Robin La Rebelde-1
Robin La Rebelde-1
Robin La Rebelde-1
8 DE JUNIO DE 1984
Corro tan rápido que los casilleros se vuelven una mera mancha borrosa.
Las puntadas en mi abruptamente alterado vestido saltan cuando paso junto
a las parejas que salieron de la fiesta para besarse en el oscuro pasillo de los
estudiantes de último año. Sus adolescentes caricias por lo general serían
razón suficiente para hacerme dar media vuelta y buscar una ruta
alternativa, pero en este momento es sólo un asqueroso ruido de fondo.
Esto se siente como una pesadilla que hubiera tenido miles de veces,
corriendo por los pasillos de la Preparatoria Hawkins. Pero ni siquiera en
los escenarios de mis sueños más extremos había tenido nunca el cabello
tan corto. Jamás había usado tanto maquillaje. Y la noche del baile de
graduación nunca había sido arrojada a esa mezcla por mi subconsciente.
Estoy casi al final del pasillo de los estudiantes de último año. Ya no hay
vuelta atrás. Me dirijo justo al vientre de la bestia de la preparatoria, lo cual
es la parte más extraña, porque en mis sueños siempre intento escapar de
este lugar. Nunca, nunca entraría voluntariamente.
—¡Alto ahí, señorita Buckley! —grita una voz que suena nasal,
quejumbrosa, mezquina y adulta. Una de las enfurecidas madres
chaperonas.
—¡Hey! ¡Regresa aquí! ¡Ahora! —esa orden con voz áspera
definitivamente salió del alguacil Hopper.
No es una verdadera rebelión a menos que tengas problemas con la
autoridad, ¿cierto?
Me pregunto en cuántos problemas me podré haber metido por colarme
en la fiesta de graduación y causar unos cuantos daños moderados a la
propiedad durante el proceso. ¿Suspensión? ¿Expulsión? ¿Los airados
padres de los estudiantes de la Preparatoria Hawkins presentarán cargos por
lo que acabo de hacer en el estacionamiento?
Corro más rápido.
Doy vuelta a la esquina y paso junto a los puestos de comida que
bordean el pasillo fuera del gimnasio. Alrededor de una docena de personas
charlan entre sí, pastan como vacas frente a las bandejas de galletas y papas
a la francesa, e intentan averiguar exactamente qué tan intenso está el
ponche.
—¡Robin! —el sonido de mi nombre resuena por el pasillo. Dash es el
que lo grita ahora. Dash, quien yo creía que era mi amigo.
Necesito frenarlos a él y a todos mis detractores. Así que doy un
diminuto rodeo y me arrojo hacia la mesa que contiene alrededor de
trescientos litros de ponche (a juzgar por el olor, tan penetrante). Se
desborda en cascada y salto hacia delante, evitando lo peor del derrame
mientras todos los demás gritan y observan cómo sus atuendos de
graduación quedan cubiertos de la pegajosa azúcar química.
Las grandes puertas dobles del gimnasio están a la vista ahora. Desde el
interior, puedo escuchar el tenaz ritmo de un éxito de New Wave. ¿Tammy
Thompson ya está bailando? ¿Qué pensará cuando me vea irrumpir, salvaje
e imprudente, perseguida por la policía local?
¿Qué dirá cuando le cuente cómo me siento?
No hay tiempo para hipótesis.
Empujo las puertas dobles. El baile de graduación me recibe con los
sintetizadores salvajes y el olor a sudor y a AquaNet.
—Hey, Tam —digo en un susurro, practicando para el gran momento de
aterradora honestidad, cuando le haga saber cómo me he sentido durante
todo el año y, al hacerlo, lleve al mismo tiempo esta rebelión a un grado
superior—, ¿quieres bailar?
Capítulo uno
6 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Una hora más tarde, estoy parada sobre mi cama, mirando al suelo, que
está cubierto de fotografías antiguas y brillantes.
Evidencias de rebelión.
El noventa y cinco por ciento del piso corresponde a las rebeliones de
mis padres. No se limitaron a quedarse sentados en los salones de clase de
la preparatoria para esperar a ser devorados por la banalidad. No se
quedaron quietos, no se rindieron.
Faltaban a la escuela por varios días seguidos, se marchaban veranos
completos, siguieron moviéndose en lugar de comprometerse con la
universidad de inmediato, viajaron de un lado a otro por la costa oeste y por
todo el país cuando sólo tenían unos pocos años más que yo. Sus fotos se
ven desteñidas por el sol, sin posar. Miran a la cámara o a lo lejos a través
de lentes de sol redondos. Mamá está con los senos al aire en algunas.
(¡Dios!) Papá exhibe una barba en la que los pájaros podrían anidar. Se
paran con los brazos a los lados, en posiciones casuales y, sin embargo, de
alguna manera desafiantes, rodeados de los amigos y personas con quienes
estaban saliendo. Excepto que no usaban esa palabra.
No puedo decir amantes, ni siquiera en mi cabeza.
A mamá le encanta hablar sobre el amor libre. ¿Pero en verdad creen en
eso todavía? ¿Ahora que están casados y comparten cosas como pastel de
carne todos los martes? ¿Cuánto tiempo tiene que permanecer alguien en
Hawkins antes de volverse irremediablemente común?
Me tiro al suelo y me abro un espacio en medio de las fotos. Las saqué
de los álbumes en cuanto llegué de la casa de Kate. Me dijo que yo no soy
una rebelde, y tiene razón.
Mis padres iban a protestas y a fiestas, dormían en las playas y en los
departamentos de amigos que acababan de conocer ese mismo día. Pusieron
flores en todos los lugares que pudieron imaginar. En el piso hay cientos de
fotos de ellos. Tantas que no puedo ver la alfombra beige debajo.
Una pequeña y triste porción del piso corresponde a mis rebeliones.
La vez que me puse goma de mascar en el cabello a propósito y mamá
me cortó un gran trozo con unas tijeras de cocina. (Lo cual, a la luz de la
clase de la señora Click a principios de esta semana, se siente irónico. O tal
vez, simplemente un mal presagio.) La vez que me negué a ir a casa de la
abuela Minerva en Navidad, porque ella siempre me obligaba a usar un
vestido de terciopelo rosa que me raspaba, y para cuando estaba en
secundaria ya me quedaba demasiado pequeño, así que me quedé en casa
con el ponche de huevo y le añadí una taza de algo que olía a esmalte de
uñas del mueble de licores de papá… que vomité de inmediato. La vez que,
cuando apenas comenzaba la preparatoria, descubrí que no ofrecían idiomas
extranjeros, así que decidí que sólo respondería en francés a cualquiera que
me hablara.
No encuentro una sola rebelión en el último año.
Eso no es una coincidencia, en realidad. Pensé que camuflarme como
una nerd de la banda y mantener la cabeza gacha durante el resto de la
preparatoria me ayudaría a pasar cuatro años desgarradores, pero ni siquiera
voy a la mitad del camino.
Y luego, está la vida después de la preparatoria. ¿Qué tipo de monstruos
están esperando en Hawkins cuando termine? ¿Qué pasa si la señora
Wheeler tiene razón y es verdad que sólo empeora a partir de ahora? Si no
aprendo a escapar ahora, tal vez nunca lo haga.
Por supuesto, no es como que pueda simplemente correr hacia los
brazos abiertos de los hippies. Estamos en los ochenta. Los adolescentes ya
no dejan sus vidas atrás por una promesa de libertad ilimitada y pantalones
acampanados.
Pero eso no significa que tenga que quedarme en Hawkins cada minuto
hasta que me gradúe. Debe haber otras posibilidades, unas que concilien
con mis puntos fuertes. Miro la pila de libros en mi escritorio, las novelas
que ahora puedo leer en otros tres idiomas, los entrañables diccionarios de
idiomas que compré para aprender palabras nuevas y otras formas de
pensar.
Papá llama a mi puerta. (Sé que es él: siempre da un golpe único y
solitario. Mamá seguiría golpeando.)
—¿Estás ahí, Robin? —pregunta.
—Aquí estoy —digo, mirando el cerrojo para asegurarme de que tiene
el pestillo echado.
—Hay estofado esta noche —me recuerda—. Tu mamá le puso
zanahorias, como te gusta.
Vaya. Mucho por delante.
Puedo escuchar a papá alejarse de la puerta, empujo mi espalda contra la
cama y estiro mis piernas por completo mientras suspiro.
Les contaré mi plan cuando todo esté listo y en su lugar. Lo
entenderán… tendrán que entenderlo. Son ellos quienes me condenaron a
vivir en Hawkins. También fueron ellos quienes dejaron claro que no era
necesario esperar hasta ser todo un adulto a los ojos del mundo para tomar
tus propias decisiones. Tendré dieciséis años cuando termine el segundo
año, edad suficiente para viajar por mi cuenta.
Necesito ir a algún sitio con una cultura completamente diferente, un
lugar donde la banda de música, el segundo año y Steve Harrington sean
conceptos extraños. Donde pueda usar todas las palabras que conozco y
enviar postales a Hawkins en idiomas que nadie más entiende. Un sitio tan
diferente que no importe si yo también lo soy.
Agarro mi pesada Polaroid gris, la giro hacia mí y hago clic. Después de
unos minutos de sacudir el rectángulo de plástico mi cara sale de la
oscuridad, lo tiro al suelo y lo agrego al tapiz de decisiones audaces: ésta ha
sido oficializada.
Me voy a Europa.
Capítulo siete
12 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Una cosa es decidir que el señor Hauser tiene razón y mi plan saldrá
mucho mejor si tengo a alguien con quien irme del pueblo el próximo
verano. Y otra es mirar alrededor y tratar de averiguar quién debería ser esa
persona.
Por lo pronto, ya descarté a la mitad de la banda de música.
La práctica está en pleno apogeo, con lo que me refiero a que todos
estamos parados, levantando o abrazando nuestros instrumentos,
dependiendo de qué tan pesados son, a la espera de que la señorita
Genovese nos diga qué formación haremos a continuación. El hecho de que
no toquemos nuestros instrumentos mientras practicamos ejercicios para
nuestros desafortunados interludios deportivos hace que todo sea mucho
más extraño.
Práctica de la banda: esta vez, ¡sin la molesta música!
La única persona que toca pertenece a la línea de tambores, quien debe
marcar el ritmo. Hoy el honor recayó en el joven Craig Whitestone, que es
justo tan blanco y drogado como suena.* A pesar de la neblina en sus ojos y
el olor a hierba en su persona, golpea el instrumento con una regularidad
asombrosa, y ahora se supone que todos debemos movernos alrededor en
formas arbitrarias que por alguna razón harán felices a quienes nos miren
desde lejos. Nunca lo entenderé por completo.
—¡Hagamos los juegos de malabares de nuevo! —grita la señorita
Genovese desde las gradas; sus pies resuenan sobre el metal mientras corre
de arriba abajo para comprobar cómo nos vemos desde todos los lugares
posibles de la multitud imaginaria. Cambió sus pequeños tacones por
zapatos deportivos, pero salvo eso, lleva su ropa habitual: falda de tubo,
blusa de cuello alto, blazer con hombreras que enorgullecerían a un
linebacker. Una pobre profesora de deportes fue acosada para que le
prestara un silbato.
Milton, Kate, Dash y yo nos encontramos agrupados en un lado del
campo en forma de O. Salvo por el hecho de que Kate y Dash no pueden
mantenerse a cuatro pasos de distancia y están tan decididos a toquetearse
que se mantienen torciendo nuestra O.
—¡Ustedes dos! ¡Dejen ya de acaramelarse! —grita la señorita
Genovese. Y luego agrega una explosión del silbato, por si acaso.
Kate y Dash se separan, pero ríen tanto que sé que es sólo cuestión de
tiempo antes de que nuestra O colapse de nuevo. Mantener la forma es sólo
el comienzo de nuestro tormento colectivo. Ahora se supone que
deberíamos estar intercambiando lugares con varias de las otras O del
campo.
Los clarinetes —un perfecto y pulido escuadrón dirigido por Wendy
DeWan— están listos para entrelazarse con nosotros. Justo cuando llegamos
a la mitad del campo, Craig pierde un compás y ya nadie podemos saber
cuándo se supone que debemos dar el siguiente paso. Todo se disuelve, y
Kate y Dash aprovechan la oportunidad para fingir que se encuentran uno al
otro.
Pongo los ojos en blanco. Milton pone los ojos en blanco.
Nos vemos a la mitad del gesto de fastidio. Y reímos.
—¡Señor Whitestone! ¡Contrólese! —grita la señorita Genovese con una
doble exhalación de silbato.
—Uf —exclama Nicole Morrison, una de los subclarinetes de Wendy,
mientras se quita manchas de hierba imaginarias de su falda—. ¿Qué va a
pensar el equipo de este desastre?
—¿El equipo? —pregunta Wendy con recelo.
—Sabes que sólo se refiere a Steve Harrington —dice Jen Vaughn,
agitando su clarinete salvajemente—. Ha estado tratando de llamar su
atención desde que comenzó el año escolar. Quiere que él vea lo buena que
es en los juegos de malabares, para que así le pida que juegue malabares
con sus…
—¡Escuadrón de Tierra, Viento y Fuego! —grita Wendy, para que
vuelvan a formar la fila. Los clarinetes tienen el nombre de escuadrón más
largo, por mucho, pero también uno de los mejores—. Suficiente, ¿de
acuerdo? —Wendy frunce los labios y aprieta su cola de caballo en un
poderoso movimiento simultáneo. Viste una minifalda blanca brillante que
hace que sus piernas morenas parezcan medir más de diez kilómetros de
largo. Usa frenillos y obtiene notas estelares; de no ser por eso, fácilmente
podrías confundirla con una chica popular—. Deberías haberte convertido
en porrista en lugar de clarinete si lo único que te interesaba era impresionar
a un deportista de segunda con una adicción a los productos para el cabello.
La manera en la que Wendy descalifica a Steve Harrington es algo digno
de verse. Tal vez algún día yo consiga decirle algo así de honesto directo en
su cara, en lugar de sólo pensar en lo ridículo que es todo el tiempo.
—Pongamos nuestra O en orden —dice Wendy.
Una parte de mí se pregunta si podría hacerme amiga de Wendy y
pedirle que venga a Europa conmigo, pero la parte práctica de mí sabe que
(a) ella ya tiene muchos amigos, y (b) es una estudiante de último año. No
querrá pasar el próximo verano con una estudiante de segundo. Estará
planeando su ingreso a la universidad en el otoño o buscando un verdadero
trabajo para adultos. Continuando con su vida. En lugar de seguir atrapada
aquí, en esta horrible, horrible isla que llamamos escuela.
Tal vez sea todo ese asunto de El señor de las moscas, pero no puedo
dejar de pensar en lo que sucedería si toda nuestra banda de música
estuviera varada junta. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que nos
volviéramos los unos contra los otros? ¿Quién iniciaría el fuego para hacer
señales y regresarnos a la civilización? (Wendy y Kate, definitivamente.)
¿Quién se degeneraría y comenzaría a atacar a los otros? (Todos los
trombones, también conocidos como Escuadrón de los Huesos, un nombre
que a duras penas consiguen conservar cada año.) ¿Quién se convertiría en
un ser solitario y desaparecería en el bosque, para nunca más volver a saber
de él? (Sheena Rollins.)
Le dirijo una mirada rápida. Ella tiene que usar su uniforme de banda de
marcha como el resto de nosotros para las prácticas de campo y los juegos,
la única excepción que he visto en su vestuario blanco. Pero, de alguna
manera, el uniforme la hace lucir aún más pálida. Definitivamente, Sheena
es lo suficientemente extraña para imaginarla queriendo escapar de
Hawkins por un verano, pero tampoco puedo imaginar pasar tanto tiempo
con alguien que no quiere hablar conmigo.
Y no me refiero al tipo de charla trivial a la que todos los adultos de este
pueblo parecen ceder de manera inevitable. Yo quiero tener una
conversación real a escala natural con alguien. Quiero hablar sobre todas
las grandes cosas, esas que importan. La verdad es que siempre me ha
gustado hablar. Es una de las razones por las que acumulo palabras en
tantos idiomas.
Ahora sólo necesito a alguien con quien valga la pena hablar.
—Muy bien, sigan marchando —dice la señorita Genovese, y todos
convergimos en líneas rectas. Ahora se supone que debemos marchar por el
campo a un paso perfecto. Uno de los otros tamborileros le da un fuerte
codazo a Craig. Nadie quiere practicar esto más de una vez.
Craig a medias lo consigue.
Los instrumentos de todos se mueven a su posición. Estamos listos para
fingir que tocamos. Estamos ansiosos por marchar. Sólo quedan diez
minutos de práctica. Necesito averiguar si alguien aquí es un buen
candidato para la Operación Croissant, y no puedo seguir tachando a las
personas de la lista de una por una.
La señorita Genovese hace sonar su silbato y todos comenzamos a
movernos al estricto ritmo de los escuadrones. Excepto que, esta vez,
cuando llegamos a la mitad, me siento justo en el medio del campo. La
hierba está ligeramente húmeda y el suelo se siente extrañamente frío para
ser septiembre. Puedo sentir cómo la humedad se filtra hasta mi trasero a
través de mis jeans.
—¿Qué estás haciendo? —grita alguien.
Todo el mundo sigue fluyendo a mi alrededor. Dash tiene que pasar por
encima de mi cabeza. Milton se desvía, pero golpea a alguien en la fila
junto a él, y puedo escuchar las maldiciones que se desatan como resultado.
Entonces Kate, que no es lo suficientemente alta para pasar por encima de
mí y es demasiado terca para rodearme, tropieza conmigo.
—¿Qué demonios? —chilla Kate.
Toda la banda de música se convierte en un caos. Nadie parece entender
lo que estoy haciendo. Vaya, qué porquería. En verdad esperaba que alguno
estuviera dispuesto a romper el patrón conmigo.
Estoy arruinando la práctica.
El silbato de la señorita Genovese suena una y otra vez. Parece que no
puede detenerse. Creo que la hice pedazos.
—Levántate, Buckley —dice Dash.
—En serio, Robin, ¿qué estás haciendo? —sisea Kate.
—¿Alguien más siente de repente que ésta es una ridícula manera de
pasar su tiempo libre? —pregunto—. ¿No? ¿Sólo yo?
Alcanzo a ver a Milton riendo detrás de su trompeta. Pero no está
dispuesto a dejar de marchar.
Bien, entonces.
Sólo tendré que encontrar a alguien más. Alguien que no tenga miedo de
salirse de la fila.
Esperaba no tener que llegar a esto, pero una semana después estoy
parada frente a la hoja de inscripción para la obra de la escuela.
No es que esté en contra del teatro. Hice los disfraces para la obra de
primavera del año pasado, Anything Goes. Las canciones eran más cursis
que todo el estado de Wisconsin junto y nadie sabía realmente cómo bailar
tap, lo cual hizo que las dos horas completas de la presentación sonaran
como una estampida metálica. Pero me lo pasé sorprendentemente bien
armando todos esos trajes de marinero.
Es sólo que cuando estás decidiendo qué tipo de nerd vas a ser en la
preparatoria, sólo hay unas cuantas pistas entre las que puedes elegir. Kate,
Dash y Milton se han comprometido (en algunos casos, en exceso) con la
banda y los cursos académicos. Hacer equipo para la obra puede encajar en
cualquier tipo de perfil de nerd, pero la verdad es que subir al escenario está
reservado para un tipo de nerd muy especial, que en algunos casos también
tiene potencial de mezcla con los rangos más bajos de los chicos populares,
pero que siempre implica cantar en público y coquetear mucho y reír tan
fuerte que dejes ver hasta los dientes.
En serio, no es lo mío.
Me acerco un paso y puedo ver que la hoja está mucho más llena que
cuando la tenía el señor Hauser. Esos primeros nombres deben haber sido
las personas que supieron encontrarlo y asegurar sus lugares antes de que la
lista se exhibiera en un foro tan público.
Miro a mi alrededor una vez, dos, para asegurarme de que nadie más me
esté mirando. Parece que el monstruo de la Preparatoria Hawkins está
durmiendo, o tal vez sólo está ocupado devorando a alguien más, en algún
salón lejano que no alcanzo a divisar.
Me acerco y se enfocan los nombres de la lista. Tomo el lápiz que
cuelga junto a la lista con un trozo de cuerda, busco en el horario de
mañana por la tarde algún espacio que todavía tenga lugar. Y entonces lo
veo.
Allí mismo, en giros y vueltas.
Tammy Thompson.
Estará en las audiciones.
Vuelvo al ininterrumpido ciclo de la clase, yo mirándola, ella mirando a
Steve, yo mirando a Steve.
Pienso en cómo Tam suspira y lo mira con esa especie de anhelo
desenfocado y soñador que hace que el mundo entero parezca desdibujarse
en los bordes. Ese tipo de cosas no son naturales para mí, pero cuando la
veo hacerlo, me siento como una soñadora por mera asociación. Tam es una
romántica. Eso es lo que infunde su canto. Eso tal vez la convierta en una
buena actriz también.
Escribo mi nombre apretado en la parte inferior de la hoja, porque no
quedan espacios en blanco. Quién sabe. Ésta podría ser mi oportunidad de
hablar con Tam sin que Steve Harrington esté cerca.
Ésta es mi manera de salir de la espiral. Mi oportunidad.
—Hey, Robin, ¿te vas a inscribir? —pregunta alguien detrás de mí. Me
giro tan rápido que el lápiz, que todavía está en mi mano, se desprende de la
pared y la cuerda golpea a Milton directamente en los ojos.
—Ah. De acuerdo. Auch.
—¿Por qué estabas merodeando de esa manera? —pregunto.
—¿Merodeando? No estoy seguro de que conozcas la definición de esa
palabra. Estoy justo en el medio del pasillo —se ríe de sí mismo con
nerviosismo. Luego parpadea un par de veces—. ¿Puedes, eh, mirar mis
córneas y asegurarte de que no estén raspadas?
Pongo mi cara extrañamente cerca de la suya e inspecciono sus ojos, que
son de color castaño oscuro; un poco de su flequillo negro cae sobre ellos.
Tengo que mantener su flequillo a un lado y empujar mi cara hacia la suya
de nuevo y luego girar para poder ver sus córneas con todo tipo de luz
diferente. Mi cara sigue cambiando de ángulo, y su cara se vuelve borrosa y
luego nítida y luego borrosa de nuevo.
Me pregunto si esto es lo que se siente al besar. Menos los labios.
Es… no tan emocionante.
—Mmm, entonces, ¿por qué te asustaste tanto cuando me acerqué a ti?
—pregunta Milton en voz baja. Quizás esté preocupado de que no lo quiera
cerca. Milton siempre teme un poco el no agradar a la gente.
No quiero que se preocupe por eso. Pero definitivamente no quiero
mencionar por qué me di la vuelta tan rápido y casi empalo su globo ocular
izquierdo. (Que no está raspado, gracias a Dios. No tengo dinero para sus
facturas de optometría, si pretendo ir a Europa.)
La verdad es que en ese momento estaba tocando el nombre de Tam.
Mis dedos descansaban sobre él, ligeramente. Volteé tan rápido porque no
quería que alguien viera eso y le atribuyera un significado, porque no lo
tenía.
—Yo sólo… Te verías bien con un parche en el ojo —digo impávida. En
caso de duda, sarcasmo—. Como Kurt Russell en 1997: Escape de Nueva
York.
—¿Crees que me parezco a Kurt Russell? —pregunta Milton,
animándose con una especie de deleite que realmente no esperaba—. Un
Kurt Russell medio japonés, por supuesto.
La mamá de Milton es japonesa. No habla mucho de eso y, para ser
sincera, no hay muchos chicos en la Preparatoria Hawkins que sean algo
más que blancos o negros. Debe ser extraño para él, de una manera que no
puedo comprender en realidad.
—Por supuesto —digo.
Es más de lo que hemos hablado los dos solos desde que comenzó el
año. El curso pasado, Milton y yo hablábamos mucho más. Escribíamos
notas de un lado a otro en los márgenes de nuestras partituras, sobre todo
acerca de la música que nos gustaba más que cualquier marcha vieja y
sofocante que la señorita Genovese nos hacía tocar. Pero por alguna razón,
Milton ha estado extrañamente callado conmigo desde que regresamos de
las vacaciones de verano. Tal vez sea porque Kate y Dash consumen todo el
aire con su coqueteo.
O tal vez porque puede sentir que hay algo extraño en mí, algo diferente.
Mi camuflaje de nerd de banda podría estar desvaneciéndose. Se siente
como si las formas en que soy diferente de mis amigos se estuvieran
multiplicando. Los latidos de mi corazón se triplican mientras vuelvo a
colocar el estúpido lápiz colgante en la pared.
—¿Vas a presentarte a la audición? —vuelve a intentarlo, señalando mi
firma apretada en la hoja. Ya está ahí, así que no puedo negarlo.
—Creo que sí. Tal vez no lo consiga, tal vez tenga que quedarme en
casa y bañar al perro o…
—No tienes perro, Robin.
—Y ésa es la razón por la voy a ser realmente buena bañando al perro,
para ayudar a convencer a mis padres de que debería tener uno —¿por qué
miento? ¿Por qué miento sobre perros? ¿En verdad tengo miedo de que
Milton diga a todos que intentaré participar en la obra y que estoy actuando
de manera excéntrica? ¿Informará al resto del Escuadrón Peculiar? ¿Dash
ya les habrá contado a los demás sobre la Operación Croissant?
De repente, me siento muy protectora con mi plan. Con toda mi
existencia.
¿Es porque una pequeña parte de mí ya quiere escapar de la banda y
pasar el resto de la temporada ensayando con Tam? Porque aunque todavía
no hemos hablado, ¿puedo ver cómo nos volveremos inseparables?
—Sólo me apunté para hacer feliz al señor Hauser —miento, porque la
verdad es demasiado intensa para admitirla—. Él insistió mucho, mucho.
Quiere que lo intente.
Capítulo doce
23 DE SEPTIEMBRE DE 1983
Esta vez, soy yo quien sugiere una noche de películas de terror en casa de
Dash. Pero somos sólo tres: Kate, Dash y yo.
Nos instalamos en la habitación de Dash rápidamente. Está llena con
una cama king size y un sofá; los muebles son una combinación de madera
negra y vidrio ahumado que parece extremadamente fuera de lugar en el
dormitorio de un chico de diecisiete años, pero combina con la decoración
del resto de la casa. Dash enciende el televisor y coloca El despertar del
diablo en su videocasetera. Cuando la película comienza a reproducirse,
Dash y Kate se sientan en el sofá con una bolsa de Ruffles entre ellos. Sus
dedos hacen un pequeño y extraño baile mientras ambos alcanzan la misma
papa.
Sí, no veré eso toda la noche.
Me siento justo debajo de Kate y dejo que me haga una trenza francesa.
Se ve fascinada de pasar algo de tiempo de chicas con su novio justo a su
lado. Creo que ésta es la escena con la que ha estado soñando desde el
comienzo del año escolar. Aunque sé que esta película la aterroriza, me
sonríe mientras agarra los mechones grandes de mi cabello y se pone a
trabajar.
Hemos tenido un fin de semana largo al final de la temporada de la
banda de música. Todo mi cuerpo está exhausto porque cargar un melófono
durante horas y horas es extrañamente extenuante, y me derrito en el ritmo
de los dedos de Kate, en esa combinación de alisar y jalar que me ayuda a
olvidar todas mis preocupaciones y luego las vuelve a enfocar.
Recuerdo mi misión.
—Hola, chicos —digo, mirándolos al revés, porque no puedo
imaginarme diciendo esto de frente—. Lamento que las cosas hayan estado
tan tensas últimamente.
No menciono que su presión es una de las razones principales de esa
tensión, y que todavía estoy bastante enojada con ambos por haber tirado de
hilos que debían haber dejado en paz. Les estoy dando a ambos una gran
oportunidad de congraciarse conmigo antes de que toda esta situación se
salga de control y no se me permita hablar con Milton hasta después del
deshielo primaveral. (Ni siquiera ha comenzado a nevar.)
—Creo que todos deberían saber que Milton y yo somos amigos. Sólo
amigos. Realmente grandes amigos.
—Entonces, ¿por qué no está aquí esta noche? —pregunta Dash con una
sonrisita de superioridad.
La ira estalla en mi garganta, pero la sofoco un poco porque ya venía
preparada.
—Milton es el que pidió espacio en este momento y, honestamente, es
bastante molesto. Teme que la gente siga viéndonos como pareja y no
quiere eso. Ninguno de los dos lo desea. En realidad, agradecería que
ambos me ayudaran a correr la voz entre los miembros de la banda.
Los nerds de la banda se lo dirán a los nerds del coro. Los nerds del coro
se lo dirán a los nerds del teatro. Los nerds del teatro se lo dirán a los chicos
populares, si es que a alguno de ellos le importa. Y así, la información se
distribuirá en la Preparatoria Hawkins, y Milton será libre de ir detrás de
Wendy DeWan sin ningúna falsa habladuría cerniéndose sobre su cabeza. Y
entonces, Milton y yo podremos regresar al punto donde éramos amigos y
la Operación Croissant volverá a estar bien encaminada.
—Mmmm —dice Kate, entrecerrando los ojos—. ¿Quieres que
propaguemos… un contra-rumor?
—Exactamente —digo con un suspiro de alivio. Debería haber sabido
que el megacerebro de Kate podría seguir el ritmo.
Sus manos tiran de las raíces de mi trenza francesa tan fuerte que puedo
sentir el jalón hasta en mis senos nasales.
—No lo entiendo. Milton es genial y es claro que te agrada. ¿Estás
segura de que no quieres al menos besarlo una vez para ver cómo te
sientes?
—Kate, ¿ubicas lo aterradora que es para ti esta película? ¿Cómo se te
eriza la piel cada vez que miras a esos zombis?
—Son demonios, Robin —aclara Dash.
—Cállate, Dash —decimos Kate y yo al mismo tiempo.
—Así es como me siento cuando pienso en salir con un chico de la
Preparatoria Hawkins —siento que esto tiene sentido, que es concluyente.
—¿En serio son tan malos? —pregunta Kate, palmeando la rodilla de
Dash—. Mi primer novio es de la Preparatoria Hawkins. ¿Los chicos de
aquí no son lo suficientemente buenos para ti? ¡Milton es asombroso! Odio
decir esto pero… siento que tal vez sólo estás a la espera de alguien que no
existe, Robin.
En mi mente destella la imagen de Tam, sonriéndome en el baño de la
escuela.
Y todo se tambalea.
Kate termina mi trenza y me levanto de repente, mi cabeza todavía está
fuera de balance. Me digo que es por las trenzas tan apretadas. Las toco y
descubro que están tan firmes en su lugar que un tornado no podría mover
un solo cabello.
—¿Adónde vas? —pregunta Kate.
La miro distraídamente.
—Por más papas —digo mientras recojo el tazón vacío y lo aprieto
contra mi pecho.
Mis pies casi no hacen ruido en la oscura escalera circular de piedra en
el centro de la casa de Dash. No es que tenga que preocuparme por molestar
a alguien. Sus dos hermanos mayores ya no viven aquí, y sus padres no
están… casi nunca están. En un principio estuvimos unidos porque ambos
éramos niños independientes, pero es diferente cuando los padres de uno
trabajan hasta tarde para evitar que los cobradores nos acosen, y los del otro
conducen fuera del pueblo a fiestas elegantes.
Respiro la quietud de la cocina, que es toda vidrio y cromo, con los
accesorios más vanguardistas. Me toma seis intentos encontrar las papas,
mientras voy abriendo gabinetes y descubriendo que la mitad está vacía.
Cuando por fin encuentro la comida, me levanto para encontrar que
Dash me está mirando con los brazos cruzados y sus ojos brillando
divertidos.
Me quita las papas y las vierte en el tazón, como si no pudiera hacerlo
yo.
—Cuando Kate no deja ir algo, puede ser muy molesta, ¿verdad?
—¿No querrás decir que es muy linda? —pregunto.
Me mira sin parpadear. Estamos en una especie de callejón sin salida
que no entiendo del todo.
—Creo que sé por qué no saldrás con Milton…
—¡Por fin! —digo—. ¡Gracias!
Y entonces se inclina e intenta besarme.
—¿Estás bromeando? —le pregunto, empujándolo tan rápido que casi
aterriza con el trasero en la fría y oscura piedra. La palma de su mano se
engancha en la isla de cristal de la cocina y se tambalea hasta recuperar la
posición vertical.
—Vaya, Buckley. Ésos son muy buenos reflejos —se acerca—. ¿Quieres
que lo intentemos de nuevo?
Niego con la cabeza tan rápido que mis trenzas francesas me azotan la
cara.
—¡No!
—Mira, ¿esto es sólo porque Kate está arriba? Podríamos hacerlo en
otro momento…
—Dash, se supone que eres inteligente —le digo—. Así que
definitivamente debes entender una de las palabras más simples de nuestro
idioma. No. No estoy interesada en besarte. Ni ahora, ni más tarde, ni
nunca. No.
—Estás siendo rara de nuevo —dice, todavía actuando como si estuviera
divertido, lo que por alguna razón hace que todo esto sea peor—. ¡Me
contaste todo sobre tus pequeños planes para ir a Europa! No se lo dijiste a
Kate. ¿Crees que no sé lo que eso significa? Tú y yo tenemos secretos,
Buckley.
Me sonríe y me siento dos veces más enferma que la vez que bebí ese
ponche de huevo con alcohol extra.
—Tal vez deberíamos hacer ese viaje juntos —continúa—. ¿No era eso
lo que esperabas? Tengo suficiente dinero para pagarlo todo. Y hablo tres
idiomas. Tengo una lengua muy talentosa.
Mi reflejo vomitivo se activa y dejo escapar un sonido de arcada.
—Ere… uf, eres de lo peor, Dash.
Se encoge de hombros, toma un refresco de cereza para llevarlo arriba,
como si nada de esto hubiera sucedido. Como si todos pudiéramos seguir
viendo la película juntos.
—Lo que sea, Buckley. Tú pierdes, gana Kate.
—¿En serio habrías roto con ella si yo hubiera dicho que sí?
Se encoge de hombros.
—Las relaciones de la preparatoria no son para siempre. Cualquier
persona inteligente lo sabe. Nadie se empantana en sentimientos y apegos
que no pueden permanecer estáticos. Evolucionar o morir, ¿no es así?
Además, fuiste tú quien dijo que los quince años constituyen la zona muerta
de nuestra educación. Todos estamos matando el tiempo.
Tal vez eso sea cierto para algunas personas, pero no importa cuánto
actúe Kate como si sólo estuviera practicando, sé que las citas significan
mucho para ella. Demasiado, si me lo preguntas, pero aun así. Lo que Dash
acaba de decir es tan frío y egocéntrico que de hecho me tambaleo hacia
atrás, contra el impecable refrigerador de acero.
—No puedo creer que hayas usado tu inteligencia como excusa para
engañar a nuestra amiga —digo.
—¿Cómo podrían gobernar el mundo los nerds, si debemos ser más
morales que los demás? —pregunta con un encogimiento de hombros,
agresivamente aburrido—. Es una doble moral y no me interesa vivir con
eso.
Dash ha tomado el concepto de nerd y lo ha retorcido, hasta convertirlo
en algo oscuro y egoísta, otra mera forma de ser horrible.
Subo corriendo las escaleras, Dash me pisa los talones.
—Me voy —le digo a Kate en cuanto entro a la recámara. Los demonios
llenan la pantalla y Kate está abrazada a una almohada—. Ven conmigo.
—¿Qué? —chilla Kate—. ¿Por qué?
—Porque tu asqueroso novio está siendo asqueroso —gritó. Sé que
necesito contarle el resto, pero tendré que esperar hasta que salgamos de
aquí. Dash me está mirando ahora, y no quiero revivir la escena en la cocina
justo frente a él.
Kate parece ser quien está siendo torturada cuando los demonios en la
pantalla detrás de ella comienzan a causar estragos.
—Robin… por favor, no me hagas elegir entre ustedes dos. ¿Mi novio y
mi mejor amiga?
—No lo pongas así —murmuro.
—Sabes que no es justo —se queja juguetonamente. Es evidente que
todavía cree que estamos participando en algún tipo de juego.
—Tengo que salir de aquí —digo—. Nunca debí haber venido aquí con
ustedes dos.
Kate suspira como si fuera una causa perdida y su voz se vuelve dura.
—Robin, si te sientes sola, no puedes culpar a nadie más que a ti, ¿de
acuerdo? Me la paso intentando ayudarte. Hay un montón de chicos que
querrían salir contigo.
Siento cómo el grito burbujea en mi garganta justo antes de que lo
suelte.
—¡No me gusta ninguno de los chicos de la escuela!
—Está bien, está bien —dice, aplacándome y acariciando mis trenzas,
luego mira a Dash con un rápido giro de ojos, como si obviamente yo
estuviera exagerando—. Te encontraremos un mejor chico. De una mejor
escuela. Alguien que te agrade, ¿de acuerdo?
—No me estás escuchando —le digo a Kate, casi llorando.
Sólo me mira como si fuera una palabra que no puede traducir.
Dash detiene la película y me mira fijamente.
—¿Ya terminaste de pisotear mi casa? —pregunta—. Quiero ver la parte
en la que Cheryl se vuelve un demonio rabioso con el resto.
—Sólo vete, ¿de acuerdo? —dice Kate—. Hablaré contigo más tarde.
—No —digo—. No lo harás.
Porque es aquí cuando comprendo que he terminado con todas las
personas que pensaba que eran mis amigos. Milton necesita tiempo lejos de
mí. Kate no puede entenderme. Y Dash… bueno, Dash siempre fue un lobo
con un suéter de lana muy bonito.
Salgo de su casa temprano y comienzo el largo y solitario camino a
casa.
Puede que quede una semana para el fin de la temporada de la banda,
pero en lo que a mí respecta, el Escuadrón Peculiar ha terminado.
Capítulo veintitrés
21 DE NOVIEMBRE DE 1983
T engo que superar una pesadilla más antes de que termine el día.
Sin la vieja bicicleta de mamá o la confiable camioneta de Milton en mi
vida, sólo queda una opción para ir y venir de la escuela. Papá me dejó esta
mañana de camino al trabajo, pero dejó en claro que eso sólo sucedería de
vez en cuando, cuando contara con los diez minutos de sobra (es notorio
que siempre sale tarde de la casa por la mañana) o cuando hubiera informe
de tormenta de nieve.
En gran medida, he sido condenada a un nuevo destino. O a uno viejo,
en realidad.
Subo al autobús.
No he estado en un autobús escolar desde que cursaba el quinto grado.
Comencé a andar en bicicleta en sexto, al principio con otros niños y luego
sola. Todos mis recuerdos de este proceso están fechados. Están alrededor
del autobús de la primaria, que siempre olía a leche.
No soy idiota. Sé que el autobús de la preparatoria no se parece a ése.
Son del mismo género, pero especies por completo distintas. Desde que
llego al último escalón del autobús, las cosas ya parecen terribles. Por un
lado, huele como si estuviera envuelto en llamas.
El caucho negro de las escaleras coincide con el olor a caucho quemado
en el aire, que quizá sea de las llantas. La conductora me ve por encima,
luego observa a través del parabrisas con una mirada que abarca mil metros.
Ni siquiera sabe dónde vivo. ¿Cómo va a funcionar esto?
—Mmm, Robin Buckley —digo—. ¿Calle Magnolia número cuarenta y
dos?
La conductora no da señal alguna de haberme escuchado. Es una mujer
que tal vez tenga alrededor de cuarenta años, y lleva una blusa manchada
con algo que parece ponche de frutas, pero sus ojos lucen insondablemente
viejos. Antiguos, incluso. Como si hubiera estado conduciendo este autobús
desde el principio de los tiempos.
El autobús se inclina hacia delante cuando empiezo a caminar hacia la
parte trasera, y tropiezo por el pasillo. No hay asientos asignados, ni
siquiera un plan sugerido en función de los grados. En otras palabras, es un
espacio totalmente libre para todos.
No veo a mi gente.
¿Qué sentido tiene dejar que todo el mundo piense que soy una nerd
genérica si esto no ofrece seguridad en números? Incluso sin Dash, Kate y
Milton en mi vida, al menos debería tener otros compañeros de banda y
tipos relacionados con los que estar cerca. Toco mi permanente, como si se
tratara de un talismán. Con cada semana que pasa, odio más este peinado.
Pero cuando la gente lo ve, cuando me ven cargar el estuche de mi
instrumento por los pasillos, cuando notan la forma en que me visto, saben
lo que soy.
Incluso si no saben quién soy.
Eso es suficiente para que la mayoría de la gente no quiera mirar más de
cerca.
Pero en este autobús, bien podría estar desnuda con una diana pintada en
mi espalda.
—¡Buckley! ¡Abróchate el cinturón! —grita un horrible joven de tercer
año llamado Roy desde la última fila.
—No hay cinturones de seguridad en este autobús —les recuerdo a
todos. Sonoramente.
—Éste no es el tipo de paseo del que estaba hablando —dice Roy, dando
un empujón de cadera que me hace sentir náuseas. También en voz alta.
Roy finge tocar una imaginaria guitarra en el aire, victorioso, y regresa
al reino del asiento trasero, entre los estudiantes de último año que no se
molestan en aprender a conducir porque prefieren reunirse en paz aquí,
donde pueden seguir el ritmo del metal con la cabeza y esconder sus drogas
en el hueco de los respaldos de los asientos, que han sido rasgados y luego
cubiertos con cinta adhesiva marrón. La mitad delantera del autobús está
repleta de estudiantes de primer año. Aunque son sólo un año más jóvenes
que yo, de alguna manera parecen polluelos recién nacidos. Cabello
esponjoso, gestos confiados. Pero pueden ser crueles cuando están en
grupo. Una fábrica imparable de bolitas de papel con saliva y una máquina
de chismes.
Me acomodo en la tierra de no-niñas, en el medio del autobús, una
franja de asientos donde puedo insertarme entre dos respaldos como una
rebanada de pan en una tostadora. Me deslizo hacia abajo y ahí me quedo.
Saco un bolígrafo y abro mi libreta para trabajar en algunas frases en
español para el viaje.
Sí, yo soy americana.
Sí, mi país es el peor.*
Murmuro las palabras en voz alta. Mis padres tienen sus mantras
reconfortantes. Yo tengo los míos.
Pero no es suficiente para contrarrestar este viaje en autobús. Para
cuando llegamos a la tercera o cuarta parada, tengo muchas bolitas de papel
con saliva en el cabello (¿cómo? Los ángulos ni siquiera tienen sentido) y
se han gritado en mi dirección unas cuatro docenas de variaciones de la
misma broma “¡Buckley! ¡Abróchate el cinturón!”.
—¿Hola? —grito a la conductora—. ¿Qué vas a hacer para detener esta
locura?
La conductora ni siquiera me dirige una mirada por el espejo retrovisor.
Sólo puedo ver la franja de su rostro desde las cejas hasta el labio superior.
Permanece impasible. Inmóvil. Así es como sobrevive, supongo. Fingiendo
que el autobús está vacío. Actuando como si lo que sucede detrás de ella
simplemente no existe.
Aunque todavía estoy a tres kilómetros de casa, me bajo del autobús,
envuelvo en mi abrigo los libros que llevo, además de mi preciada libreta, y
empiezo la larga caminata de regreso a mi vecindario.
El frío en el aire tiene un efecto acumulativo. Al principio, sólo mis
dedos y mi cara están fríos. Pero para cuando he pasado más allá de dos
docenas de elegantes casas blancas, hasta mi alma está congelada. Cuando
dejas atrás la parte del pueblo donde las casas de los ricos se apiñan, la
acera renuncia a la vida. Tengo que caminar el último kilómetro hasta mi
vecindario en una zanja al costado de la carretera, rebosante de hierbas
crujientes que solían ser flores de verano y ahora son lánguidos tallos cafés
sin vida.
Media docena de autos han pasado junto a mí; ninguno redujo la
velocidad mientras me azotaban con aire frío.
Uno hace sonar la bocina. Una clara voz de chico de preparatoria grita:
—¡Ven a tocarme el pito!
Levanto ambos dedos medios y continúo caminando. No me preocupo
por los comentarios ingeniosos y cortantes.
(Pero ¿en serio? ¿Ven a tocarme el pito?)
Tengo que guardar mi voz para una discusión que sí pueda ganar.
Cuando llego a casa, mis padres están en el trabajo. Utilizo un peine
viejo para quitarme las bolitas de papel con saliva del cabello. Hago mi
tarea. Practico las conjugaciones de verbos italianos. (¿Cómo se dice
“apestas” en italiano? Ninguno de mis diccionarios está resultando útil en
este punto.) Cuando oscurece, enciendo todas las luces de la casa. Cuando
tengo los ojos cansados y la mano acalambrada, y ya no puedo imaginar
seguir con esto, preparo la cena.
Cuando mis padres llegan a casa, hay un montón de pasta en la mesa,
junto con pan de ajo que preparé en el horno tostador.
—Voy a pedir trabajo esta semana —anuncio—. Necesito mi bicicleta.
—¿Habrá algo abierto esta semana? —pregunta mamá, picoteando su
pasta.
Se acerca el Día de Acción de Gracias, una festividad que la mayoría de
Hawkins celebra con cantidades masivas de comida y nulo revisionismo
histórico. Mi familia se opone a las celebraciones. No salimos. No
visitamos a la familia. No animamos a los desfiles ni a los equipos
deportivos. Comemos lo menos posible. Tiene mucho más sentido para mí
que la alternativa glotona.
Algunas veces puedo burlarme de mis padres, con sus pantalones de
campana de corte bajo y sus ideales altos… que recientemente se han visto
comprometidos en nombre de mantenerme a salvo. (¿De qué? ¿Cómo
puedo estar más segura en ese autobús o caminando a casa al costado de la
carretera?) Pero sé que ellos quieren que el mundo sea un mejor lugar.
Nunca puedo ser lo suficientemente cínica para burlarme de eso.
—Las tiendas están abiertas —digo—. Y están contratando en estos
momentos. Necesitan ayuda para la temporada navideña. Tengo la intención
de presentar mi currículum.
No es que haya algo en mi currículum.
Espero una pelea. O al menos una explicación extensa de por qué quiero
unirme a la carrera de ratas en lugar de pasar este tiempo enriqueciéndome.
La cosa es que sí quiero enriquecerme. Pero necesito dinero para que
suceda. Y ellos no parecen aceptar que en los ochenta nada es gratis. Ni
siquiera convertirse en una mejor versión de uno mismo.
—Está bien —dice mamá, agitando su tenedor en una especie de
bendición.
Salto de la mesa.
—¿Está bien?
Ahora puedo ver la campiña francesa. Y en la ciudad, pequeñas salas de
cine escondidas en callejones, donde sólo se proyectan películas francesas.
Visiones de baguettes y oscuro vino tinto bailan en mi cabeza.
—Al menos no estarás sola en tu habitación todo el tiempo —dice
mamá. Ambos se preocupan por mis tendencias antisociales. No parecen
entender que el único momento en que me siento en verdad bien y por
completo yo misma es cuando estoy sola—. Pero nada de bicicleta. Cuando
consigas un trabajo, arreglaremos algún tipo de horario con el auto.
Mi corazón se hunde hasta el fondo y forma charcos en mis pies.
—¿Ustedes pasarán por mí? ¿Como lo hacían cuando estaba en la
guardería?
—Quizás aprendas a conducir —dice papá.
—Seguro —me burlo.
Ni siquiera me han dejado tocar el volante. A papá siempre le ha
preocupado que cometa algún error y lo rompa. No tenemos dinero para
remplazar nuestro viejo Dodge Dart.
Quizá mis padres entienden cuánto cuesta todo.
Quizá soy yo quien apenas está empezando a entenderlo.
Para el viernes, ya trabajé dos turnos con Keri en el cine y me llevé a casa
la friolera de cuarenta dólares. (Gano cuatro dólares la hora, que es más que
el salario mínimo, pero la necesidad de pagar mis dos casacas y un Milky
Way que comí en lugar de la cena de Acción de Gracias devoró mi primer
cheque como Pac-Man en su urgente camino hacia un fantasma.) Sin
embargo, incluso con tan poco dinero ahorrado, la idea de dejar Hawkins se
está volviendo realidad.
Y esto hace que resulte más fácil pasar un último día de marcha entre
rondas de chicos de preparatoria golpeándose ritualmente entre sí.
Estoy parada al margen, vistiendo un uniforme que a estas alturas ha
acumulado una temporada entera de sudor en sus pliegues. Algunas
personas lo llevan a la tintorería cada semana, pero yo no estoy dispuesta a
gastar un solo centavo de mi salario recién ganado en esta abominación de
borlas y botones. ¿Ya había mencionado el sombrero con penacho? Se
llama chacó y me hace lucir como uno de esos caballos que tiran de un
carruaje elegante. Honestamente, tal vez esos caballos tengan más dignidad.
No puedo esperar a salir de aquí, lejos de todo esto.
Aunque hoy he estado esperando un momento con ansias.
Vamos a estrenar una nueva canción (siempre hacemos un número
especial sólo para el juego final de la temporada), y a pesar de mis mejores
intentos de no preocuparme por nada de esto, me estremezco de emoción
mientras corro sobre la partitura en mi mente una vez más.
Es una gran distracción del omnipresente Escuadrón Peculiar.
—Hola, Robin —dice Kate quizá por cuadragésima vez hoy.
—Lo siento —digo—. Estoy repasando algo.
Kate suspira. Sabe que no quiero hablar con ella. Por lo que puedo ver
en sus niveles de coqueteo, sigue saliendo con Dash.
—¿Robin? —tira de mi codo.
—Vaya. Mira esa jugada —digo distraídamente, señalando al partido.
No tengo idea de la jugada que acaban de ejecutar. Pero la multitud está
vitoreando y Steve Harrington está en el campo actuando como un imbécil
feliz, así que algo debe haber salido bien.
Él parece estar disfrutando de su momento. Se levanta, lanza la pelota,
hace una especie de baile poco acertado. Se entrega al deporte como si su
vida, o al menos su popularidad, dependiera de ello.
Veo que la multitud lo ama, salvajemente, colectivamente. No puedo
evitar odiarlos por eso. Cierro los ojos, murmuro verbos en francés y sueño
con ese hermoso día cuando me encuentre en un lugar donde los deportes
escolares no tengan el fervor combinado de la batalla y la religión.
—¡Vamos, Hawkins! —la mayoría de la banda grita, agitando sus
instrumentos al aire.
—Como sea —murmura Wendy DeWan—. No puedo creer que
siguieran con el juego este año.
—Lo sé —dice Milton.
Es una opinión bastante común entre la banda, y estoy de acuerdo. A la
luz de lo extraño que fue este otoño, ¿no deberíamos cancelar esta bacanal y
pasar nuestro tiempo en casa, contentos de que el pequeño niño que había
desaparecido al final haya regresado? ¿Agradecidos de que cualquier oscuro
abismo en el que todos estábamos tambaleándonos parece haber
retrocedido?
¿No debería ser suficiente?
Pero la gente quiere celebrar el regreso de la normalidad a Hawkins.
Quieren organizarle un desfile y espolvorearlo generosamente con confeti.
¿Y qué podría decir “celebrar la normalidad estadounidense” mejor que un
equipo deportivo mediocre, una banda medio decente y unas cuantas
porristas llenas de energía, como si esto fuera la nueva droga preferida?
¿Qué mejor mascota para lo “normal” se podrían encontrar que Steve
Harrington, su sonrisa absurdamente amplia y su melena maltratada por el
viento de finales de otoño?
Así las cosas, no quiero volver a la normalidad.
No es que prefiera que suceda algo malo, y definitivamente no a niños
como Will Byers. Pero no existe versión alguna de Hawkins a la que quiera
volver. La normalidad me estaba matando, pero todos aquí quieren
estrechar su mano.
Ojalá pudiera compartir con Milton alguno o todos estos pensamientos.
Por lo general, me inclinaba y comenzaba a escupir sarcasmo como un grifo
roto. También le hablaría de mi trabajo y de todo el dinero que voy a reunir
para la Operación Croissant. Todos los museos que ese dinero pagará para
quitarnos de la boca el sabor de esta parodia de experiencia cultural. Pero
Milton y yo no hemos hablado en una semana. Se siente como el silencio al
final de un disco. Se siente la estática donde antes estaba mi transmisión
favorita.
Se siente como una mierda. Y me estoy cansando.
Pero Milton está en pie junto a Wendy, y de hecho parece que están
congeniando. Como por arte de magia, ella se ve bien incluso con su
uniforme de la banda… incluso con el chacó tan universalmente poco
favorecedor. Milton la está haciendo reír. Él también ríe, su risa baja, para
nada espantosa, y recuerdo por qué estamos sufriendo esta estúpida
distancia impuesta socialmente. Milton se está enamorando de Wendy. No
importa lo cínica que me sienta a veces, no puedo reprocharle eso.
Quiero que Milton sea feliz. Que no se limite a sufrir su adolescencia en
Hawkins conmigo.
En serio, muy, muy feliz.
Suena un silbato y los equipos salen del campo, los nuestros a un trote
abatido. No importa lo bien que haya resultado esa jugada, estamos
perdiendo. Siempre estamos perdiendo.
El trabajo de la banda de música es hacer que la multitud vuelva a
emocionarse. Un esfuerzo de Sísifo, si me lo preguntas. Cualquier cantidad
de emoción que logremos despertar, se perderá de inmediato en cuanto
nuestro equipo no reciba una anotación o un gol de campo.
Pero marchamos de cualquier forma, mientras la tarde gélida nos clava
sus puñales una y otra vez. Puedo sentirlos a través de mi traje de lana. El
Escuadrón Peculiar ocupa su lugar en el extremo izquierdo del campo para
nuestra primera marcha. No puedo recordar cómo se llama oficialmente
(todos en la banda la llaman “Sousa es un perdedor”), pero si Milton
pregunta, apostaría diez de los dólares que acabo de ganar a que tiene la
palabra “América” en alguna parte del título. Es estridente, nacionalista y
espantosa.
A la multitud le encanta.
Tocamos dos canciones y media más como ésa, trazando todo tipo de
formaciones complejas sobre el campo. Todo este elaborado proceso, que
durante años ha tenido poco o ningún sentido en mi cerebro, de repente me
recuerda a las Líneas de Nazca en Perú. Crearon formas enormes en los
campos que sólo podían entenderse vistas desde el cielo. Incluso se pueden
ver desde el espacio. ¿Cómo deletreo AYUDA de una manera que cualquier
alienígena amigable que nos observe entienda?
Mis piernas se entumecen. Mi melófono y yo estamos en piloto
automático. La verdad es que muchas piezas tienen pausas prolongadas para
mi instrumento, así que durante gran parte del espectáculo me limito a mi
mejor elevamiento de rodillas en la marcha, y nada más.
El Escuadrón Peculiar se mueve a través de una formación en X en el
campo, casi rozando los hombros con el Escuadrón Sexofón. (No es su
nombre real, por supuesto, porque la señorita Genovese lo veta todos los
años, pero es como se llaman a sí mismos de cualquier forma. A efectos
oficiales, se les conoce simplemente como Escuadrón S.)
A pesar de mí, empiezo a sentirme emocionada.
En unos segundos, estaremos estrenando nuestra nueva canción.
A mitad de la última marcha programada, rompemos la formación
esperada y dejamos atrás el Sousa. En lugar de una vieja y pomposa
canción, “Total Eclipse of the Heart” resuena en nuestros instrumentos,
brotando de nuestros dedos casi congelados y de mi corazón casi
descongelado. Todavía no puedo creer que estemos haciendo esto.
Fue mi idea.
La mitad de la banda crea una forma de corazón, mientras que la otra se
convierte en una luna creciente, barriendo el campo y empujando el corazón
hacia un lado. Funciona perfectamente, tal como lo practicamos.
La gente en la multitud se pone en pie para tener una mejor vista.
Incluso puedo ver a la madre de Milton cargando la querida y flamante
Sony Betamovie BMC-100 de la familia sobre su hombro. Es grande, tosca
y gris, y captura cada segundo de esto para recordarlo para la posteridad. (O
al menos, mientras la gente siga usando Betamax.) La madre y la hermanita
de Milton saludan al Escuadrón Peculiar, como si todos siguiéramos siendo
amigos.
Unido e irrompible. Un átomo, como Kate siempre nos llamó. Se
necesita mucho para romper un átomo: se requiere una colisión de
partículas a alta velocidad y muchísima energía. Y eso es justo lo que nos
pasó. El segundo año (sin mencionar el estúpido y egoísta rostro de Dash
tratando de besar el mío) nos destrozó.
—¿Están oyendo eso? —grita Kate durante uno de los raros descansos
de las trompetas—. ¡Les encanta!
—Eso es porque siempre les encanta —dice Dash.
La sonrisa de Kate mengua, pero no desaparece del todo. Vuelve a tocar
mientras el coro final crece.
Al resto de la banda le encanta casi tanto como a la multitud. El
Escuadrón de Tierra, Viento y Fuego está marchando con una energía que
no les había visto desde principios de temporada. Mientras nos movemos
hacia una nueva formación, alcanzo a ver a Sheena Rollins con sus
perfectas zapatillas blancas y cintas blancas en su cola de caballo
seccionada. De hecho, está sonriendo, tanto como es posible al tocar un
oboe al mismo tiempo.
Incluso la señorita Genovese parece feliz, lo cual es casi inaudito.
Es tradición que la banda de la Preparatoria Hawkins deje a un lado las
marchas desgastadas y cansadas en el último juego de la temporada y toque
algo nuevo. Cuando la señorita Genovese pidió “algo fresco” para
completar nuestro repertorio y echar toda la carne al asador en el último
partido de la temporada, sólo había una canción en mi cabeza, porque Tam
la había estado cantando esa mañana. Porque Tam la canta siempre.
—¿“Total Eclipse of the Heart”? —propuse.
Milton me lanzó una mirada (la primera en mucho tiempo) y recordé
haberle dicho que ésta era la canción favorita de Tam.
Pero ¿qué importaba eso? ¿Le preocupaba que me estuviera
convirtiendo en la mejor amiga de Tam ahora que no se me permitía pasar
las tardes frente a su instalación de Yamaha / MTV, discutiendo sobre los
méritos de Kajagoogoo (ninguno, en mi opinión)?
No elegí esta canción porque Tam haya reemplazado a Milton de alguna
manera. Dije “Total Eclipse of the Heart” en voz alta porque no podía dejar
de pensar en la canción. No podía dejar de pensar en Tam. Tocar esta
canción todos los días ha sido una forma de canalizar todos esos estúpidos
sentimientos de no-amistad.
Una parte microscópica de mí se pregunta si Tam estará en las gradas. Si
nos está mirando. Si está emocionada de que estemos tocando su canción
favorita. ¿Aprovechó esta oportunidad para comprar un chocolate caliente y
papas con queso en el puesto que instaló el Club de Apoyo? ¿Está
esperando con impaciencia el momento en que Steve Harrington regrese al
campo? ¿Las notas familiares la tomaron desprevenida? ¿Perdió un poco el
equilibrio?
E incluso si nos está mirando y ve lo que espero que vea —que estamos
tocando esta canción, sólo un poco, por ella—, ¿me reconocería bajo esta
abominación de sombrero? Quito la pluma de mi cara, pero sigue cayendo.
Y luego, con un crescendo final, terminamos.
La multitud pierde la cabeza.
Todo el mundo está en pie y admito que se siente bien. Sobre todo
porque opacamos al equipo de futbol americano, aunque se supone que
existimos sólo para apoyarlo.
Vacío mi válvula de saliva por última vez en esta temporada, la meto en
el estuche y deslizo el melófono sobre mi espalda. No es que tenga adónde
ir todavía. Hemos sido liberados en el campo para que podamos ver el resto
del juego. Por lo general, no me quedaría; me iría en bicicleta directo a casa
(en la época dorada de las ruedas y la libertad), o volvería a la casa de
Milton y vería las imágenes de Betamax y ayudaría a preparar la mesa para
la cena. Ninguna es una opción ahora. Así que me dirijo al puesto de
comida, con la esperanza de que tengan algo que me quite la menor
cantidad posible de mi dinero para Europa. Estoy al final de una fila
abominablemente larga. Por el rabillo del ojo, el cabello rojo de Tam es
como un faro. Volteo hacia él, sin pensarlo.
—¡Eso fue increíble! —le está diciendo a Jennifer—. ¿No te encantó?
Jennifer se encoge de hombros, evasiva hasta el final.
Ambas están recogiendo sus órdenes. Craig Whitestone aparece de la
nada y realiza un horrible acto de galantería, insistiendo en llevar sus
nachos.
—¿Te gustó el pequeño espectáculo que acabamos de montar? —
pregunta él.
—Esa última canción —dice Tam—, es la mejor. ¿De quién fue la idea
de tocar “Total Eclipse of the Heart”?
—Señoritas, no sigan buscando —dice Craig—. La idea fue mía.
Kate avanza desde su lugar en el medio de la fila. Incluso si no nos
hablamos, ella no es de las que deja pasar la falsedad.
—En realidad, fue idea de Robin.
—¿En serio? —Tam mira todo el camino hasta el final de la fila, como
si supiera exactamente dónde he estado todo el tiempo. Me dirige una
sonrisa sesgada—. No creí que fueras del tipo de Bonnie Tyler.
(¿Tam me acorraló? Esto sí es nuevo.)
—No lo soy —admito—. Pero esa canción se queda atrapada en mi
cabeza.
No menciono que es a causa de ella. Dejo la fila y me acerco al lugar
donde está Tam con sus nachos, que recuperó de Craig. Jennifer retrocede
como si yo tuviera algún tipo de enfermedad contagiosa.
El juego comienza de nuevo.
Steve Harrington está ocupado recibiendo una paliza en la cancha.
Yo estoy aquí. Con ella.
Deslizo mi rostro una vez más, para estar absolutamente segura de que
no queda algún inspirado escupitajo de la banda. (Seco. Gracias a Dios.)
—¿Has visto el video musical de “Total Eclipse…”? —pregunto,
pensando en la docena de veces que apareció mientras Milton y yo veíamos
MTV—. ¿Con ella en ese vestido blanco vaporoso y los chicos con ojos
brillantes y toda esa extraña gimnasia?
Tam ríe.
—¿Sería vergonzoso si te digo que incluso lo grabé? ¿Y que lo veo todo
el tiempo?
Jennifer mueve su peso de una pierna a la otra y tira del extremo de su
suéter, que trae estúpidamente atado alrededor de su cuello. ¿No ha recibido
Jennifer el mensaje de que ya casi estamos en diciembre? ¿O es que ponerse
un suéter alrededor de los hombros es un símbolo de estatus tan grandioso
que bien vale la congelación?
—En caso de que no te hayas enterado, soy la chica más rara de
Hawkins —digo—. Así que eso no debería avergonzarte, en realidad. No
cuando yo estoy aquí.
¿De dónde salió eso?
¿Por qué admití lo rara que soy, con tanta audacia y, sin embargo, con la
voz más suave, justo frente a Tam?
No obstante, esto no parece desanimarla porque está riendo de nuevo. Y
no de una manera cruel.
—Siempre estoy cantando cuando entro en clase de la señora Click
porque, al bajar de mi auto, todavía está fresco en mi cabeza lo que sea que
haya estado escuchando. Es como si no pudiera evitar que salga la música o
simplemente… se secaría dentro. Debes haberme oído cantar a Bonnie
Tyler antes de clases.
Siento como si ella estuviera gritando algo que sucede todos los días,
pero no sé por qué. ¿Está tratando de decir que nota lo consciente que soy
de su canto? ¿Lo admito? ¿Qué sucedería si digo la verdad? ¿Y si miento?
—Tienes una gran voz —le digo.
(Elegí D, todo lo anterior.)
—Bueno, no lo suficiente para convertir Nuestro pueblo en un musical
—dice, fingiendo un puchero.
Vaya. Bueno. También tenemos bromas privadas.
—Sólo la propia Bonnie Tyler sería lo suficientemente poderosa para
hacer eso.
Tam niega con la cabeza.
—Todavía no puedo creer que hayas tocado mi canción.
Parpadea un par de veces, incrédula. Sus ojos son de un castaño
brillante. Sus labios son de un púrpura apagado, un color más suave y
bonito que el fucsia con el que todas en la banda están obsesionadas, y justo
cuando comprendo que no debería estar mirando su boca por más de un
segundo para ubicar el tono del lápiz labial (porque es raro), ella comienza
a tararear. Las notas estallan en letras y Tam ya está cantando su canción
favorita. Para mí. En público. Tam me está eclipsando por completo justo
frente a la cafetería.
Y luego, se acabó, y Jennifer se lleva a Tam a las gradas y habla de lo
desafortunado que se ve mi cabello porque ha estado bajo el chacó todo el
día. Tam no ríe. No se suma a la burla.
Simplemente me mira y se encoge de hombros.
Como si tampoco estuviera segura de qué hacer con toda esta
normalidad.
Capítulo veintiocho
22 DE DICIEMBRE DE 1983
Paso el resto del día —el último antes de las vacaciones de invierno—, en
medio de una completa neblina, y cuando salgo, estoy al otro lado del gran
bosque gay.
Me gusta Tam.
Me gustan las chicas.
Curiosamente, lo que sigue molestándome es que no haya podido verlo
antes. No podía verlo en absoluto. Se supone que soy inteligente y, sin
embargo, no estaba haciendo la operación matemática más básica posible.
Robin + Tam + mirada fija + sentimientos = profundo enamoramiento.
No era tan difícil, ¿cierto?
Pero, de alguna manera, lo fue.
Por supuesto, está el factor “No tenía contexto para entender mis
sentimientos por lo que realmente son”. Pero en un examen más detenido,
hay algo más en juego. De hecho, podrían revocar mi tarjeta de nerd por
ésta. Durante todo el año he estado tan segura de entender a todos los que
me rodean, pero no había estado sometiendo mis propios sentimientos a
algún tipo de escrutinio real. ¿Saber cosas no presupone que sabes cosas
sobre ti? O en algún momento, ¿compilar información se convierte en una
excusa? Es como escribir tu propio justificante emocional: si puedo
aprender tres idiomas nuevos, no tengo que aprender lo que esté pasando
dentro de mi propia cabeza.
Ahora, gracias a las Jessicas del mundo y al hecho de que no puedo
dejar de soñar despierta con Tam —y luego, descartar esos sueños porque
son imposibles—, estoy atrapada en esta revelación.
No ayuda que también esté atrapada en el autobús, que huele a tubo de
escape, guantes mojados y jóvenes estudiantes de primer año. Están llenos
del entusiasmo navideño; básicamente, siguen siendo niños esperando a ver
qué les traerá Santa, sólo que ahora saben que Santa es su padre oficinista
sobregirando su tarjeta de crédito.
Mientras tanto, los metaleros en la parte trasera del autobús están
sacando la marihuana de sus escondites: esos agujeros con cinta marrón en
la parte trasera de los asientos. Quizá la necesitan para ayudarse a superar
las vacaciones.
La verdad es que no puedo culparlos.
De repente, la idea de pasar diez días sin ver a Tam se siente
insoportable. Al mismo tiempo, no estoy segura de cómo sobreviviré hasta
nuestro próximo encuentro. Si el monstruo que es la Preparatoria Hawkins
ya era antes una preocupación, sólo puedo imaginar cómo reaccionaría ante
esto: una chica enamorada de otra chica que sólo tiene ojos para Steve
Harrington.
Cuando el autobús se detiene —se siente como un pequeño choque cada
vez—, bajo junto con un grupo de estudiantes de primer año que se dispersa
rápidamente a sus casas. No puedo soportar estar en este espacio confinado
ni un segundo más. La conductora del autobús no parece notar, o no le
importa, que siempre bajo en las paradas de otras personas. Mientras todos
hayan descendido al final de su recorrido y nadie esté muerto, ella ha
cumplido con su trabajo.
Diciembre es una especie de frío espinoso, pero no me importa. El
impacto del viento se siente como la verdad que sigue golpeándome:
vigorizante y necesario. Camino por el costado de la carretera y, donde
termina la acera, avanzo penosamente hacia la estrecha zanja.
Unos segundos más tarde, un automóvil se detiene a mi lado. Puedo
escucharlo desacelerar, desacelerar, detenerse. La ventanilla baja.
Ya he terminado con esta interacción incluso antes de que comience.
Cualquiera que sea el lacayo que el monstruo de la Preparatoria Hawkins
haya enviado para meterse conmigo esta vez, no pienso jugar limpio.
Tengo mis dedos medios amartillados y listos, y me giro para
encontrarme con el jefe de policía.
—Hola, señorita —sólo había visto al jefe Hopper en el centro del
pueblo y nunca tan de cerca. Viste su uniforme caqui con la insignia dorada
en la pechera, y una chamarra azul para resguardarse del clima invernal. Es
un tipo grande con el cabello castaño suelto con raya en el medio y un
rostro patentado de Señor Cara de Papa. Tiene incluso el mismo bigote y
todo. Es asombroso.
—No deberías caminar al costado de una calle tan transitada como ésta
—dice—. Y definitivamente no deberías señalar con ese dedo a las
personas que están tratando de ayudarte. ¿Necesitas que te lleve a casa?
—No —digo automáticamente.
—¿Algún problema? —pregunta, mirando a un lado y otro del tramo de
carretera que si no fuera por él, estaría desierto.
—No —digo, esta vez más desafiante.
No pasa nada y no hay ningún problema conmigo.
No es que la mayoría de la gente de Hawkins esté de acuerdo con esa
evaluación.
He escuchado a la gente de este pueblo hablar de “los gays”. Escuché a
los padres de Kate hablar sobre los peligros de “un homosexual acechando
en una comunidad”. Ésa es una conversación superficial durante la cena en
su casa, y no son los únicos en nuestro pueblo que se sienten así. Por
supuesto, hablan de los hombres homosexuales. Actúan como si las mujeres
homosexuales ni siquiera existieran. ¿Cómo podrían existir? Las mujeres
necesitan a los hombres, ¿cierto?
—¿Vas a ver a un chico? —pregunta Hopper—. ¿Vas a la casa de un
chico? —mira alrededor como si mi amante pudiera estar esperando para
salir desde detrás de un árbol.
—¿La casa de un chico? —no puedo evitarlo y se me escapa una risa un
poco histérica. Me llevo la mano a la boca y aprieto los labios.
El jefe me lanza una mirada severa. Tal vez debería evocar sentimientos
de padre sustituto, pero es más del tipo de un tío incómodo.
—Escucha, eres una niña. Una adolescente. Es… Hay muchas cosas que
yo no entiendo. Y lo sé. ¿De acuerdo? Sé de eso más de lo que quizá tú
puedas entender.
Debajo de su torpeza, empiezo a sentir que está hablando de algo
importante. Pero hasta donde sé, no tiene hijos. Así que. Esto es raro.
—Pero si estás aquí porque un chico te dijo que lo visitaras —continúa
—, ya casi ha oscurecido y este lugar puede ser sorprendentemente
peligroso. Deberías dejar que te lleve de vuelta a casa.
—Puedo decir que definitivamente no estoy aquí por un chico.
Hopper asiente. Pero su coche no se mueve.
Además de la incomodidad inherente de subir al auto de un extraño, no
quiero aceptar el viaje y que mis padres de casualidad hayan vuelto
temprano a casa sólo para ver cómo su hija es escoltada por el jefe de
policía. La escena no aumentaría exactamente sus niveles de confianza
actuales. Creen que he estado tomando el autobús todo este tiempo, cuando
en realidad he estado caminando al menos la mitad del trayecto a casa la
mayoría de los días.
—Debes tener algo mejor que hacer que llevar a casa a una adolescente
a la que le disgusta el olor del autobús —aunque su coche, incluso desde
donde estoy parada, no huele mucho mejor. Hay un meloso olor dulce y
ligeramente crujiente, como el fantasma de un centenar de waffles tostados.
Me gustan los waffles tanto como a cualquiera, pero esto parece excesivo—.
Sé que Hawkins es un lugar aburrido, pero…
—¿Este pueblo? ¿Aburrido? —baja un poco sus lentes de aviador. Se
verían bien en literalmente cualquier otra persona—. Cariño, no tienes idea.
Se marcha lanzando un chorro de grava innecesario.
Y de repente me encuentro ahí, para enfrentar mis vacaciones de
invierno, sola.
Capítulo treinta
26 DE DICIEMBRE DE 1983
La expareja del señor Hauser podrá haber tenido sus razones para
quedarse en Hawkins, pero yo estoy más convencida que nunca.
Necesito salir de aquí.
Mis noches en el cine se han convertido en un escape de mis días en la
escuela, pero no son suficientes. Por un lado, tengo que ver las mismas
películas una y otra y otra y otra vez, y cuando una película no es muy
buena para empezar, la monotonía es suficiente para sentir un gran deseo de
gritar. Uno de esos gritos de película de terror clase B, horrible y
conmovedor. Sobre todo cuando la cara de Tom Cruise está involucrada.
Luego, está el hecho de que no importa cuántas películas vea, no hay
nadie como yo en la pantalla. Ni siquiera un indicio de alguna persona gay.
Tal vez los cines de arte en algún lugar estén repletos de lesbianas, pero
esas películas no se hacen en Hollywood y no se proyectan en Hawkins. Y
la televisión definitivamente tampoco ayuda a mejorar la situación. Si la
gente de este pueblo quiere actuar como si no existiéramos, o si no
existimos aquí, se les está dando una muy buena excusa.
Por otro lado, el cine es el lugar de los rituales de citas más obvio del
pueblo. Si tengo que ver a una pareja más acariciándose en la fila de boletos
o actuando como si nadie pudiera verlos cuando están a sólo un paso de
reproducirse, en la última fila del cine, podría implosionar.
Intento concentrarme en las pequeñas cosas.
Recibir los boletos. Rasgar los boletos. Hacer bromas con Keri sobre lo
absurdo de Footlose: Todos a bailar. (Créeme, un pueblo como ése no se
puede cambiar con unos pocos números musicales.) Sonreír a Sheena
Rollins, que viene al menos una vez a la semana con una bolsa llena de
tejidos y trabaja en silencio en sus suéteres blancos extragrandes mientras
observa sola una película, rompiendo la regla no dicha de que las salas de
cine son sólo para parejas y grupos de amigos. Alumbrar intencionalmente
con mi linterna a los ojos de las personas que están rompiendo las reglas,
incluidos los que intentan hacer un bebé en la última fila. Servir las
palomitas de maíz con una pala.
Ganar dinero.
Ahora tengo más que suficiente para mi boleto de avión, y me faltan
doscientos billetes para el segundo. Todavía sueño con preguntarle a Tam,
pero sólo es eso: un sueño. Ya ni siquiera un sueño en la vigilia, porque
tengo demasiado miedo para mantenerlo en el aire durante las horas del día.
Pienso en eso a altas horas de la noche, pero cada vez me alejo más de
hablar con ella en la escuela. Me aterroriza la idea de resbalarme y, de
alguna manera, terminar diciendo algo.
Sobre el hecho de que me gustan las chicas.
Sobre el hecho de que me gusta ella.
En este punto, la idea de ir a Europa con Milton el próximo verano es lo
único que me salva de un colapso total. Las entradas para el baile de
graduación saldrán a la venta al final de la semana, y si para entonces no le
ha pedido a Wendy DeWan que vaya con él, tendré que intervenir. Nuestra
amistad ha estado en suspenso durante el tiempo suficiente.
Esta noche el cine está proyectando Se busca novio, lo cual no sería
particularmente emocionante, salvo porque Keri me dijo que nuestro
proyeccionista habitual (un tipo de veintitantos años llamado Russ que
reprobó la escuela de cine y regresó a Hawkins) pronto necesitará algo de
tiempo libre y, por lo tanto, comenzará a entrenarme.
Pronto estaré a cargo del destino de la audiencia.
Además, me pagarán el doble por los turnos de proyeccionista.
Eso pagará tantos pastelillos de desayuno.
En Francia, los croissants de chocolate son de rigueur. En Italia, tienen
su propia versión, llamada cornetti, ya sea simple o llena de perfectas nubes
de espesa crema pastelera. Y en España hay muchas otras opciones
tentadoras: magdalenas de limón, torrijas bañadas en canela o miel, panes
dulces como las ensaimadas, que quedarían perfectas con una pequeña taza
de café.* No es que beba café. Pero podría.
Me pregunto qué más aprenderé a hacer cuando me haya ido. Me
pregunto quién seré cuando regrese.
(Sin embargo, entre más pienso en eso, más difícil me resulta imaginar
la parte del regreso. Desde que el señor Hauser se marchó, desde que este
lugar lo ahuyentó, mi cerebro se ha vuelto muy bueno para bloquear el viaje
de regreso.)
—Robin, ¿estás escuchando? —pregunta Russ, frustrado.
—Por supuesto —digo, sólo la mitad de mí está en este estrecho y
pequeño espacio sobre el cine, con Russ.
La otra mitad está caminando por grandes avenidas y callejones
empedrados, vagando de museo en museo, vistiendo pantalones anchos y
camisas a rayas y tal vez incluso un alegre sombrero, quién sabe. Sonriendo
a una chica bonita, esperando que ella le devuelva la sonrisa. Preguntándole
a ella qué tipo de pan prefiere para desayunar.
Éstos son mis nuevos sueños. Los únicos que importan. Puedo
imaginarme siendo yo misma, toda yo, pero sólo en otro lugar.
—Robin. En serio. Tenemos que empezar la película, y tú estás ahí
parada sosteniendo el primer carrete.
—Oh. Claro.
Russ me muestra cómo enhebrarlo y hacer que la imagen cobre vida.
Parece bastante simple.
En cuanto comienza la película, mis ojos se desenfocan. Ya la he visto
tres veces y hay algunos problemas importantes. Uno: Shermer, Illinois,
podrá ser un lugar inventado, pero John Hughes es demasiado preciso sobre
lo horrible que es ser un adolescente del Medio Oeste. El vaporoso vestido
rosa al final no puede cancelar toda la tortura social que lo precedió (sin
mencionar que otra chica fue entregada a un nerd como si fuera un premio
ganado en la sala de arcades). Dos: todo se trata de ser una chica
exactamente de mi edad que, por supuesto, anhela al chico perfecto, como
si una chica de dieciséis años no pudiera desear algo más.
Tres: el cabello rojo corto y despeinado de Molly Ringwald nunca
dejará de recordarme a Tam.
—Vuelve en un momento y cambia los carretes —dice Russ.
—¿No debería quedarme aquí?
—No puedo verte mientras ves esta película. Tu cara está reflejando
demasiados sentimientos. Y me estresa.
—Vaya. Gracias.
Corro hacia la barra de la dulcería, que está relativamente desierta
porque ya se está proyectando la película. Sólo está Keri, comiendo Junior
Mints y leyendo la última Redbook.
—¿No quieres ver la película? —pregunto mientras me sirvo mi cena
habitual de palomitas de maíz y refresco. Keri no me cobra, porque los
llama “recursos renovables” de la industria del cine.
—No quiero ver ésta —dice ella—. Sólo me entristecería que mi novio
no se parece en nada a Jake. Él ni siquiera es la mitad de un Jake. Tal vez
sea un cuarto de Jake —Keri habla mucho de su novio, pero nunca me
presiona para que yo hable de chicos—. Todo es una gran fantasía inútil.
—Demasiado bonita para ser verdad —digo, mirando a nuestro
deprimente pueblo, donde un vestido para la fiesta de graduación es lo
único que la mayoría de la gente espera con ansias.
—¿Estás bromeando? —se burla Keri—. Esa película es más fantasía
que El regreso del Jedi, que tiene espadas mágicas brillantes y ositos de
peluche guerreros.
—Espera —digo, lanzando palomitas de maíz al aire, en un arco hacia
mi boca—. ¿Por qué Molly Ringwald está feliz al final?
—Porque ella piensa que conseguir al chico significa ser feliz. Yo tengo
al chico y, sinceramente, no es la gran cosa.
Vaya. Yo solía desdeñar las citas en todas sus formas, pero sólo porque
no podía ver con quién quería salir en realidad. Ahora no puedo imaginarme
pensando en las citas como no la gran cosa nunca más.
—Toma —dice Keri—. Te invito un Milky Way si haces mis rondas por
la sala.
No es un croissant de chocolate, pero nunca le diría que no a un Milky
Way.
—Hecho.
Tomo su linterna y la llevo a la sala oscura, merodeando por todos los
rincones y asegurándome de que nadie tenga los pies sobre los respaldos de
los sillones. Una parte de mí tiene la esperanza de que algún día encontraré
a dos chicas tomadas de la mano en la oscuridad. Quiero saber que están
aquí. El señor Hauser dijo que hay gays en todas partes, y sé que es verdad,
pero necesito verlo.
Lo único que veo son estudiantes de secundaria lamiendo Milk Duds y
lanzándoselos al cabello unos a otros. Doy vuelta en la esquina en la parte
delantera de la sala y empiezo a subir por el segundo pasillo. Desde la
pantalla llega el sonido de la falsa música “china”.
Oh. Cierto. Aquí hay un cuarto problema con esta película. El único
personaje asiático se usa como una broma de larga duración. Puede que me
moleste que Hollywood ignore intencionalmente a personas como yo, pero
convertir la existencia de alguien en una broma es horrible en otro nivel.
Pienso en Milton angustiado. Me angustio por él.
—¡Esta película es un desastre! —grito—. ¡Por si no se habían dado
cuenta! —la mayoría de las personas están demasiado ocupadas arrojándose
palomitas de maíz unos a otros como para preocuparse de que una
empleada se haya rebelado en el pasillo.
Y entonces, un nuevo problema me desconcierta.
Hay un par en la última fila. Puedo ver la silueta del cabello desde aquí:
Steve Harrington. Sólo puedo ver la forma de una chica apoyada contra su
pecho en la oscuridad, pero es pequeña como Tam, y de repente se siente
como si caminara hacia algo que en verdad no quiero ver.
Y entonces, comienzan a besarse. Allí mismo, en la sala del cine, justo
como se supone que no deben hacerlo.
¿Los interrumpo? ¿Me protejo de tener que ver lo que está sucediendo
en detalle?
Empuño mi linterna y me dirijo allá, lista para lanzarme sobre el
exhibicionista de Steve Harrington. Pero antes de que llegue al pasillo, la
chica sale corriendo del cine como si tuviera una misión urgente.
Quizá tenga que orinar. Tal vez está huyendo del escenario de una mala
cita.
Sea lo que sea, la sigo por el pasillo, pero antes enciendo por un instante
mi luz directo a los ojos de Steve cuando paso junto a él.
—¡Hey! ¡Cuidado con esa cosa! —grita Steve.
—Cuidado tú, AquaNet —espeto.
Se pasa una mano por el cabello con aire cohibido, y no puedo evitar
sentirme un poco victoriosa.
Al otro lado de la puerta del vestíbulo, el sonido de la película se
amortigua al instante. Keri está sumergida en su Redbook, y la puerta del
baño de mujeres se está cerrando. Corro y empujo hacia dentro. En realidad,
no sé por qué lo estoy haciendo. Sólo sé que si es Tam, necesito estar ahí
para ella.
Incluso si nunca le gustaré.
Pero la chica que está en el baño, mirándose en el espejo como si
hubiera olvidado por completo cómo luce, no es Tam.
Es Nancy Wheeler.
Tiene una cara en forma de corazón y aprieta la barbilla con fuerza. Está
tan pálida que uno pensaría que está viendo una película mucho más
aterradora. Viste una falda hasta los tobillos y perlas como Dios manda. Mi
primer instinto es preguntarle cómo logró que Steve Harrington aceptara
venir a ver esta película, para empezar. El segundo es decir algo divertido
sobre sus perlas.
Pero no lo hago porque ella está llorando: sollozos entrecortados y
fuertes, con muy poco control.
Y aunque apenas la conozco, debo hacer algo.
¿Éste es mi trabajo ahora? ¿Defender a las chicas de este pueblo de los
chicos que no las merecen? Nadie más parece dispuesto a hacerlo.
—Hey, ¿tu novio salió con algo tonto allá dentro? —pregunto, cruzando
los brazos sobre mi casaca oficial de trabajo—. Porque con todo gusto
podría echarlo a patadas.
Toma una toalla de papel marrón áspera y se limpia la nariz.
—¿Qué? ¿Steve? No —dice su nombre como si Steve fuera lo último
que está en su mente. Como si él fuera el menor de sus problemas.
Lo cual… no es lo que esperaba.
—¿Qué ocurre? —pregunto. Quizá no debería entrometerme, pero ya
estoy aquí, y ella todavía está molesta, incluso si sus lágrimas se han
secado.
—Sólo estoy preocupada —dice Nancy—. Por mi mejor amiga.
—¿Te refieres a Barb Holland? —pregunto, mi adorada Barb de
principios de este año, repentinamente vuelve a mí—. ¿Has sabido algo de
ella?
La boca de Nancy se tuerce con fuerza, pero parpadea lo
suficientemente fuerte para contener las lágrimas.
—No.
—¿Ella está bien?
—No lo creo —dice, con la voz hueca y los ojos fijos en el espejo.
Luego se gira hacia mí—. Olvídalo. Olvida que dije algo.
Y se marcha.
Si Nancy no ha sabido nada de ella, ¿por qué parece tan segura de que
Barb no está bien? ¿Es el silencio de una mejor amiga un signo en sí
mismo, una razón para pensar que podría haber sucedido algo terrible? Por
primera vez desde que Barb desapareció, siento verdadero miedo por ella.
Pienso, en contra de todas las autorregulaciones, en Kate. Nuestro
silencio se ha extendido cada vez más, sobre todo porque yo no quiero
lidiar con Dash, y Kate no rompió de inmediato con él después de que dejé
esa nota en su casillero. Intentó hablar conmigo un par de veces, me dejó
sus propias notas, llamó a casa y luego se rindió, cuando comprendió que
yo no estaba leyendo las notas ni devolviendo las llamadas. En realidad, no
me importan sus excusas. Ella sabe la verdad sobre lo horrible que fue Dash
esa noche. Y tomó su decisión. Eligió a su novio sobre su mejor “amiga”.
(Bien, ahora entiendo por qué esa palabra me molesta.** Porque Kate
es una chica y solía ser mi amiga, pero ése era un sentimiento muy diferente
al que experimento cada vez que veo a Tam. O que pienso en Tam.)
—Vamos, Buckley —me digo en el espejo del baño.
Regreso al vestíbulo justo cuando los gritos brotan de la sala de cine.
La audiencia comienza a salir por las puertas dobles, todos gritando y
quejándose unos de otros, en un tumulto de voces descontentas. Keri está
parada en la taquilla tratando de calmar a todos. Echo un vistazo a través de
las puertas abiertas hacia la sala, donde la película se ha convertido en un
negro crujiente y la película ha desaparecido.
—¡No regresaste! —grita Russ desde la puerta abierta de la sala de
proyección.
—¿No podías haber cambiado los carretes tú por esta vez? —grito
incrédula.
—Se supone que tú te estabas entrenando. Es tu trabajo.
—Ya no —dice Keri—. Lo siento, Robin. Derretir la película es una
especie de falta imperdonable. Estás fuera.
Me entrega un Milky Way como premio de consolación.
No puedo decir que lamento haber arruinado esta película. Así que me
quito la casaca de trabajo, contenta de llevar otra debajo, y la arrojo al suelo
mientras salgo.
Estaba tan cerca de tener todo el dinero que necesito para la Operación
Croissant, pero no puedo seguir esperando. Cuando salgo de la caverna
intemporal del cine, casi puedo saborear el verano en el aire.
Ya es mayo.
Es hora de ver si cuento con Milton.
* En español en el original. [N. del T.]
** En inglés, amiga se dice girlfriend, la misma palabra puede usarse también para decir “novia”. [N.
del T.]
Capítulo treinta y tres
11 DE MAYO DE 1984
Salir de casa cuando mis padres no tienen una verdadera idea de cómo
tomar medidas enérgicas contra una adolescente salvaje es más fácil de lo
que debería.
Me siento mal por ellos.
(No tan mal. Quiero decir, estaba planeando tomar un tren con rumbo a
Chicago en este momento, y luego un avión directo a París, y lo único que
estoy haciendo ahora es atravesar Hawkins. Ni siquiera estoy
desobedeciendo las órdenes que se establecieron antes. En realidad, no.
Papá dijo que cuando actuara como Robin de nuevo, sería libre de irme, y
nunca me he sentido más Robin de lo que me siento en este momento.)
La ventana de mi dormitorio del primer piso se abre al patio trasero. Lo
único que debo hacer es retirar silenciosamente el mosquitero, saltar sin
rasgar mi vestido recién cortado por la mitad, correr en cuclillas hacia la
cochera, abrir la puerta por la manija de metal. Lo hago lento y en silencio,
sólo se escucha un suave golpe cuando la puerta alcanza la parte superior.
—Demonios —hago una pausa, pero lo único que escucho son los
grillos volviéndose locos, tratando de encontrarse en la oscuridad. Al
parecer, ellos también saben que es la noche de graduación.
Me arrastro dentro mientras mis ojos se adaptan a la penumbra de la
cochera. Incluso meses después del regreso del Hawkins aburrido y seguro,
donde ningún niño o adolescente desaparece misteriosamente, mi bicicleta
todavía está atada con un candado. Después de tres intentos inútiles de
adivinar la combinación (y un destello incómodo de cómo se sentiría
montar en bicicleta con este minivestido), descubro las llaves del auto de
papá colgadas en el perchero, justo a la mano.
—Supongo que es hora de conducir.
Saco las llaves del gancho, entro en el coche y echo el asiento hacia
atrás para que me resulte algo más cómodo. Mis piernas no parecen ser
compatibles con la cantidad de espacio disponible, pero pongo mis tenis
sobre los pedales y decido que las rodillas apretadas simplemente tendrán
que estar bien. Nunca antes había hecho esto por mi cuenta, pero de las
pocas lecciones breves que me dio papá, al menos conozco los pasos de
rutina.
Aprieto la llave y la giro, haciendo una mueca cuando el motor tose y
despierta tan audiblemente como papá un lunes por la mañana.
Luego me arrastro en reversa, vacilante, y cuando llego al final del
camino de entrada, respiro hondo. Ésta es la parte complicada. Tengo que
pasar justo frente a nuestra casa y esperar que mis padres estén demasiado
ocupados discutiendo sobre mí como para notar que estoy escabulléndome
por la calle, justo en frente de la ventana de la sala.
Suelto el aliento cuando llego al final de la calle. Ahora, incluso si notan
que me he ido, no podrán dar conmigo fácilmente. Éste es su único auto, y
la verdad es que no logro imaginarlos corriendo hasta la Preparatoria
Hawkins.
Aprieto la palanca de velocidades mientras dejo mi vecindario atrás,
acelerando para llegar al baile de graduación antes de que todos hayan
consumido demasiado ponche en la fiesta como para notar que estoy allí.
No voy a perder esta noche con insulsos deportistas.
Quiero que todos vean que todavía estoy aquí, que siempre he estado
aquí, y siempre he sido rara. Que no voy a esconderlo para la comodidad de
nadie nunca más.
Pero primero tengo que sobrevivir a mi primer viaje sola. El Dodge Dart
no es exactamente un auto de lujo, pero siento que estamos juntos en esto
mientras nos deslizamos por los tranquilos vecindarios de Hawkins. Todo el
mundo se está preparando para ir a la cama… o esperando con una luz
encendida en la sala hasta que un adolescente errante regrese del baile de
graduación y de una noche de elecciones estúpidas en su mayoría
sancionadas.
El alcohol y el sexo en la noche del baile de graduación pueden parecer
actos de rebeldía para algunos chicos en Hawkins, pero a mí honestamente
me parecen poco imaginativos cuando me dirijo a los terrenos de la escuela
con mi vestido de graduación alterado, lista para abrirme camino en el
vientre de la bestia de la preparatoria y sacudirlo todo.
Quién sabe.
Tal vez incluso le pida a Tam que bailemos.
Cuando entro en el estacionamiento, se siente oficial.
—Lo logré —susurro—. En verdad, lo logré.
Hay tal sensación de libertad y alivio que no estoy segura de que ni
siquiera aterrizar en París pudiera haberla igualado. Río y levanto un puño
en señal de victoria… y en ese momento pierdo el control del pesado
volante. Gira repentinamente hacia la izquierda y me estrello contra un auto
estacionado. Y también contra uno muy bonito: un Maserati rojo. Manejo
en reversa, pero es bastante simple ahora ver qué piezas están destruidas.
El Dodge Dart está echando humo debajo del cofre, y lo único que
puedo hacer es intentar acercarlo hasta un espacio de estacionamiento
vacío, cerca de la parte trasera del lote. Por supuesto, no había aprendido a
estacionarme, y ahora la confianza que había estado sintiendo se encuentra
tan destrozada como el único auto de mis padres. Golpeo la defensa de una
camioneta cuando avanzo hacia el espacio vacío, luego corrijo demasiado y
rayo el costado de mi auto contra un cupé deportivo.
—Esas cosas son tontas de cualquier forma —murmuro para mí cuando
por fin consigo acomodarme en el lugar de estacionamiento en una rígida
diagonal.
Salgo del auto, jalo el dobladillo inferior de mi vestido y luego los
puños del saco. Estoy aquí ahora y, literalmente, no hay vuelta atrás, porque
mi auto de escape es un pedazo humeante de inútil metal.
Debería estar nerviosa, pero dejo escapar una risita de sorpresa.
Lo curioso es que nada puede trocar la alegría que me atraviesa en este
momento. Alegría, y un poco de incredulidad salvaje tipo En verdad estoy
haciendo esto.
Camino hacia la escuela.
Es hora de presentar en sociedad a Robin, la rebelde.
Capítulo treinta y siete
8 DE JUNIO DE 1984
Sara Crowe, sin esa conversación que tuvimos en la cafetería, este libro no
existiría.
Ann Dávila Cardinal, sin esa conversación que tuvimos afuera de otra
cafetería, esta historia podría no haber encontrado su rumbo.
Kristen Simmons, tus notas al margen y tu experiencia en la banda de
música lo son todo. Hopper y yo te amamos.
Cory, gracias por ver Stranger Things conmigo. (Incluso las partes más
aterradoras.)
¡Mav, te prometo que podremos verla juntos! ¡Pronto!
Sasha Henriques, trabajar contigo es un placer absoluto. Guiaste esta
historia de la mejor manera.
Netflix y el equipo de Stranger Things, me dieron la oportunidad de
contar la historia de una nerd inolvidable que apareció con un sombrero de
marinera y capturó nuestros corazones, y nunca lo olvidaré.
Maya Hawke, eres un ícono. Gracias por Robin.
Winona Ryder, gracias por cada pedacito de grandeza de chica-extraña
que has traído a cada etapa de mi vida.
Por último, pero no menos importante, gracias a los extraños entusiastas
que me vieron en la Comic Con de Nueva York en 2016 y gritaron
“¡Once!”, a pesar de que todavía no había visto la serie y no llevaba un
disfraz. (Al parecer, me veía como una versión adulta de Once en la
temporada uno.) Sin ustedes, podría no haber comenzado este viaje.
Además, Once es absolutamente ruda, así que lo tomo como el mayor
cumplido.
Fragmento de Max, la fugitiva © 2019, Netflix, Inc.
Portada © 2019, Netflix, Inc. Publicado originalmente
por Random House Children’s Books, una división
de Penguin Random House LLC, New York. Stranger Things
y todos los títulos, personajes y logos son marcas registradas
de Netflix, Inc. Creado por Duffer Brothers.
Prólogo
El cielo estaba tan bajo que parecía estar posado justo encima del centro
de Hawkins. El mundo pasó rápidamente mientras repiqueteaba por la
acera. Avancé más rápido en la patineta; escuché el susurro de las ruedas
sobre el concreto y su golpeteo en las grietas. Era una tarde helada y el frío
hacía que me dolieran los oídos. Había estado así a diario desde que
llegamos al pueblo, hacía tres días.
Seguí mirando hacia arriba, esperando ver el cielo brillante de San
Diego. Pero aquí todo se veía pálido y gris; incluso cuando no estaba
nublado, el cielo parecía descolorido. Hawkins, Indiana, hogar de nubes
grises, chamarras acolchadas e invierno.
Mi nuevo… hogar.
La calle principal estaba adornada para Halloween, con escaparates
llenos de calabazas sonrientes. Telarañas falsas y esqueletos de papel habían
sido adheridos a las ventanas del supermercado. En toda la cuadra, las
farolas estaban envueltas en serpentinas negras y naranjas que ondeaban
con el viento.
Pasé la tarde en el Palace Arcade, jugando Dig Dug hasta que me quedé
sin monedas. Como a mamá no le gustaba que malgastara el dinero en
videojuegos, antes sólo podía jugar cuando estaba con papá. Él me llevaba
al boliche o, a veces, a la lavandería, donde tenían gabinetes con Pac-Man y
Galaga. Y en ocasiones pasaba el rato en el Joy Town Arcade del centro
comercial, a pesar de que era una completa basura y era muy frecuentado
por metaleros con jeans raídos y chamarras de cuero. Sin embargo, ahí
tenían una máquina con Pole Position, que era mejor que cualquier otro
juego de carreras, incluso contaba con un volante para que sintieras que
conducías en verdad.
La sala de arcades de Hawkins era un edificio grande y de techo bajo
con letreros de neón en las ventanas y un toldo amarillo brillante, pero tras
las luces de colores y la pintura, sólo eran muros de aluminio. Ahí tenían
Dragon’s Lair, Donkey Kong y Dig Dug, que era mi juego, en el que
alcanzaba el puntaje más elevado.
Había estado allí toda la tarde, aumentando mi puntuación en Dig Dug,
pero después de llevar mi nombre hasta el puesto número uno me quedé sin
monedas y comencé a sentirme ansiosa, como si necesitara moverme, así
que salí del lugar, me subí a la patineta y me dirigí al centro para hacer un
recorrido por Hawkins.
Me impulsé para ir más rápido, mientras traqueteaba más allá de un
restaurante, una ferretería, un RadioShack, un cine. El cine era pequeño,
como si tuviera una sola sala con pantalla, pero su frente era ostentoso y
anticuado, con una gran marquesina que sobresalía como un acorazado
cubierto de luces.
Las únicas veces que en verdad me gustaba quedarme quieta era en el
cine. El cartel más reciente en el frente anunciaba Terminator, pero ya la
había visto. La historia era bastante buena. Un robot asesino con la
apariencia de Arnold Schwarzenegger viaja en el tiempo desde el futuro
para matar a una simple camarera llamada Sarah Connor. Al principio ella
parece una chica normal, pero resulta ser una rudísima patea traseros. Me
gustó, aunque no era en realidad una película de monstruos. La película, sin
embargo, me hizo sentir extrañamente decepcionada: ninguna de las
mujeres que conocía era como Sarah Connor.
Estaba flotando por delante de la casa de empeños, más allá de una
tienda de muebles y una pizzería con un toldo a rayas rojas y verdes,
cuando algo pequeño y oscuro cruzó la acera frente a mí. A la luz gris de la
tarde, parecía un gato, y sólo tuve tiempo de pensar qué extraño era y cuán
imposible sería ver a un gato en el centro de San Diego, cuando mis pies
perdieron su centro.
Estaba acostumbrada, pero aun así, esa fracción de segundo antes de
cada caída siempre resulta desorientadora. Cuando perdí el equilibrio sentí
como si todo el mundo se hubiera volteado de cabeza. Besé el suelo con
tanta fuerza que sentí el rebote en la mandíbula.
He estado sobre una patineta desde siempre, desde que mi mejor amigo,
Nate Walker, y su hermano, Silas, hicieron un viaje a Venice Beach con sus
padres, cuando estábamos en tercer grado, y regresaron absolutamente
entusiasmados con historias sobre los Z-Boys y las tiendas de patinetas en
Dogtown. Había estado en la patineta desde el día que descubrí la cinta de
agarre y las tablas Madrid, y entonces recorrí Sunset Hill por primera vez y
aprendí lo que era ir tan rápido que tu corazón se aceleraba y te lloraban los
ojos.
La acera estaba fría. Por un segundo, me quedé recostada sobre mi
vientre, mientras sentía un hueco sordo en mi pecho y un dolor vibrando en
mis brazos. Mi codo había atravesado la manga de mi suéter y las palmas de
mis manos se sentían apelmazadas y vibrantes. El gato hacía tiempo que se
había ido.
Me giré sobre mi espalda y estaba tratando de sentarme cuando una
mujer delgada y de cabello oscuro salió corriendo desde una de las tiendas.
Resultaba casi tan sorprendente como hallar un gato en el distrito
financiero. Nadie en California habría salido corriendo sólo para ver si me
encontraba bien, pero esto era Indiana. Mamá había dicho que la gente sería
más amable aquí.
La mujer ya estaba de rodillas en el cemento, a mi lado, y me veía con
ojos grandes y nerviosos. Mi codo sangraba un poco donde se había roto la
manga. Había un zumbido en mis oídos.
Se acercó a mí, con apariencia preocupada.
—Oh, tu brazo, eso debe doler —luego levantó la mirada y me vio a la
cara—. ¿Te asustas fácilmente?
Sólo miré hacia atrás. No, quería decir, y eso era cierto de todas las
maneras posibles. No me asustaban las arañas ni los perros. Podría caminar
sola por el malecón en la oscuridad o pasear en patineta por la orilla durante
la temporada de inundaciones sin preocuparme siquiera de que algún
asesino pudiera saltar encima de mí o de que algún repentino torrente de
agua bajara precipitadamente y me ahogara. Y cuando mamá y mi padrastro
dijeron que nos mudaríamos a Indiana, empaqué algunos calcetines, ropa
interior y dos pares de jeans en mi mochila y me dirigí a la estación de
autobuses. Era una absoluta locura preguntarle a los extraños si se
asustaban. ¿Asustarse de qué?
Por un segundo simplemente me senté en medio de la acera, con el codo
punzando y las palmas de las manos en carne viva y llenas de tierra, y la
miré con los ojos entrecerrados.
—¿Qué?
Ella sacudió la suciedad de mis manos. Las suyas eran más delgadas y
más bronceadas que las mías, con los nudillos secos y agrietados, y las uñas
mordidas. Junto a ellas, las mías se veían pálidas, cubiertas de pecas.
Me dirigió una mirada rápida y nerviosa, como si yo fuera la que
estuviera actuando de manera extraña.
—Sólo preguntaba si sanas fácilmente. A veces la piel clara es así. De
cualquier manera tendrías que ponerte Bactine para evitar que la herida se
infecte.
—Oh —sacudí la cabeza. Las palmas de mis manos todavía se sentían
como si estuvieran llenas de pequeñas chispas—. No. Quiero decir, no lo
creo.
Se inclinó más cerca y estaba a punto de añadir algo cuando, de pronto,
sus ojos se agrandaron todavía más y quedó inmóvil. Las dos levantamos la
mirada cuando el aire fue cortado en dos por el rugido de un motor.
Un Camaro azul pasó rugiendo ignorando el semáforo en Oak Street y
se detuvo junto a la acera. La mujer se giró para ver cuál era el problema,
pero yo ya lo sabía.
Mi hermanastro, Billy, estaba recostado en el asiento del conductor con
una mano posada perezosamente en el volante. Alcanzaba a escuchar el
sonido de su música a través de las ventanillas cerradas.
Incluso desde la acera podía ver la luz brillando en el pendiente de Billy.
Me estaba observando de esa manera plana y vacía en que lo hacía siempre,
con los párpados pesados, como si yo lo aburriera tanto que apenas pudiera
soportarlo, pero debajo de eso había un filo brillante de algo peligroso.
Cuando me miraba así, mi rostro quería contraerse. Estaba acostumbrada a
la forma en que me miraba, como si yo fuera algo que él quisiera
arrancarse, pero siempre parecía peor cuando lo hacía frente a alguien más,
como esta agradable y nerviosa mujer, que parecía la madre de alguien.
Me froté las manos punzantes en los muslos de mis jeans antes de
agacharme para tomar mi patineta.
Él dejó caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta. Después de un
segundo, se inclinó sobre el asiento y bajó la ventanilla.
La radio sonó más fuerte y la música de Quiet Riot golpeó el gélido aire.
—Entra.
Alguna vez, y durante dos semanas en abril pasado, pensé que el Camaro
era la cosa más genial que jamás hubiera visto. Tenía un cuerpo largo y
hambriento como un tiburón, con paneles aerodinámicos pintados y
terminados angulosos. El tipo de auto en el que podrías robar un banco.
Billy Hargrove era tan rápido y fuerte como el auto. Tenía una chamarra
de mezclilla descolorida y un rostro de estrella de cine.
En ese entonces, él todavía no era Billy, sólo esa vaga idea que yo tenía
sobre cómo iba a ser mi nueva vida. Su padre, Neil, iba a casarse con mi
madre, y cuando nos mudáramos todos juntos, Billy sería mi hermano.
Estaba emocionada de tener una familia otra vez.
Después del divorcio, papá se había largado a Los Ángeles, así que lo
veía prácticamente sólo en los días festivos poco importantes, o cuando él
estaba en San Diego por trabajo y mamá no podía encontrar una razón para
no permitirme verlo.
Mamá todavía estaba cerca, por supuesto, pero de una manera débil y
flotante, difícil de aferrar. Ella siempre había estado un poco borrosa
alrededor de los bordes de mi vida, pero una vez que papá estuvo fuera de
escena, la situación se volvió aun peor. Era un poco trágica la facilidad con
la que se desvanecía en la personalidad de todos los hombres con los que
salía.
Recuerdo primero a Donnie, quien tenía un problema en la espalda y era
incapaz de agacharse para sacar la basura. Nos preparaba panqueques
Bisquick los fines de semana y era muy malo para contar chistes. Un día se
escapó con una camarera de IHOP.
Después de Donnie, fue Vic, de San Luis; y luego Gus, con un ojo verde
y otro azul; e Ivan, que se limpiaba los dientes con una navaja plegable.
Neil era diferente. Conducía una camioneta Ford marrón, vestía
camisetas planchadas y su bigote lo hacía parecer una especie de sargento
del ejército o guardabosques. Y quería casarse con mamá.
Los otros tipos habían sido unos perdedores, pero eran unos perdedores
temporales, así que nunca me importaron en realidad. Algunos de ellos eran
bobos o amistosos o divertidos, pero después de un tiempo, las cosas malas
siempre se acumulaban. Se atrasaban en el pago del alquiler, o destrozaban
sus autos, o se emborrachaban y terminaban en la cárcel.
Siempre se iban, y si no lo hacían, mamá los echaba. Eso no me rompía
el corazón. Incluso los mejores eran de alguna manera bochornosos.
Ninguno de ellos era genial como papá, pero en general no estaban tan mal.
Algunos eran incluso agradables.
Como dije, Neil era diferente.
Mamá lo conoció en el banco. Trabajaba allí como cajera, sentada todo
el día detrás de una ventanilla manchada, entregando fichas de depósito y
regalando paletas a los niños pequeños. Neil era el guardia que vigilaba la
entrada, junto a las puertas dobles. Lo había escuchado decir que mamá se
veía como la bella durmiente sentada detrás del cristal, o como una antigua
pintura enmarcada. Por la forma en que lo decía, se suponía que debía sonar
romántico, pero yo no conseguía entender cómo podría serlo. La bella
durmiente estaba en coma. Las pinturas enmarcadas no eran
particularmente interesantes o excitantes, sólo estaban allí, atrapadas.
La primera vez que lo invitó a cenar, él trajo flores. Ninguno de los otros
había llevado flores. Él le dijo que su pastel de carne era el mejor que
hubiera probado nunca, y ella sonrió, se sonrojó y lo miró de reojo. Me
alegré de que hubiera dejado de llorar por su último novio, un vendedor de
alfombras que se peinaba de lado para disimular la calvicie y que tenía una
esposa a quien muy convenientemente había evitado mencionar.
Unas pocas semanas antes de salir de la escuela para las vacaciones de
verano, Neil le pidió a mamá matrimonio. Él le compró un anillo de
compromiso y ella le entregó un juego de llaves de la casa. Aparecía
entonces cada vez que se le antojaba, traía flores o se deshacía de
almohadones y fotos que no le gustaban, pero no aparecía después de las
diez y nunca pasó ahí toda la noche. Era demasiado caballeroso para algo
así; anticuado, decía él. Le gustaban las cocinas limpias y las cenas
familiares. El pequeño anillo de compromiso de oro hizo sentir a mamá más
feliz de lo que la había visto en mucho tiempo, y traté de estar feliz por ella.
Neil nos había dicho que tenía un hijo que estudiaba el bachillerato, pero
no ahondó en el asunto. Pensé que se trataría de algún chico deportista, o tal
vez una copia al carbón de Neil, pero más joven. Jamás hubiera imaginado
a Billy.
La noche que finalmente lo conocimos, Neil nos llevó a Fort Fun, una
pista de go-karts que estaba cerca de casa, donde los surfistas iban con sus
novias a comer buñuelos y a jugar en las mesas de hockey de aire o en la
máquina de Skee-Ball. Era el tipo de lugar al que sujetos como Neil no irían
ni estando muertos. Más tarde, me di cuenta de que él todavía estaba
intentando hacernos creer que era alguien divertido.
Billy llegó tarde. Neil nada dijo pero me di cuenta de que estaba furioso.
Intentaba actuar como si todo estuviera bien, pero sus dedos dejaron
abolladuras en su vaso de Coca-Cola. Mamá no paraba de remover su
servilleta de papel mientras esperábamos; la enrolló y luego la rompió en
pequeños cuadritos.
Pensé que tal vez todo era una gran estafa y que Neil ni siquiera tenía un
hijo. Era el tipo de cosas que siempre ocurrían en las películas de terror: el
tipo se inventaba una vida falsa y les contaba a todos sobre su casa perfecta
y su familia perfecta, cuando en realidad vivía en un sótano y comía gatos,
o algo por el estilo.
No pensé realmente que ésa fuera la verdad, pero la imaginé de
cualquier manera, porque eso era mejor que ver cómo lanzaba un vistazo al
estacionamiento cada dos minutos para enseguida dedicar una sonrisa tensa
a mamá.
Los tres estábamos avanzando con dificultades en el juego de minigolf
cuando finalmente apareció Billy. Ya habíamos llegado al décimo hoyo y
nos encontrábamos parados frente a un molino de viento pintado, del
tamaño de un cobertizo, intentando colar la bola más allá de las aspas
giratorias.
Cuando el Camaro irrumpió en el estacionamiento, el motor hizo tanto
ruido que todos se volvieron para mirar. Billy salió y dejó que la puerta se
cerrara detrás de él. Llevaba puesta su chamarra de mezclilla, sus botas de
piel y, lo más impactante de todo, tenía una perforación. Algunos de los
chicos mayores de la escuela usaban botas y chamarras de mezclilla, pero
ninguno llevaba un pendiente en la oreja. Con su gran cabellera alborotada
y la camisa abierta, se parecía a los metaleros del centro comercial, a David
Lee Roth o a algún otro personaje famoso.
Se acercó a nosotros, tras atravesar el campo de minigolf.
Pasó por encima de una gran tortuga de plástico y sobre el falso césped
verde.
Neil observaba con la mirada tensa y amarga que siempre ponía cuando
algo no se ajustaba a la altura de sus estándares.
—Llegas tarde.
Billy se encogió de hombros. No miró a su papá.
—Saluda a Maxine.
Quería decirle a Billy que ése no era mi nombre, odiaba que la gente me
dijera Maxine, pero guardé silencio. No habría importado. Neil siempre me
llamaba así, y no importaba cuántas veces le había dicho que no lo hiciera.
Billy me dedicó esa lenta y fría inclinación de cabeza, como si ya nos
conociéramos, y sonreí, sosteniendo mi palo de golf por el sudado
recubrimiento de goma. Ya estaba pensando en lo genial que eso iba a ser
para mí. En lo celosos que se pondrían Nate y Silas. Ahora yo tendría un
hermano, y eso cambiaría mi vida.
Más tarde ambos jugamos Skee-Ball mientras Neil y mamá caminaban
juntos por el malecón. Se estaba volviendo un poco molesta la manera en
que siempre se ponían tan melosos cuando estaban juntos, pero introduje
mis monedas en la ranura e intenté ignorarlos. Ella parecía realmente feliz.
La máquina de Skee-Ball estaba en una plataforma de concreto elevada,
sobre la pista de los go-karts. Desde la barandilla podías asomarte y
observar cómo los autos pasaban zumbando alrededor de la pista con figura
de ocho.
Billy apoyó los codos en la barandilla con las manos sueltas y
desenfadadas delante de él y un cigarrillo equilibrado entre los dedos.
—Susan parece una verdadera aguafiestas.
Me encogí de hombros. Ella era quisquillosa y nerviosa y, a veces, podía
no ser divertida, pero era mi madre.
Billy observó la pista. Sus pestañas eran largas, como de chica, y vi por
primera vez lo pesados que eran sus párpados. Sin embargo, habría algo que
llegaría a aprender de Billy: nunca se veía realmente despierto, excepto…
algunas veces. Esas veces su rostro se ponía repentinamente en alerta, y
entonces no tenías idea de lo que iba a hacer o de lo que iba a pasar a
continuación.
—Así que, Maxine —dijo mi nombre como una especie de broma.
Como si no fuera realmente mi nombre.
Pasé mi cabello detrás de las orejas y lancé una pelota a la taza de la
esquina por cien puntos. La máquina debajo de la ranura de las monedas
zumbó y escupió una cadena de boletos de papel.
—No me digas así. Sólo Max.
Billy se giró para verme. Su rostro estaba relajado. Luego sonrió con
una sonrisa somnolienta.
—Bien. Tienes una gran boca.
Me encogí de hombros. No era la primera vez que lo escuchaba.
—Sólo cuando la gente me hace enojar.
Rio, y su risa sonó grave y áspera.
—Bien. Mad Max, entonces.
En el estacionamiento, el Camaro estaba estacionado bajo una farola;
era tan azul que parecía una criatura de otro mundo. Algún tipo de
monstruo. Quería tocarlo.
Billy se había volteado otra vez. Estaba apoyado en la barandilla con el
cigarrillo en la mano, mirando el avance de los go-karts a lo largo de la
pista cercada por neumáticos.
Envié la última pelota a la taza de cien y tomé mis boletos:
—¿Quieres correr?
Billy resopló y le dio una calada al cigarrillo.
—¿Por qué querría perder el tiempo dando vueltas con un go-kart
cuando sé cómo conducir?
—Yo también sé conducir —dije, aunque no era exactamente cierto.
Papá me había enseñado a usar el embrague una vez en el estacionamiento
de un restaurante Jack in the Box.
Billy ni siquiera parpadeó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una nube
de humo.
—Seguro que sí —dijo. Parecía aburrido, un espacio en blanco bajo las
luces de neón, pero sonaba casi amistoso.
—Sí sé. En cuanto tenga dieciséis años, voy a conseguir un Barracuda y
me iré conduciendo hasta la costa.
—Un ’Cuda, ¿eh? Eso es un montón de caballos de fuerza para una niña
pequeña.
—¿Y? Puedo manejarlo. Apuesto a que también podría conducir el tuyo.
Billy se acercó y se agachó para mirarme directamente a la cara. Tenía
un olor marcado y peligroso, como a productos para el cabello y cigarrillos.
Todavía estaba sonriendo.
—Max —dijo con voz maliciosa y canturreada—. Si crees que podrás
acercarte a mi auto, estás absolutamente equivocada —pero estaba
sonriendo cuando lo dijo. Rio de nuevo, pellizcó la colilla y la arrojó. Sus
ojos brillaban.
Y pensé que todo era una gran broma, porque de esa manera era como
hablaban los tipos de esa clase. Los vagos y los maleantes que papá
conocía, todos los que se reunían en el Black Door Lounge al final de la
calle de su departamento en East Hollywood. Cuando hacían bromas sobre
la temeraria hija de Sam Mayfield o me molestaban con pláticas sobre
chicos, sabía que sólo bromeaban.
Billy se cernió sobre mí, estudiando mi rostro.
—Sólo eres una niña —dijo de nuevo—. Pero supongo que incluso las
niñas pueden distinguir una buena carroza cuando la ven, ¿cierto?
—Claro —dije.
Pero, de hecho, yo había sido lo suficientemente tonta para creer que
éste era el comienzo de algo bueno. Que los Hargrove estaban aquí para que
todo fuera mejor, o estuviera bien, por lo menos. Que esto era una
verdadera familia.
A. R. Capetta ha cosechado varios éxitos de venta en literatura para
jóvenes adultos con obras como Echo after Echo, The Lost Coast, la serie
The Brilliant Death y la serie Once & Future, en coautoría con Cory
McCarthy, con quien cofundó, en el ámbito de la enseñanza de escritura
creativa, The Rainbow Writers Workshop, el primer evento de este tipo para
escritores LGBTQIAP+ de literatura infantil y juvenil.
A. R. escribe sobre magia, ciencia, cosas extrañas y los lugares donde
todo ello se une.
Actualmente vive en las fantásticas montañas de Vermont.
amyrosecapetta.com
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ARCapetta
Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la
imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o
muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.
Publicado según acuerdo con Random House Children’s Books, una División de Penguin Random
House LLC, New York
eISBN: 9786075574271
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