Registros Emocionales y Moralidades de Género. Los Juicios Por "Malos Tratos"

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Revista Brasileira de História & Ciências Sociais – RBHCS

Vol. 14 Nº 29, Julho - Dezembro de 2022


Universidade Federal do Rio Grande – FURG

Registros emocionales y moralidades de género. Los juicios


por “malos tratos” desde una perspectiva comparada
(Virreinato del Río de la Plata)

Emotional records and gender moralities. Trials for "ill-treatment" from


a comparative perspective (Viceroyalty of the Río de la Plata)

Lía Quarleri*

Resumen: Este trabajo parte de denuncias judiciales de “malos tratos”, realizadas


en dos jurisdicciones distintas del Virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires y San
Juan de la Frontera, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Las acusaciones se
centran en las violencias ejercidas por maridos a mujeres, pertenecientes a sectores
sociales contrastados de la estructura colonial. A partir del diálogo entre ambos casos,
se analizarán los tratamientos judiciales y las estrategias desplegadas. También, se
indagará en las percepciones del daño sobre un tipo de violencia patriarcal, en
particular: los “castigos correctivos”. Interesa dar cuenta de las herramientas sociales
y jurídicas utilizadas, por las demandantes y los acusados, reparando en la apelación
a registros emocionales y códigos de honor, modelos sociales y figuras jurídicas, con
el fin del mostrar el rol de estas en la valoración judicial de los malos tratos
denunciados.
Palabras-claves: “Malos tratos”. Justicia y emociones. Moralidades de género.
Virreinato del Río de la plata

Abstract: This work is based on judicial accusations of "ill-treatment" in two


different jurisdictions of the Viceroyalty of the Río de la Plata, Buenos Aires and San
Juan de la Frontera, at the end of the 18th century and the beginning of the 19th
century. The accusations focus on the violence exercised by husbands against wives,
belonging to contrasting social sectors of the colonial structure. From the dialogue
between both cases, the judicial treatments and the strategies deployed will be
analyzed. Also, we will inquire into the perceptions of harm regarding a particular

* Doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigadora del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina) y docente de la Universidad Nacional
de San Martín. El presente trabajo se inscribe dentro del proyecto “Cuerpos marcados, cuerpos
productivos: clasificaciones, transformaciones y resistencias. Río de la Plata, siglos XVIII y XIX”.
Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación,
Argentina (FONCyT - PICT 1409/17).

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type of patriarchal violence: "corrective punishments". The social and legal tools used
by plaintiffs and defendants will be examined, taking into account the appeal to
emotional registers and honor codes, social models and legal figures, in order to show
the role these tools had in the judicial evaluation of the accusations.
Keywords: "Maltreatment". Justice and emotions. Gender moralities. Viceroyalty
of the Río de la Plata

Introducción

La percepción de la violencia, como acto y fenómeno social, remite a daños


percibidos desde códigos culturales, tradiciones y normas, tratamientos judiciales y
estructuras sociales, históricamente situadas. Bajo el dominio colonial americano,
existían violencias punitivas que eran consideradas legítimas, merecidas y justas o
ilegítimas, atroces y condenables, en función de un conjunto de variables. En su
estipulación operaban ideales, marcos morales, derechos y obligaciones, dentro de
configuraciones sociales y de género desiguales, que atravesaban y organizaban las
relaciones políticas, familiares y conyugales. Asimismo, ciertos poderes aducidos y
respaldados en legislaciones, tratados y manuales de confesión, plasmados en la vida
cotidiana, en el púlpito y en los escenarios judiciales convalidaban, cuestionaban o
ponían en tensión, según los contextos y las épocas, ciertas violencias instituidas.
Este era el caso de los “castigos correctivos”, ejercidos por los maridos, que podían
ser percibidos como actos de crueldad y violencia, según el caso. Los tribunales
coloniales cumplían, entonces, el rol de dirimir si se trataban de castigos justos o
excesivos, sobre la base de una amalgama de leyes escritas y culturas judiciales
jurisdiccionales superpuestas. Finalmente, en la de defensa o apelación, las
estrategias judiciales, los recursos políticos y económicos y el lugar social, que
ocupaban las y los protagonistas, jugaban un rol central.
Este trabajo parte de las denuncias judiciales sobre “malos tratos” o “malos
tratamientos” realizadas en dos jurisdicciones distintas y distantes del Virreinato del
Río de la Plata, Buenos Aires y San Juan de la Frontera, a fines del siglo XVIII y
comienzos del XIX. Las acusaciones se centran en las violencias ejercidas por
maridos de mujeres pertenecientes a sectores contrastados de la sociedad colonial.

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En el primer caso, se trata de una mujer residente en la ciudad de Buenos Aires de


escasos recursos económicos, que depende para su sustento cotidiano de los ingresos
del oficio de cordonero de su esposo, a quien denuncia por maltrato. Su madre y su
padre, por su parte, donde permaneció un tiempo mientras duró el juicio, residían en
las afueras de la ciudad. El segundo caso, remite a la acusación de una mujer de una
familia de élite de la ciudad de San Juan, con capital material y sociopolítico. A partir
del diálogo entre ambos casos, se analizarán los tratamientos judiciales, las
estrategias y los medios desplegados, durante los litigios en cuestión, así como las
percepciones del daño en relación con un tipo de violencia patriarcal, como eran los
castigos correctivos. Interesa dar cuenta de las herramientas socio-jurídicas utilizadas
por las demandantes y los acusados. Para lo cual se reparará en el repertorio de
categorías, expresiones e imágenes que remiten a redes y registros emocionales,
sensitivos y traumáticos por parte de los y las protagonistas, como a modelos sociales
que intervenían en la valoración judicial de los malos tratos denunciados.
La historiografía colonial rioplatense ha indagado extensamente en las
violencias familiares, analizando la rica documentación producida desde la creación
del Virreinato y la Real Audiencia. Al respecto, contamos con un conjunto valioso de
antecedentes que ha contribuido a dar cuenta de las estructuras sociofamiliares y
conyugales, en su composición, heterogeneidad, movilidad y conflictividad,
incluyendo los tratamientos judiciales y los diversos cuerpos legales en el análisis de
los mandatos y obligaciones, valores y normas, violencias, litigios y penalidades,
entre otras cuestiones1. También se han visibilizado tanto el rol como las actividades
económicas de las mujeres en la ciudad y en la campaña de Buenos Aires, en el
período colonial, y las violencias y criminalidades a las que estuvieron expuestas
aquellas que formaron parte de sectores subalternos2. La producción existente, sobre
la que citamos algunas referencias nodales, da cuenta de las implicancias de las
configuraciones desiguales de género, así como de la diversidad de “experiencias
femeninas”, en un contexto dictado por la heterogeneidad sociocultural, los cambios

1Nos referimos a los trabajos de Osvaldo Barreneche (1993), Ricardo Cicerchia (1997 y 1999), Antonio
Fuentes Barragán y María Selina Gutiérrez Aguilera (2013), Viviana Kluger (2003, 2006 y 2007),
Alejandra Lamas y Guillermo Quinteros (2018), Silvia Mallo (1992), Carlos Mayo (2004), José Luis
Moreno (2002) y Guillermo Quinteros (2018), entre otros.
2 Una diversidad de trabajos, desde la década de 1980, ha indagado en la relación entre mujeres,

género, violencia, criminalidad y justicia en el contexto colonial rioplatense (FUENTES BARRAGÁN,


2012; GRESORES, 2013; GUTIÉRREZ AGUILERA, 2015; KLUGER, 2004; MALLO, 1990; SOCOLOW,
1980 y SIDY, 2020, entre otros).

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demográficos y las políticas de control de la administración borbónica, en lo que


hacía a la convivencia urbana en una ciudad recientemente elevada a capital virreinal.
Por su parte, la creación del virreinato del Río de la Plata, en 1776, supuso
cambios importantes para San Juan de la Frontera, que afectaron su configuración
jurisdiccional y política3. En relación con uno de los casos analizados en este trabajo,
involucró a dos familias “encumbradas” de la élite local con importantes recursos
económicos y cargos en el gobierno y las milicias, se dispone de la investigación de
Ana Franchín (2009). En su trabajo, la autora analiza el mismo en contraste con
otras denuncias de malos tratos, realizadas en San Juan colonial, por mujeres “con
experiencias vitales distintas, pero con un común denominador”: que hombres de su
entorno emplearon la violencia para ejercer poder y control sobre ellas (FRANCHÍN,
2009, p. 8). También se cuenta con los trabajos de Patricia Sánchez (2017) y Eliana
Fracapani Ríos (2021), quienes han estudiado distintas violencias de género en
diferentes espacios de aquella jurisdicción. Esta última, en un trabajo reciente,
analiza los imaginarios y nociones de feminidad, a partir de los “raptos” cometidos a
diversas mujeres por un desertor del ejército, en 1811, dando cuenta del impacto,
paradójicamente, sobre el honor de aquellas como consecuencia de las violencias
masculinas.
Desde un punto de vista conceptual, cabe destacar la importancia que ha
adquirido dentro de las ciencias sociales, en las últimas décadas, el estudio de las
emociones. Desde la antropología, los aportes de David Le Breton han sido
fundamentales para resaltar la relación entre el comportamiento emocional, los
estudios del cuerpo, los entramados simbólicos y los contextos históricos y culturales
(LE BRETON, 2010). En lo que hace a la antropología jurídica, los legajos judiciales
han sido un punto de partida para registrar en las expresiones verbales, volcadas en
los expedientes judiciales, los sistemas de creencias, los valores, las moralidades, las
expectativas y las emociones asociadas (KROTZ, 2002, p. 24). La historia social, por
su parte, se ha sumado a dichos intereses, desde la década de 1970, bajo la influencia
del giro emocional fomentado desde la antropología y la sociología. Desde entonces,
las “emociones” fueron configurándose en objeto de análisis histórico a través de

3La ciudad se fundó, en 1562, como una jurisdicción de frontera y formó parte junto a Mendoza y San
Luis del Corregimiento de Cuyo, perteneciente a la gobernación de Chile dentro del Virreinato del
Perú. A partir de 1776, integró el Virreinato del Río de la Plata, pero continuó conectada a los circuitos
económicos de la Capitanía General de Chile.

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diferentes perspectivas y categorías conceptuales, como, por ejemplo, las que se


centran en las normas, expresiones, regímenes, gestiones, patrones y culturas
emocionales. También a través de nociones tales como las de comunidades,
lenguajes, estilos, signos y acciones simbólicas emocionales, históricamente situadas,
que múltiples investigadores e investigadoras han ido definiendo, en diferentes
producciones (BJERG, 2019).
En particular, interesa el concepto de “estilos emocionales” formulado por
Benno Gammerl (2012). El autor parte de la noción de “comunidad emocional”,
plasmada por la medievalista Barbara Rosenwein (2006), para de-construirla,
apelando a la manifestación de repertorios, prácticas y apropiaciones emocionales
alternativas, dentro de una misma comunidad o grupo, en relación con su
manifestación en espacios situados. Esta idea resulta valiosa en este trabajo en
función de la identificación de terminologías, gramáticas o referencias simbólicas con
intensa carga emocional, vinculadas a la descripción y argumentación situacional del
daño denunciado, por los y las protagonistas, dentro del escenario judicial. Por otra
parte, la historiografía colonial americana, tributaria en parte de las obras de Arlette
Farge, desde los últimos años ha generado sólidos aportes desde la historia social, la
historia del cuerpo y la historia de las emociones, en el cruce con las fuentes
judiciales4. Finalmente, se busca reparar en “los universos conceptuales, las palabras
e imágenes que se usaron para nombrar, describir y compartir el mundo del sentir en
la justicia” (ALBORNOZ VÁZQUEZ, 2016, p. 63). Sin dejar de tener cuenta que estos
se producían, en la mayoría de los casos, a través de la intermediación de las palabras
de defensores y asesores letrados. Los que representaban, a su vez, a la cultura de un
sector social, la de los varones que interrogaban y hacían los registros por escrito
(VASSALLO, 2021, p. 35).

4 En particular, la historiografía chilena ha dado un lugar predominante al estudio de las emociones y


también del cuerpo a través de diferentes investigaciones y compilaciones emprendidas por María
Eugenia Albornoz Vázquez, Alejandra Araya Espinosa, Aude Argouse, Yéssica González Gómez y René
Salinas Meza. Desde el ámbito rioplatense, la dimensión de los sentimientos, las emociones y las
relaciones conyugales, han sido trabajados, por ejemplo, en las obras y trabajos de Carlos Mayo (2004)
y Osvaldo Otero (2011).

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Las denuncias y sus tratamientos judiciales en perspectiva comparada

El primero de los casos, a analizar en este trabajo, se centra en Buenos Aires y


tiene como protagonistas a Martina Florencia, la denunciante en primera instancia, y
a Nicolás Gasco, su esposo, contra-querellante, entre 1777 y 17795. Durante el
tratamiento, Martina generó pruebas y testimonios de maltrato y amenazas de
muerte, tras lo cual Gasco fue encarcelado, pero esto se revirtió cuando el marido
obtuvo la aprobación del alcalde de segundo voto para encerrarla en la Casa de
Recogidas, tras la presentación de testigos que ostentaron indicios sobre la supuesta
existencia de una relación de aquella con un peninsular. La denuncia fue encabezada
por su madre, Felipa Cristaldo, previendo las leyes que solían condenar las denuncias
emprendidas directamente por las mujeres contra sus esposos. En un escrito dirigido
al flamante virrey del Río de la Plata, Pedro de Ceballos, contó que su hija casada con
Nicolás Gasco había sido “maltratada en diferentes ocasiones con gran rigor”, motivo
por el cual se había puesto a “su hija por vía de depósito en casa de la exponente”.
Pero como “los preceptos de los señores jueces” no habían sido “suficientes” para
detener a Gasco, en los múltiples atentados contra Martina, la madre solicitó que este
sea puesto en prisión. La justicia capitular inició la “sumaria información” para que
“cesen los insultos de que le queja esta parte” y para que la “suplicante” nombre y
presente como testigos a “los sujetos que fuesen sabedores de los hechos”. Estos
declararon ante Manuel Martínez Ochagavia, alcalde ordinario y juez de menores,
haber “visto” cómo Gasco “quiso matar a su mujer a golpes de espada”, en varias
ocasiones (Criminales 2773, f. 1 y 2v).
Luego de las pruebas testimoniales, se encarceló a Nicolás Gasco. Desde el
encierro se le tomó la confesión. Bajo esa instancia, dijo tener 28 años, ser “natural”
de Buenos Aires y ser cordonero de oficio. También respondió que estaba preso
porque “ha dado mala vida a su mujer”. A la pregunta sobre “los motivos o causas”
que había tenido “para dar a su mujer mala vida”, así como “qué excesos o malos
tratamientos han sido los que le ha dado”, afirmó que había tenido “discordias con su
mujer” porque ella le había “respondido algunas palabras que le han picado al que

5 Causa criminal contra Nicolás Gasco por malos tratamientos que ha dado a su mujer. Archivo
General de la Nación Argentina (AGNA), Sala IX, Criminales, Legajo 18, Expediente 1, Número 2773
(en adelante Criminales 2773).

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confiesa y este por lo mismo le ha dado algunos golpes”. En lo que hace al concepto
de mala vida, en el caso de los esposos, se entendían a los castigos excesivos, la falta
de sustento cotidiano o el incumplimiento de otros deberes conyugales. La pregunta
sobre el causal dentro de la esfera judicial era parte del conjunto de dispositivos
utilizados para penalizar, o no, a las violencias denunciadas. Lo paradójico, desde una
mirada distante del contexto, es que poco después Martina dirigió un escrito, al
alcalde de segundo voto, para solicitar la libertad de su marido, probablemente
presionada para recomponer la convivencia conyugal y ante la falta de recursos para
sustentarse. De esa forma, pedía su liberación, pero “con apercibimiento de que en
caso de delinquir conmigo en sus maltratos y torpezas se le dará el castigo que
vuestra merced hallase en justicia y sea de derecho” (Criminales 2773, f. 4v, 5 y 7).
El 22 de agosto de 1778, Martina volvió a acudir al mismo alcalde para que su
esposo fuera nuevamente arrestado, “perseverado siempre en darle maltrato” y
temiendo que “al menor desvío le quite la vida”. En respuesta, el alcalde dio
providencia para aprenderlo, sin otras pruebas. Y para aclarar esta informalidad
procesal aclaró que esto le parecía “arreglado a justicia” por “estar bien informado de
sujetos que han sido alcaldes ser un caso antiguo este siniestro modo de proceder”.
Gasco fue nuevamente apresado. Sin embargo, como veremos, con la intervención de
un defensor de pobres y cinco testigos logró revertir el caso, deslegitimar la acusación
y encerrar a Martina en la Casa de recogidas de Buenos Aires, aunque ninguna de las
partes negó la violencia denunciada, la cual era pública y conocida, como afirmó el
propio alcalde (Criminales 2773, f. 8 y 9v). La valoración de la violencia denunciada,
como veremos, fue estipulada a partir de modelos sociales y de género. En julio de
1779, Martina pidió ser liberada de la Residencia para ser depositada en la casa de sus
padres. Pero esto le fue denegado por el nuevo alcalde de segundo voto del cabildo de
Buenos Aires, Fermín Javier de Aoiz.
El segundo caso, alude a un extenso litigio suscitado a principios del siglo XIX,
en la ciudad de San Juan de la Frontera, entre María Concepción y su esposo
Domingo Carril, capitán de milicias de caballería de la jurisdicción, por malos tratos,
demanda de divorcio y manutención, para ella y sus cinco hijos6. La denuncia, que

6Expediente promovido por Don Domingo Carril quejándose de los procedimientos del comandante
de armas de la ciudad de San Juan en la causa que sigue, contra él, su mujer María de la Concepción de

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tenía un precedente similar en 1798, fue acompañada esta vez de la certificación de


un cirujano sobre las “heridas y golpes” recibidas, lo que dio fuerza al expediente. La
presentación no se realizó ante la justicia capitular, sino ante el comandante de
armas, José Javier Jofré, jefe directo de Domingo Carril. La elección del fuero militar,
para constar la acusación, se transformó en un eje de disputa desde la perspectiva de
este último. Esto pudo estar asociado a conflictos políticos precedentes, que
trascendían el juicio pero que se condensaron en el mismo7. Al respecto, se alegó la
existía de una sólida relación entre Fernando de la Rosa, padre de María Concepción,
y el comandante mencionado. Finalmente, en esta oportunidad, por disposición
tanto del juez eclesiástico como del comandante de armas de la ciudad, María
Concepción pasó a residir, a través de la figura del “depósito”, en la casa de sus
padres. Por su parte, Domingo del Carril pasó a cumplir un acotado período en
prisión. Tras prometer una fianza, fue excarcelado y luego obtuvo la autorización para
“reducir a su esposa a la unión de la habitación y del tálamo” (Criminales 2773, f.
454-456v).
En octubre de 1800, María Concepción reiteró acusaciones por “nuevos malos
tratamientos” por parte de su esposo, ante el comandante interino, Rafael Furque.
Tras lo cual, el Juez eclesiástico instituyó, nuevamente, “el depósito de la esposa” en
la casa de sus padres. Asimismo, se le exigió a Domingo Carril la entrega de las ropas
que había dejado, ante una “forzosa fuga”, junto con dos pesos por manutención
diaria. Sin embargo, Carril recusó uno a uno a los jueces de la comandancia militar
nombrados en la causa y se resistió a cumplir con las exigencias del pago de
alimentos. En consecuencia, el 16 de diciembre, la comandancia ordenó, nuevamente,
el arresto. En esta ocasión, Carril, evadió la orden y tomó la decisión de salir de la
jurisdicción para buscar apoyo en los tribunales superiores de la capital virreinal y
apelar contra la demanda de alimentos interpuesta. El 7 de enero de 1801, presentó
un escrito dirigido al virrey gobernador y presidente de la Real Audiencia pretorial de
Buenos Aires, Gabriel de Avilés. En el mismo, imputó a su esposa de “haberse tomado

la Roza, 1799-1802. AGNA, Sala XI, Criminales, Legajo 48, Expediente 12, Número 2808 (en adelante
Criminales 2808).
7 A partir de la Real ordenanza de Intendentes (1782), San Juan fue integrada a la Intendencia de

Córdoba, como parte de una política de integración jurisdiccional y reorganización administrativa.


Esto derivó en la supresión de empleos locales y el establecimiento de funcionarios nuevos,
conllevando conflictos. La autoridad militar superior en Córdoba fue el intendente y, en cada ciudad
cuyana, el comandante de armas, figura central en el litigio analizado (SALINAS DE VICO, 2006).

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la libertad de pasarse a casa de sus padres”, con “pretextos de malos tratamientos”. El


objetivo era obtener por “vía de apelación” la nulidad del proceso en la causa de
alimentos de dos pesos diarios a la que, según él, se lo condenaba sin proceder
regulación de su caudal y sin tener en cuenta “la ninguna indigencia que ella tiene”
(Criminales 2773, f. 449v-451).
Frente a la apelación, presentada en la Real Audiencia de Buenos Aires, María
Concepción le otorgó poder, en abril de 1801, al procurador Martín José de Segovia
para que la representara ante la misma. Por su parte, luego de una extensa estadía en
Buenos Aires, en la que realizó nuevas presentaciones, Domingo Carril regresó a San
Juan y nombró representante, ante aquel tribunal, al procurador Juan de Almeyda. El
litigio continuó simultáneamente en Buenos Aires, a través de las presentaciones de
ambos procuradores, en la curia eclesiástica donde se tramitaba el divorcio, en el
fuero militar, desde donde el comandante de armas recibía y exigía la peticiones de
alimentos y en la justicia capitular de San Juan, donde se tomó testimonio en torno a
los caudales patrimoniales de ambas familias. Hacia septiembre de 1802, la Real
Audiencia no se había expedido y el litigio no contó con una resolución judicial,
registrada formalmente en el expediente.
Con respecto a los tribunales implicados en la evaluación de los límites entre
las violencias legítimas e ilegítimas, los casos dan cuenta que intervinieron o se apeló
a diversas jurisdicciones judiciales y fueros dentro de un sistema que se caracterizaba
por la superposición y competencia entre los mismos. Esto por varios factores. Uno,
por la heterogeneidad de realidades dentro de los diversos virreinatos o por la
existencia de conglomerados distintos con lógicas de administración, gobierno y
justicia. A su vez, por la diseminación de jurisdicciones y atribuciones judiciales en el
ordenamiento colonial (BARRIERA, 2010). En donde actuaban, además de la justicia
ordinaria, la justicia eclesiástica y la justicia militar, incluso como vimos en causas de
violencias conyugales. A su vez, porque a las Reales Audiencias, máximos tribunales,
compuestos por virreyes, fiscales y procuradores de carácter letrado, se sumaban los
cabildos que administraban justicia en primera instancia, a través de los alcaldes de
primer y segundo voto, por un lado, y los alcaldes provinciales y los alcaldes de la
Santa Hermandad, con competencia en el ámbito rural, por otro lado. Asimismo, los
gobernadores provinciales intervenían, en ciertas circunstancias, como jueces en
primera instancia y en grado de apelación. Todo lo cual, sumaba superposiciones,

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múltiples irregularidades e informalidades procesales (AGÜERO, 2011, p. 48). En los


casos analizados, la creación de la Audiencia de Buenos Aires, en 1785, sumó una
instancia de apelación superior para jurisdicciones lejanas a la capital virreinal como
San Juan.
Por su parte, la justicia Hispanoamérica se basó para expedir sentencias en un
heterogéneo cuerpo de leyes, contenidas en el derecho castellano e indiano, lo que ha
llevado a acuñar el uso de la noción de “pluralismo jurídico” para definir, en parte, a
la “convivencia entre culturas jurídicas diferentes en un mismo espacio”, con
diferentes grados de armonía (GARRIGA ACOSTA, 2019, p. 124). En lo que hace a la
regulación jurídica sobre “asuntos de familia”, los defensores, procuradores y jueces
invocaron, en el contexto estudiado, alternativamente dos tipos de fuentes, el derecho
canónico y el derecho castellano, sin predominio o jerarquía entre uno u otro8. No
obstante, en los estrados, también, se citaban opiniones de moralistas y juristas de
autoridad que reforzaban antiguas normas o argumentaban la necesidad de imponer
cambios (KLUGER, 2007, p. 246, 250 y 267). En lo que hace a los malos tratamientos
o desavenencias matrimoniales, por diferentes cuestiones, las mujeres podían
entablar divorcio, pero debían permanecer en casa de sus padres o en otros espacios
de reclusión, hasta que se dictara sentencia. Sin embargo, no todas las mujeres
contaban con recursos económicos y aval familiar. Lo que se expresaba, en la
práctica, en apoyos, defensas y condenas desiguales, frente a violencias vertebrales. A
esto se sumaba la existencia de moralidades preconcebidas, en relación con el sector
social al que pertenecían. Esto último, podía llevar a imputar formas de vida no
aprobadas socialmente, en mujeres de sectores subalternos, sin la posibilidad de
apelar a nuevas instancias judiciales, en su defensa, o a legitimar el buen accionar de
otra mujer por el solo hecho de haber nacido y haber sido educada con las “prendas
morales” de la clase social a la que pertenecía.

8Las principales fuentes canónicas eran las Decretales del papa Gregorio IX y los cánones del Concilio
de Trento (1545-1563). Las fuentes seculares eran el Fuero Juzgo, el Fuero Real y las Partidas dictadas
por Alfonso el Sabio, elaboradas durante el siglo XIII (KLUGER, 2007).

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Los “malos tratos” en la justicia: ambigüedad, modelos sociales y


registros emocionales

Desde una perspectiva analítica, lastimar al cuerpo, infligir dolor y sufrimiento


hacia otra persona conlleva una violencia indiscutible. Sin embargo, en el contexto
estudiado, la “pena aflictiva del cuerpo” era avalaba como forma de castigo disciplinar
hacia las mujeres por parte de sus esposos. En lo que hace a la dimensión normativa,
aunque el derecho castellano no había dictaminado explícitamente sobre esa materia,
la doctrina jurídica y canónica “consideraba aceptable que el marido mandara dentro
de la casa y que castigara a su mujer y a sus hijos para corregir sus faltas” (KLUGER,
2006, p. 63). En ese marco, “el acto punitivo con fines correctivos, pedagógicos y
disciplinarios”, aplicados por el marido a la mujer, era admitido, como dispositivo de
autoridad, en una sociedad marcada por la ideología patriarcal (GHIRARDI, 2008,
21). La “corrección privada” estaba, a su vez, vinculada a la reafirmación de la
autoridad del jefe de familia y a la defensa de su honor y potestad, frente a los
demás9. La percepción de un daño, a su figura de autoridad, podía devenir en la
aplicación de una “justicia punitiva” doméstica, que se ponía en práctica a través de
golpes, intimidaciones y encierros. En casos particulares, por otra parte, la
“producción de violencia” podía reposar en “venganzas y rivalidades sociales entre
varones que tenía a las mujeres como terreno de disputas”, ante lo cual “una simple
sospecha o un rumor podían desencadenar” un tropel de atentados (MANTECÓN,
2013, p. 90).
Sin embargo, las mujeres no asumieron las violencias sin resistencia alguna, al
mismo tiempo que se preveía la posibilidad de denunciar la sevicia derivada de esos
“castigos” ante los tribunales o justicias jurisdiccionales, cuando eran reiteradas,
generaban un daño físico o ponían en riesgo la vida. Los maltratos debían
demostrarse a través de heridas certificadas por médicos o cirujanos o por
testimonios de vista que podían dar crédito de los hechos. No obstante, no era solo el
cuerpo o las marcas del cuerpo, sino lo que ese cuerpo violentado simbolizaba dentro

9 La potestad de impartir autoridad se vinculada, además, con la teoría moral sobre el rol social y
político del pater familias, antigua figura a la que se había delegado el poder de regular las relaciones
sociales en el ámbito doméstico, en lo que hacía a las mujeres, hijos e hijas (HESPANHA, 1993). Está
institución cobró fuerza, en el contexto colonial, junto al despliegue de castigos correctivos y violencias
intrafamiliares (LAMAS Y QUINTEROS, 2018 y ZAMORA, 2009).

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de una valoración mayor. Las pruebas no solo se basaban en los testimonios o


certificaciones de estos golpes por especialistas. Había que acompañarlas de palabras
que denotaran la intensidad, la recurrencia y las fibras emocionales despertadas y
registradas, apelando al abanico de categorías y expresiones para referenciar las
sensaciones generadas. Ya que “el dolor en sus diversos matices, dicho y registrado
existió como un requisito para legitimar y validar el quehacer judicial (ALBORNOZ
VÁZQUEZ, 2016, p. 25). Finalmente, debía demostrarse la falta de causal, más que la
violencia en sí misma, así como el perfil social de quién había impartido la misma, lo
que implicaba describir su modo de vida, su personalidad y su calidad de cónyuge,
dentro de su condición social.
En la denuncia de malos tratos hacia Martina, como mencionamos, la primera
en pronunciarse fue su madre. En su escrito condensó no sólo la incompetencia de las
prevenciones realizadas, previamente por los jueces, sino la forma y las
consecuencias de las investidas de su yerno contra Martina y contra ella. Al respecto,
la entrada a la casa de su madre de improvisto, con una espada, fue un atentado que
les había generado temor y desconcierto. Al respecto, contó que, si bien Nicolás Gasco
había ingresado por la fuerza a su casa para “llevarse consigo a su desgraciada
consorte”, su hija se había “resistido a ello”. A su vez, aclaró que investido “con
espada como con otras armas con que anda custodiado”, ha cometido contra “su
probrecita mujer”, en reiteradas ocasiones, “castigos de esta naturaleza”. El uso de
esta última expresión, para referenciar intimidación, amenaza, golpes o heridas,
ilustraba cómo, en el universo de la época, ciertas violencias estaban asimiladas al
entramado conceptual del disciplinamiento10. Escarmiento y violencia estaban
entrelazados, por lo que la legitimidad o ilegitimidad de estos conformaban umbrales
ambiguos. En consecuencia, para reforzar la denuncia, la madre de Martina enfatizó
en el sufrimiento y padecimiento de su hija hasta el grado de no comer “con
suficiencia”, bajo la potestad de su marido. Finalmente, manifestó que Nicolás Gasco,
su yerno, no solo no cumplía “con sus obligaciones” conyugales básicas, sino que era
“un hombre vago, autor de disensiones y muy pernicioso a la república” (Criminales
2773, f. 1).

10El término castigar provenía del verbo latino ´caíligo.ga´ que significaba “hacele castigo, o de
palabra o con obra” y era definido como “tomar satisfacción y enmienda del que ha errado, para que se
corrija de allí adelante” (Covarrubias, 1611, p. 209).

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Felipa Crisaldo, aconsejada o conociendo los modelos sociales desaprobados,


incluyó en su súplica una mención a ciertos rasgos negativos del acusado, en tanto
cónyuge y en tanto vasallo, con el objeto de reforzar la imputación que podría
desacreditarse, no tomar la relevancia o no generar el impacto buscado para
condenar nuevamente a Gasco. En esa misma línea, Thomás del Fierro, uno de los
testigos presentados, connotó el “total abandono de sus obligaciones” por parte de
Nicolás Gasco, “incluso aquellas precisas de cristiano de oír misa en los días festivos y
confesarse al menos una vez”, por lo que en ocasiones lo habían puesto preso. Y
agregó, aludiendo a una relación entre ellos, que “el declarante para que dicho Gasco
se casase”, con Martina, unos “cuantos días antes le estuvo enseñando la doctrina
cristiana”, puesto que, según aquel, “no sabía ni aun lo más preciso por esencial que
debe saber un cristiano para salvarse”. Una vez casados, afirmó, que “continuamente
le ha dado mala vida en malos tratamientos tanto de palabra, como de obra, en
términos de haberla querido matar”. Al desconocer los preceptos básicos del ser
cristiano, presentaba a Gasco como una persona liminal al sistema que además
escarmentaba continuamente a su esposa hasta llegar a la instancia de anunciar,
buscar o amenazar con quitarle la vida (Criminales 2773, fs. 2v-3v)11. Esto último,
conformaba una situación reiterada en las denuncias judiciales de malos tratos como
consecuencia de la “corrección privada” en el ámbito doméstico12. Al mismo tiempo,
constituía una ecuación argumentativa que solía estar presente en las denuncias para
lograr la intervención de las justicias.
Dentro de este entramado cultural, la utilización de la fuerza física o la
amenaza de hacerlo, como medio de control o enmienda hacia las mujeres casadas,
podía ser confesada o incluso desplegada en público. En ese sentido, Nicolás Gasco
confesó haber reprendido a su mujer tras una discusión surgida en una fiesta, luego
de que ella lo cuestionase por conversar con otras mujeres. Pero, llamativamente,
buscó desligarse de una acusación vinculada a la forma en que se dieron los hechos,
surgida de las declaraciones realizadas previamente por Thomás del Fierro, testigo de

11 Los Borbones, aunque en su etapa reformista impulsaron la quita de poder a las instituciones
religiosas, apelaron al cumplimiento de normas y prácticas sociales y religiosas como “instrumento de
control social e integración”, siendo la concurrencia a la misa obligatoria y permanentemente
supervisada (OTERO, 2011, p. 14 y 16).
12 Juan Francisco Escobedo Martínez (2006), Tomás Mantecón Movellán (2013), José Luis Moreno

(2002) y René Salinas Meza (2003), analizan -a partir de estudios de casos sobre Nueva España, Río
de la Plata, Chile y España moderna- cómo los escarmientos físicos y la violencia correctiva doméstica
contra las mujeres, en los espacios domésticos, generaban consecuencias nefastas.

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Martina. Al respecto, se le preguntó, al imputado, si era cierto que tras la discusión


que tuvo con su esposa, a la salida de una fiesta, “con modo furioso y violento mandó
a dicha su mujer y a una hermana de ésta que montasen a caballo y se fuesen con él a
su casa”. Asimismo, si era verdad que luego que llegaron a la casa, le dijo a su mujer
“que tomase un santo que allí había y se le encomendase a él porque la iba a matar”.
Gasco respondió que “todo el contenido de la pregunta era cierto”, con excepción de
que “hubiese mandado a su mujer a coger el santo cristo pues lo que hubo en esto fue
que ella lo cogió sin que el confesante se lo mandare”. Y agregó que “la acción de su
mujer le pareció tan mal al que confiesa que se llegó a enardecer en términos que la
mandó salir del baile y determinó castigarla”. Finalmente, reveló “que esta ardentía
se le ocasionó también algún aguardiente que se había servido aquella noche en el
fandango” (Criminales 2773, fojas 5-5v).
En su confesión, también respondió a las referencias sobre que no se “sujetaba
a trabajar para mantener a su familia” y a que era “hombre vago, ebrio sin más vida
que andar jugando y bebiendo”. Al respecto, dijo “que algunas veces suele trabajar en
su oficio”, que cuando “no rinde lo necesario para mantenerse, suele aplicar a jugar o
a otra cualesquiera diligencia que se le proporcione del trabajo que le rinda utilidad”
y que “es cierto que la ocasión de tratar con amigos le hace tomar algún trago de
aguardiente”. En respuesta al entramado de imputaciones criminales, sociales y
morales, sobre las que actuaba la justicia colonial, ofreció “enmendarse”
reconociendo “el error” en el que había “vivido”. En virtud de la promesa realizada
ante los tribunales, sin dejar de definir a las acciones de Gasco como “atroces
crímenes”, Martina solicitó liberarlo, para “hacer vida con él”, probablemente
empujada por este ritual de clemencia, promesa y perdón y presionada social y
materialmente. Seis meses más tarde, volvió a formalizar la denuncia, en virtud de
que “perseverando siempre en darle maltrato” temía que “al menos desvío le quite la
vida”. Se procedió, entonces, nuevamente a la prisión (Criminales 2773, f. 5v, 6, 8 y
8v).
Esta modalidad de castigo, enmienda y convivencia de características “cíclicas”
estaba mediada por la permanente intención de preservar la institución del
matrimonio, por sobre todas las cosas. En ese sentido, los funcionarios con
atribuciones judiciales, en sus diferentes instancias, procedían a encauzar la unión
entre los esposos. Entendían a los encierros de ambos, ellos en la cárcel y ellas en las

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casas de recogimiento, como medio de rectificación en relación con sus diferentes


obligaciones conyugales y morales13. Pero cuando las mujeres no querían seguir
viviendo con sus maridos, por los reiterados maltratos o desatenciones en otros
planos, acudían a las justicias locales, cuando estaba dentro de sus posibilidades, para
vivir en las casas de sus padres o madres (SIDY, 2020). También, buscaron poner en
práctica otras estrategias, cuando no encontraban respuestas luego de la acción de los
jueces. Entre ellas, se encontraron el clamar por el destierro de sus esposos, como fue
el caso de Martina, o salir de la jurisdicción en la que vivían, aunque esto podría
redundar en el delito de fuga (QUARLERI, 2019).
Desde otras esferas, existían otras herramientas de defensa y resistencia
vinculadas a configuraciones familiares con recursos económicos, sociales y políticos
para ponerlas en práctica. Este fue el caso de María Concepción de la Rosa, quien
contó y fue supervisada por su padre, en las presentaciones realizadas ante las
justicias, en sus diversas instancias. Esto significó resguardo y amparo, pero también
la preservación de la reputación y el patrimonio familiar14. Ante la negativa de
Domingo Carril, en lo que hacía a solventarla a su familia, estando separados a la
espera de la sentencia de divorcio, María de la Concepción aceptó una nueva
convivencia, a principios de septiembre de 1801, condicionada por la firma de un
instrumento público. El mismo había sido previamente elaborado por un escribano
con el fin de establecer los “puntos de una concordia”. En ellos, se asentaba que se
había “convenido en tranzar la causa de divorcio perpetuo”, entablada por María
Concepción, “por los padecimientos y el severo trato” que había “sufrido” desde su
“contracción matrimonial”, a condición de que su marido no causara “las molestias
que hasta aquí me ha hecho sentir”. Por el contrario, bajo la nueva unión, se dejaba
constancia por escrito que la trataría “con el amor y correspondencia que se merece
una mujer de honor y mérito” (Criminales 2808, f. 509). Además de dejar registrado

13 El encierro femenino, reforzado tras el Concilio de Trento, buscaba “sedentarizar” a mujeres


consideradas transgresoras o díscolas (ONETTO PAVEZ, 2009, p. 165). El recogimiento estaba, a su
vez, asociado a la figura del “depósito” en la medida en que las mujeres eran jurídicamente asimiladas
a un menor de edad, necesitadas de tutela y protección masculina (GHIRARDI Y VASSALLO, 2010). Al
respecto, la teoría sobre que “las mujeres necesitaban protección se basaba en la idea de que la
voluntad y el honor femeninos eran frágiles bienes” (LAVRIN, 1991, p. 75). En Buenos Aires, existía
una Casa de Recogimiento, a la que llamaban la Residencia, que funcionaba en un espacio que había
pertenecido a los jesuitas.
14 En un clásico trabajo, Frédérique LANGUE (1992) da cuenta de los diferentes medios de “cohesión”

de las “grandes familias”, como comportamientos de preservación del estatuto social alcanzado. Lo que
también remitía al plano de la defensa de las violencias conyugales (STERN, 1999).

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los padecimientos, sufrimientos y sensaciones, el instrumento se erigiría en un


contrato que estipulaba el “buen trato” que debía darle a su mujer, en concordancia
con su estatus social, dentro de la “sociedad conyugal”, concebida como un pacto
socio-patrimonial entre personas y familias. Domingo Carril se negó a firmar la
escritura.
Por su parte, desde la Real Audiencia de Buenos Aires, los procuradores
porteños, representantes de ambas partes, buscaron dirimir el alcance del daño,
originalmente denunciado por María de la Concepción. Los escritos e intercambios
ilustran la ambigua, sinuosa y manipulable estipulación de la condena de las
violencias, impartidas y confesadas, en el caso de las acusaciones de malos tratos. El
representante de Domingo Carril, el procurador Juan de Almeyda, desde Buenos
Aires, en un escrito fechado el 12 de junio de 1802, aludió para ello a una antigua ley
que marcaba un límite en la presentación de denuncias hacia los esposos, en los
tribunales15. Al respecto, decía que María Concepción se había mostrado con sus
acciones
(…) contraria a la Ley Real de Partida que niega a las mujeres casadas
toda acción para demandar en que resulte a los maridos denuesto,
mala fama o pena aflictiva del cuerpo, pero aún lo fue mucho más
cuando sin embargo de haberse cerciorado por la diligencia de su
señoría que las heridas querelladas no eran más que un embeleso de
la Doña María de la Concepción fraguado por su padre (Criminales
2828, f. 493v).

Y agregó que, su parte, había manifestado que “el origen de la corta señal del
golpe que advertía en su mujer no era otro que haber caído contra una caja a cierto
empujón que le dio sofocado de la dureza de su lengua” y que “esta inventó haber sido
con el cabo de un puñal a pesar de no haber otro comprobante que su mero dicho”
(Criminales 2828, f. 494).
La presentación mencionada dio origen a una extensa, sentida y emocional
defensa por parte del representante de María Concepción, en Buenos Aires, no
observada en otros casos. En un escrito del 27 de septiembre de 1802, Martín José de
Segovia, cuestionó uno a uno los malos tratos recibidos, como así también la ley
mencionada. Sin embargo, dando cuenta que esta ley tenía cierto peso en el

15Las Siete Partidas sugerían “como principio general no demandarse en juicio”, al mismo tiempo que
autorizaban a entablar demanda sobre “adulterio, sevicia, o malos tratos o reclamar alimentos,
restitución de dote, y otras causas semejantes” (KLUGER, 2007, p. 246).

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imaginario judicial, aunque en la práctica no se cumpliera, aclaraba que “sus miras


no fueron otras que preparar los medios justos de su subsistencia y la de sus cinco
hijos”, tras una “forzosa fuga de la casa de un marido incapaz de moderar los ímpetus
ardientes de su cólera”. Y se preguntaba: ¿Es acaso esto prohibido por la ley?, cuando
la acción, “la más criminal” fue “perpetrada contra mi parte en los críticos momentos
de laxitud y desfallecimiento” en que se hallaba por su reciente parto. Lo que
resultaba, para él, “inductivo de una infamia que se vitupera hasta en la ínfima
plebe”16. A su vez, respondiendo a la imputación del defensor de Domingo Carril,
agregaba “después de tantos testimonios de la buena crianza y moderación que
adornan a mi instituyente”, aquel había soslayado, “con una incivilidad demasiado
reparable”, que “una señorita respetable por su distinguido nacimiento y aún más por
sus bellas prendas morales” hubiese osado separarse de su marido para “tener mayor
ensanche y libertad en sus pasiones”. Por el contrario, exclamaba, María Concepción
se encontraba “depositada”, en la casa de su padre, “con aquel recogimiento propio de
su educación y esfera” (Criminales 2828, fs. 513- 514v).
Con respecto a la denuncia, el procurador recordaba que constaba, tanto por
un certificado elaborado por un cirujano como por la propia declaración de Domingo
del Carril, que su “instituida” había recibido “dos heridas en la cabeza”, que, aunque
“no habían sido de gravedad” suponían “un estropeamiento tanto peor y de malas
resultas”. Seguido de lo cual incluyó una contundente pregunta: “¿Cuánto se necesita
de más violencia que el derrame abundante de sangre que no había causado un
instrumentos punzante?” (Criminales 2828, f. 516). A lo que contestaba:

Los maridos pueden corregir los excesos de sus consortes y hacerse


respetar como cabezas principales de la familia guardando la
moderación y pulsando las circunstancias pero siempre será un
exceso el uso de estas facultades valerse de instrumentos
desproporcionados a la corrección privada; siempre será una
inhumanidad verter la sangre de una persona tan inmediata, ni aun
amedrentar con amagos del ultimo exterminio, siempre será
finalmente acción vergonzosa y una bajeza indigna empuñar un puñal
contra un sexo débil y en presencia de sus propios hijos (Criminales
2808, f. 518v y 519)

16Ann Twiwan, en su pionero estudio, afirma que en América hispánica el honor era un valor propio de
todos los grupos sociales, no obstante, eran “las élites quienes lo definían en términos exclusivos”. Era
el “carácter distintivo”, que se heredaba y se representaba en la conducta, lo que funcionaba en la
práctica para diferenciar, entre otras cosas, a la “gente decente de la gente baja”, así como para
legitimar la existencia de jerarquías sociales (TWINAM, 1991, p. 131).

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El procurador Martín José de Segovia, desde Buenos Aires, sintetizaba la


lógica patriarcal del castigo correctivo masculino, pero con ciertos cuestionamientos.
Al respecto, un leve cambio de época se manifestaba en la existencia de algunas
críticas, por lo menos desde el ámbito judicial, al uso de la violencia física de los
maridos (SALINAS MEZA, 2003).
El expediente, pese a su extensión y duración, no contiene el dictamen final.
No obstante, las resoluciones intermedias pusieron en evidencia de qué forma, en la
práctica, operaban las redes familiares, la disposición de recursos económicos y el
lugar social, en una denuncia de violencia. Destacando, por un lado, las prendas
morales, la distinción y la legitimidad del reclamo de María Concepción, en
contraposición con otros casos. Y, por otro lado, contando con la capacidad de cubrir
los costos de una demanda tanto en San Juan como en Buenos Aires, luego de haber
presentado la causa en diferentes fueros y tribunales locales. Algo impensado para
mujeres de sectores subalternos. La violencia ejercida, contra una mujer de la elite,
tenía otro peso. La percepción del daño, desde los sectores altos de la sociedad, estaba
vinculada al impacto del escrutinio social familiar, por lo cual se generaban diversos
mecanismos de autoprotección. El impacto de una violencia, como pudimos observar,
era interpretado dentro del entramado cultural que le daba significado y en relación
con el lugar social y el conjunto de moralidades y acciones asociadas al mismo.
Buscaremos dar cuenta del rol de las moralidades de género, la percepción de los
efectos de las acusaciones, desde los acusados, así como las estrategias, figuras
jurídicas y resortes emocionales, alternativamente, desplegados.

Convalidando las violencias: moralidades de género, honor y condición


social

Uno de los aspectos a problematizar es como el maltrato o la sevicia, o incluso


una violación, pueden ser entendidos como actos de violencias condenables o, por el
contrario, ignorados o justificados, en función de quien lo padezca o lo ejecute. En las
páginas precedentes, analizamos como el despliegue de dispositivos correctivos,
como eran los castigos corporales y las reprimendas verbales, formaban parte de una
ideología de género enraizada y naturalizada. Existía un consenso tácito de que
ciertas mujeres podían ser “merecedoras” de ciertas “golpizas” o “aporreos” para

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“corregirlas”, en la misma línea que se justificaban aquellos sobre los hijos y las hijas,
como forma de disciplina. Estos medios violentos estaban vinculados a una antigua
figura, la del pater familias, actualizada en el contexto colonial. También, al valor
diferencial de la palabra y de las acciones de los varones, en una sociedad
estratificada socialmente que reproducía jerarquías de ponderaciones. A lo que se
sumaba, la potencial culpabilidad adjudicada a las mujeres por los imaginarios
recaídos sobre ellas, en virtud de la dicotomía de género, que se ponía en práctica por
medio de la distribución desigual de imputaciones, enmiendas y castigos. Finalmente,
a las consecuencias en diferentes planos sociales de “sentimientos de honor
exacerbados” (MATA Y MARTÍN, 2010, p.10). Lo que despertaba sensaciones
enardecidas que desdibujaban o legitimaban el sufrimiento impartido a otras
personas. Cuestión que se traducía, desde la óptica de la cultura patriarcal, en la
potestad de los esposos de infligir dolor sobre los cuerpos femeninos para trazar
memoria en sus personas y recordarles que estaban obligadas a comportarse con
sumisión, hasta la instancia de vivir amenazadas, produciendo relaciones de
subordinación a través del terror.
En relación con la emocionalidad de época, en los expedientes judiciales, los
vínculos matrimoniales aparecían marcados por el abatimiento, las obligaciones, el
bajo grado de afecto, el miedo, el odio, así como por la venganza, el castigo y la fuga
(KLUGER, 2003). La convivencia cotidiana con grados elevados de crueldad, en
diferentes planos, naturalizaba la tolerancia hacia el despliegue de mecanismos
extremos de intimidación. Al respecto, Tomás Mantecón Movellán (2013), en
“Impactos de la violencia doméstica”, analiza “los encuadres y entornos” que dotaban
de significación y conllevaban, a su vez, el traspaso de límites hasta provocar la
muerte (MANTECÓN MOVELLÁN, 2013, p. 86). En la frontera, se encontraba la
apelación, casi automática, a una figura que cruzaba la moral, la justicia y el honor,
como era el adulterio. Finalmente, las violencias conyugales se desplegaban bajo un
registro de baja sensibilidad ante el dolor y en un contexto de relaciones
interpersonales reguladas por una “sociabilidad de la violencia”, desplegada para
garantizar o restaurar posiciones, honores y potestades (SALINAS MEZA, 2008, p.
17).
En este apartado, analizaremos los recursos puestos en juego por los esposos
denunciados y sus defensores para contra demandar y transformar una violencia,

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legítima y penada, en ilegítima o irrisoria. Mostraremos cómo los modos de vida, los
códigos de honor, diferenciados por la condición social, y las moralidades de género
condicionaron la evaluación y la percepción del daño. En el caso de Buenos Aires, la
sombra del adulterio surgió como figura predominante. En el caso de San Juan, la
intención de instaurar la sospecha sobre María Concepción a través de la expresión,
“tener mayor ensanche y libertad en sus pasiones” fue contundentemente rebatida
por el procurador porteño, alegando un “recogimiento propio de su educación y
esfera”. Será, en este caso, su esposo el que buscará mostrar el impacto negativo
sobre su honor, tras las acusaciones, frente a una violencia que definió como
insignificante.
Luego de realizar varias denuncias que dieron curso al proceso de reprimenda
y convivencia y a un nuevo ciclo de intimidaciones y violencias, Martina Florencia
solicitó el destierro de Nicolás Gasco. De forma inmediata, quizá vislumbrando un
impacto mayor en sus acciones, éste solicitó la representación del defensor de pobres,
Cecilio Velasco. El mismo, en un escrito del 24 de noviembre de 1778, desplegó su
defensa en dos líneas. La primera mencionando la discutida ley que cuestionaba la
querellas, en los tribunales, contra los esposos y, la segunda, incriminando a Martina
por su forma de vida. Con respecto al primer punto, el defensor afirmó que la
acusación de “malos tratamientos” era infundada y voluntaria”, puesto que su esposa
no tenía “derecho para formar querella contra su marido”. Y agregó que el mismo
estaba defendido “mediante la obligación contraída por el matrimonio”. Como
mencionamos, en la práctica, las mujeres denunciaban el maltrato en los tribunales
directamente o a través de terceros. No obstante, el defensor buscó desdeñar la
denuncia de Martina, concluyendo que siendo “acusadora de su esposo” se podía
deducir “el espíritu de su mujer”, quien a su vez había aspirado a “que se castigue y se
destierre” al mismo. Y para socavar el potencial castigo, alegó que “solicitud igual” no
tenía “ejemplo en aquellas partes donde se observa la subordinación, respeto y amor
de la mujer al marido” (Criminales 2773, f. 17). Sobre la “legitimidad” de los castigos
correctivos, sentenciaba que

Mi parte si ha reprendido y corregido a su mujer ha ido con una muy


moderación demasiada pues que con su conducta era acreedora a
otros serios castigos (tachado en el expediente) procedimientos y en
esto ha usado la autoridad del marido como que a ninguno le es

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defendido por jefe de la familia el aplicar el castigo suave y medios


conducentes a reprimir los excesos de los que le son sujetos o están
bajo su poder y en estos términos ninguna queja puede justamente
formar Martina contra su esposo que no la haga más delincuente y
acreedora a ser puesta en una reclusión (Criminales 2773, f. 17-17v).

Sin embargo, siendo un caso de conocimiento público, el defensor acudió a una


imputación moral infalible: “la vida licenciosa”. Sin demora, asesoró a Nicolás Gasco
para encaminar la presentación de testimonios que confirmaran verbalmente la
relación de Martina con otros hombres. Poco después, cinco testigos varones, entre
los que se encontraba un guardia de la Residencia o Casa de Recogidas, fueron
interrogados. Entre las preguntas, guionadas por el defensor, se encontraba aquella
que buscaba invertir la culpabilidad de género, en defensa del modelo patriarcal
dominante. En este marco, se preguntó si sabían que “la referida mujer de mi parte
ha sido y es de una vida licenciosa y poco reglada comunicando con hombres
ilícitamente y contra la voluntad y preceptos de mi parte”. Cuatro de ellos afirmaron
que Martina “ha sido y actualmente es de una vida licenciosa y poco arreglada y que
ha estado y está amancebada con Thomas del Fierro”, un “sujeto casado en España en
el puerto de Santa María de oficio atunero” (Criminales 2773, fs. 21v-22) 17. El mismo
sujeto, que tenía una amistad con Nicolás Gasco, y que había defendido a su esposa
como testigo de parte. De forma inmediata, Fermín de Aoiz, alcalde ordinario de
segundo voto de Buenos Aires, dictó sentencia otorgándole la libertad a Nicolás
Gasco, “apercibiéndole a que en lo sucesivo reforme su vida” (Criminales 2773, f. 25 y
25v). A Martina Florencia, por su parte, se la intimó a que

(…) no de mérito ni motivo para que el marido la maltrate


absteniéndose a este fin de la comunicación con otros hombres de
notoria desarreglada conducta, y que no son del agrado de dicho su
marido a quien como súbdita debe obedecer en todo lo que no se
oponga a la razón y justicia, bien entendido que de no hacerle así, y de
dar motivo a que su marido se queje se le reducirá en la casa de la
Residencia a perpetua reclusión o se le impondrá otra pena que
corresponda a sus excesos (Criminales 2773, f. 26).

17 El término “amancebamiento” definía a una relación estable en el tiempo y la expresión “relaciones


ilícitas” a una relación transitoria. Sin embargo, en muchos documentos, las terminologías se usaban
indistintamente (OTERO, 2011, p. 29). Por otro lado, Antonio Fuentes-Barragán, en un estudio sobre
la sociedad porteña tardo-colonial, da cuenta que las relaciones o la convivencia entre parejas, sin
estar casadas, no era una excepción (FUENTES-BARRAGÁN, 2015, p.15). El problema devenía cuando
se hacían públicas, lo que conllevaba ecos morales, judiciales y políticos.

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El nuevo alcalde le impuso a Martina vivir bajo la justa opresión de su esposo,


atribuyéndole, además, la culpa en caso de futuros exabruptos y violencias por parte
de aquel. En esa lógica, se dirigió a ella para advertirle que de “no darle ella gusto a su
marido, lo expone e induce probablemente a que viviendo displicente se abandone a
los vicios y se resuelva a ponerle las manos, con riesgo tal vez de que se siga mayor
perjuicio”. Consideraba que esto no sucedería, si se evitaba el causal de la violencia,
ya que “en caso de que su mujer viva licenciosamente”, su marido, está advertido que
“deberá dar parte a este Juzgado u a otro que lo sea competente”, para “la buena
administración de justicia” (Criminales 2773, f. 26). A diferencia de sus antecesores,
que manifestaron un conocimiento sobre la situación de Martina y se expresaron con
mayor cautela y protección hacia ella, el alcalde Fermín de Aoiz volcó, en su
sentencia, una acérrima ideología de corrección contra las mujeres, transformándolas
en culpables de las violencias impartidas, contra ellas, y dando cuenta que la forma de
vida de una mujer era un asunto que competía a la República18. Valió una simple
notificación de Gasco, al juzgado, para que Aoiz autorizara, poco después, la reclusión
de Martina en la casa de Recogidas de Buenos Aires.
Desde la Residencia, Martina siguió resistiendo. El 31 de julio de 1779, a través
de un escrito dirigido al alcalde, probablemente con algún asesoramiento, dijo que
“casada con Nicolás Gasco, desde el año de 1773, no había experimentado durante
estos seis años otros efectos que el del odio que le profesa”, lo que había inducido a
que el alcalde de segundo voto la “encarcelada en la Casa de las prostitutas”, sin
“audiencia, citación y justificación”. Pedía “se la ponga en libertad colocándola en la
casa de sus padres con prevención de que su marido tuviese el arrojo de acusar su
irreprensible conducta”19. El alcalde, respondió alegando que “el motivo de la actual
prisión de Martina Florencia” se fundamentaba en “las repetidas quejas” que había

18 El adulterio de las mujeres era considerado, en las Siete Partidas, como un atentado contra un bien
jurídico, como era la honra del varón. Sin embargo, si se mantenía, en silencio, la “venganza privada”
era la que operaba. En la medida que se daba a conocer, se transformaba en un “ataque a la moralidad
comunitaria”, tras lo cual las autoridades aplicaban un escarmiento público hacia las mujeres
imputadas (FERNÁNDEZ-VIAGAS ESCUDERO, 2016, p. 3).
19 Quien la representaba, en el escrito, o ella misma, identificaba a la reclusión, en la Residencia, con

una “categoría” de mujeres, cuyo universo semántico y punitivo podía condenarlas de por vida. Cabe
destacar, que la asociación entre el término prostituta, Casa de Recogidas y relaciones “ilícitas” no era
excepcional en las fuentes judiciales. Por otra parte, en el caso del adulterio femenino, era la norma,
sobre el honor, la que juzgaba a las mujeres. Finalmente, la ley se ocupaba de que el “crimen” fuera
pagado con un castigo ejemplar, para que esta conducta no se repitiera (ESCOBEDO MARTÍNEZ,
2006, p. 4).

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tenido de su marido y de su madre “sobre no poder evitar la ilícita correspondencia


con Thomás del Fierro”. En consecuencia, sentenciaba que “la suplicante”, lejos de
concluir con el agravio, “deberá servir de escarmiento y castigo a las demás mujeres
que se prostituyen por medio de una vida relajada y extremo escandalosa”
(Criminales, f. 27, 27v y 28). Martina quedó encerrada en la Casa de Recogidas
habiendo perdido, aparentemente, el apoyo de su madre20.
De forma opuesta, el apoyo obtenido por la familia de María Concepción,
propio de configuraciones sociales de élite, desencadenó la ira de su esposo, Domingo
del Carril, quien no escatimó recursos expresivos y argumentativos para demostrar el
daño social y moral que este juicio le había ocasionado. Como estrategia judicial,
Domingo del Carril, al no haber encontrado apoyo en el ámbito local, tomó “el medio
de bajar a la Capital y ocurrir a su excelencia”, el virrey de Buenos Aires Gabriel de
Avilés, para mostrar los “agravios” contra los procedimientos del comandante de
armas de San Juan, al que catalogó como “juez de ellos”21. Al respecto, afirmó que
tanto la comandancia militar como el padre de María Concepción habían actuado
“amparándola en la voluntaria separación y despojo que me había causado con otro
tropel de violencias”, como era el embargo de una finca. Solicitaba, entonces, la
intervención de la Real Audiencia en la causa, posicionándose de otra forma e
invocando al poder real, como “vasallo que ha sufrido como yo la injusta extorsión”,
en “obsequio de la protección que está encargada a los oprimidos”, en donde “es de
tanto aprecio en el soberano la tutela de un perseguido” (Criminales 2808, f. 446,
447, 447v, 452 y 452v). Invocaba una antigua relación de amor, entre el Rey y sus
súbditos, inherente a la “práctica política medieval y moderna” que se manifestaba en
la gracia, el servicio y en la piedad del monarca católico hacia aquellos, como en la
lealtad correspondida de sus vasallos, en una economía de intercambio que se
manifestaba en el ámbito jurídico (HESPANHA, 1997, p. 37-40).
Finalmente, el procurador Juan de Almeyda, defensor de Domingo del Carril,
expresó que “poseído de rencor, soberbia y venganza”, el padre de Martina había
tenido “el atrevimiento de proponerle los términos en que debía tratar a su mujer con

20 Puede especularse que aquella imputación, en el contexto patriarcal de la época, le quitó legitimidad
para una apelación ante el Virrey, por ejemplo.
21 Bajo otras circunstancias, Domingo del Carril -como capitán de caballería- hubiese buscado

beneficiarse de su pertenencia a la milicia y a su fuero. Sin embargo, la existencia de conflictos y


desavenencias, dentro del mismo cuerpo, lo llevaron a desacreditar al mismo, en este caso.

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unas condiciones que se dejan entender bajas e infames”, para “arruinarlo sin
arbitrio”, hasta llegar a “confinarlo en una prisión bochornosa a pesar de la distinción
de su empleo”, con perjuicio de su “graduación, nacimiento y circunstancias”
(Criminales 2808, f. 475- 476v). A través de un lenguaje cargado de expresiones, que
remitían a la esfera de las emociones cruzadas con las del honor, bajo un repertorio
propio del espacio discursivo utilizado, tanto Carril como su representante, centraron
la defensa en sus propios padecimientos y la desligaron de sus acciones precedentes
contra su esposa, quitándole valor a las violencias propinadas contra ella. La
densidad de su presentación tenía, también, como objeto dar cuenta de una
“coligación” contra él, la cual había afectaba su reputación, su patrimonio y sus
potestad como pater familias, en una suerte de competencias y rivalidades
masculinas. El honor puesto en jaque, en tanto principal bien en circulación, había
afectado, según su percepción, su identidad en tanto hombre de un sector social
privilegiado (FERNÁNDEZ, 2018). Para Domingo del Carril, su unión con María
Concepción representaba un universo de pactos y especulaciones, distante del afecto,
el buen trato y el respeto. Y en la medida que la ubicaba detrás de su honor y sus
bienes patrimoniales, la violencia propinada contra ella no tenía ninguna entidad,
valor o relevancia22.

Palabras finales

El poder correctivo masculino se llevaba a cabo a través del uso de la potestad


dada al jefe de familia, el carácter abusivo y despótico del mismo, la imposición del
miedo, el hostigamiento, la humillación, la inmovilidad, el dolor físico o la
persecución. Lo que estaba naturalizado, pero también podía ser concebido como
injusto y violento. De ahí la paradoja. En ese sentido, existía un límite entre lo que era
un castigo legítimo y lo que eran malos tratos, así como existía un límite entre el
castigo a esclavos y a esclavas y la llamada sevicia, o sea la extrema crueldad, o la
crueldad “injustificada”. Los cuales podían denunciarse ante los tribunales coloniales.
Los castigos correctivos dados a las mujeres podían llevar a la cárcel, por

22 El amor romántico comenzó a expresarse en Occidente, hacia finales del siglo XVIII, junto a cierta
literatura novelesca, lo que alimentó la idea de que las uniones conyugales no solo fueran
interpretadas como una alianza económica y social (GIDDENS, 1998, p. 26).

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intermediación judicial, a los esposos, por un período, como al encierro temporal o de


por vida a las mujeres, imputadas como inmorales o incorregibles, en casas de
recogimiento, asociadas a la institución femenina del depósito, el escarmiento y la
protección. Las herramientas jurídicas, las redes, las argumentaciones, los jueces, las
circunstancias dirimían los límites entre el castigo justo o injusto, entre las marcación
del cuerpo esperable y la condenable. Entre el dolor impartido para disciplinar y el
llevado a cabo traspasando ese dispositivo. En ese sentido, el cumplimiento de
modelos ideales conformaba un elemento más en la valoración de una violencia
denunciada.
No obstante, las diferencias en la concepción, la percepción y la consideración
del daño dependían del sujeto que lo padecía, el entramado cultural y la situación de
vida. Las violencias judicializadas se nos presentaban, a partir de la lectura de estos
expedientes, en sintonía con una sociedad atravesada por legitimidades distintas. En
donde la posición social condicionaba o colaboraba en la búsqueda de una reparación
judicial, junto con un resguardo familiar. En estos casos, las disputas se trasladaron a
otros terrenos, como eran las obligaciones de mantenimiento económico entre
familias de élites, una vez disuelta o en proceso de disolverse la sociedad conyugal. En
los casos en que las mujeres no contaban con recursos económicos y apoyo socio-
familiar, la pelea era más desigual y las propias carencias materiales podían tapar o
legitimar la crueldad del daño. Asimismo, en el imaginario social, expresado en los
escritos judiciales, existía una visión estereotipada sobre el comportamiento de la
“plebe” y las “clases inferiores”, en relación con los tratos interpersonales, tal como se
menciona en uno de los expedientes. Finalmente, las percepciones del daño, por su
parte, quedaron ilustradas en el contenido de las preguntas, en las resoluciones, en
las palabras proferidas y en la puesta en escena de una red emocional culturalmente
compartida a partir de categorías nativas que denotaron el drama auto percibido o
judicialmente contemplable. Sin embargo, los aspectos comunes que cruzaron a las
mujeres, por ser mujeres, estaban dados por el peso de un conjunto de códigos y
moralidades, constituidos por poderes patriarcales de dramática expresión a lo largo
del tiempo.

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Recebido em Julho de 2022


Aprovado em Dezembro de 2022

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