Unidad 13. Guerra Colonial y Crisis de 1898

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Guerra colonial y crisis de 1898 1

Unidad 13
Guerra colonial y crisis de 1898

La crisis del sistema político de la Restauración se enmarca entre el desastre de 1898 y la


caída de la monarquía de Alfonso XIII en 1931. Hacia 1890, el enfrentamiento entre los dirigentes
políticos, una relativa depresión económica y, sobre todo, la reaparición del problema cubano
empezaron a minar el sistema político de la Restauración. La política exterior de la época canovista
no había podido sacar a España de su aislamiento internacional, cuyas raíces eran más bien de
índole económica. Efectivamente, España era una potencia de segundo orden debido a su escaso
nivel económico, por lo que no pudo participar en el reparto colonial de África que organizaron
Inglaterra, Francia o Alemania. Es más, su «aventura» en Marruecos —iniciada en su día por
O'Donnell— había sido una fuente continua de problemas, y no serviría tampoco ahora para
compensar la pérdida en 1898 de los restos del imperio americano (Cuba, Puerto Rico) y asiático
(Filipinas). A nivel interno, además, contribuyó a radicalizar el ambiente político y social de esta
segunda etapa de la Restauración. En definitiva, la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas provocó
en España una crisis de tal magnitud que se le denominó «el Desastre del 98», dada la sensación de
abatimiento colectivo que produjo en la conciencia nacional de aquel entonces. Este descalabro se
relaciona con la remodelación del mapa impuesto por las grandes potencias industriales a fines del
siglo XIX y, en concreto, con la emergencia de los Estados Unidos como nueva superpotencia.

1. PRECEDENTES
Durante el reinado de Fernando VII culminó la independencia del imperio colonial español
(Argentina, México, Colombia…) y la soberanía española solo se mantuvo sobre Cuba, Puerto Rico,
Filipinas y las Islas Marianas. Cuba se convirtió en la ‘América Chiquita’, productora de azúcar,
algodón y tabaco. Su explotación con mano de obra barata (aún persistía la esclavitud) hizo que los
empresarios peninsulares (especialmente catalanes) obtuvieran suculentos beneficios.
La primera de las tres guerras que estallaron por la independencia cubana, conocida como
Guerra grande, dio comienzo en 1868 con el llamado «grito de Yara» fue promovida por la
burguesía criolla y liderada por Céspedes. Durante los diez años que duró, las insurrecciones en la
isla fueron casi permanentes, hasta que en 1878, con la Paz de Zanjón, el general Martínez Campos
consiguió firmar la paz con los insurrectos, combinando la estrategia militar con la negociación
política. En dicha paz se recogieron una serie de promesas (mayor democracia en la isla, mayor
autonomía y abolición de la esclavitud).
Sin embargo, las promesas de autonomía hechas por la metrópoli no fueron respetadas, de modo
que los habitantes de la isla volvieron a levantarse en busca de mayores cuotas de autogobierno: esa
fue la Guerra Chiquita (1879-1880), que acabó igualmente en fracaso para los cubanos, debido al
boicot de la oligarquía económica española contra el proyecto autonomista diseñado para Cuba en el
Parlamento.
El resultado fue, poco después, el estallido de una nueva insurrección separatista en Cuba, la
Guerra de Independencia cubana (1895-1898), capitaneada por el poeta cubano José Martí,
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fundador del Partido Revolucionario Cubano, autor del Manifiesto de Montecristi, verdadero
programa independentista. Se lanzó a través del «grito de Baire» y simultaneado también en
Filipinas. En esta ocasión no se trataba ya de un conjunto de reacciones aisladas, sino que la
sublevación se extendió como un reguero de pólvora, contando ya con la participación no solo de la
burguesía isleña, sino también de los elementos más populares de la sociedad cubana. Muerto
Cánovas en 1897, Sagasta consiguió que las Cortes aprobaran un nuevo proyecto de autonomía para
la isla, pero ya era demasiado tarde. El impulso final hacia la independencia colonial fue el
enfrentamiento directo entre España y EEUU, quien mostró su apoyo a los cubanos en virtud de
la llamada doctrina Monroe («América, para los americanos»), además de por razones de estrategia
política y por motivaciones, por supuesto, económicas, debido al afán de proteger sus importaciones
de caña de azúcar y de tabaco de la isla de Cuba. Desde fecha temprana, EEUU quería establecerse
en la isla, porque Cuba vendía parte de sus productos a los norteamericanos, en un comercio
controlado por España; y EEUU quería monopolizar dicho intercambio.

2. DESARROLLO DEL CONFLICTO


Así pues, la «guerra de Cuba» —propiamente dicha— dio comienzo en 1895 cuando José Martí
encabezó la sublevación de la parte oriental de la isla, la más antiespañola, extendiendo el conflicto
a la zona occidental, tradicionalmente menos rebelde. Cánovas envió al general Martínez Campos
y sus 130.000 soldados con la misión, de nuevo, de mezclar la negociación con la estrategia militar.
Pero, al no conseguirlo, fue sustituido por el general Weyler, quien, al mando de 300.000 hombres,
impuso una línea más dura y represiva («Cuba es España», se decía entonces), dividiendo en tres el
territorio isleño por medio de trochas o líneas fortificadas de costa a costa, que impedían el paso de
los guerrilleros insurrectos, que quedaban aislados, con lo que se pretendía facilitar su eliminación.
A pesar de que el general Weyler parecía controlar la situación, a comienzos de 1897 dos
circunstancias dieron al traste con el dominio militar de la isla. Por una parte, los liberales —
entonces en la oposición— empezaron a distanciarse de la política de Cánovas y a pedir una
solución más negociadora y menos militar. Pero, por otra, en Estados Unidos ganaron las elecciones
los republicanos, cuyo líder McKinley se mostró partidario de intervenir en la contienda y de
sustituir a los españoles en el dominio de la isla.
En agosto del mismo año Cánovas fue asesinado y sucedido en el gobierno por el liberal
Sagasta, que publicó una nueva Constitución para Cuba, donde quedaba establecido que era un
Estado autónomo dentro de la Corona española y sus habitantes tendrían idénticos derechos que los
peninsulares, pudiendo elegir una cámara de representantes y contando con un gobierno propio.
Pero era demasiado tarde, los cubanos solo ansiaban la emancipación. La tensión política resultó
insoportable y, a la menor provocación, estallaban conflictos violentos entre los españoles residentes
en la isla y los cubanos.
Aun así, la guerra estaba casi ganada por España cuando se produjo la intervención
norteamericana. El pretexto ofrecido por EEUU para intervenir fue la dureza de la acción de
Weyler, que efectivamente despertó toda una protesta internacional. El presidente McKinley elevó
sus quejas ante el gobierno de España e intentó comprar la isla por 300 millones de dólares, a lo que
el gobierno español se negó.
En este contexto, los norteamericanos no tuvieron más que aprovechar el incidente del
acorazado Maine, explosión por sabotaje de un buque de guerra estadounidense atracado en La
Habana cuya autoría fue achacada a España para así declararle la guerra, si bien hoy parece
demostrado que fue provocado por los mismos norteamericanos. En abril de 1898 el Senado y el
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Congreso de EEUU enviaron un ultimátum, exigiendo a España el inmediato abandono de la isla, y


dada la negativa española, le declararon la guerra días después. Las fuerzas de EEUU y España eran
totalmente desiguales, ya que a la poderosa armada de aquel, exponente de su indiscutible poderío
económico y militar, se le opuso la vieja y mal equipada española. Mientras tanto estallaba en
España una ola de histérico patriotismo, fomentada particularmente por la prensa y la burguesía
catalana.
La guerra se desarrolló en dos frentes: Caribe y el Pacífico, al tratarse realmente de una
sublevación más o menos coordinada entre Cuba, Puerto Rico, Filipinas (liderada por José Rizal) y
las islas Marianas. El triunfo final de EEUU fue fácil, gracias sobre todo a sus rotundas victorias
del puerto de Cavite en Manila (Filipinas) donde la escuadra norteamericana destrozó los barcos
del almirante Montojo; y de Santiago de Cuba (julio de 1898), a donde España había enviado la
flota dirigida por el almirante Cervera que se vio bloqueado en el angosto puerto de Santiago de
Cuba, la flota recibió la orden de salir fuera del puerto para enfrentarse a la norteamericana pero en
4 horas la armada española fue masacrada y humillada por los barcos americanos blindados y con
cañones de mayor alcance (solo tuvieron que disparar uno a uno a todos los que iban saliendo para
hundirlos). Las tropas norteamericanas se apoderaron inmediatamente de las islas, de modo que, por
el Tratado de París, España perdía definitivamente los últimos reductos de su imperio ultramarino,
lo cual venía a confirmar su papel de potencia de segunda categoría. EEUU inició su carrera
imperialista y Cuba (arruinada) cambió de ‘dueño’.

3. LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN
La pérdida de las colonias supuso un revés para las exportaciones de industrias españolas,
que tenían en ultramar importantes mercados y centros de producción de determinados productos y
materias primas; en concreto, el Desastre afectó a las exportaciones textiles catalanas y a las
importaciones de materias primas baratas (algodón, azúcar, tabaco), lo cual agudizó el déficit de la
Hacienda e incrementó el proteccionismo.
Sin embargo, las pérdidas económicas del Desastre no fueron, a nivel global, comparables con
las de la oleada independentista de 1820; lo que verdaderamente conmovió a la opinión pública
española fue lo espectacular de la derrota, que vino a significar el desplome del ambiente de
confianza que se había vivido en la primera etapa de la Restauración. De hecho, propició la
crítica al sistema y la aparición de la idea de «regeneracionismo» del país mediante el
saneamiento de la Hacienda, el crecimiento económico, la mejora de la educación, etc.
Posteriormente, el gobierno español intentaría compensar semejante fracaso con el protectorado en
Marruecos (compartido con Francia). Pero la gran consecuencia había sido de orden moral y
anímico: España, que tuvo un imperio donde «no se ponía el sol», perdía sus últimas colonias. Un
clima de tristeza colectiva se instaló en el país, y los españoles acabaron por percatarse de que
formaban una nación insignificante en Europa, pobre, atrasada y corrompida por el caciquismo.
Desde cierto punto de vista, el fin del imperio colonial español no supuso ninguna catástrofe
política a nivel nacional: el régimen monárquico continuó; los partidos dinásticos (conservador y
liberal) siguieron alternándose en el poder consiguiendo cómodas mayorías parlamentarias, a pesar
de la aparición paulatina de nuevos partidos opuestos al sistema, como los republicanos, los
regionalistas y los socialistas; e incluso la Hacienda pública consiguió cierto equilibrio después de
los grandes gastos que había supuesto la guerra colonial.
No obstante, el impacto de los sucesos de 1898 significó el inicio de una crisis paulatina del
poder de Estado y del propio sistema de la Restauración tal como lo había diseñado Cánovas: la
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mejor muestra de la profunda inestabilidad política en que cayó el régimen es el hecho de que entre
1901 y 1923 se sucedieron treinta y dos cambios en la presidencia del Gobierno.
En este sentido, podríamos resumir de la siguiente manera los grandes problemas que azotaban
a la España de principios del siglo XX:
1. El retraso económico y cultural con respecto al resto de Europa. El injusto reparto de la
riqueza propiciaba las reivindicaciones del movimiento obrero y de los jornaleros del campo,
en una sociedad cada vez más radicalizada y dividida.
2. La existencia de un régimen político corrupto, donde el Parlamento o los ayuntamientos no
representaban al pueblo, ya que las elecciones eran manipuladas desde el Ministerio de la
Gobernación por los caciques locales, los gobernadores civiles y los alcaldes. En esta falsa
democracia, la alternancia de los partidos dinásticos en el poder era artificial.
3. La presencia de un ejército herido en su orgullo por la derrota en Cuba, con un material
anticuado y un exceso de mandos que lo hacían poco operativo, pero cada vez más propenso a
inmiscuirse e incluso distorsionar la vida política de los españoles, más allá de su función
estrictamente militar.
4. Y por último, la acción creciente de los nacionalismos periféricos (catalán, vasco y
gallego), percibido por los militares como una amenaza de disgregación para su concepto de
patria.
Particularmente, el sistema de la Restauración tuvo que hacer frente a la oposición política e
ideológica del movimiento obrero y de una parte de las clases medias urbanas. Este sector social
asimiló las críticas que lanzaron contra la corrupción política los intelectuales de la Generación
del 98 (Azorín, Unamuno, Baroja, Machado), los cuales constituyeron la base del renacimiento
del movimiento republicano como único garante de la regeneración y modernización del país.
En este contexto, en 1902 Alfonso XIII fue proclamado rey al cumplir la mayoría de edad y se
iniciaba una nueva etapa en la Restauración en la que se difundieron, entre buena parte de la clase
política y de la opinión pública, los valores ideológicos del regeneracionismo, cuyos mayores
impulsores fueron Joaquín Costa, que pretendía la «desafricanización y europeización de España»
con «escuela, despensa y doble llave para el sepulcro del Cid»; el propio Antonio Maura, líder
conservador y autor de la denominada «revolución desde arriba», con el deseo de reformar la ley
electoral para combatir el caciquismo y legislar a fondo la Administración local; y José Canalejas,
representante de la vertiente más social del regeneracionismo.
Pero el mensaje regeneracionista era ambiguo y carecía de propuestas sólidas. Junto con la
denuncia de algunos males endémicos de España, como la escasa participación política, el
caciquismo, la corrupción electoral y el atraso agrario, sus propuestas no siempre fueron claras.
Además, el proyecto fracasó porque los sectores representados en el poder (grandes terratenientes,
Iglesia e alta burguesía financiera e industrial) no quisieron renunciar a sus privilegios políticos,
económicos y sociales.
De ahí el fracaso político no solo del regeneracionismo surgido tras el Desastre del 98, sino, más
ampliamente, de todo el sistema de la Restauración, que se irá descomponiendo en los años
siguientes hasta llegar al golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923.

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