico con el
secretismo. Así que me gustaría que Leo Szilárd hablara primero con el grupo
de Columbia y se asegurara de que lo saben cuando nuestro grupo intente
presentarse. Es muy importante.
—Hmm, debo decir que parece una forma bastante complicada de hacer
las cosas —comentó Lindemann—. Pero que sea como quieres. ¿Qué quieres
que haga, específicamente?
—Lo que me gustaría que hiciera, profesor, es llamar a Leo Szilárd desde
Inglaterra y decirle lo siguiente…
Tal y como había previsto Winslade, los primeros intentos de Jeff de
acercarse a los miembros del grupo de investigación sobre el uranio habían
sido recibidos con frialdad. Nadie quería hablar del tema, nadie sabía nada, y
un catedrático de química incluso amenazó con llamar al FBI.
Y entonces, repentinamente y sin razón aparente, todo cambió. Esa tarde,
momento en que Jeff había llegado al máximo grado de abatimiento, John
Dunning lo buscó en el Departamento de Química y lo asombró mostrando
una actitud que era un cambio radical comparada con la de hacía unas horas.
—Lo lamento si fui un poco brusco antes, pero no podemos permitir que
cualquiera venga a meter las narices en este tipo de trabajo —dijo Dunning—.
De todas formas, no estoy seguro de cómo es posible, pero aparentemente
Szilárd estaba esperando a que aparecieras, y está ansioso por conocer a esa
gente de la que hablas. Quiere que los llames directamente.
Gordon Selby llamó a Winslade desde el campus de Columbia para darle
la noticia.
—Vamos a intentar llamar a Szilárd ahora mismo —le dijo Winslade a
Greene, mientras marcaba otro número al teléfono nada más colgar Selby—.
Puede que lo pillemos antes de que se vaya a casa.

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—Esperemos que sí —dijo Greene con nerviosismo—. No hay tiempo
que perder.
Y no lo había. También habían oído de boca de Arthur Bannering esa
tarde sobre otro fracaso del lado británico de la operación: el ofrecimiento de
Eden de reunirse en Moscú con Molotov había sido declinado. Strang seguía
siendo la persona a la que enviarían, como había ocurrido en el mundo de
Proteo.

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16

El doctor Edward Teller era un hombre ancho, de constitución pesada, pelo


oscuro y cejas densamente pobladas, una nariz prominente y rasgos que
parecían tallados en piedra. Nació en 1908 en la capital de Hungría, Budapest.
Con una inclinación natural por las matemáticas y la física, había estudiado en
algunas de las instituciones más prestigiosas de Europa a mediados y finales
de los años veinte, una época que había sido testigo de la aparición de la
mecánica cuántica y que quizá representaba uno de los períodos más
excitantes en la historia de las ciencias físicas. Fue alumno de gigantes como
Arnold Sommerfeld en Múnich y Werner Heisenberg en Leipzig, trabajó en la
Universidad de Göttingen y en el Instituto de Física Teórica Niels Bohr de
Copenhague, y asistió a las reuniones organizadas por Fermi en la
Universidad de Roma. La llegada al poder de Hitler lo condujo a Inglaterra,
tras lo cual, en 1935, aceptó una oferta para un puesto de profesor en la
Universidad George Washington, en Washington. Allí se unió a un antiguo
colega europeo, el científico de origen ruso George Gamow, en el estudio de
los procesos nucleares.
Teller estuvo presente en la trascendental Quinta Conferencia de Física
Teórica de Washington en enero, cuando Bohr anunció los resultados del
experimento Hahn-Strassmann, y hacia el verano de 1939 Fermi y Szilárd le
instaron a que se uniera al grupo de investigación de la fisión del uranio que
estaba cobrando forma en Columbia. Por tanto, Teller obtuvo una excedencia
de la Universidad George Washington y se mudó junto a su esposa, Mici, de
manera provisional a un apartamento en Morningside Heights. Fermi era
metódico y de temperamento ecuánime, mientras que Szilárd podía ser
explosivo y rimbombante en ocasiones. Los dos discutían a menudo y no se
llevaban bien, y Teller sospechaba que una de las razones por las que lo
habían invitado a Columbia, aparte de sus conocimientos, era para que actuara
de mediador y pacificador y ayudara a los otros dos a trabajar juntos.
Habiendo visto por sí mismo cómo los intentos de aplacar la agresión
emergente en Europa eran tomados simplemente como síntomas de debilidad,

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había llegado, a su pesar, a la conclusión de que sólo una postura firme tenía
alguna oportunidad de producir un efecto disuasorio, y que la guerra
probablemente sería inevitable al final si se quería erradicar el nazismo.
Como su compatriota Leo Szilárd, Teller creía firmemente que una bomba de
uranio era posible, y no se hacía ilusiones acerca de las consecuencias si
Hitler la obtenía primero. Por tanto, se tomaba el proyecto con una seriedad
que iba más allá de la simple implicación intelectual, cosa que en los tiempos
que corrían parecía ser lo máximo que muchos de los norteamericanos
parecían dispuestos a mostrar.
Alrededor de la hora del almuerzo, en un soleado día de principios de
junio, Teller bajaba con paso rígido (había perdido un pie a los veinte años en
un accidente con un tranvía en Múnich) los amplios escalones de la Biblioteca
Low Memorial de Columbia en la Calle Ciento Dieciséis Oeste y comprobó la
hora en su reloj mientras esperaba en la acera. Szilárd se había negado a
decirle por teléfono qué justificaba su insistencia en que Teller dejara
inmediatamente todo lo que estaba haciendo para ir junto a Eugene Wigner de
Princeton, otro refugiado de origen húngaro, a reunirse con Szilárd en una
improbable dirección de Brooklyn, y se había negado a escuchar ninguna de
las excusas de Teller. Parecía excitado, incluso para tratarse de Szilárd.
Quizá Szilárd había tenido más éxito con la Marina esta vez, se dijo
Teller. Pese al fracasado intento de Fermi y Tuve en marzo pasado para
conseguir apoyo oficial para la investigación de la fisión, Szilárd había usado
la reunión de la Sociedad Física Americana en Princeton en junio para
presionar a Ross Gunn, un consejero del Laboratorio de Investigación Naval.
Los científicos más sofisticados de la Marina habían mostrado algo de interés
en el uranio, aunque más bien por su posible uso como combustible para
submarinos que por su potencial como explosivo, pero en su desesperación,
Szilárd intentaba todos los caminos posibles.
No, no podía ser eso, decidió Teller. Todo lo que buscaba Szilárd era una
subvención de los fondos de investigación navales en torno a los 1500
dólares; incluso aunque la Marina hubiera aceptado, no habría provocado el
tipo de reacción que Teller oyó al teléfono.
Teller se volvió y contempló la forma redondeada del edificio, formada
por una mezcla incongruente de cúpula romana y fachada al estilo griego
clásico; su impresionante mole de ladrillo se imponía a las estructuras de los
alrededores de ladrillo rojo. Hace tiempo que ya no se usaba como biblioteca,
y ahora servía como centro administrativo del campus. Puede que hayan

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hecho un descubrimiento teórico importante en Princeton, reflexionó; o quizá
alguien haya propuesto una nueva idea para concentrar el uranio 235.
El principal problema de los investigadores de la fisión en el verano de
1939 era cómo iniciar y sostener una reacción en cadena. No se podría usar en
ninguna forma útil la liberación de la energía encerrada en el núcleo atómico
si cada reacción de fisión nuclear en el uranio requería un neutrón disparado
desde fuera para desencadenarla; la energía liberada por las fisiones no sería
mayor que la empleada en el bombardeo de neutrones. Si, por el contrario, los
neutrones que se sabía que se liberaban en el proceso de la fisión pudieran
dirigirse para causar las fisiones de otros núcleos de uranio, entonces se
podría lograr una reacción en cadena autosostenida que continuaría por sí
misma sin más ayuda exterior, liberando más y más energía a un ritmo
exponencial. Estaba claro que nada de eso había ocurrido en el laboratorio de
Otto Hahn en Berlín: si hubiera ocurrido, no hubiera quedado nadie para
hacer públicos los resultados que tanto sorprendieron a la comunidad
científica.
Para causar una fisión en cadena, los «neutrones de fisión», liberados
durante una fisión, tendrían que ser capturados por otros núcleos de uranio.
Fermi había establecido que la probabilidad de que esto sucediera dependía de
manera crítica de la energía del neutrón; y más aún, la energía con la que eran
liberados los neutrones de fisión era demasiado alta. Para que una reacción en
cadena fuera factible, por tanto, se requeriría un «elemento moderador» para
ralentizar los neutrones además del uranio. Szilárd investigaba varias
sustancias con posibilidades. El agua pesada era una de esas posibilidades,
pero haciendo cálculos, tal vez el grafito sería mejor; y por una vez, Fermi
estaba de acuerdo con él. Pero ¿cuánto uranio y cuánto grafito hacían falta?
Nadie lo sabía.
También estaba claro, afortunadamente, que no todos los átomos de
uranio presentes en las muestras experimentales se fisionaban. Sólo se dividía
una pequeña proporción, que presumiblemente representaba a un isótopo
particularmente susceptible. Niels Bohr y John Wheeler, de Princeton, habían
concluido desde el punto de vista teórico que la fisión no tenía lugar en el
isótopo 238 común del uranio, sino que se restringía al relativamente escaso
uranio 235. Después de cierto escepticismo inicial, la comunidad
norteamericana de físicos nucleares había aceptado en general esta premisa y
empezó a hablar sobre la posibilidad de una reacción en cadena explosiva con
neutrones rápidos en el interior de un metal que consistiera sólo en isótopo
235 puro. Para lograrlo, suponiendo que fuera posible, habría que separar de

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algún modo el U-235 de la mezcla natural de U-235 y U-238 y concentrarlo.
Ahora bien, sólo un átomo de cada 140 era del tipo requerido. Los dos tipos
eran químicamente idénticos, y su diferencia en masa era de un 1,26 por
ciento. Cómo separarlos era algo que estaba bastante lejos de ser obvio.
Ése no era el único problema. Incluso si se pudiera extraer el escaso
isótopo 235, ¿cómo podría concentrarse la cantidad suficiente para hacer una
bomba? Sólo existían unos treinta gramos de uranio metálico en los Estados
Unidos y, de todas maneras, nadie sabía cuánto sería necesario para hacer una
bomba.
El sonido de un claxon llegó desde atrás, y un momento después el coche
de Eugene Wigner se detuvo al lado de la acera. Wigner, delgado y con gafas,
de frente alta, pelo escaso y un rostro redondo que se partía con facilidad en
una sonrisa que revelaba los dientes, se inclinó para abrir la puerta del
pasajero. Tenía seis años más que Teller y hacía gala de educación y buenos
modales en todo momento. Compartían los mismos puntos de vista políticos y
se habían conocido en un seminario al que Teller y otros estudiantes habían
asistido con Heisenberg en el Instituto Káiser Guillermo en 1929. Einstein
también había estado presente en esa ocasión.
Teller subió al coche, y éste se puso en marcha.
—Espero que no hayas tenido que esperar mucho —dijo Wigner con su
voz aguda—. Me vi metido en un atasco al intentar coger el puente George
Washington.
—No te preocupes. Tuve que cancelar una conferencia, así que acabo de
llegar. —Teller, por el contrario, tenía una profunda voz gutural.
—Supongo que tú tampoco tienes más idea que yo acerca de qué va todo
esto —dijo Wigner—. Al pobre Leo parecía como si le fuera a dar un ataque
al corazón.
—Ninguna idea —replicó Teller—. He estado pensando en las
posibilidades… pero pronto lo averiguaremos, supongo. ¿Sabes dónde está
ese sitio?
—Sólo que tenemos que ir al sur y luego al otro lado de la ciudad. —
Wigner metió la mano en la guantera y sacó un callejero plegado y un sobre
con direcciones garabateadas al dorso y se los dio a Teller.
—Tú eres el guía, Edward.
—Oh, dios… ¡pero si no conozco esta ciudad! ¡Acabo de llegar!
—Yo tampoco. No estoy seguro de que haya nadie que conozca la ciudad.
—Oh, bueno, veamos… Brooklyn… creo que está en la bahía, ¿no? Sí,
aquí… tenemos que cruzar el río. Vale, Eugene, gira a la izquierda en la

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próxima, que tendría que ser el bulevar de la Catedral. Cruzaremos al otro
lado mientras estamos todavía al norte de Central Park.
Llegaron a la Segunda Avenida, la siguieron por el East Side hasta
Chinatown y cruzaron el East River hacia Brooklyn por el puente de
Manhattan. Entonces tomaron un giro equivocado y se encontraron en las
callejas adoquinadas y mugrientas del área de los astilleros, con sus albergues
para indigentes, edificios de apartamentos ruinosos y restaurantes cutres. Tras
conseguir salir, entraron en el distrito central de Fulton Street para volver a
perderse una vez más entre las bulliciosas calles abarrotadas de automóviles,
peatones y tranvías estrepitosos, donde las luces de neón parpadeaban por el
día en el falso crepúsculo de debajo de los soportes de las vías de tren.
Al final llegaron al área que se abría a la bahía entre las cuencas del
Atlántico y el Erie, y el coche se arrastró lentamente por entre el enorme
laberinto de edificios grises, almacenes y naves de ferrocarriles, intentando
descubrir la dirección anotada apresuradamente que Szilárd había farfullado
al teléfono. Finalmente, al final de una serie de construcciones abandonadas y
apiñadas, separadas por callejones y carriles estrechos, Teller le hizo un gesto
a Wigner para que parara. Señaló un sombrío almacén de piedra, de ventanas
ennegrecidas y de puertas cerradas, que se alzaba al final de un muelle, a la
sombra de un almacén de mayor tamaño a un lado, y una vía de tren que se
convertía en un puente de hierro para cruzar un canal al otro.
—Ahí debe de ser —dijo Teller.
—¿Estás seguro? —Wigner contemplaba el lugar con inquietud.
—Aquí tienes las notas que escribiste. Es como lo describes.
—Esto se vuelve más y más peculiar.
Wigner puso en marcha el coche de nuevo y aparcaron frente a las
grandes puertas del almacén. Teller miró a su alrededor con preocupación
cuando salieron; no había nadie a la vista. Entonces la puerta más pequeña
encajada en una de las grandes se abrió, y salió al exterior una figura vestida
con una chaqueta arrugada, una corbata con el nudo suelto y pantalones de
franela gris. Era ancho y de constitución robusta, tenía un rostro de grandes
carrillos y mentón pesado, ceño alto y boca amplia. Era Szilárd.
Había dos hombres con él. El primero era alto, de mentón oscurecido por
la barba incipiente y aspecto severo, y vestía pantalones bombachos de pana y
una gorra de cuero marrón. Szilárd lo presentó como el comandante Harvey
Warren del Ejército de los Estados Unidos. Wigner miró a Teller con
aprensión. Aunque Szilárd era un científico de primer orden capaz de ideas
asombrosas, era conocido entre sus pares por su imaginación exagerada, que a

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veces podía bordear en lo temerario. Teller se preguntó si esta vez la tensión
no habría desequilibrado a Szilárd. El otro hombre tenía una complexión
rosácea y fino pelo blanco, y sus ojos chispeaban alegremente detrás de unos
anteojos semicirculares. Vestía de forma sobria pero muy cuidada, con un
traje gris oscuro con camisa a rayas, corbata plateada con el motivo de un
león rojo y alfiler enjoyado. Su nombre, dijo Szilárd, era Claud Winslade y
estaba «con el gobierno».
Entraron en el almacén y cruzaron una nave en la que había aparcados
varios camiones y otros vehículos. Entonces subieron por una corta escalera
hasta la plataforma de carga. Allí conocieron a Mortimer Greene, un hombre
de unos cincuenta años, de cabeza calva rodeada por pelo gris a los lados y en
la parte de atrás, y de bigote recortado. Winslade lo describió como «también
es científico». Con él había otro hombre, frágil, de rostro surcado por
profundas líneas y pelo gris muy corto. Su nombre era Kurt Scholder, también
él era un científico, aparentemente. Hablaba con un definido acento alemán.
—¿De dónde es usted? —preguntó Teller con curiosidad.
—De Dortmund, originariamente.
—Conozco el lugar vagamente. ¿Cuándo vino a los Estados Unidos?
Scholder sonrió misteriosamente.
—Creo que deberíamos dejar esa pregunta para más tarde —dijo.
Siguieron adelante.
En la tenue luz más al fondo de la plataforma de carga, Wigner y Teller
no veían nada más que cajas y fardos apilados hasta que se perdían en las
sombras del techo. El comandante Warren los condujo a través de una muralla
de contenedores a un estrecho pasaje entre las pilas, y luego a través de otro
recodo; era como un sistema de trincheras militares, pensó Teller. Y luego
una sección que parecía un callejón sin salida de contenedores se abrió a un
lado para revelarse como una puerta camuflada, y una puerta construida para
ser resistente, según pudo comprobar al pasar.
Repentinamente estuvieron en un mundo completamente diferente de
cubículos formados por particiones limpias y pintadas, techos falsos y luces
brillantes. Teller y Wigner se volvieron instintivamente cuando la puerta se
cerró tras ellos, y, para su asombro, vieron que no sólo la puerta, sino toda la
parte posterior de las pilas de contenedores formaban una fachada que
ocultaba un falso muro que llegaba hasta al techo. Cerca, una habitación
parcialmente rodeada daba a donde estaban. Winslade fue hasta allí y les hizo
señas para que lo siguieran.

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Dentro había un escritorio y un par de sillas, algunos mapas y tablas de
números clavados con chinchetas en una de las paredes, y un soporte de
armería fijado a la pared opuesta contenía armas automáticas. Pero lo que
atrajo la atención de los dos recién llegados era el conjunto de bastidores de
instrumentos y equipo eléctrico que estaban sobre la mesa del fondo. Se
acercaron hasta allí, mirando con asombro.
Los paneles frontales eran compactos y de estilo elegante, a diferencia de
las feas y atestadas cajas negras que les eran familiares. Además de partes
reconocibles, como interruptores y botones, los paneles contenían otras cosas
que les eran nuevas: pantallas luminosas que mostraban líneas de texto;
ventanas con números resplandecientes, dos bobinas envueltas con algún tipo
de cinta detrás de una portezuela de cristal, un teléfono de extraño diseño
estilizado. Algunas de las pantallas rectangulares mostraban imágenes: la
plataforma de carga por donde acababan de venir, otras vistas interiores que
no reconocieron y una serie de escenas en el exterior del edificio. Teller había
visto algunos ejemplos de experimentos con la «televisión» mientras estuvo
en Inglaterra, pero nada de imagen tan definida como esto.
Winslade accionó un control en una de las consolas y señaló una pantalla
que mostraba una porción de la carretera en el exterior. La vista empezó a
cambiar, girando lentamente para cubrir todos los ángulos de posible llegada.
Tecleó algo en uno de los conjuntos de botones, y una pantalla que hasta ese
momento había estado inactiva cobró vida para mostrar el coche de Wigner
que se detenía a poca distancia, para luego seguir adelante y aparcar, y
finalmente mostrar a Wigner y Teller saliendo del coche y caminando hacia la
puerta.
—Es de muy mala educación, lo sé, pero a veces este tipo de cosas son
necesarias —comentó Winslade en tono jovial.
En un rincón había estantes que contenían una serie de cajas,
herramientas, bobinas de cable y lo que parecían extraños componentes
eléctricos. Szilárd cogió algo y lo puso en manos de Wigner. Era una delgada
placa de algún tipo de material verdoso y traslúcido, por un lado recubierta de
patrones de líneas metálicas, y por el otro de pequeñas cápsulas rectangulares
negras y conjuntos de objetos cilíndricos de diferentes formas y tamaños.
Szilárd señaló una de las cápsulas negras:
—¡Eso es el equivalente de todo un armario de equipo eléctrico! —
exclamó—. ¡Contiene configuraciones microscópicas de cristales de silicio,
equivalentes a miles de válvulas de vacío…!, ¡más de las que cabrían en esta

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habitación! —Wigner le dio vueltas a la placa en sus manos, perplejo. Teller
meneó la cabeza en gesto de incredulidad.
—¿Qué es lo que hace? —preguntó Winslade por ellos—. Oh, cosas como
ésta, por ejemplo. —Se dirigió hacia una especie de teclado de máquina de
escribir y pulsó algo. La pantalla frente a él se activó para mostrar: MODO
DE EJECUCIÓN. Winslade tecleó la palabra BÁSICO, que apareció letra a
letra a cada pulsación de tecla. Evidentemente, lo que escribía aparecía en
pantalla directamente. Las preguntas ¿ASIGNACIÓN DE MEMORIA? Y
¿ARCHIVOS?, fueran lo que fueran, aparecieron a continuación, y a cada una
Winslade tecleó una respuesta. Era increíble. Winslade interactuaba de
verdad, por medio de un diálogo, con la máquina.
Finalmente, la palabra listo apareció, y Winslade tecleó ejecutar «tres en
raya». Un momento después, apareció BIENVENIDO AL TRES EN RAYA
en la parte superior de la pantalla, y debajo la familiar cuadrícula de un tres en
raya. Abajo del todo, un recuadro advertía: YO JUEGO CON «O», TÚ CON
«X» y la pregunta ¿quién mueve primero? (Y/T). Winslade tecleó Y, y al
instante una O apareció en uno de los cuadrados de las esquinas.
—¿Quieren probar? —preguntó Winslade, volviéndose hacia sus dos
anonadados invitados—. ¿O preferirían jugar al ajedrez?
—¡Y esto es trivial! —interrumpió Szilárd, gesticulando con las manos
hacia sus dos colegas—. Puede calcular funciones algebraicas y
trigonométricas, hiperbólicas, matrices, lo que quieras… ¡en segundos!
Recuerda la información… lo que sea. Puedes recuperar cosas y cambiarlas
en un instante. Puede hacer dibujos… gráficas, funciones, formas. ¡Si
prácticamente comprende el inglés!
Ni Teller ni Wigner pudieron formular una pregunta coherente en ese
momento. Winslade miró a uno y a otro durante unos segundos, no sin algo
de diversión y entonces dijo:
—Leo tiene razón. Esto es una nadería. Se preguntarán, por supuesto,
quiénes somos, qué hacemos aquí y qué tiene que ver con ustedes.
Perdónenme si parece que me tomo algunas libertades, pero estoy seguro de
que cuando conozcan las respuestas estarán de acuerdo conmigo en que era la
forma más rápida de evitar un montón de preguntas tediosas y posibles
malentendidos. Síganme, por favor, caballeros.
Los guió a una puerta que conducía a una mampara que se extendía casi
desde un lado del edifico al otro. Al llegar al otro lado se detuvieron en seco,
boquiabiertos y con los ojos abiertos como platos.

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Frente a ellos había una máquina enorme que no se parecía a nada que
hubieran visto antes. Su forma general era la de un cilindro de dos metros y
medio o tres de diámetro, tumbado horizontalmente sobre un armazón de
acero, cuya parte inferior estaba a casi dos metros del suelo y el extremo más
cercano se cernía sobre sus cabezas. El otro extremo desaparecía en una
maraña de tuberías y cables, inmensas bobinas eléctricas, sujeciones y una
retícula de sostén, lo que hacía imposible calcular su longitud. Más
maquinaria y equipos eléctricos ocupaban los espacios del armazón bajo el
cilindro. Una plataforma con barandilla, a la que se accedía mediante varias
escalerillas de metal que conducían del suelo a varios lugares, se proyectaba
de los flancos del cilindro y los recorría completamente a media altura. Teller
había visto unos cuantos aparatos experimentales extraños en laboratorios a
ambos lados del Atlántico, y también las maquinarias empleadas en todo tipo
de industrias, pero jamás había contemplado algo como eso. Su propósito era
inimaginable.
Siguieron un estrecho pasillo a lo largo del suelo bajo la máquina, entre
bancos de trabajo, cajas, armazones metálicos y cubículos, pasando por
encima de tubos y cables, y agachando las cabezas para evitar puntales de
soporte y vigas. Mientras se abrían camino hacia la parte de atrás del edificio,
Winslade hacía comentarios casuales sobre algunas de las cosas a su
alrededor:
—Imanes superconductores que generan cincuenta mil gauss. Las bobinas
se mantienen a cuatro grados Kelvin mediante helio líquido, y transportan
hasta cuatro mil amperios por centímetro cuadrado. No está mal, ¿eh?
»Guías de ondas que transmiten energía electromagnética en la frecuencia
de las microondas… a gigaciclos por segundo. Justo lo que se necesita para
un sistema de detección de aeronaves basado en el principio de la reflexión de
ondas.
Llegaron al final tras recorrer unos doce metros más, donde el cilindro
terminaba en una construcción de acero con apariencia de caja que se alzaba
sobre una sección amplia de la plataforma con barandilla. Una abertura del
tamaño de una puerta de garaje conducía al interior de la caja, y en lo alto del
techo colgaban poleas, cadenas y ganchos.
Al llegar a la parte trasera del edificio, abandonaron el espacio que
albergaba la máquina y pasaron por una puerta en otra mampara para
encontrarse de repente en un entorno mucho más doméstico y hogareño,
compuesto por armarios y sillones, una mesa con barajas esparcidas sobre
ella, el olor de una cocina que llegaba desde algún lado cercano, libros,

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revistas, una jarra de café en uno de los rincones y una radio con el volumen
bajo. Había dos hombres más esperándolos aquí, y Winslade los presentó
como el capitán Payne y el sargento Lamson, ambos, como el comandante
Warren, pertenecientes al ejército. El grupo comprendía una docena de
personas, dijo Winslade, pero los demás estaban en otro lado en esos
momentos.
—Así que ¿quiénes somos y qué queremos? —Winslade se giró para
enfrentarse directamente a Teller y Wigner—. Podemos ayudarles con
muchos de los problemas en que están metidos actualmente. Por ejemplo,
usted, Eugene, está trabajando con Leo para responder a un montón de
preguntas sobre moderadores de neutrones. El grafito parece ser apropiado,
pero necesitan saber la longitud de recorrido necesaria para ralentizar a los
neutrones hasta el punto exacto de energía para su captura —miró a Teller—.
Pero en el caso de un artefacto explosivo, ¿reaccionará en cadena el U-235
concentrado con neutrones rápidos? Y si es así, ¿qué masa crítica se requiere,
y a qué velocidad debe alcanzarse? Y podría seguir así.
A Teller parecía que lo hubiera golpeado un rayo.
—Espere un momento —susurró con tono aterrorizado—. ¿Cómo sabe en
qué problemas estamos trabajando? Esa es una información muy delicada…
—Sacudió la cabeza y miró a Wigner—. No entiendo. ¿Qué está pasando
aquí?
—No lo sé, Edward. —Wigner parecía igual de perdido. Se volvió hacia
Winslade—. ¿Quiénes son ustedes? ¿De qué departamento del gobierno? —
exigió.
Szilárd había aguantado lo mejor que podía las emociones que se
agolpaban en su interior.
—¡Eso de ahí fuera es una máquina del tiempo! —gritó, saltando de un
pie a otro y apuntando con el dedo en la dirección de la que había venido—.
¡No son de ninguna parte de este mundo para nada! ¡Han venido del futuro,
de 1975!
Teller miró a Wigner. Wigner miró a Teller. Ambos miraron a Szilárd y
luego a Winslade.
—Se ha vuelto loco —dijo Teller con voz seca. Pero al mismo tiempo
había una curiosa nota que indicaba que casi se lo creía. La mirada en los ojos
de Wigner le decía lo mismo.
—Sí —asintió Winslade—, somos del futuro. Por tanto, naturalmente,
sabemos algo sobre su trabajo. Pero nosotros también tenemos nuestros
problemas. La máquina de ahí fuera se llama un portal de regreso. Su función

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es establecer una conexión de regreso a nuestra propia época, mediante la cual
podemos transmitir información y objetos. Ha sido construido según las
especificaciones y funciona correctamente según nuestros procedimientos de
comprobación, pero somos incapaces de contactar con 1975. La situación es
especialmente extraña si consideramos que, aparentemente, conseguimos
ponernos en contacto con este lado antes de que partiéramos. —Winslade
abrió las manos y se encogió—: Queremos saber qué ha ido mal.

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La vasta burocracia militar que dirigía y administraba la máquina de guerra


germana estaba centralizada en un grupo de enormes e imponentes edificios
que yacían a lo largo de la Bendlerstrasse en Berlín. En una esquina de la
Bendlerstrasse y frente a un muelle de piedra del canal Landwehr, se alzaba el
Ministerio de Defensa tras una fachada de columnas clásicas a la que se subía
por una amplia escalinata de piedra. Más adelante estaba el Cuartel General
del Estado Mayor del Ejército; su complejo de piedra natural se extendía
hasta casi llegar a las praderas y lagos del parque Tiergarten. Los números del
72 al 76 de lo que se conocía como Tirpitz Ufer, una carretera que corría a un
lado de uno de los canales laterales, pertenecían al austero edificio de granito
gris de cinco plantas, que albergaba el cuartel general de la Abwehr, el
servicio de inteligencia militar alemán.
En un despacho situado en una esquina del tercer piso del edificio, a dos
pisos por debajo del despacho del almirante Wilhelm Canaris, el jefe del
departamento, el teniente coronel Joachim Boeckel, leía una copia rutinaria de
un informe que había llegado a través de la rama de Bremen, que se
encargaba de la mayor parte del espionaje y obtención de información de los
Estados Unidos. El informe procedía de un antiguo capitán de transbordador
báltico que hacía las rutas de Stettin, Malmö y Copenhague, que aunque hacía
cinco años que vivía en Nueva York, seguía siendo un nazi leal. Todavía
seguía en el negocio marítimo, y había adquirido un barco de tamaño
considerable, y Berlín se había mantenido en contacto debido a su
conocimiento de las aguas locales y por su utilidad potencial a la hora de
hacer desembarcar más agentes en el país si hubiera necesidad. Su nombre era
Walther Fritsch. Últimamente, según parecía, había tenido problemas con
algunos criminales que querían usar su barco.
Boeckel sonrió y levantó la vista para llamar a su bien formada secretaria
de cabello negro, que tecleaba una baqueteada máquina de escribir detrás de
un escritorio repleto de documentos esparcidos.

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—Eh, Hildegarde, escucha esto. ¿Te acuerdas del contraalmirante
Walther, el que nos envía cotilleos desde los Estados Unidos?
Hildegarde dejó de teclear.
—Oh, sí, el del barco. ¿Qué ha hecho ahora?
—Roosevelt y los judíos deben ir tras él —dijo Boeckel—. Han mandado
a sus criminales para eliminarlo.
—¿Lo dice en serio?
—Aparentemente, algún gánster intentaba presionarlo para que le cediera
su barco por un motivo u otro. —Boeckel sonrió—. El pobre Walther recibió
un par de golpes. Esa sobrina suya que se mudó a vivir con él también se vio
involucrada.
—¿Fue muy malo?
—Oh, no, está perfectamente. Pero aquí habla acerca de una misteriosa
banda de forajidos vestidos de negro que se materializaron de la nada,
irrumpieron en la casa en la que les retenían a él y a la chica, derrotaron a los
villanos y luego los liberaron. Incluso salió en los periódicos de Nueva
York… aquí hay un recorte. ¿Alguna vez habías oído una historia como ésa?
Hildegarde lo contempló dubitativamente desde debajo de sus largas
pestañas negras.
—Muchas veces —dijo—. ¿Crees que es una persona… estable?
—Oh, es un exagerado, de eso no hay duda —dijo Boeckel—.
Probablemente se vio en medio de una guerra entre bandas rivales o algo así.
Pero tienes razón… la tensión debe de estar afectándolo. —Frunció el ceño y
añadió ausentemente—. Puede que lo necesitemos en una operación
importante algún día. Espero que podamos confiar en su estabilidad.
Hildegarde rodeó su escritorio para abrir uno de los archivadores cerca de
Boeckel.
—La decadencia americana debe de estar ejerciendo su efecto sobre él —
dijo mientras se inclinaba para consultar un documento dentro de una de las
carpetas.
Boeckel examinó con aprobación las curvas de su cuerpo a través de su
inmaculada blusa blanca y falda negra. La acarició por detrás y permitió que
sus dedos se detuvieran lascivamente durante un momento. Hildegarde hizo
un sonido de reproche, pero no se movió.
—¿Puedo llevarte a cenar esta noche? —preguntó Boeckel—. ¿A Hoffner
de nuevo, quizá? Te gustó la banda que tocaba allí.
—Pero no la gente.
Boeckel se encogió de hombros.

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—Muy bien. A otro lugar, entonces.
—Hmmm… algo me dice que tienes en mente algo más que sólo una
cena.
—¿Qué es lo que te da esa impresión?
—Oh, los tenientes coroneles jóvenes y guapos son todos iguales.
—¿De verdad? ¿Y tú cómo lo sabes?
—No te importa.
—Muy bien, lo admito. —Boeckel levantó las manos—. Así que ¿qué
tiene de malo la buena y tradicional decadencia alemana?
Hildegarde sonrió mientras volvía a su silla y se sentaba.
—Nos podemos ver después de las siete —dijo ella—. Pero no actúes de
esa forma tan presuntuosa. No es agradable que a una la tomen por chica
fácil. —Boeckel firmó con sus iniciales el informe sobre su escritorio y lo tiró
al de ella—. ¿Qué quieres que haga con ello? —preguntó Hildegarde.
—Bueno, mejor será que no lo desestimemos con demasiada ligereza.
Ponlo en el archivo de operaciones en proceso, para ser revisado, digamos
dentro de dos meses. Veremos qué más ha ocurrido para entonces. Pero si me
preguntas a mí, Hildegarde, creo que tienes razón, es la cultura
norteamericana. Nuestro amigo el contraalmirante ha leído demasiados
cómics de Supermán y se deja llevar por su imaginación.

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Llegaron noticias de Arthur Bannering en Inglaterra de lo que al fin parecía


una alteración importante de los sucesos: Chamberlain había accedido a las
exigencias de los rusos para entablar conversaciones militares de alto nivel
sobre medidas concretas de defensa.
En el mundo de Proteo el gobierno británico y el francés habían declinado
de manera persistente esta proposición debido a su rechazo a divulgar secretos
militares sin un tratado político; por el otro lado, como evidenciaba su
elección de Strang como emisario en Moscú, tampoco tenían prisa por firmar
ningún tratado. Esto había confirmado las sospechas de Stalin y reforzó su
determinación de no verse forzado a comprometerse con Polonia, cosa que
hubiera sido una cuestión puramente académica, llegado el caso, ya que los
polacos estaban igual de determinados a no permitir el paso de tropas rusas
por su territorio. Esto había dado al gabinete británico la excusa necesaria
para no insistir en el tratado de defensa con los rusos: ya habían demostrado
ante los ojos del mundo que estaban dispuestos, y que sería culpa de la propia
Polonia si luego la invadían.
Y lo cierto es que así ocurrió, cuatro días después, el 26 de agosto. Para
satisfacer a la opinión pública mundial, los británicos y los franceses
siguieron adelante con la declaración de guerra contra Alemania, que era una
farsa, que Hitler esperaba. La campaña polaca acabó hacia finales de mes.
Durante ese tiempo, Stalin se mantuvo sentado erguido y presentando un
rostro impenetrable, mientras entre bastidores sus propios preparativos
proseguían a un ritmo frenético. Ahora que los alemanes y los rusos se veían
las caras a ambos lados de una frontera común, ya no podía haber duda de
para qué se preparaban los alemanes, tan pronto como Hitler consiguiera
salirse del enredo que tenía con la Europa occidental.
Pero ahora, en este mundo, todavía estaban en julio. La repentina muestra
de solidaridad con los rusos podía ser suficiente para disuadir a Hitler de
lanzar su ataque, pensó Anna Kharkiovitch mientras contemplaba las aguas
grises manchadas de espuma del golfo de Vizcaya. Pero ésta sería la última

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oportunidad de salvar la situación en Europa. Todo dependía de aprovechar la
ocasión.
A su lado, Gordon Selby cerró la revista que había estado hojeando
ociosamente. Habían volado de Miami a Lisboa en uno de los vuelos de
pasajeros transoceánicos de la PanAm recientemente inaugurados, y pasaron
una noche en el hotel Duas Nocas para esperar su vuelo a Poole, en
Dorsetshire, en un avión de la Imperial Airways procedente de Sudáfrica.
—¿Sabes? Creo que casi me he hecho a la idea —dijo Selby, volviendo la
cabeza e inclinándose para hablarle al oído. Tras doce horas en el aire el día
anterior, habían aprendido a ignorar casi por completo el rugido constante de
los cuatro motores del avión de dieciséis cilindros—. Si terminamos varados
aquí, puede que sea lo mejor para nosotros a largo plazo.
Anna asintió como si hubiera estado esperando algo por el estilo.
—Y te preguntas si Claud sabía que ocurriría.
—¿Cómo lo sabes? —Selby se sorprendió.
—Yo también me lo he preguntado.
—Bueno, ¿qué opinas tú?
Anna estudió el rostro de Selby.
—Sólo por curiosidad, ¿qué diferencia supondría para ti? —preguntó—.
¿Tienes algo por lo que volver?
—No, la verdad. —Selby negó con la cabeza.
—¿Ni familia ni nada?
—Mis padres estaban en el Congo cuando fue invadido, y no consiguieron
salir lo suficientemente rápido… mi padre era un ingeniero de minas allí.
Nadie descubrió jamás qué había sido de ellos.
»Fue cuando tenía doce años. Yo estaba en los Estados Unidos cuando
ocurrió, de vacaciones escolares. Crecí en un orfanato y nunca tuve vínculos
fuertes con nadie. Quería ser ingeniero, sin embargo. Parecía… bueno, como
una forma de mostrar respeto por mi padre, supongo. Un psiquiatra me diría
que terminé en ingeniería nuclear debido a un deseo subconsciente de fabricar
bombas para lanzárselas a los nazis antes de que todo terminara.
—¿Eso crees? —Anna sonrió.
—No lo sé, pero vitoreé con tanta fuerza como el que más cuando
Kennedy se levantó y dijo que ya estábamos hartos de que abusaran de
nosotros.
—Pues verás, lo mismo pasa con el resto de nosotros —dijo Anna—.
Nadie del equipo tiene ninguna razón importante para volver, y todos tenemos

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una cuenta que ajustar con los nazis. Es como si Claud nos hubiera elegido
con eso en mente.
Selby frunció los labios detrás de su barba negra y puntiaguda.
—¿Así que lo que dices es que Claud sabía que el portal no funcionaría?
—No lo sé. Digamos que no creo que lo cogiera completamente por
sorpresa. Creo que esperaba que sucediera lo mejor, pero también que estaba
preparado para lo peor cuando ocurrió.
—Sé lo que quieres decir. —Selby asintió—: ¿Por qué eligió a este grupo
de personas en particular, por ejemplo? Algunos buenos técnicos y un par de
ingenieros habrían sido suficientes para ensamblar el portal. ¿Qué necesidad
había de una historiadora y un diplomático?
—Exactamente. ¿Y eran necesarios todos esos militares para la
seguridad? —preguntó Anna—. E incluso si lo eran, ¿por qué todos ellos
tienen experiencia en operaciones encubiertas en Europa, especialmente en
Alemania?
Los motores del Sunderland continuaban su monótono estruendo, y partes
de la costa francesa aparecieron en el horizonte frente al avión. Tras un
minuto o dos de silencio, Anna preguntó:
—¿Crees que Claud quiere que el portal funcione, en realidad? ¿O todo
ese asunto de Einstein es sólo una estratagema para mantener la moral hasta
que nos hayamos adaptado a la idea de que no podemos volver?
—¿Quieres decir que abandonó a sabiendas una causa perdida en nuestro
mundo por la oportunidad de un resultado final diferente en éste?
—Sí, exactamente eso.
Selby pensó durante unos instantes, y luego negó con la cabeza.
—No lo creo. Cierto, estaba preparado para lo que ocurrió, pero haría
cualquier cosa para que la conexión funcionara si pudiera. Claud puede ser
objetivo y calculador cuando el trabajo lo exige, pero debajo de eso es un ser
humano. No abandonaría a nuestro mundo a su destino, con completa
despreocupación por la gente que confiaba en nosotros.
—¿Qué te hace pensar eso?
—El hecho de que estoy en este avión.
—¿Y?
—Mi campo son las armas nucleares, que sin duda no es la razón por la
que estoy en esta misión. Si el único interés de Claud fuera derrotar a Hitler
para construir un mundo agradable en el que quedarse a vivir, lo más
importante sería poner en marcha un programa atómico estadounidense,
¿vale? Bueno, si eso fuera lo que quiere, yo estaría en los Estados Unidos

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ayudando a crear ese programa. —Selby extendió las manos—. Pero Claud no
lo hizo. En vez de eso me envió a Europa. ¿Por qué? Para quitarme de en
medio durante un tiempo y asegurarse de que los científicos de allí no se
distraen de aquello en lo que él quiere que se concentren, y sólo puede tratarse
del portal. Eso me indica que lo de Einstein va en serio. Yo sólo soy un
seguro en caso de que no funcione y terminemos teniendo que fabricar
nuestra propia bomba.
Anna asintió, aparentemente aliviada.
—Sí —admitió—. Así es como yo lo veo también. Esperaba con todas
mis fuerzas que tú también lo dijeras.
Se quedaron en silencio durante un rato. Entonces Selby levantó la vista
de su revista de nuevo y dijo:
—¿Qué pasa con Cassidy, entonces? Ése sí que tiene una razón para
querer volver.
Anna volvió la cabeza.
—¿Por esa chica de la que habla? Oh, vamos, no te puedes tomar eso en
serio. Ya sabes cómo es Cassidy.
—Entonces ¿no crees que esté prometido?
—Muy posiblemente lo esté, o puede que una vez lo estuviera… Pero
¿realmente crees que sería una tragedia si no se casaran al final?
Selby se frotó la nariz con los nudillos mientras sonreía débilmente.
—Supongo que no. Pero todo el asunto era raro desde el principio. Quiero
decir, Cassidy es un buen tipo a su manera, pero es un mostrenco. ¿Cómo es
que acabó liado con una tía de buena familia como ésa?
—¿Mostrenco?
Selby hizo un gesto de sinceridad.
—Bueno, es que es un mostrenco, ¿o no?
Anna se lo quedó mirando con curiosidad durante unos segundos.
—No sabes nada a cerca de Cassidy, ¿verdad?
—¿Por qué? ¿Qué hay que saber?
—Proviene de una de las familias más ricas del sudoeste de los Estados
Unidos… y es heredero directo de una fortuna basada en el petróleo y los
minerales. Pero despreciaba a la gente que le rodeaba por vivir vidas de lujo
banal en una época en la que el país estaba contra la pared, así que lo dejó
todo y se convirtió en un simple soldado. Como dijiste, Claud jamás habría
elegido a un gilipollas como el que Cassidy finge ser a veces.
—¿Y tú cómo lo sabes? —Selby se la quedó mirando asombrado.

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—Harry me contó la historia tras nuestra llegada a Nuevo México…
íbamos en camión hacia Alburquerque por una razón u otra. Me había puesto
dura con Cassidy por algo que había hecho o dicho, y Harry quería dejar las
cosas claras. Esos dos trabajan bien juntos.
Parece probable, pensó Selby. Harry no era el miembro más hablador del
equipo, pero por alguna razón parecía natural que le confiara algo así a Anna.
—Hmm, qué extraño —comentó—. Parece que le tienes cogido el
tranquillo a lo de llevarte bien con las tropas.
—No es tan extraño —le dijo Anna—. Cuando era más joven, combatí
con los partisanos siberianos durante cinco años. Ya había matado a diez
nazis cuando cumplí diecisiete. Cuando tenía dieciocho, un coronel de las SS
ordenó que fusilaran a todos los hombres del pueblo de mi familia. Me acosté
con él para poder cortarle la garganta mientras dormía. Verás, Gordon,
Operaciones Especiales y yo hablamos el mismo lenguaje.

En la Estación, el profesor George Pegram, director del Departamento de


Física y decano de Estudios de Posgrado de la Universidad de Columbia, se
había dejado caer con desmayo sobre una de las mesas del comedor,
anonadado por todas las cosas que había aprendido en los últimos sesenta
minutos. Winslade, Greene, Scholder y otros miembros del equipo Proteo,
junto con los tres físicos húngaros, estaban de pie o sentados en varias
posiciones a su alrededor. Pegram había estado fuera de la ciudad, y había
pasado más de una semana desde las primeras llamadas frenéticas de Szilárd
desde la Estación a Teller y Wigner.
—Antes de que recobres el sentido, George, sí, sabemos que
aparentemente hay contradicciones lógicas —dijo Szilárd—. Pero intentar
comprenderlas en esta etapa sería inútil. Fíate de mi palabra… lo he
intentado. Todos lo hemos intentado. Y también Lindemann en Inglaterra. Se
necesita un enfoque diferente, una mente con la habilidad de ver el problema
desde el ángulo que se nos escapa a los demás. Por eso queremos a Einstein.
—Queremos más que sólo Einstein —dijo Winslade desde su posición de
pie en medio de la habitación—. Según nuestro plan original, el presidente y
otros miembros del gobierno ya deberían estar involucrados a estas alturas.
No veo razón para que una dificultad técnica justifique más retrasos, sobre
todo porque es posible que nos veamos en la necesidad de tener acceso a
recursos que una palabra de la Casa Blanca nos facilitaría.

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—En resumen, contactaremos con el presidente mediante Einstein —le
dijo Teller a Pegram.
Pegram parpadeó confuso, meneó la cabeza y al fin pudo articular palabra.
—Sí, comprendo lo que dicen. Pero ¿por qué no se dirigen directamente a
Roosevelt en primer lugar?
—Piensa un poco, George —sugirió Wigner—. A Fermi y Tuve los
echaron a patadas como si fueran chalados cuando intentaron contactar
directamente con el gobierno, y sólo era para conseguir respaldo para la
investigación de la fisión. ¿De verdad quieres ser el que vuelva allí y les diga
que ahora estamos metidos en máquinas del tiempo?
Pegram asintió con desánimo. Wigner tenía razón. Szilárd había recibido
una carta, un par de días antes, en la que se rechazaba de forma educada pero
firme su segundo intento de interesar a la Marina.
—El prestigio de Einstein sería el factor adecuado —concedió Pegram—.
Pero ¿cómo conseguirá hacer llegar el mensaje a Roosevelt? Quiero decir,
con todo el debido respeto hacia él, ¿podemos confiar en él para una cosa así?
Ya sabéis las historias que corren por ahí…
—Ya he hecho las disposiciones adecuadas —dijo Szilárd, en un tono
algo pomposo—. Hace poco Gustav Stolper, el economista austriaco, me
presentó a alguien llamado Alexander Sachs, que es consejero económico de
la Corporación Lehman y también es amigo personal del presidente. He
hablado con Sachs, y ha accedido a entregar la carta a Roosevelt en persona,
firmada por Einstein.
Pegram pareció horrorizado.
—¿Ya has hablado con él? Por amor de dios, Leo, no podemos permitir
que una información de ese tipo…
—Oh, por supuesto que no le conté nada acerca de Proteo o de la máquina
que tenemos aquí —dijo Szilárd con impaciencia—. Estamos usando lo de la
investigación con el uranio y la posibilidad de una bomba de fisión como
tapadera. La verdad será divulgada más tarde, y sólo a Roosevelt en persona.
—¿Estás conforme con esto, Claud? —Pegram miró a Winslade.
—Oh, sí. Leo tuvo la consideración de consultar con nosotros antes de
decirle nada a Sachs —replicó Winslade.
No había nada más que decir. Pegram miró a su alrededor una vez más y
luego asintió.
—Muy bien, vayamos a hablar con Einstein. ¿Puedes arreglar las cosas
para una reunión en Princeton, Leo?

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—No está allí —replicó Szilárd—. Lo último que supe fue que había
alquilado una cabaña o algo así y que se había ido a navegar en su barco. Así
que primero tendremos que encontrarlo.
Y así fue como el domingo, 30 de julio de 1939, mientras Teller y Pegram
estaban en la Estación con Greene estudiando la construcción de la máquina,
Leo Szilárd y Eugene Wigner se encontraron viajando en coche junto a
Winslade y Scholder en el coche de Wigner, buscando una residencia de
verano que pertenecía a un tal doctor Moore, en alguna parte de los
alrededores de Peconic, Long Island.

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19

Eran ya más de las tres de la madrugada, y Stan Shaw «su buen amigo, el
Lechero», parloteaba alegremente un boletín de noticias entre anuncios en el
programa nocturno de la emisora WNEW. Ferracini dormitaba con la barbilla
apoyada contra el pecho y la silla inclinada hacia atrás para permitirle poner
los pies sobre la gran mesa en el centro del comedor. Cassidy estaba
espatarrado en un sillón y cubierto por un periódico, y Floyd Lamson estaba
sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared al lado de la
cafetera, tallando una lechuza a partir de un pedazo de madera para añadirla a
la colección de figuras animales que ya adornaban la habitación. El resto del
equipo de la Estación estaba durmiendo o con Einstein y los otros visitantes,
que todavía seguían examinando la máquina.
Ferracini veía en su imaginación la casa en la que había vivido cuando
niño, una casa de madera pintada de amarillo con tejado de tablas marrones,
cerca de la gasolinera que pertenecía a uno de los hermanos del Tío Frank. Se
acordó de Frank, delgado y musculoso, llegando a casa después de trabajar en
las obras al otro lado del río, en Manhattan, y hablando durante la cena acerca
de partidos de béisbol y de planes para excursiones de pesca. Cuando las
noticias en los periódicos eran malas, hablaba de las cosas que los nazis
hacían en África y Asia. La tía Teresa se quedaba callada cuando Frank
hablaba de esas cosas.
Por las noches, Frank y Harry a veces se quedaban a oír combates de
boxeo retransmitidos en la radio, y Frank simulaba puñetazos y defensas
mientras seguía la acción golpe a golpe según la narraba el comentarista.
Algunas noches, Frank se daba una ducha, se cambiaba de ropa e iba a
algunos de los clubes donde boxeaba. En esas noches, a veces la tía Teresa se
sentaba con Harry al lado de la chimenea y le contaba historias sobre Italia en
los días anteriores a Mussolini y los fascistas.
La vida entonces parecía simple y despreocupada, había muchos bailes,
canciones y bodas en la iglesia del pueblo. El mundo parecía ser simplemente
una pequeña comunidad de parientes y amigos, y rostros familiares, como el

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padre Buivento, Luigi el alcalde, Diño el carretero, Rodolfo el lechero, y
muchos más que Ferracini todavía recordaba de las imágenes de su niñez. Sus
fantasías reflejaban la seguridad y la felicidad de la edad en la cual las había
creado. A veces, en momentos más arduos de años posteriores, cuando
esperaba en el interior de un transporte aéreo para lanzarse en paracaídas
sobre Groenlandia para su entrenamiento ártico o cuando yacía inmóvil en la
cumbre de una montaña mientras grupos de búsqueda rastreaban las laderas
inferiores con perros, había reflexionado melancólicamente sobre ese mundo
ilusorio de calidez y amor, donde todo el mundo conocía a todo el mundo y
todos tenían un lugar al que pertenecer.
Ahora, curiosamente, sentía que había encontrado algo muy parecido a
eso en el Nueva York de 1939. La lejanía de su tiempo forjaba un vínculo
entre los miembros del equipo y hacía que en muchos sentidos parecieran una
familia; y el círculo de conocidos en el local de Max, el restaurante hindú del
piso superior, el salón de billares al otro lado de la calle, y otros lugares que
Ferracini empezaba a conocer tenían una familiaridad amistosa que para él era
una experiencia nueva.
En enero pasado, recordaba, había sentido desprecio por la Norteamérica
que había encontrado antes de los años de holocaustos de la década de los
cuarenta; pero algo había cambiado desde entonces en sus percepciones.
Aunque el New Deal de Roosevelt incluía su ración de fracasos y
presuposiciones erróneas, había tenido éxito pese a todo en inspirar a la
nación con la determinación que necesitaba para salir adelante. Y la nación,
respondiendo con un optimismo áspero, había conseguido atravesar las
ventiscas económicas de la década de los treinta con sus valores básicos de
compasión y respeto por la libertad individual todavía intactos. Había evitado
sucumbir a las fuerzas de la tiranía, el odio, gobiernos populistas y a la
violencia, pese a sufrir los mismos problemas que azotaban Europa. Ferracini
empezaba a creer que había algo de lo que sentirse orgulloso y que había
mucho que valía la pena preservar en gente capaz de comportarse así.
—Aquí dice que con buen comportamiento, y que si paga los veinte de los
grandes que debe, Alphonse Capone tendrá la posibilidad de salir de la cárcel
en noviembre —anunció Cassidy por encima del periódico que leía.
—¿Dónde está? —preguntó Lamson desde su sitio en el suelo.
—En algún lugar llamado Terminal Island frente a San Pedro, California.
—Bueno, espero que se porte bien y se quede quietecito esta vez —dijo
Lamson, arrastrando las palabras—. De otra manera, puede que también
tengamos que enseñarle modales, como a Bruno. —Dejó su cuchillo en el

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suelo e hizo girar la lechuza de madera en sus manos—. ¿Por qué lo pillaron
al final?
—Se olvidó de pagar los impuestos —dijo Cassidy.
Lamson meneó la cabeza con aire reprobador.
—Así que no pagó sus propias tasas de protección, ¿eh? Bueno, supongo
que eso es lo que pasa.
En ese momento, la puerta que conducía al área donde estaba instalada la
máquina se abrió suavemente y apareció Einstein. Cassidy dejó el periódico.
Ferracini quitó los pies de la mesa y se irguió en su asiento. Lamson puso a un
lado su lechuza y se levantó con torpeza. Einstein alzó una mano que parecía
disculparse por la intrusión.
—Por favor, de que se molesten no hay necesidad —dijo con su
pintoresco inglés de fuerte acento mientras entraba en la habitación y se
dirigía hacia la mesa—. Busco obtener una taza de té. Si es posible. Allí atrás,
de política es lo que se habla… qué tema más aburrido, incluso para quien lo
comprenda, cosa que no pretendo. Así que pregunto dónde está el cuarto de
baño y me fugo. —Hizo un guiño de complicidad a Ferracini y susurró detrás
de su mano—: Siempre puedo decir que me perdí en el camino de regreso. Es
asombroso lo que puedes hacer cuando se supone que se es un genio
despistado.
Aunque ya había adquirido para ese entonces un halo blanco de mechones
de pelo, Einstein era más joven que la imagen de él que aparecía en las
fotografías más conocidas de años posteriores. Tenía una frente alta, mejillas
con hoyuelos y un mentón obstinado. Los párpados le caían a los lados, lo que
en combinación con su bigote le hubiera dado el aspecto de una morsa
melancólica si no fuera por el brillo de sus ojos y la semisonrisa traviesa que
aparecía juguetonamente en sus labios. Llevaba un suéter marrón desgastado
y unos pantalones carentes de forma, y había llegado junto a Szilárd y Wigner
al anochecer.
Los demás se miraron los unos a los otros con incomodidad durante unos
segundos.
—Té —murmuró Lamson—. Tenemos agua caliente por aquí. Pero no sé
si tenemos té…
—En el armarito de abajo —intervino Cassidy.
—Oh, sí… ya miro yo.
Einstein retiró una silla y se sentó a la mesa, tirando al mismo tiempo del
cuello del suéter para sacar su pipa del bolsillo de la camisa.

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—¿Saben? Este año será mi sexagésimo aniversario. Jamás he aprendido a
conducir en todo este tiempo, y justo acabo ahora de dominar los secretos de
la cámara de fotos… demasiadas menudencias y problemillas y
preocupaciones, ya saben. —Señaló por encima de su hombro con la boquilla
de la pipa—. Y ahora esta máquina que delante de mí ponen ustedes… de un
hombre anciano, de costumbres e ideas fijas, que era lo suficientemente tonto
para creer que había captado un vislumbre de la forma en que Dios pensaba
cuando diseñó el universo. Siempre me digo que cuando vemos
complicaciones en la Naturaleza, eso es que en realidad no estamos viendo
todavía la verdad. Debajo de eso, la verdad es siempre simple. ¡Pero esto!
¿Cómo puedo reconciliar las cosas que oigo ahora con la fe que me niego a
abandonar de que la naturaleza razonable y ordenada sea, y no maliciosa ni
irracional?
Lamson se acuclilló y enterró la cara en el armarito, mientras Cassidy
hacía todo un número de doblar el periódico. La lealtad en situaciones de
combate y eso estaba muy bien, pero esto era otra cosa: Harry tendría que
arreglárselas solo.
Ferracini tragó saliva e hizo un esfuerzo consciente por parecer más
inteligente de lo que se sentía en ese momento.
—Eso parece un poco extraño, señor, esto, profesor… —tartamudeó.
—«Doctor Einstein» está bien —dijo Einstein—. ¿Y qué le parece tan
extraño, capitán, sí? ¿O el nombre de pila prefiere, siendo norteamericano?
—Harry está bien… todo el mundo me llama así aquí, de todas formas…
Oh, el que esté confundido por algo que le parece complicado, supongo. La
mayoría de la gente piensa que usted es ya tan complicado como puede serlo
alguien.
—No es cierto, Harry —Einstein miró a su alrededor invitadoramente—.
¿Y…?
—Eh… oh, soy Cassidy.
—Floyd.
—Harry, Cassidy y Floyd. Saben, siempre he usado un solo jabón para
afeitarme y lavarme la cara. La mayoría de la gente, ellos usan dos jabones.
Pero, pregunto yo, ¿qué necesidad hay de usar dos jabones? Ésas son las
cosas que hacen que la vida esté llena de demasiadas menudencias,
problemillas y preocupaciones, como las cámaras… más cosas que hacer que
no son importantes, y más cosas que recordar que no tienen relevancia. Así
que siempre uso un mismo jabón.

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Ferracini estaba perplejo. Aquí tenía probablemente al científico más
grande del siglo; supuestamente, según le habían dicho, una de las mentes
más brillantes de todos los tiempos; que acababa de enfrentarse a la presencia
de gente del futuro y a la realidad del viaje en el tiempo… y que parecía un
benévolo abuelo chaplinesco que divagaba sobre cámaras y jabón para
afeitarse. Ferracini no tenía ni idea de qué decir. El entrenamiento militar no
cubría situaciones como ésta. Los otros dos parecían tener el mismo
problema.
—Así que están en el ejército —dijo Einstein sacando picadura de una
bolsita que había hecho aparecer de algún lado y prensando el tabaco en la
cazoleta de la pipa—. Cassidy y Floyd, son ustedes sargentos, me dijeron
antes… ¿sí?
—Cierto —dijo Cassidy.
Einstein asintió.
—En Suiza, cuando joven, me rechazaron para el servicio militar porque
tenía pies planos y venas varicosas, dijeron. Pero las cosas quizá sean más
serias en el mundo de ustedes. El país entero se ha convertido en un
campamento militar, me parece a mí.
Ése era un tema peliagudo. Einstein se había negado vehementemente a
tener nada que ver con el militarismo alemán en la época de la Gran Guerra, y
los soldados no estaban seguros de cómo responder sin arriesgarse a
ofenderle. Cassidy dijo con cautela:
—Ya no es un asunto de simple política o de economía. La única opción
que nos quedaba era abandonar todo aquello en lo que creíamos, o de lo
contrario defenderlo con todo lo que teníamos. Si hubiera visto las cosas que
sucedían en el resto del mundo…
—Pero he visto las cosas que durante años han estado sucediendo en
Alemania —dijo Einstein. Por un momento, hubo un indicio de dureza en su
voz. Asintió en agradecimiento cuando Lamson le puso una taza de metal
llena de té humeante delante, y luego se relajó con una sonrisa y un suspiro—.
Su preocupación es innecesaria, Cassidy. La gente, ellos no comprenden…
—Wir können uns auch auf Deutsch unterhalten, wenn es Ihnen lieber ist
—interrumpió Lamson cuando se volvió a sentar—. (Podemos continuar la
conversación en alemán, si lo prefiere).
Las cejas de Einstein se arquearon en sorpresa.
—Das habe ich wirklich erwartet, dass ihr alle Deutsch sprecht!. (¡Eso sí
que no me lo esperaba, que todos ustedes hablaran alemán!).

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—Todos hemos trabajado en ultramar en la Europa nazi —dijo Ferracini,
cambiando también al alemán—. Uno tiene que hablar alemán para que lo
elijan para esa clase de operaciones.
—¿Y dónde lo aprendieron ustedes? —preguntó Einstein, mirando
alrededor de la mesa.
—En la academia militar, la mayoría de nosotros —le dijo Cassidy—. El
entrenamiento era intensivo en todos los aspectos. Tenía que serlo… nuestra
vida estaba en juego, normalmente durante meses seguidos.
—Sí, supongo que sí… —Einstein asintió—. Pero, de todas formas,
¿dónde estábamos? Ah, sí. La gente no comprende. Porque me negué a
contribuir al esfuerzo bélico en 1914 creen que soy uno de esos pacifistas
dispuestos a pagar cualquier precio por la paz, como si la «paz» no fuera otra
cosa más que una ilusión bajo esos términos.
—¿No lo es? —Lamson, que había decidido que Einstein era humano
después de todo, parecía ligeramente sorprendido.
—No si ello conduce al tipo de mundo del que provienen ustedes tres. —
Einstein llevó una cerilla a la cazoleta de su pipa y dio unas cuantas
bocanadas—. Cierto, deploro la agresión y la violencia como medios para
resolver problemas. Sólo conducen a peores agravios y problemas a largo
plazo. Pero estar preparado para defenderse uno mismo si llega el caso no es
lo mismo. Esta monstruosidad que consume Europa es un cáncer de los
tejidos de la civilización. Cuando el cuerpo está infectado, los anticuerpos se
movilizan y destruyen al agente extraño. El organismo planetario debe actuar
de la misma manera. En otras palabras, acepto, con pesar, que hay males que
sólo pueden ser detenidos con la fuerza. Apelar a sus mejores sentimientos es
igual de inútil que intentar razonar con un virus.
Einstein se encogió de hombros y prosiguió:
—Por tanto, cuando estuve en Bélgica, me preguntaron si creía que los
jóvenes deberían hacer el servicio militar, y yo respondí que no sólo deberían
hacerlo, sino que además deberían hacerlo con entusiasmo, porque ayudarían
a salvaguardar la civilización europea. Pero los pacifistas, que habían
entendido mal mi postura durante todo ese tiempo e intentaban adoptarme
como santo patrón, aullaron de furia y me acusaron de traidor.
—Quizá le acusaban más bien de ser inconsistente —sugirió Lamson.
Ferracini se quedó sorprendido. El que Lamson expresara una opinión sobre
cualquier cosa en algo más que un gruñido o un monosílabo era inusual.
Einstein parecía tener el mismo efecto en todos ellos.
Einstein negó con la cabeza.

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—La verdad es que no hay inconsistencia alguna. Me opongo al culto del
militarismo y a la supresión de la libertad mediante cualquier tipo de fuerza.
Hace veinticinco años, mi resistencia a la guerra sirvió a ese objetivo. Con la
situación actual, sin embargo, la única esperanza que les queda de sobrevivir
a las naciones libres está en el poder de sus fuerzas armadas. Por tanto, los
medios que superficialmente parecen diferentes a un nivel más profundo
sirven al mismo objetivo. —Se quedó pensando durante un momento y sus
ojos brillaron con ironía—. O, como supongo que podrían decir ustedes,
«todo es relativo».
Ferracini sonrió débilmente y miró a Cassidy. Éste asintió de manera que
decía: este tipo es legal.
Lamson se removió en su silla, frunció el ceño y luego miró a Einstein.
—¿Así que cree que es posible evitar… el tipo de futuro del que
provenimos? —preguntó—. Incluso aunque consigamos evitar los errores que
conducen a ese desastre, ¿quién nos asegura que no iremos de cabeza hacia
otro? Hay montones de errores que esperan ser cometidos sueltos por ahí.
Einstein se encogió de hombros.
—Tal vez sí… tal vez no. Ya no soy joven y por tanto ya no creo saberlo
todo. Supongo que todavía tengo fe en la gente, pese a todo —dijo.
—¿Cuanto más viejo se hace uno menos sabe? —preguntó Cassidy,
alzando una ceja.
—Oh, pero es completamente cierto —le aseguró Einstein—. Excepto en
el caso de los científicos, claro está. Esos sí que no llegan a saber nada nunca.
—Los otros tres intercambiaron miradas perplejas—. Es cierto —les dijo
Einstein. Dio un sorbo a su té y una calada a su pipa—. La mayor parte de la
gente no tiene ni la más ligera idea de en qué consiste la ciencia. Se creen que
consiste en unos chalados con bata blanca que quieren conquistar el mundo
con lechugas gigantes antropófagas… Pero la ciencia no es una cosa para
nada, como la electricidad, la gravedad o los átomos. Ésos son posibles
objetos de estudio científico, pero la ciencia es el proceso mismo, el proceso
de estudiar esas cosas, o cualquier otra cosa, en lo básico. Es el proceso de
llegar a conclusiones acerca de lo que probablemente sea cierto y lo que
probablemente no lo sea. Eso es todo. El producto final es simplemente
información fiable. Y el problema de saber en qué creer, qué es cierto y qué
no, es posiblemente el problema más importante con el que ha tenido que
vérselas la humanidad desde que existe ésta. ¿Cuántos ismos y ologías se han
inventado, y todos ellos afirmando tener la respuesta? ¿Y qué valor tenían sus
respuestas? —Miró a su alrededor. Los demás esperaron sin interrumpir.

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»La mayoría de los sistemas se crean para demostrar o racionalizar algo
que ya estaba decidido de antemano. Pero ésa es una forma inútil de proceder
si lo que realmente quieres es la verdad. La ciencia no funciona así. Su
propósito es comprender qué hay realmente ahí fuera, cómo es de verdad el
mundo, y acepta que sea cual sea la realidad, no estará influenciada de
ninguna manera por lo que usted o yo pensemos al respecto, o por cuantas
personas hayamos persuadido para que piensen como nosotros. A la verdad
eso no le impresiona ni le preocupa. Por eso los científicos no prestamos
mucha atención a las habilidades de oratoria. Eso se lo dejamos a los
abogados y a los teólogos. La elocuencia y el envoltorio emocional en que se
presentan las ideas no tiene nada que ver con que sean ciertas o no.
—Bastante obvio, cuando uno se para a pensarlo —comentó Cassidy—.
Es simple sentido común.
—La ciencia es eso exactamente, Cassidy —dijo Einstein—. Sentido
común formalizado. Y como su propósito es comprender el mundo tal y como
es, y no convencer a nadie de nada en particular, no hay lugar para el engaño,
especialmente para el autoengaño inconsciente. No puedes salirte con la tuya
si te mientes a ti mismo. Porque lo que ocurrirá al final del proceso si no
detectas los errores es que tu avión no volará. No se puede engañar a las leyes
de la naturaleza. Así que hay un fuerte principio ético subyacente entretejido
en la mismísima base del proceso científico… algo que muchas veces es
pasado por alto. ¿No sería bonito si lo mismo fuera cierto en otros campos
determinados de la actividad humana?
Einstein dejó la taza sobre la mesa y se reclinó contra el respaldo de la
silla para apoyar las manos sobre la mesa.
—Así que en vez de intentar demostrar las cosas que le gustarían que
fueran ciertas, la ciencia hace todo lo contrario, hace todo lo posible para
derribar sus propias ideas. Para eso se diseñan los experimentos, para
demostrar que las teorías son falsas. Y si la teoría sobrevive, termina siendo
mucho más fuerte. Por tanto, como si fuera un proceso evolutivo, lo que en
realidad es, la ciencia está poniéndose a prueba a sí misma en todo momento
y corrigiéndose. Crece ante las preguntas, los desafíos, la disensión y las
críticas. El escrutinio más feroz al que se somete es el suyo propio. Y así se
mantiene sana y crece con más fuerza.
»Pero qué patéticos y frágiles son los sistemas de pensamiento que no se
atreven a exponer a sus seguidores a opiniones contrarias o explicaciones
alternativas. Tales sistemas se ven obligados a prohibir aquello para lo que no
tienen respuesta, y a suprimir todo aquello con lo que no pueden competir. Al

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final se marchitan y mueren. Al final los opresores siempre son enterrados por
sus víctimas.
Einstein se quitó la pipa de la boca y asintió con solemnidad:
—Y así ocurrirá con Hitler y su «Reich de los mil años». Y por eso,
caballeros, es por lo que continúo teniendo fe en la gente.

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20

El universo newtoniano clásico era un asunto ordenado de partículas que se


comportaban como bolas de billar lanzadas en trayectorias gravitatorias y
electromagnéticas y que entrechocaban y rebotaban según unas reglas simples
que en principio operaban en todas las escalas hasta magnitudes
arbitrariamente pequeñas. Por tanto, era una vasta máquina, y sólo las
limitaciones impuestas por la precisión de las observaciones y el ingente
número necesario de éstas sería lo que impediría que se pudiera predecir el
movimiento de cualquiera de sus partes en cualquier momento dado. Todos
los estados pasados y futuros de la máquina, todo lo que había ocurrido, todo
lo que ocurría o podría ocurrir podría ser calculado aplicando las leyes
newtonianas a un instante determinado del total y luego extrapolando hacia
delante o hacia atrás en el tiempo. Si tal computación a gran escala podía o no
hacerse en la práctica era una pregunta superflua; la conclusión seguía siendo
que el universo estaba determinado, sus estados futuros se derivaban de las
condiciones pasadas de manera tan inevitable como las órbitas de los planetas
o la disposición de los mecanismos en un juguete de cuerda. Esto podrían
haber sido buenas noticias para los hedonistas y los criminales atormentados
por su conciencia, pero molestaba sobremanera a los que creían en el libre
albedrío y les gustaba pensar que éste representaba algún papel en la historia
de la humanidad.
Hacia finales del siglo XIX, sin embargo, pequeñas gotas de datos
experimentales irrefutables empezaban a colmar el vaso de la teoría aceptada
y, hacia la década de los veinte, la subsiguiente revolución en la física había
demolido permanentemente cualquier noción de que el reino subatómico era
simplemente un mundo newtoniano en miniatura. No estaba compuesto por
objetos que se comportaban de manera familiar como bolas de billar y que
ocupaban diferentes posiciones en el espacio, que se movían en trayectorias
exactas y se comportaban de la forma en que las cosas generalmente se
comportan; más bien, estaba compuesto por unas sorprendentes entidades
conceptualmente nuevas sin paralelismos en el mundo ordinario, que sólo

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podían ser descritas con precisión mediante las formulaciones matemáticas
abstractas de lo que acabaría siendo la mecánica cuántica.
Una de las implicaciones más importantes era que los sucesos en el
mundo de la mecánica cuántica no eran deterministas: una situación
predeterminada no conducía inexorablemente a otra situación futura definida.
Lo que normalmente antes era descrito como una partícula, por ejemplo, dejó
de considerarse una «cosa» sólida e inmutable localizada en un «lugar»
determinado, y se convertía en algo que los físicos llamaron una «función de
onda», una neblina vibratoria que se movía y extendía por el espacio, cuya
forma y patrón de densidad estaban en continuo cambio.
¿Una neblina compuesta de qué?
De nada que tuviera atributos físicos. Pero cuando se encontraba con otra
entidad semejante, por ejemplo al interactuar con un instrumento de medición
diseñado para descubrir algo acerca de ella, la propia interacción hacía que
adquiriera propiedades más típicas de lo que se llamaba una «partícula», lo
que hacía que quedara instantáneamente determinada en el espacio en algún
lugar que había ocupado el volumen de la neblina. Dónde aparecería
exactamente era algo que nadie sabía con seguridad. Todo lo que se podía
decir era «dónde» aparecería probablemente. La densidad de la neblina en
cualquier punto mientras vibraba y cambiaba daba, cambiando de instante a
instante, la probabilidad de que la partícula se encontrara en ese punto.
El billar de la mecánica cuántica, por tanto, se jugaba con las bolas
moviéndose rápidamente detrás de sus propias cortinas de humo, y no era
posible predecir con antelación cuál sería el resultado preciso de una colisión
determinada. Pero sí era posible predecir cuál sería el resultado probable, y
tales predicciones podían probarse mediante experimentos que se basan en la
repetición de un suceso muchas veces y observar la frecuencia con que varios
resultados posibles ocurrían en realidad. A juzgar por sus predicciones, la
mecánica cuántica resultó ser, quizá, la teoría científica con más éxito de la
historia.
El universo ya no era un mecanismo de relojería; pero tampoco era arcilla
capaz de ser moldeada para expresar el libre albedrío de los seres humanos.
Las leyes del azar habían reemplazado al determinismo. La idea de que el
universo estuviera dirigido por tiradas de dados preocupaba incluso más a
algunas personas que la de que estuviera determinado por una rígida
causalidad. Una de las más notables entre esas personas era Albert Einstein.
—Niels Bohr y yo discutimos sobre esto una y otra vez —dijo en alemán
a Winslade, Scholder, Teller y Szilárd. Estaban de pie en uno de los

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abarrotados cubículos llenos de instrumentos bajo la plataforma que recorría
el perímetro del cilindro del portal de regreso. Habían estado estudiando una
sección del sistema. Al otro lado de una mampara divisoria formada por
paneles eléctricos y una bomba de vacío, Wigner, Greene y otros miembros
del equipo Proteo repetían algunas de las pruebas.
—La idea de ser un limón en una máquina tragaperras siempre me ha
parecido incluso más repugnante que la de ser un engranaje en un mecanismo
—dijo Einstein—. Por tanto, desde mi punto de vista, la teoría está
incompleta. La razón por la que se producen incertidumbres es que los
experimentos no son lo suficientemente sensibles todavía como para descubrir
las variables que operan a niveles todavía más sutiles.
Szilárd negó con la cabeza.
—Nunca he aceptado eso. Si no hay evidencia experimental de tales
variables, entonces no hay justificación alguna para suponer que existen.
—Opino lo mismo —dijo Teller, mostrándose de acuerdo con Szilárd—.
Sólo se ha verificado el formalismo matemático, nada más. La idea de unas
variables invisibles no sirve para otra cosa más que para satisfacer a tus
convicciones ideológicas, Albert. Quieres imponer metafísica, no física.
—Así que no te adscribes a ninguna interpretación —dijo Scholder.
Teller extendió las manos.
—Dame un guía para construir una, y consideraré todas las opciones. Pero
si se basa en la intuición, probablemente será errónea y será un obstáculo más
que una ayuda. Lo hemos visto innumerables veces antes.
—¿Qué otro enfoque nos queda? —preguntó Szilárd.
—Permitir que el formalismo matemático dé su propia interpretación —
contestó Scholder—. No tratar de imponerle nada.
Una expresión ausente se adueñó del rostro de Einstein. Se levantó de la
caja donde estaba sentado y caminó lentamente hacia la pared más alejada,
donde se detuvo ante un armario de herramientas y se puso las manos a la
espalda.
—Sí, desde el punto de vista filosófico, ésa es una proposición
interesante… —dijo.
Los demás esperaron durante un segundo, y luego miraron a Scholder
cuando este empezó a hablar.
—¿Pudiera ser que el gran error estuviera en contemplar el reino cuántico
como una especie de mundo fantasma cuyos símbolos sólo representan
posibilidades? ¿No podrían esos símbolos representar la realidad de manera
fiel, de la misma manera que en la teoría clásica?

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—¿De manera fiel? —Teller miró con desconcierto a Szilárd, y luego
volvió a mirar a Scholder—. Bueno, todo es posible, supongo. Pero ¿qué
significa eso?
Szilárd hizo una mueca de concentración.
—¿Cómo podría ser siquiera posible? —objetó—. Hay dos maneras
mediante las cuales puede cambiar la función de onda de un objeto. Puede
evolucionar de manera continua y predecible en el tiempo de la forma descrita
por su ecuación de onda diferencial; o, de forma alternativa, puede interactuar
con la función de onda de otro objeto, como cuando los electrones interactúan
con un instrumento de medición, en cuyo caso el cambio es discontinuo y el
resultado será uno entre varios resultados discretos posibles, cada uno de ellos
con una probabilidad determinada. La primera implica sistemas aislados, y el
segundo no. Eso debe conducir a contradicciones si intentamos interpretarlo
de forma literal. ¿Cómo puede un modelo inherentemente autocontradictorio
representar la realidad?
—Quizá deberíamos cuestionar nuestras propias suposiciones sobre la
realidad —sugirió Einstein al armario de herramientas. Se volvió hacia los
demás—. Muy bien, dejemos que el formalismo matemático produzca su
propia interpretación. Por tanto, ¿qué tipo de interpretación ha dado el
siglo XXI, doctor Scholder?
—La física contemporánea contempla el proceso de interacción, la
observación, si quiere llamarlo así, como el colapso de la función de onda en
uno de sus resultados posibles —replicó Scholder—. En qué resultado
particular colapsará es indeterminable, y sólo se puede asignar una
distribución probabilística a las diferentes probabilidades. —Los tres
científicos del siglo XX estaban expectantes. Scholder prosiguió—: Pero este
proceso de colapso y de asignación de probabilidades a los resultados no se
sigue de ninguna de las ecuaciones dinámicas del sistema. Son consecuencia
de una convención impuesta a priori sobre el formalismo… una suposición
tan metafísica en todos sus aspectos como la que Edward acusó a Albert de
querer imponer hace unos minutos.
Hubo un breve silencio.
—Pero ¿qué alternativa queda, entonces, a colapsar la función de onda?
—No colapsarla —dijo Scholder. Nadie pudo discutir la lógica de su
afirmación.
Szilárd se llevó la mano a la frente para masajearse las cejas.
—Pero si no colapsamos la función de onda en uno de sus resultados,
tenemos que quedarnos con todos ellos —dijo con lentitud—. ¿No nos

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obligaría eso a postular la realidad de todos ellos?
Un brillo distante había aparecido en los ojos de Einstein. Hizo una pausa
como para volver a revisar sus pensamientos antes de expresarlos en voz alta,
y entonces comenzó, asintiendo lentamente:
—Sí, eso es ser honesto, ¿no? —murmuró casi para sí—. Simplemente
tomar lo que dicen las matemáticas como tal y no intentar constreñirlas con
prejuicios sobre lo que deberían decir, o lo que creemos que deberían ser las
cosas.
—Correcto —dijo Scholder—. Ahora sigamos esa línea de pensamiento y
enfrentémonos a las implicaciones cara a cara.
Szilárd y Teller se quedaron mirándose mientras se hacían a la idea.
Entonces Einstein empezó a asentir con la cabeza con más fuerza.
—Sí, ¿por qué no? —susurró—. El universo real puede ser mucho más
vasto de lo que jamás imaginamos… una gigantesca superposición de una
complejidad abrumadora, en la que cada interacción genera sus propias
ramificaciones de resultados. Y ya que no hay nada en la formulación que
designe a una rama más real que cualquier otra, ¿por qué no podrían ser todas
igualmente reales?
—A ver si lo he pillado —dijo Szilárd a Scholder—. Dices que si hay un
número n de resultados posibles para un suceso, no es cierto que la naturaleza
elija uno de ellos arbitrariamente, al azar.
Scholder negó con la cabeza.
—¿Por qué uno en particular antes que otro?
—No hay reglas. No hay razón —dijo Einstein—. Ésos son los dados a
los que siempre he dicho que Dios no juega.
—Entonces ¿qué ocurre en vez de eso? —preguntó Teller.
—Todos ellos —replicó Scholder simplemente—. Cuando se tira un dado,
¿por qué la descomposición del vector de estado no puede representar una
función ramificada que conduce a seis mundos diferentes, todos igual de
reales, donde cada uno contiene un resultado diferente?
Teller se desplomó en la silla cerca de los paneles eléctricos. Szilárd se
levantó y empezó a pasearse inquieto, frotándose la barbilla con los nudillos
mientras intentaba aceptar la idea.
Einstein miró a Scholder.
—Por tanto, la imposibilidad de predicción proviene no de que uno de los
resultados sea elegido al azar, sino por la incertidumbre acerca de cuál de las
seis ramas será la que experimente un individuo —dijo—. En otras palabras,
el resultado que ocurra estará en correlación con su sentido de la identidad.

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Sus recuerdos serán un conjunto de resultados correlacionados de
interacciones previas, una especie de senda trazada mediante un árbol de
posibilidades que se ramifican constantemente.
—Sí —dijo Scholder.
Hubo un breve silencio, interrumpido sólo por el sonido de los pasos de
Szilárd dando vueltas y la voz de Payne que llegaba desde el otro lado de la
mampara, dictando números para alguien.
—Pero entonces habría una copia diferente de él en cada uno de los seis
mundos —dijo al fin Szilárd. Dejó de pasear, y abrió los ojos como platos
cuando las implicaciones se hicieron patentes—. Copias de todo, de hecho…
el mundo, todo… no sólo se ramifica en seis, sino por cada cosa que ocurre,
en todo lugar…
—Creo que ahora veo con más claridad adónde conduce todo esto —dijo
Einstein. Sacó su pipa y empezó a llenarla.
Szilárd prosiguió:
—Cualquier causa, no importa lo microscópica que sea, podría propagar
sus efectos a través del universo. Si lo que Kurt dice es cierto, entonces cada
transición cuántica en cada estrella, en cada galaxia, en los confines más
lejanos del cosmos, hace que el universo se divida en copias… Cada uno de
los incontables miles de millones de variaciones multiplicado por miles de
millones de variaciones por segundo… un árbol de ramificaciones donde todo
lo que puede ocurrir, ocurre en realidad… en alguna parte.
—Ahora ves lo que quise decir cuando afirmé que el universo es más
grande de lo que imaginábamos —dijo Einstein—. Lo que percibimos resulta
ser sólo una parte infinitesimalmente diminuta del total, una ruta trazada a
través de la totalidad por un conjunto correlacionado de recuerdos e
impresiones. —Dio una calada a su pipa y asintió con satisfacción—. Debo
confesar que la idea me atrae. El conjunto entero es determinista, porque
todos los posibles resultados debidos a cualquier causa están firmemente
empotrados en la estructura; y sin embargo la senda que trazan en su interior
las experiencias de un individuo puede ser influenciada por lo que llamamos
libre albedrío, en formas que todavía no comprendemos. Sí, caballeros, esto
me hace sentir mucho más feliz.
Los otros dos asintieron lentamente mientras la idea penetraba en sus
mentes. Empezaba a parecer evidente cómo podían existir múltiples futuros
que no evolucionarían a partir de las circunstancias presentes: cómo Hitler,
por ejemplo, podía estar en comunicación con un 2025 en cuya historia jamás
existió una Alemania nazi. La línea de sucesos que conducía al futuro donde

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el nazismo era desconocido y de donde procedía Kurt Scholder todavía existía
en el árbol de continuas ramificaciones de posibilidades y resultados. Existía,
de hecho, como una de las incontables líneas que conducían a todo un
subárbol de futuros sin nazismo, un número incontable de los cuales habían
enviado a incontables Kurt Scholders hacia el pasado y otro número
incontable que no lo habían hecho.
Y estaba claro lo que había salido mal con la conexión a 1975: de algún
modo, había habido un cruce de líneas, por lo que no habían contactado con
ellos mismos como habían supuesto, sino con otra versión de sí mismos que
procedían de otro 1975 y que habían llegado a otro 1939.
Esto no solucionaba el problema de conseguir que funcionara el portal de
regreso. El portal era una máquina dependiente, que operaba pasivamente en
respuesta al proyector principal que se suponía que la activaría desde 1975, al
mismo tiempo que tomaría de 1975 la energía necesaria para funcionar,
evitando así dejar la red entera de Brooklyn sin electricidad. El portal no
estaba diseñado para hacer «llamadas» al futuro sin que previamente se
estableciera contacto desde el proyector. Pero atendiendo a lo que Scholder
había dicho, debería haber un montón de versiones del proyector de 1975
intentando contactar con el portal de regreso. Pero no ocurría nada. Algo
fundamental iba mal.
Szilárd miraba con una expresión curiosa a Scholder.
—Lo que no consigo entender es, si sabías todo esto, ¿por qué no le
explicaste más cosas a Lindemann cuando estuviste en Inglaterra? —dijo—.
No parecía tener ni la más ligera idea de esos conceptos cuando hablé con él
por teléfono.
Winslade se desplazó desde donde había estado escuchando.
—Fui yo quién le pidió a Kurt que fuera deliberadamente vago debido a la
situación inestable y al riesgo de filtraciones —dijo—. No podíamos
arriesgarnos a que los alemanes captaran ni el más leve susurro de que cosas
como las que hablamos aquí estaban siendo discutidas en nuestro bando. Pero
ahora ven por qué necesitamos ayuda. La situación no tiene sentido. Me
pregunto qué es lo que sabía el equipo que se instaló en esa fábrica de Nueva
Jersey que nosotros ignoramos.
Einstein asintió.
—Necesitamos una mejor comprensión de la física de este nuevo y
extraño dominio —dijo—. Sólo entonces estarán en mejor posición para
enfrentarse a los problemas prácticos. Aquí tenemos uno de los extremos de
un sistema de comunicaciones que está en perfecto funcionamiento. El otro

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extremo, por lo que sabemos, está emitiendo. Pero no nos llega nada. ¿Qué
puede estar pasando? Un problema interesante, diría.

En el otro extremo de Manhattan, Jeff y su colega de estudios Asimov


bajaban los escalones de Schermerhorn Hall en Columbia tras asistir a una
conferencia.
—Deberías tomarte algo de tiempo libre y venir a la ciudad alguna vez
para conocerlos —dijo Jeff—. Ese tipo que te mencioné, Gordon, sabe toda
clase de cosas sobre física atómica. Me pregunto dónde aprendió todo eso.
—Bueno… si tengo algo de tiempo libre —dijo Asimov—. Pero ahora
mismo estoy trabajando en otra idea para una historia.
—Oh, ¿de qué se trata esta vez?
Inmediatamente Asimov se volvió más entusiasta y empezó a gesticular
mientras hablaban.
—Bueno, hay una nave espacial atrapada en un planeta que está muy
dentro del pozo gravitatorio de una estrella gigantesca. La tripulación intenta
mandar una señal de socorro. Pero debido a la dilatación temporal causada
por el campo gravitatorio, su tiempo transcurre más lentamente y no se dan
cuenta de que sus frecuencias de radio están desplazadas…
—¿Y serían capaces de sobrevivir si el campo es tan intenso? —preguntó
Jeff con tono de duda.
—Bueno, sí, ésa es la parte que intento solucionar —admitió Asimov—.
¿Tú que opinas?
Jeff reflexionó durante un momento, y luego negó con la cabeza.
—No creo que seas capaz de hacer que funcione —replicó con
incertidumbre.

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21

La noche todavía era joven y el Final del Arco Iris estaba bastante tranquilo.
Había un par de personas en la barra y algunos grupos y parejas más en las
mesas, la mayoría trabajadores del centro de la ciudad y hombres de negocios
que querían una hora de relax con una copa y algo de conversación antes de
irse a casa. Todavía había pocos de los habituales, y nadie se fijó en Walter
Fritsch cuando dejó su abrigo en el guardarropa y miró a su alrededor
mientras sus ojos se adaptaban a la luz: se había dejado puestas sus gafas de
cristales oscuros. Entonces se dirigió hacia la barra y se sentó en uno de los
taburetes.
—Hola —le saludó alegremente Lou el tendero cuando Fritsch se sentaba
—. ¿Qué le sirvo?
—Buenas noches. Eh, ¿quizá un stinger[12], por favor?
—Marchando un stinger. —Lou se dio la vuelta y cogió un vaso.
Fritsch examinó el local de nuevo, sólo para asegurarse. Ninguno de los
dos hombres que habían llevado a Fritsch y a su sobrina a Manhattan, el
grandullón rubio de bigote y su compañero moreno, estaban presentes; ni
tampoco había señal alguna del hombre al que habían llamado Johnny, el que
había llegado a la casa más tarde con los gánsteres. Sintiéndose más seguro,
Fritsch se dio la vuelta y cogió su copa.
No había resultado difícil rastrear a la chica que aparecía en el artículo de
periódico. Fue ella la que le puso en la pista del Final del Arco Iris, que,
según ella, era donde Johnny Corneja solía pasar el rato. Sin embargo, ella no
había oído hablar de los llamados Cassidy y Harry antes de aquella noche.
El que Berlín no hubiera mencionado su informe en su último mensaje le
resultaba decepcionante. Tenía la sensación de que no lo tomaban en serio.
Quería hacer algo que les convenciera de su valía. Los acontecimientos se
aceleraban hacia su conclusión en Europa, y en esos tiempos gloriosos el
deber de todos los miembros leales del partido, estuvieran donde estuvieran,
era contribuir con sus mejores esfuerzos. Y aparte de eso, Fritsch tenía
curiosidad, a título personal.

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—Un lugar agradable —comentó Fritsch—. Supongo que ahorra el local
no está en el mejor momento de la noche.
—Más tarde se animará más —gruñó Lou.
—Mi primera visita. Mi nombre es Johann, por cierto.
—Encantado de conocerle.
Fritsch tomó un sorbo y dejó el vaso sobre la barra.
—Yo, eh, me preguntaba si podría ayudarme. Intento localizar a un viejo
amigo, que según creo viene por aquí de vez en cuando.
—Muy bien.
—Su nombre es Cassidy… alto, rubio, con bigote. Tiene un amigo
llamado Harry.
—¿Harry y Cass? Sí, claro. Vienen por aquí. No los he visto desde hace
uno o dos días.
—¿Vendrán por aquí esta noche, sabría decirme?
—Lo siento, no tengo ni idea.
—Ya veo. Gracias. —Fritsch volvió a alzar su bebida mientras Lou se iba
a rellenar una cubitera—. Ya hace tiempo que no lo veo —siguió diciendo
Fritsch de manera ausente—. ¿Qué es lo que hace en estos días? ¿Lo sabe
usted?
—Que me registren.
George, el pianista, se giró en el taburete de al lado, desde donde había
escuchado a medias la conversación.
—Yo puedo ayudarle, caballero —dijo—. Transporta mercancías desde
algún lugar de Brooklyn, según me dijeron. —Miró a Lou, pero Lou hizo una
mueca de desagrado, negó con la cabeza y se dirigió al otro extremo de la
barra. George no pilló la advertencia—: Está en uno de esos almacenes cerca
de la desembocadura al sur del puente —le dijo a Fritsch—. Creo que alguien
dijo que se trataba del viejo local de Maloney… sí, eso era… de Maloney.
—Dígame dónde queda ese sitio —dijo Fritsch, inclinándose hacia
George.
Lou, al final de la barra y dándoles la espalda, sacudió la cabeza de nuevo
mientras servía platos de aceitunas, pepinillos en vinagre y galletitas saladas.
Si Johnny Corneja se contentaba con ocuparse de sus propios asuntos y dejar
en paz a Harry y Cassidy, entonces el resto de la gente debería hacer lo
mismo. George hablaba demasiado. Un día de éstos se metería en problemas.

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Mientras tanto, en Brooklyn, el grupo de la Estación había pasado el primer
día de agosto puliendo los últimos detalles de su plan para contactar con el
presidente Roosevelt, que en esencia permanecía inalterado: la seriedad de las
investigaciones sobre la fisión y la posibilidad de una bomba atómica se
usarían como pretexto para atraer la atención oficial, y la historia verdadera
sólo sería revelada cuando se hicieran los contactos de nivel superior. No se
podían arriesgar a nada que pudiera hacer sospechar a Hitler y Supremacía
que no tenían el monopolio de la tecnología del Órgano de Catedral, no se
podía poner nada por escrito, por tanto, que sugiriera ni remotamente la
existencia de la misión Proteo o su propósito.
El 2 de agosto, Teller y Szilárd hicieron una segunda visita a la casita de
veraneo que Einstein había alquilado, esta vez en el Plymouth 1935 de Teller,
y se llevaron con ellos el borrador final de la carta que habían compuesto para
que Einstein la firmara. Decía:

Albert Einstein
Old Grove Rd.
Nassau Point
Peconic, Long Island

2 de agosto de 1939

F. D. Roosevelt,
Presidente de los Estados Unidos,
La Casa Blanca
Washington D. C.

Señor:
Ciertos trabajos recientes de E. Fermi y L. Szilárd, que me han sido
comunicados mediante carta, me llevan a creer que el elemento uranio
puede convertirse en una nueva e importante fuente de energía en el
futuro inmediato. Ciertos aspectos de la situación que se ha presentado
parecen requerir cautela y, si es necesario, una acción rápida por parte
de la Administración. Creo, por tanto, que es mi deber poner en su
conocimiento los siguientes hechos y recomendaciones:
En el transcurso de los últimos cuatro meses se ha manifestado la
probabilidad, según el trabajo de Joliot en Francia, así como el de
Fermi y Szilárd en América, de que podría ser posible provocar una
reacción en cadena en una masa grande de uranio, mediante la cual se

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generarían vastas cantidades de energía y grandes cantidades de
nuevos elementos similares al radio. Ahora parece casi seguro que se
podría lograr en el futuro inmediato.
Este nuevo fenómeno también conduciría a la construcción de
bombas, y es concebible, aunque mucho menos seguro, que bombas
extremadamente poderosas de un nuevo tipo puedan desarrollarse de
este modo. Una única bomba de este tipo, transportada en barco y que
se hiciera explotar en un puerto, muy bien podría destruir todo el
puerto junto con parte del territorio adyacente. Sin embargo, tales
bombas podrían ser demasiado pesadas para ser transportadas por aire.

—2—
Los yacimientos de uranio de los Estados Unidos son de calidad
muy pobre y de cuantía moderada. Hay buenos yacimientos en Canadá
y en la antigua Checoslovaquia, mientras que la fuente más importante
de uranio es el Congo Belga.
A la vista de la situación podría pensar que sería deseable tener
algún tipo de contacto permanente entre la Administración y el grupo
de físicos que trabajan sobre las reacciones en cadena en los Estados
Unidos. Una de las posibles formas sería si le confiara esta tarea a
alguien de su confianza y que quizá actuara de forma no oficial. Su
tarea comprendería lo siguiente:
a) contactar con los departamentos gubernamentales, mantenerlos
al tanto de posteriores desarrollos, y proponer recomendaciones para la
actuación gubernamental, prestando particular atención al problema de
asegurar un suministro de mineral de uranio para los Estados Unidos.
b) acelerar el trabajo experimental, que en la actualidad se lleva a
cabo con las limitaciones de los presupuestos de los laboratorios
universitarios, proporcionando fondos, si tales fondos fueran
necesarios, mediante contactos con particulares que desearan hacer
contribuciones a esta causa, y quizá también mediante la obtención de
la cooperación de laboratorios industriales que poseen el equipo
necesario.
Entiendo que, en la actualidad, Alemania ha interrumpido la venta
del mineral procedente de las minas checoslovacas que ha ocupado. El
que haya tomado tal acción puede entenderse sobre la base de que el
hijo del subsecretario de Estado de Alemania, von Weizsäcker, forma

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parte del Instituto Káiser Guillermo de Berlín, donde ahora mismo se
están replicando parte de los trabajos norteamericanos sobre el uranio.

Suyo atentamente,

(Albert Einstein)

Szilárd llevó la carta firmada a Alexander Sachs y, a sugerencia de Sachs,


añadió un memorándum propio, donde explicaba que una reacción en cadena
con neutrones lentos era una certeza virtual, y que una con neutrones rápidos,
aunque menos segura, haría que la posibilidad de una bomba fuera altamente
probable. Luego Sachs escribió una nota propia para completar el dossier y
partió para pedir cita con Roosevelt.
Y así, por una vez, parecía que las cosas salían según lo planeado…
Hasta que una Anna Kharkiovitch muy agitada llamó desde Londres.
—¡Claud, no te vas a creer lo que han hecho! —dijo casi gritándole al
oído a un sobresaltado Winslade—. Chamberlain va a enviar a un almirante
fósil para que dirija las conversaciones militares en Moscú. ¡Si prácticamente
está en la lista de retirados del servicio activo! Y el equipo que se lleva está
formado por estrategas de sillón. No tienen ninguna experiencia real. E
incluso si la tuvieran, no tienen ningún tipo de autoridad para negociar.
Parece salido directamente de una opereta de Gilbert y Sullivan. Y eso no es
todo. Claud, ¿te lo puedes creer…? ¡Irán en barco hasta allá!
—¡Maldición!
—Los rusos no se lo perdonarán, Claud, no después de la forma en que
fueron tratados en Múnich. Stalin ha puesto al frente a gente como Voroshilov
o Shaposhnikov… algunos de los principales miembros del gobierno
soviético. Van en serio. Quieren hablar de cosas serias. Esto sólo servirá para
que caigan directamente en los brazos de Hitler.
Era cierto. Hitler, presintiendo una oportunidad inesperada, instruyó a su
embajador en Moscú para que hiciera correr la voz de que deseaba mejorar las
relaciones. La respuesta rusa fue positiva, y hacia la segunda semana de
agosto, mientras el almirante Drax y su grupo todavía estaban de crucero por
el Báltico, Hitler hacía todo lo posible para que el ministro de Asuntos
Exteriores alemán, Ribbentrop, se reuniera directamente con el dirigente
soviético. Stalin accedió, tras sonsacarle unas provechosas concesiones en
materia de comercio y préstamos. El 22 de agosto, se anunció públicamente
que Ribbentrop llegaría a Moscú el día siguiente.

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Las implicaciones eran catastróficas en lo que se refería a cualquier
esperanza de evitar el ataque a Polonia. Para cuando Ribbentrop partió de
Berlín, Winslade ya estaba de camino cruzando el Atlántico. El comandante
Warren le acompañaba por primera vez para observar la situación militar de
primera mano y conocer a algunos de los jefes militares ingleses. Quería
explorar la posibilidad de conseguir reemplazos en el ejército británico para
subsanar la pérdida de los refuerzos que deberían haberse materializado en
julio procedentes del mundo de Proteo.
Winslade y Warren llegaron a Londres en las primeras horas del 25 de
agosto. Por ese entonces, el pacto de No Agresión ruso-germano ya había sido
firmado. El camino de Hitler hacia Polonia estaba libre de obstáculos.

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22

Winslade sólo había estado ausente un tiempo demasiado corto para notar una
verdadera diferencia, pero algo había cambiado en la atmósfera que dominaba
en Inglaterra. No se manifestaba de ninguna forma obvia o dramática, sino
como una sutil alteración del humor y la disposición de la gente, y en el tono
de la prensa que reflejaba ese cambio. Se preguntaba si quizá no había estado
buscando las cosas equivocadas, y buscándolas demasiado pronto. Los
incansables esfuerzos de Churchill y los demás quizá estaban produciendo
resultados, después de todo, resultados que serían más importantes a largo
plazo, y de los cuales todo lo demás dependería en su momento.
—Pos ya era hora, digo yo, si va a haber bronca —comentó el botones
que les llevaba las maletas en el ascensor cuando Winslade volvió a
registrarse en el hotel Hyde Park con el comandante Warren—. Ese tal señor
Jitler se lo lleva buscando desde hace tiempo, y ya es hora de que alguien se
lo dé. ¿Los rusos? Para mí no suponen mucha diferencia. ¡Pa lo que sirvieron
en la última vez!
Un nuevo espíritu de firmeza y resolución también parecía estar tomando
cuerpo entre los niveles más altos del gobierno, dijo Bannering, cuando él y
Anthony Eden llegaron al hotel para desayunar a la mañana siguiente. El día
antes de que se anunciara el pacto nazi-soviético, el Gabinete había
reafirmado que las obligaciones hacia Polonia no se verían afectadas de
ningún modo. Hacia el 25 de agosto, dos días después del pacto, las
negociaciones con el embajador polaco se aceleraron para conseguir firmar un
tratado formal antes de que acabara el día. Contrastaba sobremanera con la
actitud que habían tomado en el mundo anterior, donde los Aliados habían
usado la negativa polaca a aceptar la ayuda rusa como excusa para declarar
que sus garantías quedaban invalidadas. Ahora la garantía era firme, aunque
esta vez Rusia y Alemania, por el momento, estaban en connivencia.
La escena política europea estaba confusa, y pocos dudaban de que la
guerra no estuviera a unos días de declararse como mucho. Cuando llegó,
terminaba el 25 de agosto, llegaron noticias de que el Ministerio de Asuntos

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Exteriores alemán había telegrafiado a sus embajadas y consulados en
Polonia, Francia e Inglaterra la orden de evacuar a los ciudadanos alemanes
por la vía más rápida. En Moscú, Voroshilov dio carpetazo a las
conversaciones anglo-rusas sobre la base de que ya no tenían ninguna
utilidad. Los corresponsales ingleses y franceses en Berlín se dirigieron a las
fronteras, mientras los observadores neutrales allí presentes informaron de
que se emplazaba artillería antiaérea por toda la ciudad y que los bombarderos
pasaban continuamente sobre sus cabezas hacia el este.
Sólo los miembros de la misión Proteo y aquellos pocos que gozaban de
su confianza sabían que para ese entonces, en el mundo anterior, Hitler ya
había ordenado que el ataque a Polonia comenzara a las cuatro y media de la
mañana del día siguiente, el sábado 26 de agosto. Así había ocurrido incluso
sin la connivencia soviética; ¿quién podía dudar entonces de que Hitler, ahora
que el principal riesgo para su primera jugada abiertamente hostil había sido
eliminado, haría otra cosa que aprovechar su triunfo diplomático para seguir
adelante según sus planes con todas las fuerzas a su disposición?
Y sin embargo, por extraño que pareciera, no fue así como sucedieron las
cosas. La madrugada del 26 de agosto llegó y pasó sin noticias de un ataque a
Polonia. Más tarde, esa misma mañana, Eden trajo informes sobre supuestas
dudas y vacilaciones entre el estado mayor nazi. La noche anterior, un
hombre de negocios sueco llamado Dahlerus había llegado a Londres como
enviado de Goering para expresar la voluntad de Alemania de llegar a un
«acuerdo» sobre la presente situación. Y luego, a primeras horas de la
mañana, el embajador inglés en Berlín, Sir Neville Henderson, había
presentado paralelamente al ministro de Asuntos Exteriores Halifax las
ridículas propuestas de Hitler garantizando la integridad del Imperio británico
y el compromiso de Alemania de acudir en su defensa ante una amenaza. Por
tanto, incluso con Rusia neutralizada, los preparativos militares completos, y
Supremacía apoyándolo, un simple gesto de determinación por parte de los
Aliados de responder a la fuerza con la fuerza había sido suficiente para que
Hitler vacilara en el último minuto. Era una indicación clara de cómo los
sucesos en el pasado podían haber tomado otro rumbo si tal precedente
hubiera quedado sentado desde el principio.
Dahlerus regresó a Berlín aquella noche con una respuesta poco
comprometida, y estaba de vuelta en Londres a la mañana siguiente, el
domingo 27 de agosto, con una oferta de seis puntos que había memorizado,
compuesta conjuntamente por Hitler y Goering durante la noche pasada. Pero
las propuestas que traía no eran las mismas que había expresado Henderson y

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parecían el comienzo de un estribillo que sonaba dolorosamente familiar tras
lo acontecido en Múnich. Chamberlain expresó su escepticismo de que se
pudiera llegar a ningún acuerdo en tales términos y envió de vuelta a Berlín al
infatigable sueco con una respuesta no oficial, para que informara a su llegada
antes de que la versión oficial llegara con Henderson. La posición británica
era básicamente que deseaban tener buenas relaciones con Alemania, pero
que harían honor a sus obligaciones para con Polonia en caso de que fuera
atacada. La oferta alemana de protección al Imperio británico fue rechazada
cortésmente.
Hitler acordó aceptar esta postura siempre y cuando Inglaterra se
encargara de persuadir a Polonia para que entrara en negociaciones con
Alemania. Por tanto, Halifax telegrafió al embajador inglés en Varsovia para
que pidiera a los polacos autorización para decir a Hitler que Polonia se
mostraba de acuerdo. Eso hicieron, y Henderson fue recibido en Berlín la
tarde del 18 de agosto con una bienvenida a cargo de una guardia de honor de
las SS para entregar el comunicado oficial inglés.
Algunos de los más crédulos entre los involucrados celebraban que al fin
se hubiera conseguido la paz, pero otros, más experimentados en la forma de
actuar de Hitler, tenían una actitud más fría de esperemos-a-ver-qué-pasa. Su
sabiduría fue demostrada cuando la respuesta oficial alemana llegó a Londres
el 29 de agosto, donde se afirmaba que la amistad con Inglaterra no podría ser
comprada al precio de que Alemania renunciara a sus intereses vitales. Y
luego se lanzó la habitual diatriba sobre supuestas vejaciones y provocaciones
por parte de los polacos y se insistió en la devolución de Danzig y el pasillo
báltico. Finalmente, se exigía como demostración de buena fe que Polonia
enviara a Berlín un emisario con plenos poderes negociadores no antes del 30
de agosto.
La última parte contenía la trampa. Mediante la arrogante insinuación de
que Polonia tenía que enviar a su emisario corriendo cuando Hitler
chasqueara los dedos, claramente un preludio al tipo de tratamiento que
habían recibido los ministros de otras naciones víctimas en ocasiones
anteriores, la exigencia hacía que el rechazo polaco fuera casi seguro. Si los
polacos declinaban enviar a un negociador, o incluso si lo hacían pero
rechazaban alguno de los términos de Hitler, entonces Polonia sería acusada
de rechazar un «acuerdo pacífico», e Inglaterra y Francia tendrían una
justificación para lavarse las manos.
—Es una sensación extraña, ahora, al ver que sucede, verdad —susurró
Anna Kharkiovitch con voz de asombro cuando el equipo se reunió en la

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habitación de hotel de Winslade al mediodía para oír las últimas noticias—.
La historia diverge segundo a segundo de lo que recordamos que sucedió, y es
debido a nuestras acciones. Es prodigioso.
Duff Cooper parecía pensativo.
—Ahora mismo, Hitler bien podría estar más confuso de lo que lo
estamos nosotros —musitó—. Estaba seguro de que aprovecharíamos la
primera ocasión para salirnos del acuerdo, tal y como ocurrió en su mundo.
—Eso explica lo que está ocurriendo —dijo Bannering, asintiendo—. Está
intentando que nos escabullamos. No cree que haya cambiado nada, ni
tampoco Supremacía. No pueden saberlo. No tienen una conexión con nuestro
mundo de 1975 y su historia. Sólo tienen contacto con el mundo de
Supremacía de 2025, y en ese mundo esta situación mundial jamás ocurrió.
Allí, los nazis desaparecieron hace años.
En ese momento, ninguno de los ministros o diplomáticos ingleses tenían
estómago para otro Múnich. Los polacos no habían considerado la posibilidad
ni por un momento. El embajador inglés en Varsovia telegrafió a Halifax que
preferían luchar y morir antes que enviar a un representante de su nación para
que Hitler lo maltratara y lo humillara. Si Hitler quería verdaderamente
negociar, decían los polacos, negociarían como iguales en un país neutral.
Por tanto, Henderson llegó al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán la
medianoche del 30 de agosto para entregar una nota en la que se decía que
Inglaterra no aconsejaría a Polonia que cumpliera con las exigencias
alemanas. Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, se dedicó a
imitar a Hitler en sus peores momentos, lanzándose a soltar una histérica
diatriba a gritos, pero por una vez la táctica de anonadar mediante insultos y
coacciones no funcionó. En un acalorado intercambio de palabras que el
traductor alemán describiría como «el más tormentoso que he experimentado
en 23 años», el inglés sobrepasó en griterío al alemán, y en un momento
determinado, ambos hombres saltaron de sus asientos y se miraron con tanta
hostilidad por encima del escritorio que parecía que iban a llegar a las manos.
Cuando Henderson preguntó por las propuestas alemanas que se le habían
prometido, Ribbentrop las leyó en voz alta, a tanta velocidad que Henderson
no pilló más que el meollo de unas pocas, tras lo cual Ribbentrop se negó a
entregarle una copia escrita de ellas. De todas formas, según dijo el ministro,
la oferta ya no era válida porque los polacos se habían negado a enviar un
plenipotenciario como habían estipulado.
Al final, Henderson obtuvo una copia de forma indirecta de manos de
Goering al día siguiente. Los términos contenidos en el documento resultaron

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ser generosos, extraordinariamente generosos, y sin duda habrían sido una
buena base para las negociaciones si hubieran sido entregados al gobierno
polaco a tiempo. Pero Hitler nunca tuvo intención de que así fuera. Era un
engaño, dirigido tanto al pueblo alemán como a los observadores extranjeros,
y tuvo éxito en gran medida como se vio cuando Hitler los retransmitió por la
radio a las nueve en punto de la noche del 31 de agosto.
Para entonces ya se había tomado la decisión. La frenética actividad
diplomática que tendría lugar en todas las capitales de Europa durante toda la
noche era fútil de antemano. Pasada media hora del mediodía, Hitler había
dado la orden final para que comenzara el ataque a Polonia al día siguiente, el
1 de septiembre de 1939.
Churchill, que había ido a Francia en un esfuerzo de último minuto para
sembrar más semillas de la misma resistencia que empezaba a florecer en
Inglaterra, volvió pocos días antes de finales de agosto; su mujer, Clementine,
lo siguió vía Dunkerque el día trece. Decidieron mudarse a su piso de Pimlico
para estar más cerca de los acontecimientos, y llegaron a tiempo para
encontrarse en los periódicos con grandes titulares sobre las tropas alemanas
que irrumpían en Polonia bajo una cobertura incesante de bombardeos, sobre
la movilización de las tropas inglesas y sobre la evacuación de los niños fuera
de las ciudades que ya estaba en marcha. El único alivio lo supuso la
declaración de Mussolini de que Italia se quedaría al margen. Evidentemente,
Il Duce se lo había pensado dos veces antes de enfrentarse al ejército francés
y a la flota inglesa del mediterráneo. Quedaba demostrado el valor del Pacto
de Acero.
Esa misma tarde ocurrió otro acontecimiento que no había tenido lugar en
la historia anterior, que simbolizaba el espíritu de determinación nacional que
los esfuerzos del equipo Proteo habían conseguido reafirmar. El primer
ministro Chamberlain invitó a Churchill a convertirse en miembro del
Gabinete de Guerra que estaba formando para dirigir la guerra que ahora
consideraba inevitable. Al fin, Chamberlain había abierto los ojos por
completo, y en este mundo ya no cabía la posibilidad de guerra de
mentirijillas para satisfacer a la opinión mundial. Si demostraría estar a la
altura del trabajo ya era otro asunto.
A las nueve de la noche de ese día, Sir Neville Henderson le entregó en
mano a Ribbentrop una advertencia formal de que Inglaterra cumpliría sin
vacilar con sus obligaciones para con Polonia si las fuerzas alemanas no se
retiraban. A su vez, el embajador francés entregó una nota con las mismas
palabras una hora más tarde. Francia se llevaría la peor parte si los alemanes

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atacaban en el oeste; para facilitar la movilización francesa, Chamberlain
intentó ganar tiempo cuando se dirigió a la Cámara de los Comunes el 2 de
septiembre. Pero los representantes no quisieron escuchar. Tras treinta y
nueve horas de guerra sin provocación en Polonia, estaban furiosos,
impacientes y más que suspicaces de cualquier cosa que oliera a Múnich
procedente de los escaños del gobierno. Tras una acalorada sesión, el
gobierno quedó en una posición precaria, y era más que probable que fuera
destituido si no le daba a la nación la respuesta que quería, y pronto.
El ritmo de los acontecimientos que había puesto en marcha el equipo
Proteo estaba ahora más allá de su capacidad de influencia. Por el momento,
quedaban reducidos a la condición de observadores, capaces sólo de
ensamblar una imagen fragmentaria a partir de los relatos que otros traían
acerca del pandemonio en el Ministerio de Exteriores, las incesantes llamadas
de Londres a París y viceversa, y sobre los rumores de un ultimátum
definitivo que sería pronunciado conjuntamente con los franceses.
Entonces un boletín de noticias a la mañana siguiente anunció que el
primer ministro se dirigiría a la nación esa misma mañana a las once y cuarto.
Winslade y los demás desayunaron con los Churchill antes de escuchar la
retransmisión.
Era obvio desde hacía tiempo que el inevitable contacto social o bien
obligaría a la gente de Proteo a revelar sus verdaderas identidades a
Clementine o a mentirle. Como Churchill se negaba a lo último, ahora ella
sabía quiénes eran; una de sus razones para llevársela consigo a Francia había
sido la de poder hablarle del asunto en un entorno apropiadamente
distanciado. Tras su conmoción inicial, se había adaptado a la situación con
un aplomo propio de una dama de su posición y educación.
—Supongo que si provienen de 1975 podrían, si quisieran, contarnos qué
es lo que nos sucederá a todos nosotros… o al menos lo que nos ocurrió en su
mundo —había comentado a Winslade durante la cena la noche que había
llegado a Londres.
—Podría —concedió Winslade—. Pero ¿de verdad quiere que lo haga?
Tras un largo silencio, dijo:
—No… al reflexionar sobre ello, supongo que en realidad no sería sabio
preguntar tal cosa.
—Ah, creo que en realidad es usted muy sabia.
—¿Alguna vez hablan de ese tipo de asuntos?
—No.

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—Una postura de lo más encomiable, señor Winslade. Sí, estoy de
acuerdo… ciñámonos a ella.
Pero en la mañana del 3 de septiembre los pensamientos de todos estaban
casi completamente centrados en el presente. La conversación en la mesa del
desayuno era escasa y la atmósfera solemne para cuando dieron las once.
Entonces el locutor presentó al primer ministro, y cesó el ruido de los
cubiertos y se dejaron a un lado las tazas de té mientras la voz de
Chamberlain sonaba en la radio, tensa pero firme.
—Les hablo desde la Sala del Gabinete en el diez de Downing Street. Esta
mañana el embajador inglés en Berlín entregó al gobierno alemán una nota
definitiva en la que se afirma que, a menos que hayamos tenido noticias a las
once en punto de que se preparan para retirar sus tropas de Polonia, existirá
un estado de guerra entre nosotros. Debo contarles que no hemos recibido
comunicación alguna de que tal acción se haya producido, y por consiguiente
este país está en guerra con Alemania…
El silencio reinó durante largo rato después de que el discurso terminara.
Al final Churchill dijo:
—Debo confesar que, pese a la gravedad de este momento, me siento
incapaz de reprimir una cierta sensación de euforia. La vieja y gloriosa
Inglaterra, aunque amante de la paz y mal preparada, responde al fin a la
llamada del deber una vez más. Tras mi abatimiento al oír cómo nos
humillamos y fuimos destruidos en vuestro mundo, esto ciertamente me
proporciona alivio y serenidad de mente. —Hizo una pausa durante un
segundo o dos y luego reflexionó con tristeza—. Pero cuánto hemos
sacrificado. La frontera del Rin, Italia, Austria, la línea defensiva de
Checoslovaquia, ahora Polonia… todo eso ha desaparecido. Qué diferentes
podrían haber sido las cosas si sólo hubiéramos encontrado valor y
determinación hace unos años.
—Cierto —replicó Anna Kharkiovitch. Jugueteó con su cucharilla de té
durante unos segundos y luego volvió a levantar la vista—. Pero es posible
que a largo plazo todo resulte para bien.
—¿Y eso? —Churchill parecía confundido.
—Porque moralmente, la autoridad de Occidente ahora está más allá de
toda duda —replicó—. El mundo ha sido testigo de cómo cada intento de
apaciguamiento, razonamiento, compromiso y negociación ha fracasado, y el
único recurso que queda es la fuerza. Si hay algo que pueda hacer que los
Estados Unidos se unan a nuestro bando al final, es esto. Y eso sería mejor
incluso que todas las demás opciones que ha nombrado juntas.

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—Siempre y cuando, por supuesto, sobrevivamos lo suficiente para que
Norteamérica entre en escena —comentó Winslade.
—Sí —concedió Anna secamente—. Por supuesto hay que tener eso en
cuenta.
Entonces un gemido bajo empezó a oírse procedente de algún lugar del
exterior. Creció rápidamente al nivel de un aullido sostenido. El sonido ya les
era familiar por los simulacros de ataques aéreos: el aviso de que se acercaban
bombarderos enemigos.
—Bueno, supongo que al menos hay que admitir que los alemanes son
puntuales —comentó Clementine.
El grupo se dirigió al tejado para ver lo que ocurría. Los tejados y las
torres se extendían a su alrededor bajo el sol de septiembre, y por encima de
ellos, mientras miraban, docenas de globos plateados con forma de dirigible
de las defensas antiaéreas se elevaban desde todos los lados. En las calles de
abajo, los guardianes con cascos de acero dirigían a grupos dispersos de gente
hacia los refugios. Todo el mundo llevaba una pequeña caja cuadrada colgada
de una cinta al hombro que contenía una máscara antigás. Los buzones
públicos de color rojo brillante tenían unos paneles amarillos que
supuestamente cambiarían de color en caso de un ataque con gases.
Finalmente, había llegado la guerra.
—Ahora veremos —le murmuró Churchill a Winslade sin quitarse el puro
de la boca. Winslade asintió ausente mientras contemplaba la ciudad a sus
pies.
En el mundo del que procedía el equipo Proteo, el estallido de la guerra no
había traído consigo los devastadores ataques aéreos sobre las ciudades de
Inglaterra y Francia que la mayoría de la gente consideraba inevitables; Hitler
no quiso provocar una reacción en el oeste mientras las fuerzas alemanas
seguían ocupadas en Polonia, y en cualquier caso, esperaba que los Aliados
cesaran la guerra cuando la causa polaca hubiera desaparecido. No había nada
que hiciera sospechar que algo había cambiado a ese respecto en este mundo.
Pero los analistas que aconsejaban a Chamberlain y a su gabinete no
sabían nada acerca de ese curso de los acontecimientos, y habían hecho
terribles predicciones sobre el número de muertos y heridos que era de
esperar durante el primer día de hostilidades y en los seis meses siguientes.
Aterrorizado por visiones de ciudades enteras llevadas a la histeria por las
bombas, los gases y el colapso de los servicios médicos y sociales, el
gobierno había hecho planes en secreto para deshacerse de incontables

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cadáveres en fosas comunes a gran escala en pozos de cal y mediante gabarras
para tirarlos al mar.
Incluso Churchill había moderado su opinión sobre Chamberlain cuando
Bannering le señaló esos hechos.
—Si realmente creía que ésa era la alternativa, hace que sea más fácil de
comprender su actitud antes que acusarlo de cobardía moral por lo de Múnich
—concedió Churchill—. Sigo creyendo que deberíamos haber luchado
entonces, pero puedo ver la razón por la que consideró que el año de paz que
consiguió valía el alto precio que pagó por él.
En el mundo de origen del equipo Proteo, la Luftwaffe no había atacado
Inglaterra hasta finales de 1940.
—Si ese patrón se sigue manifestando en este mundo, y si por la gracia de
Dios llego a tener influencia sobre el curso de los acontecimientos —había
prometido Churchill sombríamente—, estaremos preparados. Y esta vez, pase
lo que pase, no nos rendiremos.
Winslade se le quedó mirando durante un segundo.
—¿De verdad crees que existe Dios? —preguntó con curiosidad.
—Eso no importa —dijo Churchill—. Uno debería comportarse como si
existiera, pese a todo.
Entonces se dirigieron al refugio que había a un centenar de metros calle
abajo, llevándose consigo una botella de brandi y algunos de los demás
«refuerzos medicinales» de Churchill. El incidente resultó ser una falsa
alarma, y regresaron media hora después al piso.

Aquella tarde, Chamberlain habló con Churchill para ofrecerle de nuevo


formar parte de su Gabinete de Guerra, el puesto de primer Lord del
Almirantazgo… el puesto que Churchill había ocupado cuando estalló la
guerra de 1914. Churchill aceptó sin demora, y hacia las seis en punto de la
tarde había vuelto a ocupar su antiguo despacho, con la misma vitrina de
madera para mapas que había ordenado hacer durante su mandato anterior, y
en su interior los mapas del mar del Norte sobre los cuales la Inteligencia
Naval había registrado los movimientos de la flota del Káiser. La señal
WINSTON HA VUELTO se envió desde el Almirantazgo a todos los buques
y bases de la Marina Real.
Hasta donde concernía a los principales acontecimientos históricos, qué
ocurrió y cuándo, el efecto neto de la misión Proteo había sido retrasar la

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entrada de Inglaterra en la guerra en tres días. Desde el punto de vista
cronológico, no parecía gran cosa.
Pero desde el punto de vista de los «cómos» y «porqués» subyacentes, la
diferencia era enorme: había motivos para esperar, posiblemente, que los
cambios que el equipo aguardaba ansiosamente desde hacía muchos meses
empezaran a aparecer de manera torrencial.

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Como cinco miembros del equipo estaban ausentes, Bannering, Anna, Selby,
Winslade y Warren, no había tanta necesidad de vehículos en la Estación. Por
tanto, Ferracini y Cassidy, junto con Ed Payne, cogieron el sedán para hacer
una excursión. El coche era un Packard negro fabricado en 1936, de cuatro
puertas pero sólido como un tanque, de doble parabrisas, parachoques
curvados, parrilla frontal metálica y de agradable olor a cuero en su interior.
Tras cruzar el río hacia Manhattan, se detuvieron en el local de Max a recoger
a Janet, Pearl y Amy, y luego siguieron hacia el norte, siguiendo la costa por
el estrecho de Long Island y pasando Eastchester Bay. La excursión al casino
de Glen Island había sido idea de Ferracini, que tenía curiosidad por ver el
lugar desde que Winslade se lo describiera en aquella limusina, recién salido
del vientre de un submarino en un puerto de Virginia. Ferracini tenía un
interés particular en visitar el sitio esa noche porque tocaba la banda de Glenn
Miller.
El aparcamiento que rodeaba el edificio estaba casi completo, y seguían
llegando más coches cada minuto. Salieron del sedán con el ánimo alegre de
antemano y se unieron a la riada de gente que convergía hacia las puertas. La
noche era cálida y tranquila, y una ligera brisa apenas perturbaba los árboles.
El casino se alzaba iluminado por los focos contra el fondo de las tranquilas
aguas del estrecho, ondulantes y plateadas bajo una media luna puesta en
medio de un cielo completamente negro y sin nubes.
Llegaron a la puerta detrás de un grupo de gente que soplaba matasuegras,
llevaban sombreritos de fiesta y metían mucha bulla. Una de las chicas del
grupo tenía un montón de globos y se los presentó de forma invitadora.
—Me he casado hoy. Tengan un globo.
Amy cogió dos y se los ató a la parte delantera de su vestido, y Janet
explotó en risas. Cassidy llevaba un sombrero de hongo que había conseguido
nadie sabía cómo en el local de Max. Pearl llevaba celebrando esto y lo otro
desde muy temprano y ya estaba un poco achispada. Todo presagiaba una
noche estupenda.

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La sala estaba abarrotada y bulliciosa. Los músicos, de pie sobre
plataformas elevadas bajo los focos al fondo de la sala, llevaban americanas
marrones y corbata negra. La orquesta ya estaba tocando animadamente una
exuberante y rítmica versión de «Little Brown Jug». La iluminación era tenue,
el aire estaba lleno de humo y el centro de la sala era una masa de cuerpos que
bailaban y giraban, la vestimenta iba desde esmóquines blancos y trajes de
noches a pantalones de peto y camisas a cuadros. Había un bar, abarrotado de
gente, que ocupaba casi la mitad de uno de los lados, y las mesas, ocupadas
en su mayoría, llenaban el resto del espacio alrededor de la pista de baile.
Cuando el grupo empezó a abrirse camino por la sala, Glenn Miller en
persona se levantó para hacer un solo de trombón. Ferracini dejó de moverse
y se quedó quieto, contemplando el espectáculo. La característica figura, que
ahora le era familiar gracias a las muchas fotografías que había visto desde
aquel día en Norfolk, Virginia (rostro liso sin rastro de barba, cejas alzadas en
lo alto de la cara, calvicie incipiente, anteojos de montura dorada), era
discernible incluso a esa distancia. Muchas veces durante el período de
entrenamiento en Tularosa, Ferracini se había pasado horas tumbado en su
litera escuchando grabaciones de música como ésta, intentando imaginarse
cómo sería la misión. Ahora, en ese momento, parecía que el pasado había
cobrado vida finalmente. ¿O es que el «presente» desaparecido había muerto
al fin?
—Eh, Harry, vamos, veo una mesa libre. —La voz de Cassidy lo despertó
bruscamente de su ensoñación momentánea.
Janet cogió a Ferracini de la mano y lo arrastró junto con los demás.
—¿Qué pasa, Harry? Cualquiera pensaría que no has oído nunca tocar a
una banda.
Dispusieron las sillas lo mejor que pudieron en el abarrotado espacio que
quedaba entre las personas de las mesas vecinas, y se sentaron. Amy se sentó
en las rodillas de Cassidy. Cassidy sonrió maliciosamente y puso las manos
sobre los globos que tenía atados en la pechera del vestido. Amy tenía un
rostro bonito y cabello rubio que se rizaba para formar puntas frente a sus
orejas, y llevaba un sencillo vestido azul pálido, que recordaba el estilo de las
flappers de los años veinte. Ella y Cassidy habían estado viéndose de manera
intermitente, de manera informal, desde la primera noche en que ella y Janet
les habían conocido y los habían llevado al local de Max. Ed Payne consiguió
atraer la atención de una de las camareras y pidió las bebidas.
Pearl metió la mano en su bolso, se encendió un cigarrillo y tiró la
cajetilla y encendedor sobre la mesa.

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—¿Adónde ha ido Gordon? —preguntó—. Hace días que no lo veo.
—Ha tenido que irse —replicó Amy—. ¿Adónde dijiste que se fue? —le
preguntó a Cassidy.
—A Europa.
—No me lo digas… a mirar cuadros —supuso Pearl—. ¿Gordon es un
coleccionista o algo así? Siempre está en algún lugar y otro buscando cuadros.
—Esta vez se trata sólo de negocios —dijo Ferracini.
Pearl sacudió la cabeza y suspiró.
—Sabéis, todavía no sé en qué tipo de negocios estáis metidos,
muchachos. ¿Es algún tipo de secreto, o es que soy lenta en pillarlo? Lo que
he oído se vuelve confuso.
—¿Por qué te preocupas de eso ahora? —preguntó Janet—. Creía que
estábamos de celebración. ¿Qué le ha ocurrido a la fiesta?
—Eso, eso, ¿qué pasa con la fiesta? —agregó Cassidy—. Nadie ha ido
aún a bailar, y ya casi llevamos aquí cinco minutos. Pues yo diría que…
—¡Eh, estate quieto! —gritó Amy.
—El globo se ha reventado.
—Me sé un chiste sobre globos —dijo Pearl—. Hay una bailarina con
globos… bueno, lo único que lleva encima son globos, y va un tipo y dice…
—Se calló y frunció el ceño—. No, esperad… Oh, vaya, me he olvidado
cómo era. Siempre me pasa lo mismo.
—Una morena se presenta en un baile de disfraces y todo lo que lleva
puesto es un sujetador negro y unos zapatos negros —dijo Payne. Miró a su
alrededor a la expectativa.
Pearl se encogió; Amy puso mala cara.
—Bueno, está bien. Picaré —dijo Janet—. ¿De qué va disfrazada?
—¡Del cinco de picas! —Payne golpeó la mesa con alegría, Cassidy rugió
de risa y los demás se le unieron.
Ferracini sonrió.
—¿Qué es negro, chamuscado, y cuelga del techo? —preguntó.
Nadie lo sabía. Al ser italoamericano, normalmente lo contaba como un
chiste de polacos. Pero repentinamente recordó que el día anterior, cuando las
tropas de Hitler invadían Polonia desde el oeste, las fuerzas rusas habían
atacado sin aviso desde el este para completar la destrucción de la infortunada
nación. No era momento para bromas como esa.
—Un electricista chapucero —dijo, en vez de la versión normal. Era lo
suficientemente bueno y los demás se rieron. Entonces llegaron las bebidas y
los chistes quedaron olvidados por el momento.

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Pearl dio un sorbo a su copa, se retiró en su asiento y cerró los ojos. Hizo
un gesto de incredulidad.
—Oh, córcholis… no debí empezar tan temprano. Tengo que bajar todo
este alcohol —miró a Payne—. ¿Cómo es que no me has sacado a bailar
todavía, Ed?
—Bueno, ¿qué tal si nos vamos a bailar? —se ofreció Payne
caballerosamente.
—Eso es lo que me gusta de un hombre… decisión. Creí que nunca me lo
pedirías. Vamos. —Se levantaron, y Payne la tomó del brazo y se dirigieron
hacia la pista de baile, que ahora saltaba y se retorcía en masa al ritmo de
«I’ve Got a Gal in Kalamazoo».
Ahora Amy tenía puesto el sombrero de Cassidy.
—¿Por qué le contaste a esa tía en el club que fuiste traficante de armas en
Sudamérica? —dijo volviéndose hacia él de manera acusadora.
Cassidy puso cara de inocencia fingida.
—¿Yo? ¿Cuándo?
—Sí, tú, el viernes pasado.
—¿Qué tía?
—La tonta aquella del vestido ajustado. Ya sabes de quién te hablo.
Cassidy puso las palmas de las manos hacia fuera en un gesto de
confesión.
—Vale, me has pillado. En mi ingenuidad inocente de juventud, soy
incapaz de contar una mentira. Lo hice para ponerte celosa. Creí que
mejoraría mis posibilidades de echar un polvo, que serías más fácil si tenías la
sensación de que tenías que competir con otras.
—¡Cassidy, eres un caso! No me creo nada.
Ferracini estaba callado. En su mente, imaginaba oleadas de Stukas
sobrevolando y bajando en picado sobre ciudades indefensas, y a los
refugiados con sus niños recorriendo penosamente kilómetros y kilómetros de
carretera, empujando los restos de sus pertenencias en carritos mientras sus
hogares ardían. Ocurría ahora, en ese mismo momento, mientras la gente
bebía, reía y bailaba. Todo tenía un aire irreal.
Sintió la mano de Janet que se cerraba sobre su brazo.
—Vamos, Harry —le dijo ella al oído—. No es momento de ponerse
melancólico.
Tenía razón. No había nada que pudiera hacer. Asintió y convocó una
sonrisa de donde pudo.
—Entonces mejor asegúrate de que no me pongo melancólico.

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—¿Quieres bailar? Yo no tengo por qué esperar a que tú me lo pidas.
—En estos momentos no me siento muy atlético. ¿Qué tal si esperamos a
algo más lento?
—Vale.
Más tarde, cuando la banda tocaba música más suave, bailaron durante
largo rato. Janet no habló mucho, pero se pegó a él como si quisiera transmitir
con su cuerpo lo que no quería decir con palabras. Ferracini se contentaba con
disfrutar de su proximidad y suavidad mientras en su interior saboreaba la
rara sensación de que una mujer se le entregara, simbólicamente al menos,
por el momento. Esto también era nuevo para él. En su mundo, la gente rara
vez se entregaba. El futuro parecía demasiado breve y exigente para ese tipo
de cosas.
Después salieron a la terraza, donde la gente disfrutaba de unos minutos
de aire fresco y contemplaba el collar de cuentas luminosas que era la línea
costera de Long Island y las luces de colores de las embarcaciones en el
estrecho. Janet se apretó contra él y se acurrucó entre sus brazos durante un
momento. Luego, se soltó para estudiar el semblante de él con curiosidad
durante un breve instante.
—No quiero que te enfades ni nada de eso, Harry, pero… bueno, no tienes
mucha experiencia con las chicas, ¿verdad?
No había nada que tuviera que haberle ofendido. Sonrió débilmente y se
encogió de hombros.
—La verdad es que no.
Eso era lo más sencillo de decir. El suyo había sido un mundo de peligros
y amenazas constantes, donde todo el mundo vivía sus días con la sensación
de que el tiempo se les acababa. Bajo esas condiciones, el sexo era un alivio
para la tensión y se podía encontrar fácilmente; pero el compromiso, al
involucrar el riesgo de tanto dolor y pérdida, se intentaba evitar en general. En
este mundo las cosas funcionaban al revés. La gente se tiraba entre sí
anzuelos emocionales y se volvía posesiva incluso antes de que hubiera nada
que poseer. Parecía que había todo un campo minado de reglas no escritas y
convenciones, y había decidido que tenía mejores cosas que hacer que verse
mezclado en eso. ¿O se trataba de una racionalización? ¿Era en realidad que
no estaba dispuesto a verse rechazado si hacía algo mal?
Janet decodificó mal su franqueza como una señal de socorro. Volvió a
acercarse a él, lo besó en la boca y susurró sobre su hombro:
—No te confundas, esto no lo hago a menudo, Harry, pero podemos
estar… solos, quiero decir. Jeff está trabajando hasta tarde y se quedará en la

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universidad esta noche. No habrá nadie en el piso.
Ferracini contempló el agua.
—No sé si quiero que te involucres tanto.
Janet soltó una risilla.
—Harry, de verdad que dices las cosas más raras en ciertos momentos. A
veces creo que eres de otro planeta.
—Lo que quiero decir es que dentro de no mucho tendré que marcharme
—le dijo—. No sé exactamente cuándo, ni hay forma de saber durante cuánto
tiempo. Es que no quiero que…
Janet no aparentó sorprenderse mucho.
—¿A Europa? —preguntó.
—Sí.
—Pero volverás a los Estados Unidos, ¿no?
—Sí, claro.
Janet no parecía muy tranquilizada.
—¿Es… bueno, peligroso?
—Mira, de verdad que no puedo decirte nada… Ya lo hemos hablado
antes.
Janet se retiró para ver su cara.
—Supongo que en realidad llevo esperándolo desde hace tiempo —dijo
—. Jeff tiene su propia teoría. ¿Quieres oírla?
—Cuéntamela —dijo Ferracini.
—Según él, el gobierno está preocupado porque Hitler y los nazis
consigan la bomba esa de la que siempre está hablando, y que vosotros sois
parte de un cuerpo secreto del ejército que se ha entrenado para ir a Europa y
sabotear su programa.
—¿Aunque no estemos en guerra?
—Jeff cree que es lo suficientemente importante para que eso no tenga
importancia. De todas maneras, hay grandes probabilidades de que entremos
en guerra, a juzgar por cómo van las cosas. Y si no entramos, siempre puede
tratarse de una operación encubierta, un trato con los ingleses, quizá. Jeff dice
que a lo mejor por eso vino el rey de Inglaterra a visitar al presidente hace un
par de meses.
—Ingenioso —concedió Ferracini. Esperaba que estuviera manteniendo
una expresión lo suficientemente inescrutable para ocultar hasta qué punto era
ingeniosa la teoría de Jeff—. ¿Se supone que debería decir algo al respecto?
Janet suspiró.

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—No, supongo que no. Es sólo que, bueno, cuando te vayas, quiero que
sepas que estaré pensando en ti. Ya sabes lo que quiero decir. No creo que
tengas a nadie que le importe lo que ocurra.
Ferracini la atrajo hacia sí y examinó su cara durante un buen rato. La
miró a los ojos sin parpadear.
—¿De verdad? —preguntó al final.
—De verdad —asintió ella.
Vaciló durante un segundo.
—¿Qué es lo que decías acerca de Jeff hace unos minutos…?
—Si te vas, me gustaría pensar que tú también te acuerdas de mí.
—Bueno, sí, ya me he dado cuenta.
—Nunca se te pasa nada por alto, ¿no?
—Sólo un montón de oportunidades, más bien.
Janet se rió y le cogió de la mano.
—Entonces que ésta no sea una de esas oportunidades. Vámonos.

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El 11 de septiembre, Franklin Delano Roosevelt, presidente de los Estados


Unidos, envió una curiosa carta a Churchill felicitándolo por su vuelta al
puesto de primer Lord del Almirantazgo y dando la bienvenida a posteriores
comunicaciones en el ámbito personal.
Que un jefe de estado iniciara tal contacto con un ministro subordinado, y
uno que además no era responsable de los contactos con el extranjero era,
además, bastante poco ortodoxo, por decir algo; y lo que hacía que el
incidente fuera aún más memorable era que ni siquiera se conocían de forma
oficial. Se habían encontrado brevemente durante un almuerzo oficial en
Londres al que Roosevelt había asistido como secretario adjunto de la Marina,
en el transcurso del cual ninguno había causado mucha impresión en el otro.
En los años siguientes, aparte de un punto de evaluación similar sobre los
peligros del nazismo, su posición en la mayoría de los temas era
diametralmente opuesta. La ideología rígidamente conservadora y
tradicionalista de Churchill no tenía nada en común con el pragmatismo
experimental de Roosevelt, al que idolatraban los sindicatos norteamericanos
y era reconocido como el líder del liberalismo estadounidense. Sus puntos de
vista sobre el New Deal eran indistinguibles de los del anterior presidente,
Hoover, que había permanecido inmutable ante el vuelco del navío del
capitalismo liberal y que insistía en que tarde o temprano el barco volvería a
flote. Churchill había pedido el fin de la «despiadada guerra de Roosevelt
contra la riqueza y los negocios», mientras que Roosevelt consideraba a
Churchill como un político de miras atrasadas y en declive. ¿Cómo se
explicaba entonces ese repentino gesto de solidaridad?
La respuesta estaba en la comprensión que ambos hombres tenían sobre
las realidades estratégicas del siglo XX, que trascendían los asuntos
domésticos: ambos comprendían el papel que tenía el poderío marítimo como
instrumento de fuerza a escala mundial, y la dependencia de ambas naciones,
de hecho, de todo el mundo occidental democrático, de una supremacía naval
conjunta angloamericana.

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Roosevelt, siguiendo la doctrina del estratega e historiador naval
americano, el almirante Mahan, cuyos escritos había devorado en su juventud,
reconocía la importancia del poder naval como clave de la futura defensa de
Norteamérica, y lo que era más importante, reconocía la necesidad de
desarrollar una política de cooperación, no de competición, con la Marina
Real Británica para contrarrestar el ascenso de Alemania y Japón. El vapor y
la electricidad habían reducido el foso oceánico que rodeaba a América y la
convirtió en parte de una única herencia cultural e ideológica que se extendía
desde las islas de Hawai hasta el Rin. Los intereses y la seguridad de
Norteamérica contaban tanto para la flota británica como las maniobras
inglesas al perseguir un equilibrio de poderes en Europa eran útiles para la
seguridad norteamericana en el hemisferio occidental. Se habían enfrentado a
adversarios comunes espalda con espalda y una fuerza naval compartida era
esencial para proteger las retaguardias de ambas naciones.
Los ingleses también reconocían esa convergencia de intereses, cosa que
explica su sesgada neutralidad durante la guerra hispano-estadounidense, y su
callada aprobación a la anexión estadounidense de Hawai y las Filipinas antes
de que Alemania pudiera anexionárselas. También explicaba las concesiones
inglesas en la disputa sobre las fronteras en Alaska y la insistencia
norteamericana sobre el control de Panamá. Norteamérica, por su parte, había
devuelto los favores con su entrada en la Gran Guerra en 1917.
Norteamérica no podía permitirse dejar a Inglaterra y Francia a su suerte.
Pese a las nobles frases sobre mantener el mundo en paz para la democracia,
el hecho era que para salvar su propio pellejo, Norteamérica tendría que
detener el impulso de las naciones desfavorecidas de saquear a las más ricas,
y la Línea Maginot era su primera línea de defensa. Así había sido en 1917, y
así era en la actualidad.
Roosevelt, en su carta, hacía referencia a la coincidencia de que tanto él
como Churchill hubieran ocupado puestos similares durante la Gran Guerra.
Y entonces pasaba a usar una frase reveladora en la que afirmaba que la
presente situación era «similar en esencia». La carta, escrita en el lenguaje de
los estadistas, señalaba su unidad de puntos de vista y propósitos.
Cuánto deseaba que hubiera más gente en el Congreso con amplitud de
miras similares, pensaba Roosevelt sentado en frente a su escritorio en la
habitación que había convertido en su «despacho oval». Observó cómo se
marchaban el secretario de Estado Cordell Hull y el consejero Harold Ickes
junto a los tres senadores con los que había estado hablando del Acta de
Neutralidad de 1935, que deseaba no haber firmado jamás; a finales de mes

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tendría lugar una votación para reducir las restricciones contra el envío de
armas a países en conflicto. En octubre.
Prefería trabajar aquí antes que en su despacho oficial en el Ala Ejecutiva.
Era una habitación cómoda, con cortinas de color verde oscuro, paredes
blancas, muebles cubiertos por tela estampada, y le había dado su propio
toque personal de docenas de recuerdos familiares, cachivaches, pilas de
libros y álbumes de sellos, numerosas maquetas de barcos y tesoros selectos
procedentes de su colección de cartas de navegación y cuadros marítimos. El
escritorio era un regalo de la reina Victoria. Estaba fabricado con el
maderamen de un buque inglés que fue abandonado tras quedar atrapado en
los hielos del norte; el buque había sido rescatado después por balleneros
norteamericanos, y fue restaurado y enviado de vuelta a Inglaterra por el
gobierno estadounidense.
Roosevelt, cincuenta y siete años, presidente desde 1932, tenía el cabello
escaso y empezaba a grisearle, una ancha sonrisa que aparecía con rapidez y
hacía que enseñara los dientes, y llevaba anteojos de montura dorada que se
sostenían sobre una nariz larga y recta que encajaba bien con su cabeza de
rasgos cuadrados y mandíbula ancha. Era de estatura alta de nacimiento y
había desarrollado unos hombros y brazos enormes tras un ataque de polio
hacía dieciocho años, que le había dejado paralizado de ambas piernas, y que
hubiera terminado con la carrera de un hombre de menos valía. Él, sin
embargo, se había lanzado al ruedo político para convertirse en gobernador
del estado de Nueva York, y luego en presidente en unos tiempos en que la
condición de la nación presentaba al gobierno uno de sus mayores desafíos.
Había respondido de forma espectacular, y pese a lo que dijeran algunos
expertos en economía y finanzas desde el punto de vista de los años
posteriores sobre la verdadera eficacia de sus medidas, el puro dinamismo de
sus «primeros cien días» había sido suficiente para inspirar a la gente con la
confianza de que la fuerza del Tío Sam estaba de su parte. Los abatidos
indicadores de prosperidad y confianza nacional se habían estabilizado para
luego volver a subir en los años siguientes, y su reelección en 1936 había sido
una avalancha de apoyo popular.
Su segundo mandato, sin embargo, y quizá de manera predecible, estaba
siendo algo más difícil. En sus propias palabras, él y los que apoyaban su
New Deal se habían ganado «el odio de los codiciosos». Ahora que había
pasado lo peor de la Depresión, las fuerzas de la derecha más extrema
empezaban a salir de sus trincheras para atacar a aquellos que hacían mella en
su autoestima al denunciar su fingido conocimiento sobre la economía que el

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público una vez había tomado por sabiduría. Por el otro flanco, sus acciones
para alterar la estructura del poder judicial, de hecho para liberalizarla tras el
dictamen de la Corte Suprema de que partes del New Deal eran
inconstitucionales, había demostrado ser un error de cálculo y había
fracasado. La experiencia le había enseñado que, a pesar de su continuada
popularidad personal, había determinados principios e instituciones que los
norteamericanos valoraban por encima de los individuos y sobre los que se
mostraban suspicaces en cuanto alguien pretendía alterarlos.
En esa categoría caía su determinación, habiéndose apartado del Viejo
Mundo y sus problemas, de permanecer aparte y no involucrar a sus hijos en
los mismos conflictos por los que habían recorrido medio mundo para escapar
de ellos. Las recias falanges del aislacionismo en el Congreso reflejaban ese
ánimo, y si Roosevelt creía en privado que Norteamérica tendría que entrar en
la guerra tarde o temprano, tendría que pisar con cuidado en cualquier intento
de cambiar las percepciones de la nación.
Hasta hace muy poco, no había estado seguro de querer hacer tal esfuerzo.
Múnich y los acontecimientos siguientes le habían traído una sensación de
desesperación y futilidad, y hacia el verano de 1939 casi se había resignado a
la idea de retirarse de la vida pública para disfrutar de su familia y sus
intereses personales. Pero la firmeza de última hora de Chamberlain sobre
Polonia, que Roosevelt no esperaba, le había dado nuevos ánimos; y los
posteriores nombramientos de Churchill, primero en el Gabinete de Guerra y
luego en el Almirantazgo, habían reavivado sus viejas esperanzas. Su carta a
Churchill también había sido en parte una expresión de júbilo que había sido
incapaz de contener.
De hecho, el repentino giro de los acontecimientos había sido tan
revitalizador que incluso empezó a acariciar la idea de desafiar las
convenciones y presentarse para un tercer mandato presidencial. Sólo era una
idea. No se lo había mencionado a nadie todavía, ni siquiera a Eleanor.
Mientras tanto, sin embargo, tenía que pensar en la próxima reunión.
Mientras Pa Watson, su secretario de citas, guiaba al siguiente grupo de
visitantes por el pasillo, Roosevelt abrió la carpeta en lo alto de su pila de
documentos para refrescarse la memoria.
Oh, sí, era una continuación de aquella reunión que Alexander Sachs
había conseguido finalmente el 11 de octubre, tras una espera de dos meses,
para entregarle en mano la carta de Einstein. Fue un poco duro para Alex,
pero ¿cuánto tiempo libre se podía esperar que tuviera un presidente cuando
la mecha del barril de pólvora mundial acababa de encenderse? Roosevelt

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pasó las hojas del dossier y examinó por encima las secciones subrayadas y
las anotaciones al margen que había hecho. Investigación sobre el uranio en
Columbia… una posible fuente de enorme energía… una sola bomba podría
destruir una ciudad entera… ¿programa nazi? Aparte de sí mismo, Sachs y
Watson, había dos especialistas en explosivos militares, el coronel Adamson
del Ejército y el capitán de fragata Hoover de la Marina. «¡No está
emparentado!», había escrito Watson con ánimo jocoso en sus notas de
resumen. Roosevelt sonrió. La transcripción de la reunión del 11 de octubre
terminaba con las palabras de Roosevelt: «Pa, esto requiere que actuemos».
Y se había actuado creando un Comité de Asesoramiento, que sería
presidido por el director de la Oficina Nacional de Pesos y Medidas, Lyman J.
Briggs. El comité tenía prevista su primera reunión para que tuviera lugar en
la oficina el 21 de octubre y había enviado invitaciones a los científicos cuyos
nombres había proporcionado Sachs como parte de la investigación.
Pero entonces había ocurrido algo inusual. Leo Szilárd se había puesto en
contacto con Watson e insistía en que un grupo de representantes de los
científicos se reuniera con el presidente antes de la fecha. Lo exige como
imperativo absoluto. Reunión fijada para el 16 de octubre. Roosevelt enarcó
las cejas al leer la nota de Watson: «Así que lo exige, ¿eh?», murmuró para sí.
«Más vale que merezca la pena». Entonces dejó el documento a un lado y
levantó la vista cuando los cinco visitantes entraron en la habitación.
Roosevelt ya conocía a Einstein. El profesor y su segunda esposa, Elsa,
fallecida hacía tres años, se habían quedado a pasar la noche como invitados
de la Casa Blanca a principios de 1934 tras llegar de Europa; la pareja había
llegado a los Estados Unidos en 1933, pero la primera invitación se había
perdido. Roosevelt hablaba bien alemán, y él y Einstein habían tenido mucho
de lo que hablar acerca de los sobrecogedores acontecimientos en Europa y su
afición compartida por la vela.
Szilárd, el científico húngaro al que se hacía referencia en la carta de
Einstein, le acompañaba, y el coronel Adamson estaba de vuelta después de
que Watson consiguiera localizarlo con tan poca antelación. Los otros dos
nombres, sin embargo, le eran desconocidos: el profesor Mortimer Greene, y
un alemán, el doctor Kurt Scholder.
Roosevelt se enderezó en su asiento y sonrió una vez que terminaron las
formalidades de las presentaciones.
—Muy bien —invitó—. Disparen.
Szilárd, inusualmente nervioso debido a la sensación que tenía sobre la
gravedad de la ocasión, se movió hacia delante en su silla.

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—Señor presidente, gracias por acceder a mi muy irregular petición —
comenzó—. Estoy seguro de que cuando nos haya escuchado, estará de
acuerdo en que había buenas razones para ello. Iré directamente al grano…
—Por favor, hágalo —interrumpió Watson—. Hemos tenido que hacer
malabarismos con la agenda para encontrarles hueco.
Szilárd asintió.
—El hecho es —continuó— que lo que tenemos que decirle no tiene nada
que ver con la investigación sobre el uranio, aunque ese también sea un tema
importante. El verdadero asunto que nos trae aquí es demasiado delicado para
confiarlo a un documento escrito bajo cualquier forma. —Adamson y Watson
fruncieron el ceño. Roosevelt levantó el mentón una fracción, y ese
movimiento fue la interrogación necesaria.
—Si me permite. —Mortimer Greene introdujo la mano en su chaqueta y
sacó un sobre, del cual extrajo una fotografía. Se incorporó a medias para
entregarle la foto a Watson, quien se la pasó al presidente. Era una ampliación
de un documento de la biblioteca microfilmada que el equipo se había traído
consigo de 1975.
La frente de Roosevelt se arrugó mientras contemplaba la imagen. Su
expresión cambió de la confusión a la incredulidad perpleja cuando las
imposibles implicaciones de lo que miraba se hicieron patentes. Levantó la
mirada y empezó a abrir la boca.
—Oh, sí, es completamente auténtico, se lo aseguro —dijo Szilárd.
—Dé gracias, quizá, de que todos los días, no ocurran cosas como éstas
—añadió Einstein con la intención de mostrarse comprensivo.
Roosevelt parpadeó, y volvió a examinar la fotografía. Mostraba una
reunión familiar de Navidad frente a un árbol decorado alegremente, con
gente sonriente, niños vestidos de domingo, y montones de paquetes y
envoltorios esparcidos por el suelo. La familia era la suya, y el lugar era
claramente su mansión de Hyde Park, cerca del Hudson, a medio camino
entre Albany y Nueva York; tres de sus hijos, John, James y Franklin D.
júnior, estaban en la imagen, así como su hija Anna Eleanor y además había
familia política, nietos y otros parientes que pudo identificar al instante.
El problema residía en que no podía recordar las navidades en que se
podía haber hecho esa foto en particular. Y además, había una prima con un
bebé que parecía ser suyo sobre las rodillas, pero no había tenido hijos hasta
ahora y hacía poco que había anunciado su compromiso. E incluso más
desconcertante todavía era la nota garabateada en la esquina inferior derecha,
con su propia letra inconfundible. Decía:

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Para Catherine y John
Recuerdos felices para aliviar estos tiempos difíciles
Con cariño
Franklin D. R.
Diciembre de 1941

¿Mil novecientos cuarenta y uno?


Roosevelt depositó con cuidado la fotografía sobre los documentos que
tenía delante, la contempló durante unos momentos más, entonces sacó un
cigarrillo de la pitillera que tenía a un lado y lo insertó en la boquilla.
—Será mejor que se expliquen —dijo al final, alzando la vista de la mesa.

La decisión a la que finalmente se había llegado, como esperaba Winslade,


era intentar por todos los medios conseguir un portal de regreso funcional
como primera prioridad, lo que les proporcionaría automáticamente la bomba
desde 1975. También se mantendría un programa atómico, con menor
prioridad, para el caso de que no consiguieran contactar con el año 1975. Este
acuerdo tenía el añadido de que la segunda área de actividad podría continuar
proporcionando una tapadera a la primera.
La otra decisión que Roosevelt había tomado era que el resto del equipo
Proteo viniera a Washington.
—Quiero conocer a todos los del grupo —le dijo a Watson—. Y además,
todo ciudadano de los Estados Unidos debería tener derecho a hablar con su
presidente. ¿Qué importancia tiene de qué copia, o lo que sea, de los Estados
Unidos provenga? —Pensó durante un momento y miró a Greene—. ¿Cuánto
tiempo dice que llevan metidos en ese almacén de Brooklyn?
—Desde febrero —respondió Greene.
—¿Los soldados de allí se trajeron uniformes de 1975?
—La verdad es que sí.
—Pues bueno, puede decirles que quiero que lleven sus uniformes cuando
se presenten aquí —dijo Roosevelt—. Será beneficioso para el orgullo y la
moral. —Hizo un gesto de manos abiertas a Watson—. Las cosas podrían
ponerse muy mal si los soldados del Ejército de los Estados Unidos tuvieran
que escabullirse disfrazados para reunirse con su propio Jefe de Estado
Mayor, ¿no es así, Pa…? ¿Y encima en la propia Casa Blanca? Si alguien

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hace preguntas, siempre se puede decir que el asunto está clasificado y que no
se permite hablar sobre ello.

La reunión en la Oficina de Pesos y Medidas que estaba fijada para el 21 de


octubre tuvo lugar según lo planeado. De forma oficial, se aprobó una
asignación de 6000 dólares para comenzar el programa de armas nucleares
estadounidense. La transcripción del proceso presentaba a Adamson como un
militar de miras estrechas de la vieja escuela, poco dispuesto a considerar las
nuevas posibilidades. En un momento determinado se le describe afirmando
que la superioridad moral, y no los artilugios armamentísticos, era lo que
conseguía la victoria. Si así fuera, restalló Eugene Wigner, podrían recortar el
presupuesto del ejército en un treinta por ciento. Edgard Teller concluyó que
la evidente superioridad moral de Hitler era lo que acababa de aplastar a los
polacos.
Pero, después de todo, ése sólo era el informe oficial.

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25

En la historia del mundo del equipo Proteo, Hitler había hecho un discurso
ante el Reichstag el 6 de octubre de 1939, proclamando su deseo de paz. No
había hecho nada más que corregir las injusticias que Versalles había infligido
a Alemania, afirmó, y se ofreció a dirimir las restantes diferencias entre
Alemania y Occidente en una conferencia. Los líderes de Occidente, sin
embargo, incapaces de retirarse bajo el escrutinio mundial, pero al mismo
tiempo poco dispuestos a iniciar las hostilidades en serio, no respondieron.
Esto condujo a Hitler a concluir que los Aliados necesitaban una justificación
más poderosa si querían salirse de la guerra.
Los rusos, presintiendo lo que se avecinaba, y ansiosos por mejorar su
seguridad, habían empezado a presionar a Finlandia para un reajuste de
fronteras tras haberse quedado con la Polonia oriental, y al final declararon las
hostilidades contra Finlandia a finales de noviembre. Con Rusia ocupada de
este modo por el momento, Hitler ordenó los preparativos para un ataque a
Francia a través de Bélgica y Holanda. El mal tiempo causó varios retrasos,
pero al final la blitzkrieg se desplazó al oeste el 30 de enero de 1940. Los
franceses, desmoralizados internamente de antemano, y enfrentados a tres
dictadores fascistas, Hitler, Mussolini y Franco, en sus fronteras, pidieron un
armisticio sin grandes aspavientos de resistencia.
La pantalla frente a la gente reunida en la oscura habitación del piso de
Churchill en Morpeth Mansions mostraba extractos de las grabaciones de los
noticiarios en las que columnas de tanques alemanes pasaban por pueblos
franceses, baterías de artillería en acción y miles de embarrados prisioneros
de los Aliados conducidos por sonrientes guardianes de la Wehrmacht. La voz
de Arthur Bannering siguió comentando por encima del ruido del proyector:
—Hitler aceptó un alto el fuego con la condición de que una parte de
Francia se convirtiera en sector ocupado por los alemanes bajo un régimen
proalemán que también administraría las colonias francesas. Los franceses
aceptaron, dejando a la fuerza expedicionaria inglesa a ese lado del canal en
una situación imposible, rindiéndose también en marzo.

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—¿No pudieron ser evacuados? —preguntó Churchill desde donde estaba
sentado, en primera fila y en el centro, justo delante de la pantalla.
—Todo se hizo sin mucho empeño —replicó Bannering—. Nadie
esperaba un ataque de esa ferocidad. El ejército no estaba equipado para librar
una guerra de verdad, no digamos ya poner en marcha una evacuación.
—Ja —gruñó Churchill.
Churchill se había mudado a las habitaciones que había encima de la Sala
de Guerra del Almirantazgo lo que, aparte de permitirle permanecer cerca de
sus deberes oficiales, dejaba libre su propio piso en Pimlico para que el
equipo Proteo lo usara como centro de operaciones. El profesor Lindemann,
que estaba sentado junto a la chimenea, también se había ido a vivir al
Almirantazgo, supuestamente para poner en marcha un departamento de
estadística para ayudar a la Marina con análisis científicos y consejos. Era
noviembre de 1939, y el círculo interno que conocía la existencia de Proteo
había crecido algo desde el estallido de la guerra.
La película mostraba soldados alemanes demoliendo la pared de un
museo, y luego sacando un vagón de ferrocarril del interior. Bannering
continuó:
—La rendición francesa fue firmada formalmente en abril, en el mismo
vagón de tren donde el mariscal Foch dictó los términos de la rendición
alemana que terminó con la Gran Guerra. Para la ocasión, lo llevaron hasta el
mismo punto de los bosques de Compiègne donde había estado el 11 de
noviembre de 1918.
A eso sucedieron escenas de las formalidades de la rendición, y luego la
imagen cambió a la de tropas alemanas embarcando y buques que se hacían a
la mar.
—En mayo, las fuerzas de Hitler invadieron Dinamarca y Noruega. La
posición inglesa era desesperada… los puertos noruegos permitirían a los
alemanes reforzar el bloqueo impuesto por sus submarinos. No teníamos
aliados, y la mayor parte de nuestro equipo, así como de nuestros hombres, se
había perdido en Francia. Con el final a la vista, Mussolini entró en la guerra
atacando Egipto y el África oriental bajo dominio inglés. Pese a que los
términos del tratado lo prohibían, Hitler se incautó de la flota francesa en
Orán, lo que en combinación con los italianos le entregó al Eje el dominio del
Mediterráneo. No tuvimos más elección que retirar la flota a Gibraltar,
dejando Egipto vulnerable.
La voz de Bannering cobró un tono amargo mientras revivía la angustia
de esos años que eran al mismo tiempo historia pasada y futuro inminente.

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—Tras aquello, el resto de Europa se puso detrás del que obviamente era
el bando ganador, y pronto estuvimos superados. España abrió sus fronteras,
permitiendo que Hitler se hiciera con Gibraltar. Malta cayó. Los estados
balcánicos se aliaron con el Eje para formar una segunda pinza estratégica
sobre el golfo Pérsico a través de Grecia y Turquía, además de la ofensiva
italiana en el norte de África.
»En noviembre, Halifax, que había reemplazado a Chamberlain como
primer ministro, buscó una tregua al ofrecerse a entregar Egipto. Pero Hitler
no quedó impresionado, ya que, de todas formas, el colapso de todo el Oriente
Próximo era inevitable. Viendo la posibilidad de eliminar una posible base de
futuras operaciones norteamericanas, Hitler exigió la ocupación de las islas
británicas.
La imagen en la pantalla mostraba enormes formaciones de bombarderos
de la Luftwaffe, y luego cambió a las visiones, más familiares a aquellas
alturas, de explosiones, incendios y edificios que se derrumbaban. Esta vez,
sin embargo, las escenas transcurrían en las calles de Londres. Hubo jadeos
de protesta por parte de algunos de los espectadores. Bannering concluyó en
tono sombrío:
—Los restos de la RAF fueron destruidos en las tres primeras semanas.
Estábamos indefensos. No quedaba nada para oponernos a los bombardeos o
a la invasión de las fuerzas que se congregaban en los puertos al otro lado del
canal. La familia real y otras figuras prominentes fueron llevados a Canadá, y
las tropas alemanas desembarcaron en Inglaterra sin encontrar oposición, el
último día del año. La rendición inglesa se firmó el 1 de enero de 1941. —La
secuencia final mostraba a Hitler conduciendo triunfante por Londres al frente
de un desfile por calles jalonadas de tanques Panzer y soldados alemanes
vestidos de gris.
Winslade apagó el proyector. Al lado de la puerta, Brendan Bracken,
amigo íntimo y ayudante de Churchill, encendió las luces. El pesado silencio
duró unos pocos segundos, mientras el ánimo de pesar se disipaba poco a
poco, y luego estallaron los murmullos y comentarios por toda la habitación.
El almirante Pound, el Jefe de Estado Mayor de la Marina y antiguo colega de
Churchill en la marina, miró a Bannering.
—¿Y cuándo conseguiste salir tú, Arthur? ¿Con esa gente… justo al final
de todo?
Bannering negó con la cabeza:
—Yo ya me había ido hacía un par de meses, con uno de los
departamentos que fueron reubicados en Canadá en octubre.

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Desmond Morton, otra de las amistades de Churchill desde los días de la
Gran Guerra, se frotó la barbilla con aire pensativo. Era un antiguo oficial de
artillería que añadió al mérito de su condecoración de la Cruz Militar el haber
sufrido un disparo en el corazón y haber vivido normalmente desde entonces
con una bala alojada en él.
—Entonces… ¿quiere decir eso que hay una… copia tuya, o lo que sea, en
algún lugar de Londres en este mismo momento?
—Sí —intervino Lindemann—. Y de hecho, lleva esperando desde
febrero a ver si se ve a sí mismo.
—¡Increíble!
Churchill se puso de pie mientras la pantalla se enrollaba para mostrar un
gran mapamundi clavado en la pared. Se volvió hacia el resto de la habitación
y levantó una mano. Se hizo el silencio rápidamente. Winslade se adelantó
para volver a sentarse en la silla que había ocupado antes.
—Ahora han visto los arrecifes del desastre hacia los cuales nos dirigía el
rumbo que teníamos hace unos meses —dijo Churchill—. Pero no
supongamos que ahora sabremos cómo evitar lo peor. Por el contrario, la
situación parece ser, si es posible, incluso peor que la que existía sin nuestra
interferencia. Nos hemos lanzado a la guerra con mayor determinación, eso sí,
pero por contra nuestras perspectivas de éxito se han visto debilitadas ya que
Rusia ha pasado de su cínica neutralidad a una alianza activa con Hitler.
Nadie podía estar seguro en realidad de cuánto de lo que había cambiado
en este mundo se debía a las acciones del equipo Proteo, y cuánto hubiera
sucedido de todas formas. Algunas veces las sutilezas de la red de causas y
efectos que conectaban las acciones parecía ilógica, los acontecimientos que
sucedían a lo lejos los asombraban.
Churchill continuó:
—El discurso de paz del cabo Hitler el 6 de octubre ante el Reichstag,
según nos dicen, tuvo lugar en ambos mundos. En la versión que oímos en
este mundo, sin embargo, se me culpaba a mí específicamente de la guerra.
Ya que mi contrapartida no tenía ningún puesto de importancia en el mundo
de Proteo, está claro que nuestras acciones han empezado a alterar el
comportamiento de los líderes nazis de Berlín.
»Además, según sabemos, Chamberlain y Daladier se niegan
rotundamente a considerar siquiera la posibilidad de una conferencia mientras
haya tropas alemanas en las tierras que han ocupado a la fuerza; en el mundo
anterior quedaron demasiado paralizados por la avalancha de acontecimientos

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para responder. Esta diferencia, también, puede achacarse a la Operación
Proteo.
Churchill hizo un gesto pidiendo atención con las manos.
—Por otro lado, tenemos el deplorable incidente del Royal Oak. —A
mediados de octubre, un submarino alemán había penetrado las defensas de la
base de la flota británica en Scapa Flow, frente a la costa norte de Escocia, y
había hundido el buque de guerra Royal Oak mientras estaba en puerto—. Eso
no ocurrió en el mundo anterior. Como jefe del Almirantazgo, puedo
aseguraros que hubiéramos estado más preparados si hubiera ocurrido antes.
Es difícil ver cómo nada de lo que hayamos hecho pueda ocasionar esos
cambios.
»Pero ¿qué ocurre con la reciente votación del Congreso estadounidense
para revocar el embargo de venta de armas del Acta de Neutralidad? —
preguntó Churchill. Esta decisión permite vender armas y municiones
norteamericanas a los países beligerantes siempre y cuando se paguen en
metálico y sean transportadas en los barcos del propio país comprador, lo que
favorece a los Aliados debido al poderío naval británico—. ¿Es esto nada más
que una extravagancia de una línea temporal divergente? ¿O es que el
presidente Roosevelt, que en el mundo anterior se retiró, fue inspirado por
nuestra resolución de último minuto para aumentar su presión sobre el
Congreso? Si es así, entonces, una vez más, podemos adjudicarnos el crédito
de haber conseguido marcar la diferencia.
»En resumen, ¿qué fiabilidad tienen como guía los acontecimientos de ese
mundo anterior para lo que va a ocurrir en este mundo? Estamos buscando
frenéticamente un patrón para esos acontecimientos. —Hizo una pausa y
examinó la habitación durante un momento antes de concluir:
»Si los planes de los alemanes han seguido el mismo curso que antes,
sabemos entonces que la blitzkrieg sobre Occidente ya ha sido ordenada. Sólo
las inclemencias del tiempo hacen que se retrase. En la anterior ocasión, el
ataque tuvo lugar finalmente a finales de enero, pero, con toda la
incertidumbre que nos rodea, ¿cómo podemos asegurar que se volverá a
repetir lo mismo? Podría ser mañana mismo. —Churchill levantó un brazo y
extendió el dedo índice para dar énfasis:
»Pese a todo, no nos arriesgaremos a que este conocimiento sea del
dominio general dentro del gobierno. Si llegara a oídos de Hitler y sus amos
que ya no son los únicos en tener el monopolio de esta extraordinaria
tecnología de viaje temporal, tendríamos que asumir que intentarían obtener
una victoria inmediata introduciendo ahora las armas atómicas, en vez de

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esperar hasta 1942. Por tanto, todo depende de los científicos en los Estados
Unidos. Lo único que podemos hacer aquí es mantenernos firmes y aguardar
con esperanza los resultados.
Era una forma anticlimática de terminar, y la habitación quedó en silencio.
Churchill asintió en dirección a Winslade para que se hiciera cargo a partir de
ese punto y se sentó. Winslade se levantó, se frotó las manos durante unos
segundos mientras contemplaba el mapa, y luego se volvió hacia la
concurrencia.
—Pero eso no quiere decir que no podamos aprovecharnos de nuestro
conocimiento anticipado para obtener algunos beneficios —dijo
animadamente. Hubo un cierto revuelo al decir eso. Era lo que todos habían
estado esperando—. Seamos francos con nosotros mismos, y admitamos que,
en vista de las precauciones que por seguridad hemos acordado que son
esenciales, no veremos ninguna alteración fundamental en la política
gubernamental en los próximos dos meses. Asumimos, por tanto, que el golpe
a Bélgica sucederá en la segunda mitad de enero, como antes. Esperamos, sin
embargo, que debido a que a la gente le gusta lo que Winston ha hecho hasta
ahora, los franceses se defenderán mejor esta vez. —Winslade hizo una
pausa, pero nadie habló. Volvió la mirada al mapa otra vez y recorrió con un
dedo la mellada costa noruega:
»Por tanto, esta área alejada de toda la acción, debería estar muy tranquila.
Ahora, si bien como grupo puede que no controlemos el país, sí que poseemos
influencia sobre la marina hasta cierto punto… El primer Lord y el Jefe del
Estado Mayor están sentados aquí con nosotros.
»El plan que hemos formulado es éste: aprovecharnos de que la atención
estará puesta en el frente occidental durante los meses de primavera usando la
marina para desembarcar un contingente aquí, en el norte de Noruega.
Públicamente, la justificación será que lo hacemos para ayudar a Finlandia a
través de Suecia. En nuestro mundo, los fineses sorprendieron a todo el
mundo al darles una buena tunda a los rusos, y tuvieron mucho apoyo popular
y simpatía. No vemos razón alguna para esperar algo diferente en este mundo.
El gobierno, sin embargo, creerá que el propósito de la operación será el de
interrumpir el suministro de hierro de Hitler procedente de las minas suecas,
aquí en Gallivare y más abajo en el puerto de Narvik. —Winslade sonrió
perversamente durante un instante.
»Pero la verdadera razón será prevenir la invasión nazi de Noruega, que
según sabemos tendrá lugar en mayo. Por tanto, no sólo podemos negarle a

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Hitler su mineral de hierro, sino también las bases para submarinos que
planea construir para hacerse con el control del escenario atlántico.
Hubo un breve silencio mientras la audiencia digería la propuesta.
Entonces alguien preguntó:
—¿Qué seguridad tenemos de que los alemanes se ceñirán a sus planes
para mayo?
—Nada es seguro —concedió Winslade—. Pero hasta ahora, las
diferencias entre líneas temporales que hemos observado parecen estar más
bien en los detalles que en elementos sustanciales. Los acontecimientos nos
dirán si ese principio se mantiene firme. Según nuestra experiencia, por
ejemplo, el ataque ruso a Finlandia tendría que comenzar dentro de dos días.
El que suceda o no será una buena prueba.
—¿Cómo de preparados estamos para montar una expedición como ésa,
en entrenamiento y equipo, quiero decir? —preguntó Desmond Morton con
incertidumbre en la voz—. No olvidemos la mucha ventaja que nos llevan los
alemanes.
—¿Harvey? —invitó Winslade, mirando al comandante Warren.
Warren respondió desde una silla cerca de la puerta, al lado de Eden y
Duff Cooper.
—No tan bien preparados como nos gustaría —admitió con candor—. La
cosa más importante que la gente con la que he hablado sigue sin comprender
es el poder que tienen los aviones sobre los barcos. Si la Luftwaffe consigue
establecer bases dentro del alcance efectivo de la operación, tendremos
problemas. Los portaaviones no pueden competir con los aviones con base en
tierra firme, y la marina británica no tiene suficientes portaviones, de todas
formas. Y hay que olvidarse de los acorazados. Sus días ya han pasado.
—Pero la Luftwaffe no estará cerca porque todos estarán ocupados en
Francia —dijo Churchill—. Y si la marina alemana trata de intervenir,
sabemos cómo ocuparnos de ellos. —Hubo risas en uno o dos lugares, alguien
planteó una pregunta, y la discusión se convirtió en un debate técnico sobre
los méritos relativos de los aviones de combate con base en portaaviones o en
tierra, y de los acorazados. Warren captó la mirada de Winslade. Winslade se
encogió de hombros.
Había otra parte adicional del plan, una que sólo conocía el núcleo
original.
El portal de regreso de Hitler al 2025 estaba ubicado cerca de Leipzig, al
este de Alemania, a menos de 200 kilómetros al sur de Berlín. Estaba
contenido en una caverna excavada en la roca muy por debajo de un complejo

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químico y fábrica de municiones llamado Weissenberg. No había ninguna
esperanza de defender Occidente de manera eficiente si continuaba activo. Y
ya que seguía sin haber noticias de una comunicación con 1975, Winslade
había decidido por su cuenta que había que hacer algo al respecto.
—Se suponía que sólo éramos zapadores que enviaban por delante para
construir el puente que cruzarían los tanques —le había dicho Winslade a
Churchill—. Pero parece que los tanques no van a llegar. Por tanto, propongo
que ataquemos nosotros mismos al objetivo, sin más dilación. Eliminar esa
máquina debería ser nuestro objetivo principal.
La destrucción del portal sería el objetivo de la Operación Ampersand[13],
pequeña en escala pero de importancia inconmensurable, que se sincronizaría
para que tuviera lugar mientras el resto de los acontecimientos en Europa
atraían la atención a otras partes.
Habiendo acordado provisionalmente el borrador de un plan, el grupo
esperó a ver si Rusia confirmaba la predicción de Winslade atacando
Finlandia, como había hecho en el mundo anterior. Lo hizo justo en la misma
fecha que antes, el 30 de noviembre. Animado porque su información seguía
siendo fiable en esencia, Winslade envió un mensaje a Nueva York,
preparando al resto del contingente militar de la misión para su traslado
inmediato a Inglaterra.

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26

El coronel Hans Piekenbrock, jefe de los servicios secretos de inteligencia y


espionaje del Abwehr, contempló dubitativamente el dossier que yacía abierto
sobre su escritorio. Levantó la mano por encima del mueble para coger las
páginas de papel satinado de una revista norteamericana que le tendía el
teniente coronel Boeckel al otro lado.
—¿Y esta foto? —murmuró mientras examinaba la fotografía en color de
la hoja de arriba. Mostraba a dos hombres que se daban un apretón de manos
en un entorno espacioso y amueblado con elegancia, mientras varias personas
más los contemplaban desde el fondo. La escena captada era la de
representantes de un par de naciones sudamericanas que se despedían de los
oficiales estadounidenses en la sala de entrada de la Casa Blanca tras las
conversaciones posteriores a la conferencia de octubre de las Naciones
Americanas. Piekenbrock, sin embargo, no estaba interesado en las figuras en
primer plano, sino en el pequeño grupo de personas uniformadas tras ellas que
el fotógrafo había captado inadvertidamente, justo al borde de la escena.
Estaban agrupados, posiblemente esperando su turno para una entrevista.
También había con ellos un par de hombres de civil.
Boeckel le pasó una ampliación de parte de la foto, que el Departamento
Fotográfico había hecho a petición suya.
—Si me permite, señor… —Indicó a dos de los soldados que estaban de
pie juntos a un lado, uno alto y de bigote rubio, al que el fotógrafo había
pillado en el acto de decir algo mientras gesticulaba con una mano, y el otro
más moreno—. Fritsch nos envió este artículo porque dice que esos dos
estaban con la banda que describió en su informe anterior. —Boeckel cogió
otra ampliación a mayor tamaño que mostraba, de forma muy granulosa pero
discernible, las insignias del hombro y cuello de los uniformes—. Hice una
comprobación de rutina para identificar la unidad de la que proceden, pero el
resultado fue sorprendente. No hay registros sobre esas insignias en ninguno
de los manuales del ejército estadounidense. Y si examina cuidadosamente los
uniformes, se dará cuenta de que difieren del patrón estándar norteamericano

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de varias formas sutiles. De nuevo, no hay informes anteriores de nada
parecido.
Piekenbrock se enderezó en su silla, con los dedos de las manos formando
un triángulo bajo su barbilla. Entonces se levantó y fue hacia la ventana a
observar el tráfico de la Bendlerstrasse.
—Repasemos esto una vez más —dijo Piekenbrock finalmente—.
Primero, ese hombre, Fritsch, se ve involucrado de alguna forma con unos
gánsteres y termina en esa casa a las afueras de Nueva York. Pero esos
misteriosos hombres enmascarados, que suben por las paredes y envían a los
matones al hospital sólo con sus manos, aparecen de la nada y toman todo el
lugar, y se lo entregan a una banda rival.
—A lo que parece ser una banda rival, de todas formas.
—Lo que sea. Y Fritsch te envía un informe de este asunto, incluyendo un
artículo de uno de los periódicos de Nueva York.
—En aquel momento parecía que la cosa no tenía que ver con nada
importante excepto con las peleas entre los criminales americanos —dijo
Boeckel—. Mantuvimos el expediente pendiente de revisión, pese a todo.
Piekenbrock alzó una mano.
—Hizo usted bien. De todas formas, ahora parece que esos hombres no
son criminales, sino soldados. Y además pertenecen a una unidad hasta ahora
desconocida, que posiblemente acabe de ser formada. Parece que se han
sometido a un entrenamiento extraordinario. Y ahora aparecen en la Casa
Blanca… ¿para reunirse con quién? ¿Con el presidente en persona, quizá? Y
si es así ¿por qué? ¿Quiénes son?
—He dedicado algo de tiempo a reflexionar sobre el asunto —dijo
Boeckel.
—¿Y ha llegado a alguna teoría?
—Bueno, se trata de una mera especulación, como comprenderá, señor,
pero me parece que los militares norteamericanos han estado desarrollando
una unidad secreta especializada en actividades urbanas encubiertas…
sabotaje, asesinato, u otras misiones de ese calibre. El ataque a la casa de los
gánsteres pudiera haber sido un ejercicio de prácticas con el beneficio añadido
de tener algún valor social… quizá el de eliminar algún elemento criminal
que las autoridades no podían tocar de manera legal.
Piekenbrock enarcó las cejas.
—¿Quiere decir que la policía no lo sabía? ¿Eso no sería un poco
arriesgado?

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—No tan arriesgado como sería una acción real y con la policía de otro
país —señaló Boeckel—. Podría ser lo último en entrenamiento realista.
—Hmmm, sí… ingenioso, se lo concedo. Continúe.
Boeckel tamborileó con los dedos sobre el dossier encima del escritorio.
—El almacén que Fritsch identificó en Brooklyn pudiera ser su base de
operaciones secreta. Lo que sospecho es que han llevado a cabo un ejercicio
complejo para ver si pueden permanecer invisibles durante un largo período
de tiempo mientras se mezclan con la fraternidad criminal y llevan a cabo
operaciones especiales, todo ello sin contar con la cooperación de las
autoridades ni el conocimiento oficial sobre su existencia. Habiendo probado
ya sus métodos, una visita a Washington podría representar su «graduación»,
como si dijéramos, antes de operar en algún otro lugar.
—¿Por ejemplo?
Boeckel se encogió de hombros.
—Bueno, todos sabemos que al presidente Roosevelt le gustaría entrar en
la guerra, pero el Congreso y el pueblo no se lo permitirán, al menos de forma
abierta. Una buena suposición es que esos hombres serán enviados a
Alemania… quizá a Berlín mismo.
—¿Y el asesinato, según dice, estaría entre sus especialidades?
Boeckel inhaló profundamente.
—Y con algunos nombres muy obvios como sus objetivos.
Piekenbrock asintió. Claramente, había llegado a la misma conclusión por
su cuenta.
—Eso también explicaría por qué Roosevelt se involucraría
personalmente —musitó.
—Exactamente, señor.
—Hmmm… Creo que deberíamos averiguar más acerca de ese almacén,
si podemos —dijo Piekenbrock—. Fritsch no; es sólo un aficionado. Lee
demasiadas novelitas pulp y se arriesga demasiado. Haga que se ocupe uno de
los profesionales, alguien como Mosquetero. Pero no quiero que irrumpa en el
edificio o que haga nada temerario si se topa con el tipo de gente que ha
descrito Fritsch. Eso es todo.
—Sí, señor. —Boeckel se levantó y empezó a recoger el dossier y los
documentos.
—Sólo quiero saber algo más acerca del lugar, tener alguna idea de qué es
lo que pasa —dijo Piekenbrock—. Discretamente, ¿sabe lo que quiero decir?
—Empezaré con ello ahora mismo.

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—Muy bien. Oh, Boeckel… acerca de esa secretaria suya. Es una mujer
muy atractiva. No es buena idea hacer tanta ostentación cuando la suerte le
sonríe, ya sabe. Oigo comentarios envidiosos desde varias direcciones. Ya sé
que el Führer desea que hagamos más alemanitos, pero no ha dicho nada de
que el proceso tenga que ser un espectáculo público, ¿me ha entendido?
—Perfectamente, señor. Lo siento. Seré más discreto.
—Muy bien. No añadiré nada más. Buenos días. Heil Hitler.
—Heil Hitler.

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Frank, el tío de Ferracini, lo había llevado allí una vez cuando era niño para
que viera el lugar donde había nacido. Y de vez en cuando, según crecía,
cuando Ferracini se sentía solo y triste, venía a esta parte de Queens para
pasear por las calles que constituían el mundo de los padres a los que no
conoció, como si compartir con ellos el recuerdo de las vistas y las escenas
entre las que habían vivido lo acercara a ellos de algún modo.
El edificio que recordaba como ruinoso y cerrado con tablones clavados
en puertas y ventanas en la esquina de una calle mugrienta ahora tenía
brillantes cortinas rojas y macetas en las ventanas superiores, y había una
tienda de bicicletas en el piso bajo. Lo que había conocido como una tienda
de repuestos de automóviles en la puerta de al lado, con un escaso surtido de
juntas, correas de ventilador, latas y herramientas colgadas de un tablón tras
la polvorienta ventana, era una charcutería bastante animada. La tienda de
licores de más allá seguía siendo una tienda de licores; la ferretería seguía
siendo también una ferretería, aunque ahora parecía más anticuada, con
bañeras de estaño colgadas sobre la puerta, bombonas de queroseno y
redomas de aguarrás en el interior, y un banco de trabajo sobre la acera con
pilas de leña, velas, ovillos de cordel y todo tipo de brochas. Lo que había
sido una tienda de televisores ahora era una frutería, y el vacío donde antes
estaban los restos de una carcasa quemada ahora era una casa pintada de
verde y dibujos infantiles hechos con tiza en la puerta. La calle entera, aunque
reconocible, y no sin algunas de sus cicatrices, transmitía una sensación
distinta de la de gris y cansada monotonía de la escena que recordaba de hace
muchos años, y dentro de muchos años por venir, en otro mundo. Parecía viva
y llena de colorido, igual que la había imaginado en sus ensoñaciones;
exactamente de la forma que le habría gustado que fuera.
Ferracini metió profundamente las manos en los bolsillos de su gabán y
caminó lentamente por delante de las casas y las tiendas: la iglesia se erigía
detrás de los árboles dentro del recinto rodeado de muros, la escuela al pie de
la colina y el hospital más allá, a medio camino de la cima… el mundo en el

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que sus hermanos mayores y su hermana habían crecido antes de nacer él. No
estaba seguro de por qué había vuelto ahora; nunca se había considerado a sí
mismo un sentimental.
Habían llegado las órdenes de Winslade para que la fuerza de Operaciones
Especiales estuviera preparada para trasladarse a Inglaterra. Un destacamento
de la Policía Militar de los Estados Unidos, vestidos de paisano, se encargaría
de la seguridad en la Estación. Ferracini tenía la sensación de que esto era
algo que debería hacer antes de partir.
Sólo es curiosidad, se dijo a sí mismo, no nostalgia. Era el día libre de
Janet; ella quiso acompañarlo, pero él le había dicho que no. Era algo que
quería hacer solo. Volvería al piso más tarde para despedirse de ella y de Jeff.
Se quedó durante un largo rato en la esquina, mirando a la casa de sus
padres al otro lado de la calle. Cuando Frank se la enseñó por primera vez, ya
estaba en ruinas, y Ferracini recordó sentirse decepcionado. Ahora, sin
embargo, parecía alegre y pulcra, con manos de pintura reciente, cortinas
coloridas, y su jardincito delantero estaba bien cuidado y recortado. Empezó a
caer una ligera llovizna. Ferracini se subió el cuello del gabán pero
permaneció en la esquina, con la mente repleta de las historias que sus tíos le
habían contado sobre tiempos pasados, y de las fotografías de los álbumes que
había ojeado cuando era niño.
Tan pronto como vio que la mujer del abrigo oscuro aparecía por la
esquina al final de la calle, supo por qué había estado esperando. Era su
madre. La niña de pelo moreno que caminaba a su lado y se agarraba de la
manga debía ser su hermana, Angela, que tenía cuatro años en 1939. Observó
mientras se acercaban desde el otro lado de la calle, la madre pequeña, frágil,
y ligeramente encorvada por el peso de la cesta de la compra que traía, y
Angela parloteando y brincando cada uno o dos pasos. Llegaron a la casa,
entraron en el jardín delantero, su madre se detuvo durante un momento para
mirar con curiosidad al joven desconocido del gabán, con el pelo alborotado
que la miraba desde la esquina. Durante una fracción de segundo, el espacio
que los separaba pareció reducirse a nada, el tiempo se hizo lento, y Ferracini
contempló profundamente el rostro que sólo había visto en fotografías: un
rostro valiente y resuelto, y al mismo tiempo amable como sólo puede serlo el
de una madre, marcado por una vida de dificultades y sacrificios que
merecían mejor recompensa. Entonces ella se volvió y desapareció en el
interior de la casa.
Después de un rato, Ferracini empezó a caminar lentamente de vuelta por
donde había venido. No era una lágrima lo que resbalaba por la cara, se dijo.

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La lluvia caía con más fuerza. Después de todo, sólo había venido por
curiosidad.

Temprano la mañana siguiente, en un laboratorio de química en Columbia,


Jeff estaba agachado delante de uno de los armaritos bajo el banco de trabajo,
con una lista de los aparatos necesarios para el experimento de la mañana en
una mano y sacando un trípode, vasos de precipitados, matraces y
portaprobetas, cuando un pie se plantó en su campo de visión y una figura alta
y delgada con gafas se materializó encima de él.
—¿Me lo has traído? —preguntó Asimov.
Jeff cerró el armarito y se levantó:
—¿Traer el qué? —preguntó, al mismo tiempo que sentía una punzada de
culpabilidad mientras se acordaba. Harry había aparecido por el apartamento
la noche anterior para anunciar que tenía que ausentarse por un período
indefinido; tras haber admitido ante Janet de que iría a Europa, el misterio y la
excitación habían apartado de su mente toda idea acerca de la historia de
Asimov.
—El borrador que dijiste que te leerías —replicó Asimov—. La historia
acerca de la nave espacial atrapada en el campo gravitatorio que no puede
comunicarse con el exterior porque sus frecuencias están desplazadas. Me
prometiste que me lo devolverías hoy.
—Oh… oh, sí. —Jeff alargó al brazo hacia su mochila, que había dejado
sobre un taburete y empezó a sacar papeles y carpetas. Pero incluso mientras
rebuscaba entre ellos, ya recordaba que había dejado el manuscrito cerca de
algunas de las cosas que Harry había recogido la noche anterior. Estaba
bastante seguro de que ya no estaba allí después de que Harry se fuera.
—Eh… debo habérmelo dejado en casa —murmuró. Siempre cabía la
posibilidad de que Janet lo hubiera cambiado de sitio.
Asimov puso cara larga.
—¡Maldición y condenación, Jeff! Lo quería hoy para trabajar esta noche
en un par de cambios en los que he pensado —gruñó irritado.
—Lo siento, Isaac, se me fue de la cabeza. Lo buscaré esta noche.
—¿Lo buscarás? —Asimov palideció—. ¡Dios mío! ¿No querrás insinuar
que lo has perdido?
—No, por supuesto que no.
—Muy bien, búscalo y devuélvemelo mañana, ¿vale, Jeff?
—Mañana —repitió Jeff, forzando una sonrisa.

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Mientras tanto, los cinco miembros del contingente militar de Proteo que
partirían hacia Inglaterra, Ferracini, Cassidy, Payne, Ryan y Lamson, estaban
empaquetando sus pertenencias sobre la mesa del comedor de la Estación. El
resto del equipaje y el equipo se había enviado de antemano a Liverpool, en
dos envíos duplicados debido a la amenaza de los submarinos. El contingente,
según los acuerdos confidenciales entre el personal de Roosevelt y el de
Churchill, volaría a Inglaterra en un bombardero reconvertido de las fuerzas
aéreas estadounidenses. Según los informes oficiales, el bombardero haría un
vuelo de prueba para evaluar las rutas aéreas transatlánticas para las
aeronaves militares de largo alcance. En cuanto a lo que se suponía que
ocurriría después, todo lo que sabían es que tendrían que someterse a algún
tipo de entrenamiento y luego serían enviados a misiones operativas «en
algún lugar de ultramar».
—Iremos en submarino —dijo Cassidy a los demás mientras recogían sus
cosas en los preparativos finales para salir—. Ya veréis. Directamente por el
Báltico. Cinco dólares a que será en submarino.
—No se arriesgarían —dijo Ryan—. Hay demasiados submarinos
británicos operando en el Báltico. Las defensas alemanas estarán alerta en
todo momento.
—¿Por dónde, entonces?
—Desde el sur… el Mediterráneo, atravesando Italia —dijo Ryan—. ¿Por
qué si no crees que se trajeron a Harry? Tiene aspecto de italiano.
Cassidy miró a Lamson.
—¿Alguna idea, Floyd?
Lamson hizo un gesto de indiferencia y se cargó la mochila al hombro:
—¿A quién le importa? Hacer suposiciones no va a cambiar nada. Puede
que terminemos saltando en paracaídas.
Mortimer Greene y Kurt Scholder los esperaban para acompañarlos hasta
la calle. Los dos agentes del FBI que acompañarían al grupo al aeropuerto
Mitchell en Long Island se adelantaron para ayudarles con las bolsas. Tras un
último vistazo al lugar que desde febrero se había convertido en su hogar en
muchas formas, desfilaron por la abertura en la mampara que separaba el área
de la máquina del resto.
Algunos de los científicos trabajaban como siempre. Einstein daba caladas
a su pipa y escuchaba a Fermi, un hombre pequeño pero vigoroso de vivaces
ojos castaños y una frente inmensa formada por la línea del pelo en franco
retroceso, que gesticulaba con entusiasmo mientras hablaba. Szilárd estaba

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ocupado en una de las consolas, y Teller se había pasado por allí hacía unos
quince minutos. Además, para compensar parte de la pérdida en habilidades
técnicas que supondría la partida del grupo, se habían reclutado más
científicos y técnicos para el proyecto.
Einstein y Fermi dejaron de hablar y se acercaron a despedirse. Szilárd se
levantó de la consola y se unió a ellos.
—Así que ha llegado la hora, ¿sí? —dijo Einstein—. ¿Qué debería uno
decir en una ocasión como ésta? A todos, que vuestro Dios particular, sea el
que sea, vaya con vosotros. Y para el que no tenga ninguno, pues bueno, que
pueda encontrar uno a su gusto. Pero para todos, buena suerte, muchachos.
—Buena suerte —repitió Szilárd mientras se estrechaban montones de
manos—. Esperemos que en este lado consigamos algo útil que os sirva.
—Adiós, no, sino arrivederci —dijo Fermi—. Estoy seguro de que
volverán alguna vez, cuando los fascistas ya no existan. Antes de eso, toda
Norteamérica estará luchando con vosotros. Ya verán.
Teller reapareció justo a tiempo de añadir sus propios buenos deseos, y
entonces el grupo salió por el área delantera del almacén hacia la plataforma
de carga donde les esperaba otro guardia en el autobús.
Cuando el autobús pasó el puente de Brooklyn, Ferracini contempló la
silueta familiar de la ciudad al otro lado del río y pensó en todas las cosas que
había encontrado y que nunca imaginó que existieran, y que ahora dejaría
atrás. Siempre había ocurrido lo mismo a lo largo de toda su vida. Quizá,
reflexionó para sí lúgubremente, algunas cosas era mejor no descubrirlas.
De vuelta en la Estación, Einstein atravesó el pasillo situado bajo el
andamiaje de la máquina para llegar al comedor y se dirigió hacia la mesita
auxiliar donde estaba la jarra de café y la tetera.
—Ya he trabajado lo suficiente por esta mañana. Ahora me toca relajarme
—murmuró.
Scholder y Greene, que acababan de regresar, hablaban mientras bebían
café sentados a la mesa central, y saludaron a Einstein con una inclinación de
cabeza. El lugar parecía extrañamente silencioso y vacío sin ninguno de los
soldados por allí. Einstein se sirvió una taza de té, removió la cucharada de
azúcar que vertió, y se sentó en un sillón cercano a rellenar su pipa. Llegaron
más voces procedentes del otro lado de la mampara. Un momento después se
abrió la puerta de nuevo y entró Szilárd seguido de Fermi y Teller. Szilárd,
como de costumbre, era quien más hablaba.
—En cada elemento de la superposición, el sistema objeto asume un
autoestado particular del observador. Aún más, todo estado del sistema del

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observador describe al observador percibiendo ese estado de sistema
particular…
Einstein suspiró y miró a su alrededor mientras sorbía el té. Sus ojos
pasaron por encima de las pilas de restos y artículos personales que los
soldados habían descartado en las últimas etapas cuando hacían el equipaje y,
al final, su mirada se posó en una papelera llena a rebosar cerca de su silla.
Encima de todo había un delgado fajo de papeles escritos a máquina. Einstein
los sacó de la papelera y se los puso sobre las rodillas mientras examinaba las
palabras al tiempo que encendía su pipa.
—Ach so, der nave espacial que viaja a las estrellas, ¿ja? —murmuró para
sí. Volvió la página y se sentó más confortablemente, retirando los pies
cuando Fermi se acercó para servirse café.
—En cada elemento, el sistema queda en un autoestado de la medición —
dijo Fermi por encima del hombro—. Si se hace una redeterminación de la
primera observación en esa etapa, entonces cada elemento de la superposición
resultante describirá al observador con una configuración de memoria en la
que las primeras impresiones son consistentes con las impresiones
posteriores. Eso hace inevitable que todo observador perciba el sistema como
que «salta» a un autoestado de manera aleatoria, y permanece en ese estado
en las mediciones subsiguientes del sistema.
—Sí, estoy de acuerdo —dijo Teller—. El punto principal, sin embargo,
es que…
En el sillón, Einstein sonrió encantado y asintió con la cabeza en señal de
aprobación.
—Ah, aquí entra en juego la relatividad general… Sí, muy bueno, muy
bueno… Atrapados en el intenso campo gravitatorio, ¿eh?… Oh, eso no es
bueno, no…
—Cada secuencia de recuerdos da una distribución de posibles valores —
decía Szilárd—. Y cada una de las distribuciones puede someterse a análisis
estadístico.
—¡Sí, exactamente! —respondió Fermi, gesticulando con las manos—.
Eso es lo que digo yo. La interpretación estadística convencional debe
emerger del mismo formalismo. Cada observador debe deducir que su
universo obedece a las leyes estadísticas cuánticas familiares. El vector de
estado universal se convierte en un árbol, y cada rama se corresponde con un
universo-tal-y-como-lo-vemos posible.
—Mein Gott!

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La exclamación de Einstein detuvo todas las conversaciones en seco. Los
demás lo miraron mientras éste se levantaba con una extraña expresión en la
cara y los papeles que había estado leyendo caían revoloteando al suelo.
—¿Estás bien? —preguntó Szilárd.
Einstein no pareció oírle.
—El enlace de comunicaciones no funcionó… porque el tiempo a ambos
extremos no corre a la misma velocidad… —murmuró de forma ausente.
Szilárd miró a Teller, y luego a Fermi. Todos hicieron gestos de
incomprensión. Scholder y Greene observaron con expresiones de
perplejidad.
—Si me disculpan, debo volver a mis cálculos y pensar un poco más —
dijo Einstein, con voz abstraída. Empezó a moverse hacia la puerta, mientras
asentía rápidamente para sí—: Sí, de repente un destello de luz… puede ser,
sí, puede ser —le oyeron decir mientras salía apresuradamente.

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El vuelo hasta Inglaterra estuvo exento de incidentes. Amanecía un frío y


brumoso día de diciembre cuando finalmente el avión aterrizó en Prestwick,
en la costa oeste de Escocia, donde los cinco norteamericanos fueron
recibidos por un tal capitán Portel y un tal teniente Cox de la Marina Real.
Los recién llegados estaban cansados y legañosos, y tras una breve
presentación todo el mundo subió a un furgón para recorrer unos veinte
kilómetros hasta Kilmarnock, donde cogerían el tren de Londres procedente
de Glasgow. La conversación fue intrascendente, completamente acorde con
el desolador paisaje de casas de piedra gris mojada, montes de apariencia
húmeda a lo lejos, y la fría e intempestiva hora de la mañana.
La cafetería de la estación estaba abriendo cuando llegaron, y tuvieron
tiempo suficiente para sándwiches de queso y jamón, y una taza de té dulce,
fuerte y humeante, que devolvió algo de vida a sus miembros agarrotados y
restauró algo de color a sus caras. En una de las esquinas, cerca de la estufa,
había un árbol de navidad. Frente al árbol, abierta para mostrar sus
contenidos, había una de las cestas de navidad que contenía varios tipos de
comida y dulces, mermeladas amargas, conservas en salmuera, y artículos
textiles como calcetines, mitones, y orejeras, del tipo que la rama local del
Servicio Voluntario Femenino enviaba a «los muchachos del frente».
Mientras se reunían alrededor de la estufa para entrar en calor, Payne
comentó las frivolidades que aparecían en la prensa norteamericana.
—Parece que todo lo que hacen las tropas francesas es cavar agujeros y
jugar al fútbol para que los filmen los de los noticiarios —dijo—. ¿Es que eso
es todo lo que pasa allí?
—Supongo que todo el mundo está aliviado porque todas esas cosas
horribles que los expertos llevaban años jurándonos que pasarían no han
ocurrido —replicó Portel—. Le dijeron a todo el mundo que el cielo se
ennegrecería con los Heinkels y Dorniers, que vendrían tan apiñados que las
puntas de sus alas se tocarían, a las pocas horas de la declaración de guerra.
Había miles de ataúdes de papel maché apilados y listos, todos los hospitales

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estaban a la espera con acres de camas vacías… y no ocurrió nada. Ahora, por
supuesto, todo es culpa del gobierno por no saber nada de nada. Pero no se
puede culpar al pobre Neville de todo. En realidad no es un mal tipo, lo hace
lo mejor que puede, ¿saben?
Con las evacuaciones, las incorporaciones y reasignaciones de personal
clave y de departamentos del gobierno, cerca de la mitad de las familias de
Inglaterra tenían alguien que se desplazaba, y el tren a Londres se llenó
rápidamente hasta que incluso el pasillo estaba repleto de personas y
equipajes, con abundancia de uniformes del ejército, la marina y la RAF. Un
montón de soldados se subieron en Carlisle, pero para entonces Portel y su
grupo habían conseguido un compartimento.
—Lo que no nos dirán es cuántas vidas ha costado el puñetero apagón
obligatorio —dijo el teniente Cox—. Pero nos ha costado más que cualquier
cosa que nos hayan hecho los alemanes hasta ahora. Personalmente, no me
sorprendería si esto termina con un par de arreglillos con Hitler y pelillos a la
mar. Quiero decir, si ambos bandos fueran en serio, ya habrían hecho algo a
estas alturas, ¿no?
Incluso el hundimiento del Royal Oak había sido «una buena
demostración por parte de los muchachos de Raeder», en opinión de Portel.
Ferracini escuchaba sin dar crédito a lo que oía. Todavía lo consideraban un
juego de críquet a gran escala. Y el otro equipo se había ganado
deportivamente un grito de aliento «¡buen golpe, señor!» por parte del equipo
local. Nadie parecía tener en cuenta que lo que indicaba el marcador era la
muerte de más de ochocientos marinos ingleses.
Pero al menos los ingleses hacían algo, reflexionó.
—¿Qué es lo que opina la gente en los Estados Unidos? —preguntó Cox.
Ferracini tuvo que responder:
—Para ser franco, la mayoría de ellos se han olvidado de que aquí hay una
guerra.
Hubo innumerables retrasos y paradas, y ya había oscurecido cuando el
tren llegó a la estación de King’s Cross. Emergieron, tropezando con bordillos
y sacos de arena, a un mundo extraño, oscuro y traicionero de escalones
invisibles, esquinas y farolas apagadas, edificios apenas visibles y cuerpos en
movimiento. Los peatones se materializaban repentinamente en la oscuridad,
la mayoría portando linternas y llevando al menos una prenda blanca,
normalmente brazaletes, abrigos, sombreros o bufandas. En la carretera, los
conductores avanzaban cuidadosamente centímetro a centímetro, guiados

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solamente por los diminutos haces de luz que salían de las ranuras recortadas
en los cobertores que tapaban los faros de los coches.
Portel se desvaneció en las sombras para buscar un taxi. Ferracini no
imaginaba cómo podría encontrar uno en esas tinieblas.
—Tío, tío, hasta ahora jamás me había dado cuenta de lo hermoso que es
Broadway —murmuró la voz de Cassidy desde algún punto a su espalda
mientras esperaban.
Evidentemente, Portel se conocía el paño y reapareció tras lo que parecía
un tiempo milagrosamente corto con un taxi, dentro del cual se metió Cox con
la mitad del grupo. Entonces, para demostrar que no había sido de chiripa,
Portel repitió la hazaña encontrando otro taxi para los demás. Veinte minutos
más tarde, estaban todos reunidos en el Kensington Garden Hotel, cerca del
Albert Hall. Tenían habitaciones reservadas, y el comandante Warren y
Gordon Selby esperaban para recibirlos. Mientras los recién llegados subían a
adecentarse y cambiarse de ropa, Portel y Cox se fueron a «echar un trago
rápido» al bar con Warren y Selby; entonces, con las personas a su cargo
sanas y salvas en su destino, los dos oficiales ingleses se despidieron. Los
demás se reagruparon un poco más tarde para la cena, que Warren había
pedido que sirvieran en una habitación privada.
—Esto es muy diferente de Manhattan —dijo Gordon Selby cuando se
sentaba a la mesa—. Todavía no he averiguado cómo se las arreglan los
taxistas para conducir así.
—¿Pero es que nadie habla aquí de otra cosa que no sea del apagón
obligatorio? —preguntó Ryan.
Selby sonrió a manera de disculpa.
—Debo de estar cogiendo manías inglesas ya —admitió—. El gran susto
ya pasó, así que ahora se dedican a protestar… acerca del racionamiento de
comida, de la gente de Defensa Civil que está sentada en sus puestos todo el
día bebiendo té y sin nada que hacer, de las miserables compensaciones que
reciben las esposas de los tipos que han sido llamados a filas… —asintió—.
Pero, por encima de todo, se quejan del apagón.
—¿Y qué tal acerca de los trenes? ¿Los has probado ya? —dijo Cassidy
—. La verdad es que son una cosa…
—Pero es en Inglaterra donde hemos puesto pie —le recordó Lamson—.
No necesitamos permisos de viaje sellados por el Polizeiführer local. La
Gestapo no estaba en el tren comprobando los documentos. Eso también es
importante.
—Pues tienes razón —concedió Cassidy.

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—La parte más triste son las jugueterías —dijo Selby—. Intentan
mantener una fachada de normalidad con Papás Noeles solitarios sentados en
medio de montañas de trenes y muñecas, pero no hay niños. Todos fueron
evacuados fuera de las ciudades al principio.
—Pero empiezan a regresar lentamente, especialmente teniendo en cuenta
la época del año —añadió Warren.
Se permitía un terrón de azúcar por taza de café. Cada persona recibió una
porción de mantequilla u otra de margarina para los panecillos, y el camarero
les indicó cuál era cuál.
Ferracini giró la cabeza para examinar la habitación después de que el
camarero se marchara.
—¿Este lugar es seguro para hablar? —preguntó.
—Es seguro. —Asintió Warren—. Lo comprobamos antes de que
llegarais.
—Entonces, acerca de la misión… ¿y ahora qué tenemos que hacer? —
preguntó Ferracini. Al fin. Por supuesto, la idea ardía en la mente de todos.
—Vamos a ir a cargarnos el portal de Adolfito —dijo Cassidy antes de
que Warren o Selby pudieran responder—. ¿Por qué actúas como si no lo
supieras, Harry? Ninguno de nosotros cree que hayamos venido a disfrutar del
paisaje.
Pese a ello, todos los ojos permanecían fijos en el comandante Warren.
No parecía sorprendido. Y nadie esperaba que lo estuviera. Asintió.
—¿Dónde está? —preguntó Payne.
Warren frunció el ceño en mitad de la acción de llevarse el tenedor a la
boca y titubeó.
—Habéis recorrido un largo camino, y el tema no es apropiado para esta
velada —dijo—. Dejadlo hasta mañana, ¿vale? Será un día muy ocupado. Lo
primero que haremos por la mañana será volver aquí a recogeros para que
desayunéis con Claud, Anna y Arthur. Tras eso, os reuniréis con Churchill y
el profesor Lindemann para un resumen preliminar.
—¿Ahí es cuándo conoceremos a la contraparte inglesa de la operación?
—preguntó Ryan.
Warren negó con la cabeza.
—Olvídate de eso.
Los demás intercambiaron miradas perplejas.
—No habrá ninguna contraparte inglesa de la operación —explicó Selby.
—Sólo nosotros… todos los aquí presentes excepto Gordon —dijo
Warren—. Él tiene que quedarse por aquí para ayudar a la marcha del

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programa de la bomba por si no lo conseguimos.
Ryan puso cara de malas pulgas.
—¿Qué pasó con esa idea de usar reemplazos ingleses para los refuerzos
que supuestamente tendríamos que haber tenido de parte de JFK en julio?
—Está descartada —dijo Warren—. La política entre los ingleses y los
franceses apesta. Los generales hacen de avestruces metiendo la cabeza en el
suelo de la última guerra. El personal en Londres no se lleva bien con su
comandante en Francia. Éste no se lleva bien con los franceses, y ninguno de
ellos se lleva bien con el ministro de Guerra. Algunos de ellos incluso han
empezado a quejarse ante el rey a espaldas de los demás. —Warren sacudió la
cabeza—. Es un desastre. Lo he hablado con Claud, y estamos de acuerdo en
que lo mejor es quedarnos al margen y dirigir la operación a nuestra manera.
Seis hombres se lanzarían hacia el corazón de lo que probablemente era el
lugar más protegido de toda Europa, o, muy probablemente, de todo el
mundo. Ferracini se desplomó hacia atrás cuando la enormidad de lo que
decía Warren le golpeó. Captó la mirada de Cassidy durante unos segundos y,
por una vez, incluso Cassidy parecía aturdido. Selby, observándolos, atribuyó
sus expresiones al cansancio.
—De todas formas, habéis hecho un largo viaje. Dejémoslo para mañana e
id a dormir un poco por esta noche, ¿eh? —A Selby no le afectaba; después
de todo, no iría.
Cassidy se reclinó en su silla.
—¿Sólo nosotros, y punto, o usaremos contactos locales? —preguntó.
Warren hizo un gesto cortante con la mano frente a su cara.
—Ni una palabra más hasta mañana —ordenó—. Gordon, dinos lo que
contabas antes sobre ese asunto del caballo y la carreta.
—Hay una famosa firma de sombrereros en Londres llamada Scott’s —le
dijo Selby a la concurrencia—. Siempre han usado un furgón tirado por un
caballo para las entregas, es una especie de tradición. Es muy distinguido,
finamente tallado, pintado y barnizado, y con un cochero y un repartidor
vestidos de librea con sombreros de copa.
»Pues bueno, esta mañana lo vi en Bond Street con todo igual que
siempre, excepto que habían cambiado los sombreros de copa por cascos de
acero. Y supongo que así seguirán hasta que acabe la guerra. —Hizo un gesto
de incredulidad con la cabeza—. Esta gente… no sé… no estoy tan seguro de
que sea tan inevitable que Hitler los aplaste. A veces creo que podría suceder
lo contrario.

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—Todos sabemos lo que ocurrió la última vez —dijo Lamson
lacónicamente.
—Cierto, pero estaban bajo la administración equivocada —dijo Selby.
Entonces añadió—: Ojalá pudiéramos hacer algo para remediarlo…
Payne captó la curiosa nota en su voz.
—¿Qué intentas decir? —preguntó.
Selby miró con incertidumbre a Warren. Warren negó de forma casi
imperceptible con la cabeza, y Selby dirigió la conversación por otros
derroteros.
Más tarde, después de que el grupo de la cena se hubiera dispersado y los
demás se fueran a dormir, Ferracini, Cassidy y Ed Payne pillaron a Selby a
solas en un rincón tranquilo del vestíbulo.
—¿Qué querías decir antes, Gordon, cuándo dijiste algo acerca de
cambiar la administración? —preguntó Payne mientras se sentaban a su
alrededor a la mesa.
—Oh, nada, de verdad…
—Vamos, ¿a quién te crees que vas a engañar? —dijo Cassidy—. Vamos,
suéltalo. Tenemos curiosidad.
Selby vaciló, luego emitió un largo suspiro y asintió.
—Anna está convencida de que Claud y Arthur se traen algo entre manos
que no quieren decir —dijo, bajando la voz—. Claud ha dado a conocer lo del
portal y lo que está pasando en los Estados Unidos a más gente importante.
Dice que eso es para endurecer la moral del país, pero Anna no cree que ésa
sea la razón principal.
—Y entonces ¿de qué cree que se trata? —preguntó Ferracini.
—De que Claud está manipulando las cosas otra vez —dijo Selby—. Le
da acceso directo a las personas más influyentes de la nación. Esta noche
tenía una cena con Lord Salisbury y Leopold Amery, y por eso no vino aquí.
Ambos se cuentan entre las personas que han criticado con dureza la forma
que ha tenido el gobierno de llevar el esfuerzo bélico. Veréis, eso aumenta la
base política de Claud para poder tirar de los hilos. Chamberlain puede que
sea un tipo sincero y todo eso, pero no es un líder para una guerra. Churchill
es el único con espíritu combativo en todo el Gabinete de Guerra. Anna lo
llamó «un cuclillo en medio de un nido de polluelos de gorrión». Cree que
Claud está llevando a cabo maniobras preparatorias para aprovecharse de
haber conseguido meter a Churchill en ese puesto.
—¿Quieres decir que puede que dentro de poco algunos de los
gorrioncillos sea empujados fuera del nido? —dijo Payne.

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—Exactamente —admitió Selby. Se calló durante un instante—. A menos
que la idea sea derribar al gobierno inglés entero, lo que explicaría por qué
Claud y Arthur se andan con tanto secreto.
Los demás se quedaron mirándolo con incredulidad.
—No puede ser —protestó Payne—. Ni siquiera Claud intentaría algo tan
atrevido.
Selby sonrió de forma extraña y carente de humor.
—Eso es exactamente lo mismo que le dije a Anna.
—¿Y qué dijo ella? —preguntó Payne.
—Estuvo de acuerdo —replicó Selby—. Dijo que su imaginación debía de
estar desbocada. ¡Vaya por dios, si eso sería casi tan atrevido como intentar
retroceder en el tiempo para cambiar la historia!

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29

A la luz del día, Londres le parecía a Ferracini una caricatura de una ciudad
en guerra. Las señales superficiales de los tiempos de guerra eran evidentes en
todas partes, cierto: los escaparates de las ventanas reforzados con tablones o
cinta adhesiva; globos en lo alto; señales encima de entradas rodeadas de
sacos terreros para indicar los refugios antiaéreos, montones de uniformes en
las aceras; pero la gente parecía comportarse como los avergonzados
anfitriones de una lujosa fiesta de disfraces a la que no había acudido ninguno
de los invitados. Se percató de que muchos de ellos ya no se preocupaban
siquiera de llevar consigo las máscaras antigás, que tanto bombo habían
recibido en los periódicos norteamericanos en septiembre.
Toda esa superficialidad reforzaba la impresión de que se había formado
antes de partir de los Estados Unidos, que Inglaterra no se daba cuenta de lo
que significaba de verdad estar en guerra contra el totalitarismo moderno. En
septiembre, el ánimo de la nación era el de una sombría resignación y
«acabemos con esto de una vez». Pero desde entonces las historias de terror
promulgadas oficialmente no habían sucedido, y la gente concluyó que mejor
hubieran hecho confiando en sus instintos. Ahora toda autoridad era tratada
con suspicacia, si no directamente ridiculizada. Los extranjeros, alemanes,
italianos, franceses, rusos, todos eran iguales, demasiado excitables y no muy
listos. Sólo había que dejarlos solos durante un rato para que resolvieran sus
peleas de niños y se calmaran. Entonces todos podrían olvidarse de los
disfraces y volver a ser personas decentes y civilizadas.
Y al mismo tiempo, pese a todo, era una Inglaterra agradablemente
diferente de la que Ferracini había conocido previamente. La desolación y la
desesperación aplastante, consecuencia de años de empobrecimiento material
y espiritual, estaban ausentes. Y no había ninguna esvástica a la vista por
ningún lado. En la tradición, que no había sido rota durante siglos, seguía
siendo libre.
Ése era el problema de los ingleses, empezaba a ver Ferracini: eran
simplemente incapaces de concebir que las cosas pudieran ser de otra manera.

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Las sesiones preliminares para la Operación Ampersand tuvieron lugar en una
cámara acorazada bajo los edificios del Almirantazgo en Whitehall, que por
orden de Churchill había sido reservada permanentemente para asuntos
militares de alto secreto. Estaban presentes las diez personas del equipo
Proteo que se hallaban en Inglaterra, es decir, todo el mundo excepto
Mortimer Greene y Kurt Scholder, junto con Churchill, Lindemann y un
secretario confidencial para dejar constancia de lo que se dijera.
Ferracini había aprendido algo sobre Churchill durante el entrenamiento
para la misión Proteo, como los demás miembros del equipo, y aprendió algo
más de sus lecturas durante los meses en la Estación. Sabía que Churchill
había perdido el apoyo popular durante la Gran Guerra, se había hecho
enemigos entre socialistas y conservadores ingleses por igual, y se decía de él
que era errático e impetuoso. Pero pese a eso, Churchill había sido uno de los
pocos que habían visto venir y advertido contra los peligros ante los cuales los
demás empezaban a despertar sólo ahora, y había muerto arma en mano tras
una barricada, defendiendo aquello en lo que creía. En opinión de Ferracini,
eso significaba que no era tan malo.
Aparte de eso, Ferracini jamás había tenido motivos para dudar del juicio
de Claud. Mientras sorbía su té en un rincón (empezaba a descubrir que los
ingleses no podían hacer nada sin tomarse primero una taza de té) y observaba
a la figura rechoncha con aspecto de bulldog achaparrado y pelirrojo que
estaba cerca de la mesa cubierta en el centro de la habitación, y que gruñía a
Winslade sobre alguna cabezonería de los malditos burócratas, Ferracini tenía
la sensación de que Churchill era la excepción a la imagen general que se
había formado de los británicos. Cuando estaban en 1975, Claud había
luchado duro para que los que planeaban la misión aceptaran a Churchill
como su primer contacto. Ferracini ya empezaba a responder ante la
personalidad de Churchill, aunque éste todavía no le hubiera dicho nada
importante. Fuera lo que fuera lo que pasara entre los demás generales,
políticos o lo que fuera, tanto ingleses como franceses, Claud había
encontrado un buen director general para el equipo. Era una lástima, pensó
Ferracini, que no pudiera hacer lo mismo para el país entero.
La sesión empezó con unas palabras introductorias por parte de Churchill,
en las que dio la bienvenida a Inglaterra a los norteamericanos y expresó su
esperanza de que hubiera más que siguieran su ejemplo antes de que fuera
demasiado tarde. Entonces Winslade cogió un puntero y salió a escena,

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mientras el comandante Warren hacía bajar en la pared mapas a escala
creciente que mostraban zonas de Europa y Alemania.
—Estoy seguro de que no hace falta que os diga cuál es el objetivo —
empezó Winslade con entusiasmo. Miró a su alrededor para confirmar su
suposición y levantó el puntero para indicar una región a unos ciento
cincuenta kilómetros al suroeste de Berlín—. Desde este momento, nos
referiremos al portal de regreso nazi como «Cabeza de Martillo» —dijo—.
Está ubicado en el área de Leipzig, enterrado profundamente bajo la planta
química y fábrica de municiones situada cerca de Weissenberg. —Hizo una
pausa y miró a su audiencia a la espera de preguntas.
—¿Leipzig? —repitió Cassidy. Miró a Ferracini—. Ahí es donde fuimos
en aquella operación en 1971 o 1972… para traer esos documentos y cosas así
que alguien había copiado de los archivos locales.
—Pura coincidencia —dijo Winslade con obvia insinceridad. Se dio la
vuelta y retiró el lienzo que tapaba la mesa central para revelar un modelo
detallado de la planta de Weissenberg—. El objetivo, caballeros.
El complejo tenía la forma de un cuadrado en líneas generales, y tomando
como base las estructuras familiares y los vehículos que se habían incluido
para indicar la escala, tendría casi kilómetro y medio de largo por cada lado.
La parte trasera yacía sobre la ribera de un río, probablemente el Elster, y
consistía principalmente en muelles de carga y amarres para embarcaciones.
Un lado de la planta estaba flanqueado por árboles que habían sido talados
para dejar una zona despejada por fuera del límite de la reja; en el lado
opuesto, el terreno se elevaba hacia la cima de un montículo del terreno,
escarpado y pedregoso, que dominaba un recodo del río. La parte delantera
daba a un área abierta que terminaba en el barrio residencial de obreros de
Weissenberg, que consistía mayoritariamente en casas adosadas de ladrillo.
Un tramo de carretera y unas vías de tren conducían al interior del
complejo por una entrada para cargas, y un ramal de la carretera corría
paralelo al perímetro vallado hasta llegar a la entrada principal. La cerca en sí
era poco notable para tratarse de una instalación industrial, una construcción
alta de alambre, con focos a intervalos y un cierto número de pequeñas
entradas laterales.
Había unos cuantos edificios apiñados que parecían ser oficinas
administrativas y laboratorios justo a la entrada principal, y detrás de éstos se
extendía una confusión de fábricas, torres de procesado, tanques de
almacenamiento, cubas de reacción, chimeneas, carreteras, raíles y canales,
junto con el resto de la parafernalia de un gran complejo químico. El que

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construyó el modelo había añadido incluso unas cuantas nubecillas de
algodón para darle más realismo a las chimeneas.
Pero también había algo raro, se percató Ferracini cuando examinó la
maqueta más de cerca. Y ahora que se había dado cuenta, era aún más raro.
En un rincón remoto del emplazamiento, hacia la loma que conducía a lo alto
del terreno escarpado junto al río, una zona mucho más pequeña se
proyectaba desde la principal como un añadido posterior, pero estaba
separada de ésta por una valla. Una carretera separada y una vía de tren propia
se ramificaban desde el camino principal fuera de la planta, siguiendo el
perímetro para penetrar en la zona vallada mediante su propia entrada de
aspecto formidable y bien defendida.
Todo lo que concernía a este apéndice parecía estar fuera de lugar. Las
construcciones que había en el interior del terreno eran rechonchas y carentes
de ventanas, de aspecto sólido, parecían más una fortaleza o un sistema de
búnkeres que algo relacionado con el resto de la planta. El espacio a su
alrededor estaba vallado por tres cercas separadas por un espacio amplio y las
franjas de terreno entre ellas estaban repletas de alambre de espino. Y las
atalayas en las esquinas parecía que contenían algo más que focos.
—Todo un activo para la economía alemana —comentó Winslade tras una
pausa apropiada. Se dirigió hacia delante y señaló varios detalles—. En su
mayor parte, la distribución es estándar. Esta área de aquí está dedicada al
procesado químico a gran escala. Esta cerca interior, aquí, aquí y aquí,
encierra el complejo de manufactura de municiones, que produce obuses para
la artillería y bombas para la Luftwaffe. El ensamblaje final de los proyectiles
tiene lugar en este grupo de edificios… el de las bombas en este otro… y el
producto terminado se lleva al área de almacenaje, ésta de aquí, mediante los
raíles, antes de ser enviado. También hay una sección «especial», aquí, que se
encarga de cosas como hacer pruebas con artefactos experimentales y
comprobar la calidad de los explosivos fabricados. Las envolturas de las
municiones no se manufacturan aquí en la planta, sino que llegan por tren. —
Winslade rodeó la mesa para llegar al otro lado de la maqueta.
»La planta energética está detrás, cerca de la carbonera y de los muelles
de carga, y la construcción de al lado es una caldera central para proporcionar
vapor para el procesado. Los edificios cerca de la puerta principal son las
oficinas administrativas, y los que están detrás son los laboratorios de
investigación y control de calidad. Aquí, por fuera de la puerta principal, está
la cafetería y club social de los trabajadores. Éste es el centro médico, y eso,
una escuela de entrenamiento para aprendices.

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No hubo preguntas. Para cuando salieran, todo el mundo que fuera a la
misión conocería el lugar tan bien como las calles del barrio donde crecieron.
Winslade examinó rápidamente sus rostros antes de proseguir.
—Pero hay algo inusual, como sospecho que algunos de vosotros habréis
descubierto ya. —Sus gestos se volvieron más formales mientras golpeaba
con el puntero las construcciones parecidas a casamatas del anexo vallado—.
Aquí, en 1935, el Departamento de Armamento del Ejército alemán empezó a
construir unas instalaciones de investigación y pruebas para el desarrollo en
secreto de explosivos y propulsores para cohetes. Debido a la naturaleza del
trabajo, y porque la gente importante que sabía que la guerra sólo era un
asunto de tiempo, se construyó bajo tierra, y los edificios de la superficie son
a prueba de bombas. Sin embargo, cuando el trabajo básico de construcción
estuvo completado dos años después, el alto mando nazi ordenó que el
complejo fuera entregado a la Organización Todt de construcción de las SS.
Cabeza de Martillo fue desmantelado en el emplazamiento original que había
ocupado en los Alpes bávaros, no muy lejos de Berchtesgaden; de hecho, el
retiro de montaña de Hitler se construyó allí por esa razón; y Cabeza de
Martillo fue reensamblado aquí.
—Mi primera reacción —intervino Churchill—, fue pensar que sólo un
lunático emplazaría una instalación vital como ésa al lado de una fábrica de
municiones. Sin embargo, me dicen que no se vería afectada en absoluto
aunque todo el complejo en la superficie estallara a la vez.
—Tiene resistencia de sobra y profundidad de sobra —confirmó
Lindemann.
Winslade dejó el puntero sobre la mesa, metió una mano en el bolsillo de
su chaqueta (esa mañana iba vestido con el uniforme de un oficial de la
marina inglesa) e hizo un gesto que abarcaba la maqueta entera con la otra
mano.
—Por otro lado, esta ubicación ofrece muchas ventajas. Nadie cuestionará
la necesidad de la seguridad. Los objetos de apariencia extraña que entren y
salgan no atraerán la atención indebida. Tiene buena infraestructura de
comunicaciones por carretera, ferrocarril y embarcaciones. Y relativamente,
está a poca distancia de Berlín.
Se volvió y examinó la maqueta de nuevo.
—La gente de la planta llama «Ciudadela» a la parte de superficie de la
instalación que alberga Cabeza de Martillo. Todo lo que el trabajador medio
sabe es que es propiedad de las SS, y que es mejor mantenerse apartado y no
preguntar qué pasa ahí dentro. Cabeza de Martillo está situada a más de un

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centenar de metros bajo la superficie en una caverna rocosa artificial, detrás
de cubiertas, muros y suelos de cemento de varios metros de espesor.
»Hay dos huecos de ascensor que llevan hasta allí. El principal está debajo
del búnker hexagonal en el que desaparecen los raíles de tren, aquí, y hay un
ascensor de emergencia más pequeño aquí detrás. Cada ascensor está
protegido por sus propios sistemas de alarma, puertas blindadas y puestos de
guardia. Hay una guarnición permanente de trescientos SS completamente
equipados en el interior. Los pasillos están protegidos por ranuras de
observación con guardias armados, y pueden sellarse desde el interior. Como
precaución adicional, los pasillos de acceso también están protegidos por
inyectores de gas y lanzallamas. —Mientras finalizaba, Winslade se giró para
enfrentarse a la escuadra de Operaciones Especiales y les sonrió desafiante.
Un silencio sepulcral descendió. Churchill permitió que su mirada vagara
con curiosidad de un rostro a otro de los norteamericanos que acababan de oír
todo eso por primera vez. Al final Ferracini dijo secamente.
—Eh… supongo que no esperará que nosotros seis hagamos un asalto
frontal.
Winslade sonrió como si disfrutara de una pequeña broma privada.
—Hay límites, Harry, incluso para las cosas que yo considero razonables.
Se volvió a encarar la mesa y deslizó una sección móvil de la maqueta
para revelar una vista en corte vertical de la instalación subterránea y los dos
huecos de ascensor. La maqueta mostraba otras cosas bajo tierra, tales como
estratos de rocas, conductos y tuberías y canales de drenaje. También había lo
que parecía otro pozo vertical de algún tipo. Estaba bajo la planta general,
fuera de la Ciudadela y sus defensas.
—La primera industria del lugar fue la fabricación de jabón y tintes
alrededor de una mina de potasa y sal de roca, que se remonta a finales de la
Edad Media —prosiguió Winslade—. Aunque no se ha minado nada durante
casi un siglo, se descubrió que algunos de los viejos pozos todavía existían
cuando se construyó la planta y las nuevas ampliaciones. Normalmente
estaban sellados o cegados, pero algunos que resultaron útiles fueron
acondicionados y utilizados. —Indicó el pozo que había revelado la maqueta
—. Este, por ejemplo, todavía existe bajo una de las plantas de recolección y
eliminación de residuos, que es ese edificio y esos tanques de ahí atrás. Para
evitar reacciones entre sustancias, ácidos y compuestos orgánicos, por
ejemplo, se usan varios sistemas separados de procesado de residuos. En
general, los residuos sólidos salen por el río en gabarras, y los líquidos son

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vertidos en los viejos pozos de mina como éste y se pierden en las galerías de
minería derrumbadas que hay al fondo. Muy simple, y muy barato.
Pero había otro canal más, que iba desde el nivel inferior de la instalación
subterránea de Cabeza de Martillo, descendiendo en diagonal y pasando bajo
la planta principal para conectar con el antiguo pozo en las profundidades.
—Antes dije que la excavación donde se aloja Cabeza de Martillo se
construyó para la experimentación química. Por tanto, también requería un
sistema de eliminación de residuos. Y consistía en este conducto descendente
que, como podéis ver, desemboca en uno de los pozos de vertido de la planta
principal. —Winslade sonrió disculpándose, incapaz de resistirse al chiste—:
El orificio anal del armadillo, como si dijéramos —dijo a su audiencia.
—¿Y ésa es nuestra forma de entrada? —dijo Ryan. En ese momento no
estaba de humor para chistes malos.
—Pues sí.
Hubo un breve silencio. Al fin, Payne habló.
—Con todas esas medidas de seguridad en la parte de arriba, bueno… me
parece raro que algo como eso se les haya pasado por alto.
—La instalación no está siendo usada según el propósito original para el
que fue construida —les recordó Winslade—. Ese conducto no ha sido usado
nunca. Hubo mucha confusión y planos que se perdieron cuando las SS
tomaron el lugar de manos del Departamento de Armamento. Es casi seguro
que nadie que esté ahí conoce su existencia. Nos llevó una enorme cantidad
de trabajo detectivesco el descubrirlo, lo que implicó rastrear a uno de los
ingenieros de la construcción original de 1935… y unas cuantas cosas más.
—Así que todo lo que tenemos que hacer —resumió Cassidy— es cruzar
Alemania de un lado a otro con una guerra de por medio, introducirnos en la
planta y en ese pozo, descender un centenar de metros y seguir el conducto
hasta Cabeza de Martillo, volar el objetivo y luego volver a salir tras despertar
a un avispero de trescientos SS.
—Sí —admitió Winslade con una sonrisa—. Excepto por una cosa. El
conducto se une al pozo de vertido muy abajo. Tenemos que asumir que está
por debajo del nivel del líquido que ha sido vertido ahí abajo, puede que a una
profundidad considerable. Eso, eh… sería otra de las razones por la que
ningún responsable de seguridad consideraría que se trata de una posible
entrada.
—¿Exactamente de qué tipo de líquido estamos hablando, Claud? —
preguntó Ferracini con suspicacia.

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—Es imposible de determinar —replicó Winslade—. Varía según los
diferentes procesos de producción de la planta y ese tipo de cosas. Pero
podéis contar con soluciones de ácidos, cianuros, nitruros, compuestos de
arsénico, hidrocarburos… en otras palabras, será altamente tóxico y
probablemente corrosivo. Además, la bolsa de gas que flota por encima de la
superficie del líquido probablemente sea letal. —Esta vez todos estaban
demasiado estupefactos para decir nada.
Winslade dejó que los ánimos continuaran como estaban durante unos
momentos. Luego les dijo:
—Pero los contenedores sellados que hemos traído de Nueva York fueron
incluidos en la misión precisamente para este tipo de eventualidades.
Contienen trajes protectores desarrollados especialmente para este tipo de
entorno, completos con equipos de respiración y otras características. Ya
hemos dispuesto las cosas para hacer las sesiones de práctica y
familiarización para todos vosotros, primero en la academia de submarinos de
la Marina Real en Portsmouth, y luego en un entorno más realista en una mina
de estaño inundada en Gales.
Winslade, fiel a su costumbre, había dejado caer lo peor primero y no se
ahorraba ninguna sorpresa desagradable. Cuando la conmoción inicial
empezó a aliviarse, los demás recuperaron el habla y entonces hubo una
retahíla de preguntas.
Si el material resultaba ser corrosivo, ¿durante cuánto tiempo podían
protegerles los trajes?, quería saber Cassidy. Depende, respondió Winslade.
No era casualidad que el equipo incluyera a un químico, el capitán Payne. El
equipamiento incluía un kit de análisis, y las respuestas a sus preguntas
dependerán de lo que se descubra sobre la marcha.
¿Cómo podían descender por el pozo y subir por el conducto ascendente?
Pasarían algún tiempo en las cavernas calcáreas de Derbyshire para hacer un
curso de técnicas y equipamiento en espeleología. ¿De qué estaban hechas las
paredes del pozo? ¿Cuál era su condición probable? ¿Qué tamaño tenía el
conducto, qué inclinación, y cómo de resbaladizo se suponía que sería?
¿Qué había al final del conducto? Una plancha de acero que descansa
sobre una base de cemento reforzado con acero, asegurada con pernos de dos
centímetros y medio. Usarían cargas de termita para fundir las tuercas que
aguantaban los pernos.
Y una vez que se haya atravesado la plancha, ¿qué? El conducto va a dar a
un nivel inferior de Cabeza de Martillo, que contiene maquinaria de bombeo,
equipos de ventilación y otras maquinarias, con el portal de regreso justo en el

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nivel superior a ése. Como las precauciones contra intrusos están dirigidas
hacia arriba, no hacia abajo, un equipo experimentado versado en técnicas de
infiltración debería tener una oportunidad razonable de emplazar cargas de
demolición y salir sanos y salvos.
—Y si no… bueno, ésa es la razón de que pongamos tanto énfasis en la
iniciativa individual durante el entrenamiento —completó Winslade.
Siguió un silencio puntuado por el ruido de pies que se arrastran e
inhalaciones profundas. Entonces Ferracini dijo.
—Todo eso está muy bien en lo que respecta al asalto, Claud, pero ¿cómo
se supone que vamos a llevar trajes, armas, equipo de espeleología y otras
herramientas, además de los explosivos suficientes para hacer el trabajo, al
otro lado de Alemania?
—No lo llevaréis —replicó Winslade—. Esa parte de la operación
depende de factores que no se pueden anticipar, y por tanto todavía no está
terminada. Viajaréis en parejas, pero los detalles serán el tema de otra sesión
cuya fecha está todavía por fijar.
—¿No podríamos volar a Berlín desde Suecia o de otro lugar como
norteamericanos neutrales, periodistas o algo así? —preguntó Ryan.
—Habría demasiados problemas porque la policía os estaría vigilando
todo el tiempo —respondió Winslade—. Lo mejor es no arriesgarse. Y en
cuanto al traslado del equipo, estamos considerando varias alternativas. Una
posibilidad es soltarlo en paracaídas desde un avión. Otra es introducirlo de
contrabando por nuestra cuenta. Eso lo veremos en otra sesión.
—¿Tenemos contactos en el área? —preguntó Cassidy al final—.
¿Podemos esperar ayuda local?
En respuesta, Winslade miró interrogativamente a Churchill quien miró a
Lindemann. Lindemann carraspeó.
—Oh, ése es mi departamento, creo. —Se levantó y dio un par de pasos al
frente—. Como algunos de ustedes sabrán, pasé unos cuantos años en
Alemania después de la Gran Guerra. Cuando los nazis llegaron al poder, hice
varias visitas al país para ayudar a científicos europeos que estaban en
peligro, especialmente aquellos de ascendencia judía, para que pudieran
escapar y encontrar empleo en Occidente. Leo Szilárd también estaba
implicado en eso, de hecho. De todas formas, la respuesta a la pregunta es sí,
he estado haciendo indagaciones discretas mediante canales que prefiero no
revelar, y debería serme posible conseguiros algo de ayuda mediante gente
que se opone al régimen nazi y que quiere ayudar, y a quienes considero
suficientemente de confianza.

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—Pero no diremos nada más acerca de esas personas por el momento —
añadió Winslade—. Naturalmente, cada pareja sólo recibirá el nombre de su
contacto en particular.
Sólo quedaba una última pregunta, y fue Payne quien la formuló:
—¿Cuándo?
El comandante Warren respondió:
—En la actualidad, tenemos como meta final de febrero —miró a la
escuadra y les dedicó una imitación de sonrisa sádica—. Pero no os
entusiasméis con visiones de unas agradables navidades. Tenemos una o dos
cosillas que pulir además de las que ha dicho Claud. Hace demasiado tiempo
que hacéis el vago en la Estación. Durante el próximo mes, os volveré a poner
en forma. Os he reservado a todos unas vacaciones de trabajo como invitados
del ejército británico.
Anna Kharkiovitch estaba sentada al fondo de la habitación al lado de
Gordon Selby, reflexionando sobre lo que se acababa de decir. Era obvio que
mucho tiempo antes de que la misión saliera de 1975, Winslade había hecho
preparativos para un eventual fracaso al restablecer la comunicación. ¿Cuánto
sabía Claud desde el principio, y cuánto más sabía ahora que no les contaba?
¿No había oportunidad de que ninguno de ellos regresara jamás? ¿La había
habido alguna vez?
¿O la explicación era algo más siniestro que simplemente el hábito de
Claud, adquirido tras toda una vida de trabajo en medio del secreto y la
intriga, de no contar a nadie más que lo que necesitaba saber en el momento?
Como siempre, todo lo relacionado con Claud era turbio, enigmático e
incierto. Y eso, para una mujer del carácter y temperamento de Anna,
resultaba enfurecedor.

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Las navidades de 1939 trajeron una gran excitación entre los científicos que
trabajaban en la Estación. Por primera vez, los instrumentos de monitoreo
conectados al portal de regreso recibían pulsaciones de energía. La única
evidencia era un rastro fugaz en la pantalla de un osciloscopio primitivo,
conectado a la típica maquinaria improvisada e infernal de Fermi ensamblada
a partir de bobinas, tubos de vacío y trocitos de cable, pero las características
de las pulsaciones confirmaban que el contacto, largo tiempo esperado, entre
diferentes universos se había iniciado al fin. Todavía había mucho que hacer
antes de poder intercambiar información con significado, por no mencionar
objetos físicos, pero era un comienzo. Un perfecto regalo de navidades para
todos los presentes.
En uno de esos inexplicables destellos de intuición repentina que iluminan
la vida de los genios de verdad, Einstein se había percatado de una suposición
crucial pero en la que nadie había pensado: que suponer que el tiempo en los
dos extremos de una conexión entre el futuro y el pasado iría a la misma
velocidad no tenía en realidad ningún fundamento. Tras días enteros de
debates y teorías, que normalmente se prolongaban hasta muy entrada la
noche, sobreviviendo a base de comida para llevar y cantidades ilimitadas de
café, los científicos, de ojos enrojecidos pero entusiasmados, reexaminaron y
reformularon sus premisas básicas y al final produjeron un modelo
matemático revisado. Las ecuaciones derivadas del modelo revelaban que, tal
y como Einstein había sugerido, el flujo del tiempo en ambos extremos de una
conexión no sería el mismo. Diferirían, de hecho, en función del intervalo de
tiempo que separaba ambos extremos elevado a la cuarta potencia; por tanto,
si el tiempo era dos veces más lento a una cierta distancia en el futuro, sería
dieciséis veces más lento al doble de distancia en el futuro, y así
sucesivamente. La relación exacta dependía de determinadas constantes que
sólo podrían determinarse experimentalmente, y que aún no se conocían.
Eso explicaba por qué la máquina de 1975 había fallado al ponerse en
contacto con ellos. Antes de que un proyector pudiera conectarse y poner en

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funcionamiento un portal de regreso, primero examinaba a baja resolución la
zona de espacio-tiempo designada mediante un «haz» sonda, estableciendo la
conexión sólo cuando detectaba la resonancia de la formación de un campo
multidimensional a través del intervalo divisorio. Para que la sonda se
centrara en el objetivo, había que conseguir una sincronización precisa
mediante determinadas funciones de onda generadas en el extremo del portal
de regreso, de forma parecida a un aparato de radio que debe estar sintonizado
en la misma frecuencia que el emisor para poder captar una emisora. La
sintonización dependía de la sincronización, y si no se hacía un ajuste para
incluir la diferencia entre ambas velocidades temporales, la conexión no
funcionaría. En realidad era, bueno, casi, tan simple como eso.
Una vez expuesto el principal problema, se esperaba que el resto se
solucionara rápidamente, y los científicos diseñaron experimentos
preliminares para averiguar las constantes desconocidas. Esto no requería más
que modificar el alcance de algunos aparatos electrónicos, que era una tarea
sin demasiadas complicaciones, y las primeras pruebas dieron como resultado
una señal entrante que fue identificada como un componente del haz sonda.
La medición del ritmo de oscilación y otros parámetros, junto con las
comparaciones de los datos de diseño conocidos de la máquina que transmitía
desde 1975, mostraban que en el marco de referencia de 1939, el tiempo
transcurriría más lentamente en 1975 en un factor de 5,7.
Hacer que la conexión funcionara, sin embargo, no sería tan fácil como
girar el dial de una radio. La gente que en 1975 había construido el sistema
robado a los alemanes, incluyendo a Kurt Scholder, no comprendía del todo
los fundamentos, y por tanto el portal de regreso no era «sintonizable», y
estaba fijado en una «frecuencia» incorrecta. Solucionarlo requeriría
reconstruir algunos componentes y rediseñar otros por completo. Hacia
mediados de diciembre había un torrente de peticiones y requerimientos de las
partes necesarias a todos los laboratorios y talleres que podrían producirlas.
Gracias a la implicación de Roosevelt, no había problemas para conseguir la
autorización necesaria que asegurara una respuesta de alta prioridad.
Una vez que el trabajo estuvo en marcha, los científicos hicieron unos
cuantos cálculos grosso modo que sugerían que, aunque las modificaciones no
estaban terminadas, sería posible una interacción parcial entre la máquina y el
haz sonda de 1975. Cuando los primeros componentes rediseñados llegaron y
fueron emplazados, los científicos quisieron comprobar su intuición.
—Está justo en el umbral de recepción —anunció Scholder, mirando un
galvanómetro sensible conectado al amasijo de aparatos que descansaba sobre

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un banco de trabajo móvil cerca de uno de los paneles de control—. Aumenta
otra vez… Casi… diecinueve coma dos. Muy cerca… ahora disminuye
ligeramente, dieciocho con nueve… ocho.
La curva verde que parpadeaba en la diminuta pantalla que Fermi
examinaba aumentó durante un segundo o dos su amplitud y luego volvió a
encogerse.
—Q debió de estar por encima del noventa y ocho por ciento crítico esa
vez —dijo. Ajustó un control en el panel y comprobó la lectura—. He
reducido beta a cinco. Recarga los condensadores e intentémoslo de nuevo
con todo lo demás igual.
Einstein, Teller y dos de los ayudantes miraban el espectáculo, Einstein
dando caladas a su pipa y observando con un interés no exento de diversión,
como un amable maestro de ciencias; Teller con más concentración, serio y
un pelín nervioso después de casi cuarenta y ocho horas sin dormir. Era la
víspera de navidad, y acababan de terminar de instalar el primero de un
conjunto de aparatos de cavidad resonante que una firma de ingeniería de
precisión de Nueva Jersey había entregado esa mañana a la Universidad de
Columbia. Aunque el aparato no podría abrir el canal de comunicaciones,
esperaban que pudiera darle al sistema la sensibilidad suficiente para que la
sonda lo encontrara. Eso sería todo un hito.
—Cargado —dijo Scholder. Su voz era calmada y formal—. Bucle
energizado. Muy bien… el gradiente está aumentando. —Continuó el
comentario—: Diecinueve… diecinueve coma dos… coma tres… —se tensó
visiblemente debido a la excitación—. Tres cinco… coma cuatro… ¡Dios
santo, lo va a conseguir!
Teller dio un paso adelante y miró por encima del hombro de Fermi.
—Q ha llegado al punto crítico —dijo.
—¡Diecinueve coma cinco! —exclamó Fermi. En ese mismo instante, una
luz naranja se iluminó en un lateral de un panel improvisado fabricado con
una lámina de aluminio, y el indicador de un dial a su lado dejó de marcar
cero en la escala y se estabilizó.
Scholder sonrió con cansancio mientras Fermi aullaba y le daba una
palmada en la espalda.
—¡Tenemos contacto! —gritó Teller a sus espaldas—. ¡El haz sonda
reacciona! —los ayudantes de al lado empezaron a ovacionar, y empezaron a
llegar otras personas procedentes del resto de la instalación para ver a qué se
debía el griterío.

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Las lecturas confirmaron que, aunque el sistema del portal de regreso
respondía, la resonancia parcial que conseguía era demasiado débil para que
la sonda se centrara y abriera el canal auxiliar. Sin embargo, esta interacción
debería haber inducido una perturbación en la dinámica física del haz
suficiente para alertar a los operadores al otro extremo de que la sonda se
había encontrado con algo. Si se podía mantener esa condición, cabía la
posibilidad de enviar una forma de mensaje básico mediante la interrupción y
reconexión del circuito siguiendo un patrón codificado.
Habían acordado que lo intentarían si la prueba tenía éxito, así que no
perdieron el tiempo en deliberaciones. Tan pronto como el dial registró que el
contacto se había establecido, Scholder comenzó a mover arriba y abajo el
interruptor del circuito energético, usándolo como transmisor Morse:
P-R-O-T-E-O… P-R-O-T-E-O… P-R-O-T-E-O…
Continuó hasta que Fermi anunció que habían perdido el contacto
transitorio. Reapareció pocos minutos después y luego murió por completo.
—Tuvimos suerte de conseguir eso —comentó Teller—. Estaba justo en
el umbral mínimo de recepción durante todo el tiempo. No lograremos mucho
más hasta que lleguen los amplificadores de modulación de fase.
—Edward tiene razón —dijo Fermi, reclinándose en su silla—. Y no los
tendremos hasta después de las vacaciones. Yo voto porque nos tomemos un
descanso. Con Hitler o sin Hitler, mañana lo tengo reservado para mi mujer…
suponiendo que aún tenga una. ¿De qué sirve preservar la libertad en el
mundo si no tienes un solo momento para disfrutarla?
Los demás se mostraron de acuerdo. Apagaron el sistema y recogieron sus
abrigos, sombreros y papeles para volver a sus casas. Tras una ronda final de
despedidas, buenos deseos y planes por parte de algunos para volver a quedar
por la noche o para almorzar al día siguiente, se dispersaron.
Teller dijo que llevaría a Fermi en su coche y que dejaría a Einstein en
Princeton antes de volver a su apartamento de Morningside Heights.
—Sabéis, es una idea que se me hace rara —comentó Fermi mientras los
tres pasaban junto a la máquina hacia el área delantera donde estaban
aparcados los vehículos—. Si detectaron las perturbaciones en 1975,
entonces, con un factor de dilación de casi seis, sólo habrían pasado uno o dos
meses en su mundo desde que el equipo Proteo partió.
—Si es el mismo 1975 —dijo Teller—. No sabemos cuántos universos
pueden estar centrando haces sonda en esta zona en la que estamos. ¿Cómo
sabemos que hemos dado con el correcto? ¿Cuál es la probabilidad de otro
«cruce de líneas»? De hecho, ¿cómo consigue toda la estructura permanecer

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desentrelazada? —Suspiró pesadamente mientras descendían por los
escalones a la zona de carga—. Hay tantas cosas que no sabemos.
Fermi estaba igual de confuso. Instintivamente, ambos hombres se
volvieron hacia Einstein.
—No tengo ni la más mínima intención de amargarme las navidades
pensando en ello —les informó Einstein mientras subían todos al coche de
Teller.
Un policía de paisano abrió uno de los portones para dejar pasar el coche.
Caía la noche. Ráfagas de nieve atravesaban el aire, y los restos de una
nevada anterior todavía cubrían el suelo. Justo cuando Teller estaba a punto
de poner la primera y arrancar, oyeron un grito al otro lado de la carretera…
un grito de mujer. Los tres ocupantes del coche miraron a su alrededor.
Una semana antes o así, alguien había alquilado el pequeño almacén con
oficinas al otro lado de la carretera. Llevaba vacío desde el verano. Un día,
había aparecido un camión para descargar unas cuantas cajas, pero las únicas
señales de vida que había observado desde entonces la seguridad de la
Estación había sido una mujer que entraba y salía una o dos veces, su coche
estaba aparcado por fuera durante casi todo el día, y las luces solían estar
encendidas. El oficial a cargo de la seguridad había pedido una comprobación
de rutina, pero no habían encontrado nada fuera de lo normal. Ahora la mujer
corría hacia ellos agitando las manos.
—No se vayan… ¡Esperen un minuto! —llegó jadeando hasta el coche
una mujer de unos cuarenta y cinco años, un poco rolliza, que llevaba un
sombrero de piel con orejeras y un pesado abrigo de tweed. Teller bajó la
ventanilla—. Gracias —dijo la mujer. Apoyó su bolso en el borde de la
ventanilla y respiró para recuperar el aliento—. Lamento molestarles, pero es
que soy idiota. Dejé las luces del coche encendidas y ahora no me queda
batería. ¿Podrían ayudarme a arrancarlo usando su coche? No sé usar esas
manivelas, y tengo algunos cables.
Teller miró a los demás, asintió, y estaba a punto de contestar cuando el
guardia de seguridad que les había abierto el portón vino hasta ellos e
intervino:
—Está bien, señores, yo me ocupo. Ustedes sigan —le dijo a Teller—. Yo
iré dentro de un segundo y le arrancaré el coche, señora.
—Gracias. Es usted muy amable.
—Forma parte de nuestras obligaciones. —El guardia hizo una seña a
Teller con la mano cuando el coche arrancó y empezó a volver hacia el
almacén. La mujer lo siguió, pero el guardia se detuvo y alzó una mano

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admonitoria—: Ah, espere aquí, señora, si no le importa. Sólo será un
segundo.
La mujer, que era conocida con el nombre clave de «Mosquetero», se
detuvo obedientemente. Desde donde estaba no veía nada notable dentro del
almacén. Pero había conseguido echarle un vistazo a los rostros de los tres
hombres del coche. A Albert Einstein lo había reconocido inmediatamente. A
los otros dos no los conocía, pero había obtenido una buena toma de sus
rostros desde la ventanilla del coche con la cámara que formaba parte de su
bolso. Y había tenido tiempo más que suficiente para memorizar la matrícula.

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El invierno de 1939-40 fue el más frío que se había visto en Europa en


cuarenta y cinco años. Alrededor de la costa inglesa, el canal se congeló cerca
de Folkestone y Dungeness, el Támesis era una masa de hielo sólido desde
Teddington hasta Sunbury; y en zonas de Derbyshire la nieve llegó a la altura
de los techos de las casas y granjas.
En el quinto día del nuevo año, el ministro de Guerra Leslie Hore-Belisha
dimitió, el primero de los «gorrioncitos» de Anna Kharkiovitch que fue
empujado fuera del nido, y hubo una reestructuración de ministerios; las
maquinaciones dirigidas por Winslade y Bannering entre bastidores estaban
produciendo resultados tangibles. Si la acumulación de esos resultados
supondría alguna diferencia era otro asunto.
Ferracini y el resto de la Operación Ampersand no sabían más acerca del
incidente que lo que había aparecido en los periódicos; no tenían mucho
tiempo para preocuparse por las implicaciones de eso. Pasaron el período de
navidades y Año Nuevo con uno de los regimientos ingleses mientras se
entrenaban en Dartmoor, una desolada extensión de brezales silvestres
azotados por el viento, matojos, colinas y marjales en la península de Devon y
Cornualles. Oficialmente, aparecían en las listas como voluntarios
norteamericanos asignados temporalmente a la unidad, pendientes de destino
definitivo en otro lado.
Aunque el curso de entrenamiento era suave comparado con las
exigencias físicas y psicológicas de los tres meses de selección que los
aspirantes a Operaciones Especiales tenían que soportar, todos los del grupo
Ampersand estaban agradecidos por el programa de gimnasia, deportes de
combate y natación que el comandante Warren había impuesto durante los
meses pasados en la Estación. Durante un mes, corrieron con toda la
impedimenta de combate a cuestas sobre traicioneras pistas de entrenamiento
cubiertas de hielo; maldiciendo y sudando a mares, treparon por redes,
escalaron muros y farallones, y cruzaron profundos barrancos por puentes de
cuerdas y tablones que se combaban bajo su peso. Caminaron durante días en

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caminatas campo a través hasta que les salieron ampollas y callos en los pies;
y luego hicieron todo tipo de rutinas al aire libre: saltos, volteretas, escalada,
flexiones de todo tipo y levantamiento de pesos con postes de teléfono, diez
hombres por cada poste.
Durante el curso comprobaron por qué Warren había abandonado su idea
de reemplazar sus refuerzos perdidos con voluntarios ingleses. Quizá el
dejarles ver la razón por sí mismos era parte de sus intenciones cuando diseñó
el programa de entrenamiento.
No era que las tropas británicas carecieran de agallas o de espíritu. Lejos
de eso. Los tommies[14], en su mayor parte, eran entusiastas y trabajaban duro,
no se quejaban mucho, y aceptaban los inevitables desastres y estropicios que
formaban parte de la vida de todos los soldados con un ánimo de alegre
resignación. Resistentes y flacos como sus colegas norteamericanos tras años
de desplome económico, estaban ansiosos por salir al frente, hacer el trabajo
que tenían que hacer y terminar con todo de una vez para volver a casa.
Sabían que las cosas serían así porque siempre habían sido así.
Ése era el problema. No tenían ni idea de a lo que se enfrentaban.
Carecían de experiencia, eran ingenuos y confiaban completamente en
unos oficiales que pertenecían a un mundo que ya no existía. Los alemanes
eran todos «unos fanfarrones uniformados», según les dijo a los
norteamericanos un soldado de primera procedente de Wigan mientras
cenaban carne picada con judías y caldo. Les gusta desfilar arriba y abajo con
banderas y meterse con pobres diablos como los polacos, pero cuando alguien
les planta cara al final, se van corriendo a esconderse en sus agujeros. No se
habían cometido los mismos errores que la última vez en 1914. Ahora tenían
la Línea Maginot y los tipos que la defendían estaban preparados.
¿Preparados para qué?, se preguntó Ferracini.
El entrenamiento de combate de los ingleses consistía solamente en unas
pocas sesiones de tiro con fusil y lanzamiento de granadas, con municiones
limitadas, y entrenamiento con bayonetas a la vieja escuela. Aprendían a
cavar trincheras; apuntalarlas con maderos y a poner pasarelas sobre el barro;
a pulirse las hebillas del uniforme y dejar sus botas brillantes. Era irónico, sí,
se hacían todas las cosas que se debería haber hecho en 1914. Pero estaban en
1940.
¿Y las armas antitanques? ¿Y tácticas para enfrentarse contra unidades
blindadas en gran número con apoyo aéreo que se desplazaban por carretera a
velocidades que hubieran dejado paralizados a los comandantes de la Gran
Guerra? Los tractores alemanes podían tirar de cañones montados sobre

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neumáticos de seis pulgadas y subir por las laderas de los montes a sesenta
kilómetros por hora para llevar artillería de apoyo justo detrás de los
blindados. ¿Cómo se podía contrarrestar eso con baterías que supuestamente
permanecerían estáticas en sus emplazamientos a kilómetros del frente? ¿Y la
cooperación entre los tanques aliados y los aviones? Los comandantes
alemanes usaban la radio para tener presentes los movimientos de tropas en
las situaciones altamente móviles y cambiantes que esperaban en combate.
¿Cómo podían unos generales que todavía dependían de mensajeros a pie y a
caballo tener la esperanza de saber siquiera qué estaba ocurriendo, por no
hablar de hacer algo al respecto?
En una sesión de entrenamiento justo después de fin de año, Ferracini,
Cassidy y Lamson se quedaron contemplando con incredulidad mientras un
general de brigada, completo con botas de caballería hasta las rodillas,
mostacho blanco y complexión rubicunda, daba instrucciones sobre cómo
detener a los bombarderos Junkers 87, los famosos Stukas, con un fusil.
—Verán que es bastante fácil si no pierden la cabeza —aseguró el capitán
de brigada a su atento rebaño—. Permaneced firmes y disparadles cuando
estén llegando a lo alto, como si estuvierais cazando faisanes. Lástima que
luego no se puedan llevar la presa a casa para la cena. ¿Qué? —Unas risas
confiadas celebraron la ocurrencia. Los norteamericanos no se rieron.
Al día siguiente, su instructor en combate cuerpo a cuerpo, un enorme y
sádico sargento procedente de Glasgow, al que le gustaba meterse con los
nuevos reclutas y dejarlos sin sentido, escogió a Lamson como víctima y salió
bien librado con sólo una clavícula rota, algo de desgarro muscular en el
cuello y una espinilla despellejada. Cassidy explicó rápidamente al
conmocionado oficial al mando que Lamson tenía sangre ancestral de una
tribu nativa famosa por su ferocidad.
—Fueron los que se cargaron al general Custer —le contó Cassidy al
oficial, mientras Lamson hacía una mueca de espanto para sí—. ¡Su abuelo
era un caníbal! En realidad no es culpa suya… y son muy buenos
exploradores. —El oficial le concedió a Lamson el beneficio de la duda y
dejó pasar todo el asunto con una rogativa final para que al menos se
comportara como un hombre civilizado. El número de cervezas procedentes
de sonrientes soldados ingleses a las que Lamson fue invitado
subsiguientemente en el pub más cercano al acuartelamiento compensó de
sobra la cosa.
Los británicos no eran los únicos que se preparaban para repetir la Gran
Guerra de cabo a rabo. Los franceses, aunque pareciera imposible, eran aún

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peores; y según lo que Fermi y los demás habían leído y oído en el transcurso
de casi todo un año en Norteamérica, la mayoría de los generales
estadounidenses todavía tenían problemas en comprender que el planeta se
extendía más allá de Maine. No se trataba tanto de que fueran lentos en
responder ante el cambio. Los líderes y los gobernantes siempre habían tenido
mucho que perder y poco que ganar por las interrupciones provocadas por los
cambios; por tanto, invariablemente, constituían los elementos más
conservadores de la sociedad. Se demostraba una y otra vez a lo largo de la
historia. La diferencia esta vez estribaba en que los planes de uno de los
bandos procedían de mentes cuya experiencia procedía de un mundo a
ochenta y cinco años en el futuro.
Pese a eso, los soldados de Ampersand estaban de acuerdo en privado en
que en los cuatro meses que habían pasado desde el 1 de septiembre, los
líderes de los Aliados ya deberían haber aprendido más de Polonia de lo que
lo habían hecho.

El año nuevo era más frío y escarchado de lo normal, incluso para Berlín.
Pese a los años de incesante y vitriólica propaganda nazi, la mayoría de la
población no quería una guerra. En contraste con las escenas de exultación
con que las tropas alemanas habían marchado al frente en 1914, las calles
estaban silenciosas y vacías cuando llegaron las noticias de la invasión de
Polonia. Y ahora con cosas como el apagón obligatorio, un impuesto de
guerra consistente en el cincuenta por ciento de los ingresos, la desaparición
casi total de la gasolina, la aparición de las cartillas de racionamiento para la
comida, el jabón, los zapatos y la ropa, y el café reemplazado por un
asqueroso sustituto a base de cebada tostada, el berlinés medio sentía el frío
de 1940 tanto física como psicológicamente.
La escena en el Tiergarten presentaba un contraste curioso, con niños
patinando sobre estanques helados y baterías antiaéreas, rodeadas de sacos
terreros, expectantes y amenazadoras bajo redes de camuflajes cubiertas de
nieve. El coronel Piekenbrock y el teniente coronel Boeckel daban un paseo
después de almorzar por la Bendlerstrasse. Caminaban lentamente, con las
gorras bien encajadas en las cabezas, las caras cubiertas por los cuellos
vueltos hacia arriba de sus gabanes, mientras la nieve crujía bajo sus botas.
—¿No hay posibilidad de que se trate de un caso de confusión de
identidad? —dijo Piekenbrock. Su aliento se convertía en vapor blanco en el
aire cuando hablaba.

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Boeckel negó con la cabeza.
—Los rostros fueron identificados de manera independiente por tres
expertos. Y además, el coche estaba registrado a nombre de Teller. Estamos
bastante seguros.
Caminaron en silencio durante un tiempo.
—¿Y qué crees que significa? —preguntó Piekenbrock. Boeckel ya sabía
que esa tendencia de Piekenbrock no significaba que careciera de ideas. Era
simplemente su forma de preguntar a un subordinado por sus opiniones antes
de expresar la suya. Le ayudaba a reconocer el talento, y desarmaba a los que
respondían «sí» a todo lo que decían sus superiores.
—Bueno, parece que hemos descubierto a una unidad pequeña pero
altamente especializada del ejército norteamericano, entrenada especialmente
en métodos de guerrilla y misiones encubiertas. Incluso han llevado a cabo
misiones de práctica desde una base-tapadera en Nueva York.
—Estoy de acuerdo —dijo Piekenbrock, asintiendo.
—Y ahora sabemos que Einstein visita esa misma base. No sólo eso, sino
que además acude junto a Fermi y Teller, ambos especialistas en el mismo
campo. —Boeckel miró a su superior dubitativamente.
—Oh, sí, sí —dijo Piekenbrock, haciendo un gesto impaciente con su
mano enguantada en cuero y volviéndola a meter en el bolsillo—. Einstein es
un gran científico. Las tonterías que Goebbels usa para arengar a las masas no
tienen importancia aquí. Y dices que el húngaro y el italiano están
especializados en el mismo campo. ¿Y qué campo es ése?
—Hice unas cuantas preguntas en el Instituto Káiser Guillermo —replicó
Boeckel—. Hace cosa de un año, se llevó a cabo un experimento muy
importante aquí, en Berlín, que causó gran revuelo entre la comunidad
internacional de físicos que investigaban la estructura del átomo.
Aparentemente, hay buenas razones para suponer que hay procesos atómicos
del elemento uranio que podrían liberar grandes cantidades de energía,
enormes cantidades, de hecho. Algunos científicos del IKG dicen que algún
día podría conducir a una revolución en la industria energética, el transporte y
todo lo demás. Y en armamento.
Piekenbrock frunció el ceño.
—¿Átomos? Pero son unas cositas pequeñas, ¿no?
—Extremadamente pequeñas, señor.
—Sorprendente. De todas formas…
—Parece que tanto Teller como Fermi son notables por su trabajo en ese
campo. De hecho, Fermi recibió el premio Nobel por su contribución. Huyó a

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los Estados Unidos cuando lo enviaron a Suecia a recogerlo.
—¿Judío?
—Su mujer, en parte.
—Me pregunto si nos podemos permitir de verdad el perder a tanta gente
como ésa a largo plazo. De todas formas, ése no es nuestro departamento.
Llegaron a un pequeño puente que recordaba a una joroba y que cruzaba
sobre la corriente congelada, y cedieron el paso a dos generales de la
Wehrmacht que venían del otro lado. Los generales respondieron a sus
saludos cuando pasaron a su lado. Continuaron caminando, y Boeckel siguió
hablando:
—En el último año, Inglaterra, Francia y los Estados Unidos han
expresado un cierto interés oficial en el uranio. Y en los Estados Unidos, ha
habido también una disminución de la cantidad de información que se publica
sobre las investigaciones relacionadas con ese tema. En otras palabras, parece
que los Aliados puede que hayan tomado en serio esa idea acerca de un arma
ultrapoderosa.
—¿Crees que todo esto tiene algo que ver con las superbombas que el
Führer nos ha dicho que tendremos dentro de dos años? —preguntó
Piekenbrock.
—Diría que sí —respondió Boeckel—. Parece que ambos bandos vamos
detrás de lo mismo.
Piekenbrock asintió.
—Y los norteamericanos han entrenado una unidad especial para que se
infiltre en Alemania y lleve a cabo operaciones de espionaje o sabotaje de
nuestros proyectos —completó—. Esos científicos probablemente acudían a
la base de entrenamiento en Nueva York para instruirles sobre los detalles
técnicos de lo que deberían buscar y cosas así, ¿eh? Tiene sentido. Creo que
podemos olvidarnos de esa idea de una escuadra de asesinos enviados para
matar a Hitler.
—Ésa también es mi conclusión —concedió Boeckel. Esperó un
momento; y viendo que Piekenbrock no iba a añadir nada más sobre ese
punto, prosiguió—. He estado haciendo algunas comprobaciones más que
sugieren que la historia puede ser algo más complicada.
—¿Eh?
—Parece que hay una red de personas involucradas a ambos lados del
Atlántico. Por ejemplo, Fermi y Teller están en la Universidad de Columbia
en Nueva York. Otro húngaro, llamado Szilárd, también está implicado allí.
No forma parte del profesorado oficial, pero vive en un hotel en la misma

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calle. Ahora bien, antes estuvo metido en un trabajo similar en Inglaterra. Una
de las personas con las que trabajó era un tal profesor Lindemann, que es
amigo personal de Churchill, y también su consejero científico de confianza.
—Ah, así que Der Lügenlord aparece en escena —murmuró Piekenbrock.
«El Lord Mentiroso» era él último termino despectivo aplicado a Churchill en
los periódicos alemanes. También solían referirse a él por sus iniciales WC,
que estaban escritas en las puertas de todos los retretes de Alemania.
—Lindemann estuvo un par de años aquí, en Alemania, y él y Szilárd
estuvieron involucrados en la fuga de científicos judíos fuera del país —
prosiguió Boeckel—. Ahora Lindemann se ha mudado al cuartel general del
Almirantazgo de Churchill en Londres. Einstein se quedó en la mansión
Chartwell cuando estuvo en Inglaterra en 1933. Einstein y Szilárd fueron
colegas en Alemania. Teller también estuvo allí en esa época. Conoció a
Fermi en Italia antes de que éste se fuera a los Estados Unidos. Como puede
verse, los mismos nombres se repiten una y otra vez. Están unidos por algún
tipo de patrón, pero todavía no he conseguido interpretarlo.
Piekenbrock se detuvo en un cruce en el camino. Boeckel esperó. A poca
distancia, una anciana se esforzaba por tirar de un trineo de madera en el que
llevaba un saco de carbón, mientras un niño empujaba por detrás. El carbón
era la peor escasez de ese invierno. Según los informes, docenas de miles de
hogares de Berlín carecían por completo de calefacción.
—Si son parte de tal red, entonces sin duda nuestros amigos
norteamericanos harán un alto en el camino en Inglaterra, para coordinarse
con los muchachos de Churchill —dijo al final Piekenbrock.
—Muy probablemente —admitió Boeckel.
Piekenbrock asintió lentamente.
—Me gustaría que se pusiera en marcha una vigilancia especial en los
lugares en los que es probable que aparezcan, el cuartel general de Churchill
en Londres, por ejemplo —dijo finalmente—. Serviría para confirmar
nuestras suposiciones, y así tendríamos una mejor idea de lo que se proponen.
—Hizo una pausa—. ¿Cuanto de nuestra investigación sobre el uranio tiene
lugar en el IKG? ¿Está todo concentrado allí o hay otros lugares?
—Es una situación confusa —dijo Boeckel—. La gente del IKG trabaja
bajo las órdenes de un tal profesor Weizsäcker, que tiene el apoyo del alto
mando. Pero hay otro profesor, llamado Esau, que dirige una instalación del
Ministerio de Educación en Linden, y el Departamento de Armamento tiene
algo en marcha en Gottow. No está claro cómo encajan juntas todas esas

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piezas. A veces creo que es más fácil averiguar qué es lo que está haciendo el
enemigo que lo que hacemos nosotros con esta burocracia infernal.
—Bueno, consigue una imagen completa de lo que ocurre, y
especialmente dónde ocurre —dijo Piekenbrock animadamente—. Me
gustaría un listado de los centros más importantes donde se llevan a cabo
investigaciones sobre este asunto del uranio. Si oímos algo de que esos
norteamericanos están de camino hacia aquí, nos sería de utilidad saber cuáles
serían los objetivos potenciales.
—Empezaré ahora mismo, señor.
—Has hecho un buen trabajo, Boeckel —le halagó Piekenbrock—. Sigue
así. Tienes un gran futuro por delante… Oh, y confío en que las cosas estén
bajo control en lo concerniente a ese asunto de tu secretaria.
Una expresión perpleja cruzó por la cara de Boeckel.
—Se ha ido, señor. Fue trasladada a Hamburgo.
—¿Ah, sí? —Piekenbrock se las arregló para parecer genuinamente
sorprendido—. Oh, sí, lo había olvidado. Bueno, compórtate bien con su
sustituía.
—Eso no será difícil —dijo Boeckel con aspereza—. Me han enviado una
vieja bruja de cincuenta años. Es gorda como una carreta y tiene mal aliento.
Piekenbrock siguió paseando, admirando los patrones que formaba la
nieve sobre los árboles y esquivando las miradas suspicaces de su
subordinado.
—Vaya. Oh, bueno, esas cosas pasan, supongo. Es una lástima.

El 10 de enero ocurrió un incidente que no había ocurrido en el universo del


equipo Proteo: dos oficiales alemanes hicieron un aterrizaje de emergencia en
Menchelen, Bélgica, después de que su avión se desviara de su rumbo.
Llevaban consigo los planes de ataque alemanes contra Occidente, que
comenzaría con una ofensiva que atravesaría los Países Bajos, como
anticipaban los generales Aliados, y tal y como había ocurrido en la historia
del mundo de Proteo.
El alto mando alemán había pedido insistentemente a Hitler que retrasara
el ataque debido al tiempo inclemente… otra variación más de los
acontecimientos registrados en el mundo de Proteo, donde las condiciones
habían sido menos severas. Con la pérdida de los planes, Hitler había cedido,
y ordenó que la campaña occidental se retrasara hasta primavera.

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Hitler también decidió que ceñirse al plan que había sido capturado era
demasiado arriesgado y pidió que se trazaran nuevos planes. Empezó a prestar
atención a una idea del general von Manstein, el nuevo comandante del
XXXIII Cuerpo de Infantería, que pedía una ofensiva rápida con blindados
atravesando las Ardenas, muy al sur de los puntos de ataque propuestos en un
principio. Los franceses consideraban que el área era intransitable para los
tanques y no habían dedicado grandes esfuerzos a su defensa. E incluso si los
alemanes atacaban esa región, los franceses pensaban que necesitarían seis o
siete días para traer su artillería pesada, tiempo más que suficiente para que
las reservas francesas ocuparan posiciones.
Von Manstein estaba de acuerdo con esos cálculos. Por tanto, proponía no
usar artillería pesada; en vez de eso, usaría bombarderos.

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El uso de equipos de buceo era parte del entrenamiento básico de todos los
miembros de Operaciones Especiales, así como el salto en paracaídas,
esquiar, escalada y viajar a través de todo tipo de terrenos, desde los hielos
árticos a las junglas tropicales; en resumen, todas las formas de acercarse al
enemigo para entablar combate. Más aún, Paddy Ryan, en otra coincidencia
que Winslade se negaba a comentar, había sido instructor en la base de
entrenamiento de Operaciones de Reconocimiento y Demoliciones
Submarinas que la marina tenía en Florida. Por tanto, ninguno de los del
grupo Ampersand, que llegó a la escuela de instrucción submarina en la
segunda semana de enero, necesitó cursos de familiarización con aletas, gafas,
trajes de buceo o respiradores. Tras un día de práctica para refrescar las
habilidades básicas, estuvieron en posición de dedicar el resto del tiempo al
objetivo principal de su estancia en Portsmouth: aprender a usar el equipo
especial, que había llegado gracias a los dos envíos duplicados desde Nueva
York vía Liverpool.
Cada traje consistía en una pieza interior y otra exterior. La ceñida pieza
interior estaba hecha de goma esponjosa para capturar burbujas de aire que
actuaran de aislante. La exterior era un traje ajustado de doble capa de tela
impermeable impregnada de parafina con capucha para la cabeza. El diseño
estaba basado en los equipos de inmersión de la década de los setenta, pero
con el añadido de guantes y recubrimiento protector para las manos que se
sellaban herméticamente en las muñecas, mascarilla también hermética y
cascos de protección, con colores para facilitar la identificación.
El objeto de ese diseño no era sólo prevenir cualquier contacto con el
medio y proporcionar un buen aislamiento al calor, sino también minimizar la
extensión del líquido en su interior si sufría una rotura; la velocidad a la que
el fluido a presión podía penetrar incluso por el agujero de un alfiler era
sorprendente. ¿Y si los contenidos del pozo de mina eran corrosivos y alguien
sufría un desgarrón del traje? Bueno, ésa era una de las razones por las que el
oficial médico, Ed Payne, estaba especializado en quemaduras químicas.

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A diferencia del equipo de inmersión normal, que proporcionaba aire
gracias a unas bombonas a la espalda, la respiración se conseguía mediante un
sistema de repurificación del oxígeno que se llevaba al pecho, mucho menos
aparatoso y que no sería un inconveniente en espacios cerrados. Además, los
trajes venían equipados con un sistema de comunicaciones mediante
receptores magnéticos saturados, que no requerían cables y que funcionaban
como radios hasta distancias de casi cien metros; eran compactos y no
requerían equipo electrónico ni baterías pesadas.
Algunos de los conceptos empleados eran nuevos para los estándares de
1940; por ejemplo, las mascarillas faciales de una sola pieza en vez de gafas
de submarinista que apretaban los ojos de forma incómoda en las
profundidades, y válvulas reguladoras que proporcionaban aire a la presión
del entorno para inflar los pulmones pese al peso del agua. Se había tenido
cuidado, sin embargo, de excluir cualquier innovación demasiado anacrónica.
Por tanto, si alguno de los equipos cayera en manos alemanas podría causar
unos cuantos alzamientos de cejas, pero era poco probable que levantara otras
sospechas.
—Bueno, de la forma que me lo imagino será así —dijo Cassidy,
inclinándose hacia delante y poniendo una pierna sobre una de las traviesas de
metal de la baranda para ajustar el traje—. Ya sabéis lo que dijo Kurt acerca
de todos esos universos que se ramifican a partir de otro cada vez que a un
átomo le da por ponerse boca abajo, o lo que sea que hagan.
—Ajá. —Ferracini, completamente embutido en su traje excepto por la
mascarilla facial, asomó el cuerpo por fuera de la red metálica de la pasarela
que cruzaba la parte superior del tanque de quince metros de altura, y miró
hacia abajo a la superficie turbia del agua que esperaba a dos metros por
debajo. El comandante Warren y el capitán Payne estaban sobre una
plataforma más ancha en medio de la pasarela, desde donde colgaban una
serie de cables que desaparecían en el agua hacia el lugar en el que Lamson y
Ryan trabajaban para demoler obstáculos en el fondo del tanque. El agua del
tanque estaba teñida de un marrón opaco para simular los líquidos que habría
en el fondo del pozo de Weissenberg, y el equipo tenía que aprender a trabajar
mediante el tacto y a comunicarse mediante un sistema de toques en vez de
los gestos normales de los buceadores. Payne había comentado que el color
del agua era bastante apropiado teniendo en cuenta la ocurrencia de Claud
sobre los armadillos.
—Y cada universo es una versión posible de lo que podría haber sucedido,
diferente en algo de los demás —prosiguió Cassidy.

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—Así es como me sonó a mí —asintió Ferracini.
—Vale, entonces, una vez que dos ramas divergen y se separan, ya no
pueden volver a unirse, ¿cierto? En otras palabras, cuando existen dos
versiones del pasado que son diferentes en algún detalle, no pueden conducir
al mismo futuro, ¿no?
—No sé… bueno, puede ser… ¿Qué pasa, Cassidy? ¿Desde cuándo te has
convertido en…?
—Cállate un minuto y escucha, Harry, que lo que digo tiene sentido.
Ahora…
—Vale, vale, perdona.
—Gracias, pero ahora piensa en esto. Si construyes una máquina que
envía gente o mensajes, lo que sea, al pasado, tiene que crear una nueva
rama… de hecho, creará todo un nuevo árbol de ramificaciones que
comienzan en el instante en que la cosa, sea lo que sea, aparece. Ahora bien,
todas esas nuevas ramas tienen que ser diferentes de la línea que ya había
ocurrido y que condujo al futuro del que vino la cosa esa. Tienen que ser
diferentes porque tienen un loquesea en ellas, como una máquina en la
Alemania de 1925, por ejemplo, que la línea anterior no tenía. Por tanto,
cualquiera que use la máquina para volver al pasado no puede hacer nada para
cambiar la línea anterior porque la línea en la que está ahora, la nueva línea,
conduce a otro lugar diferente en el nuevo árbol.
—Espera un momento… —Ferracini levantó una mano mientras pensaba
en lo que Cassidy había dicho—. Vale, entonces… —Se calló de repente y
abrió los ojos como platos.
Cassidy asintió con fuerza antes de que Ferracini pudiera decir algo más.
—Cierto. Supremacía tenía que saber eso como mínimo, teniendo en
cuenta que fueron ellos los que diseñaron el sistema original y todo eso. Por
tanto, cualquier idea de que podían cambiar su situación haciendo que Hitler
se cargara a los soviéticos es una gilipollez. Sabrían que nada de lo que
hicieran podría cambiar nada del mundo donde estaban.
—¿Y qué creían los de Supremacía que conseguirían, entonces? —
preguntó Ferracini, perplejo.
Cassidy se encogió de hombros.
—Todo lo que se me ocurre es que no creían que cambiarían su universo,
sino que crearían uno más de su gusto. Entonces harían las maletas y se harían
los dueños.
—¿Quieres decir después de que Hitler barriera a los soviéticos y se lo
pusiera en bandeja?

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—Exactamente… excepto que Hitler tenía otras ideas y cerró este
extremo de la conexión antes de que pudieran hacer su jugada.
Y así era como el mundo del que provenían había llegado a ser. Ferracini
no podía encontrar ningún fallo en el razonamiento. Lentamente, una
expresión suspicaz apareció en su cara mientras pensaba en las implicaciones.
—¿Quieres decir que Claud también lo sabía… que nos lo ha ocultado?
—O eso o se equivoca de cabo a rabo —dijo Cassidy.
—Claud normalmente no comete errores de tanta magnitud.
—Pero si Claud lo sabía, entonces…
—Si lo sabía, entonces también sabía que lo mismo se aplicaría a nuestro
universo —completó Cassidy—. Nada de lo que hagamos aquí puede cambiar
la situación en la que se encuentran JFK y el resto allí. Todo lo que podemos
hacer es influir en el futuro de la rama en la que nos encontramos ahora.
En la plataforma a sus espaldas, Payne dijo algo a su teléfono y miró por
encima del hombro hacia Warren.
—Ryan dice que han terminado. Ya están saliendo.
Ferracini y Cassidy recogieron sus herramientas y otros objetos como
preparativo para su turno de inmersión.
—¿Y qué es lo que quieres insinuar? —preguntó Ferracini—. ¿Que Claud
tuvo la misma idea, que nuestro mundo no tenía futuro, así que decidió
transferirse a otro que tenía más posibilidades?
—Si tú estuvieras en su lugar, ¿en qué mundo preferirías jubilarte? —
preguntó Cassidy.
—Te lo diré cuando me haya hecho una idea mejor de hacia dónde va
éste.
—Pero al menos tiene alguna oportunidad, ¿ves mi argumento?
Ferracini se levantó y pensó sobre el asunto mientras aseguraba los cables,
el cuchillo y el cinturón de herramientas a su traje, asegurándose de que todo
estaba atado y sujeto de tal forma que pudiera soltarlo al instante si se veía
enredado en algo.
—¿Y cómo es que nunca se lo ha dicho a nadie? —dijo finalmente.
Cassidy extendió los brazos en un gesto de ¿y-tú-qué-te-esperabas?
—Si estamos atrapados aquí, pues estamos atrapados, pero si resulta ser
verdad, ¿cuántos de nosotros creen de verdad que hemos hecho un mal
negocio? Hemos tenido un año para acostumbrarnos a este lugar, y podría ser
mucho peor. Ahora que nos estamos adaptando, Claud ya no habla mucho
sobre la Estación… ¿no te has fijado? Ahora habla de Cabeza de Martillo.

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¿Ves lo que quiero decir? Está interesado en lo que ocurre en este mundo, no
en el mundo del que procedemos.
—Einstein y todos esos científicos que están allí con Mortimer y Kurt…
¿estás diciendo que todo es una pérdida de tiempo desde el principio? ¿Y que
Claud lo sabía?
—No estoy seguro —admitió Cassidy—. Pero deja que te haga una
pregunta: ¿te habrías comprometido con esta misión si hubieras sabido antes
de partir que sería un viaje sólo de ida?

Al final de la semana, Winslade vino desde Londres a ver cómo iban las
cosas. Se presentó vestido como si fuera un caballero decimonónico, en traje
de tweed a cuadros, completo con abrigo, capa, sombrero de cazador y una
humeante pipa de brezo. Anunció que, según los últimos informes de
inteligencia, el ataque alemán no ocurriría a finales de enero, después de todo.
La mejora en la determinación de los Aliados podría ser una de las razones; el
tiempo podría ser otra. Nadie estaba seguro. Pero en cualquier caso, el plan de
los Aliados era enfrentarse a la ofensiva alemana tan al este como fuera
posible, avanzando sobre Bélgica a la primera señal de movimiento alemán
hacia el oeste.
Había un gran apoyo popular a Finlandia, que todavía oponía resistencia
contra los rusos. Los gobiernos noruego y sueco, sin embargo, rehuían la idea
de permitir el paso a los Aliados. Los británicos, por su parte, ahora que la
guerra había llegado, no tenían reparos ante la perspectiva de vérselas con la
Unión Soviética además de con los nazis.
—Tienen la opinión de que Stalin es tan malo como Hitler, y que ya que
se van a librar de uno, bien podrían librarse del otro ya que están en ello —
dijo Winslade. Que la oposición de la que los ingleses hablaban de enfrentar
fuera más de diez veces mayor que la población de su diminuta isla no parecía
preocuparlos en absoluto.

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En el último día de enero, los científicos de la Estación volvieron a conectar


de forma rudimentaria con el sistema de 1975 estableciendo lo que Scholder
describió como una «resonancia parcial». Esto tuvo lugar cinco semanas
después del primer contacto, en la víspera de Navidad. Hubo retrasos a la hora
de recibir algunos de los componentes rediseñados; otros tuvieron que ser
descartados y vueltos a pedir, y, en general, no hubo un progreso
espectacular. Scholder repitió su intento de atraer la atención del otro extremo
mediante una transmisión en Morse, pero no se consiguió nada nuevo. Greene
llamó por teléfono a Winslade para darle las noticias, y Winslade pidió ser
informado inmediatamente de cualquier novedad.
En Europa, el asalto alemán hacia el oeste que había sometido a Francia y
conducido a la derrota de Inglaterra en el universo anterior no tuvo lugar.
Hacia los primeros días de febrero, aquellos que tenían acceso a la
información confidencial y que seguían el desarrollo de la guerra con
ansiedad concluyeron que la invasión no era inminente. Al menos, la
fortalecida determinación de los Aliados parecía que daba resultados y había
alterado la historia para bien.
Confiados y resueltos, Churchill y sus seguidores incrementaron las
presiones para evitar la incursión nazi en Escandinavia, que en el mundo de
Proteo había tenido lugar en mayo. Por tanto, el 5 de febrero, el Consejo
Supremo Aliado decidió intervenir en Noruega. El plan que se adoptó seguía
muy de cerca las líneas que Winslade había descrito en el piso de Churchill en
noviembre, es decir, que la justificación pública sería la de ayudar a
Finlandia, mientras el gobierno creería que el objetivo real sería cortar el
suministro alemán de hierro procedente de Suecia.
El 16 de febrero, el destructor inglés Cossack, actuando bajo órdenes
directas de Churchill, entró en un fiordo noruego para capturar al buque
alemán Altmark. Aunque se suponía que los noruegos que habían registrado el
Altmark lo habían negado en su informe, la inteligencia del Almirantazgo
sostenía que el buque llevaba a bordo prisioneros ingleses capturados por el

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acorazado de bolsillo Graf Spee, que más tarde se había escabullido tras verse
acorralado por acorazados ingleses y neozelandeses en el Atlántico Sur en
diciembre. El grupo que abordó el Altmark encontró a bordo 299 prisioneros
ingleses y obligó a su liberación, causando una inmensa satisfacción y alegría
entre el público británico… y al infierno con cualquier ley internacional que
dijera que no podían hacerlo.
El incidente también provocó preocupación entre el alto mando alemán,
que no se dejaban engañar por la excusa de la ayuda aliada a Finlandia. Si los
británicos no habían dudado en violar las aguas territoriales noruegas por algo
tan inconsecuente como liberar a unos pocos prisioneros, los alemanes
razonaron que seguramente tampoco se detendrían ante la neutralidad de los
noruegos para conseguir el premio gordo de negarles el hierro a los alemanes.
Por tanto, el jefe de la marina alemana, el almirante Raeder, empezó a
presionar a Hitler para que adelantara la fecha de la invasión de Noruega.
Mientras tanto, en Inglaterra, tras tres semanas más de arrastrarse y
revolcarse por las cavernas de Derbyshire, de descender por pendientes
resbaladizas en el interior de minas inundadas y de trabajar a ciegas en la
oscuridad bajo el agua turbia, el equipo Ampersand fue llamado de vuelta a
Londres para otra sesión en la bóveda situada bajo el Almirantazgo.

—Vuestros visados españoles han sido arreglados por gente anónima en el


Departamento de Estado de los Estados Unidos que trabajan mediante una
tapadera de la CBS —dijo Winslade mientras les entregaba dos pasaportes
norteamericanos por encima de su escritorio a Ferracini y Cassidy para que
los examinaran. Winslade había conseguido un despacho permanente en el
Almirantazgo y volvía a vestir su uniforme de la marina británica—. Con
ellos podréis ir de París a Madrid. Desde allí, volaréis a Roma como Joe
Hennessey y Pat Brewster, un reportero y un ingeniero de sonido que trabajan
para la CBS, que viajan juntos para realizar una emisión desde el Vaticano en
la que se hará un resumen del primer año de papado. Italia está en buenos
términos con el régimen de Franco tras la ayuda que Mussolini envió durante
la Guerra Civil, y el viaje por esa ruta no está demasiado restringido.
Cassidy estudió cuidadosamente su pasaporte.
—¿Y si alguien hace una comprobación, las oficinas de la CBS en Roma
dirán que esperan a esos dos tipos? —preguntó.
—Por supuesto.

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En una silla contigua a la de Cassidy, Ferracini examinó el documento de
identidad, el permiso de viaje con los sellos de Francia y España, y otros
documentos que Winslade había hecho aparecer, creados por una sección
clandestina del Departamento de Inteligencia Militar del MI6. Eran buenos,
eran apropiados, tenían un aspecto usado.
—Aquí dice que iremos en barco a Francia directamente desde Nueva
York esta semana —comentó.
Winslade abrió una carpeta y empezó a sacar una serie de objetos y a
ponerlos sobre el escritorio.
—Un ejemplar del Herald Tribune de Nueva York del pasado lunes para
que lo metas en tu maletín… dos entradas de teatro con fecha del sábado, de
Broadway… un recibo fechado por la compra de camisas y pantalones en una
tienda de la Tercera Avenida… una carta de la esposa dirigida a un hotel de
París, con matasellos de Bensonhurst, Long Island, con fotos de los hijos…
felicidades. —Ferracini estudió brevemente cada cosa y asintió. No hacía
falta decir que nada, ni sus ropas, ni los zapatos, lo que llevaran en los
bolsillos, ni sus pertenencias personales incluirían nada de origen inglés.
Lindemann, sentado en un sofá cerca de la pared, era la otra persona
presente esta vez. Cada una de las tres parejas que componían la Operación
Ampersand recibiría sólo sus propias identidades encubiertas y su ruta hacia
Alemania. Ferracini y Cassidy no sabían nada acerca de cómo, cuándo o bajo
qué nombres viajaría el resto. Ni siquiera sabían con seguridad quién viajaría
con quién, y por tanto, si ocurría lo peor, serían incapaces de describir a las
otras parejas implicadas en la misión. Las parejas cuya descripción era
conocida eran más fáciles de detectar que los individuos.
—En Roma cambiaréis de identidad —prosiguió Winslade entregándoles
dos archivos asegurados con cinta roja—. Cuando lleguéis, contactad con el
Consulado norteamericano. Allí alguien os dará instrucciones para que
cambiéis vuestros documentos y pertenencias por otros. Los detalles están en
esos documentos. Memorizadlos bien. Tenéis que devolverlos antes de partir.
Básicamente, os convertiréis en Niels Jorgensen, de Dinamarca, y en Benito
Cassalla, italiano. Habéis pasado el invierno en Italia visitando construcciones
romanas y ruinas… os darán bocetos y fotografías para respaldar esa
tapadera, y notas que tendréis que pasar con vuestra propia letra. Volvéis a
Dinamarca en tren vía Bolonia, Verona y Múnich, con un transbordo en
Berlín hacia Hamburgo y la frontera danesa.
Winslade extendió las manos.

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—Pero no haréis la conexión en Berlín. Saldréis del tren en Leipzig. Será
de noche, y si os detienen en la estación de Leipzig diréis que sois extranjeros
y que el apagón os ha confundido y creísteis que el tren había llegado a
Berlín. Esperad a que el tren esté a punto de salir para aseguraros que os
quedáis allí, lo que será la razón por la que pasaréis la noche en un hotel. —
Winslade miró a Lindemann y enarcó las cejas como invitación para que el
otro continuara.
Lindemann carraspeó para aclararse la garganta.
—Os presentaré a alguien que os pondrá al corriente de los detalles sobre
el registro en los hoteles, las comprobaciones de la policía, y demás —
empezó—. Ahora, la mañana siguiente. Cerca del centro de la ciudad hay una
plaza conocida como la Rathausplatz. Una de las calles que conducen a ella se
llama la Kanzlerstrasse, una callejuela estrecha y adoquinada con una
cervecería en la esquina, bajo un reloj. A poca distancia nada más entrar en la
Kanzlerstrasse, encontraréis un zapatero con el nombre de Hoffenzollen en la
puerta. Tendréis que entrar y decir que venís a buscar los zapatos de Fraülein
Schultz a los que había que cambiar el tacón. Os preguntarán si ya se ha
recuperado de su resfriado. Tenéis que responder: «Sí, ya está mucho mejor.
Este invierno está siendo horroroso».
—Y luego seguís las instrucciones que os darán —dijo Winslade—. Ya
conocéis la rutina.
Ferracini y Cassidy se miraron, pero ninguno de los dos tenía preguntas
inmediatas que hacer.
—¿Qué pasa con el equipamiento? —preguntó Cassidy, mirando a
Winslade.
—Hemos decidido no lanzarlo desde al aire —replicó Winslade—. En vez
de eso, lo enviaremos de forma independiente en dos contenedores, cada uno
por una ruta diferente. Un solo envío debería bastar para hacer el trabajo.
«Envíos independientes» era un eufemismo del oficio. Quería decir que el
equipamiento sería transportado por otro camino por gente que se consideraba
más sacrificable que los seis especialistas de Ampersand. Si uno de los
contenedores caía en las manos equivocadas y la gente a su cargo era
capturada, éstos no sabrían ni cuáles eran sus contenidos ni cuál era su destino
final; ni tampoco sabrían que existía un segundo contenedor. Si ambos
contenedores se perdían, al menos el equipo estaría a salvo, con la posibilidad
de intentarlo más tarde por otros medios.
Suponiendo que todo saliera bien, sin embargo, el personal de Ampersand
sería capaz de recoger los contenedores una vez que éstos estuvieran en los

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puntos de entrega seguros adónde los habrían llevado «otros grupos»
anónimos, como los llamaba Lindemann. Pero como precaución extra, hasta
que ambas condiciones no se cumplieran, los contenedores no serían
entregados.
La ubicación de los contenedores sería presentada mediante una referencia
topográfica de seis números, del tipo al que Ferracini y Cassidy estaban
acostumbrados. Tras depositar el contenedor en su lugar de destino, los demás
grupos implicados publicarían pequeños anuncios en dos de los periódicos
locales. Para quien supiera cómo descifrarlos, cada anuncio proporcionaría la
mitad de la referencia topográfica. La gente de Ampersand sabría qué anuncio
buscar en uno de los periódicos; su contacto local sabría qué anuncio mirar en
el otro. Por tanto, sólo una vez que se hubieran reunido ambas partes sería
posible reconstruir la referencia completa. El segundo contenedor sería
recuperado de la misma forma pero, por supuesto, los anuncios que servirían
de pista y los grupos implicados serían diferentes.
Tras completar la misión, la huida se haría mediante una recogida por
parte de un submarino frente a las costas bálticas. Se había diseñado un
método de llamadas telefónicas codificadas para el Consulado norteamericano
en Berlín, mediante el cual se podrían determinar la fecha y las coordenadas
para la recogida tras la confirmación del Almirantazgo británico y
Washington.
La fecha de partida sería a finales de febrero. El tiempo restante hasta
entonces lo dedicarían a familiarizarse con los detalles de la vida en la Europa
contemporánea, a memorizar las historias de las identidades falsas y a todas
las tareas de seguridad necesarias.
Sonó un golpe en la puerta justo cuando terminaban. El guardia que estaba
apostado fuera abrió la puerta y entró Churchill, que venía a ver qué
progresos se hacían. Los periódicos del día aplaudían su decisión de enviar al
Cossack a liberar a los prisioneros y decían que daba ejemplo del tipo de
espíritu que el gobierno debería mostrar más a menudo; estaba de ánimo
alegre.
—Hubieran acabado todos en un campo de prisioneros si hubiéramos
esperado a que nuestro ilustre amigo actuara a su habitual paso de cortejo
fúnebre —les contó. El último epíteto que Churchill había acuñado para
referirse a Chamberlain era «el Enterrador de Birmingham». Hizo un gesto a
Ferracini y Cassidy para que volvieran a sus asientos cuando empezaron a
incorporarse y se frotó las manos mientras los miraba—. Bueno, ¿y qué les
parece el plan? Después de todo, ustedes serán los más afectados.

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—Parece… que no han descuidado detalle, señor —dijo Ferracini.
—Tan seguro como se puede conseguir —concedió Cassidy.
Churchill asintió, satisfecho.
—Como dijo aquel brasileño cuando le preguntaron cómo quería disponer
de los restos de su suegra, «embalsamamiento, cremación y entierro, no hay
que correr ningún riesgo». En una empresa de esta importancia, una medida
de prudencia similar parece lo adecuado.
Winslade sonrió.
—¿Por qué un brasileño?
—No tengo ni idea. Así es como me lo contaron.
—Mañana hablaremos con los dos últimos del grupo, y luego tendréis que
dedicar el resto de la semana a meteros en la cabeza todo lo necesario —dijo
Lindemann.
—¿Se ven con la confianza necesaria para hacerlo? —preguntó Churchill,
mirando a los dos soldados.
—Claro que sí —replicó Cassidy con un gesto de indiferencia. Si la
misión fracasaba, se dijo a sí mismo, lo que dijera no tendría ninguna
importancia entonces.
—Espléndido. —Churchill sonrió a ambos por turno—. Sé que no hay
necesidad de que les cuente lo mucho que depende de esta empresa. Por tanto,
no les agobiaré con un discurso. Pero saben, tengo la sensación de que esta
cooperación entre ambos lados del Atlántico anunciará una gran alianza entre
nuestras dos naciones antes de que esto acabe. Puede sonar extraño visto el
actual ambiente de aislacionismo en su bando, pero cosas como éstas pueden
cambiar pronto. ¿Sabían ustedes que mi madre era norteamericana, por
cierto?
Hablaron hasta la hora del almuerzo, llegada la cual Churchill y
Lindemann se fueron para asistir a una reunión con algunos almirantes para
discutir un par de cosas sobre los submarinos alemanes. Cerraron la
habitación, subieron dos niveles, y salieron del edificio por la entrada
principal.
—A estas alturas ya deberíais haberos acostumbrado a este Londres —
dijo Winslade mientras bajaba con brío los escalones principales con
Ferracini a un lado y Cassidy al otro—. Todo un cambio respecto a lo que
teníamos en casa, ¿eh?
—Parece mucho más agradable sin ninguno de los uniformes incorrectos
a la vista —dijo Cassidy—. Dime, Harry, ¿te acuerdas de lo que solía ser el
edificio del que acabamos de salir?

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—El Cuartel General para la Región Sudeste de la Gestapo —dijo
Ferracini.
—Y asegurarnos que no vuelva a serlo es nuestra misión —dijo Winslade
mientras comenzaban a caminar en dirección a Trafalgar Square.
En la habitación que había alquilado en un cochambroso edificio de
oficinas al otro lado de la calle, el hombre con la cámara telescópica retiró la
placa en la que había fotografiado al trío que descendía por la escalinata del
Almirantazgo y la añadió a la pila que había acumulado durante toda la
mañana. Suspiró de aburrimiento y echó un vistazo a su reloj mientras
insertaba otra placa en la cámara. Cinco horas más, luego un viaje en un
autobús abarrotado a casa, una cena a base de pescado y patatas fritas en la
cafetería que había en su calle, puede que luego tomara una pinta en el pub de
la esquina y de vuelta a su sucio estudio en Willesden. Y pensar que se había
creído todas esas historias sobre la vida del espía acerca de las mujeres, el
vino, la gran vida y la emoción. ¡Si ni siquiera había recibido el dinero para
pagar el alquiler ni las placas de la cámara!

Hacia finales de mes, Ferracini y Cassidy partieron por avión desde Croydon
hacia París como estaba previsto; los otros cuatro habían desaparecido ya en
los días precedentes hacia destinos desconocidos. Un día después, Winslade
recibió una llamada urgente desde Nueva York: ocurría algo en la Estación,
otro contacto parcial con la máquina de 1975. Era débil e intermitente, pero
esta vez los científicos habían conseguido mantenerlo. Mortimer Greene creía
que había grandes posibilidades de un contacto completo en cualquier
momento.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que si un contacto con 1975 parecía
inminente, entonces Winslade debería estar presente como jefe del equipo
Proteo, más aún teniendo en cuenta que su tarea en Inglaterra había acabado
por el momento. Si hacía falta, la Operación Ampersand podía detenerse en
cualquier momento de la próxima semana; en el caso de Ferracini y Cassidy
en Roma, mediante un mensaje del Consulado norteamericano, y por medios
similares en el caso de los demás. Pero lo primero era que Winslade volviera
a los Estados Unidos lo antes posible. El presidente Roosevelt se mostró muy
interesado cuando descubrió que Anna Kharkiovitch era una historiadora
especializada en la política contemporánea, y envió una petición a Churchill
para que también viniera junto a Winslade. Una vez más, puso a disposición
de ellos un avión militar para el viaje.

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—Tú sólo imagínatelo, una cena con el primer Lord del Almirantazgo la
noche pasada, y ahora una invitación personal del presidente de los Estados
Unidos —le dijo Anna a Winslade mientras un coche de la Marina Real los
conducía al aeropuerto de Hendon, en las afueras de Londres—. ¡Vaya por
dios, sí que me estoy haciendo popular en este mundo! ¿Sabes? No creo que
me importara mucho si no pudiéramos volver al nuestro, después de todo.
Winslade sonrió y fingió no darse cuenta de la mirada penetrante que le
dirigió Anna bajo las palabras aparentemente jocosas.
—Es año de elecciones —le recordó—. Probablemente lo que Roosevelt
pretende es que le des algunos consejos para ganarlas.
Anna suspiró.
—Claud, de verdad que posees el raro don de saber halagar el ego de las
mujeres, ¿sabes?
—Oh, no es ningún don, te lo aseguro. Requiere muchísima práctica.
Anna puso cara seria y distante de repente.
—Podrían ser buenas noticias —murmuró pensativamente—. Noticias
muy buenas, de hecho.
—¿Y eso? —le preguntó Winslade.
—Podría significar que, en privado, Roosevelt ha decidido ya presentarse
a un tercer mandato —replicó ella—. Ahora bien, Claud, eso sí que sería un
cambio respecto a lo que recordamos que pasó, ¿eh?

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Winslade mantenía una expresión seria mientras él y Mortimer Greene


seguían a Anna subiendo por los escalones de la plataforma de carga en el
área delantera de la Estación y caminaban hacia el frontal de cajas y fardos
que ocultaba la trasera del edificio. Los dos policías militares de paisano que
habían llevado a Greene en coche para recibir al avión de Winslade
desaparecieron en la oficina delantera para informar al comandante de
guardia.
—No me gusta —dijo Winslade—. El numerito del aficionado torpe
pudiera ser un astuto segundo subterfugio. ¿Dices que encontrasteis
documentos procedentes del cuartel general del Abwehr en su apartamento?
Eso es más que suficiente para que me preocupe. Canaris no es ningún idiota,
y tiene a gente brillante trabajando para él.
—Sí, pero esos documentos sólo tratan de asuntos de rutina —dijo Greene
—. No había nada que apuntara específicamente a nosotros o a la misión. Y si
Fritsch fuera profesional, ni siquiera habría dejado esos papeles en su casa.
—Sigue sin gustarme —repitió Winslade mientras sorteaban obstáculos
para llegar a la puerta camuflada que conducía al área de la máquina—. Me
gustaría hablar con él en persona, luego.
De camino desde el aeropuerto, Greene le había contado lo del hombre
que los guardias habían pillado merodeando por fuera del edificio el día antes:
un alemán de nombre Walther Fritsch, que había venido a los Estados Unidos
hacía varios años. Lo estaban interrogando en otro lugar, pero una
comprobación preliminar había revelado que era un conocido del FBI, donde
pensaban que era una figura patética y cómica que trabajaba fuera de los
servicios de espionaje regulares alemanes, y que probablemente no valía la
pena detener. De hecho, los servicios de contrainteligencia norteamericanos
habían descubierto que era de mucha utilidad para desenmarañar los hilos de
las redes de espionaje nazis proporcionándole información falsa y rastreando
el camino que recorría ésta por el sistema. Ahora parecía que esta valoración

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estaba completamente equivocada. Si Berlín sabía algo de lo que pasaba en la
Estación, las consecuencias sólo podrían ser desastrosas.
La zona de la máquina parecía atareada; las luces destellaban, la
maquinaria zumbaba y crujía sobre sus cabezas y por todos lados; y los
técnicos trabajaban con las pantallas de datos y los paneles de control. Kurt
Scholder estaba con Szilárd y un técnico al lado de una gran mesa bajo la
máquina, cubierta de documentos y diagramas. Fermi trasteaba con algo al
fondo, mientras el coronel Adamson, que había estado presente en el primer
encuentro con Roosevelt en la Casa Blanca, lo contemplaba todo junto a un
hombre delgado y de rostro hundido que no era familiar. Teller hablaba con
alguien en la pasarela superior.
Una ronda de apretones de manos celebró la vuelta de Winslade y Anna a
la Estación. Greene presentó al desconocido como Harry Hopkins, un
asistente del presidente que había venido desde Washington para hacer un
informe sobre los progresos. La sensación de expectación que había en el
ambiente hacía que los preliminares formales parecieran inapropiados.
—¿Tuvieron un buen vuelo? —preguntó Scholder.
—Tanto como podría esperarse —dijo Winslade.
—¿La Operación Ampersand?
—Todos han partido de acuerdo con las fechas fijadas.
—¿Sigue sin haber un ataque sobre el oeste?
—Nada.
Scholder asintió y pasó a asuntos más inmediatos dando un paso atrás y
alzando un brazo para indicar el panel que había detrás de él.
—Aquí tenemos una situación de lo más peculiar, que se ha producido en
el espacio de las últimas horas. Conseguimos estabilizar la función conjugada
esta mañana, y ahora tenemos lecturas de la resonancia de la sonda en el
espectro sigma-tau… y a plena potencia, no a bajo nivel.
—¿No quieres decir rho-sigma? —Winslade arrugó el entrecejo.
—No, ahí está la cosa. La señal de identificación de la sonda es clara y sin
ambigüedades.
Las arrugas de Winslade se hicieron más profundas en su rostro. Explicó
el asunto ante la mirada de interrogación de Anna.
—Significa que tenemos un haz sonda procedente del otro extremo que
está intentando centrarse en nosotros. Pero es un haz a plena potencia, para
activar el portal de transferencia, no simplemente un canal de comunicación
auxiliar —se volvió hacia Scholder—. ¿Has tenido suerte con las
comunicaciones?

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—No. No hay nada. El subsistema está completamente muerto.
—¿Qué pasa con la señal buscadora? ¿Has intentado iniciar la conexión
para ver si funciona?
—Todavía no. Ya que estabas de camino hacia aquí, decidimos esperar a
que llegaras —dijo Greene. Miró a Scholder—. ¿Ha habido algún cambio
cualitativo?
—No, en realidad. —Scholder negó con la cabeza—. Sigue oscilando
cerca del umbral. Lo perdimos durante quince minutos hace una hora, pero
volvió a reconectarse luego.
—Pero podríamos perderlo en cualquier momento —dijo Greene.
Según las lecturas de los instrumentos, tenían la oportunidad de conectar
el portal con 1975. En sólo unos minutos, quizás pudieran entrar en el cilindro
a unos metros sobre sus cabezas y volver a casa a través del tiempo.
Winslade juntó las manos a su espalda y se alejó una corta distancia de
donde estaban los demás. En realidad había poco en lo que reflexionar, pero
comprobarlo todo una vez más, por si acaso se le había pasado algo por alto
antes de decidirse por un rumbo de acción, era un hábito que había adquirido
hace mucho tiempo.
—La intermitencia me preocupa, Claud —le dijo Scholder desde su
posición, interpretando la reacción de Winslade como vacilación—. Si
pudiera darles detalles sobre las modificaciones a los ingenieros al otro lado,
serían capaces de compensar el sistema. Eso nos daría una conexión más
estable.
—Tenemos que intentarlo ya, Claud —le urgió Anna—. Si hay una
posibilidad de que los alemanes estén sobre nuestra pista, no podemos perder
ni un día.
Winslade se giró y volvió, sonriendo ligeramente ante la ansiedad de los
demás.
—Entonces, hagámoslo —dijo. Su expresión cobró más brío—. Vale,
Kurt, empieza a preparar el contacto con la señal ahora mismo.
—Yo puedo ocuparme de eso —se ofreció Szilárd. Winslade enarcó una
ceja. Scholder asintió.
—Muy bien —dijo Winslade. Szilárd se alejó para comenzar a organizar a
la gente alrededor de la máquina—. Mejor que recojas tu información, Kurt
—dijo Winslade. Miró a Greene—. Yo iré con Kurt si conectamos, y te
dejaremos al mando aquí para que continúes la operación, Mortimer. Anna,
será mejor que vengas con nosotros para que les digas a los expertos en
política lo que ha ocurrido aquí durante este último año. —Su mirada recayó

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sobre Harry Hopkins y el coronel Adamson—. Y quizá algún tipo de
representación de esta época tampoco estaría fuera de lugar como gesto de
buena voluntad.
Hopkins levantó una mano en un gesto autoprotector.
—Un momento, sólo estoy aquí como observador pasivo, ¿lo recuerda? A
mí no me mete dentro de esa cosa.
Winslade miró a Adamson en su lugar.
—Keith, ¿te gustaría ser el primer embajador de los Estados Unidos a otra
época?
—¿No el decimotercero sino el primero? —intervino Anna—. ¿Y
nosotros qué?
—Depende de cómo lo mires —dijo Winslade—. Procedemos de 1975.
Estamos en 1940. Mil novecientos cuarenta es anterior a mil novecientos
setenta y cinco.
Adamson se quedó desconcertado.
—La verdad es que no sabría decirte… Mis órdenes no dicen nada
respecto a…
—Tonterías —dijo Winslade—. Tus órdenes son facilitarnos nuestra
misión por todos los medios a tu disposición. Pues bueno, eso nos lo
facilitaría. Toma… —Winslade le tiró el maletín que Scholder había llenado
de documentos. Entonces se volvió para encabezar la procesión hacia la
escalera de metal detrás de ellos. Adamson sacudió la cabeza en un gesto de
indefensión, suspiró y siguió a Winslade.
Subieron por los peldaños y caminaron por la plataforma con barandilla
que rodeaba al cilindro del portal de regreso hasta el acceso, una abertura
parecida al umbral de una puerta, que conducía al interior de la construcción
rectangular al otro extremo de la máquina. Frente al acceso la pasarela se
extendía para convertirse en una amplia plataforma de malla de acero por
encima de la cual había un sistema de poleas y grúas que colgaba de las vigas
de metal del techo. No había forma de saber qué habría que traer a través del
portal, quizá bombas atómicas. Winslade se colocó en el centro de la
plataforma frente al acceso, y Adamson se puso, dubitativo, a un paso o dos
detrás de él.
Al minuto, Anna y Scholder se les unieron; Scholder agarraba un segundo
maletín. Fermi apareció con uno de los técnicos y fue hasta el panel de control
que había emplazado en la plataforma que comunicaba con el área principal
de control inferior, donde Greene permanecía con Szilárd. Empezó a formarse

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un grupo en la parte de atrás de la plataforma, que incluía a Teller, Harry
Hopkins, Einstein y George Pegram de Columbia.
Las conversaciones se acallaron mientras Fermi y su ayudante se ponían
unos auriculares con micrófono y empezaban a hacer ajustes en su panel en
respuesta a las instrucciones del área de control inferior.
—Establecido campo de acoplamiento —anunció Fermi—. Hay una
lectura más fuerte de sección fundamental de la señal.
—¡Se está conectando! —susurró Scholder, poniéndose detrás de
Winslade—. Eso es que la sonda se está centrando —Winslade asintió. Al
lado de Scholder, Adamson miró hacia la oscuridad de la abertura que se
abría enfrente de ellos y se lamió los labios con nerviosismo.
—Ahora se centra —dijo Fermi. Una secuencia de luces cambió de color
frente a él, y una de las pantallas cambió a un formato de presentación de
datos diferente—. Sí, ambas… y positivo —dijo en un tono más bajo,
respondiendo a algo que le preguntaban por los auriculares—. Nueve-ocho, y
ocho-ocho… sí… No, no lo creo. Muy bien. —Se volvió y miró al grupo de
la plataforma—. Szilárd está haciendo que recomprueben algo. Será cosa de
un minuto o dos.
—¡Típico! —resopló alguien.
—Pero probablemente sea lo mejor —dijo Scholder.
El silencio sólo quedó roto por los fragmentos ocasionales de
conversaciones procedentes del área inferior y Winslade que silbaba entre
dientes. Anna permanecía inmóvil, contemplando sin expresión alguna el
acceso. Adamson empezó a juguetear nerviosamente con un botón de su
chaqueta.
El minuto o dos pasó arrastrándose lentamente como una eternidad.
Entonces Fermi se giró hacia su panel bruscamente, asintió con la cabeza un
par de veces y empezó a hablar por el micrófono de nuevo, para luego
anunciar:
—¡Estamos conectados! El bucle se ha cerrado. Empezamos a obtener
energía ahora mismo.
Mientras hablaba, los que estaban sobre la plataforma sintieron una leve
vibración que recorría la estructura. Un resplandor rojizo y apagado, como el
del interior de un laboratorio de revelado fotográfico, iluminó el interior del
acceso. La cámara del interior era alargada y de forma rectangular y
completamente vacía.
—Eso es —dijo Scholder.

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Winslade apretó los dientes con firmeza y avanzó hacia el acceso. Los
demás lo siguieron.
—Buena suerte —gritó Teller desde atrás, y otras voces se le unieron. Los
cuatro entraron en el acceso y pasaron a la cámara interior. Los que estaban
fuera se apiñaron a cierta distancia para ver lo que ocurría en el interior.
El resplandor cambió lentamente a un naranja uniforme que llenó la
cámara como si el aire mismo fuera incandescente. Las cuatro figuras
permanecieron inmóviles, bañadas en luz, y parecieron volverse translúcidas,
como si se volvieran insustanciales. El naranja se convirtió en amarillo, luego
en un azul pálido, y las siluetas de las figuras desaparecieron. A continuación
la cámara se volvió violeta, luego negra. Finalmente, el resplandor rojizo
apagado regresó para revelar… nada.
La cámara estaba vacía de nuevo.

A cinco mil kilómetros de distancia, en Italia, el tren que se dirigía al norte,


hacia Alemania, pasando por el paso de Brenner hacía treinta minutos que
había salido de Roma.
—Billetes, por favor —reclamó la voz del inspector a lo largo del pasillo
—. Tengan sus billetes y papeles preparados.
—Papeles, papeles, siempre papeles —gruñó el hombre de barba gris que
estaba junto a la mujer del abrigo verde mientras rebuscaba en la bolsa de
viaje a su lado—. Otros diez años de fascismo y todos viviremos en un
desierto. Habrán usado todos los árboles para hacer sus toneladas de
papeluchos oficiales.
La mujer sonrió nerviosamente a las demás personas del compartimento.
—Por favor, disculpen a mi marido. Hemos tenido un viaje muy agotador.
Eso lo vuelve irritable. No tienen que tomar en serio todo lo que diga.
—Pues entonces mejor que no diga nada —restalló el hombre que vestía
como un hombre de negocios en el asiento central, mientras que la mujer de
rasgos afilados sentada enfrente hacía una mueca de desaprobación y apartaba
la mirada. Ferracini le dedicó un guiño de ánimo a la mujer del abrigo verde
mientras buscaba en su bolsillo sus documentos y los de Cassidy. A su lado,
Cassidy miraba abstraído por la ventana.
La puerta del pasillo se deslizó a un lado y el inspector, un hombre grande
de bigote negro, entró en el compartimento. Dos jóvenes policías armados y
de uniforme negro esperaron en el exterior. El inspector cogió los papeles de

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la pareja y del hombre del asiento del medio por turno, los examinó y se los
devolvió con un gruñido. Luego le tocó el turno a Ferracini y Cassidy.
—El signore Jorgensen de Dinamarca y el signore Cassalla —comentó el
inspector mientras Ferracini le entregaba los documentos. Examinó los
documentos rápidamente—. ¿El invierno del norte es demasiado duro para su
amigo?
Ferracini sonrió.
—Si se presenta una excusa para viajar a lugares más cálidos, la
aprovecha —dijo en italiano, que hablaba desde que era niño.
—¿Y qué excusa desenterró?
—Una frase excelente para repetírsela —dijo Ferracini—. Verá, ambos
somos arqueólogos. Pasamos el invierno en Italia, y ahora nos dirigimos a
casa de mi amigo en Dinamarca para escribir un artículo. Los césares pueden
convertirse en polvo y los mayores imperios en ruinas, pero jamás nos faltará
trabajo. —El comentario era una sutil pulla dirigida contra Mussolini. Un
toque de insolencia tendía a ayudar en situaciones como ésa, según había
aprendido Ferracini. La gente que se mostraba demasiado ansiosa por no
ofender a menudo tenía algo que ocultar.
—¿Habla usted italiano? —le preguntó el inspector a Cassidy.
—Sólo un poco.
—Todo en orden. —El inspector le devolvió el fajo de documentos—.
Puede que cuando Hitler haya acabado con la Línea Maginot tengan ustedes
más ruinas de las que ocuparse.
—Puede —repitió Ferracini en tono neutral.
Los demás ocupantes pasaron el escrutinio sin incidentes. Cuando hubo
terminado, el inspector volvió al pasillo y cerró la puerta del compartimento.
—Billetes y papeles, por favor. Tengan sus billetes y papeles preparados.
El hombre de la barba sacó una pitillera, y la mujer de rostro afilado
enterró la cabeza en un periódico. El hombre del traje de negocios miró a
Ferracini y Cassidy.
—Yo también soy un experto en arqueología —les informó
pomposamente—. ¿En qué período están especializados? El mío era el
mesolítico en la Europa occidental, particularmente en Irlanda e Inglaterra. La
evolución de los patrones de las lascas de sílex revela una historia muy
interesante, ¿no creen?
Ferracini gimió para sus adentros. Esto era exactamente el tipo de cosa
que temía que ocurriera. Pero antes de que pudiera decir nada, Cassidy dejó

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de mirar por la ventana y volvió la cabeza para dedicarle al hombre una
mirada furibunda con sus ojos azules claros.
—No malgastaríamos nuestro tiempo en las culturas subhumanas de
bárbaros y salvajes —declaró en un alemán estridente—. El único origen del
progreso humano reside en las ancestrales tribus guerreras germánicas que no
fueron contaminadas con sangre no-aria, como enseña la ciencia oficial del
Reich. Todo lo demás son mentiras creadas por académicos judíos decadentes
para ocultar su degeneración racial. Serán exterminados. ¡Heil Hitler!
El hombre se enderezó bruscamente en su asiento. Oh, vaya, son de ese
tipo de arqueólogos, decía su expresión.
—Discúlpenme —dijo con frialdad. Y con eso sacó un libro de su bolsillo
y se sumergió en él. Cassidy asintió secamente y volvió a mirar por la
ventana. A su lado, Ferracini se acomodó en su asiento, exhaló larga y
silenciosamente, y se puso el sombrero sobre los ojos para fingir que dormía.

La neblina de un blanco incandescente que los había envuelto se desvaneció


lentamente, y a su alrededor se materializó un entorno sólido. Un entorno
diferente.
La cámara interior de la máquina de la Estación había desaparecido, y en
su lugar se encontraban de pie sobre un suelo metálico y brillante dentro de
un espacio mucho más grande formado por dos paredes que se curvaban sobre
sus cabezas para formar un techo semicircular, como un túnel corto y alto. La
superficie era de una sustancia lechosa y blanca que resplandecía con una luz
interior, y formaba un patrón parecido a un costillar interrumpido por
estructuras metálicas anulares a intervalos.
A cada lado, unos espacios en el suelo lo separaban de las paredes. Las
paredes continuaban curvándose hacia abajo hasta perderse de vista, como si
el túnel tuviera la forma de un tubo de sección circular y el «suelo» fuera una
plataforma suspendida a mitad de la altura. Delante de ellos, la plataforma
conducía a un par de puertas dobles. Desde una ventana de observación
situada encima de las puertas, un grupo de caras los observaban.
El coronel Adamson se quedó inmóvil, asombrado. Winslade miró
rápidamente de un lado a otro. Parecía confundido y perplejo. Anna
Kharkiovitch arrugó el entrecejo mientras examinaba el entorno, y sacudió la
cabeza con incomprensión.
—Claud, ¿qué es esto? No lo entiendo. Este no es el lugar del que salimos
en Nuevo México. No es la máquina de Tularosa. Jamás lo había visto antes.

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—Pero yo sí —dijo Kurt Scholder con espanto—. Ni siquiera está en los
Estados Unidos. Esto es el Órgano de Catedral… la instalación secreta de
Supremacía en Brasil. ¡De algún modo hemos llegado a 2025!
Frente a ellos, las grandes puertas empezaron a deslizarse.

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Las puertas se abrieron deslizándose a un lado para revelar una antecámara


brillantemente iluminada con puertas más pequeñas que salían de cada lado y
otro par de puertas en el extremo más alejado. En lo alto, una galería
acristalada dominaba la habitación desde las esquinas formadas por dos de las
paredes y de ella descendía una escalera con barandilla. Un hombre alto, de
rostro chupado y con barba corta y entradas en el cabello, bajaba por las
escaleras a toda velocidad, seguido por otro hombre y una mujer. Llevaba una
bata blanca sobre una chaqueta y una camisa azul. Parecía agitado. Cuando el
trío llegó al piso inferior, una de las puertas deslizantes se abrió y entró más
gente, parloteando y gesticulando con nerviosismo.
La mente de Kurt Scholder trabajaba a toda prisa para intentar encontrar
un modo de salir de la situación. Este era el otro extremo del contacto de
Hitler con el mundo donde se había planeado su estado totalitario. Desde
aquí, los agentes de Supremacía habían partido para contactar con los líderes
del desacreditado partido nazi de 1925.
Las transferencias siguiendo el programa determinado siempre habían
sido cruciales en el Órgano de Catedral. Scholder lo recordaba de cuando
estuvo aquí, hacía treinta y cuatro años según la medida de su extraña vida.
Un retraso o adelanto de unos pocos segundos respecto al programa bastaba
para que el director se volviera histérico, lo que explicaría el pandemonio que
se había formado entre la gente que acudía a la antecámara que tenían delante.
Scholder nunca había estado seguro de por qué era tan importante; pero
podría proporcionarles la mejor oportunidad de salir del aprieto o al menos de
impedir que se convirtiera en un desastre total.
Murmuró rápidamente a los demás.
—Dividámonos si podemos, provisionalmente. Si nos retienen e
inmovilizan a todos juntos, no saldremos jamás. Necesito una diversión para
cuando lleguemos hasta ellos. Están acostumbrados a los nazis…
confundidles. Apabulladlos.
El hombre alto de la barba entró en la cámara y gesticuló frenéticamente.

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—¡Vamos! Salgan de la cámara. ¿Quiénes son ustedes? Dónde…
—¿Nosotros? —le cortó en seco Scholder con un grito indignado mientras
él y Winslade marchaban hacia la puerta. Tras ellos, el coronel Adamson
titubeó durante una milésima de segundo y luego se apresuró a darles alcance
cuando Anna Kharkiovitch le pegó un codazo en las costillas—. ¿Que quiénes
somos? ¡Eso deberíamos preguntarles nosotros si ustedes no saben quiénes
somos! ¿Qué tipo de recibimiento es éste?
El hombre de la barba se quedó sorprendido.
—No entiendo… Debe de haber ocurrido un…
—¿Dónde está Herr Oberkeltner? —exigió Winslade, vociferando en
alemán—. Se nos dijo que estaría esperándonos. Y no está. Y no veo a
Freidergauss. ¡Esto es intolerable! Alguien lo pagará.
Los cuatro caminaron hacia la antecámara, y estalló un alboroto que casi
llega al cuerpo a cuerpo debido a la llegada de más gente por las escaleras y
las puertas laterales. El hombre de la barba se volvió hacia otro, examinando
con aspecto de confusión varias hojas de un archivador.
—¿Qué ha ocurrido? —exigió el de la barba—. Esos nombres… ¿quiénes
son?
—Lo siento, director Kahleb… No los veo por ninguna parte. —El
hombre titubeó—. Esto no tiene sent…
—¡Que los quiten de ahí! —gritó alguien—. TG297 ya lleva nueve
segundos de retraso. Mathers, llama a Control. Que enfoquen el haz ahora
mismo.
—Ya lo intento. El canal está ocupado.
—¡Maldita sea, usa el código de emergencia!
—¡Pero quiénes son ésos!
—Oh, dios, la que nos va a caer encima.
—Pero ¿qué pasa? Estos tipos están aquí. ¿Es que hay algún error en el
horario programado?
—¡Te digo que es imposible!
—Pero ¿qué tipo de organización es ésta? —gritó Winslade con toda la
fuerza de sus pulmones—. ¿Dónde está el incompetente al mando?
Se abrió otra de las puertas laterales y apareció más gente, pero no
parecían interesados en el tumulto de la antecámara. Dos hombres que
portaban armas en pistoleras y vestidos con gorras blancas y uniforme de un
material gris satinado abrieron un camino hasta las puertas por las que
acababa de pasar el grupo de Winslade apartando a la gente. Entonces más
hombres, un par en batas blancas y el resto vestidos con estilos que no les

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eran familiares, hicieron pasar a un pequeño grupo ataviado a la manera de
los treinta; evidentemente este grupo estaba a la espera de salir. En ese
momento, el hombre llamado Kahleb logró dirigir a los demás como ovejas
para que salieran de la antecámara por la otra puerta lateral.
El extremo donde estaban era de un color predominantemente blanco y
sugería algún tipo de área de recepción, con suelo enmoquetado, sillas y
mesas bajas en grupos dispersos y un mostrador que recorría una de las
paredes. En el otro lado había varios asientos frente a pantallas de vídeo que
parecían terminales de ordenador. Más lejos, una partición formada por
estantes y diseños de colores ocultaba el área del fondo, que parecía más bien
una zona de instrumentos. Había un montón de paneles de pared y cubículos
de equipo electrónico, y al fondo de todo, ocupando la sección inferior de un
suelo a dos niveles, parecía haber una gran ventana de observación que daba a
un espacio enorme repleto de maquinaria y actividad en un piso inferior.
Todavía gesticulando y protestando a gritos, Winslade marchó hacia el
centro de la habitación con Anna. Adamson se movió instintivamente para
seguirlos, pero Scholder lo cogió de la manga. Winslade y Anna se
convirtieron en el centro de atención, haciendo que la gente se congregara a
su alrededor. Scholder señaló con la cabeza a Adamson una puerta cerca de
un extremo del mostrador.
—Quiere hacer el favor de calmarse e identificarse —gritó Kahleb por
encima del estrépito del fondo, perdiendo la paciencia al fin con la bronca
inacabable de Winslade—. Ese comportamiento no solucionará nada.
—¿Quién se cree que es para hablarme de ese modo? —le gritó Winslade
en respuesta.
—Mi nombre es Kahleb, y soy responsable de Control de Transferencias
de la Sección F-1. Yo…
—¡Pues pronto ya no lo será! Quiero hablar con el Controlador General.
—Esto es insultante. Yo…
—¡Insisto! —Winslade caminó hacia una de las terminales y se detuvo
para teclear algo casi a golpes en la pantalla táctil. La pantalla parpadeó
durante un instante y todos los ojos se volvieron de manera irresistible para
ver qué aparecía en ella.
—Ahora —siseó Scholder, y empujó a Adamson por la puerta.
Estaban en una pequeña habitación con un lavabo y grifos, una nevera,
máquina de café, armarios de despensa y pilas de cajas. Otra puerta se abría
en el otro extremo. Scholder le hizo una seña a Adamson para que siguiera
adelante y llegaron a un cruce de tres cortos pasillos de paredes de cemento.

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Había escaleras metálicas que subían y descendían desde ese nivel, más
puertas en todas las direcciones y un ascensor a unos pocos metros. Pero no
habían puesto suficiente distancia para arriesgarse a esperar. En vez de eso,
Scholder cogió las escaleras para descender un nivel y desde allí llamó al
ascensor.
El ascensor era de los que tenían puertas en dos lados, como Scholder
posiblemente ya sabía pero Adamson empezaba a percatarse de ello en ese
momento. Entraron, pero en vez de pulsar el botón de un piso, Scholder abrió
la puerta de enfrente y salieron por el otro lado. Entonces, mientras las puertas
comenzaban a cerrarse, metió el brazo en el interior para enviar al ascensor
arriba. En ese instante, llegó el sonido de una puerta que se abría de golpe en
el piso de arriba, seguido por el sonido de voces que hablaban en tono
nervioso. Scholder y Adamson se alejaron caminando rápidamente, girando
un par de veces en otros cruces y llegaron hasta otro ascensor. Lo tomaron y
bajaron.
—Soy yo el que debería estar preocupado, Keith —dijo Scholder al captar
la expresión en la cara de Adamson cuando el ascensor empezó a moverse—.
Estamos literalmente donde empecé con todo esto.
Adamson se recompuso haciendo un esfuerzo.
—Ya presentaré una queja por escrito cuando volvamos.
—Eso dependerá de adonde volvamos.
—Suponiendo que volvamos a algún lado —dijo Adamson tras una pausa
—. Lo de antes sí que fue reaccionar rápido, Kurt. Estoy impresionado. Pero
¿adónde vamos ahora?
El ascensor se detuvo y la puerta se abrió. Scholder alzó la mano en señal
de cautela para Adamson mientras se asomaba a echar un vistazo. Entonces le
hizo una seña y cruzaron rápidamente el rellano y abrieron una puerta. El
interior estaba completamente a oscuras, era ruidoso, y una vaharada de aire
caliente salía del interior. Scholder le dio al interruptor de la luz para revelar
una habitación repleta de motores, compresores, equipo de ventilación y
tuberías. Había unos estantes cerca de la puerta con cubos, cepillos y material
de limpieza. Había un carrito como el que usaban los limpiadores y al lado un
armario metálico. Scholder abrió el armario y gruñó satisfecho mientras
sacaba un mugriento mono del interior.
—Aquí estarás bien durante unos minutos —dijo mientras se introducía
en el mono—. Voy a buscarnos ropas mejores. Las que llevamos son
demasiado llamativas.
—¿Y luego qué?

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—Pues luego le haremos una visita a alguien que puede que esté dispuesto
a ayudarnos.
—¿Quién?
—Oh, en cierto modo ya lo conoces —replicó Scholder. Puso un par de
botellas de limpiador y algunos trapos en el carrito y los empujó hasta el
rellano. Sonrió misteriosamente, cerró la puerta ante la cara perpleja de
Adamson y se fue empujando del carrito.
Unos minutos después Scholder llegó a los talleres de metalurgia y
maquinaria de los niveles inferiores del complejo y entró en el vestuario que
había por fuera de las duchas. Había dos hombres hablando al lado de las
taquillas del personal y Scholder se dedicó a aparentar que hacía algo con una
de las botellas y un trapo hasta que los hombres entraron en las duchas.
Entonces revisó las taquillas y descubrió que había las suficientes sin cerrar
con llave para proporcionarle una mezcolanza de ropas que en su opinión eran
de la talla de Adamson, eligiendo ropa poco ajustada y suelta para tener algo
de margen de error. Tiró las ropas al carrito, enrolló en un fardo un par de
batas blancas y las puso encima de todo, y unos pocos segundos después
estaba de camino para reunirse con Adamson.
Se cambiaron en silencio en el pequeño espacio del cuarto de máquinas y
emergieron como imitaciones aceptables de trabajadores de verdad del
Órgano de Catedral, siempre y cuando nadie examinara con detenimiento las
fotografías de las tarjetas que llevaban en las batas. Cuando estuvieron de
vuelta en el ascensor, Scholder apretó un botón para ascender varios niveles.
Cuando el ascensor comenzó a moverse, desde una rejilla del techo llegó una
voz.
—Atención. Atención. Personas no autorizadas en el Área de Seguridad.
Todo el personal debe volver a sus puestos asignados inmediatamente para
una comprobación de seguridad. Todo el personal debe acudir a sus puestos.
Repito…
—Justo a tiempo —murmuró Scholder—. Eso significa que sellarán todos
los accesos entre niveles en pocos minutos.
El ascensor se detuvo y salieron a una sala amplia y enmoquetada con
macetas y paredes en tonos pastel. Había siluetas que corrían de aquí para allá
entre los corredores que conducían en diferentes direcciones. Al lado un
grupo emergió de otro ascensor casi al mismo tiempo que ellos.
—¿Tenéis alguna idea de qué va esto? —les preguntó uno.
—Ni pajolera —dijo Scholder con aparente irritación—. ¿De qué se trata
siempre? Probablemente sea otro simulacro.

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—¡Típico! Los de seguridad son los únicos que nunca tienen nada que
hacer en este lugar.
Aparecieron más hombres de uniforme gris que se desplegaron delante de
los ascensores.
—Deprisa —dijo uno de ellos a Scholder y Adamson—. Ya han oído el
aviso.
Scholder asintió y se alejó caminando a paso rápido, con Adamson en los
talones y haciendo lo posible para fingir que sabía adónde iba. Pasaron una
serie de puertas con rótulos y llegaron a un área más amplia de bancos de
laboratorio, equipo experimental con montones de metal reluciente y cristal,
escritorios, terminales de ordenador y cubículos de oficina formados por
particiones. Sin dudar, Scholder atravesó el laberinto de pantallas y
habitaciones de descontaminación de paredes transparentes hasta la puerta de
una de las oficinas situada en un rincón. Abrió la puerta y entró casi sin
reducir el paso y en el mismo movimiento le hizo una seña a Adamson para
que cerrara la puerta cuando entrara.
Dentro había dos escritorios, frente a frente junto a la pared más alejada.
El hombre que estaba sentado en uno de ellos levantó la vista sobresaltado.
—¿Qué demonios…?
Otro hombre, que estaba de pie y se disponía a poner algo en el archivador
de la mesa detrás del otro escritorio giró en redondo.
—¿Quiénes son ustedes? —exigió saber con indignación—. ¿No han oído
la alerta? No deberían estar aquí. ¿A qué sección pertenecen?
Scholder sonrió de forma tranquilizadora.
—No hay por qué estar tan tenso, amigo mío —dijo—. Deberías tomarte
las cosas con más calma, como Eddie aquí presente.
El hombre sentado al escritorio arrugó el entrecejo. Tenía unos cuarenta y
tantos años, y un rostro redondo y franco con ojos claros y cabello rubio. A su
lado, una pantalla mostraba hileras de símbolos matemáticos.
—¿Cómo sabe quién soy? —preguntó con suspicacia—. No le conozco.
—¿Ah, no?
Eddie se quedó mirándolo durante un segundo o dos, y luego negó con la
cabeza.
—No.
Scholder giró la cabeza hacia el más joven de los dos, que todavía estaba
de pie. Llevaba un suéter blanco con pantalones oscuros y tenía unos rasgos
afilados e intensos, pelo negro encrespado y una boca delgada y obstinada…
definitivamente de apariencia alemana.

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—Cuando tenías diecisiete años sufriste un accidente esquiando en Dente
Blanche, a resultas del cual tienes una cicatriz distintiva en el antebrazo
izquierdo y parte del brazo. —Scholder miró a Eddie—. ¿Sabías eso?
—No, no lo sabía. —Eddie parecía confundido—. ¿Por qué? ¿Qué tiene
que ver?
Scholder miró al más joven.
—Tu manga… enséñanos la cicatriz.
—¿Y por qué debería? Primero quiero saber quién demonios…
—Por favor.
La expresión fue una orden, no una petición. El hombre titubeó, luego
cedió y arremangó el suéter para mostrar una cicatriz en forma de L.
—¿Satisfecho? Y ahora, ¿tendría la amabilidad de explicarse?
En respuesta, Scholder se arremangó su abrigo, se desabrochó el puño de
su camisa y se subió la manga. Ahí estaba la misma cicatriz, algo más
desvanecida por treinta y cuatro años de penurias, trabajos y vida, pero
inconfundible.
—Ya ves, yo también soy Kurt Scholder —dijo—. Ésta solía ser mi
oficina cuando trabajaba para ti, Eddie… o al menos para otra versión tuya. Y
sí, tengo que admitir que somos los responsables de todo este follón que se ha
montado. Necesitamos vuestra ayuda para ocultarnos hasta después de la
comprobación de seguridad, y entonces podremos hablar. —Volvió a mirar a
la copia boquiabierta de la persona que una vez fue—. Estoy seguro de que
cooperarás, Kurt. Después de todo, yo soy tú. Y tú no querrías verte a ti
mismo metido en problemas, ¿no?

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Leipzig todavía no se había convertido en la ciudad que Harry Ferracini


recordaba de principios de los setenta en su propio mundo. En ese mundo, las
promesas de gloria, riqueza y poder que habían embriagado al pueblo alemán
y atontado sus sentidos mientras los nazis se hacían con la nación hacía
mucho que quedaron olvidadas. En vez de cumplir con su destino como la
noble y orgullosa raza superior, habían despertado de su estupor para
descubrirse esclavos de una despiadada elite autoproclamada que ostentaba un
absoluto monopolio de la autoridad y el poder. Al no suscribir ningún código
ético, los miembros de esa elite no tenían ningún tipo de restricción
exceptuando la lealtad para con los suyos. Con absoluta libertad para disponer
del trabajo de pueblos indefensos y saquear los recursos de naciones enteras
mediante el uso del terror, vivían entre sus cortes de seguidores, rodeados de
un lujo y un esplendor inimaginables hasta para los mismos césares de antaño,
mientras los hijos de los artesanos que construyeron sus palacios se morían de
hambre envueltos en harapos. Así, los líderes nazis heredaron la utopía que
Supremacía quería crear para sí.
Pero el comienzo de todo eso ya estaba presente allí, según pudo ver
Ferracini mientras él y Cassidy caminaban lentamente, con las manos en los
bolsillos, por las calles a plena luz del día. Se podía ver en las banderas nazis
colgando de las ventanas; en los jóvenes en uniformes pardos con la esvástica
en los brazaletes, pavoneándose entre la multitud, y cuyas botas hacían crujir
los adoquines mientras mantenían los dedos enganchados en sus cinturones
con hebillas plateadas en forma de águilas; en las tiendas cerradas con
tablones clavados con nombres judíos en los carteles. Y en el miedo: el miedo
constante a la policía; miedo de no saber nunca qué pariente, vecino o
compañero de trabajo pudiera ser un informante; miedo de los registros y
arrestos arbitrarios, los interrogatorios, la encarcelación sin juicio previo; todo
eso ya estaba allí, visible en las caras de la gente.
Cassidy se estiró mientras caminaban.

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—Sabes, Benito, no me volveré a quejar nunca más de los asientos en los
vuelos de costa a costa —murmuró—. ¡Día y medio en ese puñetero tren!
¿Qué hacían durante todas esas paradas? ¿Cambiar la caldera? Cualquiera
pensaría que estamos en guerra.
—No son los asientos. Es que eres demasiado patilargo. Siempre te lo he
dicho.
—Son los asientos. Todo está diseñado para mutantes, enanos y
amputados… Y, de todas formas, suponiendo que tuvieras razón ¿qué se
supone que debería hacer?
—Es demasiado tarde, Niels. Te dedicaste a la profesión equivocada.
Deberías haberte metido en el baloncesto o en algo así.
—¿Ah, sí? ¿Y quién te salvó el pellejo la última vez que estuvimos en esta
ciudad?
Se separaron cuando llegaron a la Rathausplatz. Era día de mercado, y la
plaza estaba llena de puestos y gente. Ferracini se detuvo a comprar un
periódico en un quiosco de la acera, mientras Cassidy cruzaba la calle y daba
una vuelta por la plaza, deteniéndose finalmente en una puerta en la esquina
opuesta a la de la cervecería, con el reloj que Lindemann había descrito.
Desde allí podía observar toda la plaza y parte de la serpenteante calle de
adoquines donde una señal confirmaba que se trataba de la Kanzlerstrasse.
Ferracini llegó a la plaza por el otro lado un minuto o dos más tarde y
caminó lentamente pasando por delante de las tiendas hacia la cervecería.
Dobló la esquina en la Kanzlerstrasse y siguió la única y estrecha acera
durante una corta distancia hasta que vio el cartel del zapatero que decía
«Hoffenzollen» frente a él al otro lado de la calle. Era un local pequeño con
un gran alero que sobresalía de la fachada, ventanales emplomados con
arabescos y una puerta verde cuya pintura estaba descascarillada. Ferracini no
veía nada anormal o sospechoso. Incluso así, siguió caminando hasta la
siguiente esquina y se detuvo para dar un par de pisotones sobre la nieve
medio derretida para entrar en calor, cruzó los brazos rectos sobre el pecho
haciendo ejercicio y aprovechó para dar un vistazo rápido a su alrededor.
Entonces se volvió y regresó por donde había venido.
No veía a nadie que estuviera allí sin una buena razón; no había indicios
de que nadie observara la tienda desde el otro lado de la calle; no había nadie
sentado en automóviles aparcados. Desde su posición al otro lado del
mercado, Cassidy levantó una mano y bostezó. Era señal de que nadie había
seguido a Ferracini por la calle. Satisfecho, Ferracini cruzó y entró en la
tienda del zapatero. La puerta chirrió y sonó una campanilla sobre su cabeza.

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Dentro estaba oscuro en comparación con la luz exterior, y olía a una
mezcla de cuero y humedad. Los ojos de Ferracini se adaptaron tras unos
segundos, y divisó un maltrecho mostrador de madera con unas estanterías
repletas de zapatos usados detrás, y un estante con betún y cordones, una
vitrina vacía: bajo las regulaciones de guerra, el cuero de verdad había
desaparecido de forma indefinida. Vio un martillo, un cuchillo y unas cizallas
sobre uno de los estantes, y un cuadro descolorido que representaba a unos
caballos, enmarcado pero con el cristal roto, colgado en la pared frente al
mostrador, detrás de la puerta de entrada. Un escritorio en la esquina estaba
repleto de sobres y papeles desordenados. El calendario que había encima del
escritorio todavía mostraba el mes de enero.
Procedente de la puerta que conducía a la trastienda, se oyó el sonido de
alguien que dejaba una herramienta sobre un banco de trabajo seguido de un
eructo y de un arrastrar de pies. Entonces apareció un hombre gigantesco, de
pelo negro desgreñado y una densa barba. Llevaba puesto un delantal de
cuero y sus mangas arremangadas revelaban unos antebrazos enormes que
terminaban en puños como jamones que parecían capaces de destrozar
ladrillos. Tenía los labios abiertos, mostrando una hilera de dientes perfectos
que parecían brillar en la penumbra. Arrastraba la pierna mientras caminaba.
—Buenos días —saludó Ferracini. El gigante puso las palmas sobre el
mostrador, alzó la barbilla en una pregunta silenciosa y esperó—. Yo, ah…
creo que tiene usted los zapatos de Fräulein Schultz a los que había que
cambiarle el tacón —dijo Ferracini—. Me dijeron que ya estarían listos.
—Fräulein Schultz, ¿eh?
—Sí.
—¿Es usted amigo suyo? No lo conozco.
—Soy un amigo de un amigo, como si dijéramos. Estoy de visita, ya
comprende.
El gigante contempló a Ferracini sin expresión durante unos segundos.
—Un momento. —Se giró y volvió a la trastienda. Se oyeron más ruidos.
Entonces Ferracini oyó el débil chasquido que sólo un oído entrenado podría
percibir, el de un revólver siendo amartillado. Ferracini se movió al instante y
se pegó a la pared fuera de la línea de visión directa a la puerta de la
trastienda. Palpó el estante a su espalda y sus dedos se cerraron sobre el
martillo y el cuchillo.
—¿Cómo está Fräulein Schultz? —inquirió la voz del gigante desde el
interior—. ¿Se ha recuperado ya de su resfriado?

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—Sí, ya está mucho mejor —dijo en voz alta Ferracini—. Este invierno
está siendo horroroso.
Los oídos de Ferracini oyeron cómo el percutor volvía a bajar, el sonido
del seguro del arma al volver a ser puesto y el del arma siendo devuelta a su
escondite. Para cuando el gigante reapareció, Ferracini estaba detrás del
mostrador aparentando indiferencia. El gigante depositó un par de botas de
mujer, atadas por los cordones y con una etiqueta.
—Vaya a la dirección que hay en la etiqueta esta noche, después de las
ocho —dijo manteniendo la voz baja—. Allí los recogerán. No ha dejado las
maletas en el hotel, espero.
—No… en una taquilla de equipajes en la estación.
—Bien. Deme los resguardos. —El equipaje ya había cumplido con su
propósito. Ferracini y Cassidy no tendrían necesidad de las ropas compradas
en Italia.
—Gracias.
—Y buena suerte.
Ferracini se reunió con Cassidy al cabo de unos pocos minutos a una
manzana de distancia al otro lado de la plaza.
—Todo parece en orden —dijo Ferracini—. Tengo una dirección de
recogida para esta noche. Hasta entonces, tenemos todo el resto del día para
matar el tiempo.
—¿Una película? —suspiró Cassidy.
—Supongo. ¿Alguna idea de qué es lo que ponen?
—No te lo vas a creer.
—¿El qué?
Cassidy hizo un gesto y Ferracini se giró para ver un tablón de anuncios.
La principal atracción que esa semana pasaban en el Marmorhaus era
Aventura en China, con Clark Gable.
—Ahora todo lo que nos falta son los taxis amarillos y el local de Max a
la vuelta de la esquina.
La mente de Ferracini recorrió a la inversa en un destello un millón de
años luz recorridos en trenes, aviones, inviernos ingleses con academias
navales y cursos de asalto, autobuses londinenses y bombarderos
norteamericanos cruzando el Atlántico, hacia las luces y los sonidos de
Broadway y la Séptima Avenida. De repente, deseó que Cassidy no hubiera
dicho eso.

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Mientras tanto, a más de ciento cincuenta kilómetros al norte, cerca de la
ciudad de Kyritz, el inspector Helmut Stolpe de la Gestapo local estaba en la
recepción del cuartel de la Policía de Seguridad del área. Había a su alrededor
una docena o así de hombres con el uniforme de las SS y un par de las SD (la
rama de inteligencia de las SS) que fumaban y hablaban entre sí, mientras que
en la habitación que había detrás del mostrador de la entrada el Polizeiführer
gritaba al teléfono. Desde fuera llegaban los sonidos de vehículos que
frenaban, pisadas apresuradas y una voz que ladraba órdenes.
El joven que estaba al lado de Stolpe con uniforme de Unterscharführer
de la Waffen SS probablemente tenía unos veinticinco años. Parecía ojeroso
tras la actividad de la noche pasada, con el pelo enmarañado, un rastro de
barba y la chaqueta desabrochada. Daba caladas nerviosamente a un cigarrillo
mientras hablaba.
—Pero estuve ahí, y usted no. No sabe lo que están haciendo los
Einsatzgruppen[15] de Heydrich en Polonia. La gente no lo sabe. Ni siquiera el
ejército lo sabe. Nadie dice nada. Todos creen que nos enviaron a detener a
los saboteadores y partisanos que hubiera en la retaguardia. Pero no es cierto.
Están matando a todo al que creen capaz de organizarse, maestros, médicos,
sindicalistas… a miles de ellos. Y los judíos…
Stolpe no se dejó impresionar.
—Ya debería saber que ésa no es forma de hablar —gruñó. Ese tipo de
debilidad es lo que les había costado la última guerra. Se sentía ofendido al
descubrir rastros de esa contaminación en todos los grupos de las SS, la elite
que Himmler había seleccionado para ser la nueva orden de Caballeros
Teutones—. ¿Es que sufrió acaso una crisis nerviosa? ¿Por eso lo mandaron
de vuelta a casa?
El sargento no se dio por aludido.
—Ancianos, minusválidos, mujeres con niños… Les hicimos desnudarse
en la nieve, y los ametrallamos para que cayeran a las fosas. Miles de ellos…
día tras día…
—Ya basta —restalló Stolpe—. ¿No te enseñaron que el estado encarna la
voluntad del pueblo y que por tanto todo lo que haga el estado es legal? Vete
y piensa en cuántos alemanes murieron gracias a los traidores y a la escoria
cobarde en la Gran Guerra. Esta vez será diferente. —Vio que uno de los
oficiales de seguridad le hacía señas para que se aproximara desde la puerta
que conducía a la trasera del edificio—. Tengo cosas que hacer. Si sigue mi
consejo, sargento, aprenderá a controlar esa lengua suya. Ya no está en la
escuela.

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Tomó nota mentalmente para que alguien hablara con el oficial superior
del sargento y Stolpe caminó hasta el oficial de seguridad que lo condujo a un
pasillo. Al final del pasillo había habitaciones a ambos lados y terminaba con
un acceso a las celdas. El oficial de seguridad indicó la enfermería y Stolpe
entró para encontrarse con un comandante y un alférez de las SS que
observaban mientras un médico de la policía y su asistente examinaban en la
mesa que ocupaba el centro de la habitación el primero de los cuatro cuerpos
que habían traído media hora antes.
—¿Qué ocurrió? —preguntó en tono neutral. A juzgar por la parte del
rostro que no había desaparecido por un disparo, el hombre de la mesa parecía
de mediana edad. Un hombro de su chaqueta estaba cubierto con una masa de
sangre coagulada entremezclada con astillas de hueso procedentes de la
mandíbula. El doctor cortaba la ropa mientras el asistente registraba
metódicamente los bolsillos y ponía el contenido en una mesilla aparte.
—Tres de ellos fueron divisados recibiendo algo de una pequeña
embarcación hace un par de días cerca de Rostock —dijo el comandante—. El
otro se les unió más tarde, y empezaron a moverse hacia el sur en un camión
cargado de nabos.
Los otros cadáveres todavía yacían en el suelo, cubiertos con sábanas
sobre las camillas en las que los habían traído. Stolpe se inclinó para retirar la
primera sábana que reveló a un joven adolescente con un abrigo empapado de
sangre y repleto de agujeros de bala.
—¿Alguna idea acerca de la procedencia de la embarcación? —dijo
Stolpe. Dejó caer la sábana de nuevo.
El comandante negó con la cabeza.
—Se escabulló antes de que pudiéramos acercarnos. Se alertó a los
guardacostas pero no pudieron interceptarla. Por eso decidimos dejar que el
grupo siguiera adelante para mantenerlos bajo observación, para ver qué
tramaban. —Hizo un gesto de indiferencia—. ¿La embarcación? Danesa o
sueca, posiblemente… o puede que incluso procediera de un submarino
inglés.
El tercer cuerpo era el de un hombre con bigote; tenía un único y limpio
agujero de bala en la sien.
—¿Y? —inquirió Stolpe para que continuara.
—Hubo un problema con las órdenes, y los patanes de un control de
carretera a unos quince kilómetros de aquí intentaron detenerlos. Resultó que
estaban armados y se resistieron. Dos de los guardias murieron, pero los
demás consiguieron retenerlos mientras nos llamaban. El resto ya lo ve.

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Stolpe levantó la última sábana y se encontró mirando las facciones casi
serenas de una mujer que parecía que en vida podía haber sido bastante
atractiva. Su rostro, sin embargo, parecía hundido de una manera antinatural
ya que yacía mirando hacia arriba; Stolpe se dio cuenta de que se debía a que
carecía de la parte posterior de la cabeza.
—Ella fue la última —explicó el comandante—. Suicido. Una pistola en
la boca.
—Una lástima. —Stolpe dejó la sábana en su sitio y tiró de ella para
cubrir el cuerpo—. ¿Y qué ocultaban bajo los nabos que merecía tal
sacrificio? —preguntó.
—Nada. Pero el camión tenía un doble fondo. Lo que había allí sí que era
interesante. Venga a verlo, está aquí al lado. El comandante hizo un gesto de
asentimiento al alférez para que se ocupara del procedimiento y condujo a
Stolpe de vuelta al pasillo y a una de las celadas. En el interior, un oficial de
seguridad de las SD y Erwin Poehner, un colega de Stolpe de la Gestapo,
desempacaban grandes fardos envueltos en lona impermeable. Los objetos
que ya habían sido desenvueltos estaban ordenados sobre uno de los dos
bancos de la celda.
Stolpe recogió un extraño atavío negro de una sola pieza con forma de
capucha fabricado con un material grasiento y gomoso. Lo examinó con
curiosidad durante un momento y luego lo devolvió a su sitio para detenerse a
contemplar, por turno, algún tipo de protección facial transparente con
válvulas y tubos; un arnés con unos peculiares cilindros de metal y correas
para armas o herramientas; y un conjunto de ropa interior gruesa. En el otro
banco había una pila de cuerdas, agarraderas, escarpias y otros objetos
metálicos inidentificables ordenados según tamaño y forma.
—¿Alguna idea de para qué querían todo eso? —preguntó, mirando a
Poehner.
Poehner hizo un gesto de negación.
—Jamás he visto algo así. No sé si querían entrar en los bomberos o
escalar el Eiger. ¿Y quieres saber algo más, Helmut? Hay suficiente explosivo
en esos sacos para volar el Bismarck. Esto tendrá que llegar muy arriba.
Y eso, se dijo Stolpe, gimiendo para sí, significaría que pasaría el resto del
día escribiendo informes y rellenando formularios.

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La dirección resultó ser la de una casa adosada en un barrio obrero de mal


aspecto al este del centro de la ciudad. Estaba austeramente amueblada y el
único ocupante era un hombre calvo, delgado y con gafas que dijo ser el
doctor Mueller. De él emanaba una abismal carencia de toda alegría que le
recordó a Ferracini al granjero del cuadro American Gothic. Hablaba poco, y
cuando lo hacía sonaba tenso y nervioso. Antes de que empezaran a hacerle
preguntas, no, no sabía quiénes eran ni de dónde venían, ni tampoco quería
saberlo; todo lo que sabía es que los recogerían a la mañana siguiente. Lo que
pasara a continuación no era asunto suyo, y la razón por la que hacía lo que
hacía tampoco era asunto de ellos.
Junto con el inevitable conjunto de nuevos documentos de identidad,
Mueller les proporcionó algunas ropas apropiadas para su nuevo papel: un
arrugado traje de chaleco, corbata, sombrero de fieltro y abrigo para Ferracini,
y para Cassidy una chaqueta de cuero de las que usaban los obreros, camisa,
suéter y pantalones de pana. Cenaron juntos una fúnebre comida consistente
en sauerkraut de pan negro, un trozo de salchicha y queso duro por cabeza.
Entonces, cansados de su viaje, Ferracini y Cassidy se retiraron para pasar la
noche compartiendo un colchón de paja sobre el suelo de una habitación
húmeda y con corrientes de aire en el piso de arriba. La casa era claramente
un «buzón», un eslabón transitorio en la cadena. «Mueller» desaparecería tan
pronto como se hubieran ido, y cualquier intento de rastrearlos hasta sus
orígenes acabaría en esa casa.
El día siguiente pasó hasta la hora del almuerzo antes de que un hombre
con una gabardina abrochada apareciera finalmente en la puerta principal para
recogerlos, presentándose a sí mismo como Gustav Knacke. Era un hombre
bajo y rechoncho, con una actitud animada y vivaz que inspiraba confianza;
tenía el cabello negro y rizado, una boca que se curvaba en las comisuras y
ojos oscuros que parecían no detenerse nunca en un mismo lugar y sin
embargo no dejar pasar ningún detalle. Su carácter animado y de una

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locuacidad desinhibida era un cambio bienvenido tras la austera y callada
presencia del doctor Mueller.
Knacke trabajaba en la planta de Weissenberg, según les contó mientras
salían de Leipzig en un ruidoso y humeante Fiat que había visto mejores días.
Era un químico que se dedicaba al desarrollo de equipo contra incendios y de
seguridad. Su esposa trabajaba como administrativa en la misma planta.
Alojarían a «Ferdinand» y «Juggler» —Knacke conocía a Ferracini y Cassidy
sólo por sus nombres en código de la Operación Ampersand— hasta que
llegara el momento. En la casa les esperaban más ropas para reemplazar las
cosas que habían dejado con el equipaje.
—La gasolina es casi imposible de obtener como ciudadano particular,
pero uso el transporte de la compañía para asuntos de la planta —les contó
mientras conducía—. Coged esto por si nos paran. Son pases de trabajador de
Weissenberg. Seréis un supervisor de mantenimiento de la planta y un
electricista. Si alguien pregunta, hemos ido a Leipzig a recoger unas piezas
esenciales para una reparación. Sí, las piezas están en el maletero. Aquí están
los recibos. Leedlos de forma que sepáis qué es lo que hemos comprado.
—¿Es así como planeas introducirnos en la planta luego? —preguntó
Ferracini.
—Sí.
—Así que los seis nos reuniremos contigo.
—Exacto.
Cada una de las parejas que viajaban a Alemania tendría su propio
contacto como el zapatero, que no sabría nada de su destino. Y tampoco
Knacke, sin duda, sabría el origen de las personas que recogía de los
«buzones».
—¿Qué hay de los demás? —preguntó Cassidy—. ¿Ha aparecido alguno
ya?
Knacke negó con la cabeza.
—Todavía no. Pero es temprano. No deberíamos hablar de eso hasta
que… oh-oh.
Había dos policías armados más adelante en la carretera, y otro caminaba
hacia delante con una mano alzada y la otra señalándoles directamente.
Knacke detuvo el coche a pocos metros y sus dos pasajeros se tensaron, pero
el policía se dio la vuelta y se reunió con los demás. Entonces vieron que
estaban en un cruce de ferrocarril y que los vehículos que venían en el otro
sentido también estaban parados. Un minuto más tarde aparecieron dos
locomotoras en tándem atronando a su paso, tirando de vagones de

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mercancías, seguidos de otros vagones de transporte cargados de piezas de
artillería de campaña bajo telas y tanques pintados de gris con la cruz negra
de la Wehrmacht.
—Ya veis, eso es todo lo que conseguimos —exclamó Knacke levantando
las manos del volante—. Chanchullos y más chanchullos. Nuestro ilustre
doctor Ley va a producir un «coche del pueblo» por menos de mil marcos y
que todo el mundo se podrá permitir, según prometió el Führer. Y por tanto
inventaron un plan de inversión-antes-de-la-compra, ¿brillante, no?, según el
cual todos los trabajadores pagan cinco marcos a la semana, o más si te lo
pueden quitar. Cuando has pagado setecientos cincuenta marcos, entonces te
dan un número de pedido que te da derecho al coche tan pronto como
empiecen a salir de la fábrica. Pero el número es todo lo que consigues. Nadie
ha visto un solo coche todavía. Y la fábrica que construyeron con nuestro
dinero en Fallersleben, que fabricará más coches al año de los que produce
Ford en Norteamérica, decían, está haciendo tanques. —Volvió a levantar las
manos, exasperado—. ¿De qué me sirve eso a mí? ¿Se supone que voy a
llevar a mi esposa a comprar en un tanque?
Ferracini y Cassidy sonrieron mientras el coche comenzaba a moverse de
nuevo. Ferracini se enderezó en el asiento delantero para ver dónde estaban.
Sí, conocía esta área. Algunas cosas eran como las recordaba. O más bien,
todavía no habían cambiado. Era una extraña sensación de déjà vu a la
inversa.

El director Kahleb frunció el ceño. Estaba sentado a un extremo de la mesa de


la habitación encima del área de recepción, donde Winslade y Anna habían
sido llevados tras la desaparición de Scholder y Adamson hacía media hora.
Nada tenía sentido.
—Si sus intenciones son tan inocuas como pretenden, ¿por qué huyeron
de esa manera sus dos compañeros? —preguntó—. Todavía no he oído una
respuesta satisfactoria.
—¿Y cómo quiere que lo sepa sin preguntárselo a ellos? —restalló
Winslade—. A lo mejor piensan que todo el mundo está loco aquí dentro. Y
la verdad es que puedo comprenderlo perfectamente.
El hombre del pelo plateado al que Kahleb había convocado alzó una
mano.
—Ya hablaremos de eso cuando llegue Shelmer —dijo. Miró a Winslade
—. Ahora, volviendo al tema, dicen ustedes que jamás han oído hablar de los

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nazis. ¿No están con Hitler, entonces?
—¿Hitler? —Winslade parpadeó poniendo una expresión de desconcierto
—. ¿Quiere decir Adolf Hitler?
—Sí, claro, ¿quién si no?
—¿El demente? Pero si fue asesinado, oh… no sé cuántos años hace.
¿Qué tiene que ver él con todo esto?
—¿Cómo podríamos estar relacionados con él? —intervino Anna
Kharkiovitch.
—Ustedes proceden de 1940 —dijo Kahleb para volver a asegurarse.
—Sí.
—¿Y no había un Führer del Reich de allí de donde proceden?
—¿Führer? —Winslade miró con perplejidad a Anna.
—Creo que quieren decir el Comisario para Europa Central —dijo,
fingiendo que intentaba ser de utilidad.
—Oh, sí, por supuesto. —Winslade volvió a mirar al frente—. Ése sería el
camarada Georgi Yussenklovov.
—Así que ustedes están con él —concluyó el hombre del pelo plateado,
asintiendo como si al fin llegaran a algún sitio.
—No —dijo Winslade.
Hubo gemidos seguidos de una pausa debida al desconcierto.
—Vamos a ver —dijo Kahleb con abatimiento—, empecemos otra vez
desde el principio…
Uno de los científicos que escuchaban desde al otro lado de la habitación
giró la cabeza hacia el que estaba a su lado.
—No hay precedentes para esta situación —susurró—. No debería ser
posible, pero parece como si hubiéramos recogido una señal de otro universo
completamente diferente. Debe de tener algo que ver con esa interferencia
que hemos estado recibiendo.

El hogar de los Knacke era una casa sólida y respetable, de ladrillo y tejado
de tejas, con las paredes recubiertas de hiedra, confortablemente aislada tras
setos y arbustos en un área tranquila de arboledas y casas a unos siete
kilómetros de Weissenberg. Gustav Knacke dijo que la había construido su
padre, que fue profesor de teología y filosofía en la Universidad de Leipzig.
Parecía que la familia tenía una larga historia en la zona.
Knacke los introdujo por la puerta de atrás y encendió un fuego en la
chimenea de la sala de estar. Tendrían que acomodarse ellos mismos en la

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casa, les dijo, ya que se suponía que tenía que estar de vuelta en la planta.
Volvería más tarde con su esposa Marga. Les aconsejó que permanecieran
dentro de la casa, que mantuvieran el fuego bajo para evitar que la gente se
percatara de que había alguien y que no abrieran la puerta a nadie ni
respondieran al teléfono.
—¡Los vecinos! —exclamó con desesperación cuando se marchaba—.
Como sus vidas son tan aburridas se dedican a meter las narices en las de otra
gente. Afortunadamente las casas están bastante separadas por aquí, y hay
muchos árboles. Pero es mejor asegurarse. —Sacudió la cabeza—. Te mandan
postales de navidad y te dan los buenos días de camino a la iglesia, pero dales
una oportunidad e irán corriendo a la policía a denunciarte para quedar bien
con las autoridades. Maltratan a la gente a su servicio y se arrastran ante sus
jefes. Me temo que es parte de la mentalidad de demasiados alemanes.
Cassidy encontró una manta de sobra en uno de los armarios, y, tras
quitarse las botas, se tiró en el sofá frente a la chimenea y se durmió. Ferracini
nunca había conocido a nadie con esa energía para pasar tanto tiempo sin
dormir si la situación lo requería, o la capacidad de dormir mucho cuando lo
permitía. Ferracini también se sentía abatido e inquieto.
Vagó por la casa, haciéndose una idea del edificio. Era un lugar sobrio,
pero al mismo tiempo decorado con mucho gusto y dignidad, con un recibidor
y escalera de paneles de madera, sólidos muebles de nogal y roble, y
porcelana y cristalería en las vitrinas del comedor. La biblioteca tenía
estanterías repletas de libros que llegaban hasta el techo y un gran piano.
Había un atril de música cerca del piano, con la partitura de una sonata de
Mozart, y el estuche de un violín descansaba contra una silla cercana.
Ferracini cogió algunos de los libros al azar y los hojeó sin propósito
determinado. Obras de teatro y poemas: Goethe, Schiller, Shakespeare…
Vidas de los grandes compositores… arte, historia y jardinería… Fue hasta
otra sección. Funciones analíticas de variable compleja; Introducción a la
geometría diferencial y la teoría de la curvatura; La física desde 1900… Y
más lejos, Mitología oriental: Una historia del pensamiento.
Cada vez se encontraba más deprimido. Tanto como había sido creado,
tanto descubierto; pero aparte de lo que había aprendido en la escuela, sólo le
habían enseñado a matar y destruir. Un artesano podía trabajar durante meses,
aplicando el conocimiento obtenido durante toda una vida, para crear algo que
cualquier idiota con un martillo podía aplastar en un momento. Frente a eso,
nada valioso debería haber perdurado. Y sin embargo lo extraño es que a
través de las épocas habían crecido ciudades y naciones, se acumulaban las

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obras de arte y los descubrimientos científicos, la civilización se extendía.
¿No decían que los impulsos creadores y constructivos de la humanidad
sobrepasaban con mucho su elemento destructivo? La pulsión central del
hombre era construir y preservar. Los interludios de destrucción eran las
aberraciones.
Si eso era así, entonces el mundo de Ferracini representaba la aberración
suprema y él mismo era parte de la aberración. El resentimiento que nunca
había estado lejos de la superficie afloró en él como un nuevo manantial
cuando se dio cuentan de cuánto se le había arrebatado gracias a ese mundo y
a aquellos responsables de su creación. Ahora, frente a los restos del mundo
que había muerto, al final se hizo en él la comprensión completa de la
verdadera naturaleza de esa fuerza horrible contra la que llevaba luchando
durante toda su vida profesional.
Su sentido del propósito se volvió, súbitamente, más claro de lo que nunca
lo había sido. Era como si toda su vida hubiera sido una preparación para este
momento. Encontró en ello una sombría ironía que le producía cierta
satisfacción al pensar que todos los conocimientos y habilidades a su
disposición en las artes de la destrucción estarían ahora concentrados, en
cierto sentido, en la tarea de destruir el mundo que lo había convertido en un
destructor. Y sabía que, si tenía éxito, sería parte de ese nuevo mundo que
nacería, para formar parte de cualquier nuevo futuro que hubiera delante. Se
habría ganado su lugar en él.

Frau Knacke era una mujer atractiva y de porte orgulloso, de aquellas cuyos
rasgos parecen profundizarse y mostrar más carácter con los años, en vez de
desvanecerse. Tenía una buena figura y llevaba bien su edad, con un pelo
negro como el carbón que empezaba a mostrar algunos mechones grises, su
boca era firme y sus ojos profundos e inteligentes.
—Podéis quedaros aquí tanto tiempo como necesitéis —les dijo a
Ferracini y Cassidy mientras les enseñaba uno de los dormitorios del piso
superior—. Hemos aireado las camas, y encontraréis más ropas, utensilios de
afeitado y más cosas en ese armario.
La habitación estaba amueblada con dos camas, un sofá grande bajo una
ventana, dos sillones pequeños frente a una mesa baja, un armario ropero y
una cómoda. Había trofeos deportivos en un estante junto con algunos libros y
algunas maquetas de biplanos de la Gran Guerra. Una foto colgada en la

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pared mostraba varias hileras de jóvenes risueños que llevaban pantalones
cortos, corbatas y chaquetas de uniforme escolar.
—Tenemos dos hijos —explicó Frau Knacke—. Wolfgang está en Berlín
estudiando para ser químico como Gustav. —Sonrió con tristeza al pensar en
la situación—. El otro, Ulrich, fue llamado a filas y ahora está con una unidad
de artillería en algún lugar.
—Se supone que está en Polonia —dijo Gustav, chupando una pipa vacía
en el umbral de la habitación—. Pero sabemos que no está allí. —Guiñó el
ojo con gesto astuto—. Recibimos una carta suya la semana pasada. Dijo que
le enviaría a Marga unos zapatos como los de la tía Hilda. Pero veréis, la tía
Hilda se trajo unos zuecos de madera de su luna de miel en Holanda. Así que
dedujimos que la unidad de Ulrich ha sido transferida en secreto al oeste.
Dentro de no mucho ocurrirá algo gordo en esa dirección, estoy seguro.
¿Cómo era que esas personas hospedaban a dos hombres que eran
enemigos del mismo régimen al que su hijo había sido llamado a arriesgar su
vida en su defensa? Cassidy sacó a colación el tema mientras cenaban.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó—. Quiero decir, que es una situación
extraña. No podemos evitar tener curiosidad.
Gustav rebañó las últimas gotas de su sopa con un trozo de pan.
—Supongo que se podría decir que los dos creemos que hay cosas más
profundas que los colores que aparecen en los mapas y que importan más que
banderas e himnos, o ideologías fanáticas. Eso son cosas pasajeras, triviales,
inventadas por los hombres y que sólo tienen que ver con los asuntos de los
hombres. Pasarán y serán olvidadas. El universo no se preocupa ni le
importan esas cosas. —Miró a Marga. Esta sonrió débilmente y le apretó la
mano en un gesto de apoyo. Gustav contempló a sus invitados—: Pero hay
otras cosas más permanentes, cosas que no cambian por capricho.
—¿Por ejemplo? —preguntó Ferracini.
—Ambos somos científicos —dijo Gustav—. Yo soy químico. Marga
solía enseñar antropología en Leipzig.
—Dimití debido a esas doctrinas raciales lunáticas que se suponía que
teníamos que enseñar porque iban acorde con las necesidades políticas del
momento —dijo—. ¡Ciencia nazi! Es ese veneno que vierten en la mente de
los jóvenes el que queremos combatir.
—La verdad, por supuesto, no se inclina ante la necesidad política —
prosiguió Gustav—, o ante cualquier tipo de imposición ideológica. Lo que es
cierto seguirá siendo cierto a pesar de que la gente deseara que fuera de otra
manera. Y el propósito de la ciencia es descubrir lo absoluto e inmutable,

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inherente a la estructura misma del universo y completamente ajeno a las
pasiones humanas, e incluso a que existamos o no.
—Haces que parezca casi una religión —comentó Cassidy.
Gustav asintió.
—Albert Einstein, habréis oído hablar de él, sin duda. Lo vi una vez desde
lejos. Pues Einstein dijo que la investigación científica es lo único que se
podría calificar de religión. Si la religión afirma que trata con lo absoluto y lo
universal, entonces, ¿qué es más absoluto y universal que las cosas reveladas
mediante las matemáticas y la física? Pero los sistemas de pensamiento
llamados religiones, ¿de qué se ocupan? De palabras que dice una persona…
una persona que cree que Dios le habla. De con quién debería acostarse uno.
Qué libros se deben leer. Cosas triviales que conciernen al comportamiento de
la gente. ¡No hay nada de universal en todo eso! ¿Quién se cree que es la
gente para que el universo se preocupe por sus afanes y su pequeña bola de
barro? Sólo la gente se preocupa de esas cosas. Pero se convencen a sí
mismos de que sus pequeños problemas tienen una importancia cósmica. —
Gustav alzó las manos con exasperación—. ¡Y ésa es la gente que a
continuación acusa a los científicos de ser arrogantes! Y yo me pregunto,
¿alguna vez habéis oído algo más absurdo?
—Hay conceptos relativos al progreso humano y al avance de la libertad
que valoramos por encima de la política o la lealtad nacional —dijo Marga—.
Pocas personas se dan cuenta de adónde conduce el monstruoso régimen de
Hitler. ¿Tenéis alguna idea del tipo de mundo que resultará si no se le
detiene? —Ferracini y Cassidy continuaron comiendo sin decir nada.
—Hay que detenerlo —dijo Gustav—. Y ayudaremos de cualquier forma
que esté a nuestro alcance. Todo lo demás ocupa un segundo plano. Vuestro
propósito al venir aquí es ayudar a ese resultado. Eso nos coloca en el mismo
bando en aquello que realmente importa.
Ferracini preguntó:
—Sólo por curiosidad, ¿cuánto sabéis de nuestro propósito? ¿Qué sabéis
de la razón por la que estamos aquí?
—No mucho —repuso Gustav—. Nuestra misión es simplemente hacer
que los seis del equipo consigan entrar en la planta.
—¿Nuestra? —intervino Cassidy—. ¿Quieres decir tú y Marga?
—Hay otro más, llamado Erich —dijo Gustav—. Es de confianza. Pero,
de todas formas… ¿y después de eso? Bueno, ya que no he recibido
posteriores instrucciones, asumo que sabréis cuál es vuestra misión una vez
que estéis dentro. Si necesitáis más ayuda, entonces supongo que la pediréis.

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Ferracini asintió.
—Está bien. Dejémoslo así por ahora.
Los ojos de Gustav centellearon y jugueteó con su tenedor durante un
momento.
—Pero ya que un antiguo amigo mío, el profesor Lindemann, está
implicado, supongo que no es ninguna hazaña deductiva suponer que venís de
Inglaterra. Pero vuestros acentos no me parecen ingleses… más bien
norteamericanos, más que nada, diría. —Alzó una mano antes de que
cualquiera de los dos pudiera replicar—. No, por favor, no digáis nada. Es
mejor si no lo sé. Nadie puede resistirse a la tentación de demostrar a los
demás lo listo que es, ¿eh? —Dobló su servilleta sobre la mesa y entonces
miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea—. Ya casi es la hora
para la emisión de la BBC de Londres —dijo—. Muy ilegal, naturalmente,
pero al promediar su propaganda y nuestra propaganda conseguimos hacernos
una idea general de lo que ocurre… o eso creemos. Parece que habrá un
armisticio entre los fineses y los rusos cualquier día de éstos. Los fineses
presentaron una buena resistencia; pero con esa diferencia en los números
nunca hubo duda del resultado.
Se levantó de la mesa.
—Y tras eso, bueno, no tenemos nada de jazz o swing, me temo, pero hay
una colección de discos de música clásica en la biblioteca. ¿O quizá querríais
escuchar algo en vivo? Marga y yo hacemos un dueto de piano y violín
bastante bueno, aunque lo diga yo. ¿Sabéis que se supone que Reinhard
Heydrich es un experto violinista? Es muy popular entre las esposas de los
gerifaltes nazis porque las entretiene en las cenas. He oído que incluso llora
de emoción por la belleza de la música. ¿Os lo podéis creer? ¿En un hombre
como ése? Qué curiosa mezcolanza de personalidades curiosas ha reunido
este fenómeno.
Pasaron dos días de inactividad. Gustav informó de que no tenía noticias
de los otros cuatro. Y en los periódicos locales no apareció ningún anuncio
relativo a los dos cargamentos de equipo que supuestamente estaban de
camino.

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La versión más joven de Kurt Scholder miró a su alrededor para asegurarse de


que no había nadie cerca, y entonces abrió la puerta de la habitación de
calibrado óptico de láseres. El interior estaba oscuro. Encima de la pesada
mesa de acero las formas fantasmales de espejos, lentes, soportes y otras
piezas de equipo quedaban silueteadas bajo una tenue luz violeta. Sacó una
linterna de bolsillo, la dirigió hacia el espacio completamente oscuro que
había bajo la mesa y la sostuvo mientras Scholder u Adamson movían cajas y
cartones para hacerse un espacio para ellos.
—Todavía no sé lo que está pasando, pero tengo que concederos el
beneficio de la duda —susurró el joven Scholder mientras se apretujaban en
el reducido espacio. Los ayudó a construir una pantalla frente a ellos—. Aquí
deberíais estar a salvo. Volveré en cuanto acabe el control. No creo que lleve
más de una hora o así. —Oyeron sus pasos que se apresuraban hacia la salida
y entonces la luz del exterior desapareció cuando se cerró la puerta y oyeron
la llave al girar en la cerradura.
Scholder y Adamson se revolvieron en el pequeño espacio para ponerse
más cómodos y todo quedó en silencio durante unos instantes. Entonces
Adamson murmuró:
—No entiendo por qué están tan perplejos acerca de tu procedencia.
Quiero decir, la gente de aquí debe saber cómo funciona esa cosa ¿no? Deben
saber lo de todos esos universos que se ramifican y qué es lo que hace esa
máquina de la que acabamos de salir.
—La verdad es que no —susurró Scholder—. Era consciente de la física
que se usaba, sí, cuando yo era él, quiero decir, pero no sabía para qué se
usaba en realidad el sistema. Nos dijeron que estaba conectado a una base de
investigación en un dominio deshabitado, que se utilizaba exclusivamente
para experimentos de causalidad. No averigüé qué pasaba en realidad hasta
más tarde, cuando pasé de este mundo a la Alemania de 1941 y me encontré
trabajando en el programa nuclear de Hitler. Pero, por supuesto, para entonces

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era demasiado tarde. No nos daban billetes de regreso con facilidad. Y cuando
Hitler destruyó el portal de regreso más tarde, me quedé atrapado de verdad.
—Entonces ¿sólo unos pocos escogidos en este lugar saben lo que ocurre
de verdad?
—Exactamente. Y el resto de los científicos aquí creen que son unos
privilegiados con acceso a información altamente confidencial. Verás, al
público general sólo se le ha contado que ha habido un avance en física que
permitiría la transmisión de materia a grandes distancias. Los científicos
respetan el secretismo rigurosamente. Ninguno de ellos quiere arriesgarse a
que lo echen del proyecto más importante en el que probablemente trabajarán
jamás.
—¿No se preguntó nadie adónde iban a parar las bombas? Dijiste que tú
mismo habías trabajado en ellas. ¿No te hiciste preguntas?
—El ensamblaje final se hacía al otro lado, en la Alemania nazi. Sabíamos
que se enviaban explosivos nucleares al otro lado, pero creíamos que eran
para trabajos de ingeniería en ese extremo; excavaciones y cosas así. Eso no
sería inusual.
Siguió un corto silencio mientras Adamson reflexionaba sobre lo que
acababa de oír.
—¿Y qué pasa con el grupo de verdaderos privilegiados, los que sabían?
—preguntó finalmente—. ¿Por qué cooperaban? ¿Qué creían que habría para
ellos?
—No estoy seguro —replicó Scholder—. ¿Cómo se puede estar seguro
acerca de las motivaciones humanas? ¿Poder, quizá? ¿Prestigio? Puede que
creyeran que se convertirían en altos sacerdotes tecnológicos en la utopía
nazi.
—¿Tienes algún plan en mente? —preguntó Adamson tras una pausa.
—No lo sé… Si pudiéramos conseguir la ayuda adecuada, simplemente
coaccionar al equipo de control pistola en mano, si es necesario, supongo, y
obligarlos a enviarnos de vuelta a donde vinimos. Y después de eso, ¿quién
sabe?
—Parece más fácil de decir que de hacer.
—¿Tienes una idea mejor?
Silencio.
—No… supongo que no.
—Lo primero que intentaremos será encontrar a Claud y Anna. Me
pregunto qué les habrá ocurrido.

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—He perdido la noción del tiempo —dijo Adamson—. ¿Cuánto hace que
salimos de la máquina?
Scholder se subió la manga para descubrir el dial luminoso de su reloj.
—Unos cuarenta y cinco minutos —replicó.

Transcurrió casi una semana entera de inactividad forzosa que puso a prueba
los nervios de los ocupantes de la casa de los Knacke, interrumpida sólo por
dos días en los cuales Ferracini y Cassidy hicieron un reconocimiento del
trazado de la planta, haciendo bocetos y tomando notas para poner al día su
información. Entonces Gustav Knacke llegó a casa una noche tras haber
salido hasta tarde y anunció que «Druida» y «Sajón» habían llegado, lo que
para ellos significaba que Ed Payne y Floyd Lamson habían llegado sanos y
salvos. Knacke había recogido a los recién llegados de una de los «buzones»
y los había instalado a unos dos kilómetros de distancia en una granja vacía.
La familia judía que anteriormente había sido dueña de la granja había sido
reasentada por la fuerza más al este, y la granja esperaba a sus nuevos
propietarios de pura sangre aria comprobada.
Esa noche, Gustav sacó un par de pesados abrigos largos, bufandas y
sombreros y se llevó a sus dos inquilinos a través de una pista forestal para
darle la bienvenida a los recién llegados con una botella de coñac y una bolsa
de provisiones de parte de Marga. Payne y Lamson se habían aposentado
cómodamente en el altillo del granero donde se guardaba la paja; estaban
cansados y hambrientos, pero en buena forma. Habían viajado a Suecia y
desde allí habían entrado en el puerto de Danzig como tripulantes de un
carguero sueco. Entonces se suponía que tendrían que adoptar las identidades
de dos funcionarios de la Cruz Roja para cruzar a Alemania. Sin embargo,
tras un incidente en Poznan en el que un suspicaz inspector de la policía de
ferrocarriles y un guarda que se excedió en el cumplimiento de su deber
terminaron en el lavabo de un vagón con el cuello roto, habían saltado del tren
y se las apañaron con improvisación y oportunismo para cubrir la distancia
restante.
Un día más tarde, apareció un anuncio en el periódico que Ferracini y
Cassidy examinaban diariamente, donde se afirmaba que alguien tenía
veintitrés metros de tela a la venta al precio de siete marcos. Los números
eran los dígitos impares de una referencia topográfica de seis números. El
mismo día, un anuncio diferente que Gustav buscaba en otro periódico
proporcionó los dígitos pares. Un mapa reveló que el lugar indicado por los

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números combinados se encontraba en un área boscosa a unos doce
kilómetros de distancia, cuyo único punto de referencia notable era un
puentecillo que cruzaba un arroyo. Ferracini y Cassidy fueron en coche con
Gustav hasta un punto de la carretera más cercana y cruzaron el puente a pie.
No muy lejos había una pila de ramas, madera y maleza que había sido
reunida tras labores de tala. Debajo de la maleza estaba uno de los
cargamentos con el equipo procedente de Inglaterra.
Regresaron esa noche y llevaron el coche hasta el puente en el primero de
varios viajes para transferir el alijo hasta el granero. Gustav se quedó
intrigado cuando vio los trajes especiales equipados con aparatos de
respiración.
—Trabajamos en algo similar a esto en el laboratorio de la planta —dijo
—. Una contrata de la Marina, ya sabéis… un aparato de reciclado de oxígeno
para uso submarino. ¡Y nosotros que pensábamos que íbamos años por
delante de vosotros!
—Es extraño —dijo Cassidy cuando cargaban los fardos en el maletero y
el asiento de atrás—. Este material aparece y probablemente jamás sabremos
cómo llegó aquí o a manos de quién. Todavía hay mucha gente valiente en el
mundo.
—Sí, la hay. —Ferracini trabajó en silencio durante un rato. Y entonces
musitó—: Me pregunto qué le habrá pasado al otro envío.

De vuelta en la oficina que el joven Scholder compartía con Eddie, éste estaba
reclinado hacia atrás en su asiento meneando la cabeza con perplejidad y
mirando al otro lado de la habitación a su director de Sección, el doctor
T’ung-Sen.
—Y ahora puede ver por qué me imaginé que usted y John estarían
interesados en no dar parte de esto —dijo Eddie—. Sé que es una locura, pero
no hay discusión, este tipo es Kurt. No hay otra explicación. Y si aceptamos
eso, entonces tampoco hay razón para no aceptar la fantástica historia que nos
ha contado.
—Es cierto —confirmó Kurt—. Algunas de las cosas que ha dicho en
respuesta a las preguntas que le he hecho son cosas que nadie más podría
saber.
T’ung-Sen se llevó las dos manos a la cara para masajearse los ojos con
los dedos.

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—¿Una conspiración de terror y tiranía para conquistar el mundo de hace
cien años como refugio para nuestra moribunda elite gobernante? Dios santo,
no sé…
John Hallman, el homólogo de Sen en plasmónica, se quedó mirando a
Scholder con una expresión entre maravillada y dubitativa.
—¿Y quién se supone que está metido en esto? —preguntó—. ¿Cuántos
de los que trabajan aquí saben cuál es el supuesto verdadero propósito del
Órgano de Catedral?
—Kahleb y Justinaux —replicó Scholder—. Miskoropittis, Craig, Quincy,
Bonorinski… ese tipo de gente, los que están en los niveles D6 y superiores.
Así, a ojo, diría que… del cinco al diez por ciento del personal científico.
—¿Y Juanseres y la gente de seguridad?
Scholder negó con la cabeza.
—Sólo hacen su trabajo.
—Pero ¿cómo es posible que un secreto de esa magnitud haya sido
mantenido oculto durante tanto tiempo? —objetó Hallman—. ¿Estás diciendo
que todos los demás que trabajan aquí, nosotros, por ejemplo, hemos sido
engañados durante todo este tiempo? No me parece posible.
—No subestimes a la gente que está detrás de esto —dijo Scholder—.
Puede que sean pocos en número, pero todavía poseen un montón de
influencia. Pero éste no es el momento de contar toda la historia.
Hallman miró a T’ung-Sen. Sen abrió las manos con indefensión, sacudió
la cabeza y no dijo nada. Al final fue Eddie quien habló.
—Si es cierto o no, quedará claro por sí solo más tarde. La cuestión que
importa es, ¿qué hacemos ahora?
Scholder tomó la iniciativa:
—Hay que atraer la atención del CN sobre este asunto para que
emprendan una investigación completa —dijo—. Y si las autoridades de aquí
no cooperan, entonces el CN tendrá que enviar una fuerza de la FAIC para
obligarles.
—Eh, un momento… —empezó a decir Hallman.
—Es la única manera —insistió Scholder.
—¿Y qué pasa con el gobierno brasileño? ¿También están metidos en
esto? —preguntó Eddie.
—Saben de la existencia del Órgano de Catedral, obviamente, pero se
creen la historia de una estación para investigación sobre viajes en el tiempo y
un laboratorio de causalidad. Así que mantienen el proyecto como clasificado.

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—Miren, ¿les importaría ponerme al corriente? —dijo el coronel
Adamson, en tono asombrado—. ¿CN? ¿FAIC? ¿De qué están hablando?
Scholder se lo explicó:
—Este mundo en el que estamos no ha tenido ningún conflicto a gran
escala desde el final de la Gran Guerra, hace más de cien años, en 1918. Las
principales potencias abandonaron los grandes ejércitos nacionales hace años,
y desde entonces han practicado otras formas de rivalidad basadas en formas
más saludables de competir.
»Pero de cuando en cuando estallan conflictos locales y ocurren
situaciones que requieren mano firme. No hay un gobierno mundial, pero
virtualmente todas las naciones del planeta pertenecen a un Consejo de
Naciones que actúa como una especie de corte mundial para dirimir
disputas… un poco como la Sociedad de Naciones con la que estás
familiarizado, excepto que ésta funciona. Y entre todas las naciones se
mantiene una organización global conocida como la Fuerza Armada
Internacional Combinada, lo que le da al CN una baza bastante efectiva a la
hora de actuar.
Adamson asintió.
—Ya veo —le dijo a Hallman—. Así que aquí tenéis los medios para
enfrentaros a la situación. La verdad es que no quiero verme involucrado.
Todo lo que he hecho es salir esta mañana de mi casa para ir a trabajar
normalmente. Éste es vuestro siglo, no el mío. ¿Por qué no podéis organizar a
algunos para que se hagan con la máquina el tiempo suficiente para enviarnos
de vuelta? Entonces podréis pasar tanto tiempo como queráis planeando cómo
hacer que clausuren este sitio.
Hallman se le quedó mirando con incredulidad.
—¿Enviaros de vuelta? ¡Tienes que estar de coña! No puedes esperar que
te materialices de la nada con una historia como ésa y que luego desaparezcas
como si nada hubiera ocurrido. ¿Quién sabe qué consecuencias ha
desencadenado todo esto?
—¿Qué quieres decir con eso de desencadenado? —protestó Adamson,
con una expresión de auténtica alarma—. Mirad, fue vuestra máquina la que
nos trajo aquí. Nosotros…
—Os infiltrasteis en nuestra línea —restalló Hallman.
Scholder alzó una mano y asintió con resignación.
—Si tenemos que permanecer aquí hasta que las cosas se aclaren,
entonces que así sea —concedió—. Pero todo eso va a llevar tiempo.
Mientras tanto, sigue habiendo dos de los nuestros en algún lugar de este sitio.

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Quisiera encontrarlos y sacarlos de donde están antes de intentar cualquier
otra cosa.
Hallman inhaló profunda y largamente como si luchara por mantener su
paciencia bajo control, luego exhaló abruptamente.
—Oh, lo que hay que hacer es poner las cosas en manos de Seguridad —
dijo—. No veo que esto sea asunto nuestro en absoluto.
—Eso podría ser un poco precipitado, John —advirtió Sen—. Si hay algo
de cierto en esta historia, entonces confiar en Seguridad podría ser un error.
Son responsables ante las personas equivocadas.
Hallman parecía disgustado, pero no parecía inclinado a discutir.
—Bueno, ¿entonces qué?
—Sugiero que pongamos al corriente al doctor Pfanzer —dijo Sen. Miró a
Scholder—. ¿Es de confianza?
—Hasta donde yo sé, sí —dijo Scholder.
Hallman titubeó. Por un lado, era un científico con aversión a verse
metido en politiqueos; por el otro, era un científico… una persona con
curiosidad. Era demasiado intrigante para simplemente pasárselo a otra
persona y olvidarse de todo.
Antes de que Hallman pudiera decir algo, el Scholder joven, que había
estado sentado durante todo el tiempo con la silla inclinada hacia atrás y una
expresión distante en el rostro, miró a su análogo y preguntó.
—Sólo por curiosidad, ¿la palabra «Proteo» significa algo para alguno de
vosotros dos?
—Sí —dijo Scholder—. Es el nombre en clave de la misión que fue
enviada desde 1975 a 1939. ¿Por qué?
—Ah, eso lo aclara todo —dijo el joven Scholder—. Antes de la alerta,
estaba hablando con algunos de los tipos que estuvieron de guardia en Control
de Transferencia la noche pasada. Parece que hubo una extraña interferencia
en el haz en algún momento de la madrugada. Nadie había visto algo así
antes. Volvió a ocurrir justo antes de la hora del almuerzo. Lo desconcertante
fue que cuando procesaron el registro de la interferencia por ordenador para
análisis de patrones, resultó estar codificada en Morse estándar. La palabra
deletreada era «Proteo».
—Éramos nosotros —confirmó Scholder.
—No estoy seguro de entenderlo —dijo Sen.
Scholder lo explicó.
—Cuando obtuvimos una resonancia parcial intentamos mandar una señal
a lo que pensábamos que era 1975… —Su voz se apagó, y de repente parecía

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confuso—. ¿Cuándo dices que ocurrió? ¿Esta mañana? No lo entiendo.
—La última vez fue hace unas tres horas, y la primera vez fue, oh, unas
cuatro horas antes de eso, creo que dijeron.
Scholder se volvió a Adamson con una expresión de desconcierto.
—Pero nosotros enviamos la señal a finales de enero, ¿no, Keith? Y la vez
anterior fue en diciembre, en la víspera de Navidad, para ser preciso… no
lo… —Entonces sus ojos se agrandaron cuando la explicación de lo ocurrido
le golpeó de pleno—. ¡Por supuesto! —susurró. Con todo lo que había
ocurrido desde su llegada mediante la máquina no había tenido tiempo de
pensar. Ni siquiera se le había pasado por la mente—. ¡Oh, dios mío!
—¿Qué pasa, Kurt? —preguntó Adamson.
Scholder se dirigió hacia los dos escritorios.
—Permíteme un momento. —Eddie se hizo a un lado mientras Scholder
activaba una de las terminales de vídeo—. Einstein, que trabajaba con
nosotros, dedujo que el tiempo transcurría más lentamente cuanto más te
adentrabas en el futuro. Propuso una ley dependiente de la cuarta potencia que
depende de la cantidad de tiempo que recorres. —Scholder introdujo una
ecuación en el ordenador—. Keith, ¿recuerdas que dijimos que el tiempo se
enlentecería por un factor de cinco coma siete cuando llegáramos?
—Sí —dijo Adamson.
Scholder contempló con un escalofrío el resultado que aparecía en
pantalla. Finalmente, tragó saliva y dijo:
—Eso suponiendo que reconectáramos con 1975, a sólo treinta y cinco
años en el futuro. Pero en realidad hemos llegado dentro de ochenta y cinco
años. ¡Y la ley de la cuarta potencia no da un factor de cinco coma siete, sino
de doscientos! —Adamson no entendió las implicaciones—. Llevamos en
este mundo unas dos horas —dijo Scholder—. ¡Eso significa que en nuestro
propio tiempo han pasado dieciséis días desde que salimos de Nueva York!
Allí ya deben de estar mediados de marzo. Me temo que probablemente
tendrás una esposa muy preocupada.
Scholder asintió para sí al tiempo que otras muchas cosas quedaban claras
de repente. Ahora podía ver por qué el plan de horarios de transferencias a y
desde Alemania era tan crucial. Cada minuto perdido en el extremo de 2025
serían más de tres horas en 1940. No era sorprendente que la mayoría del plan
y las reuniones hubieran tenido lugar en Alemania y no en Brasil. Pero
todavía había algo más.
Miró a Hallman con una expresión mortalmente seria.

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—No podemos permitirnos esperar por el CN —dijo—. No hay tiempo.
¿Te das cuenta de lo que significa? El tiempo transcurre doscientas veces más
rápido en el mundo del que venimos. Por cada dos días que pasemos hablando
aquí, allí pasará casi un año… en un mundo donde la civilización está bajo
asedio y las naciones son aplastadas por una forma de barbarie que vosotros,
en vuestro cómodo mundo, sois incapaces de imaginar. Pero fue vuestro
mundo el que desencadenó todo eso. ¡Las bombas para 1942 están siendo
preparadas en este mismo instante! ¿Puede imaginárselo, doctor Hallman?
¿Podéis imaginaros proporcionar armas nucleares a unos dementes en el
mundo de hace cien años? Pues eso es exactamente lo que habéis hecho.
Ahora vuelve a decirme que simplemente deberíamos dejar las cosas en
manos de Seguridad y esperar a que alguien hable con el CN.
Un silencio incómodo siguió al estallido de Scholder. Entonces Hallman
asintió secamente.
—Vayamos a hablar con Pfanzer.

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La noticia de que habían perdido el contacto después de que Winslade, Anna


y Scholder desaparecieran en la máquina junto a un coronel norteamericano
causó una comprensible preocupación entre el grupo de Churchill en
Inglaterra. Cuando pasaron más de dos semanas sin más noticias de ellos, la
preocupación se convirtió en consternación.
Como el resultado de Ampersand era incierto, la necesidad de desarrollar
una bomba atómica aliada para equilibrar la amenaza nazi se volvió más
crucial que nunca. Ya que la mayoría de los expertos en Norteamérica
intentaban averiguar qué había ido mal en la Estación, el centro de la
actividad sobre la investigación nuclear cambió por primera vez a Inglaterra.
Los centros principales del programa inglés eran las universidades de
Londres, donde un tal profesor Thompson estaba experimentando con
neutrones rápidos y lentos en el Imperial College, con el apoyo del Ministerio
del Aire; en Liverpool, bajo la dirección de James Chadwick, descubridor del
neutrón; y en Birmingham.
En Birmingham, Lindemann presentó a Gordon Selby ante el grupo que
trabajaba en la fisión del uranio bajo la dirección del profesor Rudolf Peierls y
el doctor Otto Frisch, el mismo Otto Frisch que había llevado la noticia del
experimento Hahn-Strassmann en Berlín desde Suecia a Copenhague en
diciembre de 1938. Había estado de visita en Inglaterra cuando estalló la
guerra y decidió quedarse. Un resultado rápido de esa colaboración fue el
descubrimiento por parte del grupo de Birmingham de que la masa crítica de
uranio 235 (la cantidad mínima para tener una bomba funcional) se medía no
en toneladas, como se imaginaban previamente, sino en libras. Esto alteró
radicalmente toda la percepción que se tenía sobre la posibilidad de construir
armas atómicas. En respuesta a un artículo de Peierls y Frisch, y con
considerables codazos por parte de Lindemann, el gobierno estableció un
grupo que llegó a ser conocido como el Comité Maud para que monitorizara y
supervisara posteriores desarrollos. Lindemann explicó a los sorprendidos
investigadores ingleses que había conseguido a Selby de forma temporal

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como parte de un trato de intercambio que había cerrado con los
norteamericanos.
—Os sorprendería saber lo que hacen allí —les contó—. ¡Algunas de las
personas que tienen allí son unos adelantados a su tiempo! —Al menos estaba
siendo sincero.
Mientras tanto, la guerra ruso-finesa, que en el mundo de Proteo había
continuado hasta junio, terminó «prematuramente», tomando completamente
por sorpresa a los planificadores de la propuesta campaña noruega.
Aparentemente, el pacto Stalin-Hitler que había sido ratificado en este mundo
había permitido a los rusos dirigir más tropas a Finlandia, lo que había
contribuido a acelerar el final. Por tanto, el pretexto principal para intervenir
en Escandinavia había desaparecido. Impertérrito, Churchill presionó para
que se tomara la decisión de proseguir igualmente con el desembarco
noruego.
—¡Al infierno con Finlandia! —gruñó Churchill en la siguiente reunión
del Gabinete de Guerra—. Pondremos minas en el Leads y entraremos cuando
reaccionen los alemanes. Y si los alemanes no reaccionan, pues al infierno
con ellos también. ¡Entraremos de todos modos! —Su secreta motivación, por
supuesto, era hacer frente a la invasión alemana que se esperaba para mayo.
Convenció al Gabinete de Guerra, y se hicieron planes para una expedición
anglo-francesa que se haría a la mar a principios de abril.
Pero lo que no sabían ni Churchill ni sus consejeros era que el almirante
Raeder urgía a Hitler, después del incidente del Cossack, a que adelantara la
fecha de la invasión. Hitler había aceptado la propuesta, ya que el pacto con
Stalin también había dejado libres a fuerzas alemanas extras. Así, finalmente,
la fuerza alemana tenía planeado salir también en abril.

En su gran despacho tras puertas dobles en lo alto del cuartel general del
Abwehr, el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la inteligencia militar alemana,
estudiaba los documentos que el coronel Piekenbrock había dejado sobre su
escritorio. El ayudante de Canaris, el coronel Oster, miraba los documentos
desde su posición, de pie a un lado del sillón de su jefe, mientras el teniente
coronel Boeckel esperaba respetuosamente a un par de pasos de distancia.
—Así que no hay nada que indique que estén ya en Alemania —concluyó
Canaris.
—No —concedió Piekenbrock—. La fotografía de esos tres al salir del
Almirantazgo británico el 18 de febrero es nuestra única pista sólida. Si ese

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idiota en Nueva York no hubiera metido la pata contraviniendo las órdenes y
haciendo que lo arrestaran, podríamos haber sabido algo más.
—Se entrenaban en Nueva York el junio pasado —gruñó Oster—. Luego
una ceremonia de despedida, o lo que sea, en la Casa Blanca. Ahora en
Londres en enero… parece que se acercan cada vez más.
—Exactamente —dijo Piekenbrock. Señaló algunos de los demás
documentos y recortes—. Ahora me pregunto si esas otras cosas son sólo
coincidencias. Sumner Welles, el subsecretario de Estado, visita Berlín y
Roma en marzo; James Mooney, vicepresidente de General Motors, está en
Alemania al mismo tiempo, supuestamente en una misión de paz como
particular. ¿Sólo coincidencias? ¿O quizá tenían alguna función como
contactos con este grupo de saboteadores, que ya habría entrado en el país?
—Puedo ver las razones que tiene para preguntárselo —murmuró Canaris
—. ¿Y qué hay de esa teoría de que puede ser que vayan detrás de algo
relacionado con la investigación atómica? ¿Tenemos algo más sobre eso?
Piekenbrock dirigió una mirada a Boeckel planteando una pregunta muda.
—He estado revisando la lista de lugares que conocemos, señor, y la
verdad es que esa teoría parece menos probable ahora —dijo Boeckel—. El
trabajo del profesor Esau para el Ministerio de Educación tiene un
presupuesto ínfimo. En cuanto al IKG, la gente con la que he hablado no cree
que se pueda conseguir ningún resultado que merezca la pena hasta dentro de
unos años, si es que se consigue. El laboratorio de Heisenberg en Leipzig sólo
se dedica a asuntos teóricos. El equipo de Diebner bajo el Departamento de
Armamento sigue discutiendo para que les den fondos… —Extendió las
manos—. Ya ve, ninguno de ellos parece merecer que nos preocupemos, por
no hablar ya de una amenaza seria. Nada de eso justifica una operación tan
seria como la que hemos visto organizar. No tiene sentido.
—Gottow —dijo Oster—. Hay un montón de trabajo en secreto sobre
cohetería que se lleva a cabo ahí. ¿Podría ser un objetivo?
—Una posibilidad —concedió Canaris—. Bueno, podemos hacer que se
refuerce la seguridad allí, es una instalación del ejército. Entonces ¿hay algo
más que se pueda hacer por ahora? —Piekenbrock y Oster negaron con la
cabeza—. Muy bien, entonces… —Se interrumpió al ver que Boeckel quería
añadir algo más—. ¿Sí?
—Hay una cosa más, señor, algo que, sin embargo, no fui capaz de
determinar —dijo Boeckel—. Las SS tienen algún tipo de complejo en una
planta de municiones en Weissenberg, cerca de Leipzig, que aparece descrita
como una instalación de investigación atómica. Intenté conseguir más

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detalles, pero me encontré con una respuesta extremadamente hostil. Sea lo
que sea lo que hace allí la gente de Himmler, es algo en lo que no quieren que
metamos las narices.
Piekenbrock asintió y volvió la vista hacia Canaris.
—El teniente coronel Boeckel y yo discutíamos el asunto esta misma
mañana. La descripción puede ser una tapadera para otra cosa.
—Pero crees que los norteamericanos se la creen —repuso Oster.
—O quizá saben algo que nosotros no —musitó Canaris, casi para sí.
Tamborileó con los dedos sobre el escritorio y se reclinó en su sillón. El
régimen entero era tal enorme nido de ratas de intrigas y feudos personales
que era sorprendente que algo funcionara. Su propia situación no era mucho
mejor. Un antiguo comandante de submarinos de la Gran Guerra se sentía
fuertemente identificado con las tradiciones de los cuerpos de oficiales
profesionales. Aunque mantenía relaciones superficialmente cordiales con los
jefes de organizaciones rivales que contemplaban su control exclusivo de la
inteligencia militar con ojos envidiosos —él y Heydrich incluso se habían
convertido en vecinos en su barrio residencial de Berlín—, no sentía más que
desprecio por Himmler, el advenedizo granjero de pollos, con su rabioso
antisemitismo y sus visiones místicas de un feudalismo neogermánico. Y
Himmler, por su parte, desconfiaba de todo aquel que tuviera relación con las
fuerzas armadas regulares, que constituían la principal oposición potencial a
su sueño de establecer un estado de las SS con su propio ejército privado.
Por tanto, ¿se suponía que Canaris tenía que ceder a cambio de nada esa
información para proteger lo que posiblemente fuera otro de los proyectos
privados de Himmler para conseguir incluso más poder? No hacía falta decir
que si la información resultaba ser valiosa, Canaris no recibiría ni gracias ni
reconocimiento. Y cualquier otra cosa que pudiera haber descubierto la propia
red de inteligencia y policía de Himmler, la Gestapo y las SD, se lo
guardarían con riguroso secreto.
—Prepara un informe completo para enviarlo al OKW —dijo,
refiriéndose al mando supremo de las fuerzas armadas alemanas. Para eso le
pagaban, después de todo—. Lo pondremos en manos de Keitel, y éste
emprenderá cualquier acción que considere necesaria.
—¿No tiene intención de llevar el asunto directamente a la atención de
Himmler? —tanteó Piekenbrock.
—Que me zurzan si lo hago —replicó Canaris—. Trabajamos para la
Wehrmacht, no para Himmler. Ya tiene suficientes lacayos. Y además, ¿no ha
intentado ya uno de nuestros oficiales un acercamiento en esa dirección y le

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han dado un desplante? No, Hans, nos ceñiremos a los canales oficiales y
dejaremos que Keitel lo presente ante el Führer si quiere. Entonces el Führer
podrá ponerlo en conocimiento de Himmler, si considera apropiado hacerlo.
Ésa, caballeros, es nuestra prerrogativa después de todo.

Pasaron tres días más sin señales del comandante Warren y Paddy Ryan.
Como tiende a ocurrir con los hombres que tienen que estar en todo momento
alertas y preparados física y mentalmente, y a los que se les deja en la
inactividad, los soldados se estaban inquietando.
—Ahora mismo tenemos una oportunidad clara —siseó Cassidy, irritado
y dando pisotones sobre el suelo del altillo del granero de la granja
abandonada. Como los cuatro necesitaban permanecer en contacto para
comparar notas y finalizar sus planes, él y Ferracini pasaban la mayor parte
del tiempo allí. No querían exponer a los Knacke al riesgo de que demasiados
desconocidos fueran vistos alrededor de la casa—. Llevamos en Alemania
casi tres semanas, Harry. ¿Cuánto tiempo más quieres? Cada día que
perdemos aumentan las posibilidades de que algo salga mal. Tarde o
temprano llegaremos a un punto donde tendrás que asumir que han sido
eliminados. Pues bueno, para mí que ya hemos llegado a ese punto. Digo que
vayamos ya.
Ferracini, que estaba sentado detrás de unas balas de paja a unos pocos
metros de una abertura, para mantener un ojo sobre los alrededores, negó con
la cabeza. Hasta que apareciera el comandante Warren, la antigüedad de
Ferracini lo ponía al mando de la misión.
—Cuando el objetivo es tan crucial como éste, merece la pena esperar un
poco más si significa un tercio de nuestras fuerzas. Les concederemos una
semana entera más.
—Una semana. ¡Cristo!
—Podría ser peor —dijo Ed Payne, sentado con las piernas cruzadas
como un Buda en medio de sábanas y mantas mientras vigilaba un caldero de
agua que se calentaba sobre un hornillo de queroseno—. Creía que habías
dicho que la última vez que tú y Harry estuvisteis por aquí, en el 71,
sobrevivisteis forrajeando en el bosque durante un mes.
—Fueron dos semanas —dijo Ferracini—. La planta estaba haciendo
pruebas con gas nervioso por entonces. Queríamos una muestra para algún
departamento allá en casa que estaba interesado en el material, pero nuestro
contacto no apareció.

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Payne enarcó las cejas.
—¿Cómo? ¿La misma planta, quieres decir, Weissenberg?
—Exacto. Más tarde descubrimos que uno de sus mensajeros era un
infiltrado de la Gestapo y lo delató. Le achicharraron los pies con un soplete,
pero no habló. El informador apareció en el río con un tiro en la cabeza.
—Sí, pero esa vez fue diferente —dijo Cassidy—. Estaba esa chica que
vivía en esa casa cerca del río. ¿Te acuerdas de ella, Harry, la monada
pelirroja y ojos verdes de gato? ¿La que vivía con su hermano, el tipo que
abandonó el ejército después de lo que vio en África y que vivía bajo un
nuevo nombre?
—¿Te refieres al vigilante de la esclusa?
—Exacto, ese mismo.
Ferracini puso cara de exasperación.
—Si serás gilipollas, Cassidy. Ya me imaginaba yo que tonteabas con su
hermana. Dios, la verdad es que algunos no aprenden nunca.
—Uno tiene que pasar el tiempo como puede —gruñó Cassidy.
—¿Por qué no vas a ver? —sugirió Cassidy—. Puede que siga por aquí.
—No creo que le sirva de mucho en 1940 —dijo Ferracini. Soltó una
risilla sarcástica—. A menos que haya un aspecto de tu personalidad que no
nos hayas contado, Cassidy.
Payne vertió parte de una bolsa de café molido sobre el caldero.
—Sabes —dijo cambiando de tema—. Estaba pensando acerca del trabajo
que hace Gustav en la planta con esas máscaras antigás y todo lo demás. Creo
que he descubierto otra forma en la que podríamos haber hecho el trabajo,
incluso si el material de Inglaterra no hubiera llegado. Con todos los…
—¡Chis! —Ferracini se tensó y alargó el cuello hacia delante cuando un
movimiento entre los árboles lejos de la granja atrajo su atención. Luego se
relajó—. Vale, sólo es Floyd.
—Ah, comida —dijo Payne. Alargó la mano hacia atrás para buscar los
condimentos y otros utensilios necesarios para preparar la comida, mientras
Cassidy bajaba la escalera del altillo. Lamson apareció un minuto o dos más
tarde y dejó en el suelo el saco que llevaba. Payne sacó del saco dos conejos,
un faisán, algunas patatas, cebollas y zanahorias—. Esta noche, estofado à la
rustique —anunció.
—Bueno, ¿cuál es el veredicto? —inquirió Lamson—. ¿Hemos llegado a
una decisión?
—Darles otra semana —le dijo Ferracini.

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Lamson asintió imperturbable y extrajo un gran cuchillo del interior de su
abrigo.
—Bueno, espero que os guste el conejo —dijo arrastrando las palabras
mientras se acuclillaba para empezar a trabajar en los contenidos de su saco.

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—Algunas veces —dijo Winslade—, creo que la vida es sólo el proceso


de descubrir que cuando envejeces que no eres tan listo como creías cuando
eras más joven. —Se volvió en la silla giratoria y contempló a los dos
guardias de seguridad en uniforme gris que permanecían impasibles al lado de
la entrada en el otro extremo de la habitación. Le habían encontrado en uno de
los bolsillos de la chaqueta un ejemplar del Reader’s Digest de febrero de
1940, que Winslade había leído en el vuelo de Inglaterra a Nueva York.
Varios de los artículos hacían referencia a Hitler, los nazis y a la guerra en
Europa, revelando el cúmulo de sinsentidos que él y Anna les habían estado
contando para conseguir tiempo para Scholder. Ahora Kahleb y los demás se
habían retirado a deliberar y a esperar la llegada de alguien con autoridad
superior que supuestamente estaba de camino.
Anna Kharkiovitch sonrió débilmente al otro lado de una mesa baja y
circular a la cual estaban sentados.
—Bueno, quizá la moraleja gratificante sea que seguimos adelante pese a
todos nuestros errores e imperfecciones —dijo—. Qué especie más frágil y
sin futuro seríamos si todo dependiera de que nada saliera mal nunca o de que
nunca metiéramos la pata. Nos habríamos extinguido hace mucho.
—Ésa es una forma de verlo, supongo. La verdad, Anna, es que jamás me
habría imaginado que tuvieras tal vena filosófica.
—¿Ah, no? —Anna le dedicó una mirada cargada de intención. Su tono
decía más que las palabras.
—¿Se supone que tengo que saber a qué te refieres con eso? —dijo
Winslade.
—No creo que haya mucho sobre cualquier miembro del equipo que no
sepas, Claud —le dijo—. Oh, ya sé que todos hemos sido seleccionados
cuidadosamente para esta misión, que el más mínimo indicio de un problema
de incompatibilidad hubiera significado la descalificación, y ese tipo de
cosas… Pero estoy hablando acerca de otra cosa.
Winslade asintió. No parecía sorprendido.

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—Adelante.
—Oh, hay muchas cosas, Claud… —Anna hizo un gesto vago en el aire
con la mano—. La composición del equipo, por ejemplo, especialmente la
inclusión del grupo militar de Harvey Warren. Era demasiado adecuado a las
necesidades de la situación que apareció… Ryan era buceador, Payne un
químico, y todos ellos tenían experiencia operacional en el área… como si
supieras de antemano que la Estación tendría problemas y que no
conseguiríamos refuerzos. Y luego está la forma en que dejaste a Arthur en
Inglaterra, intentando que enviaran a Eden a Moscú en lugar de Strang, como
si supieras que la gente de JFK no podría intervenir a tiempo. ¿Ves lo que
quiero decir, Claud? Hay demasiadas coincidencias. Y justo ahora, cuando
conseguiste distraer a todo el mundo con ese vídeo para que Kurt y Adamson
tuvieran la posibilidad de escapar, sabías lo que hacías. Sé que sólo era un
directorio estándar o algo así lo que apareció en la pantalla, pero el meollo es
que sabías cómo hacerlo. Verás, Claud, hace tiempo que me pregunto cómo
es que llegaste a… —Se interrumpió cuando se oyó un tumulto de voces al
otro lado de la puerta de entrada y que rápidamente creció en volumen.
La puerta se abrió de golpe, y una aglomeración de gente liderada por dos
hombres de aspecto resuelto y vestidos con trajes oscuros entraron en la
habitación, apartando a los dos guardias que estaban apostados en el exterior.
Uno de los guardias dentro de la habitación hizo un gesto como si fuera a
apuntarle con su rifle, y luego titubeó.
—Señor, lo siento, pero…
—Salga de mi camino —dijo el más alto de los dos hombres trajeados sin
aminorar el paso.
—Pero nuestras órdenes…
—Han sido suspendidas. —Los guardias estaban demasiado confusos para
reaccionar, y en unos instantes la habitación estaba llena de gente.
Kurt Scholder emergió del interior del grupo con Adamson a un paso por
detrás y se dirigió hacia donde estaban Winslade y Anna, que se habían
levantado.
—Estáis bien.
—Por supuesto —dijo Winslade.
—¿Son esos dos las personas que decías? —preguntó uno de los hombres,
mirando a Scholder.
—Sí.
—Mi nombre es Pfanzer —dijo el hombre—. Soy el director de uno de
los grupos de proyecto. Jorgassen, aquí presente, es uno de los subdirectores.

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Miren, no sé qué pensar de esa historia que me han contado, pero en caso de
que sea cierta, vamos a sacarles de aquí hasta que llegue alguien de las
autoridades apropiadas para investigar. Tenemos que ir al Centro de
Comunicaciones antes de ponernos en contacto con ellos. Las
comunicaciones con el exterior están restringidas debido al trabajo que
realizamos aquí en secreto. Cuando lleguemos, sugiero que…
El sonido de otro tumulto llegó desde más allá de la puerta abierta. Se
oyeron voces que gritaban y entonces apareció Kahleb con media docena de
los suyos. Tenía los labios tensos y aspecto enfurecido.
—¡Se les ordenó que no dejaran entrar a nadie! —les gritó a los guardias
—. ¿Quién ha pasado por encima de mi autoridad? ¿Qué está pasando?
—Fui yo —dijo Jorgassen, interponiéndose en el camino de Kahleb—. Y
lo que ocurre aquí es precisamente algo que también nos gustaría saber a
nosotros.
Kahleb divisó a Scholder y Adamson.
—Ésos son los fugitivos —hizo una seña a los guardias—. Deténganlos.
Los guardias parecían confusos. Antes de que pudieran reaccionar,
T’ung-Sen y otro hombre se pusieron frente a ellos.
—No están a sus órdenes —les dijo T’ung-Sen.
—Tendrán que obedecerme —dijo Kahleb a los guardias—. Esas
personas no tienen autoridad alguna en esta área.
—Asumimos el mando hasta que no se aclaren algunas cuestiones —
declaró Pfanzer, cerrando filas junto a Sen—. Algo muy irregular ha estado
ocurriendo aquí, y vamos a descubrir qué es.
—No sea ridículo. Ahora, ¿quieren hacer el favor de quitarse de en medio
y volver a su trabajo?
—No hasta que alguien explique de dónde ha salido él —dijo Eddie
señalando a Scholder con un gesto de la cabeza—. Un análogo completo de
Kurt Scholder aquí presente, pero más de treinta años más viejo.
—¡No puede creerse en serio esa historia! —exclamó Kahleb con desdén
—. ¡Es un engaño muy sofisticado, por amor de dios! Son de alguna especie
de agencia de espionaje y se han infiltrado aquí ilegalmente. Eso es lo que
tratábamos de averiguar. ¿Por qué cree que los reteníamos?
Parecía seguro de sí mismo y sonaba lo suficientemente convincente para
hacer dudar. Y su historia era ciertamente menos fantástica que la anterior.
Los ánimos en la habitación se enfriaron. Algunos de los del grupo que había
irrumpido primero se intercambiaron miradas de inquietud.

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—¿Puede probarlo? —le desafió Pfanzer. Ahora sonaba más inseguro.
Detrás de él, el coro de indignación empezaba a apaciguarse.
Kahleb se aprovechó de su ventaja.
—¿Probarlo? No tengo obligación alguna de justificarme ante ustedes,
ante ninguno de ustedes. E incluso si la tuviera, ¿qué sentido tendría intentar
explicar nada en medio de esta histeria de caza de brujas? Ya se lo he dicho,
esa gente se introdujo aquí ilegalmente, fueron detenidos y no han dado una
explicación satisfactoria sobre su presencia. Se les está interrogando antes de
que el asunto pase al departamento apropiado. Ahora, ¿serían tan amables de
dejar esto en manos de la gente cuya responsabilidad es precisamente
ocuparse de esto, y volver a su trabajo, por favor?
Un hombre moreno y robusto que estaba junto a Kahleb alzó ambas
manos y gesticuló para dirigirse a todos los presentes en la habitación.
—Vale, atención todo el mundo, esto se acabó. Apreciamos que hayan
traído a los otros dos, pero volvamos todos al trabajo y dejémoslo así. Vamos,
tíos, se acabó la fiesta.
Winslade pensó frenéticamente mientras veía cómo la situación que
parecía tan esperanzadora se derrumbaba como un castillo de naipes. Había
estado reflexionando sobre la extraña situación en la que se había metido,
buscando posibles formas de usarla en su provecho, pero no le había dicho
nada a Anna debido a la presencia de los guardias. Había algo casi
providencial en su llegada a este sitio.
Cabeza de Martillo estaba defendida de forma que era inatacable desde la
superficie. Y el Órgano de Catedral, de manera similar, era inexpugnable
desde el exterior. Pero tanto Cabeza de Martillo como el Órgano de Catedral
poseían una entrada que sobrepasaba todas sus defensas: aunque las dos
máquinas estaban separadas por el abismo del tiempo, sin embargo, estaban
íntimamente conectadas, cada una al extremo de una carretera que conducía
directamente a la otra, como un túnel entre los torreones de dos castillos.
Vigilar el túnel sólo tendría sentido si fuera posible que alguien se
materializara en él viniendo de la nada.
Pero eso exactamente era lo que habían hecho Winslade y sus
compañeros. Y el «túnel», ahora que estaban en uno de los extremos,
conducía directamente al objetivo de la misión Proteo. En la reunión
informativa para la Operación Ampersand en Londres había descrito el pozo
de mina y el conducto de eliminación de residuos como una «puerta trasera»
hacia Cabeza de Martillo, que el destino les había proporcionado de manera

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fortuita. Pero eso no era nada comparado con el portón abierto que tenían
delante ahora mismo.
—Puede que esté en lo cierto —dijo alguien a regañadientes—. Siempre y
cuando nadie esté en peligro inmediato… Pero debe comprender nuestra
preocupación.
—Por supuesto —dijo Kahleb conciliadoramente—. Yo hubiera actuado
de la misma forma. Ahora, ¿quieren dejarnos que nos ocupemos del asunto?
Uno de los guardias permanecía a un metro frente a Winslade y a un lado,
pero estaba mirando hacia atrás para prestar atención a lo que se decía. Estaba
calmado, su postura era más relajada y despreocupada ahora que la tensión
estaba desapareciendo. Era de la policía de seguridad interna, poco más que
una guardia ceremonial, no veteranos entrenados en el campo de batalla o una
elite rigurosamente elegida como la gente de Operaciones Especiales.
Winslade pensó en los riesgos que Warren y sus hombres habían corrido
cuando él lo había pedido. No podía rehusar arriesgarse de manera similar
para lograr el mismo objetivo ahora que tenía la oportunidad.
—¿No es hora de que alguien nos escuche a nosotros, para variar? —dijo
en voz alta, adelantándose para atraer la atención. Todas las cabezas se
giraron en su dirección. Levantó una mano con el índice extendido como para
dar énfasis a sus palabras, su movimiento parecía tan natural que el guardia ni
siquiera se tensó cuando Winslade le rozó al pasar a su lado. Entonces
Winslade hizo un súbito movimiento como un latigazo, cayendo en una
posición gacha mientras se giraba y arremetía con su codo contra el plexo
solar del guardia. Se echó a un lado cuando el guardia se dobló y en el mismo
movimiento se enderezó para dar un golpe con el filo de la mano al cuello del
guardia, tomando limpiamente el rifle de manos de éste mientras caía al suelo.
Ya tenía al segundo guardia en su mira antes de que éste hubiera preparado su
arma. El segundo guardia se quedó inmóvil. Anna Kharkiovitch se quedó
mirando boquiabierta de la sorpresa a Winslade durante una fracción de
segundo, y luego se dirigió rápidamente hacia el segundo guardia para
quitarle la pistola antes de que la mayoría de la gente presente en la
habitación tuviera tiempo de entender qué había pasado.
Winslade retrocedió caminando de espaldas hasta una esquina desde la
que podía cubrir toda la habitación e hizo un gesto con el arma a Kahleb y los
suyos para que se pusieran contra la pared de enfrente. Los que antes se
habían enfrentado a Kahleb estaban demasiado conmocionados para
reaccionar.

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—El pasador de ese lado es el seguro —le murmuró Winslade a Anna,
mientras mantenía un ojo sobre el resto—. La palanca situada detrás del
cargador selecciona munición sólida, izquierda, o de dispersión, derecha. Hay
un selector con tres posiciones frente a la empuñadura delantera, un solo tiro,
ráfaga de cinco o automático, según lo deslices de delante atrás.
Anna inspeccionó el arma y la comprobó con dedos firmes y seguros.
—Muy bien.
Los dos guardias del exterior entraron a investigar y se detuvieron
abruptamente cuando se encontraron mirando a las bocas de dos armas.
—Ni un movimiento —advirtió Winslade en tono seco—. Ahora
depositen sus armas lentamente en el suelo. —Los guardias titubearon. Uno
de ellos miró con aprensión a la figura que gemía e intentaba incorporarse en
el suelo y obedeció. El otro guardia siguió su ejemplo—. Empújenlas hacia
aquí con una patada —ordenó Winslade—. Ahora levanten ambas manos. —
Asintió en dirección a Scholder y Adamson para que recogieran las armas de
los guardias—. Coged sus armas de cinto —dijo Winslade. Scholder y
Adamson sacaron las pistolas de los cintos de los guardias mientras Winslade
y Anna los cubrían—. Y ahora los cargadores… Muy bien.
Winslade supervisó la situación y asintió con satisfacción para sí. Su
rostro se quebró en una sonrisa mientras salía de la esquina.
—Ahora, damas y caballeros —anunció cordialmente a toda la sala—, me
temo que la fiesta no ha terminado todavía.

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La fría luz que precede al amanecer acababa de teñir ligeramente el cielo


sobre los tejados de Berlín cuando un coche oficial de las SS tomó con un
chirrido agudo una esquina de la Prinz Albrecht Strasse y se detuvo frente a
las puertas principales del cuartel general de la Gestapo. El barrendero
encorvado al otro lado de la calle y los dos policías que se aferraban a sus
capas para protegerse del frío prestaron poca atención cuando un guardia salió
del vehículo por la puerta delantera derecha y se apresuró a abrir la puerta de
atrás. La figura rígida, remilgada y de constitución un poco endeble de
Heinrich Himmler, probablemente el segundo hombre más poderoso en el
Tercer Reich, emergió, ataviada con un gabán de oficial y una gorra de plato
negra con la insignia de un Reichsführer de las SS. Tenía una boca de labios
finos y curvados hacia abajo, un bigote recortado y una barbilla débil, y
parpadeó con somnolencia detrás de sus anteojos sin montura mientras el
guardia lo escoltaba por las escaleras. Los centinelas se cuadraron con un
entrechocar de tacones y abrieron las puertas. Las dos figuras entraron
rápidamente y cruzaron el vestíbulo desierto hacia los ascensores.
Reinhard Heydrich, segundo al mando de Himmler y director de la
Oficina Central de Seguridad del Reich, que incorporaba tanto a la Gestapo
como a las SD, se paseaba en círculos impacientemente cuando Himmler
entró en su despacho minutos después. A sus treinta y seis años, alto, rubio,
de piel pálida, boca firme, nariz recta y rasgos esculpidos, Heydrich tipificaba
el ideal nórdico de las fantasías raciales nazis. Encarnación del aparato
tecnocrático de gobierno mediante la fuerza bruta, sobresalía entre los jerarcas
del tercer Reich en virtud de su suprema confianza en sí mismo y sus
habilidades. Capaz de separar toda forma de emoción de su trabajo,
incluyendo rencores personales, Heydrich combinaba la búsqueda
desapasionada de la eficiencia de un técnico con la presteza del cínico para
usar cualquier medio a su alcance. El resultado era una calculada y
despiadada brutalidad completamente carente de toda consideración humana,

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que asustaba a todos lo que tenían trato con él, incluyendo, a veces, al propio
Himmler.
—Buenos días —saludó Himmler—. Bueno, ¿qué tienes? —Le había
despertado una llamada telefónica media hora antes, en la que Heydrich
simplemente había dicho que había asuntos urgentes que discutir
concernientes a «Valhala», el nombre en clave de la instalación en
Weissenberg que albergaba la conexión con Supremacía en 2025. El día
antes, Hitler había expresado su preocupación ante Himmler por la seguridad.
El mariscal de campo Keitel, jefe del mando de defensa unificado establecido
en 1938, había mostrado al Führer un informe de Canaris que indicaba que los
servicios británicos y norteamericanos de inteligencia estaban preparando un
grupo selecto de espionaje especializado en asuntos relacionados con la
investigación nuclear. Canaris había mencionado Weissenberg de manera
específica, y el tono escéptico de algunos de sus comentarios indicaba que ni
de lejos se creía la historia tapadera de las SS. Hitler estaba preocupado y le
había dicho a Himmler que investigara.
—Es peor de lo que pensábamos —dijo Heydrich—. Mucho peor. —Hizo
un gesto hacia los documentos que estaban desperdigados encima del
escritorio y recogió el archivo que había obtenido del Abwehr—. Estamos
hablando de una unidad de elite militar especializada en sabotaje que cuenta
con la aprobación personal de Churchill y Roosevelt en persona.
Himmler frunció los labios en un gesto sombrío.
—¿Militar? ¿Quieres decir que los Estados Unidos están involucrados
activamente? ¿Un país neutral?
—Exactamente —replicó Heydrich—. Como he dicho, Roosevelt está
implicado personalmente. ¿Qué sería lo único suficientemente importante que
justificara eso?
—¡Santo dios! ¿Estás diciendo que saben lo que hay en Weissenberg? —
Himmler tomó el archivo y empezó a pasar rápidamente las hojas.
—No tenemos ningún indicio firme de ello, pero la gente de Canaris cree
que es el objetivo. Han eliminado las posibles alternativas.
—¿Sabe Canaris de qué se trata?
—No, no lo creo. Pero sospecha que no es lo que le decimos.
Himmler parecía horrorizado mientras examinaba los primeros
documentos del archivo.
—¡En julio del año pasado! ¿En octubre en Washington? ¿Londres? ¡No
puede ser cierto! ¿Quieres decir que lo han sabido todo este tiempo?

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—Y hay más —dijo Heydrich—. ¿Recuerdas ese incidente cerca de
Kyritz hace unas tres semanas, en el que cuatro terroristas murieron cuando
una de nuestras unidades acudió a un tiroteo en un control de carreteras?
Bueno, los cuerpos han sido identificados. Todos estaban registrados, lo que
significa que no eran más que transportistas. Ninguno era miembro de esa
escuadra anglo-americana de saboteadores. Por tanto, la escuadra sigue libre.
Heydrich sostuvo otro fajo de papeles.
—Y éste es un informe de laboratorio de las cosas que encontramos junto
a los explosivos que transportaban. Todo proviene de Inglaterra. Y esto es lo
que dice la conclusión. —Heydrich leyó—: «La conjetura más probable es
que este equipo fue diseñado específicamente para dar protección en entornos
peligrosos por la presencia de sustancias químicas, ya sean líquidas o
gaseosas. No se puede, sin embargo, deducir un propósito específico…».
—¡Sustancias químicas! —jadeó Himmler—. Tiene que ser Weissenberg.
¡De alguna manera pretenden introducirse a través de la planta principal! —
Palideció visiblemente cuando las implicaciones se hicieron patentes—. Y si
esos materiales fueron capturados hace casi un mes… oh, mierda…
—Los saboteadores ya están en el país —completó Heydrich—. Y para un
trabajo de esta importancia, no enviarían un solo cargamento de equipo.
Himmler se apartó y contempló el mapa en la pared del despacho de
Heydrich. Habría que advertir a Supremacía por medio de Hitler, pero la
decisión inmediata tendría que tomarse a nivel local, como era normal. El
factor de dilatación temporal de 200 —que había sido de 360 allá en 1926
cuando todo empezó y se reducía constantemente según el pasado «se
acercaba»— significaba que incluso si Supremacía se tomaba una hora para
responder, pasarían más de ocho días en Alemania. Se podían planear
estrategias y metas a largo plazo desde el futuro, pero no responder a algo
como esto.
—Contacta con el Oberstgruppenfiihrer de las SS en Leipzig y que envíe
un destacamento inmediatamente para que se haga cargo de la seguridad en
las entradas a la planta —dictó Himmler—. Además, haz que aseguren el
lugar y que permanezcan en alerta ante posibles emergencias. Luego vete al
cuartel general del Führer y advierte a quien esté al mando que deseo me
avise inmediatamente en cuanto el Führer se levante.
Heydrich parecía intranquilo.
—¿No sería aconsejable asegurar la planta ahora, usando la fuerza
defensiva que está acuartelada en «Valhala», hasta que lleguen los refuerzos
de Leipzig? —dijo.

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Himmler negó con la cabeza.
—Prefiero que se queden donde están en caso de que nos equivoquemos
con lo de que los saboteadores pretenden entrar por la planta. Quedaríamos
como unos idiotas si los saboteadores consiguieran infiltrarse mientras
nuestras fuerzas especiales están comprobando los pases de los obreros en
otro lugar. Pero asegúrate que se refuerzan las medidas de seguridad en
«Valhala».
Heydrich vaciló durante un segundo, y luego asintió.
—Será como ordena el Reichsführer —dijo.
—Y también haz que alguien contacte con la Organización Todt y que
localicen a los ingenieros que fueron responsables de los cambios
estructurales. Que los traigan aquí, con los planos completos de las reformas.
Quiero detalles sobre todos los medios de entrada concebibles.
Himmler miró con ira los documentos del Abwehr sobre la mesa de
Heydrich.
—Es inexcusable que esta información nos haya sido denegada durante
tanto tiempo —siseó con furia—. Sospecho que nuestro amigo el almirante
Canaris ha estado intrigando para conseguir gloria para su departamento a
nuestras expensas. Pero esta vez ha metido las narices en algo que ni se
imagina. —Sus ojos centellearon detrás de sus anteojos redondos—. Se está
volviendo peligroso. Nos ocuparemos de él más tarde, después de que
hayamos solucionado este asunto.

Así que será de esta manera, pensó Ferracini cuando estaba sentado
encorvado en el asiento trasero del Fiat de Gustav Knacke, que se movía con
la corriente matutina de vehículos, bicicletas y obreros a pie que se dirigían a
la planta Weissenberg. La culminación de años de reunir información y de
trazar planes en su propio mundo, antes de 1975; la construcción del sistema
en Tularosa; el reclutamiento y el entrenamiento del equipo Proteo y su
proyección hacia atrás en el tiempo; la construcción de la Estación, el viaje a
Inglaterra y los preparativos desde entonces: todo ello para llevar a cuatro
hombres (Warren y Ryan no habían cumplido el plazo de una semana) a este
lugar en una clara y fría mañana del primer día de abril. Hacia el final del día,
todo estaría decidido ya; o bien la increíble apuesta daría dividendos que
valdrían los años de esfuerzo, de inconmensurable dedicación, y las muchas
vidas que se habían invertido; o bien fracasaría.

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El coche pasó la última de las casas adosadas a las afueras de
Weissenberg y dobló un recodo desde el que era visible la planta. Su entrada
principal estaba a menos de un kilómetro de distancia atravesando un terreno
plano y abierto puntuado por matojos de aulagas. Aparte de la Ciudadela, que
estaba mantenida y operada por las SS, la planta química no tenía más que el
nivel normal de seguridad industrial, y Gustav preveía pocos problemas a la
hora de hacer entrar al equipo. El complejo vallado que separaba la fábrica de
municiones del resto era más difícil, pero no tenía importancia ya que el plan
no requería el acceso a esa área. Sin embargo, como precaución, el grupo
Ampersand había decidido infiltrarse por separado.
—Tu amigo no es muy hablador, Gustav —dijo Julius desde el asiento del
pasajero. Era un colega de Knacke al que éste siempre llevaba al trabajo—.
¿O es por lo temprano de la hora? ¿Tú qué crees?
—Oh, la verdad es que no lo conozco —dijo Knacke—. Acaba de
empezar, allí en PM-4, creo que me dijo. Alguien me sugirió que podía
llevarlo en mi coche. Bueno, ya sabes cómo es esto de la economía de
guerra… en el fondo no me puedo negar. —Miró por encima del hombro—.
¿Es eso cierto? ¿Estás en PM-4?
—Cierto —dijo Ferracini. Había estado empleando deliberadamente un
alemán agramatical—. Empiezo hace cinco días limpiar tuberías.
—¿Qué acento es ése? —preguntó Julius.
—Español. El tiempo aquí no es como español… todo lluvia y niebla.
—¿Y cómo es que está aquí?
—Lucho con Franco en guerra y luego me uno a italianos, de vuelta al
trabajo para Mussolini. Pero más dinero en Alemania, dicen, ¿sí? Así que
voy, pero es mentiras. Dan dinero, sí, pero luego quitan.
—Oh, ya te acostumbrarás —dijo Julius con una risa amarga—. ¿Cómo te
llamamos?
—¿Perdón?
—El nombre… que cuál es tu nombre.
—Oh. Es Roberto.
—Así que ya han empezado a timarte, ¿eh?
Ferracini pensó durante un momento.
—Dinero, sí —concedió—. Pero, y qué con el dinero, de todas formas.
Chicas alemanas muy bien, en cambio. Chicas españolas todas con mamás
muy católicas, todo es no-no hasta matrimonio, y luego sólo si papa dice que
sí. ¿Qué sabe el papa de chicas? Así que quizás Hitler, él hace algo bueno por
alemanes después de todo.

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Julius se rió con ganas.
—¿Has oído eso, Gustav? Roberto, eres un buen tipo.
El coche deceleró cuando se acercó a la entrada, y Ferracini metió la
mano en el bolsillo en busca del pase que había falsificado usando los
documentos en blanco que Marga había conseguido. Como Gustav había
predicho, el protocolo de seguridad en la entrada era informal, y el coche fue
admitido por un aburrido guardia de la fábrica en respuesta a los tres pases
que apretaron contra los cristales. En ese momento, Ferracini vio a Cassidy
justo al lado del coche, luchando por controlar una tambaleante bicicleta y
sosteniendo su pase entre los dientes. El guardia le hizo una seña para que
siguiera adelante sin mirarlo. En el asiento de atrás, Ferracini cerró los ojos y
exhaló un largo suspiro de alivio. Payne y Lamson, que venían en uno de los
autobuses de los trabajadores, no tendrían problemas.
Sólo quedaba por resolver la introducción de los trajes, el equipo y las
armas. Pero eso ya debería estar resuelto. El tercer cómplice, al que Gustav y
Marga se habían referido como «Erich», lo traería en el camión de la chatarra
que venía todas las mañanas a recoger los restos de metal procedentes de los
talleres. Ocasionalmente lo registraban cuando salía de la planta, pero jamás
lo habían detenido al entrar.

A unos quince kilómetros de distancia de Weissenberg, frente a un taller


mecánico y antigua forja de herrería, con carteles desvaídos que anunciaban
aceite y neumáticos y anticuados surtidores de gasolina delante, el conductor
del maltratado camión que acababa de ser remolcado hasta allí discutía con un
hombre que llevaba gorra de cuero y un mono manchado de grasa.
—¿Mañana? ¡Eso está fuera de discusión! ¡Le digo que tengo que hacerlo
ahora mismo!
—¿Ah, sí? ¿Y quién se cree usted que es? Tiene suerte de que pasara de
camino por aquí. Tengo otros dos trabajos que terminar para esta mañana.
Tendrá que esperar su turno.
Erich rechinó los dientes exasperado.
—Mire, tengo que llegar a la planta esta mañana. Llénelo con agua fría y
me lo llevaré así mismo.
—¿Con un agujero como ése en el radiador? ¡Imposible! No recorrerá ni
un kilómetro.
—Muy bien, vale. Cincuenta marcos extra sobre el precio si me lo arregla
ahora mismo.

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—Bueno, la verdad es que no sé…
—¡Sesenta! Tengo que llevar el camión a su destino.
—Setenta.
El aullido de sirenas interrumpió la conversación y ambos hombres se
volvieron para contemplar cómo el tráfico empezaba a despejar la carretera.
Instantes más tarde, aparecieron dos motoristas con cascos de acero y
uniformes de las SS, seguidos a poca distancia por un convoy compuesto de
un coche oficial y tres camiones llenos de soldados, que venían a toda prisa
desde la dirección de Leipzig. El alma de Erich se le cayó a los pies mientras
contemplaba la escena.
—Muy bien, setenta —dijo tensamente—. Siempre y cuando empiece
ahora mismo. Y ahora, ¿dónde hay un teléfono? Es muy urgente.
A un centenar de metros de allí, un Mercedes negro descubierto con el
emblema de una esvástica en la puerta y ondeando un banderín de las SS se
asomó a la carretera desde un camino secundario y aceleró rugiendo detrás
del convoy.

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El Kurt Scholder joven dio un cauteloso paso hacia delante, luego se detuvo y
meneó la cabeza. Winslade mantuvo el arma levantada y levantó la barbilla
inquisitivamente.
—No sé lo que pasa aquí, pero sé que él es genuino —dijo el joven
Scholder inclinando la cabeza en dirección al otro Scholder—. Esto puede
que me cueste el trabajo, pero me gustaría ayudar. Si la historia que cuentan
es cierta, no quiero quedarme aquí sin hacer nada.
Winslade asintió.
—Admirable —reconoció—. ¿Alguien más? —El resto que había venido
con Pfanzer y Jorgassen se miraron entre sí con incomodidad—.
Específicamente, necesito a alguien que conozca los protocolos de operación
de la sala de control —dijo Winslade—. O al menos alguien que esté lo
suficientemente familiarizado con ellos para asegurarse de que la gente que
esté allí hace lo que se les diga.
—Primero, sería mejor que nos diga lo que se propone —sugirió Pfanzer.
Winslade miró de reojo al Scholder viejo.
—Kurt, el factor de dilatación temporal aquí es mucho más grande que
para 1975, ¿no?
—Sí —replicó Scholder—. Me preguntaba si te darías cuenta.
—¿Cuánto? ¿Tienes alguna idea?
—Unos doscientos. Lo he calculado.
Winslade asintió casi como si esperara algo así.
—Entonces las partes de las bombas atómicas que planean enviar para la
ofensiva de Hitler en 1942 deberían estar preparadas muy pronto.
Los ojos de Scholder se agrandaron cuando captó lo que insinuaba
Winslade. Hizo una conversión rápida en su cabeza. Para que las bombas
estuvieran a punto para el verano de 1942, los componentes tendrían que ser
entregados, pongamos, dos años después del tiempo actual; la primavera de
1940, veinticuatro meses, a treinta días por mes, dividido por doscientos…
Asintió:

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—Dentro de unos tres días y medio a partir de ahora. Tienes razón. Los
componentes ya deberían estar aquí.
—Estarán en el área que está atravesando las grandes puertas de la
antecámara del cubículo de transferencia —dijo Winslade—. Ésa es el Área
de Preparación de Embarque, ¿no?
—¡Pero escuchad lo que dicen! —protestó Kahleb desde donde él y su
grupo miraban airadamente al otro lado de la habitación. El guardia que
Winslade había derribado se estaba sentando en el suelo, agarrándose el
estómago y parecía aturdido—. Están locos. ¿Vais a permitir que os hagan
cómplices en un asesinato en masa? —Anna Kharkiovitch lo calló con un
gesto amenazador del arma que blandía.
—Creo que no es adecuado continuar esta discusión en la presente
compañía —dijo Winslade. Empezó a atravesar la habitación—. Vayamos a
la sala de al lado. —Anna y Scholder siguieron apuntando al grupo de Kahleb
mientras Adamson sacaba a los demás detrás de Pfanzer y Jorgassen—.
Asegúrate de que no tienen ningún comunicador personal encima, Kurt —dijo
Winslade. Scholder registró rápidamente a los que quedaban y salió con
varias unidades de bolsillo, así como comunicadores de muñeca y los cintos
de los guardias. Winslade indicó la unidad de vídeo permanente de la
habitación con un cabeceo a Anna, y ella actuó en consecuencia volándola en
pedazos de un disparo—. Lamento el destrozo —dijo Winslade a los
indignados ocupantes mientras retrocedía hacia la puerta—. No intenten
ninguna heroicidad. Estaremos cubriendo la puerta, y al primero que salga le
ocurrirá lo mismo que a la terminal. —Apostó a Adamson en el exterior con
instrucciones de que disparara contra cualquiera que intentara abandonar la
habitación, y fue a reunirse con el resto en la sala de conferencias a la que los
habían llevado a él y a Anna en un principio.
Una vez dentro, Anna y Scholder todavía seguían manteniendo a los
demás a distancia, pero su forma de actuar era menos amenazadora ahora que
la gente de Kahleb estaba fuera de su camino.
—Esperen un momento —comenzó a decir Pfanzer en un tono de voz
alarmado cuando entró Winslade—. Si alguno de ustedes se imagina por un
momento que les vamos a ayudar a enviar un artefacto atómico armado para
explotar al otro lado de la conexión es que están locos. Sólo tenemos su
palabra como prueba de lo que ocurre al otro lado. Pero hay gente allí, seres
humanos. Y no prestaré mi autoridad para hacer que maten a nadie. No
permitiré, ni consentiré nada de ese estilo, ¿lo entiende? Nada.

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—Nadie ha hablado de enviar una bomba atómica —dijo Winslade—.
Pero las piezas que tienen en el piso de abajo son para artefactos del tipo que
detonan mediante la implosión de una masa crítica de fisión con cargas de
explosivos convencionales. —Volvió la vista hacia Scholder—. En eso es en
lo que trabajabas aquí, ¿cierto?
—Eso va por ti —le dijo Scholder a su análogo más joven—. Así que
somos dos los expertos.
Winslade miró a Pfanzer.
—Mi propuesta es ésta —dijo—. No quiere ser responsable de la muerte
de nadie. Bueno, pues yo tampoco. Ahora bien, lo crea o no en este instante,
al otro lado de esa conexión hay un mundo que han creado sus
manipulaciones desde aquí, en el que ha empezado una guerra que conducirá
finalmente a la destrucción de la civilización occidental a menos que se haga
algo para cambiar las cosas. Estoy hablando de muertes en magnitudes de
decenas de millones, no sólo de unos pocos que puedan estar alrededor
cuando estalle una bomba.
—Muy bien, supongamos que acepto esa hipótesis para poder discutirla
—concedió Pfanzer con reservas—. Todavía no nos ha dicho cuál es su
propuesta.
—Simplemente que inutilicemos el portal de regreso del otro extremo
hasta que la situación aquí sea resuelta por las autoridades competentes —dijo
Winslade—. Iremos solamente a por la máquina, con un par de cargas
colocadas estratégicamente, sin dañar a nadie. Luego llamaremos al CN y
haremos que este sitio quede bajo el control de la FAIC hasta que se
investigue todo.
—Suena razonable —comentó alguien.
—¿Por qué inutilizar el portal? —objetó Hallman—. ¿Por qué
simplemente no llamamos al CN para que acuda?
—Por el factor temporal —dijo Winslade—. El tiempo transcurre
doscientas veces más rápido allí. Cualquier retraso sería fatal. Un par de días
malgastados aquí son años perdidos al otro lado.
Hallman hizo un gesto de incomprensión:
—¿Y qué? Simplemente suspendemos todas las operaciones hasta nuevo
aviso. No veo la necesidad de inutilizar el portal.
—No podemos arriesgarnos a dejarlo intacto —insistió Winslade—. Por
ahora tenemos ventaja, pero eso podía cambiar en cualquier momento por
múltiples razones. La única manera de estar seguros de que la conexión no se
usará durante un tiempo es asegurarnos de que no puede utilizarse.

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—Y míralo de esta forma —sugirió Scholder—. Incluso si el portal queda
dañado hasta el punto de que llevara años repararlo, eso sólo son un par de
días aquí. No pierden mucho. Pero el resultado al otro lado de la conexión
podría ser catastrófico si ésta vuelve a activarse de nuevo en las manos
equivocadas.
Eddie se adelantó para ponerse al lado del joven Scholder.
—Qué demonios, alguien va a tener que tomar una decisión por aquí —
dijo—. Vale, me lo creo. Estoy con vosotros.
—Y yo —declaro otro, siguiendo el ejemplo de Eddie.
El doctor Pfanzer vaciló.
—Dígamelo otra vez, ¿qué es exactamente lo que propone que hagamos?
—le preguntó a Winslade.
—Un grupo se hará con la sala de control —dijo Winslade, hablando
rápidamente y en tono urgente—. Harán que los del turno que esté de guardia
allí activen el haz sonda y permanezcan a la espera para iniciar una
transferencia. Los dos Kurts se llevarán a otro grupo al Área de Preparación
de Embarque para conseguir explosivos, detonadores y temporizadores para
preparar varias cargas. Entonces nosotros, sólo algunos de nosotros, no quiero
poner en peligro a su gente en esto, nos transferiremos al otro lado,
colocaremos las cargas con los temporizadores con el tiempo justo para
permitir que seamos transferidos de vuelta, con suerte antes de que los del
otro lado se den cuenta de lo que está pasando.
—¿Y eso es posible? —preguntó Sen dubitativamente.
—No lo sé —admitió Winslade—. Pero estoy dispuesto a intentarlo.
Estamos preparados para correr riesgos. Todo lo que les pedimos es su ayuda.
—Diez segundos —dijo Scholder—. Si nos lleva diez segundos colocar
las cargas en el otro extremo y volver a la máquina, ¿cuánto será aquí? ¡Nada!
No habrá pasado nada de tiempo.
Pfanzer asintió.
—¿Y luego?
—Entonces iremos al Centro de Comunicaciones y contactaremos con el
cuartel general del CN en Zúrich —dijo Winslade.
—Eso sí que complicará las cosas —dijo Eddie—. Seguridad todavía no
se ha percatado de lo que está ocurriendo, pero lo hará si intentáis entrar en el
Centro de Comunicaciones pistola en mano. Todos irán corriendo hacia allí.
Y entonces ¿qué pasará?
—Siempre y cuando el portal haya quedado fuera de servicio, no me
importa lo que ocurra —dijo Winslade—. Quizá entreguemos las armas y nos

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arriesguemos. Puedes decirles que no tuviste elección, que te obligamos. Eso
es lo único que pedimos, unos pocos minutos de cooperación. ¿Qué
importancia tiene eso comparado con salvar millones de vidas?
—¿Y qué pasaría si no queremos cooperar? —preguntó Pfanzer.
Winslade sonrió como disculpándose e hizo un gesto con el arma que
empuñaba.
—Entonces me temo que tendremos que insistir para que lo hagan, de
todas formas —replicó.

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Ferracini siguió el camino de cemento que pasaba entre algunos


transformadores refrigerados por aceite ubicados detrás de una cerca de
alambre por un lado y una batería de tuberías que salían de una cuba de
procesado por el otro, y llegó a la cinta transportadora que alimentaba las
tolvas de nitratos. Dobló a la derecha, pasó por debajo de una pasarela
metálica y continuó caminando siguiendo la pared de chapa metálica pintada
de negro de una nave industrial. Todo era exactamente como en el modelo
que había estudiado en Londres.
Oyó un sonido chirriante detrás de él, y un momento después Cassidy lo
alcanzó y desmontó de su bicicleta para caminar a su lado mientras la
empujaba.
—Ningún problema —dijo Cassidy.
—Lo sé. Estábamos justo delante de ti. ¿Sabes algo de Floyd y Ed?
—Un autobús me adelantó en la carretera, pero no sé si era el que los
llevaba.
—Supongo que pronto lo averiguaremos.
—¿Dónde está Gustav?
—Aparcando el coche. Estará aquí dentro de un momento.
Llegaron hasta un edificio que contenía en su interior una ruidosa
maquinaria para triturar sal de roca y siguieron una estrecha calzada con raíles
empotrados en los adoquines. A su izquierda se extendía parte de la planta de
procesado de residuos a la que se dirigían: una maraña de soportes de acero y
tuberías bajo varios tanques de acero abovedados; había dos tanques de mayor
tamaño al fondo. Un corto callejón, frente a una estación de bombeo justo
delante de ellos, salía por la izquierda de la calzada.
Se metieron en el callejón; aquí es donde se suponía que Erich habría
dejado el camión. No había ni rastro de él.
Cassidy apoyó la bicicleta contra una pared, y pasaron por delante de la
estación de bombeo acelerando el paso cada vez más hasta llegar donde el
callejón terminaba en un muro de soporte debajo de otros dos tanques

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horizontales de almacenamiento. A su izquierda, un corto tramo de escalones
con barandilla descendía entre los bloques de cemento de la base de las vigas
que se extendían sobre sus cabezas y los muros de contención. Al final de los
escalones había una construcción de ladrillo achaparrada y hexagonal que
cubría la parte superior del pozo. Por encima, tras un enjambre de tanques,
tuberías y metal, se divisaba la parte trasera de la planta de procesado de
residuos, de la cual emergían unas enormes tuberías con una inclinación
abrupta para desaparecer en lo alto del hexágono de ladrillo.
El hexágono era una construcción que estaba semihundida en el terreno,
de dos metros y medio de alto y quizá unos seis de diámetro, con una estrecha
fosa que la rodeaba, apuntalada por un muro de contención de cemento.
Lamson y Payne esperaban agazapados en la fosa al final de los escalones,
frente a la escotilla de acero en la pared del hexágono.
—Ya lo hemos comprobado —dijo Lamson antes de que Ferracini
preguntara—. El camión no está en ningún lugar de por aquí.
Durante unos momentos, la mente de Ferracini tuvo que hacerse a la idea.
Cerró los ojos y exhaló un largo suspiro de abatimiento. Ahora no, rezó para
sus adentros. No permitas que todo se fastidie ahora, no después de todo lo
que hemos pasado. Sacudió la cabeza un par de veces para aclararse las ideas
y miró a su alrededor para examinar el entorno.
El edificio hexagonal estaba en lo más bajo, a la sombra de un dosel de
vigas, tuberías y tanques en lo alto. El muro de contención de la fosa y las
estructuras de cemento en lo alto proporcionaban una buena cobertura, y ésta
era una de las zonas menos transitada de la planta, en cualquier caso. No
había mucho peligro inmediato de que los descubrieran. Por otro lado, el
callejón que habían recorrido no tenía salida; si encontraban resistencia, no
había una forma fácil de salir de allí.
—Podríamos quedarnos atrapados aquí con facilidad —dijo Cassidy como
si le hubiera leído la mente—. Especialmente porque no tenemos armas. —
También estaban en el camión.
Lamson, sin embargo, tenía una caja de herramientas.
—¿Has comprobado la tapa? —preguntó Ferracini, señalando la escotilla.
—Puedo sacarla sin problemas —asintió Lamson.
—Pues hagámoslo y comprobemos la situación en el interior —dijo
Ferracini—. Eso le dará al camión unos pocos minutos más. Cassidy, vigila el
callejón desde lo alto de los escalones. —Lamson asintió y se volvió hacia la
escotilla mientras regresaba por los escalones. Ferracini contempló los
tanques y las estructuras metálicas que se extendían en lo alto. La estación de

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bombeo al otro lado del callejón producía un ruido continuo de motores en
funcionamiento, y el vapor siseaba al salir de la válvula situada en lo alto de
la trasera del edificio de la planta de procesado. El silbato de una locomotora
llegó desde algún sitio más alejado. Lo que realmente quería era tiempo para
pensar.
El pozo de vertido, de dos metros cuadrados como era normal en las
minas, estaba coronado por una cámara de acero cilíndrica a la que
conectaban las tuberías que descendían de arriba. Estaba equipada con
escotillas de inspección a prueba de escapes de gases a los lados. Este era el
método de entrada que tenía planeado el equipo. El edificio hexagonal
formaba una cámara exterior que contenía a la cámara interior de acero. Así
había una doble barrera que impedía que los gases nocivos escaparan al
exterior, permitiendo labores de mantenimiento o inspección con sólo una de
las cámaras abiertas en cualquier momento.
—Puede que haya una forma de bajar sin los trajes —dijo Ed Payne
mientras le pasaba las herramientas a Lamson.
—¿Cómo? —preguntó Ferracini.
—Es algo en lo que estuve pensando para pasar el tiempo en el granero,
en caso de que ocurriera lo peor —dijo Payne, enderezándose—. La cámara
de arriba debería tener válvulas de muestreo así como escotillas para
comprobar qué mezcla de gases hay en el pozo. Ahora escucha, este sitio es
una fábrica de municiones, ¿no? Pues para hacer bombas y proyectiles se usan
grandes presas neumáticas para moldear las cargas en la forma adecuada. En
otras palabras, lo que sí hay disponible en este lugar es un suministro de aire a
alta presión.
Ferracini asintió, sin dejar de examinar instintivamente los alrededores
con movimientos rápidos de los ojos.
—Muy bien.
—Si podemos acoplar una línea de alta presión a una de esas válvulas de
la cámara interna, aumentaría la presión del gas atrapado sobre el líquido en
el pozo, y haría bajar el nivel. Podríamos obligarlo a bajar lo suficiente para
dejar el conducto que lleva a Cabeza de Martillo al descubierto. Si ocurre eso,
quizá podríamos descolgarnos por el pozo con cuerdas sin tener que nadar
nada en absoluto.
—Eso llevaría tiempo, ¿no? —preguntó Ferracini.
Payne se encogió de hombros.
—Sí. Pero es todo lo que tenemos.

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Ferracini consideró la propuesta. Al menos era algo positivo en lo que
ocuparse en caso de que el camión no apareciera. Y como había dicho Ed,
tampoco es que hubiera mucho que hacer por el momento.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Ferracini.
—No lo sé. Depende de lo alto que esté sobre el conducto el nivel del
líquido, la presión que haya, ese tipo de cosas. Si encontráramos la forma de
abrir la cámara interna para echar un cabo y medir la profundidad sin que nos
asfixiemos, entonces te podría dar una estimación aproximada.
—La tapa ha salido —anunció Lamson. Alzó la placa de metal, dejando al
descubierto la abertura hacia la cámara exterior, y la dejó apoyada contra la
pared.
—Ve a ver qué aspecto tiene por dentro —dijo Ferracini. Lamson asintió,
cogió la linterna de su caja de herramientas y se deslizó por la escotilla
abierta. Ferracini volvió la vista hacia Payne—. Gustav está metido en cosas
de equipos de seguridad y contra incendios. Puede que nos consiga unos
respiradores o algo por estilo —miró su reloj—. ¿Dónde demonios está
Gustav? Debería estar aquí ya.
Payne se volvió, algo más entusiasmado.
—También necesitaremos cuerdas, armas, explosivos, cargas de termita
para volar la cubierta al final del conducto…
—Una cosa después de otra, Ed. —Ferracini repasó lo que habían dicho
hasta ese entonces—. ¿Funcionaría? Si presurizamos el pozo y obligamos al
líquido a bajar de nivel, ¿eso no empujaría también una columna de líquido
por el conducto? ¿No podría quedar atrapada ahí y dejarlo sellado?
—Sí, pero sólo hasta que el nivel del pozo descienda por debajo de la
abertura del conducto —dijo Payne—. Entonces el material en el conducto se
verterá de nuevo por el pozo, como una botella que se vacía cuando la ladeas.
Habrá burbujas que subirán hasta arriba y equilibrarán la presión.
—¿Estás seguro?
—Ése es mi departamento, Harry.
Ferracini asintió y estaba a punto de decir algo más cuando Cassidy llegó
a mitad de los escalones.
—Viene Gustav, y con prisas. Parece que pasa algo.
Momentos más tarde llegó el sonido de pasos que descendían y Knacke
apareció detrás de Cassidy.
—¿Qué ha pasado? —restalló Ferracini al leer la expresión en la cara de
Knacke.
Knacke meneó la cabeza con abatimiento.

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—El camión no ha llegado. Erich llamó a Marga, y ella ha intentado
ponerse en contacto conmigo. Erich tuvo una avería al otro lado de
Weissenberg. —Alzó una mano antes de que nadie pudiera decir nada—. Eso
no es todo. Hay más, y muy malo. Una columna de camiones de las SS pasó a
su lado viniendo en esta dirección, y rápido. Tiene mala pinta. Quiero decir,
con dos de los vuestros y uno de los cargamentos perdidos, bueno, puede
haber ocurrido cualquier cosa. No estoy seguro siquiera de que tengamos
tiempo de salir de la planta.
—Eh, no tan rápido —dijo Ferracini—. Puede que todavía no estemos
acabados. ¿Qué está haciendo Erich? ¿Ha llevado el camión a que se lo
arreglen?
—Sí, pero Marga le dijo que volviera a llamar a su oficina antes de
intentar entrar en la planta. Si las SS toma el control de las entradas o algo así,
no podemos pedirle que lo intente. No tendría ni la más mínima oportunidad.
—No lo discutiré —dijo Ferracini. Intentó estimar cuánto tiempo les
podría quedar, pero había demasiados imponderables.
Lamson reapareció en el interior de la escotilla de acceso.
—Aquí dentro todo está bien, más o menos como esperábamos —informó
—. Ninguna sorpresa —vio que Knacke estaba presente y saludó—. Hola.
—Las sorpresas están todas aquí fuera, Floyd —dijo Ferracini—. El
camión se averió al otro lado de Weissenberg y una columna de las SS se
dirige hacia aquí. Parece que tenemos problemas.
La única reacción de Lamson fue enarcar las cejas.
—Pues mejor será que nos pongamos en marcha, entonces —concluyó
lacónicamente.
El gemido de las sirenas de emergencia se alzó por encima del estrépito
del entorno.
—Tienen que ser ellos —dijo Cassidy, alzando la vista y girando la
cabeza—. Deben de haber llegado a la entrada.
—Vuelve arriba —le dijo Ferracini a Cassidy. Atrajo a Knacke más cerca
y le habló en tono urgente y rápido—. Mira, tenemos que introducirnos en un
conducto que se vierte en el pozo de residuos que está aquí debajo. Muy
probablemente, la abertura está por debajo de la superficie del líquido, para
eso eran los trajes que viste. El conducto asciende y conduce al complejo
subterráneo bajo la Ciudadela, ¿lo entiendes, Gustav? —Knacke asintió,
escuchando atentamente. Ferracini prosiguió—. Pues bueno, a Ed se le ha
ocurrido una idea que consiste en conectar una línea de alta presión para dejar
el conducto al descubierto presurizando el pozo. Necesitaremos adaptadores

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de acople para conectar con las válvulas de muestreo del interior, equipo de
respiración o algo para atravesar el gas y la basura, luces, cuerdas y
explosivos para abrirnos paso al otro lado del conducto y luego encargarnos
del objetivo. Y también queremos armas.
—¿Y qué tal algo de ropa gruesa y grasa para proteger la piel? —se
entrometió Payne.
Ferracini asintió.
—¿Qué puedes hacer?
Knacke sacudió la cabeza con desesperación, abatido ante la
imposibilidad de lo que le pedían.
—¡Vamos, Gustav, reacciona! —le urgió Ferracini, agarrándolo—.
Empecemos por la línea de aire a presión. ¿Podemos derivar alguna que esté
por aquí cerca? ¿Dónde podemos obtener juntas y acopladores?
Knacke recuperó el habla.
—No hay tiempo. Nos llevaría una eternidad obtener el volumen de
presión necesario.
—Eso no lo sabes —respondió Ferracini con enfado—. Ni siquiera sabes
que hayan venido por nosotros. E incluso si es así, puede que no sepan dónde
mirar. Un registro podría llevar horas en un sitio como éste.
Knacke se lamió los labios y repasó mentalmente lo que Ferracini había
dicho.
—Cuando hagáis volar el otro extremo del conducto, la presión se
liberará. El nivel de líquido en el pozo volverá a subir, anegando el conducto.
¿Cómo saldréis entonces?
Ferracini miró a Payne.
—¿Tuviste eso en cuenta cuando pensaste en esto, Ed? —preguntó.
—Obligamos al nivel a descender lo suficiente para poner cargas bajo el
conducto y poder colapsar el pozo y tapar el conducto —replicó Payne—. De
esa manera nada podrá subir por el conducto cuando la presión se libere. —
Eso significaría que tendrían que estar en el interior del pozo cuando detonara
la carga. Todos tenían la experiencia suficiente con explosivos para saber que,
siempre y cuando estuvieran a una distancia prudencial de la explosión, la
onda de choque se disiparía sin causarles grandes daños. Los mineros
barrenaban en espacios cerrados continuamente.
—Eso implica más explosivos —protestó Knacke.
Ferracini hizo un gesto vago con la mano.
—Bueno, si no podemos encontrar los suficientes en un sitio como éste…
Knacke hizo un gesto de desesperación:

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—No podéis estar seguros de que el pozo se derrumbe y selle el conducto.
Estáis hablando de un pozo de mina repleto de gases explosivos aparte de lo
demás que haya ahí abajo… óxidos venenosos, nitrotoluenos parcialmente
activos, TNT sin quemar… todo ello es una trampa letal. ¿Cómo esperáis
atravesarlo?
—¿Qué hay de las cosas en las que trabajas, máscaras antigás o lo que
fuera? —dijo Ferracini—. ¿No podríamos conseguir unas cuantas de ésas?
Knacke volvió a negar con la cabeza.
—No nos serían de ninguna utilidad… no con ese tipo de mezcla a
presión. Además, una máscara sólo filtra las toxinas. No añade nada que no
esté ahí ya. Y en ese pozo no habrá oxígeno.
—Creo que te oí decir algo sobre una unidad de reciclado de oxígeno…
aquella en la que estaba interesada la Marina. ¿No nos serviría?
—Pero si sólo son prototipos, y además sólo tenemos un par.
—¿Funcionarían? —exigió Ferracini.
—Pudiera ser… pero sólo hay dos.
Ferracini miró a Payne inquisitivamente. Payne repasó mentalmente las
alternativas.
—Esos respiradores deben de usar algún tipo de bombona —dijo
finalmente, mirando a Knacke.
Knacke asintió.
—Una o dos, se llevan al pecho.
—Bien —dijo Payne—. Debe de haber una manera de abrir una toma en
una máscara para inyectar oxígeno de una de esas botellas. Nada complicado,
sólo tendría que resistir durante unos minutos. Los dos tipos con los
respiradores de verdad están en el interior del pozo. Los dos con las máscaras
modificadas esperan en la cámara exterior. Después de que la presión se haya
elevado para dejar al descubierto el conducto y una vez taponado el pozo, los
dos tipos del interior vuelan el sello del conducto bajo Cabeza de Martillo.
Eso hace que disminuya la presión. Entones los otros dos que esperan aquí
abren la cámara interna, hacen un descenso en rápel pozo abajo, y corren por
el conducto hacia arriba. Si son rápidos, pueden conseguirlo.
Todos se quedaron mirando a Knacke. Éste extendió las manos.
—Tal vez… Suena imposible… No lo sé. —Los demás lo contemplaban
sin decir nada. Empezó a decir algo, titubeó; gradualmente, una sensación de
vergüenza ante su propia actitud negativa se adueñó de él. Aquellos eran los
hombres que bajarían al pozo. Estaban preparados para enfrentarse a los
peligros; pero era él quien ponía todas las objeciones. Se frotó los ojos, inhaló

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profundamente y se recompuso—. Tenéis razón —dijo—. Tenemos que
intentarlo. Si fracasamos, que no sea porque tuvimos miedo de intentarlo.
Ferracini le dio un golpecito en el hombro.
—Así está mejor, Gustav. Ahora hablas como un americano.
—¡Lo sabía! —exclamó Knacke.
—Así que estás con nosotros hasta el fin, ¿no? —dijo Ferracini.
—Con una condición —dijo Knacke.
—Adelante.
—Un día, cuando todo esto haya acabado y si salimos de ésta, me
contaréis qué hay bajo la Ciudadela.
Ferracini sonrió con cansancio.
—Muy bien, Gustav, trato hecho.
La actitud de Knacke cambió completamente a una más positiva.
—Acerca de esas máscaras antigás —dijo—. Las más modernas llevan los
filtros en la propia máscara que cubre la cara. Serán difíciles de modificar.
Pero los modelos más viejos usan un paquete aparte, lo que sería más fácil.
Creo que sé dónde hay algunas.
—¿Te importa si hago una sugerencia? —preguntó Lamson desde la
escotilla, donde había estado escuchando.
—Adelante —dijo Ferracini.
—Las bombas crean mucho gas y muy rápido. Si vas a detonar una carga
en el pozo para cegarlo, ¿por qué no hacer que sea eso lo que eleve la
presión? Sería mucho más rápido que lo otro que propones. No tendríamos
que preocuparnos por conseguir una línea de alta presión.
Payne reflexionó durante un segundo y asintió a continuación.
—Tiene sentido. ¿Por qué no?
Ferracini miró a Knacke desafiante.
—Ya ves, Gustav, un problema menos. Muy bien, veamos, ¿cuál es el
mejor lugar para conseguir explosivos por aquí… muchos explosivos?
Pero Knacke había dejado de escuchar. En vez de eso miraba detrás del
hombro de Ferracini con una expresión inquisitiva. Ferracini se giró para
seguir la mirada de Knacke y vio a Cassidy haciéndole señas frenéticamente
para que acudiera mientras mantenía la vista fija en algo que ocurría arriba.
Haciendo un gesto a los demás para que se mantuvieran a la espera, Ferracini
se movió sigilosamente para echar un vistazo desde la posición donde Cassidy
aguardaba agazapado. Su estómago se tensó.
Un Mercedes descubierto, de aspecto oficial y con el emblema de la
esvástica en la puerta, se había detenido al otro extremo del callejón, y una

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figura ataviada con el uniforme de un teniente de las SS y que sostenía una
ametralladora salía del puesto del conductor. Desde el asiento trasero, un
segundo oficial cubría al primero con su arma mientras éste se acercaba
cautelosamente.
Entonces fue cuando Cassidy se quedó boquiabierto. Ferracini pestañeó,
volvió a mirar y luego se levantó para ponerse a la vista.
—¡Santo dios! —suspiró Cassidy—. Esto sí que no me lo creo, Harry.
Jesucristo en bicicleta… ¡son Paddy Ryan y Harvey!

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Warren y Ryan habían entrado en Alemania desde Holanda con documentos


búlgaros, haciéndose pasar por un traficante en piedras preciosas de vuelta de
Ámsterdam y un ingeniero civil. Desafortunadamente, la descripción de
Warren coincidía con la de un agente francés sobre el que le habían dado un
soplo a la policía de fronteras y que supuestamente intentaría entrar mediante
esa misma ruta en ese mismo momento, y la pareja fue arrestada al poco
tiempo.
Los alemanes pronto se percataron de su error, pero al interrogarlos
también se convencieron de que los dos «búlgaros» tampoco eran quienes
afirmaban ser. Poco después, un coche oficial de las SS llegó para recogerlos
y conducirlos a la oficina regional de la SD en Osnabrück para ser
interrogados a fondo, y partieron escoltados por un coronel, un teniente al
volante y dos guardias. Pero el grupo jamás llegó a Osnabrück, y los dos
norteamericanos terminaron libres de sus captores y en posesión del vehículo.
En el proceso, sin embargo, el comandante Warren recibió una herida de bala
en la rodilla. Los uniformes de las SS les permitieron obtener tratamiento a
manos de un médico, pero la pierna se le había quedado rígida desde
entonces. Pese a todo, decidieron mantener la cita. Haciéndose pasar por un
coronel de las SS y su chófer, cruzaron Alemania en coche con una matrícula
robada sin que los detuvieran ni una sola vez.
Sus problemas no terminaron ahí, sin embargo. Tras llegar a Leipzig, su
contacto no apareció. Nunca descubrieron la razón, pero significaba que se
habían quedado sin su conexión con el coordinador local de la misión: Gustav
Knacke. Ya que nadie iba a venir a buscarlos, y sabiendo que los demás
miembros de Ampersand debían de estar en las cercanías a esas alturas, con
gran osadía habían pasado dos semanas dando vueltas en coche por todo
Weissenberg y alrededores con la esperanza de divisar a alguien del grupo o
que uno de ellos los reconociera. Pero sin resultado.
Entonces, ese día, un convoy con prisa de las SS pasó junto a ellos, en
dirección a la planta. Para ese entonces ya estaban acostumbrados a jugárselo

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al todo o nada; los siguieron a cierta distancia y fueron hasta una entrada
secundaria mientras la columna principal descargaba en la principal, y los
confundidos guardias de la fábrica los dejaron pasar en respuesta a los gritos
de Warren.
Al menos eso solucionaba el problema de las armas, pensó Ferracini
mientras sacaba una bolsa de lona que contenía más ametralladoras Erma
MP38 y una caja de municiones del maletero del coche. Lo habían movido a
una posición menos conspicua a lo largo de la calzada adoquinada al final del
callejón. Paddy Ryan cogió otra bolsa que contenía automáticas Mauser de
9 mm y cargadores así como un par de cajas de granadas del número 39 tipo
«pasapurés».
—Nos figuramos que si íbamos buscando problemas, lo mejor sería estar
preparados para montarla bien montada —explicó Ryan mientras regresaban
sobre sus pasos con sus cargamentos—. No os creeríais la cantidad de cosas
que la gente deja tiradas por ahí.
Doblaron la esquina al llegar al final de la estación de bombeo y se
encontraron con un hombre ataviado con un mono mugriento en la puerta de
la estación, fumándose un cigarrillo mientras examinaba la escena. Vio el
uniforme de las SS de Ryan y se quedó mirándolos con curiosidad.
—¿Y tú qué estás mirando? —ladró Ryan—. ¿No tienes trabajo que
hacer? ¿No sabes que hay una guerra en marcha? —El hombre murmuró algo
y desapareció en el interior de la estación de bombeo.
Mientras tanto, Gustav Knacke, con un saco enrollado bajo el brazo,
apareció en su despacho en la sección de Desarrollo de Equipo de Seguridad
cerca de la parte delantera de la planta.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Franz, uno de sus colegas en el
escritorio al lado del suyo—. ¿Has oído las noticias?
—¿Qué noticias?
—Hay algún tipo de alboroto de seguridad en marcha. Las SS están
comprobando todas las entradas en la planta. Las instrucciones son
permanecer en nuestros puestos. A eso se debían las sirenas. ¿No las oíste?
—Oh, creí que se trataba de un simulacro. ¿Algún mensaje?
—Tu esposa ha llamado.
—Gracias. —Knacke se sentó ante su mesa y marcó un número interno.
Unos segundos más tarde la voz de una muchacha le respondió:
—Oficinas del personal administrativo.
—¿Está Marga Knacke, por favor?
—Un momento.

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Gustav tamborileó con los dedos sobre la mesa. Pasaron unos pocos
segundos que le parecieron eternos. Entonces Marga habló:
—¿Diga?
—Gustav.
Marga bajó la voz:
—¿Qué está ocurriendo? ¿Has oído las noticias?
—Sí. Pero parece que los otros van a continuar con el pícnic pese a todo,
con un cambio de planes, supongo. Si Erich vuelve a llamar, dile que los otros
llevarán su propia comida.
—Sí, muy bien. Espero que el tiempo siga bueno.
—Lo mismo digo. Tengo que irme.
—Cuídate.
Knacke se levantó, recogió el saco y caminó hacia el área de laboratorios
más allá de los despachos. Uno de los técnicos trabajaba en un banco de la
habitación donde se guardaban las unidades de reciclado de oxígeno. Knacke
fingió trabajar con el instrumental de pruebas al otro lado de la habitación
durante un minuto o dos y luego envió al técnico a hacer un recado. Con la
habitación vacía, Knacke retiró una de las unidades del maniquí de cabeza y
torso donde estaba ensamblada, cogió la otra que colgaba de la pared y las
metió en el saco, junto con algunas bombonas de oxígeno de la estantería
superior.
Entonces volvió al pasillo y fue hasta los almacenes de la parte de atrás, y
una vez allí cerró las puertas detrás de él y empezó a registrar los armarios.
Según recordaba de algunas pruebas en las que había participado, debería de
haber varias máscaras antigás del viejo estilo por algún lado, del tipo que se
usó en la Gran Guerra, con un tubo de acordeón que llegaba al paquete de
filtros que se llevaba al cinto. Sólo necesitaba tres, además de las dos
unidades de oxígeno, ya que se había decidido en rápida deliberación que
«Cricketer» no descendería al pozo debido a la condición de su pierna;
permanecería en la cámara de arriba como retaguardia para cubrir la salida.
Los norteamericanos continuaban creyendo que tenían una oportunidad de
salir… o al menos eso era lo que le habían dicho a Knacke. Estaba cansado de
discutir. Metió las tres máscaras y una de repuesto en el saco, añadió una caja
de filtros nuevos, rodeó una fila de estanterías hasta llegar a la pared del
fondo y abrió la ventana.
Cassidy aguardaba en la entrada del patio de abajo. Habían apostado a un
centinela a poca distancia de la trasera del edificio, pero miraba en otra
dirección y vigilaba la calzada. Cassidy salió al patio rápidamente, haciendo

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una seña hacia la ventana. Knacke dejó caer el saco. Cassidy lo cogió en el
aire y se marchó. Tras cerrar la ventana, Knacke salió de la habitación, bajó al
piso inferior y abandonó el edificio mediante una puerta trasera. A su regreso
a la planta de procesado de residuos, hizo una parada para coger una carretilla
de uno de los almacenes de material y la usó para cargar un par de bidones
vacíos.
Ferracini y Payne estaban en el interior del hexágono de ladrillo,
esperando a abrir la cámara interior de acero, cuando Cassidy regresó con las
unidades de oxígeno y las máscaras. Se mudaron de ropa, cambiando las que
llevaban por monos de trabajador de cuerpo entero impregnados de aceite,
pasamontañas y prendas de lana sobre una gruesa capa de grasa. Habían
puesto una manguera que conectaba a una de las válvulas de la cámara
interior y que salía al exterior para eliminar el exceso de presión antes de
retirar la tapa. Ferracini estaba haciendo una sonda con un flotante de cobre
que habían encontrado en una de las habitaciones del personal y algo de
cuerda anudada a intervalos regulares con la ayuda de una cinta métrica de la
caja de herramientas de Lamson.
Las ropas y la grasa, junto con varias lámparas de mano y lo que parecían
kilómetros de cuerdas y cordeles, procedían de una expedición de rapiña
montada por Lamson y Ryan. Desde entonces, siguiendo las directrices que
les dio Knacke, habían vuelto a salir en una misión más complicada con el
objetivo de infiltrarse en el complejo de municiones de alta seguridad para
conseguir explosivos. El comandante Warren estaba fuera, haciendo guardia y
emplazando armas y municiones donde estarían a mano en caso de necesidad.
Las SS hasta ahora habían concentrado sus esfuerzos en asegurar las entradas
a la planta y las instalaciones más importantes, y habían apostado guardias
dentro del área general de la planta, sin duda como preparación para un
registro exhaustivo del lugar sección a sección.
Ferracini dio una sacudida exasperada con la cabeza mientras ayudaba a
Payne a hacer las adaptaciones improvisadas a las máscaras para conectar el
sistema de respiración.
—¿Por qué siempre tiene que ser así, Ed? Lo teníamos todo planeado
hasta el último detalle, cuerdas de escalada para descender al pozo, trajes
cómodos, incluso el juego de química recreativa… Tiempo más que de sobra
para cada paso… Y aquí estamos otra vez, el típico desastre de no-hay-
tiempo-ni-para-cagar de siempre. —Detrás de ellos, Cassidy empezó a
desnudarse para recubrirse el cuerpo de grasa antes de ponerse uno de los
trajes de faena improvisados.

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—¿Te das cuenta del impacto que tendrá esto en el interior de Cabeza de
Martillo cuando vueles esa barrera al final del conducto? —preguntó Payne
mientras comprobaba el medidor de presión de una de las válvulas de
muestreo de la cámara interna.
—¿Qué? —preguntó Ferracini mientras seguía trabajando.
—Lo que dijo antes Gustav, una mezcla de hidrocarburos oxigenados,
nitrotoluenos, TNT vaporizado, posiblemente cianuros también… todo eso
explotando a presión. El efecto sobre cualquiera que esté ahí dentro debería
ser devastador, ya que estarán sin protección ni nada.
Ferracini lo miró con curiosidad, y luego se volvió hacia Cassidy.
—¿Has oído eso, Cass? Puede que incluso tengamos la posibilidad de
resistir hasta que el resto de los chicos pase.
—Eso es lo que he dicho —dijo Payne.
—Ése es el tipo de noticias que nos vendrían bien más a menudo —dijo
Cassidy.
Una figura oscureció la entrada de la escotilla, y Knacke se agachó para
pasar.
—¿No hay señales de Sajón y Zulú? —preguntó. Sólo conocía al equipo
por sus nombres en clave.
—Siguen fuera intentando conseguir explosivos y material —dijo
Ferracini—. Es lo último de la lista.
Knacke asintió.
—Entonces, permitidme que os dé un cursillo rápido de cómo funcionan
esas unidades —dijo.
Tras él, el comandante Warren hizo pasar con esfuerzo el primero de los
bidones a través de la escotilla. Payne lo cogió y lo hizo rodar hasta un par de
tablones anchos de madera que yacían sobre el suelo.

En el despacho del jefe de seguridad de la planta, que el general de las SS


Heinz Rassenau había convertido en su cuartel general temporal, un
comandante entró y saludó impecablemente.
—¿Sí, comandante? —inquirió Rassenau, apartando la vista del enorme
plano del complejo que él y su segundo al mando habían estado estudiando.
—El segundo contingente ha llegado de Leipzig, señor, y está
desembarcando en el interior del complejo —informó el comandante. En ese
momento sonó un teléfono en la oficina exterior—. También hemos

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asegurado el sector dos, y las escuadras Amarillo Dos y Amarillo Cuatro
están desplazándose para empezar el registro del sector tres.
—Bien —dijo Rassenau—. Haga formar a los que acaban de llegar y
empiece inmediatamente con el sector cuatro. Y también haga una llamada al
oficial al mando de la Ciudadela y averigüe qué…
—Herr general. —La voz del jefe de seguridad, en tono tenso y alarmado,
llegó desde el otro lado de la puerta abierta del despacho.
—Discúlpeme. —Rassenau salió dando grandes zancadas hacia la oficina
exterior. El jefe de seguridad estaba de pie sosteniendo el auricular de un
teléfono en la mano y cubriéndolo con una mano—. ¿Sí? —preguntó
Rassenau.
—Es el supervisor de los almacenes de la cadena de montaje en R38, en el
interior del complejo restringido…
—¿Y bien?
El jefe de seguridad puso cara de circunstancias.
—Acaban de encontrar a un capataz y a otro hombre, atados y
amordazados en uno de los despachos de allí. Dos hombres armados con
ametralladoras entraron a la fuerza y salieron con casi cincuenta kilos de
explosivos, además de cargas de termita, mechas y detonadores.
La boca de Rassenau se comprimió en una línea adusta.
—Así que hemos llegado demasiado tarde, después de todo —murmuró
con abatimiento—. Ya están dentro.
El jefe de seguridad asintió con rapidez.
—Están dentro del complejo de municiones. ¡Dios mío, podrían hacer
desaparecer del mapa la mitad de este sitio!
—Ya discutiremos más tarde cómo han entrado —prometió Rassenau en
un tono helado—. Comandante, haga caso omiso de la última orden. Desplace
las tropas que acaban de llegar al complejo de municiones y llévese a cuatro
escuadras de la planta general para sellarlo… herméticamente, como
comprenderá. Entonces registraremos el complejo entero centímetro a
centímetro.
—Sí, señor —respondió el comandante con un gesto de asentimiento y
salió corriendo.

Respirando de manera no demasiado incómoda dentro de la máscara,


Ferracini podía sentir cómo la grasa rezumaba entre sus dedos en el interior
de los guantes mientras se agarraba a la cuerda que pendía de las traviesas de

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soporte estructural que atravesaban el techo de la cámara interna. La tapa
estaba cerrada de nuevo, y su mundo quedaba reducido a la siniestra figura
encapuchada de Cassidy a su lado, silueteada vagamente en la inquietante
humedad ambiental que revelaba la lámpara, y el pozo que se abría debajo de
ellos en la oscuridad. La sonda decía que la superficie del líquido estaba a
sesenta metros de profundidad, lo que ponía la boca del conducto a sólo ocho
metros por debajo… podía haber sido mucho peor. El riesgo principal ahora
mismo era que los pillara un vertido desde arriba. La mejor forma de reducir
el riesgo era no perder el tiempo.
Asintió y enrolló en el brazo la cuerda para poder usar las manos para
cubrirse las orejas por debajo de su pasamontañas. Cassidy encendió una
mecha rápida conectada a una de las cuerdas que descendían por el pozo, y el
diminuto destello llameante corrió hacia las profundidades y hacia la tira de
pequeñas cargas que estaban suspendidas a quince metros más abajo.
Ferracini sintió, más que oyó, la detonación, y su cuerpo se balanceó
violentamente en la cuerda. Durante una décima de segundo divisó la nube de
humo que bullía subiendo por el pozo, y luego todo quedó a oscuras.
Los dedos de Cassidy tamborilearon una señal de «todo bien» sobre su
hombro y respondió de igual manera. Encontró la cuerda de la sonda a tientas,
y pasaron un minuto o dos mientras hacía descender el flotante, pendiente
todo el tiempo de contar los nudos que resbalaban por sus dedos. No era
suficiente. Las detonaciones habían obligado a bajar el nivel del líquido, pero
no lo suficiente. La boca del conducto todavía estaba sumergida a unos dos
metros en el líquido. Encontró el brazo de Cassidy en la oscuridad y le
transmitió que se preparara para hacer estallar una segunda remesa. Cassidy
contestó en código que iba a detonar varias. Ferracini empezó a recoger la
sonda mientras Cassidy informaba de la situación a los demás en la cámara
exterior mientras golpeaba en Morse las paredes con una barra de hierro.
En la cámara exterior, Lamson y Payne estaban preparados y listos para
actuar, exceptuando las máscaras. Payne comprobó que la válvula de
muestreo había registrado el aumento de presión, mientras Lamson escuchaba
la señal que procedía de los golpes en la pared.
—Otros dos metros —le dijo Lamson a Ryan que estaba cerca de la
escotilla—. Va a colocar una serie de cargas mayores. ¿Cómo van las cosas
ahí fuera?
Ryan retransmitió las novedades a Warren y Knacke, que estaban en el
exterior.
—Hasta ahora todo tranquilo —dijo, girando la cabeza.

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Unos pocos destellos de luz empezaban a penetrar en la turbia oscuridad
cuando la segunda serie de explosiones volvió a ennegrecerlo todo. Los oídos
de Ferracini le empezaron a doler, pero lo alivió tragando saliva. Podía sentir
cómo las emanaciones empezaban a irritarle los ojos: había porciones donde
la máscara no se pegaba bien a su rostro, y el aumento de presión hacía que
los gases penetraran. Intentó ajustarse la máscara moviéndola para que
encajara mejor.
Volvió a hacer descender la cuerda y a contar los nudos sesenta y uno…
sesenta y ocho… ¡El conducto estaba libre!… Setenta… el flotante llegó al
fondo a los setenta y dos metros. Tenían tres metros de pozo libre debajo de la
boca del conducto. Pero ¿cómo de hermético era el pozo? ¿Sus paredes
absorbían los gases? ¿El nivel permanecería bajo?
Transmitió sus descubrimientos a Cassidy con los dedos, y juntos bajaron
la balsa improvisada de bidones y tablas a la cual habían atado la carga de
TNT que usarían para derrumbar las paredes del pozo y cegarlo. El limitado
tamaño de la escotilla de inspección los había obligado a dividir la balsa en
dos secciones para pasarlas al interior y luego unirlas dentro de la cámara.
Después de lo que pareció una eternidad, sintieron cómo la balsa llegaba a la
superficie del líquido. Ferracini mantuvo agarrado un extremo de la cuerda
atada a la balsa y le pasó la sonda a Cassidy. Había llegado la hora de que
Ferracini descendiera a la balsa.
A tientas, Ferracini comprobó que la ametralladora estaba bien asegurada
a su espalda, y que la automática, cuchillo, bolsas de munición, herramientas,
granadas, junto con las cargas de termita y los accesorios para fundir los
pernos de la placa estuvieran firmemente sujetos. Entonces tanteó para
encontrar la cuerda de rápel enrollada y la dejó caer por el pozo. Finalmente,
se levantó cuidadosamente, y se giró en la eslinga, se pasó la cuerda de rápel
por la espalda y bajo uno de los muslos, desenganchó su mosquetón de
seguridad y dio un paso atrás en la oscuridad para descender por la cuerda.
Sintió el siseo de la cuerda a través de los guantes y de su ropa engrasada
mientras caía dando largos saltos pendulares, usando los pies para apartarse
de la pared del pozo. Podía sentir las piedras y los escombros que se
desprendían de las paredes pegajosas. La negrura era absoluta, y el tacto la
única forma de mantener algún sentido de la dirección. La sección cuadrada
del pozo le permitía permanecer en una de las cuatro paredes, sin lo cual se
hubiera desorientado completamente. Cuando sintió los nudos de advertencia
que había hecho a veintisiete metros del otro extremo de la cuerda, tensó el
cuerpo contra ésta para detener su descenso y bajó el último tramo caminando

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apoyado contra la pared, tanteando con los pies. Encontró la boca del
conducto y se deslizó en su interior.
Parecía que la superficie del conducto era lo suficientemente firme y no
resbalaba demasiado. Tiró tres veces lentamente de la cuerda de rápel para
comunicar a Cassidy que había llegado. Tras un par de segundos, sintió dos
tirones en respuesta. Luego, otra pausa, seguida por tres tirones desde arriba.
Eso significaba que Cassidy había comprobado la profundidad, y que el nivel
de líquido por debajo de Ferracini se mantenía estable. Aliviado, Ferracini
clavó un par de escarpias en la pared para fijar el extremo inferior de la
cuerda; luego tiró de la cuerda guía de la balsa, que flotaba invisible en las
profundidades inferiores, y la usó para atraer la balsa hasta que estuvo justo
en la vertical de su posición. Entonces hizo la señal a Cassidy para que
descendiera.
Así que al final hemos tenido que arreglárnoslas sin los comunicadores,
pensó mientras clavaba más escarpias para asegurar la guía de la balsa. Era
sorprendente cómo, gracias a la práctica, uno podía construir un modelo
mental de su entorno sólo con el tacto. Ahora se sentía agradecido por todas
las sesiones de entrenamiento trabajando a ciegas en el tanque de la marina
británica en Portsmouth. A veces Ferracini pensaba que Warren era
demasiado puntilloso con los detalles, pero pese a todo, esos detalles tenían la
sorprendente costumbre de convertirse en importantes cuestiones de vida o
muerte. Como siempre, Claud había elegido a la persona adecuada para el
trabajo. Extrañamente, se descubrió preguntándose qué estaría haciendo
Claud mientras él iba tanteando a ciegas el camino en un pozo negro como el
carbón repleto de venenos y explosivos en algún lugar por debajo de
Alemania, y la superficie cubierta por enjambres de SS. Probablemente
bebiendo y comiendo con Churchill y Arthur Bannering en algún lugar de
Londres, supuso Ferracini.
Cassidy llegó y se puso al lado de Ferracini en la boca del conducto, y
Ferracini lo guió hasta la cuerda que mantenía asegurada la balsa. Entonces
Ferracini usó la cuerda de rápel para descender desde el conducto hasta que
estuvo arrodillado encima de la balsa. Encontró la bolsa de detonadores y
mechas atada a un lado, y durante los siguientes quince minutos se dedicó a
mover lentamente la balsa de un lado a otro del pozo para colocar las cargas
en las paredes, alojando lo más profundamente posible los explosivos en
recovecos, grietas y cavidades de las paredes con la ayuda de una barra de
hierro que había bajado en la balsa para ese propósito.

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Cuando terminó, Cassidy tiró de la balsa hasta que volvió a quedar
directamente debajo del conducto, y Ferracini trepó de vuelta a la boca,
llevando consigo la mecha principal. Los gases eran más densos en el fondo
del pozo, y las lágrimas le chorreaban por las mejillas en el interior de la
máscara. La tensión y el esfuerzo realizado hacían que respirara con
intensidad, y podía sentir el sabor acre de las emanaciones en su garganta.
Empezaba a sentirse mareado.
Cassidy tenía más mecha lista para conectarla a la que Ferracini había
subido. Soltándola mientras avanzaban, empezaron a subir por el conducto.
La subida era empinada, pero el conducto había sido excavado a mano desde
Cabeza de Martillo antes que horadado a máquina, por lo que tenían espacio
suficiente para avanzar a buen ritmo; además, el suelo estaba excavado en una
serie de plataformas a nivel, lo que ayudaba a luchar contra la inclinación.
A Ferracini le escocían los ojos, y luchaba contra el impulso de toser.
Abrió algo más la válvula de su respirador, lo que le proporcionó cierto alivio,
pero al mismo tiempo sabía que agotaría antes su suministro. Estaba
demasiado ido para calcular cuánto le quedaba, o para que le importara
demasiado. Continúa avanzando… uno, dos, tres; un escalón; uno, dos, tres;
un escalón; uno, dos, tres. Sería peor después de que la siguiente carga
explotara… más presión… Espero poder continuar hasta la salida… Oh, dios,
tener que combatir a las SS entonces… Sigue avanzando… uno, dos, tres,
escalón…
Tras recorrer unos treinta metros o así se acuclillaron en el suelo del
conducto. Cassidy encendió la mecha, y se cubrieron las cabezas y los oídos.
En la cámara exterior, la aguja de la válvula de muestreo saltó bajo la luz
de la linterna de Payne.
—¡Eso es! —dijo Payne—. Han volado el pozo.
—Todo parece ir bien hasta ahora —retransmitió Lamson a través de
Ryan, que todavía estaba en la escotilla—. Han volado el pozo.
—Han volado el pozo —les contó Ryan a Warren y Knacke en el exterior.
Al lado de la tapa de la cámara interior, Payne y Lamson entraron en
tensión y volvieron a comprobar su equipo. Cuando la aguja bajara,
significaría que la placa que sellaba el conducto bajo Cabeza de Martillo
había sido abierta. Esa sería la señal para abrir la cámara interior y descender.
Mucho más abajo, Ferracini y Cassidy seguían subiendo la pendiente del
conducto, pasando por debajo del perímetro vallado de la planta principal, por
debajo de la zona de alta seguridad alrededor de la Ciudadela; por debajo de
Cabeza de Martillo. Ferracini estaba empapado de sudor mezclado con grasa.

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La cabeza se le iba, y se tambaleó al tropezar. Cassidy lo agarró firmemente y
lo puso en pie de nuevo.

En Berlín, en el Cuartel General de la Gestapo, Himmler gritaba por teléfono


al general de las SS al mando de la guarnición de la Ciudadela. Al otro
extremo de una mesa cubierta de planos de construcción, los dos ingenieros
de la Organización Todt contemplaban con caras de abatimiento los
diagramas extendidos sobre los demás.
—No irán por la planta, pedazo de imbécil. ¡Irán por debajo de la planta!
¿Me entiende? Por debajo… Bueno, avise a los idiotas de los niveles
superiores… Rassenau está perdiendo el tiempo en el complejo de
municiones. Y no están en el complejo de municiones. Van a entrar por el
pozo de eliminación de residuos número tres… Sí, lo tengo en la otra línea, y
enviará sus tropas allí inmediatamente. Pero puede que ya estén abajo. Debe
asegurar Valhala… ¿Qué?… No, estúpido, ya le he dicho que esos pozos no
importan. ¡Hay otro que lleva directamente debajo de sus culos! ¡Van a salir
justo debajo de ustedes!
Mientras Himmler gritaba, una placa de acero voló en una abertura sellada
en el nivel inferior del complejo Cabeza de Martillo, y un gas marrón rojizo
se extendió al instante en todas las direcciones. Dos figuras con el rostro
cubierto por máscaras y armadas con ametralladoras emergieron del agujero,
y el personal en las cercanías empezó a derrumbarse y toser.
En el pozo de vertido, otras dos figuras estaban de camino, descendiendo
a través de la oscuridad.

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El comandante Warren se agazapó junto a la escotilla en el exterior del


hexágono de ladrillo cuya tapa habían vuelto a colocar temporalmente para
evitar que apareciera una delatora nube de gases ahora que la cámara interior
estaba abierta. Estaba asegurada sólo con dos pernos para poder retirarla
rápidamente. Ryan transmitió mediante golpecitos un mensaje apresurado
desde el interior para decirle a Warren que Lamson y Payne habían entrado en
el pozo; Ryan se disponía a tirar la escalerilla de huida, un par de cuerdas
unidas por nudos para poder volver a trepar por el pozo, y descender a
continuación. Warren les deseó buena suerte por el mismo sistema, se levantó
y se volvió hacia Knacke, que montaba guardia en lo alto de los escalones.
—Ryan va a descender —le gritó. Knacke asintió pero no apartó la vista.
Warren ascendió con dificultad hasta la mitad de los escalones, gruñendo por
el esfuerzo de arrastrar su pierna—. Mira, no hay nada más que puedas hacer
aquí —urgió a Knacke—. Vete mientras puedas. Este no es momento para
discursos, pero has hecho un gran trabajo. No lo olvidaremos.
—¿Por qué son los norteamericanos los que están haciendo esto? —
preguntó Knacke.
—Es una historia muy larga. Y de todas formas no tengo autorización
para contártela.
—Entonces ¿lo que hay bajo la Ciudadela también afecta a los Estados
Unidos?
—Al mundo entero.
Knacke asintió con aire ausente.
—Supongo que debería marcar alguna diferencia. No me es fácil hacer
esto, después de todo, soy alemán.
—Sí. Siento que tenga que ser así. Pero si te sirve de ayuda, la operación
está dirigida contra los nazis, contra lo que ocurrirá si no se les detiene.
—Puedo imaginármelo. Por eso os hemos ayudado.
—No, no puedes imaginártelo.

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En ese momento la voz de una mujer llegó desde algún lugar cercano,
estridente por el miedo.
—¡Gustav! ¡Gustav! ¿Estás ahí?
Knacke cogió el arma que tenía a su lado y echó un vistazo por encima de
los muros y bloques de cemento en lo alto de los escalones. Marga, ataviada
con una gabardina, estaba al final del callejón. Estaba claramente asustada y
miraba a su alrededor con desesperación.
—¡Marga! —le gritó Knacke—. Por aquí.
Un instante después una voz severa procedente de algún sitio tras la
esquina gritó:
—Halte!
Marga se giró en redondo para mirar, chilló, y empezó a correr por el
callejón hacia Gustav. Resonó un estrépito de botas corriendo sobre
adoquines, y un grupo de media docena de tropas de las SS apareció detrás de
ella.
—Halte! —volvió a gritar el oficial que iba en cabeza. Alzó una pistola.
Knacke lo derribó de un disparo cuando la figura de Marga salió de su línea
de fuego. La ráfaga también hirió a otro de los que corrían detrás. Un
momento después, una granada aterrizó en medio del grupo, mientras, detrás
de Knacke, Warren ya estaba cogiendo otra. Los soldados de las SS se
dispersaron en busca de protección en medio de otra ráfaga de Knacke y, al
segundo, la granada estalló.
Marga se desplomó sin aliento al lado de Knacke en lo alto de los
escalones.
—Saben dónde estáis. Quise avisaros de que venían, pero…
—Luego. —Knacke le selló los labios con un dedo y le puso un arma en
las manos. Habían tenido la precaución de aprender a disparar cuando se
vieron metidos en este tipo de asuntos por primera vez.
Llegaron más gritos desde más allá de la esquina del callejón, y se oyó un
silbato. Balas procedentes de algún lugar indeterminado pasaron silbando por
encima de sus cabezas y rebotaron contra las vigas metálicas. El oficial al que
Knacke había herido yacía boca abajo y un charco de sangre se extendía entre
los adoquines debajo de su pecho. El otro soldado estaba de rodillas,
agarrándose un brazo con la otra mano e intentando incorporarse. Dos de los
otros corrieron desde detrás de la esquina y los arrastraron a cubierto mientras
el resto disparaba una andanada de fuego de cobertura. Knacke devolvió el
fuego, asomándose para disparar por encima de la pared frente a él para luego

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caer y rodar hasta otra posición para evitar exponerse en el mismo lugar dos
veces.
Marga estaba agachada detrás de los primeros escalones. Un par de
cabezas rematadas con cascos de acero aparecieron en lo alto de la estación de
bombeo. Marga disparó y los soldados desaparecieron de la vista para
esquivar los disparos. Warren tiró su granada por encima del parapeto del
techo, y explotó un segundo después, enviando fragmentos de techo y
claraboyas a las alturas y destrozando dos de las ventanas del edificio. Warren
lanzó otra granada al extremo más alejado del callejón. Una granada enemiga
procedente de algún lugar a la derecha explotó en la base del hexágono.
Marga cambió de posición para disparar a las sombras que veía moverse en el
interior de la estación de bombeo a través de las ventanas.
Knacke intercambió más disparos con los soldados apostados al final del
callejón.
—Se están reagrupando —gritó por encima de su hombro entre ráfagas—.
Van a hacer un asalto.
Warren había bajado al pie de los escalones y estaba aflojando los dos
pernos de la cubierta de la escotilla con una llave inglesa.
—Disparad a donde sea —gritó a los otros dos—. Meted ruido. Disparad
a los tanques, intentad que revienten. Luego haced lo que os diga. —Disparó
una larga ráfaga contra los tanques de almacenaje horizontales que estaban
por encima del callejón y la remató con una granada. Reaccionando a la voz
autoritaria de Warren, Gustav y Marga dispararon a los tanques y tuberías en
todas direcciones, mientras Warren tiraba más granadas. Uno de los tanques
explotó vomitando una densa nube de vapor blanco sobre el callejón justo
cuando los soldados cargaban. Entonces algo dentro de la estación de bombeo
se incendió, añadiendo un oleoso humo negro—. Respirad hondo, llenad los
pulmones —gritó Warren, poniéndose su gorra de coronel de las SS y
alisándose el uniforme—. ¡Ahora, listos! —Arrancó la cubierta de la escotilla
y una densa nube marrón se vertió a chorros al exterior para mezclarse con el
vapor y el humo, amortajando los alrededores con una niebla asfixiante y
cegadora.
Warren dejó un par de granadas con retardo para que explotaran en la
fosa, disparó un par de tiros más al aire y se aferró a la barandilla apara
ayudarse a subir los escalones en medio de la bruma tóxica.
—¡De pie! ¡Manos arriba! —ordenó a los otros dos, quitándoles las
armas. Knacke estaba demasiado asombrado para reaccionar. Warren le
abofeteó—. ¡He dicho que manos arriba! ¡Atrás, atrás! —Empujándolos con

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su arma, los condujo hasta el callejón. Había figuras que correteaban y
chocaban a su alrededor. Warren disparó al hexágono justo cuando las
granadas que había dejado en la fosa estallaban, y en la confusión estallaron
más tiroteos.
La niebla se disipó hasta quedar en neblina al final del callejón, que estaba
acordonado por soldados. Cojeando con determinación, Warren hizo avanzar
a sus «prisioneros», que tosían y lloraban por los gases mientras mantenían
las manos en alto. Un sargento y dos soldados se adelantaron para ayudarle.
—Hay más de ellos allí —les gritó Warren—. Id a echarles una mano a
los demás. —Los soldados se alejaron corriendo.
Llegaron a la calzada adoquinada y se dirigieron hacia el coche. Detrás de
ellos, una nube marrón amarillenta se empezaba a alzar sobre los tejados y a
cubrir las zonas adyacentes de la planta, con los sonidos de gritos, disparos y
más granadas que seguían llegando desde el interior de la nube. Las alarmas
de incendio habían empezado a aullar, añadiendo su nota a la conmoción
general. Los soldados pasaban corriendo en la dirección opuesta, mientras
otros mantenían apartados a los trabajadores que acudían de los edificios
cercanos a ver qué ocurría. Warren bajó el arma.
—Ahora relajaos. Caminad con naturalidad —murmuró y se
transformaron simplemente en un oficial y dos civiles que podrían pertenecer
a la Gestapo.
Nadie los detuvo cuando se dirigían al Mercedes, que seguía donde Ryan
y Ferracini lo habían dejado.
—Haz como si éste fuera tu trabajo —le dijo Warren a Marga cuando la
hizo sentarse en la parte delantera del vehículo—. Tú conduces. —Entonces
subió al asiento de atrás con Knacke y les pasó las armas a los dos.
Arrancaron y un sargento de las SS hizo retroceder a su escuadra para
permitir al coche girar en la calzada.
Al llegar a la entrada secundaria, las cosas habían cambiado desde que
Warren y Ryan habían entrado. Warren examinó la situación según se
aproximaba el coche rápidamente. La barrera estaba bajada, y un capitán de
las SS, un cabo y dos soldados estaban de pie junto a la garita; otros tres
soldados estaban al otro lado de la entrada, frente a un Kuebelwagen (el
equivalente alemán de un jeep) que tenía una ametralladora montada con
conductor y operador de ametralladora preparados. El cabo se puso delante
del coche con un brazo alzado, y el coche frenó. Un par de los otros soldados
alzaron las armas, para volverlas a bajar cuando Warren se levantó en el
coche y vieron su uniforme.

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—¿Qué está pasando ahí atrás? —empezó a decir el capitán—. Parece
como si… —Se quedó inmóvil cuando su mirada pasó del rostro pálido y
tenso de Marga al cañón de la automática que estaba apoyada sobre la puerta.
Marga disparó y aceleró el coche a toda potencia al mismo tiempo. El capitán
cayó contra la pared de la garita, y el cabo se apartó tirándose a un lado en el
mismo momento, Knacke abrió fuego con su ametralladora sobre los que
estaban al lado de la garita, mientras Warren disparaba al operador de la
ametralladora en el Kuebelwagen por el otro lado y luego dejó caer una
granada en el interior del vehículo. Los soldados del Kuebelwagen todavía
estaban corriendo cuando el Mercedes rompió la barrera atravesándola, y una
granizada de balas desde el asiento trasero obligó al resto a seguir con la
cabeza gacha mientras el coche se alejaba con un rugido.

El nivel inferior de Cabeza de Martillo contenía principalmente generadores,


equipo de ventilación y almacenes; las pocas personas presentes allí habían
quedado incapacitadas por el gas y las emanaciones. No parecía probable que
nadie se recuperara lo suficiente en los próximos minutos como para intentar
ninguna heroicidad a sus espaldas, y Ferracini y Cassidy se movieron
rápidamente, saltando para cubrirse el uno al otro, en dirección a la escalera
de acero que era el único acceso a los niveles superiores.
Un guardia en uniforme de las SS y un hombre de bata blanca estaban
intentando cerrar la pesada puerta al final de las escaleras cuando Ferracini
llegó al rellano. Disparó desde detrás de la carcasa de un generador, y el
guardia retrocedió por el impacto; el otro hombre se derrumbó hecho un
guiñapo en el umbral. Había más intentando cerrar la puerta desde atrás, pero
el cuerpo lo impedía. Alguien se asomó para retirar el cuerpo, pero cayó
encima de éste cuando Ferracini volvió a abrir fuego. Cassidy corrió hacia
delante aprovechando la cobertura de la ráfaga de Ferracini para lanzar dos
granadas por el espacio abierto de la puerta, acabando con una ráfaga desde
un ángulo diferente. Luego Ferracini se acercó y apartó los cuerpos de los dos
hombres a los que había disparado.
Contemplaba la cámara que albergaba el mismísimo portal de regreso, de
forma similar a la máquina de Brooklyn, que había sido construida según el
mismo diseño. El cilindro principal estaba frente a él y por encima, con una
plataforma con barandilla que lo rodeaba a media altura. Los lados de la
cámara estaban abarrotados de instrumentos y armarios de equipos,
escalerillas y pasarelas elevadas. Había figuras corriendo y gritando por todos

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lados; la confusión se concentraba principalmente en el área inmediatamente
detrás de la puerta, donde las granadas habían explotado en medio de la gente
que había conseguido salir del nivel inferior justo para tropezarse con los
demás que venían corriendo en sentido contrario para investigar a qué se
debía la conmoción. Otros empezaban a toser y ahogarse cuando el gas se
filtró, y la confusión se convirtió en pánico.
No era momento de andarse con consideraciones. Ferracini barrió la masa
de figuras que se entrechocaban y convulsionaban con una larga ráfaga
continuada de su ametralladora desde la puerta, y Cassidy entró en la cámara
de un salto, disparando a las galerías superiores y destrozando las luces de la
zona. Ferracini introdujo un nuevo cargador con un manotazo y siguió a
Cassidy un instante después.
Una vez al otro lado de la puerta, se separaron para tener más campo de
visión y fuego para cubrirse mutuamente, sin dejar de avanzar hacia la
máquina y situándose en posiciones que cubrían desde diferentes ángulos la
entrada a la cámara de la máquina. Una figura apareció tambaleándose en una
de las pasarelas y apuntó con una pistola a Cassidy. Ferracini envió una
ráfaga de balas que chocaron contra los soportes de acero antes de que
pudiera disparar y la figura desapareció de la vista.
La escena empezaba a parecerse a una descripción bruegheliana del
Infierno, con el lado más cercano de la cámara a oscuras, el humo
espesándose y remolineando alrededor de la amenazadora presencia de la
máquina, y figuras aterrorizadas que se retiraban arrastrándose por el suelo
manchado de sangre y cubierto de cuerpos convulsos. Lo repentino y violento
del asalto había cogido desprevenidos a los guardias de las SS presentes en la
cámara, y el gas había impedido cualquier resistencia organizada. Cassidy
recargó su arma detrás de un cubículo de equipamiento, y Ferracini se
concentró en las escaleras y la plataforma superior para abrir un camino libre
hasta la máquina.
Entonces llegó la primera escuadra de refuerzos de las SS procedente de
los niveles superiores, irrumpiendo por la entrada al otro lado de la cámara.
Pero venían demasiado rápido, demasiado precipitados: emergieron
directamente bajo el brillante resplandor de las luces que quedaban al fuego
cruzado procedente de las sombras. Y no estaban preparados para el gas. Se
retiraron desordenadamente, dejando a varios de los suyos atrás. Una voz en
el exterior de la entrada gritó órdenes. Más guardias entraron corriendo, pero
tropezaron con la gente que intentaba salir, y el resultado fue un tumulto
desconcertante. Cassidy lanzó una granada al centro de la confusión. En el

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caos resultante, Ferracini llegó hasta uno de los tramos de escalones alrededor
de la máquina y subió a la plataforma que daba a la cámara de transferencia.
La plataforma dominaba desde arriba el área de entrada por donde los SS
se desplegaban entre la maquinaria y las consolas de equipo. Las balas
rebotaban con un repiqueteo en la estructura metálica alrededor de Ferracini,
podía oír a Cassidy disparando abajo. Dirigió un par de ráfagas rápidas por
entre las traviesas de la barandilla hacia donde se refugiaban algunos de los
guardias, y luego volvió a agacharse detrás del borde de la plataforma para
empezar a desempaquetar frenéticamente los explosivos que llevaba.
Entonces se percató de que sus pulmones se inflaban trabajosamente. Se
le había terminado el oxígeno. No tenía alternativa. Desató las correas de
detrás de su cabeza y se sacó la máscara del respirador. Involuntariamente,
sus pulmones se hincharon en busca de aire, y en cuestión de segundos estaba
encogido de rodillas, tosiendo y con arcadas. No se percató de la luz que
apareció repentinamente en la zona oscura de la cámara cuando una segunda
puerta se abrió para permitir el paso de más SS procedentes del ascensor de
emergencia situado en la parte de atrás.
Debajo, un grupo de SS habían logrado interponerse entre Cassidy y la
puerta por la que habían entrado y tenían sitiado a Cassidy entre una de las
columnas estructurales y uno de los cubículos de equipo eléctrico. Cassidy
cambiaba de posición y disparaba a la desesperada para protegerse en tres
direcciones diferentes, pero estaba acorralado. Lanzó su última granada; se
quedó sin munición… y entonces Lamson y Payne aparecieron en la puerta
del nivel inferior y segaron a sus atacantes desde atrás.

Dejando a Kurt Scholder con Pfanzer y un par de los otros para que vigilaran
a los del turno de guardia de la sala de control, Winslade bajó
apresuradamente las escaleras para reunirse con la gente que esperaba fuera
de las compuertas de la cámara de transferencia. El joven Scholder le pasó un
fajo de objetos cilíndricos, cada uno con un bolígrafo de plástico
sobresaliendo de un extremo, similares a los que sostenían Anna y Keith
Adamson. Adamson había insistido en ir, y algunos de los del equipo del
Órgano de Catedral se habían quedado a cargo de la misión de vigilar a
Kahleb y compañía.
—Están ya preprogramados a diez segundos —dijo el joven Scholder—.
Sólo hay que romper los bolígrafos y salir. —Winslade se colgó el arma
automática a la espalda y miró a Anna.

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—¿Preparados? —Anna asintió.
Alguien bajó de la sala de control y gritó desde la galería:
—El haz está entrando en contacto ahora mismo. —En ese mismo instante
las puertas dobles que conducían a la cámara de transferencia empezaron a
deslizarse a los lados. En el interior, había aparecido un resplandor rojizo.
—¡Deténganse! —gritó una voz. Dos figuras ataviadas con los ropajes
dorados y sueltos del Directorio Superior aparecieron dando grandes zancadas
por una de las puertas laterales, seguidos por Kahleb y otros de su grupo.
Guardias de seguridad con uniforme gris aparecieron en la galería superior,
corriendo hacia la sala de control. Alguien cerró la puerta de golpe desde el
interior de la sala, y Winslade pudo ver por la ventana que Scholder blandía
su arma. Pfanzer gesticulaba frenéticamente hacia abajo señalando la cámara
de transferencia, mientras los guardias fuera de la sala comenzaban a intentar
derribar la puerta.
Las puertas frente a la cámara de transferencia se abrieron y entraron más
guardias procedentes del Área de Embarque.
—¡Vamos! —gritó el joven Scholder, y cerró filas junto a Eddie,
T’ung-Sen y los demás mientras Winslade, Anna y Adamson corrían hacia la
cámara. Los guardias arremetieron contra la muralla humana, empujándolos a
un lado, pero ya era demasiado tarde. Las compuertas de la cámara de
transferencia se cerraban.

Ferracini tenía la cara apretada contra la malla metálica que formaba el suelo
de la plataforma, pero volvía a respirar. Unos potentes ventiladores situados
en los conductos expandían el aire limpio que se estaba inyectando en el nivel
inferior. Un pie se plantó cerca de su cabeza. Ferracini rodó instintivamente y
se encontró mirando a una forma vestida de negro y el rostro cubierto por una
máscara. Pensó que se trataba de Ryan, pero no estaba seguro. Al otro lado de
la plataforma, otro miembro del equipo extendía la mecha entre las cargas
colocadas alrededor de la máquina y la conectaba a otra mecha que subía
desde abajo. Uno de ellos era Cassidy; el otro, que se parecía a Payne, estaba
cubierto de sangre y uno de sus brazos le colgaba inútil.
Una mano tiró de su arnés, y Ferracini se puso de rodillas todavía medio
inconsciente. La figura que estaba a su lado era Ryan. Ryan disparó contra
algo en el piso inferior, cogió las cargas que Ferracini había empezado a
desenvolver y se movió por la plataforma añadiéndolas a las que colocaba
Lamson. Ferracini miró a lo largo de la pared de la máquina y vio uniformes

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de las SS que ya habían conseguido subir a la pasarela, avanzando hacia la
plataforma. Recogió el arma del suelo y apretó el gatillo cuando se disponían
a correr hacia la plataforma.
¡Nada! ¡Vacío!
Ferracini comenzó a incorporarse justo cuando las balas empezaron a
volar a su alrededor. Algo le quemó un lado del pecho y parte del antebrazo, y
un impacto contra el hombro lo hizo caer girando, volviendo a quedar
tumbado inerme en el suelo, frente al portillo de acceso al interior de la
máquina. Una granada aterrizó en el suelo a unos metros de distancia de su
cara. Se la quedó mirando, conmocionado, incapaz de reaccionar. Entonces
apareció Cassidy, disparando con el arma apoyada en la cadera por encima de
la cabeza de Ferracini y le dio una patada a la granada que la envió lejos.
Ryan estaba detrás de Cassidy, disparando a lo largo de la pasarela que
recorría el otro lado de la máquina. Los SS ahora venían por ambos lados del
cilindro; otros estaban ascendiendo, trepando por la baranda al final de la
plataforma. Tenían que contenerlos hasta que explotaran las cargas… eso era
lo único que importaba.
Payne cayó, herido de nuevo. Entonces Ryan se tambaleó y cayó de
espaldas contra un lado de la máquina. Sólo quedaban combatiendo Cassidy y
Lamson. Ferracini se esforzó por extraer otro cargador de su bolsa de
munición, pero no pudo hacer que su brazo se moviera. Alzó la vista y vio a
los SS que venían hacia él, con un gigante rubio de ojos azules a la cabeza.
Durante un segundo, el gigante lo miró desde arriba triunfante, retorciendo los
labios en una mueca de desprecio, grotesca a la luz rojiza que había empezado
a brillar detrás de Ferracini. Ferracini tanteó con su brazo sano en busca de la
automática que tenía a la cintura, pero el gigante ya lo tenía en su punto de
mira… y su cabeza explotó como un melocotón demasiado maduro golpeado
por un martillo.
Las figuras de uniforme negro que avanzaban detrás de él se desintegraron
en pedazos que salieron despedidos contra la barandilla de la plataforma.
Ferracini giró la cabeza, aturdido, y entonces fue cuando supo que estaba más
malherido de lo que creía. Porque entonces se dio cuenta de que estaba
muerto.
No era de la forma en que se lo había imaginado… no es que hubiera
dedicado mucho tiempo a pensar en esas cosas. Pero había esperado todo tipo
de visiones místicas multicolores y sensaciones jubilosas, tal vez música
extraña, como las cosas de las que hablaban los drogatas… Nunca tuvo
curiosidad por probar las drogas. Lo último que necesitaba un soldado de

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Operaciones Especiales era freírse los sesos. Pero la realidad era bastante…
corriente. Decepcionante, en cierto modo. Era corriente, pero de una forma
irreal y distante…
Vio una aparición de Claud que se cernía sobre él, destrozando hordas de
los SS con algún tipo de sofisticada ametralladora de mano que disparaba
bombas en miniatura y que retumbaba como un tren. Probablemente una
alucinación que expresaba un deseo inconsciente, pensó Ferracini con
desapego. Anna Kharkiovitch también estaba en la alucinación, disparando
otra de esas armas. E incluso Keith Adamson (¿cómo se había metido ése en
su visión?) salía corriendo de la máquina, se inclinaba y arrastraba a Payne al
interior. Cassidy pasaba uno de los brazos de Rayan sobre su hombro, y
Lamson extraía su cuchillo del cuerpo inmóvil de un SS mientras caía al
suelo.
Entonces Claud lo contemplaba desde arriba y sonreía como sólo Claud
podría hacer.
—Vamos, Harry, levántate —le dijo la aparición al espíritu de Ferracini
—. No tenemos todo el día. De hecho, sospecho que estamos abusando de la
hospitalidad de nuestros anfitriones.
Anna Kharkiovitch se inclinó y ayudó a Claud a ponerlo de pie. Eso no
era nada respetuoso. Estaba muerto. ¿Por qué no podían dejarlo en paz? Y
entonces Anna lo empujaba hacia la luz roja del portal, mientras Cassidy
ayudaba a Ryan justo delante de ellos y oía cómo Claud seguía disparando a
su espalda.
—No, camino equivocado —se oyó murmurar Ferracini a sí mismo
estúpidamente—. Tenemos que ir por el otro lado. Harvey nos está esperando
arriba.
Y entonces se desmayó.

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Hubo jadeos de sorpresa entre la gente de la antecámara cuando las


compuertas de la cámara de transferencias se abrieron de nuevo. Winslade y
los otros dos que se habían desvanecido hacía sólo un momento estaban de
vuelta, pero ahora había cinco figuras más con ellos. Estaban vestidas con
trajes negros y grasientos con pasamontañas y máscaras que les cubrían los
rostros. Tres estaban heridos y necesitaban ayuda, dos aparentemente
inconscientes. Ignorando a los guardias que intentaban empujarlos contra la
pared, algunos de los científicos se adelantaron corriendo para prestar ayuda
cuando el grupo empezó a avanzar hacia las puertas. Winslade tenía un feo
corte donde una bala le había rozado la mejilla, y la sangre le chorreaba por la
pechera de la camisa y la chaqueta.
El jefe de la fuerza de seguridad, el comandante Felipe Juanseres, que
había llegado con Jorgassen detrás de los dos directores vestidos de dorado,
contempló con ánimo sombrío el estado de las figuras que pasaban por las
puertas, cojeando, ensangrentados y en otras condiciones. Una leve vaharada
de vapores ácidos le irritó la nariz.
—Son ésos —dijo Kahleb, poniéndose al frente y señalando—. Ésos dos y
la mujer. Ése es el que atacó al guardia.
—¡Arrestadlos! —ordenó uno de los directores. Los guardias cerraron
filas en torno a la entrada a la cámara.
—¡Mírelos! —protestó Jorgassen ante Juanseres—. Ahora dígame que al
otro lado sólo hay una estación científica. Esta gente parecen salidos
directamente de una batalla.
—Arréstelos —ordenó el director otra vez—. Estamos al mando de este
establecimiento. Usted responde ante nosotros.
En la galería superior, los guardias sacaban a Scholder y Pfanzer de la sala
de control. Otro hombre venía detrás de ellos.
—Se ha perdido la conexión —gritó a los de abajo—. Todas las funciones
de acople han caído a cero.

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—No les debéis ninguna lealtad a unos criminales —le dijo T’ung-Sen a
los guardias que le retenían a él y a su grupo contra la pared a punta de pistola
—. Son cómplices de asesinato, todos ellos están involucrados.
—Asesinato en masa —añadió Eddie a su lado. Los guardias miraron
dubitativamente a Juanseres en busca de instrucciones.
—He dado una orden —restalló el director.
—Su trabajo es la seguridad —le dijo T’ung-Sen a Juanseres—. Aquí se
han cometido irregularidades muy importantes.
—¡No tienen autoridad aquí! —insistió Kahleb.
Juanseres pasó la mirada de un grupo a otro.
—Ya basta —declaró. Entonces se dirigió a los guardias—. Encerradlos a
todos. A ésos, a éstos, a todos. Tendrán tiempo de enfriarse los ánimos hasta
que el asunto esté fuera de nuestras manos. Voy a llamar a la FAIC.
—No puede… —empezó a decir uno de los directores, pero uno de los
guardias le dio un culatazo en las costillas.
—He dicho que ya basta —repitió Juanseres—. Asumo toda la
responsabilidad. Mi deber principal es mantener el orden. —Se volvió a los
guardias otra vez—. Llévenselos. Retengan a la gente que está en la sala de
conferencias R7, a los que están en el comedor de ejecutivos y al grupo del
área de recepción. Que venga inmediatamente un equipo médico para atender
a los heridos y que enfermería esté preparada. Llévense también allí a la gente
que está con ellos, para que los limpien y los registren. Tras eso, pónganlos
bajo guardia en la cantina. Pueden esperar allí.

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Anochecía. Anna Kharkiovitch estaba sentada con Adamson a una de las


varias mesas que había en la habitación espaciosa de paredes blancas y
naranjas. Les habían traído algunos platos de carne de ternera con salsa
picante y verduras, pero con la tensión de la espera nadie había comido
mucho. Scholder se paseaba en círculos, impaciente, bajo el gran ventanal que
había en una pared. En el complejo iluminado por potentes focos que se veía a
través de la ventana había aterrizado la primera oleada de aeronaves de la
FAIC, y escuadras militares de aspecto eficiente, ataviados con uniforme azul
celeste, desembarcaban rápidamente en dirección a la entrada y a los edificios
de la superficie de la instalación Órgano de Catedral.
—Allá en casa debe ser sobre el once de abril, según mis cálculos —dijo
Scholder—. Eso significa que llevamos seis semanas desaparecidos.
—Apenas unas cinco horas aquí —murmuró Adamson.
Anna levantó la mirada.
—Así que ¿cuánto tiempo les llevó? ¿Cerca de un mes para llegar al
objetivo en Alemania?
—Evidentemente —asintió Scholder—. Un poco más de lo previsto, pero
por suerte para todos, por lo que parece.
—Excepto para el comandante Warren —dijo Anna—. Me preguntó qué
le habrá ocurrido.
—Bueno, supongo que al final lo averiguaremos —dijo Scholder—. Mi
suposición es que pasará un tiempo antes de que ninguno de nosotros pueda
volver a casa.
—¿Pueden enviarnos de vuelta, entonces? —dijo Anna.
Scholder asintió.
—Eso creo. Pero está por ver cuánto tiempo habrá pasado antes de que
volvamos.
Por lo que había podido deducir durante el poco tiempo que habían
hablado acerca del asunto, la «interferencia» de la máquina de la Estación
había sido transportada por una función de onda hiperdimensional resonando

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en una frecuencia que estaba ligeramente desalineada y solapada respecto al
grupo espectral al que normalmente se conectaba el Órgano de Catedral.
Motivado por la curiosidad, uno de los directores del turno que se ocupaba de
la sala de control ordenó que los parámetros del haz se fijaran para los valores
desalineados, y el resultado fue la conexión con la Estación. Si se podían
repetir los parámetros, se restablecería la conexión… siempre y cuando la
gente de la Estación no hubiera perdido la esperanza y abandonara la máquina
en el tiempo transcurrido.
—Todavía no estoy seguro de entender todo este asunto de los viajes en el
tiempo —dijo Adamson—. ¿Por qué tiene que haber pasado tiempo en
nuestro mundo? Si la máquina de aquí tiene un dial con el que se puede
seleccionar la fecha con la que quieres conectar, o lo que sea que cumpla esa
función, ¿por qué no se puede simplemente poner la fecha en la que salimos,
sin importar cuánto tiempo haya transcurrido aquí? De esa manera, mi esposa
no sabría ni que había ocurrido algo anormal en ese día. —Su rostro se arrugó
en una expresión desconcertada mientras seguía la línea de pensamiento hasta
su conclusión ineludible—. Pero, llegados a ese punto, ¿por qué no se podría
poner una fecha anterior? No, eso no tendría sentido, ¿no? Quizá habría
decidido no venir… Pero aquí estoy… Y entonces habría dos yoes allí, como
te pasa a ti aquí, Kurt. Pero no había dos yoes cuando me fui. Oh, infiernos…
—Verás, la cosa se complica —dijo Scholder, asintiendo—. Para volver a
unirte al universo que dejaste, tienes que conservar la relación de
sincronización. De lo contrario, si intentas entrar en su pasado, por ejemplo,
lo que implica la capacidad para alterarlo, simplemente entrarás en una nueva
ramificación en vez de volver a tu universo, como nos pasó a nosotros cuando
vinimos de 1975. Podrías hacerlo si quisieras, Keith, pero no habrías vuelto al
mundo del que partiste.
Adamson reflexionó sobre ello, suspiró y finalmente sacudió la cabeza.
—Las cosas ya están lo suficientemente mal. Esperaré —concedió.
Más aeronaves de la FAIC descendieron verticalmente en el exterior.
Entonces uno de los guardias de seguridad de fuera abrió la puerta al otro lado
de la habitación, y entró Winslade junto a Jorgassen y un hombre que llevaba
una bata de médico. Scholder se giró y Adamson se levantó a medias de su
asiento.
—¿Cómo están? —preguntó Anna con tensión en la voz.
—El llamado Payne es el que está peor, con un brazo muy machacado y
un agujero en el estómago que está causando algunos problemas internos —
dijo el médico—. A Ryan le están operando para ponerle una prótesis de

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cadera. Lo de Ferracini sólo son heridas superficiales, pero también sufre de
envenenamiento agudo debido a compuestos nitrosos y restos de cianuros.
—Afortunadamente estamos en el siglo veintiuno —declaró Winslade.
El médico prosiguió:
—En cuanto a los otros dos, los tenemos bajo sedación con nada peor que
agotamiento nervioso. Todos ellos deberían recuperarse con el tiempo.
Cassidy y Lamson habían dicho que intentarían descansar, pero en vez de
eso se dedicaron a rondar por ahí agitadamente, así que al final los habían
sedado. El doctor miró con curiosidad a Winslade, y luego pasó la mirada
sobre los demás.
—Entonces, ¿es cierto eso que dicen? ¿Que todos ustedes vienen del
pasado?
—Lo sabrá todo a su debido tiempo, cuando el CN haya terminado —dijo
Jorgassen.
El médico parecía decepcionado.
—Muy bien. —Miró inquisitivamente al resto del grupo—. Si no hay más
preguntas…
—Creo que no, por ahora —dijo Winslade.
—Se pondrán bien, eso es lo importante —dijo Scholder.
—Si hay algo más, ya sabemos cómo ponernos en contacto con usted —le
dijo Winslade al médico—. Y gracias de nuevo por todo lo que ha hecho.
En ese momento, alguien llamó desde la puerta e hizo una seña.
—La gente de la FAIC está de camino hacia aquí —le dijo Jorgassen al
médico—. Puede que necesitemos que hable con ellos. —Y dirigiéndose a los
demás—: Discúlpennos, por favor. Tenemos que irnos.
Los demás añadieron sus gracias a las de Winslade, y el médico y
Jorgassen se fueron. Anna emitió un largo suspiro de alivio.
—Bueno, podía haber sido mucho peor —murmuró con agradecimiento.
El ambiente se había distendido. Winslade sacó de su sitio una silla vacía,
se sentó y se sirvió algo de café. Se tocó el vendaje que le cubría parte de la
cara.
—Ah, como supongo que os gustaría saberlo, yo también sobreviviré —
les informó.
En el exterior de la ventana, hacia el oeste, el cielo se enrojecía
convirtiendo las montañas en negras siluetas.
—Bueno, lo lograsteis —dijo Scholder.
Winslade negó con la cabeza.

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—Jamás tuvimos una sola oportunidad. Fueron ellos los que lo lograron
—sorbió su café—. Pero Cassidy dijo que estuvieron a punto de no lograrlo.
Los alemanes estaban advertidos, sabían cuál era el objetivo y casi llegan
primero. Por eso nuestros muchachos lo pasaron tan mal. Me gustaría saber
cómo ocurrió todo. Y todo el equipamiento se perdió, ambos cargamentos.
Los soldados tuvieron que improvisar toda la misión prácticamente bajo el
fuego enemigo.
—¡Extraordinario! —murmuró Adamson, sacudiendo la cabeza.
—Las unidades de Operaciones Especiales son muy selectas —replicó
Winslade—. Escogen a gente de lo más extraordinario.
—Los he visto entrenarse… en el 75, quiero decir —dijo Scholder.
Anna Kharkiovitch contemplaba a Winslade indecisa, como si ése no
fuera un buen momento para abordar lo que tenía en mente. Entonces hubo
una pausa en la conversación, y los ojos de Winslade se toparon con los de
Anna, que lo examinaban. Sostuvo la mirada de ella y se reclinó en su asiento,
con los ojos brillantes y una expresión vagamente juguetona, vagamente
desafiante, en el rostro… como si le leyera la mente y la retara a hablar.
—Muy bien —dijo ella—. Eso no es todo lo que hay que explicar, ¿cierto,
Claud?
—Winslade enarcó las cejas y tomó otro sorbo de café.
—¿De verdad?
—Oh, vamos, basta de juegos —dijo Anna—. Es hora de retomar aquella
conversación que nunca terminamos. —Winslade aguardó—. Sabías
demasiado acerca del resultado probable de la misión. Tenías preparado de
antemano todo el equipo necesario. Pero eso no es todo. —Anna enumeró los
puntos siguientes con los dedos—. Uno, sabías dónde estábamos tan pronto
como nos rematerializamos. Vi tu cara. No sabías cómo habíamos llegado
allí, pero sí que sabías dónde estábamos. Conocías el trazado de la instalación
de ahí abajo, y sabías que las bombas estaban siendo preparadas detrás de las
puertas frente al lugar de nuestra llegada. Dos, sabías cómo usar esa terminal
de vídeo. Tres, sabías cómo usar esas armas.
»Te seguimos a esta misión, Claud. Hemos confiado en tu buen juicio y
jamás hemos puesto en duda ninguna de tus decisiones. Algunos del equipo
han sido heridos de consideración. Pero se ha alcanzado el objetivo. Ahora
nos debes algo. Es hora de algunas explicaciones.
Winslade terminó su café y dejó la taza sobre la mesa con lentitud
premeditada. Finalmente, asintió.

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Pero antes de que pudiera replicar, la puerta del otro lado de la habitación
se abrió y entró Jorgassen, esta vez con gente a la que no habían visto
anteriormente. Dos de ellos llevaban uniforme azul celeste con gorras de
visera y muchos galones, posiblemente oficiales veteranos de la FAIC. Entre
los oficiales había un hombre de aspecto joven, de pelo ondulado, de rostro
rubicundo y una alegre semisonrisa que jugueteaba en su boca. Caminaba con
desenfadada desenvoltura y vestía elegantemente un traje de lino azul marino
con solapas de color gris pálido y una camisa azul y blanca y calzaba botas de
puntera estrecha. Jorgassen hizo un ademán y los demás se apartaron para que
el hombre más joven se adelantara.
—Según parece, de hecho, el CN y la FAIC han estado investigando en
secreto esta operación desde hace algún tiempo —dijo Jorgassen—. Así que
todo este asunto no los ha tomado completamente por sorpresa. Ésta es la
persona que ha estado a cargo de la investigación. —Se interrumpió cuando
vio que Winslade lo miraba con una ancha sonrisa que decía que no
necesitaba ninguna presentación.
Winslade asintió con evidente satisfacción.
—Sí —dijo mientras examinaba al joven—. Pensaba que serías tú.
El otro se quedó mirándolo durante unos instantes con una expresión que
combinaba el desconcierto con un indicio de diversión; y luego la expresión
cambió lentamente a la de asombro cuando llegó la comprensión.
—¡No! —exclamó con incredulidad—. ¡No puede ser!
—Oh, pero sí que puede ser —le aseguró Winslade—. Tú más que nadie
debería saberlo.
Anna miró a uno y a otro confundida. Sacudió la cabeza y volvió a mirar.
Contempló a Winslade, luego al otro hombre, intentando mentalmente
añadirle unos treinta y pico años más y un poco más de rojez en el rostro…
luego unos anteojos, y un sombrero…
¡Lo era!
Anna se derrumbó sin fuerzas sobre su silla, por una vez en su vida
genuinamente asombrada.
Era Winslade… ¡una versión más joven de Winslade!

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Ferracini yacía en la cama en una habitación limpia y ventilada, el sol brillaba


sobre las verdes montañas del exterior. Tenía el brazo y el hombro derecho
vendados. Una muchacha de pelo oscuro y piel morena, con bata y cofia de
enfermera, ordenaba botellas y platos sobre un carrito con tope acristalado
que estaba al lado de la cama. Ferracini consideró la situación durante cierto
tiempo: si esto fuera el cielo, no se sentiría tan fatal; si era el infierno, por otro
lado, sin duda se sentiría mucho peor. Terminó por concluir que
probablemente no estaba muerto, después de todo.
—Hola —dijo la enfermera al ver que tenía los ojos abiertos—. Está de
vuelta. Si le interesa saberlo, sé de buena tinta que se va a poner bien.
—Oh. —Ferracini no había pensado en ello, pero era bueno saberlo—.
¿Dónde estoy? —preguntó, alzando la cabeza para ver más de su entorno.
—Cerca de Jurunea, en Brasil —le dijo la enfermera mientras cubría el
carrito con un cobertor.
Ferracini dejó caer la cabeza sobre almohada. ¿Qué demonios hacía él en
Brasil? Se quedó mirando al techo durante un rato. Oyó el sonido del carrito
al deslizarse sobre sus ruedas y el de la puerta al abrirse con un débil
zumbido. ¿Brasil? ¿No era ahí donde estaba la máquina original que había
empezado toda esta locura? Volvió a levantar la cabeza justo cuando la
enfermera estaba a punto de salir de la habitación.
—¿En qué año estamos?
La enfermera se rió.
—No se preocupe, no ha estado tanto tiempo fuera de combate. Seguimos
en 2025. —Desapareció y la puerta se cerró tras ella.
Ferracini volvió a dejar caer la cabeza contra la almohada.
—Oh, mierda —gimió, y volvió a quedarse dormido.

A continuación la enfermera estaba despertándolo y ya era de noche. Poco


después apareció un médico para ver cómo estaba mientras le cambiaban los

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vendajes. Ferracini tenía un par de costillas machacadas, algo de músculo
desgarrado en el pecho y el antebrazo y un orificio que le atravesaba el
hombro; también había respirado gases, le dijo el médico. Unas pocas
semanas de descanso y estaría como nuevo.
—¿Y los demás? —quiso saber Ferracini.
—Payne y Ryan siguen inconscientes tras la cirugía, pero se recuperarán
—dijo el médico—. Cassidy y Lamson están bien.
—¿Puedo verlos?
—¿Se siente con ánimos?
—Pues sí, qué carajo.
—Muy bien, pero primero me gustaría que comiera algo.
La puerta se abrió y entró Winslade, vestido con algún tipo de uniforme
azul claro que Ferracini jamás había visto antes.
—Ah, sí, está… ¡espléndido! —Winslade miró al médico—. ¿Puedo
entrar?
El médico asintió e hizo un gesto con la mano.
—Sí, entre.
—Oí que te habías despertado, Harry, y vine directamente —dijo
Winslade—. Ahora tienes mucho mejor aspecto… tus labios vuelven a tener
el color adecuado. ¿Cómo te sientes?
—Está bastante bien —dijo el médico—. Estaré en mi oficina si me
necesitan. —Se fue de la habitación. La enfermera elevó la cama de forma
que Ferracini pudiera sentarse y apiló almohadas contra su espalda. Entonces
ella también se fue.
—Supongo que estaré bien. —Ferracini intentó recordar, pero su cerebro
todavía no funcionaba con claridad. Tenía un vago recuerdo de que estaba en
Brasil—. ¿Qué ocurrió, Claud? Éste es el lugar de Sudamérica del que vino
Kurt, ¿no?
—Cierto —confirmó Winslade.
—¡Y qué demonios haces aquí! —Ferracini agitó la cabeza.
—Recibimos un mensaje de Inglaterra de que la Estación había hecho otro
contacto —explicó Winslade—. Así que volamos de vuelta, Anna y yo.
—Vale.
—Pero era otro cruce de líneas. Cuando nos enviaron a través de la
máquina, descubrimos que de algún modo habíamos conectado con el sistema
del Órgano de Catedral en 2025, no con la máquina de Tularosa como
esperábamos.
Ferracini se masajeó la frente con el brazo sano.

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—Y bueno… ¿cómo terminamos aquí entonces?
—El Órgano de Catedral conectaba con Cabeza de Martillo —le recordó
Winslade.
—Ah, vale…
Winslade se encogió de hombros.
—Mientras la teníamos, aprovechamos la oportunidad de entrar por la
puerta trasera del portal de regreso de Hitler para intentar destruirlo de esa
forma… una inesperada bala extra en el cargador, por así decirlo. Pero resultó
que mientras tanto vosotros ya habíais entrado por la puerta principal al
mismo tiempo. La sincronización fue excelente. Creo que podemos
congratularnos por ello.
Tenía razón. Ferracini empezaba a recordar fragmentos de la escena en la
plataforma. Payne y Ryan recibiendo heridas; Claud y Anna eliminando a
hordas de SS; Keith Adamson también estaba presente.
—Pero ¿no se supone que esto está a rebosar de nazis o algo así? —dijo al
fin—. ¿Cómo conseguiste acceder a su máquina?
—Es una larga historia, Harry. Ya te preocuparás de eso más tarde.
Ferracini respiró profundamente, cosa que hizo que empezara a toser.
Asintió.
—Vale, ya me preocuparé más tarde… Oh, y gracias.
Winslade negó con la cabeza, y, por una vez, pareció solemne.
—No. Gracias a ti, Harry, a ti y a los demás. La misión fue un éxito. He
oído parte de lo que ocurrió en Weissenberg de boca de Cassidy y Floyd.
Hicisteis un trabajo excelente frente a circunstancias casi imposibles. Que
sepas que no fue en vano.
Winslade se marchó poco después y la enfermera volvió con huevos
escalfados, tostadas, leche, un vaso de zumo de naranja y un par de pastillas.
Comer con la zurda era lento, pero la comida sirvió para librarse de parte del
sabor acre que tenía en la boca.
Antes de que Ferracini terminara de comer, hubo un tumulto de voces
fuera de la habitación, y segundos más tarde Cassidy y Lamson aparecieron
por la puerta, dejando a la enfermera protestando en el exterior. Ambos
llevaban batas escarlatas sobre pijamas marrones y zapatillas de hospital.
—¿Qué te dije? —dijo Cassidy—. ¿Ves cómo está bien? Esto, Harry, en
caso de una recaída o algo así, esos diez pavos que me debes…
Ferracini consiguió sonreír.
—Hola, tú, gilipollas.
—¿Cómo lo llevas Harry? —preguntó Lamson.

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—Pronto estaré como nuevo, según el médico. ¿Qué tal están Ed y
Paddy?
—Ellos también se pondrán bien, pero tardarán más tiempo —respondió
Lamson—. Ed tiene unos cuantos agujeros nuevos en el cuerpo, pero lo
arreglarán. Paddy ha conseguido una junta de cadera de latón. Podía haber
sido mucho peor.
Ferracini sacudió la cabeza incapaz de articular palabra. Quería hablar de
tantas cosas. Entonces su expresión se endureció.
—Supongo que no sabréis qué le ocurrió a Harvey, ¿eh?
Cassidy se encogió de hombros.
—Puede que consiguiera escapar. Siempre hay una posibilidad. Quiero
decir, ¿qué posibilidades teníamos nosotros de salir de allí?
—Eso digo yo. —Ferracini se quedó callado durante unos segundos,
entonces se sacudió ese ánimo con un esfuerzo consciente—. ¿Y ahora qué?
—preguntó—. ¿Vamos a volver? ¿Alguien ha hecho algo al respecto?
—Claud está trabajando en ello —dijo Cassidy—. Pero pasa lo de
siempre… ya sabes… complicaciones.
—¿Qué tipo de complicaciones hay esta vez?
—Bueno, ¿te acuerdas de aquello que Claud nos contó después de que
fuéramos a Inglaterra… ese mensaje de Kurt sobre que Einstein había
descubierto que el tiempo transcurría más lento en el lado futuro de la
conexión?
Ferracini asintió.
—Algo así. Nunca lo entendí del todo. Pero ¿qué pasa con eso?
—Es cierto —dijo Cassidy—. Y no sólo eso, cuanto más lejos en el futuro
vayas, más lenta se vuelve la cosa.
—Mirad, todavía no pienso con claridad. ¿Qué se supone que significa
eso?
—Significa que todo transcurre muchísimo más rápido en el lugar de
donde venimos, que el tiempo está multiplicado por un número grande.
—¿Cómo cuál?
—Doscientos —dijo Cassidy—. Tendrías que hablar con Kurt o alguien
más porque son los que tienen la información. Pero en resumen, allí ya están
en diciembre. Están preparándose para las navidades otra vez.
Ferracini se le quedó mirando con incredulidad.
—¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí, por el amor de dios?
—Tómatelo con calma, Harry —dijo Cassidy—. Sólo llevamos un día y
algo, día y cuarto, puede ser. Sigues sin entenderlo. Así es la cosa. Un día

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aquí son unos seis meses en el otro lado. Sé que es una locura, pero ya sabes
cómo son los científicos. ¿Cuándo y dónde han descubierto algo que tuviera
sentido?
—Y eso no es todo —dijo Lamson—. Ahora hay dos de ellos.
Ferracini volvió la cabeza para mirar al otro lado de la cama.
—¿Dos de qué?
—Clauds.
—Ahora confirmo que estáis como cabras.
Lamson hizo un gesto de negación.
—Hay otro más joven aquí, en este siglo, unos treinta años más joven.
Verás, de aquí es de donde procede originariamente.
—¿Claud? ¿Viene de aquí?
—De otra versión de aquí, en todo caso. Acabó en la Alemania nazi de los
años treinta —dijo Lamson—. Pero escapó y se fue a los Estados Unidos.
Ferracini parecía desconcertado.
—¿Como Kurt, quieres decir?
—Exacto —le dijo Cassidy—. De hecho, también hay otro aquí.
—¿Otro qué?
—Otro Kurt —respondió Lamson.
—Pero no dejes que te confundamos ni nada por el estilo, Harry —dijo
Cassidy—. Tienes que hablar con Kurt y Anna. Estaban a mitad de la cena en
el piso de abajo cuando oyeron que habías despertado. Estarán aquí tan pronto
como hayan terminado. Como te he dicho, son los que tienen la información.
Ferracini contempló la bandeja de platos delante de él mientras terminaba
con la leche de un solo trago.
—Cassidy, estoy confuso —dijo—. Quiero hablar con Kurt y Anna. ¿Por
qué no bajamos a verlos? ¿Podéis mirar a ver si me encontráis más ropas por
aquí?
—¿Estás seguro de que puedes? —preguntó Lamson.
—Seguro. —Ferracini apartó a un lado la bandeja, retiró la sábana e
intentó levantarse. La habitación dio vueltas y volvió a sentarse pesadamente
al borde de la cama, mareado.
—Son todas esas mujeres, mira que te lo vengo advirtiendo, Harry —dijo
Cassidy—. A tu edad ya no estás para esos trotes. Eh, Floyd, hay una silla de
ruedas fuera. Tráela. Podemos llevarlo en eso.
Cinco minutos más tarde, con Ferracini arropado en una sábana,
empujaban la silla de ruedas por el corredor en medio de una salva de más

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protestas por parte de la enfermera. Dos guardias en uniforme celeste estaban
apostados junto a los ascensores, pero no interfirieron.
—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Ferracini cuando entraron en el
ascensor—. ¿Y qué traje de pacotilla era ese que llevaba Claud? Parecía
similar, pero con más galones.
—Oh, es suyo, por derecho —dijo Lamson—. Resulta que es coronel.
—¿Coronel? ¿De qué?
—Espera que lleguemos abajo, Harry —suspiró Cassidy—. Que te lo
cuenten Kurt y Anna.
Veinte minutos más tarde, estaban sentados con Scholder, Anna y
Adamson alrededor de una mesa en una terraza acristalada con vistas al
complejo central iluminado. Habían apartado a un lado los platos de la cena y
Ferracini sorbía de un vaso de zumo de naranja.
—Sí, es cierto —dijo Scholder—. Claud procede originariamente de este
mundo, o, más correctamente, de una versión paralela de este mundo, si lo
quieres en términos de la física implicada. —Ferracini asintió desde el otro
lado, donde Anna y Keith Adamson habían desplazado sus sillas para dejarle
espacio. Scholder prosiguió—: Nació en 1997 en Washington D. C., e hizo la
carrera militar, especializándose finalmente en trabajo de inteligencia.
Aparentemente, era brillante, y para cuando tuvo veintiocho años ya había
llegado a coronel con la FAIC.
Ferracini volvió a asentir. A diferencia de Adamson, había tenido tiempo
de sobra en la Estación para hablar con Scholder acerca del siglo veintiuno.
Sabía lo que era la FAIC.
—Vale, ¿entonces qué es lo que quieres decir? —Depositó el vaso de
zumo sobre la mesa y se rascó la barbilla—. ¿Que la organización de Claud
descubrió la verdadera historia detrás del Órgano de Catedral?
—Sí. Había dos niveles de engaño. Obviamente, el hecho de una
instalación como ésta en una parte remota de Brasil no se podía ocultar al
mundo entero. Y tampoco se podía ocultar del todo que se había hecho algún
tipo de descubrimiento revolucionario en física. Bueno, al público se le dijo
que esta instalación era un complejo experimental para la investigación sobre
una revolucionaria tecnología de teletransporte de la materia.
—¿Teletransporte?
—Como en la ciencia ficción —dijo Cassidy—. ¿Te acuerdas de aquel
chalado de Columbia del que siempre estaba hablando Jeff?
—Sí, claro.
—Pues puede que no estuviera tan chalado, pese a todo —musitó Lamson.

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—Pero evidentemente los científicos que trabajaban en el proyecto sabían
más —continuó Scholder—. Sabían que trabajaban en un sistema de viaje
temporal, o más exactamente, un sistema de transporte a realidades
alternativas. Pero se les hizo creer que la información se mantendría fuera del
dominio público hasta que se evaluara el impacto potencial. La explicación
tenía sentido, y los científicos, todos ellos menos una camarilla interna
privilegiada, lo aceptaron. Yo, por supuesto, fui uno de los que nunca
cuestionaron nada.
—Pero lo que ocurría en realidad, por supuesto, era que se estaba
moldeando un mundo en el que la Alemania nazi era creada específicamente
para destruir a la Unión Soviética —dijo Anna—. No se permitiría que se
desarrollara la situación que trajo consigo el declive de las oligarquías
tradicionales en este mundo, en el que estamos ahora. En vez de eso, se
fomentaría una guerra en la que los nazis y los soviéticos se destruirían
mutuamente, y entonces aparecería una era post-Hitler en la que el poder y los
privilegios revertirían en aquellos que los consideraban suyos por derecho.
Ferracini alzó una mano para interrumpir a Anna.
—Ésa es la parte que no tengo clara —dijo—. Cassidy hablaba sobre ello
cuando nos entrenábamos en Inglaterra en esa academia de la marina. ¿Dónde
era eso?
—Portsmouth —completó Lamson.
—Eso es. De todas formas, de la forma en que Cass se lo imaginaba,
hicieras lo que hicieras, no podías cambiar tu propio presente. Y ninguno de
nosotros pudo rebatirlo. Así que tiene que ser así ¿no?
—Cierto —concedió Scholder.
—Así que los tipos al mando por aquí, la camarilla interna de la que
hablabas, debían de saberlo también. Quiero decir, ¡qué carajo!, ellos
diseñaron la máquina y todo lo demás. Pero no tiene sentido. ¿Por qué se iba a
preocupar Supremacía de todo eso si al final no cambiaría para nada su
situación en este mundo?
—Es muy simple —replicó Scholder—. Crean otro mundo en que Hitler
se libra de los rusos y pone en marcha un sistema que les convenga más.
Entonces hacen las maletas, se mudan allí y se hacen con el poder.
Ferracini parpadeó.
—Claro —murmuró. Era tan simple como eso.
—Para eso existe el régimen nazi —dijo Scholder—. El producto final es
el mundo del que procedes.
Ferracini asintió.

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—Entonces ¿qué fue mal? Supremacía no apareció nunca con sus maletas
en la estación.
—Tras la destrucción de Rusia, y con los Estados Unidos en desventaja
tecnológica, los líderes nazis decidieron no jugar con la misma pelota. ¿Por
qué deberían? ¿Por qué ser los celadores del mundo de otro cuando puedes
quedártelo para ti? Destruyeron el contacto.
Y el resultado había sido el mundo de Ferracini.
—Vale, hasta ahí lo pillo —dijo Ferracini—. ¿Y cómo se vio metido
Claud en esto?
Anna respondió:
—Claud se infiltró en el Órgano de Catedral tomando el lugar de un
playboy aristócrata europeo que desapareció y se cambió de identidad para
fugarse con una rica heredera. Era lo suficientemente impetuoso y curioso
como para querer ser transportado por el sistema para ver con sus propios ojos
lo que ocurría al otro lado.
—Pero volver no era tan fácil —supuso Ferracini.
—Exactamente. Claud sólo pudo salir de Cabeza de Martillo matando a
un guardia de las SS y haciéndose pasar por uno —dijo Anna—. Pero para
resumir una larga historia, escapó de Alemania a Inglaterra, y de allí a los
Estados Unidos. Aterrizó allí, en nuestro mundo, en 1938.
Scholder añadió:
—Procedía de una versión alternativa de este mundo, como
comprenderás. Y el mundo al que fue a parar tampoco era el mismo del que
acabamos de llegar. Los acontecimientos fueron diferentes en ambos mundos.
Por eso es por lo que él apareció en 1938, pero este mundo se conecta con
nuestro 1940.
Ferracini se masajeó la frente. No quería vérselas con todo eso ahora
mismo. Pero eso explicaría cómo era posible que Claud hubiera estado en
aquella época en aquel entonces, y cómo es que había bailado al son de Glenn
Miller.
—Y se quedó allí hasta el 75, que fue cuando consiguió poner en marcha
la operación Proteo —completó.
—Con algo de ayuda por parte de Kurt, que se quedó atrapado en
Alemania cuando los nazis destruyeron el enlace —dijo Anna.
—Claud contactó conmigo en el transcurso de una de sus operaciones de
espionaje en Europa durante sus primeros años —dijo Scholder—. De hecho,
fue él quién me sacó de allí en 1955.
—¿Y sabías que procedía del siglo veintiuno?

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—Oh, sí —dijo Scholder—. Con una labor como ésa entre nuestras manos
no teníamos espacio para guardarnos secretos el uno al otro.
—¿Y por qué no lo contaste al resto de nosotros? —preguntó Ferracini.
Scholder se encogió de hombros.
—Claud lo quería así. Por motivos psicológicos, supongo. A la gente en
un equipo como el nuestro, tú mismo, por ejemplo, le gusta creer que la
persona para la que trabajan es de los suyos, no una especie de alienígena. Y
Claud tampoco quería que lo vieran como un superhombre del siglo
veintiuno. La gente que cree que trabaja para superhombres tiende a confiar
demasiado en ellos, en vez de imponerse por su cuenta. Personalmente, creo
que hizo lo correcto.
—Y yo también, supongo —dijo Cassidy. Lamson asintió.
—Vale —dijo Ferracini—. Estoy de acuerdo. Así que, ¿cuánto sabíais
cuando se organizó Proteo? ¿Sabía Claud que nada de lo que hiciera
supondría diferencia alguna para nuestro mundo?
—No, estoy bastante seguro de que no lo sabía —dijo Scholder—. Yo
mismo no lo sabía y eso que la física del asunto era mi fuerte.
—Pero algo sospechabas —le presionó Ferracini.
—Sí, y tomamos precauciones al respecto. No fue hasta que hablamos con
Einstein que estuvimos seguros. No mentía cuando dije que era un científico
relativamente menor del proyecto de aquí. Lo veréis por vosotros mismos si
os tropezáis con mi versión más joven que está deambulando por ahí en estos
momentos. Había grandes huecos en nuestros conocimientos. El efecto de
dilatación temporal, por ejemplo, fue una completa sorpresa.
Ferracini se acomodó en la silla para aliviar el peso sobre el hombro y el
brazo, haciendo una mueca de dolor cuando se movió demasiado rápido.
—Así que no podíamos hacer nada por JFK y su gente después de todo —
musitó—. Es una vergüenza después de todo lo que hicieron.
—Nada de lo que hicimos nosotros podría haber cambiado las cosas —
dijo Scholder. Había una nota curiosa en su tono. Ferracini se percató de ello
y lo miró con un interrogante en la mirada. Scholder prosiguió—: Sin
embargo, sabemos que justo antes de que nos fuéramos, estaban en contacto
con alguien.
Ferracini pestañeó.
—Eh, eso es verdad. ¿Quién puede decir qué pudo ocurrir allí?
—Muy probablemente jamás lo sepamos —dijo Scholder—. Pero puede
que todavía podamos crear algo mejor a partir de otro mundo que de otro
modo jamás habría tenido una oportunidad. Y puede que en el proceso

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consigamos un futuro mejor para nosotros mismos. ¿Y qué hay de malo en
eso? —Hizo un gesto de quitarle importancia—: Todo lo que tenemos que
hacer es volver sin perder demasiado tiempo. Ya están a finales de 1940 allí.
Ferracini contempló los montes oscuros que se extendían más allá del
complejo y recordó cuánto había odiado una vez a ese mundo. Ahora pensaba
en él como suyo, y lo echaba de menos. Como Claud y Scholder, había
perdido el mundo que le correspondía, y había ayudado a forjar uno nuevo. Se
preguntó qué habría ocurrido allí en los nueve meses de ausencia desde aquel
día en Weissenberg. ¿Había dado algún resultado la misión en definitiva? ¿O
ese mundo, como el suyo, estaba condenado de todas formas?

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Tras todo lo que había pasado el equipo, Winslade no estaba particularmente


ansioso por tener que contarles que, pese al éxito de Ampersand, la conexión
con la Alemania de Hitler en el pasado podía reanudarse en cualquier
momento. De hecho, él mismo era reacio a aceptarlo.
Sólo un día y medio después del ataque a Weissenberg, los instrumentos
del Órgano de Catedral señalaban que Cabeza de Martillo estaba reparada y
en funcionamiento de nuevo, y emitiendo para pedir la reconexión.
—Era tan obvio y aun así los dos lo pasamos por alto —dijo el joven
Winslade mientras ambos estaban rodeados de resplandecientes consolas
electrónicas e hileras de pantallas indicadoras en la sala de control, vigilando
a la dotación reducida que monitoreaban los acontecimientos—. Los nazis
tenían un almacén de piezas de repuesto en algún lado para reconstruir la
máquina. De hecho, cuando lo piensas, lo sorprendente es que tardaran tanto
—tras día y medio en 2025, ya sería enero de 1941 en el mundo al otro
extremo.
Winslade asintió, incapaz por una vez de ocultar la sensación de amargura
y autorreproche que le embargaba.
—No tengo excusa. Con algo de una importancia tan vital, debería haber
supuesto que tendrían un seguro contra todo tipo de accidentes. ¡Maldición!
—Y eso no es todo —dijo el joven Winslade. Titubeó antes de continuar
—: Hablemos en otro lugar. —Fue delante hacia las puertas principales y en
dirección a los ascensores. Subieron a uno y seleccionó el nivel de superficie,
a varios niveles por encima—. Acabo de hablar con el general Forbes y con
Derriaux, el ayudante del vicepresidente —continuó una vez que se cerraron
las puertas—. No es seguro que podamos mantener este lugar clausurado
durante mucho más tiempo.
Winslade se le quedó mirando horrorizado.
—¡No puedes decirlo en serio!
—Me temo que sí… muy en serio. Hay una posibilidad real y creciente de
que la operación que estaba en marcha aquí retome su funcionamiento de

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nuevo… y puede ser que muy pronto.
—Pero ¿cómo es posible? —Winslade se estremeció, incapaz de aceptar
por un momento lo que estaba oyendo.
—Los hemos subestimado —le dijo el joven Winslade con llaneza—. Las
elites poderosas que todavía existen por aquí han aprendido a ser discretas,
pero todavía pueden tirar de muchos hilos.
Salieron del ascensor y se identificaron para pasar el área de seguridad
que rodeaba los puntos de acceso a los niveles inferiores. Desde allí, un largo
corredor los condujo al vestíbulo del edificio principal de la superficie.
—¿Qué ha pasado entonces? —preguntó Winslade cuando salieron al aire
de la noche y comenzaron a recorrer lentamente la senda de cemento que
recorría el complejo.
—Los verdaderos villanos han empezado a actuar después de un tiempo
de letargo —replicó el joven Winslade—. Ya sabes a qué tipo de gente me
refiero… silenciosos pero efectivos. Básicamente, están poniendo en marcha
un montón de engranajes para protestar por lo que afirman que es una
interferencia criminal en los asuntos internos de un estado, uso ilegal de la
FAIC, violación de las leyes internacionales… lo que se te ocurra. Y por
supuesto, tienen amiguitos en todas las instituciones, abogados que reparten
mandatos judiciales a diestro y siniestro… todo eso. Podría ser un gran
problema.
Winslade ya se había recuperado lo suficiente de su conmoción inicial
para empezar a razonar con claridad.
—¿Y qué significaría eso? Podrían retrasar todo indefinidamente si
quisieran, y mientras, ¿qué? ¿Tal vez obligar al CN a permitir que se
reanuden las operaciones aquí mientras se deja el proceso pendiente de los
resultados de la investigación? —Asintió lentamente para sí—. Sí, claro, por
supuesto. Con un factor de dilatación temporal de doscientos, sólo tendrían
que paralizar las cosas por aquí durante poco tiempo para permitir que sus
planes al otro lado maduren. Entonces se transfieren, cortan el enlace y
desaparecen de este mundo mucho antes de que la investigación haya resuelto
nada.
—Exactamente mi propia lectura de la situación —dijo el joven Winslade
—. De hecho, se ha presentado ya una moción frente al Gabinete de
Emergencia del CN para que se retire a la FAIC de aquí. Eso te dará una idea
de lo rápido que ha reaccionado la oposición.
—No pueden salirse con la suya —protestó—. No puede terminar así.
Sabes lo que depende de esto. Debe de haber algo que podamos hacer.

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—¿Qué harías tú? —preguntó el joven Winslade.
Winslade reflexionó.
—Si quieren una investigación, entonces démosles una —dijo al fin—.
Pero una de verdad, con el objetivo de determinar los hechos. Tenemos una
cosa que nunca pudieron prever… ocho de nosotros podemos testificar
nuestras experiencias de primera mano. ¿Qué respuesta podría presentar
Supremacía ante eso? Podemos demostrar lo que pretenden y dejar al
descubierto sus mentiras. Si eso se hiciera público, la CN tendría que acceder
a permitir una investigación antes de retirar la FAIC. Eso nos daría el tiempo
suficiente para mantener las manos de Supremacía fuera de la máquina. Eso
es lo que yo haría en tu lugar.
El joven Winslade sonrió débilmente ante la elección de palabras.
—Pero, recordando que tú eres tú, ¿es eso lo que realmente quieres? —
preguntó—. ¿De verdad quieres verte metido en este embrollo… comités
internacionales de abogados, audiencias, mandatos judiciales, demandas,
contrademandas? ¿Has pensado en cuánto tiempo te tendría eso amarrado
aquí? Incluso unos pocos meses serían toda una vida en ese otro mundo. Todo
lo que esperabas contemplar allí habrá acabado, de una forma u otra, mucho
antes de que vuelvas. E incluso si accedes ¿sería justo para la gente que vino
contigo?
Se detuvieron al final de la línea de aeronaves de transporte de la FAIC,
grises y esbeltas bajo la luz de los focos. Winslade contempló la negrura del
bosque más allá del perímetro del complejo y respiró hondo.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé… —suspiró con pesar—. Pero por dios, no
podemos hacernos a un lado y dejar que ocurra. Tú, en este mundo, no puedes
ni imaginarte qué es lo que hay al otro lado de ese camino… la destrucción de
todo lo que representa decencia y civilización. El terror como política oficial.
La esclavitud de naciones enteras. Genocidio —sacudió la cabeza—. Si
quedarnos aquí es el precio a pagar por detenerlos, que así sea.
—Pero si lo que los científicos sospechan es correcto, entonces existe una
infinidad virtual de universos en los que eso ocurre de todas formas —señaló
el joven Winslade—. Así que vale, consigues alterar el resultado en uno de
ellos. ¿Qué importancia tiene? Un número enorme menos uno sigue siendo un
número enorme. ¿Qué has logrado?
Winslade asintió con aire ausente.
—Sí, lo recuerdo… solía ser muy analítico y calculador acerca de esas
cosas. Pero es cierto que uno cambia cuando envejece, sabes. No sé si para
mejor, pero me gusta creer que sí. Dices que es inútil cambiar un solo mundo

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para mejor. Pero por la misma lógica, podrías argumentar que es inútil que la
gente cambie para mejor si eso no cambia al mundo entero. ¿Es la bondad
algo inútil porque no elimina toda la maldad en todos los demás lugares? ¿Es
inútil salvar una vida porque otros morirán de todas formas? ¿O educar a un
niño porque hay otros que permanecerán en la ignorancia? Creo que no. —
Winslade hizo una pausa y escuchó durante un momento los chirridos y
chasquidos de los insectos nocturnos procedentes del bosque—. Yo diría que
es al revés. Son las cosas pequeñas las que importan. Las cosas personales de
la vida son las que al final deciden si ha merecido la pena. Deja las verdades
universales y los principios cósmicos para los filósofos y los místicos. Esas
son las cosas que no tienen importancia.
—Esperaba que dijeras algo por el estilo —dijo el joven Winslade—.
Verás, hemos llegado más o menos a la misma clase de conclusión.
Winslade se giró, inseguro de lo que quería decir eso.
—¿Hemos?
—Yo, algunos de los mandos de la FAIC aquí presentes, y un cierto
número de científicos que desconocían el verdadero propósito del Órgano de
Catedral. Creemos que tú y tu gente ya habéis hecho suficiente para ahora
veros metidos en los problemas de este mundo. Habéis hecho vuestra parte.
Ahora es momento de que otros hagan el resto.
—Parece como si estuvieras haciéndome una oferta —dijo Winslade—.
¿Cuál?
—Podemos enviaros de vuelta —replicó el joven Winslade, ahora en voz
baja y tono serio mientras llegaba al punto hacia el que había estado
dirigiendo toda la conversación—. De manera extraoficial, mientras la FAIC
siga en control de este lugar. Habéis hecho suficiente para darle a ese mundo
del que hablas la oportunidad de salvarse a sí mismo. Y vosotros también
deberíais tener esa oportunidad junto con ese mundo. Todos vosotros.
Winslade se volvió por completo para examinar a su yo más joven con la
luz de los focos a la espalda.
—¿Harías eso… por tu cuenta? ¿Tan lejos llegarías?
—Sí. No es más que lo que vosotros mismos habéis arriesgado ya. Lo
hemos discutido a fondo, y todos pensamos igual.
Era una oferta demasiado buena para rechazarla. Winslade no iba a poner
las cosas más difíciles haciendo el número de que todavía tenía que ser
persuadido. Asintió.
—Os lo agradezco. Os lo agradezco enormemente. ¿Para cuándo pensabas
hacerlo?

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—Estimamos otros dos días para terminar los preparativos —dijo el joven
Winslade—. La disputa legal debería darnos ese tiempo.
—Otros dos días. Eso será un buen desajuste temporal al otro lado.
—Lo sé. Pero Payne sigue bastante débil, no te olvides. Hablé con los
médicos, y no les hace gracia la idea de que lo muevan antes de ese plazo.
Winslade exhaló largamente.
—Muy bien. Entonces la única preocupación que nos queda es la
posibilidad de que Supremacía recupere el control del Órgano de Catedral.
Una expresión sombría apareció en los ojos del Winslade joven.
—Ése no será el caso —prometió—. Nosotros… el grupo que he
mencionado… hemos acordado que, a pesar de las maquinaciones legales que
intenten, la conexión nazi no será restaurada. Estamos decididos a convertir
tal eventualidad en un imposible… de manera permanente. Ésa es la promesa
que os hacemos.
Winslade le dedicó una mirada penetrante.
—¿Y las consecuencias?
—Son parte de lo que nos toca hacer a nosotros en este mundo —contestó
el joven Winslade.

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Albert Einstein se levantó de su escritorio en el abarrotado despacho del


primer piso del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y se dirigió a la
ventana para descansar la vista. Habían pasado tres años desde que el Instituto
se había mudado, en 1939, desde las instalaciones provisionales en el campus
universitario al nuevo edificio de Fuld Hall. Prefería las cosas aquí, en medio
del pacífico entorno de Nueva Jersey de bosques, prados y granjas… tan
diferentes de las cosas terribles que ahora ocurrían en todas partes, por lo que
parecía. En Rusia los alemanes habían llegado al Cáucaso; los japoneses
habían conquistado las Indias Orientales, las Filipinas y el sureste de Asia, y
estaban agazapados en las fronteras de la India; Rommel había vuelto a
expulsar a los ingleses en retirada hacia Egipto. Se preguntaba si la
civilización sobreviviría.
Rellenó su pipa y volvió la mirada hacia la pizarra situada en la pared de
detrás de su escritorio, cubierta de símbolos y ecuaciones que representaban
su última intentona de sacar algo en claro del problema que había desafiado
todos sus esfuerzos desde aquellos cruciales meses a finales de 1939. De
algún modo, sabía que había una manera de construir una representación
unificada de los conceptos superficialmente independientes de espacio,
tiempo, partícula y campo que representaban esos símbolos; y que en esa
representación unificada estaría la clave para comprender cómo las
transferencias entre los múltiples mundos que aparecían en la mecánica
cuántica eran posibles. Había captado tentadores vislumbres de la imagen
completa, la relatividad especial unificaba el espacio con el tiempo, y la masa
con la energía; la relatividad general revelaba que la gravedad era una
manifestación de la geometría del espaciotiempo. Pero la gran unificación que
presentía intuitivamente, y que los físicos de al menos un mundo del siglo XXI
habían logrado formular, le seguía eludiendo. A veces se preguntaba si se
pasaría los años que le quedaban lidiando con ese problema.
Sonó un golpe en la puerta.
—¿Ja? —Einstein miró a su alrededor y se apartó de la ventana.

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Su secretaria asomó la cabeza por el marco de la puerta.
—Siento interrumpirle, doctor Einstein, pero el doctor Fermi está al
teléfono desde Chicago —dijo ella. Einstein no permitía que hubiera un
teléfono en su despacho—. Insiste en que no puede esperar, me temo. Parece
terriblemente excitado.
—Ah, así que no puede esperar, ¿eh? Entonces será mejor que veamos de
qué se trata.
En la primavera de 1940, después de que pasaran meses sin noticias ni de
los soldados que fueron a Alemania ni de la gente que desapareció en la
Estación, el presidente Roosevelt había decidido que los Aliados harían mejor
en confiar en sus propios recursos para defenderse. Por tanto, había ordenado
que se abandonara toda investigación para intentar comprender la física, y que
los científicos implicados se centraran en un programa atómico concertado.
Con este fin se había formado el Comité de Investigación para la Defensa
Nacional bajo la dirección de Vannevar Bush, presidente del Instituto
Carnegie, que asumió la responsabilidad de coordinar las investigaciones
sobre fisión nuclear.
Durante el año siguiente, la situación se había vuelto más preocupante a
un ritmo constante mientras la Estación permanecía inactiva y no se sabía
nada acerca de si la máquina alemana había sido o no destruida. En junio de
1941, por tanto, Roosevelt había intensificado aún más el programa haciendo
que el CIDN fuera absorbido por el nuevo Departamento de Investigación y
Desarrollo Científico, que operaba bajo el control presidencial directo. Los
grupos que trabajaban en la física de la reacción en cadena en la nueva
organización estaban bajo la dirección de Arthur Compton, decano de Física
de la Universidad de Chicago, y Compton los había trasladado a todos a
Chicago para tenerlos bajo el mismo techo… un paso preliminar antes de
poner el programa entero bajo control militar.
—Hola, Enrico. Habla Albert Einstein. ¿Qué puedo hacer por ti? Me
dicen que estás bastante excitado.
—¡Es la Estación! —farfulló la voz de Fermi—. Acabamos de recibir una
llamada de la gente de la Estación. ¡Está ocurriendo algo allí!
—¿Ocurriendo?
Desde el arresto del espía alemán aficionado a principios de 1940, no
hubo más indicios de posterior interés alemán en la Estación. Sólo quedaba
una reducida dotación de técnicos, manteniendo viva la esperanza cada vez
más lejana de que algo ocurriera un día de éstos, y que compartían su

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aburrimiento con el contingente residente de guardias de la policía militar y
del FBI.
—¡Se está activando… una conexión completa! —Eso fue el máximo
detalle sobre el asunto que Fermi dio por teléfono—. Puede que estén
volviendo. Algunos de nosotros vamos a volar a Nueva York directamente.
¿Te gustaría acudir?
Einstein parpadeó y dio una calada a su pipa.
—Oh, vaya, sí… Sí, la verdad. Me gustaría mucho.
—Eso pensábamos —dijo Fermi—. Vale, ponme a tu secretaria de nuevo
al teléfono y enviaré un coche a recogerte. Deberíamos poder llegar en unas
cinco horas.

Alrededor de las tres de la mañana, un golpe resonó en la puerta y entraron


dos guardias de la FAIC. Cassidy había llegado un poco antes para ayudar a
Ferracini a vestirse, y ambos estaban preparados para marcharse, como le
había dicho Winslade.
Los dos últimos días habían sido extraños, con las aeronaves de despegue
vertical de la FAIC de todo tamaño y forma entrando y saliendo zumbando de
la instalación para recoger y descargar a grupos de engreídos que iban a todas
partes con sus maletines, que hablaban dando grandes voces y que
continuamente intentaban convencer a los agentes de la FAIC para que les
dejaran entrar en sitios en los cuales no tenían ningún asunto que resolver.
Ferracini y los demás sólo tenían una vaga idea de a qué se debía todo ese
jaleo, pero eso no había impedido que algunos de los visitantes también los
incordiaran a ellos. Al final, el joven Winslade había ordenado que se cerrara
el acceso al Bloque Médico, y había triplicado los guardias en las entradas.
Por tanto, las tropas habían pasado el último día con Ryan y Payne, que
mejoraban rápidamente, jugando con el sistema sirve-para-todo de vídeo de la
habitación, que combinaba ordenador, biblioteca, periódico, sistema de
música y televisión. Habían visto tomas en directo de una plataforma que se
construía en órbita, un documental acerca de una misión tripulada que había
aterrizado en Marte; una película de suspense sobre espionaje industrial que
transcurría en Rusia, China y Europa; y otros fragmentos de información
sobre el mundo del siglo veintiuno. Debido a las medidas de seguridad
incluidas en el diseño del Órgano de Catedral, no había disponibilidad de
teléfono, el Centro de Comunicaciones filtraba todas las peticiones de llamada
al exterior. Las pocas llamadas que Cassidy intentó por curiosidad a algunos

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números que aparecían abiertamente en la guía bajo el epígrafe «Compañeros
Sexuales, Asociaciones y Clubes» fueron denegadas.
—¿Todo listo? —preguntó uno de los guardias, manteniendo la voz baja.
—Listos —dijo Cassidy.
—¿Nada que transportar? —preguntó el otro, mirando a su alrededor.
—Nada, supongo —dijo Ferracini—. No vinimos preparados para unas
vacaciones precisamente —entraron en la habitación exterior menos
iluminada, donde una enfermera del turno de noche estaba sentada junto a la
otra puerta, bañada en un círculo de luz procedente de la lámpara sobre su
mesa.
—¿Dónde está Floyd? —preguntó Ferracini.
—Ha ido por delante con Paddy y Ed —respondió Cassidy—. Nos
reuniremos con ellos al otro lado.
Se detuvieron frente a la mesa de la enfermera cuando se disponían a salir.
—Gracias por volver a recomponerlo —le dijo Cassidy a la enfermera—.
Habéis hecho un trabajo estupendo. Este es el aspecto que tiene normalmente,
aunque parezca espantoso, es el normal.
—Gracias por todo —dijo Ferracini—. Lamento que tengamos que irnos
así de improviso.
—Nosotros también lamentamos que no pudierais quedaros más tiempo
—replicó la enfermera—. Bueno, sea lo que sea de lo que vaya esto, y sea a
donde sea que os vais… buena suerte.
Salieron al corredor y lo siguieron hasta llegar a los ascensores, donde
otros dos guardias los estaban esperando con Anna Kharkiovitch y Keith
Adamson. Uno de ellos tenía retenido uno de los ascensores y con un breve
intercambio de palabras, el grupo descendió a uno de los niveles subterráneos.
Caminaron por un túnel brillantemente iluminado que pasaba por debajo del
complejo central hasta llegar a un amplio espacio situado debajo del vestíbulo
del edificio principal. Un par de los oficiales de mayor graduación de la FAIC
estaban esperándolos para llevarlos a través del área de seguridad, y unos
minutos después estaban de camino a la cámara de transferencias, en el
corazón del complejo Órgano de Catedral.
Emergieron en otro espacio amplio, atravesaron unas puertas al otro lado
y se encontraron en la antecámara de la sala de transferencia. Había un
pequeño grupo esperándoles alrededor de las dos camillas en las que habían
traído a Ryan y Payne. El grupo incluía a T’ung-Sen, Hallman, Eddie y al
doctor Pfanzer, a ambos Scholder y a los dos Winslade. Arriba, en la sala de
control, otro grupo, respaldado por una escuadra de guardias de la FAIC,

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había apartado a los asombrados técnicos del turno de noche y tomado sus
puestos en los controles. Había una sensación de urgencia en el aire.
El joven Winslade se acercó para estrechar las manos de todos por turno,
seguido por el joven Scholder.
—Bueno, ahí estáis todos —dijo—. Lamento que vuestra visita a nuestro
mundo no haya podido ser más larga. Hay tantas cosas que nos hubiera
gustado enseñaros.
—No sé exactamente qué está pasando aquí, pero sí que sé que estáis
arriesgando el cuello por nosotros —dijo Ferracini—. Gracias. —Cassidy y
Lamson se hicieron eco de ese sentimiento.
—Creemos que os debemos al menos esto —dijo el joven Scholder.
Entonces alguien salió de la sala de control e hizo señales desde la galería.
—Odio tener que cortar de esta manera, pero el tiempo es vital —dijo el
joven Winslade—. El haz está activo y enfocado.
—Es la hora —le dijo Winslade a su grupo.
Ferracini se acercó a las camillas y miró a Payne.
—¿Te sientes con ánimos de viajar, Ed?
—Si nos vamos a casa, saldré de esta cosa e iré caminando si tengo que
hacerlo —carraspeó Payne. Ferracini sonrió.
—Tendrás que evitar los problemas cuando volvamos debido a esa cadera,
Paddy —dijo Winslade, dándole una palmadita en el hombro—. No podrías
explicar lo que aparecería en los rayos X.
Un par de soldados de la FAIC cogieron las camillas y comenzaron a
llevarlas hasta la cámara. El resto del grupo los siguió. Scholder se retrasó
durante un momento para estrechar la mano de su análogo más joven.
Mientras lo hacía, vio que las puertas del Área de Preparación de Embarque al
otro lado de la antecámara empezaban a abrirse deslizándose. Detrás de las
puertas, algunos técnicos rodeaban una plataforma baja con ruedas sobre la
que descansaba un rechoncho objeto cilíndrico cubierto por un cobertor.
Parecían preparados para empujarlo. Los ojos de Scholder se abrieron cuando
se percató de qué tipo de objeto era.
—Kurt, esa gente de ahí… eso es una…
—Vete —dijo el joven Scholder—. No hay mucho tiempo, y tenemos más
trabajo que hacer.
—Pero eso de ahí es una bomba atómica ensamblada. Vosotros…
El joven Scholder lo cogió firmemente del brazo.
—Os prometimos que la conexión no sería restaurada —murmuró
mientras conducía al hombre mayor a la cámara de transferencia—. Pero se

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nos acaba el tiempo. Ya hemos recibido una directiva para retirar al coronel
Winslade del mando. En estos momentos ya hay una fuerza de camino para
reemplazarlo. Podrían llegar en cualquier momento.
Los soldados de la FAIC que habían empujado las camillas de hospital
salieron de la cámara. El joven Scholder se detuvo ante las puertas e hizo
entrar a su otro yo. El Scholder viejo se volvió para protestar, pero las puertas
ya se estaban cerrando. No había nada más que pudiera hacer o decir. Dio la
espalda a las puertas y corrió hacia donde estaban esperando los demás. Un
resplandor rojo creció y los engulló, y momentos después la cámara estaba
vacía.

Era como en los viejos tiempos en la Estación. Einstein estaba allí con Fermi,
Teller y Szilárd; la máquina zumbaba, sus paneles indicadores destellaban, los
controles estaban ocupados por gente; y la cafetera hervía el café en el área
del comedor en la parte de atrás. Mortimer Greene estaba, tenso, entre las
figuras en la plataforma exterior del portillo de entrada, sin atreverse a creer
de verdad que la luz que procedía del interior significaba aquello que rezaba
que fuera. Gordon Selby, de regreso de Inglaterra desde hacía un año, estaba
con él y Arthur Bannering había acudido desde su puesto en el Departamento
de Estado en Washington.
—Conexión establecida y haz transmitiendo —anunció Fermi desde el
panel de control a un lado—. El nodo primario se está relajando.
La luz azul dentro del portal se desvaneció, y luego cambió del verde al
amarillo y al naranja. Se oyeron exclamaciones por todos lados procedentes
de la gente de la plataforma cuando las siluetas de figuras humanas
empezaron a ser discernibles en el interior del resplandor. El resplandor
naranja se convirtió en un rojo apagado, que se volvió más tenue. Las formas
se volvieron más sólidas, y cuando desapareció el resplandor, se movieron
lentamente hacia delante.
—¡Son ellos! —gritó Fermi con entusiasmo desde su posición al lado del
portillo—. ¡Ahí está Claud! ¡Y Anna!… Keith Adamson… Pero hay más
también… hay demasiados.
Los demás se adelantaron para congregarse alrededor de Fermi. La voz de
Teller se alzó sobre los gritos de incredulidad y risa incontrolable.
—¿Qué es esto? ¡Los soldados están aquí!
—Dejen pasar, dejen pasar —gritó alguien más—. Dos de ellos están
heridos. Bien, que los saquen de ahí.

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Mortimer Greene observó a los fantasmas cuando salieron a la luz.
—¡Dios mío! —Se atragantó, y empezaron a correrle lágrimas por las
mejillas.
A su lado, Selby y Bannering estaban demasiado asombrados para
moverse.
—Harry, Cassidy, Floyd… —tartamudeó Selby—. Están todos aquí…
pero no puede ser…
Szilárd estaba anonadado.
—Esos hombres —le dijo a Einstein en tono de protesta incrédula— son
los soldados, los que perdimos en Alemania hace tres años. ¿Cómo pueden
estar aquí?
Winslade agarraba a Greene por los hombros y sonreía.
—Sí, somos nosotros de verdad. ¡Nos esperaste, Mortimer! ¡Sabía que no
nos abandonarías!
Cassidy llegó al centro de la plataforma y se detuvo para enderezarse en
toda su altura y llenar sus pulmones de aire.
—Estamos en casa, chicos —gritó al grupo a su espalda—. Puedo olerlo.
Tíos, ¡quién hubiera pensado que los muelles de Brooklyn pudieran oler tan
bien!
—¿En qué tiempo estamos? —preguntó Scholder—. ¿Qué fecha es? ¿En
qué mes hemos vuelto?
—Noviembre —respondió Fermi.
—¿Qué año?
—Mil novecientos cuarenta y dos.
Ferracini salió de la máquina y miró a su alrededor con una sensación de
maravilla en su interior. Era como Cassidy había dicho. Estaban en casa. Tal
como lo recordaba. A su alrededor la gente gritaba, reía y se daba palmadas
en la espalda. Sus ojos se detuvieron sobre una figura ataviada con una
americana azul marino y camisa blanca de cuello abierto que estaba a una
cierta distancia de los demás, demasiado sobrecogido por la emoción paras
responder. Ferracini necesitó un segundo o dos para reconocer la cara, había
ganado algo de peso y una barba desde la última vez que lo había visto.
Entonces sonrió, y la sonrisa se amplió lentamente.
—Eh, chicos —llamó a los demás—. ¡Es Harvey! ¡Lo consiguió, después
de todo! ¡Harvey Warren está aquí!
Warren se adelantó mientras el resto del equipo se ponía a ambos lados de
Ferracini. Ferracini saludó.
—Misión cumplida, señor. Todos presentes.

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—Pido permiso para que se excuse de cuadrarme ante un oficial superior
—murmuró Payne desde su camilla.
Al fin una sonrisa se extendió por el rostro de Warren.
—Permiso concedido, soldado —dijo.
—Así que conseguiste salir —dijo Ryan, dejando a un lado la pretensión
de formalidad—. ¿Conseguiste fijar un encuentro con el submarino inglés?
Warren asintió.
—¿Cómo están Gustav y Marga? —preguntó Cassidy—. ¿Qué les
ocurrió?
—Conseguí sacarlos también —dijo Warren—. Ahora están en Canadá
bajo otros nombres. El hijo que estaba en el ejército fue tomado prisionero
por los ingleses en el norte de África. Está en un campo de prisioneros de
guerra y está bien. El otro está en Suecia.
—Así que la guerra continúa —dijo Anna Kharkiovitch—. ¿África del
norte no ha caído? ¿Los británicos siguen luchando?
—Ahora Churchill es primer ministro —le dijo Warren—. Allí no saben
cuándo abandonar. Ha convertido a todo el país en una máquina bélica.
Anna se lo quedó mirando con incredulidad.
—¿Churchill es el primer ministro? ¿Quieres decir que está ocurriendo?
¿Que hemos conseguido cambiar algunas cosas después de todo?
—¿Cambiar algunas cosas? Eso no es ni la mitad —dijo Warren—.
¡América ha entrado en la guerra! Roosevelt se presentó a un tercer mandato
y fue reelegido. Estamos luchando contra Alemania, Italia y Japón… contra
todos ellos.
Anna se quedó boquiabierta durante unos segundos.
—¿Qué pasa con Rusia? —preguntó, incrédula.
—Aún sigue en la brecha.
—¿Nada de bombas atómicas nazis?
—Nada de bombas.
Bullendo de excitación, la multitud descendió de la plataforma y los
policías militares se acercaron para ayudar con las camillas.
—¿Puede alguien conseguirme una línea telefónica con el exterior? —
preguntó el coronel Adamson cuando llegaron al piso y empezaron a dirigirse
al área del comedor.
—Debemos informar al presidente —dijo Winslade, asintiendo con
aprobación mientras caminaba a su lado—. Pero no podemos hacer una
llamada telefónica normal. ¿No tenemos todavía esa línea directa con la Casa
Blanca?

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—No es eso lo que tenía en mente exactamente, Claud —dijo Adamson
en tono de disculpa—. Sólo quería llamar a mi esposa.

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Precedidos por motoristas y un camión que transportaba hombres armados,


dos coches oficiales blindados subían por una serpenteante carretera de
montaña que permitía contemplar un amplio panorama agreste que se
extendía desde Obersalzburg hasta los pies del rocoso precipicio cerca de la
cima del Kehlstein en los Alpes bávaros. Los vehículos se detuvieron
lentamente donde terminaba la carretera, y los coches vertieron una bandada
de oficiales cubiertos de medallas y galones del alto mando nazi.
Convergieron hacia un gran arco de piedra que enmarcaba una entrada, y
rodearon a una figura delgada y de rostro severo de ojos oscuros y
tormentosos, bigotillo negro recortado y un mechón de pelo que aparecía por
debajo de la visera de su gorra. Caminaba con determinación hacia el túnel de
ciento treinta metros de longitud que se internaba en la montaña.
—Ahora, admítelo —desafió Adolf Hitler a la corpulenta figura que
caminaba a su lado—. ¿No ha sido demostrado que, al final, yo tenía razón
una vez más?
—Tengo que admitir que parece que la tenías —dijo Hermann Goering,
jadeando por el paso que llevaban.
—Quizá no deberíamos sacar conclusiones precipitadas —advirtió Martin
Bormann al otro lado de Hitler—. Ha pasado mucho tiempo.
—Bah, precaución, precaución… lo único que oigo es a gente que me
pide precaución —dijo Hitler con desprecio—. La osadía y el temple con los
que se construyen imperios. ¿Cuándo oiré que la gente me da respuestas con
la misma energía que emplean en buscar problemas?
Habían estado a punto de subir al tren en dirección a Berlín en la estación
de Obersalzburg cuando un mensajero del Nido del Águila de Hitler apareció
con un mensaje urgente del director de Valhala: el portal de regreso,
reconstruido desde principios de 1941 tras el aún inexplicado fallo de
seguridad y la subsiguiente operación britano-americana de comandos, estaba
activo de nuevo. Las noticias habían puesto al Führer de buen humor.

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—¿Fueron la precaución y la cautela las que nos dieron Renania? —
preguntó Hitler cuando entraban en el ascensor que los transportaría los
últimos treinta metros—. ¿O Austria o Checoslovaquia, sin un solo combate?
—Examinó a sus secuaces con rostro severo durante unos segundos y luego
se señaló el pecho con un dedo—. Dicen que soy un genio —les recordó—.
¿Os cuento un secreto? ¿Queréis saber cuál es el verdadero secreto de ser un
genio? ¿El intelecto? ¿El cerebro? ¿La educación? ¿El número de hechos que
una persona puede meterse en la sesera?… ¿Eh? —gesticuló con un dedo
hacia los demás—. Los libros pueden contener todos los hechos que necesites.
Puedes contratar a sabios de barba gris y académicos quejumbrosos. Las
raíces del genio radican en la habilidad para tomar decisiones, la voluntad de
no desdecirse de las decisiones que has tomado y el temple necesario para
llevarlas a cabo de forma que se cumplan sin desviarse un ápice del objetivo
marcado. Los ingleses llaman a eso «no dar tu brazo a torcer». Una buena
frase.
Salieron del ascensor y atravesaron el vestíbulo hacia la entrada al
sanctasanctórum de la montaña de Hitler. Un ordenanza vino a ayudar al
Führer con su abrigo y hacerse cargo de su gorra, y el grupo se dirigió a la
sala táctica, con sus enormes mapas sobre la mesa y las paredes y la
magnífica vista de los picos de los Alpes bávaros.
—Por eso mando yo, y el deber de Paulus en Stalingrado es obedecer —
prosiguió el Führer—. Los débiles deben ceder ante los más fuertes. Esa es la
ley de la naturaleza. Paulus no comprende los verdaderos problemas en el
este. Su mente de soldado sólo funciona a nivel táctico. Pero la visión de un
líder es necesaria para entender la estrategia que abarca a todo lo demás.
—Tenías razón en lo de Francia y Noruega —le dijo Goebbels a su ídolo
—. Esto demostrará que también tenías razón en cuanto a Rusia.
—Herr director Mauschellen está en la línea de Valhala ahora —avisó un
adjunto, presentando un teléfono.
—Sí, ¿pero cuántos opinaban en aquellos primeros días de 1941 que
estaba en lo cierto respecto a Rusia? —preguntó Hitler, cogiendo el aparato
—. ¿Cuántos tuvieron el valor de respaldarme con Barbarossa cuando
terminaron las reparaciones y la nueva máquina permaneció en silencio?
«Führer, no podemos arriesgarnos a atacar Rusia hasta que la conexión sea
restaurada», me dijo Halder —citó Hitler, imitando el tono del Jefe del Estado
Mayor—. Brauchitsch aconsejó prudencia. Verán caballeros, siempre ha sido
así. Pero ¿qué nos hubiera costado? ¡Dos años! —Gesticuló con el auricular
del teléfono—. Pero tuve el temple necesario para moverme contra Rusia,

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incluso sin garantías de que la bomba atómica fuera entregada en 1942. Ya
veis, no di mi brazo a torcer.
Goering asintió e hizo un llamamiento a los demás.
—Y ahora hemos llegado al Volga y al Cáucaso. No lo hubiéramos
logrado de haber esperado.
Hitler se llevó el auricular a la oreja.
—Y ahora veremos si mi confianza y mi visión estaban equivocadas —
susurró. Entonces, en un tono más alto—: Hola, ¿Herr director
Mauschellen?… Sí, el Führer al habla… Oh, ¿de verdad? ¿Y cuáles son las
noticias? —Hitler escuchó mientras los presentes aguardaban en vilo. Un
brillo triunfante apareció en los ojos del Führer y los demás intercambiaron
miradas tranquilizadoras.
—Sí, un momento. —Hitler cubrió el auricular con una mano y se sentó,
al tiempo que dedicaba una sonrisilla satisfecha a sus seguidores—. Tal y
como predije —les informó—. La conexión Valhala ha sido restaurada. Están
iniciando la primera transferencia ahora mismo. —Hizo un gesto
despreciativo de tirar algo con la mano—. Sí, hemos perdido seis meses desde
la fecha prevista de la llegada de las bombas. ¿Qué significa eso al otro lado?
¿Un día? ¿Menos? —se encogió de hombros con indiferencia—. Ya veis que
no era nada. Algún tipo de problema técnico que los mantuvo fuera de
servicio hasta ahora. Probablemente los comandos que desaparecieron hacia
el lado de Supremacía les causaron algunos problemas. El secreto está en dar
margen para la diferencia temporal y no permitirnos ceder al pánico. Por eso
era imperativo que Paulus no diera su brazo a torcer en Rusia. Ahora
tendremos las bombas, y resolveremos el problema de Stalingrado. Y el
problema de Stalin.
Goering se rió. Su rostro de bebé regordete irradiaba deleite.
—¡Es tan cierto! Dos años… parecía tanto tiempo. Pero ¿qué era eso al
otro lado de la conexión? Nada. Nos preocupábamos por nada.
—En retrospectiva se puede decir —le dijo Goebbels—. Pero hacía falta
genio para retener esa perspectiva durante todo ese tiempo.
Incluso Bormann asintió a regañadientes.
—Quizá me haya mostrado demasiado pesimista, pero eso también puede
ser señal de prudencia. —Estaba a punto de añadir algo más, pero se paró al
ver la expresión confusa en el rostro de Hitler. La animada jactancia que
había estallado por toda la habitación cesó abruptamente cuando se percataron
de que no todo estaba en orden.

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—¿Qué? —decía Hitler al teléfono—. ¿Qué quiere decir con que ha
aparecido un objeto en el portal?… ¿Qué tipo de objeto?… ¿Cómo de
grande?… ¿Sobre ruedas?… Diga… diga… Herr director, ¿está usted ahí?
—Operador —dijo otra voz en la línea.
—¿Qué ha ocurrido? —exigió Hitler—. Estaba hablando con el director
de Valhala y algún idiota me ha cortado.
—Permítame que lo compruebe, por favor —pasaron unos momentos de
silencio. Entonces regresó la voz del operador—: Lo siento, mi Führer, pero
todas las líneas con Valhala están caídas —advirtió.

A bordo de un avión Mosquito de reconocimiento fotográfico de la RAF que


volaba a diez mil metros de altitud sobre el área de Leipzig, los ojos del
copiloto navegante se abrieron como platos por encima de su máscara de
oxígeno.
—¡Qué puñetas…! ¡Skip, mira eso! —Su voz crujió por el
intercomunicador por encima del rugido de los dos motores Merlin.
—¿Dónde?
—Gira a estribor, abajo, a las dos en punto.
—¡Cristo! ¿Qué ha pasado?
—Ni idea. Parece que algo ha estallado.
—¡Dios, jamás había visto nada parecido!
—Como espectáculo no está mal.
—¿Dónde es?
—Un momento… echaré un vistazo.
El piloto hizo que el avión se inclinara lentamente para contemplar la
nube de humo que se alzaba mientras el copiloto consultaba los mapas.
—Tiene que ser la planta de química y de municiones de Weissenberg,
Skip. Me parece que alguien ha tirado una cerilla.
—Desde aquí parece que ha desaparecido la mitad del complejo… ¡Santo
dios!
Sobrevolaron el área un poco más, tomando fotos.
—Bueno, ahora puede que Bombardero Harris[16] tache este lugar de su
lista por un tiempo —dijo el piloto—. Bueno, hora de coger el viejo autobús a
casa después del trabajo, supongo. ¿Una pinta de bíter en el Bull esta noche,
George?
—No es mala idea en absoluto, Skip. No me importaría lo más mínimo.

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¿Era posible señalar con precisión qué había hecho el equipo Proteo para
provocar esos cambios tan asombrosos en el destino del mundo? Habían
contribuido muchos factores, pero según el análisis que Arthur Bannering
presentó en la residencia de Florida donde el equipo descansaba después de
visitar la Casa Blanca, todo parecía girar en torno a dos acontecimientos
cruciales que no habían tenido lugar en el mundo de Proteo: el nombramiento
de Churchill como primer ministro y la reelección de Roosevelt para un tercer
mandato como presidente de los Estados Unidos. Esos acontecimientos
estaban relacionados, y Anna Kharkiovitch sospechaba que mucho más que lo
que había sido revelado estaba detrás de las circunstancias que habían
precipitado esos acontecimientos.
En abril de 1940, tras lo sucedido en la Estación y en Weissenberg, la
expedición anglo-francesa había zarpado hacia Noruega según lo planeado.
Pero a consecuencia del retraso del planeado ataque alemán al oeste, la
expedición alemana zarpó casi al mismo tiempo, y no un mes más tarde,
como se esperaba. Ambas flotas se tropezaron la una con la otra y a
continuación hubo una serie de confusos desembarcos y combates arriba y
abajo por la costa noruega, que duraron hasta entrado el mes siguiente.
El resultado fue un fiasco para los Aliados y corroboró las más sombrías
predicciones del comandante Warren acerca del lamentable estado de
preparación de las fuerzas militares británicas. Era concebible pensar que los
Aliados habían sobrevivido a los primeros enfrentamientos sólo porque los
consejeros del enemigo jamás habían librado una guerra de verdad a gran
escala.
Las tropas británicas que fueron enviadas a Noruega no tenían esquís, y
no habían recibido entrenamiento en su uso; la escuadra de elite de montaña
francesa, los Chasseurs Alpines, tenían esquís, pero los habían embarcado sin
las correas para asegurarlos. Una unidad de comunicaciones de campaña que
habían enviado con el personal en un barco y el equipo en otro quedó hors de
combat sin que los alemanes pegaran un solo tiro cuando uno de los buques

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fue redirigido a un nuevo destino en medio del viaje y el otro no. Las tropas
eran embarcadas, desembarcadas y reembarcadas continuamente en los
puertos escoceses mientras, al otro lado del mar, sus hasta entonces
indefensos objetivos eran ocupados por los alemanes. Y, además, no enviaron
artillería antiaérea.
Pero el mayor error cometido, pese a todas las advertencias, fue el fracaso
inglés a la hora de percatarse del impacto que tendría el poderío aéreo en un
mundo que había sido dominado por las armadas durante siglos. La Luftwaffe
ganó rápidamente el control de los cielos tras ocupar bases en Dinamarca y
Noruega, y la posición de los Aliados se volvió insostenible. Hacia finales de
mes, había comenzado la evacuación de las fuerzas expedicionarias, lo que
convertía en aún más desafortunado el comentario confiado del primer
ministro Chamberlain ante la Cámara hacía sólo unas semanas de que «Hitler
había perdido el autobús».
—Si eso es un ejemplo de lo que el conocimiento de antemano de la
historia puede hacer por nosotros —había gruñido Churchill a un pesaroso
Arthur Bannering, que tenía que soportar la bronca él solo después de la
desaparición de Winslade y Anna—, ¡estaríamos mejor sin saberlo!
Pero el resultado final de esa confusión no fue tan desastroso, después de
todo. Tras un apasionado debate en el Parlamento inglés a primeros de mayo,
en el que el gobierno fue reprobado no sólo por el fracaso noruego, sino por
su conducta general durante toda la guerra, Chamberlain dimitió. Por un
momento pareció que Lord Halifax le sucedería, como había sucedido en el
mundo de Proteo; pero en este mundo, Halifax no estaba en sintonía con el
nuevo espíritu de la nación: no era un líder de tiempos de guerra, y él era
consciente de ello. Por tanto, Halifax declinó, y el rey pidió a Churchill que
formara gobierno en su lugar.
—¡Claud y Arthur lo arreglaron! —insistió Anna mientras debatía ese
acontecimiento con los demás sobre las arenas blancas de Florida Beach—.
Lo planearon todo. Sabían que la campaña noruega sería un desastre y que el
gobierno no sobreviviría a ello.
—Pero ¿cómo podría saber nadie que Churchill tomaría el poder? —
objetó Selby.
—¿Quién más quedaba? —preguntó Scholder.
—Era obvio que lo de Noruega no saldría bien —dijo Warren—. Y el
resultado fue una conmoción en todo el alto mando británico. Pero no sé…
¿se hubiera arriesgado Claud a hacer algo así de verdad?

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—Mira al otro Claud —dijo Cassidy—. Mira cuánto se arriesgó él. Y es el
mismo tío, ¿no?
—Sabían lo que ocurriría, os lo dijo —insistió Anna de nuevo—. Lo
planearon así. Claud y Arthur derribaron al gobierno inglés por completo.
A unos metros de distancia, Arthur Bannering estaba sentado leyendo un
periódico con indiferencia bajo una sombrilla, mientras que Winslade, como
una esfinge, sonreía para sí mientras contemplaba el océano. Ninguno de los
dos dijo nada.
Churchill tomó oficialmente posesión del cargo de primer ministro de la
Corona el 10 de mayo de 1940. Y ese mismo día, por azares del destino, fue
cuando Hitler desató su blitzkrieg hacia el oeste.
—No puedo ofreceros más que sangre, sudor y lágrimas —dijo Churchill
en su discurso inaugural ante la Cámara. No cabía posibilidad de negociar con
el enemigo; sabía adónde conduciría el camino de la capitulación—. Me
preguntan ¿cuál es nuestra política? Y diré: es combatir por mar, tierra y aire,
con todo nuestro poder y con todas las fuerzas que Dios nos conceda;
combatir contra una tiranía monstruosa como jamás ha visto en el sombrío y
lamentable catálogo de crímenes la humanidad…
Para entonces toda la situación europea había adquirido una inercia que
hacía que divergiera de la historia del mundo de Proteo con más rapidez de la
que nadie percibió en el momento. Como se había acordado, las fuerzas
británicas en el norte de Francia avanzaron por el interior de Bélgica para
enfrentarse a la esperada ofensiva alemana, pero Hitler había cambiado de
planes. El peso principal del ataque germánico no recayó sobre los Países
Bajos sino más al sur, en las Ardenas, y en pocos días los Panzers habían roto
la débil línea francesa y recorrían la costa hacia Abbeville. Los ejércitos del
norte quedaron atrapados, y hacia finales de mes eran evacuadas más tropas
además de las que seguían llegando de Noruega, esta vez unos 300 000
soldados, embarcados en Dunkerque.
Hitler todavía no comprendía el cambio que conllevaba la designación de
Churchill. Tomando el rápido colapso como evidencia del deseo de un pronto
final para su participación en la guerra, hizo un gesto de adhesión al
«entendimiento» que todavía creía tener con las naciones aliadas al retener los
Panzers durante tres días cruciales mientras se llevaba a cabo la evacuación
de Dunkerque. Expresó públicamente su confianza absoluta en que los
franceses e ingleses exigirían entonces la paz, adoptando la pose de
magnánimos conquistadores al ofrecerles términos en apariencia generosos.

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La réplica inglesa llegó a través de las ondas con la voz rasposa de
Churchill: Aunque grandes extensiones de Europa y muchos estados antiguos
y afamados hayan caído o caigan bajo el yugo de la Gestapo y el odioso
aparato de gobierno nazi, no flaquearemos ni desfalleceremos… Lucharemos
en mares y océanos, combatiremos con creciente confianza y fuerza en los
cielos, defenderemos nuestra isla a cualquier coste. Lucharemos en las
playas, lucharemos en los lugares de desembarco, lucharemos en los campos
y en las calles, lucharemos en los montes; no nos rendiremos jamás…
Pero ya era demasiado tarde para salvar Francia. París cayó el 14 de junio,
y una semana más tarde se firmó un armisticio. Inglaterra se quedaba sola
frente a una Europa dominada por los nazis a una distancia de solamente
treinta kilómetros al otro lado del canal. La invasión, seguramente, sería el
próximo paso. Para oponerse a ella, la Marina Real contaba sólo con sesenta y
ocho destructores en servicio; y en todas las islas británicas sólo había
trescientos cincuenta tanques.
Si la invasión hubiera llegado, hubiera sido una guerra para todos.
Mientras los granjeros y los obreros se entrenaban con tubos de metal y
escopetas, el rey mandaba construir un campo de tiro en los terrenos del
palacio de Buckingham, donde él y otros miembros de la familia real inglesa
y el personal de palacio practicaban asiduamente con ametralladoras
Thompson y pistolas. El rey mismo le confesó a Churchill que personalmente
se sentía aliviado de que Inglaterra estuviera ahora sola y se hubiera
desembarazado de extranjeros con los que era necesario ser educado. La
joven princesa Elizabeth, heredera del trono, se entrenaba como conductora
de camiones para el ejército.
En el teatro de operaciones del Mediterráneo, mientras tanto, los
acorazados franceses en Orán no habían caído en manos de Hitler como había
ocurrido en el mundo de Proteo; Churchill envió a la Marina Real y los
hundió. Un Franco más cauto mantuvo a España fuera del Eje esta vez, y
Gibraltar y Malta no cayeron. Churchill desoyó las peticiones de que retirara
la flota del Mediterráneo cuando Mussolini entró en la guerra, y en vez de
retirarla, los aviones torpederos de la Marina inutilizaron los principales
buques italianos en un audaz ataque en Tarento.
Ésos fueron los acontecimientos que inspiraron a Roosevelt, al otro lado
del Atlántico, a presentarse a un tercer mandato, y fue nombrado candidato de
su partido sin casi ninguna oposición real.
—Si ganamos esta guerra —le dijo Winslade a Anna cuando se sentaban
después de subir al tren que llevaría al equipo de vuelta al norte, a

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Washington—, la habremos ganado en julio de 1940, en la Convención
Demócrata de Chicago.
Incluso antes de eso, la política de Roosevelt había mostrado los efectos
de la intervención de la misión Proteo. Tras Dunkerque, prevaleciendo sobre
los jefes de las fuerzas estadounidenses que daban a Inglaterra por perdida,
envió a Churchill barcos repletos de armas y municiones, subvirtiendo las
leyes de neutralidad al venderle el material a una compañía siderúrgica, que a
su vez se lo revendió al gobierno británico. En julio, firmó un acta que
ampliaba la Marina de los Estados Unidos para incluir treinta y cinco
acorazados, veinte portaviones y quince mil aviones, y en septiembre
consiguió pasar un proyecto de ley en el Congreso para proporcionar a
Inglaterra cincuenta destructores norteamericanos viejos a cambio de
derechos de arrendamiento sobre las bases de las Antillas. En octubre, la
proposición de ley sobre el servicio militar se convirtió en ley, y la reelección
de Roosevelt hizo inevitable la movilización de la enorme fuerza industrial de
Norteamérica para la causa inglesa.
Al final, Inglaterra no fue invadida. En vez de eso, Hitler, jurando
venganza por haber sido engañado en el «trato», decidió demostrar el poderío
de su Luftwaffe. En los ardientes días de agosto y septiembre de 1940, las
flotas aéreas de Goering llegaron en oleadas sobre Inglaterra… y fueron
diezmadas por los Hurricane y Spitfire que Churchill, consciente de las
advertencias de Bannering sobre lo que había ocurrido en el mundo de Proteo,
había mantenido lejos de la lucha perdida por Francia. Por la noche, los
bombarderos de la RAF destrozaron la flota de invasión que estaba
reuniéndose en los puertos del Canal.
Hacia septiembre, los ataques diurnos de la Luftwaffe habían sido
derrotados. Enfurecido por la experiencia de su primera derrota, el Führer
ordenó un cambio de estrategia a la Luftwaffe para que empezara una
ofensiva de bombardeos nocturnos sobre Londres que duraría hasta bien
entrado el año siguiente. Más de diecisiete mil bombardeos de la Luftwaffe
atacaron la ciudad entre mediados de agosto y finales de octubre. Sólo en
septiembre, Londres fue bombardeada 258 veces, la blitzkrieg continuó
durante casi noventa noches consecutivas de los meses de invierno. Pero la
historia no se repitió. Esta vez, Inglaterra resistió.
Un convoy que transportaba invaluables tanques consiguió atravesar el
bloqueo y llegar a Egipto para proporcionar refuerzos al general Well y, hacia
finales de año, los italianos habían sido rechazados y huían a través de Libia.

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En el mundo de Proteo, Halifax había firmado la rendición formal inglesa
el 1 de enero de 1941. Pero esta vez fue un Año Nuevo muy diferente el que
celebraron los ingleses, aunque extenuados y maltrechos.
Ya que el propósito principal de Supremacía había sido eliminar a los
soviéticos, evidentemente el pacto ruso-germano de 1939 no era más que un
subterfugio que respetarían el tiempo suficiente hasta que Hitler estuviera
preparado para atacar. En el mundo de Proteo, había atacado en mayo de
1941. Mediante la diplomacia y otros canales, Churchill y Roosevelt
intentaron advertir a Stalin sobre aquello que su información confidencial les
hacía esperar. Pero Stalin permaneció, exteriormente al menos, inmutable. En
abril y mayo, Hitler aseguró su flanco sur al engullir Yugoslavia y los
Balcanes, al expulsar una fuerza inglesa improvisada enviada para defender
Grecia y tomar Creta por asalto mediante tropas aerotransportadas.
Entonces, el 22 de junio, tres grupos del ejército alemán, consistentes en
3 000 000 de hombres, 7100 piezas de artillería y 3300 tanques asaltaron el
este en un gesto de buena voluntad vecinal entre estados totalitarios, y fueron
detenidos a las mismas afueras de Moscú y en Crimea sólo gracias al
inminente invierno. Al fin, los atribulados ingleses consiguieron un aliado
combatiente, un extraño compañero de cama para alguien de la educación y
carácter de Churchill, cierto, pero un aliado pese a todo. Y tras más de un año
de enfrentarse a Hitler en solitario, eso no era algo despreciable.
—Pero en otro sentido eran malas noticias —le dijo Selby a Scholder
mientras el tren traqueteaba hacia el norte—. Nos imaginábamos que
significaba que Hitler conseguiría las bombas y que por tanto Ampersand
había fracasado. Fue entonces cuando los ingleses decidieron refundir su
trabajo sobre fisión con el programa estadounidense, y me vine aquí. FDR le
dijo a todo el mundo que dejara de trastear con el portal en esos momentos y
que se dedicara a la bomba.
Pero la mayor sorpresa de todas había sido en el Pacífico.
En el universo de Proteo, los agentes de Supremacía habían establecido
relaciones con los elementos más militantes de Japón, que tuvieron éxito al
llevar al poder al anterior ministro de Guerra, Tojo. Los japoneses
contribuyeron a la causa común atacando a los soviéticos en el este, desde
Manchuria, en septiembre de 1941, unos pocos meses después del comienzo
del asalto alemán por el flanco occidental. Al mismo tiempo, hicieron
desembarcos anfibios en Malasia y las Indias Orientales para servir a sus
designios sobre las antiguas colonias británicas y holandesas.

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A principios de diciembre llegaron informes de inteligencia de que los
transportes de tropas japoneses zarpaban de sus bases en China e Indochina.
Hacia el 6 de septiembre, mientras los rusos lanzaban una gran contraofensiva
a lo largo del frente de 800 kilómetros delante de Moscú con las fuerzas que
se habían arriesgado a transferir desde Siberia, los círculos cercanos a
Churchill y Roosevelt estaban convencidos de que el ataque japonés desde
Manchuria llegaría en cualquier momento.
Entonces, el 7 de septiembre, los criptoanalistas norteamericanos en
Washington interceptaron un mensaje a la embajada japonesa en el que se le
ordenaba que rompieran toda relación diplomática. Se ordenó a la embajada
que entregara el mensaje al Departamento de Estado a las 13:00 horas. Los
americanos estaban perplejos. ¿Por qué decía el mensaje que se rompían las
relaciones con los Estados Unidos si los japoneses iban a atacar la URSS?
Roosevelt todavía no había descubierto, como sí había hecho Churchill
cuando cayó Francia, que el conocer de antemano los acontecimientos de otro
universo tenía sus ventajas y desventajas. Los Estados Unidos permanecían
felizmente ignorantes.
La embajada japonesa no había sido notificada de la urgencia del mensaje;
los encargados de descifrarlo se lo tomaron con calma, y los diplomáticos no
supieron de la fecha límite de entrega del mensaje hasta después que los
descifradores norteamericanos. Era domingo, y hubo más retraso al intentar
obtener una cita para entregar la traducción al secretario de Estado Cordell
Hull. Al final la entrega se llevó a cabo a las 14:30 horas, no a las 13:00 como
estaba estipulado.
Las 13:00 horas en Washington habrían correspondido al amanecer en
Hawai. Cuando se recibió finalmente el mensaje, Hull acababa de recibir las
primeras noticias sobre Pearl Harbour.
Pero para entonces ya era demasiado tarde. ¡Japón había saltado hacia el
lado equivocado!
Pero de eso ya hacía un año desde que el equipo regresó de 2025; y 1942
había visto volverse las tornas. En las batallas del mar del Coral y Midway,
los americanos habían detenido el avance japonés sobre el Pacífico, y los
marines habían desembarcado en Guadalcanal. En el norte de África, los
ingleses al mando de Montgomery habían detenido a Rommel en El Alamein
y luego habían pasado a la ofensiva, mientras en el oeste, los norteamericanos
desembarcaban en Marruecos y Argelia. Los rusos habían detenido a von
Paulus en Stalingrado. La RAF hacía un millar de bombardeos sobre

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Alemania, y las primeras escuadras de Fortalezas Volantes y Liberators
habían empezado a operar desde Inglaterra.
Y el 2 de diciembre, Winslade, Gordon Selby y Kurt Scholder estaban
entre el grupo de oficiales y científicos que observaban, tensos, en una cancha
de squash de la Universidad de Chicago mientras Fermi y sus asociados
retiraban lentamente las barras de absorción de neutrones de una pila que
contenía 350 toneladas de grafito, 5 toneladas de uranio y 36 toneladas de
óxido de uranio, construida con la forma de una esfera achatada que medía 8
metros de diámetro. La construcción del edificio que supuestamente
albergaría el proyecto a unos treinta kilómetros al oeste de Chicago en el
bosque de Argonne llevaba retraso, así que en vez de eso se habían instalado
bajo la tribuna del estadio Stagg Fiel. Nadie había informado al presidente de
la Universidad ni a los miembros del consejo de administración.
Los contadores registraron un factor de multiplicación de neutrones de
1006; el primer reactor nuclear del mundo se había vuelto crítico. Se
reinsertaron las barras y la multiplicación cayó. La reacción era controlable.
El doctor Compton llamó a James B. Conant, el presidente del CIDN, a
Harvard.
—Jim, creo que te interesará saber que el navegante italiano ha
desembarcado en el nuevo mundo. Los nativos son amistosos.
La balanza de la guerra se inclinaba rápidamente hacia el otro lado.

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En enero de 1943, el equipo Proteo subió a bordo de un reconvertido B-24


Liberator en Bolling Field, Washington D. C., y volaron al sur, hacia Brasil,
cruzaron el Atlántico hacia Lagos, Nigeria, de allí a Dakar en la costa
atlántica de África, llegando finalmente a Casablanca, en la costa atlántica de
Marruecos. Allí, justo dos meses después de que las fuerzas norteamericanas
bajo el mando del general Patton hubieran desembarcado para arrebatarle el
área a los franceses de Vichy, Roosevelt y Churchill, acompañados por sus
Jefes de Estado Mayor, se reunían para revisar el esfuerzo bélico y acordar
una estrategia futura. Tras pasar la noche en el hotel del barrio de Anfa de la
ciudad, el equipo fue conducido por calles soleadas y flanqueadas de
palmeras a una villa de las afueras, donde Churchill y Roosevelt celebraban
su conferencia privada, lejos de las sesiones principales del Estado Mayor.
Incluso ahora, la cantidad de gente que había sido hecha partícipe del secreto
de Proteo era relativamente pequeña, y las únicas otras personas presentes
eran George C. Marshall, Jefe del Estado Mayor de los Estados Unidos y Sir
Alan Brooke, el Jefe del Estado Mayor del Imperio Británico. La reunión tuvo
lugar en una habitación espaciosa y ventilada en la parte de atrás de la villa.
Naranjos y limoneros rodeaban un césped y una piscina tras las grandes
ventanas acristaladas, y centinelas armados patrullaban de manera discreta
bajo un muro alto al fondo.
Churchill, puro en mano y vestido con camisa militar caqui y pantalones y
bombachos informales, se acercó a saludar desde la mesa central cubierta de
mapas a los recién llegados según iban entrando con una demostración de
afecto casi paternal. Estrechó sus manos con fuerza y calidez y pasó el brazo
sobre los hombros de Anna para darle un abrazo.
—¡Es un milagro! —declaró—. Imposible, y sin embargo aquí están, de
vuelta de entre los muertos. Hace tiempo que perdimos la esperanza, sabéis.
—Excepto Mortimer —dijo Roosevelt mientras hacía rodar su silla a
través de la habitación—. Él fue quien nos convenció de mantener la máquina
en funcionamiento. Me imaginé que os conocía mejor que nosotros.

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Marshall y Brooke fueron presentados al grupo.
—Todavía no estoy seguro de creerlo, compréndanme —dijo Marshall
con franqueza—. He leído el informe, y puedo ver que todos están aquí
presentes, en esta habitación, pero aun así no acabo de creérmelo.
Brooke solamente pudo hacer un gesto de incredulidad con la cabeza.
—No creo que sea posible expresar nada adecuado con palabras. Me han
contado la forma en que eran las cosas en el mundo del que provienen, y
puedo ver por mí mismo las diferencias en éste, el nuestro… La verdad, ¿qué
podría decir?
—¿Qué tal un «bienvenidos de vuelta»? —sugirió Winslade.
Brooke sonrió.
—¿Eso es todo? Oh, muy bien, entonces, bienvenidos de vuelta, todos.
—Yo no diría que los cambios sean enteramente responsabilidad nuestra
—dijo Anna—. Parece que aquí también han estado ocupados.
Roosevelt asintió.
—Oh, sí, no hemos estados precisamente ociosos durante vuestra
ausencia. Creo que hemos llevado las cosas tan bien como se podía esperar
dentro de lo razonable… unos pocos errores de cálculo y unas cuantas cosas
de las que arrepentirse en retrospectiva, pero así es la vida, diría.
—Comparado con el mundo del que venimos, es asombroso —dijo
Winslade.
—Y tus heridas, Ed… me tenían preocupado —dijo Churchill—. ¿Te
estás recuperando satisfactoriamente? ¿Y tú, Paddy, qué tal estás? ¿Y tú,
Harry? ¿Cómo estáis?
—Mucho mejor, gracias, señor —replicó Payne—. El comandante Warren
dice que volveré a estar al nivel de servicio de Operaciones Especiales en
poco tiempo. —Ryan y Ferracini dijeron que se sentían bien.
Churchill asintió alegremente.
—Espléndido, espléndido —sonrió y se frotó las manos durante un
momento—. Y ahora tenemos que enseñaros algo que encontraréis muy
interesante. ¿Brookie?
Brooke encendió un proyector de diapositivas que estaba dispuesto ante
una pantalla, mientras Marshall cerraba una persiana para oscurecer la
habitación. La imagen era una fotografía aérea, tomada desde una altura
considerable, de una tremenda nube de humo que se alzaba sobre un paisaje
de colinas redondas salpicado de arboledas y zonas despejadas. El humo
emanaba de un extremo de un complejo industrial situado al lado de un río.

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—¿Lo reconocéis? —preguntó Churchill jovialmente—. Es de uno de
nuestros vuelos de reconocimiento fotográfico a los pocos días de vuestro
regreso.
—Supongo que os lo podríamos haber contado antes, pero hubiera
estropeado la sorpresa —dijo Roosevelt, sonriendo con descaro.
Los soldados de Ampersand, que habían memorizado cada detalle de ese
trazado, se quedaron contemplando la imagen con asombro y júbilo. Cassidy
miró a Ferracini, sacudió la cabeza como para despejarse de un sueño, y
volvió a mirar a la pantalla. La imagen seguía allí.
Winslade parpadeaba detrás de sus anteojos.
—¡Lo hizo! —susurró—. Cumplió su palabra. ¡Lo hizo!
—Sí —musitó Anna ausentemente—. Y me pregunto qué precio habrá
pagado por ello.
Alan Brooke les dio un tiempo para que estudiaran la imagen y luego
comentó.
—Si esta bomba es tan poderosa como me dicen, me sorprende que los
efectos estén tan localizados. La planta principal apenas ha sido afectada.
Todo el humo parece provenir del área del anexo ahí arriba, justo al borde.
—Cabeza de Martillo estaba enterrada muy profundamente y la
instalación estaba muy protegida —le recordó Gordon Selby—. Eso
apantallaría la mayor parte de la explosión. Las explosiones nucleares
subterráneas normalmente vaporizan la tierra creando una caverna y la tierra
se alza por efecto de la burbuja que aparece, que luego se colapsa formando
un cráter cuando el vapor se condensa. Para haber conseguido abrirse camino
hasta la superficie, debió de ser una bomba de tamaño considerable.
En respuesta a posteriores preguntas, los soldados de Ampersand dieron
detalles sobre la operación en Weissenberg y Warren describió brevemente su
regreso a Inglaterra en submarino con los Knacke. Entonces un ordenanza
trajo refrescos y comida, y Marshall abrió la persiana.
—Eso era en lo que confiaba Hitler, y ya no existe —dijo Churchill—. Ha
perdido su as en la manga. Este será el punto de inflexión de la guerra. —
Estudió la comida que les habían traído y eligió un cóctel de gambas—. De
hecho, ya hemos empezado a planear la contrainvasión de Francia a través del
canal. El nombre clave que le hemos adjudicado es «Supremacía»[17]. ¿Qué
os parece? ¿Apropiado, eh?
Los demás sonrieron.
—Así que Cabeza de Martillo ha sido finalmente destruida —dijo
Scholder, cogiendo un sándwich de salmón y pepinillo—. ¿Podemos suponer,

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entonces, que la amenaza de una bomba atómica nazi ha sido eliminada
completamente?
—Yo no supondría nada hasta que todo este asunto haya acabado —dijo
Marshall.
—¿Qué probabilidades hay de que desarrollen una bomba gracias a sus
propios esfuerzos, de todas formas? —preguntó Anna—. Obviamente, ya
saben que es posible.
—Eso es justo lo que quería decir —dijo Scholder.
Las cabezas de todos se giraron automáticamente hacia Gordon Selby.
—Su dependencia de Supremacía probablemente significa que han dejado
que su programa atómico se retrase —dijo Selby—. Y por lo que sé gracias a
los europeos con los que he trabajado y a nuestras propias fuentes de
inteligencia, los alemanes parecen concentrarse en un enfoque que usa agua
pesada como moderador, en vez de grafito como usa Fermi. Y el agua pesada
no es fácil de conseguir.
—De hecho, la única instalación bajo control nazi que es capaz de
producir agua pesada en cantidad apreciable es una planta hidroeléctrica al sur
de Noruega —dijo Churchill—. Enviamos un comando aerotransportado a
atacarla en noviembre, pero la misión fracasó. Sin embargo, vamos a enviar a
otro grupo un día de éstos… esta vez formado por noruegos. Esperemos que
tengan mejor suerte.
—Pero nuestro seguro definitivo es nuestro propio programa —dijo
Roosevelt—. Ahora está en manos de los militares, el general Groves va a
trasladar todo el asunto a los nuevos laboratorios de Los Álamos bajo la
dirección de Oppenheimer. Vamos a por ello sin reservas. Podríamos
equivocarnos acerca del esfuerzo alemán, y el único seguro sería tener
nosotros la bomba primero.
—Imaginaos lo que le pasaría al mundo si Hitler consiguiera una —dijo
Churchill.
—No necesito imaginármelo —replicó Winslade. Adoptó una expresión
seria—. Sabes, puede que necesitéis la bomba para algo más que como seguro
antes de que esto acabe.
Churchill y Roosevelt se miraron el uno al otro con incertidumbre.
—¿Qué quieres decir, Claud? —preguntó Roosevelt.
Winslade se fue, bebida en mano, hacia los ventanales y contempló el
jardín durante un momento. Entonces se volvió hacia el resto de los presentes.
—La generación que hoy en día crece en Alemania ha sido embrutecida
sistemáticamente por el sistema nazi —dijo—. Está presente en sus escuelas,

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en sus movimientos juveniles, en sus medios de comunicación, en su
ideología… en todas partes. Comienza incluso en las guarderías. Están
condicionados para aceptar el culto a la violencia y al militarismo, para
contemplar el poder y la fuerza como los únicos criterios para establecer lo
que es correcto. Sus enseñanzas idealizan el derecho de los fuertes a dominar
a los débiles y glorifica el triunfo de la fuerza bruta como expresión de la ley
natural.
Winslade se estremeció y mostró brevemente su mano vacía en gesto de
interrogación.
—¿Cómo se libra uno de un régimen como ése una vez que ha arraigado?
No puedes razonar con él porque todo lo que consigues es desprecio por lo
que consideran tu debilidad. No puedes tratar con ellos… una relación de
comercio implica igualdad entre las partes, pero todo lo que pueden
comprender es dominar o ser dominados. No puedes coexistir pacíficamente
porque tu misma existencia implica una amenaza o una oportunidad… su
obsesión con el poder y la dominación los impulsa a poner a prueba su fuerza
continuamente.
»Si la única cosa que les inspira respeto es la fuerza, entonces quizá el
único modo de ganarse ese respeto es hablar en su propio idioma y demostrar
poder, de forma devastadora, sin contemplaciones… enfrentarse a ellos en sus
mismos términos y sobrepasarles jugando con sus mismas reglas. En
resumen, caballeros, se lo sacáis de dentro a golpes. Puede que ésa sea la
única manera de sacar esa fijación de su sistema.
Hubo un pesado silencio. Entones Churchill dijo.
—Sí, pero ¿a qué precio? ¿No terminaríamos siendo indistinguibles del
mal que queremos destruir?
Winslade suspiró.
—Sí, veo el riesgo —admitió—. Pero ¿cuál es la alternativa? Esta
monstruosidad no pertenece a este mundo. Nunca fue parte de él. Es una
aberración que fue impuesta desde el exterior, como una infección. A veces es
imposible librarse de una infección sin dañar algo de tejido sano. Pero si
tienes éxito, el organismo se recuperará.
—Su arraigado culto al autoritarismo es lo que le proporciona un caldo de
cultivo —dijo Anna, retomando la analogía—. ¿Por qué si no eligió
Supremacía el lugar y el tiempo que eligió? Tiene que ser erradicado. De
manera permanente. Occidente intentó ser una civilización decente en 1918, y
mira lo que ocurrió.
Churchill miró a sus tres colegas.

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—Tienen razón, Winston, y lo sabes —dijo Alan Brooke en voz queda—.
Yo también desearía que hubiera otro modo.
—Me gustaría poder rebatirlo —dijo Marshall. Inhaló profundamente—.
Pero no puedo.
Roosevelt asintió.
Y así fue como en Casablanca, los Estados Unidos e Inglaterra acordaron
una intensificación de la estrategia ofensiva de bombardeos y dar la máxima
prioridad al proyecto Manhattan, como se llamaba ahora oficialmente al
programa atómico. El objetivo final, como se anunció públicamente al final
de la conferencia, sería nada más y nada menos que la rendición incondicional
de las potencias del Eje.
El único asunto pendiente de importancia que quedaba era la máquina de
la Estación.
—Según lo entiendo, incluso si el mundo en particular del que habéis
regresado fuera a dejarnos en paz, sigue existiendo la posibilidad de que uno
cualquiera de los demás mundos, deliberadamente o por azar, sintonizara con
la Estación, o como sea la expresión adecuada —dijo Churchill—. ¿No es
eso?
—Sí, exactamente —confirmó Scholder—. Los cruces de líneas son
posibles. De hecho, nosotros mismos hemos experimentado un par de ellos.
—Y por lo que sé, nadie comprende realmente cómo funciona —dijo
Roosevelt—. Ni siquiera Einstein.
—Así es —confirmó de nuevo Scholder. Había pasado la mayor parte del
tiempo desde su regreso de Florida en Princeton.
—Repasémoslo todo de nuevo —dijo Marshall—. Bien, esta máquina de
Brooklyn es el único portal de regreso, ¿es eso cierto? Vosotros vinisteis
originariamente gracias a un proyector que podía enviaros a este mundo sin
necesidad de que hubiera una máquina presente. El portal de regreso es sólo
para conectar con el futuro.
—Correcto —dijo Scholder.
Marshall asintió.
—Muy bien. Entonces lo que quiero saber es esto. Si no tuviéramos un
portal de regreso activo, ¿cuáles serían las probabilidades de que un proyector
en uno de esos otros universos se conectara con éste por casualidad… sin que
haya nada que actúe como «baliza» para atraerlo?
—Oh. —Scholder hizo un gesto reflexivo—. ¿Que uno de ellos conectara
justo con este universo de entre todos los que existen en el sistema de
ramificaciones? Bueno, digamos que encontrar una aguja en un pajar es casi

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una certeza en comparación. —Sacudió la cabeza—. Pero las probabilidades
son cercanas a cero. Por eso no ocurre todas las semanas.
Churchill echó un vistazo a los demás líderes y asintió con decisión, como
si aquello fuera lo que estaban esperando oír. De repente quedaba claro que
habían discutido el asunto con detalle de antemano.
—Deshaceos de la máquina —dijo Churchill.
Los de Proteo se miraron los unos a los otros, pero ninguno de ellos pudo
fingir que estaba sorprendido. Ellos también se habían hecho esa pregunta.
Nadie intentó discutir. Claramente, era una decisión que Churchill y
Roosevelt ya habían tomado.
Por tanto, se dictaron instrucciones para que la Estación fuera
desmantelada en secreto, que las piezas fueran destruidas y tiradas al océano;
la información de diseño y los diagramas de ensamblaje serían quemados, y
todas las referencias a la misión Proteo expurgadas de los archivos oficiales y
privados de todos los que hubieran estado involucrados. La Estación volvería
a ser simplemente otro almacén en los muelles de Brooklyn.
Considerando lo que se le había infligido, el mundo no parecía estar
haciendo un mal trabajo a la hora de recuperarse. Los demás universos ya
habían interferido demasiado.

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Nada parecía haber cambiado demasiado cuando Ferracini y Cassidy


atravesaron la puerta y bajaron al corredor que pasaba por delante de la
oficina de Max. Las puertas dobles que conducían al interior del club habían
sido repintadas; el empapelado reluciente a ambos lados era el mismo, y
deberían haberlo cambiado. Había una nueva chica en el guardarropa.
—Dime, ¿qué hace una chica como tú en un lugar tan agradable como
éste? —preguntó jovialmente Cassidy mientras entregaba su abrigo sobre el
mostrador.
La chica del guardarropa empezó automáticamente una respuesta
hastiada; se detuvo, confusa, frunció el ceño.
—¿He oído bien?
—¿Qué más da? Hola, soy Cassidy. Y tú ¿quién eres?
—Lisa. Yo…
—¡No puede ser! —exclamó una voz a poca distancia detrás de ellos—.
¡No puede ser! Pero, dios mío, lo es… ¡Cassidy!
—¡Eh, Max, viejo bribón! —rugió Cassidy. Max salió de la oficina,
sonriendo expansivamente bajo su alta frente bronceada y pelo enmarañado
—. Dime, ¿cómo estás, Max? Le decía a Harry hace un segundo que… eh,
que extraño. ¿Dónde demonios se ha metido Harry?
Pero Ferracini había oído la voz que cantaba dentro del club.
Se quedó contemplándola bajo los focos durante largo tiempo justo al lado
de la puerta. Llevaba el pelo con un moño alto en vez de la cascada ondulada
y suelta que prefería, pero le quedaba bien para su trabajo; la barbilla
terminada en suave curva y la nariz respingona eran exactamente como las
recordaba. Llevaba un vestido de lentejuelas dorado y anaranjado rojizo.
George no estaba. Había un nuevo pianista, un hombre más viejo de rostro
bonachón y bigote canoso. A Ferracini le recordaba a Einstein en cierto
modo. El local estaba lleno, pero la mayoría de las caras le eran desconocidas.
Ahora había muchos uniformes. Lou, inescrutable como siempre, seguía
atendiendo el bar vestido con chaleco negro y camisa blanca con los puños

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vueltos. Pearl estaba sentada en un taburete a un extremo de la barra, y Sid
estaba sentado con algunas personas en una de las mesas.
—¿Cómo demonios vas a disfrutar jamás de la vida, Harry, si continúas
enamorándote a cada instante? —dijo Cassidy al reunirse con él.
Ferracini sonrió.
—Ha merecido la pena volver a casa, pese a todo, ¿eh, Cass? —Vio que
Max también estaba presente—: ¡Eh, Max! ¿Cómo va eso? ¡Oye, tienes un
aspecto estupendo!
—Tú también, Harry. ¿Que cómo va eso? Bueno… —gesticuló con una
mano—. La guerra puede que sea mala para algunos, pero no lo es tanto para
los negocios. Es bueno teneros de vuelta. ¿Y los demás, Floyd y el resto?
¿Los sigues viendo?
—Es bueno estar de vuelta. Sí, vendrán más tarde. —Ferracini titubeó—.
Janet está… ah, todavía…
Max hizo un gesto de quitar importancia pasando la mano en el aire frente
a su cara.
—Oh, nada serio. Ya sabes cómo son las mujeres, Harry… tienen
intuición. Sabía que volverías. Y por cierto, ¿dónde demonios habéis estado,
chicos?
—En misión confidencial de alto secreto para el presidente —le dijo
Cassidy.
—¿Ah, sí? ¿Durante tres años? Sigues siendo el mismo viejo Cassidy,
¿eh?
—En serio —dijo Cassidy.
—¿Quieres saber algo? —Max le dio un codazo de broma y le guiñó el
ojo—. Tengo los derechos exclusivos sobre el puente de Brooklyn. Vamos,
hazme una oferta de compra.
—Vamos, Cass, vayamos a tomar algo —dijo Ferracini.
Max los acompañó hasta la barra.
—Mirad quiénes han vuelto —anunció a la concurrencia.
Pearl se giró sobre su taburete al final de la barra.
—¡Jesús, no me lo puedo creer! —Un par de los demás también eran
viejos parroquianos y se alegraron de verlos. Sid se excusó y se levantó de su
mesa para acercarse a saludarlos.
—Eh, ¿qué es esto? —Cassidy levantó la mano de Pearl y admiró el anillo
que llevaba—. ¿Tú? ¡Ahora soy yo el que no se lo puede creer!
—Bueno, la vida está llena de estas pequeñas sorpresas —dijo Pearl con
su voz profunda.

Página 436
—¿Alguien que conozcamos? —preguntó Cassidy.
—¿Os acordáis de Johnny Corneja? —dijo Max.
—¡Estás de coña!
—Sentido del deber cívico —dijo Pearl—. Alguien tenía que intentar
llevarlo por el buen camino. El único problema es que soy yo la que se está
extraviando —suspiró—. La mayoría de las novias consiguen un velo para la
boda. Yo conseguí un pasamontañas. Es la historia de mi vida.
Lou les puso las bebidas sobre la barra.
—La casa invita. —Entonces un parpadeo de incertidumbre le cruzó por
el rostro mientras miraba a Ferracini—: ¿Te llegué a contar que vino un tipo
preguntando por ti y Cassidy, Harry?
Ferracini se le quedó mirando.
—Han pasado tres años, Lou. ¿Estás seguro de que estás hablando con la
persona correcta?
—Sí, seguro. Déjame ver… bajito, así de alto. Tez pálida, bigote, con
sombrero… llevaba gafas oscuras y no se las quitaba. Actuaba de manera
extraña todo el tiempo… furtivamente.
Ferracini rememoró.
—Sí, ya recuerdo… el tipo que habló con George, ¿no? —Sacudió la
cabeza con incredulidad—. Sí, me lo contaste, Lou. Jamás averiguamos quién
era.
Lou se volvió y sacó una vieja caja de zapatos de cartón de un estante bajo
la barra. Rebuscó dentro de los contenidos durante unos pocos segundos, sacó
uno de los papelitos, lo arrugó y lo tiró a la basura. Ferracini meneó la cabeza
y apartó la vista.
En el centro de la pista, Janet había empezado su número final cuando sus
ojos se extraviaron en dirección al bar y se percató de que había algo familiar
en la alta figura rubia de bigote que hablaba con Pearl, y en un par de los
demás. Durante una fracción de segundo, no fue capaz de ubicar el rostro.
Entonces vio quién estaba con él, y la voz le falló involuntariamente. El piano
continuó durante un compás más y luego se detuvo. Algunas de las personas
que escuchaban en las mesas de delante se miraron entre sí con expresiones
desconcertadas. Janet se recuperó rápidamente y sonrió.
—Oh, vaya, lo siento, damas y caballeros… debo de haberme distraído
durante un momento. ¿Podemos empezar desde el principio, Oscar? —Desde
la barra, una figura con el pelo negro ondulado alzó su vaso hacia ella y
sonrió. El pianista empezó a tocar, y ella cantó.

Página 437
Ferracini se acomodó en uno de los taburetes y se inclinó hacia atrás para
apoyar un codo sobre la barra. Probablemente por primera vez, estaba en paz
consigo mismo y satisfecho con el mundo. Excluyó de su mente lo que
Cassidy le contaba a los demás, y dejó que su mente revisitara las cosas que le
habían ocurrido desde su regreso de aquella misión en 1975: verse
involucrado en el extraño proyecto de Tularosa que lo había enviado a otro
mundo; ensamblar la máquina de la Estación, luego marchar a Inglaterra y
cruzar a Europa para la operación en Weissenberg, sólo para ser arrebatado a
un mundo completamente diferente, esta vez en el futuro. Y finalmente,
volver. Esperaba que la vida no le pareciera demasiado aburrida después de
todo eso.
Y la gente: el equipo con el que había trabajado y del que había sido parte;
los científicos, Einstein, Szilárd, Fermi, Teller, Wigner. Los hombres de
estado, sus asistentes y jefes de departamento, Roosevelt y Churchill, Eden,
Duff Cooper, Lindemann, Hopkins, Ickes, Hull, Brooke, Marshall…
Y, por supuesto, Claud. Eso era lo único triste: echaría de menos a Claud.
Ferracini había visto la expresión en la cara de Winslade cuando le
enseñaron la fotografía aérea en Casablanca, y sospechaba que Claud había
tomado su decisión allí y entonces. Claud había regresado al siglo veintiuno
para ser testigo de la defensa de su yo más joven. Había ido a pagar la deuda
que sentía que le debía por lo que había hecho por él.
De hecho, la defensa del joven Winslade tendría dos testigos estrella:
Anna Kharkiovitch también había ido con él.
—Era algo que había empezado hacía tiempo —le explicó Kurt Scholder
a Ferracini—. Pero ambos eran lo suficientemente profesionales para
anteponer el trabajo a todo lo demás.
Los científicos habían usado el sistema Morse de Scholder para señalizar
una petición de conexión. Y entonces, en la última operación que efectuaría la
máquina antes de ser desmantelada, todo el mundo que había estado
involucrado con la Estación se había reunido allí para despedir a Claud y
Anna.
Habían invitado a Scholder a ir con ellos para volver al mundo que había
abandonado de joven hacía tanto tiempo. Pero tras meditarlo profundamente,
Scholder había declinado. Ferracini creía que era debido al joven Scholder,
que tenía la familia que una vez había sido la suya.
—Éste es mi mundo ahora, estoy demasiado viejo para seguir
deambulando sin ton ni son entre universos —había dicho Scholder—. Y

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aparte de eso, Einstein tampoco es tan joven como antes. Necesita a alguien
que le ayude a tripular su barco de vela.
Ferracini se dio cuenta de que Janet había dejado de cantar, y que la gente
se congregaba en la pista de baile mientras la banda atacaba «String of
Pearls». Vio que Janet venía hacia él abriéndose camino entre la multitud que
rodeaba el bar. Janet le echó los brazos al cuello cuando Ferracini se
levantaba del taburete, y se abrazaron durante largo tiempo. Entonces ella se
apartó de él y se quedó mirándolo. Ambos se rieron, incapaces de encontrar
las palabras adecuadas.
Cassidy se acercó y rompió el hechizo.
—Hubiera pensado que vosotros dos tendrías más de que hablar después
de todo este tiempo —ironizó.
Janet deslizó un brazo por la cintura de Cassidy y lo besó en la mejilla.
Pasó la vista de uno a otro.
—Es asombroso, ninguno de los dos parece un solo día más viejo.
—Vida sana, alimentación equilibrada y meditación —le dijo Cassidy.
—Tú también tienes un aspecto espléndido —dijo Ferracini—. Mejor que
nunca, de hecho. ¿Cómo está Jeff?
—Está bien, según lo último que supe —dijo Janet—. Se enroló en la
marina. Ahora mismo está en algún lugar del Pacífico.
—Ves, te dije que sabía que volverías —dijo Max cuando se unió a ello.
—Es el destino —dijo Janet—. Crees en el destino, ¿no, Harry?
—Claro —respondió Ferracini—. El destino es lo que uno hace que sea.
Janet estudió el rostro de Ferracini con sus ojos de color azul verdoso.
—¿Así que ahora se ha terminado, fuera lo que fuese? —le preguntó—.
Te fuiste, tal y como dijiste, y ahora estás de vuelta. ¿Quiere decir eso que te
vas a quedar?
Harry Ferracini contempló la escena que le rodeaba y pensó en lo
diferente que era todo de la última vez que estuvo en el Final del Arco Iris. El
ejército era algo muy presente; había un montón de marinos; algunos de las
fuerzas aéreas; de infantería de marina. Tres marinos ingleses acababan de
entrar por la puerta con un par de canadienses; algunos australianos estaban
sentados al final de la barra, y divisó uniformes de la Francia libre y Polonia
entre la muchedumbre de la pista de baile.
Como había ocurrido en Inglaterra, ahora era la guerra de todos. Incluso el
presidente Roosevelt, según había oído, tenía a un hijo volando en un
escuadrón de reconocimiento sobre África; otro era oficial al mando en uno
de los destructores que habían tomado parte en los desembarcos del norte de

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África; un tercero servía con los marines en las islas Salomón. El mundo en el
que creía se estaba alzando y defendiéndose por fin.
Y pensó en lo diferente que era todo del futuro al que una vez se había
enfrentado mientras contemplaba un amanecer desolador y lluvioso desde el
puente de un submarino en Norfolk, Virginia.
Miró a Janet y sonrió.
—Oh, sí —le dijo—. Ya no tienes que preocuparte más. He venido a casa
para quedarme.

Página 440
Epílogo

El volante de su Ford Mercury V8, un modelo de ese mismo año, 1947,


Ferracini se salió de la nueva autopista y condujo el coche a las viejas y
familiares calles de Queens que recordaba. Había un montón de casas nuevas
en la zona vieja, principalmente viviendas unifamiliares con parches de hierba
verde, del tipo que los políticos decían que toda pareja norteamericana
debería tener, ahora que el colapso económico de posguerra predicho por los
más agoreros no había ocurrido. En vez de fabricar tanques y B-17, las
factorías habían cambiado a la producción de coches y neveras. Nadie se
preocupaba por lo que ocurriría cuando todo el mundo tuviera de todo;
empezarían a venderle a la gente dos de cada cosa, supuso Ferracini.
Las noticias de la radio hablaban de la negativa soviética a aceptar el plan
que Marshall (que ahora era secretario de Estado) había anunciado para
ayudar a la recuperación Europea, incluyendo Alemania. Ferracini cambió de
emisora hasta llegar a Bing Crosby cantando «Don’t Fence Me In».
Las macetas seguían en las ventanas encima de lo que seguía siendo un
taller de bicicletas. La tienda de licores y la ferretería no habían cambiado. La
charcutería parecía que había ampliado el negocio y se había anexionado el
local adyacente para convertirse en un supermercado de barrio. Ferracini
aparcó en un espacio vacante frente al supermercado, salió del coche y se
detuvo para mirar a su alrededor. A lo lejos, podía divisar el muro arbolado
con la iglesia detrás, y la escuela al pie de la colina. El edificio que había sido
una lavandería parecía algo diferente. Cruzó a la acera de enfrente y entró en
la tienda.
Había algo de gente y algunos niños curioseando entre las estanterías a un
lado. Ferracini se pasó un minuto eligiendo un par de cosas que Janet le había
pedido que comprara y fue hacia la caja, donde había expuestos periódicos,
revistas y tabaco.
—Buenas tardes —le saludó el hombre de bigote negro que llevaba una
bata blanca cuando le daba el cambio—. Necesita algo más.
—Sólo algo de información, tal vez. —Ferracini hizo una pausa.

Página 441
El tendero esperó un momento, y luego lo miró con curiosidad.
—¿Sí?
—Por casualidad no conocerá si una gente que se apellida Ferracini sigue
viviendo por aquí cerca, calle abajo, cerca de la esquina.
—¿Ferracini? ¿Los italianos? Sí, claro que los conozco. Ella viene por
aquí a menudo con los niños. Sí, claro que siguen viviendo aquí. —El tendero
entrecerró los ojos y se inclinó sobre el mostrador para examinar a Ferracini
más de cerca—. Usted también es de la familia, ¿no? Puedo ver el parecido.
—Soy un pariente lejano. Pero dígame, ¿han tenido otro hijo
recientemente?
—Ya debería, hace ya bastante tiempo que está en estado. —El tendero
alzó la voz—. Eh, Barb, ¿sabes si la señora Ferracini ha tenido ya al bebé?
Una mujer voluminosa apareció por la puerta de la trastienda.
—Sí, hará un par de días. Un niño.
—¿Cómo… cómo está ella? —preguntó Ferracini.
—¿Quién es usted? Tiene que ser un pariente, aunque no le he visto por
aquí antes. —La mujer asintió—. La señora Ferracini está bien, los dos lo
están. Oí que las pasó canutas, y que el médico estuvo preocupado durante un
rato, pero está bien. ¿Quiere que les diga que ha preguntado por ellos?
Aliviado, Ferracini sonrió y negó con un gesto de la cabeza.
—No importa, gracias. Sólo pasaba por aquí.
De vuelta a Manhattan, se detuvo a poner gasolina y telefonear a Janet a
su apartamento de Riverside Drive. Todavía cantaba, y Capitol Records tenía
interés en un contrato. Ferracini y Cassidy habían invertido en algunos
aviones excedentes de guerra y tenían en marcha un negocio de transporte
aéreo.
—¡Queens! —exclamó Janet—. Creía que te habías tomado el día libre.
¿Qué haces en Queens?
—Mi familia era de por aquí, ¿recuerdas?
—Pero si nunca hablas de tu familia, Harry.
—Bueno, esto ha sido diferente. Había algo que tenía que hacer.
—Más bien una partidita de billar con Cassidy y Russ, diría yo.
—No, esta vez no. Como te dije, era algo que tenía que hacer… el
cumpleaños de alguien y que no quería olvidarme de ello esta vez. Te veré
más tarde, cariño, ¿vale?… Oh, y sí, compré las cosas que me pediste.

Página 442
Nota técnica
La interpretación de los múltiples mundos de la mecánica
cuántica

Pese a su incalculable valor práctico y al éxito de sus predicciones, la teoría


cuántica es tan contraria a la intuición diaria que incluso después de más de
medio siglo, los mismos expertos no se ponen de acuerdo en qué conclusión
sacar de ella. El desacuerdo está centrado en el problema de la descripción de
las «observaciones», término que los físicos emplean para referirse a las
interacciones en general.
Formalmente, el resultado de una interacción es una superposición de
funciones matemáticas, cada una de las cuales representa uno de los posibles
resultados. La dificultad a resolver es la de reconciliar tal superposición con el
hecho de que en la práctica sólo observamos un único resultado. En otras
palabras, ¿cómo «escoge» el sistema (cuerpos que interactúan, aparatos de
medición y objeto a medir, observador y observado) cuál de los posibles
resultados finales asumirá?
La interpretación «convencional» o de la «escuela de Copenhague» es que
cuando una función obtiene la forma de una superposición, inmediatamente se
colapsa en uno de sus elementos. Es imposible prededucir de antemano qué
elemento será; puede asignarse una distribución de probabilidad ponderada a
las diversas posibilidades, y las predicciones de tales distribuciones han sido
ampliamente verificadas experimentalmente. Esta es la base de la familiar
naturaleza estadística de la mecánica cuántica.
El colapso de la función de onda y la asignación de un peso estadístico no
son consecuencia de nada implícito en la propia teoría cuántica, sino que son
consecuencia de una convención impuesta a priori. Este enfoque promueve la
conclusión de que el formalismo matemático de la teoría física ya no
representa a la realidad, sino que la reduce a un reino fantasma de
potencialidades, es decir, sus símbolos constituyen simplemente algoritmos
convenientes para realizar predicciones estadísticas. Pero si esto es cierto,
preguntan los críticos, ¿qué ocurre con la realidad objetiva que a ciencia cierta

Página 443
nos rodea? Einstein se opuso a esta interpretación metafísica de la escuela de
Copenhague hasta su muerte, y sus sentimientos impregnan mucha de la
insatisfacción que hoy en día persiste en contra de la interpretación
convencional.
En su tesis doctoral de 1957, Hugh Everett III propuso una nueva
interpretación que niega la existencia de un reino clásico separado y estipula
la noción de una función de onda para todo el universo. Esta función de onda
universal nunca se colapsa, y por tanto la realidad como totalidad es
rigurosamente determinista. En virtud de su evolución en el tiempo según sus
ecuaciones diferenciales dinámicas, la función universal se descompone de
forma natural en elementos, y se postula que este proceso refleja una continua
división del universo en multitud de mundos mutuamente inobservables pero
igualmente reales. A partir del principio matemático de parsimonia del
tratamiento de este modelo, en cada uno de esos mundos se aplicarían las
familiares leyes estadísticas de la mecánica cuántica.
En cierto sentido, la interpretación de Everett promueve una vuelta a un
realismo más ingenuo y a la anticuada idea de que hay una correspondencia
directa entre el formalismo teórico y la realidad, cosa que sin duda hubiera
agradado a Einstein. Pero quizá debido a que los físicos de hoy en día son
más sofisticados, y ciertamente debido a que las implicaciones son tan
extravagantes, esta alternativa no ha sido tomada tan en serio como quizá
merecería.
Su principal punto débil es que conduce a predicciones experimentales
idénticas a las de la interpretación de Copenhague, y por tanto, no se puede
diseñar un experimento de laboratorio que distinga entre ambas teorías. De
hecho, las matemáticas de la interpretación de los múltiples mundos
proporcionan pruebas formales de que ningún experimento puede revelar la
existencia de los demás mundos contenidos en esa superposición universal.
(Aquí, por supuesto, es donde me he tomado la mayor licencia en Operación
Proteo; pero ése es uno de los beneficios de ser un escritor de ciencia ficción
en vez de un científico).
Sin embargo, al final puede que sea posible decantarse por una de las dos
interpretaciones a partir de una base diferente de la del experimento de
laboratorio. Por ejemplo, en los primerísimos instantes del Big Bang, la
función de onda universal pudiera haber poseído una coherencia general que
todavía no había sido afectada por la condensación en ramas separadas e
incapaces de interactuar mutuamente. Tal coherencia primigenia tendría
implicaciones comprobables en el terreno de la cosmología.

Página 444
Para más detalles, incluyendo un tratamiento matemático exhaustivo de la
teoría, ver The Many-Worlds Interpretation of Quantum Mechanics (La
interpretación de los múltiples mundos de la mecánica cuántica), editado por
Bryce S. DeWitt y Neill Graham y publicado por Princeton University Press.

Página 445
JAMES PATRICK HOGAN (Londres, 1941 – Irlanda, 2010). Es un autor de
ciencia ficción conocido por su riguroso uso de la ciencia en sus narraciones y
de una abierta ideología libertaria en su especulación social. Después de dejar
la escuela a la edad de dieciséis años, tuvo varios trabajos hasta que, tras
recibir una beca, estudió Ingeniería Electrónica y Mecánica, doctorándose en
la especialidad de Sistemas Digitales.
En 1977 se trasladó a Estados Unidos como consultor para pasar a vivir de su
profesión de escritor desde 1979. Con más de treinta novelas, es un clásico de
la ciencia ficción inglesa aunque en sus últimos trabajos se ha alejado un tanto
de esa ciencia hard que le dio la fama en los años setenta para escribir
verdaderos best sellers de intriga y aventura en los que recurre a veces a
temas extraídos de la ciencia ficción.

Página 446
Notas

Página 447
[1]Very Low Frecuency, Muy Baja Frecuencia, entre los 10 y los 30 kHz. (N.
del T.) <<

Página 448
[2]Revista satírica inglesa, editada desde 1841 a 1992 y desde 1996 a 2002.
(N. del T.) <<

Página 449
[3]Grupos paramilitares, formados normalmente por antiguos veteranos
alemanes de la Primera Guerra Mundial. (N. del T.) <<

Página 450
[4]
Works Progress Administration, agencia gubernamental creada en Estados
Unidos en 1935 para proporcionar empleos a los desempleados durante la
Gran Depresión. (N. del T.) <<

Página 451
[5]Fibber McGee and Molly, programa de radio muy popular en la época y
uno de los seriales de mayor duración de la radio estadounidense. (N. del T.)
<<

Página 452
[6] Gregor Strasser fue uno de los primitivos líderes del Partido
Nacionalsocialista Alemán, miembro de los Freikorps y posteriormente
dirigente de la Sección de Asalto, o camisas pardas, el brazo violento del
partido. (N. del T.) <<

Página 453
[7]Werner Eduard Fritz von Blomberg, ministro de Defensa de Hitler,
nombrado en 1933. (N. del T.) <<

Página 454
[8] Importante distrito financiero de Londres. (N. del T.) <<

Página 455
[9] Walter Henry Zinn, físico nuclear nacido en Canadá. (N. del T.) <<

Página 456
[10]Jean Frédéric Joliot-Curie, físico francés y premio Nobel de química. (N.
del T.) <<

Página 457
[11]Ernest Orlando Lawrence, físico estadounidense y el primero en concebir
el acelerador de partículas. (N. del T.) <<

Página 458
[12] Cóctel de crema de menta y brandi. (N. del T.) <<

Página 459
[13]Ampersand es el nombre que recibe el símbolo «&» en inglés. El símbolo
en sí es un monograma estilizado que representa a la conjunción latina «et».
(N. del T.) <<

Página 460
[14]Así se llamaba familiarmente a los soldados de infantería británicos. (N.
del T.) <<

Página 461
[15]En alemán, «Grupos de Misión», escuadrones de la muerte paramilitares
que seguían a la Wehrmacht para llevar a cabo labores de seguridad y
exterminio étnico en los países ocupados. (N. del T.) <<

Página 462
[16]
Arhtur Travers Harris, comandante del Comando de Bombarderos de la
RAF durante la guerra. (N. del T.) <<

Página 463
[17] «Overlord» en el original, y es el nombre de la operación histórica de
desembarco Aliado que daría lugar a la batalla de Normandía. El nombre en
inglés de la organización «Supremacía» es, precisamente, «Overlord», de ahí
la ironía de Churchill. (N. del T.) <<

Página 464
ÍNDICE

Agradecimientos
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
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11
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Epílogo
Nota técnica La interpretación de los múltiples mundos de la mecánica
cuántica

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