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FIRMASJULIETA LOMELÍ

Nietzsche, amar la vida


PorJulieta LomelíPublicado el 8 de mayo de 2018

18
min
La filosofía de Nietzsche es un canto optimista a la vida. Paradójicamente, y a pesar de la poca
congruencia con su circunstancia personal, la obra nietzscheana muestra las ilimitadas
oportunidades para decirle sí a la existencia en todo momento: hay que afirmar la vida interior,
combatir las patologías del espíritu. Imagen de dominio público distribuida por Flickr (Pascal).
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Leer a Nietzsche es enfrentarse a un pensamiento caótico, plasmado
en una prosa fragmentaria. A pesar de la densidad etérea de sus
palabras, su estilo aforístico no naufraga en el sinsentido. El timón
nietzscheano siempre se dirige hacia algo, su escritura no pierde el
puerto, ni siquiera en altamar.

Revista de pensamiento y actualidad

NÚMERO 7, YA EN LIBRERÍAS
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«El anticristo», de Nietzsche, en versión


manga publicado por La Otra H.
Nietzsche emprende, a partir de una guerra interior, una compleja
filosofía matizada en frases iracundas y en una intempestiva
desobediencia frente a las formas de la academia y la erudición,
rebelándose ante el estilo acartonado del filósofo de cubículo, del
impecable sistema teórico, de los castillos conceptuales fielmente
erigidos durante la modernidad. Contra el escolasticismo y el
pensamiento distante de la existencia, el “Anticristo” piensa en una
filosofía que vuelva a la existencia misma su objeto de estudio, sin
cometer el tradicional equívoco de la superioridad moral e intelectual
de explicarla a partir de categorías y valores tajantes y definitivos.
El filósofo alemán teje un discurso polivalente que se enreda en los
senderos del lenguaje poético, pero apropiándose de lo
cotidiano. Persuade al lector a afrontar valientemente sus días, “a
dejar el gran hastío del hombre que estrangula y se desliza en la
garganta”. Compone una sinfonía en la cual el coro ha de ser
interpretado por “los espíritus libres”, “los liberados de las cadenas”,
“los hombres del gran anhelo”.

La filosofía de Nietzsche es una obra de amor, del profundo amor por vivir

La filosofía de Nietzsche es un canto optimista a la


vida. Paradójicamente, y a pesar de la poca congruencia con su
circunstancia personal, la obra nietzscheana muestra las ilimitadas
oportunidades para decirle sí a la existencia en todo momento, y a
pesar de que algún mal externo o corporal pretenda ahogarla: hay que
afirmar la vida interior, combatir las patologías del espíritu.

Nietzsche sobrellevó admirablemente los dolores de la carne. Las


enfermedades físicas lo volvieron inmune al abatimiento, al suicidio, a
la indiferencia frente a la vida. Su agonía lo volcó a pensar otra forma
de habitar el mundo. Nuestro filósofo estuvo desesperado por
encontrar una luz de bienestar, en donde nada le doliera. Su filosofía
es una obra de honda angustia, de la encolerizada obsesión por querer
arraigarse a lo cotidiano a pesar del sufrimiento. La filosofía de
Nietzsche es una obra de amor, del profundo amor por vivir.
«Nietzsche», de Friedrich Georg Jünger,
publicado por Herder.

Pero ¿cómo construir un auténtico amor a la vida en una cultura tan


comprometida con despreciar los placeres y la felicidad propia? ¿De
dónde conseguir fuerzas para mantener un largo suspiro, uno que
dure hasta la muerte y nos orille a levantarnos cada día, sobrellevando
de la mejor manera lo cotidiano? ¿Cómo convertirse en héroes, en un
occidente que se empeña por idolatrar a los sufridos y a los mártires?

Esta naturaleza heroica, con la cual se ha de enfrentar la vida, quizá


depende de la construcción de una morada propia, de una patria
espiritual fundada por el “heroísmo del conocimiento”, este que en
última instancia se fragua a partir de una existencia reflexiva,
dedicada al escudriñamiento de la amplia gama afectiva, casi cósmica,
del mundo interior.

Dentro del laberíntico especular nietzscheano, podemos notar una


gruesa raíz enredándose con el resto de su filosofía, en la cual se
desprende el malestar de la cultura y el destrozo del auténtico amor
por la vida: el nihilismo.

El nihilismo es la patología de un espíritu genérico, de muchas


individualidades despreciando la vida, de algunos líderes dirigiendo
al Estado, pensando las leyes, consolidando las religiones,
representando los movimientos culturales y creativos; muchos son
nihilistas por convicción, otros por servilismo, la mayoría por des-
conocimiento. El nihilismo enfatiza su poder destructor en la
inconsciencia frente a la anulación de los instintos más básicos y la
abdicación de los deseos, de nuestros deseos.

Las enfermedades físicas lo volvieron inmune al abatimiento, al suicidio, a la


indiferencia frente a la vida

Cansados de vivir, comulgamos con valores majestuosos, inaccesibles


a los únicos hombres y mujeres posibilitados para existir: los de este
mundo. Enfermos de idealismo y heridos a causa de metas
inalcanzables, frustradas por una realidad que nunca supera las
expectativas, el nihilismo es la enfermedad interior, la que sabotea el
amor a la vida, sustituyéndolo por odio y resentimiento.

Amar la nada

Nietzsche fue un escritor póstumo. Tan comprometido estaba con el


futuro de la cultura, que sus palabras aniquilan su propia rutina. A
veces es congruente y logra conjugar la filosofía con la acción diaria,
pero cuando lo olvida, de un instante a otro se convierte en el hombre
de antiguas costumbres, en el anticristo de la teoría, en el sabio que
vaticinó la historia de los dos próximos siglos.

Cuando el filósofo muere, apenas estaban por nacer quienes podrían


entenderlo, su pensamiento llega justo a tiempo. Aquí, después de
doscientos años, nosotros ya podemos comprender por qué esta larga
historia de la cultura ha sido más bien el progreso y el
perfeccionamiento de un error, de uno que está o debería estar por
culminar: el largo asentamiento del nihilismo.

El nihilismo es la enfermedad interior, la que sabotea el amor a la vida,


sustituyéndolo por odio y resentimiento

Apocalíptico. Los dos siglos posteriores al fallecimiento de


Nietzsche estarían marcados por un nihilismo totalitario. Un
espíritu de venganza contra la existencia dominó las comunidades
humanas hasta verlas estallar. La violencia que destruye el rostro de
naciones enteras es la consecuencia objetivada del hondo desprecio a
la vida. Con el advenimiento del nihilismo nace un apasionamiento por
la muerte.
Pero el instante álgido del nihilismo es el continuo regreso de la
tormenta, que cargando sus nubes con rígidos valores y aspiraciones
—mismos que través de centurias parecen irse perfeccionando—,
revientan cada vez que no pueden contener dentro de sí una
exigencia más.

El nihilismo es esta rebeldía frente a la obsesión de convertirse en el


hombre perfecto o, como escribirá el filósofo en el cuarto volumen de
los Fragmentos póstumos, en el “valiente, casto, probo, fiel, creyente,
recto, confiado, abnegado, compasivo, altruista, concienzudo, simple,
suave, justo, generoso, tolerante, obediente, desinteresado, sin
envidia, benévolo, trabajador».

La imposibilidad de cumplir la celestial idea de la bondad absoluta


siembra en las vísceras una frustración que extirpa las ganas de vivir.
Devaluar la vida es una de las formas más comunes de nihilismo.
Cuando las expectativas impuestas por autoridades externas –como el
Estado, la familia, la religión y el contexto común– son rebatidas por
la consciencia interior, por este “heroísmo del conocimiento” que se
empodera del criterio propio. Cuando el nihilismo destrona el sentido
de aquellos valores, la vida, así a secas, sin extraordinarias esperanzas,
podría volverse estéril.

Devaluar la vida es una de las formas más comunes de nihilismo

El vacío sigiloso que recorre la cultura, marchitando las flores


sembradas en la luna, demoliendo rascacielos conceptuales e ideales
políticos, divorciándose de una divinidad inalcanzable. Dios ha
muerto. En este siglo el desierto avanza.

Sin embargo, este tipo de afición por el vacío, mora desde el “inicio” el
bosque en el cual nos enraízanos, el invierno occidental. El nihilismo
se remonta a una interpretación muy determinada sobre el mundo, al
platonismo y su posterior adaptación para fortalecer el cristianismo.

La historia del error es la historia de esta exigente moral que le gusta


negarse ante los placeres cotidianos y que mengua las pulsiones. Este
error que reprime el amor por la vida, podría resumirse en una breve
fábula.
«El crepúsculo de los ídolos», de Nietzsche,
publicado por Edaf.

Nietzsche, en El crepúsculo de los ídolos, expone en pocas páginas la


historia de la moral y cómo de ella fue floreciendo el desprecio a la
vida. Primero, se legitimó dentro de la ficción de un mundo
verdadero, uno que se construía más allá de lo visible. Un trasmundo
prometido sólo al virtuoso, al que logra esta absoluta bondad a partir
de su sabiduría. Platón puso una distancia entre la experiencia común
y aquella a la cual se aspira. La idea como expectativa que trascienda
lo ordinario es la primera forma de la moral.

Cuando el mundo verdadero se convirtió en promesa para cautivar


fieles, el segundo episodio del yugo moral emergió. El cristianismo
hizo de ella la puerta de entrada hacia un paraíso ficticio, uno al cual
sólo se accedía tras la muerte, siempre y cuando la vida fuese llevada
con sacrificios.

La moral cristiana nihiliza la vida, esperando que el creyente niegue


los placeres y todo lo que lo lleve a tener cierto gozo existencial. El
cristianismo aborrece la existencia en este mundo, le declara la
guerra. Este segundo momento de la moral es la evolución de
la idea platónica en cristianismo.

Si bien aquella creencia en una segunda realidad cristiana invisible a


los ojos de esta tierra, y la quimera del cielo o el infierno cristiano, van
siendo superados en cierta medida por los pensadores ilustrados. Por
otro lado, las virtudes establecidas como medio para aspirar a tales
paralelismos metafísicos son ascendidas a leyes universales. La moral
moderna reprime las pasiones del individuo en aras de alinearlo a una
ética estricta que controle cualquier impulso descabellado y
menosprecie los placeres de la vida.

El hombre de hace dos siglos pregona —escribirá Nietzsche en


los Fragmentos póstumos— que «los sentidos engañan, la razón corrige
los errores (…) De los sentidos provienen la mayor parte de los
infortunios”. Pero el individuo contemporáneo, en momentos sigue
adhiriéndose al mismo desdén.

«Los sentidos engañan, la razón corrige los errores (…) De los sentidos
provienen la mayor parte de los infortunios”, escribe Nietzsche

El error de la moral fue construirla a base a grandes expectativas que


muy pocos podrían cumplir, y al mismo tiempo, volverla un
condicionante para aspirar a una mejor existencia, a un mundo que
nunca podría ser demostrado a partir de la vida misma. La vida en este
mundo —la única posible desde que respiramos—, bajo el férreo yugo
moral, fue condenada a un espacio doloroso, fraudulento, pero al
mismo tiempo, lleno de tentaciones y placeres a los cuales se tendría
que rechazar. La vida como una maldición, como lo despreciable, una
terrible prueba para lo que viene a continuación, después de la
muerte. ¿Lo que viene?

Cuando no queda nada por venir, y la cultura contemporánea supera


su carácter esotérico, el nihilismo fortalece su colosal poder
destructor, conviviendo con hombres que no se vinculan más a una
autoridad trascendente, pero que siguen despreciando la vida de este
mundo sin esperar ninguna recompensa postmortem.

La moral y su consecuente secuela nihilista, mantuvo una declarada


guerra contra la existencia, creyendo que esta debía ser no vivida. Ser
infiel con la vida, para volverse amante del vacío, es la secuela de un
nihilismo no superado. El hombre nihilista tiene un profundo amor
por la nada.

Amarse a sí mismo

El filósofo alemán profetiza la nueva casta de hombres que mostrarán


a los demás —a los abandonados al prójimo, a los prisioneros de su
estricta moral religiosa o secularizada y de su pesimismo— una forma
más natural de vivir, una que no reprima las pulsiones y deje en
libertad el desbocado espíritu del goce. Este individuo que romperá
con el enamoramiento hacia la nada confeccionando un universo
significativo para sí mismo será un tipo de espíritu libre que sólo se
sujetará a su propio criterio y a ningún otro.

Pero este espíritu libre es un espíritu combativo que se ha detenido


a observar la amplia gama afectiva de su universo interior, que
conoce a detalle los matices de su volición y podría, bajo un exceso de
consciencia, destruir el aturdimiento del hastío. Crearse para sí
mismo un tipo de estética existencial, desde la cual, a mayor
autoconocimiento, mayor belleza podrá destinar a su vida.

El espíritu libre es quien emplea como filosofía cotidiana un


heroísmo del conocimiento, que lo vuelca a analizar todos los ángulos
de su cotidianidad, obligándose a cambiar las costumbres
anquilosadas y adoptadas sin un examen previo. Por ello, es también
un librepensador que no se adhiere a ningún valor, opinión ajena o
forma de vida que no haya sido previamente reflexionada por su
crítica y desgarradora reflexión.

Si un hombre es libre, no se adherirá a ninguna forma estática de


comprender la vida

Este tipo de espíritus son libres desde el momento en que no se


enraízan a ningún ideal preestablecido de felicidad, ni tampoco
mantienen los mismos intereses por tiempo prolongado, porque eso
significaría reducir sus posibilidades de experiencia. Si un hombre es
libre, no se adherirá a ninguna forma estática de comprender la vida.

Un tipo de odio hacia el detrimento de las vivencias es lo que el


librepensador mostrará frente a las pretensiones de la mayoría por
buscar lo definitivo y estable, lo que dure a través de los años. El
espíritu libre no se enredará en hilos de acero, ni se comprometerá
con causas a largo plazo; de hecho, sólo se ligará a lo que no socave su
potencial de ser.
«Humano, demasiado humano», de Nietzsche,
editado por Edaf.
Este tipo de hombres rompen cada vez que consideren oportuno sus
viejos vicios y hábitos. Incluso terminan con las personas que los
frenan y con circunstancias muy deseadas en el pasado —dirá
Nietzsche en Humano, demasiado humano—, “pese a que, como
consecuencia de ello, sufrirán innumerables heridas grandes y
pequeñas. Tienen que aprender a amar lo que hasta ahora odiaban y
viceversa”.

Siguiendo la fiel ambición de conocer lo que más satisfaga sus


expectativas, el hombre amante de sí mismo aprovechará la corriente
interna que lo arrastra hacia ciertas cosas, que tras un tiempo podrían
dejar de complacerlo, para forjarse una idea amplia de lo que significa
vivir.

Asumir un “heroísmo del conocimiento” evita que el espíritu libre


sucumba a la monotonía e inercia de la vida, aunque esto le cueste
trabajo y sufrimiento; acogerá su existencia como lo más importante y
perfectible del mundo; tendrá que enamorarse de sí mismo y llevar
esa pasión hasta las últimas consecuencias. Bajo este sentido reflexivo
aspirará con todo corazón a resolver el más profundo de sus enigmas,
llegando al punto más alto de su propia superación. Uno que siempre
lo fuerce, en el futuro, a destruir la creencia de que había llegado al
máximo bienestar, y entonces, comience una nueva búsqueda.

El hombre libre se mostrará agudo de cualquier síntoma


autocompasivo, porque eso lo doblegaría al conformismo y a la
dependencia de un auxilio ajeno a sus fuerzas. Llegar al nivel de
conmiseración de la fragilidad propia puede volver al hombre heroico
un despreciable espíritu urgido de aprobación social, por lo que
podría perder su rostro en aras de recibir amor del prójimo.

«Más allá del bien y del mal», de Nietzsche,


publicado por Alianza editorial.

El librepensador podrá sentirse en momentos muy solo, pero habrá


de ser consciente de que no le queda de otra más que olvidarse de la
melosidad y la vacua idea de servir siempre a los demás. Tendrá que
volverse una isla y —comenta Nietzsche en Más allá del bien y del
mal—, “someter a juicio despiadadamente a los sentimientos de
abnegación, de sacrificio por el prójimo, a la entera moral de la
renuncia a sí”.

No puede el espíritu heroico adherirse a una persona, teniendo una


suficiente consciencia de que, al igual que él, el resto de los hombres
son individualidades cerradas en sí mismas. Por una elaborada y
antinatural aspiración de ocuparse de todos los demás que no son
ellos mismos, caen en la falsa creencia de haberse apoderado del otro.
Al mismo grado en que una pareja de enamorados simultáneamente
considera que su amante le pertenece de alguna forma.

Desde tal lógica, quien desee estar libre de cualquier grillete jamás
pretenderá tomar por propiedad a nadie, ni engancharse en una
pasión dolorosa o no correspondida hacia un prójimo, porque esto
podría dejarlo en la ruina. Al final, el espíritu heroico sabrá de
antemano que, como sostendrá Nietzsche, “toda persona es una
cárcel y también es un rincón”.
Al final, la regla básica del espíritu libre es disolver la subordinación ya
sea a una patria, a una comunidad, a una ciencia particular u objeto de
estudio que lo haya deslumbrado, también deberá desprenderse del
prójimo y de cualquier idea fija de existencia. El hombre que logra
dominarse a sí mismo podrá también dominar su medio sin quedar
endeudado con su exterior, porque tan sólo le deberá su satisfacción y
sus penas a sí mismo.

“Toda persona es una cárcel y también es un rincón”, dice Nietzsche

Sin embargo, no habrá de confundir al espíritu libre auténtico, con el


espíritu embelesado por el progreso y la democracia, aquéllos sofistas
que pregonan el bienestar y la facilidad de vivir, aturdidos con la
novedad del derecho universal. Típicos eunucos aspirantes a un
mundo huxleyano, sin hambre, guerra, ni tristeza.

Estos optimistas que auguran un futuro mejor que el acaecido son


melancólicos demócratas, amantes del Estado ideal, que se alejan
mucho de convertirse en espíritus libres desde el sentido en que
Nietzsche lo pronostica. El librepensador sabe en el fondo que ni la
política más elaborada podría salvar a todo un pueblo, porque es labor
del hombre consciente de sí mismo, salvarse tan sólo a sí mismo.

Los espíritus libres no se adhieren por tanto ni siquiera a eufemismos


utópicos, conocen desde el llamado interno que un largo proceso
histórico de crueldad los ha ayudado a solventarse para sí mismos una
vida mejor. El hombre heroico reconoce que —como escribe
Nietzsche en Más allá del bien y del mal—, “la dureza, la violencia,
esclavitud, peligro en la calle y en los corazones; que todo lo malvado,
terrible, titánico, todo lo que de animal rapaz y serpiente hay en el
hombre, sirve a la elevación de la especie hombre”.

Por ello, el heroísmo del conocimiento les hará comprender la


crudeza de toda época, sin ánimos de creer que en el pasado siempre
estuvieron mejor. Esta comprensión mesurada de lo que significa el
tiempo de vida lo volcará a no esperar siempre un devenir progresista
y lleno de éxitos, lo cual no significa que no aspire a ello. El espíritu
libre vivirá sin amedrentarse por la muerte o la tragedia, tratando de
superarse una y otra vez, bajo una actitud de pleno amor a la fatalidad.
“¡Amor fati!”, grita Nietzsche un invierno de 1882. Valeroso el
espíritu que enfrenta hasta la más dura prueba del
destino. Convertirse en héroe significa aceptar que la vida no sólo
acarrea momentos de armonía, sino que también nos visita con su
penuria y sus helados e imprevisibles tormentos de los que ni siquiera
el hombre más fuerte podrá librarse. Por eso, el espíritu libre
aprenderá a decir sí a cada instante, sea este desastroso o la mejor
racha que haya experimentado.

El espíritu libre vivirá sin amedrentarse por la muerte o la tragedia, tratando


de superarse una y otra vez, bajo una actitud de pleno amor a la fatalidad

La vida de cada segundo parece sólo acontecer, sin una finalidad


precisa; la existencia no está encaminada a la felicidad, sólo desdobla
su potencia de ser a partir de los hombres. Somos vulnerables a la
tragedia. De un instante a otro la catástrofe fulmina cualquier
individualidad, y el espíritu libre se conoce lo suficientemente a sí
mismo, que se percata de la imposibilidad de tener control sobre la
totalidad de su destino. El hombre heroico habrá de cultivar una
pasión especial por su propia vida, aferrándose a ella con fervor,
incluso en las peores circunstancias.

Todo se revela al instante. Quererse a sí mismo significa también


vivir sin garantías, abrirle el camino amablemente al azar. Atreverse
al caos de lo cotidiano y comprenderlo con “amor fati”. Amar el volátil
destino que nos nulifica en el abismo o nos lanza hasta la dicha.

¡Amor a la fatalidad!, pensó Nietzsche para los espíritus libres, para


quienes un día se levanten y empoderados de su valentía, afirmen: “En
definitiva, y en grande: ¡quiero ser un día uno que sólo dice sí!”.

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