Robin La Rebelde-1

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Prólogo

8 DE JUNIO DE 1984

Corro tan rápido que los casilleros se vuelven una mera mancha borrosa.
Las puntadas en mi abruptamente alterado vestido saltan cuando paso junto
a las parejas que salieron de la fiesta para besarse en el oscuro pasillo de los
estudiantes de último año. Sus adolescentes caricias por lo general serían
razón suficiente para hacerme dar media vuelta y buscar una ruta
alternativa, pero en este momento es sólo un asqueroso ruido de fondo.
Esto se siente como una pesadilla que hubiera tenido miles de veces,
corriendo por los pasillos de la Preparatoria Hawkins. Pero ni siquiera en
los escenarios de mis sueños más extremos había tenido nunca el cabello
tan corto. Jamás había usado tanto maquillaje. Y la noche del baile de
graduación nunca había sido arrojada a esa mezcla por mi subconsciente.
Estoy casi al final del pasillo de los estudiantes de último año. Ya no hay
vuelta atrás. Me dirijo justo al vientre de la bestia de la preparatoria, lo cual
es la parte más extraña, porque en mis sueños siempre intento escapar de
este lugar. Nunca, nunca entraría voluntariamente.
—¡Alto ahí, señorita Buckley! —grita una voz que suena nasal,
quejumbrosa, mezquina y adulta. Una de las enfurecidas madres
chaperonas.
—¡Hey! ¡Regresa aquí! ¡Ahora! —esa orden con voz áspera
definitivamente salió del alguacil Hopper.
No es una verdadera rebelión a menos que tengas problemas con la
autoridad, ¿cierto?
Me pregunto en cuántos problemas me podré haber metido por colarme
en la fiesta de graduación y causar unos cuantos daños moderados a la
propiedad durante el proceso. ¿Suspensión? ¿Expulsión? ¿Los airados
padres de los estudiantes de la Preparatoria Hawkins presentarán cargos por
lo que acabo de hacer en el estacionamiento?
Corro más rápido.
Doy vuelta a la esquina y paso junto a los puestos de comida que
bordean el pasillo fuera del gimnasio. Alrededor de una docena de personas
charlan entre sí, pastan como vacas frente a las bandejas de galletas y papas
a la francesa, e intentan averiguar exactamente qué tan intenso está el
ponche.
—¡Robin! —el sonido de mi nombre resuena por el pasillo. Dash es el
que lo grita ahora. Dash, quien yo creía que era mi amigo.
Necesito frenarlos a él y a todos mis detractores. Así que doy un
diminuto rodeo y me arrojo hacia la mesa que contiene alrededor de
trescientos litros de ponche (a juzgar por el olor, tan penetrante). Se
desborda en cascada y salto hacia delante, evitando lo peor del derrame
mientras todos los demás gritan y observan cómo sus atuendos de
graduación quedan cubiertos de la pegajosa azúcar química.
Las grandes puertas dobles del gimnasio están a la vista ahora. Desde el
interior, puedo escuchar el tenaz ritmo de un éxito de New Wave. ¿Tammy
Thompson ya está bailando? ¿Qué pensará cuando me vea irrumpir, salvaje
e imprudente, perseguida por la policía local?
¿Qué dirá cuando le cuente cómo me siento?
No hay tiempo para hipótesis.
Empujo las puertas dobles. El baile de graduación me recibe con los
sintetizadores salvajes y el olor a sudor y a AquaNet.
—Hey, Tam —digo en un susurro, practicando para el gran momento de
aterradora honestidad, cuando le haga saber cómo me he sentido durante
todo el año y, al hacerlo, lleve al mismo tiempo esta rebelión a un grado
superior—, ¿quieres bailar?
Capítulo uno
6 DE SEPTIEMBRE DE 1983

La primera clase de Historia del año ni siquiera ha comenzado, pero ya sé


exactamente cómo se desarrollará, minuto a minuto, clase a clase. Tengo
todo el año académico identificado. Al menos, lo juro, hasta que Tammy
Thompson entra.
Algo en ella es diferente.
Quizá sea su cabello. Solía caer lacio y rojo. Ahora es corto, despeinado
y más encendido. Podría ser su sonrisa. En el primer año, ella era
semipopular y al menos parecía sentirse semibién con eso, pero ahora que
somos estudiantes de segundo año, mantiene una sonrisa que dice que está
decidida a ganar amigos e influir en las elecciones de la reina del baile de
graduación. (No es que podamos ir al baile siendo estudiantes de segundo
año, a menos que un estudiante del último nos invite, un acontecimiento tan
raro y especial que la gente en esta escuela hablaría de él como si se tratara
de un avistamiento de meteoritos.)
Tal vez sea el hecho de que cuando la veo, la música se infiltra en mi
cerebro.
Música suave y desagradable.
Espera. Mi cerebro nunca reproduciría a Hall and Oates. Me giro en mi
silla y comprendo que Ned Wright está en la parte de atrás del salón, con
una radiograbadora portátil en el hombro. Le baja el volumen para que la
señora Click —que se encuentra sentada frente a su escritorio,
ignorándonos como toda una profesional y actuando como si no
existiéramos hasta que suene la campana— no la confisque. Cuando
comience la clase, la deslizará debajo de su escritorio y la usará como
reposapiés. (Ha estado haciendo esto desde octavo grado. También es un
profesional.) Por ahora, Tammy Thompson está paseando por el salón en
una nube de “Kiss on My List” y con… algo con aroma a frambuesa.
¿Perfume? ¿Champú? Sea lo que sea, me recuerda a las calcomanías que
desprenden olor cuando las rascas, y que coleccionaba con absoluto fervor
cuando estaba en secundaria.
Se desliza en un asiento y sus amigas la saludan con vibraciones
chillonas.
—Oh, Dios mío, tu cabello.
—¿Cómo estuvo la playa, Tam?
¿Tam?
Tal vez ésa sea la diferencia: tiene un nuevo apodo que combina con su
nuevo corte de cabello y sus capacidades mejoradas para sonreír.
—Tam —susurro, lo suficientemente bajo para que nadie pueda oírme
sobre el alboroto de cómo-estuvo-tu-verano.
La señora Click levanta la mirada. Una mirada siniestra.
Sólo queda un minuto para que comience la clase. Si yo fuera una típica
nerd, como pretendo ser, tendría ya una pila de hojas en blanco, impecables
e inmaculadas, listas para usar. Ya habría adelantado algunos capítulos de la
lectura, para empezar. Todos mis lápices tendrían puntas perfectas,
idénticas, aptas para ser usados como armas.
Tal como están las cosas, me sumerjo en mi mochila en el último minuto
y hurgo en busca de mi libro de texto de Historia y cualquier cosa que deje
una marca en el papel. Hay un cementerio de goma de mascar en la parte de
abajo de mi escritorio. Y la permanente de la que dejé que Kate me
convenciera justo al final del verano —la que hizo que mi cuero cabelludo
hormigueara durante una semana y que todavía hace que mi cabeza huela
perpetuamente a huevos recocidos— significa que mi cabello está
demasiado esponjado como para que deba tener especial cuidado con el
espacio libre que dejo.
Casi estrello mi cabeza contra la parte de abajo del escritorio cuando la
escucho que ha comenzado a cantar.
La voz de Tammy se eleva sobre la de… ¿Hall? ¿Oates? Es audaz y
dulce y, sí, usa el vibrato tan generosamente como yo la crema de cacahuate
en mis sándwiches, pero el punto es que no teme hacerlo. Todos pueden
escucharla. Vuelvo de la inmersión profunda en mi mochila y miro a
nuestros compañeros de clase, pero a nadie parece importarle que Tam esté
cantando ahora con toda su alma en medio del salón, a sólo treinta segundos
de que comience la clase. Y a ella no parece importarle que alguien la mire.
¿Cómo se siente eso?
Giro mi lápiz, sintiendo cada uno de los seis bordes en mi dedo.
Y entonces suena la campana, la señora Click se levanta y todo vuelve a
su lugar, exactamente como pensé que sería.
Incluso cuando Steve Harrington llega tres minutos y medio tarde, con
aspecto de estar perdido, quizá porque su cabello cayó sobre sus ojos y no
podía ver los números de los salones de clase. ¿Cómo logra llegar a alguna
parte con ese cabello? Parece incluso más largo que el año pasado.
—Hey, mi gente —dice.
Todo el mundo ríe como cuando el público se carcajea ante la frase
típica no particularmente divertida del personaje principal en un programa
cómico de televisión. Saben que no tienen que hacer eso en la vida real,
¿verdad? Incluso la señora Click le sonríe como si ese cabello pudiera curar
el cáncer. Ése es un nivel de popularidad extremo y enrarecido, en el que ni
siquiera los profesores pueden tocarte porque eres demasiado valioso
socialmente.
Steve se mete en el escritorio junto a Tam.
Ella se pone del color de una frambuesa fresca.
Todo esto es tan ridículo que mi cerebro falla, mis dedos dejan de
funcionar y mi lápiz cae al piso de linóleo con un fuerte traqueteo. Me
inclino para recogerlo, pero está fuera de mi alcance. Me agacho más y me
estiro, pero no consigo alcanzarlo. Cuando por fin lo tengo, me siento tan
triunfante que me levanto demasiado rápido y golpeo mi cabeza contra la
parte de abajo del escritorio. También conocida como el cementerio de
goma de mascar. Mi cabeza pega con fuerza y mi permanente encrespada
toca una docena de chicles viejos a la vez. Están tan duros que no se me
pegan.
Lo cual es bueno. Y horripilante también.
—Robin, ¿necesitas ir a la enfermería? —la señora Click pregunta con
una mirada de lástima mientras reaparezco en la superficie. Su
preocupación es conmovedora.
—A menos que la enfermera tenga una máquina del tiempo que me
haga retroceder exactamente una hora de clase, no.
—De acuerdo, entonces —dice y comienza su monólogo de la primera
clase del año.
Al menos la atención de mis compañeros hacia mí no dura mucho. Y
Tam ni siquiera parece haber percibido mi desgracia. (No es que yo hubiera
querido que lo hiciera.) Pero me molesta, sólo un poquito, que la razón por
la que no se fije en mí es que está demasiado ocupada tarareando “Kiss on
My List” mientras mira fijamente a Steve Harrington.
Capítulo dos
7 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Quería pasar por todo mi horario antes de declarar esto abiertamente,


pero la verdad es que no estoy impresionada con el segundo año.
—Es como si todos los profesores se hubieran rendido —digo—. Como
si colectivamente hubieran decidido que este año constituye la zona muerta
de nuestra educación.
Yo soy una de esas personas raras a las que les gusta aprender mientras
están en la escuela. O al menos, lo era. Ahora que tengo la sensación
escalofriante, fría y cínica de que ninguno de nuestros profesores quiere
estar aquí en realidad, es cada vez más difícil preocuparme por ello todo el
tiempo.
Milton, Kate y Dash están en la escuela en el plan intenso de alto
rendimiento, así que participan en todo. Al comienzo de nuestra primera
práctica con la banda, cuando sugiero que el segundo año en realidad ni
siquiera cuenta, parecen desconcertados. Milton jadea incluso.
Kate frunce el ceño y se mueve a través de sus listas de música y de
prácticas (aunque no lo necesita, porque ha memorizado todo durante
meses). Es más baja que yo, bueno, la mayoría de las chicas de nuestro
grado lo son, así que no estoy segura de que ésa sea una descripción útil.
Kate mide sólo metro y medio, y ni un centímetro más, aunque le gusta
decir que su permanente le suma al menos cinco centímetros.
—Si a nuestros profesores no les importa nuestra educación, tendremos
que preocuparnos y esforzarnos el doble.
Ésa es Kate. Ella lucha por todo, incluso por abrirse camino hasta ser la
primera trompeta de la sección como estudiante de segundo año.
—Todos estamos llegando al punto en el que somos prácticamente más
inteligentes que nuestros maestros, de cualquier forma —agrega Dash con
una sonrisa.
Dash no trabaja tan duro como Kate. Dash, la abreviatura de Dashiell
James Montague, Jr., se sienta en la primera fila en cada clase, pero no toma
notas porque afirma que lo retiene todo. Luego, evita tomar un baño el día
del examen, saca todo de su cabeza y obtiene una A. Él dice que le encanta
aprender, pero que sólo tiene ojos para su promedio general. Además, no
parece comprender que omitir su baño el día del examen desconcierta a
todos en un radio de tres metros, lo cual no es realmente justo para las
personas que lo rodean y que están intentando escribir ensayos coherentes
de cinco párrafos.
Ya conoces el tipo.
—Hablando en serio, creo que los cuatro somos más inteligentes que el
noventa por ciento de los maestros de esta escuela —afirma Dash.
—Pues no eres lo suficientemente inteligente para comprender que
puedo oírte —declara la señorita Genovese sin levantar la vista de su
partitura.
—Tiene tan buen oído que asusta —susurra Milton.
—Sí, lo tengo —asiente la señorita Genovese—. Por eso soy la
profesora de la banda. También puedo escuchar cada nota incorrecta que
tocan —le anuncia al grupo en general—. Y eso me duele. Sus chirridos
agudos atormentan mis sueños.
Ella se acerca a ayudar a Ryan Miller en la sección de percusión con sus
escuadrones y Dash manotea para indicar que nos acerquemos. Olfateo con
cautela. Su cabello castaño parece limpio y desprende un aroma a jabón de
pino. No hay exámenes inminentes. Acerco mi silla.
—Los profesores dan miedo en general —susurra—. No creo que estén
aquí para enseñarnos. Creo que están aquí para alimentarse de nuestro
potencial innato.
—¿Como vampiros? —pregunta Milton. Se lo está tomando demasiado
en serio. Pero Milton es muy, muy serio. Y nervioso. Me preocuparía por él,
pero él ya se preocupa tanto que tal vez sería redundante.
—Piénsalo. En realidad, no son tan brillantes, se mueven con lentitud
por los pasillos, necesitan nuestro cerebro para sobrevivir. Claramente son
zombis.
Milton y yo gemimos. Kate suelta una risita nerviosa.
Dash vive en una película de terror desde quinto grado, cuando
comprendió que eso lo diferenciaba de los niños que todavía dormían con
las luces encendidas. La alegre sensación de superioridad nunca se
desvaneció del todo. Si come carne fresca, bebe sangre o acecha en las
sombras, cuenta con Dash. Este año vimos El despertar del diablo durante
el verano. Un montón de veces. Él recibió una magnífica videocasetera para
su último cumpleaños —sí, su propia videocasetera, lo cual es ridículo
incluso para los estándares de la gente rica—, y estuvo invitando a todo
mundo a sus fiestas de cine, pero sin importar de qué película se jactara,
siempre terminábamos viendo El despertar del diablo.
Dejé de ir en algún momento de agosto, fingiendo que mis padres me
necesitaban para ayudar más en casa. La verdad era que no podía soportar
ver a Kate y Dash acercándose cada vez más el uno a la otra en el sofá,
actuando todo el tiempo como si no notaran que sus muslos estaban en
curso de colisión.
Eso es otra cosa sobre el segundo año.
En la secundaria, sólo se hablaba de los enamoramientos en el autobús y
durante las pijamadas, y las citas eran una novedad. En el primer año de
preparatoria, las relaciones se volvieron inevitables. Este año, las cosas se
han acelerado hasta convertirse en un absoluto frenesí. Llevamos menos de
una semana y ya ha habido una gran cantidad de besos en el pasillo,
rupturas dramáticas y declaraciones de amor eterno. La situación es más
intensa en la banda de música porque comenzamos las prácticas desde
mediados del verano.
Observo rápidamente la habitación. Al menos la mitad de las chicas en
el salón de la banda llevan joyería con los nombres de sus novios, que
también están en la banda. (Los nerds de la banda salen con las nerds de la
banda: es la ley del lugar.) Cuando una pareja lo hace oficial, el chico le da
a la chica una pulsera de oro para el tobillo, con los dos nombres grabados
en un dije de oro. Sin embargo, la mayoría de las chicas cree que así nadie
más podrá ver la evidencia de la devoción de sus novios, por lo que
compran cadenas de oro más largas y usan la placa con los nombres
alrededor de sus cuellos.
He estado esperando el día en que Dash por fin le entregue una a Kate.
(En realidad, Kate ha estado esperando ese día, y yo he estado esperando
sólo por proximidad.) Incluso ahora, en este momento, Kate y Dash se están
lanzando miraditas en una especie de código Morse.
Pestañas de Dash: Vamos a besuquearnos más tarde.
Pestañas de Kate: ¡Quizá!
Pestañas de Dash: ¡¿En serio?!
Pestañas de Kate: Ya te dije que quizá. Soy la primera trompeta y la
práctica está a punto de comenzar, me estás distrayendo.
Pestañas de Dash: Es que eres tan bonita.
Pestañas de Kate: ¡¿En serio?!
No sé cuánto más de esto podré tolerar.
De lo único que Kate quiere hablar ahora es de chicos en general, y de
Dash en particular. Ya es bastante malo cuando chicas populares como
Tammy Thompson pierden por completo la noción de su propio cerebro por
montones desventurados de cabello, como Steve Harrington.
Lo cual me devuelve a la conversación zombi.
—Si nuestros profesores son muertos vivientes, también están
desnutridos. ¿Han notado lo hambrientos que parecen? Nuestros cerebros
no les están dando mucho sustento. Quizá no seamos tan inteligentes como
pensamos. Tal vez sea porque de pronto todo el mundo está demasiado
obsesionado con esas cosas de las citas.
Una indirecta. ¿Lo entiendes?
Kate se limita a soltar otra risita nerviosa y se vuelve hacia su trompeta,
practicando sus movimientos de dedos para una de las muchas marchas de
John Philip Sousa que la señorita Genovese siempre está imponiéndonos.
La asusté, pero no me siento mejor al respecto.
—De acuerdo —dice la señorita Genovese—. ¡Es hora de poner en
orden sus escuadrones para la temporada 1983 de la banda! Tienen tres
minutos para elegir su nombre, y ni un segundo más. Por favor, no me
pregunten cuánto tiempo ha pasado. Hay un reloj encima de la puerta.
Se comienzan a apiñar grupos de cuatro, excepto el nuestro, que ya está
reunido. Soy el único corno francés en la banda de música. Bueno,
técnicamente sólo toco el corno francés en los conciertos de la banda. En
las marchas toco un melófono, que se toca exactamente de la misma
manera, pero es un poco aplanado en lugar de redondo, por lo que puedo
cargarlo hasta el fin de los tiempos. En el primer año, la señorita Genovese
me incorporó a un escuadrón con tres trompetistas, lo cual tiene sentido,
supongo, porque el melófono parece una trompeta con garabatos extra en la
sección central. Desde ese momento, los cuatro nos hemos fusionado
también socialmente. A Kate le gusta decir que somos un átomo, porque ése
es el tipo de metáforas tiernamente nerds que le encantan.
Pero la verdad es que, incluso con todo el tiempo que hemos pasado
juntos en el salón de la banda y en el campo, en el autobús y en los juegos,
yo no estoy tan fusionada como el resto del grupo. En algún nivel —el
subatómico, supongo—, tengo la sensación de que no encajo del todo con la
mayoría de los chicos de la banda. Que no importa cuánto tiempo pase con
ellos, nunca seré una de ellos. Y eso puede ser aterrador porque, en la
Preparatoria Hawkins, destacar es prácticamente una sentencia de muerte, a
menos que seas popular.
—De acuerdo —dice Dash, trayéndome de regreso al presente—.
Nombre del escuadrón de segundo año. Vamos.
—Seremos el Escuadrón Peculiar de nuevo, ¿verdad? —pregunta Milton
—. Ya lo votamos el año pasado. Creo que deberíamos mantenerlo, por la
continuidad, y también porque inventar un nuevo nombre sería un calvario.
Milton es el único de nuestro grupo que ya va en onceavo grado, y
aunque su naturaleza tranquila y nerviosa le impide actuar como el líder de
facto, Kate y Dash tienden a escucharlo cuando habla así.
—¡Me encanta Escuadrón Peculiar! —dice Kate.
—Se queda Escuadrón Peculiar —agrega Dash.
Asiento. No es que estuvieran esperando mi voto.
Pasamos los siguientes dos minutos en silencio. Kate y Dash han pasado
de coquetear con los ojos a coquetear con los tobillos. (He visto los pies de
Dash: asquerosos.) Me concentro en prepararme para tocar en la primera
práctica oficial del año. Ya he memorizado las piezas, pero eso es sólo la
mitad de la batalla con mi instrumento. Seré honesta: es un asesinato en
comparación con la mayoría de los instrumentos de este salón. Es un
elaborado artilugio de tubos de metal que parece existir sólo para emitir un
chirrido en el momento equivocado. Lo elegí en primaria porque nadie más
quería tocarlo. No es que me arrepienta de mi elección, pero desearía que
alguien me hubiera advertido sobre el tiempo que pasaría vaciando una
válvula de saliva.
Decidimos el nombre de nuestro escuadrón demasiado rápido. Aún nos
quedan dos minutos. Dos minutos de nada. Ahora, gracias al pequeño
recordatorio de la señorita Genovese sobre la existencia del reloj, parece
que lo único que puedo hacer es escucharlo. Es uno de esos relojes grandes
y redondos, blanco y negro, con un segundero que hace clic de forma
audible mientras tu vida pasa.
Clic. Clic. Clic.
Tres segundos más que se van.
Veo a la señorita Genovese observando fijamente la puerta de salida, en
la parte de atrás. La he visto correr hacia el final del estacionamiento de los
maestros en el instante mismo en que la escuela termina para encender uno
de sus amados cigarrillos mentolados. He olido el humo que se pega
obstinadamente a su cabello después del almuerzo. Sale ahora del salón
como si el fuego estuviera pisándole los talones, con el tiempo justo para
fumarse uno rápidamente.
Nuestros profesores no quieren estar aquí. Mis compañeros de clase sólo
están interesados en frotarse unos contra otros. Se supone que debo soportar
tres años más de esto, ¿cómo?
Justo cuando estoy pensando en levantarme y salir por la puerta, Sheena
Rollins, que toca el oboe, hace justo eso. O al menos, lo intenta. Cuando se
está acercando, uno de los idiotas de la sección de percusiones se interpone
en su camino.
Si a mí me preocupa el hecho de que no encajo del todo, Sheena Rollins
es el epítome del no encajar, pero de manera agresiva. Se sienta en el salón
delante de mí, por lo que siento como si hubiera tenido un asiento de
primera fila para presenciar el bullying que año tras año se incrementa, a
medida que ella se vuelve abiertamente cada vez más extraña. Su
guardarropa es parte de ello. Viste de blanco de la cabeza a los pies: a veces
es un overol blanco y una diadema blanca; otras veces, una minifalda
blanca ancha y una camisa holgada extragrande. Nada de esto sigue el
código no hablado de lo que usan los demás. Y la mayoría de las veces,
parece que la misma Sheena cosió al menos parte de su ropa. (Otro punto de
bullying para mis compañeros, obsesionados con las marcas.) Hoy lleva un
vestido blanco estilo años cincuenta con pequeños lunares negros y una
diadema blanca de tela.
—Hey, Sheena —dice alguien—, ¿qué crees que estás haciendo? La
maestra no está aquí para dar pases. Vuelve a acomodar tu trasero de
lunares en tu silla.
Sheena aprieta la boca, pero no responde. Ni una palabra.
Aquí está la otra cosa sobre Sheena Rollins: la recuerdo de la escuela
primaria, cuando era una niña de voz suave, pero no la he escuchado decir
una sola palabra desde el séptimo grado. Incluso toca el oboe tan bajo que
la señorita Genovese todo el tiempo le está diciendo “sóplale más fuerte”.
(Lo cual no ayuda exactamente cuando se trata de bromas vulgares.)
—¿Adónde vas? —pregunta Craig Whitestone, con una sonrisita
asquerosa como un pastel de carne de la cafetería.
Sheena se encoge de hombros.
—Ella está mintiendo —interviene Dash.
—Dash —le susurro mientras dirijo mi codo a su costado, pero fallo y lo
estrello dolorosamente con su trompeta.
—Se pasa todo el tiempo en el baño —me informa Kate, como si eso
hiciera que estuviera bien que sus compañeros de la banda la vigilaran con
ánimo de policías.
—¿Y? —pregunto—. ¿A quién le importa?
—Los chicos de la banda no se salen de la clase —nos recuerda Milton.
—La señorita Genovese acaba de salir de la clase —le recuerdo.
—Ella es la maestra —Kate suspira en un tono sagrado. En su mundo,
los profesores no pueden equivocarse.
Sheena intenta caminar alrededor de Craig, pero él la bloquea. Lo
intenta de nuevo, agacha la cabeza y camina con un poco más de
determinación, pero Craig la sujeta por la cola de caballo y la jala de
regreso al salón. Algunos de sus idiotas compañeros ríen.
—Hey, tú —le digo—, ya déjala ir, válvula de saliva andante.
—Es su problema —sisea Kate—. No te metas.
Sé que no debería intervenir, en un nivel de básica supervivencia. Que
es quizá lo más asqueroso de todo.
—Hey, Sheena —dice Craig—. Ya que estás tan bien vestida y no tienes
adónde ir, ¿quieres bailar?
Él asiente hacia sus amigos, y algunos de los chicos de la banda
comienzan a tocar descuidadamente. Sheena salta a una silla para evitar ser
parte de su estúpida broma, pero Craig se pone entonces de rodillas frente a
ella, como si le estuviera dedicando una serenata, lo que hace que ella se
ponga roja… de ira. Salta de la silla para intentar llegar hasta la puerta.
Craig la toma entonces del brazo y la hace girar en una parodia de un
movimiento de baile. Un par de los tipos grandes y fornidos de percusiones
deciden unirse a Craig y comienzan a girar frente a las puertas dobles, de
manera que Sheena no pueda salir del aula. Bailan frente a ella, girando y
meneando sus traseros, y luego dan la vuelta y empujan sus caderas hacia
delante para mover sus… otras cositas.
En caso de que no lo sepas: los chicos de la banda pueden ser
sorprendentemente impúdicos. Cuando la señorita Genovese regresa, el
salón es como un rodeo mezclado con un cabaret, y apenas consigue
controlarnos y recuperar las riendas.
—Está bien —cruza sus delgados bracitos—. ¿Quién comenzó todo
esto?
Estoy a punto de señalar a Craig Whitestone, pero Kate me sostiene el
dedo. Al menos la mitad de la clase apunta a Sheena.
—Señorita Rollins —dice la señorita Genovese con algunos cacareos
secos—. Se quedará castigada después de las clases. En el primer día.
Impresionante, de verdad.
Sheena se deja caer en su silla. Parece lista para romper su oboe en
pedazos y salir del aula. Pero no lo hace. Se queda porque tiene que hacerlo,
y todo el mundo hace de su vida un infierno porque… bueno, porque así es
la escuela.
La mayor parte del tormento de Sheena provenía exclusivamente de los
chicos populares hace unos años. Pero en la preparatoria, he notado que este
tipo de comportamiento se propaga a todos los estudiantes que,
colectivamente, se esfuerzan en hacer la vida cada vez más miserable a
quienes no encajan. Tal vez haya visto demasiadas películas de terror con
Dash, pero la verdad parece bastante clara. La preparatoria es un monstruo
y está devorando a todos los que conozco.
Capítulo tres
9 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Entre más miro, más veo la naturaleza monstruosa de la preparatoria.


Específicamente, en Hawkins. Aquí está el paradójico problema: o caes en
la trampa mortal de tratar de ser como el resto, o te devoran por ser
diferente.
Dos días después de que Sheena intentó salir del salón de la banda, la
veo frente a su casillero. A menudo, de su casillero caen en cascada objetos
que los otros estudiantes introducen a través de las ranuras del metal:
diamantina blanca, notas desagradables, condones.
Hoy, ella está ahí parada, parpadeando ante sus libros de texto, negando
con la cabeza. Intenta abrir uno, pero no puede. Un imbécil los llevó a la
carpintería, los cortó por la mitad y volvió a pegarlos.
—¿Quién tiene tiempo para hacer algo así? —murmuro.
Luego, me apresuro a ayudarla.
—Sheena… —digo, pero ella no me escucha o no quiere mi lástima. Ya
se está moviendo rápido hacia el otro extremo del pasillo, donde arroja sus
libros de texto a la basura.
Una maestra la sorprende y la detiene por arruinar propiedad de la
escuela.
Esa maestra, la señorita Garvey, la acompaña a la oficina del director,
pone una mano en el hombro de Sheena y dice con su voz más suave:
—Este tipo de cosas no sucederían si te esforzaras un poquitín en que
los otros estudiantes te entendieran, Sheena.
Estoy a un poquitín de vomitar en los zapatos de la señorita Garvey.
Pienso en ir directamente a la oficina del director y contarle todo lo que
acabo de ver. Pero ¿le importaría? ¿O terminaría yo castigada junto con
Sheena por señalar que esta escuela está plagada de delincuentes? La
respuesta es obvia, así que en lugar de luchar contra el monstruo de muchas
cabezas que es la Preparatoria Hawkins, me largo.
No hay práctica de campo los viernes y nuestro primer juego de la
temporada será hasta la próxima semana. Un segundo después de que suena
la última campana, ya estoy sacando mi bicicleta del estacionamiento
especial. Antes era de mamá. Está cubierta con sus viejas calcomanías de
flores y el manillar termina en los tristes y regordetes restos de serpentinas
que intenté arrancar cuando tenía trece años. Posee una sola velocidad, y
todos los días tiene que codearse con un montón de brillantes Huffy y
Schwinn de diez velocidades. Me subo al asiento tipo banana (¡auch!, cada
vez) y me alejo rápidamente.
Andar sola en mi bicicleta por ahí es la mejor sensación del mundo.
Como beneficio adicional, la brisa hace que mi cabello se mueva detrás de
mí y dejo de oler mi permanente. Cuadra tras cuadra, la acera traquetea bajo
mis llantas. Los árboles son de un verde intenso y las casas de un blanco
almidonado.
Mientras avanzo en la bicicleta por un tramo liso de acera, tomo mi
Walkman y lo enciendo. No necesito revisar lo que hay ahí, siempre tengo
mis cintas de idiomas.
Cinta de Francés 2, lado 1, “Clima”, clic.
—Le temps —dice una mujer con su voz muy suave y muy francesa.
—Le temps —murmuro.
—La tempête.
—La tempête.
—La brise.
—La brise.
Estoy alcanzando un buen ritmo cuando un auto pasa a toda velocidad,
lejos de la preparatoria, y me toca la bocina, así que salgo del momento con
un sobresalto y casi termino en el pavimento. Llevo una mano a mi
Walkman. Está bien. Pero fácilmente podría haberse caído y hecho añicos, y
ya no tendría manera de escuchar las cintas de idiomas que rogué a mis
padres que me compraran en octavo grado (después de ver un infomercial,
nada menos).
Manejo como una experta, quito las manos del manubrio y exhibo
ambos dedos medios levantados al aire, con una sonrisa.
—¡Ahógate en gasolina! —grito.
—¡Muérete, perdedora! —grita alguien en respuesta.
—Qué poca imaginación —empujo hacia abajo mis pedales y me pongo
de pie para gritar, antes de que queden fuera de mi alcance—. ¡Necesitan
que alguien les enseñe a responder mejor!
No sé quién está conduciendo. Probablemente ellos tampoco vieron
quién era yo; el mero hecho de que estén en un automóvil y yo en una
bicicleta vieja es suficiente. Dinámica de poder establecida. Perdida, al
parecer. Pero no se trata en realidad de ganadores y perdedores. Todos
vivimos en un pequeño pueblo de Indiana. No hay nada grande o brillante
que ganar. Creo que la gente lo sabe, aunque no quiera admitirlo. Esto
significa que escupir a la gente (literal o metafóricamente) es sólo otra
forma de pasar el tiempo. Estoy absolutamente convencida de que mis
dedos medios se ejercitarían menos si viviéramos en un lugar donde
tuviéramos cosas que hacer, cosas que importaran. Pero vivo en Hawkins.
Si me quedo aquí el tiempo suficiente, me convertiré en la Jane Fonda de
los dedos medios.
Mis manos regresan al manubrio. Agrego algunos repiqueteos de mi
timbre de metal por si acaso el idiota que pasó a mi lado todavía me está
prestando atención.
Sigo pedaleando hacia las afueras del pueblo, donde hay más nubes que
autos. El día es prístino, pero tomar el camino largo, más allá de los campos
y alrededor de la presa, está empezando a volverse contra mí. Me da tiempo
para pensar en cómo el espectáculo de terror de un chico popular en ese
auto es sólo una de las muchas garras del monstruo. Su alcance va mucho
más allá de la propia escuela. Y eso significa que nunca podré escapar de él.
No mientras viva aquí.
Sin embargo, no hay nada que pueda hacer al respecto. Estoy atrapada
en un pueblo tan normal que, de hecho, duele. Un pueblo donde a lo normal
le han crecido dientes.
Para cuando llego a casa, estoy lista para dejar salir algo de esta
frustración. Tomo la llave de repuesto de su escondite, debajo de una
jardinera, y al momento de entrar, ya estoy gritando:
—¡No puedo creer que hayan elegido vivir aquí por gusto!
Mamá está bailando alrededor de la sala con un suéter de ganchillo que
termina cerca de su ombligo, ajustado sobre un vestido largo y vaporoso.
Tiene los ojos cerrados, chasquea los dedos. La mayoría de las veces,
cuando llego a casa, ella todavía está en el trabajo y me recibe siempre una
casa vacía, pero hoy llegó temprano.
—¿No puedes creer qué, cariño?
Un disco gira sobre la base de madera tallada, dejando escapar los
predecibles sonidos de una voz quejumbrosa que insiste en que si alguien
no los ama ahora, nunca más volverá a amarlos. Mamá está drogada a las
cuatro de la tarde, escuchando a Fleetwood Mac.
—No puedo creer que hayan elegido vivir aquí —digo.
—Esas palabras son tan mordaces, Robin —dice en un tono de susurro
—. ¿Puedes empezar de nuevo desde un lugar de paz?
Cuando comienza a hablar con mantras, sé que no obtendré respuesta.
Por lo general, entierro este tema bajo la alfombra, me busco un
bocadillo y voy a mi habitación a sacar mi tarea, para trabajar en lo que
realmente me gusta: los idiomas. Hasta ahora estoy estudiando cuatro
(inglés, español, francés, italiano) y quiero dominar cada uno de ellos antes
de agregar más.
Pero algo sobre considerar el resto del segundo año está empezando a
alterar mi cabeza, y la rutina normal no funcionará. Me acerco al tocadiscos
y bajo el volumen. Mamá abre los ojos de súbito; no le gusta que alguien
interrumpa sus discos. Le preocupa tanto que se rayen como a otras
personas les preocuparía herir los sentimientos de un amigo.
—¿Sabías que crearon esta canción uniendo piezas de otras canciones?
—pregunta en un estado de ensueño, hiperdeslumbrada. Uno imaginaría
que Fleetwood Mac solo y sin ayuda (¿quíntuplemente solos?) logró la paz
mundial.
—¿Sabes que tienen dos álbumes nuevos después de Rumours?
—Ninguno es tan bueno —dice—. Robin, cariño, sabes lo que siento
con respecto a esto. La gente está obsesionada con lo nuevo.
En verdad, sé de lo que está hablando. Todos en la escuela devoran las
nuevas modas, las nuevas tendencias, la nueva tecnología. Milton
colecciona obsesivamente cualquier cosa que pueda reproducir New Wave,
desde un sintetizador hasta cartuchos de ocho pistas. Dash tiene una docena
de suéteres grises con cuello en V que jura que son de diferentes marcas, a
pesar de que se ven exactamente igual en su cuerpo delgado, y tiene un
preparatoriano par de Sperry Top-Siders para cada día de la semana. A Kate
sólo se le permite tener cosas que pueda usar para ir a la iglesia, lo que
significa que ha gastado los últimos cinco años de su mesada en un
guardarropa secreto que mantiene en su casillero del gimnasio de la escuela.
En este momento está coleccionando cintas de encaje para la cabeza
demasiado costosas, porque quiere parecerse a una nueva cantante de pop
con un nombre severamente católico.
Pero el Escuadrón Peculiar es un ejemplo bastante soso, en realidad.
Tam y sus amigas parecen estrenar un nuevo labial o un tono de delineador
de ojos distinto todos los días. Y no me des un megáfono ni me preguntes
cuánto debe gastar Steve Harrington en productos para el cabello y anteojos
de sol gruesos y poco favorecedores, porque la gente en Michigan se
enterará de todo.
Se supone que todo en nuestras vidas debe ser brillante, de una gran
tienda o asquerosamente costoso. Estos elementos son la Santísima
Trinidad. Otra cosa en la que el monstruo de la preparatoria es bueno: un
consumo constante y cada vez más acelerado. Ni siquiera intento seguir el
ritmo. Me encantan los libros de bolsillo maltratados que encuentro en la
venta de libros de la biblioteca. Las únicas piezas de tecnología que poseo
son un Walkman barato para escuchar mis cintas de idiomas y una cámara
Polaroid que Kate me regaló de cumpleaños la primavera pasada (y
sospecho que era su modelo viejo, porque ella tenía una ocho milímetros
más nueva y brillante). La mayor parte de mi ropa es vintage o heredada por
varios “primos”. (No son mis primos en realidad, sino los hijos de los
amigos hippies de papá y mamá. Y tienen muchos hijos.)
Estoy de acuerdo con mamá en esto.
Pero ese argumento tiene otra cara.
—Tú y papá están demasiado interesados en las cosas viejas. Si algo se
hizo en los años sesenta, de inmediato piensas que es sagrado. Sabes que no
puedes adorar el macramé y las lámparas de lava, ¿verdad?
Mamá se cruza de brazos y me mira con los ojos entrecerrados, su
estado genial se ve interrumpido por completo.
—En serio, ¿cómo terminaron dos absolutos hijos de las flores varados
en Hawkins, Indiana? —pregunto, dejándome caer en la alfombra y
metiendo los pies debajo de mí. Es una batalla de la progenie contra los
padres, y me quedaré aquí hasta que me cuente la verdad.
—¿En verdad necesitas saberlo? —pregunta mamá.
—En verdad.
No hago muchas preguntas a mamá y papá o, si las formulo, suelen ser
retóricas. No exijo respuestas. Siempre he sido una “niña fácil”, como me
llama mamá: fluyo con las cosas y nunca me meto en problemas. Quizá sea
la novedad de este momento lo que la hace sospechar, o tal vez
simplemente no le gusta hablar de su pasado, a menos que sea en sus
propios términos.
—¿Para qué?
—Un proyecto de la escuela —digo encogiéndome de hombros—.
Sobre nuestros orígenes.
Soy buena para reaccionar rápido. ¿Ya lo había mencionado?
Mamá ríe y hace girar sus brazaletes al ritmo del arrullo agudo de “You
Make Loving Fun”.
—Tu origen fue en la parte trasera de una vagoneta Volkswagen después
de una noche particularmente mágica en la costa de Oregón…
Me cubro los oídos con las manos, me incorporo de un salto y me aparto
de esta situación descaradamente inaceptable.
En mi habitación, me coloco los audífonos metálicos y vuelvo a
encender el Walkman. Retoma la cinta de Francés 2, lado 1, “Saludos y
despedidas”, pero el tono suave y monótono de la voz de la mujer que dice
“Bonjour! Salut! Coucou! Allô? Au revoir! Je suis désolée, mais je dois y
aller” no me viene bien en este momento.
Recurro a mi limitada selección de música verdadera y pongo el disco
de Stevie Nicks, Bella Donna, para competir con el eterno Fleetwood Mac
de mamá. Es apenas un pequeño acto de rebeldía, pero alivia la picazón.
Paso directamente a la apertura superdramática de “Edge of Seventeen”. La
música se derrama sobre mí mientras me arrojo sobre la alfombra.
Miro fijamente el techo.
El techo me mira fijamente.
Estoy aquí atrapada, definitivamente atrapada, y no sé qué hacer. Stevie
Nicks, a su manera ominosa, me recuerda que ni siquiera estoy cerca de los
diecisiete. Hay una especie de esperanza en los diecisiete, una promesa de
aventura con la que sólo puedo soñar. Más allá de eso, los dieciocho están
esperando. Y la libertad. Y el resto de mi vida.
Sólo tengo quince años y medio.
Nadie escribe canciones sobre eso.
Capítulo cuatro
10 DE SEPTIEMBRE DE 1983

En Hawkins, incluso un viaje al supermercado puede resultar complicado.


Sólo estoy aquí para comprar la comida chatarra necesaria para mi
reunión de sábado con Kate, pero me quedo atascada en la fila de la caja
detrás de una mamá que reconozco de la escuela. La señora Wheeler. Su
hija, Nancy, no parece estar con ella, pero viene acompañada por cuatro
personitas, y al menos una de ellas es su descendencia. Todos están dando
vueltas en lugar de ayudarla, bombardeando el pasillo de los cereales,
gritándose cosas crípticas a través de walkie-talkies.
—Está bien, Mike —llama la señora Wheeler en su tono más indulgente
—. No seas demasiado salvaje, ¿de acuerdo?
Mike, su extremadamente pálido hijo, le gruñe y huye corriendo.
—Son unos auténticos demonios —admite la señora Wheeler a la mujer
con gesto de abuela que trabaja en la caja, y ambas sueltan una risita.
Qué gran broma.
La señora Wheeler lleva un vestido blanco y tacones altos de color rosa,
y su cabello está peinado en una tempestad rubia. Hay una enorme cantidad
de comida en su carrito, pero parece que necesita recibir urgentemente una
pequeña charla nutricional. Literalmente, no deja de parlotear con la cajera.
Habla sobre la nueva señal de alto que pusieron (parece que las pautas de
tránsito son un gran problema cuando no tienes otra cosa de que hablar).
Cuando todo está registrado, la mujer voltea. Su fachada se desliza por
un segundo, su voz suena más como una sargento de instrucción que una
edulcorada mamá de televisión.
—¡Mike! ¡Trae a tus amigos aquí y ayuden con las bolsas!
Su fantasmal hijo responde con un alarido:
—Mamá. ¡Estamos ocupados!
Las manchas de rubor en las mejillas de la mujer se tensan mientras
hace muecas.
—Bien, Mike, sólo… ¿se reúnen conmigo afuera?
Mike refunfuña y aprieta un botón de su walkie-talkie.
—Nos encontraremos con la Medusa Rubia afuera.
La señora Wheeler suspira. Luce miserable, pero tiene los dientes
trabados en una sonrisa tensa mientras voltea hacia el chico que está
empaquetando sus compras.
—¿Podemos darnos prisa, por favor? —le pregunta.
—Lo siento, señora Wheeler.
Ella frunce el ceño y continúa reprendiéndolo, con la sonrisa presente
todo el tiempo, porque él no está empacando “como se debe”. La señora
Wheeler parece perfectamente cómoda tratando a este joven como su
criado, como si de alguna manera estuviera por debajo de ella. Siento como
si estuviera observando el orden social de la preparatoria en la vida salvaje.
Nada de eso se detiene cuando nos graduamos, no mientras permanezcamos
aquí, en Hawkins; simplemente evoluciona, toma nuevas formas.
Cuando la señora Wheeler (por fin) se mueve, dejo caer mis M&M’s y
la barra de Milky Way ya un poco derretida en el mostrador, y espero a que
la señora de la caja me llame mientras busco en los bolsillos de mi
chamarra de mezclilla el cambio.
La señora Wheeler me mira directamente y dice:
—Oh, cariño, ¿sólo dulces? Tienes tanta suerte de no tener que
preocuparte por tu figura todavía —alisa la parte delantera de su vestido,
mostrando un estómago Jazzercise en verdad tonificado—. Recuerdo haber
sido así cuando estaba en la preparatoria. Yo era igual que tú.
Río. No puedo evitarlo.
No hay forma de que la señora Wheeler fuera como yo en la
preparatoria. Ella debe haber sido de lo más popular.
—Oh, crees que sólo soy una vieja y tonta mujer —dice, aunque no es
ni remotamente vieja—. Pero crecí en Hawkins y puedo asegurarte que esos
días de escuela son dorados. Deberías disfrutarlos. Tienes que disfrutar de
las cosas… —mira por el aparador de vidrio de la tienda, donde los cuatro
pequeños salvajes fingen ser espías— mientras puedas.
¿Qué les sucede a las personas que ya nada disfrutan?, quiero
preguntar. ¿Qué tanto empeorará para nosotros? ¿Qué destino horrible
tiene preparado este pueblo para cualquiera que no esté en la cima del
orden social?
No le pregunto nada de eso, por supuesto.
Dejo un montón de cambio en el mostrador, tomo mis golosinas y corro.
Capítulo cinco
10 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Para cuando llego a casa de Kate, el Milky Way está prácticamente


derretido.
—Pasa —dice ella—. No hay padres en la costa.
Kate tiene ese tipo de padres que van a la iglesia dos veces los fines de
semana y se quedan allí prácticamente todo el día. Una vez que
comenzamos la preparatoria, se le permitió decidir si quería saltarse los
servicios del sábado, siempre y cuando asistiera al grupo de jóvenes los
martes por la noche. No le tomó mucho tiempo comprender que los puntos
que obtendría por un fin de semana doble en la iglesia nunca podrían
superar el tener una séptima parte de la semana para ella sola.
Ya se vistió con su guardarropa secreto. (Guarda un atuendo para el fin
de semana en su mochila.) Ambas llevamos pantalones con estribo y
camisetas extragrandes en colores brillantes y semicontrastantes. (Verde
azulado y amarillo brillante para mí, fucsia y naranja para Kate.) Mi estilo
diario es un poco más de jeans y camisetas de segunda mano, pero a Kate le
encanta que combinemos.
Hacemos palomitas de maíz en la estufa (sus padres no creen en el
microondas) y las servimos en un tazón grande. Vierto toda la caja de
M&M’s encima. Tuve que pasar por ellos de camino porque ninguna de
nuestras unidades parentales confía en el azúcar procesada.
—Ahhh —dice Kate, clavando ambas manos en el tazón—. Comida de
dioses.
—¿No es la ambrosía? —pregunto.
—Si hubiera dioses en Hawkins, definitivamente comerían esto —dice,
masticando.
—Escuché ese si —digo, burlándome de ella con mi voz plana como
granjera del Medio Oeste—. ¿Y dioses? ¿En plural?
—¡Blasfemia al cuadrado! Es bueno no tener hermanos menores que
puedan delatarme.
Ninguna de las dos tenemos hermanos. Mis padres me engendraron por
accidente (nadie se embaraza en una vagoneta intencionalmente), mientras
que Kate fue adoptada. De alguna manera, tenemos mucho en común; de
otra, nuestras familias no podrían ser más diferentes.
Una vez hicimos una lista, comparando y contrastando ambas familias.
En una columna teníamos cosas como “no confían en el gobierno” y
“demasiadas verduras al vapor”. En la otra, “La casa de Kate siempre está
impecable” versus “La casa de Robin huele a perro aunque no tenga
mascota”.
—Llevemos esto al estudio —dice Kate, agarrando el tazón y un ginger
ale frío para cada una. Sus padres tienen un extraño resquicio legal para el
ginger ale; al parecer, dado que está hecho de una raíz, está permitido.
Nos acomodamos en el sofá de cuadros marrones y enciendo la
televisión; recorro los canales hasta encontrar las noticias. El presentador
está en medio de un segmento sobre Radio Shack y una nueva computadora
a color que están lanzando, la CoCo2.
—¿CoCo2? —pregunto, probando el nombre—. Suena más a un
chimpancé experimental que a una computadora.
—Los científicos son excelentes para descubrir cosas, no para
nombrarlas —señala Kate—. ¿Por qué crees que prefieren el griego y el
latín? Hace que todo suene elegante y respetable, cuando en realidad están
ocultando el hecho de que, abandonados a sus propios recursos, nombrarían
planetas como Neville, en honor a algún científico que por casualidad tenía
apuntado su telescopio en la dirección correcta.
—Hey —digo, falsamente ofendida—. Robin sería un planeta
superlativo. Boletos de ida gratis para cualquiera que necesite empezar de
nuevo.
Vaya, bromear sobre dejar la Tierra no debería ponerme tan melancólica.
—¿Podemos cambiar de canal, por favor? —pregunta Kate, levantando
el control remoto—. Es mi único día libre de una dieta completamente
educativa. Quiero mi MTV.
—Sabes que mi papá cree que el gobierno mete mensajes subliminales
en las noticias. Tengo que llenarme del mundo exterior mientras pueda.
—Está bien —suspira Kate—. Supongo que me mantiene actualizada
sobre las cosas que podría necesitar saber para un debate.
—Exacto. Por ejemplo, si CoCo2 desarrollará sensibilidad o no y si
Radio Shack liderará la lucha por la supervivencia humana en la rebelión de
las máquinas.
—Yo me quedo con la postura negativa.
—Entonces… ¿los robots ganan?
—No sabes nada sobre un debate, en serio —suspira Kate—. Desearía
poder chantajearte para que tomaras al menos una actividad extraescolar.
—No es probable.
Kate, Dash y Milton son de esas personas a las que les encanta unirse a
todos los grupos. Además de la banda del equipo deportivo en el otoño y la
banda de concierto en la primavera, todos son oficiales en el consejo
estudiantil y varios otros clubes en los que ni siquiera puedo imaginarme
participando. No importa cuánto necesite integrarme para evitar un destino
como el de Sheena Rollins —sólo otra nerd, nada hay que ver aquí—, lo
único que parece que no puedo soportar son los clubes semiacadémicos
donde la gente pasa todo su tiempo tratando de superarse intelectualmente
uno al otro. Me hacen poner los ojos en blanco hasta un punto de verdadera
tensión.
El presentador de noticias comienza con los deportes. Algo sobre
Martina Navratilova haciendo algo con una pelota de tenis.
Kate se sienta con las piernas cruzadas frente a mí, lo que significa que
en realidad no puedo ver la televisión, pero está bien porque todavía
tenemos cinco minutos de deportes antes de que vuelvan a temas más
sustanciosos. Es la cantidad perfecta de tiempo para trenzar el cabello de
Kate. Nos hicimos juntas nuestras permanentes en casa en agosto (para que
el olor alcanzara a desvanecerse un poco cuando empezáramos la escuela),
pero ella asegura que debe dormir con trenzas de cualquier manera. Para
“duplicar su volumen”, dice.
—Gracias —acaricia las trenzas como si fueran mascotas que se han
portado bien cuando termino—. ¿Quieres que trence el tuyo?
—Está bien —mis rizos no necesitan más estímulo—. En realidad,
debería cortarme el cabello —odio esta permanente, pero ayuda con todo el
asunto de la integración. Es lo normal de la nerd de la banda—. Por lo
menos, debería cortar las partes que tocaron los chicles viejos. Han pasado
días y juro que todavía puedo sentirlos…
—¿Quieres que te afeite la cabeza con una rasuradora de mi padre? —
pregunta Kate.
Sé que está bromeando, pero lo considero seriamente por un segundo.
—Papá nunca lo superaría —admito—. Lo cual es gracioso, porque él
habla mucho sobre cómo se enfrentó con sus padres por haberse dejado
crecer el cabello. Mamá fingiría que está orgullosa de mí para hacer que
papá se rinda ante la humanidad, pero estoy bastante segura de que ella
también lo odiaría en secreto. Voy a sentir los chicles fantasma en mi
cabello para siempre, gracias.
—No puedo creer que haya sucedido frente a Steve Harrington y que ni
siquiera haya hecho una sola horrible broma —dice Kate—. Quizás está
evolucionando.
Kate siempre tiene esperanza en los chicos y su evolución, como si
fueran una especie que no se ha puesto al día. Sin embargo, ésa no es la
realidad. Ellos simplemente están sujetos a estándares por completo
diferentes, como cuando jugamos limbo en la clase de deportes y, de pronto,
después de que la barra se ha ido bajando más y más para todos, por turno,
recupera su altura inicial cuando un chico superpopular se sitúa al frente de
la fila.
Bien, ahora me estoy preguntando por qué jugamos limbo en la clase de
deportes.
¿De qué manera el hacer fila durante la mayor parte del tiempo y luego
casi rompernos la espalda nos podría volver más atléticos?
—Steve Harrington siempre será el mismo —digo—. Va a apestar igual
por siempre.
Kate se gira hacia mí y saca las últimas palomitas de maíz del tazón.
Unos cuantos M&M’s chocan entre sí. Me deja comer los trozos de
caramelo que se cubren de sal, junto con los granos quemados; soy el bicho
raro al que le gustan más las palomitas a medio explotar.
—Escuché que a Steve le gusta Nancy Wheeler. Eso parece un territorio
nuevo para él.
Kate está extremadamente conectada con los chismes de los estudiantes
de último año porque está tan avanzada en algunas de sus clases que
tuvieron que adelantarla.
—¿En serio? —pregunto con un desagradable aumento de interés—.
Nancy Wheeler no parece ser su tipo.
—¿Quién sí? —pregunta Kate. No es un tono a la defensiva, en verdad
quiere saber. Le gusta tener toda la información.
Pienso en Steve Harrington sonriéndole a Tam en la clase de Historia.
Ha sucedido todas las mañanas, como un reloj.
Cada vez, ella se torna rojo brillante. ¿Quizá sea alguna reacción
alérgica?
—No lo sé. A Steve parece que le gustan las chicas que son un poco
más… —pienso en Tam, cantando todas las mañanas. ¿Él notará cómo se
ve Tam cuando está muy concentrada, hasta las arrugas que se forman en
los bordes de sus ojos? ¿Ve cómo ella inclina la cabeza hacia atrás en las
notas bajas?
—Parece que tienes un gran interés personal en este tema, Robin —dice
Kate—. Si no te conociera tan bien, pensaría que te gusta Steve Harrington.
Estoy a punto de protestar con todo mi corazón.
Pero entonces el presentador de noticias cambia de tono y se siente
como si se formaran nubes de tormenta en el gran cielo abierto. Me pica la
piel. Conozco ese tono. Es la forma en que siempre suenan cuando hablan
de la epidemia.
—Según el informe de ayer, el CDC ha descartado todas las formas de
contacto casual —anuncia el presentador—. El virus del SIDA no se puede
transmitir por alimentos, agua, aire o superficies ambientales. Si bien esto
elimina una serie de vectores de la enfermedad, la tasa de transmisión entre
los homosexuales sigue siendo lo suficientemente alta para causar…
Kate deja escapar un suspiro y apaga el televisor, de manera
concluyente.
—Tal vez eso haga que mis padres dejen de hablar de todo esto como si
fuera a invadir sus vidas perfectas.
No sé si se refiere a los homosexuales o al sida.
Como sea, mucha gente en Hawkins parece hablar de ellos básicamente
como si fueran lo mismo, una enfermedad contagiosa.
Cada vez que escucho algo así, mi garganta se congela y un escalofrío
profundo comienza a extenderse por mi cuerpo. En cuanto las palabras
golpean mi cerebro, mis funciones vitales comienzan a apagarse. No puedo
respirar, ni hablar ni comer.
Nadie más parece reaccionar con tanta fuerza, ni siquiera mis padres,
que tienen tolerancia cero con las conversaciones deshumanizadas. Sin
embargo, no parecen quedarse helados como yo. No sé por qué soy la única
con un ladrillo congelado donde suele estar mi estómago cuando alguien
menciona a los homosexuales.
—Muy bien, volvamos al asunto en cuestión —dice Kate, golpeando el
control remoto contra su palma—. No vas a escapar de esto.
—¿De qué? —agarro el tazón de palomitas de maíz y salgo de la
guarida. Como si alejarme de la televisión cambiara el tema del que se
hablaba en las noticias.
—¿Quién te gusta? —pregunta Kate, siguiendo mis pasos.
—Oh. Mmmm. ¿Quién te gusta? —repito la pregunta, aturdida.
—No, no, no —dice ella—. No vas a evadir el tema esta vez. Y además,
sabes que a mí me gusta Dash. He estado hablando de eso sin parar durante
todo el verano. Pero tú no me has hablado de ningún enamoramiento desde
que estábamos en octavo.
—No he tenido ningún enamoramiento desde octavo grado.
Y ése fue inventado. En una pijamada de Halloween en casa de Wendy
DeWan, todas me presionaron tanto que solté el nombre de un chico, a
pesar de que en realidad no me atraía. En la secundaria, decir que te gustaba
un chico se sentía importante, al borde de la obligación.
—¿Estás segura de que ya superaste a Matthew Manes? —pregunta
Kate.
Matthew Manes es un chico que pasa la mayor parte de su tiempo solo
en la pista de patinaje, trabajando en sus rutinas, como si fuera un patinador
sobre hielo entrenando para los Juegos Olímpicos. Me gusta el patinaje
sobre hielo tanto como a cualquiera, pero Matthew Manes fue sólo un
nombre que saqué de la nada. Nunca fue alguien a quien quisiera besar. Ni
patinar con él siquiera.
Tomo otro ginger ale. ¿No se supone que esto cura los dolores de
estómago? Pero sigo con un gran dolor y la conversación no está ayudando.
—Sólo creo que esperaré hasta después de la preparatoria para cultivar
una vida amorosa.
—¿Por qué? —Kate parece genuinamente perpleja. Ella es una de esas
estudiantes tan buenas para hacer sus tareas que cuando las personas son
más complicadas que los problemas de álgebra, se frustra un poco.
—Las relaciones de la preparatoria son fugaces —digo—. Mientras que
los escuadrones de la banda son para siempre.
Kate ríe con mi intento de cambiar el rumbo, pero no me la he sacudido
del todo.
—Eso no niega mi punto. Deberías conseguir un novio. Alguno.
—No dirías que me conforme con cualquier compañero de estudio, pero
crees que debería acorralar al primer chico que vea en la cafetería y…
¿entonces qué? ¿Sólo besarlo? ¿Y luego informarle que desde ahora
pasaremos todos los viernes por la noche juntos para cumplir con el
contrato social? —mi estómago es un gran nudo gordiano en este momento.
Ella suspira.
—Lo estás haciendo sonar tan difícil. Tener citas en la preparatoria es
divertido. Es bueno para ti. Es práctica. No irías al torneo estatal a debatir si
no hubieras practicado, ¿verdad?
—Voy a adoptar una postura negativa.
—¡Ni siquiera sabes lo que eso significa!
—Sé que no puedo imaginarme practicando con ninguno de los chicos
de nuestra escuela. ¿Y para qué sería este ensayo?
—La vida —dice Kate con voz soñadora—. Vamos a crecer en algún
momento, Robin. Pronto. Piensa en ello matemáticamente. Estamos más
cerca del matrimonio y los bebés que de ser niñas…
Y entonces, hago un gesto con la boca como si fuera a vomitar.
Sin ofender a Kate, pero… puaj.
En lo único que puedo pensar es en la señora Wheeler bloqueando la
caja registradora de la tienda, con su vestido desesperadamente agradable,
la sonrisa falsa en su sitio.
No hay suficiente ginger ale en el mundo para eliminar este extraño
sabor de mi boca, pero me trago el resto de la lata de cualquier manera.
—No quiero eso —digo, con la última de las burbujas todavía
haciéndome cosquillas en la nariz—. Quiero algo más que eso.
—Ése va a ser un problema —señala con firmeza. Su tono no es
desagradable ni condescendiente. Es más como si quisiera que yo escuche y
entienda cada palabra de lo que dice—. Nuestras vidas ya están marcadas, y
cualquiera que quiera cambiarlo tendría que trazar una línea tajante en una
dirección diferente, lo cual puede ser más difícil de lo que imaginas. Porque
tú no eres una rebelde, Robin. Eres una nerd.
—Kate —digo, dejando el ginger ale y lanzándome sobre ella en un
abrazo torbellino—. Eres un genio.
—¡Exacto! —dice, aplastada contra mi hombro—. Porque yo también
soy una nerd.
Y entonces salgo por la puerta trasera y agarro mi bicicleta, mientras
Kate me grita.
—¿Espera, adónde vas? ¡Me prometiste que finalmente escucharíamos a
Madonna juntas!
Capítulo seis
10 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Una hora más tarde, estoy parada sobre mi cama, mirando al suelo, que
está cubierto de fotografías antiguas y brillantes.
Evidencias de rebelión.
El noventa y cinco por ciento del piso corresponde a las rebeliones de
mis padres. No se limitaron a quedarse sentados en los salones de clase de
la preparatoria para esperar a ser devorados por la banalidad. No se
quedaron quietos, no se rindieron.
Faltaban a la escuela por varios días seguidos, se marchaban veranos
completos, siguieron moviéndose en lugar de comprometerse con la
universidad de inmediato, viajaron de un lado a otro por la costa oeste y por
todo el país cuando sólo tenían unos pocos años más que yo. Sus fotos se
ven desteñidas por el sol, sin posar. Miran a la cámara o a lo lejos a través
de lentes de sol redondos. Mamá está con los senos al aire en algunas.
(¡Dios!) Papá exhibe una barba en la que los pájaros podrían anidar. Se
paran con los brazos a los lados, en posiciones casuales y, sin embargo, de
alguna manera desafiantes, rodeados de los amigos y personas con quienes
estaban saliendo. Excepto que no usaban esa palabra.
No puedo decir amantes, ni siquiera en mi cabeza.
A mamá le encanta hablar sobre el amor libre. ¿Pero en verdad creen en
eso todavía? ¿Ahora que están casados y comparten cosas como pastel de
carne todos los martes? ¿Cuánto tiempo tiene que permanecer alguien en
Hawkins antes de volverse irremediablemente común?
Me tiro al suelo y me abro un espacio en medio de las fotos. Las saqué
de los álbumes en cuanto llegué de la casa de Kate. Me dijo que yo no soy
una rebelde, y tiene razón.
Mis padres iban a protestas y a fiestas, dormían en las playas y en los
departamentos de amigos que acababan de conocer ese mismo día. Pusieron
flores en todos los lugares que pudieron imaginar. En el piso hay cientos de
fotos de ellos. Tantas que no puedo ver la alfombra beige debajo.
Una pequeña y triste porción del piso corresponde a mis rebeliones.
La vez que me puse goma de mascar en el cabello a propósito y mamá
me cortó un gran trozo con unas tijeras de cocina. (Lo cual, a la luz de la
clase de la señora Click a principios de esta semana, se siente irónico. O tal
vez, simplemente un mal presagio.) La vez que me negué a ir a casa de la
abuela Minerva en Navidad, porque ella siempre me obligaba a usar un
vestido de terciopelo rosa que me raspaba, y para cuando estaba en
secundaria ya me quedaba demasiado pequeño, así que me quedé en casa
con el ponche de huevo y le añadí una taza de algo que olía a esmalte de
uñas del mueble de licores de papá… que vomité de inmediato. La vez que,
cuando apenas comenzaba la preparatoria, descubrí que no ofrecían idiomas
extranjeros, así que decidí que sólo respondería en francés a cualquiera que
me hablara.
No encuentro una sola rebelión en el último año.
Eso no es una coincidencia, en realidad. Pensé que camuflarme como
una nerd de la banda y mantener la cabeza gacha durante el resto de la
preparatoria me ayudaría a pasar cuatro años desgarradores, pero ni siquiera
voy a la mitad del camino.
Y luego, está la vida después de la preparatoria. ¿Qué tipo de monstruos
están esperando en Hawkins cuando termine? ¿Qué pasa si la señora
Wheeler tiene razón y es verdad que sólo empeora a partir de ahora? Si no
aprendo a escapar ahora, tal vez nunca lo haga.
Por supuesto, no es como que pueda simplemente correr hacia los
brazos abiertos de los hippies. Estamos en los ochenta. Los adolescentes ya
no dejan sus vidas atrás por una promesa de libertad ilimitada y pantalones
acampanados.
Pero eso no significa que tenga que quedarme en Hawkins cada minuto
hasta que me gradúe. Debe haber otras posibilidades, unas que concilien
con mis puntos fuertes. Miro la pila de libros en mi escritorio, las novelas
que ahora puedo leer en otros tres idiomas, los entrañables diccionarios de
idiomas que compré para aprender palabras nuevas y otras formas de
pensar.
Papá llama a mi puerta. (Sé que es él: siempre da un golpe único y
solitario. Mamá seguiría golpeando.)
—¿Estás ahí, Robin? —pregunta.
—Aquí estoy —digo, mirando el cerrojo para asegurarme de que tiene
el pestillo echado.
—Hay estofado esta noche —me recuerda—. Tu mamá le puso
zanahorias, como te gusta.
Vaya. Mucho por delante.
Puedo escuchar a papá alejarse de la puerta, empujo mi espalda contra la
cama y estiro mis piernas por completo mientras suspiro.
Les contaré mi plan cuando todo esté listo y en su lugar. Lo
entenderán… tendrán que entenderlo. Son ellos quienes me condenaron a
vivir en Hawkins. También fueron ellos quienes dejaron claro que no era
necesario esperar hasta ser todo un adulto a los ojos del mundo para tomar
tus propias decisiones. Tendré dieciséis años cuando termine el segundo
año, edad suficiente para viajar por mi cuenta.
Necesito ir a algún sitio con una cultura completamente diferente, un
lugar donde la banda de música, el segundo año y Steve Harrington sean
conceptos extraños. Donde pueda usar todas las palabras que conozco y
enviar postales a Hawkins en idiomas que nadie más entiende. Un sitio tan
diferente que no importe si yo también lo soy.
Agarro mi pesada Polaroid gris, la giro hacia mí y hago clic. Después de
unos minutos de sacudir el rectángulo de plástico mi cara sale de la
oscuridad, lo tiro al suelo y lo agrego al tapiz de decisiones audaces: ésta ha
sido oficializada.
Me voy a Europa.
Capítulo siete
12 DE SEPTIEMBRE DE 1983

—La llamo Operación Croissant —susurro a Dash.


Estamos en Inglés, la tercera clase del lunes por la mañana. Tuve que
esperar veinte minutos enteros para decirlo, porque estamos sentados
demasiado cerca del frente del salón y, por lo tanto, del profesor.
Pero ahora mismo, el señor Hauser está caminando de un lado a otro por
los pasillos mientras mis compañeros se exprimen los sesos con la pregunta
que está escrita en el pizarrón: Si ningún hombre es una isla, ¿qué tipo de
masa de tierra somos? Tema de discusión. Esto me da la oportunidad de
contarle a uno de los integrantes del Escuadrón Peculiar el plan que ha
estado burbujeando dentro de mí desde el sábado por la noche como una
bengala encendida.
—Espera, ¿vas a mudarte a Europa? —pregunta Dash, haciendo el
movimiento patentado de chico de preparatoria en el que gira todo su
cuerpo para mirarme y su pequeña combinación de silla y mesa (también
conocida como pupitre) se ve obligada a girar con él.
—No, voy a Europa —aclaro.
—¿Te refieres a que vas de vacaciones? ¿Con tus padres?
Le dirijo una mirada de soslayo. Está tratando de entender, pero sólo
Dash pensaría que escapar de Hawkins es la oportunidad de un viaje de
lujo. Quizás él sólo ha volado en primera clase. Si lo logro, tendré suerte de
estar sentada en la última fila del avión, donde huele a baños diminutos y a
la gente que fuma cigarrillos dentro de ellos. (No puedo creer que dejen que
la gente fume en los aviones. Sólo he estado en un avión una vez en mi
vida, pero no puedo ignorar el hecho de que son pequeños tubos de metal
que funcionan con líquido inflamable.)
(Dios mío, voy a tener que subir a un avión para llegar a Europa. Yo
sola. Solamente había estado pensando en la parte en la que tengo que
pagar el vuelo.)
(Una cosa a la vez, Robin.)
—Muy bien, todos, sigamos y saquemos esos libros —dice el señor
Hauser.
Dash y yo colocamos nuestros ejemplares de El señor de las moscas en
nuestros escritorios y fingimos que estamos revisando diligentemente los
capítulos que se asignaron durante el fin de semana. Me siento mal por
hacerle esto al señor Hauser, la única persona en la Preparatoria Hawkins
que parece haberse perdido el memo que indicaba que ya no tiene que preo‐
cuparse por su trabajo. Parece que en verdad le encanta enseñar. Y eso me
hace respetarlo de una manera en que, básicamente he dejado de respetar al
resto de mis maestros.
Pero los planes trascendentales de vida no esperan a nadie.
—Voy a viajar el próximo verano —se siente bien decir eso. Se siente
adulto y emocionante y como si fuera exactamente lo opuesto a estar de
acuerdo en quedarse en Hawkins. Es antiHawkins. Negará un poco del
dominio de este lugar sobre mí.
—¿Cómo harás que funcione? —pregunta Dash en un susurro.
Me encojo de hombros.
—Para entonces tendré dieciséis y soy alta, lo que significa que la gente
siempre piensa que soy mayor.
—No, quiero decir, ¿cómo vas a conseguirlo?
Desearía que la primera reacción de Dash no fuera una duda pura e
incondicional. Al menos, estoy lista para responder a su molesta pregunta.
—Tomaré el tren a Chicago primero, obviamente, y luego un vuelo a
través del Atlántico. En Europa, puedes moverte por la mayoría de las
ciudades caminando. Aunque me encantaría alquilar una bicicleta en Italia o
Francia… Y los trenes conectan la mayoría de las ciudades.
—Sí, lo sé —anuncia Dash un poco malhumorado—. Supongo que no
veo el punto.
—¿De viajar? —pregunto—. ¿Esa cosa en la que dejas atrás la
existencia cotidiana y entonces lo que ves, haces y experimentas cambia
toda tu vida?
Dash sigue mirándome como si yo fuera una pregunta extraña en un
examen de redacción.
El señor Hauser pasa entre nosotros, y ambos ponemos nuestros libros
como si nuestras vidas (o nuestras calificaciones de participación, al menos)
dependieran de ello.
El señor Hauser permanece cerca de nosotros, y Dash improvisa una
oración sobre la señal de fuego que los chicos encienden con los lentes de
Piggy y cómo los nerds siempre salvan el día. En verdad cree que los nerds
heredarán la tierra; lo he escuchado dar discursos apasionados sobre el tema
cada vez que se celebra a un deportista en esta escuela por haber hecho algo
rutinario y poco impresionante, como lanzar una pelota a través de un aro o
ganar otra novia rubia como trofeo.
—Al final, el intelecto siempre le ganará a la opinión popular —dice
Dash—. Ser inteligente es una estrategia a largo plazo. A menudo, se trata
de perder algunas jugadas para salir airoso al final del juego.
—Pero ¿qué pasa si la respuesta intelectual del hombre es hacer una
jugada por la seguridad? —dice el señor Hauser—. ¿No querría entonces
estar con los más populares?
—No, porque comprende que cualquier multitud lo canibalizará tan
pronto como se les conceda la mitad de la razón —digo, en un tono por
completo despreocupado.
El señor Hauser arquea sus cejas rubias. No puedo decir si está
impresionado con mi respuesta o un poco preocupado por lo rápido que
salió de mi boca.
En cuanto el señor Hauser sigue adelante, Dash gira hacia mí en un
gesto apresurado, como si acabara de recordar que hablar sobre mi plan
para escapar de nuestra civilización particular es más emocionante que
hablar de chicos que reconstruyen la civilización de la nada, mientras
luchan al mismo tiempo contra la oscuridad de sus propias almas. (Ya leí el
libro. No termina bien.)
—¿Adónde vas? —pregunta Dash.
—Estoy encantada de que me lo preguntes —le digo. La verdad es que
he pasado mucho tiempo pensando en esto. Todo el domingo mantuve la
puerta cerrada y le dije a papá que tenía mi periodo. Tal vez le dijo a mamá
que sufría dolor de estómago. (¿Es en verdad una civilización lo que
nosotros tenemos cuando los chicos siguen siendo incapaces de pronunciar
la palabra periodo en voz alta? Tema de discusión.)
—Voy a empezar en Italia. Roma, luego Toscana, la costa de Amalfi.
Pensé en Sicilia, pero allí hablan siciliano, que es prácticamente otro
idioma, y sólo quiero ir a lugares donde me sienta segura hablando con la
gente —no quiero ser otra estadounidense titubeando por ahí, asumiendo
que todos van a cambiar su forma de hablar por mí. La regla que ideé es que
no iré a lugar alguno donde para comer el desayuno tenga que hablar inglés.
De ahí, el nombre Operación Croissant—. Y luego iré al norte de España.
Estoy pensando en pasar al menos una semana en Barcelona, sólo para ver
la arquitectura de Gaudí, y Francia será el último país, pero no quiero
estacionarme en París como una simple turista. Primero iré a ver Dijon,
Lyon y Orleans…
Dash toca la portada de su ejemplar de bolsillo de El señor de las
moscas. Todos tienen la misma portada con esa mirada juiciosa en la cara
del chico cuyo cabello está entrelazado con la vegetación, como si la isla se
lo estuviera comiendo vivo.
—Eso suena… grande —Dash entrecierra los ojos—. ¿Te vas a
desconectar por completo de nosotros, como una expatriada? ¿Perderemos a
una miembro del Escuadrón Peculiar? Sólo necesito saberlo, porque el
próximo año es importante para las admisiones a las universidades y nuestra
reputación como parte de la banda de música debe ser excelente —¿en
serio? ¿Esto es lo que le preocupa?—. ¿Cuánto tiempo crees que va a durar
esta excursión?
Algo en mí se enciende y digo:
—Hasta que toque fondo y no tenga más dinero o comience el tercer
año. Lo que suceda primero.
Estoy más convencida que nunca de que necesito alejarme, no sólo de
Hawkins, sino de opiniones como la que acaba de expresar Dash.
Quizá no seguiré participando en la banda el año próximo.
Podría ser demasiado continental para eso. Los estudiantes de
preparatoria en Europa no marchan por los campos antes de los partidos,
entonando estúpidas y estridentes melodías a todo volumen, destrozando los
horrores del pop con la esperanza de que eso les proporcione algo de
proximidad a la frescura de los deportes o un punto extra para sus
solicitudes universitarias.
Dash está tirando de su labio inferior ahora. Es uno de sus gestos de
“pensar”. Kate insiste en que es lindo, pero yo no estoy tan segura.
—¿Qué? —le pregunto.
Dash usa su lápiz para señalar mi aspecto, desde los zapatos hasta el
cabello.
—Vas a necesitar ropa nueva si quieres ir a cualquier lugar cosmopolita.
—¿Qué de malo tiene la mía? —visto jeans perfectamente normales,
aunque un poco acampanados, y una discreta camiseta de beisbol con
mangas anaranjadas. Mi permanente se esponjó más de lo habitual esta
mañana e intenté equilibrar el efecto con delineador de ojos extra, pero es
posible que eso me haga ver como un mapache que sabe jugar beisbol.
Dash, por su parte, viste uno de sus infames suéteres grises con cuello
en V sobre una playera blanca con cuello en V. Parece pensar que
desbloqueará algún tipo de superpoder si superpone suficientes capas de
cuellos en V. Además, el hecho de que luzca como si estuviera preparado
para almorzar en el Club Campestre no significa que sea cosmopolita.
—Vamos, Dash. Si vas a burlarte de mi apariencia, al menos deberías
tener los datos para respaldarlo —digo.
—Nada hay de malo en cómo te vistes, Robin… En este contexto.
—Hablemos de contexto —contesta el señor Hauser con una voz que
está destinada a toda la clase. Luego nos lanza a Dash y a mí una mirada
especial para hacernos saber que ha escuchado cada palabra de lo que
estamos diciendo.
Oh, Dios.
—Y, Robin, quiero hablar contigo después de la clase.
Genial.
Capítulo ocho
12 DE SEPTIEMBRE DE 1983

La clase huye al primer sonido de la campana. Incluso Dash me deja sola


para enfrentar la música que desatamos. Pero ignoro qué tipo de música
será. ¿Rock clásico (también conocido como el señor Hauser fingiendo ser
duro, aunque en realidad actúa como cualquier maestro que ha sido
interrumpido durante la clase)? ¿Pop cursi y sentimental (también conocido
como el señor Hauser intentando conectar conmigo)? ¿New Wave (también
conocido como el señor Hauser diciendo cosas que técnicamente no tienen
sentido, pero suenan un poco profundas)?
Después de que todos los demás se han ido, permanezco ahí,
balanceando mis libretas en la cadera, esperando a que el señor Hauser
hable.
—¿Estoy en algún tipo de problema? —pregunto finalmente.
—Tal vez —dice mientras borra el pizarrón, pero deja los nombres de
los personajes de El señor de las moscas escritos en letras blancas,
fantasmales—. Pero no conmigo.
¿Cuánto escuchó de lo que le decía a Dash? ¿Se lo dirá a mis padres?
No estoy preparada para que sepan sobre Europa hasta que el plan esté
mejor estructurado. En este momento, son sólo un montón de decisiones
desesperadas que tomé en las últimas treinta y seis horas, alimentadas por el
insomnio y mi dotación clandestina de Cheetos.
Necesito más tiempo. Y dinero (lo que sea).
Al señor Hauser no parece importarle que el periodo entre clases sea de
sólo dos minutos. Llegaré tarde a mi próxima clase. No es que en realidad
desee asistir pero no quiero que nadie note que no estoy allí.
No quiero que nadie se fije en mí hasta que me haya ido.
El señor Hauser se sienta lentamente y frunce el ceño. Quizá tenga
alrededor de treinta años, pero frunce el ceño como si tuviera ochenta. Es
una obra maestra de arrugas preocupadas. Sus ojos se estrechan detrás de
unos anteojos oscuros, casi cuadrados. Parece viejo y sabio, y no está
contento con ninguna de esas cosas. No ayuda que vista un saco de tweed
café y zapatos marrones brillantes, elementos que le suman al menos diez
años. Quizá lo hace a propósito, ya que tiene un poco de cara de bebé.
Vaya, acaba de sonar la segunda campanada y todavía tiene el ceño
fruncido.
Empiezo a sentir como si el tiempo se hubiera estancado. O el señor
Hauser y yo caímos en una especie de parálisis temporal extraña. Agito una
mano en el aire, sólo para asegurarme de que no estamos congelados en
verdad.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.
—Comprobando si hay algún problema técnico en el continuo espacio-
tiempo.
El señor Hauser niega con la cabeza.
—Eres muy extraña, Robin —no sé si los maestros pueden decirnos
esto, pero de la forma en que el señor Hauser lo hace, no suena como algo
malo, como si me estuviera ridiculizando porque sabe que puede salirse con
la suya. (Algunas personas nunca dejan de comportarse así, y me pregunto
cuántas terminan siendo profesores de preparatoria. Eso debe convertirse en
una especie de zona de confort horrible.) Cuando el señor Hauser me dice
que soy extraña, sin embargo, suena casi como un cumplido—. De hecho,
tú podrías ser la Chica Más Rara de Hawkins, Indiana.
Por la forma en que lo dice, puedo decir como marca cada palabra con
mayúsculas.
Pero no estoy segura de si es algo bueno. Resulta obvio que el señor
Hauser cree que lo es, pero también debe saber que no es fácil ser tan rara.
Un poco de rareza es como una pizca de especias para coronar la
personalidad de alguien. Pero cuando eres en verdad y monumentalmente
extraña, tipo Sheena Rollins, sólo tienes dos opciones: bajar todos los días
el tono para el resto del mundo o vivir con las consecuencias.
El señor Hauser saca una hoja de su escritorio. Está casi en blanco, con
algunos nombres escritos. Y las palabras Nuestro pueblo en la parte
superior.
—Robin, ¿has pensado que podrías apuntarte para participar en la obra?
—¿Quiso que me quedara después de clase porque estaba hablando
demasiado para decirme que debería hablar en el escenario?
—Tal vez sea una mejor salida —dice.
—Ya estoy en la banda —digo—. Toco el corno francés, bueno, en
realidad es un melófono, que es básicamente lo mismo, pero soy la única, lo
que significa que en verdad no puedo escapar. Además, mi escuadrón…
bueno, no sé si me echarían de menos, pero se quedarían sólo con tres
miembros y definitivamente tendrían que arreglar todas las formaciones y
los reclamos nunca tendrían final, así que cualquier futuro glorioso que
tuviera como actriz dramática parece haber acabado antes siquiera de que
comience. Lo siento.
Lo que no agrego: no tengo tiempo para otra actividad si voy a
conseguir un trabajo y ganar suficiente dinero para un boleto de avión de
ida y vuelta, hostales europeos, viajes en tren y alquiler de bicicletas. Ah, y
croissants.
Todos los días, voy a desayunar uno. Eso suma mucho dinero en
croissants.
Voy a necesitar tiempo para acumular esa pequeña fortuna. Algunos
chicos en Hawkins (como Dash) reciben una mesada por el simple hecho de
existir y, tal vez, por recoger algún pedazo de basura o dos en la casa. Kate
recibe dinero cada cumpleaños, Pascua y Navidad, como recompensa por su
buen comportamiento. Sus padres nunca lo llaman así, pero el año pasado
se escapó de una reunión de un grupo de jóvenes para perforarse las orejas,
y aunque recibió unos aretes de pequeñas cruces para sus nuevos orificios,
no hubo sobres gruesos en su calcetín navideño. Algunos adolescentes de
este pueblo ya estarían a medio camino de comprar sus boletos de avión sin
siquiera mover un dedo. Pero mis padres me dejaron en claro que no
mercantilizarían mi infancia.
Aunque si lo hubieran hecho, tal vez ya lo habría gastado todo en discos
y libros para este momento.
El señor Hauser empuja la hoja de inscripción para la audición por el
escritorio.
—Puedo asegurarme de que ninguno de tus ensayos entre en conflicto
con la banda. Creo que deberías darle una oportunidad antes de salir
corriendo a Europa.
—¿Escuchó esa parte? —pregunto con una mueca.
El rostro del señor Hauser se vuelve pétreo. No parece paternal, sin
embargo. El acto del anciano se desvanece, y de repente parece que es
apenas unos años mayor que yo. Como si treinta fuera sólo un tramo. Como
si apenas estuviera al otro lado de su propia adolescencia de porquería.
—Robin, si alguna vez sientes que estás a punto de salir corriendo,
necesito que me busques.
¿Para hacer qué?
¿Cómo podría ayudarme el señor Hauser a no salir corriendo?
Además.
—No quiero salir corriendo —¿por qué nadie parece entenderlo?—.
Quiero viajar.
—Bien —dice, el viejo cascarrabias vuelve a su lugar. Se quita los
lentes. Los limpia en la pechera de su camisa—. Bueno, si alguna vez
decides viajar espontáneamente porque ya no puedes soportar estar aquí,
avísame. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, sí —prometo.
—Y… ¿Robin? Deberías llevar a alguien contigo.
—¿A quién? —pregunto con tono reflexivo.
En teoría, Kate sería una persona increíble con la que podría viajar, dado
su interés por el arte, la historia, la arquitectura y la gastronomía. Pero
¿sería realmente capaz de concentrarse en esas cosas con todo el atractivo
internacional alrededor de ella? ¿Y si pasara todo el viaje presionándome
para conquistar algún chico francés y practicar con él la lengua nativa?
No. Sólo. No.
Dash ya demostró que no es la elección correcta para esta empresa en
particular.
Milton y yo no somos muy cercanos y, además, su nivel de ansiedad
sería un poco difícil de controlar mientras intento encontrar mi camino por
las (infames y confusas) calles de Venecia.
Fuera del Escuadrón Peculiar, nadie más viene a mi mente.
—En serio, estoy en blanco —digo.
—No puedo decirte a quién deberías llevar al viaje de tu vida —dice
Hauser—. Eso entra en la categoría de tratar de controlar tu destino, en
lugar de sólo empujarte en la dirección correcta.
Río. Lo cual es extraño, de hecho. Se supone que los profesores no
deben ser graciosos.
—Sólo sé que si tienes a alguien con quien compartir tu historia, ésta
permanece viva.
Me inclino y finjo susurrar:
—Odio decirle esto, pero usted no es profesor de Historia.
—No, soy profesor de Lengua y Literatura. Y eso significa que sé que
muchos libros mejores que El señor de las moscas han muerto en la
oscuridad porque nadie los recuerda. Si bien esto —dice, colocando un libro
en edición de bolsillo sobre su escritorio— parece vivir para siempre
porque la junta escolar simplemente no quiere soltarlo.
—Mmm —digo—. Quizá tenga algo de razón.
Mis padres definitivamente mantienen vivos los recuerdos del otro. A
veces, todas sus conversaciones durante la cena son sólo largos festivales de
reminiscencias de dos personas. Y por si fuera poco, se juntan con sus
viejos amigos cada diciembre (lo llaman la Navidad Hippie) para revivir sus
mejores historias y soltarse el pelo. (Aunque sólo pueden ejecutar esa parte
metafóricamente a estas alturas. Me siento mal por los hippies calvos que se
pasan el tiempo hablando de la gloria perdida de sus largas y brillantes
melenas. ¿Así se sentirá Steve Harrington cuando tenga cuarenta años?)
Mi mente vuelve a esas fotografías regadas en el piso. Cómo mis padres
nunca parecían estar solos, sin importar adónde fueran. Estar en una
aventura con otras personas, las personas adecuadas, podría haberlos hecho
sentir un poco más valientes, ir un poco más allá, mostrarle al mundo aún
más de sí mismos. (Y no me refiero a las fotos de mamá en una playa
nudista.) Además, cuando pienso en ir a Europa, no es tan divertido
imaginarme sentada en cafeterías y andando en bicicleta y sintiéndome de
mal humor en trenes sin alguien más allí. Para compartirlo todo.
(No los croissants, ésos son míos.)
Entonces, no sólo necesito dinero para llegar a Europa. Necesito dinero
y alguien que me acompañe.
Mi carga de trabajo se duplicó así sin más, lo que significa que me
mantendré ocupada.
Empujo la hoja de inscripción para la audición hacia el señor Hauser.
—Lo siento —le digo—. Es sólo que no tengo tiempo.
El señor Hauser suspira.
—Bueno, esto se mantendrá en el pasillo principal de la escuela durante
la próxima semana, por si cambias de opinión. Las audiciones son el
próximo viernes.
—Entendido —respondo.
—Espera —dice—, déjame darte un pase para tu llegada tarde.
Lo llena con un rápido garabato y finalmente me voy. Los pasillos se
encuentran brillantes, silenciosos y vacíos, salvo por la supervisora del
pasillo, Barb Holland. Viste unos jeans que están casi tan pasados de moda
como los míos, aunque los suyos son de un azul country descolorido,
mientras que los míos son índigo. Su camisa es a cuadros, con volantes. Su
cabello, corto y alborotado. Ella existe al borde del reino nerd;
definitivamente, es tan nerviosa como Milton y está tan interesada en la
escuela como Kate, pero también es la mejor amiga de Nancy Wheeler.
Quién debe estar acercándose a los linderos de la popularidad si en verdad
Steve Harrington busca salir con ella.
Barb parece aburrida, de pie con la espalda apoyada en un casillero.
Tiene una mirada vidriosa. Pero tal vez esté en medio de una gran
ensoñación, porque muestra un atisbo de sonrisa secreta.
Me recuerda cuando éramos amigas, hace un millón de años. No éramos
inseparables, como lo son ella y Nancy ahora, pero definitivamente nos
atraíamos la una a la otra. Siempre jugábamos en el mismo equipo.
Reíamos de las mismas bromas. Dividíamos nuestras cajas de jugo de uva
porque acordamos que ése era el sabor supremo. Nos alejamos conforme
fuimos creciendo, lo cual es normal, supongo. Además, en algún momento
ella y Nancy se convirtieron en un dúo oficial. Pero recuerdo esa mirada,
como si estuviera sonriendo burlonamente ante toda la realidad, creando
una versión alternativa de la vida en su cabeza; si corrías con suerte, te la
contaría.
Se las arregló para evitar una hora completa de clase al ofrecerse como
supervisora de pasillo. En realidad, es una forma bastante astuta de escapar
de las clases, si lo piensas bien.
Así se hace, Barb.
—Hey, ¿puedo ver tu pase? —pregunta, dos segundos después de que
paso junto a ella en el pasillo.
—Claro —digo.
Lo mira y resopla.
—Está bien, puedes irte.
Me pregunto qué significa ese bufido. Miro el pase que el señor Hauser
escribió para mí. Lo llenó diligentemente con su nombre, mi nombre, la
fecha y la hora de clases. En Razón de la tardanza, escribió: Arreglando un
problema técnico en el continuo espacio-tiempo.
Vaya. Bien hecho, señor Hauser.
Capítulo nueve
13 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Una cosa es decidir que el señor Hauser tiene razón y mi plan saldrá
mucho mejor si tengo a alguien con quien irme del pueblo el próximo
verano. Y otra es mirar alrededor y tratar de averiguar quién debería ser esa
persona.
Por lo pronto, ya descarté a la mitad de la banda de música.
La práctica está en pleno apogeo, con lo que me refiero a que todos
estamos parados, levantando o abrazando nuestros instrumentos,
dependiendo de qué tan pesados son, a la espera de que la señorita
Genovese nos diga qué formación haremos a continuación. El hecho de que
no toquemos nuestros instrumentos mientras practicamos ejercicios para
nuestros desafortunados interludios deportivos hace que todo sea mucho
más extraño.
Práctica de la banda: esta vez, ¡sin la molesta música!
La única persona que toca pertenece a la línea de tambores, quien debe
marcar el ritmo. Hoy el honor recayó en el joven Craig Whitestone, que es
justo tan blanco y drogado como suena.* A pesar de la neblina en sus ojos y
el olor a hierba en su persona, golpea el instrumento con una regularidad
asombrosa, y ahora se supone que todos debemos movernos alrededor en
formas arbitrarias que por alguna razón harán felices a quienes nos miren
desde lejos. Nunca lo entenderé por completo.
—¡Hagamos los juegos de malabares de nuevo! —grita la señorita
Genovese desde las gradas; sus pies resuenan sobre el metal mientras corre
de arriba abajo para comprobar cómo nos vemos desde todos los lugares
posibles de la multitud imaginaria. Cambió sus pequeños tacones por
zapatos deportivos, pero salvo eso, lleva su ropa habitual: falda de tubo,
blusa de cuello alto, blazer con hombreras que enorgullecerían a un
linebacker. Una pobre profesora de deportes fue acosada para que le
prestara un silbato.
Milton, Kate, Dash y yo nos encontramos agrupados en un lado del
campo en forma de O. Salvo por el hecho de que Kate y Dash no pueden
mantenerse a cuatro pasos de distancia y están tan decididos a toquetearse
que se mantienen torciendo nuestra O.
—¡Ustedes dos! ¡Dejen ya de acaramelarse! —grita la señorita
Genovese. Y luego agrega una explosión del silbato, por si acaso.
Kate y Dash se separan, pero ríen tanto que sé que es sólo cuestión de
tiempo antes de que nuestra O colapse de nuevo. Mantener la forma es sólo
el comienzo de nuestro tormento colectivo. Ahora se supone que
deberíamos estar intercambiando lugares con varias de las otras O del
campo.
Los clarinetes —un perfecto y pulido escuadrón dirigido por Wendy
DeWan— están listos para entrelazarse con nosotros. Justo cuando llegamos
a la mitad del campo, Craig pierde un compás y ya nadie podemos saber
cuándo se supone que debemos dar el siguiente paso. Todo se disuelve, y
Kate y Dash aprovechan la oportunidad para fingir que se encuentran uno al
otro.
Pongo los ojos en blanco. Milton pone los ojos en blanco.
Nos vemos a la mitad del gesto de fastidio. Y reímos.
—¡Señor Whitestone! ¡Contrólese! —grita la señorita Genovese con una
doble exhalación de silbato.
—Uf —exclama Nicole Morrison, una de los subclarinetes de Wendy,
mientras se quita manchas de hierba imaginarias de su falda—. ¿Qué va a
pensar el equipo de este desastre?
—¿El equipo? —pregunta Wendy con recelo.
—Sabes que sólo se refiere a Steve Harrington —dice Jen Vaughn,
agitando su clarinete salvajemente—. Ha estado tratando de llamar su
atención desde que comenzó el año escolar. Quiere que él vea lo buena que
es en los juegos de malabares, para que así le pida que juegue malabares
con sus…
—¡Escuadrón de Tierra, Viento y Fuego! —grita Wendy, para que
vuelvan a formar la fila. Los clarinetes tienen el nombre de escuadrón más
largo, por mucho, pero también uno de los mejores—. Suficiente, ¿de
acuerdo? —Wendy frunce los labios y aprieta su cola de caballo en un
poderoso movimiento simultáneo. Viste una minifalda blanca brillante que
hace que sus piernas morenas parezcan medir más de diez kilómetros de
largo. Usa frenillos y obtiene notas estelares; de no ser por eso, fácilmente
podrías confundirla con una chica popular—. Deberías haberte convertido
en porrista en lugar de clarinete si lo único que te interesaba era impresionar
a un deportista de segunda con una adicción a los productos para el cabello.
La manera en la que Wendy descalifica a Steve Harrington es algo digno
de verse. Tal vez algún día yo consiga decirle algo así de honesto directo en
su cara, en lugar de sólo pensar en lo ridículo que es todo el tiempo.
—Pongamos nuestra O en orden —dice Wendy.
Una parte de mí se pregunta si podría hacerme amiga de Wendy y
pedirle que venga a Europa conmigo, pero la parte práctica de mí sabe que
(a) ella ya tiene muchos amigos, y (b) es una estudiante de último año. No
querrá pasar el próximo verano con una estudiante de segundo. Estará
planeando su ingreso a la universidad en el otoño o buscando un verdadero
trabajo para adultos. Continuando con su vida. En lugar de seguir atrapada
aquí, en esta horrible, horrible isla que llamamos escuela.
Tal vez sea todo ese asunto de El señor de las moscas, pero no puedo
dejar de pensar en lo que sucedería si toda nuestra banda de música
estuviera varada junta. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que nos
volviéramos los unos contra los otros? ¿Quién iniciaría el fuego para hacer
señales y regresarnos a la civilización? (Wendy y Kate, definitivamente.)
¿Quién se degeneraría y comenzaría a atacar a los otros? (Todos los
trombones, también conocidos como Escuadrón de los Huesos, un nombre
que a duras penas consiguen conservar cada año.) ¿Quién se convertiría en
un ser solitario y desaparecería en el bosque, para nunca más volver a saber
de él? (Sheena Rollins.)
Le dirijo una mirada rápida. Ella tiene que usar su uniforme de banda de
marcha como el resto de nosotros para las prácticas de campo y los juegos,
la única excepción que he visto en su vestuario blanco. Pero, de alguna
manera, el uniforme la hace lucir aún más pálida. Definitivamente, Sheena
es lo suficientemente extraña para imaginarla queriendo escapar de
Hawkins por un verano, pero tampoco puedo imaginar pasar tanto tiempo
con alguien que no quiere hablar conmigo.
Y no me refiero al tipo de charla trivial a la que todos los adultos de este
pueblo parecen ceder de manera inevitable. Yo quiero tener una
conversación real a escala natural con alguien. Quiero hablar sobre todas
las grandes cosas, esas que importan. La verdad es que siempre me ha
gustado hablar. Es una de las razones por las que acumulo palabras en
tantos idiomas.
Ahora sólo necesito a alguien con quien valga la pena hablar.
—Muy bien, sigan marchando —dice la señorita Genovese, y todos
convergimos en líneas rectas. Ahora se supone que debemos marchar por el
campo a un paso perfecto. Uno de los otros tamborileros le da un fuerte
codazo a Craig. Nadie quiere practicar esto más de una vez.
Craig a medias lo consigue.
Los instrumentos de todos se mueven a su posición. Estamos listos para
fingir que tocamos. Estamos ansiosos por marchar. Sólo quedan diez
minutos de práctica. Necesito averiguar si alguien aquí es un buen
candidato para la Operación Croissant, y no puedo seguir tachando a las
personas de la lista de una por una.
La señorita Genovese hace sonar su silbato y todos comenzamos a
movernos al estricto ritmo de los escuadrones. Excepto que, esta vez,
cuando llegamos a la mitad, me siento justo en el medio del campo. La
hierba está ligeramente húmeda y el suelo se siente extrañamente frío para
ser septiembre. Puedo sentir cómo la humedad se filtra hasta mi trasero a
través de mis jeans.
—¿Qué estás haciendo? —grita alguien.
Todo el mundo sigue fluyendo a mi alrededor. Dash tiene que pasar por
encima de mi cabeza. Milton se desvía, pero golpea a alguien en la fila
junto a él, y puedo escuchar las maldiciones que se desatan como resultado.
Entonces Kate, que no es lo suficientemente alta para pasar por encima de
mí y es demasiado terca para rodearme, tropieza conmigo.
—¿Qué demonios? —chilla Kate.
Toda la banda de música se convierte en un caos. Nadie parece entender
lo que estoy haciendo. Vaya, qué porquería. En verdad esperaba que alguno
estuviera dispuesto a romper el patrón conmigo.
Estoy arruinando la práctica.
El silbato de la señorita Genovese suena una y otra vez. Parece que no
puede detenerse. Creo que la hice pedazos.
—Levántate, Buckley —dice Dash.
—En serio, Robin, ¿qué estás haciendo? —sisea Kate.
—¿Alguien más siente de repente que ésta es una ridícula manera de
pasar su tiempo libre? —pregunto—. ¿No? ¿Sólo yo?
Alcanzo a ver a Milton riendo detrás de su trompeta. Pero no está
dispuesto a dejar de marchar.
Bien, entonces.
Sólo tendré que encontrar a alguien más. Alguien que no tenga miedo de
salirse de la fila.

* La autora utiliza aquí un juego de palabras: “white”significa blanco y “stoned”, en su sentido


coloquial, significa drogado: Whitestone. [N. del T.]
Capítulo diez
16 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Pasé el resto de la semana buscando en mis clases a alguien que pudiera


encajar en la descripción. Pero cuanto más miro, más parece que todo el
mundo está encerrado en su vida preparatoriana. Todo es tan banal que me
quedé dormida en clase de Historia, a mitad de la caída del Imperio
Romano.
La señora Click chasquea los dedos justo delante de mi cara.
—Buenos consejos para Francia —digo con un bostezo.
—Te quedarás castigada al final de las clases —dice la señora Click.
Vaya. Castigada. Nunca me habían enviado a detención. A menudo, el
simple hecho de ser conocida como nerd es suficiente para defenderte de
una acción disciplinaria grave por parte de la mayoría de los profesores.
Pero no de la señora Click. Ella habla en serio, al parecer. (Al menos,
cuando se trata de quedarse dormida en clase. La semana pasada, cuando un
grupo de chicos comenzaron a reír como burros sobre lo gay que eran los
griegos, ella fingió no escucharlos.)
Lanzo un vistazo a Tam. ¿Vio que me metí en problemas, o está en
verdad interesada en sus notas sobre las invasiones góticas? ¿Alguna vez la
han castigado a ella?
Hemos estado juntas en la escuela desde que éramos niñas, pero no sé
mucho sobre Tam. Sé que no es una marginada, una nerd, una ermitaña o
una adicta. Puede que no sea inmensamente popular, pero existe en el
mismo ámbito que los chicos populares. Eso es bastante fácil de explicar:
Tam es bonita. Aunque no es que tenga una belleza muy estándar. Su nariz
es un poco afilada y sus ojos son de un castaño suave y dulce. No tiene el
tipo de curvas que parecen ablandar los cerebros de los chicos; es pequeña y
esbelta, con líneas suaves por todas partes. Posee el tipo de belleza que
debes meditar, que no puedes asimilar de súbito, así que tienes que volver
para considerarla desde un nuevo ángulo. Eso significa que posee el tipo de
belleza que no puedes dejar de notar una vez que lo percibes.
Tal vez Tam sea medianamente popular, pero puedo decir con confianza
que no es una idiota. De hecho, hay algo suave, dulce y bobo en su
personalidad que no suele ser bien entendido en el duro léxico de la
popularidad. En cuarto grado solía pasar todos los recesos de los días de
lluvia “rescatando lombrices de tierra” del concreto y arrojándolas de
regreso a la tierra. Ella reprende con gentileza a sus amigos cuando
vislumbra sus malas intenciones y les ofrece mejores cosas de qué hablar.
Incluso la vi darle un discurso motivacional a Sheena Rollins después de
que la habían molestado por haberse tomado demasiado tiempo para elegir
un postre en la fila del almuerzo. Tam dio a Sheena su pequeño cuenco de
arroz con leche… y al idiota que la estaba fastidiando le propinó un fuerte
puñetazo en el hombro. Al verla pensé que era increíblemente genial.
Debajo de ese corto cabello rojo, hay un buen corazón.
Pero ¿habrá indicio alguno de rebelión?
Canta antes de que comience la clase casi todos los días, y tal vez eso no
corresponda a la clásica rebeldía en toda forma, pero se siente como algo
que la mayoría de la gente no se atrevería a hacer por mera cobardía. (Y tal
vez no ser rebelde clásica, pero encontrar tu propio camino para ir en contra
de todo lo conocido es, de hecho, extra rebelde.)
Aun así, sin embargo, debo descartarla como mi compañera de escape
para la Operación Croissant. Para pedirle que fuera a Europa conmigo
algún día, tendría que pasar mucho tiempo de calidad con ella, y para eso
tendría que empezar por hablarle. Y parece que no puedo hacerlo. Me
siento tímida con ella de una manera que… bueno, no es muy propia de mí.
Tal vez se deba a que no estoy en un buen sitio para comenzar: cuando
técnicamente conoces a alguien desde hace diez años pero apenas han
cruzado palabra, es difícil emprender algo. O tal vez sea porque sus amigas
siempre están cerca de ella, y aunque puedo imaginarme hablando con Tam,
parece que no puedo ir más allá de las miradas de ellas, como si yo fuera
una trepadora social.
O tal vez sea sólo culpa de Steve Harrington.
Al menos cinco veces desde que comenzó el año escolar, Tam y yo
hemos estado a punto de hablar. Una o dos veces incluso pasamos de la
parte en la que intercambiamos típicas frases de cortesía.
Tam: ¿Tienes un lápiz extra?
Yo: Sí.
O…
Yo: ¿Tienes las notas sobre el Imperio Otomano? Dejé las mías en casa.
Tam: Claro.
Pero entonces Steve entra en el salón y todo termina. Los ojos de Tam se
deslizan hacia él y ahí se fijan. (A menos que la señora Click esté llamando
la atención con sus anécdotas históricas, que son más sosas que el pavo de
Acción de Gracias de mi madre. Fue vegetariana durante diez años y
todavía no ha descubierto cómo volver a cocinar la carne real. Todo el
tiempo me la paso diciéndole: si sabe a cartón, es señal de que tomaste el
camino equivocado en alguna parte del proceso.)
Y luego, como Tam está mirando a Steve, de repente, yo me quedo
mirando a Steve. Que no es lo que harían mis ojos bajo ninguna
circunstancia natural… pero nada sobre tener quince años y medio es
natural.
Debe estar tan acostumbrado a que la gente lo mire que ni siquiera lo
percibe. Es el tipo de chico popular que tiene su propia gravedad y atrae a
todos, inexorablemente. (Kate lo llama efecto agujero negro.)
Ni siquiera ahora parece sentir el rayo mortal de mis ojos. Así que sigo
mirando, aunque debo lucir espeluznantemente obsesionada, porque
necesito resolver esto. Necesito entender por qué Tam no puede dejar de
mirarlo. Es como un acertijo escondido dentro de un deportista y enterrado
bajo un océano de ondas perfectas.
¿Qué es lo que tiene él que las chicas tanto anhelan?
No puede ser sólo el cabello. Me niego a creer que una parte de la
fisonomía de alguien pueda ser todopoderosa. Ejerce una fuerza
sobrenatural sobre lo que a veces se siente como la mitad de las chicas en la
escuela. Soy inmune, pero muchas no lo son.
Bien, ahora no sólo estoy mirando a Steve Harrington, estoy dirigiendo
mi mirada de odio a su cabello.
Es un punto bajo para mí, lo sé, pero aquí estamos.
Miro durante el tiempo suficiente para no poder evitar sentir que el
cabello le está enviando mensajes subliminales a Tam.
Cabello de Steve: Soy todo lo que siempre has querido.
Tam: (se sonroja)
Cabello de Steve: Soy brillante. Desafío las reglas. La gravedad dice
que no, y yo digo no me importa. Soy el cabello que la mayoría de los
chicos —y, seamos realistas, también algunas chicas— desearían tener. Lo
que significa que a quien pertenezca debe ser importante. ¿Y a quién se ve
conmigo? ¿Sale en público junto a esto ? Ya entiendes la idea.
Probablemente también deberías pensar en lo sedoso y vital que soy, para
pasar tus manos a través de mí durante sesiones de besos. Oh, Dios, ¿está
haciendo él una mueca? ¿Se supone que está coqueteando? Por favor, que
alguien le diga que deje de hacer eso. Y ya que estás en ello, ¿puedes
recordarle que soy yo quien se ha encargado del trabajo pesado durante
años?
Tam: (risitas)
Cabello de Steve: Me alegro mucho de que estemos de acuerdo en estas
cosas.
Tam escribe una nota, la dobla y se la pasa a una de sus amigas. Su
amiga despliega el complicado origami y mira a Tam, escandalizada y
fascinada.
¿Qué dice?
¿Qué está pensando ella de él?
¿Por qué él merece siquiera que piensen?
Éste es un misterio que quizá nunca resolveré. Aunque Tam es sin duda
alguna especial, tendré que seguir buscando un compañero de viaje. Porque
cada vez que la miro, parece que me quedo atascada en esta espiral
imposible.
Y no consigo encontrar la salida.
Capítulo once
22 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Esperaba no tener que llegar a esto, pero una semana después estoy
parada frente a la hoja de inscripción para la obra de la escuela.
No es que esté en contra del teatro. Hice los disfraces para la obra de
primavera del año pasado, Anything Goes. Las canciones eran más cursis
que todo el estado de Wisconsin junto y nadie sabía realmente cómo bailar
tap, lo cual hizo que las dos horas completas de la presentación sonaran
como una estampida metálica. Pero me lo pasé sorprendentemente bien
armando todos esos trajes de marinero.
Es sólo que cuando estás decidiendo qué tipo de nerd vas a ser en la
preparatoria, sólo hay unas cuantas pistas entre las que puedes elegir. Kate,
Dash y Milton se han comprometido (en algunos casos, en exceso) con la
banda y los cursos académicos. Hacer equipo para la obra puede encajar en
cualquier tipo de perfil de nerd, pero la verdad es que subir al escenario está
reservado para un tipo de nerd muy especial, que en algunos casos también
tiene potencial de mezcla con los rangos más bajos de los chicos populares,
pero que siempre implica cantar en público y coquetear mucho y reír tan
fuerte que dejes ver hasta los dientes.
En serio, no es lo mío.
Me acerco un paso y puedo ver que la hoja está mucho más llena que
cuando la tenía el señor Hauser. Esos primeros nombres deben haber sido
las personas que supieron encontrarlo y asegurar sus lugares antes de que la
lista se exhibiera en un foro tan público.
Miro a mi alrededor una vez, dos, para asegurarme de que nadie más me
esté mirando. Parece que el monstruo de la Preparatoria Hawkins está
durmiendo, o tal vez sólo está ocupado devorando a alguien más, en algún
salón lejano que no alcanzo a divisar.
Me acerco y se enfocan los nombres de la lista. Tomo el lápiz que
cuelga junto a la lista con un trozo de cuerda, busco en el horario de
mañana por la tarde algún espacio que todavía tenga lugar. Y entonces lo
veo.
Allí mismo, en giros y vueltas.
Tammy Thompson.
Estará en las audiciones.
Vuelvo al ininterrumpido ciclo de la clase, yo mirándola, ella mirando a
Steve, yo mirando a Steve.
Pienso en cómo Tam suspira y lo mira con esa especie de anhelo
desenfocado y soñador que hace que el mundo entero parezca desdibujarse
en los bordes. Ese tipo de cosas no son naturales para mí, pero cuando la
veo hacerlo, me siento como una soñadora por mera asociación. Tam es una
romántica. Eso es lo que infunde su canto. Eso tal vez la convierta en una
buena actriz también.
Escribo mi nombre apretado en la parte inferior de la hoja, porque no
quedan espacios en blanco. Quién sabe. Ésta podría ser mi oportunidad de
hablar con Tam sin que Steve Harrington esté cerca.
Ésta es mi manera de salir de la espiral. Mi oportunidad.
—Hey, Robin, ¿te vas a inscribir? —pregunta alguien detrás de mí. Me
giro tan rápido que el lápiz, que todavía está en mi mano, se desprende de la
pared y la cuerda golpea a Milton directamente en los ojos.
—Ah. De acuerdo. Auch.
—¿Por qué estabas merodeando de esa manera? —pregunto.
—¿Merodeando? No estoy seguro de que conozcas la definición de esa
palabra. Estoy justo en el medio del pasillo —se ríe de sí mismo con
nerviosismo. Luego parpadea un par de veces—. ¿Puedes, eh, mirar mis
córneas y asegurarte de que no estén raspadas?
Pongo mi cara extrañamente cerca de la suya e inspecciono sus ojos, que
son de color castaño oscuro; un poco de su flequillo negro cae sobre ellos.
Tengo que mantener su flequillo a un lado y empujar mi cara hacia la suya
de nuevo y luego girar para poder ver sus córneas con todo tipo de luz
diferente. Mi cara sigue cambiando de ángulo, y su cara se vuelve borrosa y
luego nítida y luego borrosa de nuevo.
Me pregunto si esto es lo que se siente al besar. Menos los labios.
Es… no tan emocionante.
—Mmm, entonces, ¿por qué te asustaste tanto cuando me acerqué a ti?
—pregunta Milton en voz baja. Quizás esté preocupado de que no lo quiera
cerca. Milton siempre teme un poco el no agradar a la gente.
No quiero que se preocupe por eso. Pero definitivamente no quiero
mencionar por qué me di la vuelta tan rápido y casi empalo su globo ocular
izquierdo. (Que no está raspado, gracias a Dios. No tengo dinero para sus
facturas de optometría, si pretendo ir a Europa.)
La verdad es que en ese momento estaba tocando el nombre de Tam.
Mis dedos descansaban sobre él, ligeramente. Volteé tan rápido porque no
quería que alguien viera eso y le atribuyera un significado, porque no lo
tenía.
—Yo sólo… Te verías bien con un parche en el ojo —digo impávida. En
caso de duda, sarcasmo—. Como Kurt Russell en 1997: Escape de Nueva
York.
—¿Crees que me parezco a Kurt Russell? —pregunta Milton,
animándose con una especie de deleite que realmente no esperaba—. Un
Kurt Russell medio japonés, por supuesto.
La mamá de Milton es japonesa. No habla mucho de eso y, para ser
sincera, no hay muchos chicos en la Preparatoria Hawkins que sean algo
más que blancos o negros. Debe ser extraño para él, de una manera que no
puedo comprender en realidad.
—Por supuesto —digo.
Es más de lo que hemos hablado los dos solos desde que comenzó el
año. El curso pasado, Milton y yo hablábamos mucho más. Escribíamos
notas de un lado a otro en los márgenes de nuestras partituras, sobre todo
acerca de la música que nos gustaba más que cualquier marcha vieja y
sofocante que la señorita Genovese nos hacía tocar. Pero por alguna razón,
Milton ha estado extrañamente callado conmigo desde que regresamos de
las vacaciones de verano. Tal vez sea porque Kate y Dash consumen todo el
aire con su coqueteo.
O tal vez porque puede sentir que hay algo extraño en mí, algo diferente.
Mi camuflaje de nerd de banda podría estar desvaneciéndose. Se siente
como si las formas en que soy diferente de mis amigos se estuvieran
multiplicando. Los latidos de mi corazón se triplican mientras vuelvo a
colocar el estúpido lápiz colgante en la pared.
—¿Vas a presentarte a la audición? —vuelve a intentarlo, señalando mi
firma apretada en la hoja. Ya está ahí, así que no puedo negarlo.
—Creo que sí. Tal vez no lo consiga, tal vez tenga que quedarme en
casa y bañar al perro o…
—No tienes perro, Robin.
—Y ésa es la razón por la voy a ser realmente buena bañando al perro,
para ayudar a convencer a mis padres de que debería tener uno —¿por qué
miento? ¿Por qué miento sobre perros? ¿En verdad tengo miedo de que
Milton diga a todos que intentaré participar en la obra y que estoy actuando
de manera excéntrica? ¿Informará al resto del Escuadrón Peculiar? ¿Dash
ya les habrá contado a los demás sobre la Operación Croissant?
De repente, me siento muy protectora con mi plan. Con toda mi
existencia.
¿Es porque una pequeña parte de mí ya quiere escapar de la banda y
pasar el resto de la temporada ensayando con Tam? Porque aunque todavía
no hemos hablado, ¿puedo ver cómo nos volveremos inseparables?
—Sólo me apunté para hacer feliz al señor Hauser —miento, porque la
verdad es demasiado intensa para admitirla—. Él insistió mucho, mucho.
Quiere que lo intente.
Capítulo doce
23 DE SEPTIEMBRE DE 1983

El señor Hauser no sonríe exactamente cuando me ve entrar en el


auditorio, pero la ausencia de su ceño fruncido se siente como si lo hiciera.
Puedo notar que está feliz de que me haya inscrito. Y por un único
instante, me siento extrañamente culpable de estar aquí sobre todo para ver
si puedo encontrar a alguien con quien (por ahora) entablar amistad y (en
algún tiempo) viajar a Europa. Sí, mi primera opción es Tam. Pero si hay
personas en esta escuela a las que les importe la cultura, estarán en este
auditorio… ¿cierto?
Miro alrededor y tengo la sensación de que tal vez mi estimación inicial
estaba equivocada.
Recargadas sobre las sillas plegables del auditorio, las chicas de primer
año están maquillándose en masa, tratando de conseguir el delineador de
ojos azul eléctrico perfecto y unos labios magentas voluptuosos. Un
entusiasta grupo mixto de estudiantes de último año está en el foso de la
orquesta, dándose masajes en la espalda unos a otros. No puedo siquiera
imaginar cómo se supone que los masajes en la espalda al azar podrían
hacer que alguien sea un mejor actor. ¿Toda esa gente está aquí para lucirse
y coquetear? Si es así, ¿por qué molestarse en montar una obra de teatro?
—Robin —dice Hauser, blandiendo un puñado de papeles en dirección a
mí—. Quiero que te prepares para el papel de Emily.
—Genial —digo. Tomo las hojas correspondientes y me dirijo hacia la
puerta. Tengo una excelente estrategia de salida. Voy a fingir que quiero
practicar mis líneas en privado en el pasillo. Y luego, saldré corriendo.
Pero en la fila, justo antes de la puerta doble de salida, veo a Tam
sentada sola, articulando palabras en silencio mientras lee las páginas del
libreto. (Supongo que se les llama separata, porque el señor Hauser sigue
diciendo eso mientras las reparte.) Las mías todavía tienen ese olor a
quemado, recién salido de la fotocopiadora.
Se combina con el olor del producto con aroma a frambuesa de Tam
(¿jabón?), y en el fondo sé que esos dos olores juntos me la recordarán de
ahora en adelante. Fotocopias frescas y ácida dulzura de frutos rojos. Eso
me suena bien, por alguna razón inexplicable.
Tal vez sea una evidencia más de que soy la chica más rara en Hawkins,
Indiana, como me llamó el señor Hauser.
Todavía no estoy segura de querer esa corona.
Parece que Tam está bastante concentrada, con la cabeza gacha. No
quiero interrumpirla mientras se prepara. Pero ésta podría ser mi única
oportunidad de hablar con ella sin la amenaza de Steve Harrington
acechando cerca.
Pienso en ella cantando en clase. Pienso en cómo no temía ser vista, ser
escuchada, ser diferente.
¿Y si Tam es realmente la persona que estoy buscando?
Voy y me siento relativamente cerca. Sólo para saber si está interesada
en hablar con alguien. Por supuesto, ahora que estoy sentada, necesito hacer
algo, así que miro mi separata. Pero mis ojos no consiguen absorber las
palabras. Parecen rebotar de inmediato y volver hacia Tam.
La tercera vez, ella comprende que la estoy mirando.
—¿Tú también tienes a Emily? —pregunta, estirándose para ver mis
páginas.
Me ha parecido tan atrevida y despreocupada desde el comienzo del
año, pero ahora parece un poco nerviosa. Como si tuviera miedo de que
pudiera robarle su parte. (Como si yo pudiera mantener la atención de
alguien tan bien como ella.)
—Sí, pero no le pedí al señor Hauser que me la diera. Fue una
asignación aleatoria.
—¿En serio? ¿No intentarás quedarte con el papel de la protagonista? —
pregunta, la parte superior de su cuerpo flota sobre el asiento que nos
separa.
—No —me apresuro a asegurarle—. Estoy bien con cualquier cosa.
Ésas no son palabras que hayan salido de mi boca antes. En ninguna
situación.
Aun así, puedo ver que lo que sea que haya dicho, hizo que Tam se
sintiera mejor. Se acomoda en su silla y sonríe. No es una sonrisa de teatro,
grande, falsa y vistosa. No es una sonrisa vaga de “te conozco” de la clase
de Historia. Me mira como si yo fuera cualquier otra chica de la
Preparatoria Hawkins.
Y por alguna razón, eso me aterroriza.
Porque no soy una chica cualquiera de la Preparatoria Hawkins. Soy la
que se escabulle por ahí, tratando de pasar desapercibida, porque soy lo
suficientemente rara para que incluso los profesores puedan notarlo desde
un kilómetro de distancia. Puede que quiera ser amiga de Tam, pero ¿y si yo
no le agrado? ¿Si no le cae bien la verdadera extraña, luchadora, yo? Ése
parece el tipo de rechazo al que no necesito someterme. Y podría captar la
atención de otras personas. ¿Qué pasa si la gente piensa que al pasar tiempo
con ella lo que estoy intentando es ascender en la escala social? ¿Y si esto
es lo que despierta al monstruo, a esa boca que me estará esperando como
un pozo oscuro cuando inevitablemente caiga? ¿Me ridiculizarán tanto que
ni siquiera hablaré durante los próximos tres años, como Sheena?
—¿Estás bien? —pregunta Tam mientras me levanto, tambaleante.
Lo único en lo que puedo pensar es: por eso tengo que irme, por eso
tengo que irme, por eso tengo que…
—¡Robin! —llama el señor Hauser—. ¿Por qué no vienes y
empezamos?
Puedo oír mi voz, pero no puedo sentir cómo abandona mi garganta.
—No he tenido tiempo para repasar…
—¡Yo iré primero, señor Hauser! —dice Tam, saltando tan rápido de su
silla que se pliega detrás de ella.
Es amable de su parte, creo, ser voluntaria de esa manera. Para salvarme
de la humillación que me esperaba. Pero el golpe de su silla fue demasiado
sonoro y su cabello se ve tan rojo y yo estoy tan, tan abrumada en este
momento.
—Gracias, Tammy —dice el señor Hauser con una voz tan
categóricamente animada que casi podría asegurar que está mintiendo.
Él no quería que Tam leyera. Quería que yo leyera. Ni siquiera entiendo
por qué le importa tanto. No puede ser que piense que seré la próxima gran
protagonista de la escuela. Resulta claro que no estoy hecha para la
actuación. Incluso llegar a la parte en la que presento mi audición está
resultando difícil.
Regreso a mi asiento y permanezco quieta, porque ahora sé que si me
voy, el señor Hauser me verá y querrá hablar al respecto la próxima semana.
Y además, Tam ahora está parada en el escenario, respirando
profundamente. Zambulléndose en ese monólogo de cabeza. No sería justo
interrumpirla con el golpe de las puertas.
Y quiero ver cómo lo hace.
Tam casi grita las primeras líneas, que hablan sobre estar muerta. La
gente del público ríe entre dientes, quizá porque no saben cómo termina
esta obra. La mayor parte tiene lugar en un pequeño pueblo lastimosamente
ordinario que se llama Grover’s Corners, pero hacia el final, el personaje
principal, Emily, muere y se convierte en un fantasma y, bueno, permanece
en Grover’s Corners.
Para siempre.
(Sólo sé esto sobre Nuestro pueblo porque lo leí durante mi fase
existencialista. Hice que Kate se diera un atracón junto conmigo de Jean-
Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Richard Wright. La mayoría de la gente
piensa que Thornton Wilder es un producto tan netamente norteamericano
como la tarta de manzana, pero fue parte de una desesperada búsqueda
global de significado, y su trabajo puede ser tan abrasador como el de
Camus si en verdad le prestas atención. La mayoría de la gente no lo hace.)
—¿Puede empezar de nuevo, señorita Thompson? —pregunta el señor
Hauser—. Con un poco menos de volumen esta vez. Háganos saber lo que
está sintiendo Emily. Lo que quiere decirle a su madre. Cómo se siente en
ese momento, cuando comprende que ningún ser vivo la volverá a escuchar.
Tam asiente una y otra vez, como si en verdad estuviera asimilando lo
que le dice el señor Hauser.
Entonces, comienza de nuevo. Y hace lo mismo.
Hacia el final, después de que Emily pide volver a su tumba, Tam abre
la boca y comienza a cantar. No reconozco la canción… alguna de tipo
religioso. A todos les toma un segundo comprender lo que está ocurriendo,
porque nadie esperaba algo así.
El señor Hauser da vueltas en el frente del escenario mientras pellizca
con dos dedos el puente de su nariz.
—Señorita Thompson, si pudiera hacer una pausa allí…
Ella debe saber que él está a punto de decirle que ya ha visto suficiente,
porque en ese momento se lanza a una explicación rápida, casi sin tomar
aliento:
—Sólo creo que Emily podría ser cantante, ¿sabe? Tal vez ella canta con
el coro de su iglesia. Eso encajaría en el libreto, tal como está escrito.
—No se canta en Nuestro pueblo —dice Hauser—. No es una obra
musical.
—No tiene que ser musical para que tenga música —Tam parece
orgullosa de esta declaración. Como si la hubiera pensado de antemano.
Está de pie con las manos apretadas en las páginas del libreto, a la espera de
que se le pida que continúe.
—Ésa es una teoría interesante —el señor Hauser aplaude, lo que es una
señal para que el resto de nosotros aplaudamos su audición—. Está bien.
Gracias. Por favor, quédese en caso de que necesite que lea con sus
compañeros de escena más tarde.
Tam abandona el escenario claramente molesta. Una parte de mí
quisiera ir detrás de ella, decirle que creo que fue valiente.
—Robin —dice el señor Hauser—, ¿estás lista?
No. Ni de cerca. Ni remotamente.
—Claro —digo.
Cuando llego al frente del auditorio, capto una pequeña discusión en voz
baja que Jimmy Blythe está teniendo con el señor Hauser. Conocí a Jimmy
el año pasado, en Anything Goes. Él fue el escenógrafo, al menos de
nombre, pero se pasaba la mayor parte de su tiempo entre bastidores
coqueteando con las chicas del coro mientras esperaban su llamada para
entrar.
—¿En serio? ¿Dos escaleras y un juego de mesa de comedor? ¿Ésa es
toda la escenografía? Éste es mi último año y quiere que haga… ¿nada?
—No es que sea nada —digo. Sé que estoy tratando de pasar
desapercibida, pero a veces no puedo evitarlo. El señor Hauser me está
mirando ahora, esperando lo que diré a continuación—. Thornton Wilder
estaba adaptando las prácticas teatrales asiáticas, donde hay un diseño de
escenografía minimalista, y un elemento físico podía representar
simbólicamente todo tipo de cosas. Está tratando de estirar tu estrecha
imaginación.
El señor Hauser suelta una única carcajada. En cuanto le da la espalda,
Jimmy murmura:
—Voy a golpear tu estrecho rostro.
Sip. Definitivamente, éste es el refugio para los chicos más cultos de la
escuela.
No hay escaleras para subir al escenario, así que tengo que deslizarme
sobre mi trasero y luego ponerme en pie.
—Adelante, Robin —dice el señor Hauser.
Miro a la audiencia.
En realidad, nadie parece estar mirándome. La mayoría de los presentes
están haciendo su tarea, limándose las uñas o pasando notas.
Debería ser un consuelo saber que a nadie le importa. Pero por alguna
razón hace que las palabras de Emily suenen verdaderas. Ella dice que
ninguno de nosotros comprende en realidad de cada minuto y detalle
mientras van pasando junto a nosotros.
Dice que todos nos estamos perdiendo nuestras propias vidas.
Y que a nadie podemos culpar más que a nosotros mismos.
—Oh, tierra, eres demasiado maravillosa para que nadie te aprecie —
digo, citando el libreto, pero también en serio.
Por eso quiero viajar. Para ver este mundo. Para llenar mi vida con las
cosas que importan. (Arte, música, comida tan sabrosa que te haga llorar,
conversaciones tan interesantes que te mantengan despierta durante toda la
noche.) Y quiero hacerlo con alguien que entienda, alguien que lo aprecie
tanto como yo. Sinceramente, creo que soy una misántropa por accidente
geográfico, no por naturaleza. Si no estuviera rodeada de zoquetes,
probablemente tendría montones de amigos.
Estar aquí y decir las palabras de Emily acerca de crecer y vivir en un
pueblo pequeño para luego morir, y jamás marcharme de aquí, está
haciendo que me sienta tan claustrofóbica que me mantengo caminando
sólo para escapar del sonido de mi propia voz.
Y entonces he aquí la infame puesta en escena de la que Jimmy se
estaba quejando. ¿La tumba de Emily? Es una silla plegable de metal en
una fila de sillas plegables de metal, donde ella tiene que sentarse con las
otras personas de su pueblo que han muerto. Tiene que quedarse ahí, con
ellos. Ni siquiera puede cambiar de lugar y probar una nueva vista del
cementerio. Ella está atrapada. Literalmente. Eternamente. Cuando pienso
en eso, no consigo respirar bien, y mi voz brota áspera y ahogada.
—Bien, Robin. Continúa —el señor Hauser cree que estoy tomando
decisiones de actuación, cuando sólo estoy enloqueciendo.
Una parte de mí quiere afrontar este momento. Pasar los siguientes tres
meses ensayando, regañando a idiotas como Jimmy, haciendo que el señor
Hauser no mantenga el ceño fruncido, viendo a Tam todas las tardes. Pasar
el suficiente tiempo juntas para que salir de viaje como mejores amigas sea
el siguiente paso natural. Tam quiere ser cantante, ¿cierto? No puedes ser
cantante si te quedas en Hawkins toda tu vida. Podemos salir juntas de aquí.
Podemos llevar a escena una rebelión de dos personas contra todo lo que
hace que nuestras vidas sean pequeñas y desoladas.
Sólo quedan unas pocas líneas. Casi lo logro.
Pero me quedo sin aliento, y ya no consigo recuperarlo.
Y todo se cubre con la oscuridad más absoluta.
Capítulo trece
23 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Cuando abro los ojos, todo se siente extraño.


Al principio, espero que el segundo año de preparatoria se haya
deslizado hacia la nada y estemos muy, muy lejos en el futuro. El día antes
de la graduación estaría bien. (Lo cual también explicaría por qué estoy en
el auditorio.) Pero a medida que mis pensamientos se asientan, comprendo
que sólo han pasado unos momentos. Y estoy mirando al auditorio desde el
suelo. Sin embargo, la parte más extraña es que Milton está inclinado
encima de mí y agita los dedos lentamente frente a mis ojos.
—¿Milton? —pregunto. Mi voz suena chirriante.
Ni siquiera había notado que él estaba en las audiciones. Y ahora está
aquí, en mi cara.
Escucho la voz del señor Hauser en algún lugar lejano.
—¿Estás bien, Robin?
—Parpadea dos veces si estás bien —casi grita Milton—. No, espera.
Parpadea una vez si estás bien, dos veces si no estás del todo…
Alejo sus dedos.
—Estoy bien.
Me levanto para sentarme.
Ahora que está claro que no estoy muerta ni herida de gravedad, todos
en la audiencia se sienten libres para reírse de mí… y es exactamente lo que
hacen.
—Salir, perseguida por imbéciles —murmuro mientras me levanto y
luego corro detrás del telón para no tener que retroceder por el auditorio.
La verdad es que nadie me persigue, a excepción de Milton. Se
mantiene sobre mis talones mientras empujo con el hombro la puerta
trasera. Tendré que dar la vuelta al edificio de ladrillos de un solo piso, bajo
y maltrecho, para sacar mi bicicleta del estacionamiento. Ni siquiera estoy
segura de que pueda montarla en este momento. Mi respiración todavía es
un poco rasposa y superficial, y no sé qué tan fuerte me golpeé la cabeza
cuando caí.
Pero es un hecho que no me quedaré para ver el resto de la audición.
—Robin, ¿estás segura de que estás bien? —pregunta—. Podrías tener
una contusión. Cuando caíste, tu cabeza hizo este sonido…
—Gracias por informarme, Milton, pero en realidad no necesito que
describas lo que sucedió con absoluto detalle.
Milton me sigue el ritmo, a pesar de sus chirriantes zapatos de piel. Este
lado de la escuela está bordeado de arbustos y una valla que lo separa de los
campos de juego. Avanzo prácticamente entre los arbustos. ¿Y si se arrugan
sus pantalones caqui? ¿Qué pasará si su camisa no sale ilesa de ésta?
—¿Comiste bien hoy? —pregunta—. ¿Bebiste algo antes de subir al
escenario? ¿Has estado enferma?
—¿Qué, eres doctor? —pregunto mientras damos vuelta en la esquina
del edificio juntos. Acelero. Las preocupaciones de Milton están creciendo
tanto que no creo poder pasar más tiempo con ellas.
Mis padres no creen en la preocupación. Cuando era pequeña y me
sorprendían preocupada, me hacían cantar afirmaciones. Mamá me ponía un
cristal en la frente. Algunas veces, esas cosas me hacían sentir mejor. ¿Pero
la mayoría de las veces? Me hacían preocuparme mucho menos, no porque
tuviera menos de qué preocuparme, sino porque recibía el mensaje de que
no era una emoción bienvenida.
—Es sólo que sé algunas cosas acerca de los desmayos —dice Milton
—. Solía pasarme cuando era niño. Si respondes a esas preguntas, tendré
una mejor idea de…
—Sí, sí, no —llegamos al estacionamiento de las bicicletas, agarro la
mía y me dispongo a montarla. El marco de metal frío me aterriza.
Voy a estar bien.
Incluso si acabo de caer presa del pánico frente a toda la multitud del
teatro. Incluso si arruiné otra potencial forma de encontrar a la compañera
de viaje que necesito para la Operación Croissant.
—Estoy preocupado por ti —dice Milton.
—¿Por qué no me dijiste que te presentarías a la audición? —pregunto
—. Ambos estábamos parados frente a la hoja de inscripción, charlando
sobre Kurt Russell. Podrías haberlo mencionado en cualquier momento.
O podría haberse encontrado conmigo mientras todos estábamos en el
auditorio, pasando el rato. Pero no se molestó. Esto sólo confirma lo que ya
sabía: los elementos del Escuadrón Peculiar y yo podremos ser amigos
debido a la banda, pero eso no significa que seamos cercanos. Somos
amigos de conveniencia. Y una formación de la banda de música. Milton y
yo no somos amigos íntimos: él es más como mi compañero de baile
asignado.
—Fue una decisión de último minuto —dice, encogiéndose de hombros
—. Y pensé que tu audición estaba siendo realmente buena. Ya sabes. Hasta
la parte en la que tú…
Toco mi cabeza. En verdad, se siente horrible.
—Robin, creo que necesito revisar tus pupilas —dice Milton. Su voz es
tan grave que me toma un minuto entender lo que busca hacer.
—Supongo que es justo —digo a regañadientes—. Yo inspeccioné tus
córneas ayer.
Me resulta difícil quedarme quieta y sin parpadear mientras se acerca, y
luego se inclina. Examina mis ojos y yo examino sus poros.
Son agradables. Tiene poros perfectamente agradables.
Trato de no pensar en cómo ésta es la segunda (¿tercera?) vez que
nuestras caras han estado tan cerca una de la otra en los últimos dos días. Al
menos no tiene ningún tipo de mirada melosa, soñadora o romántica
empañando sus ojos mientras está allí.
—No creo que tengas una contusión —dice, dando un paso atrás—.
Pero creo que necesitas una tarta.
—¿Eso es un diagnóstico médico?
—Algo así —dice—. Cuando era pequeño, mis padres siempre me
sacaban a comer tarta después de que me desmayaba. Resulta que me
deshidrato con mucha facilidad. Creo que hacer todo esto una y otra vez
hizo un surco en mi cerebro. ¿Un desmayo es igual a tarta? Además, ésta es
una buena forma de evitar que pedalees cuando no deberías. No quiero que
vomites por encima del manubrio.
—¿Es eso…?
—Algo que puede suceder cuando te golpeas la cabeza con fuerza —
confirma.
Hace un gesto con la cabeza señalando hacia el otro lado de la escuela,
donde está el estacionamiento de estudiantes. Milton tiene auto. Sólo se
trata de la vieja camioneta de su madre con esos paneles de madera en los
costados, nada que entusiasme a los chicos populares, pero es digna de
confianza. He subido varias veces, después de los juegos de la banda,
cuando Kate y Dash querían salir y celebrar con papas a la francesa y
malteadas en lugar de ir directo a casa.
Y hoy no quiero volver a casa. Todavía no. No quiero quedarme sola en
mi habitación toda la noche y enfrentar el hecho de que mi plan se está
desmoronando casi tan rápido como se formó.
—Tienen de cereza, ¿verdad? —pregunto.
—Con cubierta crujiente —me asegura Milton.
Saca las llaves del bolsillo de su pantalón caqui y abre la parte trasera.
Dado que es una camioneta, no tiene maletero, sólo un asiento trasero. Lo
dobla para que podamos meter la bicicleta. Me maravillo un poco: está
perfectamente limpio allí dentro. Incluso parece que la alfombra ha sido
aspirada. ¿Cómo consiguió que la aspiradora llegara hasta su auto? ¿Y qué
adolescente mantiene tan limpia la parte trasera de su camioneta?
Milton Bledsoe, él lo hace.
Levanto mi bicicleta y la arrojo al interior. No me importa ser la
desordenada aquí.
—Está bien —digo—. Tarta del desmayo entonces.
Capítulo catorce
23 DE SEPTIEMBRE DE 1983

Para el momento en que Milton y yo salimos de la cafetería, ya oscureció


y yo devoré tres rebanadas de tarta (dos de cereza, una de manzana).
No estaba equivocado. Ahora me siento mucho mejor. Al menos,
físicamente hablando.
—¿Debería dejarte en casa? —pregunta—. ¿Tienes hora de llegada?
Suspiro hacia la luna.
—Yo… tengo lo opuesto a una hora de llegada.
A mis padres siempre les decepciona que yo no sea más salvaje.
Siempre que subo a mi habitación a las ocho de la noche para leer,
comienzan con su larga, larga descripción de todas esas cosas que ellos
solían hacer por las noches cuando eran adolescentes. (Por ejemplo:
escabullirse, bañarse desnudos, sonsacar cerveza barata a los hermanos
mayores de sus amigos, aullarle a la luna. Creerás que estoy exagerando en
eso último, pero no es así. En realidad, mi madre todavía le aúlla algunas
veces a la luna, pero ahora lleva pantuflas rosadas y está sacando la basura.
Es un contraste interesante.)
Me pregunto qué pensarán de mi huida a Europa.
¿Se sentirán orgullosos? ¿Con una pizca de celos? ¿Recordarán por qué
amaban el grande y ancho mundo y querrán empacar y mudar a nuestra
familia fuera de Hawkins para siempre? ¿Seremos, como Dash lo expresó
tan poéticamente, unos “expatriados”?
Claro, esto último es muy poco probable, pero una chica puede soñar.
—¿Quieres que vayamos de regreso a mi casa? —pregunta Milton. Al
principio me preocupa que él piense que está sucediendo algo parecido a
una cita. Pero luego agrega—: Mamá y papá tienen su noche de juegos los
viernes, y me obligan a participar si no tengo cualquier otro plan.
—¿Me obligarán también? —pregunto.
—Eso depende. ¿Qué tan buena eres en Scrabble?
Me encojo de hombros.
—Una vez gané con la palabra xenófobo, y la X tenía el puntaje de
palabra triple.
—Sip, no querrán que juegues. Se ponen en un plan en verdad
competitivo.
—Milton, ¿cómo te sientes con respecto a Hawkins? —me encuentro
preguntando espontáneamente.
—¿Este pueblo? —mira a su alrededor con gesto contemplativo—. Lo
odio.
—¿Qué te parecen los croissants?
—Te traje hasta el otro lado del pueblo por una tarta —dice, señalando
con la cabeza el gran letrero neón de la cafetería—. Soy fanático del
hojaldre —cuando sonríe, se forman unas profundas hendiduras alrededor
de su boca, como unos corchetes completos alrededor de un pensamiento
entre paréntesis.
Me pregunto cómo se vería en otra cosa que no fueran pantalones caqui.
(No es que eso cambie lo que siento por él. No es que de repente sea
susceptible a ese tipo de agitada pérdida de facultades que ataca a las otras
chicas cuando se encuentran cerca de chicos con jeans deslavados. Es sólo
que Milton merece usar pantalones que no tengan un doblez en la parte
delantera tan afilado que tal vez podría cortar el vidrio.)
—¿Hablas algún idioma? —pregunto—. ¿Otro que no sea el nuestro?
—Sé un poco de japonés. Sobre todo por mis abuelos. Quiero que mamá
me enseñe más, pero ella siempre está ocupada con el trabajo y mi hermano
y hermana y… —hace una pausa, como si no estuviera seguro de si debería
agregar la siguiente parte— hablo élfico.
—¿Algunas palabras de élfico o… élfico completo?
—En realidad, el élfico es una familia de idiomas, así que técnicamente
hablo sindarin y quenya y…
—¡Y no pareces tímido al respecto! ¿Bien por ti?
—No es como si fuera a decirle eso a todo el mundo. Solamente a mis
buenos amigos. Así que Dash lo sabe. Y ahora… tú.
Vaya. La lista de amigos de Milton es casi tan corta como la mía.
Y él cree que debido a nuestra reciente experiencia vinculante, con el
desmayo inesperado y el consumo ritual de postres, nos hicimos buenos
amigos. Tal vez me equivoqué acerca de que el Escuadrón Peculiar sólo me
quería por mi relativamente competente forma de tocar.
O tal vez me equivoqué con respecto a Milton.
—¿Fuiste a las audiciones porque yo me inscribí? —pregunto.
Se encoge de hombros.
—Siempre había querido probar la actuación. Supongo que saber que
estarías allí lo hizo más fácil.
Mmm. Quizá Milton sólo necesita compañía para ayudarle a sentirse
aventurero. Quizá podría darle una oportunidad…
—Supongo que podemos ir a tu casa —digo—. Si las opciones de
snacks son las adecuadas.
—Acabas de comer tres rebanadas de tarta.
Me encojo de hombros.
Milton ríe. No produce ese rebuzno empalagoso que tienen la mayoría
de los adolescentes. Su risa es suave, grave. Es una risa objetivamente
agradable. Pero quizá sonaría mucho mejor en oídos de otra chica.
Me digo que esto es algo bueno.
Sería lo Peor, hablando categóricamente, perder la cabeza por alguien
con quien estoy planeando emprender un viaje transatlántico. Milton
comienza a parecer una posibilidad de una manera que nunca hubiera
considerado ayer. Y tenemos el resto del año para convertirnos en mejores
amigos, mientras reúno los fondos necesarios para la Operación Croissant.
Nos quedamos en el estacionamiento, en ese momento incómodo antes
de que te comprometas por completo a subirte al auto, cuando una familia
sale de la cafetería. Es Jonathan Byers, a quien conozco de la escuela
(pálido, callado, todo el tiempo está tomando fotografías), y su madre, a
quien reconozco del supermercado (ansiosa, bonita, me ofrece descuento en
los cabezales de reemplazo para el Walkman porque uso el mío todo el
tiempo para escuchar mis cintas de idiomas). También hay un niño con
ellos, el hermano pequeño de Jonathan. Lo vi en la tienda con la señora
Wheeler… entonces, ¿es uno de los amigos de su hijo? Va detrás de su
madre y su hermano, mirando a su alrededor sin rumbo fijo, con una novela
de fantasía en el pecho como si fuera una armadura. No recuerdo su
nombre, pero parece que el corte de cabello se lo hizo su madre siguiendo la
línea de un tazón de cereal. (Yo usé ese mismo corte en segundo grado.)
Como sea, este chico parece un verdadero nerd en formación.
Milton y Jonathan asienten el uno al otro de esa manera tímida que a
veces hacen los adolescentes.
Capto la mirada del niño. Por sólo un segundo. Quiero decirle que la
vida aquí va a mejorar, pero no se me ocurre una sola palabra de consuelo.
Ojalá pudiera decirle que corra.
Pero no puedes decirle eso a un estudiante de secundaria que apenas
conoces. De modo que Milton y yo esperamos mientras suben al coche y la
señora Byers enciende un cigarrillo en su camino de salida del
estacionamiento; el humo se arrastra detrás de ella en una línea larga y
suave.
Milton y yo subimos a su camioneta y él conduce a través del oscuro,
oscuro pueblo. Subo los pies al tablero, bajo la ventanilla y saco la cabeza
para sentir una de las primeras brisas otoñales reales.
Aquí está la cosa.
Hawkins es agradable durante el día.
Pero cuando no puedes ver las casas blancas dolorosamente idénticas y
la calle principal, que alguien robó de una postal, este lugar es diferente. En
la oscuridad, el pueblo se expande, crece. Se siente vivo de una manera que
desaparece cuando todo el mundo está regando su jardín y presumiendo el
nuevo revestimiento de vinilo en sus paredes. Éstas son las partes del
pueblo que la gente no se molesta en notar, porque sus cabezas siempre
están abajo o arriba de sus traseros, respectivamente.
Pero miro alrededor y lo veo todo: los árboles y los prados, la presa con
la niebla flotando sobre su agua oscura. Y el tramo abierto del cielo, con su
gran luna cubierta de nubes de color gris ahumado, de la misma manera en
que Stevie Nicks se cubre de chales. Hay una extraña sensación de que si
ninguno de nosotros estuviera aquí, este lugar volvería a ser… casi perfecto.
Un lugar donde podría ser yo misma. No sólo la nerd apenas aceptable
socialmente, la nerd mayormente silenciosa, sino cada robinesca parte
afilada y extraña. Podría desenterrar esos sentimientos que ahora mantengo
con tanta pericia dos metros bajo tierra. Podría dejar salir los bordes que
siempre estoy tratando de ocultar.
Pero no vivo en ese lugar.
Milton acelera y le susurro adiós a Hawkins en español, francés e
italiano, practicando para ese día en que pueda dejar todo esto atrás.
Capítulo quince
6 DE NOVIEMBRE DE 1983

Milton y yo estamos viendo MTV.


Déjame reformularlo.
Yo estoy leyendo una edición bilingüe de La divina comedia, mientras
Milton toca el teclado sobre el video de Duran Duran que se está
transmitiendo por televisión. No es que se limite a imitar la canción,
tratando de mantenerse al tiempo con las progresiones de acordes. En
realidad, está agregando otra capa de música a lo que escucha. A veces,
combina con la canción original. A veces, es un contrapunto extraño y
estrafalario. A veces, se siente como si estuviera escribiendo sobre el
original, mejorando algo. Tiene el volumen de la televisión al máximo, algo
que el resto de su familia odia, algo que nos garantiza seguir teniendo el
estudio para nosotros solos.
—¡Milton! —grito—. ¿Cuál te gusta más? ¿Duran o Duran?
Se acerca, agarra una almohada del sofá y me la arroja con una mano sin
perder un solo compás, literalmente.
Hemos estado haciendo esto todos los días durante semanas.
Vine por primera vez a la casa de Milton después de las audiciones…
tras las cuales ninguno de los dos consiguió un papel en la obra, ¡sorpresa!
Tam obtuvo un papel pequeño, no el de Emily; trató de mostrarse entusiasta
cuando la lista del elenco se publicó, pero supe que estaba más que un poco
decepcionada. Al parecer, la he observado lo suficiente en la clase de
Historia para saber que cuando está molesta, jala con desgana los mechones
rojos de su flequillo. Como sea, cuando vine por primera vez a la casa de
Milton, me sorprendió encontrar esta configuración, así como un dormitorio
que Milton había tapizado con los pósters y las fundas de los discos de sus
bandas favoritas de punk y New Wave. Sabía que era tan músico como
nerd, pero Milton es un entusiasta en un nivel muy superior. Está
obsesionado con los detalles de la historia auditiva y toca alrededor de
nueve instrumentos, además de la trompeta y el teclado.
De uno de ellos ni siquiera había oído hablar antes. Se llama theremín y
es absolutamente extraño. Es electrónico, pero Milton ni siquiera tiene que
tocarlo; sólo mueve las manos y estas dos antenas de metal pueden detectar
dónde están y emitir el sonido en consecuencia. Parece un teclado, sin las
teclas además de muchas ondulaciones de manos de magos ancestrales.
Ahora mismo, está tocando su orgullo y alegría, su Yamaha.
La primera vez que Milton preguntó si podíamos ver MTV juntos, pensé
que sería el principio del fin de nuestra corta amistad. MTV es lo que todos
ven en nuestra escuela. Pero Milton no lo ve como todos los demás.
Cuando nos sentamos juntos —o yo me senté y Milton se cernió sobre
sus teclas—, me encontré mirándolo con la mandíbula caída, mientras él
jugaba con una nueva armonía sobre los acordes de David Bowie y el
poderoso equipo de Queen, “Under Pressure”.
—Ni siquiera tienes una sola camiseta de bandas —dije, sin poder
creerlo.
—Uso la ropa que mi hermano usaba antes de irse a la universidad —
dice Milton, mirándose como si nunca antes hubiera pensado en eso—. Está
limpia, me queda bien, es tonta, pero supongo que yo también lo soy.
—¡No puedes tener toda una personalidad heredada! —insisto—. Hay
partes de ti que nadie puede ver. Partes importantes. ¿No te molesta eso?
(Por supuesto, en cuanto lo dije, supe que yo estaba usando los jeans
viejos de mamá y una camiseta que compré de segunda mano.)
Milton ladeó la cabeza, pensando en ello.
—Mi hermano es el hijo mayor, lo que significa que recibe todo nuevo,
lo mejor, pero tiene que pagar por ello siendo perfecto. Y no parece
importarle estar a la altura de las expectativas. Personalmente, no me
importa tener menos presión en mi vida, si la única compensación real es
usar viejos pantalones caqui —Milton sacude la cabeza sin apartarse de las
teclas—. Además, yo sé que me gusta la música. ¿Por qué tendría que
demostrarlo con una camiseta?
—Ésa es una actitud demasiado saludable. Por favor, di algo angustioso
para equilibrarla.
—Oh, créeme que tengo mucha angustia bajo todas estas herencias —
dice Milton tranquilamente.
En este momento, muestra algo de ese sentimiento, frunciendo el ceño
con disgusto por las imágenes de “Hungry Like the Wolf”, incluso mientras
sus manos golpetean una melodía alternativa.
—Pensé que amabas a Duran Duran —digo.
—Los aprecio como los primeros usuarios de complejas capas de audio
electrónico. Sus versiones nocturnas son algunas de las primeras ondas de
la New Wave. ¿Pero las imágenes? —hasta ahora, el vago concepto parece
centrarse en la banda corriendo alrededor, pretendiendo ser múltiples
Indiana Jones—. Están usando un país asiático porque creen que es exótico.
Apuesto a que no saben nada sobre Sri Lanka. Y lo sensual de la mujer gato
es…
Me estremezco cuando la frase lo sensual de la mujer gato se convierte
en una parte mucho más importante de la trama.
—Vaya. Estaba equivocada —admito—. Saludable y angustiado no son
opuestos. Ésta es una angustia bastante saludable.
—Sí, parece que no pueden hacer un solo video que no trate a personas
que no sean hombres británicos blancos como accesorios y escenografía —
dice Milton—. Hey, me puse lo suficientemente angustiado para usar una
triple negación.
—Estoy tan orgullosa de ti. Y no estoy orgullosa de esta banda —digo,
haciendo clic en un botón, apagando el televisor.
Milton comienza una nueva canción, que parece ser una versión
sinfónica de “Little Red Corvette”, de Prince.
Aunque lo saqué por completo de su ritmo, Milton no parece nervioso ni
molesto. He observado que sus nervios básicamente se desvanecen siempre
que se encuentra en su elemento (esto es, tocando música, en casa, o mejor
aún, tocando música en casa).
—¿Cómo lo haces? —pregunto, recostada con mi barbilla apoyada en el
brazo del sofá.
—Ya hemos hablado de esto, Robin. ¿Cómo lees tú poesía
alternativamente en cuatro idiomas diferentes?
—Tres de ellos pertenecen a la misma familia lingüística —digo con
una sonrisita de suficiencia.
Milton me arroja otra almohada, pero esta vez, estoy lista para
emprender un contraataque y lanzo una que derriba la suya en el aire,
mientras ya tengo una segunda almohada alineada para golpearlo justo en el
pecho.
—Simplemente tiene sentido en mi cabeza —digo, sentándome otra vez,
victoriosa—. Es como si en cuanto puedo ver las suficientes palabras, en el
instante en que desbloqueo algún tipo de comprensión, el resto comenzara a
completarse por sí mismo.
—Eso es lo que pasa con la música también —dice—. ¿Sabes? Para ser
una nerd de la banda, no piensas en términos musicales. Piensas en
palabras, acertijos y problemas por resolver. ¿Qué te gusta?
Me está provocando y lo sé. Milton tiene mucho talento, pero se
considera un fan, ante todo y sobre todo. Le encantan (no necesariamente
en este orden) las novelas de ciencia ficción, las películas de culto, las
historietas y todas las formas de música contracultural. (Tiene debilidad por
el New Wave, porque los instrumentos electrónicos que usan provienen de
Japón y, como me dijo la segunda vez que vimos MTV juntos, “Eso lo
convierte en medio japonés. Como yo”.) No comparto su amor por los
cantantes de cabello esponjado ni por los ramplones libros de bolsillo con
extraterrestres de aspecto solemne en la portada, pero debo ser fan de algo,
según Milton.
Sin embargo, hay muchas cosas que no me gustan. Es un verdadero
bufet de malas elecciones. Hay tantas cosas en las que estoy decididamente
en contra que a veces puede ser difícil recordar en qué estoy a favor.
—Echo & los Bunnymen. Brian Eno. Cyndi Lauper.
—Cyndi Lauper es una cantante pop —dice Milton.
—Y tú eres un pedante —le respondo—. ¿Has escuchado su álbum? ¿O
simplemente te burlas de sus sencillos?
—Ay —Milton se lleva una mano al pecho. Luego, vuelve a su Yamaha
—. “All Through the Night” es una gran canción —murmura, y de
inmediato retoma el extraño solo de gaita electrónico, nota por nota.
—Sabes lo que me gusta —digo—. ¿De qué otra manera terminamos
vestidos como Annie Lennox y Boy George en Halloween?
Milton no se había disfrazado desde que estábamos en primaria, así que
me dejó elegir. Siempre he sido partidaria de los videos musicales que
involucran algún tipo de travestismo o aplastamiento general de género.
Encontré un traje de segunda mano que me quedaba verdaderamente bien, y
una peluca naranja que dejé alarmantemente corta, luego dibujé mis ojos
con el más negro de los delineadores. Milton se sometió a una peluca larga
y raída, a la que agregué algunas trenzas delgadas, y pasó toda la noche
metiendo sus puños de encaje en el cuenco de dulces en la fiesta de
Halloween exclusiva para nerds en casa de Dash.
—Todavía no puedo creer que hayas cantado “Sweet Dreams” frente a
toda la banda de música y la mitad del consejo estudiantil —dice.
—Dash me desafió —le recuerdo—. Porque Dash estaba muy, muy
borracho.
Claramente, pensó que yo no lo haría. Pensó que lo sabía todo sobre mí.
Quise demostrarle que estaba equivocado.
—¿Robin Buckley? —pregunta el padre de Milton, asomando la cabeza
al interior del estudio. (Siempre dice mi nombre completo, por la razón que
sea)—. ¿Te quedarás a cenar?
—Eso suena genial, señor Bledsoe —digo—. ¿Eso es…?
—Está bien por mí —dice Milton—. Siempre y cuando no sigas
formando equipo con mi hermanita y robándote todos los rollos.
La cena del domingo en la casa de Milton es fantástica, como de
costumbre. Espero que mis padres se las hayan arreglado para alimentarse
sin mí. Me he encargado de cocinar alrededor de la mitad de nuestras cenas
desde que comencé la preparatoria. Mis padres, ambos, odian las tareas
domésticas. Los padres de Milton cocinan juntos, incluso entre semana,
inclinan la cabeza sobre las ollas a un tiempo y se dan cucharadas uno al
otro para probar los platillos. La mamá de Milton cocina tanta comida
japonesa como puede con lo que encuentra en las tiendas cercanas.
Recuerdo que, en secundaria, Milton llegaba todos los días con una
lonchera bento… y tenía que soportar que casi todos lo miraran
boquiabiertos. (En preparatoria, él come un almuerzo caliente como casi
todos los demás. Los almuerzos en bolsa son suficiente para conseguir que
te golpeen, cortesía del monstruo.)
Esta noche sirven ramen con un huevo de miso flotando justo en la parte
superior, entre el caldo, la carne y los cebollines. Milton y yo contribuimos
al festín haciendo el único postre en el que soy buena: caramelos buckeye.
Todos nos llenamos de bolas de crema de cacahuate cubiertas de chocolate.
La hermana de Milton, Ellie, pone una en cada una de sus mejillas y finge
ser una ardilla. Yo también lo hago, y finjo que tengo doce años de nuevo.
Sorprendentemente llena y extrañamente feliz, regreso en bicicleta a
casa; mi rueda delantera va formando unas perezosas S hacia adelante y
hacia atrás en la acera. Son las diez y media, tal vez cerca de las once. Las
calles están tranquilas y el aire es frío. Quizá no nevará hasta dentro de un
mes, pero puedo sentir la primera amenaza aguda en el aire. Jalo mi
chamarra abierta aleteando por mi cuerpo con una mano, mientras conduzco
con la otra.
En cuanto me quedo sin acera, debo continuar en bicicleta un kilómetro
y medio a través de casi campo desde el vecindario de Milton hasta el mío,
que se encuentra en las afueras del pueblo. Me mantengo en el estrecho
margen de asfalto entre la carretera y la línea blanca. Se oye un susurro en
la maleza al lado de la carretera.
Intento ignorarlo.
Hago cuanto puedo para evitar que el extraño sonido deslizante desate
nerviosos movimientos de miedo a través de mi piel. Conduzco más rápido,
mis ruedas ahora lanzan una flecha recta por la carretera. Tarareo un poco
de la primera canción que logro encontrar en mi cabeza, “Hungry Like the
Wolf”, pero el susurro parece hacerse más fuerte en respuesta.
Grito la letra a todo pulmón.
Las canciones sobre ser cazado no ayudan mucho en este momento. Así
que trato de pensar en la Operación Croissant.
Voy a platicarle a Milton. Pronto. Le pediré que viaje conmigo. Sé que
también está preparado para una vida más allá de Hawkins. Ya ha estado en
Japón con su familia y tiene increíbles consejos de viaje, cosas en las que
yo nunca hubiera pensado. Cómo enrollar la ropa cuando empaca, en lugar
de doblarla. Cómo encontrar el baño público más cercano sin parecer un
perdedor. Cómo decidir qué libros valen el limitado espacio de tu mochila.
Ya estoy empezando a pensar que si la Operación Croissant funciona,
podríamos expandirnos y visitar más países juntos. ¿Y las bandas de
Milton? Es posible que debamos planificar un viaje por carretera para ver
música en vivo en Chicago, California y Nueva York…
Hay tantos lugares que no están aquí.
Tantos lugares donde ese susurro en los arbustos no es algo en lo que
tenga que pensar, nunca más.
Los faros atraviesan la noche detrás de mí y el murmullo se vuelve
silencioso cuando pasa un automóvil. Justo cuando me permito creer que se
ha ido, vuelve. Más fuerte. Más cerca. Hay otro sonido debajo, suave y
pulsante. Algo como sangre corriendo por un corazón o aliento arrastrado
por la tráquea. Me detengo en mi calle, dejo caer mi bicicleta en el camino
de entrada y corro asustada, sin que me importe quién pueda verme.
Me dirijo a la puerta, que gracias a Dios está abierta. La cierro
velozmente y giro la cerradura en cuanto entro, luego empujo mi espalda
contra la madera maciza.
Espero. ¿Qué? Sinceramente, no lo sé.
Hay un silencio sepulcral en casa. Mis padres deben estar durmiendo.
El teléfono suena tan fuerte que brinco y dejo escapar un pequeño
chillido —así como a veces dejas escapar un pequeño chorro de pipí cuando
ríes demasiado fuerte—, y levanto la bocina, esperando escuchar una voz.
Cualquiera. Escucho un segundo de respiración entrecortada y creo que lo
que sea que me acaba de pasar le está pasando a alguien más en Hawkins.
—¡Robin!
Me hundo en el suelo llevando la bocina conmigo. La familiaridad de la
voz al otro lado de la línea borra un buen cincuenta por ciento de mi miedo.
—¿Kate?
—¡No respondiste las primeras cinco veces que llamé! ¿Qué está
pasando? ¿Tus padres se están volviendo raros con los teléfonos ahora?
—No, yo sólo… —no puedo imaginar cómo decirle lo que acaba de
suceder. ¿Qué podría decirle? ¿Que un mapache se estaba deslizando por la
maleza y yo estuve a punto de colapsar?—. Supongo que estuve en casa de
Milton más tiempo de lo habitual —explico, con voz débil.
—Bueno, me alegro de que finalmente estés en casa, porque tengo que
ponerte al tanto.
Puedo escuchar la alegría en su voz.
—¿Qué? —pregunto, sabiendo que hablará sobre Dash y, por una vez,
querré escucharla. Han mantenido sesiones de besos descuidadamente
secretas desde Halloween, pero todavía no es oficial, y sé que eso la está
matando.
—Salimos esta noche —respira—. Salimos.
Comienza a enumerar todos los detalles de su última casi cita. Su voz
me envuelve en un manto de normalidad. Giro el cable telefónico alrededor
de mí. Una vez, dos.
Casi dejo de pensar en lo que sea que estaba allá afuera, en la oscuridad.
Y luego, con un crujido, el teléfono muere.
Capítulo dieciséis
7 DE NOVIEMBRE DE 1983

Resulta que anoche hubo apagones en todo el pueblo. En mi casa sí había


luz, pero en la de Kate no. Cuando la veo el lunes por la mañana, eso es lo
primero que me dice. Lo segundo:
—Mira esto.
Nos sentamos frente a su casillero, en el piso de linóleo.
—Me lo dio en el estacionamiento —Kate me muestra su pie, adornado
con una pulsera nueva en el tobillo. La cadena es delgada; la placa de
identificación, gruesa. Los nombres de Kate y Dash están grabados juntos,
escritos en un tipo de letra lleno de giros y espirales que se supone debe
parecer romántica, pero a mí me duelen los ojos al verla. Incluso hay un
pequeño diamante justo a un lado del nombre de Kate.
—Los diamantes se usan cuando se trata de algo de verdad serio —está
vibrando de emoción. Su voz suena como si acabara de tomarse una taza
completa de café—. Esto no es sólo novio-novia. Ésta es una pulsera de
primer amor.
Sé que quiere que la admire. Lo mejor que puedo hacer es esbozar una
sonrisa, apenas cubriendo el hecho de que esto sólo hará las cosas más raras
para los cuatro. Al menos tengo a Milton.
—¿Vas a conseguir una cadena larga para el cuello? —pregunto.
—No lo sé —dice, estirando la pierna hacia el pasillo, girando el tobillo
de un lado a otro. Se quitó el zapato. (Probablemente porque lleva un par de
zapatos deportivos Reebok, nada especial. A juzgar por la manera en que
viste, ella ignoraba que sucedería hoy, o habría elegido algo distinto para la
ocasión.) Su pie está descalzo, excepto por el lazo de tela elástica de sus
pantalones alrededor de su tobillo. Sus delicados y pequeños dedos hacen
que los míos parezcan propios de un yeti; aun así, cuando los mete
directamente en medio del tránsito del pasillo de segundo año, causa una
pequeña conmoción. Algunas personas ponen los ojos en blanco o nos
muestran el dedo medio, pero luego ven que la pulsera en el tobillo de Kate
es la causa del nuevo patrón de tránsito. Algunas de las chicas incluso se
detienen para ver mejor. Que es exactamente lo que mi amiga busca.
—Se ve linda como es, pero no puedo poner mi pie en la cara de todos
cuando quiero que la vean.
—En serio, me estás haciendo sentir especial —le digo.
—Eres especial —afirma Kate—. Y ahora es tu turno de encontrar a
alguien.
Esa declaración provoca una ola gélida de pavor, como si acabara de
entrar en el océano a mediados de enero. Al menos, eso es lo que supongo
que se siente. La masa de agua más grande en la que he estado en cualquier
época del año es el lago Michigan.
Llevo mi pavor conmigo mientras observo a Tam mirar a Steve
Harrington en la clase de Historia.
Lo sostengo con fuerza cuando camino junto a Dash en el pasillo y él
sonríe como si hubiera hecho algo impresionante; lo único que hizo, en
realidad, fue esperar meses y meses para hacer feliz a Kate porque bien
sabía lo mucho que le agradaba.
Intento sofocarlo con aderezo ranch y papas a la francesa durante el
almuerzo.
Me lo llevo a casa y duermo con él bajo la almohada.
No creo que nada pueda eliminar este sentimiento. Pero luego, al día
siguiente, algo sucede.
La hora de clase de la banda está a punto de comenzar. Junto a los
salones de práctica, Wendy DeWan está susurrando algo al resto del
Escuadrón de Tierra, Viento y Fuego. Me encuentro yendo a la deriva hacia
su conversación, a pesar de que no soy parte de su grupo. Hay algo serio en
la forma en que hablan entre sí. Sus cejas están tensas, pero sus posturas
son sueltas, como si no estuvieran seguras de qué hacer con ellas mismas.
Incluso a veinte pasos de distancia, esto no tiene el aire de los chismes
regulares de la preparatoria. A diez pasos, puedo escuchar sus voces; no es
exactamente igual que cuando los presentadores de noticias en televisión
hablan de la epidemia. Pero casi.
—¿Qué pasa? —pregunto.
Wendy voltea hacia mí. El resto del grupo permanece acurrucado, como
si necesitaran sentirse cerca la una de la otra. Protegidas.
—¿Conoces a Jonathan Byers?
—¿Pálido, nervioso, se la pasa tomando muchas…?
—Fotos, sí. Su hermano menor está desaparecido.
—Mi papá fue uno de los voluntarios en el grupo de búsqueda anoche
—agrega Jennifer.
—¿Desaparecido? —la palabra tiembla a través de mí, sacude mis
entrañas—. ¿Qué significa eso?
—Nadie sabe —interviene Nicole—. Podría significar cualquier cosa.
Quizá simplemente se fugó. Quizá su papá apareció y lo alejó de su mamá.
Sabes que es parte de un…
—Si dices hogar roto, voy a romper algo, y hay buenas probabilidades
de que sea tu nariz —Kate ha aparecido a mi lado y mira a Nicole con
precisión láser. Nicole se inclina hacia atrás en su silla, como si la mirada
de Kate ardiera un poco.
Kate sabe lo que es cuando la gente empieza a chismorrear sobre qué
familias son aceptables y cuáles no. Tal vez sus padres adoptivos sean la
pareja de Hawkins más honrada que haya traído un plato caliente a una
reunión social de la iglesia, pero por alguna razón la gente se siente con
derecho a chismear sobre las infinitas posibilidades de sus padres
biológicos. Ya ha escuchado a sus compañeros de clase (y secretarias de
oficina entrometidas y miembros prepotentes de la Asociación de Padres de
Familia) especular que sus padres biológicos deben haberse separado, o que
ni siquiera estaban juntos en realidad, o que deben haber sido consumidores
de drogas y por eso ella es tan pequeña de estatura…
La lista continúa.
Así que Kate se ha convertido en la defensora de los chicos que no
tienen ese escenario perfecto de mamá y papá, que la gente de Hawkins
parece contemplar como la única opción aceptable. Ella salta cada vez que
alguien está a punto de decir algo tonto e innecesario, justo a tiempo para
abofetearlo. Es uno de sus superpoderes.
Kate me toma del codo y me aleja del Escuadrón de Tierra, Viento y
Fuego.
—Ese pobre chico —dice.
—Will —me esfuerzo y por fin lo recuerdo—. Creo que su nombre es
Will.
—No sé qué pasó, pero estará bien —dice Kate en un tono concluyente
—. Hawkins es un lugar seguro.
Kate es buena en declaraciones como ésa. Por lo general, yo soy buena
creyéndolas. Su certeza puede ser muy contagiosa, pero algo no suena
cierto esta vez. Hay monstruos en Hawkins. Monstruos a los que nadie está
prestando atención, porque la gente ha decidido que este pueblo es seguro;
si empiezas a cuestionar si eso es cierto o no, tendrás que lidiar con todas
las oscuras verdades que encuentres al otro lado.
Regresamos a nuestra sección, el lugar al lado del salón donde se juntan
los músicos de instrumentos de metal. Kate se desliza directamente sobre el
regazo de Dash, sus brazos caen alrededor de su cuello. Entiendo que ella se
siente reconfortada por su presencia, pero mi incomodidad aumenta hasta
once.
—Hey —dice Milton, hojeando su partitura—. ¿Quieres que pasemos
un rato juntos esta noche? Ellie volvió a preguntar. Creo que cree que eres
su amiga…
Saber que la casa de Milton está ahí, esperándome, definitivamente
ayuda. Pero.
—Quizá debería ir a casa hoy después de la práctica de campo. La
verdad es que no vi a mis padres anoche y ambos salieron temprano esta
mañana.
—¿Todo bien?
Es claro que él no se ha enterado. Milton me está mirando ahora,
levantando sus cejas oscuras, esperando a que llene el espacio en blanco
con lo que ya no está bien.
—¿Sabes lo que le pasó a Will Byers?
Capítulo diecisiete
9 DE NOVIEMBRE DE 1983

Es mi tercer día consecutivo que voy directo a casa después de la escuela.


Ayer, mis padres se encerraron en su habitación en cuanto llegaron del
trabajo. A los pocos minutos, los sonidos de una discusión se filtraron por
debajo de su puerta. Por lo general, cuando se enojan, sólo se va cada uno a
su rincón. Papá se enfurruña, mamá medita. Pero anoche en verdad
discutieron. No pude evitar sentir que, fuera lo que fuera, la repentina
desaparición de Will Byers estaba actuando como catalizador.
Esta noche es aún más extraña.
Estoy en mi habitación escuchando la cinta de Español 6, cara 2,
“Preguntas y respuestas”: “¿Adónde vas? ¿De dónde eres? ¿Dónde
estás?”.* Mis padres ni siquiera llaman, sólo abren mi puerta y me dicen
que me necesitan en la cocina. Apago el Walkman, pero lo llevo conmigo,
los audífonos todavía descansan alrededor de mi cuello, las almohadillas de
espuma rasguñan mi piel.
—Robin, ¿podrías sentarte, por favor? —pregunta mamá.
Está parada al lado de la mesa redonda del comedor, donde nunca
comemos. Papá está acurrucado en una silla, donde nunca se sienta. Por lo
general, él se instala en uno de los grandes sillones de pana reclinables de la
sala. Son como tronos donde mis padres se relajan después del trabajo,
leyendo o escuchando música o hablando entre ellos sobre cuánto odian sus
respectivos trabajos. Yo paso la mayor parte del tiempo en mi habitación,
sola.
—Vamos a cenar en familia —gruñe papá.
—No, no lo haremos —digo.
Vuelvo a hacer clic en el Walkman. Las palabras y frases en español
salen de mis audífonos.
Pero antes de que pueda volver a ponérmelos, papá dice:
—Déjalo apagado, por favor.
Bajo los audífonos, pero no apago el Walkman. Un sinfín de preguntas
llena el aire mientras miro alrededor.
La mesa está lista para comer, algo que no había visto en años. Hay
ensalada en un cuenco que ni siquiera sabía que teníamos, amarillo con
flores alrededor del borde. Hay pan y margarina en un plato pequeño,
zanahorias al vapor en un colador, un plato lleno de pollo que se ve todavía
más pálido que yo.
—Gracias, pero no tengo hambre.
—Como sea, vas a sentarte y comer algo —dice mamá—. Tu padre pasó
mucho tiempo con esas zanahorias.
—Ustedes fueron los que dijeron que la cena familiar es una tontería
patriarcal y los cuatro grupos de alimentos son un esquema corporativo
impuesto por las compañías lecheras.
—No nos digas lo que dijimos, Robin —gruñe papá—. No necesitamos
que seas nuestro dictáfono. Eres nuestra hija.
Se miran el uno al otro, compartiendo algún tipo de momento de
fortaleza paternal.
Tomo una silla y me siento, desafiante, ocupando sólo una esquina.
—Sí. Lo soy. Y es por eso que sé que esto es estúpido y que podríamos
pasar directamente a la parte en la que inician una conversación que en
realidad no quieren mantener.
—Bien —dice mamá. Mira a papá de nuevo—. El chico Byers…
Luego toma una servilleta y se seca los ojos. De acuerdo, no lo vi venir.
—Sabemos que probablemente sepas que Will Byers está desaparecido
—dice papá. No me está mirando. Está mirando fijamente a cualquier otra
parte—. Y tu compañera de clase, Barbara Holland, no fue hoy a la escuela.
Me encojo de hombros.
—Tal vez ella no se sentía bien.
—Encontraron su auto…
Bueno, eso suena siniestro.
Mamá continúa donde calla papá.
—No volvió a casa después de una fiesta, anoche. Un chico
desaparecido en este pueblo ya era bastante. ¿Pero ahora son dos los
desaparecidos, tan rápido y sin explicaciones?
—Apesta a secretos —dice papá—. Algo que ellos no nos están
diciendo.
—¿Ellos? —pregunto—. ¿Quiénes son ellos?
Pero sé de qué están hablando, en un vago sentido. El gobierno, la
policía, cualquier persona en el poder, no quieren que sepamos la verdad y,
por lo tanto, están usando su autoridad para encubrirla.
—Está bien, pero ¿qué me dicen de la navaja de Ockham? —pregunto,
volviendo al modo nerd, aunque no es que siempre funcione con mis padres
como lo hace con el Escuadrón Peculiar—. Tal vez Barb no desapareció.
Ella no es una niña pequeña. La explicación más probable es que
comprendió lo horrible que es este lugar y decidió escapar.
Puedo ver a Barb haciendo algo así. Ella es un bicho raro, una
marginada, una solitaria de corazón. Como yo. Debe haber llegado a esa
fiesta, alcanzado un punto de ruptura en el trato con las niñas remilgadas y
los niños populares, y decidido terminar con eso para siempre. Es
demasiado lista para buscar que la llevaran, así que tal vez sólo caminó
hasta la estación de tren. Barb logró el escape que yo he estado planeando
desde principios de año. Y esto la convierte en mi nueva heroína personal.
No es de extrañar que fuéramos amigas en primaria. Ahora estoy triste de
que no hayamos sido más cercanas. Podríamos haber escapado juntas.
—Robin —dice papá, devolviéndome a la realidad.
Una realidad en la que los chicos están desapareciendo de Hawkins, y
eso es sólo el comienzo de esta locura. Porque algo todavía más extraño
está sucediendo en nuestra cocina, ahora mismo. Este miedo está
convirtiendo a mamá y papá en los padres suburbanos que siempre odiaron.
—Las cosas van a tener que cambiar —dice mamá, tomando un trozo de
pan. Aunque no lo come, sólo lo divide lentamente en pedazos.
—¿Qué cosas? —pregunto, cruzando los brazos. Tal vez esté siendo
muy mezquina, pero no se lo facilitaré.
—Bueno, por ejemplo… —dice mamá mientras dirige una mirada a
papá.
—Te confiscaremos la bicicleta —termina él por ella.
—¿Qué? —me levanto de un salto—. ¡Así es como me muevo a todas
partes! ¡Así es como voy a la escuela!
Papá levanta una mano, como si fuera una señal de alto y se supone que
debo obedecer la ley sin cuestionar. (Ésta es la misma persona que me
enseñó a cuestionar siempre la autoridad.)
—Tendrás que viajar en autobús.
—Ése no es el problema —digo. Aunque el autobús suene como una
perfecta pesadilla—. Mi bicicleta es más que un medio de transporte —es la
única forma en que siento que soy parte de mi entorno. Es el único tiempo
que tengo completamente para mí. También es la forma en que vuelvo
desde la casa de Milton. Después de la escuela o la práctica, él carga mi
bicicleta en la parte trasera de su camioneta; después de pasar el rato juntos,
regreso a casa en bicicleta.
Por un segundo, mi sistema nervioso se remonta a la otra noche, cuando
pedaleaba en medio de la oscuridad. Fue la misma noche en que Will Byers
desapareció. Escuché a alguien decir que encontraron su bicicleta en el
bosque.
Abandonada.
Lo único que odio más que pensar que mis padres se están comportando
de un modo por completo irracional es pensar que tal vez —sólo tal vez—
tengan razón.
No. Sólo era un mapache en la maleza. O algún otro pequeño mamífero.
La lógica está de mi lado aquí. Como dijo Milton, soy buena resolviendo
acertijos y aplicando mi inteligencia a los problemas. Con firmeza, si es
necesario. En especial cuando los otros se rinden y deciden tirar la toalla.
No hay razón para pensar que lo que sea que le haya pasado a Will o a
Barb haya tenido algo que ver con mi mapache, zorro o lo que sea que
estuviera rondando por ahí. Si un animal hubiera atacado a los chicos, ya
habrían encontrado algo. Y ningún animal seguiría el rastro de tres personas
en sólo dos noches, cuando no hay antecedentes de ataques animales en
Hawkins. Tampoco pudo tratarse de una persona. Yo estaba pedaleando tan
rápido como podía, nadie podría haberme seguido a ese ritmo a pie.
La única opción sería una criatura no humana, no animal, que pudiera
moverse con rapidez por todo el pueblo y que estuviera cazando gente. Y
eso tiene cero sentido. Will debe haberse confundido en el bosque, tal vez
se perdió. Quizá se golpeó la cabeza.
Barb se marchó. Estoy segura.
—Nos aseguraremos de que llegues a donde necesites ir sin ser…
raptada —dice papá.
—Siéntate, Robin —dice mamá—. Por favor.
—No puedo —digo—. Siento que quedarme aquí ahora sería permitir
este comportamiento —de repente, me siento extremadamente cansada de
que me traten como a una niña cuando les he hablado como una adulta
desde que tenía once años. Me dan ganas de arrojar el plato de margarina y
ver cómo se derrama, grasiento, por el papel tapiz de la pared. Para
recordarles cómo es una verdadera rabieta infantil—. ¿Tengo quince años y
no me enseñarán a conducir, pero me quitarán la bicicleta?
—Es la bicicleta de tu madre —dice papá.
—¡Ella no la ha usado para nada desde el 75!
—No queremos que hagas nada que pueda ponerte en peligro en este
momento —dice mamá.
—¿Como todas esas noches que tú pasaste durmiendo en la playa o en la
camioneta de un extraño?
—Era una época diferente —murmura mamá dirigiéndose a sus
zanahorias, como si fueran ellas las que necesitaran ser convencidas.
Papá se lanza al frente.
—Ya no puedes quedarte en casa de Milton tan tarde. Hasta que
sepamos lo que ocurrió, hasta que estemos seguros de que el peligro ya
pasó, tendrás que estar aquí, en tu cama, a las diez de la noche.
—¿Me están imponiendo una hora de dormir? ¡He decidido yo sola
desde que estaba en quinto grado! ¿Pueden ustedes dos escuchar una sola
cosa de lo que están diciendo? ¡Ustedes son extraterrestres! ¡Raptaron a mis
padres! Es como… —es como si toda mi familia se hubiera puesto patas
arriba de la noche a la mañana.
Papá suspira.
—No te estamos castigando, Robin. No te pondremos bajo arresto
domiciliario. Sólo necesitamos asegurarnos de que estarás a salvo —pone
su mano en mi hombro. La confusión, la frustración y la decepción luchan
dentro de mí, pero la decepción va a la cabeza. Mis padres están
comenzando a comportarse como todos en este pueblo. Quizás han vivido
aquí demasiado tiempo.
O tal vez simplemente este lugar no es tan seguro como pensaban.

* En español en el original. [N. del T.]


Capítulo dieciocho
10 DE NOVIEMBRE DE 1983

Encontraron a Will Byers. En la presa.


El Escuadrón Peculiar está acurrucado bajo uno de los carteles de
Desaparecido que Jonathan colgó por toda la escuela.
Nadie los ha quitado todavía.
Kate lo retira suavemente de la pared.
—¿Deberíamos ir al funeral? Escuché que será mañana.
—No lo conocíamos en realidad —se siente irrespetuoso, de alguna
manera, ir al funeral de un niño que no conocías—. No tengo interés en ser
una sanguijuela de tragedias.
—Y no es que seamos amigos íntimos de Jonathan —agrega Dash.
Yo estaba tratando de ser considerada. Dash suena como un cretino.
Pero no puedo decirlo, porque Kate tiene sus brazos alrededor del cuello
de Dash. Ahora son como una criatura simbiótica. Ella ni siquiera puede
caminar por el pasillo sin que uno de sus brazos se deslice alrededor de su
cintura.
—Supongo que eso es cierto —dice Kate—. Pero se siente extraño estar
tan cerca de lo que está sucediendo y no hacer… nada.
—Eso es justo lo que mis padres esperan que haga —digo—. Tal vez
para siempre.
Descubrir que Will se ahogó en la presa no tranquilizó a mis padres. Es
como si se hubiera activado algún interruptor genético o algo así. Sus
instintos paternos, inactivos durante mucho tiempo, se han activado a toda
marcha. Como si de pronto hubieran notado que el mundo está lleno de
peligros.
—Ven esta noche —dice Milton, pateando mi zapato con el suyo—. Yo
te llevaré a tu casa.
Él ha estado extrañamente tranquilo durante toda esta semana de
purgatorio. Al parecer, es el tipo de persona que emplea toda su ansiedad en
los eventos cotidianos, de manera que nada le queda cuando se presenta una
gran crisis.
En verdad podría absorber algo de su serenidad ahora mismo. Tratar con
mis padres ha sido difícil, casi imposible. De hecho, me alejé de ellos
después de terminar la “cena familiar” anoche. He sentido que el drama
adolescente aumenta con cada día que pasa. No soy ese tipo de persona, por
lo general.
Pero están arruinando la Operación Croissant.
Si ni siquiera me dejan andar en bicicleta por el pueblo, no van a darme
su bendición cuando les anuncie que quiero recorrer Europa. Aunque
Milton esté conmigo. Ni siquiera quieren que me quede en su casa después
de las nueve y media.
—Ustedes dos han pasado mucho tiempo juntos —dice Kate,
observándonos a Milton y a mí con una mirada impenetrable en su rostro.
No estoy segura de si cree que esto es bueno, malo o da igual—. ¿Por qué
no salimos todos? ¿Moonbeam Roller Disco el sábado por la noche? Me
vendría bien algo de tiempo juntos, los cuatro.
—¿Quieres decir, además de cada clase de la banda y práctica de
campo? —dice Dash con sarcasmo.
—Hey, la temporada ya casi termina —responde Kate, pero suena
falsamente herida—. Quiero asegurarme de que todos sigamos siendo
amigos.
Es cierto que últimamente hemos pasado más tiempo en parejas que en
grupo: Milton y yo, Kate y Dash.
—Robin, ¿vamos? —pregunta Kate. Me mira con tanta esperanza que
no tengo el corazón para negarme.
—Está bien —digo—. Pero tú tendrás que alquilar los patines. Y
buscarme unos que no huelan como la última persona que los usó para
añejar el queso.
—Oleré valientemente los patines por ti —acepta Kate.
—Yo no iré —dice Dash.
—¡Dash! —Kate le da una palmada en el pecho.
Y entonces se van, desaparecen por el pasillo hacia su laboratorio de
química compartido de la primera clase.
Milton se queda conmigo, con las manos hundidas en los bolsillos.
—¿Cómo está tu familia? —pregunto. Apenas los he visto en toda la
semana, y tal vez sea raro, pero los extraño.
—Mis padres no permiten que mi hermanita se pierda de vista —dice—.
Y mi hermano se la pasa llamando a casa desde la universidad para recibir
las actualizaciones. Llama cinco veces al día a estas alturas. Parte de todo el
asunto del hijo perfecto —se encoge de hombros—. Yo estoy volando por
debajo del radar. Derecho de nacimiento del hijo de en medio.
—Me siento bastante celosa de todo eso ahora. ¿Podrías prestarme
algunos hermanos asustados?
—Robin, cualquiera estaría asustado de ser tu hermano.
Empujo su hombro.
—Ja —exclamo.
Esto se siente como nuestra vida normal. Y eso se siente bien. Milton y
yo somos amigos, y no importa que mis padres hayan instalado un
confinamiento filial absoluto. Los padres de ambos también trataron de
evitar que hicieran lo que sabían que era importante. Me recuerdo que una
rebelión no es real si es patrocinada por los padres. Me prometo que le
contaré a Milton sobre la Operación Croissant en la pista de patinaje el
sábado.
Por ahora, tengo que afrontar la clase de Historia.
—Lo siento, debo irme —digo, dejando atrás a Milton y entrando en el
baño de chicas. No podré concentrarme en la Reforma Protestante si tengo
tantas ganas de orinar. Me encierro en uno de los cubículos justo cuando
entra un grupo de chicas. Puedo ver sus zapatos a la moda a través del
hueco inferior de la puerta. (¿Por qué lo dejan así? ¿Creen que todos
necesitamos vernos los pies mientras orinamos?)
Espera. Ésos son los polvorientos zapatos deportivos color rosa de Tam,
combinados con calentadores turquesa.
—Él dio una fiesta a la que ni siquiera me invitó.
Y ésa es la voz de Tam. No parece descontenta, quizás enojada.
—Tampoco es que a nosotras nos hayan invitado… —dice una de sus
amigas. Su voz se apaga.
—Es sólo una fiesta, Tam —dice otra.
Casi puedo verla negar con la cabeza. Puedo imaginarme su cabello rojo
al vuelo.
—Puedes dejar de fingir que no te enteraste. Todo el mundo se enteró.
—¿Se enteró de qué, Tam? —pregunta la primera amiga, claramente
fingiendo inocencia.
—Que él se acostó con Nancy Wheeler.
Con cuidado, abro la puerta del cubículo. Chilla como una rata
moribunda, lo cual es excelente. Todas levantan la mirada al mismo tiempo.
El rostro de Tam es un desastre, tan pálido como manchado, y en el instante
mismo en que me ve, comienza a secarse las mejillas con una áspera toalla
de papel marrón. Alejo la mirada mientras ella se recompone. No quiero
que piense que estaba escuchando a propósito, pero tampoco es que éste sea
un baño particularmente grande o que aísle el sonido.
—Vas a superarlo, Tam —promete la primera amiga.
Ella es una Jennifer rubia.
—Vas a lograr que Steve se aleje de ella —jura la otra amiga, una
Jessica morena.
Me instalo frente a los lavabos, con la espalda hacia las tres y dejo
correr el agua.
—¿Tardarás mucho? —pregunta Jessica.
—Jess —dice Tam—. Es el baño. Robin tiene todo el derecho a estar
aquí. No es que Steve Harrington deba arruinar el día de otra chica.
Sabía, en algún nivel teórico, que Tam sabía mi nombre, pero saberlo y
escucharla ahora son cosas muy diferentes. Su voz roza las palabras, y la
manera en que dice Robin hace que se sienta casi como si hubiera extendido
su mano para tocar mi brazo. Apenas hemos hablado desde las audiciones
de la obra, pero me sorprende este sentimiento, como si estuviéramos al
borde del precipicio de conocernos mejor.
—Oh, cariño —dice Jennifer.
Jessica la estrecha en un gran abrazo. Todas sus amigas la están
consolando. Como si esto fuera una tragedia similar a lo que le pasó a Will
Byers. Pero nada de lo que estamos haciendo ahora se siente tan grande,
aterrador o importante desde esa perspectiva.
Y de alguna manera, ese entendimiento es lo que finalmente me lleva a
dar unos pasos hacia Tam. Sus amigas me miran como si fuera algún tipo de
especie invasora.
—¿Estás bien, Tam? —pregunto. Me gusta decir su nombre tanto como
me gusta oírla decir el mío. Hace que cualquier pequeña conexión que
tengamos se sienta sólida y real—. No pude evitar escuchar…
La campana suena. Se supone que todas deberíamos estar en clase.
—Oh, son sólo cosas tontas de chicos —pronuncia esas palabras con
desprecio, de la misma manera en que me he oído pronunciarlas antes. Tam
se limpia los borrones de rímel que tiene bajo los ojos—. Uf, odio estar así
de mal sólo por eso. Esto es ridículo.
—No seas tan dura contigo, Tam —dice Jessica.
—No. Lo superé. Ya lo superé a él.
—Bien —digo.
La palabra simplemente saltó de mi boca.
Todas me están mirando ahora, tres pares de ojos sin parpadear, uno de
ellos rodeado por un acuoso círculo negro.
—Sólo quiero decir… Steve es un idiota.
—Realmente lo es, ¿no es así? —Tam parece en verdad encantada con
la idea—.Quiero decir, escuché que rompió la cámara de Jonathan Byers…
—¿Cierto? —digo—. ¿Quién le hace eso a un tipo que acaba de pasar
por una horrible tragedia? ¿Quién es, como, “Ya sé lo que haré, encontraré
al hermano de Will Byers y romperé lo único que le importa, porque
definitivamente no ha pasado por suficiente”? Steve Harrington, ése es.
—¡Es un completo y absoluto imbécil! —dice Tam, incluyéndome en la
plática ahora.
Continúo. Parece que no puedo evitarlo.
—Es un idiota elevado a la potencia idiota. Un idiota exponencial.
Tam ríe con tanta fuerza que su cuello y el hombro que se asoma por su
suéter se tiñen de un rojo escarlata.
Sus amigas ahora me miran enfurecidas.
Pero no me importa, porque hacer reír a Tam es el mejor sentimiento
que he tenido desde que… Mmmm… Es posible que nunca antes me haya
sentido tan plena.
—Vamos, llegaremos tarde —dice Jessica, agarrando la mano de
Jennifer. Se van con una rabia combinada. Queda claro que no tienen el
mismo nivel de tolerancia que Tam con las subalternas sociales.
A ella tampoco parece importarle que se hayan ido.
Quizá necesita nuevas amigas.
Y quizá yo podría ser esa persona…
—Gracias, Robin —dice Tam, sin aliento por la risa. Abre la llave del
agua, agacha la cabeza y limpia lo que queda de rímel. Cuando vuelve a
subir, su rostro está limpio. No creo haberla visto antes sin maquillaje. Sus
mejillas muestran un leve sonrosado natural debajo del rubor, y sus ojos
castaños parecen más claros sin todo el delineador y el rímel que los
amplifica. Ella es bonita en ambos escenarios. Ella es bonita todo el tiempo.
—Ser tan honesta me hizo sentir mucho mejor.
—No hay problema —digo—. Un día de éstos acabaré con todos los
idiotas.
Ríe una vez más. Y entonces, me mira. En verdad, me mira. Y sonríe,
como lo hizo ese día en las audiciones. Excepto que esta vez no siento
miedo.
Esta vez, estoy lista.
—Hey, ¿vendrás a ver la obra la próxima semana? —pregunta—. Sé que
no conseguiste un papel en la audición, pero…
—Oh, sí, definitivamente estaré allí —digo, aunque no había tenido
planes de hacerlo.
Tam se alegra.
—Genial —dice, empujando hacia abajo el calentador de una pantorrilla
con el otro pie, una especie de tic nervioso—. Creo que va a estar muy, muy
bien. Sin embargo, estoy tan avergonzada de haber cantado en la audición
—su rostro se torna rojo frambuesa, se cubre con una mano y me mira a
través de dos de sus dedos—. Debería haberme limitado a leer mi parte y
haberlo entregado todo. Como tú.
—Mmmm. Supongo que lo hice. Y luego le entregué toda mi cara al
piso.
Ríe de nuevo, más suavemente esta vez.
—Bueno, hubieras sido una gran Emily. Pero aun así, saldrá muy bien.
El señor Hauser hizo un gran trabajo.
Nunca había escuchado a una estudiante que no fuera nerd felicitar a un
maestro en esta escuela. Y se trata del señor Hauser, el único maestro que
vale la pena felicitar.
—¿Nos vemos en clase, Robin? —pregunta.
—Sí —digo, sin aliento, pero no por la risa. Simplemente falta de
aliento—. Nos vemos.
La dejo salir del baño primero, porque todavía no estoy lista para
enfrentarme a la señora Click (y a la existencia de Steve Harrington).
Cuando la puerta vuelve a cerrarse, me miro en el espejo. Debajo de mi
lánguida permanente y mi desganado maquillaje, hay alguien a quien Tam
sonríe.
—Vaya —me susurro en el espejo—. Muy bien.
No pensé que pudiera sentirme bien hoy, y pude burlarme de Steve y
hacer que Tam se sintiera mejor al mismo tiempo. Al menos, tendré una
cosa para recordar con cariño cuando me encuentre a medio camino a través
del Atlántico.
Capítulo diecinueve
12 DE NOVIEMBRE DE 1983

Llego a la pista de patinaje unos minutos tarde; mis padres insistieron en


traerme. El resto del Escuadrón Peculiar ya se ha reunido en el mostrador
cuando entro.
Kate y Dash están vestidos para su Noche de Cita.
Milton lleva su ropa de… Milton. (O de su hermano mayor, en
realidad.) Yo estoy usando los mismos jeans de cintura alta que suelo usar,
junto con un mullido suéter negro con lunares blancos, porque ya empezó a
enfriar. Me puse delineador de ojos azul eléctrico justo antes de salir de
casa. Kate jura que se ve bien. (Mis ojos ya son de un color cercano al azul
eléctrico, por lo que el efecto es espeluznantemente monocromático, si me
preguntas a mí.)
Kate me pone un par de patines talla nueve en las manos.
—Preolfateado —dice, radiante.
—Excelente.
Nos sentamos en uno de los bancos y cambiamos nuestros zapatos por
los patines. Observamos a media docena de personas que se arrastran por el
suelo intentando bailar “YMCA” mientras patinan en círculos. ¿Cómo fue
que acepté venir?
Miro a Milton, que se encuentra encogido tanto por las opciones
musicales (disco interminable) como por la calidad del sonido (difuso como
si tuvieras orejeras). Niego con la cabeza y tomo su mano para incorporarlo.
Al menos, tengo un compañero en el descontento. Somos la pareja perfecta
para viajar juntos. Podremos maravillarnos con todo lo que valga la pena
maravillarse, y cuando las cosas no estén bien, podremos encogernos
juntos.
Kate es, con mucho, la mejor patinadora de nuestro grupo, así que Dash,
Milton y yo la seguimos hasta el suelo de madera rayada como pequeños
patos. Es una noche tranquila en la pista. Quizá debido a la intensa semana
que tuvimos en Hawkins. Al parecer, Steve Harrington y Jonathan Byers se
enfrascaron en una pelea demoledora hoy temprano, y nadie supo de qué
lado estaba Nancy Wheeler. La cara de Steve terminó hecha un desastre, su
cabello sin duda se despeinó por primera vez, y Jonathan fue arrestado.
Nada para mantener alejada a la multitud como un drama que puede ser
diseccionado hasta el infinito.
Las únicas personas que reconozco aquí son Matthew Manes, mi ficticio
enamoramiento de octavo grado, que trabaja en sus rutinas como siempre, y
Sheena Rollins, que está ahí con una falda blanca hasta los tobillos y un
suéter blanco corto, haciendo círculos interminables ella sola.
—Está bien —dice Kate, aplaudiendo como si fuera la Encargada
Oficial de la Salida—. Intentemos al menos divertirnos un poco.
Dash la toma por la cintura y ella grita cuando él la empuja hacia atrás
en sus patines.
—Nada de travesuras —dice una voz incorpórea por el altavoz,
interrumpiendo la música durante unos segundos.
—¿Nada de YMCA-travesuras? —pregunta Milton.
—Es un oscuro lado B—digo.
Kate y Dash se lanzan a patinar uno al lado de la otra. Ella tiene que
bajar su velocidad todo el tiempo porque él no puede seguirle el ritmo, y
cada vez que ella da vueltas para arrearlo, él parece un poco más enojado.
—Vaya, súper divertido —digo—. ¿Así es como se ven las citas?
Milton se encoge un poco de hombros. Tenemos exactamente el mismo
nivel de experiencia con estas cosas. O inexperiencia, en realidad.
Patinamos alrededor de la pista un par de veces y estiro los brazos para
mantener el equilibrio.
—En serio, deberíamos participar en los próximos Juegos Olímpicos —
dice Milton mientras ambos chocamos contra la pared, con las palmas
primero, porque no somos muy buenos para frenar.
La voz por los altavoces vuelve a crujir desde lo alto.
—Muy bien, esta canción está dedicada a los enamorados. Sólo parejas,
por favor. Ésta es para patinaje en parejas.
Matthew Manes suspira, como si el patinaje en pareja fuera la peor
pesadilla de su existencia. Sheena Rollins abandona la pista rápidamente,
con una mirada hacia atrás y un suspiro que me hace preguntarme si se
siente sola… si todo el bullying que sufre en la escuela no ha apagado por
completo su interés en otros humanos. Intenté hablar con ella en la escuela
durante todo el noveno grado, pero lo único que ella hacía era asentir y salir
corriendo, así que en algún momento dejé de intentarlo.
Se inicia una introducción de piano con sonido metálico y agudo, y
luego escuchamos a Bonnie Tyler cantar “Total Eclipse of the Heart”.
—Al menos no es disco, ¿verdad? —dice Milton.
Mientras camino de regreso a los bancos, Kate nos da la vuelta y toma
mi mano, alejándome de Milton. Se inclina y me dice en un susurro:
—Deberías pedirle que patine.
—¿A Milton? —pregunto—. ¿Estás bromeando?
—Ustedes dos claramente se gustan. Dash y yo estamos juntos. ¿No
sería perfecto si fuéramos dos parejas? Piensa en la simetría de esto.
—Las matemáticas no son forma de elegir un novio —murmuro—. ¿Vas
a usar un algoritmo para encontrarme una cita para el baile de graduación la
próxima vez?
Kate ya me ha contado extensamente cómo conseguirá ir al baile de
graduación este año, a pesar de que ella y Dash son estudiantes de segundo
año, y obviamente conseguir que un estudiante de tercer o cuarto años la
invite está fuera de discusión. Tiene un plan elaborado que implica mucho
voluntariado en el comité de graduación. (Supongo que les ha funcionado a
algunas estudiantes obsesivas en el pasado.)
Kate me empuja suavemente hacia Milton, hasta que mis patines me
hacen rodar hacia él sin mi permiso. Muevo el talón hacia arriba y piso el
freno. Con fuerza.
—¡Mira, no voy a patinar con Milton! —digo. No digo que no me gusta
Milton. Porque sí me gusta. Me gusta mucho. Pero no de la forma en que
Kate quiere. Básicamente, es mi mejor amigo, y ha pasado tanto tiempo
desde que tuve uno de ésos, que la última vez había cajas de jugo de por
medio. Odio que en la preparatoria el hecho de preocuparse por alguien no
cuente tanto si no es una historia de amor. Si no viene con una pulsera de
oro para el tobillo y un diamante.
Al otro lado de la pista, Dash tiene acorralado a Milton. Apenas se
mueven —no se permite que te detengas en la pista—, y Dash tiene su
brazo alrededor del hombro de Milton.
—¿Todo esto fue una trampa? —pregunto, furiosa de pronto.
Kate trata de ser linda al respecto; se encoge de hombros y levanta sus
cejas oscuras. En serio, ¿no ve lo enojada que estoy? ¿O no le importa?
—Pensé que pasaríamos el rato como amigos esta noche —digo, mi voz
sale rasposa.
—Esto es mejor. Piensa en esto como una amistad mejorada. Amistad
plus.
Milton patina. Extiende su mano.
Puaj. Supongo que estamos haciendo esto.
Tomo su mano. ¿Por qué está tan sudada? ¿Por qué la mía está tan
sudada?
Chocamos. Probablemente sea el peor patinaje colectivo jamás realizado
en la historia de la pista de Moonbeam Roller Disco.
—Ésta es la canción favorita de Tam —espeto, mientras la canción
crece en el estribillo salvajemente melodramático.
No sé de dónde salió eso. Sólo necesitaba decir algo.
—¿De quién? —pregunta Milton.
—¿Tammy Thompson? Está en mi clase de Historia.
Aunque Milton y yo hemos pasado mucho tiempo juntos, nunca le he
hablado de Tam. En realidad, nunca he hablado de ella con nadie. Y por
primera vez me pregunto por qué. ¿Me preocupa tanto que la gente piense
que soy una escaladora social? ¿Temo que me recuerden la enorme
obsesión de Tam por Steve Harrington, de lo cual sé mucho gracias a la
observación en primera fila? ¿Qué, exactamente, es tan secreto sobre mi ni-
siquiera-amistad con Tammy Thompson?
—Robin, estás frunciendo el ceño.
—Lo siento. Me estoy concentrando.
—¿Para patinar? Eso no hará que patinemos mejor, así que puedes
relajarte.
Sin embargo, no estoy concentrada en el movimiento de mis pies.
Milton me dijo una vez que mi cerebro trabaja con acertijos, lógica,
problemas por resolver. ¿Por qué no puedo resolver esto? ¿Por qué Tam es
un misterio que no tiene sentido para mi cerebro? ¿Por qué pensar en ella a
veces me hace sentir muy feliz y otras como si el monstruo de la
preparatoria estuviera justo detrás de mí, respirando sobre mi cuello? ¿Por
qué la idea de hablar de ella con alguien más me resulta intrínsecamente
aterradora?
Acelero un poco.
Hay otras cuatro o cinco parejas patinando alrededor en círculos. Se ven
tan orgullosos de sí mismos, como si tener una cita en la preparatoria fuera
una especie de logro en lugar de una forma de lidiar con el cada vez más
estrecho apretón-de boa-constrictor de la obligación.
Entonces veo a dos chicas alrededor de la pista, yendo el doble de
rápido que todos los demás, riendo tan fuerte que apenas pueden
mantenerse en pie. Tal vez lo estén haciendo como una broma, pero nadie
las detiene. Y a diferencia de la mayoría de las parejas de chicos y chicas
que recorren la pista, ellas parecen muy felices. Chocan sus caderas al ritmo
de la canción. Una de las chicas roza la espalda baja de la otra, luego
sumerge la mano ahí, en el centro de la pista. Su largo cabello roza el piso.
Alejo mis dedos de la palma de Milton empapada de sudor y abandono
la pista, rápido.
—¿Adónde vas? —pregunta, patinando detrás de mí.
—A la dulcería —grito en respuesta.
Necesito un poco de grasa para aterrizar. No sé qué está pasando en este
momento. ¿Tomarme de la mano de Milton? ¿Desearía poder patinar con
algunas chicas bonitas y populares en cambio, cuando ellas se reirían de mí
hasta el cansancio?
Esta noche está saliéndose por completo de control.
Acomodo los brazos en el mostrador de los snacks y pido dos cestas de
papas a la francesa. Dejaré una para Kate y Dash… en disculpa por mi
próximo escape de aquí. La otra es toda para mí. Me la comeré completa y
luego caminaré a casa.
Eso es lo que obtienen mis padres por tomar mi bicicleta.
Miro hacia abajo del mostrador y encuentro a Sheena Rollins sentada en
un taburete, bebiendo una malteada de vainilla. Me pregunto si ella en
verdad prefiere la vainilla, o si es una muestra más de su inquebrantable
compromiso con la estética blanca. Cuando me dejo caer junto a ella, el
taburete de vinilo rojo rechina horriblemente. Ella levanta la vista del libro
que está leyendo, algo de Anne Rice, y me mira con la cabeza ladeada.
Sheena me analiza con absoluto descaro.
Yo la analizo a ella también.
Me he sentido mal por Sheena cada vez que la he visto lidiando con
patanes y mierda en los confines de la escuela. Pero ahora que la veo en un
contexto diferente, no puedo dejar de pensar que parece que está haciendo
lo suyo, en lugar de seguir a la multitud.
Oficialmente, estoy un poco celosa.
—Tienes suerte —le digo. Sheena arruga su nariz de botón con una
mirada inquisitiva—. Ojalá estuviera leyendo un buen libro ahora mismo,
en lugar de lidiando con las repercusiones sociales —pienso por un
momento y luego agrego enfáticamente—: El patinaje en parejas apesta.
Un impacto, el más leve hoyuelo, aparece en una de sus pálidas mejillas.
Encoge un hombro y vuelve a agitar su malteada.
Milton llega al mostrador de la dulcería justo cuando mis órdenes de
papas a la francesa caen frente a mí. Tomo las cestas, pero están muy
calientes y vuelco una, esparciendo proyectiles calientes en todas
direcciones.
—¿Podrías… darme un poco de espacio, por favor? —grito, mucho más
fuerte de lo que pretendía.
Oh, genial. Ahora estoy siendo una maldita con Milton porque no quiero
que Kate y Dash me presionen para que salga con él.
Milton me lanza una mirada extraña. Como si se sintiera herido, y no
sólo por las papas a la francesa.
No quiero herir los sentimientos de Milton. Odio que esté molesto en
este momento. Odio que esté pasando esto.
—Lo siento, no lo hice… —empiezo, pero él ya dio media vuelta y se
aleja patinando.
Estoy atrapada aquí, con mis papas a la francesa empapadas en aceite,
comiendo sola porque es justo lo que pensé que quería. Sheena Rollins está
sentada unos taburetes más allá, leyendo en silencio, tal vez juzgándome.
Intelectualmente, sé que las papas a la francesa son deliciosas, pero apenas
consigo saborearlas.
—Todo en esta noche apesta —murmuro.
Aparto la canasta y me pongo en pie. Rodar hacia el mostrador de
alquiler de patines y pedir mis zapatos significaría que Kate y Dash notaran
que me marcho y entonces realizarían algún tipo de intervención que
empeoraría todo, así que, sin romper el paso, salgo por la puerta hacia el
oscuro pavimento. Por un segundo, pienso en Will Byers y me pregunto si
estaré más segura esperando adentro y llamando a mis padres para que
pasen por mí.
Pero no puedo vivir así, temerosa de todas las sombras. Cruzo el
estacionamiento traqueteando y gano velocidad mientras golpeo la acera.
Odio dejar mis zapatos deportivos, pero son un sacrificio necesario. Llegaré
a casa mucho más rápido de esta manera, y si nunca me dejan volver a la
pista de Moonbeam Roller Disco porque escapé con un par de patines talla
nueve, que así sea.
Capítulo veinte
18 DE NOVIEMBRE DE 1983

El viernes de la obra, estoy sentada apretujada entre Milton y Wendy


DeWan. Me disculpé dos veces por lo que sucedió en el mostrador de la
dulcería y Milton aceptó mi disculpa en ambas ocasiones —y se burló de mi
nuevo estatus como la ladrona de patines más buscada en Hawkins—, pero
todavía se siente como si hubiera algo extraño y tenso entre nosotros. Y eso
no me gusta ni un poco.
Quiero a mi mejor amigo de vuelta.
Y lo quiero antes del final de la temporada de la banda, cuando los lazos
que unen al Escuadrón Peculiar se aflojarán un poco naturalmente. Los
otros tres miembros volverán a su horario regular de excelencia
preparatoriana, mientras yo me relajo un poco y hago planes para Europa.
Así que sigo poniéndome obstinadamente al lado de Milton, esperando
que este extraño sentimiento se disuelva y que todo vuelva a nuestra rutina
normal de MTV, llena de bromas y de lanzamiento de almohadas en el sofá.
—Será mejor que esta obra no apeste —dice Dash, inclinándose desde
la fila detrás de nosotros.
—Es una obra de teatro de la escuela, Dash —dice Kate—. Sé que eres
el único aquí que ha visto un espectáculo en Broadway, pero es posible que
tengas que bajar un poco tus expectativas.
—Eso es lo que mejor hago —dice con una sonrisita de superioridad
mirando a Kate.
Y ella no acaba con él.
Tampoco es que se muestre exactamente feliz con esto, se limita a poner
los ojos en blanco, como si no fuera la gran cosa, como si esto fuera el tipo
de tonterías que los chicos dicen una vez que los aceptas como pareja. Oh,
Kate. Estoy lo suficientemente molesta por las dos.
—Buckley, ¿están bien tus ojos? —pregunta Wendy, mientras Dash y
Kate vuelven a sentarse en sus asientos—. Estás entrecerrando los ojos
mucho.
—Estoy bien —digo—. Y la obra va a ser muy, muy buena.
Ésas no son mis palabras, son las de Tam. Las escucho salir de mi boca,
como si no pudiera evitar hacer eco de ellas.
—De cualquier manera —dice Wendy con un encogimiento de hombros
que hace que su cola de caballo negra rebote—. Sólo estoy aquí por esos
dulces, dulces puntos extra.
—¿Y tú, Milton?
—Oh, ya sabes —dice.
Pero no lo sé. ¿Está aquí porque quiere ver cómo resultó la obra, a pesar
de que no obtuvimos un papel? ¿Se unió simplemente porque más de la
mitad de la banda de música está aquí, así que tenemos una masa crítica
para otra salida social casi obligatoria? ¿Quiere sentarse a mi lado?
Su mirada se desplaza de mí a Wendy, y de regreso.
—La obra se montó tan rápido, ¿cierto? No puedo creer que la
temporada casi haya terminado.
Mañana tenemos un partido, uno de los últimos de la temporada. Todos
los integrantes de la banda que quieren ver Nuestro pueblo, u obtener los
puntos extra en inglés por ver Nuestro pueblo, abarrotan en el auditorio esta
noche.
Después de que Tam me pidió que viniera —específicamente, se
aseguró de que viniera—, no podía imaginarme en otro sitio que no fuera
aquí.
El señor Hauser nos ve entre el público y saluda ondeando la mano.
Puedo decir, de alguna manera, que su saludo está destinado a mí más que a
cualquier otra persona. Y luego, para hacerlo oficialmente incómodo, grita:
—¡Robin! ¡Me alegro de que hayas podido venir!
—¿Ustedes dos son amigos? —pregunta Wendy DeWan, señalando de
él a mí con sus uñas color lavanda—. Siempre es divertido cuando los
profesores tratan de actuar como si nos conocieran fuera de clase, como si
el hecho de que seamos nerds nos pusiera tal vez en el mismo nivel de
genialidad que los profesores adultos reales.
Milton ríe. Verdaderas carcajadas. Nunca lo había visto hacer eso antes.
—Al señor Hauser le agrada mucho Robin —dice Dash, inclinándose
desde la fila de atrás de nuevo para incluirse en mis conversaciones.
—¿Estás bromeando? El señor Hauser ama a Robin —agrega Kate—.
Se pone poético sobre sus ensayos en mi clase, y ella ni siquiera está en mi
clase de Literatura.
—Vaya —dice Dash—. Ésa es una cantidad de amor más espeluznante
de lo que pensaba.
—Él sólo está siendo amable —digo con seguridad.
No entiendo por qué se dirige a mí en particular, pero no tengo duda de
que está tratando de ayudar. Que me ponga más atención quizá tenga algo
que ver con el hecho de que comprende que mantengo un bajo rendimiento
en su clase. A propósito. Navego con calificaciones aceptables, pero
siempre me contengo.
—No lo sé —dice Dash, mirando al señor Hauser con atención mientras
éste camina de un lado al otro del auditorio con su mejor traje café y una
corbata rojo escarlata. Está revisando todo, preparándose para la noche de
inauguración (que también es la noche anterior a la de cierre)—. Hay algo
en ese tipo que simplemente no me agrada. Es muy espeluznante.
—El señor Hauser no es espeluznante —gruño—. Quizá sólo estás
oliendo tu propia colonia y eso te tiene confundido.
—¡Robin! —dice Kate con un jadeo estúpidamente teatral.
—¿Por qué lo defiendes? —pregunto—. Está siendo un imbécil con un
profesor que te agrada.
Los ojos de Kate se agrandan, heridos.
—Esa colonia realmente está flotando sobre nosotros —confirma
Wendy, agitando el aire densamente perfumado frente a su rostro.
Dash está a punto de refutar, pero en ese momento las luces se apagan,
así que no tenemos que hablar más.
Gracias a Dios.
En serio, no puedo tolerar mucho más de esto. Me siento acorralada por
todos lados por la banda de música. Ya quiero llegar al final de la
temporada, cuando pueda concentrarme en conseguir un trabajo y recaudar
dinero para la Operación Croissant.
Milton y yo seguiremos saliendo, por supuesto. Una vez que él sepa
todo el plan —que no pude contarle en la pista de patinaje, pero será pronto,
tal vez incluso esta noche—, tendremos tanto de qué hablar que no
necesitaremos a nadie más durante el resto del año escolar. Espero
sinceramente el escenario completo de “No necesito una escena social
porque tengo un mejor amigo”.
Cuando la obra comienza con los mejores y exagerados tonos que los
actores de la Preparatoria Hawkins pueden elevar dirijo una mirada a
Milton. Está hundido en su asiento, con aspecto lúgubre. Tal vez sea sólo la
exposición forzada al mal teatro.
Pero tal vez sea algo más.
¿Está molesto conmigo? ¿Está molesto porque nuestros amigos nos
están presionando para que estemos juntos?
Capto un destello de cabello rojo y mis ojos se fijan en el escenario.
Es Tam. Al final, el señor Hauser la eligió para el papel de Rebecca, la
hermana menor de uno de los personajes principales. Viste una larga falda
negra y una blusa de encaje de cuello alto, y su cabello está recogido en dos
cortas trenzas francesas. Está aprovechando al máximo su tiempo en el
escenario. Pero no está sobreactuando.
He notado que por la mañana, cuando canta y tiene la sensación de que
la gente la está mirando, tiene una tendencia a actuar de verdad. Pero a
veces la atrapo en momentos en que nadie más está mirando, y su voz viaja
sobre las palabras de una canción como si la llevaran a un lugar nuevo y
desconocido. Sólo puedo mirarla por el rabillo del ojo, porque sería muy
extraño de otra manera. Además, podría cambiar su forma de cantar.
Ahora mismo, puedo mirarla de lleno, porque todos miran en la misma
dirección. (Excepto Milton. Creo que Milton me está mirando.)
Cuando termina la obra, todos los actores se mezclan en el pasillo, la
mayoría todavía disfrazados. Tam está parada junto al lugar donde se
publicó la inscripción para la audición. Su maquillaje escénico, que no se
veía mucho bajo las luces pesadas, es tan espeso que parece que lleva toda
una piel extra. Muchos de los otros actores están rodeados de padres,
abuelos, hermanos y amigos. La chica que interpretó a Emily (la elegida por
el señor Hauser después de mi pequeña debacle en la audición) sostiene un
ramo de flores blancas.
Los brazos de Tam están vacíos.
Tengo el pensamiento más extraño: desearía haberle traído flores. Lirios
Stargazer, que son mis flores favoritas.
—Debería ir y decirle algo a Tam —le digo al Escuadrón Peculiar
mientras avanzamos por el abarrotado pasillo.
Ahí está, lo hice. Hablé de Tam en voz alta… y no morí.
Pero estoy sujeta a un escrutinio inmediato.
—¿Por qué? —pregunta Dash.
—Ella me invito. ¿No es así? ¿Ese día en el baño?
—Es la obra de la escuela, Robin —señala Milton—. Nadie tiene que
invitarte.
Bien. Pero ése no es el punto, en realidad.
—Creo que ella hizo un gran trabajo. Y alguien debería decírselo.
—No tienes que ser tú, Buckley —Dash ya está conduciendo a los nerds
de la banda hacia la puerta y la libertad del viernes por la noche—. Quiero
ir a Hawkins Diner. Sólo su refresco de cereza podrá eliminar el mal sabor
del teatro de aficionados. ¡Vámonoooos!
Sé que si presiono ahora mismo, todos volverán a presionar: Kate con
curiosidad, Dash con impaciencia, Milton con confusión. Querrán saber por
qué es importante para mí decirle algo a Tam.
Y, sinceramente, no lo sé.
No quiero ese escollo en la conversación de esta noche… otro poco de
distancia entre los únicos amigos que tengo y yo.
Le dirijo una última mirada a Tam. Ahora hay gente con ella. Amigos.
Varias Jessicas y Jennifers. (No hay un Steve Harrington a la vista. Por
supuesto. Todavía está recuperándose de los moretones de esa pelea con
Jonathan, y no creo que le guste que lo vean menos bonito. No es que
viniera a una obra escolar ni muerto, de cualquier forma. Tal vez no debería
estar tan contenta de que yo haya estado aquí para ver la actuación de Tam
esta noche y él no, pero me desagrada tanto y me ignora tan profundamente
que a veces el regodeo privado es la única victoria que puedo alcanzar.)
Como sea, Tam no está sola. Alguien le dirá que hizo un gran trabajo.
Obviamente, no tengo que ser yo.
¿Por qué sería así?
Cuando llegamos al auto —la camioneta de Milton—, Dash tiene las
llaves colgando de sus dedos.
—Yo conduzco.
—¿Tomaste mis llaves? —pregunta Milton, revisando sus bolsillos
como si no hubiera evidencia visual de que fueron robadas.
—Yo voy adelante —grita Kate.
Todos se amontonan en la camioneta lo más rápido posible. Milton y yo
nos quedamos parados en el estacionamiento, oscuro y frío.
Sólo queda una opción de asiento.
—Iremos en la parte de atrás —dice Milton.
Capítulo veintiuno
18 DE NOVIEMBRE DE 1983

—¿Sientes que lo planearon? —murmuro mientras Milton y yo nos


abrimos paso hacia el pequeño y estrecho espacio. Este banco, un regalo del
cielo para las mamás de los suburbios que parecen no poder dejar de tener
hijos, por lo general está ocupado por niños pequeños, no por dos
estudiantes de preparatoria que bien podrían competir por el trofeo para El
Adolescente Más Desgarbado.
Nos acomodamos y buscamos a tientas los cinturones de seguridad y las
hebillas en la oscuridad. Nuestras manos chocan más de una vez.
—Sí, esto se siente tan escrito como Nuestro pueblo —dice Milton.
Puedo ver el contorno simple de su rostro en la oscuridad. Se ha vuelto
completamente hacia mí. Puedo escuchar su respiración, pesada y rápida.
¿Está frustrado por todo este montaje? ¿Tanto como yo?
Pensé que Kate y Dash darían marcha atrás después de lo que pasó en la
pista de patinaje. Pero era esperar demasiado. Si Kate cree que deberíamos
estar juntos, hará de ésta su nueva actividad extracurricular. Ella será
presidenta, vicepresidenta, tesorera y secretaria de facto del Club Milton y
Robin Deben Tener una Cita. En realidad, no estoy segura de si Dash está
participando en esta farsa para hacer feliz a Kate o sólo está jugando con
nosotros porque le damos algo en que ocuparse.
En la cafetería, me tomo un breve descanso de las intrigas de Kate.
(También recibo mi pedido casi en pedazos, un plato de panqueques con
chispas de chocolate, que son escandalosamente baratos e injustamente
deliciosos. Devoro con los ojos el club sándwich de Dash con papas a la
francesa, pero cualquier cosa cara que coma en Hawkins es una comida
menos en Europa.) En cuanto salimos de la cafetería, todos se lanzan como
relámpagos a sus asientos originales en la camioneta, dejándonos a Milton y
a mí varados juntos una vez más.
—Nuestros amigos apestan —digo, lo suficientemente alto para que
todos en la camioneta lo escuchen.
Ríen, como si acabara de contar la mejor broma de la noche.
—No lo sé —dice Milton—. No está tan mal aquí atrás, ¿cierto?
—Al menos, lo mantienes limpio.
—Hasta que tú desparramaste la grasa de tu bicicleta por todas partes.
Yo: Espera. Esto se siente extrañamente coqueto.
Yo: Así es como Milton y yo bromeamos.
También yo: Entonces, ¿por qué Milton respira tan pesadamente y apoya
su muslo contra el tuyo? ¿Es en verdad tan estrecho aquí atrás? ¿O esto es
algo que él quiere?
La idea golpea mi cerebro de pronto. Tal vez Milton dijo a Dash que
estaba interesado en salir conmigo, y de ahí surgió todo este agresivo plan
para unirnos. Tal vez Kate y Dash decidieron que Milton necesitaba ayuda
para decírmelo. Que debían tomarse medidas drásticas.
Milton no ha estado actuando como un gran enamorado tipo debo-
decírselo-a-Robin-o-moriré.
¿O sí?
Hemos estado saliendo durante dos meses completos y casi nunca
parece nervioso. Nunca se puso misteriosamente sudoroso ni me miró con
la intensidad previa a un beso. (Mi único beso fue con Joe Flaherty en un
baile de séptimo grado, pero nunca olvidaré Esa Mirada justo antes de que
se lanzara y aplastara sus frenos contra mis labios cerrados.) Milton no ha
sido raro conmigo. Nunca.
¿Por qué cambiaría eso ahora? ¿El enamoramiento descendió sobre él de
la nada?
—Entonces —digo—, ¿qué crees que pasó con Will Byers?
¡Ay! Me siento tan incómoda con mi casi-mejor-amigo-que-tal-vez-está-
enamorado-de-mí que dejé caer la pregunta. Ésa que todo el mundo ha
estado haciéndose durante toda la semana, hasta que se nos acabaron las
cosas sobre las que se podía especular y la conversación se agotó.
Sólo hay una cosa que sabemos con certeza: Will Byers volvió.
No el cuerpo en la presa, el Will Byers real.
—Supongo que el forense cometió un error —dice Milton—. Me alegro
de que mis padres finalmente puedan relajarse con Ellie.
—Sí —digo—. Desearía que mis padres recibieran ese memo particular.
Todavía no han regresado mi vida a su estado normal, a pesar de que
Will ya apareció, y Barb (como he sostenido durante todo este catastrófico
otoño) tal vez simplemente escapó y encontró una vida mejor en otro lugar.
—Tus padres sólo quieren que estés a salvo. Y sé que el hecho de que
no tengas tu bicicleta es una porquería, pero ya casi es invierno. De todos
modos, caminabas sobre la nieve la mayor parte del tiempo. Y, bueno…
siempre está la opción del autobús.
—¿Un autobús escolar? ¿Ése amarillo que parece y huele a pipí sobre
ruedas? Milton, podría vomitar, pero eso arruinaría tu inmaculado asiento
trasero —ríe. Puedo escuchar el sonido perfectamente, aunque sea de tono
bajo y apenas audible. De repente, comprendo que todo el mundo en el
frente está callado… y los nerds de la banda nunca se callan. Es como si,
cuando nos quitan nuestros instrumentos, tuviéramos que sobrecompensar
creando una cacofonía por nuestra cuenta.
Están escuchándonos. Esperando para ver qué haremos Milton y yo
cuando estemos apretujados juntos.
Dejo la voz hasta el más bajo de los susurros, me inclino hasta que mi
rostro casi toca el de Milton y digo:
—¿Y qué hay de este hermoso vehículo de lujo en el que has sido tan
amable de llevarme como chofer?
—Sólo soy un chofer si tú vas en el asiento trasero y yo voy solo en el
frente —dice Milton, su voz suena tan baja como la mía.
El sonido en el resto de la camioneta se reanuda. Mi plan para evitar que
nos escuchen está funcionando. Pero ¿y si sólo es un juego con el
enamoramiento de Milton? Nuestras caras básicamente se están tocando en
este momento.
Oh, Dios. ¿Qué sucede con la Operación Croissant si Milton tiene
grandes sentimientos románticos no correspondidos? Si le pido que vaya
conmigo, sabiendo que le gusto, ¿lo estaría engañando? ¿Es eso tan cruel
como que Kate y Dash traten de aparearnos como animales de zoológico?
—Mmmm… ¿Robin? —pregunta Milton con tono gentil.
Y luego, toma mi mano.
¿Cómo llegué a los quince sin estar preparada para el momento en que
un chico tan decente me diga que le gusto? ¿Debería darle la oportunidad de
decirme cómo se siente? ¿O debería interrumpirlo ahora mismo, antes de
que diga algo de lo que no pueda retractarse?
Parece que no puedo abrir la boca.
—Me siento en verdad mal por decirte esto ahora… Quiero decir,
debería haberlo mencionado hace mucho tiempo… pero nos estábamos
divirtiendo mucho y yo…
—Está bien —espeto—. No es como si alguna vez hubiéramos hablado
de enamoramientos, en general.
Milton hace una pausa, como si lo hubiera hecho perder el ritmo. (Por
fin. Traté de hacerlo con tantos almohadazos y comentarios extraños y al
azar mientras él tocaba sus instrumentos. Al parecer, lo único que tenía que
hacer era decir la palabra enamoramiento, y el mundo casi dejaría de girar.)
—Eso es cierto —admite—. No abordamos el tema. Ninguno de los dos.
Por supuesto que no.
Ése no era el objetivo de nuestra amistad, pero sin duda era una ventaja.
Estar cerca de un chico que no estuviera mencionándolo todo el tiempo se
sentía como encontrar una escotilla de escape. Las chicas como Kate
esperan que les hable de chicos. Milton parecía feliz de hablar sobre música
y películas y sus extraños hijos bastardos, los videos musicales, para
siempre. Él no necesitaba que yo diseccionara mis sentimientos. No me
presionaba para que le contara mis secretos más profundos.
No es que tenga alguno.
Mi mayor secreto es la Operación Croissant. Y se supone que se lo diré
esta noche. No puedo permitir que un pequeño enamoramiento se
interponga en mi camino. Los enamoramientos de preparatoria se
desvanecen. No son para siempre. Milton y yo volveremos a ser amigos
para las vacaciones. Nos reiremos de ese momento incómodo en la
camioneta, cuando Milton me declaró sus sentimientos. Todo estará bien.
Pero primero, tenemos que pasar por esto.
—Milton, necesito decirte…
Pero su voz ya se cruza con la mía en la oscuridad. Sus palabras ya están
golpeando mi cerebro.
—Me gusta Wendy.
—¡Oh! —digo.
Eso… no es lo que esperaba.
—¡Ésas son excelentes noticias! —me alegro por él. Me alegro por
Wendy. Ambos son increíbles. Y ahora el nivel de nerviosismo al hablar
tiene sentido, porque Wendy está en la camioneta con nosotros. Milton no
está listo para decírselo a ella todavía, pero sí para decírmelo a mí. Y para
alguien tan socialmente nervioso como Milton, eso se siente como un gran
paso.
Aprieto su mano.
—Ustedes dos van a hacer una pareja realmente no-horrible.
—Gracias, Robin —aprieta mi mano con fuerza—. Tú eres la mejor. Lo
que hace que esto sea lo peor —hace una mueca de dolor a la luz de los
faroles que va y viene—. Hay algo que dijiste en la pista de patinaje… Me
preguntaste si podía darte espacio y creo que tienes razón. Necesitamos
pasar menos tiempo juntos. Todos piensan… Ellos creen…
—¿Que queremos estar juntos, pero somos tan tímidos y nerds que no
podemos arreglar solos nuestras cosas? —pregunto. Hay un ligero filo en
mi voz. (Está bien, de acuerdo, hay una hoja de afeitar completa.)
—¡Exacto! —Milton susurra-grita.
—Pero nosotros sabemos que eso no está pasando —digo—. ¿No es eso
lo que importa?
Incluso mientras lo digo, puedo sentir al monstruo rastreándonos.
Respirando en la oscuridad. Esperando a su presa. La verdad sobre quiénes
somos nunca ha sido lo más importante en la Preparatoria Hawkins. Lo que
importa es lo que los demás piensan de ti.
—Lo siento, Robin —dice—. Pero no sé cómo podría invitar a salir a
Wendy si todos piensan que estoy enamorado de ti en secreto.
—Kate y Dash pueden irse a la…
—Otras diez personas me han preguntado si saldremos desde Halloween
—bueno, demonios. No debimos haber coordinado nuestros disfraces.
Aunque fueran fantásticos—. Incluso mi hermanita asume que estoy muy
enamorado de ti.
—Pero no es así —le digo, asimilando el alivio de esa parte—. ¡No
necesitamos estar todo el tiempo juntos! —ofrezco, lista para ayudar ahora
que sé a qué nos estamos enfrentando—. Hay otras cosas que podemos
hacer —como planear un gran viaje sólo para amigos, sin besos bajo la
Torre Eiffel.
—No quiero dejar de ser tu amigo —suelta mi mano—. Sólo necesito
algo de tiempo.
—¿Cuánto?
Hace dos minutos, pensé que lo estaría decepcionando con un rechazo
gentil y heme aquí ahora, sonando como una necesitada.
—¿Me das hasta que las entradas para el baile de graduación estén a la
venta? —pregunta, como si supiera que es mucho. Como si fuera consciente
de lo mal amigo que está siendo, en nombre del amor y de no permitir que
otras personas a nuestro alrededor tengan una nueva excusa para ser
horrible—. Tengo muchas ganas de invitarla, pero sé que es algo grande.
Especialmente porque ella va en su último año. No seré el único chico que
quiera ser su pareja. Y… ya sabes como soy. Tengo que trabajar para
lograrlo.
—Bueno. Sí. Necesitaste dos meses para decírmelo, y ni siquiera soy
Wendy.
Estamos sentados de espaldas. Mi vecindario se despliega al revés
cuando Dash gira hacia mi calle.
—Robin, ahora que estamos hablando de eso… —suena inquieto, como
si supiera que nos queda un tiempo limitado antes de que yo salga de la
camioneta—. ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Sobre alguien que te guste?
Cuando Kate me hizo esta pregunta, estaba enojada. Sentía que
necesitaba que yo tuviera una respuesta. Como si fuera necesario. Una
pregunta del examen que no se puede omitir sin más.
—Yo no me enamoro —digo distraídamente. Es mi respuesta estándar.
—¿Estás segura? —pregunta Milton—. Esta noche, cuando estábamos
atrás del auditorio, me pregunté si tal vez…
—¿Me gustabas tú? —pregunto—. Pensé, por un segundo allá atrás, que
yo también te gustaba. Esto parece parte de comedia cinematográfica,
¿verdad?
Milton me dirige una mirada extraña, como si tal vez hubiera tenido una
idea por completo diferente detrás del auditorio. Pero antes de que pueda
preguntarle de qué se trata esa mirada, Dash detiene bruscamente la
camioneta, tosiendo.
—Está bien, Buckley. Ésta es tu parada.
Espero a que alguien venga a liberarme de la prisión del asiento trasero.
(Es imposible abrir la puerta desde adentro, lo que parece un serio problema
de seguridad.) Kate se toma su tiempo para salir del auto y caminar hacia
atrás, quizá porque espera que nos encontremos en plena acalorada sesión
de besos.
Qué poco sabe.
Cuando Kate por fin abre la puerta, salto fuera.
Se había vuelto sofocante en la camioneta, pero el aire que recibo afuera
es vigorizante, casi invernal.
—Robin…
—Adiós, Milton —digo mientras cierro la puerta y Kate vuelve a su
asiento. Cuando el coche se aleja por mi calle, agrego—: Te veré pronto.
Puede que entienda todo lo que acaba de decir Milton, y obviamente
quiero que encuentre la felicidad con la chica de sus sueños, pero no voy a
ceder ante esta ruptura forzosa de la amistad. No sé si se puede arreglar,
pero sé que tengo que intentarlo.
Y usaré todo mi cerebro para resolver acertijos y solucionar problemas
para lograrlo.
Capítulo veintidós
20 DE NOVIEMBRE DE 1983

Esta vez, soy yo quien sugiere una noche de películas de terror en casa de
Dash. Pero somos sólo tres: Kate, Dash y yo.
Nos instalamos en la habitación de Dash rápidamente. Está llena con
una cama king size y un sofá; los muebles son una combinación de madera
negra y vidrio ahumado que parece extremadamente fuera de lugar en el
dormitorio de un chico de diecisiete años, pero combina con la decoración
del resto de la casa. Dash enciende el televisor y coloca El despertar del
diablo en su videocasetera. Cuando la película comienza a reproducirse,
Dash y Kate se sientan en el sofá con una bolsa de Ruffles entre ellos. Sus
dedos hacen un pequeño y extraño baile mientras ambos alcanzan la misma
papa.
Sí, no veré eso toda la noche.
Me siento justo debajo de Kate y dejo que me haga una trenza francesa.
Se ve fascinada de pasar algo de tiempo de chicas con su novio justo a su
lado. Creo que ésta es la escena con la que ha estado soñando desde el
comienzo del año escolar. Aunque sé que esta película la aterroriza, me
sonríe mientras agarra los mechones grandes de mi cabello y se pone a
trabajar.
Hemos tenido un fin de semana largo al final de la temporada de la
banda de música. Todo mi cuerpo está exhausto porque cargar un melófono
durante horas y horas es extrañamente extenuante, y me derrito en el ritmo
de los dedos de Kate, en esa combinación de alisar y jalar que me ayuda a
olvidar todas mis preocupaciones y luego las vuelve a enfocar.
Recuerdo mi misión.
—Hola, chicos —digo, mirándolos al revés, porque no puedo
imaginarme diciendo esto de frente—. Lamento que las cosas hayan estado
tan tensas últimamente.
No menciono que su presión es una de las razones principales de esa
tensión, y que todavía estoy bastante enojada con ambos por haber tirado de
hilos que debían haber dejado en paz. Les estoy dando a ambos una gran
oportunidad de congraciarse conmigo antes de que toda esta situación se
salga de control y no se me permita hablar con Milton hasta después del
deshielo primaveral. (Ni siquiera ha comenzado a nevar.)
—Creo que todos deberían saber que Milton y yo somos amigos. Sólo
amigos. Realmente grandes amigos.
—Entonces, ¿por qué no está aquí esta noche? —pregunta Dash con una
sonrisita de superioridad.
La ira estalla en mi garganta, pero la sofoco un poco porque ya venía
preparada.
—Milton es el que pidió espacio en este momento y, honestamente, es
bastante molesto. Teme que la gente siga viéndonos como pareja y no
quiere eso. Ninguno de los dos lo desea. En realidad, agradecería que
ambos me ayudaran a correr la voz entre los miembros de la banda.
Los nerds de la banda se lo dirán a los nerds del coro. Los nerds del coro
se lo dirán a los nerds del teatro. Los nerds del teatro se lo dirán a los chicos
populares, si es que a alguno de ellos le importa. Y así, la información se
distribuirá en la Preparatoria Hawkins, y Milton será libre de ir detrás de
Wendy DeWan sin ningúna falsa habladuría cerniéndose sobre su cabeza. Y
entonces, Milton y yo podremos regresar al punto donde éramos amigos y
la Operación Croissant volverá a estar bien encaminada.
—Mmmm —dice Kate, entrecerrando los ojos—. ¿Quieres que
propaguemos… un contra-rumor?
—Exactamente —digo con un suspiro de alivio. Debería haber sabido
que el megacerebro de Kate podría seguir el ritmo.
Sus manos tiran de las raíces de mi trenza francesa tan fuerte que puedo
sentir el jalón hasta en mis senos nasales.
—No lo entiendo. Milton es genial y es claro que te agrada. ¿Estás
segura de que no quieres al menos besarlo una vez para ver cómo te
sientes?
—Kate, ¿ubicas lo aterradora que es para ti esta película? ¿Cómo se te
eriza la piel cada vez que miras a esos zombis?
—Son demonios, Robin —aclara Dash.
—Cállate, Dash —decimos Kate y yo al mismo tiempo.
—Así es como me siento cuando pienso en salir con un chico de la
Preparatoria Hawkins —siento que esto tiene sentido, que es concluyente.
—¿En serio son tan malos? —pregunta Kate, palmeando la rodilla de
Dash—. Mi primer novio es de la Preparatoria Hawkins. ¿Los chicos de
aquí no son lo suficientemente buenos para ti? ¡Milton es asombroso! Odio
decir esto pero… siento que tal vez sólo estás a la espera de alguien que no
existe, Robin.
En mi mente destella la imagen de Tam, sonriéndome en el baño de la
escuela.
Y todo se tambalea.
Kate termina mi trenza y me levanto de repente, mi cabeza todavía está
fuera de balance. Me digo que es por las trenzas tan apretadas. Las toco y
descubro que están tan firmes en su lugar que un tornado no podría mover
un solo cabello.
—¿Adónde vas? —pregunta Kate.
La miro distraídamente.
—Por más papas —digo mientras recojo el tazón vacío y lo aprieto
contra mi pecho.
Mis pies casi no hacen ruido en la oscura escalera circular de piedra en
el centro de la casa de Dash. No es que tenga que preocuparme por molestar
a alguien. Sus dos hermanos mayores ya no viven aquí, y sus padres no
están… casi nunca están. En un principio estuvimos unidos porque ambos
éramos niños independientes, pero es diferente cuando los padres de uno
trabajan hasta tarde para evitar que los cobradores nos acosen, y los del otro
conducen fuera del pueblo a fiestas elegantes.
Respiro la quietud de la cocina, que es toda vidrio y cromo, con los
accesorios más vanguardistas. Me toma seis intentos encontrar las papas,
mientras voy abriendo gabinetes y descubriendo que la mitad está vacía.
Cuando por fin encuentro la comida, me levanto para encontrar que
Dash me está mirando con los brazos cruzados y sus ojos brillando
divertidos.
Me quita las papas y las vierte en el tazón, como si no pudiera hacerlo
yo.
—Cuando Kate no deja ir algo, puede ser muy molesta, ¿verdad?
—¿No querrás decir que es muy linda? —pregunto.
Me mira sin parpadear. Estamos en una especie de callejón sin salida
que no entiendo del todo.
—Creo que sé por qué no saldrás con Milton…
—¡Por fin! —digo—. ¡Gracias!
Y entonces se inclina e intenta besarme.
—¿Estás bromeando? —le pregunto, empujándolo tan rápido que casi
aterriza con el trasero en la fría y oscura piedra. La palma de su mano se
engancha en la isla de cristal de la cocina y se tambalea hasta recuperar la
posición vertical.
—Vaya, Buckley. Ésos son muy buenos reflejos —se acerca—. ¿Quieres
que lo intentemos de nuevo?
Niego con la cabeza tan rápido que mis trenzas francesas me azotan la
cara.
—¡No!
—Mira, ¿esto es sólo porque Kate está arriba? Podríamos hacerlo en
otro momento…
—Dash, se supone que eres inteligente —le digo—. Así que
definitivamente debes entender una de las palabras más simples de nuestro
idioma. No. No estoy interesada en besarte. Ni ahora, ni más tarde, ni
nunca. No.
—Estás siendo rara de nuevo —dice, todavía actuando como si estuviera
divertido, lo que por alguna razón hace que todo esto sea peor—. ¡Me
contaste todo sobre tus pequeños planes para ir a Europa! No se lo dijiste a
Kate. ¿Crees que no sé lo que eso significa? Tú y yo tenemos secretos,
Buckley.
Me sonríe y me siento dos veces más enferma que la vez que bebí ese
ponche de huevo con alcohol extra.
—Tal vez deberíamos hacer ese viaje juntos —continúa—. ¿No era eso
lo que esperabas? Tengo suficiente dinero para pagarlo todo. Y hablo tres
idiomas. Tengo una lengua muy talentosa.
Mi reflejo vomitivo se activa y dejo escapar un sonido de arcada.
—Ere… uf, eres de lo peor, Dash.
Se encoge de hombros, toma un refresco de cereza para llevarlo arriba,
como si nada de esto hubiera sucedido. Como si todos pudiéramos seguir
viendo la película juntos.
—Lo que sea, Buckley. Tú pierdes, gana Kate.
—¿En serio habrías roto con ella si yo hubiera dicho que sí?
Se encoge de hombros.
—Las relaciones de la preparatoria no son para siempre. Cualquier
persona inteligente lo sabe. Nadie se empantana en sentimientos y apegos
que no pueden permanecer estáticos. Evolucionar o morir, ¿no es así?
Además, fuiste tú quien dijo que los quince años constituyen la zona muerta
de nuestra educación. Todos estamos matando el tiempo.
Tal vez eso sea cierto para algunas personas, pero no importa cuánto
actúe Kate como si sólo estuviera practicando, sé que las citas significan
mucho para ella. Demasiado, si me lo preguntas, pero aun así. Lo que Dash
acaba de decir es tan frío y egocéntrico que de hecho me tambaleo hacia
atrás, contra el impecable refrigerador de acero.
—No puedo creer que hayas usado tu inteligencia como excusa para
engañar a nuestra amiga —digo.
—¿Cómo podrían gobernar el mundo los nerds, si debemos ser más
morales que los demás? —pregunta con un encogimiento de hombros,
agresivamente aburrido—. Es una doble moral y no me interesa vivir con
eso.
Dash ha tomado el concepto de nerd y lo ha retorcido, hasta convertirlo
en algo oscuro y egoísta, otra mera forma de ser horrible.
Subo corriendo las escaleras, Dash me pisa los talones.
—Me voy —le digo a Kate en cuanto entro a la recámara. Los demonios
llenan la pantalla y Kate está abrazada a una almohada—. Ven conmigo.
—¿Qué? —chilla Kate—. ¿Por qué?
—Porque tu asqueroso novio está siendo asqueroso —gritó. Sé que
necesito contarle el resto, pero tendré que esperar hasta que salgamos de
aquí. Dash me está mirando ahora, y no quiero revivir la escena en la cocina
justo frente a él.
Kate parece ser quien está siendo torturada cuando los demonios en la
pantalla detrás de ella comienzan a causar estragos.
—Robin… por favor, no me hagas elegir entre ustedes dos. ¿Mi novio y
mi mejor amiga?
—No lo pongas así —murmuro.
—Sabes que no es justo —se queja juguetonamente. Es evidente que
todavía cree que estamos participando en algún tipo de juego.
—Tengo que salir de aquí —digo—. Nunca debí haber venido aquí con
ustedes dos.
Kate suspira como si fuera una causa perdida y su voz se vuelve dura.
—Robin, si te sientes sola, no puedes culpar a nadie más que a ti, ¿de
acuerdo? Me la paso intentando ayudarte. Hay un montón de chicos que
querrían salir contigo.
Siento cómo el grito burbujea en mi garganta justo antes de que lo
suelte.
—¡No me gusta ninguno de los chicos de la escuela!
—Está bien, está bien —dice, aplacándome y acariciando mis trenzas,
luego mira a Dash con un rápido giro de ojos, como si obviamente yo
estuviera exagerando—. Te encontraremos un mejor chico. De una mejor
escuela. Alguien que te agrade, ¿de acuerdo?
—No me estás escuchando —le digo a Kate, casi llorando.
Sólo me mira como si fuera una palabra que no puede traducir.
Dash detiene la película y me mira fijamente.
—¿Ya terminaste de pisotear mi casa? —pregunta—. Quiero ver la parte
en la que Cheryl se vuelve un demonio rabioso con el resto.
—Sólo vete, ¿de acuerdo? —dice Kate—. Hablaré contigo más tarde.
—No —digo—. No lo harás.
Porque es aquí cuando comprendo que he terminado con todas las
personas que pensaba que eran mis amigos. Milton necesita tiempo lejos de
mí. Kate no puede entenderme. Y Dash… bueno, Dash siempre fue un lobo
con un suéter de lana muy bonito.
Salgo de su casa temprano y comienzo el largo y solitario camino a
casa.
Puede que quede una semana para el fin de la temporada de la banda,
pero en lo que a mí respecta, el Escuadrón Peculiar ha terminado.
Capítulo veintitrés
21 DE NOVIEMBRE DE 1983

Vivir en un estado inesperado de encierro parental suburbano, perder al


amigo con el que quería viajar a Europa (junto con los otros que se incluían
en el paquete) y tener exactamente cero dólares en el banco porque la
atención estaba puesta en dichas amistades y en pasar el resto de la
temporada de la banda, haría que algunas personas dejaran atrás sus planes.
Yo me arriesgaré.
Las obligaciones con la banda de música habrán terminado en una
semana. Para entonces, conseguiré un trabajo en el que pueda ganar
suficiente dinero para que no una, sino dos personas viajen a Europa el
próximo verano. Algo en la (espeluznante) forma en que Dash se ofreció a
pagar todo el viaje hizo que se incrementara mi determinación para
recaudar los fondos por mi cuenta. Para cuando mi amistad con Milton se
restablezca oficialmente, él no tendrá tiempo para financiar su propio boleto
de avión, aunque espero que algo pueda contribuir al fondo de “trenes,
hostales y moules frites”. Llamé y averigüé el precio de todas las aerolíneas
mientras mis padres dormían. Si salimos de Chicago, los boletos de ida y
vuelta al aeropuerto Charles de Gaulle, cerca de París, costarán ochocientos
dólares cada uno.
Si trabajo el resto del año escolar y sumo ese dinero a los fondos de
ahorro que recibo de mis parientes renegados que me envían tarjetas de
cumpleaños y de Navidad llenas de billetes de veinte dólares, es posible que
reúna lo suficiente.
Mientras tanto, esperaré a que Milton pelee su batalla con el monstruo
de la preparatoria. Tal vez debería estar enojada con él por haberme
abandonado, pero entiendo su elección mejor de lo que quisiera. Hay cosas
que las personas que nos rodean no comprenden ni aceptan. Chicas como
Sheena Rollins, que no hablan con la gente y rechazan todas las formas de
conexión social, a pesar de que esto las convierte en el blanco constante de
los patanes. Chicas como yo, que no cederán a la presión de salir con un
chico —ninguno—, aunque eso signifique perder a sus amigos de toda la
vida. Y chicos como Milton, que pueden llegar a ser amigos de chicas como
yo.
Sin embargo, confío en Milton. Invitará a salir a Wendy, irá al baile de
graduación con ella (está bien, lo juzgo un poco por preocuparse tanto por
el baile de graduación), y luego estaremos juntos otra vez para ir a Europa.
Sería extraño contárselo ahora, cuando estamos en el purgatorio de la
amistad, así que seguiré planificando en su ausencia.
Y mientras tanto, buscaré un candidato suplente… por si acaso.
Mi cerebro está ocupado con todo esto cuando el señor Hauser comienza
con el tema de Shirley Jackson. Terminamos El señor de las moscas en
septiembre, pasamos por El guardián entre el centeno en octubre, y para
noviembre continuamos con historias cortas de un grupo de distintos
escritores. La semana pasada fue “Colinas como elefantes blancos”, de
Hemingway. (Incluso el señor Hauser parece aburrido cuando hablamos de
Hemingway. Cuando me pregunté en voz alta por qué lo mantenía en el
programa de estudios, me reveló que él no está autorizado a elegir las
lecturas. Se basan en las aprobaciones de la junta escolar y las copias que
quedan después de que los estudiantes del año anterior descienden sobre los
viejos y destartalados libros de bolsillo como una plaga de langostas.)
Esta semana estamos leyendo a nuestra primera autora del año. (Sí, ya
señalé que estamos a fines de noviembre y pregunté por qué nos tomó tanto
tiempo.) Nos estamos enfocando en su cuento “La lotería”, que se publicó
originalmente en 1948 y parece que podría haberse escrito sobre Hawkins
apenas ayer.
—¿Qué pueden sacar de las primeras líneas? —pregunta el señor Hauser
—. ¿Qué mensajes secretos están escondidos en ese primer párrafo?
Me encanta cuando habla de los cuentos de esa manera. Como si
estuvieran llenos de un significado que podría saltar y sorprendernos en
cualquier momento. Y dependiendo de quién, cuándo, dónde y por qué los
lea, se encuentran diferentes significados que esperan a ser descubiertos. Él
no trata los cuentos como cosas muertas en exhibición.
Dash levanta la mano y comienza a hablar al mismo tiempo.
—A este pueblo no le gusta mucho la lotería, pero han descubierto cómo
vivir con ella. Es un comentario sobre cómo las personas minimizan el mal
en sus propias mentes —lo cual es bastante intenso viniendo de una persona
que trató de engañar a su novia anoche y luego actuó como si no fuera la
gran cosa—. La mayoría de la gente sólo quiere terminar con lo
desagradable para volver a su programación regular.
—Pero la parte desagradable es normal para ellos —agrego
rápidamente, pisoteando la satisfacción que claramente siente por su
respuesta—. Está ahí mismo en el párrafo inicial. Hacen esto todos los años.
Sacrifican a alguien cada año. Como un reloj. Y su pueblo no es el único
que lo hace —me hace pensar en cómo Estados Unidos fue el primer país
del mundo en intentar estandarizar el tiempo, porque querían que los trenes
corrieran de un lugar a otro sin ninguna confusión. Así que todos tenían que
coincidir—. Es una historia sobre cómo este país ha… normalizado el mal.
Dash parece enojado, como si hubiera secuestrado su punto.
Bien.
Alzo las cejas en un claro gesto de desafío. Los chicos como Dash, los
que han convertido la idea de “nerd” en el lado oscuro, odian cuando los
exhibes en clase, pero yo ya no tengo la capacidad de preocuparme por sus
pobrecitos sentimientos heridos. Él y Kate no están exactamente en mi lista
de personas favoritas en este momento.
Me siento mal por Kate —quien todavía se encuentra atrapada, saliendo
con una escurridiza excusa de novio—, así que decido dejarle una nota en
su casillero hoy, contándole todo lo que sucedió en la cocina de Dash
anoche. Pero no le hablo directamente. No me apetece enfrentarme a otro
de sus interrogatorios de “¿por qué no eres como yo?”.
El señor Hauser me dirige una sonrisa seca.
—Robin, ¿puedes quedarte después de clases?
Hay algunas risitas apenas disimuladas detrás de las manos.
Mis mejillas se enrojecen. Si me apartan o me castigan por algo, tengo
derecho a saber por qué.
—¿Dije algo malo? —pregunto.
—Para nada. Pero has estado escribiendo notas en italiano desde que
comenzó la clase y si revisas tu horario, creo que notarás que ésta es una
clase en nuestro idioma.
Echo un vistazo a mi libreta blanco y negro, donde de hecho he estado
garabateando una actualización sobre la Operación Croissant. Ahora que
me preocupa el secreto y la importancia de ocultar estos planes a mis padres
(y a cualquier otra persona que pueda bloquear mi tan necesaria ruta de
escape), comencé a escribir en una mezcla de italiano, francés y español.
Cualquiera que hable alguno de esos idiomas, no podrá traducir el texto en
su totalidad. Necesitarían conocer los tres.
Y si así fuera, quizá les pediría que vinieran conmigo.
Hoy mis notas dicen cosas como: L’ostello costa cinque lire a notte.
Paso un brazo protector sobre mis apuntes.
—¿Qué hay de malo en que me guste escribir sobre Shirley Jackson en
otros idiomas? —pregunto—. Eso no puede ir en contra de las reglas. De
hecho, creo que fomentaría una gran flexibilidad de pensamiento.
—Lo haría, de hecho. Y en ese caso, me encantaría que me tradujeras
tus notas. Después de clases.
Las risitas se incrementan.
En cuanto termina la clase, me encuentro frente al escritorio del señor
Hauser, esperando mi sentencia.
—Robin, ¿necesitas un lugar seguro para pasar tu tiempo?
—Espere. ¿Qué?
—Antes de la escuela. Al mediodía. Durante los periodos libres. Si
alguna vez necesitas estar en algún lugar, puedes venir aquí. No te
molestaré. De hecho, apenas hablaría contigo, ya que tengo doscientos
ensayos mediocres que calificar cada semana.
Mi cuerpo libera una tonelada métrica de tensión y comprendo lo
aliviada que me siento con esta oferta. En realidad, no había sido consciente
de lo mucho que me asustaba enfrentarme a la naturaleza salvaje de los
pasillos o las interminables indignidades de la cafetería sin el Escuadrón
Peculiar respaldándome. Si estoy enojada con Kate y Dash, y no paso
tiempo con Milton, ¿a quién más tengo?
Exacto: a nadie.
—Gracias, señor Hauser.
Un recuerdo incómodo irrumpe en mi mente. Dash me dijo que no
pasara tiempo con él a solas… porque es espeluznante de alguna manera
indefinible.
Pero Dash es el peor.
Y confío en el señor Hauser. Eso es lo que sé. Tal vez haya cosas sobre
él más allá de lo que aprenderé en la escuela, pero ése es el trato con los
maestros. Existen en la escuela con nosotros y existen en sus vidas
personales, pero no hay una superposición real. Es como un diagrama de
Venn en el que los círculos no se tocan.
Y, sin embargo, ven gran parte de nuestras pequeñas vidas personales
desplegándose en los pasillos como una mala jugada…
Me pregunto qué vio el señor Hauser que le hizo pensar que yo necesito
un lugar donde estar, lejos de todos mis compañeros de clase.
—¿Cómo supo que yo…?
—En caso de que no te hayas dado cuenta —dice Hauser, que parece
que ya estaba esperando esta pregunta—, eres una de las únicas estudiantes
que en verdad se involucra con el material de lectura. Y los jóvenes que
hacen eso tienden a estar bajo el constante ataque de las hondas y flechas de
adolescentes abusivos.
—Estoy bastante segura de que Shakespeare nunca dijo eso.
—La unidad de Hamlet no será sino hasta el último año —dice,
colocando sus cejas rubias en una línea firme.
—¿Está seguro?
El señor Hauser vuelve a sus ensayos y marca una C- en uno antes de
darle la vuelta y pasar al siguiente.
—¿Qué te pareció la obra? —pregunta. Parece que es multitareas.
—¿Hamlet? —pregunto.
—Nuestro pueblo —aclara.
Honestamente, no he pensado mucho en eso desde que cayó el telón. No
he pensado más que en Tam de pie en esa escalera, dando su gran discurso
con el rostro brillando bajo las luces y su voz ansiosa.
—Algunos de los actores ofrecieron… actuaciones realmente sólidas.
—Hubo algunas sorpresas, eso es seguro —dice—. La echaré de menos.
No es que haya sido la mayor producción del mundo. Pero me mantuvo
ocupado.
—Voy a conseguir un trabajo —se me ocurre decir de pronto.
—Bien por ti —dice—. ¿Sigues soñando con ir a Europa?
—Es más que sólo soñar —abrazo mi libreta.
Asiente enérgicamente.
—Puede que nosotros nunca tengamos un camino fácil hacia lo que
anhelamos, Robin. Pero eso no significa que dejemos de buscarlo.
No sé a quién se refiera con nosotros. ¿Nosotros, en general? ¿Las
personas que pensamos demasiado, soñamos demasiado, nos negamos a
estandarizarnos, incluso cuando eso significa que podríamos perder la
próxima lotería y tener que enfrentarnos a una horda de pueblerinos
poderosos que simplemente se entregan a los estragos de la ira y el miedo?
La campana suena. Voy tarde para la siguiente clase, pero no me
importa. Además, Barb era la supervisora del pasillo y no la han
reemplazado.
Espero que esté muy lejos.
Espero que esté en un lugar increíble, viviendo una vida que nadie en
este pueblo podría soñar, lejos de las personas con las que se vio obligada a
convivir durante tanto tiempo, las personas a las que llamaba “amigas”,
aunque al final eran tan parte del monstruo de la preparatoria como
cualquiera.
Mientras camino en dirección a la puerta, una pregunta más me detiene
de súbito.
—Señor Hauser, ¿por qué hace esto? ¿Dejarme venir a su salón cuando
quiera e invadir su tiempo libre?
—Me habría gustado que un maestro lo hubiera hecho por mí.
No levanta la vista de la pila de papeles, sólo califica el que está en la
parte superior con mano veloz y sigue adelante.
Capítulo veinticuatro
21 DE NOVIEMBRE DE 1983

T engo que superar una pesadilla más antes de que termine el día.
Sin la vieja bicicleta de mamá o la confiable camioneta de Milton en mi
vida, sólo queda una opción para ir y venir de la escuela. Papá me dejó esta
mañana de camino al trabajo, pero dejó en claro que eso sólo sucedería de
vez en cuando, cuando contara con los diez minutos de sobra (es notorio
que siempre sale tarde de la casa por la mañana) o cuando hubiera informe
de tormenta de nieve.
En gran medida, he sido condenada a un nuevo destino. O a uno viejo,
en realidad.
Subo al autobús.
No he estado en un autobús escolar desde que cursaba el quinto grado.
Comencé a andar en bicicleta en sexto, al principio con otros niños y luego
sola. Todos mis recuerdos de este proceso están fechados. Están alrededor
del autobús de la primaria, que siempre olía a leche.
No soy idiota. Sé que el autobús de la preparatoria no se parece a ése.
Son del mismo género, pero especies por completo distintas. Desde que
llego al último escalón del autobús, las cosas ya parecen terribles. Por un
lado, huele como si estuviera envuelto en llamas.
El caucho negro de las escaleras coincide con el olor a caucho quemado
en el aire, que quizá sea de las llantas. La conductora me ve por encima,
luego observa a través del parabrisas con una mirada que abarca mil metros.
Ni siquiera sabe dónde vivo. ¿Cómo va a funcionar esto?
—Mmm, Robin Buckley —digo—. ¿Calle Magnolia número cuarenta y
dos?
La conductora no da señal alguna de haberme escuchado. Es una mujer
que tal vez tenga alrededor de cuarenta años, y lleva una blusa manchada
con algo que parece ponche de frutas, pero sus ojos lucen insondablemente
viejos. Antiguos, incluso. Como si hubiera estado conduciendo este autobús
desde el principio de los tiempos.
El autobús se inclina hacia delante cuando empiezo a caminar hacia la
parte trasera, y tropiezo por el pasillo. No hay asientos asignados, ni
siquiera un plan sugerido en función de los grados. En otras palabras, es un
espacio totalmente libre para todos.
No veo a mi gente.
¿Qué sentido tiene dejar que todo el mundo piense que soy una nerd
genérica si esto no ofrece seguridad en números? Incluso sin Dash, Kate y
Milton en mi vida, al menos debería tener otros compañeros de banda y
tipos relacionados con los que estar cerca. Toco mi permanente, como si se
tratara de un talismán. Con cada semana que pasa, odio más este peinado.
Pero cuando la gente lo ve, cuando me ven cargar el estuche de mi
instrumento por los pasillos, cuando notan la forma en que me visto, saben
lo que soy.
Incluso si no saben quién soy.
Eso es suficiente para que la mayoría de la gente no quiera mirar más de
cerca.
Pero en este autobús, bien podría estar desnuda con una diana pintada en
mi espalda.
—¡Buckley! ¡Abróchate el cinturón! —grita un horrible joven de tercer
año llamado Roy desde la última fila.
—No hay cinturones de seguridad en este autobús —les recuerdo a
todos. Sonoramente.
—Éste no es el tipo de paseo del que estaba hablando —dice Roy, dando
un empujón de cadera que me hace sentir náuseas. También en voz alta.
Roy finge tocar una imaginaria guitarra en el aire, victorioso, y regresa
al reino del asiento trasero, entre los estudiantes de último año que no se
molestan en aprender a conducir porque prefieren reunirse en paz aquí,
donde pueden seguir el ritmo del metal con la cabeza y esconder sus drogas
en el hueco de los respaldos de los asientos, que han sido rasgados y luego
cubiertos con cinta adhesiva marrón. La mitad delantera del autobús está
repleta de estudiantes de primer año. Aunque son sólo un año más jóvenes
que yo, de alguna manera parecen polluelos recién nacidos. Cabello
esponjoso, gestos confiados. Pero pueden ser crueles cuando están en
grupo. Una fábrica imparable de bolitas de papel con saliva y una máquina
de chismes.
Me acomodo en la tierra de no-niñas, en el medio del autobús, una
franja de asientos donde puedo insertarme entre dos respaldos como una
rebanada de pan en una tostadora. Me deslizo hacia abajo y ahí me quedo.
Saco un bolígrafo y abro mi libreta para trabajar en algunas frases en
español para el viaje.
Sí, yo soy americana.
Sí, mi país es el peor.*

Murmuro las palabras en voz alta. Mis padres tienen sus mantras
reconfortantes. Yo tengo los míos.
Pero no es suficiente para contrarrestar este viaje en autobús. Para
cuando llegamos a la tercera o cuarta parada, tengo muchas bolitas de papel
con saliva en el cabello (¿cómo? Los ángulos ni siquiera tienen sentido) y
se han gritado en mi dirección unas cuatro docenas de variaciones de la
misma broma “¡Buckley! ¡Abróchate el cinturón!”.
—¿Hola? —grito a la conductora—. ¿Qué vas a hacer para detener esta
locura?
La conductora ni siquiera me dirige una mirada por el espejo retrovisor.
Sólo puedo ver la franja de su rostro desde las cejas hasta el labio superior.
Permanece impasible. Inmóvil. Así es como sobrevive, supongo. Fingiendo
que el autobús está vacío. Actuando como si lo que sucede detrás de ella
simplemente no existe.
Aunque todavía estoy a tres kilómetros de casa, me bajo del autobús,
envuelvo en mi abrigo los libros que llevo, además de mi preciada libreta, y
empiezo la larga caminata de regreso a mi vecindario.
El frío en el aire tiene un efecto acumulativo. Al principio, sólo mis
dedos y mi cara están fríos. Pero para cuando he pasado más allá de dos
docenas de elegantes casas blancas, hasta mi alma está congelada. Cuando
dejas atrás la parte del pueblo donde las casas de los ricos se apiñan, la
acera renuncia a la vida. Tengo que caminar el último kilómetro hasta mi
vecindario en una zanja al costado de la carretera, rebosante de hierbas
crujientes que solían ser flores de verano y ahora son lánguidos tallos cafés
sin vida.
Media docena de autos han pasado junto a mí; ninguno redujo la
velocidad mientras me azotaban con aire frío.
Uno hace sonar la bocina. Una clara voz de chico de preparatoria grita:
—¡Ven a tocarme el pito!
Levanto ambos dedos medios y continúo caminando. No me preocupo
por los comentarios ingeniosos y cortantes.
(Pero ¿en serio? ¿Ven a tocarme el pito?)
Tengo que guardar mi voz para una discusión que sí pueda ganar.
Cuando llego a casa, mis padres están en el trabajo. Utilizo un peine
viejo para quitarme las bolitas de papel con saliva del cabello. Hago mi
tarea. Practico las conjugaciones de verbos italianos. (¿Cómo se dice
“apestas” en italiano? Ninguno de mis diccionarios está resultando útil en
este punto.) Cuando oscurece, enciendo todas las luces de la casa. Cuando
tengo los ojos cansados y la mano acalambrada, y ya no puedo imaginar
seguir con esto, preparo la cena.
Cuando mis padres llegan a casa, hay un montón de pasta en la mesa,
junto con pan de ajo que preparé en el horno tostador.
—Voy a pedir trabajo esta semana —anuncio—. Necesito mi bicicleta.
—¿Habrá algo abierto esta semana? —pregunta mamá, picoteando su
pasta.
Se acerca el Día de Acción de Gracias, una festividad que la mayoría de
Hawkins celebra con cantidades masivas de comida y nulo revisionismo
histórico. Mi familia se opone a las celebraciones. No salimos. No
visitamos a la familia. No animamos a los desfiles ni a los equipos
deportivos. Comemos lo menos posible. Tiene mucho más sentido para mí
que la alternativa glotona.
Algunas veces puedo burlarme de mis padres, con sus pantalones de
campana de corte bajo y sus ideales altos… que recientemente se han visto
comprometidos en nombre de mantenerme a salvo. (¿De qué? ¿Cómo
puedo estar más segura en ese autobús o caminando a casa al costado de la
carretera?) Pero sé que ellos quieren que el mundo sea un mejor lugar.
Nunca puedo ser lo suficientemente cínica para burlarme de eso.
—Las tiendas están abiertas —digo—. Y están contratando en estos
momentos. Necesitan ayuda para la temporada navideña. Tengo la intención
de presentar mi currículum.
No es que haya algo en mi currículum.
Espero una pelea. O al menos una explicación extensa de por qué quiero
unirme a la carrera de ratas en lugar de pasar este tiempo enriqueciéndome.
La cosa es que sí quiero enriquecerme. Pero necesito dinero para que
suceda. Y ellos no parecen aceptar que en los ochenta nada es gratis. Ni
siquiera convertirse en una mejor versión de uno mismo.
—Está bien —dice mamá, agitando su tenedor en una especie de
bendición.
Salto de la mesa.
—¿Está bien?
Ahora puedo ver la campiña francesa. Y en la ciudad, pequeñas salas de
cine escondidas en callejones, donde sólo se proyectan películas francesas.
Visiones de baguettes y oscuro vino tinto bailan en mi cabeza.
—Al menos no estarás sola en tu habitación todo el tiempo —dice
mamá. Ambos se preocupan por mis tendencias antisociales. No parecen
entender que el único momento en que me siento en verdad bien y por
completo yo misma es cuando estoy sola—. Pero nada de bicicleta. Cuando
consigas un trabajo, arreglaremos algún tipo de horario con el auto.
Mi corazón se hunde hasta el fondo y forma charcos en mis pies.
—¿Ustedes pasarán por mí? ¿Como lo hacían cuando estaba en la
guardería?
—Quizás aprendas a conducir —dice papá.
—Seguro —me burlo.
Ni siquiera me han dejado tocar el volante. A papá siempre le ha
preocupado que cometa algún error y lo rompa. No tenemos dinero para
remplazar nuestro viejo Dodge Dart.
Quizá mis padres entienden cuánto cuesta todo.
Quizá soy yo quien apenas está empezando a entenderlo.

* Ambas frases en español en el original. [N. del T.]


Capítulo veinticinco
22 DE NOVIEMBRE DE 1983

Al día siguiente, camino hasta el supermercado de Melvald con mi


atuendo más adulto: jeans negros (tal vez tendría que haberme puesto unos
pantalones más formales, pero no tengo) y una blusa de botones. Mi
permanente casera me cataloga como estudiante de preparatoria, porque un
verdadero adulto se la habría hecho en una estética. Así que recogí mi
cabello en un moño alto, pero resultó peor: ahora parece un pompón rizado
pegado a mi cabeza, en lugar del delicado estilo francés que estaba
buscando.
Mientras empujo la puerta de vidrio con la espalda y entro a la tienda,
miro el currículum en mis manos. Imprimí diez copias en el mejor papel
blanco que pude encontrar en el laboratorio de computación de la escuela,
sin que nadie notara lo que estaba haciendo.
La verdad es que en la mayoría de los lugares en este pueblo no piden
currículum, a menos que sea para un trabajo real, con salario y beneficios.
La mayoría de las personas de mi edad simplemente entran al lugar y
preguntan si están contratando, y luego se sientan para pasar por un proceso
de entrevista casi siempre superficial. Mucho de esto se basa en quién se
aparece primero y si se ajusta a las nociones preconcebidas de la persona
que está llevando a cabo la contratación. (Kate me dijo una vez que su
prima consiguió un trabajo como mesera en Hawkins Diner con sólo
desabrocharse un botón de su blusa y desplegar su mejor sonrisa de Mi
objetivo es complacer. Lo cual constituye la razón por la que Hawkins
Diner no esté en mi lista de posibles empleadores.) Pensé que me pondría
por delante del grupo proverbial al escribir todas las razones por las que
alguien debería contratarme.
Creo que eso también podría haber resultado peor.
Mi currículum está inquietantemente vacío.
Los pasillos están llenos de anaqueles de metal surtidos con una
variedad aleatoria de lo que el señor Melvald considera que la gente
necesita (muchos productos enlatados y productos de papel, hasta donde
puedo ver). La tienda termina en la farmacia, en la parte de atrás, donde
probablemente obtienen la mayor parte de sus ganancias. Los farmacéuticos
ganan una buena tarifa por hora, pero necesitan ser graduados de
bachillerato y recibir una capacitación. Por lo que puedo decir, la gente que
trabaja en el mostrador sólo tiene que mantenerse visible, almacenar cosas y
no hacer enojar a los potenciales compradores.
De pie en la caja, con una interesante apariencia tan aburrida como
ansiosa, está la señora Byers. La madre de Jonathan.
La madre de Will.
Lleva el mandil azul y la etiqueta roja con su nombre que conforma el
uniforme. Para alguien que ha estado sudando dentro de un uniforme de
lana de la banda de música al menos dos veces por semana durante meses,
éste luce felizmente casual. En este punto, cualquier cosa sin un sombrero
de veinticinco centímetros de alto que termine en un penacho de plumas
sería una mejora.
La señora Byers está parada con ambos antebrazos apoyados en el
mostrador, mirando hacia la nada. Papá llama a eso “tener los cables
sueltos”. Pero los cables que andan sueltos en su vida no son los mismos a
los que todos los demás están acostumbrados, esas pequeñas frustraciones,
preocupaciones, molestias.
Su hijo desapareció. Entonces fue declarado muerto. Luego regresó.
Todo en el espacio de una semana. No puedo imaginar cómo se sentiría
cualquiera de esas cosas. (Honestamente, ni siquiera puedo imaginarme con
un hijo para que todo eso suceda, para empezar. La gente pequeña me
confunde.) Pero sé lo que es ser tratado como si fueras el ente más extraño
del lugar… como si la extrañeza se aferrara a ti.
Me acerco al mostrador. Saber que la señora Byers es un poco como yo,
me tranquiliza. Y cuando me siento a gusto, soy una persona diferente. No
tengo los mismos mecanismos de defensa automáticos.
—Hola, señora Byers.
Ella regresa a la realidad en un sobresalto vacilante. La señora Byers no
muestra una sonrisa falsa de servicio al cliente, pero hay un fantasma de
una real bajo su mirada nerviosa.
—Oh. Lo siento, no te había visto. ¿Hola…? —hay un signo de
interrogación en su expresión, que se marca con el tono ascendente de su
voz.
—Robin. Robin Buckley.
—Correcto. ¿Cómo puedo ayudarte, Robin? —pregunta, rodeando el
mostrador—. ¿Necesitas ayuda para encontrar algo? —ahora que está
parada frente a mí, puedo ver qué tan baja es en realidad su estatura. Sólo
tengo quince años y medio, y casi la sobrepaso. Creo que ella y Kate
podrían empatar en la categoría de Persona Petite del Año, pero Kate aún
podría agregar algunos centímetros como estudiante de último año. (Me
enfado conmigo por pensar en Kate como si todavía perteneciera a mi
limitado repertorio de amigos. Desafortunadamente, no puedo sacarla de mi
lista de personas que apestan, después de que me presionó tanto para que
saliera con Milton y me trató horriblemente cuando yo no cedí a ello. Sin
embargo, espero que encuentre la nota que dejé en su casillero. Espero que
comprenda que, incluso si está obsesionada con tener un novio de
preparatoria, estaría mejor sin Dash.)
La señora Byers me dedica una mirada un poco triste y agotada. Pero no
la aparta. Me toma un segundo comprender que está esperando algún tipo
de comentario o pregunta inevitable sobre Will.
Incluso un simple Estoy tan contenta de que haya regresado.
Lo estoy, por supuesto que lo estoy, pero ella no necesita escuchar eso
del centésimo extraño del día.
—Voy a la escuela con Jonathan —digo.
—¿Ah, en verdad? —pregunta con voz ronca y medio distraída—. Eso
es bueno. Quiero decir, supongo que tiene sentido. Todos los adolescentes
de este pueblo tienen que ir a la escuela en algún lugar, ¿verdad?
Asiento. Y luego nos quedamos allí, sintiéndonos incómodas, dos
bichos raros, absolutamente inseguras de qué podemos decir a continuación.
Quizá traer a colación a su hijo mayor tampoco fue la mejor apertura.
La verdad es que no tengo mucho más por decir. Viene a mi memoria
esa noche en Hawkins Diner con Milton. Es la única vez que recuerdo
haber visto a la señora Byers, salvo por las ocasiones que la he encontrado
en el supermercado de Melvald. La verdad es que muchas personas forman
parte de tu vida cotidiana en un pueblo pequeño, y puedes verlas cientos de
veces sin que en realidad les prestes atención, hasta que algo cambia. No
había puesto mi atención en la señora Byers hasta esa noche, y me pregunto
si la recordaría ahora si Will se hubiera quedado a salvo en casa.
¿Le prestaría atención a Steve Harrington si otras personas no le
prestaran tanta?
¿Me habría hecho amiga de Dash y Kate, e incluso de Milton, si no
fueran mis compañeros de escuadrón?
Y luego está el hecho de que apenas le presté atención a Tam hasta este
año.
Mi cerebro sigue enfocándose en ella, como si fuera alguien a quien se
supone que debo conocer mejor. Como si su cabello rojo y sus sonrisas
repentinas y su canto desvergonzado fueran cosas que necesito en lo más
profundo de mi ser.
La señora Byers me mira con sus grandes ojos oscuros.
—¿Sólo quieres echar un vistazo? ¿O…? —otro signo de interrogación,
un poco más pequeño esta vez. ¿Su rostro muestra algún otro signo de
puntuación?
He estado dando vueltas alrededor del asunto central, dejándome
distraer. La verdad es que temo que esto no funcione y me quede aquí
sentada para siempre, pensando en Steve y Tam. Ahora que el Escuadrón
Peculiar está relativamente fuera de mi vida, descubrí que Tam ocupa cada
vez más de mis pensamientos.
Sin embargo, necesito mantenerme concentrada en estos momentos.
—Estoy aquí para solicitar un trabajo. Vi el letrero de contratación que
está afuera.
—¡Oh! —parece sorprendida, como si ella no lo hubiera visto. Tal vez
no ha notado muchas de las cosas normales y cotidianas a su alrededor
últimamente. ¿Por qué lo haría con todo lo que le sucedió a Will? De
repente, me siento mal por molestarla con algo como esto. Pero ella me
mira parpadeando con sus ojos cálidos e incómodos y sé que he llegado
demasiado lejos para dar marcha atrás.
—Bueno, el señor Melvald toma todas las decisiones finales de
contratación, pero puedo echarle un vistazo… ¿Ése es tu currículum?
—Sí —le entrego uno.
—Gracias, señora Byers.
Ella rechaza la formalidad.
—Oh, llámame Joyce.
Parpadeo.
—De acuerdo. Gracias —pero no puedo decirle sólo Joyce.
Hasta los cinco o seis años, llamé a mis padres por sus nombres
(Richard y Melissa). Pero luego comencé a ir a la escuela, donde todos
llamaban a sus padres mamá y papá. O mami y papi. Fue una de las
primeras veces que comprendí cuán diferente era a los otros niños. Fue una
de las primeras veces que cambié algo para dejar de ser tan distinta.
—Aquí dice que hablas cuatro idiomas con fluidez —dice la señora
Byers con su voz temblorosa. Se siente como si yo pudiera escuchar todo
por lo que ella ha pasado, capa tras capa de esas cosas difíciles, si la
presiono un poco—. Eso… no es algo que se vea mucho por aquí.
—Mi objetivo es ser memorable —digo, lo más cercano que voy a llegar
de: Mi objetivo es complacer.
—Y has trabajado en… ¿tocando el corno francés? —pregunta, y me
dirige una mirada rápida y curiosa.
Una vez me pagaron por tocar en una banda musical de bodas: veinte
dólares por estar toda la noche con una falda negra hasta la rodilla, tocando
música formal de boda a todo volumen y robándome algunos refrescos fríos
y trozos extra de pastel de bodas entre los descansos.
—Así es.
—Eh. Bueno. ¿Qué tipo de experiencia te proporcionó? —pregunta
encogiéndose de hombros, inventando una pregunta de entrevista en el acto.
—La experiencia de pensar que no debería ganarme la vida tocando el
corno francés.
Las cejas de la señora Byers emprenden un viaje: al principio, se
fruncen como si fuera a reír, luego se hunden con preocupación.
—Puede que seas demasiado inteligente para trabajar aquí, Robin.
Está… bien. Es un trabajo. Pero no va a cambiar tu vida, ¿sabes?
Definitivamente, no va a representar un desafío para ti.
La señora Byers mira a su alrededor en la tienda como si no estuviera
muy segura de cómo terminó aquí, pasando gran parte de su vida
reabasteciendo productos de papel. Mira por la ventana al resto de Hawkins.
¿Está imaginando algún tipo de libertad más allá de este lugar? ¿Hawkins
también es su prisión personal?
—No necesito un desafío —digo, porque la señora Byers parece el tipo
raro de adulto con el que puedes ser honesta—. Necesito un salario.
Ella asiente, como si entendiera por completo mi motivación.
—¿Alguna vez ha pensado en irse de aquí? —pregunto, con una
imparable ola de curiosidad.
—¿De la tienda? —pregunta—. Está bien, de verdad…
—Del pueblo —digo—. De Hawkins.
—La gente me ha estado hablando de nuevos comienzos, pero… —su
voz se apaga y me siento mal por haberla llevado a ese lugar. Ni siquiera
estaba pensando en Will. Estaba pensando en ella. Podría imaginar a esta
mujer diminuta y formidable haciendo tantas cosas además de trabajar en
esta anodina tienda de pueblo pequeño, vistiendo esa blusa azul tan
cómoda, pero tan poco memorable.
—¿Quién es? —pregunta el señor Melvald, irrumpiendo desde el
almacén.
—Robin Buckley. Señor —añado lo último, aunque no estoy segura de
si me hace sonar formal y respetuosa, o como si fuera una niñita de sólo
cinco años.
—Creo que deberíamos contratarla —comienza la señora Byers.
Apenas termina la frase cuando Melvald aplasta mis esperanzas.
—No quiero estudiantes de preparatoria.
—¿Qué? —pregunto reflexivamente—. ¿Por qué?
Levanta tres dedos y luego los marca en rápida sucesión.
—No me gustan. No confío en ellos. No los contrato.
—¿Es su mantra personal? —digo en un susurro.
Joyce nos mira ahora con los ojos muy abiertos y una mueca.
—Creo que Robin podría ayudar con los compradores navideños… —
dice ella.
—Sucede que —le digo al señor Melvald—, estoy de acuerdo con usted.
Ambos voltean hacia mí, desconcertados.
El señor Melvald claramente está esperando que me explique.
—No me agradan mis compañeros de la escuela, ni confío en ellos. Pero
¿sabe en quién no confían ellos? En los adultos. Y no todo el mundo en este
pueblo con necesidades generales tiene más de cuarenta años. Podría ser
bueno para su negocio tener a un adolescente trabajando para usted.
Sólo estoy usando un enfoque basado en la lógica, pero el señor Melvald
me mira como si le hubiera escupido en la corbata.
—¿Estás intentando forzarme para que contrate a una joven vándala
para poder atraer a otros jóvenes vándalos a mi tienda, donde sin duda
podrían robar cosas, holgazanear y convertirse en una gran molestia?
—Yo…
—Fuera —dice el señor Melvald, señalando la puerta.
Cuando salgo, completamente derrotada, la señora Byers sale corriendo
detrás de mí, haciendo que las campanas emitan su pequeño y nervioso
tintineo.
—¡Robin! ¿Por qué no intentas en Radio Shack? —pregunta—. Escuché
que están contratando.
Radio Shack está justo al lado y podría llegar ahora mismo, pero debo ir
a casa, preparar la cena y lanzar una mirada asesina a la enorme cantidad de
tareas pendientes que he estado ignorando. Al menos tengo una pista para
mañana. Siento que mis esperanzas crecen de manera significativa.
—Eres la mejor, Joyce.
Sus cejas se elevan.
Signo de exclamación.
Capítulo veintiséis
23 DE NOVIEMBRE DE 1983

Mañana es Día de Acción de Gracias. Todo estará cerrado. El viernes es


el último gran partido de la temporada y yo estaré marchando, marchando,
marchando (y tratando de evitar cualquier interacción real con las tres
personas de mi escuadrón). Después, viene un gran fin de semana de
compras. La mayoría de las tiendas estarán demasiado ocupadas para
concentrarse en un proceso de contratación. Si quiero encontrar un trabajo
antes de la fiebre navideña, es necesario que suceda ahora. Y si me pierdo
esta ventana, no habrá forma de que ahorre suficiente dinero para la
Operación Croissant el próximo verano. Hice los cálculos de diez formas
diferentes y simplemente no cuadran.
Respiro hondo y entro en Radio Shack.
Y casi camino de regreso hacia fuera.
Es un lugar extraño, lleno de hombres de rostro pálido examinando
aparatos electrónicos. Sus manos acarician los paquetes como si tuvieran
algún tipo de propiedad secreta generadora de vida. El aire tiene un fuerte
olor a metal y plástico. Es muy eau de robot. ¿Será así como olerá el
futuro? No estoy segura de que me agrade.
La persona en el mostrador lleva una camiseta gris adornada con una
etiqueta rojo encendido con su nombre. ¿Es así como se ve mi futuro?
¿Camisetas y etiquetas de identificación de colores coordinados? No tienen
cosas como ésta en Italia y Francia. El servicio al cliente ni siquiera es un
concepto allá. Estoy ansiando ser ignorada por los trabajadores de las
tiendas de todo el continente.
Entrecierro los ojos para leer la etiqueta con su nombre.
Bob Newby.
—Hola, Bob —le digo, haciendo el corte directo a la parte donde uso su
primer nombre, como lo haría cualquier otro adulto. Quizás eso me ayude a
conseguir el trabajo. Tal vez, considerando lo alto e incómodo que es mi
estilo de cabello, ni siquiera notará que soy una adolescente.
—¡Hola! —dice Bob. Este hombre exhibe más jovialidad de la habitual.
Es bajo, corpulento y prácticamente brilla por la alegría diaria de trabajar en
Radio Shack. Sin embargo, no parece que se haya colocado la sonrisa por
razones corporativas. Su animada actitud parece genuina.
—¿Puedo hablar con el gerente o el propietario? —pregunto, buscando a
mi alrededor a alguien con un desagradable aire de autoridad, tal vez
inmerecido. En realidad, no quiero lidiar con la administración, pero esta
vez no voy a cometer el mismo error: comenzar lo que parece un arranque
prometedor sólo para que la persona a cargo acabe con eso de forma
drástica.
—Definitivamente puedes —dice, inclinándose sobre el mostrador con
gesto de complicidad—, ¡porque ya lo haces!
Mis ojos se abren con suspicacia. ¿Cómo es posible que una persona
como ésta, tan poco contaminado de la mierda del mundo, exista? No sé si
se convertiría en mi favorito absoluto o si agotaría mi paciencia por
completo en un solo día.
—Estoy buscando trabajo —anuncio—. Me comentó Joyce, del
supermercado de Melvald…
—¿Joyce? —Bob tira nerviosamente del cuello de su camiseta—. ¿Ella
me mencionó? Oh, eso es… qué linda.
Bueno. No voy a seguir ese curso de pensamiento.
—En realidad, ella sólo comentó que la tienda necesita ayuda adicional.
Y me encantaría trabajar… aquí —tengo que forzar la última palabra.
—¿Qué te convierte en la próxima gran Shacker? —pregunta Bob.
Luego se apresura a agregar—: Ése no es un nombre oficial para nuestros
empleados, sólo es una cosita divertida que se me ocurrió.
—Sé todo sobre la CoCo2, la nueva computadora a color de Radio
Shack —miento entre dientes. Literalmente, acabo de decir todo lo que sé
sobre el aparato en una oración.
—Oh, nos encanta la CoCo por aquí —confirma Bob, señalando una
esquina de la tienda (que parece consistir principalmente en rincones y
esquinas de una manera que desafía la geometría euclidiana normal), y una
exhibición dedicada por completo a la línea de computadoras CoCo—. Pero
somos mucho más que eso. ¿Alguna necesidad de radio o electrónica?
Podemos satisfacerla. ¿Mañana, mediodía o noche? Bueno, sólo estamos
abiertos hasta las seis, pero ya comprendes a qué me refiero.
—Entiendo. Después de este viernes, puedo trabajar absolutamente
cualquier día. Cualquier turno —hago una mueca de dolor anticipando lo
siguiente—. Bueno, tengo que ir a la escuela, pero cualquier turno después
de eso.
—¡Vaya! Me encanta esa actitud arrojada, pero no tan rápido. ¿Qué
componentes necesitas para construir una radio de cristal simple? —dispara
la pregunta, de pronto serio y concentrado.
—Ah… mmm… ¿cristal? Y un radio.
—¿Qué marca de walkie-talkie recomendarías a un aficionado
entusiasta, y cuál a un padre que busca un regalo de cumpleaños para un
niño?
—¿El más lindo?
—Si un cliente te pide ayuda y ya estás con otro cliente al teléfono,
¿cuelgas y vuelves a llamar, le pides al cliente en la tienda que espere o le
pides apoyo a otro empleado?
—¿Puedo quedarme con la opción D, todo lo anterior? —lo intento,
sabiendo ya que he terminado la parte del examen sorpresa de mi entrevista.
En este punto, estoy colgando de un delgado hilo de esperanza. Si puedo
hacer reír a Bob, tal vez él quiera mantenerme cerca.
—Mmm —un ceño fruncido, que parece completamente nuevo para sus
características, se asienta—. Me temo que no tienes los conocimientos
básicos adecuados para trabajar aquí. Pero si quieres estudiar sobre los
transistores y volver en el futuro, estaré aquí.
No tengo tiempo para eso. Es demasiado tarde para agregar Electrónica
a la lista de idiomas que necesito aprender ahora mismo.
—Escucha… ¿cómo dijiste que te llamas? —pregunta Bob.
Me animo, pensando que tal vez se encuentre a punto de cambiar de
opinión.
—Robin. Soy Robin.
—Encontrarás tu lugar, Robin —oh. Ya llegamos a la parte de los
lugares comunes del proceso. Empiezo a alejarme, pensando que ya ha
terminado, pero luego comienza de nuevo y doy media vuelta hacia el
mostrador—. Encontrarás tu lugar y las personas que más te necesitan, y
cuando los encuentres, simplemente lo sabrás. Llenará este gran agujero
dentro de ti, ese gran lugar del que tal vez ni siquiera estás consciente hasta
que de pronto ya no existe. Así, sin más —chasquea los dedos en un
movimiento dramático. Se siente como si debiera subir el volumen de la
música al fondo—. Y entonces tendrás un empleo más que remunerado.
Estarás… bueno, en casa.
No puedo imaginar el lugar en el que trabaje en mi adolescencia como
algo más que una pequeña escala en el camino hacia un lugar mejor. Y el
discurso motivacional de Bob Newby no es exactamente memorable. Quizá
me salvé de trabajar aquí.
—Mmm. ¿Gracias?
Salgo a la tarde de finales de noviembre. La acera gris es del mismo
color que el cielo. Las hojas muertas se mecen al viento, sobre la calle y
hacia las alcantarillas, donde se agitan sin descanso. Observo que mis
zapatos de charol negro, algo que no usaría normalmente, se abren paso por
el costado de la calle principal.
Mis padres planean recogerme en el otro extremo, junto a Hawkins
Diner, en media hora. Las tiendas ya están comenzando a cerrar; sus luces
navideñas adornan las ventanas de otra forma sin vida. Hay letreros escritos
a mano sobre el cierre por Acción de Gracias en algunas puertas, mientras
que otras sólo lo dan por sentado y voltean la señal al rojo que indica
Cerrado.
Me estoy quedando sin tiempo y en medio del mal clima. Las ráfagas
están cayendo, espesas y blancas.
—No estoy preparada para esto —murmuro—. Así que sólo detenlo,
¿de acuerdo?
Pero el cielo me escupe como si hubiera estado esperando esta
oportunidad todo el año. No tenía un abrigo que combinara con mi atuendo
Muy Adulto de entrevista, sólo el mismo acolchado que he usado desde
octavo grado. Pensé que arruinaría el efecto, así que insistí en que no
tendría frío. Ahora estoy temblando. Los últimos currículums que tengo en
la mano se están mojando con la nieve y la tinta corre por sus páginas como
el rímel de Tam por su rostro mientras lloraba pensando en Steve
Harrington.
Sin embargo, arreglé eso.
También puedo arreglar esto.
Al otro lado de la calle, los bulbos amarillentos de la marquesina del
cine me atraen como la miel a una mosca. Espero a que pase un coche —y a
que lance agua helada sobre la ropa que había elegido con tanto esmero—
antes de cruzar la calle. La marquesina misma ya me brinda algo de alivio
de la nieve, pero por dentro parece mucho más cálido, con los bancos de
terciopelo rojo y la máquina humeante de palomitas de maíz.
Irrumpo en el interior y me sacudo la nieve.
—Llegas en medio de las funciones —me dice la veinteañera de la
taquilla—. ¿Quieres comprar un boleto para la próxima? Exhibimos Una
historia de Navidad y La fuerza del cariño para la última función.
Miro, sintiéndome desesperada y esperanzada a la vez.
—¿Están contratando personal? —pregunto por mero capricho.
—¿Estás bromeando? Siempre estamos contratando. Uno de los
trabajadores de la dulcería acaba de reñir a un cliente por pedir una capa de
mantequilla entre cada cucharada de palomitas de maíz. Puedes quedarte
con su trabajo. Si eres buena y te quedas más de un mes, podrías ascender
hasta limpiar los pisos y recibir los boletos de la entrada.
—Suena glamoroso —digo con voz inexpresiva.
—Eso es Hollywood para ti —responde en el mismo tono—. ¿Quieres
empezar?
—¿Ahora mismo? —pregunto, la vaga promesa de un pago finalmente
comienza a solidificarse en dólares y centavos.
Se encoge de hombros.
—Como te dije, esta noche tendremos dos funciones más. La fuerza del
cariño es un gran atractivo para las madres aburridas. Una historia de
Navidad atrae a las personas que se quedan en casa durante los días
festivos, pero no pueden soportar mirar directo a los rostros de sus
familiares. Para cada función, hago palomitas de maíz, lleno vasos enormes
con refrescos, lidio con niñitos que no pueden decidir si quieren Milk Duds
o Jujubes, y me encargo de recoger los boletos, lo que significa muchas
actividades simultáneas.
—¿Tienes teléfono? —pregunto.
—Seguro —dice, señalando al otro extremo del vestíbulo.
Camino por el piso de duela, junto a los carteles de Rebeldes,
Reencuentro, Flashdance, De mendigo a millonario, El regreso del Jedi y
Zona muerta.
Me emociona un poco la idea de absorber tantas películas por ósmosis
con sólo estar aquí todos los días. Es posible que la única sala de cine en
Hawkins, con su dependencia de los estrenos de grandes estudios, no
reproduzca las películas que más me gustan —clásicas y extranjeras y cine
de autor, por las que tenemos que esperar un año más para que las
encontremos en video, después de que se estrenan en diminutos cines
plagados de moscas en las ciudades principales—, pero el cine me atrae, sea
como sea. Es una especie de lenguaje en sí mismo y a mí me encantan los
lenguajes. Éste se compone de símbolos visuales y miradas sutiles,
opciones de encuadre y pistas musicales, diálogos nítidos y subtexto
profundo. Es una orquestación de significado y emoción. Una forma de
decir algo que el mundo necesita escuchar. Y aunque estoy acumulando el
entusiasmo para viajar en persona, esto me da una manera de dejar Hawkins
constantemente y por el resto del año, sin tener que poner un pie sobre la
frontera del pueblo.
Coloco una moneda de veinticinco centavos en el teléfono público,
levanto la bocina con su blando alambre de metal y llamo a casa. Cuando
papá contesta, me encuentro sin aliento diciéndole que encontré un trabajo
y que puedo empezar de inmediato.
—¿Puedes recogerme después de la última función?
Lo oigo suspirar.
—Sé que es tarde, pero…
—Estoy orgulloso de ti, Robin —dice de la nada.
—¿Porque me uniré a la carrera de ratas? —digo, con una fuerte dosis
de sarcasmo.
—Porque vas a salir.
—Oh —digo, todavía sorprendida por su reacción—. Sí. Se siente bien.
Pero no puedo evitar preguntarme qué dirá cuando salir también
signifique subir a un avión.
Cuando cuelgo, me doy media vuelta y encuentro a la chica del
mostrador esperándome, con una casaca rojo brillante en una mano. Con un
sobresalto, comprendo que sólo cuenta veinte años y ya está a cargo de
contratar (y probablemente despedir) personas. Tal vez realmente pueda
ascender si persevero.
—Mi nombre es Keri con una K al principio, una R en el medio y una I
al final, pero confunde a la gente, así que puse Carry en mi placa de
identificación. ¿Qué quieres que escriba en la tuya?
Capítulo veintisiete
25 DE NOVIEMBRE DE 1983

Para el viernes, ya trabajé dos turnos con Keri en el cine y me llevé a casa
la friolera de cuarenta dólares. (Gano cuatro dólares la hora, que es más que
el salario mínimo, pero la necesidad de pagar mis dos casacas y un Milky
Way que comí en lugar de la cena de Acción de Gracias devoró mi primer
cheque como Pac-Man en su urgente camino hacia un fantasma.) Sin
embargo, incluso con tan poco dinero ahorrado, la idea de dejar Hawkins se
está volviendo realidad.
Y esto hace que resulte más fácil pasar un último día de marcha entre
rondas de chicos de preparatoria golpeándose ritualmente entre sí.
Estoy parada al margen, vistiendo un uniforme que a estas alturas ha
acumulado una temporada entera de sudor en sus pliegues. Algunas
personas lo llevan a la tintorería cada semana, pero yo no estoy dispuesta a
gastar un solo centavo de mi salario recién ganado en esta abominación de
borlas y botones. ¿Ya había mencionado el sombrero con penacho? Se
llama chacó y me hace lucir como uno de esos caballos que tiran de un
carruaje elegante. Honestamente, tal vez esos caballos tengan más dignidad.
No puedo esperar a salir de aquí, lejos de todo esto.
Aunque hoy he estado esperando un momento con ansias.
Vamos a estrenar una nueva canción (siempre hacemos un número
especial sólo para el juego final de la temporada), y a pesar de mis mejores
intentos de no preocuparme por nada de esto, me estremezco de emoción
mientras corro sobre la partitura en mi mente una vez más.
Es una gran distracción del omnipresente Escuadrón Peculiar.
—Hola, Robin —dice Kate quizá por cuadragésima vez hoy.
—Lo siento —digo—. Estoy repasando algo.
Kate suspira. Sabe que no quiero hablar con ella. Por lo que puedo ver
en sus niveles de coqueteo, sigue saliendo con Dash.
—¿Robin? —tira de mi codo.
—Vaya. Mira esa jugada —digo distraídamente, señalando al partido.
No tengo idea de la jugada que acaban de ejecutar. Pero la multitud está
vitoreando y Steve Harrington está en el campo actuando como un imbécil
feliz, así que algo debe haber salido bien.
Él parece estar disfrutando de su momento. Se levanta, lanza la pelota,
hace una especie de baile poco acertado. Se entrega al deporte como si su
vida, o al menos su popularidad, dependiera de ello.
Veo que la multitud lo ama, salvajemente, colectivamente. No puedo
evitar odiarlos por eso. Cierro los ojos, murmuro verbos en francés y sueño
con ese hermoso día cuando me encuentre en un lugar donde los deportes
escolares no tengan el fervor combinado de la batalla y la religión.
—¡Vamos, Hawkins! —la mayoría de la banda grita, agitando sus
instrumentos al aire.
—Como sea —murmura Wendy DeWan—. No puedo creer que
siguieran con el juego este año.
—Lo sé —dice Milton.
Es una opinión bastante común entre la banda, y estoy de acuerdo. A la
luz de lo extraño que fue este otoño, ¿no deberíamos cancelar esta bacanal y
pasar nuestro tiempo en casa, contentos de que el pequeño niño que había
desaparecido al final haya regresado? ¿Agradecidos de que cualquier oscuro
abismo en el que todos estábamos tambaleándonos parece haber
retrocedido?
¿No debería ser suficiente?
Pero la gente quiere celebrar el regreso de la normalidad a Hawkins.
Quieren organizarle un desfile y espolvorearlo generosamente con confeti.
¿Y qué podría decir “celebrar la normalidad estadounidense” mejor que un
equipo deportivo mediocre, una banda medio decente y unas cuantas
porristas llenas de energía, como si esto fuera la nueva droga preferida?
¿Qué mejor mascota para lo “normal” se podrían encontrar que Steve
Harrington, su sonrisa absurdamente amplia y su melena maltratada por el
viento de finales de otoño?
Así las cosas, no quiero volver a la normalidad.
No es que prefiera que suceda algo malo, y definitivamente no a niños
como Will Byers. Pero no existe versión alguna de Hawkins a la que quiera
volver. La normalidad me estaba matando, pero todos aquí quieren
estrechar su mano.
Ojalá pudiera compartir con Milton alguno o todos estos pensamientos.
Por lo general, me inclinaba y comenzaba a escupir sarcasmo como un grifo
roto. También le hablaría de mi trabajo y de todo el dinero que voy a reunir
para la Operación Croissant. Todos los museos que ese dinero pagará para
quitarnos de la boca el sabor de esta parodia de experiencia cultural. Pero
Milton y yo no hemos hablado en una semana. Se siente como el silencio al
final de un disco. Se siente la estática donde antes estaba mi transmisión
favorita.
Se siente como una mierda. Y me estoy cansando.
Pero Milton está en pie junto a Wendy, y de hecho parece que están
congeniando. Como por arte de magia, ella se ve bien incluso con su
uniforme de la banda… incluso con el chacó tan universalmente poco
favorecedor. Milton la está haciendo reír. Él también ríe, su risa baja, para
nada espantosa, y recuerdo por qué estamos sufriendo esta estúpida
distancia impuesta socialmente. Milton se está enamorando de Wendy. No
importa lo cínica que me sienta a veces, no puedo reprocharle eso.
Quiero que Milton sea feliz. Que no se limite a sufrir su adolescencia en
Hawkins conmigo.
En serio, muy, muy feliz.
Suena un silbato y los equipos salen del campo, los nuestros a un trote
abatido. No importa lo bien que haya resultado esa jugada, estamos
perdiendo. Siempre estamos perdiendo.
El trabajo de la banda de música es hacer que la multitud vuelva a
emocionarse. Un esfuerzo de Sísifo, si me lo preguntas. Cualquier cantidad
de emoción que logremos despertar, se perderá de inmediato en cuanto
nuestro equipo no reciba una anotación o un gol de campo.
Pero marchamos de cualquier forma, mientras la tarde gélida nos clava
sus puñales una y otra vez. Puedo sentirlos a través de mi traje de lana. El
Escuadrón Peculiar ocupa su lugar en el extremo izquierdo del campo para
nuestra primera marcha. No puedo recordar cómo se llama oficialmente
(todos en la banda la llaman “Sousa es un perdedor”), pero si Milton
pregunta, apostaría diez de los dólares que acabo de ganar a que tiene la
palabra “América” en alguna parte del título. Es estridente, nacionalista y
espantosa.
A la multitud le encanta.
Tocamos dos canciones y media más como ésa, trazando todo tipo de
formaciones complejas sobre el campo. Todo este elaborado proceso, que
durante años ha tenido poco o ningún sentido en mi cerebro, de repente me
recuerda a las Líneas de Nazca en Perú. Crearon formas enormes en los
campos que sólo podían entenderse vistas desde el cielo. Incluso se pueden
ver desde el espacio. ¿Cómo deletreo AYUDA de una manera que cualquier
alienígena amigable que nos observe entienda?
Mis piernas se entumecen. Mi melófono y yo estamos en piloto
automático. La verdad es que muchas piezas tienen pausas prolongadas para
mi instrumento, así que durante gran parte del espectáculo me limito a mi
mejor elevamiento de rodillas en la marcha, y nada más.
El Escuadrón Peculiar se mueve a través de una formación en X en el
campo, casi rozando los hombros con el Escuadrón Sexofón. (No es su
nombre real, por supuesto, porque la señorita Genovese lo veta todos los
años, pero es como se llaman a sí mismos de cualquier forma. A efectos
oficiales, se les conoce simplemente como Escuadrón S.)
A pesar de mí, empiezo a sentirme emocionada.
En unos segundos, estaremos estrenando nuestra nueva canción.
A mitad de la última marcha programada, rompemos la formación
esperada y dejamos atrás el Sousa. En lugar de una vieja y pomposa
canción, “Total Eclipse of the Heart” resuena en nuestros instrumentos,
brotando de nuestros dedos casi congelados y de mi corazón casi
descongelado. Todavía no puedo creer que estemos haciendo esto.
Fue mi idea.
La mitad de la banda crea una forma de corazón, mientras que la otra se
convierte en una luna creciente, barriendo el campo y empujando el corazón
hacia un lado. Funciona perfectamente, tal como lo practicamos.
La gente en la multitud se pone en pie para tener una mejor vista.
Incluso puedo ver a la madre de Milton cargando la querida y flamante
Sony Betamovie BMC-100 de la familia sobre su hombro. Es grande, tosca
y gris, y captura cada segundo de esto para recordarlo para la posteridad. (O
al menos, mientras la gente siga usando Betamax.) La madre y la hermanita
de Milton saludan al Escuadrón Peculiar, como si todos siguiéramos siendo
amigos.
Unido e irrompible. Un átomo, como Kate siempre nos llamó. Se
necesita mucho para romper un átomo: se requiere una colisión de
partículas a alta velocidad y muchísima energía. Y eso es justo lo que nos
pasó. El segundo año (sin mencionar el estúpido y egoísta rostro de Dash
tratando de besar el mío) nos destrozó.
—¿Están oyendo eso? —grita Kate durante uno de los raros descansos
de las trompetas—. ¡Les encanta!
—Eso es porque siempre les encanta —dice Dash.
La sonrisa de Kate mengua, pero no desaparece del todo. Vuelve a tocar
mientras el coro final crece.
Al resto de la banda le encanta casi tanto como a la multitud. El
Escuadrón de Tierra, Viento y Fuego está marchando con una energía que
no les había visto desde principios de temporada. Mientras nos movemos
hacia una nueva formación, alcanzo a ver a Sheena Rollins con sus
perfectas zapatillas blancas y cintas blancas en su cola de caballo
seccionada. De hecho, está sonriendo, tanto como es posible al tocar un
oboe al mismo tiempo.
Incluso la señorita Genovese parece feliz, lo cual es casi inaudito.
Es tradición que la banda de la Preparatoria Hawkins deje a un lado las
marchas desgastadas y cansadas en el último juego de la temporada y toque
algo nuevo. Cuando la señorita Genovese pidió “algo fresco” para
completar nuestro repertorio y echar toda la carne al asador en el último
partido de la temporada, sólo había una canción en mi cabeza, porque Tam
la había estado cantando esa mañana. Porque Tam la canta siempre.
—¿“Total Eclipse of the Heart”? —propuse.
Milton me lanzó una mirada (la primera en mucho tiempo) y recordé
haberle dicho que ésta era la canción favorita de Tam.
Pero ¿qué importaba eso? ¿Le preocupaba que me estuviera
convirtiendo en la mejor amiga de Tam ahora que no se me permitía pasar
las tardes frente a su instalación de Yamaha / MTV, discutiendo sobre los
méritos de Kajagoogoo (ninguno, en mi opinión)?
No elegí esta canción porque Tam haya reemplazado a Milton de alguna
manera. Dije “Total Eclipse of the Heart” en voz alta porque no podía dejar
de pensar en la canción. No podía dejar de pensar en Tam. Tocar esta
canción todos los días ha sido una forma de canalizar todos esos estúpidos
sentimientos de no-amistad.
Una parte microscópica de mí se pregunta si Tam estará en las gradas. Si
nos está mirando. Si está emocionada de que estemos tocando su canción
favorita. ¿Aprovechó esta oportunidad para comprar un chocolate caliente y
papas con queso en el puesto que instaló el Club de Apoyo? ¿Está
esperando con impaciencia el momento en que Steve Harrington regrese al
campo? ¿Las notas familiares la tomaron desprevenida? ¿Perdió un poco el
equilibrio?
E incluso si nos está mirando y ve lo que espero que vea —que estamos
tocando esta canción, sólo un poco, por ella—, ¿me reconocería bajo esta
abominación de sombrero? Quito la pluma de mi cara, pero sigue cayendo.
Y luego, con un crescendo final, terminamos.
La multitud pierde la cabeza.
Todo el mundo está en pie y admito que se siente bien. Sobre todo
porque opacamos al equipo de futbol americano, aunque se supone que
existimos sólo para apoyarlo.
Vacío mi válvula de saliva por última vez en esta temporada, la meto en
el estuche y deslizo el melófono sobre mi espalda. No es que tenga adónde
ir todavía. Hemos sido liberados en el campo para que podamos ver el resto
del juego. Por lo general, no me quedaría; me iría en bicicleta directo a casa
(en la época dorada de las ruedas y la libertad), o volvería a la casa de
Milton y vería las imágenes de Betamax y ayudaría a preparar la mesa para
la cena. Ninguna es una opción ahora. Así que me dirijo al puesto de
comida, con la esperanza de que tengan algo que me quite la menor
cantidad posible de mi dinero para Europa. Estoy al final de una fila
abominablemente larga. Por el rabillo del ojo, el cabello rojo de Tam es
como un faro. Volteo hacia él, sin pensarlo.
—¡Eso fue increíble! —le está diciendo a Jennifer—. ¿No te encantó?
Jennifer se encoge de hombros, evasiva hasta el final.
Ambas están recogiendo sus órdenes. Craig Whitestone aparece de la
nada y realiza un horrible acto de galantería, insistiendo en llevar sus
nachos.
—¿Te gustó el pequeño espectáculo que acabamos de montar? —
pregunta él.
—Esa última canción —dice Tam—, es la mejor. ¿De quién fue la idea
de tocar “Total Eclipse of the Heart”?
—Señoritas, no sigan buscando —dice Craig—. La idea fue mía.
Kate avanza desde su lugar en el medio de la fila. Incluso si no nos
hablamos, ella no es de las que deja pasar la falsedad.
—En realidad, fue idea de Robin.
—¿En serio? —Tam mira todo el camino hasta el final de la fila, como
si supiera exactamente dónde he estado todo el tiempo. Me dirige una
sonrisa sesgada—. No creí que fueras del tipo de Bonnie Tyler.
(¿Tam me acorraló? Esto sí es nuevo.)
—No lo soy —admito—. Pero esa canción se queda atrapada en mi
cabeza.
No menciono que es a causa de ella. Dejo la fila y me acerco al lugar
donde está Tam con sus nachos, que recuperó de Craig. Jennifer retrocede
como si yo tuviera algún tipo de enfermedad contagiosa.
El juego comienza de nuevo.
Steve Harrington está ocupado recibiendo una paliza en la cancha.
Yo estoy aquí. Con ella.
Deslizo mi rostro una vez más, para estar absolutamente segura de que
no queda algún inspirado escupitajo de la banda. (Seco. Gracias a Dios.)
—¿Has visto el video musical de “Total Eclipse…”? —pregunto,
pensando en la docena de veces que apareció mientras Milton y yo veíamos
MTV—. ¿Con ella en ese vestido blanco vaporoso y los chicos con ojos
brillantes y toda esa extraña gimnasia?
Tam ríe.
—¿Sería vergonzoso si te digo que incluso lo grabé? ¿Y que lo veo todo
el tiempo?
Jennifer mueve su peso de una pierna a la otra y tira del extremo de su
suéter, que trae estúpidamente atado alrededor de su cuello. ¿No ha recibido
Jennifer el mensaje de que ya casi estamos en diciembre? ¿O es que ponerse
un suéter alrededor de los hombros es un símbolo de estatus tan grandioso
que bien vale la congelación?
—En caso de que no te hayas enterado, soy la chica más rara de
Hawkins —digo—. Así que eso no debería avergonzarte, en realidad. No
cuando yo estoy aquí.
¿De dónde salió eso?
¿Por qué admití lo rara que soy, con tanta audacia y, sin embargo, con la
voz más suave, justo frente a Tam?
No obstante, esto no parece desanimarla porque está riendo de nuevo. Y
no de una manera cruel.
—Siempre estoy cantando cuando entro en clase de la señora Click
porque, al bajar de mi auto, todavía está fresco en mi cabeza lo que sea que
haya estado escuchando. Es como si no pudiera evitar que salga la música o
simplemente… se secaría dentro. Debes haberme oído cantar a Bonnie
Tyler antes de clases.
Siento como si ella estuviera gritando algo que sucede todos los días,
pero no sé por qué. ¿Está tratando de decir que nota lo consciente que soy
de su canto? ¿Lo admito? ¿Qué sucedería si digo la verdad? ¿Y si miento?
—Tienes una gran voz —le digo.
(Elegí D, todo lo anterior.)
—Bueno, no lo suficiente para convertir Nuestro pueblo en un musical
—dice, fingiendo un puchero.
Vaya. Bueno. También tenemos bromas privadas.
—Sólo la propia Bonnie Tyler sería lo suficientemente poderosa para
hacer eso.
Tam niega con la cabeza.
—Todavía no puedo creer que hayas tocado mi canción.
Parpadea un par de veces, incrédula. Sus ojos son de un castaño
brillante. Sus labios son de un púrpura apagado, un color más suave y
bonito que el fucsia con el que todas en la banda están obsesionadas, y justo
cuando comprendo que no debería estar mirando su boca por más de un
segundo para ubicar el tono del lápiz labial (porque es raro), ella comienza
a tararear. Las notas estallan en letras y Tam ya está cantando su canción
favorita. Para mí. En público. Tam me está eclipsando por completo justo
frente a la cafetería.
Y luego, se acabó, y Jennifer se lleva a Tam a las gradas y habla de lo
desafortunado que se ve mi cabello porque ha estado bajo el chacó todo el
día. Tam no ríe. No se suma a la burla.
Simplemente me mira y se encoge de hombros.
Como si tampoco estuviera segura de qué hacer con toda esta
normalidad.
Capítulo veintiocho
22 DE DICIEMBRE DE 1983

Casi un mes después, estoy en el salón de clases de la señora Click


esperando que llegue a mi escritorio un examen sobre la Revolución
Industrial, aunque mi mente está vagando por la Riviera francesa.
E imagino a Tam a mi lado.
El señor Hauser me ha preguntado más de una vez si tengo algún
compañero de viaje en mente para la Operación Croissant. Ahora voy a su
salón casi todos los días, ya sea durante el almuerzo o en una hora libre.
Sobre todo, leo mientras él califica los exámenes, pero a veces hablamos.
Al final, nuestras conversaciones terminan donde siempre va mi mente en
estos días. Europa.
O Tam.
O ambos.
Mi plan original era esperar a Milton, pero entre más tiempo pasa sin
que me hable (o invite a salir a Wendy DeWan), más me pregunto si debería
rendirme y seguir adelante. Y cuanto más nos acercamos al nuevo año, más
quiero que esto se resuelva. No es exactamente algo con lo que puedas
sorprender a alguien en mayo y esperar que deje Hawkins en junio. Este
tipo de planificación requiere tiempo y cierta visión emocional. Pero Kate y
Dash hicieron un lío con todo, y semanas después todavía estoy luchando
por limpiarlo.
Sin embargo, tal vez ésta sea una buena noticia disfrazada. Nunca
hubiera pensado en Tam como mi primera opción, pero con todo el
Escuadrón Peculiar fuera de la carrera, de repente ella encabeza mi lista.
Y desde que Tam abrió sus labios púrpuras y cantó frente a mí como si
fuéramos las únicas dos personas que importaban, me he estado
preguntando si tal vez ella es como yo. Un bicho raro que ha mantenido un
perfil bajo —con ocasionales estallidos en los que rompe a cantar—, a la
espera de una oportunidad de escape.
¿Y si yo puedo darle eso?
He ahorrado más de quinientos dólares desde que empecé a trabajar en
el Cine Hawkins. Voy a cubrir dobles turnos durante las vacaciones. Para
cuando la escuela comience en enero, debería estar tentadoramente cerca de
la cantidad que necesito para mi boleto de avión. Entonces, podré empezar
a ahorrar para el segundo.
La chica que tengo enfrente me entrega el examen de la Revolución
Industrial y lo lleno tan rápido que me queda demasiado tiempo libre. Mis
ojos se dirigen a Tam. Viste una minifalda blanca y un suéter amarillo, y es
bastante fácil imaginarla vestida exactamente igual, mientras se acomoda
para un largo vuelo conmigo. Caminando por el Bargello. Cantando en cada
piazza por la que pasamos. (Quizá no recorriendo en bicicleta la campiña
italiana, pero estoy segura de que ella también podría empacar algunos
pantalones.)
Tam sigue contestando su examen, lenta y meticulosamente. Cuando
termina, lo lleva a la señora Click y lo coloca en la pila con los otros, luego
voltea hacia el grupo, con los ojos fijos en Steve Harrington.
Él observa la hoja de su examen con los ojos entrecerrados como si
estuviera escrito con tinta invisible.
Es ridículo, de verdad, pensar que una chica tan inteligente, ambiciosa y
talentosa como ella esté desperdiciando todas sus miradas en él. (Sobre
todo, después de que lloró por el chico en el baño y juró que ésas serían las
últimas en derramar por Harrington.) Pero ¿y si sólo lo mira fijamente
porque cree que se supone que debe hacerlo? ¿Y si es parte de su disfraz, de
la misma manera en que ser una perfecta nerd de la banda es parte del mío?
Abro la libreta de Operación Croissant y busco una página en blanco.
Y, en francés, me permito soñar.
Escribo todo lo que nos puedo imaginar haciendo juntas. Traduzco cada
esperanza salvaje, cada sueño tonto.
Cuando suena la campana, Steve Harrington todavía está luchando con
la Revolución Industrial. Y yo me siento tan estúpida por lo que acabo de
escribir que arranco la hoja de mi libreta; el papel se rasga en el medio. Esto
no es parte de mis planes para la Operación Croissant. Tam nunca iría a
Europa conmigo.
(La verdad es que nunca me atrevería a proponérselo. Tendría
demasiado miedo de que se negara.)
(También temería un poco que aceptara.)
Arrugo el papel y lo dejo caer en la papelera al salir. Steve todavía está
concentrado en su examen, y Tam y sus amigas están rezagadas, tal vez con
la esperanza de que ella pueda quedarse a solas con él por un instante.
A pesar de que Steve sigue saliendo con Nancy Wheeler. Vaya, me odio
por preocuparme por todo esto.
Me detengo afuera del salón para tomar agua del bebedero que sólo
esporádicamente funciona. Mi rostro se enrojece con el tipo de vergüenza
que sólo puede provenir de querer hacerme amiga de una chica que se
encuentra muy por encima de mi posición social.
Así deben haberse sentido los victorianos todo el tiempo.
Bebo un sorbo del miserable chorro de agua y humedezco un poco mi
cara. Cuando me enderezo, puedo ver a Tam y a sus amigas reunidas justo
afuera del salón de clases de la señora Click. Todas están inclinadas
alrededor de algo. Un pedazo de papel. Ya antes las he visto hacer este tipo
de ritual colectivo de lectura de notas. Me toma un segundo notar que
Jessica sostiene el papel que tiré, ahora entero y sin arrugar.
Lo aprieta contra su pecho como si fuera un desfibrilador. Como si ese
pedazo de papel pudiera reiniciar su corazón marchito.
—¿Quién crees que lo haya enviado? —pregunta—. ¿Viste a alguien
dejarlo caer cerca de mi escritorio? —su escritorio está justo al lado de la
papelera. Perfectamente colocado para un trozo de papel que falló su
objetivo y rebotó en el suelo.
Hago un análisis rápido y vital de mi memoria. No escribí el nombre de
Tam en ninguna parte del relato, ¿verdad?
No. Jessica cree que la nota era para ella. Y su madre es de Montreal,
por lo que Jessica puede leer francés. Oh, merde.
—Es très romántico —dice con una voz noventa por ciento aliento—.
Me pregunto qué chico de nuestra clase sabe francés.
¿Chico? ¿De qué está hablando?
¿Romántico? ¿De qué está hablando?
Mi cerebro se estrella contra las implicaciones de esas palabras. No soy
un chico y no estaba describiendo un romance. Ésos eran sólo sueños en la
vigilia. Ésos eran mis sueños despierta, y Tam nunca debería haberlos visto.
Estudio su rostro.
Analizo su reacción.
Ella no parece estar muy interesada en la nota. Rebota sobre sus pies.
—Tengo que ir a mi próxima clase, ¿de acuerdo?
Deja a Jessica allí para que siga leyendo detenidamente el escrito.
Mi corazón se hunde cuando Tam se marcha. ¿Por qué quería que se
sonrojara como una frambuesa al escuchar esas palabras? ¿Por qué una
parte de mí esperaba que entendiera que la nota era sobre ella, de la misma
manera en que quería que adivinara que cuando tocaba “Total Eclipse of the
Heart” en la banda de música también estaba inspirada en ella?
Su cabello rojo se agita mientras desaparece por el pasillo.
Jessica vuelve a leer la nota, esta vez en voz alta, traduciendo para sus
amigas a medida que avanza.
La escucho.
Y escucho las palabras no desde mi perspectiva esta vez, sino como una
espectadora. Escribí sobre caminar de la mano con Tam por los Campos
Elíseos, sobre escoger libros la una para la otra en Shakespeare and
Company, sobre cenar juntas y compartir el postre (porque una de nosotras
pide soufflé de chocolate y la otra recibe una tarta Tatin, así que por
supuesto tenemos que intercambiar unas cucharadas). Sobre cómo apoya la
cabeza en mi hombro mientras paseamos al anochecer, porque yo soy más
alta y ambas estamos cansadas. Luego, nos refugiamos en una buhardilla
alquilada y observamos cómo se encienden las luces de la ciudad, mientras
iluminamos el interior con la idea de hacerlo todo de nuevo al día siguiente.
Y finalmente, caemos juntas en la pequeña cama de la buhardilla, porque,
bueno, es una buhardilla, gente, no el Ritz.
Además. Acurrucarse juntas en una cama diminuta es, objetivamente, un
gesto romántico.
De repente, me alegro de que Tam se haya marchado a su clase, porque
mi cara está ardiendo con el fuego de mil sonrojos reprimidos.
Milton me dijo que soy buena resolviendo acertijos, pero de alguna
manera no vi este rompecabezas por lo que era hasta que dejé caer la pieza
que faltaba y alguien más la recogió.
Y puedo ser buena en idiomas, pero he estado usando el equivocado
para intentar descifrar lo que siento por Tam. Mi mundo está lleno del
supuesto, adondequiera que mire, de que a las chicas les gustan los chicos.
Que las chicas salen con chicos. Que los gays son sólo un rumor sobre algo
que sucede en pueblos muy lejos de Hawkins, un segmento en las noticias.
No tenía contexto para asumir que, cuando miraba a Tam, estaba sintiendo
algo más que amistad. Fueron necesarias Jessica y su útil Piedra Rosetta de
enamoramientos chico-chica para hacerme ver esto como realmente es.
Estoy enamorada de Tam.
Creo que he estado enamorada de ella desde que entró en la clase de la
señora Click, el primer día de clases.
Capítulo veintinueve
22 DE DICIEMBRE DE 1983

Paso el resto del día —el último antes de las vacaciones de invierno—, en
medio de una completa neblina, y cuando salgo, estoy al otro lado del gran
bosque gay.
Me gusta Tam.
Me gustan las chicas.
Curiosamente, lo que sigue molestándome es que no haya podido verlo
antes. No podía verlo en absoluto. Se supone que soy inteligente y, sin
embargo, no estaba haciendo la operación matemática más básica posible.
Robin + Tam + mirada fija + sentimientos = profundo enamoramiento.
No era tan difícil, ¿cierto?
Pero, de alguna manera, lo fue.
Por supuesto, está el factor “No tenía contexto para entender mis
sentimientos por lo que realmente son”. Pero en un examen más detenido,
hay algo más en juego. De hecho, podrían revocar mi tarjeta de nerd por
ésta. Durante todo el año he estado tan segura de entender a todos los que
me rodean, pero no había estado sometiendo mis propios sentimientos a
algún tipo de escrutinio real. ¿Saber cosas no presupone que sabes cosas
sobre ti? O en algún momento, ¿compilar información se convierte en una
excusa? Es como escribir tu propio justificante emocional: si puedo
aprender tres idiomas nuevos, no tengo que aprender lo que esté pasando
dentro de mi propia cabeza.
Ahora, gracias a las Jessicas del mundo y al hecho de que no puedo
dejar de soñar despierta con Tam —y luego, descartar esos sueños porque
son imposibles—, estoy atrapada en esta revelación.
No ayuda que también esté atrapada en el autobús, que huele a tubo de
escape, guantes mojados y jóvenes estudiantes de primer año. Están llenos
del entusiasmo navideño; básicamente, siguen siendo niños esperando a ver
qué les traerá Santa, sólo que ahora saben que Santa es su padre oficinista
sobregirando su tarjeta de crédito.
Mientras tanto, los metaleros en la parte trasera del autobús están
sacando la marihuana de sus escondites: esos agujeros con cinta marrón en
la parte trasera de los asientos. Quizá la necesitan para ayudarse a superar
las vacaciones.
La verdad es que no puedo culparlos.
De repente, la idea de pasar diez días sin ver a Tam se siente
insoportable. Al mismo tiempo, no estoy segura de cómo sobreviviré hasta
nuestro próximo encuentro. Si el monstruo que es la Preparatoria Hawkins
ya era antes una preocupación, sólo puedo imaginar cómo reaccionaría ante
esto: una chica enamorada de otra chica que sólo tiene ojos para Steve
Harrington.
Cuando el autobús se detiene —se siente como un pequeño choque cada
vez—, bajo junto con un grupo de estudiantes de primer año que se dispersa
rápidamente a sus casas. No puedo soportar estar en este espacio confinado
ni un segundo más. La conductora del autobús no parece notar, o no le
importa, que siempre bajo en las paradas de otras personas. Mientras todos
hayan descendido al final de su recorrido y nadie esté muerto, ella ha
cumplido con su trabajo.
Diciembre es una especie de frío espinoso, pero no me importa. El
impacto del viento se siente como la verdad que sigue golpeándome:
vigorizante y necesario. Camino por el costado de la carretera y, donde
termina la acera, avanzo penosamente hacia la estrecha zanja.
Unos segundos más tarde, un automóvil se detiene a mi lado. Puedo
escucharlo desacelerar, desacelerar, detenerse. La ventanilla baja.
Ya he terminado con esta interacción incluso antes de que comience.
Cualquiera que sea el lacayo que el monstruo de la Preparatoria Hawkins
haya enviado para meterse conmigo esta vez, no pienso jugar limpio.
Tengo mis dedos medios amartillados y listos, y me giro para
encontrarme con el jefe de policía.
—Hola, señorita —sólo había visto al jefe Hopper en el centro del
pueblo y nunca tan de cerca. Viste su uniforme caqui con la insignia dorada
en la pechera, y una chamarra azul para resguardarse del clima invernal. Es
un tipo grande con el cabello castaño suelto con raya en el medio y un
rostro patentado de Señor Cara de Papa. Tiene incluso el mismo bigote y
todo. Es asombroso.
—No deberías caminar al costado de una calle tan transitada como ésta
—dice—. Y definitivamente no deberías señalar con ese dedo a las
personas que están tratando de ayudarte. ¿Necesitas que te lleve a casa?
—No —digo automáticamente.
—¿Algún problema? —pregunta, mirando a un lado y otro del tramo de
carretera que si no fuera por él, estaría desierto.
—No —digo, esta vez más desafiante.
No pasa nada y no hay ningún problema conmigo.
No es que la mayoría de la gente de Hawkins esté de acuerdo con esa
evaluación.
He escuchado a la gente de este pueblo hablar de “los gays”. Escuché a
los padres de Kate hablar sobre los peligros de “un homosexual acechando
en una comunidad”. Ésa es una conversación superficial durante la cena en
su casa, y no son los únicos en nuestro pueblo que se sienten así. Por
supuesto, hablan de los hombres homosexuales. Actúan como si las mujeres
homosexuales ni siquiera existieran. ¿Cómo podrían existir? Las mujeres
necesitan a los hombres, ¿cierto?
—¿Vas a ver a un chico? —pregunta Hopper—. ¿Vas a la casa de un
chico? —mira alrededor como si mi amante pudiera estar esperando para
salir desde detrás de un árbol.
—¿La casa de un chico? —no puedo evitarlo y se me escapa una risa un
poco histérica. Me llevo la mano a la boca y aprieto los labios.
El jefe me lanza una mirada severa. Tal vez debería evocar sentimientos
de padre sustituto, pero es más del tipo de un tío incómodo.
—Escucha, eres una niña. Una adolescente. Es… Hay muchas cosas que
yo no entiendo. Y lo sé. ¿De acuerdo? Sé de eso más de lo que quizá tú
puedas entender.
Debajo de su torpeza, empiezo a sentir que está hablando de algo
importante. Pero hasta donde sé, no tiene hijos. Así que. Esto es raro.
—Pero si estás aquí porque un chico te dijo que lo visitaras —continúa
—, ya casi ha oscurecido y este lugar puede ser sorprendentemente
peligroso. Deberías dejar que te lleve de vuelta a casa.
—Puedo decir que definitivamente no estoy aquí por un chico.
Hopper asiente. Pero su coche no se mueve.
Además de la incomodidad inherente de subir al auto de un extraño, no
quiero aceptar el viaje y que mis padres de casualidad hayan vuelto
temprano a casa sólo para ver cómo su hija es escoltada por el jefe de
policía. La escena no aumentaría exactamente sus niveles de confianza
actuales. Creen que he estado tomando el autobús todo este tiempo, cuando
en realidad he estado caminando al menos la mitad del trayecto a casa la
mayoría de los días.
—Debes tener algo mejor que hacer que llevar a casa a una adolescente
a la que le disgusta el olor del autobús —aunque su coche, incluso desde
donde estoy parada, no huele mucho mejor. Hay un meloso olor dulce y
ligeramente crujiente, como el fantasma de un centenar de waffles tostados.
Me gustan los waffles tanto como a cualquiera, pero esto parece excesivo—.
Sé que Hawkins es un lugar aburrido, pero…
—¿Este pueblo? ¿Aburrido? —baja un poco sus lentes de aviador. Se
verían bien en literalmente cualquier otra persona—. Cariño, no tienes idea.
Se marcha lanzando un chorro de grava innecesario.
Y de repente me encuentro ahí, para enfrentar mis vacaciones de
invierno, sola.
Capítulo treinta
26 DE DICIEMBRE DE 1983

Mis padres y yo pasamos una Navidad tranquila. Nuestro árbol era


pequeño y escuálido, más una planta en maceta que una enorme conífera.
Siempre elegimos el que parece que necesita más amor en el lote de árboles
de Navidad (también conocido como el estacionamiento fuera de la
pizzería, adornado con luces festivas y cubierto de agujas de pino sueltas).
Me dieron unos buenos y gruesos calcetines de invierno y un nuevo
reproductor de cintas.
Les di unas pijamas y el regalo de no hacer público lo seco que estaba el
pavo de nuestra cena. Me concentré en las guarniciones.
Y en Tam.
No podía dejar de pensar en ella. Ahí donde los dulces de ciruela
deberían haber estado danzando, las visiones de chicas besándose con lápiz
labial púrpura giraban en mi cabeza.
Ahora estamos en otro día festivo.
Durante toda la mañana, el camino de entrada de la casa se llena de
autos, incluidos varios Volkswagen viejos, que son bastante poco comunes
en Hawkins, un pueblo obsesionado con los autos nuevos. La casa se
inunda de gente vestida con sus mejores faldas largas y chalecos tejidos.
Es la Navidad hippie.
Cuando era pequeña, éste era mi día favorito del año. La gente me
cargaba sobre sus hombros, rompía guitarras gastadas y cantaba canciones
populares a intervalos extraños. Los mejores amigos de mis padres de hace
años, Miles y Janine, ahora son viajeros del mundo y siempre me traían
pequeños recuerdos de dondequiera que hubieran estado. A medida que fui
creciendo, me fui relegando a los márgenes de la sala, desde donde
observaba a los adultos beber un ponche de huevo que huele
sospechosamente alcohólico y recordar en tonos cada vez más altos (con
cada vez menos inhibiciones sobre aquello que estaban admitiendo),
mientras yo vigilaba a la manada de niños salvajes que habían dejado
desatados en este pequeño pueblo de Indiana. Algunos de ellos viajaban
desde lugares como Maine, California y Arizona. Mis padres tienen el
honor de ser anfitriones todos los años porque vivimos relativamente en el
medio de todos.
Este año empieza igual que siempre, pero después de la cena, Miles y
Janine me llaman y me dan un vaso de ponche de huevo. (Que sabe tan
alcohólico como huele. Creo que podría retirar el esmalte de uñas con esta
cosa.) Empiezan a pedir mi opinión sobre algunos temas. Y cuando hablo,
todos escuchan. Incluso mis padres.
Casi me tratan como a un adulto.
Miles y Janine me preguntan sobre el futuro, pero no centrados de
manera obsesionada en la universidad, como siempre hacen los adultos
locales. Preguntas como: “Robin, ¿qué quieres hacer cuando finalmente
salgas de esa prisión a la que llaman escuela?” o “Robin, ¿acaso serás tan
salvaje como tus padres?”.
Lo único que quiero es hablar por fin de planes para la Operación
Croissant.
Necesito empezar a decirle a la gente la verdad. Ya no puedo guardarlo
todo dentro de mí. Puedo sentir todo lo que he estado luchando por
reprimir: lo rara que soy. Cuánto anhelo. Lo mucho que aborrezco de este
pueblo.
—Veré el mundo —digo—. Igual que ustedes.
Miles sonríe, su sonrisa se ve reforzada por las luces navideñas. Janine
asiente profundamente.
—Es bueno ver más —dice ella.
Y parece que no sólo habla de viajar. Se siente como si estuviera
hablando de todo.
Me encantaría darle los detalles de mis planes de viaje. Odio reprimirme
tanto. En realidad, no está en mi naturaleza, y estoy empezando a
comprenderlo. Quiero verter el contenido de mi alma, pero hay demasiadas
razones para cubrirla detrás del sarcasmo y el cinismo.
Por ejemplo, si hablo de la Operación Croissant, mis padres se verían
obligados a aceptarla o revelarían su nueva naturaleza suburbana a sus
viejos amigos. Tal vez fingirían que son ligeros frente a su compañía mucho
más ligera, sólo para volver a imponer su paternidad tradicional cuando
todos se fueran a casa.
No quiero lidiar con esas eventualidades. Tal vez ésta sea la verdadera
maldición de ser inteligente: no se trata de ser una marginada social, sino de
saber todas las formas en las que tu valentía puede contrariarte.
Me quedo callada y bebo mi ponche de huevo.
Mi mente vuelve a Tam.
¿Qué está haciendo en estos momentos? ¿Pasó una buena Navidad? ¿Su
familia tiene fiestas y tradiciones en las que se siente tan absurdamente
amada como infinitamente fuera de lugar?
Ahora que me detengo a observar con atención, no puedo evitar notar
que todos aquí, incluso en la tierra del amor libre, están emparejados
hombre-mujer.
Pero a veces mis padres cuentan historias sobre personas que conocían.
Hombres que amaban a otros hombres. Mujeres que amaban a otras
mujeres. Personas que amaban a personas, ni siquiera remotamente en
función de si eran hombres o mujeres o cómo se interpretaran.
Podría haber sido Kate, atrapada con padres que desaprueban
virulentamente lo que ellos llaman “el estilo de vida homosexual”. Podría
haber sido Dash, con una familia a la que no parece importarle un demonio
cualquier cosa que no sea acumular dinero, reconocimiento social y de otro
tipo. En cuanto a ser lesbiana en Hawkins, básicamente gané la lotería filial.
No temo que mis padres reaccionen mal cuando encuentre el momento
adecuado para contárselos. Pero ¿qué pasará con todos los demás? ¿Qué
hay de mi pueblo, con su obsesión por la normalidad, donde nunca he
escuchado a una sola persona decir la palabra gay en voz alta, como si fuera
una maldición? Necesito hablar con alguien que sepa cómo se siente esto. Y
por mucho que me guste la Navidad hippie, nadie en esta fiesta se quedará
lo suficiente.
Me llevo el resto de mi ponche de huevo a mi habitación y me recuesto
en la cama.
Y de la misma repentina manera en que descubro la verdad sobre cómo
me siento, comprendo quién me ha estado esperando todo el año para que lo
descubriera.
Capítulo treinta y uno
3 DE ENERO DE 1984

—¡Señor Hauser! —casi grito desde la puerta de su salón de clases.


Corrí hasta aquí. Sólo tomé el autobús hasta la mitad del camino a la
escuela y luego no pude seguir soportando ver cómo los demás escribían
insultos homofóbicos en las empañadas ventanas invernales. Esas cosas
siempre me han molestado, pero ahora se sienten como navajas clavadas
directamente en mis globos oculares. Así que bajé cuando la puerta se
desplegó en acordeón y me abrí paso a empujones de hombros entre el
grupo de metaleros que se acercaba, ignorando el ladrido confuso de la
conductora, y corrí el resto del camino sobre el aguanieve. Mi permanente,
ahora a medio crecer y medio lacia, parece un centenar de carámbanos.
Pero logré llegar incluso antes que el autobús. Logré llegar diez minutos
antes de que suene la primera campana, y cada uno de esos minutos vale la
pena el hecho de que ahora me encuentre aquí, doblada sobre mí, jadeando.
He estado esperando hablar con el señor Hauser durante una semana,
trabajando con impaciencia todos mis turnos en la sala de cine, avanzando
poco a poco, hasta que por fin estoy de regreso en este salón.
—Señor Hauser, quería hablar con usted…
Mi voz se ahoga en una muerte horrible, enroscada en mi garganta.
El señor Hauser está vaciando su escritorio.
—¿Qué está pasando? —pregunto con demasiada esperanza en mi voz
—. ¿Le cambiaron su salón de clases? —no suelen hacerlo a mitad de año,
pero es la única explicación que tiene sentido. La única que posiblemente
podría resultar bien.
—Oh, Robin —dice el señor Hauser.
—Nada de Oh, Robin para mí —digo—. Eso es lo que dicen los adultos
cuando piensan que los niños nada saben de la vida, y no quiero eso. En
primer lugar, no soy una niña. Segundo, cualquier cosa de la que no haya
sido consciente antes de hoy, bueno… ya no está ahí.
Parece nervioso por la posibilidad de que alguien esté escuchando en el
pasillo. Entro al salón y cierro la puerta. Estas cosas no aíslan por completo
el sonido, pero son pesadas. Y sólo tienen una pequeña ventana, con
pequeños cuadrados grabados sobre el vidrio.
—Entonces, ya sabes que soy gay —dice en voz baja.
—Sé que yo soy gay —digo sin ningún tipo de control en el volumen—.
Y tras aplicar ingeniería inversa, supe que tal vez usted también lo es.
El punto había estado justo ahí, en el hecho de que él se había conectado
conmigo en algún nivel que yo no había podido ver del todo. En la forma en
que me ofreció su salón de clases como un lugar seguro para los días en que
no pudiera soportar que mis compañeros me abrumaran. Incluso en la forma
en que Dash pensaba que era espeluznante.
A pesar de toda su retórica de los Nerds Dominarán el Mundo, en
realidad Dash no habla del levantamiento de los raros y los verdaderamente
excluidos. Se refiere a tipos como él, que tienen la intención de usar su
cerebro para ganar mujeres y dinero y todas las otras cosas a las que se
sienten que tienen derecho. Sólo quieren invertir la pirámide de los
deportistas. Si Dash supiera que soy gay, sería el primero en reírse de mí, en
azuzar al monstruo de esta escuela tras de mí.
No puedo creer que me haya sentado a su lado en la clase del señor
Hauser durante la mitad del año y haya hablado con él como si fuéramos
amigos. No puedo creer que haya escuchado a Kate hablar sobre lo genial
que es con su voz dulce y pegajosa, sin señalar que en realidad, la mayor
parte del tiempo, él no es ni remotamente una buena persona.
No puedo creer que le haya contado sobre la Operación Croissant.
—Bueno, Robin —dice el señor Hauser—. Tenías razón. Sobre los dos.
Quizá 1984 sea un año mejor para los gays de Hawkins.
Mis ojos se abren tanto que puedo sentirlos estirando sus límites
externos. El hecho de que estemos hablando de eso, de que estemos en este
espectáculo de terror de una escuela preparatoria, de estar en verdad
pronunciando estas palabras en voz alta (incluso si son sólo entre nosotros)
tiene que ser una buena señal, ¿verdad?
Pero luego niega con la cabeza con tanta amargura que sé que estoy
equivocada.
Él sólo está siendo así de obvio, explicándome la situación en estos
términos tan sencillos, porque ya no importa.
—No es que vaya a estar en Hawkins mucho tiempo más —dice—. En
verdad, me habría gustado que tuviéramos más tiempo.
—No —digo—. Esto no está pasando. Acabo de llegar a este punto. Yo
apenas descubrí esto y… no puede irse.
—Me temo que me veo obligado.
Me coloco entre el señor Hauser y la puerta, con los brazos cruzados.
No permitiré que se vaya sin haberme dado más. No permitiré que se vaya,
punto.
—Usted es el mejor profesor de esta escuela. Y cuando digo que es el
mejor, me refiero a que es el único que enseña.
Suelta una risa, pero incluso eso suena agridulce. El señor Hauser rodea
el escritorio y noto que no viste su habitual traje café. Está usando unos
jeans y una playera blanca. Su vestuario resalta lo joven que es en realidad.
El señor Hauser es un adulto, sí, pero está más cerca de mi edad que la de
mis padres.
Ha estado usando el tweed como su propio camuflaje.
Sé lo que se siente ahora. La desesperada mezcla. La esperanza de que si
te mantienes a raya, nadie notará que no eres parte de lo ordinario. Lo he
estado haciendo desde que llegué a la preparatoria, sin que supiera bien por
qué.
—¿Qué está pasando, señor Hauser? —pregunto.
—También podrías llamarme Tom —dice.
—Mmm. No. Gracias a su clase, sé lo suficiente sobre presagios para ser
consciente de que llamarlo Tom significa que las cosas están a punto de
cambiar de una manera que no me gustarán. Me quedaré con Señor Hauser.
—Robin, tú ya sabías sobre los presagios desde que estabas en cuarto
grado. Eres mi mejor alumna.
—No leí Fiesta —admito—. Ni siquiera abrí el libro.
El señor Hauser levanta una ceja rubia.
—Todas las verdades están saliendo a la luz ahora —por un segundo
vuelve a ser ese tipo áspero. Así es como se supone que debe ser. Se supone
que yo debo admitir cosas, y se supone que él debe hacerme sentir que todo
va a estar bien.
Se supone que debe decirme que no estoy sola.
En cambio, se sienta en el borde de su escritorio desocupado y se pasa
ambas manos por el cabello, arruinando la pulcra apariencia docente.
—Robin, no vamos a llegar juntos a la unidad de Shakespeare, pero
sabes lo que es una hamartia, ¿cierto?
Después de un segundo de farfullar, mi cerebro tose la respuesta.
—Un defecto trágico.
—Bueno, creo que mi único gran defecto es… —me temo que va a
decir que es gay. O no poder dejar de ser gay. Hago una mueca ante lo que
creo que viene— que amo mi trabajo.
—¿Cómo es posible que eso sea un defecto? —pregunto.
Señala uno de los pupitres. Estoy sentada encima de él, en una posición
espejo de cómo él está en su escritorio.
Dará una lección, a una única alumna.
—El año pasado fue el primero que trabajé en la Preparatoria Hawkins,
pero no fue mi primero como profesor. He trabajado en tres preparatorias
diferentes desde que comencé mi carrera. Tres escuelas en diez años. Cada
vez que empiezo en un lugar nuevo, agacho la cabeza y enseño. Hago lo
mejor que puedo con los libros que me asignan y los estudiantes que se
presentan, y espero… que sea suficiente. Pero, casi como un reloj, me
enteraba de que un maestro en un distrito cercano, a veces en mi propia
escuela, era despedido… por ser como nosotros.
La injusticia me atraviesa, me mantiene fría a pesar de los ruidosos
calentadores que nos brindan su calor.
—Así que sigo adelante. En silencio. Me aseguro de que mi vida
personal permanezca fuera del radar público.
Lo cual, de nuevo, me pone furiosa e incluso comienzo a temblar. El
señor Hauser no debería tener que esconderse así. Nadie debería tener que
hacerlo. Rodeo mi cintura con mis brazos y trato de fingir que es sólo
porque todavía estoy cubierta de aguanieve.
—¿Eso es lo que está pasando ahora? —pregunto—. ¿Lo despidieron?
¿Por ser…?
—No precisamente —dice—. Piensa en esto más como ver el futuro y
actuar en consecuencia. Como Cassandra, la profeta griega condenada,
excepto que ya sé que nadie va a escuchar ni a importarle. He tenido
cuidado en mis situaciones anteriores, Robin. Podría haber estirado las
cosas durante unos años más antes de tener que moverme. Esperaba poder
hacer eso en Hawkins, quizá quedarme aquí cinco años, incluso diez.
Pero… me enamoré de alguien.
—¿En Hawkins? —no puedo evitarlo, ésa es la primera pregunta que
irrumpe en mi cabeza.
—Hay gays en todas partes, Robin —el señor Hauser no parece decidir
si se divierte conmigo. Una sonrisa se cierne sobre su rostro, luego mengua
—. Durante las vacaciones, alguien nos vio juntos. No estábamos siendo lo
suficientemente cuidadosos. Salimos muy tarde, caminando por el tranquilo
pueblo bajo las luces navideñas, tomados de la mano —hace una pausa, al
parecer inseguro de admitir el resto—. Nos besamos una o dos veces. La
felicidad se me subió a la cabeza, supongo —intento imaginar al rudo señor
Hauser, vertiginosamente enamorado—. Encontramos después una nota
anónima en mi auto. Alguien debió haberme reconocido. Podría ser un
padre, un estudiante… No importa, en realidad. Amenazaron con decírselo
a la junta escolar.
Un escalofrío me parte por la mitad.
—Debe haber alguna forma de encontrar a quien lo vio —digo—. Para
evitar que hable.
El señor Hauser termina de llenar la caja de su escritorio con una
rapidez renovada.
—Por mucho que aprecio la oferta de una investigadora aficionada…
debo hacer esto rápido. En cuanto alguien diga una sola palabra de esto a la
junta, en un trabajo en el que me encuentro con jóvenes todos los días… mi
carrera habrá terminado.
Pienso en mis padres, en cómo me enseñaron a levantarme y gritar
cuando algo está mal. (Juro que nunca volveré a burlarme de su pasado
hippie.)
—Iremos a la junta escolar y nosotros se lo diremos primero.
Pelearemos…
—No hay duda del resultado, desafortunadamente. No ahora. No aquí.
Y una vez que esté en mi historial, no habría muchas posibilidades de que
consiga empleo. Tendría que dejar el trabajo que amo por alguna razón
indefinible. Tendría que renunciar a estudiantes como tú.
—Pero me está abandonando —digo.
Y en el momento en que más lo necesito. Me está abandonando en este
lugar.
—Estarás bien —revisa el pensamiento rápidamente—. Todavía mejor.
Serás Robin.
—¿La chica más rara de Hawkins, Indiana? —lo intento, con una débil
sonrisa.
Ahora hay gente afuera, en el pasillo, moviéndose en masa. He conocido
a la mayoría de estas personas durante la mayor parte de mi vida. Pero
ahora, sabiendo que cualquiera de ellos podría haber dejado esa nota en el
auto del señor Hauser, cada rostro me llena de un nuevo pavor.
Suena la primera campana.
El señor Hauser toma la caja que estaba llenando con sus libros, su taza
de café, las pocas cosas lamentables que se lleva consigo.
Me quedo donde estoy, atascada en el pupitre, incapaz de moverme.
Mi voz vuela para atraparlo en la puerta.
—Una vez me dijo que cuando uno no está escapando… lleva a alguien
consigo.
Toda la compostura desaparece del rostro del señor Hauser. Desearía no
haber dicho eso, porque sé la respuesta antes de que él admita:
—Yo tengo razones para irme. Él tiene razones para quedarse.
Abre la puerta con el hombro y me deja en su salón vacío, con un último
asentimiento brusco. Si me deja ver algo más de su reacción emocional, la
relación alumno-maestro se desintegrará por completo. Los maestros
pueden ser honestos frente a los estudiantes en circunstancias extremas,
pero no pueden llorar.
El señor Hauser me deja sola con el calentador en marcha y el maestro
sustituto entrando, como si nada hubiera pasado.
Puede que nunca sepa exactamente quién dejó esa nota anónima en su
auto, pero sé exactamente a quién culpar. Me acerco tranquilamente al
pizarrón, tomo un pequeño trozo de gis blanco y escribo con letras altas:
La preparatoria Hawkins es un monstruo.
Tema de discusión.
Capítulo treinta y dos
7 DE MAYO DE 1984

La expareja del señor Hauser podrá haber tenido sus razones para
quedarse en Hawkins, pero yo estoy más convencida que nunca.
Necesito salir de aquí.
Mis noches en el cine se han convertido en un escape de mis días en la
escuela, pero no son suficientes. Por un lado, tengo que ver las mismas
películas una y otra y otra y otra vez, y cuando una película no es muy
buena para empezar, la monotonía es suficiente para sentir un gran deseo de
gritar. Uno de esos gritos de película de terror clase B, horrible y
conmovedor. Sobre todo cuando la cara de Tom Cruise está involucrada.
Luego, está el hecho de que no importa cuántas películas vea, no hay
nadie como yo en la pantalla. Ni siquiera un indicio de alguna persona gay.
Tal vez los cines de arte en algún lugar estén repletos de lesbianas, pero
esas películas no se hacen en Hollywood y no se proyectan en Hawkins. Y
la televisión definitivamente tampoco ayuda a mejorar la situación. Si la
gente de este pueblo quiere actuar como si no existiéramos, o si no
existimos aquí, se les está dando una muy buena excusa.
Por otro lado, el cine es el lugar de los rituales de citas más obvio del
pueblo. Si tengo que ver a una pareja más acariciándose en la fila de boletos
o actuando como si nadie pudiera verlos cuando están a sólo un paso de
reproducirse, en la última fila del cine, podría implosionar.
Intento concentrarme en las pequeñas cosas.
Recibir los boletos. Rasgar los boletos. Hacer bromas con Keri sobre lo
absurdo de Footlose: Todos a bailar. (Créeme, un pueblo como ése no se
puede cambiar con unos pocos números musicales.) Sonreír a Sheena
Rollins, que viene al menos una vez a la semana con una bolsa llena de
tejidos y trabaja en silencio en sus suéteres blancos extragrandes mientras
observa sola una película, rompiendo la regla no dicha de que las salas de
cine son sólo para parejas y grupos de amigos. Alumbrar intencionalmente
con mi linterna a los ojos de las personas que están rompiendo las reglas,
incluidos los que intentan hacer un bebé en la última fila. Servir las
palomitas de maíz con una pala.
Ganar dinero.
Ahora tengo más que suficiente para mi boleto de avión, y me faltan
doscientos billetes para el segundo. Todavía sueño con preguntarle a Tam,
pero sólo es eso: un sueño. Ya ni siquiera un sueño en la vigilia, porque
tengo demasiado miedo para mantenerlo en el aire durante las horas del día.
Pienso en eso a altas horas de la noche, pero cada vez me alejo más de
hablar con ella en la escuela. Me aterroriza la idea de resbalarme y, de
alguna manera, terminar diciendo algo.
Sobre el hecho de que me gustan las chicas.
Sobre el hecho de que me gusta ella.
En este punto, la idea de ir a Europa con Milton el próximo verano es lo
único que me salva de un colapso total. Las entradas para el baile de
graduación saldrán a la venta al final de la semana, y si para entonces no le
ha pedido a Wendy DeWan que vaya con él, tendré que intervenir. Nuestra
amistad ha estado en suspenso durante el tiempo suficiente.
Esta noche el cine está proyectando Se busca novio, lo cual no sería
particularmente emocionante, salvo porque Keri me dijo que nuestro
proyeccionista habitual (un tipo de veintitantos años llamado Russ que
reprobó la escuela de cine y regresó a Hawkins) pronto necesitará algo de
tiempo libre y, por lo tanto, comenzará a entrenarme.
Pronto estaré a cargo del destino de la audiencia.
Además, me pagarán el doble por los turnos de proyeccionista.
Eso pagará tantos pastelillos de desayuno.
En Francia, los croissants de chocolate son de rigueur. En Italia, tienen
su propia versión, llamada cornetti, ya sea simple o llena de perfectas nubes
de espesa crema pastelera. Y en España hay muchas otras opciones
tentadoras: magdalenas de limón, torrijas bañadas en canela o miel, panes
dulces como las ensaimadas, que quedarían perfectas con una pequeña taza
de café.* No es que beba café. Pero podría.
Me pregunto qué más aprenderé a hacer cuando me haya ido. Me
pregunto quién seré cuando regrese.
(Sin embargo, entre más pienso en eso, más difícil me resulta imaginar
la parte del regreso. Desde que el señor Hauser se marchó, desde que este
lugar lo ahuyentó, mi cerebro se ha vuelto muy bueno para bloquear el viaje
de regreso.)
—Robin, ¿estás escuchando? —pregunta Russ, frustrado.
—Por supuesto —digo, sólo la mitad de mí está en este estrecho y
pequeño espacio sobre el cine, con Russ.
La otra mitad está caminando por grandes avenidas y callejones
empedrados, vagando de museo en museo, vistiendo pantalones anchos y
camisas a rayas y tal vez incluso un alegre sombrero, quién sabe. Sonriendo
a una chica bonita, esperando que ella le devuelva la sonrisa. Preguntándole
a ella qué tipo de pan prefiere para desayunar.
Éstos son mis nuevos sueños. Los únicos que importan. Puedo
imaginarme siendo yo misma, toda yo, pero sólo en otro lugar.
—Robin. En serio. Tenemos que empezar la película, y tú estás ahí
parada sosteniendo el primer carrete.
—Oh. Claro.
Russ me muestra cómo enhebrarlo y hacer que la imagen cobre vida.
Parece bastante simple.
En cuanto comienza la película, mis ojos se desenfocan. Ya la he visto
tres veces y hay algunos problemas importantes. Uno: Shermer, Illinois,
podrá ser un lugar inventado, pero John Hughes es demasiado preciso sobre
lo horrible que es ser un adolescente del Medio Oeste. El vaporoso vestido
rosa al final no puede cancelar toda la tortura social que lo precedió (sin
mencionar que otra chica fue entregada a un nerd como si fuera un premio
ganado en la sala de arcades). Dos: todo se trata de ser una chica
exactamente de mi edad que, por supuesto, anhela al chico perfecto, como
si una chica de dieciséis años no pudiera desear algo más.
Tres: el cabello rojo corto y despeinado de Molly Ringwald nunca
dejará de recordarme a Tam.
—Vuelve en un momento y cambia los carretes —dice Russ.
—¿No debería quedarme aquí?
—No puedo verte mientras ves esta película. Tu cara está reflejando
demasiados sentimientos. Y me estresa.
—Vaya. Gracias.
Corro hacia la barra de la dulcería, que está relativamente desierta
porque ya se está proyectando la película. Sólo está Keri, comiendo Junior
Mints y leyendo la última Redbook.
—¿No quieres ver la película? —pregunto mientras me sirvo mi cena
habitual de palomitas de maíz y refresco. Keri no me cobra, porque los
llama “recursos renovables” de la industria del cine.
—No quiero ver ésta —dice ella—. Sólo me entristecería que mi novio
no se parece en nada a Jake. Él ni siquiera es la mitad de un Jake. Tal vez
sea un cuarto de Jake —Keri habla mucho de su novio, pero nunca me
presiona para que yo hable de chicos—. Todo es una gran fantasía inútil.
—Demasiado bonita para ser verdad —digo, mirando a nuestro
deprimente pueblo, donde un vestido para la fiesta de graduación es lo
único que la mayoría de la gente espera con ansias.
—¿Estás bromeando? —se burla Keri—. Esa película es más fantasía
que El regreso del Jedi, que tiene espadas mágicas brillantes y ositos de
peluche guerreros.
—Espera —digo, lanzando palomitas de maíz al aire, en un arco hacia
mi boca—. ¿Por qué Molly Ringwald está feliz al final?
—Porque ella piensa que conseguir al chico significa ser feliz. Yo tengo
al chico y, sinceramente, no es la gran cosa.
Vaya. Yo solía desdeñar las citas en todas sus formas, pero sólo porque
no podía ver con quién quería salir en realidad. Ahora no puedo imaginarme
pensando en las citas como no la gran cosa nunca más.
—Toma —dice Keri—. Te invito un Milky Way si haces mis rondas por
la sala.
No es un croissant de chocolate, pero nunca le diría que no a un Milky
Way.
—Hecho.
Tomo su linterna y la llevo a la sala oscura, merodeando por todos los
rincones y asegurándome de que nadie tenga los pies sobre los respaldos de
los sillones. Una parte de mí tiene la esperanza de que algún día encontraré
a dos chicas tomadas de la mano en la oscuridad. Quiero saber que están
aquí. El señor Hauser dijo que hay gays en todas partes, y sé que es verdad,
pero necesito verlo.
Lo único que veo son estudiantes de secundaria lamiendo Milk Duds y
lanzándoselos al cabello unos a otros. Doy vuelta en la esquina en la parte
delantera de la sala y empiezo a subir por el segundo pasillo. Desde la
pantalla llega el sonido de la falsa música “china”.
Oh. Cierto. Aquí hay un cuarto problema con esta película. El único
personaje asiático se usa como una broma de larga duración. Puede que me
moleste que Hollywood ignore intencionalmente a personas como yo, pero
convertir la existencia de alguien en una broma es horrible en otro nivel.
Pienso en Milton angustiado. Me angustio por él.
—¡Esta película es un desastre! —grito—. ¡Por si no se habían dado
cuenta! —la mayoría de las personas están demasiado ocupadas arrojándose
palomitas de maíz unos a otros como para preocuparse de que una
empleada se haya rebelado en el pasillo.
Y entonces, un nuevo problema me desconcierta.
Hay un par en la última fila. Puedo ver la silueta del cabello desde aquí:
Steve Harrington. Sólo puedo ver la forma de una chica apoyada contra su
pecho en la oscuridad, pero es pequeña como Tam, y de repente se siente
como si caminara hacia algo que en verdad no quiero ver.
Y entonces, comienzan a besarse. Allí mismo, en la sala del cine, justo
como se supone que no deben hacerlo.
¿Los interrumpo? ¿Me protejo de tener que ver lo que está sucediendo
en detalle?
Empuño mi linterna y me dirijo allá, lista para lanzarme sobre el
exhibicionista de Steve Harrington. Pero antes de que llegue al pasillo, la
chica sale corriendo del cine como si tuviera una misión urgente.
Quizá tenga que orinar. Tal vez está huyendo del escenario de una mala
cita.
Sea lo que sea, la sigo por el pasillo, pero antes enciendo por un instante
mi luz directo a los ojos de Steve cuando paso junto a él.
—¡Hey! ¡Cuidado con esa cosa! —grita Steve.
—Cuidado tú, AquaNet —espeto.
Se pasa una mano por el cabello con aire cohibido, y no puedo evitar
sentirme un poco victoriosa.
Al otro lado de la puerta del vestíbulo, el sonido de la película se
amortigua al instante. Keri está sumergida en su Redbook, y la puerta del
baño de mujeres se está cerrando. Corro y empujo hacia dentro. En realidad,
no sé por qué lo estoy haciendo. Sólo sé que si es Tam, necesito estar ahí
para ella.
Incluso si nunca le gustaré.
Pero la chica que está en el baño, mirándose en el espejo como si
hubiera olvidado por completo cómo luce, no es Tam.
Es Nancy Wheeler.
Tiene una cara en forma de corazón y aprieta la barbilla con fuerza. Está
tan pálida que uno pensaría que está viendo una película mucho más
aterradora. Viste una falda hasta los tobillos y perlas como Dios manda. Mi
primer instinto es preguntarle cómo logró que Steve Harrington aceptara
venir a ver esta película, para empezar. El segundo es decir algo divertido
sobre sus perlas.
Pero no lo hago porque ella está llorando: sollozos entrecortados y
fuertes, con muy poco control.
Y aunque apenas la conozco, debo hacer algo.
¿Éste es mi trabajo ahora? ¿Defender a las chicas de este pueblo de los
chicos que no las merecen? Nadie más parece dispuesto a hacerlo.
—Hey, ¿tu novio salió con algo tonto allá dentro? —pregunto, cruzando
los brazos sobre mi casaca oficial de trabajo—. Porque con todo gusto
podría echarlo a patadas.
Toma una toalla de papel marrón áspera y se limpia la nariz.
—¿Qué? ¿Steve? No —dice su nombre como si Steve fuera lo último
que está en su mente. Como si él fuera el menor de sus problemas.
Lo cual… no es lo que esperaba.
—¿Qué ocurre? —pregunto. Quizá no debería entrometerme, pero ya
estoy aquí, y ella todavía está molesta, incluso si sus lágrimas se han
secado.
—Sólo estoy preocupada —dice Nancy—. Por mi mejor amiga.
—¿Te refieres a Barb Holland? —pregunto, mi adorada Barb de
principios de este año, repentinamente vuelve a mí—. ¿Has sabido algo de
ella?
La boca de Nancy se tuerce con fuerza, pero parpadea lo
suficientemente fuerte para contener las lágrimas.
—No.
—¿Ella está bien?
—No lo creo —dice, con la voz hueca y los ojos fijos en el espejo.
Luego se gira hacia mí—. Olvídalo. Olvida que dije algo.
Y se marcha.
Si Nancy no ha sabido nada de ella, ¿por qué parece tan segura de que
Barb no está bien? ¿Es el silencio de una mejor amiga un signo en sí
mismo, una razón para pensar que podría haber sucedido algo terrible? Por
primera vez desde que Barb desapareció, siento verdadero miedo por ella.
Pienso, en contra de todas las autorregulaciones, en Kate. Nuestro
silencio se ha extendido cada vez más, sobre todo porque yo no quiero
lidiar con Dash, y Kate no rompió de inmediato con él después de que dejé
esa nota en su casillero. Intentó hablar conmigo un par de veces, me dejó
sus propias notas, llamó a casa y luego se rindió, cuando comprendió que
yo no estaba leyendo las notas ni devolviendo las llamadas. En realidad, no
me importan sus excusas. Ella sabe la verdad sobre lo horrible que fue Dash
esa noche. Y tomó su decisión. Eligió a su novio sobre su mejor “amiga”.
(Bien, ahora entiendo por qué esa palabra me molesta.** Porque Kate
es una chica y solía ser mi amiga, pero ése era un sentimiento muy diferente
al que experimento cada vez que veo a Tam. O que pienso en Tam.)
—Vamos, Buckley —me digo en el espejo del baño.
Regreso al vestíbulo justo cuando los gritos brotan de la sala de cine.
La audiencia comienza a salir por las puertas dobles, todos gritando y
quejándose unos de otros, en un tumulto de voces descontentas. Keri está
parada en la taquilla tratando de calmar a todos. Echo un vistazo a través de
las puertas abiertas hacia la sala, donde la película se ha convertido en un
negro crujiente y la película ha desaparecido.
—¡No regresaste! —grita Russ desde la puerta abierta de la sala de
proyección.
—¿No podías haber cambiado los carretes tú por esta vez? —grito
incrédula.
—Se supone que tú te estabas entrenando. Es tu trabajo.
—Ya no —dice Keri—. Lo siento, Robin. Derretir la película es una
especie de falta imperdonable. Estás fuera.
Me entrega un Milky Way como premio de consolación.
No puedo decir que lamento haber arruinado esta película. Así que me
quito la casaca de trabajo, contenta de llevar otra debajo, y la arrojo al suelo
mientras salgo.
Estaba tan cerca de tener todo el dinero que necesito para la Operación
Croissant, pero no puedo seguir esperando. Cuando salgo de la caverna
intemporal del cine, casi puedo saborear el verano en el aire.
Ya es mayo.
Es hora de ver si cuento con Milton.
* En español en el original. [N. del T.]
** En inglés, amiga se dice girlfriend, la misma palabra puede usarse también para decir “novia”. [N.
del T.]
Capítulo treinta y tres
11 DE MAYO DE 1984

No debería sentirme tan nerviosa mientras estoy parada frente a la puerta


de la casa de Milton Bledsoe.
Pero necesito que sepa sobre el plan. Necesitaba que supiera sobre el
plan desde hace seis meses. Así que cuando bajé del autobús a mitad del
camino a casa, en lugar de caminar hacia mi vecindario, me dirigí a casa de
Milton, una calle que medio troté torpemente sin detenerme. Si ésta fuera
una gran película de Hollywood como las que pasamos en el cine, la gente
que me estuviera viendo temblar y sacudirme cuando llamo al timbre quizá
se preguntaría si estoy a punto de proponerle matrimonio.
Milton abre la puerta, con aspecto confundido. Y un poco sin aliento. Y
sin nervios. Vaya, incluso extraño cómo su ansiedad contrae su rostro.
—Hey —le digo—, ¿podemos hablar?
—¡Robin Buckley! —grita, su voz amplificada como si estuviera
informando a un tercero que he llegado. Al principio, creo que sus padres o
su hermanita se acercarán a la puerta, pero luego aparece Wendy DeWan.
Como por arte de magia. Ella también está sin aliento, usa pantaloncillos
cortos rosas y bebe una de esas cervezas de raíz Snapple Tru que el padre de
Milton tiene guardadas en el refrigerador todo el tiempo.
—¡Hey, Robin! —repite ella—. ¿Quieres pasar un rato con nosotros?
—¡Oh! ¡No! Quiero decir, no quería interrumpir… —le dirijo a Milton
una mirada inquisitiva. Porque… ¡¿qué está pasando?!
—Entonces, esperaré en la sala —ella le dirige a Milton su propia
mirada, que completa con una sonrisa ardiente. Mi rostro se enciende de
calor. No sé si es porque Milton se está sonrojando y yo me sonrojo por
propiedad asociativa, o porque Wendy es en verdad hermosa y no puedo
evitarlo.
—¡Lo hiciste! —susurro-grito en cuanto ella se va.
Milton se mete las manos en los bolsillos y se encoge de hombros.
Inspecciono sus labios: hinchados. Y su respiración comienza apenas a
regresar a la normalidad.
—¿Se estaban besando cuando timbré? —Milton parece estar a punto de
derretirse en una viscosa sustancia avergonzada y derramarse por todos los
escalones de la entrada—. De acuerdo, tomaré esa reacción como un sí.
Sacude la cabeza, pero está sonriendo.
—¿Y ella aceptó? —pregunto—. Me refiero al baile de graduación.
—Ella rechazó mi invitación para el baile de graduación, pero vino a
besarse conmigo de cualquier forma —dice Milton inexpresivo.
Grito en la casa:
—¡Por favor, denme una almohada para que se la pueda arrojar!
La verdad es que estoy orgullosa de él. Hizo lo que quería, incluso si le
resultaba extremadamente difícil trabajar en ello, incluso si tuvo que
desterrar mil ansiedades. La otra verdad es que estoy celosa exactamente
por las mismas razones.
—¡Espera! —dice—. Tengo algo para ti.
Desaparece por un segundo y luego regresa con una tarjeta blanca
cargada de escritura cursiva. Muy elegante.
—Es un boleto para el baile de graduación. Con mi nombre. Me acabas
de decir que Wendy…
—Ella sí quiere ser mi pareja para el baile. Es mi pareja. Y tal vez,
posiblemente, mi novia —se sonroja de nuevo, pero continúa con valentía
—. Puede que haya admitido que dejé de pasar el rato contigo porque la
gente se estaba poniendo rara con eso, y entonces ella se enojó un poco de
que me hubiera deshecho de una amiga así, sin más, sobre todo en su
nombre. Entonces se me ocurrió un plan. Wendy consiguió un boleto con su
amigo James. Y tengo éste para ti. Una vez que lleguemos, Wendy será mi
pareja. Y tú también puedes venir y puedo disculparme por todo este asunto
—sostiene el boleto con el brazo extendido—. Tómalo. Por favor.
—No tengo ningún interés en el baile de graduación —digo,
honestamente—. Tengo incluso un antiinterés en el baile de graduación.
Literalmente, nunca pensé en ir. Incluso cuando esté en el último grado,
tengo firmes planes de escapar del baile.
—Pero tocarán pésima música —dice Milton—. ¿Quién más se va a
burlar de eso conmigo? Además, si dices que no, siempre te preguntarás
cómo habría sido. ¡Las decoraciones absurdas! ¡Los vestidos de tafetán!
—Sí, pero si yo fuera, tendría que usar uno de esos vestidos —
básicamente, son un uniforme. Todo el mundo usa uno, es sólo cuestión de
qué tan esponjadas están las mangas—. Tú al menos puedes ponerte un
simple traje.
—El viejo esmoquin azul pálido de mi hermano —dice—. No te puedes
perder eso. ¿Cierto?
Tiene una sonrisa esperanzada en el rostro. Y creo que me extrañó tanto
como yo a él durante los últimos seis meses. Pero no puedo ir al baile de
graduación por Milton. No puedo someterme a ese tipo de tortura
adolescente por nadie.
—Confía en mí —digo con mi mano sobre mi pecho, haciendo un
juramento muy sincero—. No voy a tener un agujero con forma de baile en
mi corazón.
Suspira y finalmente se guarda el boleto en el bolsillo.
—Bien, pero si cambias de opinión, tu nombre está en la lista como mi
pareja, así que…
—Tengo otras cosas que planear, en realidad —respiro hondo y me
sumerjo de lleno—. Me iré a Europa este verano.
—¡Vaya! Eso es absolutamente genial. ¿Te van a llevar tus padres?
Niego con la cabeza. Aquí va.
—Esperaba que tú vinieras conmigo.
—Oh…
Ese pequeño sonido es suficiente para hacer que mis esperanzas se
sumerjan de lleno en el abismo.
—Me encantaría hacerlo, Robin. En verdad, me encantaría. Pero les
prometí a mis padres que ayudaría con Ellie este verano. Y Wendy…
Quiero decir, ella se irá a la universidad en otoño… No tenemos mucho
tiempo…
—Necesitas estar aquí. Aunque lo odies.
—Sí.
Intento no dejar que la amargura infecte mi voz.
—De acuerdo. Sí, por supuesto. Encontraré a alguien más.
Pero, literalmente, no puedo imaginar a quién más podría estarle
preguntando en este momento. No a Kate o a Dash, siendo Kate y Dash. No
a Tam, cuando pensar en ella de cualquier forma, y más si incluye una
escapada a Europa, me pone tan nerviosa que ni siquiera consigo respirar
bien. Intento concentrarme en la parte de esto que sí está funcionando… la
parte que puedo controlar.
—Ya tengo suficiente dinero para mi boleto de avión. Pero luego me
despidieron del cine por haber quemado la película. Literalmente.
—Vaya, en verdad que me he perdido de mucho —dice Milton.
Pienso en Tam. En todo lo que he descubierto.
En verdad, se ha perdido tanto.
Capítulo treinta y cuatro
8 DE JUNIO DE 1984

¿Recuerdas que le dije a Milton que nunca me pondría un vestido de


tafetán e iría al baile de graduación?
Resulta que sólo tenía la mitad de razón.
Es viernes por la noche y Hawkins está en las garras sudorosas de la
fiebre del baile de graduación. Los estudiantes en la escuela han pasado
toda la semana creando espectaculares fuegos artificiales sobre cada detalle
—traslados, peinados, ramilletes— y contando cada minuto que falta.
Apenas los he visto mientras zumbaban a mi alrededor. He estado
demasiado ocupada con algunos planes de última hora.
Ayer, fui a la única tienda de segunda mano de Hawkins y encontré un
vestido de segunda mano que me quedaba bien. (No como un guante. Más
como una envoltura de salchicha.) Es de color violeta eléctrico y tan
brillante que básicamente funciona como espejo. Gasté once preciosos
dólares de mis fondos de la Operación Croissant en esta cosa horrible.
Estoy metida en un uniforme de graduación, pese a que nunca pensé que
usaría uno.
Pero todo está al servicio de mi plan.
Me agacho frente al espejo en mi escritorio, tratando de que todo mi
cuerpo se refleje dentro del pequeño cuadrado, revisando mi cabello
(peinado), mi lápiz labial (también violeta brillante) y mi expresión (una
mezcla de alegría y de terror).
Mis padres piensan que me veo así porque voy a tener mi primera cita.
No es que les haya mentido, sólo les dije que iría al baile de graduación con
Milton. Pero tampoco negué las conclusiones que de ahí sacaron. Me limité
a los hechos. Él me compró un boleto. Él quiere que vaya.
(Nadie preguntó, por una vez, dónde quiero estar yo.)
Hay un pequeño bolso, ya empacado, bajo mi cama. El reto será meterlo
a escondidas en el auto sin que mis padres lo noten. Ahora tengo mi
permiso de aprendiz de conductora y papá me dio algunas lecciones justo
después de mi decimosexto cumpleaños, pero no voy a dejar su auto e irme
a Chicago. Es demasiado parecido a lo que pasó con Barb: su coche
abandonado afuera de esa fiesta.
Tengo que creer que ella lo logró. Que está viviendo una vida
increíblemente grandiosa lejos, muy lejos de aquí. La alternativa es
demasiado inquietante. Si Barb no escapó, eso significa que Hawkins
simplemente… se la tragó de alguna manera. Que el monstruo con el que he
estado luchando todo el año se apoderó de ella y no la soltó.
Me sacudo un escalofrío.
Para adaptarme a la narrativa que planteé, dejaré que mis padres me
lleven al baile de graduación (lo cual sería una humillación para cualquiera
a quien en verdad le importara el baile, pero en mi caso, es una mera
elección práctica). Esperaré hasta que hayan salido del estacionamiento,
cambiaré mis tacones altos por zapatos deportivos, caminaré hasta la
estación de tren, que está a un kilómetro de distancia, y ahí tomaré el último
tren a Chicago. Se supone que debo llegar al aeropuerto justo a tiempo para
comprar un boleto para el vuelo que sale a medianoche. El Medio Oeste se
verá oscuro y dócil a medida que me eleve por encima de él, dejando
finalmente este lugar atrás.
Ocho horas después, estaré aterrizando en París.
Es salvaje, en realidad. Si lo puedes pagar, puedes deshacerte de toda tu
existencia como si se tratara de un simple suéter viejo. Puedes cambiar tu
vida en una sola noche.
Decidí cambiar mis planes justo después de que me enteré de lo de
Milton y Wendy, o sea, en cuanto comprendí que estaba realmente sola. Por
un lado, no tenía a nadie a quien llevar, después de todo el tiempo que había
pasado esperando a que Milton pudiera hablar conmigo de nuevo. Por otro,
ya había reunido mucho dinero y podía viajar sola.
La libertad se sentía vertiginosa y ligeramente aterradora. Me pregunto
si esto es lo que sentiré cuando despegue en el avión esta noche.
Sé que el señor Hauser quería que viajara con un amigo, que cree que
debería compartir esta experiencia con alguien. Él no quiere que me sienta
sola, pero debería entenderlo más que nadie: a veces tienes que salir del
pueblo en tus propios términos. Lo mejor que puedo hacer es marcharme
antes de que este sentimiento empeore. Todos los días, desde el momento en
que las amigas de Tam encontraron esa carta, el deseo de irme se ha vuelto
cada vez más intenso, y poco a poco se apodera de cada centímetro de mi
piel.
De cualquier manera, no es que me vaya a perder de mucho si me voy
antes. Las últimas dos semanas de escuela son una broma de mal gusto sin
final feliz, que se extiende cada vez más, mientras no aprendemos nada de
nuestros maestros y el horno de ladrillos del edificio se calienta en
incrementos de cinco grados.
Y sólo soy una estudiante de segundo año, lo cual es una buena noticia
por una vez. Me meteré en problemas por perderme esas dos semanas, tal
vez, pero no importará a la larga.
Sin embargo, en el instante en que pienso en Hawkins a la larga, me
siento mal.
Quizá no vuelva a casa.
No quiero que mis padres se preocupen demasiado. Los llamaré desde el
aeropuerto y les enviaré una postal desde todos los lugares a los que vaya.
Quizá también envíe una a Milton y Wendy.
Reviso mi bolso de nuevo. Pasaporte, dos mudas de ropa, unas barras de
granola, un libro para el avión. La Polaroid que compré el día que decidí ir
a Europa. (Me veo mucho mayor ahora. ¿Eran ésas en verdad mis mejillas
de ardilla?) Mi libreta con todos los planes que he fantaseado en el
transcurso de un año, con una página arrancada. Una página que lo cambió
todo.
Cuando salgo de mi habitación, mis padres se arrojan sobre mí, algo que
en verdad no esperaba. Papá incluso sacó su propia cámara, la Kodak, y me
está tomando fotos mientras camino por ahí con mi vestido.
—Te ves hermosa —canta mamá—. Simplemente hermosa, Robin —no
puede gustarle en realidad este atuendo justo a ella, ¿cierto?—. Tu alma está
brillando tanto en este momento.
¡Ah! Eso tiene sentido. Pensar en irme es suficiente para que mi alma de
felices volteretas.
Papá suspira. Aguanto la respiración, temerosa de que diga algo sobre lo
rápido que he crecido. No estoy segura de poder con algo así en este
momento. Si se conmueven, yo me conmoveré, incluso si sus emociones se
basan en algo por completo falso (como mi cita de graduación) o por
completo extraño (como este vestido). Aun así, temo que si todos
empezamos a llorar ahora, romperé algunas puntadas, literal o
metafóricamente, y todo lo que no les he dicho saldrá a la luz.
Pero papá sólo lloriquea un poco y dice:
—¿Lista, Robin?
—He estado lista desde el primer día de clases —digo—. Espera, sólo
necesito agarrar algo —no creo que pueda escapar sin que ellos vean mi
bolso, así que tengo que comprometerme con mi primera mentira real—. Es
para después del baile de graduación, sólo una muda de ropa para pasar el
rato en la casa de Milton.
Levanto el bolso, corriendo como un rayo de luz violeta a través de la
casa, hacia la cochera.
—¡Todo bien! ¡Estoy lista!
El timbre suena de pronto. ¿Quién es?
—Oh, hola… —escucho la voz de mamá fluir desde la sala.
¿Qué está pasando? ¿Alguien notó lo que estoy haciendo y vino aquí
para detenerme? ¿Se apoderaron de mi libreta, de alguna manera, y la
leyeron? No, está guardada a salvo en mi bolso. Revisé el contenido tres
veces. Pero tal vez alguien la tomó y la leyó y ahora está aquí…
Voy hacia la sala, sólo para encontrarme con Milton y Wendy
enmarcados en la puerta principal; la noche azul, casi de verano, luce como
un telón detrás de ellos. Ambos están muy bien vestidos. Nunca hubiera
imaginado que alguien podría verse bien con un esmoquin azul claro, pero
Milton lo está logrando. En lugar de su cabello normal de nerd, lo lleva
recogido en una especie de pared, como una escultura abstracta, similar a
algunos de sus artistas favoritos de New Wave, pero también muy suyo. El
vestido de Wendy es plateado y brillante, con una falda amplia y mangas
cortas. Su cabello rizado está recogido y coronado con una diadema de
encaje plateado que haría llorar a Madonna.
Milton se aclara la garganta.
—Estoy aquí para recogerte. Ponte algo bonito y… —en ese momento,
parece reparar en mí por primera vez desde que entré en la sala—. Vaya.
—Vaya —coincide Wendy.
Incluso su amigo James, que camina de un lado a otro en los escalones
detrás de ellos, agrega su débil “vaya” en el fondo.
No estoy segura de si es una reacción favorable o simplemente
sorprendida. Sé que éste es el estilo que parece gustarle a todo el mundo,
pero no puedo evitar sentir que parezco un helado de uva con grandes
sueños.
Milton niega con la cabeza, como si yo fuera un espejismo.
—Pensé que habías dicho que no vendrías.
—Nos dijiste que Milton no podía recogerte —dice mamá,
entrecerrando los ojos como si me estuviera viendo a través de una neblina,
como si no pudiera tener una imagen clara.
—Yo me ofrecí —comienza Milton—, pero Robin me dijo…
Le dirijo una mirada que significa Deja de hablar, estás a punto de
arruinar el plan secreto en el que he estado trabajando durante un año.
Papá viene de la cochera con mi bolso abierto. Lo deja sobre la mesa,
mis cosas se derraman.
—Jovencita, ¿de qué se trata todo esto? —pregunta.
En toda mi vida, nunca había sido una jovencita. Hace que mi garganta
se cierre. Mis padres están sobre mí.
Mamá examina el contenido del bolso. Ropa, comida, pasaporte.
—Esto no se parece a lo que alguien llevaría para pasar la noche en la
fiesta de graduación de un amigo. Milton, ¿tus padres están organizando
una fiesta?
—No —dice, mientras Wendy le da un codazo en el costado.
Ella vio la mirada.
—¿Vas a ir a algún lado después del baile de graduación? ¿Un hotel?
¿Por qué necesitas un pasaporte? —las preguntas de mamá aumentan en
velocidad e intensidad.
Papá da la vuelta al bolso y arroja el resto sobre la mesa. El fajo de
dinero que metí en el fondo cae. Sobre la mesa de la cocina, luce enorme.
—¿Para qué demonios necesitas tanto dinero, Robin? —pregunta mamá.
—¿Tiene que ver con drogas? —papá hace un seguimiento rápido.
—¿Estás bromeando? —pregunto—. ¡Paso la mitad de mi tiempo en la
habitación contigua a la tuya y la otra mitad en la escuela! ¡Ya te habrías
enterado si consumiera drogas!
—No lo sé, Robin —murmura mamá, mirando el contenido derramado
de mi bolso—. Parece que hay muchas cosas que no nos has contado…
Está bien, eso es justo.
—¿Estás metiendo a mi hija en problemas? —papá se lanza sobre
Milton.
Ahora río sin control, mis emociones brincan sin parar. Porque, en serio,
¿Milton?
—Mi novio podría meter a alguien en problemas si quisiera —anuncia
Wendy en su apoyo.
—¿Tu novio? —repite papá, todavía tratando de resolver esto, cuando
las piezas del rompecabezas se han mezclado de manera irremediable—.
¿Así que ustedes dos no son…?
—Debe ser otro chico con el que se va a reunir con esa maleta preparada
—dice mamá—. Un chico que ella está ocultando por alguna razón —entra
entonces en una especie de estado nervioso de fuga parental. Pasea por toda
la sala llevada por un frenesí, mientras pasa sin cesar las manos por su largo
cabello—. Sabía que lo heredaría de mí. Lo sabía. Hice toda clase de cosas
estúpidas cuando era joven, y me metí en problemas con toda clase de
chicos y…
—En verdad, necesito que todos dejen de asumir que esto tiene que ver
con un chico —digo en voz baja.
—Tendrás que darnos otra explicación, entonces —dice papá
sentándose, como si eso de alguna manera marcara su punto final.
No es así como les diré que me gustan las chicas. Absolutamente no.
Incluso en medio de un desastre, no voy a mancillar ese sentimiento.
Así que desgarro el resto de mis secretos y los vuelco sobre todo lo que
acaban de encontrar.
—Creen que me voy con un chico en secreto para pagar una montaña de
drogas, y luego… ¿pasarlos por la frontera con mi pasaporte de la
secundaria? ¡Estoy planeando ir a Europa! ¡Sin ninguno de ustedes!
Cuando el polvo se asienta, hay una gruesa capa de incómodo silencio.
—Creo que deberíamos irnos —dice Milton—. Vamos a llegar tarde…
Baja los escalones de la entrada hacia las sombras. Wendy pronuncia las
palabras lo siento y luego da media vuelta para seguirlo.
La puerta se cierra de súbito, dejándome sola con mis padres. Levanto
mi bolso y lo aprieto contra mí como si pudiera de alguna manera salvar
mis planes. Pero están esparcidos alrededor, junto con todo lo que empaqué
tan meticulosamente.
—Cualquiera que sea la verdad, la resolveremos. Hasta entonces, no
saldrás de casa —dice papá. Sostiene el grueso fajo de billetes, los que yo
reuní con tanto esmero, turno por turno—. Y confiscaremos esto hasta que
sepamos qué está pasando.
—Ustedes no creen en los castigos —les recuerdo.
Mamá y papá intercambian una mirada de preocupante solidaridad.
Mamá señala mi habitación.
—Cuando empieces a actuar como Robin Buckley otra vez —dice papá
—, ya no estarás castigada.
Capítulo treinta y cinco
8 DE JUNIO DE 1984

Esas palabras perduran mucho tiempo después de que cerré la puerta de


mi habitación.
Cuando empiece a actuar como Robin Buckley de nuevo, puedo irme.
¿Y eso qué significa?
Arrojo mi bolso de viaje vacío sobre la cama y se voltea, liberando algo
que sobrevivió a la Gran Purga de los Sueños de Robin.
Mi Polaroid está ahora sobre la cama.
La chica de esa foto tiene un brillo en sus ojos. Quiere ser rebelde y cree
que está lista. Cree que es tan simple como subirse a un avión y despertar
en un lugar nuevo. Ahora, con ese plan hecho jirones, puedo ver que
incluso su supuesta rebelión es sólo otra mentira parcial.
Ella se esconde de la verdad. Siempre se esconde.
Porque sabe que irse por unas semanas y volver no va a cambiar todo.
Pero se ha vuelto tan buena en —convenientemente— ignorar las partes de
ella que podrían ser un inconveniente para los demás. Y está tan abrumada
por todo el camuflaje que creo que ya no puede ver nada de eso.
Algo en mi cerebro se ha roto y puedo ver cada pequeño fragmento.
Las cosas que hice para mantenerme más segura, más pequeña, más
callada. Porque sé lo diferente que soy en realidad. Sé que dejarlo salir es
comprometerme con una vida en la que lucharé contra los monstruos de la
normalidad todos los días.
Y hacerlo sola.
Resulta que mi rebelión no será tan fácil como ahorrar algo de dinero y
hacer una maleta.
Empezará por eliminar todo el autoengaño y afrontar la verdad:
No estoy segura de haber sido completamente yo durante años.
Me siento en mi escritorio y busco la cinta de Italiano 4, lado 1,
“Paisajes y vistas”, de mi nuevo Walkman. Examino mi lamentable
colección de música. La única cinta que compré este año es de Queen, lo
cual es gracioso, porque no me gustaba particularmente Queen hasta que
escuché una nueva canción en la tienda de discos hace unos meses.
Gasté algunos de mis preciosos dólares europeos en esta cinta por mero
capricho.
Todo porque había escuchado la voz de Milton en mi cabeza: ¿Qué te
gusta?
Lo introduzco y avanzo rápido, el reproductor hace ese sonido agudo,
hasta que llego a la canción por la que compré la cinta.
“I Want to Break Free” llena el espacio entre mis oídos, inunda mi
cerebro con el himno que necesito.
He estado actuando como si la única rebelión verdadera fuera liberarme
de Hawkins, pero ¿y si eso significa liberarme de todo este escondite? ¿Qué
pasaría si la gente tuviera que lidiar con lo que realmente soy a diario? Tal
vez no sea seguro para mí levantarme en medio de la cafetería y declarar
que quiero besar a las chicas (empezando por Tam). Pero eso no significa
que deba reprimir toda mi personalidad. No será fácil ser la rara en público
y estar completamente sola, pero es mucho más difícil seguir así. Tal vez no
pueda ser honesta sobre quién me gusta, pero lo seré sobre absolutamente
todo lo demás.
Empezando por este vestido.
Saco las tijeras del cajón de mi escritorio y corto toda la cola, hasta mis
muslos. Corto las mangas ajustadas (y, sin embargo, de alguna manera
infladas) hasta que sólo queda un salvaje fleco de tela violeta. Formo
estrellas con los restos de la tela púrpura brillante, luego corto la blusa
negra que usé en todas mis entrevistas de trabajo y creo un fondo para que
las estrellas destaquen. Las pego directamente sobre el vestido puesto.
Se siente tan bien que continúo. Vuelvo a tomar las tijeras, tomo un rizo
de mi cabello y empiezo a cortar la permanente que me ha estado
atormentando durante todo el año. Hay tantos folículos muertos que debo
acercarme cada vez más al cuero cabelludo. El cabello cortado me pica la
piel y sigo quitándomelo. Cuando termino, me quedan unos ocho
centímetros de cabello rubio oscuro, una melena corta que me hace parecer
un león indómito. La alfombra está cubierta con los últimos tristes vestigios
de mi intento de encajar, de engañar al monstruo de la Preparatoria Hawkins
para que me ignore. Ya veremos si intenta meterse conmigo ahora.
Casi no puedo esperar a volver a la escuela para ver la conmoción en las
caras de todos. No puedo esperar para pasar junto a ellos sin que me
importe ni un poco siquiera.
Esto ya no es la Operación Croissant. Es la Operación Robin.
Y hay más trabajo por hacer. Me limpio el maquillaje con un trozo del
vestido hecho jirones y veo cómo desaparecen la sombra de ojos azul, las
mejillas rosadas y los labios púrpuras. Los reemplazo con una tormenta de
sombra de ojos gris y delineador negro. Busco en mi escritorio y encuentro
frascos de esmalte de uñas, la mayoría de ellos regalos de Kate, que no
podía decidirse sobre lo que ella pensaba que se me vería bien. Lanzo el
turquesa, el magenta y el rosa caramelo por encima del hombro; aterrizan
en la alfombra peluda con golpes y estallan como si se tratara de pequeñas
bombas. No veo nada lo suficientemente oscuro, hasta que descubro un
marcador Sharpie.
Con las uñas garabateadas en negro, apilo algunos brazaletes que no
hacen juego en mis muñecas.
Estoy bien vestida con un lugar bastante obvio para ir.
Me calzo un par de zapatillas negras y el saco del traje de hombre que
todavía cuelga en mi armario, de mi disfraz de Annie Lennox.
Me miro en el espejo una vez más. Parezco una nerd y una rebelde, una
especie de híbrido que Hawkins nunca antes ha visto. Ésta no era la
rebelión que planeaba, pero tal vez sea la correcta. Resulta que no
necesitaba ir a Europa para ser lo suficientemente valiente para dejar de
tener miedo de lo que piensan los demás. Ese poder me había estado
esperando todo el tiempo.
Mi nueva apariencia todavía no se siente completa. Algo falta, algo…
Exacto.
Mis dedos medios se levantan.
—El accesorio que toda chica necesita de verdad —digo.
Tomo la cámara Polaroid y me saco una nueva foto. La dejo sobre mi
almohada para que mis padres la encuentren cuando vengan a revisarme. La
sacudo unas cuantas veces, pero no espero a que se revele por completo.
Porque ya me he ido.
Capítulo treinta y seis
8 DE JUNIO DE 1984

Salir de casa cuando mis padres no tienen una verdadera idea de cómo
tomar medidas enérgicas contra una adolescente salvaje es más fácil de lo
que debería.
Me siento mal por ellos.
(No tan mal. Quiero decir, estaba planeando tomar un tren con rumbo a
Chicago en este momento, y luego un avión directo a París, y lo único que
estoy haciendo ahora es atravesar Hawkins. Ni siquiera estoy
desobedeciendo las órdenes que se establecieron antes. En realidad, no.
Papá dijo que cuando actuara como Robin de nuevo, sería libre de irme, y
nunca me he sentido más Robin de lo que me siento en este momento.)
La ventana de mi dormitorio del primer piso se abre al patio trasero. Lo
único que debo hacer es retirar silenciosamente el mosquitero, saltar sin
rasgar mi vestido recién cortado por la mitad, correr en cuclillas hacia la
cochera, abrir la puerta por la manija de metal. Lo hago lento y en silencio,
sólo se escucha un suave golpe cuando la puerta alcanza la parte superior.
—Demonios —hago una pausa, pero lo único que escucho son los
grillos volviéndose locos, tratando de encontrarse en la oscuridad. Al
parecer, ellos también saben que es la noche de graduación.
Me arrastro dentro mientras mis ojos se adaptan a la penumbra de la
cochera. Incluso meses después del regreso del Hawkins aburrido y seguro,
donde ningún niño o adolescente desaparece misteriosamente, mi bicicleta
todavía está atada con un candado. Después de tres intentos inútiles de
adivinar la combinación (y un destello incómodo de cómo se sentiría
montar en bicicleta con este minivestido), descubro las llaves del auto de
papá colgadas en el perchero, justo a la mano.
—Supongo que es hora de conducir.
Saco las llaves del gancho, entro en el coche y echo el asiento hacia
atrás para que me resulte algo más cómodo. Mis piernas no parecen ser
compatibles con la cantidad de espacio disponible, pero pongo mis tenis
sobre los pedales y decido que las rodillas apretadas simplemente tendrán
que estar bien. Nunca antes había hecho esto por mi cuenta, pero de las
pocas lecciones breves que me dio papá, al menos conozco los pasos de
rutina.
Aprieto la llave y la giro, haciendo una mueca cuando el motor tose y
despierta tan audiblemente como papá un lunes por la mañana.
Luego me arrastro en reversa, vacilante, y cuando llego al final del
camino de entrada, respiro hondo. Ésta es la parte complicada. Tengo que
pasar justo frente a nuestra casa y esperar que mis padres estén demasiado
ocupados discutiendo sobre mí como para notar que estoy escabulléndome
por la calle, justo en frente de la ventana de la sala.
Suelto el aliento cuando llego al final de la calle. Ahora, incluso si notan
que me he ido, no podrán dar conmigo fácilmente. Éste es su único auto, y
la verdad es que no logro imaginarlos corriendo hasta la Preparatoria
Hawkins.
Aprieto la palanca de velocidades mientras dejo mi vecindario atrás,
acelerando para llegar al baile de graduación antes de que todos hayan
consumido demasiado ponche en la fiesta como para notar que estoy allí.
No voy a perder esta noche con insulsos deportistas.
Quiero que todos vean que todavía estoy aquí, que siempre he estado
aquí, y siempre he sido rara. Que no voy a esconderlo para la comodidad de
nadie nunca más.
Pero primero tengo que sobrevivir a mi primer viaje sola. El Dodge Dart
no es exactamente un auto de lujo, pero siento que estamos juntos en esto
mientras nos deslizamos por los tranquilos vecindarios de Hawkins. Todo el
mundo se está preparando para ir a la cama… o esperando con una luz
encendida en la sala hasta que un adolescente errante regrese del baile de
graduación y de una noche de elecciones estúpidas en su mayoría
sancionadas.
El alcohol y el sexo en la noche del baile de graduación pueden parecer
actos de rebeldía para algunos chicos en Hawkins, pero a mí honestamente
me parecen poco imaginativos cuando me dirijo a los terrenos de la escuela
con mi vestido de graduación alterado, lista para abrirme camino en el
vientre de la bestia de la preparatoria y sacudirlo todo.
Quién sabe.
Tal vez incluso le pida a Tam que bailemos.
Cuando entro en el estacionamiento, se siente oficial.
—Lo logré —susurro—. En verdad, lo logré.
Hay tal sensación de libertad y alivio que no estoy segura de que ni
siquiera aterrizar en París pudiera haberla igualado. Río y levanto un puño
en señal de victoria… y en ese momento pierdo el control del pesado
volante. Gira repentinamente hacia la izquierda y me estrello contra un auto
estacionado. Y también contra uno muy bonito: un Maserati rojo. Manejo
en reversa, pero es bastante simple ahora ver qué piezas están destruidas.
El Dodge Dart está echando humo debajo del cofre, y lo único que
puedo hacer es intentar acercarlo hasta un espacio de estacionamiento
vacío, cerca de la parte trasera del lote. Por supuesto, no había aprendido a
estacionarme, y ahora la confianza que había estado sintiendo se encuentra
tan destrozada como el único auto de mis padres. Golpeo la defensa de una
camioneta cuando avanzo hacia el espacio vacío, luego corrijo demasiado y
rayo el costado de mi auto contra un cupé deportivo.
—Esas cosas son tontas de cualquier forma —murmuro para mí cuando
por fin consigo acomodarme en el lugar de estacionamiento en una rígida
diagonal.
Salgo del auto, jalo el dobladillo inferior de mi vestido y luego los
puños del saco. Estoy aquí ahora y, literalmente, no hay vuelta atrás, porque
mi auto de escape es un pedazo humeante de inútil metal.
Debería estar nerviosa, pero dejo escapar una risita de sorpresa.
Lo curioso es que nada puede trocar la alegría que me atraviesa en este
momento. Alegría, y un poco de incredulidad salvaje tipo En verdad estoy
haciendo esto.
Camino hacia la escuela.
Es hora de presentar en sociedad a Robin, la rebelde.
Capítulo treinta y siete
8 DE JUNIO DE 1984

Mi primera interacción con el comité del baile de graduación no es


prometedora.
—No puedes entrar —insiste una rubia estudiante de segundo año,
llamada Claire. Usa un carro alegórico verde esmeralda como vestido y
parece bastante molesta por estar atrapada en el escritorio conmigo en lugar
de adentro, bailando toda la noche.
Nunca pensé que querría estar aquí esta noche, pero tengo una
invitación oficial. Vi el boleto. Ya no estoy ignorando el regalo de Wendy,
que quiere arreglar las cosas, y de Milton, que pagó treinta dólares para que
pudiera cruzar esa puerta.
—Estoy en la lista —digo con firmeza.
Ella lo comprueba. Puedo ver mi nombre al revés, listado como la pareja
de Milton Bledsoe.
—¿Lo ves? —pregunto, con un tono un poco demasiado engreído.
—Lo que veo es alguien que está rompiendo el código de vestimenta en
setenta puntos diferentes —replica.
—Además —dice su compañera de mesa, Shannon, cuyo vestido de
satén color melocotón es aún más brillante que su aparatosa ortodoncia.
(Hablando de camuflaje. Shannon no es ajena a la supervivencia en los
crueles pasillos de la Preparatoria Hawkins, y siento una pizca de lástima
por ella)—, Milton llegó hace una hora y tú no estabas con él, por lo que en
realidad no calificas como su pareja.
Está bien, lástima revocada.
Claire le dirige una mirada a Shannon, como si no pudiera decidir si le
molesta que su cierre fuera interrumpido o, a regañadientes, está contenta
de que Shannon tenga un argumento válido.
—Bien. De cualquier forma, nunca quise una pareja. El boleto está
pagado y el comité tiene mi nombre allí —toco la lista para que no puedan
fingir que no lo ven—. Así que…
—No puedes entrar sola —dice Claire con un grito ahogado de horror
—. Es la regla número uno del baile de graduación —no me sorprendería
que en este momento se agarrara el pecho, se desmayara y sólo pudiera
revivir oliendo sales. A estas alturas, cualquier tipo de retroceso social
tendría sentido para mí. A veces parece que las reglas para este tipo de
eventos se escribieron en la Edad de Piedra, ¡están tan desactualizadas! Me
pregunto si a los adolescentes dentro de veinte años se les seguirá
excluyendo de sus bailes de graduación porque no tienen una pareja del
sexo opuesto para que su presencia sea aceptable.
Me pregunto si alguna vez evolucionaremos.
—Pensé que la regla número uno era que se debe atesorar esta noche por
el resto de tu vida —digo—. Espero que tú atesores el recuerdo de esa
mesa. Pero yo voy a entrar.
Intento pasar junto a ellas y algunos adultos se materializan de la nada.
Chaperones.
Oh, demonios. Éstos son los padres y maestros de Hawkins que no
tienen algo mejor que hacer que sacrificar un fin de semana completo de sus
vidas adultas en el altar de la socialización de los adolescentes. Es mucho
más probable que ellos me detengan que Shannon y Claire, cuyo poder para
admitir o rechazar a alguien era principalmente simbólico. Y uno de ellos es
el profesor de deportes, así que no podría dejarlo atrás, incluso si él calza
zapatos formales y yo, unas zapatillas gastadas.
Dios, incluso trae el silbato sobre el traje.
Uno de los padres se cruza de brazos y no puedo evitar sentir que ha
estado esperando desde su baile de graduación para dominar el de alguien
más.
—Sin pareja, tarde… vestimenta inapropiada…
—Tendrás que ir a casa, cariño —dice el profesor de deportes.
—¿Cariño? —repito en un murmullo, hirviendo con la aspereza de todo
aquello.
—Vamos —añade la madre chaperona—. Ahora.
—No puedo —digo, honestamente. El Dodge Dart sigue emitiendo una
tenue columna de humo en la oscuridad del estacionamiento. Y en verdad,
no creo que pueda caminar hasta casa con este vestido.
El profesor de deportes me mira de reojo como si fuera la línea más
pequeña en el cuadro de examen de la vista de la enfermería de la escuela.
—Es eso… ¿Buckley?
Alzo las cejas en un silencioso desafío.
—Sí.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta.
—Vine al baile de graduación.
Estudiantes, profesores, chaperones, todos me miran sin comprender.
—La fiesta de graduación viene de aquellos bailes donde todos
caminaban, pareja por pareja, para mostrar lo elegantes que podían ser ante
quien fuera el más importante en el salón, consolidando aún más el estatus
y creando un sistema de clases estratificado que persiste hasta el día de hoy;
sólo elegimos a nuestro rey y nuestra reina basándonos en la designación
del atractivo, en lugar del derecho divino a gobernar. ¿Nadie más piensa
que es extraño que nuestro país abandonara la monarquía sólo para seguir
recreándola, pero ahora en un gimnasio sudoroso?
Siguen mirándome. Si es posible, sus expresiones se tornan más pálidas.
—¿Has estado bebiendo? —pregunta finalmente la engreída mamá
chaperona—. No podemos admitir a alguien que haya estado bebiendo.
—Otro punto en contra —agrega Claire, como si mantenerme fuera del
baile de graduación fuera el nuevo y ferviente propósito de su vida.
—El alcohol no te hace mejor en Historia —señalo mientras uno de los
acompañantes me huele el aliento.
—Apareces luciendo como una pervertida sacada directamente de un
video musical impío y hablando como si yo no sé qué… —se detiene
cuando aparece otro adolescente con un chaleco reflectante, me dedica una
mirada recelosa y luego susurra directamente al oído de la madre
chaperona. Se siente como si estuviéramos de vuelta en segundo grado y
alguien me estuviera delatando—. El vigilante del estacionamiento dice que
algunos autos han sido golpeados por un recién llegado.
—¿Vigilante del estacionamiento? —casi resoplo.
—¿Conduces un Dodge Dart? —pregunta el chico.
—Ése no es mi auto —digo, lo cual es técnicamente cierto. Es de mis
padres.
La mamá chaperona me mira con los ojos entrecerrados, poco
convencida.
—Tenemos comunicación con la policía de Hawkins esta noche, y se
supone que debemos llamar si alguien se sale de la línea.
—Estás a un centímetro de distancia, Buckley —agrega el profesor de
deportes, como si no fuera suficiente hablar así durante la semana escolar.
Aprieto los dientes y evalúo mis elecciones.
Puedo escuchar la estática en la línea mientras la madre chaperona
enciende el walkie-talkie que, si debo creerle, hará que el jefe Hopper me
eche del baile de graduación (y me conceda ese incómodo viaje a casa que
ya evité una vez).
—Gracias —les digo, dándoles la espalda.
—¡Espera! —grita Shannon, sonando repentinamente desesperada por
mi validación ahora que me han rechazado—. ¿De qué?
—Por recordarme lo mucho que apesta este lugar.
Me alejo. Pero eso no significa que aquí haya terminado.
Después de chocar contra tres autos estacionados y de no lograr colarse
en el baile de graduación, la mayoría de la gente se rendiría. Pero no es una
verdadera rebelión si das la vuelta y regresas a casa a la primera (o segunda
o tercera) señal de problemas.
No me retiro.
Me arriesgo.
Camino por un costado del edificio, me dirijo hacia el salón de la banda.
Tal vez parezca que voy a lamerme las heridas, pero tengo una idea. Hay
tres salones de práctica insonorizados para que los estudiantes puedan
soplar y golpear sus respectivos instrumentos sin que los oídos de nadie
tengan que padecerlo. (Además, para que la gente pueda besarse después de
la escuela sin que los ojos de nadie tengan que padecerlo.) Durante el
horario escolar, la señorita Genovese mantiene una de las ventanas siempre
abierta para que, en caso de una absoluta emergencia de nicotina, pueda
fumar en el tercer salón y dispersar la evidencia antes de que active las
alarmas detectoras de humo.
Y, porque tengo suerte o porque los conserjes holgazanean hacia el final
del año escolar o por ambas razones, la ventana está abierta.
La empujo hacia arriba, un centímetro a la vez, luego engancho mi
pierna sobre el costado de la ventana y ejecuto un giro de cuerpo completo,
para aterrizar en el duro piso. Huele a partituras y cigarrillos viejos. Me doy
media vuelta. Siento cómo el costado de mi cuerpo comienza a convertirse
en un extenso hematoma.
—Siempre das una cálida bienvenida, Preparatoria Hawkins
Capítulo treinta y ocho
8 DE JUNIO DE 1984

Me yergo frente a la puerta del salón de música, tratando de determinar


cuál es el mejor camino hacia el gimnasio. ¿A través del ajetreado pasillo
de los estudiantes del último año, que me llevaría directamente? ¿O por el
salón de segundo año, que debería estar mucho más tranquilo, pero
agregaría tiempo y distancia a mi carrera? Podría haberlo logrado dentro de
las paredes de la escuela, pero debo ir al baile de graduación y mostrarle al
monstruo de la Preparatoria Hawkins que no viviré con miedo para siempre,
o toda mi rebelión hasta ahora no habrá sido más que un montón de ruido y
furia y elecciones de moda que nada importan. (Está bien, eso no es cierto.
Mi anticambio de imagen me hizo sentir mucho mejor, así que hubiera
valido la pena incluso si me hubiera quedado en casa para siempre.)
Avanzo. Está el hecho innegable de que Tam se encuentra en ese
gimnasio y quiero verla. Quiero que ella me vea, sin todo mi camuflaje.
Mientras calculo la ruta, comprendo que la puerta de la antigua aula del
señor Hauser está abierta, al final del pasillo, y por un segundo olvido que
él ya no está aquí.
Que no volverá.
¿Estaría orgulloso de lo que estoy haciendo esta noche? ¿Me advertiría
que no lo hiciera, me diría que debo pasar desapercibida hasta la graduación
y luego hacer una pausa y encontrar pastos más verdes, con mentes más
abiertas, donde pueda ser yo misma sin tener que enfrentarme a todos estos
problemas?
Pienso en todas las cosas que él intentó enseñarme este año. Pienso en
“La lotería” y El señor de las moscas.
Pero en lo que finalmente aterrizo es en mi fallida audición para Nuestro
pueblo.
Las palabras que no pude decir sin perder el aliento, porque eran tan
ciertas que se alojaron en mi pecho. Eran tan ciertas que dolían.
—Oh, tierra, eres demasiado maravillosa para que nadie te aprecie —
digo en un susurro. Como un mantra. Nunca lo diré en un escenario frente a
toda la escuela como quería el señor Hauser, pero lo entiendo mejor de lo
que él haya podido imaginar.
Quería dejar este lugar para ver el mundo y experimentar cada cosa
extraña y maravillosa que tiene para ofrecer. Todavía lo quiero. Pero me
quedé tan atrapada en la idea de otro lugar que dejó de ser una forma de
mejorar las cosas y se convirtió en una excusa para ignorar por completo mi
realidad.
Emily flotaba por su vida —más como un fantasma cuando estaba viva,
que después de su muerte—, cuando despertó a todo lo que se había
perdido.
No voy a permitir que eso suceda.
No voy a caminar como una sonámbula hasta el momento en que deje
Hawkins. Me voy a lanzar a las cosas de cabeza. Voy a llegar a ese
gimnasio y reclamar mi lugar, sin importar a quién no le agrade.
Los acordes de una nueva canción se escuchan desde el gimnasio, un
ritmo de los ochenta, cargado de sintetizadores, un canto de sirena que me
atrae.
Es momento de enfrentar el peligro.
Al principio, avanzo lentamente por el pasillo de los estudiantes de
último año, manteniéndome en las sombras. Pero algunas de esas sombras
están llenas de gente: chicas llorando, amigos borrachos exprimiendo hasta
la última gota de una botella, parejas infelices, parejas demasiado felices. Y
en la diminuta ventana de la puerta de un salón, dos chicos parados uno al
lado del otro, tan cerca que parece que están bailando, aunque dejan un
poco de espacio. Veo sus manos entrelazadas.
Estamos aquí. Estamos en todas partes.
—¿Robin? —grita alguien mientras incremento la velocidad. Me han
visto y lo único que puedo hacer ahora es correr—. ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Robin, ¿qué llevas puesto?
La gente ríe. Puedo sentir al monstruo respirando en mi nuca,
pisándome los talones.
—¡Alto ahí, señorita Buckley! —grita aquella madre chaperona.
—¡Hey! ¡Regresa aquí! ¡Ahora! —esa orden con voz áspera fue
definitivamente emitida por el alguacil Hopper.
Doy vuelta a la esquina y paso junto a los puestos de comida que
bordean el pasillo fuera del gimnasio. Alrededor de una docena de personas
charlan entre sí, pastan como vacas frente a las bandejas de galletas y papas
a la francesa, e intentan averiguar exactamente qué tan alcoholizado está el
ponche.
—¡Robin! —el sonido de mi nombre resuena por el pasillo. Dash es
quien lo grita ahora.
Necesito frenarlos a él y a todos mis detractores. Así que doy un
diminuto rodeo y me arrojo hacia la mesa que contiene alrededor de
trescientos litros de ponche (a juzgar por el olor, extremadamente intenso).
Se desborda en cascada y salto hacia delante, evitando lo peor del derrame
mientras todos los demás gritan y observan cómo sus atuendos de
graduación quedan cubiertos de la pegajosa azúcar química.
Las grandes puertas dobles del gimnasio están a la vista ahora. ¿Tammy
Thompson ya está bailando? ¿Qué pensará cuando me vea irrumpir, salvaje
e imprudente, perseguida por la policía local?
¿Qué dirá cuando le cuente cómo me siento?
No hay tiempo para hipótesis.
Empujo las puertas dobles. El baile de graduación me recibe con los
sintetizadores salvajes y la pesadilla exacta de papel crepé y luces láser que
ya había anticipado. Estoy en un pequeño balcón sobre la pista de baile
(léase: la pista del gimnasio), lo que significa que debajo de mí hay un mar
de estudiantes con sus mejores trajes y los vestidos más voluminosos.
—Hey, Tam —digo en un susurro, practicando para el gran momento—.
¿Quieres bailar?
—Estás en mi tarjeta de baile de esta noche, Buckley —dice Dash,
sujetándome por el codo. Parece que aspira a convertirse en rey del baile a
juzgar por su traje obscenamente costoso, a pesar de que es sólo un
voluntario del comité de graduación de segundo año.
—Suéltame, Dash —grito.
—Los adultos están dando vueltas por el camino largo, lo que significa
que yo mismo puedo hacer los honores —dice. Me jala hacia la puerta.
—Deja tus manos sobre mí un solo segundo más y anunciaré a gritos
que sólo eres un imbécil infiel para que se enteren todas las chicas de la
escuela —digo con frialdad.
Retrocede, con las manos en el aire.
—Veo que sigues usando ese cerebro tuyo —dice con una sonrisa
burlona.
—¿Qué, pensaste que perdería puntos de coeficiente intelectual cuando
rechacé tu estúpida propuesta?
—Creo que los nerds nunca gobernarán el mundo si actuamos como tú
—se burla—. Podrías ser genial, pero prefieres perder el tiempo en ser
extraña y diferente, como si eso te hiciera especial.
Niego con la cabeza y se siente increíble, francamente, que la
permanente no siga mis movimientos como una nube maloliente.
—Soy diferente, Dash —aclaro, y lo digo en serio de la mejor manera
posible—. Al igual que el señor Hauser es diferente —el rostro de Dash se
pone más pálido de lo habitual—. No me importa qué tan inteligente creas
que eres, tú no puedes decidir quién pertenece a Hawkins y quién no. Podría
estar tratando de irme y, cuando lo haga, será en mis propios términos —lo
miro de arriba abajo, descifrándolo de una vez por todas—. Crees que eres
mucho mejor que los deportistas y los chicos populares, pero lo único que
te interesa es invertir la pirámide social. Como si de alguna manera fuera
mejor usar tu cerebro para conseguir el dinero, las chicas, la gran victoria.
Toda esa charla sobre los nerds que gobiernan el mundo nunca fue porque
quisieras que cambiáramos las cosas en realidad. Tú sólo quieres llegar a la
cima y lucir como el desvalido de siempre mientras lo haces.
Ahora tenemos una pequeña audiencia: los estudiantes en el balcón que
han escuchado mi voz elevarse en tono e intensidad mientras lanzo una
verdad tras otra.
—Eso es… —dice Dash, sujetándome del brazo de nuevo.
Justo cuando me alejo, Dash deja escapar un aullido horrible y se
repliega.
Me toma un instante comprender que Kate se ha abalanzado sobre él en
un torbellino de tafetán azul medianoche y está encajando con fuerza el
tacón de punta de sus zapatos de baile blancos directo sobre sus suaves
mocasines de cuero.
Ella lo vuelve a hacer. Y otra vez.
—¡Basta! —grita Dash.
—No hasta que te alejes de Robin… —lo pisa fuerte de nuevo—. ¡Y
mantente alejado!
Otra ráfaga de pisotones.
Dash retrocede hacia las puertas dobles por las que entró.
—¿Qué clase de demonio te poseyó, Kate?
—Uno con el sentido común que había estado ignorando por completo
durante todo el año —gruñe.
Dash niega con la cabeza como si estuviera desechando toda esta
situación.
—Las chaperonas y Hopper se ocuparán de ustedes dos.
—¿En serio, sigues hablando? —pregunta Kate, quitándose el zapato y
blandiéndolo en su mano como si fuera un arma.
Dash da media vuelta y sale corriendo por las puertas, directamente
hacia la explosión del ponche. Se resbala y cae con un estruendo.
Escucho a la gente reír cuando las puertas de pronto se cierran.
No tengo mucho tiempo antes de que alguien más me alcance, pero
tengo que preguntar a Kate algo importante.
—¿En serio acabas de aplastar el pie de tu pareja del baile de graduación
por mí?
—¿Pareja? —murmura Kate mientras salta sobre un pie en pantimedias
para calzarse el zapato de nuevo—. Rompí con Dash hace meses —me mira
con los ojos muy abiertos y sinceros—. Traté de decírtelo, Robin. Esa nota
que dejaste cayó hasta el fondo de mi casillero… pero cuando finalmente la
encontré, lo confronté. Ese imbécil admitió que me había estado engañando
no con una, sino con dos subordinadas del consejo estudiantil. Sin embargo,
dijo que la verdad es que ni siquiera le importaban, ¡así que podíamos
seguir juntos! ¿Y quieres saber la peor parte?
—¿Ésa no es la peor parte? —pregunto, con las cejas en alto.
—Se mantuvo citando a selectos filósofos famosos para que todo sonara
excusable. “Quien concibe grandes pensamientos suele cometer grandes
errores.” Éso es Heidegger —Kate se estremece—. Obviamente, le pateé el
trasero.
—Aquí hay una cita especial sólo para Dash: “Quien con monstruos
lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo” —sonrío en dirección
a su salida tan dramática como vacilante—. Éso lo dijo Nietzsche.
—Robin, he querido decir esto desde siempre… ¿Puedo decirlo ahora?
—Kate me mira, sus ansiosos ojos oscuros parecen seguros de que voy a
rehusarme.
—Sí. Por supuesto.
—Lamento mucho haberte presionado. Para que salieras con Milton.
Para que salieras con alguien. Fue injusto y egoísta y… simplemente
apestaba. Y juro que esto no es una excusa, pero me preocupaba perderte
como amiga si nuestras vidas comenzaban a llevarnos en diferentes
direcciones. Pero luego me adelanté y te perdí de cualquier forma.
—Vaya. Gracias por decir todo eso —ella me abraza y yo le doy unas
palmaditas en la cabeza… a su cabello wafleado. Me hace extrañar todo el
tiempo que pasamos juntas. Pero eso no significa que volvamos a ser
quienes éramos.
—Espera, ¿aceptas mi disculpa? —pregunta, dando un paso atrás. Sigue
necesitando recopilar todos los datos.
—Así es. Y yo también debería disculparme. Todo el año he estado
actuando como si los enamorados fueran estúpidos y yo estuviera por
encima de eso. Digamos que sé lo que es… tener sentimientos
abrumadores.
Me preocupa que Kate vaya a presionar de inmediato para obtener
detalles que no estoy lista para brindarle, pero sólo dice:
—Hablando de eso… —y me arrastra para llevarme con su pareja de
esta noche, un estudiante de tercer año que forma parte de su equipo de
debate. Una sola mirada es suficiente para notar que le gusta más de lo que
le gustaba Dash.
Y de repente, mi cabeza se llena de visiones de Tam.
Dash podrá estar equivocado en muchas cosas, pero las chaperonas y el
jefe Hopper me alcanzarán en cualquier momento. No se necesita tanto
tiempo para correr alrededor del gimnasio hasta la entrada por el lado
opuesto.
Tengo que encontrarla. Ahora.
Capítulo treinta y nueve
8 DE JUNIO DE 1984

Me separo del nuevo grupo social de Kate y echo un vistazo abajo, al


baile. Estoy buscando el cabello rojo, cualquier señal que me permita saber
dónde está Tam. No puedo verla desde aquí… llegó la hora de lanzarme a la
refriega.
Corro por las escaleras desde el balcón hasta la pista de baile. Ahora
estoy en el centro de la fiesta, rodeada de grupos de baile y parejas. Veo a
Jessica y a Jennifer con vestidos azul cielo casi a juego, pero no a Tam. Me
pregunto si estará rondando cerca de Steve Harrington o parada sola,
esperando a que alguien la invite a bailar…
Y entonces, Cyndi Lauper comienza a cantar.
No uno de los sencillos obvios, “Time After Time” o “Girls Just Want to
Have Fun”, sino otra canción que reconozco desde sus primeros acordes
chispeantes.
“All Through the Night”.
En mi siguiente escaneo del lugar, mis ojos se fijan en Milton, que está
junto a la enorme pila de bocinas del DJ. Me está sonriendo. Y en sólo un
instante, lo perdono por haber ido a mi casa esta noche. Por haber
estropeado la Operación Croissant. Él no sabía que estaba planeando
fugarme hoy mismo. Debería haberle contado más. Debería haberle dicho
que era mi mejor amigo… cuando eso era cierto.
En este momento, sólo somos un par de examigos que se sonríen como
bobos mientras Milton finge tocar la parte del sintetizador de la canción en
un Yamaha ficticio.
—¿Tú pediste esto? —grito a través de la pista de baile.
—Te dije que sería un buen compañero para el baile de graduación —
grita en respuesta.
—La verdad es que no eres de mi tipo —le digo arrugando la nariz—.
Pero quiero que pasemos tiempo juntos de nuevo. Ya sabes, si puedes
hacerme un espacio en tu agenda.
—¿MTV y caramelos buckeye? —pregunta, levantando las cejas con
esperanza.
—Sólo si me dejas tocar el theremín.
Ladea la cabeza, fingiendo que lo está pensando.
—Creo que podemos llegar a algún acuerdo.
Y luego la multitud se separa alrededor de una pareja, y percibo el brillo
cobrizo de su cabello. La espuma rosada de su vestido.
Tam se convirtió por completo en Molly Ringwald para la noche de
graduación.
Mi corazón da un único y débil salto cuando veo sus brazos rodeando el
cuello de un chico.
—Oh —digo, y mi corazón se hunde hasta el fondo, en mis inapropiadas
zapatillas deportivas de acuerdo con el código de vestimenta.
Tam ya está ahí fuera. No estaba esperando a que yo apareciera y la
invitara a bailar. No albergó la muda esperanza dentro de ella durante todo
el año.
—Oh —exclamo de nuevo.
Como si hubiera una falla en el continuo espacio-tiempo. Como si no
supiera cómo superar este momento.
Mis labios se aprietan, mis ojos se llenan de estúpidas lágrimas.
—¿Con Craig Whitestone? —pregunto al comprender de súbito con
quién está bailando. Nuestro mísero baterista, el que mintió y dijo que había
elegido la canción favorita de Tam para el último número de la temporada
de la banda. A pesar de todo lo que ella sentía, el chico con el que está en la
noche de graduación ni siquiera es Steve Harrington.
Supongo que Tam y yo estábamos desesperadas por vivir un
enamoramiento. Quizás eso es lo más grande que tenemos en común.
Y como no puedo seguir mirándola sin que las lágrimas me inunden,
miro alrededor y encuentro a Steve Harrington y Nancy Wheeler sentados
en las gradas, ignorándose el uno al otro y a sus vasos de ponche. Ambos se
ven extrañamente solos y un poco asustados.
Como si también supieran que hay monstruos en Hawkins.
Me deshago de ese pensamiento y vuelvo con Tam.
Tammy. Ella nunca fue Tam, salvo en mi cabeza.
Está absolutamente radiante. Lo cual es un poco extraño porque, bueno,
está bailando con Craig Whitestone. Pero parece realmente feliz. Él tiene
las manos extendidas con torpeza alrededor de su cintura, y la mirada fija
en sus labios como si fuera un rayo láser. El labial de Tam es rosa oscuro y
contrasta mucho con su cabello, recién recortado y más rojo que nunca, más
escarlata que un corazón roto.
La pista se llena de parejas cuando la canción alcanza el primer
estribillo.
Tengo que reír, porque toda la noche me he estado diciendo que soy
tremendamente diferente a todos en este salón, pero la verdad es que me
encantaría tener a alguien con quien bailar. Daría cualquier cosa por un
grupo de amigos con los que pudiera encajar… lo cual probablemente será
mucho más difícil de encontrar ahora, que no volveré a obligarme a encajar.
Pero sigo queriendo que me vean, que me acepten y que les agrade.
Resulta que hay algo normal acechando en mi alma, después de todo.
—Mmm, ¿de qué te ríes, Robin? —pregunta Wendy mientras ella y
Milton bailan a mi lado, balanceándose pronunciadamente.
—¿Aceptarás la Ironía Viciosa y Deliciosa? —pregunto.
Milton inclina la cabeza, considerándolo.
—Buen nombre de banda.
Miro a la puerta. Nadie viene por mí… todavía.
Pero ésta podría ser mi última oportunidad.
—Quiero bailar —admito.
—Ésta es tu canción —coincide Milton sobre los dulces tonos de Cyndi
Lauper.
Es hora de reclamar mi corona como la chica más rara de Hawkins,
Indiana.
Me sentí insegura cuando el señor Hauser me otorgó por primera vez un
título tan dudoso, pero ahora estoy lista para reclamarlo. Sin embargo,
¿cómo te coronas tú sola? ¿Cuando no eres la reina del baile, sino un bicho
raro que se coló en el gimnasio con la mitad del comité del baile tras sus
espaldas?
Me quito los zapatos y entro a la pista de baile, dejo que la música me
inunde y me encierre en un mundo en el que no importa si la gente me mira
de forma extraña porque estoy girando sola, cerrando los ojos, moviéndome
de una manera que nadie más aquí se atrevería mientras siguen los
aburridos pasos ya establecidos, y yo esculpo mi propio espacio en el suelo.
O quizá sí importa. Acepto con orgullo esas miradas.
—Hey, Robin —dice una voz detrás de mí. Una voz que no reconozco,
pero que de alguna manera me resulta familiar.
Volteo y encuentro a Sheena Rollins parada frente a mí con un vestido
blanco (en realidad, vestido de fiesta estaría más cerca de la descripción
correcta) que la hace parecer una princesa en el sentido más medieval de la
palabra. Hay enredaderas subiendo y bajando por un corsé con cordones, y
una falda fluye detrás de ella por más de un metro. Estoy segura de que ella
misma lo cosió, y es perfectamente diferente y absolutamente genial. Su
cabello rubio blanco cae lacio —sin permanente— por su espalda, y lleva
una diadema de oro. Olvídate de la reina del baile: Sheena trajo su propia
corona.
—¿Quieres bailar? —su voz es más grave de lo que esperaba, pero no
débil ni susurrante. Sheena Rollins parece saber con certeza lo que está
diciendo y lo que busca.
—Mmm. Sí, absolutamente, quiero.
Toma mi mano y nos adentramos en la pista de baile. Recibimos algunas
miradas, pero no me importa. Sé que no podemos acercarnos como todas
las parejas de chico-chica fusionadas. Eso haría que todas las chaperonas
nos echaran de ahí a patadas, es decir, todas las que todavía no me están
persiguiendo. Pero este baile no parece muy emocionante, de cualquier
forma. En cambio, tomo las manos de Sheena y volamos por toda la pista
de baile, zigzagueando entre las otras parejas, imparables. Bailamos como
las chicas en la pista de patinaje. Como si nos estuviéramos divirtiendo
demasiado para quedarnos quietas.
Llegamos al centro de la pista de baile.
—Nunca pensé que vendrías al baile de graduación —admito mientras
nos rodeamos una a la otra, damos vueltas, reímos.
—Eso está bien —dice Sheena con una secreta sonrisa de satisfacción
—. No permito que lo que la gente piensa se interponga en mi camino.
Ella me hace girar y yo la hago girar. Mi mano se precipita sobre su
cintura mientras la acerco de nuevo. Luego se hunde en mí, lo cual es
bastante gracioso porque soy al menos diez centímetros más alta. Me mira y
sonríe. No sé qué significa este baile para ella —si es sólo un capricho de la
noche de graduación o algo más—, pero sé lo que significa para mí.
Es mi primer baile con una chica. Y no será el último.
Sheena y yo juntamos nuestras manos y las ponemos palma contra
palma entre nosotras cuando termina la canción. Justo antes de que todo el
comité del baile de graduación, la mitad de las chaperonas y un jefe Hopper
con la cara enrojecida y uniforme color beige atraviesen las puertas del
gimnasio.
Tomo mis zapatos —no hay tiempo para volver a ponérmelos—, y corro
descalza hacia los vestidores y la puerta trasera.
—¿Robin? —grita Milton—. ¿Ya te vas?
—¡Tengo que correr! —grito justo antes de llegar a la puerta del
vestidor, recibida por el siempre persistente olor a calcetas deportivas. El
letrero rojo de Salida se ilumina, indicándome que siga. Tras deslizarme por
el suelo de baldosas, hago un descanso para tomar aire fresco y emprender
mi escape final.
Irrumpí en el baile de graduación. Ahora es el momento de liberarse.
Epílogo
7 DE JUNIO DE 1985

Si me hubieras dicho hace un año que aceptaría un trabajo de verano en


una heladería en Hawkins en lugar de emprender un viaje por el mundo, mi
corazón se habría desplomado directo hasta el centro de la tierra.
Pero todo el dinero que había ahorrado para la Operación Croissant
apenas alcanzó para cubrir los gastos de reparación de los autos (no uno, ni
dos, ni tres, sino cuatro) que arruiné la noche del baile de graduación,
incluida la compra en el lote de autos usados de otro Dodge Dart para
reemplazar el que destrocé. Mis padres finalmente me perdonaron, pero no
creo que me enseñen a conducir pronto.
El lado positivo fue que mis padres dijeron que podía volver a tener una
bicicleta, e incluso me regalaron una sin calcomanías de flores ni restos de
serpentinas para mi decimoséptimo cumpleaños. Sí, ya crucé el límite de los
diecisiete.
No, mi vida no es tan épica como lo hace parecer esa canción.
Pero apenas estoy comenzando.
Pasé el tercer año de la preparatoria haciendo que todos en la escuela se
sintieran incómodos con mi sarcasmo y mis elecciones de vestuario. Ni
siquiera los nerds de la banda sabían qué hacer conmigo. El Escuadrón
Peculiar es oficialmente una cosa del pasado. La señorita Genovese decidió
disolverlo y mezclarnos con otros integrantes de la banda, y a mí me agrupó
con tres nuevos trompetistas. Pero Milton y yo nos reunimos de vez en
cuando y vemos MTV mientras él toca su Yamaha y me cuenta cómo le está
yendo a Wendy en la universidad. Kate todavía está con su novio del club
de debates; su relación parece a la vez conflictiva y adorable. Sheena
Rollins y yo hablamos un par de veces después del baile de graduación.
Resulta que no es particularmente tímida, pero pocas personas en la
Preparatoria Hawkins merecen sus valiosas palabras. Sin embargo, no
tuvimos la oportunidad de acercarnos mucho; se graduó anticipadamente,
entró en un prestigioso programa de diseño de moda y dejó Hawkins sin
mirar atrás. No puedo culparla. Tammy Thompson y Craig Whitestone no
duraron juntos (impactante, lo sé), pero nunca esperé que ella pudiera
correr, con el corazón roto, directo a mis brazos.
Así que eso es un progreso.
Ah, presenté mi audición para la obra de otoño, una producción de
Macbeth dirigida por estudiantes, y subí al escenario con una capa para
interpretar a una bruja en un páramo devastado, en un movimiento que se
sentía sospechosamente cercano a un encasillamiento de roles. (La broma es
para ellos: a mí me encantó cada minuto que pasé riendo.) La noche de
clausura, el señor Hauser estaba allí, en medio de la audiencia, sentado
junto a un hombre muy atractivo a quien presentó después del espectáculo
como Charles. Él consiguió un nuevo trabajo como profesor en un pequeño
pueblo de Illinois, y a mí sólo me queda un año más antes de hacer mis
maletas y dejar este lugar para siempre.
Necesitaré una nueva fuente de ingresos para eso.
Ahora que me he enfrentado al monstruo de la Preparatoria Hawkins y
sobreviví para ver la luz de un nuevo día, un trabajo en el servicio de
alimentos parece bastante benigno. Incluso si está en ese santuario de la
novedad y el dinero que es el centro comercial Starcourt.
Me presento en mi primer día de entrenamiento, cuando el centro
comercial acaba de abrir. Sus blancos vestíbulos ya están llenos de personas
ansiosas por gastar su tiempo y sus salarios aquí. El área de comida bombea
el olor de hot dogs por todas partes. Todo es brillante, sintético y extraño,
un sobreiluminado universo alterno.
Allí mismo, más allá de Claire’s y Waldenbooks y Sam Goody,
esperando en todo su esplendor azucarado, está Scoops Ahoy. Es un poco
temprano para el helado, así que espero entrar y encontrar el lugar vacío, a
excepción del gerente que me contrató.
Pero hay otra persona sentada. Veo su cabello elevándose por encima
antes de ver el resto de la persona.
—No —digo en un susurro—. No puede ser.
Sigo caminando y encuentro a Steve Harrington con el brazo sobre el
respaldo de vinilo de un asiento.
—¿Qué está haciendo él aquí? —pregunto al resto de las personas que
no están en Scoops Ahoy. Supongo que tendré que preguntárselo a Steve
directamente—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Es un país libre —dice, casi derribándome con la fuerza del cliché.
Luego me examina de arriba abajo con una especie de consideración
perezosa—. Hey, ¿te conozco de la escuela o algo así?
—Oh, Dios mío —murmuro—. Las profundidades de tu ignorancia son
insondables.
Camino detrás del mostrador de helados y atravieso la sala de personal
que está detrás, hasta el baño exclusivo para empleados, donde me pongo
mi uniforme Scoops Ahoy por primera vez. El cuello blanco y las mangas
abullonadas de la blusa a rayas son un poco exageradas, pero debo admitir
que me gusta el chaleco y los pantaloncillos cortos de cintura alta. El
sombrero… bueno… el sombrero es una afrenta a la que mi cabeza se
tendrá que acostumbrar.
Coloco la etiqueta roja con mi nombre en el chaleco.
Soy Robin.
Tal vez pueda conseguirte un cono de galleta con dobles chispas de
chocolate, pero no tengo por qué estar feliz por eso.
Así fue como terminé en Scoops: cuando llegué al centro comercial, la
mayoría de mis entrevistas fueron todavía más desastrosas que las que
sostuve en la calle principal, en la tienda de Melvald y en Radio Shack.
(Descanse en paz, Bob Newby.)
A pesar de mi experiencia laboral en el cine, mi nueva insistencia en ser
una versión irredenta y honesta de mí misma todo el tiempo no fue tan bien
recibida en la tienda Gap (yo no estaba lo suficientemente entusiasmada con
doblar camisetas), el área de comida (no estaba dispuesta a sonreír por
obligación), y el nuevo estudio fotográfico donde la gente posa para
imágenes con efecto soft-focus (no estaba dispuesta a hacer sonreír a otras
personas por obligación). Aquí, en Scoops Ahoy, sólo parecía importarles
que viniera de manera consistente y que me encargara de limpiar la cuchara
del helado entre cada cliente.
Hecho y hecho.
Me miro en el pequeño espejo, el maquillaje oscuro en los ojos, las uñas
negras y las pulseras disparejas que ahora son parte de mi look cotidiano,
desentonan con el disfraz de Scoops Ahoy de una manera que encuentro
más que placentera.
Salgo del baño de empleados para encontrar que la sala de personal ya
no está vacía.
—Robin, tenemos un posible nuevo empleado y me encantaría tener tu
opinión —dice mi gerente, un tipo de treinta y tantos años llamado Ned,
que se escapa del uniforme de marinero, pero aún así debe usar pantalones
azul marino con ribetes blancos y una corbata con helado. Repasa algunas
hojas en su portapapeles—. Su nombre es Steve… Harrin…
—Aquí hay varias razones por las que no —escupo—. No es confiable;
es egocéntrico; llega tarde a literalmente todo y luego actúa como si les
estuviera haciendo un favor a todos cuando finalmente atraviesa la puerta
con su pinta de deportista; va a coquetear con todas las chicas que entren
hasta se pongan del color de la frambuesa, y comerá helado mañana, tarde y
noche.
—Comprendo lo que me dices —dice Ned—. Pero me pregunto si aun
así vale la pena contratarlo por sus… activos.
Cruzo mis brazos, por si acaso, poco impresionada.
—¿Está hablando de su cabello?
Ned niega con la cabeza como si no estuviera orgulloso de sí mismo,
pero no cambia de rumbo.
—¿Sabes cuántas chicas vendrán y pedirán helado sólo para estar cerca
de un cabello así? Créeme, yo no tenía el cabello así cuando era más joven,
así que puedo hacer los cálculos.
—Espere, ¿también me contrató por mi cabello? —pregunto
sarcásticamente, retorciendo los extremos como si estuviera mostrando mis
bucles. Ha crecido desde que lo corté sin pensarlo en la noche de
graduación. Ahora llega a mis hombros, naturalmente ondulado, rubio
oscuro o castaño claro, dependiendo de a quién le preguntes. No está ni
cerca de la altura a la moda. Es un no-estilo y un color intermedio.
Es mío y me encanta.
Ned se burla y esconde la cara en su portapapeles.
—A ti te contraté porque eres una adulta joven responsable. Por eso
estará a tu cargo.
Mmm. A primera vista, trabajar con Steve Harrington todo el verano
parece un castigo por un crimen horrible en una vida pasada. ¿Pero que
Steve Harrington esté a mi cargo todo el verano?
Eso es algo a lo que podría acostumbrarme.
—De acuerdo —digo—. Contrátelo. Se aburrirá y renunciará antes del 4
de julio.
—¡Bienvenido a bordo del barco Scoops Ahoy, Steve! —dice Ned
mientras desfila fuera de la sala de personal.
Lo sigo con los brazos cruzados, todavía con cierta cautela.
¿Qué acabo de aceptar?
—¿Tengo que usar esto? —pregunta Steve, señalando mi alegre, aunque
completamente cursi, vestimenta.
He pasado por mucho desde el comienzo de segundo año. Aunque
escuché que él y Nancy Wheeler se separaron de la manera más amarga,
tengo la sensación de que Steve Harrington todavía necesita ser educado
para cuando las cosas no salen como él quiere. Quizá yo podría darle un
curso intensivo.
Hago un ruido de asco desde el fondo de mi garganta.
—¿Vas a comportarte como una prima donna todo el tiempo? —
pregunto—. Porque este lugar se llena mucho, en verdad.
—No me parezco en nada a Madonna, así que eso ni siquiera tiene
sentido —dice frunciendo el ceño de repente.
Oh. Me encanta hacer que frunza el ceño.
—¿Vas a estar bien con la monotonía de servir helado para adultos
soberbios y niños chillones y pegajosos durante todo el verano? ¿Qué
sucederá cuando entre una de tus muchas amigas y admiradoras y desees
estar divirtiéndote en lugar de estar aquí sirviendo otro buque de caramelo
con mantequilla?
Su ceño se transforma ligeramente en una mirada obstinada.
—Puedo con eso.
—Seguro que puedes, rocket man —contraataco.
Se pasa una mano por el cabello, pero no para acicalarse. Éste es un
movimiento puramente defensivo.
—Te conozco, ¿cierto? —dice, entrecerrando los ojos mientras Ned
llena el resto del papeleo para hacer oficial este escenario.
—No —digo—. En realidad, no.
Steve Harrington apenas me reconoce, a pesar de que pasé un año entero
de mi vida pensando en él (y en Tammy Thompson). Pero incluso si me
reconociera de la escuela, soy mucho más de lo que nadie en la Preparatoria
Hawkins imagina.
—¡En la clase de Click! —grita, y luego hace una V de la victoria sobre
su cabeza—. Estábamos en la misma clase de Historia. ¿O no te acuerdas
tú?
—Lo recuerdo todo, Steve —añado con tono brusco. Quiero que se
mantenga en alerta.
—Está bien, ustedes dos. ¡Éste va a ser un dulce, dulce verano! —dice
Ned, sacándose otro eslogan corporativo del trasero—. Steve, vamos a
incluirte en el equipo Scoops de inmediato.
—Yupi —murmura, mientras Ned desaparece en la parte de atrás.
Luego, voltea hacia mí—: Hey, mira, si vamos a trabajar juntos este verano,
hagamos una tregua, ¿de acuerdo? —extiende una mano hacia mí—. No sé
por qué no te agrado, pero soy un tipo bastante relajado.
Pasa por mi cabeza la idea de que es posible —infinitesimalmente
posible— que haya más en Steve Harrington de lo que sé. Que la mirada
que vi en su rostro en la noche de graduación era algo más que una nube
pasajera en su soleada y perfecta vida.
Luego, me dirige la sonrisa más atrevida que jamás haya visto. ¿Es así
como encanta a la gente? Parece incluso peor de cerca.
—Steve —digo con dulzura.
Se acerca unos centímetros, tan acostumbrado al afecto instantáneo de
las chicas que es ridículamente fácil de atraer. No tiene idea de en qué se
está metiendo. Le estrecho la mano y añado en un susurro:
—Puede que seamos compañeros de trabajo, pero no existe un universo
en el que tú y yo podamos ser amigos.
Frunce el ceño de nuevo, más profundo esta vez.
—Bueno, esto va a ser divertido.
Ned reaparece con otro uniforme de empleado. Dos minutos más tarde,
Steve está en pie frente a mí, con su nueva imagen. Es el desfile de modas
de la vida, en serio. Sus pantaloncillos cortos de marinero le quedan
demasiado ajustados y el sombrero encima de su cabello luce como un
pequeño bote salvavidas a punto de naufragar. (Retiro lo que había dicho.
Me encantan estos sombreros.)
Río tan fuerte que casi lloro.
—Esto es… sólo… Vaya.
—Gracias por aumentar mi autoestima.
—¿Puedes darte una vuelta? —pregunto, acurrucándome en posición
fetal, sin parar de reír.
Steve tira el sombrero al suelo.
Ned parece nervioso; recoge el sombrero y le sacude el polvo.
—Empecemos con la construcción de un sundae, ¿de acuerdo? —
propone.
Una parte de mí está casi contenta de haberme quedado en Hawkins el
tiempo suficiente para ver al gran Steve Harrington trabajando en Scoops
Ahoy. Tal vez las cosas estén dando la vuelta otra vez y el mundo comience
a enderezarse lentamente. Quizá la vida pronto será diferente. Ahora que he
sido completamente yo durante un año, sé que no hay vuelta atrás. Resulta
que ser una persona solitaria me sienta de maravilla. Pero hay momentos en
los que me estrello con fuerza contra la esperanza de encontrar a mi gente.
Amigos que se queden conmigo siempre y a pesar de todo. Una chica con
quien vivir un enamoramiento menos desesperanzado.
Hay aventuras esperándome. Lo sé.
Pero primero, tengo que atravesar un verano muy extraño.
Saco lo último de mi bolso —mi cámara Polaroid—, y tomo otra foto
para mi colección. El flash parpadea, luego hace ese clic intenso cuando el
papel blanco se extiende al frente. Steve se lanza para tomar la foto, pero yo
la agarro primero y empiezo a agitarla vigorosamente. A medida que la
imagen comienza a aparecer lentamente, mi sonrisa se extiende.
Estoy enmarcada al frente, sonriendo, mientras Steve se ve detrás de mí,
enfurruñado, con su traje de marinero.
—Oh, es perfecta.
—No —dice—. Destruye eso, ahora mismo.
—Lo siento —le digo, guardando la foto en mis enormes pantaloncillos
—. Necesito estos recuerdos.
Pone los ojos en blanco y se cruza de brazos, actuando como el gran
niño que es.
—¿Vas a comportarte así durante todo el verano… —mira mi placa con
los ojos entrecerrados— Robin?
—Oh, Steve —digo con la voz más dulce—, y apenas comienza.
Agradecimientos

Sara Crowe, sin esa conversación que tuvimos en la cafetería, este libro no
existiría.
Ann Dávila Cardinal, sin esa conversación que tuvimos afuera de otra
cafetería, esta historia podría no haber encontrado su rumbo.
Kristen Simmons, tus notas al margen y tu experiencia en la banda de
música lo son todo. Hopper y yo te amamos.
Cory, gracias por ver Stranger Things conmigo. (Incluso las partes más
aterradoras.)
¡Mav, te prometo que podremos verla juntos! ¡Pronto!
Sasha Henriques, trabajar contigo es un placer absoluto. Guiaste esta
historia de la mejor manera.
Netflix y el equipo de Stranger Things, me dieron la oportunidad de
contar la historia de una nerd inolvidable que apareció con un sombrero de
marinera y capturó nuestros corazones, y nunca lo olvidaré.
Maya Hawke, eres un ícono. Gracias por Robin.
Winona Ryder, gracias por cada pedacito de grandeza de chica-extraña
que has traído a cada etapa de mi vida.
Por último, pero no menos importante, gracias a los extraños entusiastas
que me vieron en la Comic Con de Nueva York en 2016 y gritaron
“¡Once!”, a pesar de que todavía no había visto la serie y no llevaba un
disfraz. (Al parecer, me veía como una versión adulta de Once en la
temporada uno.) Sin ustedes, podría no haber comenzado este viaje.
Además, Once es absolutamente ruda, así que lo tomo como el mayor
cumplido.
Fragmento de Max, la fugitiva © 2019, Netflix, Inc.
Portada © 2019, Netflix, Inc. Publicado originalmente
por Random House Children’s Books, una división
de Penguin Random House LLC, New York. Stranger Things
y todos los títulos, personajes y logos son marcas registradas
de Netflix, Inc. Creado por Duffer Brothers.
Prólogo

El piso de la estación de autobuses de San Diego estaba prácticamente


invadido por colillas de cigarrillos. Quizás hacía un millón de años el
edificio pudo haber sido elegante, como la estación Grand Central o esos
lugares enormes que se ven en las películas. Pero ahora sólo lucía un pálido
color gris, como un almacén lleno de volantes arrugados y errabundos.
Aunque ya era casi medianoche, el vestíbulo estaba repleto. Tenía a mi
lado una pared de casilleros, uno de ellos chorreaba un poco, como si algo
se hubiera derramado dentro, y goteaba hasta el piso. Lo que fuera se había
adherido ya a mis zapatos.
Había máquinas expendedoras del otro lado del vestíbulo y un bar en la
esquina, donde un grupo de hombres delgados y sin afeitar se encontraban
sentados, fumando frente a los ceniceros, encorvados como duendes sobre
sus cervezas. El humo le confería al aire un aspecto nebuloso y extraño.
Caminé rápido, cerca de los casilleros, manteniendo mi mentón bajo e
intentando no parecer obvia. Cuando lo planeé en casa estaba bastante
segura de que sería capaz de perderme entre la multitud, pero en realidad
estaba resultando más difícil de lo que había imaginado. Había contado con
el caos y el tamaño del recinto para ocultarme, era una estación de
autobuses, después de todo. Pero no imaginé que sería la única en este lugar
que todavía era demasiado joven para tener una licencia de conducir.
En mi calle o en la escuela, era fácil ser ignorada: estatura promedio,
silueta promedio, rostro y vestimenta promedios. Todo ordinario, menos mi
cabello: largo y rojo, lo más brillante de mí. Lo jalé hacia atrás formando
una coleta y traté de caminar con naturalidad, como siguiendo una ruta
muchas veces trazada. Debería haber traído un sombrero.
En las taquillas, un par de chicas mayores con los ojos maquillados en
tonos verduzcos y minifaldas plásticas discutían con el tipo detrás del
cristal. El peinado de ambas era tan alto que parecía algodón de azúcar.
—Vamos, hombre —dijo una de ellas. Estaba sacudiendo su bolso boca
abajo en el borde de la ventana, contando las monedas—. ¿No puedes
hacerme una rebaja? Ya casi completé, sólo falta un dólar con cincuenta.
El chico, en su raída camisa hawaiana, parecía sarcástico y aburrido.
—¿Te parece que esto es una beneficencia? Sin dinero no hay boleto.
Metí la mano en el bolsillo de mi chamarra y pasé los dedos sobre mi
boleto. Clase económica de San Diego a Los Ángeles. Lo había pagado con
un billete de veinte dólares que saqué del joyero de mamá y el chico apenas
me había dirigido la mirada.
Caminé más rápido, junto a la pared, con mi patineta bajo el brazo. Por
un segundo pensé en lo genial que sería bajarla y pasar zumbando entre las
bancas. Pero no lo hice. Un movimiento equivocado y hasta el montón de
degenerados nocturnos se darían cuenta de que yo no debería estar aquí.
Ya me encontraba casi al final del vestíbulo cuando un murmullo
nervioso atravesó la multitud detrás de mí. Me di la vuelta. Dos tipos de
uniformes marrones estaban parados junto a las máquinas expendedoras
mirando hacia el mar de rostros. Incluso desde el extremo opuesto de la
estación podía captar el brillo de sus insignias. Oficiales de policía.
El alto tenía rápidos ojos pálidos y brazos largos y delgados como las
patas de una araña. Iba y venía entre las bancas, de esa manera en que los
policías lo hacen siempre. Es un andar lento y señorial que dice: Podré
parecer un bueno para nada, pero soy yo quien tiene una insignia y el
arma. Me recordó a mi padrastro.
Si lograba llegar al final del vestíbulo, podría escabullirme hasta la
terminal donde los autobuses aguardaban a los pasajeros. Me perdería entre
la multitud y desaparecería.
Los mugrientos tipos en el bar se encorvaron más sobre sus cervezas.
Uno de ellos aplastó su cigarrillo, luego les dedicó a los policías una larga y
desagradable mirada y escupió en el suelo, entre sus pies. Las chicas en la
ventanilla habían dejado de discutir con el cajero y actuaban como si en
verdad estuvieran interesadas en sus uñas postizas, pero parecían bastante
nerviosas por la presencia del oficial Bueno para Nada. Tal vez también
tenían un padrastro como el mío.
Los policías se adentraron en el centro del vestíbulo y entrecerraron los
ojos alrededor de la estación de autobuses como si estuvieran buscando
algo. Una niña perdida, tal vez. Una banda de delincuentes causando
problemas.
O una fugitiva.
Agaché la cabeza y me preparé para perderme entre la gente. Estaba a
punto de entrar al área de abordaje cuando alguien se aclaró la garganta y
una mano grande y pesada se cerró alrededor de mi brazo. Di media vuelta
y levanté la mirada ante el amenazante rostro de un tercer uniformado.
Él sonrió. Era una sonrisa aburrida, plana, llena de dientes.
—¿Maxine Mayfield? Voy a necesitar que vengas conmigo —su rostro
era duro y arrugado, y parecía que le había dicho lo mismo a diferentes
niños más de cien veces—. Hay gente en casa que está preocupada por ti.
Capítulo uno

El cielo estaba tan bajo que parecía estar posado justo encima del centro
de Hawkins. El mundo pasó rápidamente mientras repiqueteaba por la
acera. Avancé más rápido en la patineta; escuché el susurro de las ruedas
sobre el concreto y su golpeteo en las grietas. Era una tarde helada y el frío
hacía que me dolieran los oídos. Había estado así a diario desde que
llegamos al pueblo, hacía tres días.
Seguí mirando hacia arriba, esperando ver el cielo brillante de San
Diego. Pero aquí todo se veía pálido y gris; incluso cuando no estaba
nublado, el cielo parecía descolorido. Hawkins, Indiana, hogar de nubes
grises, chamarras acolchadas e invierno.
Mi nuevo… hogar.
La calle principal estaba adornada para Halloween, con escaparates
llenos de calabazas sonrientes. Telarañas falsas y esqueletos de papel habían
sido adheridos a las ventanas del supermercado. En toda la cuadra, las
farolas estaban envueltas en serpentinas negras y naranjas que ondeaban
con el viento.
Pasé la tarde en el Palace Arcade, jugando Dig Dug hasta que me quedé
sin monedas. Como a mamá no le gustaba que malgastara el dinero en
videojuegos, antes sólo podía jugar cuando estaba con papá. Él me llevaba
al boliche o, a veces, a la lavandería, donde tenían gabinetes con Pac-Man y
Galaga. Y en ocasiones pasaba el rato en el Joy Town Arcade del centro
comercial, a pesar de que era una completa basura y era muy frecuentado
por metaleros con jeans raídos y chamarras de cuero. Sin embargo, ahí
tenían una máquina con Pole Position, que era mejor que cualquier otro
juego de carreras, incluso contaba con un volante para que sintieras que
conducías en verdad.
La sala de arcades de Hawkins era un edificio grande y de techo bajo
con letreros de neón en las ventanas y un toldo amarillo brillante, pero tras
las luces de colores y la pintura, sólo eran muros de aluminio. Ahí tenían
Dragon’s Lair, Donkey Kong y Dig Dug, que era mi juego, en el que
alcanzaba el puntaje más elevado.
Había estado allí toda la tarde, aumentando mi puntuación en Dig Dug,
pero después de llevar mi nombre hasta el puesto número uno me quedé sin
monedas y comencé a sentirme ansiosa, como si necesitara moverme, así
que salí del lugar, me subí a la patineta y me dirigí al centro para hacer un
recorrido por Hawkins.
Me impulsé para ir más rápido, mientras traqueteaba más allá de un
restaurante, una ferretería, un RadioShack, un cine. El cine era pequeño,
como si tuviera una sola sala con pantalla, pero su frente era ostentoso y
anticuado, con una gran marquesina que sobresalía como un acorazado
cubierto de luces.
Las únicas veces que en verdad me gustaba quedarme quieta era en el
cine. El cartel más reciente en el frente anunciaba Terminator, pero ya la
había visto. La historia era bastante buena. Un robot asesino con la
apariencia de Arnold Schwarzenegger viaja en el tiempo desde el futuro
para matar a una simple camarera llamada Sarah Connor. Al principio ella
parece una chica normal, pero resulta ser una rudísima patea traseros. Me
gustó, aunque no era en realidad una película de monstruos. La película, sin
embargo, me hizo sentir extrañamente decepcionada: ninguna de las
mujeres que conocía era como Sarah Connor.
Estaba flotando por delante de la casa de empeños, más allá de una
tienda de muebles y una pizzería con un toldo a rayas rojas y verdes,
cuando algo pequeño y oscuro cruzó la acera frente a mí. A la luz gris de la
tarde, parecía un gato, y sólo tuve tiempo de pensar qué extraño era y cuán
imposible sería ver a un gato en el centro de San Diego, cuando mis pies
perdieron su centro.
Estaba acostumbrada, pero aun así, esa fracción de segundo antes de
cada caída siempre resulta desorientadora. Cuando perdí el equilibrio sentí
como si todo el mundo se hubiera volteado de cabeza. Besé el suelo con
tanta fuerza que sentí el rebote en la mandíbula.
He estado sobre una patineta desde siempre, desde que mi mejor amigo,
Nate Walker, y su hermano, Silas, hicieron un viaje a Venice Beach con sus
padres, cuando estábamos en tercer grado, y regresaron absolutamente
entusiasmados con historias sobre los Z-Boys y las tiendas de patinetas en
Dogtown. Había estado en la patineta desde el día que descubrí la cinta de
agarre y las tablas Madrid, y entonces recorrí Sunset Hill por primera vez y
aprendí lo que era ir tan rápido que tu corazón se aceleraba y te lloraban los
ojos.
La acera estaba fría. Por un segundo, me quedé recostada sobre mi
vientre, mientras sentía un hueco sordo en mi pecho y un dolor vibrando en
mis brazos. Mi codo había atravesado la manga de mi suéter y las palmas de
mis manos se sentían apelmazadas y vibrantes. El gato hacía tiempo que se
había ido.
Me giré sobre mi espalda y estaba tratando de sentarme cuando una
mujer delgada y de cabello oscuro salió corriendo desde una de las tiendas.
Resultaba casi tan sorprendente como hallar un gato en el distrito
financiero. Nadie en California habría salido corriendo sólo para ver si me
encontraba bien, pero esto era Indiana. Mamá había dicho que la gente sería
más amable aquí.
La mujer ya estaba de rodillas en el cemento, a mi lado, y me veía con
ojos grandes y nerviosos. Mi codo sangraba un poco donde se había roto la
manga. Había un zumbido en mis oídos.
Se acercó a mí, con apariencia preocupada.
—Oh, tu brazo, eso debe doler —luego levantó la mirada y me vio a la
cara—. ¿Te asustas fácilmente?
Sólo miré hacia atrás. No, quería decir, y eso era cierto de todas las
maneras posibles. No me asustaban las arañas ni los perros. Podría caminar
sola por el malecón en la oscuridad o pasear en patineta por la orilla durante
la temporada de inundaciones sin preocuparme siquiera de que algún
asesino pudiera saltar encima de mí o de que algún repentino torrente de
agua bajara precipitadamente y me ahogara. Y cuando mamá y mi padrastro
dijeron que nos mudaríamos a Indiana, empaqué algunos calcetines, ropa
interior y dos pares de jeans en mi mochila y me dirigí a la estación de
autobuses. Era una absoluta locura preguntarle a los extraños si se
asustaban. ¿Asustarse de qué?
Por un segundo simplemente me senté en medio de la acera, con el codo
punzando y las palmas de las manos en carne viva y llenas de tierra, y la
miré con los ojos entrecerrados.
—¿Qué?
Ella sacudió la suciedad de mis manos. Las suyas eran más delgadas y
más bronceadas que las mías, con los nudillos secos y agrietados, y las uñas
mordidas. Junto a ellas, las mías se veían pálidas, cubiertas de pecas.
Me dirigió una mirada rápida y nerviosa, como si yo fuera la que
estuviera actuando de manera extraña.
—Sólo preguntaba si sanas fácilmente. A veces la piel clara es así. De
cualquier manera tendrías que ponerte Bactine para evitar que la herida se
infecte.
—Oh —sacudí la cabeza. Las palmas de mis manos todavía se sentían
como si estuvieran llenas de pequeñas chispas—. No. Quiero decir, no lo
creo.
Se inclinó más cerca y estaba a punto de añadir algo cuando, de pronto,
sus ojos se agrandaron todavía más y quedó inmóvil. Las dos levantamos la
mirada cuando el aire fue cortado en dos por el rugido de un motor.
Un Camaro azul pasó rugiendo ignorando el semáforo en Oak Street y
se detuvo junto a la acera. La mujer se giró para ver cuál era el problema,
pero yo ya lo sabía.
Mi hermanastro, Billy, estaba recostado en el asiento del conductor con
una mano posada perezosamente en el volante. Alcanzaba a escuchar el
sonido de su música a través de las ventanillas cerradas.
Incluso desde la acera podía ver la luz brillando en el pendiente de Billy.
Me estaba observando de esa manera plana y vacía en que lo hacía siempre,
con los párpados pesados, como si yo lo aburriera tanto que apenas pudiera
soportarlo, pero debajo de eso había un filo brillante de algo peligroso.
Cuando me miraba así, mi rostro quería contraerse. Estaba acostumbrada a
la forma en que me miraba, como si yo fuera algo que él quisiera
arrancarse, pero siempre parecía peor cuando lo hacía frente a alguien más,
como esta agradable y nerviosa mujer, que parecía la madre de alguien.
Me froté las manos punzantes en los muslos de mis jeans antes de
agacharme para tomar mi patineta.
Él dejó caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta. Después de un
segundo, se inclinó sobre el asiento y bajó la ventanilla.
La radio sonó más fuerte y la música de Quiet Riot golpeó el gélido aire.
—Entra.

Alguna vez, y durante dos semanas en abril pasado, pensé que el Camaro
era la cosa más genial que jamás hubiera visto. Tenía un cuerpo largo y
hambriento como un tiburón, con paneles aerodinámicos pintados y
terminados angulosos. El tipo de auto en el que podrías robar un banco.
Billy Hargrove era tan rápido y fuerte como el auto. Tenía una chamarra
de mezclilla descolorida y un rostro de estrella de cine.
En ese entonces, él todavía no era Billy, sólo esa vaga idea que yo tenía
sobre cómo iba a ser mi nueva vida. Su padre, Neil, iba a casarse con mi
madre, y cuando nos mudáramos todos juntos, Billy sería mi hermano.
Estaba emocionada de tener una familia otra vez.
Después del divorcio, papá se había largado a Los Ángeles, así que lo
veía prácticamente sólo en los días festivos poco importantes, o cuando él
estaba en San Diego por trabajo y mamá no podía encontrar una razón para
no permitirme verlo.
Mamá todavía estaba cerca, por supuesto, pero de una manera débil y
flotante, difícil de aferrar. Ella siempre había estado un poco borrosa
alrededor de los bordes de mi vida, pero una vez que papá estuvo fuera de
escena, la situación se volvió aun peor. Era un poco trágica la facilidad con
la que se desvanecía en la personalidad de todos los hombres con los que
salía.
Recuerdo primero a Donnie, quien tenía un problema en la espalda y era
incapaz de agacharse para sacar la basura. Nos preparaba panqueques
Bisquick los fines de semana y era muy malo para contar chistes. Un día se
escapó con una camarera de IHOP.
Después de Donnie, fue Vic, de San Luis; y luego Gus, con un ojo verde
y otro azul; e Ivan, que se limpiaba los dientes con una navaja plegable.
Neil era diferente. Conducía una camioneta Ford marrón, vestía
camisetas planchadas y su bigote lo hacía parecer una especie de sargento
del ejército o guardabosques. Y quería casarse con mamá.
Los otros tipos habían sido unos perdedores, pero eran unos perdedores
temporales, así que nunca me importaron en realidad. Algunos de ellos eran
bobos o amistosos o divertidos, pero después de un tiempo, las cosas malas
siempre se acumulaban. Se atrasaban en el pago del alquiler, o destrozaban
sus autos, o se emborrachaban y terminaban en la cárcel.
Siempre se iban, y si no lo hacían, mamá los echaba. Eso no me rompía
el corazón. Incluso los mejores eran de alguna manera bochornosos.
Ninguno de ellos era genial como papá, pero en general no estaban tan mal.
Algunos eran incluso agradables.
Como dije, Neil era diferente.
Mamá lo conoció en el banco. Trabajaba allí como cajera, sentada todo
el día detrás de una ventanilla manchada, entregando fichas de depósito y
regalando paletas a los niños pequeños. Neil era el guardia que vigilaba la
entrada, junto a las puertas dobles. Lo había escuchado decir que mamá se
veía como la bella durmiente sentada detrás del cristal, o como una antigua
pintura enmarcada. Por la forma en que lo decía, se suponía que debía sonar
romántico, pero yo no conseguía entender cómo podría serlo. La bella
durmiente estaba en coma. Las pinturas enmarcadas no eran
particularmente interesantes o excitantes, sólo estaban allí, atrapadas.
La primera vez que lo invitó a cenar, él trajo flores. Ninguno de los otros
había llevado flores. Él le dijo que su pastel de carne era el mejor que
hubiera probado nunca, y ella sonrió, se sonrojó y lo miró de reojo. Me
alegré de que hubiera dejado de llorar por su último novio, un vendedor de
alfombras que se peinaba de lado para disimular la calvicie y que tenía una
esposa a quien muy convenientemente había evitado mencionar.
Unas pocas semanas antes de salir de la escuela para las vacaciones de
verano, Neil le pidió a mamá matrimonio. Él le compró un anillo de
compromiso y ella le entregó un juego de llaves de la casa. Aparecía
entonces cada vez que se le antojaba, traía flores o se deshacía de
almohadones y fotos que no le gustaban, pero no aparecía después de las
diez y nunca pasó ahí toda la noche. Era demasiado caballeroso para algo
así; anticuado, decía él. Le gustaban las cocinas limpias y las cenas
familiares. El pequeño anillo de compromiso de oro hizo sentir a mamá más
feliz de lo que la había visto en mucho tiempo, y traté de estar feliz por ella.
Neil nos había dicho que tenía un hijo que estudiaba el bachillerato, pero
no ahondó en el asunto. Pensé que se trataría de algún chico deportista, o tal
vez una copia al carbón de Neil, pero más joven. Jamás hubiera imaginado
a Billy.
La noche que finalmente lo conocimos, Neil nos llevó a Fort Fun, una
pista de go-karts que estaba cerca de casa, donde los surfistas iban con sus
novias a comer buñuelos y a jugar en las mesas de hockey de aire o en la
máquina de Skee-Ball. Era el tipo de lugar al que sujetos como Neil no irían
ni estando muertos. Más tarde, me di cuenta de que él todavía estaba
intentando hacernos creer que era alguien divertido.
Billy llegó tarde. Neil nada dijo pero me di cuenta de que estaba furioso.
Intentaba actuar como si todo estuviera bien, pero sus dedos dejaron
abolladuras en su vaso de Coca-Cola. Mamá no paraba de remover su
servilleta de papel mientras esperábamos; la enrolló y luego la rompió en
pequeños cuadritos.
Pensé que tal vez todo era una gran estafa y que Neil ni siquiera tenía un
hijo. Era el tipo de cosas que siempre ocurrían en las películas de terror: el
tipo se inventaba una vida falsa y les contaba a todos sobre su casa perfecta
y su familia perfecta, cuando en realidad vivía en un sótano y comía gatos,
o algo por el estilo.
No pensé realmente que ésa fuera la verdad, pero la imaginé de
cualquier manera, porque eso era mejor que ver cómo lanzaba un vistazo al
estacionamiento cada dos minutos para enseguida dedicar una sonrisa tensa
a mamá.
Los tres estábamos avanzando con dificultades en el juego de minigolf
cuando finalmente apareció Billy. Ya habíamos llegado al décimo hoyo y
nos encontrábamos parados frente a un molino de viento pintado, del
tamaño de un cobertizo, intentando colar la bola más allá de las aspas
giratorias.
Cuando el Camaro irrumpió en el estacionamiento, el motor hizo tanto
ruido que todos se volvieron para mirar. Billy salió y dejó que la puerta se
cerrara detrás de él. Llevaba puesta su chamarra de mezclilla, sus botas de
piel y, lo más impactante de todo, tenía una perforación. Algunos de los
chicos mayores de la escuela usaban botas y chamarras de mezclilla, pero
ninguno llevaba un pendiente en la oreja. Con su gran cabellera alborotada
y la camisa abierta, se parecía a los metaleros del centro comercial, a David
Lee Roth o a algún otro personaje famoso.
Se acercó a nosotros, tras atravesar el campo de minigolf.
Pasó por encima de una gran tortuga de plástico y sobre el falso césped
verde.
Neil observaba con la mirada tensa y amarga que siempre ponía cuando
algo no se ajustaba a la altura de sus estándares.
—Llegas tarde.
Billy se encogió de hombros. No miró a su papá.
—Saluda a Maxine.
Quería decirle a Billy que ése no era mi nombre, odiaba que la gente me
dijera Maxine, pero guardé silencio. No habría importado. Neil siempre me
llamaba así, y no importaba cuántas veces le había dicho que no lo hiciera.
Billy me dedicó esa lenta y fría inclinación de cabeza, como si ya nos
conociéramos, y sonreí, sosteniendo mi palo de golf por el sudado
recubrimiento de goma. Ya estaba pensando en lo genial que eso iba a ser
para mí. En lo celosos que se pondrían Nate y Silas. Ahora yo tendría un
hermano, y eso cambiaría mi vida.
Más tarde ambos jugamos Skee-Ball mientras Neil y mamá caminaban
juntos por el malecón. Se estaba volviendo un poco molesta la manera en
que siempre se ponían tan melosos cuando estaban juntos, pero introduje
mis monedas en la ranura e intenté ignorarlos. Ella parecía realmente feliz.
La máquina de Skee-Ball estaba en una plataforma de concreto elevada,
sobre la pista de los go-karts. Desde la barandilla podías asomarte y
observar cómo los autos pasaban zumbando alrededor de la pista con figura
de ocho.
Billy apoyó los codos en la barandilla con las manos sueltas y
desenfadadas delante de él y un cigarrillo equilibrado entre los dedos.
—Susan parece una verdadera aguafiestas.
Me encogí de hombros. Ella era quisquillosa y nerviosa y, a veces, podía
no ser divertida, pero era mi madre.
Billy observó la pista. Sus pestañas eran largas, como de chica, y vi por
primera vez lo pesados que eran sus párpados. Sin embargo, habría algo que
llegaría a aprender de Billy: nunca se veía realmente despierto, excepto…
algunas veces. Esas veces su rostro se ponía repentinamente en alerta, y
entonces no tenías idea de lo que iba a hacer o de lo que iba a pasar a
continuación.
—Así que, Maxine —dijo mi nombre como una especie de broma.
Como si no fuera realmente mi nombre.
Pasé mi cabello detrás de las orejas y lancé una pelota a la taza de la
esquina por cien puntos. La máquina debajo de la ranura de las monedas
zumbó y escupió una cadena de boletos de papel.
—No me digas así. Sólo Max.
Billy se giró para verme. Su rostro estaba relajado. Luego sonrió con
una sonrisa somnolienta.
—Bien. Tienes una gran boca.
Me encogí de hombros. No era la primera vez que lo escuchaba.
—Sólo cuando la gente me hace enojar.
Rio, y su risa sonó grave y áspera.
—Bien. Mad Max, entonces.
En el estacionamiento, el Camaro estaba estacionado bajo una farola;
era tan azul que parecía una criatura de otro mundo. Algún tipo de
monstruo. Quería tocarlo.
Billy se había volteado otra vez. Estaba apoyado en la barandilla con el
cigarrillo en la mano, mirando el avance de los go-karts a lo largo de la
pista cercada por neumáticos.
Envié la última pelota a la taza de cien y tomé mis boletos:
—¿Quieres correr?
Billy resopló y le dio una calada al cigarrillo.
—¿Por qué querría perder el tiempo dando vueltas con un go-kart
cuando sé cómo conducir?
—Yo también sé conducir —dije, aunque no era exactamente cierto.
Papá me había enseñado a usar el embrague una vez en el estacionamiento
de un restaurante Jack in the Box.
Billy ni siquiera parpadeó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una nube
de humo.
—Seguro que sí —dijo. Parecía aburrido, un espacio en blanco bajo las
luces de neón, pero sonaba casi amistoso.
—Sí sé. En cuanto tenga dieciséis años, voy a conseguir un Barracuda y
me iré conduciendo hasta la costa.
—Un ’Cuda, ¿eh? Eso es un montón de caballos de fuerza para una niña
pequeña.
—¿Y? Puedo manejarlo. Apuesto a que también podría conducir el tuyo.
Billy se acercó y se agachó para mirarme directamente a la cara. Tenía
un olor marcado y peligroso, como a productos para el cabello y cigarrillos.
Todavía estaba sonriendo.
—Max —dijo con voz maliciosa y canturreada—. Si crees que podrás
acercarte a mi auto, estás absolutamente equivocada —pero estaba
sonriendo cuando lo dijo. Rio de nuevo, pellizcó la colilla y la arrojó. Sus
ojos brillaban.
Y pensé que todo era una gran broma, porque de esa manera era como
hablaban los tipos de esa clase. Los vagos y los maleantes que papá
conocía, todos los que se reunían en el Black Door Lounge al final de la
calle de su departamento en East Hollywood. Cuando hacían bromas sobre
la temeraria hija de Sam Mayfield o me molestaban con pláticas sobre
chicos, sabía que sólo bromeaban.
Billy se cernió sobre mí, estudiando mi rostro.
—Sólo eres una niña —dijo de nuevo—. Pero supongo que incluso las
niñas pueden distinguir una buena carroza cuando la ven, ¿cierto?
—Claro —dije.
Pero, de hecho, yo había sido lo suficientemente tonta para creer que
éste era el comienzo de algo bueno. Que los Hargrove estaban aquí para que
todo fuera mejor, o estuviera bien, por lo menos. Que esto era una
verdadera familia.
A. R. Capetta ha cosechado varios éxitos de venta en literatura para
jóvenes adultos con obras como Echo after Echo, The Lost Coast, la serie
The Brilliant Death y la serie Once & Future, en coautoría con Cory
McCarthy, con quien cofundó, en el ámbito de la enseñanza de escritura
creativa, The Rainbow Writers Workshop, el primer evento de este tipo para
escritores LGBTQIAP+ de literatura infantil y juvenil.
A. R. escribe sobre magia, ciencia, cosas extrañas y los lugares donde
todo ello se une.
Actualmente vive en las fantásticas montañas de Vermont.

amyrosecapetta.com
ar_capetta
ARCapetta
Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la
imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o
muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.

STRANGER THINGS: ROBIN, LA REBELDE

Título original: Stranger Things: Rebel Robin

Texto © 2021, Netflix Inc. Todos los derechos reservados.

Publicado según acuerdo con Random House Children’s Books, una División de Penguin Random
House LLC, New York

Traducción: Marcelo Andrés Manuel Bellon

Imágenes de portada e interiores usadas bajo licencia de Shutterstock.com

Portada: © 2021, Netflix Inc.


Imagen de portada: Ian Keltie

D.R. © 2021, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.


Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas
Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México
www.oceano.mx
www.grantravesia.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2021

eISBN: 9786075574271

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,
almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico,
mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:


Mutare, Procesos Editoriales y de Comunicación, S. A. de C. V.
Índice de contenido
Portada
Página de título
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
Capítulo uno
Capítulo dos
Capítulo tres
Capítulo cuatro
Capítulo cinco
Capítulo seis
Capítulo siete
Capítulo ocho
Capítulo nueve
Capítulo diez
Capítulo once
Capítulo doce
Capítulo trece
Capítulo catorce
SEGUNDA PARTE
Capítulo quince
Capítulo dieciséis
Capítulo diecisiete
Capítulo dieciocho
Capítulo diecinueve
Capítulo veinte
Capítulo veintiuno
Capítulo veintidós
Capítulo veintitrés
Capítulo veinticuatro
Capítulo veinticinco
Capítulo veintiséis
Capítulo veintisiete
Capítulo veintiocho
Capítulo veintinueve
Capítulo treinta
Capítulo treinta y uno
TERCERA PARTE
Capítulo treinta y dos
Capítulo treinta y tres
Capítulo treinta y cuatro
Capítulo treinta y cinco
Capítulo treinta y seis
Capítulo treinta y siete
Capítulo treinta y ocho
Capítulo treinta y nueve
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
Datos de la autora
Página de créditos

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