Leer, No Leer

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Leer, no leer

La experiencia lectora de Pilar Navarrete le lleva a unas reflexiones sobre cuándo y por qué
se empieza y qué le da la lectura a la vida.

El placer de la lectura contra el drama de no leer

Cuando uno ha pasado toda la vida leyendo no recuerda cuándo y cómo empezó a
hacerlo. (…) En cambio, no resulta difícil acordarse del porqué, o imaginarlo. Empecé a
leer por soledad, por aburrimiento. No sé cómo me encontré con el primer libro,
probablemente un cuento de pocas páginas con dibujos muy figurativos, muy obvios, y un
texto rimado, en estrofas muy fáciles y con un poder narrativo inmejorable. Aún lo
recuerdo… “…cuando se cayó aquel día la palomita ¿doña cotorra que hacía? Tras un árbol se
escondía. Viendo al ave desangrarse, temió de sangre mancharse. Por no ensuciarse el vestido, abandonó así
a un herido…” ¡Qué delicia!

Esas lecturas tan infantiles empiezan a poblar nuestra imaginación de elementos


mágicos que perdurarán toda la vida. Pero la lectura de verdad, la lectura como vicio, como
salvavidas, como molde que va haciendo a la persona y como estigma que le imprime una
imborrable marca de forma de ser, tiene lugar en la adolescencia. (…) La lectura va
produciendo, en esa edad, un paisaje de pensamientos, de imágenes, de dudas, de
desconfianzas y de anhelos que son el paisaje por el que nuestra existencia va a transcurrir.
Es un paisaje lleno de bellezas y también repleto de peligros. La belleza la otorga esa
cualidad de máquina del tiempo y hombre invisible combinados, que te permite viajar a
través de las páginas por vidas, personajes y épocas distintas a la tuya. Gran prodigio. Los
peligros son dos, el primero que quedás esclavizado de por vida a la necesidad de leer. Es
una dependencia incurable. El segundo peligro, que elimina el anterior, es que no aciertes
con las lecturas y desestimes, por aburrimiento, la oportunidad que se te ofrece.

Quienes tenemos alguna responsabilidad pública en la gestión cultural y


pretendemos que nuestro trabajo sirva para fomentar hábitos saludables y educativos, nos
preocupamos mucho de decir que los libros forman, que hay que estar instruido, que el
saber es el mejor equipaje que podemos llevar para deambular por las calles de la vida. Y es
cierto.

Sin embargo, si consideramos que la primera obligación de la persona al venir al


mundo es ser feliz, y si nos ejercitásemos en la práctica del placer como otras civilizaciones
menos materialistas han hecho, tendríamos que poner el acento en el valor placentero,
hedonista, satisfactorio de los libros. Hay que leer por placer. (…)

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Hay que tener ante los libros la misma actitud que ante las personas a la hora de
crear amigos. Dar una oportunidad. A veces en el primer encuentro o las veinte primeras
páginas descubrís que te falta interés. Puede que el libro necesite una segunda oportunidad.
Pero si te sigue inspirando poco, si te aburre, si se aleja de tu geografía afectiva… dejalo y
vete a por otro. No hay que perder el tiempo: ¡hay tanto por leer!

Con los libros, como con las personas, no sólo se depende del buen ojo para la
elección, sino de la buena suerte. Ahora bien, ya decía Schopenhauer que la suerte echa las
cartas y nosotros jugamos.

También ocurre que se pasan épocas diferentes, de propender a lo social, de odiar a


todo el mundo. De avidez de lectura, de desinterés por ella. Cuando se es lector, uno sabe
que aunque estuviera veinte años en una cueva sin un papel escrito a mano, seguiría siendo
lector. Las circunstancias condicionan pero no determinan. Cuando alguien te dice que no
tiene tiempo de leer es, sencillamente, que no quiere hacerlo, que no le gusta, que no lo ha
practicado. ¿Quizás los libros le cuestionarían su propia forma de vida en la que, dice, que
no caben los libros? ¿Quizás ha dado, o lleva tiempo inmerso en un paisaje interior más
seco que las pirámides y cree que todo el universo literario es un tedioso arenal? ¿Quizás se
ha olvidado de cómo buscar el placer? O quizás no tiene suerte, no encuentra los libros, las
personas adecuadas que le hablen de libros, los libros que le hablen de las personas
adecuadas para encontrar ese interés que tiene totalmente apagado. Porque el mundo de los
libros, como el mundo de la gente, son segmentos de un mismo círculo, son nuestro yo en
relación con todo lo demás. Un movimiento que se retroalimenta.

La soledad de mis años de juventud —recordaré que no había computadoras y la


tele nos la dosificaban— te llevaba al camino de la lectura. Por eso digo que me adentré en
la lectura por encontrar un interlocutor que me contase cosas diferentes a lo que era mi
vida. Recuerdo que, como éramos muchos en casa y siempre había bullicio, yo me hice
dueña de un hueco que había en el pasillo a modo de armario, con una cortina pesada por
puerta (un hueco que había alojado una caldera antigua de calefacción) y me instalé una
alfombra de medio metro cuadrado y un flexo. Y esa fue mi primera biblioteca. Sin duda la
mejor. Ahí, sentada en la alfombra con las rodillas dobladas y bajo una luz escasa a medio
metro de la pared de enfrente, leí a bocajarro lo que pillaba, sobre todo Enid Blyton,
Verne, Martín Vigil, Michel Quoist. Luego las novelas editadas por Plaza y Janés y Círculo
de Lectores. La literatura latinoamericana y alguna cosa española muy solemne, muy del
régimen, muy pía. No desdeñé las Vidas de santos ni el novelón de Navarro Villoslada
Amaya o los vascos en el siglo VIII, poesía del 98, teatro barroco. Los Veinte poemas de amor de
Neruda, que le hurté a mi hermana mayor, me proporcionaron ensoñaciones que
compusieron mi primer prontuario amoroso y Proust me pareció el novelista más indigesto
que habían parido bajo la capa del cielo.

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Un poco más tarde, ya fuera del armario, en varios sentidos, le hinqué el diente a
Freud, Nietzsche y los marxistas. Estaba en la etapa de leer para saber. Con el tiempo, los
caminos de la lectura se abrían espléndidamente hacia autores y títulos de la más variada
condición. Trituraba sin grandes exigencias, raramente cerraba un libro sin haberlo bebido
hasta el final.

Después, a medida que la vida iba generando las obligaciones que toda vida
produce por razones puramente biológicas —ganarse el pan, pagar el alquiler, criar a un
hijo, etc.— esos caminos se fueron estrechando y comencé a ser selectiva, exigente,
insobornable y fetichista. Es la época (rondando los treinta) en que el lector ya sabe lo que
le gusta, busca poco, no pierde el tiempo, entroniza a sus autores favoritos y reduce, en
mucho, la curiosidad por los demás. Renuncia también a su afán de saber hablar de libros y
de títulos para demostrar su acervo. De hecho, no le importa olvidar los títulos de lo que
va leyendo, sólo quiere leer lo que tiene una garantía de interesarle y distraerle de la
monotonía de lo cotidiano. Degusta, paladea, disfruta de la lectura como de un
psicotrópico, se anestesia o se estimula con ella. Es su droga.

La etapa posterior es casi de rumia, de regurgitación, de re-lectura. La fase de


recapitulación de lecturas suele coincidir con la de la recapitulación en general, con los años
en que puedes tomar medida de las cosas con el metro de la experiencia y el aprendizaje
que te ha proporcionado. Es un momento espléndido de regodeo y tranquilidad. Igual que
has asentado tus amistades has decidido qué libro debe acompañarte en éste o el otro viaje,
en ésta u otra estación del año, en éste o el contrario estado de ánimo. El lector se mueve
por la literatura con un mapa invisible del que conoce dónde da el sol y la sombra, el
terreno que es difícil escalar y el que le produce una bajada de tensión.

Es preciso saber que la belleza de los libros es cambiante, como la de las personas,
según cómo les dé la luz, el viento, la temperatura. Un libro puede resultar espeso en un
momento dado y en la segunda visión aparecer claro como el día; o triste la primera vez y
tremendamente humorístico la siguiente; o sencillo en una primera lectura y deslumbrante
en la última. O hermoso en sus orígenes y repulsivo veinte años después. En general, uno
es fruto de sus lecturas y sus lecturas responden a su forma de ser. Borges decía: “…mis
libros son tan parte de mí como ese rostro de sienes grises y de grises ojos que vanamente busco en los
cristales…” y también, aunque no recuerdo la cita textual, que muchas veces tenía la
sensación de haber vivido su vida más a través de los libros que en la propia realidad.

Últimamente se habla mucho de las tecnologías que afectan al documento escrito,


de los e‑books, de la eclosión de lo digital. Nos hacen pensar en la invasión de los
extraterrestres que se vinieran a alojar en la tierra suplantando a los humanos, que son los
verdaderos habitantes del planeta. Son los futurólogos de la cultura, los agoreros del
maquinismo. Los que no leen. Aunque quizás tengan razón en pensar —todas las profecías

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pintan futuros apocalípticos—, que las bibliotecas, las librerías tradicionales y los lectores
de hoy, estamos abocados al fracaso y a la extinción. Decía Joaquín Rodríguez, en su
trabajo “La vida después de google” que se imagina un futuro en el que desaparezca el
libro, más que el futuro en el que el libro digital se imponga al libro de papel. Mario
Muschnik y Sanchez Ron compartían en gran medida esta reflexión.

¿Es aterrador? No. Lo será para quienes nos metimos detrás de una cortina o una
puerta a solucionar nuestra soledad y a aprender lo que era la vida con un libro en las
manos. O sea, dos generaciones como mucho. Pero hoy, probablemente, hay otras formas
de pasar los malos tragos y otros instrumentos — ¿quién es capaz de decir mejores o
peores?— de tomar conciencia de la realidad, puesto que la realidad es otra y lo será
todavía mucho más. El buen lector ha aprendido, justamente en los libros, la lección de
que primum vivere, deinde philosophare: “primero vivir y luego filosofar”. O, lo que es lo mismo:
intenta ser feliz y no te comas el coco. La verdad no habita sólo en el hombre interior, sino
que el hombre es el mundo, y es en el mundo donde se conoce al hombre.

Hay muchos otros problemas que solucionar antes de solucionar el de los bajos
índices de lectura; por ejemplo el bajo índice de igualdad, de justicia social, de respeto por
los demás y de generosidad hacia el débil. Además ¿qué son las estadísticas aparte de unas
cifras que se acomodan al eslogan que queremos publicitar, o al contrario si nos resulta
conveniente? Las únicas cifras más o menos ciertas son las de venta de libros. Pero
compramos libros como tantas otras cosas, por el valor simbólico, por la urgencia de
regalar, por exclusión, si no se nos ocurre otra cosa… Las cifras de lectura y, no digamos,
las de comprensión y aprovechamiento de la lectura son tan irreales como las de salud
sexual. Y buscar las cifras de que los libros leídos hayan podido mejorar la calidad espiritual
del ser humano, sería ya calcular el número de plumas de los querubines de la corte
celestial.

No hay que dramatizar la lectura, ni su necesidad ni su posible desaparición. Como


decía Llamazares en una inauguración de una feria del libro, en Huesca: “el que quiera leer
que lea y el que no, peor para él”. Un tanto sensacionalista me pareció esa declaración, pero
no dejo de reconocer que pasar el rato pensando en uno mismo y en cómo agradar a los
demás, es decir, conocerte a ti mismo y dedicarte a molestar lo menos posible, puede y
debería ser el libro imprescindible que leamos, aunque sea mirando a la pared.

Pilar Navarrete, directora de la Biblioteca de Aragón

Caballud Albiac, Mercedes (Coord.) (2011). Pan de lectura. Sugerencias para un plan de lectura,
escritura y expresión oral. Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de
Aragón. Primera edición.

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