Salvador Freixedo
Salvador Freixedo
Salvador Freixedo
Una vida
entre dos mundos
Llevo más de una hora frente al ordenador, abriendo y cerrando archivos, dando
vueltas, haciendo tiempo a ver si las musas se apiadan de mí y me inspiran.
Miguel Pedrero me pidió que escribiese sobre Salvador Freixedo para el número
de este mes, y a eso voy. ¡Pero qué digo! No suelo encontrar dificultad ante un
micrófono, el mítico folio en blanco o la pantalla vacía de mi Word. Jamás me
asalta la duda sobre qué decir o qué escribir. Sin embargo, ahora es distinto.
Tengo que hacerlo desde lo más profundo de mi ser y abrir el muro del corazón
para hablar de la persona con quien viví más de treinta años; de la que fui
esposa, amante, amiga y todo lo imaginable de una pareja que llegó a tal grado
de compenetración que, a veces, parecíamos uno. Por eso, en estos momentos,
me vienen a la memoria las palabras que el filósofo y escritor francés Michel
de Montaigne escribió tras la muerte de su amigo y gran amor, La Boétie: “Je
l’aimais parce que c’était lui, parce que c’était moi”. (Lo amaba porque era él,
porque era yo”). Y añade: “… estaba tan acostumbrado a ser los dos uno, que
ahora siento que soy solo medio”. Lo traigo a colación porque yo siento eso por
momentos, sobre todo, si dejo que la mente me dirija y me sumerja en la
tortura de la pérdida. He de confesar que el hecho de llevar tantos años de
entrenamiento, trabajando la espiritualidad, el alma, la trascendencia,
interiorizando que somos espíritus inmortales viviendo una experiencia terrenal,
sirve de colchón a la hora de apaciguar golpes tan traumáticos como la partida
de un ser querido, en este caso el que compartió conmigo todo lo compartible.
Se me hace difícil escribir sobre él, precisamente, porque tengo mucho que decir.
Me gustaría resaltar aspectos menos conocidos o no tan notorios de los que solo
los más allegados pueden dar fe. Por fuera, muchos conocen a Salvador Freixedo,
su imagen pública; por dentro, muy pocos. Sus charlas, chascarrillos, chistes,
anécdotas, incluso su voz entrecortada por la emoción al hablar de ciertos temas,
ahí están a disposición de todos. Sin embargo, lo mejor de Salvador lo
encontramos en su día a día, su sentir cotidiano, los off the record, su
humanidad, su manera de enfocar la existencia, el mundo de las pequeñas cosas,
el asombro constante.
Hemos vivido una vida plena, hemos disfrutado como locos, viajando a destajo
durante mucho tiempo y de manera más tranquila y sosegada en los últimos
años; leyendo, escribiendo, compartiendo proyectos e ideas, jugando al scrabble,
hablando durante horas los dos o con amigos, con nuestros perros y gatos,
nuestro jardín con un estanque de carpines dorados entre las flores, y nuestro
monte con árboles y bolos graníticos; tomando chocolate a las tres de la mañana,
levantándonos casi a la hora de comer, poniendo el mundo por montera y
haciendo lo que nos daba la gana. Hemos gastado la vida viviéndola con
mayúsculas.
Sin pretenderlo, Salvador siempre tuvo una gran facilidad para captar la
atención. Allí donde estuviera, siempre era el protagonista, ya desde los tiempos
de estudiante. Siempre fue un líder, con muchas ideas y gran capacidad de
organización. Cuando contaba alguna de sus anécdotas, casi siempre basadas en
hechos vividos por él, al terminar solían preguntarle si eso lo tenía escrito.
Cuando respondía que no, quitándole importancia, siempre se oía algún ¡qué
pena, pues deberías escribir sobre ello!
He sido siempre su fan número uno, lectora de sus libros y seguidora de sus
ideas. Por eso quise conocerlo en persona y, con esa intención, acudí a un
programa de la cadena Ser, en Gran Vía 22, un frío 20 de noviembre. El locutor
no se imaginaba en ese momento lo importante que iba a ser en nuestras vidas.
Hablo del inicio de nuestra historia en el libro, porque formo parte de su vida. Él
decía que yo era el gran regalo que le tenía reservada la vida, su mejor
anécdota. Me lo decía muchas veces y lo dejó plasmado en varios sonetos que
me dedicó.
Entre nosotros ocurrió algo muy mágico. Mi intención era hacerle una entrevista,
pero empezamos a hablar y, de pronto, caí en la cuenta de que era él quien me
estaba haciendo un interrogatorio. Cuando terminó el programa, en uno de los
libros, debajo de la dedicatoria me apuntó su número de teléfono.
Freixedo era muy parco a la hora de escribir, salvo cuando le salía la vena
poética y plasmaba cosas como: “Hombre mortal, mota de polvo, copo de nieve,
voluta de humo que brillas un instante…”. Solía ir al grano en sus descripciones.
Por eso muchos de sus casos parecen descarnados. Sobre esto hablábamos
mucho. Yo le decía que estaba bien lo de: “Llegué, vi, vencí”, pero que alrededor
de cada verbo había toda una historia que merecía la pena contar. Él me decía
que le gustaba mi manera de escribir con mis adjetivos y metáforas, pero que él
lo hacía como sentía.
Suelen preguntarme sobre los inicios de mi vida con Freixedo, ya casados. Para
mí supuso la entrada a un mundo fascinante, con países nuevos y personajes
increíbles: unos hacían curaciones extraordinarias, otros daban talleres sobre
temas raros, algunos creaban tormentas, como el chamán Don Lucio a quien
conocí con Jacobo Grinberg, o practicaban el nahualismo, como Gaudencio
Tepancatl (este me producía una sensación extraña). A Iván Trilha lo vi hacer
una operación con unas tijeras en un hotel de Barcelona y casi me desmayo. En
esa ocasión también estaba presente Andreas Fáber-Kaiser. Pero Salvador
cuenta cómo en México, también con unas tijeras, Iván le cortaba un enorme
carcinoma a una mujer mientras el parapsicólogo Hans Bender recogía los trozos
para llevarlos a su laboratorio de Friburgo donde tenía su cátedra de
Parapsicología.
Doy gracias a Dios por los años vividos con Salvador en este plano. Sé que él
sigue evolucionando hacia lo alto, hacia ese lugar o estado donde no existen las
limitaciones del tiempo y el espacio y, al mismo tiempo, lo siento conmigo. Son
palabras escritas desde el corazón, algunas quizá demasiado íntimas para ser
expuestas, pero es lo que ha ido fluyendo casi de manera automática.