CHEVRON

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CASO CHEVRON.

Por José Esteve Pardo.


(Prohibida la reproducció n).

Está extendida la convicció n de que, en Derecho, la ú ltima palabra la


tiene el juez. A él corresponde la interpretació n, aplicació n y
concreció n de las normas de modo que, al final, lo relevante no es tanto
lo que en ellas se establece sino la aplicació n que los tribunales
realizan. Lo determinante no sería así el texto de la Constitució n, el
Có digo Civil o cualquier otra norma por importante que sea, sino la
lectura que los jueces y tribunales hacen de ellas.

Las cosas no son así en absoluto. Primero porque los mayores flujos en
la producció n y aplicació n del Derecho transcurren al margen de las
decisiones judiciales pues no se plantea litigio alguno ante ellos y de
haber controversia se tiende ahora a resolverla por sistemas
alternativos, de mediació n o arbitraje (no arbitraje) , al margen de los
tribunales. Y ademá s porque -acercá ndonos a nuestro caso- cuando se
producen las sentencias, su verdadera relevancia y significació n -má s
allá del impacto que obviamente tiene sobre las partes en el concreto
proceso que resuelven- es la que le otorga la repú blica de los juristas
de la que forman parte otros abogados, profesores, los propios jueces
por supuesto, funcionarios y, también, los propios estudiantes de
Derecho. El caso Chevron es una muestra muy clara de ello. en un país,
los Estados Unidos de América, con un sistema judicialista,
pragmatismo…

Chevron tenía todas las trazas para ser un caso del todo irrelevante en
la jurisprudencia del Corte Suprema de los Estados Unidos de América.
El tema que abordaba -unas cuestiones técnicas de Derecho
medioambiental que afectaban a ciertos grupos industriales- no había
suscitado ningú n interés en la opinió n pú blica y muy escaso en los
círculos académicos má s atentos a estas materias. Tampoco habían
merecido atenció n alguna las tres sentencias que sobre esa regulació n
se habían dictado por un tribunal de alto rango como es el D. C. Circuit.

1
La propia sentencia de la Supreme Court pasó completamente
desapercibida cuando se dictó en ….. de 1984.

Pero al cabo de unos meses la sentencia del caso Chevron v. Natural


Resources comenzó a ser reiteradamente invocada con mucha ante
diversos Tribunales y a ser estudiada y debatida profusamente en las
Escuelas de Derecho y en sus revistas. Hoy Chevron es la sentencia má s
conocida y citada de la Corte Suprema de los Estados Unidos, la
primera en los ranquings de los que tanto gustan los norteamericanos:
má s de 13.000 citas en litigios judiciales y má s de 14.000 en libros y
revistas científicas.

El asunto era en principio muy sencillo: se trataba de interpretar y


concretar una serie de términos y conceptos -como los de burbuja,
bubble, o fuente contaminante, source- de una ley federal muy
importante en la lucha contra la contaminació n atmosférica: la Clean
Air Act de 1970.

Pero en realidad la cuestió n era determinar quien realizaba esa


interpretació n, qué instancia estaba facultada para ello: si era la
Administració n Pú blica, en este caso la Environmental Protection
Agency (EPA) o los Tribunales de justicia; má s concretamente, si la
interpretació n de estos conceptos que había realizado ya la EPA en
diversas resoluciones y directrices suyas podía ser revisada por los
Tribunales. La Corte Suprema había de adentrarse así en el centro
neurá lgico del Derecho pú blico occidental allí donde se cruzan la Ley,
la Administració n y los Tribunales formando un tejido complejo en el
que con frecuencia hay que intervenir con la precisió n y el bisturí del
cirujano. Las cuestiones se plantean sobre todo, como en este caso, allí
donde la ley deja má rgenes de valoració n y de interpretació n.

Entre nosotros, en la Europa continental puede bien decirse, se ha


establecido una doctrina, jurisprudencial y doctrinal, que distingue
entre discrecionalidad y conceptos jurídicos indeterminados,
distinció n a la que va ligada una diferente correlació n entre
Administració n y Tribunales.

Se da la discrecionalidad cuando la norma permite que la


Administració n pueda adoptar una diversidad de opciones que serían
todas ellas vá lidas si se producen en ese margen de discrecionalidad
que la propia ley ofrece. Así cuando se establece que de producirse una
determinada infracció n la Administració n puede imponer una sanció n

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entre 100 y 500 euros. La Administració n dispone entonces de 400
opciones que se ajustan todas ellas a la legalidad que abre este margen
u horquilla. Esa discrecionalidad de que goza la Administració n no es
en principio controlable por los Tribunales por ajustarse a lo que la
norma establece.

Lo que sí es admisible es la reducció n del margen de discrecionalidad


utilizando para ello unas técnicas reconocidas que con frecuencia
requieren de un manejo ajustado y preciso. Unas técnicas que operan
todas ellas, como no podría ser de otro modo, sobre el total de la
legalidad, sobre el ordenamiento jurídico en su conjunto, exprimiendo
todos sus contenidos. Son técnicas con las que se supera la visió n del
leguleyo atenta exclusivamente al tenor literal de la ley. Cualquier
persona sabe leer las normas. Lo que singulariza a un jurista es su
capacidad y destreza para una lectura que va má s allá de la literalidad
de los preceptos legales.

Así, má s allá de la normas escritas y publicadas se encuentran los


principios generales que pueden invocarse para reducir la
discrecionalidad administrativa. El principio de igualdad podría
aplicarse, por ejemplo, en el caso de que la Administració n de que la
Administració n hubiese impuesto sanciones bajas, nunca superiores a
120 euros. Pero he aquí que la Administració n impone en un caso
concreto, al cometerse exactamente la misma infracció n, una sanció n
de 500 euros, que ciertamente se encontraría todavía en la horquilla
de la discrecionalidad que el tenor literal de la norma otorga -entre
100 y 500 euros- a la Administració n pero que atentaría contra el
principio de igualdad, reconocido por lo demá s en la Constitució n al
dispensar un trato abiertamente desigual sin justificació n alguna. El
principio de igualdad forma parte también del ordenamiento al que la
Administració n ha de someterse sin excepció n o fisura alguna y al
invocarlo con fundamento se reduce el margen de discrecionalidad de
la Administració n pero no elimina del todo; si la sanció n hubiera sido
de 115 o 125 euros no se habría producido desigualdad manifiesta y
por tanto la Administració n conserva de discrecionalidad reducido a la
franja baja.

La regulació n procedimental configura un marco que reduce también


la discrecionalidad de la Administració n. El margen existe, pero dentro
de los límites que marca la observancia del procedimiento.

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El control de los hechos determinantes constituye otra técnica de
reducció n de la discrecionalidad administrativa. Por mucho que la
norma escrita otorgue unas potestades a la Administracó n, éstas só lo
podrá n ejercitarse si concurren los presupuestos de hecho
establecidos. Así si se trata de una sanció n será necesario constatar
que concurren los hechos constitutivos de la infracció n de que se trate.

El fin de la potestad constituye otro elemento de reducció n de la


discrecionalidad administrativa. Se trata de realizar otra vez una
lectura má s allá del tenor literal de las normas para captar su finalidad.
La potestad sancionadora tiene una finalidad correctiva, preventiva y
disuasoria también, pero no tiene una finalidad recaudatoria; para eso
ha de disponerse de otras potestades, como la potestad tributaria. Si se
constatase -y se probase, lo que no siempre es fá cil- que la
Administració n ejerce su potestad sancionadora con una finalidad
prioritariamente recaudatoria entonces nos encontraríamos ante una
desviació n del fin de la potestad, lo que se conoce como desviació n de
poder. Se trata de una técnica originariamente articulada por el
Consejo de Estado francés que permite la reducció n de la
discrecionalidad tomando esta vez en consideració n el fin de la
potestad.

Una estructura y configuració n diferente de la discrecionalidad es la


que presentan los que se conocen como conceptos jurídicos
indeterminados. Aquí la norma no otorga un margen a la
Administració n de modo que cualquier decisió n adoptada en el se
considera vá lida. El propó sito del legislador habría sido establecer una
determinació n precisa pero al ser imposible en la multitud de
aplicaciones de que es susceptible la ley recurre esta entonces a un
concepto abstracto que habrá de concretarse por la Administració n en
cada caso. Un ejemplo típico de concepto jurídico indeterminado es el
de “justo precio” que utiliza la Ley de Expropiació n Forzosa. La ley
habría fijado el precio de la indemnizació n pero es evidente que no
puede hacerlo materialmente pues cada expropiació n en aplicació n
suya tiene su propia valoració n y éstas varían con el tiempo pues no
son desde luego los mismos valores que en 1954 cuando se aprobó
esta ley. Por ello se recurre a un concepto jurídico indeterminado,
“justo precio”, que habrá de concretarse en cada caso.

Pero esa concreció n se conviene que es una. No resulta admisible, en el


orden de las categorías ló gicas y ontoló gicas, que un bien tenga dos
justos precios, o cinco justos precios distintos. Só lo tiene un justo

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precio. La teoría y construcció n de los conceptos jurídicos
indeterminados descansa sobre la idea de que tienen una ú nica
solució n ajustada a la legalidad en cada caso. Una concreció n que
realiza en un primer momento la Administració n pero que los
Tribunales, en su condició n de intérpretes ú ltimos de la ley, pueden
revisar en la bú squeda de esa concreció n ú nica del concepto en el caso
litigioso.

La diferencia prá ctica, muy relevante, que se deriva frente a la


discrecionalidad es clara: ésta ú ltima no es fiscalizable por los
Tribunales (es reducible pero no fiscalizable en su ú ltimo reducto)
mientras que la concreció n de los conceptos jurídicos indeterminados
que se realiza por la Administració n sí sería revisable por los
Tribunales.

La discrecionalidad administrativa -las técnicas elaboradas para


reducirla- y los conceptos jurídicos indeterminados articulan la
respuesta de la cultura jurídica de la Europa continental a los
problemas que se suscitan allí donde se cruzan la Ley, la
Administració n y los Tribunales. Una respuesta que puede alcanzar
finos matices y en la que concurren aportaciones del Consejo de Estado
francés (así la elaboració n de la técnica de la desviació n de poder,
recurso por excess de pouvoir), de la dogmá tica germá nica en su
versió n austríaca (sobre todo en torno a los conceptos jurídicos
indeterminados, unbestimte Rechtsbegriffe) y de la doctrina españ ola.
Disponemos así en Europa de una doctrina só lida y bien armada que
nos permite valorar y contrastar en todo su alcance la respuesta de la
Corte Suprema a esta cuestió n.

Que pasó

¿Qué pasó en Chevron? El origen del caso se sitú a inequívocamente en


la Clean Air Act. Esta Ley aprobada por el Congreso de los Estados
Unidos en 1970 establecía un régimen de control e intervenció n
administrativa sobre actividades e instalaciones industriales con
potencial contaminante sobre la atmó sfera. Algunos conceptos
utilizados por la Clean Air Act resultaban del todo decisivos en la
aplicació n del régimen que implantaba. Unos conceptos que, desde

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nuestras categorías, bien podían considerarse conceptos jurídicos
indeterminados. Así el concepto de fuente contaminante, source, que se
definía como “any building structure, facility, or installation wich emits
or may emit any air pollution”. O el concepto de burbuja, bubble, con el
que pretendía describirse un á rea industrial en la que se apreciaba una
concentració n de instalaciones y de fuentes contaminantes. Estos y
otros conceptos de la Clean Air Act admitían diversas interpretaciones
y concreciones que podían tener una gran relevancia. Así, entre otros,
no se precisaba en la norma si el concepto de fuente contaminante se
refería a un concreto artefacto técnico, como podía ser una chimenea, o
al conjunto de una instalació n, una refinería por ejemplo, que emite a
la atmó sfera productos contaminantes.

La aplicació n de la Clean Air Act con intervenciones en ella previstas


como autorizaciones, controles, sanciones, cierres de instalaciones en
su caso, etc, correspondía fundamentalmente la poderosa
Environmental Protection Agency, la EPA, la gran Agencia o
Administració n ambiental norteamericana. Esas funciones
comportaban la interpretació n y concreció n de diversos conceptos
jurídicos indeterminados contenidos en esta Ley y en tal sentido la EPA
había dictado diversas resoluciones, directrices y programas que los
concretaban.

Estas decisiones de la EPA suscitaron ciertas controversias entre la


industria y asociaciones ecologistas. El centro de la polémica se situaba
en la concreció n del concepto de burbuja y el régimen que le resultaba
aplicable segú n las resoluciones y directrices de la Environmental
Protection Agency. Para los ecologistas y otros sectores críticos la
burbuja, bubble, se estaba configurando como un espacio en el que las
industrias ya instaladas allí podían quedar sujetas a un régimen mucho
má s relajado y permisivo. Entre otras ventajas tenían un régimen muy
favorable -prá cticamente no necesitaban autorizació n alguna- para
abrir en la burbuja otra fuente contaminante y no les resultaba exigible
la progresiva incorporació n de la mejor tecnología disponible (Best
Available Technology) para la reducció n de la contaminació n por lo que
podían mantener sus instalaciones, por desfasadas que estuviesen, con
los mismos niveles de contaminació n. Las burbujas podían convertirse
así en auténticos agujeros negros en el régimen de protecció n
instaurado por la Clean Air Act. Má s allá de ello, se advertía que la
interpretació n y concreció n de conceptos cruciales de esta Ley podía
perfectamente conducir a un régimen en el que las nuevas industrias e
instalaciones quedarían sujetas a una intervenció n rigurosa, mientras

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que las industrias ya instaladas en burbujas o espacios saturados de
contaminació n, el poderoso establishment industrial en definitiva,
continuaría desenvolviéndose en el entorno de una regulació n
notablemente má s laxa.

Esas controversias entre sectores industriales y ecologistas abocaron


en diversos conflictos judiciales. Dos de ellos adquirieron verdadera
enjundia al plantearse ante el Tribunal del D. C. Circuit. El primero fue
Asarco v. Sierra Club, una asociació n de empresas del sector del acero
contra una entidad muy conocida dedicada a la protecció n de la
naturaleza como es el Sierra Club. El conflicto fue resuelto en …1978
por una sentencia que podríamos calificar como interpretativa pues,
aú n decantá ndose el Tribunal por un concepto estricto de burbuja, no
alteraba de manera significativa la regulació n de la EPA. Así se explica
que ninguna de las partes recurriera la sentencia ante la Supreme
Court.

Alabama Power.

Poco tiempo después Ronald Reagan accede a la Presidencia de los


Estados Unidos. Pieza esencial de su programa era una drá stica
desregulació n, también en el frente ambiental, eliminando muchos
controles e intervenciones pú blicas sobre las empresas industriales
con mayor potencial contaminante. Esta orientació n que se instalaba
en la Casa Blanca se dejó sentir muy pronto en las resoluciones y
directrices de la EPA que redefinieron el concepto de burbuja, bubble,
para establecer en estos espacios industriales un régimen de muy baja
intensidad interventora y de control pú blico. Esta redefinició n a la baja
de conceptos y está ndares ambientales se expresó sobre todo en un
instrumento regulatorio de la EPA: la Final Rule de octubre de 1981,
que dejaba a los Estados la facultad de establecer ulteriores
concreciones.

Esta regulació n fue impugnada ante el D.C. Circuit por tres entidades
ecologistas, asumiendo una de ellas, Natural Resources Defense
Council, el protagonismo principal de la parte actora en el proceso. En
su sentencia de ….el Tribunal del D.C. Circuit revisó de manera masiva
la regulació n de la EPA, estableciendo una diferente concreció n de los
conceptos fundamentales -sobre todo el de fuente contaminante y el de
burbuja- de la Clean Air Act. En la resolució n de este litigio y en la
redacció n de la sentencia tuvo un papel muy destacado y visible la juez

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Ruth Bader Ginsgurg, que añ os má s tarde sería promovida a la Corte
Suprema por el presidente Bill Clinton.

Esta sentencia del D.C. fue recurrida ante la Corte Suprema por un
gigante de la industria, Chevron U.S.A. Inc. Se habían acabado los
escarceos y la intervenció n de asociaciones representativas de los
intereses industriales. Ahora entraba directamente en juego, sin careta,
una poderosa corporació n para la que las cuestiones debatidas podían
significar mucho en términos econó micos y empresariales.

Al recurrirse ante la Supreme Court esta sentencia del D.C. Circuit se


hizo bien visible la verdadera dimensió n del caso. No era ya có mo
habían de interpretarse y concretarse por la EPA los conceptos
jurídicos indeterminados de la Clean Air Act. La cuestió n ahora era si la
interpretació n y concreció n realizada por la EPA podía ser revisada
por los Tribunales, tal como hizo de manera contundente el Tribunal
del D. C. Circuit de la mano de la juez Gingsburg. Es, en definitiva, el
tema del alcance del control y revisió n judicial de la actuació n de las
Agencias, de las Administraciones Pú blicas.

Llegados aquí resulta pertinente establecer una distinció n entre lo que


es propiamente actividad de la Administració n con un contenido
marcadamente resolutivo o ejecutivo, como es el caso de una
autorizació n o una expropiació n, y la interpretació n o concreció n de las
leyes que realiza la Administració n. Es este segundo cometido el que
constituye el objeto de atenció n del caso Chevron pero conviene
retener esta distinció n puesto que la Supreme Court reparará en ella
con posterioridad para precisar su doctrina tal como tendremos
ocasió n de comprobar.

Antecedentes.

Para valorar cumplidamente la novedosa aportació n de Chevron nos


conviene conocer la posició n que había mantenido la Corte Suprema
ante esta cuestió n advirtiendo que esta y cualquier otra exposició n
sobre los antecedentes jurisprudenciales de un tema es
necesariamente imprecisa y relativa pues los casos enjuiciados
anteriormente tienen siempre sus irrepetibles singularidades.

En algunos casos la Corte Suprema había limitado considerablemente


los poderes de fiscalizació n de los Tribunales sobre las concreciones e

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interpretaciones de las Agencias. Así ocurrió particularmente en el
caso National Labor Relations Board v. Hearst Publications de 24 de
abril en el que se trataba de interpretar el término employee de la ley
laboral para determinar si tenían tal condició n los newsboys: los chicos
que vendían perió dicos en la calles, normalmente en las paradas de
semá foros, que podrían en tal caso entablar un procedimiento de
negociació n colectiva de sus condiciones de trabajo. La Agencia, la
National Labor Relations Board, interpretó el término employee de
modo tal que comprendía a los newsboys y por tanto les reconocía sus
derechos de negociació n colectiva. Pero un Tribunal de Apelaciones
anuló esta interpretació n realizada por la Agencia. El asunto llegó a la
Corte Suprema que anuló la sentencia del Tribunal afirmando la
competencia de la Agencia para interpretar este concepto y
reconociendo a los Tribunales unas limitadas facultades de revisió n
que en este caso se habían rebasado.

Pero una sentencia con este contenido, estableciendo la deferencia de


los Tribunales ante las interpretaciones de los conceptos legales
realizadas por la Administració n, resultaba excepcional. La doctrina
tradicional de la Corte Suprema era en síntesis la del reconocimiento
de los tribunales como ú ltima y suprema instancia en la interpretació n
de las leyes. Una doctrina muy en sintonía con las concepciones del
common law sobre todo tal como las había expuesto en su versió n má s
actualizada e influyente el profesor Roscoe Pound en su obra The Spirit
of the Common Law aparecida en 1921. Esta doctrina se reiteraba en
diversas sentencias como eran las recaídas en Burnet v. Chicago
Portrait Co. de 1932; Social Security Board v. Nierotko de 1946; FTC v.
Colgate-Palmolive Co. de 1965; NLRB v. Brown de 19651;
Volkswagenwerk v. FMC, de 1968; FMC v. Seatrain Lines, Inc de 1973;
Morton v. Ruiz, de 1974; SEC v. Sloan de 1978; FMC v. Senatorial
Campaign Commitee, de 1981.

Esa doctrina experimentó una cierta evolució n –perceptible ya en las


ú ltimas sentencias- en la bú squeda de la voluntad del legislador, má s
allá del tenor literal de la norma. Los tribunales habrían de anular así
las interpretaciones y aplicaciones de la ley por parte de las Agencias si
resultaban contrarias a la voluntad del Congreso. Esta evolució n
argumental es la que en buena medida se culmina con la sentencia
Chevron v. Natural Ressources … como vamos a poder constatar de
inmediato.

1
Importante, película.

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PONENTE Y SENTENCIA.

El juez Stevens fue designado ponente para redactar un borrador de


sentencia en el caso Chevron que acabó siendo compartido por los
restantes jueces de la Corte Suprema. La unanimidad no fue fá cil pues
la primera lectura del borrador generó una amplia discrepancia2. En
cualquier caso, má s allá de la unanimidad finalmente alcanzada en la
sentencia, una segunda unanimidad de má s amplio radio, en la
comunidad jurídica y académica, reconoce al juez Stevens la
paternidad de la doctrina del caso Chevron.

Envuelta en un cierto halo de genialidad, _NOcomo es comú n en el


entorno norteamericano tan proclive a la exaltació n y proyecció n
comercial, la argumentació n y doctrina de la sentencia es
extraordinariamente simple, primaria podría decirse, como también es
frecuente en el mismo panorama jurisprudencial y académico NO.
Posiblemente ahí radique el mérito principal de la sentencia al
suministrar una parrilla argumental muy prá ctica y operativa que
fá cilmente puede aplicarse a casos similares.

La aportació n fundamental de la sentencia es sin duda el doble test que


utiliza para resolver el caso. Su argumentació n o aproximació n en dos
pasos o escalones (two-step approach).

El primer paso a dar por el Tribunal al que se le plantea la cuestió n de


la fiscalizació n de la interpretació n de la ley realizada por una Agencia
consiste en indagar si la voluntad del Congreso era la de dejar resuelta
la cuestió n en la propia ley o si, por el contrario, el Congreso la ha
dejado sin resolver por lo que, de manera consciente o no, ha querido
que lo haga la Agencia encargada de ejecutar la norma. Si el resultado
es positivo y se advierte por tanto la clara voluntad del Congreso de
dejar resuelta la cuestió n en la propia ley, entonces la Agencia queda
vinculada por ella y cualquier interpretació n que realice
distanciá ndose del criterio del Congreso podrá ser revisada por los
Tribunales para restablecer la voluntad del legislador. Como bien
podrá advertirse se establece aquí una doctrina que, por su implícita
referencia a una ú nica concreció n de la ley, guarda una semejanza con
nuestra teoría de los conceptos jurídicos indeterminados.

2
Notas del juez Blackmun.

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Si por el contrario el Congreso ha querido dejar a la Agencia la
concreció n del concepto o cuestió n debatida, entonces el Tribunal ha
de adoptar una posició n de deferencia ante cualquier interpretació n
que la Agencia pueda adoptar. Só lo podría abrirse una brecha a esta
deferencia, y permitirse así en tal caso la revisió n judicial, si de manera
notoria se advirtiera que la interpretació n de la Agencia resulta
irrazonable.

Este two step aproach o doble test constituye la ratio decidendi de la


sentencia que ofrece algú n argumento complementario al que no
atribuye fuerza resolutoria por si mismo. Se trata sobre todo del
argumento de la valoració n y composició n política, política ambiental
en este caso, que realizan tanto el Congreso como la EPA atendiendo a
los diferentes intereses en juego, fundamentalmente de “acomodar la
creciente protecció n ambiental de la atmó sfera con el crecimiento
econó mico”. de. En este caso, segú n la Corte Suprema, el Congreso no
ajustó todos los intereses dejando a la EPA un margen de valoració n y
concreció n política de los mismos pues “una Agencia en la que el
Congreso ha delegado responsabilidades de configuració n política
puede adoptar decisiones de acuerdo a criterios políticos”. Los
Tribunales por el contrario, se afirma en la sentencia, “no forman parte
de ninguna de las estructura políticas del sistema constitucional”. Se
destaca también que los Tribunales no son directamente responsables
ante el pueblo a diferencia de lo que ocurre con la cabeza del Gobierno.
La Supreme Court no afirma en ningú n momento que se produzca una
suerte de transmisió n del elemento democrá tico a todos los ó rganos
del ejecutivo y la Administració n Pú blica. Su consideració n, de alcance
mucho má s limitado, se explica en el entorno político del caso que ya
conocemos cuando el recién elegido Presidente Ronald Reagan puso en
marcha su programa desregulador que en la política medioambiental
pasaba por una interpretació n a la baja, que realizó la EPA en sintonía
con ese programa político, de los conceptos y exigencias de la Clean Air
Act.

EFECTOS E IMPACTO DE LA SENTENCIA.

Má s allá de las partes contendientes el caso Chevron y su sentencia no


había suscitado ninguna expectació n. Cuando finalmente ésta se hizo
pú blica tampoco atrajo interés o comentario alguno. La invocació n de

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Chevron se produjo transcurrido algú n tiempo por quienes se
consideraban sus vencedores. ¿Quiénes eran éstos?

Claramente los directivos, gestores y abogados de las Agencias pues


Chevron imponía a los Tribunales una resuelta actitud de deferencia
respecto a la interpretació n y aplicació n de las leyes que pudieran
realizar las Agencias. Fueron ellos los que comenzaron a invocar
Chevron de manera reiterada y generalizada ante los Tribunales
cuando se les planteaba la revisió n judicial de la concreció n e
interpretació n de conceptos legales por parte de las Agencias que
representaban.

En esta misma arena corporativa y profesional, los perdedores de


Chevron se contaban sobre todo en las filas de las grandes firmas de
abogados que veían reducido el lucrativo sector de las acciones para
revisar las decisiones de las Agencias, que podían afectar a grandes
intereses empresariales como el caso Chevron mostraba bien a las
claras.

Pero el debate sobre la doctrina del caso Chevron se iba a plantear


sobre todo y con gran repercusió n en la jurisprudencia y en la
academia.

Las primeras invocaciones de Chevron en foros judiciales por los


representantes y abogados de las Agencias se encontraron con el
reconocimiento y aceptació n de un buen nú mero de jueces. Entre ellos
destacó Antonin Scalia, primero cuando fue nombrado juez en el D.C.
Circuit en el que como sabemos se había gestado la gran controversia
sobre esta cuestió n y luego, sobre todo, cuando accedió a la Corte
Suprema designado por Ronald Reagan. De una lucidez y creatividad
ampliamente reconocida, también por sus poderosos críticos, Scalia
desarrolló y matizó , adaptá ndola a diferentes entornos, la doctrina del
caso Chevron. Si al juez Stevens se le reconoce su paternidad, es a
Scalia al que se debe su desarrollo y maduració n.

En el debate académico Chevron ocupó en pocos añ os una posició n del


todo central sin duda por ser también central el problema que aborda
allí donde directamente converge la Ley con la interpretació n que de
ella pueden hacer la Administració n y los Tribunales lo que conduce a
consideraciones y aná lisis que pueden ser de gran calado sobre las
relaciones entre el legislativo y la Administració n –que en Estados
Unidos se articula fundamentalmente a través de la teoría de los

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poderes delegados, objeto también de revisió n con el caso Chevron- o
sobre otros temas que se sitú an claramente en la ó rbita de la filosofía
del Derecho donde llegó también el debate en torno a esta sentencia
que ostenta, de largo, el record de citas en las publicaciones
académicas norteamericanas segú n los índices má s establecidos. Los
críticos de la sentencia no tardaron en denunciar la “chevronizació n”
que se había producido en amplios sectores doctrinales y en muy
diversas disciplinas.

EL IMPACTO EN EUROPA Y ESPAÑ A.

El conocimiento de Chevron en Europa fue muy tardío –posiblemente


el interés só lo se suscita al constatar la extraordinaria atenció n que le
presta la doctrina norteamericana- y con un impacto muy débil, casi
imperceptible. Sin duda en Españ a encontraba un terreno abonado
para su recepció n pues sobre todo en la década de los noventa se había
desarrollado un vivo y, en ocasiones, agrio debate en torno al alcance
del poder revisor y fiscalizador de los Tribunales sobre las actuaciones
y decisiones de las Administraciones Pú blicas.

Un debate que discurre por una ó rbita académica con la requerida


altura, pero que en algunos momentos decae hasta llegar a los
confines políticos donde circulan los tó picos y se embrutecen los
argumentos entre ellos el de la falta de representatividad democrá tica
de los jueces que les inhabilitaría para revisar la actividad de una
Administració n en la que supuestamente concurriría ese componente
democrá tico y representativo. Un argumento tosco al que tienden a
recurrir titulares de cargos y oficios pú blicos diversos. Así en las
muchas televisiones pú blicas, conectadas de una u otra forma a la
Administració n, no es difícil que se lance esa diatriba sobre la falta de
representatividad democrá tica de los jueces sin que en ningú n
momento se aplique el test democrá tico a los propios directivos de
estos medios de comunicació n tan relevantes en una sociedad que se
dice democrá tica. El componente democrá tico no es en absoluto
esencial en la Administració n Pú blica -aunque pueda ser relevante en
algunas Administraciones como la municipal- y por supuesto, esto es lo
fundamental, no la exime del sometimiento a la ley, controlado y
verificado en su caso por los Tribunales, que es la má xima expresió n de
la representatividad democrá tica.

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Por lo demá s, el argumento democrá tico que por algunos se ha querido
ver en Chevron no se enuncia en modo alguno de una manera tan
primaria. En realidad, como hemos podido comprobar, es en todo caso
el argumento político el que invoca al reconocer a las Agencias un
margen de valoració n y composició n política del que los Tribunales
carecen.

En cualquier caso la sentencia Chevron no tuvo un protagonismo digno


de ser destacado en la amplia discusió n que se desató en la doctrina
españ ola en los añ os noventa sobre la discrecionalidad administrativa
y el alcance de la revisió n judicial. Su recepció n fue muy tardía y por lo
general indirecta, a través de los tratadistas norteamericanos. Por este
conducto le llega al profesor García de Enterría al que se debe la
primera valoració n de por parte de la doctrina españ ola, al má s alto
nivel, de la sentencia Chevron. La posició n de García de Enterría,
claramente favorable a un control judicial casi plenario de la actividad
de la Administració n, era bien conocida. Así se explica la muy negativa
opinió n que le mereció Chevron al entender que afirmando la
deferencia de los Tribunales ante la interpretació n y aplicació n de las
leyes por parte de las agencias cerraba prá cticamente las vías de
revisió n judicial.

Esa puede ser efectivamente la impresió n que en un primer momento


genere la doctrina de la deferencia judicial sentada en Chevron.
Pensemos por ejemplo en un concepto jurídico indeterminado -como
eran en aquel caso los de “fuente contaminante” o “burbuja” en la Clean
Air Act- muy arraigado en nuestro Derecho como es el de “justo
precio”, que ocupa una posició n del todo central en la Ley de
Expropiació n Forzosa y en su régimen indemnizatorio. La afirmació n
de la deferencia judicial hacia la Administració n que se contiene en
Chevron podría excluir entonces la fiscalizació n por los Tribunales de
la determinació n de las indemnizaciones por la Administració n
expropiante concretando en cada caso el “justo precio”. Semejante
doctrina resultaría cuando menos inquietante al dejar a la propia
Administració n expropiante3, que la mayor parte de los casos ha de
satisfacer la indemnizació n, la determinació n unilateral de su cuantía
sin posibilidad de revisió n por unos Tribunales que habrían de
mantener una posició n de deferencia.

Pero en realidad la doctrina Chevron no da cobertura a situaciones


como la que acaba de insinuarse, pues no superarían el primer test que
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O a un Jurado vinculado a ella.

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Chevron prescribe y en el que no suele repararse adecuadamente. Se
trata de despejar en él si la voluntad del legislador era la de atribuir a
la Administració n la interpretació n y concreció n del concepto legal. En
el supuesto que contemplamos resulta evidente que el legislador no
quiso que la Administració n concretara a su albur la indemnizació n,
sino que esa indemnizació n habría de ser justa en el sentido de
compensara cumplidamente por el detrimento patrimonial
ocasionado. Los Tribunales podrían entonces fiscalizar la concreció n
realizada por la Administració n, su determinació n del justiprecio en
este caso, para verificar que la voluntad del legislador no ha sido
contrariada.

Por el contrario, al utilizar otros conceptos, el legislador ha querido


dejar un amplio margen de apreciació n a la Administració n. Así puede
advertirse cuando la legislació n de carreteras recurre al concepto de
“solució n ó ptima” para decidir el trazado de una carretera que ha de
unir dos localidades4. El legislador ha querido dejar a los técnicos e
ingenieros de la Administració n un amplio margen de apreciació n y
valoració n técnica para determinar en cada caso el trazado que se
considere la “solució n ó ptima” en la que valorará n elementos muy
distintos, desde los econó micos hasta los ambientales.

En el fondo la sentencia del caso Chevron está reproduciendo de algú n


modo la distinció n, tan arraigada en Europa, entre conceptos jurídicos
indeterminados y discrecionalidad. El primer test que se establece en
Chevron es para esclarecer si existe una voluntad definida del
legislador, si es así resulta admisible entonces la intervenció n
fiscalizadora de los Tribunales para preservar esa voluntad que es, en
definitiva, la solució n ú nica que encierra cada concepto jurídico
indeterminado. Si por el contrario de la aplicació n de ese primer test
resulta que el legislador remite la solució n a lo que concrete la Agencia,
la Administració n, no estaríamos adentrando entonces en el territorio
de la discrecionalidad donde la Administració n tiene un margen de
apreciació n y concreció n que le permite adoptar diversas opciones
todas ellas en principio vá lidas si se desenvuelven dentro de unos
límites. Para la Supreme Court ese límite es el de la razonabilidad y se
rebasa si la opció n adoptada por la Agencia no resulta razonable. En la
Europa continental, como sabemos, se han levantado unos límites má s
precisos y operativos a la discrecionalidad administrativa.

4
El que utiliza J.M. Rodríguez de Santiago, “Ponderació n y actividad planificadora
de la Administració n”, en Ponderación y Derecho administrativo, L. Ortega/S. de la
Sierra coords. Marcial Pons, 2009.

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Pero ese punto crucial de Chevron, que es sin duda ese primer test
para conocer la voluntad del legislador, no queda del todo resuelto en
la sentencia. ¿Có mo conocemos la voluntad del legislador? Una
cuestió n que tiene también un fondo insoluble entre nosotros cuando
ante ciertos enunciados legales nos planteamos si estamos ante un
concepto jurídico indeterminado o ante una atribució n de
discrecionalidad, lo que requiere en el fondo una indagació n sobre la
voluntad del legislador ¿Có mo se accede al conocimiento de la
voluntad del legislador? Este es un camino que no se indica en la
sentencia Chevron. En un momento dado se constata en ella que la EPA
(la Environmental Protection Agency) había realizado interpretaciones
diversas de conceptos de la Clean Air Act lo que para la Supreme Court
pone de manifiesto que el legislador había dado a la Agencia un
margen de apreciació n discrecional, “especialmente si el Congreso no
ha desautorizado esa lectura flexible de la norma”. Pero es evidente
que el Congreso, cualquier instancia legislativa, no suele pronunciarse
sobre las interpretaciones que de sus leyes realiza la Administració n. Si
esto alguna vez sucede no tiene entonces sentido el problema eterno
que se plantea en Chevró n que es precisamente el del conocimiento e
interpretació n de la voluntad del legislador qué el no exterioriza sino
que requiere de una interpretació n, dirimiendo entonces si tal
interpretació n corresponde a la Administració n o a los Tribunales.

DESPUES DE CHEVRON.

Cuando a finales de los noventa había alcanzado ya una gran difusió n,


la doctrina Chevron fue precisada por la propia Corte Suprema en
sentencias posteriores. Así en Christensen v. Harris County, del añ o
2000, se recuperaba la distinció n entre lo que es propiamente
actividad de la Administració n (actividad ejecutiva: sanciones,
autorizaciones, etc) y la interpretació n de leyes por ella realizada. La
doctrina de la deferencia judicial establecida en Chevron resulta
aplicable a esta actividad de interpretació n y concreció n de las leyes
pero no a la actividad ejecutiva de la Administració n sobre la que se
reconocen a los Tribunales amplias facultades de control para verificar
su adecuació n a la legalidad5.

5
La sentencia registró un voto particular del juez Scalia que reivindicaba, como
hemos visto era habitual en él, la aplicació n de la doctrina Chevron y la afirmació n
de la deferencia judicial. Consideraba Scalia que esta sentencia de la que disentía

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Otras sentencias de la Corte Suprema han introducido diversos matices
restrictivos y aun críticos a la doctrina Chevron mientras que los
Tribunales ordinarios de los Estados Unidos siguen estando por lo
general muy apegados a ella. Por otro lado, en el debate académico las
posiciones no son en absoluto uná nimes. No se sabe, pues, si la
doctrina de la sentencia de la Suprem Court má s invocada hasta ahora
se verá superada en este movedizo territorio en el que confluyen la
Administració n y los Tribunales en su pretensió n de interpretar y
concretar las leyes.

suponía un anacronismo al recuperar viejas concepciones. El juez Stephen Breyer


mantuvo por su parte una posició n contraria a Chevron y a las tesis de Scalia, con
el que se enzarzó en varias polémicas, todas ellas de buen tono, tanto en la propia
Supreme Court como fuera de ella en diversas publicaciones y debates pú blicos. Las
tesis de Sacalia se exponen sobre todo en su libro A matter of interpretation:
Federal Courts and the Law, Princeton University Press, 1997 . Breyer por su parte
desarrolla sus planteamientos y argumentos en Active liberty. Interpreting our
democratic Constitution, Alfred A. Knopf ed. 2005 y Making our democratic work: a
judge´s view, Alfred A. Knopf ed. 2010. Breyer/Stewart/Sunstein/Vermeule/Herz:
Administrative Law and Regulatory Policy. Problems, Text, and Cases. 7 ed. Wolters
Kluwer, 2011, p. 277 y ss.

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