El Arroyo Eliseo Reclus

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 71

“El arroyo” de Elíseo Reclús

EL ARROYO*
Elíseo Reclús

CAPÍTULO PRIMERO

LA FUENTE

La historia de un arroyo, hasta la del más pequeño que nace y se pierde entre el musgo, es la
historia del infinito. Sus gotas centelleantes han atravesado el granito, la roca calcárea y la
arcilla; han sido nieve sobre la cumbre del frío monte, molécula de vapor en la nube, blanca
espuma en las erizadas olas. El sol, en su carrera diaria, las ha hecho resplandecer con
hermosos reflejos; la pálida luz de la luna las ha irisado apenas perceptiblemente; el rayo la ha
convertido en hidrógeno y oxígeno, y luego, en un nuevo choque, ha hecho descender en forma
de lluvia sus elementos primitivos. Todos los agentes de la atmósfera y el espacio y todas las
fuerzas cósmicas, han trabajado en concierto para modificar incesantemente el aspecto y la
posición de la imperceptible gota; a su vez, ella misma es un mundo como los astros enormes
que dan vueltas por los cielos, y su órbita se desenvuelve de cielo en cielo eternamente y sin
reposo.

Toda nuestra imaginación no basta para abarcar en su conjunto el circuito de la gota y por eso
nos limitamos a seguirla en su curso y su caída, desde su aparición en la fuente, hasta
mezclarse con el agua del caudaloso río y el océano inmenso. Como seres débiles, intentamos
medir la naturaleza con nuestra propia talla; cada uno de sus fenómenos se resume para
nosotros en un pequeño número de impresiones que hemos sentido. ¿Qué es el arroyo, sino el
sitio hermoso y apacible donde hemos visto correr el agua cristalina bajo la sombra de los
álamos, balancearse sus hierbas largas como serpentinas y temblar agitados los juncos de sus
islitas? La orilla florida donde gozábamos acostándonos al sol, soñando en la libertad, el
sendero tortuoso que bordea el margen y que nosotros seguimos con paso lento contemplando
el curso del agua, la arista de la piedra desde la cual el agua unida en apretado haz se precipita
en cascada o se deshace en espuma; he ahí lo que en nuestro recuerdo es el arroyo, casi con
toda su infinita y compleja naturaleza, puesto que lo restante se pierde en las obscuridades de
lo inconcebible.

La fuente, el punto donde el chorro de agua, oculto hasta allí, se manifiesta repentinamente, es
el paraje encantador hacia el cual nos sentimos invenciblemente atraídos; que ésta parezca
adormecida en un prado como simple balsa entre los juncos, que salga a borbotones de la
arena arrastrando laminitas de cuarzo o de mica, que suben y bajan arremolinándose en un
torbellino sin fin, que brote modestamente entre dos piedras, a la sombra discreta de los
grandes árboles, o bien que salga con estrépito de una abertura de la roca ¿cómo no sentirse
fascinado por el agua que acaba de salir de la obscuridad y tan alegremente refleja la luz?
Gozando nosotros del espectáculo encantador que el manantial nos ofrece, nos es fácil
comprender por qué los árabes, los españoles, los campesinos de los Pirineos y otros muchos
hombres de todas las razas y de todos los climas han creído ver en las fuentes «ojos» de seres
encerrados en las tenebrosas entrañas de las rocas, con los cuales contemplan el espacio y la

*
The Project Gutenberg eBook of El Arroyo, by Elíseo Reclus, www.gutenberg.net. Produced by
http://gallica.bnf.fr/, Virginia Paque and the Online Distributed Proofreading Team. Traducción de A. López
Rodrigo.
5
“El arroyo” de Elíseo Reclús

verdura. Libre de la cárcel que la aprisionaba, la ninfa alegre mira el cielo azul, los árboles, las
hierbas, las cañas que se balancean; refleja la inmensa naturaleza en el hermoso zafiro de sus
aguas, y, sugestionados por sus límpidas miradas, nos sentimos poseídos de misteriosa
ternura.

La transparencia de las fuentes fue en todo tiempo el símbolo de la pureza moral; en la poesía
de todos los pueblos, la inocencia se compara con el agua cristalina de las fuentes, y el
recuerdo de esta imagen, transmitido de siglo en siglo, se ha convertido para nosotros en
atractivo.

No cabe duda que esta agua se enturbiará más lejos; pasará por rocas que le dejarán materias
impuras y arrastrará vegetales en putrefacción; se escurrirá por sucias tierras y se cargará de
inmundancias por los animales y los hombres; pero aquí, en su balsa de piedra o en su cuna de
juncos, es tan pura, tan luminosa, que parece aire condensado: los reflejos movibles de la
superficie, los repentinos borbotones, los círculos concéntricos de sus rizos, los contornos
indecisos y flotantes de las piedras sumergidas, es lo único que revela que ese fluido tan claro,
es agua lo mismo que los ríos cenagosos. Inclinándonos sobre la fuente y viendo en ella
reflejada nuestra cara fatigada y con frecuencia nada buena sobre su límpida superficie, no hay
nadie que no repita instintivamente, hasta sin haberlo aprendido, el antiguo canto que los
güebros enseñaban a sus hijos:

Acércate a la flor, pero no la deshojes,


Mírala y dí en voz baja: ¡Oh, quién fuera tan bueno!

En fuente cristalina no arrojes nunca piedras;


Contémplala y exclama: ¡Oh, quién fuera tan puro!

¡Qué hermosas son esas cabezas de náyade con la cabellera coronada de hojas y flores que
los artistas helénicos han burilado en sus medallas y esas estatuas de ninfas que han elevado
sobre las columnatas y los templos! ¡Cuán encantadoras son esas imágenes ligeras y
vaporosas que Goujon ha sabido, no obstante, fijar para los siglos en el mármol de sus fuentes!
Cuán graciosa y alegre no es esa fuente que el viejo Ingres ha casi esculpido con su pincel!
Nada parece ser tan fugitivo, tan indeciso como el agua corriente vista entre juncos; es cosa de
preguntarse cómo una mano humana puede atreverse a simular la fuente, con sus rasgos
precisos, en el mármol o la tela; pero pintor o escultor, el artista no tiene más que mirar esta
agua transparente, dejarse seducir por el sentimiento que le invade, para ver que aparece ante
su vista la imagen graciosa y de redondeces abultadas y hermosas. Héla ahí, bella y desnuda,
sonriendo a la vida, fresca como la onda en la que su pie se baña; es joven y no envejecerá
jamás; aunque las generaciones pasen rápidas ante ella, sus formas serán siempre igualmente
suaves, su mirada igualmente pura, y el agua que se extiende como perlas en su urna
encantada, brillará siempre al sol con iguales resplandores. ¡Qué importa que la ninfa inocente,
desconocedora de las miserias de la vida, no tenga en su cabeza un torbellino de ideas! Feliz
ella, no sueña en nada; pero su dulce mirada nos hace soñar a nosotros y, a su vista, nos
prometemos ser sinceros y buenos hasta ser su igual, y su virtud nos fortalece contra el mundo
odioso del vicio y la calumnia.

La leyenda romana nos dice que Numa Pompilio tenía como consejera a la ninfa Egeria.
Penetraba solo en el interior de los bosques, bajo la sombra misteriosa de las encinas; se
aproximaba confiadamente a la gruta sagrada y con su sola presencia, al agua pura de la
cascada, con su ropaje bordado de espuma y el flotante velo de vapor, irisado, adquiría la forma
de una mujer hermosa y le sonreía con amor. Numa, el mísero mortal, la hablaba como a su
igual, y la ninfa le contestaba con voz cristalina, a la que se mezclaban como un coro lejano el
murmullo del follaje y los ruidos del bosque. El legislador aprendió allí su sabiduría. Ningún

6
“El arroyo” de Elíseo Reclús

anciano con su barba blanca hubiera pronunciado palabras tan juiciosas como las que salían de
los labios de la ninfa, inmortal y eternamente joven.

¿Qué nos dice esta leyenda, sino que sólo la naturaleza y no la baraúnda de las multitudes
puede iniciarnos en la verdad? ¿qué para iniciarse en los misterios de la ciencia es preciso
retirarse a la soledad y desarrollar su inteligencia por la reflexión? Numa Pompilio, Egeria, no
son más que nombres simbólicos que resumen todo un período de la historia del pueblo
romano, lo mismo que la de toda sociedad naciente: a las ninfas, ó, por mejor decir, a las
fuentes; a los bosques, a los montes deben los hombres la inspiración de sus costumbres y sus
leyes en el origen de la civilización. Y aun cuando fuera cierto que la discreta naturaleza hubiera
dado así consejos a los legisladores, transformados bien pronto en opresores de la humanidad,
¡cuánto bien no ha hecho sobre ella en favor de los que sufren en la tierra, para darles energía,
consolarlos en las horas de desgracia y fortalecerlos para la gran batalla de la vida! Si los
oprimidos no hubieren tenido donde templar las energías y crearse un alma fuerte
contemplando la tierra y sus grandes paisajes, la iniciativa y la audacia hubieran muerto ha
muchos siglos. Todas las cabezas se hubieran inclinado ante unos cuantos déspotas y todas
las inteligencias hubieran caído en una indestructible red de sutilezas y mentiras.

En nuestras universidades e institutos, muchos profesores, sin saber lo que hacen o creyendo
hacer bien, intentan disminuir el valor de la juventud educando la fuerza y la originalidad según
sus propias ideas, imponiendo a todos la misma disciplina y mediocridad. Existe una tribu de
pieles rojas en la que las madres intentan hacer hijos para consejeros y para la guerra
haciéndoles inclinar la cabeza hacia adelante o hacia atrás por medio de sólidos instrumentos
de madera y vendajes apropiados; lo mismo que esta tribu existen pedagogos que se
consagran a la obra funesta de fabricar cabezas de funcionario y otros cargos, lo cual
consiguen, desgraciadamente, con harta frecuencia. Pero pasan los diez meses de cadena, los
diez largos meses de estudios, y llegan los días felices de vacaciones: la juventud adquiere su
libertad; vuelve al campo, ve nuevamente los álamos del prado, los árboles del bosque, y la
fuente sobre cuyas aguas flotan ya las primeras hojas amarillas que el otoño marchita; llenan
sus pulmones con el aire puro de la campiña, renuevan su sangre, fortalecen un cuerpo y todos
los aburrimientos de la escuela serán insuficientes para hacer que desaparezcan del cerebro los
recuerdos de la naturaleza libre. Que el colegial salido de la cárcel, escéptico y extenuado, se
aficione a seguir el tortuoso sendero que bordea al arroyo, que contemple los remolinos de las
aguas, que separe las hojas o levante las piedras para ver salir el agua de los pequeños
manantiales, y este ejercicio le hará muy pronto sencillo de corazón, jovial y cándido.

Y lo mismo que sucede a los jóvenes sucede a los pueblos en su adolescencia. A miles, los
sacerdotes y directores de las naciones, pérfidos o llenos de buenas intenciones, se han
armado del látigo y la mordaza, o bien, con mayor habilidad se han limitado a hacer repetir en
todos los siglos las ideas de obediencia con objeto de matar las voluntades y envilecer los
espíritus; pero, afortunadamente, todos esos –pastores- que han querido esclavizar al hombre
por el terror, la ignorancia o la aplastante rutina, no han conseguido crear un mundo a su
imagen, no han podido hacer de la naturaleza un gran jardín de olorosos naranjos, con árboles
retorcidos en forma de monstruos y de enanos, con valles cortados como figuras geométricas y
rocas talladas a la última moda. La tierra, por la magnificencia de sus horizontes, las frescuras
de sus bosques y la pureza de sus fuentes, ha sido y continúa siendo la gran educadora y no ha
cesado de llamar a las naciones a la armonía y a la conquista de la libertad. Tal monte cuyas
nieves y hielos aparecen en pleno cielo por encima de las nubes, tal bosque en el que el viento
ruge, o tal riachuelo que corre susurrante por prados y valles, han hecho con frecuencia mucho
más que formidables ejércitos por la libertad de un pueblo. Así lo sintieron los antiguos vascos,
nobles descendientes de los íberos, nuestros abuelos: por el anhelo de libertad y altiva valentía,
construían sus residencias al borde de las fuentes, a la sombra de los grandes árboles, y más
aún que su fiereza, el amor a la naturaleza aseguró durante siglos su independencia.

7
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Nuestros otros antepasados, los arios de Asia, adoraban las aguas corrientes, y desde el origen
de las edades históricas, fueron objeto de un culto verdadero. Vivían en la salida de los
hermosos valles que descendían de Palmira, el «techo del mundo», sabían utilizar todos los
torrentes de agua clara dividiéndolos en numerosos canales, transformando así en fértiles
huertas sus áridas tierras, y si invocaban a las fuentes, si las ofrecían sacrificios, no era sólo
porque el agua fertilizaba sus campos y hacía crecer sus árboles y calmaba la sed de ellos y
sus ganados, sino también, según decían, porque el agua purifica a los hombres, equilibra las
pasiones y calma los «deseos desmedidos».

El agua era quien les evitaba los odios y furias insensatos de sus vecinos, los semitas del
desierto, y ella era quien les había salvado de la vida errante fecundando sus campos y
alimentando sus cultivos; a ella debían el haber podido fijar la primera piedra del hogar, y luego,
la población y la ciudad, ensanchando así el círculo de sus sentimientos y sus ideas. Sus hijos,
los helenos, comprendieron la importancia del agua y su influencia decisiva en el origen de las
sociedades, según más tarde demostraron construyendo un templo y levantando la estatua de
un dios al borde de cada una de sus fuentes.

Hasta entre nosotros, últimos descendientes de los arios, subsiste en algunos puntos un resto
de la antigua adoración a las fuentes. Después de la muerte de los antiguos dioses y la
destrucción de sus templos, los pueblos cristianos continuaron en muchas partes venerando el
agua de los manantiales: así en el nacimiento del Cefiso en Beocia, se ve una al lado de otra,
las ruinas de dos ninfeos griegos con sus elegantes columnas y la pesada arquitectura de una
capilla de la Edad Media. En la Europa occidental algunas iglesias y conventos han sido
construidos en la orilla de las fuentes; pero en muchos más puntos aun, los sitios encantadores
en donde alegremente salen del suelo las aguas cristalinas, han sido maldecidos como parajes
frecuentados por demonios. Durante los dolorosos siglos de la Edad Media, el temor transformó
los hombres, y este sentimiento funesto les hizo ver caras gesticulantes y ridículas, en donde
nuestros antepasados sorprendieron la sonrisa de los dioses, transformando en antesala del
infierno la alegre tierra que para los helenos fue la base del Olimpo. Los negros sacerdotes,
comprendiendo por instinto que la libertad podría renacer del amor a la naturaleza, habían
entregado la tierra a los genios infernales; habían puesto los demonios y los fantasmas en el
mismo punto que antes ocupaban los dríadas y las fuentes donde en otro tiempo se bañaban
las ninfas. Al nacimiento de las aguas acudían los espectros de los muertos para unir sus
sollozos con los quejidos lastimeros de los árboles y el murmullo del agua al chocar con las
piedras; era también el punto de reunión de las bestias salvajes, en donde por las noches el
siniestro duende se emboscaba detrás de una breña para lanzarse de un salto sobre los
caminantes y convertirlos en cabalgadura suya. En Francia, como en España ¡cuántas «fuentes
del diablo» y «bocas de infierno» existen, no frecuentadas por los campesinos supersticiosos, y
teniendo únicamente de infernal, sin embargo, esas fuentes temidas y esos antros
subterráneos, la majestad salvaje del lugar o la azul profundidad de sus aguas!

En adelante, a todos los hombres que aman a la vez la poesía y la ciencia, a todos los que
deben trabajar de común acuerdo para el bienestar general, corresponde el deber de levantar la
maldición arrojada sobre las fecundas y encantadoras fuentes por los sacerdotes de la Edad
Media. No adoraremos, es cierto, como nuestros antepasados, arios, semitas o íberos, el agua
transparente que sale a borbotones del suelo; para manifestar nuestro agradecimiento por la
vida y las riquezas que produce a las sociedades, no lo construiremos ningún ninfeo, no le
dedicaremos ninguna libación solemne, pero en honor de la fuente haremos más que todo eso.
Estudiaremos en sus aguas, en su espuma, en la arena que arrastra, en las tierras que disuelve
y, a pesar de las tinieblas, remontaremos el curso subterráneo hasta la primera gota que la roca
transpira; a la luz del día la seguiremos de cascada en cascada, de curva en curva, hasta llegar
al inmensa depósito del mar a donde va a confundirse, y conoceremos con exactitud el papel
importante que desempeña en la historia del planeta. Al mismo tiempo, aprenderemos a
utilizarla de un modo completo en el riego de nuestros campos, convirtiéndola en una de
8
“El arroyo” de Elíseo Reclús

nuestras riquezas, poniéndola al servicio común de la humanidad, en vez de dejarla arrasar los
cultivos o perderse en pestilentes pantanos. Cuando hayamos, en fin, comprendido a la fuente
con exacta perfección, entonces será nuestra fiel asociada en la obra de embellecimiento del
globo; entonces apreciaremos prácticamente su encanto y su belleza, y nuestras miradas no
serán ya de infantil admiración. El agua, como la tierra que vivifica, nos parecerá cada día más
hermosa en cuanto se haya purificado, no sin pena, de su larga maldición. Las tradiciones de
nuestros antepasados, los ciudadanos helénicos, que miraban con tanto amor el perfil de los
montes, el nacimiento de las aguas y el contorno accidentado de las orillas del arroyo, han sido
vueltas a la vida por nuestros artistas para la tierra entera como para la fuente, y gracias a esta
resurrección la humanidad florece de nuevo en su juventud y su alegría.

Cuando empezó el renacimiento de los pueblos europeos, un mito extraño se propagó entre los
hombres. Se contaba que lejos, muy lejos, más allá de los límites del mundo conocido, existía
una fuente maravillosa, que reunía las virtudes de todas las demás fuentes; no sólo curaba los
males sino que rejuvenecía y daba la inmortalidad. El vulgo creyó esta fábula y se puso a
buscar la «Fuente dé la Juventud,» esperando encontrarla, no en la entrada de los infiernos,
como la laguna Estigia, sino al contrario, en un paraíso terrestre, en medio de flores y verdura,
bajo una primavera eterna. Después del descubrimiento del Nuevo Mundo, los soldados
españoles, a millares, se aventuraban con heroísmo inusitado en medio de tierras
desconocidas, a través de los bosques, pantanos, barrancos y montes, y en regiones pobladas
de enemigos; iban siempre adelante, y cada una de sus etapas se marcaba con la muerte de
muchos de ellos; pero los que quedaban avanzaban sin detenerse, esperando hallar al fin, en
recompensa de sus esfuerzos, esa agua maravillosa cuyo contacto les haría vencer a la muerte.
Aun hoy, según se dice, los pescadores descendientes de los primeros conquistadores
españoles dan vueltas alrededor de las islas del estrecho de las Bahamas, con la esperanza de
ver en alguna playa salir a borbotones la maravillosa agua.

¿Y a qué es debido el que hombres, gozando después, de todo de un excelente buen sentido y
gran fuerza de voluntad, buscaran con tanta pasión la fuente divina que debía renovar sus
cuerpos y se exponían alegremente a todos los peligros con la esperanza de encontrarla?

Consiste en que nada les parecía imposible a los que habían visto realizarse las maravillas del
Renacimiento. En Italia, los sabios habían sabido resucitar el mundo griego con sus pensadores
y artistas; en la brumosa Alemania los magos de la verdad habían descubierto la maravilla de
hacer grabar el metal y la madera; los libros se imprimían, y el dominio infinito de las ciencias se
abría así a las masas del pueblo, condenadas en otro tiempo a la obscuridad de la ignorancia;
en fin, los navegantes genoveses, venecianos, españoles y portugueses habían hecho surgir,
como un segundo planeta unido al nuestro, un continente nuevo con sus plantas, sus animales,
sus pueblos y sus dioses. La inmensa renovación de las cosas había embriagado los espíritus;
sólo lo posible parecía quimérico. La Edad Media desapareció en el abismo de los siglos
pasados, y, para los hombres empezaba una nueva era, más libre y feliz.

Los que por el estudio se habían emancipado del error y las supersticiones, comprendieron que
la ciencia, el trabajo y la unión fraternal podían sólo aumentar el poder de la humanidad y
hacerla triunfar definitivamente de la influencia del pasado; pero los soldados groseros, héroes
contra el buen sentido, iban buscando en el pasado legendario esa gran era de renovación que
se abría precisamente por las conquistas de la observación y la negación del milagro; tenían
necesidad de un símbolo material para creer en el progreso, y este símbolo era el de la fuente,
en donde los miembros del anciano recobraran la fuerza y la belleza. La imagen que se
presentaba naturalmente a su imaginación era la de la fuente, naciendo a la libertad del fondo
tenebroso del suelo y haciendo crecer en seguida sobre sus orillas frondosas las plantas, las
flores y la juventud.

9
“El arroyo” de Elíseo Reclús

CAPÍTULO II

EL AGUA DEL DESIERTO

Para comprender la importancia que han tenido los manantiales y los arroyos en la vida de las
sociedades, es preciso transportarse, aunque sólo sea con el pensamiento, a los países donde
la tierra avara no deja brotar más que muy raras fuentes. Acostados blanda y cómodamente
sobre la hierba de nuestros prados, cerca del agua que se escapa a borbotones, es muy fácil
abandonarnos a la voluptuosidad de vivir, contentándonos sólo con los encantadores horizontes
de nuestro clima; pero dejemos nuestro espíritu vagar bastante más allá de los límites donde
alcanza nuestra mirada. Viajemos a capricho lejos de las matas gramíneas que se balancean a
nuestro lado a la otra parte de los álamos que hacen sombra a la fuente, y de los surcos que
rayan la falda de la colina; más allá todavía de las ondulaciones vaporosas de las crestas que
marcan las fronteras del valle y de los blancos jirones de nubes que festonean el horizonte.
Sigamos en su vuelo, al otro lado de los montes y los mares, al pájaro que se marcha hacia
otros continentes. La frente refleja un instante su rápida imagen pero bien pronto desaparece en
el espacio.

Aquí, en nuestros ricos valles de la Europa occidental, el agua corre en abundancia; las plantas
bien regadas, se desarrollan con toda su belleza; las ramas de los árboles, con su corteza lisa y
tierna, están rebosando savia; el aire tibio está cargado de vapores. Por influencia del contraste,
es natural pensar en otras comarcas menos felices, en las que la atmósfera no produce lluvia, y
el suelo, demasiado árido, da vida raquítica a una insignificante vegetación. En esas regiones
es donde las gentes saben apreciar el agua en su justo valor. En el interior del Asia, en la
Península arábiga, en el Sahara y el desierto del África Central, en las llanuras del Nuevo
Mundo, y hasta en ciertas regiones de España, cada fuente es algo más que el símbolo de la
vida; es la vida misma: que el agua sea abundante y la prosperidad del país se acrecentará; si
la cantidad disminuye o desaparece completamente, los pueblos se empobrecen o mueren: su
historia es la del hilo de agua, cerca del cual construyen sus cabañas.

Los orientales, cuando tienen ensueños de felicidad, se ven siempre al borde de un arroyuelo, y
en sus cantos celebran, sobre todo, la belleza de las fuentes. Mientras que en nuestra Europa,
con bastante agua para el desenvolvimiento de la vida, nos saludamos burguesamente
preguntándonos por la salud y los negocios, los gallos del África oriental, se preguntan
inclinándose. «¿Has hallado agua?» En el Indostán, al criado encargado de refrescar la morada
rociando el piso, le llaman el «paradisiaco».

En las costas del Perú y de Bolivia, donde el agua pura es muy rara, miran frecuentemente con
desesperación la vasta extensión de las ondas saladas. La tierra árida tiene un color amarillo, el
cielo es azul o de un color de acero. Sucede a veces que una nube se forma en la atmósfera:
inmediatamente, las gentes se juntan para seguir con la mirada el hermoso lienzo de vapor que
se deshace en el espacio sin resolverse en lluvia. No obstante, después de meses y años de
espera, un feliz movimiento del aire funde en agua a la nube sobre las arideces de la costa.
¡Qué alegría, ver caer el chaparrón tanto tiempo esperado! Los niños salen de la casa para
recibir la lluvia sobre sus cuerpos desnudos y se bañan en las charcas lanzando gritos de
alegría; los adultos esperan impacientes el final de la tormenta para salir al aire libre y gozar del
contacto con las moléculas húmedas que flotan todavía en la atmósfera. La lluvia que acaba de
caer va a renacer por todas partes, no en fuentes, sino cambiada por la maravillosa química del
suelo, en verdura, en flores y en aromas, para transformar durante algunos días el desierto
árido en hermoso prado. Por desgracia, esas hierbas se secan en muy pocas semanas, la tierra
se calcina de nuevo, y los habitantes, afligidos, se ven obligados a ir en busca del agua
10
“El arroyo” de Elíseo Reclús

necesaria, a las llanuras lejanas cubiertas de eflorescencias salitrosas. El agua se deposita en


grandes tinajas, y les gusta mirarse en ella, lo mismo que en nuestros felices climas podemos
hacer en el mágico espejo de nuestras fuentes.

El extranjero que se aventura por ciertos pueblos del alto Aragón, construidos sobre las
cumbres de los montes que sirven de base a los Pirineos lo mismo que rocas a punto de rodar
hasta el valle, se ve sorprendido por la tierra roja que cimenta las piedras irregulares de las
miserables casuchas. Supone que la roja argamasa se ha amasado con arena rojiza, pero no
es así; los constructores, avaros de su agua, han preferido hacer el mortero con vino. La
cosecha del año anterior ha sido buena, sus bodegas están llenas de líquido, y si se quiere
colocar la nueva cosecha, no tiene otro recurso que vaciar una buena parte. Para ir en busca
del agua, muy lejos en el valle, al pie de las colinas, sería necesario perder días enteros y
cargar numerosas caravanas de mulas. En cuanto a servirse del agua que cae gota a gota por
la hendidura de la roca inmediata, es un sacrilegio en el cual nadie piensa. Esta agua, las
mujeres que van todos los días a recogerla en sus cántaros, la conservan con un amor
religioso.

¡Cuánto más viva todavía debe ser la admiración que por el agua siente el viajero que atraviesa
el desierto de piedras o de arena, y que ignora si tendrá la suerte de hallar un poco de humedad
en algún pozo, cuyas paredes están formadas con huesos de camello! Llega al punto indicado,
pero la última gota acaba de ser evaporada por el sol; ahonda el húmedo suelo con la punta de
su lanza; todo inútil, la fuente que buscaba no volverá a tener agua hasta la próxima temporada
de lluvias. ¿Qué tiene, pues, de extraño que su imaginación, siempre obsesionada por la visión
de las fuentes, dirigida hacia la imagen de las aguas, se las haga aparecer repentinamente? El
espejismo no es sólo, tal como lo dice la física moderna, una ilusión de la vista producida por la
refracción de los rayos del sol al través de un plano en el que la temperatura no es en todas
partes la misma; es también con frecuencia una alucinación del fatigado viajero. Para él, el
colmo de su felicidad sería ver aparecer a sus pies mismos un lago de agua fresca, en el cual
pudiera al mismo tiempo que calmar su sed, refrescar su cuerpo, y tal es la intensidad de su
deseo, que transforma su ensueño en una imagen visible. El hermoso lago que describe en su
pensamiento, se le aparece al fin reflejando a lo lejos la luz del sol y presentando a su vista la
orilla dilatada hasta el horizonte, poblada de tupidas y elegantes palmeras. Dentro de algunos
minutos nadará voluptuosamente en sus aguas, y ya que no puede gozar de la realidad, disfruta
al menos con la ilusión.

¡Qué momento de entusiasmo y alegría aquel en que el guía de la caravana, dotado de vista
más penetrante que sus compañeros, divisa en el horizonte el punto negro que le revela el
verdadero oasis! Lo señala con el dedo a los que le siguen, y todos sienten en el mismo
instante disminuir la laxitud: la vista de ese pequeño punto casi imperceptible ha sido suficiente
para reparar sus fuerzas y cambiar en alegría su desesperación; las caballerías alargan el paso,
porque también ellas saben que la terrible jornada va a tener pronto fin. El punto negro aumenta
poco a poco; ahora se presenta ya como una nube indecisa, contrastando por su color negro
con la superficie inmensa del desierto de un color rojo deslumbrador; luego la nube se extiende
y se levanta sobre la llanura: es un bosque, sobre el cual empiezan a distinguirse las redondas
cimas de las palmeras, parecidas a bandadas de gigantescos pájaros. Al fin, el viajero penetra
bajo la alegre sombra, y ahora sí que es agua, agua verdadera, lo que oye murmurar al pie de
los árboles. ¡Pero qué cuidado religioso ponen los habitantes del oasis en utilizar hasta la última
gota del precioso líquido! Dividen el nacimiento en una multitud de pequeños regueros, con
objeto de esparcir la vida sobre la mayor extensión posible, y trazan a todas estas pequeñas
venas de agua el camino más recto hacia las plantaciones y los cultivos. Empleada así hasta la
última gota, la fuente no va a perderse en el arroyo y en el desierto: sus límites son los del oasis
mismo; donde crecen los últimos arbustos, allí acaban las últimas arterias del agua, absorbida
por las raíces para transformarla en savia. ¡Extraño contraste el de las cosas! Para los que
habitan el oasis es este un presidio; para los que lo divisan de lejos o lo ven sólo con la
11
“El arroyo” de Elíseo Reclús

imaginación, es un paraíso. Sitiado por el inmenso desierto, donde el viajero desorientado sólo
halla hambre, sed, la locura, o tal vez la muerte, los habitantes del oasis son además
diezmados por las fiebres que la pestilencia de las aguas producen, al pie mismo de las
poéticas palmeras. Cuando los emperadores romanos, modelo de todos los que les han
sucedido en la historia de la autoridad, tenían interés en deshacerse de un enemigo sin
necesidad de derramar sangre, se limitaban a desterrarlos a un oasis, y poco tiempo después
tenían la alegría de saber que la muerte había hecho rápidamente el servicio esperado. Y no
obstante, esos oasis mortíferos, gracias a sus aguas cristalinas y al contraste que ofrecen con
las soledades áridas, hacen surgir en el hombre la idea de un lugar de delicias y han llegado a
ser el símbolo mismo de la felicidad. En sus viajes de conquista a través del mundo, los árabes,
deseosos de crearse una patria en todas las comarcas a donde les llevaba el amor de conquista
y el fanatismo de la fe, intentaron crear por doquier pasaban pequeños oasis. ¿Qué son en
Andalucía esos jardines encerrados entre las tristes murallas de un alcázar moro, sino
miniaturas del oasis, que les recordaban los del desierto? Por el lado de la población y de sus
calles llenas de polvo, las altas murallas coronadas de almenas y agujereadas de trecho en
trecho por algunas angostas aberturas, presentan un aspecto terrible; pero cuando se ha
penetrado en el recinto y se han pasado las bóvedas, los corredores y las arcadas, se nos
presenta el jardín rodeado de elegantes columnas que recuerdan los esbeltos troncos de las
palmeras. Las plantas trepadoras se enlazan en los fustes de mármol, las flores llenan el
reducido espacio con su perfume penetrante, y el agua, poco abundante, pero distribuida con el
mayor arte, cae como perlas sonoras en el vaso de la fuente.

En presencia de las hermosas fuentes de nuestro clima, cuya agua nos apaga la sed y nos
enriquece, se nos ocurre preguntar cuál de los agentes naturales de la civilización ha hecho
más para ayudar a la humanidad en su lento desenvolvimiento. ¿Es acaso el mar con sus
aguas pobladas de vidas, con sus playas, que fueron los primeros caminos empleados por el
hombre, y su superficie infinita excitando en el bárbaro el deseo de recorrerla de una a otra
orilla? ¿Es acaso el monte con sus altas cimas, que son la belleza de la tierra, sus profundos
valles, donde los pueblos hallan abrigo, su atmósfera pura, que da a los que la respiran una
alma fuerte? ¿O será tal vez la humilde fuente, hija del mar y de los montes? Sí; la historia de
las naciones nos enseña cómo la fuente y el arroyo han contribuido directamente al progreso
del hombre más que el océano, los montes y toda otra parte del gran cuerpo del planeta que
habitamos. Costumbres, religiones, estado social, dependen, sobre todo, de la abundancia de
aguas corrientes.

Según una leyenda oriental, fue a la orilla de una fuente del desierto donde los legendarios
antepasados de las tres grandes razas del antiguo mundo cesaron de ser hermanos para
convertirse en enemigos. Los tres, fatigados por la marcha a través de la arena, se sentían
morir de calor y de sed. Llenos de alegría al divisar una fuente, corrieron para arrojarse en sus
aguas. El más joven que llegó primero, salió transformado; su color, negro como el de sus
hermanos antes de sumergirse en la fuente, había tomado el color de un blanco rosado, y sobre
sus espaldas brillaban rubios cabellos. El agua desaparecía por momentos, y el segundo
hermano no pudo bañarse por entero; no obstante, se revolcó sobre la arena húmeda, y su piel
se tiñó de un color dorado. A su vez el tercero se arrojó en la balsa, poro no quedaba ya ni una
gota de agua. El desgraciado se agitaba inútilmente queriendo beber y humedecer su cuerpo;
pero sólo las plantas de los pies y las palmas de sus manos, apretando la arena se
humedecieron un poco y adquirieron un matiz ligeramente blanco.

Esta leyenda relativa a los habitantes de los tres continentes del Antiguo Mundo, nos cuenta, tal
vez en forma velada, cuáles son las verdaderas causas de la prosperidad de las razas. Las
naciones de Europa han llegado a ser las más morales, las más inteligentes y las más felices,
no porque lleven en sí preeminencia alguna, sino porque gozan de un mayor número de ríos y
fuentes, y sus cuencas fluviales están más felizmente distribuidas. El Asia, donde muchos
pueblos son del mismo origen ario que las principales naciones de Europa, tiene una historia
12
“El arroyo” de Elíseo Reclús

mucho más antigua, y ha hecho, no obstante, menos progresos en civilización y poderío sobre
la naturaleza porque sus canales de riego están peor distribuidos, y porque vastos desiertos
separan sus fértiles valles. Y el África, continente informe, poblado de desiertos, de mesetas, de
llanuras tostadas por el sol, y de pantanos, hace largos siglos que es la tierra desheredada a
causa de la falta de fuentes y de ríos. Pero a pesar de los odios y las guerras, en auge todavía,
los pueblos se hacen más solidarios cada día, y saben ya comunicarse sus privilegios para
hacer de ellos un patrimonio común; gracias a la ciencia y a la industria que se propagan de día
en día, saben ya hacer brotar el agua donde nuestros antepasados no sabían hallarla, y poner
en comunicación unos ríos con otros, aunque estén muy distantes. Los tres primeros hombres
se separaron enemigos en la fuente de la Discordia, pero la misma leyenda añade que se
reconciliaron un día en el manantial de la Igualdad, para ser eternamente hermanos.

En las regiones predilectas del sol, donde tradiciones y mitos van a buscar la mayor parte de las
causas de la civilización de las naciones, es alrededor de la fuente, condición principal de la
vida, donde afirman que por vez primera se reunieron los hombres. En medio del desierto, la
tribu vive aprisionada en el oasis; forzosamente agrícola, los límites de su territorio están
marcados por el alcance que el agua tiene. Las estepas de abundante hierba, más fáciles de
atravesar que el desierto, no mantienen en cautiverio a las tribus, y los pastores nómadas
conduciendo sus rebaños, viajan, según la temporada, de un extremo a otro de la llanura; pero
los puntos de reunión son siempre las fuentes, y de la mayor o menor abundancia del manantial
depende el poderío de la tribu. La institución patriarcal de los semitas del Asia occidental y de
las demás razas del mundo, es debida sobre todo a la carencia de manantiales.

La altiva ciudad griega, y con ella la admirable civilización de los helenos, que continuará
resplandeciente a través de la historia, se explica también en gran parte por la forma del
Hélada, donde numerosos lagos, separados unos de otros por colinas y elevadas montañas,
tienen cada uno su pequeña familia de arroyuelos y de valles. ¿Se puede imaginar Esparta sin
el Eurotas, Olimpia sin el Alfeo y Atenas sin el Iliso? Además, los poetas griegos supieron
reconocer lo que debía su patria a esas pequeñas corrientes de agua que un salvaje de
América ni siquiera se dignaría mirar. Los aborígenes del Nuevo Mundo desprecian al arroyo
porque ven correr con su terrible majestad los grandes ríos como el Madeira, el Tapajoz y el
Amazonas; pero esas enormes masas de agua no las comprenden ni siquiera lo necesario para
apreciar su potencia, y al contemplarlas se quedan como estúpidos. El griego, al contrario, lleno
de gratitud por el más insignificante hilillo de agua, lo deificaba como una fuerza natural; le
construía templos, le erigía estatuas y acuñaba medallas en su honor. Y el artista que grababa
o esculpía esos rasgos divinizados, comprendía tan perfectamente las virtudes íntimas de la
fuente, que, al ver la imagen los ciudadanos que corrían a contemplarla, la reconocían
inmediatamente.

¡Cuán célebres son los nombres de los pequeños arroyuelos del Hélada y del Asia Menor así
transfigurados por los escultores y los poetas!

¡Cuando el viajero desembarca en el Helesponto, sobre las mismas playas donde Ulises y
Aquiles sacaron sus embarcaciones sobre la arena; cuando apercibe el llano que en otro tiempo
sostenía las murallas de Troya y ve su propia imagen reflejarse, bien en los famosos
manantiales del Escamandro, o en el agua cristalina del pequeño río Simois, donde estuvo a
punto de perecer el valiente Ajax, bien pobre es su imaginación y bien rebelde su corazón si no
se siente profundamente conmovido en presencia de esas aguas que el viejo Homero ha
cantado! ¿Quién no se sentirá conmovido al visitar esas fuentes de Grecia, con sus hombres
armoniosos de Caliroe, Mnemosina, Hipocrene, Castalia?... El agua que entonces manaba y
que continúa naciendo todavía, es la que los poetas miraban con amor como si la inspiración
hubiera salido del suelo al mismo tiempo que las fuentes; a esos hilillos transparentes iban a
beber, pensando en la inmortalidad y queriendo leer el destino de sus obras en los rizos de la
pequeña laguna y en las pequeñas ondulaciones de la cascadita.
13
“El arroyo” de Elíseo Reclús

¡No es posible que haya un viajero que no se deleite recordando esas célebres fuentes, si ha
tenido la felicidad de contemplarlas un día! Yo recuerdo todavía con verdadera emoción las
horas y los minutos en que, cual humilde amante de las fuentes, pude dirigir mi mirada hacia las
aguas puras de los manantiales de la Sicilia griega, y sor prender en su alegre nacimiento,
acariciados por la luz del sol, los pequeños torrentes Aeis y Amenanos, y los borbotones
transparentes de Cianea y Aretusa. Es cierto que estas fuentes son hermosas, pero me
parecían mil vecen más encantadoras al recordar que muchos millones de hombres ya
desaparecidos, las habían admirado como yo: una especie de piedad filial me hacía participar
de los sentimientos de todos aquellos, que desde el juicioso Ulises, se habían detenido al borde
de esas aguas para satisfacer su sed, o tan sólo para contemplar la profundidad azul y la
cristalina corriente. El recuerdo de los pueblos que se habían unido alrededor de esas fuentes, y
cuyos palacios y templos se habían reflejado temblando sobre la rizada superficie, se mezclaba
para mí con el murmullo de la fuente saliendo fuera de su cárcel calcárea o de lava. Los
pueblos han sido destruidos; diversas civilizaciones se han sucedido con su flujo y reflujo de
progreso y decadencia; pero la fuente, con su voz clara, no cesa un instante de contar la
historia de las antiguas ciudades griegas: más aun que la grave historia, las fábulas con las que
los poetas han adornado la descripción de las fuentes, sirven en nuestros días para resucitar
ante nosotros las pasadas generaciones. El riachuelo Acis que festejaban Galatea y las ninfas
del bosque y que el gigante Polifemo medio enterró entre las rocas, nos habla de una erupción
del Etna, el gigante terrible, con la mirada de fuego, encendida sobre la como el ojo fijo del
Ciclope; Cifanelo o el Azulado que se coronaba de flores cuando el negro Platón vino a llevarse
a Proserpina para abismarse con ella en las cavernas del infierno, nos hace aparecer los dioses
jóvenes en la época de sus amores con la tierra virgen todavía; la encantadora Aretusa que la
leyenda nos dice haber venido de Grecia nadando a través de las olas del mar Jónico,
siguiendo la estela de las embarcaciones dóricas, nos cuenta la emigración de los colonos
griegos en su marcha gradual de progreso hacia Occidente. Alfeo, el río de Olimpia, corriendo
en persecución de la bella Aretusa, había también salvado el mar y mezclado sus aguas, en las
costas de Sicilia, con la onda adorada de la fuente. Según dicen los marinos, se ve a veces al
Alfeo levantarse sobre el mar en grandes borbotones, cerca de los muelles de Siracusa, y en su
corriente arremolina las hojas, las flores y los frutos de Grecia. La naturaleza entera, con sus
aguas y sus plantas, había seguido al heleno a su nueva patria.

Más cerca de nosotros, en el Mediodía de Francia, pero también sobre esas vertientes del
Mediterráneo que, por sus rocas blancas, su vegetación y su clima se parece más al África y a
Siria que a la Europa templada, una fuente, la de Nimes, nos cuenta las bienandanzas del agua
de los manantiales. Fuera de la población, se abre un anfiteatro de rocas poblado de pinos,
cuyas cimas superiores están inclinadas por el viento que baja de la torre Magua: en el fondo de
este anfiteatro, entre murallas blancas con balaustres de mármol es donde aparece la balsa de
la fuente. Alrededor se ven algunos restos de construcción antigua. En la orilla misma se
levantan aun las ruinas de un templo de las ninfas que se creía en otro tiempo haber sido
consagrado a Diana, la diosa casta, a causa, sin duda, de la belleza de las noches, en las que
se refleja sobre las aguas el disco de la luna rielante y tembloroso.

Bajo la terraja del templo, un doble hemiciclo de mármol rodea la fuente y sus gradas, donde las
jóvenes iban en otro tiempo a aprovisionarse de agua, bajan hasta hundirse en el líquido
cristalino. La fuente es de un azul insondable a la mirada. Saliendo del fondo de un abismo
abierto como un embudo, la masa de agua se ensancha subiendo y se extiende circularmente
en la superficie. Como un enorme ramo de verdura que sobresale del jarro, las hierbas
acuáticas con sus plateadas hojas que crecen al borde de la fuente, y las algas de limo con sus
largas cuerdas enguirnaldadas cediendo a la presión del agua que rebasa, se doblan hacia
afuera por el borde del estanque; por entre su espesa capa la corriente se escapa abriendo
anchos regueros con su cauce adornado de flotantes serpentinas. Al escaparse del tazón de la
fuente, el arroyo acaba de nacer; se sumerge a lo lejos bajo bóvedas sonoras, se precipita en
pequeñas cascadas por entre los troncos sombreados de grandes castaños; luego, encerrado
14
“El arroyo” de Elíseo Reclús

en un canal de piedra, atraviesa la ciudad, de la que es arteria de vida, y más lejos, cargado de
sedimentos impuros, se corrompe, convertido en canal de inmundicias. Sin la fuente que le
alimenta, Nimes no se hubiera fundado; y si las aguas se extinguieran, la ciudad dejaría tal vez
de existir: en los años de sequía, cuando el manantial arroja tan sólo un hilito de agua, los
habitantes emigran en gran número. Sin duda, los naturales de Nimes podrían traer de lejos a
sus calles y plazas muchas otras fuentes y hasta un brazo del Ardeche o el Ródano; pero, ¡en
cuántos trabajos fútiles no distraen su actividad sin pensar antes en procurarse lo
indispensable, es decir, agua abundante para proporcionarse con ella bienestar e higiene!
Como para burlarse de su propia incuria, los nimeses han erigido en una de sus plazas, la más
árida y llena de polvo, un grupo magnífico de ríos adornados con tridentes y arroyuelos
coronados de nenúfares; pero, a pesar de ese fausto escultural, el único recurso es siempre la
fuente venerada, hermosa y pura como en los días en que sus antepasados los galos
construyeron la primera cabaña al borde mismo de sus aguas.

En los países del Norte, regados casi todos con abundancia por fuentes, arroyos y ríos, los
manantiales no han atraído hacia ellos, como las fuentes del Mediodía, la poesía de las
leyendas y la atención de la historia. Como bárbaros que miramos sólo las ventajas del tráfico,
admiramos el río caudaloso en proporción al número de sacos o toneladas que transportan
durante el año, y apenas si nos ocupamos de los ríos secundarios que lo forman y de las
fuentes que los alimentan. Entre los muchos millones de hombres que habitan en las orillas de
los grandes ríos de la Europa occidental, sólo algunos millares, en sus paseos o viajes, se
dignan desviarse un poco de su camino para ir a contemplar las fuentes principales del río que
riega sus ricas tierras de la vega donde nacieron, pone en movimiento sus fábricas y mantiene a
flote las embarcaciones. Algunas fuentes, admirables por la transparencia de sus aguas y por el
encanto del paisaje que las rodea, permanecen completamente ignoradas para los burgueses
de la ciudad vecina, que, fieles a las rutinas en boga, van todos los años a llenarse de polvo por
las calles y caminos de las ciudades en moda. Como viven una existencia artificial, han olvidado
completamente a la naturaleza y no saben siquiera abrir los ojos para contemplar el horizonte,
ni mirar lo que existe en donde ponen sus pies. ¡Poco nos importa! ¿Es acaso la naturaleza
menos hermosa porque ellos la miren con indiferencia? ¿Por qué jamás se hayan dignado
mirarlas, son menos encantadoras las pequeñas fuentes que nacen susurrantes en medio de
las flores y el poderoso manantial que se escapa a borbotones de las concavidades de la roca?

CAPÍTULO III

EL TORRENTE DE LA MONTAÑA

Entre los innumerables arroyos que corren por la superficie de la tierra y se precipitan en el mar
o se reúnen para formar grandes ríos, éste, cuyo curso vamos a seguir, no tiene nada que
particularmente atraiga la atención de los hombres. No sale de altos montes cubiertos de hielo;
sus orillas no aparecen pobladas de una especial vegetación; su nombre no es tampoco célebre
en la historia. No obstante, es encantador, ¿pero qué arroyo no lo es, a menos de que corra por
fétidas tierras pantanosas, por el desagüe de las ciudades o que sus orillas no hayan sido
afeadas por un cultivo sin arte?

Los montes de donde nacen aguas del arroyuelo son de una mediana elevación: verdes hasta
la cima, aparecen afelpados por los prados de sus hondonadas; las pequeñas colinas que le
rodean están pobladas de bosque, y los terrenos para el pastoreo, medio cubiertos por los
15
“El arroyo” de Elíseo Reclús

azulados vapores del aire, tapizan las altas pendientes. Una cima de ancho lomo domina las
demás cumbres, que, alineándose en larga fila, forman una prolongada cadena de colinas entre
los valles laterales. Las bruscas escarpaduras y los promontorios avanzados, no permiten
encerrar el paisaje en una mirada: al pronto sólo se ve una especie de laberinto donde
depresiones y alturas alternan sin orden; pero si voláramos como los pájaros, o si nos
balanceáramos en la barquilla de un globo, se vería que los límites de las vertientes se
redondean alrededor de todas las fuentes del arroyo como un anfiteatro, y que los barrancos
abiertos en la vasta redondez se inclinan y convergen para reunirse en un valle común. La
cadena principal de las alturas forma el borde más elevado del circo; otros dos lados los forman
cadenas laterales que, bajando gradualmente, se alejan de la grande arista, y algunas
pequeñas colinas se aproximan para cerrar el circo paralelamente a los grandes montes; dejan,
sin embargo, una abertura por la cual se escapa el arroyo.

Los montes, diferentes por su elevación, lo son también por la naturaleza de los terrenos, el
perfil y el aspecto general. La cima más elevada, que parece el pastor del rebaño de montes, es
una ancha cúpula con resistentes bases; la masa de granito, oculta bajo las plantas, se revela
por los majestuosos movimientos de la verdura que forma su relieve. Otras cimas más
humildes, enseñan en las inmediaciones sus largas crestas como dientes de sierra gigantesca
en rápidos declives: son asientos esquistosos que el cono central de granito ha formado al
levantarse. Más lejos aparecen alturas calcáreas, cortadas verticalmente y se continúan por
vastas mesetas ligeramente redondeadas. Cada cima tiene su vida propia; como un ser distinto,
tiene su osamenta particular y su forma exterior correspondiente; cada arroyuelo que corre por
sus flancos tiene su curso y accidentes particulares y su lenguaje, su murmullo y su estruendo
propio.

La fuente que nace a mayor altura es la que brota del pico más elevado y la que por
consecuencia recorre más espacio hasta llegar al valle. Con frecuencia, en los días lluviosos, y
hasta en los que están los campos alumbrados por un sol hermoso, hemos visto, a una
distancia de varias leguas, formarse la fuente en las alturas del aire.

Una nube blanca se levanta como una humareda de la cima lejana, crece poco a poco o
rápidamente y cubre los prados, dividiéndose en jirones impelida por el viento. «El monte se
pone el sombrero», dice el campesino, y ese sombrero de nubes no es otra cosa que la fuente
bajo diferente forma: después de haber sido nube, niebla y lluvia, reaparece ya fuente algunos
cientos de metros más abajo de la cima por una hendidura de la roca o por un ligero repliegue
del terreno.

Durante el invierno y parte de la primavera, el viento deposita en las alturas en forma de nieve
el agua que ha de brotar del suelo como fuente permanente. Las nubes grises que se pegan al
suelo de la cumbre, no se evaporan sin dejar huellas de su paso; en el punto donde antes se
veía la verde dehesa se extiende ahora un vasto lienzo de blanca nieve. Esta blanca capa de
copos, es todavía, bajo una nueva forma, la nube de vapor que se condensaba en el espacio,
que bien pronto será el arroyo que se dirija alegremente hacia la llanura. Mientras que la
superficie de la nieve caída se endurece por el frío del invierno, sobre todo durante las noches,
un sordo trabajo se realiza debajo del gran laboratorio del monte: las gotas que el sol ha fundido
durante el día, penetran en el suelo hasta las rocas de granito y de un grano de arena a otro, y
del cristal de cuarzo a la molécula de arcilla, desciende imperceptiblemente por la pendiente; se
juntan unas gotas a otras, se hacen más gruesas, a su vez éstas se reúnen y se forman hilillos
de agua que corren subterráneamente por entre las raíces del césped o por las fisuras de la
roca subyacente. Luego, cuando llegan los primeros calores del verano, la nieve se funde
rápidamente en agua, para aumentar el caudal de las corrientes ocultas, y la hierba, que parece
abrasada por un incendio, reaparece a la luz y adquiere nuevamente su color verde.

16
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Si el monte tuviera grietas profundas, las aguas se sumergirían por las hendiduras y no
reaparecerían sino muy lejos en la llanura, o hasta pudiera ser que no renacieran otra vez; pero
no, la roca es compacta y sólo ligeramente hendida en la superficie; el agua corriente no se
introduce mucho en el monte y héla nuevamente, de una depresión del suelo, salir en pequeños
borbotones levantando granillos de arena y balanceando blandamente las verdes hojas del
berro. Es cierto que la hermosa fuente no es abundante, sobre todo durante los calores del
verano, cuando sólo queda en la tierra la humedad de las nubes y la niebla; acostándose en el
suelo para beber en la fuente, se ve disminuir su recipiente a medida que los labios la absorben;
pero el pequeño depósito medio vacío se llena de nuevo, y el agua pura se desborda por la
pendiente para emprender su viaje por el mundo exterior.

La fuente más alta y el césped que la rodea son el paraje más delicioso de todas las montañas.
Allí se está en el límite de dos mundos; de un lado, por encima de los promontorios poblados de
vegetación exuberante, aparece el valle frondoso con sus cultivos, sus casas, sus aguas
tranquilas, y la bruma indistinta que allá lejos pesa sobre la ciudad; por el otro lado, se
extienden las laderas solitarias y el pico bañado en el profundo azul del cielo. El aire es
fortificante y suave: se sienten deseos de lanzarse al espacio, y cuando se divisa el águila
volando a lo lejos sostenida por sus fuertes alas, llegamos casi a preguntarnos por qué nosotros
no volamos también, como ella, sobre los montes y los llanos, mirando desde arriba las
pequeñas obras de los hombres. ¡Cuántas veces, más por la voluptuosidad de ver que por las
dulzuras del reposo, me he sentado cerca del alto manantial del monte, apartando mis miradas
de la discreta fuente para dirigirlas hacia ese mundo que se difuminaba a lo lejos dentro del
gran círculo del horizonte!

De la pequeña laguna de la fuente se escapa un chorrito de agua que desaparece entre las
hendiduras del suelo y por entre las raíces del césped para aparecer y desaparecer
alternativamente, produciendo el efecto de una serie de fuentes escalonadas. A cada salida, la
pequeña corriente adquiere una fisonomía nueva; choca contra el saliente de una roca y salta
en grupos de perlas; se rompe entre las piedras, luego se extiende en un pequeño rellano
arenoso, lanzándose en seguida en una pequeña cascada cuyas gotas, separadas en el salto,
van a mojar las hierbas de la orilla. A derecha e izquierda, nuevos manantiales vienen a
aumentar el caudal uniéndose a la principal corriente, y muy pronto la masa líquida es bastante
abundante para poder correr por la superficie: cuando en su curso llega a una roca inclinada, se
extiende ampliamente en un vasto lienzo, que se puede ver desde el llano a algunos kilómetros
de distancia. Esa agua que cae resbalando por la piedra, y que el sol hace brillar, aparece a lo
lejos como una placa de pulido metal.

Descendiendo sin cesar y creciendo constantemente, el arroyo se vuelve estrepitoso; cerca del
nacimiento apenas si su arrullo era perceptible; en ciertos puntos, para oír el susurro de las
aguas es preciso prestar mucha atención, escuchando de un modo indefinido el pequeño
estremecimiento de la hierba y el choque insensible contra las pequeñas piedras; pero he aquí
que el pequeño arroyo habla con voz clara, luego se hace ruidoso, y cuando corre por rápidas
pendientes o se arroja en cascadas, su ruido lo repercuten los ecos del bosque y las
concavidades del monte. Más abajo todavía, sus saltos producen el ruido del trueno, y hasta en
los parajes de su curso donde el cauce es casi horizontal, el arroyo muge y produce sordos
murmullos al rozar en las orillas y arrastrarse sobre el fondo sinuoso. Al principio sólo arrastra
pequeños granos de arena; luego, más fuerte ya, mueve los pequeños guijarros; y ahora
arrastra en su marcha piedras enormes que chocan unas con otras produciendo sordos ruidos;
mina en su base las paredes de la roca que le aprisionan, y hace caer masas de tierra y piedra,
rompiendo las raíces de los árboles que le prestan su sombra.

Así, la pequeña hebra líquida, apenas perceptible, se ha cambiado en arroyuelo, y más tarde en
verdadero torrente. Con los nuevos barrancos tributarios aumenta el caudal de sus aguas, e
impetuoso y alborotador, sale al fin de los desfiladeros del monte para correr más lentamente
17
“El arroyo” de Elíseo Reclús

por el ancho valle dominado sólo por las redondeadas colinas. El intrépido explorador que ha
seguido su curso desde su nacimiento hasta la superficie menos accidentada del valle, ha visto,
durante su largo descenso, en muchas partes peligroso, las más bruscas desigualdades del
terreno, con sus inesperadas diferencias de inclinación: a los rellanos en donde el agua parece
estancada, suceden repentinamente los precipicios perpendiculares donde el arroyo se arroja
furioso; abismos, declives más o menos rápidos, superficies horizontales, aparecen sin orden
aparente a primera vista; y, sin embargo, cuando el geógrafo, sin hacer caso de detalles,
calcula y traza sobre el papel la curva descrita por el arroyo desde la fuente situada en la región
de los pastos hasta el valle frondoso, se ve que esta curva es de una regularidad casi perfecta.
El torrente trabaja sin descanso para formarse un cauce, y, rebajando los salientes y llenando
de arena y arcilla los agujeros de la roca, ha conseguido determinar una parábola regular,
parecida a la que describe un carro bajando desde lo alto de una montaña rusa.

CAPÍTULO IV

LA GRUTA

Al pie de un promontorio de base escarpada y redonda cima, poblado de grandes árboles, el


torrente de la montaña viene a chocar con otro arroyo, casi tan abundante, y como él, corriendo
y saltando por un plano excesivamente inclinado. Las aguas del afluente, que se mezclan a las
más caudalosas corrientes, formando anchos torbellinos bordeados de espuma, son de una
pureza cristalina; ni una molécula de arcill enturbia su transparencia, y por el fondo de limpia
roca, ni siquiera se arrastra un grano de arena. La masa líquida no ha tenido todavía tiempo
para ensuciarse, derribando las orillas y mezclándose con el barro que el suelo rezuma; acaba
da salir del seno de la colina, y lo mismo que corría por un cauce tenebroso, salta ahora
transparente de luz y de alegría.

La gruta de donde sale el arroyo no está lejos del confluente; apenas se han andado algunos
pasos, cuando se ve ya, por entre las ramas que se cruzan, la puerta grande y negra que da
acceso al templo subterráneo. El umbral aparece cubierto por el agua que se esparce en raudal
sobre las piedras amontonadas; pero saltando de uno a otro saliente de las rocas o sobre las
piedras que el agua no llega a cubrir, se puede penetrar en la gruta y seguir junto a la corriente,
una estrecha y resbaladiza cornisa por la cual se puede ascender, no sin peligro.

A los pocos pasos se siente el curioso transportado a otro mundo. Un frío húmedo sorprende
repentinamente; el aire estancado, donde los bienhechores rayos del sol no penetran jamás,
tiene yo no sé qué de agrio, como si no lo debieran respirar los pulmones humanos; el murmullo
del agua repercute en ecos lejanos por sonoras cavidades, y parece oírse a las rocas lanzar
clamores, unas repercutiendo a lo lejos, y otras exhalando sordos y delicados suspiros en las
subterráneas galerías. Todos los objetos adquieren formas fantásticas: cualquier orificio
practicado en la roca se nos antoja un abismo; la convexidad insignificante que aparece en la
regularidad de la bóveda adquiere las proporciones de un monte derribado; las concreciones
calcáreas entrevistas aquí y allá toman el aspecto de monstruos enormes; un murciélago que
vuela, cualquier cosa que se desprende, nos produce un extremecimiento de horror. No es esto
el palacio encantado, rico y espléndido que nos describe el poeta árabe de las -Mil y una
noches-; es, al contrario, un antro sombrío y siniestro, un lugar terrible.

18
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Esta sensación la sentiremos, sobre todo, si para gozar como artistas de la emoción del
espanto, que experimenta hasta el hombre más fuerte y bravo al entrar en una caverna, nos
atrevemos a penetrar sin compañero y sin guía: sin la emulación que proporciona la compañía
de los amigos, sin el amor propio que nos induce a adoptar una actitud audaz, sin el
embriagamiento ficticio que producen las exclamaciones, el eco de las voces, la luz de las
antorchas, sólo osamos marchar con el santo terror del griego al entrar en el infierno. A cada
momento volvemos atrás la mirada para ver la hermosa luz del día: como en un cuadro, el
paisaje sonriente y vaporoso aparece entre las sombrías paredes, festoneadas en la entrada de
hiedra y de viña virgen.

A medida que se avanza, el foco luminoso disminuye gradualmente; de repente, una salida de
la roca nos oculta la luz, y sólo una claridad mortecina se refleja sobre las paredes y pilares de
la caverna. Luego penetramos en la obscuridad sin fondo de las tinieblas, y, para guiarnos, sólo
tenemos la incierta y caprichosa luz de las antorchas. El viaje es penoso y parece largo a causa
del temor a lo desconocido que llena las simas y las galerías. En ciertos parajes, sólo se puede
avanzar con mucha pena: es preciso entrar en el cauce de la corriente y tenerse en equilibrio
sobre las piedras resbaladizas; más lejos, la bóveda se rebaja por una curva repentina, y sólo
deja un estrecho paso, que es preciso atravesar arrastrándose. Se sale del paso lleno de barro,
y se sube a una roca escalonada, por cuyas desiguales gradas se asciende temblando. Las
salas, con bóvedas inmensas, suceden a los desfiladeros y éstos a las salas; montones de
piedras desprendidas del techo se levantan como islas en medio del agua. El riachuelo, siempre
variando, diferente siempre, salta sobre las rocas; en algunos puntos se extiende como
tranquila laguna, turbada sólo por las gotas que caen por las grietas de la bóveda. Más arriba,
se oculta por el asiento de una piedra; ni siquiera se oye el ruido, pero en una curva violenta,
aparece de nuevo saltando rápidamente, hasta que, por fin, se llega ante una estrecha abertura,
de donde el agua sale como por la boca de un tubo. Al llegar aquí, nuestro viaje, siguiendo el
curso del arroyo, se ve forzosamente detenido.

Sin embargo, la gruta se ramifica hasta el infinito en las profundidades del monte. A derecha e
izquierda se abren, como bocas de monstruo, las negras avenidas de las galerías laterales.
Mientras que en el libre valle, corriendo sin cesar, acariciado por la luz, el arroyo ha derribado y
arrastrado los escombros de las enormes masas de piedra que unían las aristas de los montes,
actualmente cortadas, el agua de las cavernas que con el auxilio del ácido carbónico atacaba a
la dura roca para disolverla y agujerearla paulatinamente, ha practicado también galerías,
balsas y túneles, sin haber hecho hundirse al enorme edificio en cuyas entrañas nace. En
cientos de metros de altura y algunas leguas de largo, la masa de las rocas está agujereada en
todos sentidos por antiguos lechos que el agua ha formado y que luego ha abandonado por
haber hallado una nueva salida. Las cavidades inmensas como salas de fabulosos palacios, se
suceden a estrechos desfiladeros y éstos a aquéllas; chimeneas, abiertas en la roca por
antiguas cascadas, aparecen en la bóveda; al borde de estos pozos siniestros nos detenemos
con horror, en los cuales, las piedras que arrojamos, bajan chocando contra los salientes de las
paredes y sólo después de algunos segundos deja de oírse el ruido que produce en la caída.
Desgraciado del que se desorientara en el laberinto infinito de las grutas paralelas y ramificadas
que suben y bajan; tendría que tomar la resolución de sentarse sobre un banco de estalagmitas,
y contemplar cómo su antorcha se apagaba lentamente, lo mismo que su vida, si tenía bastante
resignación para no morir desesperado.

No obstante, esas cavernas sombrías, en donde hasta acompañado de un guía y sin perder de
vista los lejanos reflejos del sol, sentimos el corazón oprimido por el terror, eran los antros que
habitaban nuestros antepasados. Para reverenciar el pasado, nos dirigimos en peregrinación a
las ruinas de las ciudades muertes, y contemplamos con emoción uniformes montones de
piedras, porque sabemos que bajo esos escombros yacen los huesos de hombres que
trabajaron y sufrieron por nosotros, creando penosamente con la miseria y la lucha la preciosa
herencia de experiencias que llamamos historia. Pero si la veneración a las generaciones
19
“El arroyo” de Elíseo Reclús

pasadas no es más que un vano sentimiento, ¡con cuánto más respeto todavía debiéramos
recorrer estas cavernas, donde se refugiaban nuestros primeros abuelos, los bárbaros
iniciadores de toda civilización! Buscando detenidamente en la gruta y escudriñando los
depósitos calcáreos, podemos hallar las cenizas y el carbón del antiguo hogar donde se
agrupaba la familia naciente; al lado están los huesos roídos, restos de festines que se
celebraron hace cientos de millares de años, y en un rincón cualquiera se encuentran los
esqueletos de los seres que en él tomaron parte rodeados de sus armas de piedra, hachas,
mazas y venablos. No cabe duda que entre esos restos humanos, mezclados con los de
rinocerontes, hienas y osos de las cavernas, ninguno encerraba el cerebro de un Esquilo o de
un Hiperco; pero ni Hiperco ni Esquilo hubieran existido si los primeros trogloditas divinizados
por los griegos con el símbolo de Hércules, no hubiesen conquistado el fuego del rayo o del
volcán, si no hubiesen fabricado armas para limpiar la tierra de los monstruos que la poblaban,
si no hubieran así, en una inmensa batalla que duró siglos y siglos, preparado para sus
descendientes las épocas de relativo descanso, durante las cuales se ha elaborado el
pensamiento.

La labor de nuestros antepasados fue ruda, y su existencia llena de terrores. Salidos de la gruta
para ir en busca de caza, se arrastraban por entre las hierbas y raíces para sorprender su
presa, y luchaban cuerpo a cuerpo con las más feroces bestias; a veces tenían que luchar con
otros hombres, fuertes y ágiles como ellos; durante la noche, temiendo la sorpresa, vigilaban la
entrada de la caverna, para lanzar él grito de alarma en cuanto advirtieran la presencia de un
enemigo y tener tiempo suficiente para que las familias pudieran esconderse en el dédalo de las
galerías superiores. Sin embargo, también ellos debían tener momentos de reposo y alegría.
Cuando volvían de la excursión de caza o de la batalla, se regocijaban oyendo el murmullo del
arroyo y el acompasado y monótono ritmo de las gotas que caían; lo mismo que el leñador al
volver a su cabaña, miraban con piedad nuestros primeros padres los pilares de la gruta bajo
los cuales descansaban sus mujeres y en donde habían nacido sus hijos. En cuanto a éstos,
corrían y jugaban a lo largo del arroyo subterráneo, en los lagos cristalinos, bajo la ducha de las
cascadas; se divertían ocultándose en los tenebrosos corredores como los niños de nuestros
días en los andenes de los jardines, y tal vez en medio de sus alegres proezas treparan por las
paredes para sorprender a los murciélagos en sus negros refugios, practicados en la bóveda.

Ciertamente no seremos nosotros los que afirmemos que la existencia actual sea menos
penosa para el hombre. Muchos de nosotros, desheredados todavía, viven en las alcantarillas
de los palacios que habitan sus hermanos más felices que ellos; miles y millones de individuos
del mundo civilizado habitan chozas estrechas y húmedas, grutas artificiales bastante más
insanas que las cavernas naturales donde se refugiaban nuestros antepasados. Pero si
consideramos la situación en conjunto, nos es preciso reconocer que los progreses realizados
desde aquellos tiempos son bien grandes. El aire y la luz entran en la mayor parte de nuestras
residencias; el sol penetra por las ventanas; a través de los árboles vemos brillar a lo lejos las
perlas líquidas del arroyo y a nuestra vista se presenta hasta el inmenso horizonte. Es cierto
que el minero habita durante la mayor parte de su existencia las galerías subterráneas que él
mismo ha vaciado, pero esas sombras de muerte donde se deposita el grisú, no son su única
patria; si trabaja en ellas, su pensamiento está en otra parte, arriba, sobre la tierra alegre, al
borde del fresco arroyo que murmura bajo los olmos, festoneado de juncos.

A veces, cuando nos cuentan escenas de guerras antiguas, horribles episodios nos recuerdan
lo que debió ser la vida de nuestros antepasados los trogloditas, y lo que sería la nuestra si
ellos no nos hubieran preparado días más felices que los suyos. Muchas tribus perseguidas se
han refugiado en las cavernas que sirvieron de morada común a sus abuelos, y a los
perseguidores bárbaros o pretendidos civilizados, negros o blancos, vestidos con pieles o
uniformados con bordados y condecoraciones, no se les ha ocurrido nada más humano que
asfixiar por el humo a los refugiados en ellas, encendiendo hogueras a la entrada de la gruta.
En otras partes, los desgraciados encerrados han tenido que comerse unos a otros, y luego
20
“El arroyo” de Elíseo Reclús

morir de hambre, intentando roer algunos restos de huesos; multitud de cadáveres han quedado
esparcidos por el suelo, y durante muchos años se han visto rodar sus esqueletos, antes que el
agua caída de las bóvedas los haya envuelto en un blanco sudario de estalagmitas. Como
símbolo del tiempo que todo lo modifica, la gota, cargada de la piedra que ha disuelto, hace
desaparecer lentamente las huellas de nuestros crímenes.

Hasta las grutas dejan de existir por la acción del tiempo. La lluvia que cae sobre el monte y
penetra en las fisuras de la piedra, se carga constantemente de moléculas calcáreas. Cuando
después de un recorrido más o menos largo, viene a caer temblando por la bóveda de la
caverna, una parte de líquido se evapora en el aire, y una pequeña partícula de piedra,
prolongada como la gota que la tenía en suspensión, queda suspendida de la roca; una nueva
gota deposita otra partícula sobre la primera, luego se deposita una tercera y millares de
millones hasta el infinito. Lo mismo que árboles de piedra, las estalactitas crecen por capas
concéntricas endureciéndose poco a poco. Bajo ellas, en el suelo de la gruta, el agua caída se
evapora igualmente y deja en su puesto otras concreciones calcáreas, que, de hoja en hoja, se
levantan por grados hacia la bóveda. Con el tiempo, las irregularidades de arriba y los conos de
abajo, llegan a encontrarse; primero se convierten en pilares y luego acaban por convertirse en
paredes que se extienden a lo largo de la galería, y la gruta así obstruida, se encuentra dividida
en una serie de salas distintas. En el interior del monte, los rezumamientos y los hilos de agua
que se asocian para formar el arroyo, realizan así dos trabajos inversos: de un lado, ensanchan
las fisuras, agujeran las rocas y forman anchos cauces; y de otro, cierran las hendiduras del
monte, apoyan la bóveda con columnas y llenan de piedra los enormes agujeros que ellas
mismas practicaron miles de años antes.

De otra parte, las estalactitas, como todas las cosas de la naturaleza, varían hasta el infinito,
según la forma de la gruta, la disposición de las fisuras y la más o menos cantidad de gotas que
depositan las revocaciones calcáreas. A pesar de las obscuras tinieblas que las llenan, infinidad
de cavernas se han cambiado así en maravillosos palacios subterráneos. Verdaderos cortinajes
de piedra con innumerables y elegantes pliegues, coloreados a trozos por el ocre de rojo y
amarillo, se extienden como escaparates de tejidos en las entradas de las salas; en el interior
se suceden hasta perderse de vista las columnas con basamentos y capiteles adornados con
relieves caprichosos; monstruos, quimeras y grifos, se retuercen en grupos fantásticos en las
naves laterales; altas estatuas de dioses se levanten aisladas, y a veces, a la luz de las
antorchas, parece que su mirada se anima y que, con enérgico ademán, alargan sus brazos
hacia nosotros. Esas roperías de piedra, esas columnatas, esos grupos de animales, esas
figuras de hombres o de dioses, las ha esculpido el agua, y cada día, cada minuto, sin cesar en
su obra, trabaja para añadir alguna modificación graciosa a la inmensa arquitectura.

CAPÍTULO V

LA SIMA

No lejos de la caverna, gran laboratorio de la naturaleza, donde se ve la formación de un arroyo


gota a gota, se abre un valle tranquilo en el fondo del cual brota otra fuente. Sale también de la
roca, pero esta roca no se levanta perpendicular como la de la gran caverna; se ha inclinado a
consecuencia de algún desprendimiento. Del césped que la cubre crecen algunas plantas
salvajes; y en su base, alrededor de la cristalina fuente, se han agrupado grandes árboles,
cuyas ramas entrelazadas se balancean armoniosa y rítmicamente, impulsadas por la brisa.
21
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Todo es apacible y encantador en ese pequeño rincón del universo. La laguna es transparente,
casi sin ondas, y el agua, saliendo por un arco de algunas pulgadas de altura, se extiende sin
temor.

Inclinado sobre el agua que centellea por los rayos del sol, medito mirando la sombra por donde
sale, y envidio la pequeña araña acuática que corre patinando sobre la superficie líquida y va a
refugiarse en un agujero de la roca. En la entrada distingo todavía algunas sinuosidades del
fondo; piedras blancas, un poco de arena que se mueve lentamente, empujada por el agua que
sale, produciendo ruidos de hervor; un poco hacia dentro se distinguen aún los rizos de las
pequeñitas ondulaciones, y las diminutas columnas que soportan la bóveda; alumbradas
vagamente por reflejos de luz, parecen temblar en la sombra: se diría que una redecilla de seda
flota sobre ella con ligeras ondulaciones. Más allá todo está negro; la corriente subterránea no
se revela ya, más que a veces, por el ahogado susurro. ¿Qué sinuosidades son las del agua
más adentro del punto a donde alcanzan los últimos reflejos de luz? Esas curvas del arroyo son
las que yo intenté buscar con la imaginación. En mis ensueños de hombre curioso, me convierto
en un ser pequeñísimo, de algunas pulgadas de alto, como el gnomo de las leyendas, y
saltando de piedra en piedra, insinuándome por debajo de las protuberancias de la bóveda,
observo todos los confluentes de los arroyuelos en miniatura, y remonto los imperceptibles hilos
de agua, hasta que convertido en átomo, llego por fin al punto donde la primera gota de agua
rezuma en la piedra.

No obstante, sin convertirnos en genios como hacían nuestros antepasados en los tiempos
fabulosos, podemos, paseando tranquilamente por los campos cultivados o las áridas lomas,
reconocer en la superficie del suelo los indicios que revelan el curso del oculto arroyo. Un
sendero tortuoso que empieza al borde mismo de la fuente, sube por el flanco de la colina,
contornando los troncos de los árboles, desaparece luego cubierto por las altas plantas en un
repliegue del terreno, y llega, por fin, al llano, sembrado de hermoso trigo. Con frecuencia,
cuando yo era un colegial libre, subía corriendo ese sendero para bajarlo después en pocos
saltos; a veces, también me aventuraba alejándome algo por el llano, hasta perder de vista el
bosquecillo de la fuente; pero en un ángulo del camino me paraba sorprendido y sin aliento para
ir más lejos. A mi lado veía abierto un abismo en forma de embudo, lleno de parras y zarzas
enlazadas. Piedras de bastante peso, arrojadas por los transeúntes o arrastradas por las lluvias
violentas, se veían flotando sobre el follaje polvoriento y mortecino; en el fondo se entrelazaban
algunas ramas gruesas, y por entre sus hojas veía la negrura temida de un abismo. Un sordo
murmullo salía de allí constantemente como quejidos de algún animal encerrado.

Actualmente me alegro de volver a encontrar el «gran agujero» y hasta me atrevo a descender


por él aunque para ello tenga que asustar a los animales que se refugian en su maleza. Pero en
otro tiempo, ¡con qué horror mirábamos, cuando niños todavía, se cruzaba en nuestro camino
este siniestro pozo en cuyo borde se detenía el arado! Una noche tranquila, de hermosa luna,
tuve que pasar solo cerca del sitio terrible. Aun tiemblo al recordarlo. El abismo me miraba, me
atraía; mis rodillas se doblaban desobedeciendo mi esfuerzo y los tallos de los arbustos
avanzaban para arrastrarme hacia la negra boca. Pasé, sin embargo, golpeando con mis pies el
suelo cavernoso y ocultando el pavor que me invadía; pero detrás de mí un gigante inmenso,
formado de vapor, surgió inmediatamente: se inclinó para cogerme y el murmullo del abismo
resonó en mi oído durante largo rato como risa de odio o de triunfo.

Ahora ya lo sé; ese abismo es una sima que sirve de respiradero al arroyo, y el sordo ruido que
de ella sale es el que produce el agua chocando con las piedras. En una época no conocida,
mucho antes que fueran redactados por el notario del país los primeros documentos de
propiedad, uno de los asientos de las rocas que forman el valle subterráneo se hundía en el
lecho del arroyo; luego, las tierras, faltas de base, fueron gradualmente arrastradas hacia el
llano; poco a poco el -gran agujero- se fue abriendo, y las aguas, corriendo por sus declives, le
dieron la forma de un embudo casi regular. Los campesinos de la comarca que pasan con
22
“El arroyo” de Elíseo Reclús

frecuencia cerca de él, le llaman el -Bebe-todo-, porque bebe en efecto, todas las lluvias que
podrían fertilizar los campos. El agua caída en la llanura que la tierra se niega a embeber, corre
hacia el agujero en pequeñas corrientes, coloreadas por la arcilla, para reaparecer luego en la
fuente, cuya cristalina pureza enturbia durante algunas horas.

La sima que me asustaba en mi infancia, no es la única que se ha abierto sobre las galerías
profundas. Siguiendo la parte más baja, determinada por una especie de repliegue del suelo en
la llanura, se pasa por cerca de otras cavidades que indican a los transeúntes el curso interior
de las aguas. Estas cavidades son diferentes en forma y dimensiones. Algunas son enormes
pozos donde desaparecerían enormes ríos; otras son simples depresiones del suelo, especies
de nidos bien tapizados por el césped, donde en los hermosos días de otoño se puede gozar de
las tibias caricias del sol, sin temor al aire que pasa silbando sobre las hierbas secas del llano.
Algunos de esos agujeros se obstruyen y se llenan gradualmente; pero hay otros que se
ensanchan y se ahondan de año en año visiblemente. Algunas aberturas que nos parecían
refugio de serpientes, en las que no hubiéramos metido la mano por temor a ser mordidos, eran
un principio del abismo; las lluvias y los derrumbamientos interiores las han ensanchado tanto,
que muchas de ellas son hoy principios con declives de roja arcilla, surcados por la corriente de
las aguas. De estos pozos naturales, los más pintorescos son los más alejados del nacimiento
de la fuente. Donde se encuentran éstos, el llano, cuyo plano es ya más desigual, termina
bruscamente al pie de una muralla rocosa, al lado de la cual se abre un valle que lleva sus
aguas a un río lejano. Las rocas levantan hasta el cielo sus bellos frontis dorados por la luz;
pero sus bases están ocultas por un bosquecillo de encinas y castaños; gracias a la verdura y
variedad del follaje, el contraste demasiado duro que formaría la abrupta pared de las rocas con
la superficie horizontal del llano, aparece suave. En el paraje más espeso del bosque, es donde
se encuentra el abismo. Sobre sus bordes, algunos arbustos inclinan sus tallos hacia la
superficie azul, que se ve por entre las ramas de la encina; sólo un abedul deja caer por encima
de la sima sus ramas delicadas. Al llegar a estos parajes es preciso tomar algunas
precauciones, porque el suelo está demasiado accidentado y los pozos no tienen ningún brocal
como los que construyen los ingenieros. Avanzamos lentamente arrastrándonos bajo las ramas;
luego, tendidos sobre el vientre, apoyando la cabeza en nuestras manos, dirigimos nuestra
mirada hacia el vacío.

Las paredes del pozo circular, ennegrecidas a trozos por la humedad que destila la roca,
descienden verticalmente; apenas si algún pequeño saliente se insinúa fuera del plano de los
muros de piedra. Matas de helechos y escolopandras crecen en las anfractuosidades más altas;
más abajo la vegetación desaparece, a menos que una mancha roja que se ve en la obscuridad
del fondo, sobre un saliente de la roca, sea un grupo de algas infinitamente pequeño. A primera
vista, en el fondo no hay más que tinieblas; pero nuestros ojos, acostumbrándose poco a poco a
la obscuridad, distinguen luego una superficie de agua clara sobre un lecho de arena.

Además, puede descenderse al pozo, y yo soy uno de los que han tenido ese placer. La
aventura produce una agradable sorpresa, puesto que es un viaje de exploración; pero en sí
misma no tiene nada de seductora, y ninguno de los que han hecho estos descensos al abismo
quedan en disposición de repetirlo. Una cuerda, prestada por un campesino de las
inmediaciones, se ata fuertemente al tronco de una encina, y dejándola caer al fondo del
abismo, oscila dulcemente por la impulsión de la pequeña corriente de agua, en la cual se moja
la extremidad libre. El viajero aéreo se coge fuertemente a la cuerda, al mismo tiempo que con
las manos, con las rodillas y los pies, y desciende con lentitud por la boca tenebrosa. El
descenso no es siempre fácil, desgraciadamente; se da vueltas con la cuerda alrededor de sí
mismo, se enreda en las matas de helecho, que el peso del cuerpo rompen, se choca varias
veces contra la roca llena de asperezas, y con la ropa se enjuga el agua fría que las paredes
rezuman. Por fin se aborda una cornisa, se descansa un poco en ella para tomar aliento y
equilibrio, y luego se lanza nuevamente en el vacío para descansar más tarde sobre el fondo de
tierra firme.
23
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Yo recuerdo sin alegría mi estancia durante algunos instantes en el fondo del abismo. Mis pies,
estaban dentro del agua; el aire era frío y húmedo; la roca estaba cubierta de una especie de
pasta resbaladiza de arcilla diluida; una sombra siniestra me rodeaba y un resplandor tibio, vago
reflejo de la luz del día, me revelaba solamente algunas formas indecisas y una gruta llena de
arrogantes protuberancias. A pesar mío, mis ojos se dirigían hacia la zona iluminada que
aparecía redonda sobre la boca de la sima; miraba con amor la guirnalda de verdura que
adornaba el borde del pozo, las grandes ramas con su follaje superpuesto, que los rayos del sol
doraban alegremente, y los pájaros lejanos volando con libertad por el azul del cielo. Tenía
vehementes deseos de volver a la luz; dí el grito de aviso y mis compañeros me sacaron fuera
del pozo, ayudados por mí, que ascendía apoyando mis pies en las sinuosidades de las rocas.

Como cándido joven, me creía un gran héroe por haber realizado el pequeño descenso a los
«infiernos», a unos treinta metros de profundidad, y buscaba en mi cabeza algunas rimas para
el poeta que se aventura a bajar al fondo de un abismo para sorprender la sonrisa de una ninfa
encantada, mientras olvidaba a los verdaderos héroes, que, sin recitar jamás versos por sus
frecuentes entrevistas con las divinidades subterráneas, se relacionan con ellas durante días y
semanas enteros. Estos son los que conocen bien el misterio de las aguas ocultas. Al lado de
sus cabezas, la pequeña gota, suspendida de las estalactitas de la bóveda, brilla como un
diamante a la luz de sus lámparas, y cae sobre el pequeño charco estancado, produciendo un
ruido seco que repercute el eco de las galerías. Pequeñas corrientes de agua, formadas por ese
destilamiento de gotas, corren bajo sus pies, y formando regueros y más regueros se dirigen
hacia la balsa de recepción, donde la bomba a vapor, parecida a un coloso encadenado,
sumerge alternativamente sus dos brazos de hierro, lanzando prolongados gemidos a cada
esfuerzo. Al ruido de las aguas de la mina se mezcla a veces el sordo rumor de las aguas
exteriores que un desgraciado golpe de pico puede hacer inundar repentinamente la galería.
Mineros hay que no tienen temor en llevar sus trabajos de zapa hasta debajo del mar, desde
donde no cesan de oír al terrible océano arrastrar constantemente los guijarros de granito por
encima de la bóveda que los protege; durante los días de tempestad, sólo a algunos metros de
donde ellos trabajan van a estrellarse los navíos contra las rocas.

CAPÍTULO VI

EL BARRANCO

Descendiendo por el curso del arroyo, en el que vienen a unirse el ruidoso torrente de la
montaña, el arroyuelo nacido en la caverna y el agua apacible del manantial, vemos a derecha
e izquierda sucederse los valles, diferentes unos de otros por la naturaleza de sus terrenos, su
pendiente, el aspecto que presentan y la vegetación, distinguiéndose además por el caudal de
aguas que aportan al cauce general del valle.

Casi enfrente de un torrente pequeño y murmurador, que salta alegremente de piedra en piedra
para sumarse a la bastante considerable cantidad de agua del arroyo, se abre un barranco de
rápida pendiente y seco con frecuencia. Es probable que este barranco, formado por la
depresión en un suelo poroso, esté sobre el cauce subterráneo de un arroyo permanente; este
barranco sólo se ve bañado por la corriente de agua después de chubascos tempestuosos o de
grandes lluvias. Como todos los pequeños valles laterales, el barranco es tributario del cauce
central, pero tributario intermitente. Sin embargo, es curiosísimo el visitarlo, porque paseándose
sobre su seco cauce, se puede estudiar detenidamente la acción del curso de las aguas.
24
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Un pequeño sendero que los surcos del labrador destruye cada otoño, y que el tránsito de los
caminantes marca de nuevo muy pronto, serpentea sobre la ribera del barranco. Es verdad que
las ramas de espino, plantadas por el campesino avariento, prohíben el paso; pero el humilde
obstáculo, simulacro del temible dios Término, no tiene nada de terrorífico para los agricultores
vecinos, y el camino, practicado tal vez por los hombres desde la edad de piedra, no cesa de
reformarse de año en año. Sería, pues, fácil remontar el barranco en su largo curso sin tener
necesidad de servirse de las manos para salvar los accidentados obstáculos de su cauce, pero
quien ama la naturaleza y la quiere gozar de cerca, abandona el pequeño sendero y se lanza
con entusiasmo por el estrecho espacio abierto entre sus bordes. Desde los primeros pasos se
halla como separado del mundo. Por detrás, una curva de la desembocadura le oculta el arroyo
y los verdes prados que riega; por delante, el horizonte se limita bruscamente por una serie de
gradas que el agua salta en pequeñas cascadas después de la lluvia; por encima, las branchas
de árboles que bordean las riberas se curvan y entrelazan formando bóveda, y los ruidos de
fuera no penetran en este salvaje cauce casi subterráneo.

Es una gran alegría hallarse así en la naturaleza virgen, sólo a algunos pasos de los campos
arados en surcos paralelos y sentirse obligado a trazarse un camino por entre las piedras y la
maleza, no lejos del honesto burgués que se pasea plácidamente contemplando sus cosechas.
A cada vuelta del tortuoso barranco, la inclinación y la forma del lecho cambian bruscamente:
los saltos y los hoyos se suceden contrastando de un modo extraño.

Encima de un grupo de arbustos enlazados por zarzas que el agua invade sólo en las mayores
crecidas, se extiende un pequeño prado de algunos metros de ancho y frecuentemente bañado
por las inundaciones de un momento. Alrededor del prado y el grupo de arbustos, se desarrolla
en semicírculo una playa arenosa, en donde los materiales finos o gruesos, se han depositado
con orden, según la fuerza de la corriente que los arrastró. El modesto lecho fluvial, de donde el
agua ha desaparecido, es aún tal cual lo trazó el torrente efímero, y revela tanto mejor las leyes
de su formación, por cuanto ni un pequeño charco de agua se halla en su curso. Una especie
de foso con su borde lleno de cieno seco y hojas en descomposición, nos enseña que en este
paraje el curso de las aguas es tranquilo y casi sin corriente; más lejos, el lecho aparece apenas
trazado porque las aguas se resbalan con rapidez por la gran pendiente; en otra parte, las
aristas paralelas de los asientos rocosos atraviesan oblicuamente el fondo desde una a otra
orilla, formando obstáculos sobre los cuales la corriente se descompone formando pequeñas
ondas. Una gran piedra ha hecho determinar una curva a la corriente, lanzando a ésta contra
otra orilla, formando una brusca sinuosidad, y así gradualmente se ha cavado un cauce según
su capacidad: más arriba, ramas encadenadas; hierbas y piedras, han servido de punto de
apoyo para formar uno o varios islotes rodeados de cauces tortuosos llenos de arena
hermosamente blanca. A unos cuantos pasos de allí, el aspecto del barranco cambia todavía.
Aquí el fondo no es más que un pequeño reguero practicado por el agua en arcilla dura, casi
rocosa; no sin pena, consigo pasar por el desfiladero asiéndome de algunas ramas que se
mecen sobre mi cabeza. El hilo de agua o la columna líquida, según la fuerza del arroyo
periódico, murmura dulcemente o ruge con estrépito por el estrecho corredor resbalándose
rápidamente por una sucesión de grados; luego, al pie de la caída, ha formado una especie de
cubo, ancha balsa donde las piedras arrastradas ruedan empujadas por la presión de las aguas.
Después de haber pasado el desfiladero, encuentro aún algo que fueron islas en otro tiempo,
curvas, rápidas corrientes, cascadas: hasta encuentro fuentes extinguidas que reconozco por la
humedad de la arena y las fisuras rocosas. El borde desde donde se lanza una cascada lo
forman dos raíces enlazadas, sujetas sólo por un lado, encrustadas en la arcilla.

En este barranco, en el cual penetramos con alegría para contemplar en un pequeño espacio el
cuadro de la naturaleza libre y para huir del aburrimiento de los campos cultivados con bárbara
monotonía, una multitud de animalejos de varias especies, refractarios como nosotros al
exterior, penetran también buscando un refugio contra el hombre, inflexible perseguidor;
desgraciadamente, el tenaz cazador los persigue hasta este retiro, a pesar de las zarzas y las
25
“El arroyo” de Elíseo Reclús

raíces. Las tierras recientemente removidas, los negros agujeros practicados en las paredes de
la orilla, nos revelan el sitio donde se ocultan los conejos y los zorros; al notar nuestra
presencia, las serpientes enroscadas desenrollan rápidamente sus círculos y desaparecen en la
espesura; las lagartijas, más rápidas, corren haciendo crujir las hojas caídas; los insectos saltan
sobre la arena o se balancean por las hierbas. En las ramas de los arbustos se ven nidos de
pájaros: todo un mundo de fugitivos puebla este asilo, en donde se encuentra abrigo y comida.

Y es que, en efecto, dentro de este pequeño barranco, de algunos metros de ancho, la


vegetación es muy variada; una multitud de plantas de origen y altitud diversos se encuentra
aquí reunida, mientras que en los campos vecinos la uniformidad del terreno cultivado deja
germinar apenas, además de la simiente arrojada por el campesino, hasta cuatro o cinco
«malas hierbas», trivial adorno de los campos arados. En esta estrecha hendidura, invisible de
lejos, a no ser por la verdura de sus orillas, todas las cualidades del suelo, todos los contrastes
de sequía y humedad, todas las diferencias de la sombra y el sol se encuentran en
yuxtaposición y, como consecuencia, numerosas plantas, desterradas de vulgares terrenos de
cultivo, hallan en este rincón, respetado por el hombre, el ambiente propio para su desarrollo.
La arena tamizada por las aguas tiene sus plantas especiales, lo mismo que los
amontonamientos de piedras arrastradas, la arcilla color de ocre y los intersticios de la dura
roca. Las tierras vegetales, mezcladas en diversas proporciones, tienen también su flora y su
fauna; las rápidas pendientes expuestas al sol del mediodía, se encuentran pobladas de hierbas
y arbustos que fabrican su savia en terreno seco; el fondo húmedo donde jamás llega un rayo
de sol, da también vida a otra vegetación y el cieno que el agua cubre aún, aparece cubierto por
un mundo vegetal que le es peculiar.

¡Y, sin embargo, nada aparece desordenado en esta diversidad! Al contrario, las plantas,
libremente agrupadas, según sus secretas afinidades y la naturaleza del terreno que les da
vida, constituyen en conjunto un espectáculo que llena el alma de una impresión singular de paz
y armonía. Nada hay aquí de artificial ni de impuesto como en un regimiento de soldados con
sus movimientos mecánicos y sus uniformes, sino lo pintoresco, el encanto poético, la libertad
de actitud y de vida como en una multitud de hombres de todos los países, aproximándose por
afinidad cada cual a los suyos. Es cierto que en este barranco, al igual que en toda la tierra, la
batalla de la vida por el goce del aire, del agua, del espacio y de la luz, no cesa un instante
entre las especies y las familias vegetales; pero esta lucha no ha sido regularizada todavía por
la intervención del hombre, y parece que en medio de estas plantas tan diversas y tan
graciosamente asociadas, nos encontramos en una república federativa en la que cada vida
está garantizada por la alianza de todas. Hasta las colonias de plantas extrañas a la naturaleza
libre, son respetadas, al menos por algún tiempo: sobre una cornisa de tierra rebajada que ha
quedado suspendida al flanco de la ribera, veo balancearse las cañas flexibles de una mata de
avena, humilde colonia de esclavos fugitivos aventurados en un mundo de libres héroes
bárbaros.

Lo mismo que el arroyo del valle y los grandes ríos del llano, el pequeño barranco tiene sus
orillas sombreadas por árboles. El álamo blanco se levanta al lado del haya y el abedul; las
hojas finamente cortadas del fresno, aparecen por entre dos altos olmos con su ramaje como
arreglado por la mano del hombre; el tronco blanco del abedul resalta al lado de la rugosa y
sombría corteza de la encina. En lo más alto de la ladera, donde el barranco no es más que un
repliegue del terreno, los pinos, en actitud grave y de hojas casi negras, se ven reunidos como
en un concilio. Alrededor de ellos, la tierra sin vegetación ha desaparecido bajo una espesa
capa de agujas color de hierro oxidado mientras que no lejos de allí, un alegre alerce color
verde claro, levanta su cima, hermosamente adornada por clemátides, sobre un grupo de
arbustos y plantas. A causa de la extrema variedad de las condiciones del suelo, el estrecho
barranco es bastante más rico en especies diversas que los grandes bosques que cubren
vastos territorios. En algunos parajes, los troncos están tan juntos que de una a otra ribera no
se ve penetrar ni un rayo de sol; del fondo de las hondanadas, los árboles suben como
26
“El arroyo” de Elíseo Reclús

columnas amontonadas para un edificio; luego, al nivel de los bordes, las ramas se extienden
ampliamente, cubren la madera con su verdura y se prolongan sobre las tierras cultivadas
buscando ávidamente su alimento de aire y de luz.

Bajo sus sombrías bóvedas, en las profundidades del barranco, la temperatura es siempre
fresca, hasta en lo más fuerte del verano; las ramas enlazadas impiden a la húmeda atmósfera
su salida hacia el espacio y, gracias al acuoso vapor, los helechos, con sus grandes hojas
caídas y los hongos, agrupados fraternalmente en pequeñas asambleas, crecen y prosperan en
las orillas. El aire está tan cargado de humedad, que basta cerrar los ojos para hacerse la
ilusión de que se está a la orilla de un arroyo, cuyas tranquilas aguas corren silenciosas.
Después de todo, el agua allí está; si ha desaparecido es sólo en apariencia. El musgo que
tapiza el fondo del barranco y recubre las raíces de los árboles, se presenta hinchado del
líquido absorbido durante la última inundación: dilatados como esponjas, guardan, durante
mucho tiempo, la fecunda y bienhechora humedad; después, a la más insignificante lluvia, se
hinchan de nuevo, empapándose con avidez de las gotas caídas. Así, de musgo a musgo y de
planta a planta, en la multitud infinita de células orgánicas, se encuentra aún el caudal de aguas
corrientes del arroyuelo, desde, el principio al fin del barranco. Es verdad que no se ve esta
corriente, que no se oye su murmullo, pero se adivina y se goza la dulce frescura que esparce
por la atmósfera.

Sin embargo, hay algo que me encanta y admira. Este arroyuelo es pobre e intermitente, pero
su acción geológica no es menos grande; es tanto más poderosa relativamente cuanto más
insignificante es el agua que por él corre. Una pequeñita corriente ha cavado el enorme foso, ha
abierto esas profundas hendiduras a través de la arcilla y la dura roca, ha esculpido las gradas
de sus pequeñas cascadas, y por los hundimientos de tierra ha formado esos amplios círculos
en sus orillas. Él es también quien da vida a la rica vegetación de musgo, hierbas, arbustos y
grandes árboles. ¿Es que el Misisipi, o el Amazonas proporcionalmente a su caudal de agua,
realizan en la superficie de la tierra la milésima parte del trabajo de éste? Si los caudalosos ríos
tuvieran igual fuerza relativa que el pequeño arroyuelo intermitente, arrasarían las cordilleras,
serían sus cauces abismos de algunos millares de metros de profundidad, alimentarían bosques
con árboles cuyas cimas irían a balancearse en las más elevadas capas atmosféricas.
Precisamente, en estos pequeños retiros es donde la naturaleza se nos muestra en todo su
esplendor. Acostado sobre un tapiz de musgo, entre dos raíces que me sirven de apoyo,
contemplo con admiración estas altas riberas, sus desfiladeros, sus circos, sus gradas y la
bóveda de follaje, que me cuentan con tanta elocuencia la grandiosa obra de la pequeña gota
de agua.

CAPÍTULO VII

LOS MANANTIALES DEL VALLE

A todos los arroyuelos visibles e invisibles que descienden de barrancos y vallecillos hacia el
arroyo principal, se unen aún a centenares infinidad de pequeñas fuentes y venas de agua,
todas diferentes por el aspecto y el paisaje de las piedras, los zarzales, arbustos o árboles que
las rodean, diferenciándose también por la cantidad de sus aguas y por la oscilación de su nivel,
según los meteoros y las estaciones del año.

27
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Algunas de ellas sólo tienen una existencia temporal; después de haber manado durante cierto
número de horas, se secan repentinamente; los pequeños saltos de agua cesan de susurrar, las
paredes de su balsita se secan y las hierbas que humedecía se doblan lánguidamente. Luego,
pasados minutos u horas, se oye un murmullo subterráneo y he aquí el agua que sale
nuevamente de su cárcel de piedra, para devolver la vida a las raíces y las flores; con sus
argentinos sonidos anuncia alegremente su resurrección a los insectos ocultos entre el césped,
a todo un mundo infinitamente pequeño que esperaba su despertar para despertar ellos
mismos. Los hombres de ciencia nos explican la causa de estas intermitencias; nos dicen el por
qué de ese salir y ocultarse del agua alternativamente en las cavidades subterráneas,
dispuestas en forma de sifón. Todo esto es hermoso, pero a estos juegos de la naturaleza, a
esas fuentes que aparecen y se ocultan en un instante, preferimos los manantiales
permanentes de los que oímos constantemente su alegre murmullo, y en los cuales, a
cualquiera hora, podemos ver cómo se refleja la luz, rielando en su ondulada superficie. Más
encantadora aun me parece la discreta fuente que nace en el fondo del arroyo a la que sólo
contemplan los observadores estudiosos de la naturaleza. En medio del agua transparente, no
siempre se sabe distinguir la columna líquida del manantial que brota, pero se revela por las
ondulaciones de las hierbas que acaricia su onda ascendente, por las burbujas que salen de la
arena y vienen a deshacerse al contacto del aire, y por el silencioso hervor que se produce en la
superficie del agua y se propaga alejándose en rizos ondulados que disminuyen gradualmente.

Desiguales por su caudal y por el paisaje que las rodea, no lo son menos por la gran diversidad
de substancias minerales que llevan en suspensión. Por muy pura que el agua del manantial
parezca a nuestra vista, no es esta, como la química dice, una combinación de dos cuerpos
simples, el hidrógeno, que forma, según dicen, los inmensos torbellinos de las más lejanas
nebulosas, y el oxígeno, que para todos los seres es el gran alimento de la vida; contiene
además muchas otras substancias, ya rodando por su cauce en estado de arena, ya disueltas
en su masa líquida y transparentes como ella. Entre las fuentes tributarias del arroyo, hay
algunas que, surgiendo de la dura peña, arrastran pepitas de oro en sus aluviones. Si
arrastraran grandes cantidades como ciertos manantiales de California, Colombia, el Brasil o los
Urales, inmediatamente una multitud de hombres se precipitaría con avidez hacia las fuentes
bienhechoras, y las arenas depositadas en sus orillas, serían muy pronto tamizadas, y hasta la
roca sería atacada por los picos y azadones y sus fragmentos serían sometidos a los martillos
de la fundición; poco tiempo después, a las cabañas de un villorrio, habitadas por mineros,
reemplazarían los grandes árboles de los prados y los valles. Tal vez el país al ser más rico,
más populoso y próspero, sería también, a la larga, más instruido y feliz; no obstante, nos
paseamos llenos de noble alegría por las vírgenes orillas de nuestro Pactolo, desconocido de la
multitud, en el que hallamos la soledad y el silencio, como en los días que vimos brillar por vez
primera las pepitas de oro.

En sus alrededores sólo existe, afortunadamente, un solo buscador de pepitas, viejo geólogo
que enseña con orgullo algunos granos brillantes contenidos dentro de una caja de cartón,
donde posee todo el fruto de sus largos trabajos.

Otro manantial, vecino al pequeño Eldorado, se presenta también pródigo en pepitas brillantes
pero de bien distinta especie. Es un chorro de agua que surge de rocas micáceas y que arrastra
sus partículas hacia la luz. Las pepitas que la corriente hace rodar por el fondo se arremolinan
un momento y luego se depositan llanas sobre otras láminas, de modo que se ve siempre lucir
sus reflejos bajo la temblorosa superficie. Los niños de la vecindad se divierten en sus juegos,
viniendo a sacar con sus manos esta arena brillante; apilan en montoncitos las pepitas de oro y
las de plata, sabiendo, afortunadamente, los pobres niños, que la masa reluciente no es oro y
plata más que en apariencia; de otro modo, empezarían, tal vez, en la orilla de la apacible
fuente, esa dura batalla por la vida, que más tarde, cuando sean hombres, tendrán que
emprender unos contra otros para arrancarse, en forma de moneda, el pan de cada día.

28
“El arroyo” de Elíseo Reclús

En un pequeño valle, al pie de rocas calcáreas, nace otra fuentecita que, lejos de arrastrar
pepitas brillantes, recubre, al contrario, de una especie de baño gris las piedras, las hojas y las
ramitas caídas de los arbustos que la adornan. Este baño se compone de innumerables
moléculas calcáreas disueltas por el agua en el interior de la colina.

Contenida el agua por un obstáculo cualquiera, la corriente se desprende de las partículas de


piedra de que estaba saturada. Al lado de la balsita crece un helecho que balancea sus verdes
hojas agitadas por el aire húmedo, mientras que sus raíces, sumergidas en el agua, están
recubiertas de una capa de piedra.

La naturaleza de los manantiales varía por las substancias sólidas y gaseosas que arrastran o
disuelven en su curso subterráneo y que sacan al exterior. Hay algunas que contienen sal, otras
son ricas en hierro, en cobre y en diversos metales, habiendo alguna que exhala ácido
carbónico o emanaciones de gases sulfurosos. La proporción de mezclas que se operan así en
el laboratorio de las fuentes difiere cada una de ellas, y el químico que quiere conocer esta
proporción de un modo preciso, se ve obligado a hacer un largo análisis especial, que tiene que
repetir varias veces. Luego, cuando ha pesado las diversas substancias, utilizando los medios
prodigiosos que actualmente le suministra la ciencia, tiene que estudiar los rayos coloreados
que el agua del manantial despide en un espectro luminoso. Estas rayas que permiten al
astrónomo descubrir los metales en los astros, brillan como un punto en el fondo del espacio
infinito y advierten al químico la existencia de cuerpos que se hallan en cantidades
infinitesimales en la pequeña gota de agua del manantial. El día que dos alemanes señalaron, o
mejor dicho, arrancaron a la fuente por la fuerza de la ciencia, metales que no eran todavía
conocidos, es uno de los grandes días de la historia. Comparados con esta fecha, ¡cuán
insignificantes son en los anales de la humanidad las victorias o la muerte de los más célebres
conquistadores!

Las fuentes, diferentes entre sí por las substancias que arrancan en sus viajes subterráneos,
arrastrándolas al arroyo, son también diferentes por sus temperaturas diversas. En algunas, el
calor de sus aguas es la temperatura media del país; otras están por debajo de este término
medio, porque descienden de las nieves o porque una fuerte evaporación se verifica en sus
canales interiores bajo la influencia de las corrientes de aire; otras también, presentan al
exterior tibias o calientes sus aguas; se encuentran a diversas temperaturas desde la del hielo
hasta la del vapor a gran presión. Por su temperatura, la fuente nos resume su historia
subterránea: con sólo mojar un dedo en sus aguas, podemos saber cómo ha sido su viaje a
través de los ocultos abismos.

Desde la orilla de un manantial frío, miramos los montes nevados y podemos decir: «¡Esta agua
baja de allá arriba!» Pero si sale tibia, es, sin duda alguna, porque ha descendido, saltando de
hueco en hueco hasta bajar a grandes profundidades, habiéndose calentado en esos conductos
tenebrosos antes de salir a la superficie. Y, en fin, cuando la temperatura de una fuente se
aproxima a la del vapor a grandes presiones, sabemos por ello que sus aguas han llegado a
dos o tres kilómetros bajo la superficie del suelo, porque sólo a tal profundidad la temperatura
de las rocas es la misma que la del agua en ebullición.

Sentados sobre el césped, al borde del manantial, con toda comodidad podemos seguir con el
pensamiento el itinerario recorrido por el pequeño canal del agua en las entrañas del monte
antes de salir a la luz, ayudados de los datos científicos que la dolorosa experiencia del minero
ha adquirido habitando las profundas galerías.

Las aguas tibias o termales, mucho más que las frías, contribuyen a disolver las piedras en el
interior de los montes, para depositarla bajo otra forma a su salida. En muchos parajes, el agua
caliente que corre a unirse con el arroyo, se extiende primero en un gran lago que ella misma
ha formado molécula tras molécula; al lado se encuentran otras lagunas secas, y a uno y otro
29
“El arroyo” de Elíseo Reclús

lado las fisuras abiertas en la piedra están bordadas por hermosas concreciones parecidas a los
adornos de mármol que vemos ornamentando las fachadas de nuestros edificios. ¡Pero cuán
insignificantes son esos depósitos silíceos o calcáreos comparados con las enormes
construcciones erigidas en diversos países del mundo por esos ríos termales, como por ejemplo
los de Holly-Springs, en los Estados Unidos! Los viajeros nos cuentan que esas aguas calientes
edifican verdaderos palacios, ciudadelas y murallas de algunos kilómetros de longitud. Blancos
como el alabastro, los pilares y basamentos crecen incesantemente por el depósito de las
cascadas susurrantes que poco a poco ocupan la llanura. El agua, construyendo sin cesar, se
cierra el paso, y, buscando continuamente un nuevo cauce, deja detrás grandes balsas,
puentes no terminados y bosquejos de admirables columnatas. Montes enteros que el geólogo
explora con admiración, han sido formados por los torrentes de agua caliente al salir de las
profundidades.

Pero esas maravillas lejanas y nada numerosas, pocos de nosotros las han podido contemplar y
ver al mismo tiempo esos ríos de agua caliente cómo trabajan en la construcción de sus
marmóreos edificios. Mucho más modesta, la fuente de la pequeña laguna no cambia los
accidentes del terreno ni el aspecto del país en algunos años; pero empleando siglos y siglos en
su trabajo, llega por fin a renovar todo el espacio que baña; cambian poco a poco la piedra y se
trazan un cauce diferente al que les había preparado la naturaleza. El geólogo y el minero que
penetran por la fuerza con su pico y martillo en las entrañas de la roca, descubren venas de
jaspe y otras piedras transparentes o coloreadas; es el hilillo de agua termal, arrastrando arcilla
en disolución, que lo ha depositado en la fisura por donde corría, y que luego ha cambiado de
curso. Todos esos filones sinuosos que atraviesan las rocas como arterias de cristal, deben su
origen a modestas corrientes de agua. Es cierto que en la mayor parte de los casos, el agua
sale de las profundidades del suelo, no en forma de líquido, sino en forma de vapor y a elevada
temperatura, porque de otro modo no podría disolver los materiales que tapizan las paredes de
sus antiguos lechos. Así los minerales de oro y plata han sido arrancados de las entradas de la
roca por los vapores de un Pactolo subterráneo.

Fuertes por el enorme poder que les da el tiempo, los manantiales que disuelven las piedras y
oxidan los metales, consiguen también alguna vez hacer temblar los montes. En una hermosa
tarde de otoño, un temblor de tierra se dejó sentir en la pequeña cuenca del arroyo; las casas
se balancearon con gran terror de sus habitantes, y algunas paredes ya agrietadas se
derrumbaron con estrépito. El temblor de tierra no tuvo otras funestas consecuencias, pero fue
el tema que durante algún tiempo preocupó a los sabios e ignorantes de los pueblos y aldeas.
Unos hablaban de un mar de fuego que llenaría la tierra, y que una tempestad había agitado
sus olas; otros pretendían que un volcán intentaba surgir en las inmediaciones, y que dentro de
poco tiempo, el cráter se abriría; había quien no sabiendo nada de fuego central, ni habiendo
jamás visto cráteres ni corrientes de lava, pensaba en un grupo de fuentes salinas y yesosas
que nacían en un vallecillo al pie de una ladera pedregosa; al notar que después del temblor
sus aguas se habían enturbiado y arrastraban lodo, y que algunas de ellas habían cambiado de
orificio de salida, se preguntaban si no serían ellas la verdadera y única causa.

Tal vez, los aldeanos tenían razón. Es verdad que ni en un segundo, estas fuentes arrastraban
una pequeña cantidad de sulfato de cal y otras substancias sólidas; pero en el transcurso de
años y siglos, los hilos de agua subterráneos han ido destruyendo la base de los montes.

Debilitados los colosales cimientos del gigantesco edificio, ceden al peso, las bóvedas se
hunden, el monte se estremece, y la tierra se agita algunos cientos de kilómetros alrededor,
como si una terrible explosión hubiera dislocado sus capas. El gigante Encelado que ha hecho
temblar así los montes, las colinas y los llanos, es el tranquilo manantial que puede ocultar una
mata de hierba.

30
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Afortunadamente, las fuentes saben hacer que las perdonemos los momentos de terror que nos
causan a veces haciendo trepidar el suelo. Ellas nos dan agua para beber nosotros y abrevar
nuestros ganados, fertilizan nuestros campos y hacen germinar las simientes, alimentan
nuestros árboles y nos traen del fondo de la tierra tesoros que sin ellas jamás hubiéramos
conocido; fortifican, en fin, nuestro cuerpo, nos devuelven la salud perdida y restablecen el
equilibrio en nuestro trastornado espíritu. Tales son al salir de la tierra bienhechora las virtudes
curativas de las fuentes termales y minerales, que en todos los países civilizados se han
construido edificios en los nacimientos de los manantiales, para aprisionar el agua y medir
cuidadosamente el empleo en los baños y piscinas.

Con objeto de recoger hasta la última gota del precioso líquido, los ingenieros cavan a lo lejos
las rocas para sorprender en su curso el pequeño hilo de agua que corre por las hendiduras
interiores y el escape de vapor que sube desde las ocultas profundidades. Ávidos de salud, los
enfermos utilizan todo lo que el manantial lleva consigo y todo lo que bañan sus aguas; respiran
el gas que desprenden, se envuelven en el lodo negro que forman la arcilla y la arena y llegan a
cubrirse como tritones con el verde limo que se extiendo cual tapiz sobre las aguas. Sin
embargo, no llevan la religión hasta acariciar contra sus cuerpos los animales que nacen y se
desarrollan al dulce calor del agua termal. Existen bonitas culebras, muy numerosas en algunas
fuentes. Cuando el bañista ve al reptil ondulando a su lado sus graciosos anillos, no cree en la
maravillosa aparición de la serpiente de Esculapio, sino que, lleno de terror, salta sobresaltado
prorrumpiendo en grandes gritos.

En otro tiempo, los hechiceros y los adivinos eran los encargados de enseñar a los enfermos los
manantiales donde encontrarían la salud o el alivio de sus males; hoy los médicos y los
químicos reemplazan a los magos de la Edad Media, indicándonos con mayor autoridad el agua
bienhechora que nos ha de devolver las fuerzas y ha de darnos una segunda juventud. Cuando
la ciencia se complete con nuevos conocimientos, el hombre, sabiendo perfectamente cuál
debe ser su género de vida, sabrá también qué aguas, qué atmósfera son útiles para curar sus
males y entonces gozará plenamente de la vida hasta el término natural, con la sola condición
de que nuestro estado social no sea el de odiarnos y exterminarnos. En Arabia, los fanáticos
soberanos de Wahabites hacían tapar cuidadosamente todas las fuentes termales y minerales,
por temor a que sus súbditos, convencidos de la virtud de las aguas de sus manantiales, se
olvidaran de poner toda su confianza en el solo poder de Alah. En el porvenir, al contrario,
sabremos utilizar todas las gotas que surjan del suelo, todas las moléculas que salgan a la
superficie y sabremos designar su función para el provecho de la humanidad.

CAPÍTULO VIII

LAS CORRIENTES Y LAS CASCADAS

Mezclándolo todo en su cauce, lo mismo las aguas que bajan del monte que las fuentes que
brotan del suelo, manantiales fríos, tibios y termales, salinos, calcáreos y ferruginosos, el arroyo
crece y crece sin cesar en cada vuelta del valle, a cada nuevo afluente. Rápido y alegre como
joven que entra en la vida, ruge y salta desordenadamente; ya le llegará la calma y hará más
lenta su corriente al llegar a la llanura horizontal y monótona; en el momento se resbala con
alegría por la pendiente precipitándose hacia el mar. Es que se encuentra todavía en el período
heroico de su existencia.

31
“El arroyo” de Elíseo Reclús

En esta parte de su curso, las corrientes, las cascadas y los saltos, son los grandes fenómenos
de la vida del arroyo. No siendo todavía bastante fuerte para regularizar completamente la
inclinación de su lecho, y minar las bases de la roca, arrasar los salientes de la piedra y reducir
a polvo los cantos esparcidos, tiene el arroyo que salvar estos obstáculos saltando por encima o
escaparse por los lados.

Los saltos varían hasta el infinito, según la altura de las piedras que ha de franquear, la
inclinación de la pendiente, la abundancia de las aguas, el aspecto de sus orillas, la vegetación
de sus riberas y el volumen de las piedras emergidas. Aunque diferentes entre sí, todas son
igualmente hermosas, ya por su graciosa forma, ya por su majestad, sintiéndose alegre y
satisfecho quien se deja mojar los pies.

Las corrientes son el bosquejo de las cascadas donde toman estas su ímpetu, para detenerse
luego y precipitarse después. Aquí, el agua que choca contra una piedra musgosa la envuelve
como con un globo de transparente cristal, y ciñe su base con una orla de espuma; allá, la
corriente inclinada desaparece rápidamente por entre dos rocas, y después, por encima de
ocultos escollos, se repliega en ondas paralelas; más lejos, el caudal se divide en varias curvas
lanzándose por saltos desiguales. El hoyo profundo, la sutil capa de agua y la franja de espuma,
se suceden con desorden hasta abajo de la pendiente donde el arroyo recobra su calma y la
regularidad de su curso.

¡Y cuán grande es también la diversidad de las cascadas! Yo conozco una, encantadora entre
todas, que se oculta bajo las flores y el follaje.

Antes de precipitarse, la superficie del arroyo es completamente lisa y pura; ni una roca
saliente, ni una hierba en su fondo interrumpen su curso rápido y silencioso; el agua cae en un
canal trazado con igual regularidad que si fuera obra del hombre. Pero en el punto de la caída,
el cambio es repentino. Sobre la cornisa de donde el agua se lanza en cascada, se levantan
macizos de roca parecidos a pilares de un puente derribado, apoyándose sobre anchos estribos
cuya base lame la espuma.

Grupos de saponáceas y otras plantas salvajes, crecen como en jarrones de adorno en las
anfractuosidades de los puntos dominados por las cascadas, mientras que las zarzas y
clemátides, desplegadas como cortinajes, descansan sus guirnaldas sobre los salientes de la
piedra y velan los distintos despeñaderos de la caída. La espesa red de verdura oscila
lentamente por la presión del aire que arrastra el agua al caer, y las lianas aisladas, cuyas
extremidades se bañan en los remolinos de espuma, se estremecen incesantemente. Los
pájaros hacen su nido en este follaje y se dejan balancear por el aire. Hermoseado por las flores
en primavera, adornado de frutos en verano y otoño, el cortinaje suspendido delante de la
catarata ahoga en parte el estrépito; hasta podría suponérsele lejana si el sol, penetrando sus
rayos por entre las ramas, no hiciera brillar por diversos puntos el gigantesco diamante que
oculta la verdura.

A poca distancia de esta cascada cubierta por las hojas y las flores, otro asiento de peñascos
atraviesa el arroyo, pero estos son tan duros que el agua ha hecho muy poca mella en ellos y
apenas si está trazado su lecho. Ha tenido por consecuencia que extenderse a lo ancho y,
rodeando piedras y arrastrando tierras vegetales, se ha dividido en numerosos hilos de agua,
procurándose cada cual un curso favorable para llegar al punto de caída. Cortado en su paso
por una roca pulida que se levanta en medio de sus cascaditas, los vemos saltar por todas
partes; unos bastante fuertes para arrastrar las piedras y otros tan débiles que apenas pueden
descubrir las raíces del césped. Aquí una pequeña capa de agua se extiende sobre una roca
cubierta de verdoso limo y luego resbala por un asiento inclinado rodeado de helechos,
ocultándose furtivamente por entre dos ramas de sauce que se inclinan hacia el líquido. Más
lejos un pequeñísimo hilo de agua, contenido en una pequeña hendidura, corre, centellea y
32
“El arroyo” de Elíseo Reclús

murmura en mi caída. Otro se precipita por una fisura negra y no se distingue desde fuera más
que por centelleos indistintos; otro aun se lanza por aquí y allá retorciéndose como una
serpiente de círculos alternativamente negros y plateados. A través de las rocas, los arbustos y
las hierbas, todos los arroyuelillos, después de un momento en reposo, se juntan nuevamente
como una porción de niños al grito de la madre. Y todo esto ríe y canta con alegría. Cada
cascadita tiene su voz, dulce o grave, argentina o profunda, produciendo en conjunto un
encantador concierto que adormece el pensamiento, dándole, al igual que la música, un
movimiento acompasado y rítmico. Por fin, todas las fracciones se han reunido en el cauce
común; chocan las corrientes bordadas de espuma y luego juntas emprenden el camino hacia la
llanura.

La catarata es otra cosa distinta. En ella las aguas no se extienden sobre un ancho espacio
para precipitarse luego al azar; se reúnen, al contrario, para lanzarse en masa compacta por el
estrecho paso abierto entre dos puntas de roca. Deprimido en sus orillas e hinchado en el
medio por la presión de la corriente, el arroyo se estrecha y se curva hasta el corte, desde
donde se lanza al vacío. El agua, empujada por rápida velocidad, ha perdido sus ondulaciones y
sus pequeñas olas; todos sus rizos, prolongados por la rapidez del torrente se han cambiado en
otras tantas líneas perpendiculares como trazadas por la punta de un estilete. Parecida a una
tela sedosa que se despliega, el lienzo líquido se desprende de la arista de la roca y se curva
por encima de un negro corredor, en el fondo del cual bullen las aguas en torbellino. La base de
la catarata es un caos de espuma. La masa que cae se deshace en olas que chocan entre sí,
dirigiéndose en tumulto hacia el chorro enorme contra el que se precipitan como para escalarlo.
En el estruendoso remolino, el agua y el aire, arrastrados a un mismo tiempo por la tromba, se
confunden en una masa blanca que se agita incesantemente. Cada torrente, cambiando a cada
instante de forma, es un caos en el caos.

Escapándose del torbellino, el aire aprisionado levanta millares de gotas pequeñas, que al
dirigirse hacia el espacio producen fina niebla que el sol irisa. A veces también, encerrado bajo
la masa del agua, arrastra torrentes espumosos que se ven entre ella escurrirse a lo largo de la
roca como blancos espectros; bastante lejos, delante de la caída, continúa el torbellino del
arroyo. Por cada lado ruedan violentos remolinos en el fondo de los cuales chocan las piedras,
produciendo para las edades futuras «ollas de gigante». Por la fuerza del huracán que la
empuja, el agua, blanca y chispeante, entra rápida en el canal; sin embargo, poco a poco su
marcha se hace lenta y adquiere un tono de azul calizo como el del ópalo; luego, sólo presenta
ligeras estrías de espuma, y poco después encuentra su calma y su reflejo azul. Nada recuerda
ya la estrepitosa caída del arroyo, si no es la niebla de imperceptibles gotas que se ve brillar a
lo lejos sobre el raudal que cae, produciendo un continuo mugido que hace vibrar la atmósfera.

Cierto que la modesta catarata del arroyo no es un mar que se despeña como el salto del
Niágara; pero por pequeño que sea, no deja de producir una impresión de grandeza a quien
sabe mirarlo, y no pasa indiferente por su lado. Irresistible e implacable, como si fuera
empujada por el destino, el agua que cae lleva tal velocidad, que ni el pensamiento puede
seguirla: se cree tener ante la vista la mitad visible de una ancha rueda que gira incesantemente
alrededor de la roca.

Contemplando esta corriente siempre la misma y renovándose sin cesar, se pierde la noción de
la realidad. Pero para sentirse poderosamente atraído por el vértigo de la cascada, es preciso
mirar hacia arriba, por encima del sitio donde el agua cesa de correr y, describiendo su curva,
se lanza libre al espacio. Los botones de espuma y las hojas arrastradas, llagan lentamente a la
compacta masa como viajeros cuya quietud nadie turba; después, repentinamente, se les ve
temblar, dar vueltas sobre sí mismos y, aumentando la rapidez a cada instante, se precipitan en
los pliegues del agua para desaparecer en la caída. Así, en infinita procesión, todo lo que baja
por la superficie del agua obedece a la atracción del abismo; todos estos objetos se ven
desaparecer como rápidas estrías, como pequeñas visiones que desaparecen en el momento
33
“El arroyo” de Elíseo Reclús

de ser vistas; la mirada misma, arrastrada por la pendiente, por ese pasar desordenado de
hojas y archipiélagos de espuma, tiende a descender al abismo hacia el cual todo parece
marchar, como si fuese allí, en el rugiente pozo, donde debe hallarse la paz.

Frecuentemente se ve llegar un insecto que hace esfuerzos o que intenta subir sobre una hoja
flotante, arrastrado también hacia el precipicio. Se le ve agitar sus patas y antenas a la
desesperada, se mueve y retuerce en todas direcciones, pero en cuanto ha sentido la invencible
atracción, cuando ha empezado a describir con la masa de agua la gran curva de la caída, cesa
repentinamente todos sus movimientos abandonándose a su destino. Del mismo modo, un indio
y su mujer, remando en su piragua, a corta distancia de la catarata del Niágara, fueron cogidos
en un violento remolino y arrastrados hacia la caída. Durante largo rato intentaron luchar contra
la terrible presión; los asustados espectadores que estaban en las orillas creyeron durante un
momento que conseguirían dominar la corriente; pero no; la piragua, vencida en su esfuerzo,
cede y cede sin cesar; la arrastra la corriente; se acerca a la terrible curva, se ha perdido toda
esperanza. Entonces los dos indios cesan de remar, se cruzan de brazos, miran con serenidad
el turbulento espacio que les rodea y altivos hasta en la muerte, como es propio a los héroes,
desaparecen en la inmensa tromba.

Contemplada por la mirada de la ciencia en el infinito de las edades, la cascada en sí no es un


fenómeno menos pasajero que los insectos o los seres humanos arrastrados hacia el abismo,
porque también ella ha nacido y desaparecerá. En la superficie de la tierra todo nace, envejece
y se renueva como el planeta mismo. Todo valle, cuando fue recorrido la primera vez por el río
o el arroyo que hoy lo baña, estaba bastante más accidentado que en la actualidad; la graciosa
sucesión de fisuras y de charcos, no ofrecía más que una serie de lagos unidos y de cascadas
que se sumergían en ellos; pero poco a poco la pendiente se ha determinado, los huecos se
han llenado de aluvión, las cascadas que desgastaban gradualmente la roca se convirtieron en
torrentes y después en arroyos pacíficos. Tarde o temprano la corriente descenderá hacia el
mar, siguiendo un curso tranquilo y regular. Al fin, toda irregularidad desaparecería si la tierra, al
envejecer por un lado, no rejuveneciera por otro. Si hay montes que desaparecen, roídos por el
tiempo y la intemperie, hay otros que surgen empujados hacia la luz por fuerzas subterráneas;
mientras unos ríos se secan lentamente absorbidos por el desierto, otros torrentes nacen y
crecen; unas cascadas se obliteran, pero otras, después de haber roto las paredes que las
retenían, se desprenden de los altos lagos desplegándose en ligeras velas o se lanzan en
compactas masas sobre las faldas de los montes.

CAPÍTULO IX

LAS SINUOSIDADES Y LOS REMOLINOS

Puesto que desde la cumbre del monte hasta la llanura baja, el suelo removido por las aguas
durante el curso de las edades se inclina en pendiente regular hacia el océano, el arroyo,
empujado por su peso, debía, al parecer, descender en línea recta; pero, por el contrario, su
curso es una sucesión de curvas. La línea recta es una pura abstracción del espíritu, otra
quimera como el punto matemático, que no existe más que para los geómetras. En la
inmensidad del espacio, el sol y los cometas ruedan en curvas inmensas; en nuestro globo
planetario, arrastrado como los demás en una espiral de elipses infinitas, los huracanes, las
trombas, los aires, el más insignificante céfiro, se propagan en líneas curvas; las aguas del mar
se pliegan y desarrollan, en curvadas olas; todas las formas orgánicas, animales y plantas, no
34
“El arroyo” de Elíseo Reclús

ofrecen en sus células y cavidades más que superficies curvas y sinuosidades; hasta los duros
cristales, mirados con el microscopio, no tienen esos planos regulares, esas aristas inflexibles
que aparecen a simple vista. Los dientes, las agujas, las estrías de los minerales y de los
organismos infinitamente pequeños, revelan, bajo la mirada del instrumento que los analiza, las
suaves ondulaciones de sus contornos. Donde se produzca un movimiento, tanto en la piedra
como en otro cuerpo o en la juntura de los mundos, este movimiento, resultante de diversas
fuerzas, se realiza siguiendo una dirección curvilínea.

Para ver las sinuosidades de los arroyos, no es preciso que nos armemos de un microscopio. El
cauce tortuoso y bajo los árboles que le dan sombra, se desarrolla en círculos, en remolinos, en
espirales; las hierbas del fondo, cabelleras ondulosas, los rizos de la superficie, las libélulas que
revolotean entre los juncos y que se juntan y se separan para volverse a reunir; los mosquitos
que giran en círculos sin fin, el viento que pasa matizando de obscuro la brillante capa sobre la
que dibuja sus circulares soplos, en todo, en fin, no veo más que curvas graciosamente
cruzadas, círculos enlazados y figuras de contornos flotantes. Tal cual lo indican las
inmersiones y emersiones sucesivas de la hoja arrastrada, el agua que baja al fondo remonta
en nueva curva hacia la superficie, aparece a la luz y desaparece otra vez bajo las curvas
líquidas, que, al mismo tiempo, han descendido hasta el fondo del cauce. Por la Impulsión de la
corriente, las moléculas de agua cambian constantemente su posición respectiva; se dirigen
unas hacia la derecha y otras se desvían hacía la izquierda. En el cauce común cada gota tiene
su curso particular, graciosa serie de curvas verticales, horizontales, oblicuas, comprimidas en
las grandes sinuosidades del arroyo: así es también como el circuito de un planeta se
desenvuelve en la órbita inmensa del sistema solar que lo arrastra.

Estudiado en conjunto, el arroyo se desvía a un lado y a otro como las gotas que lo componen.
Su masa, contenida por una piedra o un tronco de árbol que obstruye su lecho, se desvía un
poco y va a chocar contra una orilla. Rechazado por el obstáculo, se dirige hacia la orilla
opuesta, la hiere y, nuevamente rechazado, se lanza en sentido inverso. Así la corriente se
dirige sin cesar de un lado a otro trazando curvas sucesivas: desde el manantial a la
desembocadura, el agua no hace más que rebotar contra los dos ribazos. Las ondulaciones
cóncavas y convexas alternan en toda la longitud de sus bordes: para la mirada es esto un
ritmo, una música.

Tampoco la regularidad de las curvas es matemática; las sinuosidades varían de forma hasta el
infinito, según la naturaleza del terreno, el declive del suelo, la violencia de la corriente y los
guijarros que rueden por su cauce. Entre las paredes de las rocas, los ángulos se redondean
ligeramente en las vueltas repentinas; el agua, impotente para minar los asientos de las piedras,
retrocede bruscamente; en los montes, sobre todo, donde la pendiente del cauce es muy
considerable, el torrente encajonado por los desfiladeros, serpentea a uno y otro lado con
ímpetus sucesivos, como animal perseguido que procura salirse de la puntería del cazador. En
el llano, sus riberas, consolidadas por las raíces de grandes árboles, resisten también durante
mucho tiempo a la acción de la corriente, y en muchos puntos el cauce del arroyo no ofrece
más que ligeras sinuosidades en un gran trecho: asiéndose fuertemente de una rama e
inclinándose por encima de las aguas, se ve a lo lejos la perspectiva de ramas y troncos
reflejados sobre el movible cristal, rayado por la luz de trecho en trecho. No obstante, también
aquí, donde el curso parece casi recto, concluye por determinar una sinuosidad a la que
suceden otros rodeos hasta que el arroyo se mezcla con las aguas del río para confundirse con
las del mar.

Las corrientes que más encantadoramente presentan esta rítmica sucesión de rincones y
pequeñas penínsulas, son los torrentes cuyo cauce se extiende por un amplio lecho de arenas y
guijarros, y los riachuelos o barrancos que corren por prados, entre orillas arenosas que se
hunden fácilmente por la acción de la corriente. Tales son las orillas de nuestro arroyo en casi
todo su curso que empieza en la base de los montes. Al igual que muchas otras aguas
35
“El arroyo” de Elíseo Reclús

corrientes cantadas por los poetas, esta despierta en la imaginación la idea de una gigantesca
serpiente que se resbala bajo la hierba reflejando sus círculos. Visto desde la cumbre de una
colina, sus curvas brillan a la luz como los pliegues y repliegues de una culebra con reflejos de
plata; sólo que, mayor que los dragones de la antigua mitología, estas enormes serpientes
tienen por lecho un valle que se extiende hasta perderse de vista, desde los montes hasta la
tierra baja o hasta las arenosas playas del océano. En casi todas las comarcas del mundo, los
campesinos han tenido la natural idea de asimilar el nacimiento del arroyo a la cabeza de un
animal inmenso: para ellos la fuente es el «Jefe del Agua», -Ras el Ain-.

Lo mismo que nuestro arroyo y todos los riachuelos y ríos del mundo, igual que el tortuoso
Meandro de Asia, que ha dado su nombre a las sinuosidades de su curso, los arroyuelos de
algunos metros de largo que se determinan en las playas del océano, después de los reflejos de
la marea, tienen también graciosas formas serpentinas. Cada uno de estos pequeños surcos,
con sus afluentes casi imperceptibles que a él convergen, se dibuja sobre el suelo como la
imagen de un arbusto cuyas ramas sacude el aire. El mar, poderoso, con una sola de sus olas
cubre de arena todos esos pequeños sistemas de ríos en miniatura; pero los hilillos de agua
que descienden luego se practican un nuevo cauce, y sus lechos, de sólo algunos milímetros de
ancho, se determinan otra vez en una serie de ondulaciones regulares. Si se practica un
agujero en la arena por encima de un cuerpo sólido arrastrado tras la corriente, o en el punto
ocupado por una concha marina, el pequeño torrente de unas cuantas gotas, atraído hacia este
hoyo, desaparece dando vueltas en movimiento análogo al de un tornillo. Cuando el
microscopio nos revela los misterios de la simple gota de agua apenas perceptible a primera
vista ¿qué vemos en ella, sino corrientes sinuosas y remolinos circulares, como en el río y el
gran océano? El viaje del agua que baja desde el monte al mar se verifica por un circuito de
curvas que se suceden constantemente. ¿Es tal vez por esto por lo que la leyenda germánica
nos representa las ondinas de los arroyos volando durante las noches en vastos círculos,
tocando con el pie el agua de las fuentes?

Por encima de los remolinos y torbellinos es donde las danzas de las ninfas, vistas por la
imaginación de los poetas, deben ser interminables porque el agua da vueltos sin fin en un
círculo sin salida. Al pie de una cascada, un promontorio de rocas, sitiado por el espumoso
torrente, protege con su masa un hoyo tranquilo donde ruedan las aguas que la corriente lanza
lateralmente. Nada más alegre a primera vista, ni más entristecedor que el espectáculo ofrecido
por el movimiento de un objeto que se ha perdido en el remolino al precipitarse con la cascada.

Una bellota de encina, todavía dentro de su cúpula, acaba de ser arrastrada por la caída y
reaparece en medio de la espuma. Durante algunos instantes parece desaparecer con la
corriente, pero un movimiento oblicuo del agua la rechaza y separa; entra nuevamente en el
remolino y, flotando, rozando la base del promontorio, vuelve poco a poco hacia la cascada. Se
encuentra de nuevo en la lucha de las aguas que chocan, pero avanza lentamente, sin
embargo, para llegar bien pronto bajo la masa del arroyo que se despeña; entonces, como
animada de un súbito arranque de la voluntad, se sumerge en el pequeño abismo, dando una
serie de piruetas. Más abajo reaparece en las tranquilas aguas, pero para continuar su camino y
sumergirse de nuevo por la fuerza de nuevas duchas. A veces se aleja tanto, que se la llega a
creer definitivamente libre de la atracción del remolino y parece decidida a marcharse
juntamente con un copo de espuma; pero no; se detiene todavía y luego, como si fuera un
barco obediente al timón, vuelve su cabeza hacia la cascada y empieza nuevamente su
movimiento giratorio. Tal vez estas vueltas sin fin, durarán hasta que, separada la bellota de su
cúpula, ya completamente impregnada de agua, descienda al fondo del pozo para disgregarse y
convertirse en lodo. Con frecuencia suelen hallarse sobre las orillas del arroyo extrañas bolas
erizadas de pinchos como castañas en el árbol todavía; son agrupaciones de espinas que se
han aglomerado rodando por el remolino.

36
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Durante las grandes crecidas del arroyo, cuando sus aguas arrastran hacia el mar, no
solamente bellotas de encina y ramitas de espino, sino árboles enteros, en el torbellino del pozo
es donde termina, al menos por algún tiempo, la odisea de los troncos viajeros.

Una mañana, algunos amigos y yo fuimos a visitar la cascada para ver brillar a los primeros
rayos del sol la espuma matizada de rosa. Un gran pino, desbranchado por sus choques contra
las piedras, rodaba pesadamente por el charco. Jóvenes y muy ignorantes aún de las cosas de
la naturaleza, mirábamos con extrañeza los sobresaltos e inmersiones del destrozado árbol.
Traqueteado el tronco incesantemente por el movimiento de las aguas, iba desde la cascada a
la roca y volvía luego de esta a la cascada; giraba aquí un momento, se perdía un instante en
las olas de agua y espuma, y luego reaparecía por otro lado, levantándose fuera del abismo
como el palo de un navío naufragado. Volviendo a caer con estrépito, flotaba lentamente hasta
la extremidad del charco y chocaba contra una orilla, haciéndolo retroceder a la catarata.
Símbolo de los desgraciados a quienes persigue el destino inexorable, daba vueltas y más
vueltas con la incesante desesperación de una fiera salvaje encerrada en una jaula de hierro.
Entretanto, nosotros esperábamos cándidamente que saliera del círculo fatal para verlo flotar
sobre la corriente. Secretamente irritados contra él por su tardanza en continuar su viaje, nos
habíamos prometido no marcharnos de allí hasta su salida para saborear con tal triunfo nuestra
comida. Pero, ¡ay de nosotros! El monstruo no puso término a sus vueltas e inmersiones, y,
atormentados por el hambre, nos hubimos de resignar a marcharnos avergonzados, no sin
lanzar una mirada furiosa al tronco de pino que, impasible, continuaba dando vueltas aún. Antes
de decidirse a partir, esperaba que la corriente cambiara de nivel.

No solamente corre el agua por numerosas sinuosidades, torbellinos, curvas y remolinos, sino
que además toda impulsión que viene de fuera se propaga en la superficie del arroyo,
determinando redondeadas formas. Una hoja que se desprenda del árbol, un grano de arena
que caiga de la orilla, hace rizarse el agua formando ligeros pliegues. Alrededor de la depresión
se levanta un reborde circular rodeado por un pequeño foso. Un segundo círculo concéntrico,
luego un tercero, y otro y otros se forman alrededor del primero; la superficie entera del arroyo
se cubre de redondeces tanto más anchas y desiguales cuanto más se alejan del centro.
Golpeando en la orilla, cada onda de agua se propaga en sentido inverso cruzando las olitas
que la siguen; otras series de pliegues producidos por la caída de un nuevo grano de arena o
por un estremecimiento de la onda, se confunden con las primeras y una multitud de líneas,
propagándose en todas direcciones, suben y bajan como las mallas de una red cuya trama sólo
la mirada hábil puede distinguir. Comparadas con el ancho del arroyo, sus débiles ondulaciones
son mil veces mayores que las más formidables e impetuosas olas del mar. Reflejados en el
ondulado cristal de la superficie líquida, los árboles de la orilla, las ramas cruzadas y las nubes
del cielo, se retuercen y desplazan en rítmicas curvas; el espacio infinito parece danzar sobre el
centelleante espejo.

Si la líquida masa del arroyo no se arrastrara hacia el mar y estuviera inmóvil como la de un
lago o estanque, cada ola concéntrica se extendería en círculo con perfecta regularidad; pero la
corriente es rápida, las moléculas de agua cambian de punto constantemente y, por
consecuencia, el círculo regular, como la línea recta, son una pura abstracción. De esta
deformación de círculos resulta una variedad más en el entrecruzamiento de los líquidos rizos.
Las desigualdades de la corriente que arrastra el sistema entero de ondulaciones, modifica sus
curvas, aproximándolas o alejándolas unas de otras; un obstáculo comprime y frunce las olas,
un impulso rápido las separa y prolonga alisando la superficie: por la duración de cada intervalo
entre los rizos de agua se puede calcular exactamente la velocidad de las pequeñas corrientes
parciales que componen el torrente total. En los sitios en que es mayor la profundidad, cada
piedra sirve de dique para contener la corriente, cada estrecho entre dos guijarros es una
esclusa por la que el agua se precipita y el caudal del arroyo queda dividido en infinidad de
pequeños triángulos esféricos, multitud infinita de ondulaciones que es a la vez red luminosa
que hace vibrar y centellear las bruñidas piedras del fondo.
37
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Además, no son solamente cuerpos inertes los que ondulan la superficie del arroyo, hay
también seres vivos que, cambiando de punto, transforman al mismo tiempo el centro de las
ondulaciones. Un pez que pasa como un dardo da al conjunto de las vibraciones la forma de un
óvalo muy prolongado; el insecto flotante que se mueve por impulsos sucesivos, deja tras sí dos
estelas oblicuas en las que se encierran círculos desiguales; otro bicho, una abeja tal vez caída
de un árbol, se deshace dando vueltas agitando sus alas con tal rapidez que el agua se riza con
una miríada de líneas vibrantes, entrecruzando sus innumerables círculos: el insecto que se
agita con tanta viveza, es lentamente arrastrado por el curso del arroyo y a veces lo vemos
desaparecer repentinamente; es que un pez, con rapidez incomparable, acaba de tragarse al
insecto, cesando todo su cortejo de líneas circulares.

Y yo también, tranquilo contemplador del arroyo y sus maravillas, puedo variar hasta el infinito
el aspecto de la superficie líquida con sólo sumergir mi mano en la corriente. Dirigiéndola al
azar, lenta o rápidamente, cada uno de mis movimientos modifica las ondulaciones de la
superficie movible. Las ondas, los remolinos y los torbellinos cambian de punto; todo el régimen
del curso líquido varía por mi voluntad según la posición de mi brazo, y las ondas que se forman
ante mí las veo agruparse hacia la corriente, mezclarse a otras ondulaciones y, cada vez más
débiles, pero siempre visibles, se extienden hasta la inmediata curva del arroyo. La presencia
de esa superficie rizada, obedeciendo al impulso de mi mano, despierta en mí una especie de
tranquila alegría mezclada con no sé qué de melancolía. Las pequeñas ondulaciones que yo
provoco en la superficie del agua se propagan a lo lejos de ola en ola a grandes distancias. De
igual modo, toda idea vigorosa, toda palabra enérgica y firme, todo esfuerzo en el gran combate
de la justicia y la libertad, repercuten al salir de nosotros de hombre en hombre, de pueblo en
pueblo, y desde los más remotos tiempos a las edades futuras. Pero si nos colocamos en otro
punto de vista, y observamos la interminable sucesión de las cosas, entonces, la historia entera
de la humanidad no es otra cosa, según la expresión de Heimholz, que una ola casi
imperceptible en el mar sin límites del tiempo.

CAPÍTULO X

LA INUNDACIÓN

Durante muchas horas seguimos con la mirada el curso del torrente y con sorpresa observamos
que la superficie del arroyo cambia a nuestra vista. Al parecer es en el mismo punto donde las
hojas entran en el remolino y se sumergen dando vueltas; en esos sitios el agua se extiende en
lienzos, se pliega en ondulaciones y se precipita por rápidas pendientes; a la misma altura, al
parecer, se mojan las raíces del álamo y la flor de miosotis se baña en el agua transparente.

No obstante, el caudal cambia sin cesar; al mismo tiempo cambian también de sitio los
torbellinos, la forma y extensión de los remansos y sus ondulaciones; la altura de las cascadas
y la inmersión de las plantas y raíces de los árboles. Todas estas pequeñas variaciones de la
corriente serían fáciles de observar si en vez de medir el agua con una simple mirada, se
consignara la altura por medio de un instrumento de precisión. Las oscilaciones del arroyo, que
son apenas perceptibles durante los días apacibles, cuando gozamos paseando por la orilla de
las aguas susurrantes, se vuelven por el contrario, fuertes y rápidas, después de los bruscos
cambios de temperatura y de las grandes lluvias. Si no tememos a pesar de la lluvia y el viento
huracanado, detenernos en la orilla, protegidos por el pobre abrigo que ofrece el tronco de un
sauce, veremos con cuánta rapidez puede aumentar el caudal del arroyo, cómo se aumenta la
38
“El arroyo” de Elíseo Reclús

velocidad de su corriente, llena su cauce hasta los bordes y, salvando las orillas, inunda los
campos cultivados.

En las gargantas de los montes las crecidas y las inundaciones son aún más rápidas. Allí, el
agua que cae de las nubes, chocando en las aristas de las piedras corre inmediatamente por
los declives; de todos los pequeños regueros de los vallecillos, afluyen los hilos de agua y los
torrentes para reunirse en enorme masa, en el gran receptáculo abierto al origen de casi todos
los valles.

Al agua de lluvia o las montañas de nieve medio derretida que el tibio chubasco ha hecho
desprender de las laderas, se mezclan los restos fangosos, las piedrecitas y los fragmentos de
roca caídos de los flancos del monte. Por los cauces, donde de ordinario salta en sonoras
cascadas un pequeño torrente de cristalina agua, corre ahora con estrépito una especie de
fango, un líquido semisólido que es al mismo tiempo que un diluvio un desprendimiento. Estos
son los fenómenos que, con el tiempo, rebajan poco a poco los montes y los extienden en
capas horizontales de aluvión sobre los llanos y en el fondo de los mares. El curso de los
torrentes acaba por allanar las más altas cimas; derribarán los Andes y el Himalaya como han
hecho ya desaparecer montes no menos elevados que los geólogos nos dicen han existido en
otras edades.

Yo recuerdo aún el terror de una noche pasada a orillas del Chiruá, pequeño torrente de Sierra
Nevada, en los Estados Unidos de Colombia. El día había sido hermoso; sólo una tempestad
había estallado algunas leguas de allí, en las gargantas superiores de la Sierra, y esta
tempestad había contribuido a la hermosura del día. El sol se había ocultado detrás de un
horizonte esplendoroso, cuya púrpura realzaba el extraño contraste de las nubes sombrías con
reflejos de cobre, ocultándonos las cimas de algunos montes, donde el estruendo del trueno se
oía sin cesar. A la caída de la tarde la violencia de la tormenta había terminado; cesaron los
truenos, se apagaron los relámpagos, e inmediatamente la luna, asomándose por la cumbre
lejana, pareció dispersar por el cielo los jirones de nube, lo mismo que un navío rompe con su
proa las flotantes islas de alga.

Lleno de confianza y fatigado por una larga correría, no me entretuve ni perdí tiempo en buscar
un refugio. La arena del barranco brillaba a los rayos de la luna y veía con agrado que me
brindaba una cama más blanda y menos húmeda que las hierbas del bosque; además estaba
seguro de no encontrar ninguna serpiente enroscada en la maleza, y contra todo otro animal,
tenía la ventaja de encontrarme en un espacio libre desde donde podía, al menor aviso,
distinguir a mi enemigo. Me desembaracé de mi mochila para convertirla en almohada, me
aflojé el cinturón y con el cuchillo en la mano me tendí para descansar. Afortunadamente, los
mosquitos no cesaron de turbar mi reposo; como durmiendo con sueño intranquilo, mi oído
percibía vagamente todos los ruidos a mí alrededor y oía la charanga enervante de los
mosquitos y el saltar de los monos chillones. Pero, repentinamente, al triste concierto se unió un
murmullo creciente parecido al de una multitud lejana que sollozaba, gemía y gritaba
desesperadamente. Mi sueño se hacía intranquilo por momentos, cambiándose al instante en
pesadilla y despertando sobresaltado. Ya era hora; mis ojos, extraviados por el terror,
distinguieron a corta distancia una especie de muralla movible precedida de una masa
espumosa que avanzaba hacia mí con la velocidad de un caballo desbocado. Esa muralla de
barro, agua y piedras, era la que producía el terrible estruendo que me había despertado y me
amenazaba. Recogí mi bagaje precipitadamente, y a grandes saltos, conseguí ganar la orilla del
torrente. Cuando volví la vista, el furioso elemento cubría ya el punto donde estaba acostado
momentos antes. Las olas, amontonadas en torbellinos, pasaban silbando; las piedras del
cauce, empujadas por las aguas, cambiaban lentamente de puesto como monstruos
despertados de su sueño y chocaban entre sí produciendo un sordo ruido; árboles arrancados
de raíz, se levantaban fuera del agua y se sumergían pesadamente rompiéndose las ramas
contra las piedras arrastradas; las orillas temblaban sin cesar por los choques de los enormes
39
“El arroyo” de Elíseo Reclús

proyectiles que el agua furiosa lanzaba contra ellas. Durante toda la noche, el Chirgua continuó
mugiendo, pero el estrépito disminuyó poco a poco; el agua, negra por el arrastre de materias
extrañas, se aclaró un poco, y las pesadas piedras que arrastraba la corriente se detuvieron en
mitad del cauce. Cuando los rayos del sol esparcieron por la superficie del arroyo sus primeros
reflejos, me pareció que el agua había disminuido lo suficiente para franquear el arroyo y
continuar mi marcha después de liar mis ropas en una especie de turbante que rodeaba mi
cabeza; me aventuré a franquear la corriente y, no sin peligro, conseguí llegar a la orilla
opuesta. El rápido torrente hacía temblar mis piernas y doblarse mis rodillas; guijarros de punta
me cortaban los pies; pequeñas piedras arrastradas chocaban aún contra mí, y la corriente me
empujaba violentamente. Cuando llegué al fin, sano y salvo a la parte opuesta, sentí no haber
tenido la buena idea del campesino austriaco, que esperaba cándida y pacientemente sobre las
orillas del Danubio, que el río cesara de correr: algunas horas después de mi paso, el Chiruá no
era más que un débil hilo de agua, serpenteando por entre las piedras, que hubiera podido
franquearse saltando de una a otra orilla.

Afortunadamente, estas crecidas repentinas, que debiéramos llamar avalanchas de agua,


cambian de aspecto en la base de las montañas. En los llanos donde la inclinación del suelo es
relativamente débil, y a veces imperceptible, la masa líquida del arroyo pierde su fuerza de
impulsión y cesa de empujar las materias arrancadas de las laderas. Las piedras son las
primeras que se detienen, luego los objetos pesados, y, por fin, el torrente, convertido en
arroyo, no arrastra por el fondo de su cauce más que pequeña grava, y sólo lleva en suspensión
la fina arena y la tamizada arcilla. Se calma la furia del diluvio, sobre todo, después de haberse
unido a otros cursos de agua venidos de otras regiones donde no ha llovido, o por lo menos, no
al mismo tiempo. Sin embargo, aun perdiendo su velocidad, el caudal aumenta sin cesar por los
afluentes que descienden de las gargantas superiores, acumulándose así en masa
considerable; gana en anchura y profundidad, se desborda de su cauce demasiado estrecho, y
se extiende lateralmente por encima de los ribazos; a veces transforma los campos de sus
riberas en verdaderos lagos, donde las aguas, llevadas por la crecida, se clarifican poco a poco,
depositando el aluvión. En más o menos tiempo, la superficie sucia del lago reemplaza a la
verdura de los prados, hasta que al fin, la capa líquida penetra en el suelo y se cambia en
vapor, o bien, después de la crecida, vuelve al cauce del arroyo.

Durante la inundación, el pequeño arroyo, olvidando sus pacíficas costumbres, se convierte en


destructor de cuanto encuentra a su paso. Derrumba sus puentes, ahonda su lecho, cambia de
sitio sus corrientes y remolinos, nivela sus cascadas, arrasa las partes de la orilla que se
oponían a su marcha y vacía profundas grutas en los basamentos de las rocas. Las hierbas del
fondo son arrancadas y saltan a la superficie, formando largos montones que se posan o
deshacen en las ramas de los árboles; luego se las encuentra a algunos metros de altura del
suelo o suspendidas en las extremidades de las ramas como los nidos de ciertos pájaros de
América. Los agujeros de los terrenos de la orilla se llenan de agua o bien se hunden por la
presión de la corriente; los animales que huyen a la ventura se ahogan o son devorados por las
aves de rapiña o las fieras del bosque; los cultivos del hombre son devastados o cubiertos de
cieno. Para el «rudo agricultor» que ha concentrado su amor en la siembra que germina bajo la
tierra y en la verde mata acariciada por el sol, la inundación, tan hermosa e imponente a los
ojos del artista, es el más terrible espectáculo que puede presenciar.

¿Qué son, pues, esas pequeñas oscilaciones periódicas, esas crecidas y descensos de nivel
comparadas con los cambios que se han realizado durante el curso de los siglos? En un
intervalo de miles de siglos los mayores ríos pueden convertirse en arroyuelos y éstos en ríos
caudalosos; las corrientes crecen y disminuyen, aumentan y se secan, oscilan incesantemente
con los continentes y los climas.

Todo cambia en la naturaleza; la forma de los montes y las colinas, las sinuosidades de los
valles, los accidentes de las márgenes y todos los rasgos de la gran figura de la tierra se
40
“El arroyo” de Elíseo Reclús

modifican de año en año. El calor aumenta unas veces y disminuye otras; las lluvias caen a
torrentes durante un siglo; luego, durante otro período, son raras o faltan casi completamente
en un mismo punto de nuestro planeta. Así cambian también los cauces de las aguas, cuya
dirección y volumen dependen a la vez de todas las condiciones del relieve y el clima.

En cuanto a nuestro arroyo, fue seguramente en tiempos pasados un ancho y profundo río. Su
valle, cuyos campos y prados ocupan actualmente toda su anchura, estaban llenos de agua, y
sobre las pendientes opuestas de las colinas se ven todavía las antiguas márgenes esculpidas
por la corriente. El espacio en el cual los árboles de la orilla balancean libremente sus cabezas,
estaba ocupado, hasta veinte o treinta metros del suelo, por una masa líquida enorme,
corriendo con una velocidad de diez kilómetros por hora. Esto es, al menos, lo que nos han
dicho los geólogos después de haber hecho remover el suelo por los campesinos y haber
observado durante largo tiempo en la llanura y las vertientes de las colinas las arenas, las
piedras y arcillas arrastradas en otras épocas por la corriente. Parece que el Sena arrastraba en
otro tiempo en sus grandes crecidas un caudal de agua como el Misisipi. Nuestro río, pues, era
grande como el Danubio; por él hubieran podido navegar grandes escuadras, si en aquel tiempo
hubiera habido hombres que las construyeran.

Para ver hoy el humilde arroyo tal cual fue en otra época de nuestro planeta, nos hemos de
transportar con el pensamiento sobre las márgenes de algún gran río de la América del Sur.
¡Qué cambio de espectáculo tan repentino! Me encuentro sólo, olvidado, sobre una isla de
arena, un medio del agua. Ni a uno ni a otro lado distingo la tierra; la curva vaporosa del
horizonte une el lienzo gris del río con la bóveda del cielo. Una de las riberas está tan lejos que
ni siquiera distingo las sinuosidades, y los árboles me parece que se levantan encima de las
aguas como una muralla de verdura. La otra orilla está más próxima, pero el bosque impide ver
los accidentes del suelo; no hay ni un claro entre las ramas que permita ver prados, campos y
rocas; los troncos de los árboles, tocándose unos con otros, las branchas entrelazadas y las
lianas y los tapices de hojas y plantas parásitas, limitan completamente el paisaje. La masa
verde, uniforme y grandiosa, se presenta como iluminada: parece que bajo el azul del cielo la
tierra está completamente ocupada por árboles y agua. Ante mi vista corre un río rápido,
imponente. Diferente al arroyo que murmura encantador en sus cascadas de perlas, el gran río
se dirige hacia el mar sin estruendo, casi sin ruido, pero llevando en su seno un ímpetu furioso;
si encuentra un obstáculo, inmediatamente sus aguas lo salvan formando fuertes torbellinos
donde se sumergen arrastrados para reaparecer a una gran distancia de allí. Los árboles
flotantes y las hierbas arrastradas por la corriente se suceden en procesión interminable; a
veces se oye el estruendo de un trueno; es el hundimiento de un trozo de bosque que las aguas
habían minado. Trabajando sin cesar, el río destruye y renueva constantemente sus orillas, sus
islas, sus bancos de arena, y como la tempestad y el huracán, es una fuerza de la naturaleza
que modifica visiblemente la apariencia exterior de la tierra.

Tal vez en el porvenir esta corriente de agua que fue un río y que actualmente es un arroyuelo,
disminuirá su caudal hasta el punto de que un pájaro pueda secarlo. El cambio de las riberas
continentales, el descenso gradual de las alturas que detenían las nubes de lluvia y de nieve, la
dirección distinta que los vientos húmedos seguirán por el espacio; la división de su cuenca
actual en valles distintos, y en fin, la apertura de canales subterráneos en los cuales
desaparecerán las aguas, pueden tener por resultado la extinción de manantiales y la
desaparición completa del arroyo. Así es como en los desiertos de África y Arabia muchos ríos,
considerables en otras edades, han dejado de existir: sus cauces se han llenado de arena y los
indígenas sólo los conocen por los inciertos datos de las tradiciones. Según ellos, son los
cristianos quienes con sus operaciones mágicas han hecho desaparecer las aguas, y si algún
nigromántico poderoso no hace aparecer nuevamente las fuentes, sus valles estarán
eternamente secos. De esos ríos malditos del Sahara, conocemos algunos cuyos valles tienen
cientos y miles de kilómetros de anchura. En los parajes donde en remotas edades corría un
caudaloso río, la caravana duerme tranquilamente en nuestros días durante las noches, y
41
“El arroyo” de Elíseo Reclús

cuando quiere calmar su sed no le queda otro remedio que practicar un hoyo en la arena con la
punta de su lanza, para buscar algunas gotas de agua que no siempre halla.

CAPÍTULO XI

LAS RIBERAS Y LOS ISLOTES

No es necesario remontarse con la imaginación a miles de siglos atrás para ver al arroyo, tan
modesto actualmente, modificar la forma de sus orillas y cambiar su centro. Hasta durante el
verano, cuando sus aguas están en el más bajo nivel y se arrastran lentamente por entre matas
de hierbas aromáticas medio secas, no cesa de trabajar para cambiar su cauce, y renovar, en la
medida de sus fuerzas, el aspecto de la naturaleza. Si no es en los puntos donde el hombre
interviene para regularizar la pendiente, limpiar el fondo y reemplazar las orillas de tierra friable
por empalizadas y diques de piedra, el arroyo, siempre deseoso de cambio, halla el medio de
destruir poco a poco sus márgenes para reconstruirlos nuevamente. Hasta en los sitios donde
las murallas lo han dominado, al parecer, no cesa su trabajo de reforma: ataca a la piedra, roe
lentamente sus cimientos, mina los asientos, y, en un momento dado, hunde la muralla y queda
libre errando por los campos.

Esas incesantes transformaciones de sus riberas, las realiza el arroyo por virtud de un doble
trabajo; de un lado, derriba, llevándose granos de arena, moléculas de arcilla, fragmentos
desmenuzados de roca y trozos de raíz corroídos por la corriente; de otro, edifica, depositando
todos esos restos en una capa que se eleva poco a poco sobre el fondo del agua. Así, la
corriente, enturbiada por el aluvión de que se carga en su carrera, trabaja sin cesar para
clarificarse nuevamente, y cuando su curso se detiene, se filtra.

Pocos espectáculos son más interesantes que el de esas nubes de aluviones que arrastra la
corriente: ocultan el fondo con su suciedad, pero poco a poco se aligera el color amarillento o
rojizo y poco después no son más que brumas casi imperceptibles que se desvanecen
inmediatamente recobrando el agua toda su limpidez.

En los remansos donde el agua da vueltas con lentitud, la purificación se realiza a la vez que en
el fondo en la superficie; los restos de limo, las hojas, las raíces, las branchas mojadas caen al
fondo y se depositan en bancos de cieno; en la superficie las simientes, el polen de las plantas
y las substancias orgánicas en descomposición, se amontonan en capas grises que aumentan
incesantemente los copos de espuma, llegando en islas, islotes y archipiélagos diseminados.

Alrededor de esta capa, bastante espesa para ocultar la profundidad de las aguas, se extiende
una película transparente de excesiva delgadez, formada por substancias grasosas de origen
animal o vegetal. Por el reflejo de la luz, esta película brilla con todos los tonos del arco iris,
flotando sobre las aguas como vela de oro, de púrpura y azul, no obstante ser casi
imperceptible, pues que algunos físicos que han medido su espesor lo valúan en algunas
millonésimas de milímetro apenas. A veces un repentino remolino rompe la irisada capa, y
pequeñitas manchas de agua pura se destacan en negro como lagos sobre el fondo colorado.
En cuanto a los estratos de espuma, unos se detienen por las orillas, otros se ensanchan por el
impulso de la corriente, y se curvan formando semicírculos, espirales y ondulaciones graciosas.
Por sus pliegues y repliegues de espuma, por su diversidad de colores, sus manchas y
tonalidades, la superficie del charco se parece al mármol pulido, el que, por otra parte, no cabe
42
“El arroyo” de Elíseo Reclús

duda que debe sus colores y dibujos elegantes, lo mismo que otras rocas admirablemente
maqueadas, a los caprichos de la espuma, a los lentos movimientos de las aguas depositando
sus aluviones.

Todos estos depósitos, por ligeros que sean, contribuyen a levantar el fondo, y tarde o
temprano, transcurridos años o siglos, emergen nuevamente, y fertilizando el terreno, se
recubre éste de vegetación. Este trabajo se hace lenta pero continuamente y cada año, cada
día, la forma del cauce cambia por las continuas sedimentaciones. Dondequiera que un
obstáculo contenga la rapidez, el arroyo cesa de empujar los granos de arena del fondo y
abandona las partículas sólidas que llevaba en suspensión. Si una piedra caída, si un árbol
derribado, si un haz de cañas turba la regularidad del lecho, inmediatamente la tranquila
corriente del fondo del arroyo depositará un pequeño banco de arena delante del dique, que
más tarde es probable se convierta en islote.

Sobre todos los puntos bajos donde el agua se arrastre con esfuerzo, los depósitos se
acumulan, nacen los juncos, y las riberas, levantadas sobre pequeñas penínsulas, avanzan
incesantemente sobre la superficie del arroyo.

Clarificándose sin cesar por las asperidades del fondo y de las márgenes, la corriente que por
arriba había enturbiado el violento chubasco o los hundimientos de tierra, recobraría bien pronto
su pureza si en su marcha no derribara continuamente de un lado para edificar en otro.
Contiene su marcha y se purifica contorneando los cabos arenosos, pero se precipita con furia
contra los altos ribazos, los mina por la base y se carga nuevamente de materias extrañas. De
curva en curva y de una a otra ribera, alterna en su trabajo; deja en la derecha lo que ha
tomado en la izquierda: el ritmo de los meandros se completa por el del trabajo.

En los prados que no están protegidos por un dique o una hilera de árboles contra el ímpetu del
arroyo, las débiles márgenes son fácilmente derribadas. El agua que las golpea mina su base;
pero durante algún tiempo, las raíces entremezcladas en el césped sostienen la capa superior,
saliente como cornisa por encima del agua. Cuando niños, ha sido la alegría de todos nosotros
correr diestramente a lo largo de este borde tembloroso y hundirlo a patadas en enormes
fragmentos, huyendo oportunamente para no ser arrastrados en la caída, siendo grande nuestra
alegría, cuando una enorme masa de tierra se desprendía y caía con estrépito enturbiando
extensamente el agua del arroyo. Pero más de una vez también, la serie de nuestras aventuras
ha terminado con un imprevisto remojón y el desgraciado náufrago, repentinamente calmado de
su loca alegría, ha tenido que retirarse cabizbajo a la choza inmediata del campesino para
enjuenjuagarse ropas en la hoguera de sarmientos.

Después de las paredes de dura roca, las riberas que mejor resisten la fuerza de la corriente
son las protegidas por una poderosa plantación de árboles. Los álamos, chopos y alisos, sirven
de baluarte contra la invasión del agua. Sus raíces, que penetran profundamente en la tierra,
hacen el papel de fuertes pilotes, mientras que las raíces pequeñas, agitándose como extrañas
cabelleras y desplegándose en largos haces, se sumergen hasta el fondo del cauce, y por sus
millares de fibras se convierten en indestructibles tejidos. En las grandes crecidas, cuando la
masa de agua ha disuelto y arrancado la tierra que rodea a esos tejidos de raíces, éstas
contienen la rapidez de la corriente, conservando entre sus mallas las partículas de limo; las
obligan a depositarse en sus intersticios y forman una capa que reemplaza a la orilla anterior.
Protegidos así, los márgenes, amenazados por la violencia del líquido elemento, se mantienen
durante años y siglos mientras que, desprovistos de vegetación, cambiarían constantemente.

No obstante, el tiempo hace siempre su obra. Como consecuencia de un desprendimiento o de


trabajos subterráneos de algunos animales, la ribera concluye por presentar un punto débil al
que la corriente ataca para destruir las empalizadas que encajonan el arroyo. Las raíces de los
árboles quedan al aire, el agua mina la base del tronco, y, privado del punto de apoyo, se inclina
43
“El arroyo” de Elíseo Reclús

por encima del agua. Llegado este momento, el peso del árbol activa su propia ruina; las largas
raíces que se sujetaban al suelo del prado tienen que resistir a un esfuerzo cada vez mayor;
ceden primero por un punto, luego por otro, y el árbol se inclina cada vez más. Grandes grietas
se abren en el suelo violentado por la tensión de los cables subterráneos que sostienen el
gigante caído; el agua de lluvia se introduce por esas fisuras y las ensancha; alrededor del
tronco se forma una depresión circular que facilita más el desenterramiento de las gruesas
raíces. En un día de tormenta o inundación se vence la resistencia de éstas, se rompen las
amarras y el coloso cae con estrépito, rompiendo las ramas de los árboles de la otra orilla; el
árbol que cae, rompiendo sus ramas pequeñas, llega a descansar en la margen opuesta,
convirtiéndose en un gracioso puente, sobre el cual se puede pasar sin temor. El acceso, no
obstante, es algo difícil. Por un lado, la entrada del puente tiene como obstáculo el enorme
abanico de raíces arrancadas y el montón de tierra y piedras que llenan los intersticios; y por el
otro, las ramas enlazadas y las astillas obstruyen el paso.

En una comarca virgen, donde el hombre deja sin su intervención que se realicen con el tiempo
los fenómenos de la naturaleza, el árbol se quedaría así tendido al través del arroyo durante
años enteros, hasta que el agua cambiara de curso, o que el tronco, carcomido por los insectos,
desapareciese convertido en polvo. En nuestros países civilizados el campesino se encarga de
cortar las raíces a hachazos y llevarse el tronco del árbol limpiando el suelo hasta de sus más
pequeños trozos. La madera, vendida, se convierte en dinero y el pequeño ramaje lo consume
el fuego: sólo quedan fragmentos de raíces subterráneas; sin embargo, el agua, cambiando de
curso, concluirá tarde o temprano por arrastrar la tierra que las rodean y por dejarlas aisladas
en mitad del arroyo. Desde hace ya muchos años las ramas pequeñas han sido atadas en
haces y el tronco serrado en tablas pero se ven surgir del fondo del arroyo los trozos de
antiguas raíces parecidas a una hilera de estacas plantadas. La fecunda naturaleza ha ocultado
con su verde envoltura las roturas de la madera; sobre los viejos pedazos esponjosos, un
bosquecillo de musgo vegeta como un grupo de palmeras sobre un islote del océano. El trozo
de raíz se reviste, despojado de su corteza, de un mundo de plantas alegres y verdosas.

Antes que la inexorable hacha del leñador haya cortado en viguetas, palos y ramajes el árbol
caído, transcurren aún muchos días durante los cuales podemos aventurarnos a pasar por el
singular puentecillo, festoneado de guirnaldas de hiedra bañada por la corriente. La travesía no
ofrece peligro alguno, porque el tronco es ancho y en caso de necesidad, se puede pasar
resbalando con ayuda de las manos; pero es preferible pasar a la orilla opuesta conservando la
posición vertical sirviéndose de los brazos como de un balancín. Es cosa agradable cambiar así
de orilla, sentarse tan pronto a la sombra de un álamo como de un sauce, ir de la pradera ya
arrasada por la hoz, embalsamada por el olor del heno, al césped matizado de flores. Y además
nos hacemos la ilusión de volver a los primeros siglos de la humanidad naciente, cuando el
salvaje, sin la suficiente destreza para construir puentes sobre los arroyos, se servía como
nosotros de los que le deparaba la pródiga naturaleza.

El viaje aéreo por encima del agua, viéndola correr bajo los pies, no es más agradable cuando
el árbol caído llega a la ribera opuesta que cuando sólo descansa en un islote del arroyo. Los
convencionalismos de la vida han hecho de la mayor parte de nosotros seres pretenciosos que
nos creemos humillados al sentirnos felices por poca cosa; por eso nos es necesario
remontarnos a nuestra infancia para comprender, en aquella cándida edad, la alegría que nos
producía la excursión, de algunos pasos solamente, sobre una pequeña isla. Allí adoptábamos
actitudes de Robinsón: los sauces, que nacían en el lodo, alrededor del banco de arena, eran
nuestro bosque; los grupos de juncos eran para nosotros inmensos prados; teníamos también
grandes montes, pequeñas dunas amontonadas por el aire en el centro del islote, y en ellas
construíamos nuestros palacios con pequeñitas ramas caídas, practicando agujeros en la
arena. Los dos brazos del arroyo nos parecían anchísimos estrechos, y para convencernos más
de nuestra soledad en la inmensidad de las aguas, hasta les dábamos el nombre de océanos:
uno era para nosotros el Pacífico; el otro, el Atlántico. Una piedra aislada sobre la que chocaba
44
“El arroyo” de Elíseo Reclús

la corriente, se llamaba la blanca Albión, y más lejos, una cabellera de limo detenida por la
arena, era la verde Erin. Es verdad que más allá de las islas y los mares, a través del follaje de
los álamos, veíamos sobre la colina el rojizo tejado de la casa paterna; pero, encantados en el
fondo de saber que estaba tan cerca, hacíamos como que ignorábamos tal cosa, creyendo
haberla dejado al otro lado del globo.

Con frecuencia, el tronco del árbol separado de la orilla, se queda inclinado por encima de la
corriente y su ramaje no está en contacto con las hierbas de la opuesta ribera. Este árbol medio
caído, es también una especie de isla por la que nos podemos aventurar sin temor. Como
consecuencia del descenso de las tierras, la base del tronco está sumergida en el agua y
ceñida de cañas y brozas flotantes. De un salto puede posarse uno sobre la isla que se
estremece, y luego, extendiendo los brazos para mantener el equilibrio, se sube con precaución
y a cortos pasos por el árbol, que se mece como un sér vivo. Encima precisamente del punto
donde el arroyo es más profundo y el agua pasa ante la vista con mayor rapidez, las ramas
grandes se separan del tronco y se dividen en ramitas pequeñas curvadas por el peso de sus
tiernas hojas. ¡Cuántas veces, ya en plena juventud, buscando la soledad, me he sentado sobre
el espacio libre entre rama y rama, descansando encima del arroyo y balanceando mis piernas
en el vacío! Allí podía tranquilamente encontrar la alegría de vivir o abandonarme en paz a mis
tristezas.

Desde lo alto de mi oscilante asiento, seguía con la vista el hilo de agua, las islas e islotes de
espuma, unas veces aislados, otras agrupados como archipiélagos, las hojas dando vueltas, los
largos montones de hierba y los pobres insectos sumergidos, agitándose en vano contra la
inexorable corriente. De vez en cuando, mi mirada, abandonada al declive como todos esos
objetos flotantes, se remontaba más allá para dejarse arrastrar por una nueva procesión de
trozos de caña y otros fragmentos rodeados de espuma. Alegre o melancólico, me dejaba así
fascinar por la corriente, símbolo de ese curso que nos arrastra a todos hacia la muerte, y
luego, sustrayéndome con pena a la atracción del agua, elevaba mi mirada a los frondosos
árboles, en los que se estremecía la vida, y hacia los ricos prados y serenos montes inundado
de sol.

CAPÍTULO XII

EL PASEO

Si es encantador y variado para el Robinsón tendido en el islote o encaramado al tronco de un


árbol, el aspecto del arroyo, es mucho más hermoso todavía para el visitante que sigue la orilla
de sinuosidad en sinuosidad, caminando tan pronto sobre las rocas tapizadas de zarzas, como
sobre la espesa hierba de la pradera, o bajo la móvil sombra de las ramas agitadas. No todos,
sin embargo, saben gozar de la belleza de las aguas corrientes. El desgraciado que se pasea
por holgazanería y para «matar el tiempo», que no sabe en qué emplear, ve en todas partes
objetos que le aburren, hasta en las cascadas, en los remolinos, en las hierbas ondulantes del
fondo y en los torbellinos de espuma.

Para saborear todo cuanto ofrece de delicioso un paseo por la orilla del arroyo, es preciso que
el derecho de la pereza haya sido vencido con el trabajo y que el espíritu cansado tenga
necesidad de adquirir nuevo aliento contemplando la naturaleza. El trabajo es indispensable
para quien desea gozar del reposo, lo mismo que el recreo cotidiano es necesario al obrero
45
“El arroyo” de Elíseo Reclús

para renovar sus fuerzas. No habrá tranquilidad en el mundo, ni equilibrio inestable en la


sociedad, mientras los hombres, condenados en número infinito a la miseria, no tengan todos,
después de la diaria tarea, un momento de descanso para regenerar el vigor y mantenerse así
con la dignidad de seres libres y pensantes.

Juguetear por la orilla del agua es un reposo agradable y un poderoso remedio para no llegar al
nivel de las bestias. Desde que leí no sé donde, en la prosa de un autor latino, que Escipión el
Joven y su amigo Loelius gustaban de distraerse paseando por la orilla de los arroyos, siento
hacia ellos cierta simpatía. Es verdad que Escipión era un guerrero que hizo matar y mató
muchos hombres honrados que defendían su patria contra la invasora Roma y saqueó e
incendió muchas ciudades; pero a pesar de sus crímenes, que son los de todos los enemigos
del hombre, no era un conquistador vulgar, puesto que en vez de exhibirse orgullosamente en
actitud majestuosa entre sus conciudadanos, no se creía rebajado divirtiéndose como un niño
de aldea, y se entretenía arrojando pedazos de madera al agua y lanzando piedras llanas sobre
la superficie para verlas resbalar y saltar por encima del arroyo. Los graves historiadores no
creen digno consignar ese título de gloria del gran guerrero, pero, a pesar de ellos, es el que
más acreedor le hace a la simpatía de la posteridad.

Pero no nos es necesario buscar ejemplos en la antigüedad romana para poder gozar
sencillamente de la naturaleza. No es tampoco necesario examinar polvorientos libros para
convencernos de que es agradable y bueno pasear por las márgenes del arroyo contemplando
su variado aspecto. Todas las imágenes graciosas de sus saltos, de sus rizadas ondas y sus
bordados de espuma, nos reponen bien pronto de los fastidios del oficio o de las laxitudes del
trabajo, reanimando nuestro espíritu, hasta cuando la mirada, fatigada, vaga errante sobre las
aguas sin fijarse en ningún objeto determinado. Por otra parte, la vista del arroyo nos fortifica y
rejuvenece tanto más cuanto mayor y variado es el espectáculo que nos ofrece, cambiando
cada época del año, cada mes y hasta cada día. Gracias a la variación del paisaje que nos
rodea, nuestras ideas rejuvenecen también; el ambiente que nos rodea satura nuestra vida de
nuevas fuerzas.

Hasta en la temporada en que la naturaleza se muestra más avara de sus riquezas, el arroyo
nos encanta por su nuevo aspecto. Durante los grandes fríos, los hombres que mejor resisten
las bajas temperaturas, pueden asistir a presenciar la lucha conmovedora que se verifica entre
el hielo invasor y el agua que queda líquida. De cada pequeña piedra y de cada raíz
descubierta, parten una serie de agujas de cristal que, ordenándose unas tras otras, avanzan
por la superficie del agua formando láminas radiantes a derecha o izquierda y una capa de hielo
formada por innumerables láminas, se teje lentamente sobre la superficie líquida. Luego, una
especie de collarete, graciosamente cortado, oscila alrededor de los puntos prominentes de la
orilla, de los juncos y las raíces sumergidas en el agua, y cada una de esas franjas de hielo,
adquiere sucesivamente desde el tono mate del cristal sucio, al brillo del diamante, según el
movimiento de las pequeñas ondulaciones que la agitan y la hacen contenerse, tan pronto
sobre una capa de aire como sobre la misma masa de agua. Avanzando poco a poco hacia la
anchura, el simple collarete de cristal se agranda, y recubre a una gran distancia de la orilla la
tranquila corriente del pequeño arroyo. Sólo un estrecho camino por donde pasa la corriente
rápida, queda abierta por entre las débiles películas con que termina la helada lámina. Sobre la
superficie de las rocas que bordean la cascada, las gotas de agua forman un tenue capa de
hielo y el líquido que se extiende lentamente por las fisuras de la peña se endurece en largos
regueros transparentes, tan hermosos como las estalactitas de las grutas. Al fin, si la
temperatura continúa bajando, el arroyo se solidifica de una a otra orilla, y a veces se congela
hasta el fondo, convirtiéndose en una calzada de mármol verdoso manchado de puntos blancos
por las vesículas de aire que encierra. Las cascadas, solidificadas, parecen de lejos cortinajes
de seda cuyos pliegues han cesado de ondular.

46
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Pero en nuestros climas templados, es raro que los inviernos sean bastante fríos "para helar"
completamente el arroyo transformándolo en piedra; se pasan a veces muchos años durante los
cuales sólo se ven sobre la superficie líquida algunas agujas de cristal. En estos inviernos,
ordinarios en nuestras zonas, las capas sólidas no se extienden de una a otra orilla del arroyo, y
a la menor subida del termómetro se rompen por el empuje de la corriente y los fragmentos,
entrechocándose, se funden muy pronto arrastrados por el torbellino. El hielo desempeña un
papel de escasa importancia en la historia invernal del arroyo de nuestra comarca; el verdadero
aspecto del curso líquido proviene, pues, de la nieve que cubre los montes y la llanura.

El efecto de la nieve es admirable, sobre todo durante los días sin sol, cuando el azul del cielo
está enteramente velado por las nubes y hasta adquiere un tono obscuro por su contraste con
la superficie de la tierra, cubierta de resplandeciente blancura. El arroyo tiene entonces el color
gris del hierro; las hierbas del fondo ondulan tristemente; el agua, tan alegre y susurrante en la
época de las flores, parece que en su masa lleve algo doloroso y sombrío. Algunos viejos
raigones situados cerca de la orilla aparecen cubiertos con mantos de nieve. En los márgenes,
los grupos de hierba se destacan en negro a pesar de los copos blancos de que están
cargados, si no están situados muy cerca del agua, donde la humedad ha producido el
desprendimiento de pequeñas avalanchas de nieve. Los arbustos, algunos deshojados ya
desde el otoño y otros cubiertos de hoja todavía, se balancean débilmente sobre el blanco
almohadón de armiño que les rodea, y con los extremos de sus ramas trazan curvas
concéntricas. Un pino solitario sostiene la nieve sobre sus ramas extendidas como grandes
abanicos horizontales, blancos por encima y verdes por debajo. Otros árboles de corteza
rugosa, cuyos troncos salen de la misma orilla del arroyo, sólo aparecen blancos de nieve por el
lado del viento; el resto del árbol conserva su propio color y las ramas sólo aparecen salpicadas
de algunos copos. Más hermosos tal vez que en la primavera, porque su fino ramaje no está
cubierto por multitud de hojas, estos árboles se perfilan en el fondo del cielo con sus grandes y
pequeñas ramas matizadas de un ligero y delicado tono violeta, y sus innumerables
ramificaciones parecen tanto más elegantes cuanto más sepultada aparece la naturaleza bajo la
monótona capa de nieve. En la llanura, los campos están por todas partes cubiertos por una
capa uniforme: sólo suele verse algo de verdura en los parajes regados recientemente. A lo
lejos, en las altas colinas, los árboles del bosque dejan entrever a través del follaje y de las
ramas, ya rojizas por los capullos y la savia, algo agradable a la vista como el plumón de las
aves: es la nieve tamizada que pudre los brezos y helechos bajo los grandes árboles.

Al finalizar el invierno, pequeñas flores levantan la tapa de nieve y se nos presentan modestas y
tímidas, como la dulce promesa de un próximo renacimiento. Es que éste viene en efecto; la
nieve se funde por las ráfagas de aire tibio y se infiltra en el suelo, o bien, mezclada con el
barro, se dirige hacia el arroyo por los vallecillos y regueros; la vegetación, adormecida durante
los fríos, despierta lentamente. Todo parece renacer. Un hálito venido del Mediodía ha
renovado la vida en la arboleda, en el arroyo y en nosotros mismos. El pálido invierno se ha
alejado hacia el Norte, perseguido en el espacio por vivificantes rayos, y desde el hombre al
insecto, lo mismo la gota de agua que las hojas todas, nos sentimos reanimados por el calor
perfumado del sol de primavera. Las yemas de las plantas, tan apretadas durante el invierno,
tan preservadas por su capa de vello y tan sólidamente cubiertas por sus escamas de goma,
abren con alegría su prisión, y como dardos, aparecen en el vacío sus tiernas hojitas; el pájaro,
cantando, levanta el vuelo de su nido que las hojas empiezan a abrigar; los mosquitos y las
libélulas, salidos de sus larvas, vuelan alegremente por el espacio; a la orilla del agua, que ríe y
centellea, se abren las flores amarillas de los ranúnculos y jacintos; hasta las desmoronadas
ruinas cubiertas de floridos girofles, parecen rejuvenecidas, como si la primavera, como el
invierno, no trabajara igualmente para consumar su destrucción.

La belleza del cielo, del agua que corre y la verdura de las plantas nos extasía. En este renacer
del año, nos sentimos como transportados hacia la juventud del mundo y al nacimiento de la
humanidad. A pesar de los siglos pasados nos sentimos tan jóvenes como los primeros
47
“El arroyo” de Elíseo Reclús

mortales, despertando a la vida en el seno de la madre bienhechora; hasta somos más jóvenes
que ellos, puesto que tenemos plena conciencia de nuestra vida. La tierra es hoy tan bella como
el día que nutría a los Centauros, y nosotros, más que esos monstruos, llevamos en nuestro
pecho un corazón de hombre.

Lo que más nos encanta, es el juego de luz que penetra en las profundidades del agua y nos
ofrece delicadísimos espectáculos, incesantemente modificados por los rizos y las ondulaciones
de la superficie. Inclinándonos sobre la corriente, donde la sombra de los árboles se retuerce en
espirales y se desdobla en delicadas curvas, miramos al fondo con sus piedras que parecen
estremecerse, su arena que bulle, y sus hierbas ondulantes. Ramitas y hojas se suceden sin
cesar por la superficie radiante, y sus sombras, deformadas por la refracción, resbalan por las
arenas y las plantas, cuyas raíces y hojas brillan como hilos de plata. Cualquiera que sea el
contorno del objeto flotante, aparece siempre modificado por la luz: la hoja, desarrollada en
forma de corazón, o prolongada como el acero de una lanza, toma sobre el fondo el aspecto de
un disco o de un óvalo; la paja o el junco se refleja como hilera de pequeños círculos, parecido
a un collar prolongado; el insecto de agua, patinador insumergible, que remonta la corriente por
repentinos empujes, se representa sobre el lecho de arena o de cieno por cinco circulitos, de los
cuales uno, el más pequeño, lo determinan las dos patas anteriores, mientras que los otros
cuatro, agrupados a pares, se aproximan o separan según los movimientos del animal.
Alrededor de cada disco, gris o negro, un círculo de luz se determina como anillo de fino oro;
sombras y rayos de luz, cambiados así por las condiciones y circunstancias del medio que
atraviesan, se proyectan sin cesar sobre el fondo, cambiando constantemente de aspecto.

El centelleo de la luz, tan encantador sobre las piedras lisas que cubren el lecho del arroyo, lo
es más todavía en las partes donde el fondo está alfombrado con multitud de hierbas acuáticas.
Los guijarros están tapizados de musgo de un verde sombrío con plateados reflejos; las
delicadas algas que forman el limo, se levantan en pirámides empujadas por las burbujas de
aire que se desprenden de la arena y que, parecidas a globos envueltos en inmensos cordajes,
brillan como perlas bajo la temblorosa red de fibras. Manojos de hierbas, desplegadas como
largas cabelleras, ondulan por el impulso del arroyo: agitadas por la rápida corriente se
estremecen de impaciencia, y en los remansos de agua casi inmóvil, se mueven
majestuosamente; pero lentas o precipitadas en sus ondulaciones, se alejan y aproximan a la
vista, a causa de sus variados tonos que cambian incesantemente del blanco mate al verde
obscuro. En otra parte, un grupo de hojas ovaladas, triangulares y en forma de lanza,
sobresalen por encima de otro grupo de plantas, tan bien entremezcladas, que parecen salir
todas de una misma raíz, a las que agita a un tiempo mismo una sola onda del arroyo. En un
rincón, en el fondo del cual los remolinos han depositado una capa de barro, las nenúfares
extienden sus anchos discos, donde el agua produce reflejos de perlas, y sus hermosas flores
blancas que para nuestros antepasados los egipcios e indostanos, representaban el símbolo de
la vida.

Más lejos, los juncos crecen en apretadas líneas en medio del arroyo sobre un banco que se
transformará tarde o temprano en islote: las ramitas inclinadas vibran por la presión de la
corriente en movimientos convulsivos, y cada una de ellas se rodea de olitas, donde la sombra y
la luz forman una red que se agita sin cesar. Hasta ciertos árboles de la orilla contribuyen a la
riqueza de la vegetación acuática por innumerables radículas flotantes que cubren las gruesas
raíces de largos mantos color de rosa.

En medio de ese mundo de plantas se agita el mundo infinito de los animales. Peces azulados,
rojos, grises y blancos, surcan como rayos la cristalina agua o pasan bajo las guirnaldas del
bosquecillo acuático como si pasaran bajo arcadas triunfales. La vida está en todas partes; en
el fondo, donde las formas graciosas e indistintas se agitan sobre la arena y el lodo, entre el
espeso tapiz de plantas estremecidas constantemente por las sacudidas de una pululante
multitud, oculta en la superficie por donde corren los girinos y se enlazan los insectos
48
“El arroyo” de Elíseo Reclús

patinadores por entre los juncos donde brilla el ala matizada de la libélula, y bajo los arbustos
de la orilla, donde resplandece como un zafiro el plumaje del martín-pescador. ¿A quién
pertenece, pues, el arroyo, del cual nos titulamos propietarios como si fuéramos los únicos en
gozarlo? ¿No pertenece también, o mejor que a nosotros, a todos los seres que lo pueblan, del
que sacan la subsistencia y la vida? Pertenece a los peces y a las plantas, a los mosquitos que
vuelan en torbellinos encima de los remolinos y a los grandes árboles que el agua y los
aluviones del arroyo hinchan de savia.

Entre estos seres que buscan para ellos la mayor parte de cuanto es de su dominio, existe una
guerra implacable; cada uno, en lucha por la existencia, vive en detrimento de su vecino. En
cuanto a mí, quisiera vivir en paz con todos; procuro respetar, la flor y el insecto; pero sin
apercibirme, ¡cuántos seres destruyo! Aplasto multitudes infinitamente pequeñas cuando dejo
caer mi pesada masa sobre la hierba; arraso y produzco cataclismos en la historia de un mundo
imperceptible cuando subo a un árbol para balancear mis piernas por encima del agua. Como
un bárbaro, ¡qué de atrocidades he cometido sin querer, cuando en los primeros años de mi
infancia salía a estudiar por el campo y me instalaba en el tronco cavernoso de un sauce, para
leer cómodamente alguna novela o declamar versos con retumbante voz...!

CAPÍTULO XIII

EL BAÑO

Cuando se siente amor al arroyo, no produce bastante satisfacción el mirarlo, estudiarlo y


pasear por sus riberas; se siente la necesidad de mayor intimidad con él, sumergiéndose en sus
aguas. Como nuestros antepasados, nos convertimos en tritones.

Pero no siempre es esto cosa fácil, y durante el invierno, cuando el aire frío silba en las ramas,
cuando la nieve cubre el suelo, o en la superficie del agua se forman láminas de cristal, son
poco numerosos los hombres bastante activos que se atrevan a bañarse en el agua helada. El
contacto con el agua corriente da ciertamente fuerza a los que no temen rozarse con ella; sin
embargo, antes de realizar la ceremonia del baño nos suele parecer singularmente peligrosa.
Es preciso que nos desnudemos rápidamente detrás del tronco de un árbol, para estar al abrigo
del aire helado, que nos olvidemos del frío que contrae nuestros miembros; todo es en vano; el
viento nos recuerda la dura realidad. A nuestros pies corre el agua, rápida y sombría; sin
tocarla, sentimos que está helada; el soplo de aire que la riza nos hace temblar de frío. Para
sentir menos la violenta caricia del agua tendríamos que obrar con decisión y arrojarnos
bruscamente en el arroyo; vacilamos, no obstante, y antes de realizar el salto definitivo
tomamos aliento dos o tres veces.

Después de haber triunfado de los pueriles temores, describimos una curva por debajo del agua
y sentimos el aire silbar en nuestros oídos; la superficie, abierta por nuestra cabeza, se agita en
derredor; nos sentimos como perdidos en un abismo rugiente que nos aprisiona. En un abrir y
cerrar de ojos, por un movimiento de ascensión, saltando del fondo con un empuje del pie y un
esfuerzo de los brazos, salimos a la superficie; pero, al menos yo, no ceso de agitarme como
para librarme del escozor que el agua helada me produce: nado a la desesperada igual que si
luchara contra una corriente amenazadora. No obstante, para tranquilidad de mi conciencia, me
sumerjo de nuevo completamente; luego, satisfecho de haber cumplido con mi deber, me
precipito hacia la orilla, que salvo con rapidez, enjugo mi cuerpo enrojecido por el frío y me
49
“El arroyo” de Elíseo Reclús

cubro de prisa con mis ropas todavía calientes. A mi inquieta agitación sucede la tranquilidad
del alma: por los sufrimientos de un momento, me he hecho más fuerte, más dispuesto, más
feliz, y dirijo una mirada altiva sobre esa corriente rápida y obscura que un minuto antes miraba
aterrorizado.

No obstante, declaro que es más agradable el baño frío que se toma en pleno verano en las
profundas balsas del torrente, por donde pasan las primeras aguas del arroyo en las gargantas
mismas de la montaña. La masa líquida que parece helada, es nieve apenas fundida que no se
ha entibiado todavía absorbiendo abundante aire; conserva toda la crudeza primera, y su color,
de un azul fuerte, tiene yo no sé qué de hostil. Se tiembla anticipadamente, no sólo de frío, sino
también de deseo, y para calmar el cansancio de la marcha nos arrojamos voluptuosamente en
el agua helada. Las piedras y arena del fondo brillan con un tono amarillo pálido a través de la
capa líquida; pero en algunas brazadas nos encontramos encima del abismo; el agua
transparente parece aire condensado, y, no obstante, no distinguimos el fondo; parece que nos
hallemos suspendidos en el espacio y nadamos con precaución como si repentinamente
fuéramos a caer en una sima. Después sentimos que el frío nos domina poco a poco, y dando
unos cuantos empujes nos dirigimos a la orilla para volver al calor de la vida y gozar de nuestro
acrecentado vigor.

¡Oh lagos queridos de los Pirineos y los Alpes, Séculejo, Doredom, Lauzannier, os conservo
todavía en mi memoria tal cual os veía cuando yo, con otros amigos, resbalaba rápidamente
sobre vuestra superficie. Veo aún las piedras de granito amontonadas en la orilla, el bosque de
pinos reflejado sobre el agua rizada, los declives, las altas vertientes de los prados y, más lejos,
las grandes explanadas donde empieza la curva oscilante de la cascada! ¡Os veo también,
hermosos manantiales de los grandes ríos, que vais a perderos en el mar a cientos de
kilómetros de vuestro origen! ¡Con sólo cerrar los ojos, mi pensamiento se transporta hacia un
alegre torrente, al Vesubio, al Gordolarque, al susurrante Embalire, o hacia cualquier otro sitio
de la libre montaña!

En la primavera, el arroyo de la llanura no produce la fuerte voluptuosidad de reaccionar contra


el frío glacial del agua, y las inmersiones producen apenas impresión. La tibieza del aire se ha
comunicado a la masa líquida, y hasta los niños pueden bañarse y juguetear en el agua fresca.
Los muchachos, sentados en los bancos de la escuela, levantan con frecuencia los ojos de los
libros de estudio para mirar con avidez el camino que conduce al arroyo; luego, cuando al salir
se sienten libres, se dirigen con alegría hacia el charco profundo, donde retozones y alegres
van a bañarse. Rápidamente se desnudan, y cada uno se convierte en un Neptuno «levantador
de olas»; y trabaja con todas sus fuerzas para agitar las ondas y convertirlas en masa de
espuma, produciendo pequeñas tempestades en el arroyo conquistado para ser su dominio
durante una hora.

En el verano, durante los días calurosos en que el aire permanece inmóvil, es cuando más
agradable resulta convertirse en tritón. No es preciso tener doce o quince años para arrojarse al
agua lleno de felicidad como en su elemento propio; cualquiera de nosotros, si los
convencionalismos y falsedades de la vida no nos han corrompido enteramente, puede volver a
las alegrías de la juventud dejando por un momento sus ropas en la orilla del agua. Por mi
parte, declaro que me siento todavía niño cuando me arrojo en el arroyo querido. Después de
haber satisfecho mi primer entusiasmo atravesando varias veces el charco profundo donde se
agitan las aguas, y después de haber querido remontar la corriente, levantando a mi alrededor
un caos de olas precipitándose unas con otras, descanso abandonándome tranquilamente a la
felicidad de la vida sobre el agua dulce que me acaricia. ¡Qué alegría sentarme sobre una
piedra bajo el chorro de la cascada, sentir caer el agua sobre mí como sobre una roca y verme
envuelto en un manto de espuma! ¡Qué placer también dejarme arrastrar por las aguas
corrientes hasta un escollo donde me agarro con una mano, mientras que el resto de mi cuerpo,
levantado por las olas, flota de un lado a otro bajo el impulso de la corriente! Me dejo arrastrar, y
50
“El arroyo” de Elíseo Reclús

voy a parar como un madero sobre un banco de arena donde cristalitos de mica brillan como
pepitas de oro y plata. Por el peso de mi cuerpo, el banco se hunde, los granos de sílex y las
delgadas piedras cambian de punto. Corrientes parciales, pequeños remolinos, se forman a mi
lado como alrededor de un islote; muellemente acostado, contemplo el espectáculo interesante
que bajo la pequeña capa de agua me ofrece la transformación del banco de arena,
disminuyendo de un lado por la corriente y aumentando del otro por el continuo arrastre de
aluviones.

A veces, el fondo sobre que me arrastra la corriente, está cubierto de verdes y oscilantes
hierbas, muelles sinuosidades que me acarician, me enlazan; improvisándome un lecho
encantador. ¿Es el agua? ¿es la ondulante cabellera de las plantas la que me levanta así,
haciéndome flotar en la superficie del arroyo? No lo sé; mi imaginación se pierde además en
una especie de ensueño. Hasta me parece que me he convertido en parte integrante del medio
que nos rodea; me siento homogéneo a las hierbas flotantes, a la arena que se arrastra por el
fondo, a la corriente que hace oscilar mi cuerpo; miro con extrañeza los árboles que se inclinan
sobre el arroyo, los espacios del cielo azul que se ven por entre las ramas, y el escueto
contorno de las montañas que distingo a lo lejos en el horizonte. ¿Es acaso real todo ese
mundo exterior? Yo también, como el pescador de la leyenda, veo la maravillosa sirena
hacerme señas con el dedo, me siento atraído por su mirada que fascina y oigo resonar el eco
de su canto pérfido y melodioso, «¡Ah! ven, ven conmigo y seremos felices.» A veces me siento
envidioso del joven que cede al llamamiento de la sinuosa ondina, cuya flotante cabellera va a
mezclarse con las del verde limo. Pero yo sé que, desembarazándose de las amargas
preocupaciones de la vida, su existencia va a extinguirse por las caricias del agua pura y las
ondulaciones de las estremecidas hierbas. La naturaleza tiene para sus amantes seducciones
de las que es preciso desconfiar como de la voz de las sirenas o de la belleza de la hada
Melusina. ¡Haciéndonos amar demasiado la soledad, nos arrastra lejos del campo de batalla,
donde todo hombre de corazón tiene el deber de combatir por la libertad y la justicia! La
naturaleza es hermosa, sí; todos debemos comprender su encanto, pero hemos de saber
gozarla con prudente alegría, no abandonándonos jamás a sus fatales sugestiones.

Uno de los grandes placeres del baño, de los cuales no siempre nos damos cuenta, pero que
no por eso deja de ser real, es que momentáneamente se vuelve a la vida de nuestros remotos
antepasados. Sin ser esclavos por la ignorancia como los salvajes, somos, como ellos,
físicamente libres sumergiéndonos en el agua; nuestros miembros no sufren el odioso contacto
de las ropas, y con nuestro vestido dejamos también sobre la orilla una parto por lo menos de
nuestros prejuicios de profesión o de oficio; no somos ni obrero, ni comerciante, ni profesor;
olvidamos por una hora las herramientas, libros e instrumentos, y, vueltos al estado natural,
podríamos creernos todavía en las edades de piedra o bronce, durante las cuales los pueblos
bárbaros levantaban sus chozas sobre pilotajes en medio de las aguas. Como los hombres de
remotas edades, estamos libres de convencionalismos; nuestra gravedad de encargo puede
desaparecer para ser sustituida por franca y ruidosa alegría; nosotros, civilizados, envejecidos
por el estudio y la experiencia, nos encontramos hechos niños como en los primeros tiempos de
la infancia del mundo.

Recuerdo todavía con qué extrañeza ví por vez primera una compañía de soldados tomar el
baño en un río. Niño todavía, no podía imaginarme a los militares de otro modo que con sus
vestidos colorados, las hombreras rojas o azules, los botones de metal, los diversos adornos de
cuero, de lana y tela; no los comprendía sino marchando a paso acompasado en columnas
regulares con tambores al frente y oficiales a los costados, como si formaran un inmenso y
extraño animal empujado hacia adelante por no sé qué ciega voluntad. Pero, fenómeno
hermoso; aquel ser monstruoso al llegar a la orilla del agua, se fragmentó en grupos o
individuos distintos; vestidos rojos y azules se arrojaban en montones como vulgares ropas, y
de todos esos uniformes de sargentos, cabos y simples soldados, veía salir hombres que se
arrojaban al agua lanzando gritos de alegría. No más obediencia pasiva, no más abdicación de
51
“El arroyo” de Elíseo Reclús

su persona; los nadadores, con voluntad propia por algunos instantes, se dispersaban
libremente por el agua: nada les distinguía a unos de otros. Pero, desgraciadamente, al poco
rato se oyó un silbido, y la salida se operó repentinamente. Mientras nosotros continuábamos
jugando en el arroyo, nuestros compañeros desaparecieron en sus trajes encarnados con los
botones numerados, y bien pronto los vimos alejarse marchando en línea con paso monótono
por la polvorienta carretera.

Desde entonces he tenido ocasión de ver, en otro clima distinto al de Francia, cómo disminuye
la hostilidad repentinamente entre enemigos que acaban de despojarse de sus vestidos, con los
cuales han adquirido la costumbre de verse y odiarse. Era cerca de una ciudad de las costas de
Colombia, en la desembocadura de un profundo arroyo separado del mar por un estrecho
banco de arena, contra el que se estrellan las olas. Todas las mañanas, cientos de individuos
pertenecientes a dos razas casi siempre en guerra, se encontraban en este punto del arroyo.
De un lado, estaban los descendientes de los españoles, más o menos mezclados, que venían
a hacer sus abluciones cotidianas; del otro, los indios que se aprovechaban de una tregua para
dirigirse al mercado de la playa. De orilla a orilla se lanzaban miradas de odio y palabras de
insulto, porque se acordaban de combates y degollaciones, de víctimas estranguladas,
ahogadas, enterradas con vida; pero cuando los guerreros rojos, despojándose de su túnica
parecida a la de los antiguos helenos, aparecían con la resplandeciente belleza de sus formas y
al lanzarse al río para atravesarlo de unos cuantos empujes, se olvidaban del antiguo odio y
hasta parecía que nos amábamos. A pesar de todo, ¿no éramos hermanos? También ellos me
parecía que nos miraban sin ira, pero al salir del agua sacudían su larga y negra cabellera,
alejándose altivamente sin volver la cabeza, desapareciendo muy pronto tras un saliente de la
playa.

CAPÍTULO XIV

LA PESCA

El arroyo no es sólo para nosotros el más gracioso ornamento del paisaje y el lugar encantado
de nuestras alegrías; es además para la vida material del hombre un depósito de alimentación,
y su agua fecunda nutre las plantas y los peces que sirven para nuestra subsistencia. La
incesante batalla por la vida, que nos ha hecho enemigos del animal de los prados y del pájaro
del cielo, excita también nuestros instintos contra los habitantes del arroyo. Al ver la trucha
resbalar rápida por la masa líquida como un rayo de luz, no nos contentamos con sólo admirar
la forma prolongada de su cuerpo y la maravillosa rapidez de sus movimientos, sino que
lamentamos también no poder coger al animal y tener el placer de comérnoslo. Esta terrible
boca poblada de dientes que se abre en medio de nuestra cara, nos hace parecidos al tigre, al
tiburón y al cocodrilo. Nosotros, como estos animales, resultamos bestias feroces.

En siglos pasados, cuando nuestros ascendientes ignoraban el arte de cultivar el suelo y


sembrar el grano alimenticio para convertirlo en espiga, el hombre que no tenía el recurso de la
antropofagia, había de recurrir, para alimentarse, a desenterrar raíces del suelo, a comerse las
matas de hierbas sabrosas, los cadáveres de los animales cazados en el bosque y los peces
cogidos en el mar o en los ríos.

Así llegaron, apremiados por la necesidad, a adquirir una habilidad como pescadores, que hoy
nos maravillaría. No menos hábil que el sollo, se le escapaba raramente la presa que había
52
“El arroyo” de Elíseo Reclús

divisado. Inmóvil sobre la orilla, parecido a un tronco de árbol, esperaba pacientemente que el
pez pasara a la distancia de su brazo, y, cogiéndolo con rapidez, le aplastaba la cabeza con
una piedra.

Los indios de América, que son todavía salvajes, atraviesan al pez que pasa con su ayagaza o
el dardo salido de su cerbatana, con una seguridad admirable.

Además, los arroyos y los ríos estaban en otro tiempo bastante más ricos de peces que en
nuestros días. Después de haber cogido en las aguas lo necesario para el sustento de la
familia, el salvaje, satisfecho, dejaba los millares y millones de huevos que se desarrollaran en
paz, y gracias a la inmensa fecundidad de las especies animales, las aguas estaban siempre
pobladas y exuberantes de vida. Pero el ingenio del hombre civilizado ha hallado el medio de
destruir esas razas tan prolíficas, que cada hembra podría en algunas generaciones llenar las
aguas de una masa sólida de carne. Con su imprevisor afán ha llegado a hacer desaparecer
muchas especies que vivían en otros tiempos en nuestros arroyos. No solamente se ha servido
de redes que tamizan la masa líquida y aprisionan todos los seres que la pueblan, sino que ha
recurrido también al veneno para destruir de una sola vez grandes multitudes y hacer una última
captura más abundante que las anteriores.

Sin embargo, los verdaderos pescadores, los que se honran con tal título, reprueban esos
medios vergonzosos de destrucción que no tienen el mérito de la sagacidad ni el conocimiento
de las costumbres de los peces. De otra parte, por un contraste que parece extraño a primera
vista, el pescador ama a todas esas pobres bestias de las que es perseguidor; ha estudiado sus
hábitos y género de vida con cierto entusiasmo y procura descubrir sus virtudes e inteligencia.
Como el cazador que habla de los interesantes hechos del chacal y el jabalí, el pescador se
exalta contando las finezas de la carpa y las astucias de la trucha, respetándolos casi como
adversario, los combate con hábil juego y se irrita contra los indignos sujetos que destruyen la
raza.

Paseándome con frecuencia por la orilla del arroyo, he podido estudiar detenidamente al
pescador ideal, al tranquilo pescador de caña, detrás del cual las arañas tejen tranquilamente
su nido. Más de una vez he notado que el pacífico pescador no agradecía mi presencia que
turbaba sus ritos casi religiosos; no volviendo hacia mí la cabeza ni haciendo un gesto de
impaciencia, he comprendido no obstante, su hostilidad, y, temeroso de excitar su ira, he
pasado por detrás de él, marchando sobre la hierba y conteniendo hasta el aliento. Cuando ya
no me veía más que como una línea del paisaje igual que una piedra o un tronco de árbol, yo,
satisfecho de verlo a él tranquilo, le miraba tranquilamente. En él no hay fraude alguno. Con fe
sincera pone su cebo, lanza su caña y durante minutos y horas espera que el pez indiscreto
tenga la desgracia de morder el anzuelo. Nada consigue distraerle de su ocupación; con su
aguda mirada atraviesa el agua profunda; ve relucir como imperceptible reflejo la aleta del pez
que pasa, distingue la marcha del pequeño gusanillo sobre el cieno; en ciertos
estremecimientos del agua adivina al pez oculto bajo las hierbas acuáticas; interroga a la vez a
las olas y los remolinos, las estrías de la corriente y las ráfagas de viento.

Atento a todos los ruidos, a todos los movimientos, dirige con su caña el anzuelo por el fondo o
lo sube un poco, según le aconsejan los elementos de la naturaleza que le rodea. Estando tan
bien acompañado ¿qué le importan los profanos? Ni se digna dirigirles una sola mirada,
dedicado completamente a vigilar al pez en su madriguera. Un día, un aeronauta, enredado en
el cordaje de su barquilla, asfixiándose por el gas que se escapaba del globo, cayó en medio
del Sena, entre dos hileras de pescadores, inmóviles como estatuas a lo largo del margen.
Ninguno se movió. Mientras los barqueros desamarraban a toda prisa sus embarcaciones para
operar el salvamento del náufrago, los perseverantes pescadores continuaban esperando
tranquilamente el bienhechor movimiento que les advertía de la captura deseada.

53
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Por otra parte, ningún hombre es más fuerte que el pescador contra las adversidades del
destino. El pez puede maliciosamente no dejarse coger, jugar con el anzuelo sin engancharse;
el hombre de la caña, silencioso y prudente como un airón sobre su pata, no deja por eso de
tener su brazo preparado y su mirada fija; jamás se desespera: al sentarse en la orilla del agua
se halla depositado de las pasiones humanas, de impaciencia e ira. Consagrado a su
ocupación, espera y espera hasta sin esperanza. Yo conocía un pescador a quien la desgracia
le perseguía por todas partes.

Jamás caía en su anzuelo una trucha ni una tenca; sus dolorosas experiencias negativas le
hacían afirmar que la captura de un pez era cosa imposible y que todas las historias de pesca,
prodigiosas o no, eran invenciones novelescas. Y, sin embargo, en cuanto disponía de una hora
de tiempo, aquel escéptico, consagrado a la desgracia, cogía su caña, y sin desilusión,
suspendía su anzuelo en medio de los burlones peces que jugaban dando vueltas alrededor del
inofensivo instrumento.

En cambio, hay pescadores que parecen fascinar el pescado, atraerlo irresistiblemente. El


público desocupado que los contempla, cree que ejercen una especie de magnetismo sobre su
presa como la culebra sobre las ranas; hasta cuentan que truchas y carpas, arrastrados a su
pesar, van a morder el fatal anzuelo. No es así, sin embargo, sino a fuerza de ciencia como
esos pescadores han llegado a ser para nosotros especies de magos ordenando a sus víctimas
la marcha en procesión hacia su anzuelo.

Si atraen con tanto éxito al pobre pez fuera de su madriguera de hierbas o roca, es porque
conocen todas las necesidades, apetitos y astucias del animal, porque observan sus
costumbres y hasta los vicios particulares: a primera vista saben qué carácter es el de la pobre
víctima. Además, por una larga experiencia, han aprendido a combinar todos sus movimientos;
la mirada, el brazo, la mano, la caña y también la inteligencia, obran casi siempre de concierto.

Raros son, no obstante, los pescadores geniales, y el adepto los reconoce por no sé qué rasgo
característico emanado de su sér. En 1815, cuando por segunda vez París, rendido por quince
años de servidumbre militar, oía el rodar de los cañones prusianos por sus calles, dos hombres,
indiferentes a la causa pública, estaban tranquilamente sentados a las orillas del Sena con su
caña en la mano. Jamás se habían visto anteriormente, pero cada uno de ellos había oído
celebrar la gloria de un rival. Sin mirarse siquiera se reconocieron, al ver de reojo cada uno a su
compañero con qué seguridad en la mirada y los movimientos estaba manejado el instrumento
y con cuánta inteligencia hacía que el cebo buscara a los pescados.

– «”¿Indudablemente es usted el célebre X?”

– “Para servirle. ¿Es acaso al famoso Y. a quien tengo el honor de contestar?”»

Grandville, caricaturista con frecuencia demasiado ingenioso, se imaginó figurar los


pensamientos íntimos de un pescador de caña, presentando al pobre hombre con su cráneo
abierto y dividido en regiones según el sistema de Gall. En cada una de las cavidades
cerebrales se tramaba un crimen horrible. Y el pobre pescador inofensivo, con su mirada pura y
llena de candor, apareció soñando siempre en perpetrar toda clase de atrocidades posibles.
Bajo la protuberancia de la «adquisividad» sólo pensaba en descerrajar puertas y llevarse
montones de oro; bajo la de la «secretividad», falsificaba toda clase de documentos; en la caja
de la «combatividad» asesinaba a un anciano; en cualquier otro rincón de la cabeza raptaba la
mujer de un amigo, y qué sé yo cuántas infamias más. Todas las monstruosidades imaginables
se fraguaban en ese cerebro. El artista calumniaba villanamente al pescador de caña,
atribuyéndole todas esas alucinaciones criminales; mientras tiene su vista fija en el agua y su
brazo presto a levantar su caña, el pobre hombre no tiene conciencia de las fugitivas imágenes,
buenas o malas, que flotan en su cerebro; se encuentra fascinado por las ondulaciones que
54
“El arroyo” de Elíseo Reclús

brillan, por los hoyuelos variables que sin cesar cambian, por el agua que le sonríe y el pez que
espera.

Tal vez a causa de esta extraña fascinación que ejercen sobre el pescador las aguas libres del
arroyo, haya hecho tan pocos progresos el arte de la piscicultura desde los tiempos más
remotos. Millones de hombres se dedican a sorprender el pez salvaje que se agita en las aguas:
y muy poco numerosos relativamente son los que se ocupan en coger su presa para cautivarla
y devorarla cuando lo crean conveniente. En los países llamados civilizados, la caza no es otra
cosa que un pasatiempo y la persecución de las bestias salvajes ha sido reemplazada por la
cría de animales para el matadero. Sólo los hombres holgazanes y vanidosos que quieren
mantener las tradiciones de sus antepasados para distraer su ociosidad, han hecho de la caza
la principal ocupación de su vida. Pero desde hace ya miles de años, los pueblos arianos, de
evolución en evolución han cesado de ser cazadores, y se dedican a cultivar la tierra, tomando
a la vez por compañeros o víctimas a los toros descendientes del urus salvaje que perseguían
en el bosque en otras edades, En nuestros días, los pieles rojas, tan combatidos por los
americanos, y que presencian la dispersión de los ganados al ruido de las locomotoras que
pasan silbando por las praderas, aprenden también a uncir los bueyes al yugo, y pasan sin
transición del estado de cazadores al de pastores y cultivadores del suelo. Pero en lo que se
refiere a la explotación de la fauna de las aguas, los hombres están todavía y en todas partes,
salvo en China, país de las gentes -listas-, en las prácticas rudimentarias de la barbarie
primitiva. Han reemplazado el simple palo por una caña más flexible y elegante, han aprendido
a torcer hilos más delgados y fuertes, a perfeccionar los anzuelos, a atraer a cada especie por
un cebo especial, y hasta han modificado la forma natural de los cursos de agua, haciendo en
las cascadas peldaños como los de una escalera, por los cuales el pez salido del mar puede
remontar el arroyo hasta la fuente primitiva; no obstante, es muy excepcional el modo de coger
al pez, de fecundarlo artificialmente y mantenerlo como animal doméstico, pudiendo así
presentar al mercado por quintales y toneladas, la carne exquisita del buen pescado como se
hace con la de ternera y carnero.

En algunas partes, sin embargo, pescadores e industriales han intentado reemplazar la pesca
por la recría del pescado. Como hombres ociosos la mayor parte, han obtenido resultados
curiosos, completamente inútiles para aumentar nuestros conocimientos sobre los animales,
sus costumbres y naturaleza, y casi insignificantes bajo el punto de vista económico. En un
pequeño establecimiento de piscicultura, oculto por las murallas de un parque, y vedado a los
transeúntes, he podido formarme una idea de la ciencia y habilidad profundas que debiera tener
un buen recriador de peces para el buen éxito de su empresa.

La piscicultura exige saberlo todo y preverlo todo también. Es preciso conocer la naturaleza del
fondo y de las aguas favorables a cada especie; observar los fenómenos del aire y las
variaciones de la temperatura para elegir el momento favorable de la extracción artificial de los
huevos en las hembras y la materia fecundadora en los machos; regularizar el impulso de la
corriente y darle la fuerza necesaria calculada anticipadamente; estudiar los huevos con el
microscopio y extraer todos los que no tengan el color y la transparencia necesarias; examinar
la materia fecundante y arrojarla si no tiene el suficiente color y fluido y… ¿qué sé yo cuántas
cosas más?

El piscicultor debe además saberse servir de infinidad de instrumentos delicados; limpia los
huevos con un pincel, separa los cuerpos extraños y malsanos por medio de unas pinzas; se
sirve de ampolletas para trasvasar la simiente de uno a otro recipiente, construye lugares a
propósito para los huevos que se adhieren a las hierbas y ramitas del fondo y muchas otras
operaciones entretenidas e inteligentes. Durante la época de la incubación necesita velar con
cuidado para evitar que los enemigos de toda especie, barbos, mosquitos y setas de agua,
ataquen a la población naciente, variando de hora en hora la corriente y la temperatura.
Después de la salida del huevo es preciso saber alimentar a los animalitos oportunamente y con
55
“El arroyo” de Elíseo Reclús

las, mismas substancias que ellos mismos se hubieran buscado. Y además de todo ésto, tiene
aún que prevenir ciertas terribles enfermedades que repentinamente pueden aparecer en su
cultivo y destruirlo en algunos días.

Entre los piscicultores hay algunos que consiguen así salvar de toda desgracia a la morralla que
ha de transformar en pescado de peso. En presencia de su éxito, ¡qué triste recuerdo de las
cosas humanas se despierta en nosotros pensando en los miles de criaturas, bien constituidas
para llegar a hombres, que perecen todavía en la cuna! Es cierto que los niños recién nacidos o
ya de algunos años están más ligados a nuestro corazón que el salmonete y la trucha, pero no
por eso deja la muerte de llevárselos a miles también. Nuestros hospicios para la infancia,
bastante más preciosos que todos los establecimientos de piscicultura, no son frecuentemente
otra cosa que el vestíbulo del cementerio. Los huevos de la tenca o del barbo, lo mismo que los
de otros peces más exquisitos, son para nosotros menos preciosos que los niños confiados a la
sociedad por la desgracia y la miseria, y menos dignos de nuestra defensa contra las
asechanzas de la muerte.

Si alguna vez se llega a domesticar completamente el pescado de agua dulce y suministrarlo a


voluntad para la aumentación pública, será ciertamente motivo de júbilo, puesto que todas las
vidas inferiores se emplean aún para alimentar la del hombre; pero no se podrá evitar el
recordar con tristeza el tiempo en que todos nadaban en completa libertad. Contemplando las
corrientes de agua regularizadas y reducidas a cajas cuadrangulares, donde los peces se
engordan como esclavos, nuestros descendientes pensarán con cierta tristeza en nuestros
arroyos libres todavía. Lo mismo que a nosotros nos encanta el relato de la vida salvaje en la
selva virgen, lo mismo sentirán ellos el encanto cuando se les hable del libre arroyo, donde
multitud de peces errantes remaban contra la corriente, retozones y alegres, con sus aletas y
cola, o del pez solitario que atravesaba la corriente como un rayo de luz apenas entrevisto, o
bien de las hierbas flotantes estremecidas constantemente por las ocultas multitudes que las
poblaban. Comparado con el guarda del criadero de pescado, el pescador actual, sentado bajo
la discreta sombra de un árbol, les parecerá una especie de Nemrod, un héroe de remota
antigüedad.

CAPÍTULO XV

EL RIEGO

Consolémonos, no obstante. En el porvenir que nos prepara la explotación científica de la tierra


y sus riquezas, la mayor utilidad del arroyo no será la de ser una fábrica de carne viva. El agua
que entra en tan grandes proporciones en todos los organismos, plantas y animales, no cesará
de emplearse, como actualmente se hace, en alimentar el mundo vegetal de sus orillas. Bebida
por las raíces que se mojan en el arroyo, el agua sube de poro en poro por los intersticios
capilares del suelo, hincha de savia multitudes sin fin de árboles y hierbas, y sirve así
indirectamente a la alimentación del hombre por tubérculos, matas, hojas, frutos y simientes. En
el trabajo agrícola es donde principalmente el arroyo se hace un poderoso auxiliar de la
humanidad.

Después del sol, que lo renueva todo con sus rayos, el aire, que con sus vientos y la mezcla
incesante de gases puede llamarse «hálito del planeta», el agua del arroyo es el principal
agente de renovación. Por el amor inmenso que hacia todo cambio sentimos, escuchamos con
56
“El arroyo” de Elíseo Reclús

satisfacción el relato de las metamorfosis, sobre todo, aquellos de nosotros que son aún niños y
que el conocimiento de las inflexibles leyes no turba todavía su ingenua credulidad. Leyendo las
-Mil y una noches-, se complace nuestro espíritu viendo cómo los genios se convierten en vapor
y los monstruos nacen de un reguero de sangre; nos gusta contemplar todos los objetos de la
naturaleza, bajo los aspectos y formas que adquieren sucesivamente, lo mismo que en el aire
caliente del desierto distinguimos tan pronto palacios con columnatas como ejércitos en marcha.

En las fábulas de la antigüedad griega, en los mitos persas y en los viejos cantos indostanes, lo
que más nos seduce son las transformaciones de la piedra y de la hierba, del animal, del
hombre y del dios, símbolos primitivos del encadenamiento infinito de la vida en el universo. A la
vista del niño, cualquier viejo tapiz se puebla de seres animados. ¡Con qué sencilla fe
contempla sobre los viejos y apolillados lienzos la imagen de Syrinx extendiendo aún los
brazos, cuando ya está convertida a medias en grupo de cañas, Procrios echando raíces para
convertirse en álamo, o la ninfa Byblis fundiéndose en llanto, para correr eternamente en forma
de fuente!

Pues bien; cambios parecidos a los que inventaron la imaginación de los pueblos en su infancia
y la ficción de los poetas, no cesan de realizarse en el gran laboratorio de la naturaleza; sólo
que se efectúan por un lento trabajo interior, por transición gradual de vida y de muerte entre
todo lo que muere y lo que nace, y no por súbitos milagros. La gota de agua se cambia en
célula de planta, esta se transforma en simiente, luego en pan y, en el cuerpo del hombre, en
parte de vida.

Parece a primera vista que el arroyo no pueda transformarse así en otras plantas que en las de
sus orillas. Sin duda que la vegetación de los márgenes, aspirando la humedad por sus raíces y
bebiendo abundante vapor por sus hojas, es bastante más viva y alegre; las parras salvajes, los
álamos blancos y el temblón con sus hojas de plata constantemente estremecidas, se levantan
hacia el espacio altos, derechos, hinchadas de jugo sus fibras y lisa su corteza, rompiéndose
por el impulso de la savia que se desborda. Las hierbas, en apiñados y compactos grupos, y
multitud de arbustos, llenan los intersticios entre los troncos; el más pequeño espacio vacío se
puebla inmediatamente de plantas deseosas de aproximarse al arroyo bienhechor. Pero el agua
realiza también su obra lejos de sus bordes. Hasta durante la sequía, extiende su vivificante
frescura rezumando por las pedregosas y arenosas márgenes, y penetra en el subsuelo donde
alimenta las raicillas de las plantas. Después de las lluvias, cuando se eleva el nivel del arroyo,
la percolación subterránea se propaga y se extiende a lo lejos bajo las capas superficiales del
suelo de los campos, y durante las grandes crecidas, las aguas desbordadas renuevan la tierra,
la saturan de humedad y suministran así los elementos de vida a la multitud vegetal.

El espectáculo de los campos inundados es triste ciertamente. Los cercos medio cubiertos
determinan aún los límites bien conocidos que separan la propiedad; los árboles frutales,
inclinados por la corriente, sumergen en el agua fangosa la extremidad de sus ramas; corrientes
y remolinos socavan el suelo donde crecían hermosas cosechas. Hasta los bordes del lago
temporal, todos los surcos abiertos por el arado, se convierten en otros tantos regueros, y los
caballones dibujan en la corriente largas estelas paralelas.

La inundación, que desvanece la esperanza del campesino, es una desgracia, y, sin embargo,
en sus temidas aguas, lleva el arroyo un tesoro para años venideros. Al destruir las cosechas
del año presente, deposita el aluvión fertilizante que alimentará las futuras fructificaciones. El
suelo de la llanura, removido constantemente por el trabajo del labrador, se esterilizaría bien
pronto si las rocas de la montaña, trituradas y tamizadas por la corriente, no se extendieran en
capas renovadoras y fecundas sobre los campos de la ribera. Según nos enseñan los sondeos
geológicos, la tierra vegetal y el subsuelo son capas de aluvión sucesivamente depositadas de
siglo en siglo y arrastradas desde las estribaciones de las rocas. En el llano ninguna planta
hubiera podido germinar si la montaña no se deshiciera sin cesar, y si el arroyo no bajara cada
57
“El arroyo” de Elíseo Reclús

año estos residuos para suministrar un nuevo elemento a la vegetación de sus riberas. ¿Pero
qué hacer para evitar que las aguas desbordadas devasten los cultivos y depositen al mismo
tiempo el aluvión fertilizante? ¿Cómo regularizar las oscilaciones del nivel para aprovechar sus
beneficios, sin tener que sufrir sus desbordamientos? Poco numerosos son los agricultores que
han sabido resolver ya ese problema, hallando el medio de dominar al arroyo, dirigiéndolo a su
gusto. Durante el verano la corriente no es más que un pequeño hilo líquido, y el campesino se
queja; en otras épocas, en la primavera y el otoño, según los climas, el arroyo se sale de madre
y el campesino se queja también.

Por otra parte, se lamentará siempre, y con razón, hasta que sepa asociarse con su vecino para
utilizar los recursos que ofrece el agua corriente. Actualmente la explotación de esas riquezas
se hace con el mayor desorden y casi al azar, según el capricho de los propietarios ribereños,
siendo el resultado de estos disparates, el desastre para todos, con muchísima frecuencia. Uno
seca terrenos pantanosos, construyendo canales subterráneos que desembocan en el arroyo y
aumentan su caudal; otro lo empobrece, al contrario, haciéndole sangrías a derecha e izquierda
para regar sus campos; otro aun, rebaja su nivel medio limpiando el fondo, destruyendo las
aristas de las piedras en las corrientes y cascadas, mientras que en otra parte, los industriales,
elevan la superficie del arroyo, construyendo presas para llevar el agua a sus fábricas. Todo
esto son fantasías contradictorias, avideces en conflicto, que pretenden todas, no obstante,
determinar la marcha del arroyo. ¿Qué sería de un pobre árbol, a cuántas enfermedades
monstruosas no se vería condenado, si, lozano y lleno de vida, fuera repartido entre varios
propietarios, si numerosos dueños pudieran ejercer el derecho de uso y abuso, uno sobre sus
raíces, otro sobre su tronco, sus ramas, sus hojas y sus flores? El arroyo, en conjunto, puede
ser comparado con un organismo vivo como el de un árbol. También él, desde su nacimiento
hasta su desembocadura, forma un todo armónico con sus manantiales, sus sinuosidades y las
oscilaciones regulares de sus aguas, y es una desgracia pública el que la serie natural de sus
fenómenos sea alterada por la explotación caprichosa de propietarios ignaros. Gracias a la
ciencia y a los esfuerzos particulares, podemos desde hoy vislumbrar la época en que el arroyo
será útil al interés común de los pueblos. Como riqueza perteneciente a todos, el trabajo
asociado lo transformará en una verdadera arteria de vida para la producción agrícola.

Los numerosos trabajos de canalización, presas y azudes ejecutados para el riego de los
campos en muchas partes a orillas de los ríos, nos permiten imaginar cuál será el régimen de
nuestro arroyo en un porvenir más o menos lejano: con la previsión que nos da la ciencia, lo
vemos ya desde hoy. Como en los tiempos antiguos, antes de la explotación del bosque, pinos
y hayas entremezclados, volverán a crecer en las faldas de la montaña, de donde bajan las
primeras aguas; las raíces que brotan, el musgo que las cubre, las hierbas que la rodean y que
la cabra no vendrá a arrasar, contendrán en su caída las gotas de lluvia y los hilillos de nieve
fundida. En vez de convertirse en corrientes de una hora, el agua se filtrará en el interior del
suelo durante las lluvias, y descendiendo lentamente por los poros, reaparecerá en el lecho
inferior del arroyo durante las épocas de sequía. El caudal medio de la corriente será más igual,
y no pasará súbitamente de la sequía a la inundación. En los abruptos declives no se
ahondarán repentinamente profundos barrancos, y las praderas del valle no desaparecerán bajo
los amontonamientos de piedras y troncos arrastrados desde las laderas. Acequias abiertas en
líneas paralelas sobre las redondeces, alternativamente salientes y entrantes de las curvas y
promontorios, llevarán la vida y harán germinar las flores hasta en las áridas pendientes.

Puede suceder que la acción reguladora de los bosques y el empleo de las aguas del torrente
en el riego de las altas huertas, no fuera suficiente para prevenir las repentinas crecidas por
lluvias torrenciales; pero hay otros recursos para evitar este peligro. El valle no es igualmente
ancho en toda su longitud. En ciertos parajes, su fondo nivelado se extiende en forma de círculo
o de óvalo, donde antes hubo un antiguo lago, llenado gradualmente por sucesivas capas de
aluvión; en otras partes, las alturas rocosas que se levantan a derecha e izquierda del arroyo,
se aproximan unas a otras, y sólo están separadas por una estrecha fisura, por la cual se
58
“El arroyo” de Elíseo Reclús

desliza el agua rugiendo. En este punto se encontraba antes el dique que contenía las olas del
lago. Durante las grandes lluvias, esta muralla retenía las aguas crecientes, las obligaba a
extenderse hacia arriba hasta los estribos de las colinas, y, lentamente, salvando la valla
inferior, descendían por la llanura, saltando de cascada en cascada. La naturaleza, con su
incesante trabajo, ha concluido por derribar esta presa; los troncos, arrastrados como palos de
buque por la corriente, han conmovido las rocas; el agua se ha infiltrado por las hendiduras, y
más o menos pronto, el lago ha podido vaciarse, abriéndose paso por la brecha practicada
entre las dos colinas. Pues bien; este lago puede crearlo el hombre nuevamente y determinar a
su gusto la altura, la extensión y el contenido; puede levantar el dique calculando con precisión
su fuerza para resistir la presión de las aguas en las grandes crecidas.

Posesor de este lago artificial y de ese parapeto con sus esclusas movibles, el agricultor se
convierte en director de las lluvias y sequías; impide a las aguas impetuosas correr en torrentes
devastadores sobre los campos cultivados, prohíbe al arroyo bajar en demasía su nivel durante
la época de sequía, y le obliga a alimentar constantemente los canales de riego, llevando a los
campos la frescura y la vida. El aluvión depositado en el fondo del lago, le servirá además para
renovar el vigor de sus cultivos, y si quiere, encargará al arroyo el transporte de todos esos
abonos al suelo que debe ser fecundado. Esperamos también, puesto que soñamos en el
porvenir y hacia él se dirigen nuestras miradas, que los ingenieros encargados de la
regularización del arroyo, sabrán hacer del gran depósito líquido de alimentación, no una charca
vulgar con sus playas malsanas y aguas corrompidas, sino un lago puro y encantador,
sembrado por grandes árboles y bordado de plantas acuáticas, para que el artista, lo mismo
que el labrador, experimente un gran placer al contemplar las aguas cristalinas bajadas de la
montaña.

El verdadero peligro para el porvenir, es el que el agua, considerada con justicia por los
campesinos como el más preciado de sus tesoros, sea utilizada hasta la última gota por los
primeros en disfrutarla. En vez de amenazar los campos con sus crecidas, el arroyo, sangrado
por innumerables arterias, puede quedarse seco, dejando en la pobreza a los ribereños de su
curso interior. Tal es la desgracia que ocurre ya en algunas regiones del Mediodía, en la
Provenza, en España, en Italia, en la India. A su salida de los montes, el susurrante arroyo
parece que vaya a salvar de un sólo salto la distancia que le separa del mar; su espuma choca
contra las piedras, corre precipitadamente por las pendientes y llena las depresiones profundas
de un azul insondable. Como joven que entra en la vida sin desconfianzas, el arroyo encuentra
delante el espacio inmenso y quiere aprovecharlo; pero, a derecha e izquierda, pérfidas presas
y pequeñas esclusas, restan a su caudal porciones de agua que van a ramificarse a lo lejos por
los jardines y las huertas. Empobrecido de azud en azud, el arroyo se convierte en pequeño
torrente, sus aguas sin impulso se arrastran serpenteando por entre las piedras y luego
desaparece bajo la arena, en la que el campesino practica hoyos para recoger las últimas gotas
del precioso líquido. Al llegar a los primeros campos de la llanura, el alegre arroyo de los
montes ha desaparecido por completo.

Sin embargo, desapareciendo de su cauce el agua corriente y dividida en pequeñas arterias sin
nombre, no cesa un instante de trabajar. Reducida a hilitos bastante pequeños para ser bebidos
a su paso por las raicillas de las plantas, entra más fácilmente en el torrente de la circulación
vegetal para cambiarse en savia, luego en madera, en hojas y en flores, y esparcirse de nuevo
por la atmósfera mezclándose con los perfumes de las corolas. En el llano, transformado en
inmenso cultivo, no se ve agua en parte alguna y, no obstante, ella es quien da a la tierra la
frescura y fecundidad; la que puebla los jardines de flores, arbustos y follaje; la que multiplica
las ramas dando así a las umbrosas avenidas el profundo misterio que nos encanta. Bajo otra
forma, es también el agua la que nos rodea y nos hechiza. A veces oímos a nuestros pies un
murmullo argentino como ruido de perlas rodando por el suelo; es la voz del agua que corre por
un canal subterráneo, y cuyos fugitivos reflejos nos aparecen vagamente a través de los
intersticios de las losas. Cerca de una casita, oculta bajo la verdura, un pequeño chorro de agua
59
“El arroyo” de Elíseo Reclús

se lanza al vacío descubriendo una curva que el viento ondula, y las gotitas de niebla irisada
caen a lo lejos sobre las flores como rocío de diamantes.

CAPÍTULO XVI

EL MOLINO Y LA FÁBRICA

El valiente arroyo no se limita sólo a fertilizar nuestras tierras; sabe también trabajar de otro
modo cuando no se le emplea completamente en el riego de los campos. Es un gran factor en
nuestras empresas industriales. Mientras su aluvión y sus aguas se transforman cada año en
trigo por la maravillosa química del suelo, su corriente sirve para convertir el grano en harina, lo
mismo que podría amasar esta misma harina para convertirla en pan si quisiéramos confiarle
este trabajo. Si su masa líquida es suficiente, el arroyo sustituye con su fuerza la de los brazos
humanos para realizar todo lo que en otros tiempos hacían los esclavos o las mujeres siervas
de su brutal marido: monda el trigo, muele los minerales, tritura la cal convirtiéndola en mortero,
prepara el cáñamo y teje telas. Por eso el humilde molino, aun cuando su base esté carcomida
y sus paredes pobladas de plantas parásitas, me inspira veneración; gracias a él, millones de
seres humanos no están ya tratados como bestias de carga; han podido erguir la cabeza y
ganar en dignidad al mismo tiempo que en felicidad.

¡Qué recuerdo más encantador conservamos del pequeño molino de nuestra aldea! Estaba
medio oculto, y tal vez lo esté todavía, en un nido de grandes árboles, álamos, chopos, nogales
y sauces; a lo lejos se oía su tic-tac, pero sin ver la casa, oculta por la vegetación. Sólo en
invierno, las paredes sucias y agrietadas se veían por entre las ramas desprovistas de hoja;
pero en cualquiera otra época del año, para ver el molino, había que penetrar en la plazoleta
que se extendía ante su puerta, espantar el grupo de ocas y despertar de su cuchitril al perro
guardián, siempre gruñendo. No obstante, protegidos por el niño de la casa, compañero nuestro
de colegio y de juego, nos atrevíamos a llegar cerca del leal Cerbero y hasta aproximar nuestra
mano a su terrible boca, acariciándole dulcemente la cabeza. El monstruo se dignaba al fin
reconocernos y meneaba su rabo con benevolencia en señal de hospitalidad.

Nuestro sitio predilecto era una pequeña isla en la cual podíamos entrar, bien pasando por el
molino, construido transversalmente sobre el arroyo, o resbalándonos a lo largo de una
estrecha cornisa construida en forma de acera en el exterior de la casa; allí estaban las palas y
adonde el molinero iba a regularizar la marcha del agua. Nuestro camino preferido era este. En
unos cuantos saltos llegábamos a nuestro islote, instalándonos bajo la sombra de un gigantesco
nogal can su corteza lisa por los frecuentes escalos. Desde allí, los árboles, el arroyo, las
cascadas y las viejas paredes, se presentaban a nuestra vista en su aspecto más encantador.
Cerca de nosotros, en el gran brazo del arroyo, un dique formado por fuertes maderos contenía
la corriente; una cascada caía por encima del obstáculo y la espuma iba a chocar contra las
pilas de un puente con sus grietas pobladas de verdura. Al otro lado, el viejo molino llenaba
todo el espacio desde los árboles de la orilla hasta los del islote. Del fondo de una sombría
arcada, practicada bajo las murallas, el agua agitada salía como arrojada por un monstruo, y en
la negra profundidad del antro abierto distinguíamos vagamente pilotajes musgosos, ruedas
medio dislocadas que daban vueltas torpemente como ala rota de gigantesco pájaro, y palas
que se sumergían en el torbellino produciendo cada una su pequeña cascadita. Alrededor de la
arcada, espesa hiedra tapizaba las paredes y, trepando hasta el tejado, enlazaba las vigas con
su cordaje nudoso y se estremecía alegremente por encima de las tejas.
60
“El arroyo” de Elíseo Reclús

En el interior de la casa ¡cuán extraño nos parecía todo, desde el asno filósofo doblándose bajo
el peso de los sacos que descargaban cerca de las muelas, hasta el molinero mismo con su
larga blusa siempre blanca por la harina! En toda la casa ni un sólo objeto dejaba de agitarse
convulsivamente o vibrar por la trepidación de la invisible cascada que rugía bajo nuestros pies.
Las paredes, los tabiques, el techo, todo temblaba incesantemente por las sacudidas de la
fuerza oculta. En un rincón del molino, el árbol motor rodaba y rodaba como el genio del
caserón; ruedas dentadas, correas tendidas de uno a otro extremo del local, transmitían el
movimiento a las rechinantes muelas, a la tolva oscilante, con ruido seco, a una porción de
artefactos de madera o metal, que cantaban, crujían o gritaban en hermoso concierto. La
harina, que salía como humo de los granos molidos, flotaba en el aire de la casa, blanqueando
todos los objetos con su fino polvillo; las telarañas colgadas en las vigas del techo estaban rotas
por el peso que las cargaba y se balanceaban como blancos cordajes; las huellas de nuestros
pasos se marcaban en negro sobre el piso.

En el inmenso estruendo que producían todos aquellos engranajes, muelas, aparatos, y hasta
las paredes mismas, apenas se podía oír mi propia voz por más que ni siquiera osaba hablar,
preguntándome si el habitante de este extraño caserón no sería brujo o hechicero. Su hijo, mi
compañero de colegio, me parecía menos temible, y en ciertas ocasiones no tenía miedo de ir
con él a todas partes; sin embargo, no podía remediar el error de ver en mi simpático amiguito
un sér misterioso, con cierto dominio sobre las fuerzas de la naturaleza. Conocía todos los
secretos del fondo del agua; nos decía el nombre de hierbas y peces; podía distinguir en la
arena o el cieno movimientos imperceptibles a nuestras miradas y revelarnos dramas íntimos
sólo por él visibles. Sus compañeros le creíamos anfibio, no defendiéndose apenas de nuestras
acusaciones.

Se había paseado por el cauce del arroyo hasta en los sitios más profundos y medía con
exactitud extraña los remolinos que nuestras perchas no alcanzaban a sondear. Conocía
también la fuerza de la corriente en todos los puntos contra la cual había luchado nadando o
con los remos; más de una vez había estado próximo a ser arrastrado por las ruedas y triturado
entre los engranajes; pero familiarizado con el peligro, lo desafiaba resueltamente, contando
con su fuerza y con una cuerda que le arrojarían en último caso. Uno de sus hermanos, menos
afortunado, halló la muerte en una concavidad de la roca, a donde le arrastró un remolino.
Nosotros mirábamos asustados el paraje siniestro al que el padre, lleno de un horror sagrado,
había hecho arrojar piedra y tierra.

El misterio que para nosotros rodeaba al viejo molino, no envolvía a la gigantesca fábrica,
situada bastante más abajo, en la llanura, donde el arroyo ha recibido ya a todos sus afluentes.
La fábrica, desde luego, es una enorme construcción que, lejos de estar rodeada de árboles, se
levanta en medio de un espacio desnudo casi a la altura de las colinas cercanas. Al lado del
edificio, una chimenea parecida a un obelisco, se eleva a más de diez metros sobre el edificio y
parece aún prolongarse hacia el cielo por las negras columnas de humo que de ella salen.

Durante el día, sus paredes enjalbegadas la destacan en blanco del fondo verde de la huerta
que le rodea; por las tardes, en cuanto el sol se pone, centenares de cristales se alumbran en
su fachada; ya de noche, las luces del interior irradian su luz por las ventanas, y, como la de un
faro, brillan a diez leguas de distancia.

Tanto en el interior como en el exterior, la fábrica no presenta más que ángulos rectos y líneas
geométricas. Sus grandes salas llenas de la luz que entra a raudales por las ventanas, tienen
no obstante algo de terrible en su aspecto. Pilares de hierro se levantan a distancias iguales,
sosteniendo el techo; máquinas, también de hierro, hacen dar vueltas a sus ruedas con
movimientos regulares, lo mismo que sus bielas y curvos brazos; dientes de acero cogen la
materia que se les echa para dividir, triturar, moler o amasarla de nuevo, y la convierten en
pasta, en hilos o en nube apenas perceptible, según lo exige la voluntad del dueño. De todos
61
“El arroyo” de Elíseo Reclús

esos monstruos de metal, el hombre ha hecho sus esclavos; los hace producir la labor para que
fueron creados y los detiene en su furioso triturar cuando ha concluido la tarea; sin embargo,
tiembla ante esa fuerza brutal que ha dominado. Que olvide el desgraciado obrero por un sólo
instante poner en armonía su propio trabajo con el de la formidable máquina, que bajo la
impresión de una idea, de un sentimiento, se detenga en sus movimientos rítmicos, y tal vez el
poderoso mecanismo lo descuartice lanzándolo contra la pared, convertido en masa sangrienta.
Las ruedas dan vueltas con movimiento uniforme, lo mismo si aplastan a un obrero que si
tuercen un hilo apenas visible. De lejos, cuando nos paseamos por las colinas, oímos el terrible
gemido de la máquina que hace vibrar a su alrededor la atmósfera y la tierra.

Esta fuerza disciplinada y, no obstante, temible, con sus engranajes y brazos de hierro, no es
otra cosa que la fuerza del arroyo transformada en energía mecánica. El agua, que en otro
tiempo no realizaba más trabajo que derribar sus márgenes para establecer otros y ahondar
unas partes de su lecho para elevar otras, es ahora el auxiliar directo del hombre para tejer
ropas y moler granos. Guiado por el ingeniero, el movimiento torpe del agua sigue la dirección
que se le traza, y se la ha distribuido por las más finas pinzas y delicadas brochas, igual que por
los más fuertes engranajes de la poderosa máquina. Su impulso indirecto rompe y tritura cuanto
ponen bajo el martillo-pilón y estira los metales pasados por el laminador; pero sabe también
elegir y juntar los hilos casi imperceptibles, amalgamar los colores, afelpar las telas y realizar a
la vez los más diversos trabajos, los que ni siquiera podía soñar un Hércules, y los que no
podrían realizar los hábiles dedos de un Aracneo.

Dando su fuerza a la máquina, el arroyo se ha convertido en un gigantesco esclavo,


reemplazando él solo a los millares de prisioneros de guerra y la servidumbre de mujeres que
llenaban los palacios de los reyes; toda la labor de estos tristes animales encadenados, sabe el
torrente hacerla mejor que jamás fue hecha, ¡y cuántas otras cosas haría además! Bien
utilizada, una catarata como la del Niágara animaría las máquinas suficientes para realizar todo
el trabajo de una nación.

Incalculables son las riquezas con que la fábrica ha enriquecido a la humanidad, y estas
aumentan cada año, gracias a la fuerza que se sabe sacar de los combustibles, y gracias
también al empleo más sabio y general que se da a las aguas corrientes que ruedan por el
inclinado cauce del arroyo. Y, sin embargo, esos productos tan numerosos que salen de las
fábricas para enriquecer a la humanidad entera, e iniciar de cambio en cambio a los más
lejanos pueblos en una civilización superior, no alcanzan a todos los hombres, dejando en la
más negra miseria a los que los producen. No lejos de la majestuosa fábrica, cuyos monstruos
de hierro han costado tanto; no lejos de esa magnífica residencia señorial, rodeada de
hermosos árboles exóticos, importados con grandes gastos del Himalaya, del Japón y de
California, pequeñitas casas de ladrillo, ennegrecido por la hulla, se alinean en medio de un
espacio lleno de amontonamientos antiestéticos y de charcas de agua fétida. En esas humildes
habitaciones, menos repugnantes, es cierto, que los tugurios de los siervos dominados por el
castillo del señor feudal, las familias se reúnen raramente alrededor de la misma mesa; unas
veces el padre, otras la madre o los hijos, llamados por la inexorable campana de la fábrica,
deben alejarse del hogar y sucederse al servicio de las máquinas, que trabajan sin tregua ni
descanso, lo mismo que la corriente del arroyo que las pone en movimiento. Con frecuencia, la
honrada casita se encuentra completamente vacía, a menos que en cualquier rincón no quede
algún niño de teta, reclamando inútilmente la presencia de su madre con llantos desesperados
o enternecedores suspiros. La pobre criatura, envuelta en húmedos pañales, crece raquítica a
causa de la falta de aire o de cuidados, y tarde o temprano será roída por el escrofulismo a
menos que una enfermedad cualquiera, tisis, sarampión o cólera no se la lleve en sus primeros
años.

Por esta razón no todo es alegría y felicidad en las orillas del encantador arroyo, donde la vida
parece ser tan agradable, donde parece natural que todos se amen y gocen de la existencia.
62
“El arroyo” de Elíseo Reclús

También allí la guerra social produce sus estragos; también allí los hombres aparecen envueltos
en ese torbellino de «la lucha por la existencia.» Lo mismo que en la gota de agua las mónadas
y los vibriones procuran arrancarse la presa unos a otros, igual sobre las márgenes cada planta
busca quitar a la vecina su parte de sombra y humedad. En el arroyo el sollo se arroja sobre la
espínola, y ésta a su vez sobre el gubio: todo animal es para otro un cebo, un plato ya servido.
Entre los hombres, la lucha no ofrece ese aspecto de tranquila ferocidad, pero nos miramos
unos a otros con rencor y odio, envidiosos del manjar que nuestro hermano se lleva a la boca,
al cual no todos tenemos derecho, según parece. Los espectros del hambre y la miseria se
levantan tras nosotros, y para evitar que nosotros y nuestras familias seamos presas de sus
terribles garras, corremos todos tras la fortuna, aunque la hayamos de conquistar, directa o
indirectamente, en detrimento de nuestros semejantes. Sin duda esto nos entristece a muchos,
pero movidos por el engranaje, igual que el martillo-pilón que se levanta y aplasta, aplastamos
también nosotros sin querer hacer daño.

¿Tendrá fin esta lucha feroz, por la existencia entre los hombres nacidos para amarnos?
¿Seremos siempre enemigos unos de otros? Los ricos ¿se abrogarán eternamente el derecho
de despreciar a los pobres, y éstos a su vez, condenados a la miseria, no cesarán de contestar
al desprecio con el odio y a la opresión con el furor? No; no será siempre así.

En su amor a la justicia, la humanidad, que cambia incesantemente, ha empezado ya su


evolución hacia un nuevo orden de cosas. Estudiando con calma la marcha de la historia,
vemos al ideal de cada siglo convertirse en la realidad del siglo siguiente, vemos el ensueño del
utopista adquirir forma precisa, para hacerse necesidad social en la voluntad de todos.

Con la imaginación podemos ya contemplar la fábrica y los campos que la circundan tal cual el
porvenir los habrá cambiado. El parque se ha ensanchado; actualmente comprende la llanura
entera; grandes columnatas se levantan sobre la verdura, chorros de agua caen por encima de
los macizos de flores, y alegres niños corren por sus avenidas. La fábrica está allí todavía;
ahora más que nunca se ha convertido en un gran laboratorio de riquezas, pero estos tesoros
no se dividen ya en dos partes, de las cuales una pertenece a uno solo, siendo la otra, la de los
obreros, una miserable limosna; definitivamente pertenece a todos los trabajadores asociados.
Gracias a la ciencia que les hace utilizar mejor el poder de la corriente y otras fuerzas de la
naturaleza, los obreros no son los esclavos desgraciados de la máquina de hierro; después del
trabajo del día, gozan del reposo y de la fiesta, las alegrías de la familia, las lecciones del
anfiteatro, las emociones de la escena. Son iguales y libres, son dueños de sí mismos y se
miran frente a frente con la cabeza erguida, porque ninguno lleva en su cara impreso el estigma
de la esclavitud. Tal es el cuadro que podemos contemplar anticipadamente parándonos por la
tarde cerca del arroyo querido, cuando el sol poniente se rodea de un círculo de oro con las
volutas de vapor que se escapan de la fábrica. Esto no es aún más que un espejismo, pero si la
justicia no es una palabra vana, este espejismo nos refleja ya la ciudad lejana, medio oculta
detrás del horizonte.

CAPÍTULO XVII

LA NAVEGACIÓN Y LA ARMADÍA

Al través de los siglos, los progresos materiales de la humanidad pueden medirse por los
distintos servicios que el arroyo ha prestado.
63
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Actualmente, el impulso de su corriente se transforma en fuerza viva para moler el trigo, tejer
telas y producir un sinnúmero de transformaciones en la primera materia. Sus aguas y aluviones
se cambian en savia y tejidos vegetales en los prados y alamedas; en la agricultura y la
industria es nuestro gran auxiliar.

En otro tiempo no sucedía así. El bosque sin límites cubría los montes y llanuras; las sendas
que serpenteaban entre los árboles eran muy raras y mal trazadas, obstruidas por hierbas y
maleza; por eso, los salvajes utilizaban la superficie del arroyo para ascender o descender por
su cauce sobre el tronco de árbol vaciado que les servía de embarcación.

En nuestros días, gracias a las carreteras, caminos y sendas que atraviesan nuestras campiñas
en todas direcciones, la navegación seria sobre el arroyo es cosa casi desconocida; sólo se
boga ya por el placer de remar y sentirse balanceado muellemente por las rizadas ondas. Para
el hombre es este uno de los más agradables recreos físicos que pueda proporcionarse. No nos
es posible tener un ensueño de felicidad, sin imaginarnos inmediatamente que flotamos con
seres queridos en una barca que surca las aguas impelida por remos que se sumergen
acompasadamente.

Hasta cuando estamos solos, es una voluptuosidad real poder animar con los brazos uno de
esos barquitos afilados que cortan el agua con agilidad de pez. Se cambia de punto a capricho;
tan pronto nos acercamos a una cascada, como descansamos en un charco tranquilo; aquí nos
rozamos con el césped de la orilla, allá con el tronco de un sauce; se pasa de la obscura
avenida, negra de sombra, a la superficie salpicada de luces que cae como lluvia a través del
follaje. Y además, ¿no se forma un mismo cuerpo con la barquilla, especie de extraño animal a
la vez hombre y delfín? Con sus largos remos, parecidos a poderosas aletas, se producen
remolinos en cada lado de la barca y se hace caer como lluvia de perlas las gotas sobre la
superficie del agua; a voluntad se abre el líquido en surcos espumosos, y detrás se deja una
larga estela donde vibra la luz serpenteando.

Desgraciadamente, sobre el arroyo las embarcaciones no se ven con frecuencia. Apenas si


barquichuelos de uno o dos remos se reflejan en los remansos donde las aguas se acumulan
antes de caer sobre las ruedas de la fábrica y poner en movimiento muelas y engranajes. A
veces suele verse algún viejo barquillo atado con una cadenita a una rama cualquiera, o a una
estaca clavada en la orilla; casi siempre está medio sumergido en el agua; indudablemente en
otro tiempo sirvió a algún pescador, pero ahora sus tablas están desunidas, el agua penetra por
todas partes y los únicos navegantes que se aventuran a utilizarla son los malos estudiantes en
los días que hacen -novillos-; poniendo cada uno de los pies sobre una de las bordas, adelantan
con precaución para mantener el equilibrio; luego, apoyándose en el bichero, empujan la casi
deshecha embarcación al medio de la corriente, y, de un salto vigoroso, alcanzan la opuesta
orilla; a veces se quedan cortos y caen sobre el barro, pero la travesía, bien o mal, se ha
realizado y se marchan alegres a continuar sus proezas por el monte. A todo esto se reduce
para los niños la navegación por el arroyo. No obstante, cuando llega la primavera, se
entretienen construyendo pequeños navíos vaciando un pedazo de corcho donde plantan un
palito cualquiera o a veces el portaplumas, adornado en su extremidad con una bandera roja o
azul; luego, con gritos de alegría, lo arrojan al agua, dándole por toda tripulación algún insecto,
esclavo de los terribles calafates.

Perfectamente inútil para el transporte de viajeros, el arroyo es casi innecesario para la


navegación. Los bosques de la llanura han desaparecido, reemplazados por los prados, los
campos y los pueblos y para los árboles cortados sobre las colinas, los caminos han facilitado
medios de transportes menos caprichosos que la corriente del arroyo.

Para imaginarnos el aspecto de nuestra corriente de agua y los servicios para que la utilizaron
nuestros antepasados en los tiempos de la barbarie primitiva, nos es preciso atravesar el
64
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Océano y desembarcar cerca de las costas del mar de las Antillas, en uno de esos bosques de
Honduras, del Yucatán y el Mosquitos, donde los caribes y los zambos cortan la acacia, el cedro
y el campeche. El arroyo no es más que una larga calle abierta en el espesor del bosque; la
superficie líquida, sombreada por las bóvedas de árboles, está unida como un cristal; solo los
oblicuos rayos de luz que en algunos puntos agujerean la espesa enramada, hacen brillar como
pepitas de oro los más pequeños insectos y hasta el polen de las plantas; las lianas que se
mojan en el agua la rayan con pequeñitos surcos negros donde vacila un instante la imagen de
las ramas. Repentinamente, en una vuelta aparecen algunos hombres sentados en un tronco
vaciado y seguidos de un gran haz de troncos, medio sumergidos en el agua: es la armadía de
acacia que resbala silenciosa por la superficie del arroyo. La tripulación no tiene que hacer más
que dejar a la deriva el montón que le sigue, acompañando con su cantinela la cadencia de los
remos. Si algún obstáculo se presenta, si los troncos se detienen sobre un banco de arena o
una roca oculta, los atletas caribes, de músculos poderosos y ancho tórax de bronce, ponen
bien pronto a flote el convoy entero, y cuando llegan a la playa donde los esperan grandes
navíos, un fuerte movimiento con el palo que les sirve de remo basta para abordar.

¡Cuan hermosos resultan, esos hombres de la naturaleza, cuando a la desembocadura de los


ríos, y más heroicos aun en plena mar, se aventuran en su débil esquife sobre las grandes olas,
donde tan pronto parecen sepultados bajo las aguas como reaparecen rodeados de espuma! ¡Y
cuán abnegados y honrados son estos buenos bárbaros, y qué profunda y grata impresión
dejan en el cansado viajero que ha recibido una sola vez hospitalidad en su cabaña! La historia
de su raza es la de las grandes degollaciones de su país; en sus antepasados, tal vez no haya
uno durante tres siglos después de la conquista de las Antillas, que no haya sido brutalmente
degollado por algún -civilizador-; sin embargo, no conservan ningún rencor, y su honrada
bondad se armoniza con su límpido cielo, sus tierras tan fecundas, y sus arroyos con
inmarcesibles y encantadoras riberas.

El trabajo de nuestros madereros de Europa es mucho más penoso. La tala gradual de los
bosques de la llanura les ha obligado a continuar su industria en los accidentados desfiladeros
de las sierras. En vez de dejarse mecer dulcemente por el curso tranquilo de una corriente
sinuosa, es preciso disciplinar el salvaje torrente, refrenar ese monstruo furioso deteniéndolo
unas veces y activando su corriente otras.

El peligro les amenaza a cada instante, y si muchas veces salvan su vida, no es más que por la
fuerza, la agilidad y un continuo heroísmo.

El paraje mismo donde trabajan, tiene en sí algo de terrible; no durante el verano, cuyo ardiente
sol dora las hojas de los árboles y hace sonreír hasta el horror de los precipicios, pero en el
otoño, cuando las nubes pasan corriendo por encima de los sombríos barrancos y dejan en las
cimas de los montes sus jirones como gigantescos lienzos rotos, y el viento, ya helado, penetra
con estruendo en los estrechos valles, produciendo un prolongado ruido de trueno que
repercute a lo lejos.

Luego, la nieve se extiende sobre las alturas, y, con frecuencia, la niebla que sube por la
pendiente del monte, deja tras sí un triple fenómeno de tristeza; en lo más alto ha teñido de
blanco el obscuro bosque; más abajo, un color gris de agua y de nieve, y en las gargantas de la
sierra lluvia fría y abundante. No obstante, en la glacial atmósfera los cortadores de madera
sudan a chorros porque manejan el hacha y cada golpe descargado sobre el tronco del árbol,
pone en movimiento todos sus músculos. En lucha con el enorme pino, que desde muchos
siglos vivía libremente en las faldas del monte, se sienten poco a poco poseídos de ese furor
que se apodera siempre de los hombres consagrados a destruir otras existencias. Como el
cazador persiguiendo su presa, como el soldado dedicado a matar a sus semejantes, el
cortador de árboles enloquece en su obra de destrucción porque siente tener ante sí a un sér
vivo. El tronco gime por la mordedura del acero, y su lamento se repite de árbol en árbol por
65
“El arroyo” de Elíseo Reclús

todo el bosque, como si participaran de su dolor y comprendieran que el hacha se volverá


contra ellos también.

Por fin, el pino cae pesadamente sobre el suelo, rompiendo en su caída las ramas de los
árboles vecinos. Los leñadores rodean al coloso caído; cortan las ramas y las extremidades
flexibles, y luego, cuando está limpio el tronco, lo arrastran por las vertientes que rayan los
flancos del monte y por las cuales corren las piedras desprendidas y las nieves fundidas en la
altura. Cientos y a veces miles de palos se aproximan sucesivamente cerca del precipicio con
objeto de que un simple empujón baste para lanzarlos rodando por la pendiente.

Cuando todos los preparativos están terminados empieza el arrastre: los troncos se ponen en
movimiento por el plano inclinado; al principio lentos y luego, con velocidad creciente, terminan
su carrera en rapidez vertiginosa, y, embadurnados de barro y despojados de su corteza,
arrastran en la caída tempestades de piedra para ir a parar al lago de agua que se ha formado
por un azud, al pie mismo de la pendiente.

Generalmente, los árboles caen así, sin detenerse, pero a veces la extremidad saliente de una
roca o una punta de palo clavado en el suelo, contiene la avalancha en su descenso; entonces
es preciso que un hombre baje y, con exposición de su vida, pone en movimiento nuevamente
los troncos detenidos.

Por fin, todos los maderos, más o menos enteros, se reúnen en el lago artificial; amontonados
unos sobre otros, se mueven débilmente por la presión del agua. Como animales cansados que
el pastor acaba de encerrar en el parque, descansan los troncos, esperando el momento de
ponerse en marcha. Nada más extraño durante la noche que ver el espectáculo de esos
grandes monstruos tendidos y reflejando luz por los rayos de la luna.

Una mañana, todos los maderos bajados del monte, se han agrupado sobre la piedra del
desfiladero, al lado de la barricada que contiene las aguas del lago, y sobre la cual cae el agua
sobrante en débil cascada.

Los troncos de pino, los pies derechos y contrafuertes que sostienen sólidamente el dique, se
retiran con cuidado; luego, a una señal, la traviesa que servía de cerrojo a la enorme puerta, es
precipitada al fondo, la compuerta se levanta y la masa impetuosa del agua corre con furor
hacia la salida que le acaban de abrir. Levantada del centro para salir por el orificio en columna
poderosa, se precipita en cataratas para convertir en río tumultuoso el tranquilo arroyo que
corría sin ruido por las profundidades del desfiladero. Pero el nuevo río no corre solo; arrastra
con él toda la madera amontonada en el depósito lacustre.

Los troncos se dirigen hacia la salida como enormes reptiles; se chocan, ruedan y saltan; luego,
inclinándose por la cascada, se juntan y dan vueltas, enseñando a través de la espuma las rojas
manchas del hacha, y desaparecen un instante en el abismo para surgir más lejos en el hervor
del agua, y resbalarse oscilando sobre la corriente rápida. Así se suceden en una serie de
inmersiones los troncos que no ha mucho se balanceaban en el bosque, produciendo
murmullos que eran la voz del monte. Todos los ruidos aislados se pierden en el estruendo de
ese lago y esa selva que desaparecen juntos por el sonoro valle.

Lanzados por la fuerza de proyección del gran depósito, los troncos corren precipitadamente
unos tras otros, y detrás de ellos, por el pedregoso camino que baja serpenteando por la ladera,
corren los leñadores. Marinos a su modo, tienen que dirigir la navegación de la flotilla de
madera. Al principio les basta con seguir a lo largo del torrente, pero muy pronto es necesario
que intervengan directamente, y entonces los intrépidos compañeros necesitan todo el vigor de
sus agudos ganchos, toda la agilidad de sus brazos, toda la habilidad de su mirada y toda la
energía de su voluntad. Si un palo se detiene dando vueltas en un remolino, un leñador lo ha de
66
“El arroyo” de Elíseo Reclús

sacar de la atracción del torbellino; armado de su bichero salta de saliente en saliente hasta
llegar al margen del agua con grave peligro de caer en el círculo líquido; se deja entonces caer
hasta cerca del agua, casi suspendido de una fuerte raíz, y con su gancho, empuja al tronco
hacia el hilo de la corriente haciéndole salir del círculo fatal. Más lejos, otro tronco ha sido
cogido entre el promontorio y una anfractuosidad de la piedra, y, aunque vibrando por la presión
del agua, no puede continuar su camino.

El leñador tiene que penetrar en el arroyo con agua hasta la cintura y coger por una extremidad
la viga para lanzarla al medio del arroyo. En otra parte, un tronco se ha atravesado en el cauce,
deteniendo como un dique todas las maderas que bajan. Se forma una presa, presa irregular y
graciosa que aumenta sin cesar con todos los troncos que arrastra la corriente. Allí es donde los
conductores del convoy tienen que desafiar la muerte cara a cara. Las aguas, detenidas por la
barrera, aumentando su nivel y salvando los obstáculos, se desbordan en cascadas; el torrente,
fuera de su curso normal, se lanza en repentinos y gigantescos borbotones; los monstruos se
agitan convulsivamente haciendo temblar y gemir su madera. A este caos movible tiene que
atacar con denuedo el conductor de la armadía. Los valientes leñadores se han de lanzar sobre
ese andamiaje engañador que tiembla bajo sus pies; uno a uno tienen que arrancar todos los
troncos superiores y hacerlos rodar por encima del dique a la parte libre del arroyo, pero bien un
palo medio libre se levanta de improviso, o un pie resbala sobre la madera lisa y mojada, o un
salto de agua, un remolino repentinamente formado viene a chocar contra la madera donde él
flota, o un palo caído en la corriente salta hacia los leñadores, y algunos de ellos, lívidos y
sangrientos, flotarán también en compañía de los muertos pinos, por el río abajo; los que a
fuerza de energía, destreza y suerte, escapan de todos esos peligros, los que desde el bosque
a la serrería saben conducir la flotilla de pinos sin tener ninguna desgracia, tienen motivos para
creerse afortunados; pero que esperen semanas y meses porque el cortejo de las
enfermedades les sigue con paso incierto.

Algunas veces sucede que son vanos todos sus esfuerzos para conducir los pinos a la serrería
que los ha de cortar; el agua falta en el arroyo, y contra todo el ingenio y la fuerza de los
trabajadores, no pueden conseguir que floten las pesadas masas que se detienen en todas
partes, sobre los bancos de arena, sobre las piedras del fondo y sobre las puntas de las rocas.
Tienen que esperar la crecida que ponga en movimiento los troncos atascados; pero entonces,
éstos, arrastrados demasiado pronto y demasiado rápidos, suelen salvar las márgenes y se van
a lo lejos a correr mundo, a pesar de los obreros que los miran codiciosos al pasar. En las
desembocaduras de los ríos que bajan de los Apeninos al Mediterráneo, multitud de pinos,
sorprendidos de repente por la inundación, van a perderse en el mar y convertirse en islas
flotantes que los marinos extranjeros toman por escollos. Los barqueros que se lanzan en
busca de los troncos extraviados, van a pescarlos como cachalotes, y los conducen atados a la
popa de sus barcas.

Más o menos pronto, esta industria de armadía, actualmente relegada a los más lejanos e
inaccesibles montes, dejará de existir. Las carreteras y caminos de fácil tránsito, van subiendo
desde los valles hacia los mas inaccesibles promontorios, y llegarán a sitios los más elevados
de los montes; los caminos de hierro y todas las poderosas máquinas inventadas, vienen a
ponerse también al lado del leñador para facilitarle su tarea; los bosques combatidos por los
agricultores, se baten en retirada hacia las altas cimas, y allí donde se mantengan, donde
conquisten extensión, tomarán un aspecto nuevo, porque los árboles en vez de crecer en
libertad, se plantan en todas partes a distancias regulares y crecen bajo la vigilancia de
guardabosques que los cortan antes de la edad.

Nuestros descendientes no conocerán más que por tradición la flota de armadías, rudo empleo
de la navegación, que sin duda inspiró a los salvajes ascendientes de Cook y de Bougainville la
idea de aventurarse sobre las olas del océano. Disciplinadas en lo sucesivo las aguas del

67
“El arroyo” de Elíseo Reclús

arroyo, ni siquiera nos servirán para transportar a nuestras poblaciones astillas y leña para el
fuego.

CAPÍTULO XVIII

EL AGUA DE LA CIUDAD

En nuestros países de la Europa civilizada, donde el hombre interviene por todas partes para
modificar la naturaleza a su gusto, el arroyo cesa de ser libre y se convierte en cosa de los
habitantes de sus riberas. Lo utilizan, según les conviene, para regar las tierras o para moler el
trigo. Pero, frecuentemente, no saben utilizarlo con inteligencia y lo aprisionan entre murallas
mal construidas que la corriente derriba; conducen el agua hacia hondonadas donde se
estaciona en charcas pestilentes; las llenan de basura que debiera servir de abono a sus
campos y transforman el alegre arroyo en lugar inmundo.

A medida que se va acercando a la gran ciudad industrial, el arroyo se llena de impurezas. Las
aguas de las casas inmediatas se mezclan a su curso; viscosidades de todos los colores alteran
su transparencia, repugnantes haces llenan sus orillas cenagosas y cuando el sol las seca un
olor fétido se esparce por la atmósfera. Por fin, el arroyo, convertido en cloaca, entra en la
ciudad, donde su primer afluente es una repugnante alcantarilla, con su enorme boca ovalada,
cerrada con barrotes de hierro. Casi sin corriente, por la escasa inclinación del suelo, la masa
fangosa corre lentamente por entre dos líneas de casas con sus paredes cubiertas de algas
verdosas, su maderamen roído por la humedad y sus enlucidos cayéndose a pedazos. Por esas
casas, donde trabajan los peleteros, los curtidores y otros industriales, la corriente cenagosa es
aún una riqueza, y sin cesar los obreros aprovechan el agua nauseabunda. Sus márgenes han
perdido toda forma natural; ahora son murallas perpendiculares, en las que a trechos se ven
algunas gradas de escalera; sus orillas están cubiertas de resbaladizas losas; las curvas son
aquí repentinas vueltas; en vez de ramas y follaje, ropas extendidas sobre cuerdas, se
balancean por encima del foso, y tabiques u otras barreras, pasando de uno a otro lado, indican
los límites de propiedad.

Al fin la obscura masa penetra bajo una siniestra bóveda. El arroyo que yo he visto salir a la luz,
tan limpio y alegre en el manantial, no es ahora más que una alcantarilla, en la que toda una
ciudad arroja sus desechos.

En un intervalo de algunos kilómetros el contraste es grande. Allá arriba, en el libre monte, el


agua centellea al sol y transparente, a pesar de la profundidad, deja ver las blancas piedras, la
arena y las hierbas estremecidas de su lecho; murmura dulcemente entre las cañas; los peces
surcan la corriente, rápidos, como flechas de plata, y los pájaros hacen temblar la superficie al
choque de sus alas. En sus orillas surgen mazos de flores; árboles llenos de savia extienden
sus largos brazos, y el que se pasea a lo largo de su orilla puede tranquilamente descansar a su
sombra, contemplando el espléndido cuadro que se desarrolla entre dos sinuosidades.

¡Cuán diferente es el arroyo bajo las ciudades! El agua es igual en substancia, pero sólo para el
químico. En realidad, aparece cargada de tantas inmundicias, que hasta es viscosa. No se ve
luz bajo la sombría bóveda, sino de trecho en trecho, en que algún rayo de sol pasa por entre
barrotes de hierro, reflejándose sobre las viscosas paredes. La vida parece ausente de esas
tinieblas, pero existe, no obstante; repugnantes hongos, alimentados por la podredumbre,
68
“El arroyo” de Elíseo Reclús

crecen en los rincones; infinidad de ratas se ocultan en sus agujeros. Los únicos seres
humanos que se aventuran por tan tristes lugares son albañaleros, encargados de restablecer
la corriente separando los amontonamientos de barro.

Por fin, la infecta masa llega al río, desembocando en él pesadamente. Negra o violácea, se
prolonga a lo largo de la orilla, sin mezclarse con el agua relativamente pura de la corriente, y
determinando una línea sinuosa francamente trazada. Durante larga distancia se ve esta masa
corriendo por un flanco del río sin mezclarse con él; pero los remolinos, los reflujos de toda
especie causados por los accidentes del fondo y las sinuosidades de la orilla, consiguen al fin la
fusión de las aguas; la línea que las separaba se borra poco a poco, gruesos y transparentes
borbotones surgen del fondo a través de la masa cenagosa; las materias impuras, más pesadas
que el agua que las arrastra, se depositan en los márgenes. El arroyo se purifica cada vez más,
pero al mismo tiempo deja de ser el mismo, y se pierde en la poderosa corriente del río, que lo
lleva hacia el océano. Su pequeña masa, gota a gota y molécula a molécula, se ha confundido
con la gran masa: la historia del arroyo ha terminado, al menos en apariencia.

Pero la boca de la alcantarilla no ha vomitado en el río toda el agua que corría entre las
márgenes sombreadas más arriba de la ciudad y de sus fábricas. Mientras que una parte de la
corriente sigue su cauce natural, transformado en foso y luego en canal subterráneo por la
mano del hombre, otra parte del arroyo, arrancado de su curso normal, entra en un amplio
acueducto y se dirige hacia la ciudad, siguiendo el flanco de las colinas y pasando por enormes
sifones por debajo de los barrancos. El agua, protegida contra la evaporación por las paredes
de piedra o de metal, llena a su entrada en la ciudad un vasto depósito de mampostería,
especie de lago artificial donde el líquido se detiene y purifica. De allí es de donde sale para
distribuirse de barrio en barrio, de calle en calle, por las casas y por los pisos, por conductos y
ramificaciones infinitas y sobre la gran superficie habitada. El agua es indispensable en todas
partes; se necesita para limpiar las calles y las habitaciones; para beber todos los seres que
tienen vida, desde el hombre y los animales domésticos, hasta la modesta flor que crece en la
maceta de la ventana o en el césped que humedece el vapor emanado de las fuentes. Por esas
miríadas de bocas y de poros absorbiendo incesantemente venillas, gotas o simple humedad
derivada del arroyo, la ciudad se convierte en un inmenso organismo, en un monstruo
prodigioso absorbiendo torrentes de un solo sorbo para calmar su sed. Hay ciudades que no se
satisfacen con sólo un arroyo y se alimentan a la vez de varios, afluyendo de todos lados por
acueductos divergentes. Una sola ciudad, Londres, la capital más populosa del mundo,
consume cada día más de un millón de metros cúbicos de agua, los suficientes para llenar un
sitio donde pudieran flotar cómodamente cien navíos de gran porte.

Después de infinitas ramificaciones por las calles y casas, el agua de los acueductos, ya sucia
por el uso y mezclada a impurezas de toda clase, emprende nuevamente su camino para
alejarse de la ciudad donde engendraría la peste. Cada cañería vomita como boca inmunda las
aguas de uso doméstico y de las calles, y se convierte en un torrente nauseabundo; al llegar a
una curva se precipita en cascada por un tragadero. Este torrente impuro es el único que los
niños de la ciudad pueden estudiar y que contribuye, más de lo que parece, a hacernos amar a
la naturaleza. Recuerdo todavía lo que hacía de niño. Cuando la fuerte lluvia había limpiado las
piedras de la calle, llenándola casi de agua, otros amiguitos y yo construíamos vallas,
encerrábamos las aguas en un desfiladero, la hacíamos precipitar en corrientes y formábamos a
capricho islas y penínsulas. Llegados a hombres, los pequeños ingenieros que chapoteaban en
el agua con tanto júbilo, no pueden recordar sin alegría los juegos de su infancia; a pesar suyo
miran con cierta emoción el pequeño torrente cenagoso que corre junto a la acera. ¡Desde los
primeros años de nuestra niñez, en el espacio de una generación, cuántos y cuán diversos
residuos, arrastrados por la corriente viscosa, han seguido su camino hacia el mar! ¡Hasta la
sangre de los ciudadanos se ha mezclado con el barro!

69
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Todas las impuras corrientes de las calles se dirigen hacia un centro común que, con
frecuencia, suele ser el del antiguo arroyo, de modo que la ciudad se parece a esos pólipos
cuyo único orificio se abre alternativamente para la defecación y el alimento. Sin embargo, en la
mayor parte de las corrientes subterráneas de nuestras ciudades, se ha tenido el cuidado de
establecer cierta separación entre dos distintas direcciones del agua. Tubos de hierro o de obra
superpuestos, sirven de conductos a distintas corrientes cuya dirección suele ser inversa; unos
llevan el agua pura que va a ramificarse por las casas; otros el agua sucia que sale de ellas.
Como en el cuerpo animal, las arterias y las venas se acompañan; un círculo no interrumpido se
forma entra la corriente que lleva la vida y la que produciría la muerte.

Desgraciadamente, el organismo artificial de las ciudades, está lejos todavía de parecerse por
su perfección a los organismos naturales de los cuerpos vivos. La sangre venosa, expulsada del
corazón a los pulmones, se renueva al contacto del aire; se limpia de todos los productos
impuros de la combustión interior, y, recibiendo de fuera el alimento de su propia llama, puede
emprender de nuevo su viaje desde el corazón a las extremidades, llevando el calor de la vida
desde las mayores a las más pequeñas arterias. En nuestras ciudades, al contrario; cuerpo
informe donde se bosqueja la organización, el agua sucia continúa corriendo por las
alcantarillas y va a enturbiar los ríos, donde no se purifica sino lentamente, cuando la industria
humana no la recoge para alimentar la ciudad entrando en la circulación subterránea. Pero en
esta depuración que la ciencia del hombre comete la torpeza de no llevar a efecto, las fuerzas
de la naturaleza trabajan de concierto con los habitantes del agua. En las desembocaduras de
las grandes alcantarillas, donde no sumerge su ávido anzuelo el pescador de caña, multitud de
peces, amontonados en verdaderos bancos como los arenques del mar, se nutren con los
restos del festín arrastrados por el cenagoso torrente; el limo de las murallas, las márgenes y
las hierbas del fondo, detienen también y hacen entrar en sus propias substancias el cieno que
las baña; los residuos más pesados descienden y se mezclan con la grava del fondo, los
objetos flotantes son arrojados a la orilla o se detienen en los bancos de arena; poco a poco el
agua se clarifica; gracias a su fauna y a su flora hasta se desembaraza de las substancias
disueltas que la desnaturalizan, y si en su curso no fuera ensuciada de nuevo por otras
impurezas arrastradas de otras ciudades, concluiría por volver a su primitiva pureza antes de
llegar al océano.

En la ciudad futura, lo que aconseje la ciencia harán los hombres. Ya muchas ciudades, sobre
todo en la inteligente Inglaterra, ensayan crearse un sistema arterial y venoso, funcionando con
regularidad perfecta y uniéndose el uno al otro, de modo que se complete un pequeño circuito
de las aguas, análogo al que se produce en la naturaleza entre los montes y el mar por los
manantiales y las nubes. Al salir de la ciudad las aguas de las alcantarillas, aspiradas por
máquinas, como la sangre lo es por el jugo de los músculos, se dirigirán hacia un ancho
depósito cubierto, donde se recogerá el agua mezclada con inmundicias.

Allí otras máquinas se apoderarán de este líquido fangoso y lo lanzarán por caños hacia
diversos conductos que correrán bajo el suelo de los campos. Aberturas practicadas de trecho
en trecho sobre la cubierta de los acueductos, permitirán que salga a la superficie lo que no
pueda contener el canal, pero en cantidades calculadas anticipadamente y sobre todos los
campos empobrecidos que sea preciso regenerar por el abono.

Esta cenagosa corriente, que sería la muerte de la población si se estancase en ella o corriera
por los ríos, se convierte, por el contrario, en vida para las naciones, puesto que se transforma
en alimentos para el hombre. El suelo más estéril y hasta la arena pura, producen una
vegetación exuberante cuando se empapan de este líquido; por otra parte, el agua que servía
de vehículo a todas las materias del albañal, se encuentra así limpia por la operación química
de las hierbas y raíces; recogida subterráneamente en los conductos paralelos a las cañerías
de agua sucia, puede entrar en la ciudad para limpiarla y proveerla o bien dirigirse hacia el río
sin enturbiar la límpida corriente. En otros tiempos, debajo de la primera ciudad que bañaba, el
70
“El arroyo” de Elíseo Reclús

río no era otra cosa, hasta el océano, sino un gran canal de inmundicias; en nuestros días
recobra la belleza de los tiempos antiguos. Los edificios de las ciudades y los arcos de los
puentes, que durante siglos no se han reflejado más que sobre turbias ondas, empiezan ahora
a mirarse en un espejo transparente.

CAPÍTULO XIX

EL RÍO

El caudal entero del río no es otra cosa que el conjunto de todos los arroyos, visibles o
invisibles, sucesivamente absorbidos: es un arroyo aumentado miles de veces, y no obstante,
difiere singularmente por su aspecto del pequeño curso de agua que serpentea por los valles
laterales. Como el débil tributario que mezcla su humilde corriente a su poderoso raudal, puede
tener también sus saltos y sus corrientes, sus desfiladeros y sus gargantas, bancos de grava,
escollos e islas, playas y rocas; pero, con todo, es mucho menos variado que el arroyo, y los
contrastes que ofrece en su curso son menos sorprendentes. Como más grande, llama la
atención por el volumen de su cauce, por la fuerza de su corriente, pero su majestuoso aspecto
es casi siempre uniforme. El arroyo, mucho más pintoresco, aparece y desaparece
alternativamente: se le ve correr bajo la sombra, ensancharse como un lago y después caer en
cascada como manojo de rayos luminosos, para ocultarse de nuevo en una obscura caverna. Y
el arroyo no sólo es superior al río por lo incierto de su marcha y la belleza de sus orillas; lo es
también por el ímpetu de sus aguas: relativamente es más fuerte que el río Amazonas para
modificar sus orillas, variar sus sinuosidades, depositar bancos de arena y emerger islas. La
naturaleza revela su fuerza por sus agentes mas débiles. Vista con el microscopio, la gota que
se ha formado bajo la roca, realiza una obra geológica relativamente más grande que la del
océano infinito.

El hombre, por su parte, ha sabido hasta el presente utilizar mucho mejor las aguas del arroyo
que las de los grandes ríos. De estos, apenas la milésima parte de su fuerza es empleada por la
industria; sus aguas, en vez de ramificarse por los campos en canales fecundos, son, al
contrario, encajonadas en diques laterales y detenidas inútilmente en su cauce. El arroyo
pertenece ya en la historia de la humanidad al período industrial, que es el más avanzado; el río
no representa sino una época remotísima de las sociedades, aquella en la que las corrientes de
agua no servían más que para hacer flotar algunas embarcaciones. Y aun esta utilidad
disminuye en nuestros días, a causa de las carreteras y los caminos de hierro que facilitan el
transporte a los pueblos de las riberas. Antes que el agricultor y el industrial consigan con
entera seguridad hacer trabajos para aprovechar las aguas del río, es preciso que cesen de
temer sus desbordamientos, y sean dueños de distribuirlas según sus necesidades. Y hasta que
la ciencia les suministre los medios de someter al río, resultarán impotentes para dominarlo,
mientras vivan aislados en sus trabajos, sin asociarse para regularizar en concierto la fuerza,
aun brutal, de la masa de agua que corre casi inútilmente por delante de ellos. Como nuestros
antepasados, continuamos todavía mirando al río con una especie de terror religioso, puesto
que aun no lo hemos dominado. No es, como el arroyo, una graciosa náyade con su cabellera
coronada de juncos; es un hijo de Neptuno que, en su formidable mano, blande el tridente.

Para contemplar en toda su majestad una de esas poderosas masas de agua, y comprender
que se tiene ante la vista una de las fuerzas en movimiento de la tierra, no es necesario hacer
un largo viaje, atravesar el Viejo Mundo, o ir a visitar, cerca de su desembocadura el
71
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Brahmaputrah y el Yat-tse-kiang, los dos, hijos del mismo dios; no es necesario tampoco salvar
el Atlántico y viajar por el Misisipi, el Orinoco o el Amazonas, anchos como mares y sembrados
de archipiélagos. Nos basta, en los límites del país que habitamos, con seguir el margen de uno
de esos cursos de agua que contienen su marcha y se extienden ampliamente al aproximarse a
un estuario donde su masa tranquila va a mezclarse con las olas del océano. ¡Visítese el bajo
Somme o el Sena cerca de Tancarville, el Loira entre Paimbouef y Saint Nazaire, el Garona y el
Dordoña en el punto donde se reúnen para formar el mar de Gironda! ¡Contémplese sobre todo
la punta septentrional de la Camarga donde el Ródano se divide en dos brazos!

El río es inmenso y tranquilo. Su enorme caudal, que ocupa un lecho de más de un kilómetro de
ancho, se distingue en seguida entre las dos corrientes: apenas algún remolino de espuma
rueda al abrigo de una roca que prolonga la punta de la isla en forma de espuela. Por la
izquierda, el brazo menos caudaloso, que llaman el pequeño Ródano, es, no obstante, una
poderosa corriente bastante más fuerte que la del Garona, el Loira y el Sena; por la derecha, el
gran Ródano, se oculta a la vista por una ribera poblada de sauces que cubren la mitad del
vaporoso espacio. En el inmenso círculo del horizonte no se ve más que agua o tierras
arrastradas por el río y depositadas en capas por partículas sucesivas; sólo al Este se
distinguen algunas cimas rocosas de los montes Alpinos, azules como el cielo, y hacia el Norte
aparecen vagamente las cimas cónicas de Beaucaire, al pie de las cuales empieza el antiguo
golfo marino que los arrastres del río han llenado poco a poco. Islas, penínsulas, riberas, todo
está compuesto de una arena obscura que el Ródano y sus afluentes han mezclado, después
de haber recibido de los torrentes superiores los detritos de los Alpes, del Jura y de los
Cevenas. La gran isla de Camarga, cuyos bordes se ven a lo lejos entre los dos Ródanos, y que
tiene lo menos ochocientos kilómetros de superficie, es en sí, un presente del río que en otros
tiempos formaba parte de los montes de Suiza y de Saboya. Tal es el trabajo geológico de la
corriente, trabajo colosal que se continúa sin cesar. No obstante, el silencio más profundo
impera a su alrededor. Sentado a la sombra de un sauce, se intentaría en vano percibir el
murmullo de la villa de Arles, de la que se ve, con sólo ponerse en pie, sus arcadas romanas y
torres sarracenas. El único que se oye es el de las locomotoras y los vagones que ruedan al
otro lado del río haciendo trepidar el suelo. No se les ve, pero su trueno lejano se armoniza tan
bien con la inmensidad del Ródano, que parece la voz del río. Nos parece que el hijo del mar,
debe tener, como el océano, su eterno y formidable estruendo.

Mas abajo de su bifurcación, los dos ríos presentan largas sinuosidades en su cauce. Las
aguas lanzadas de una a otra orilla bañan el pie de la última colina y reflejan las torres de la
última ciudad. Ya el humo que se levanta de las casas se confunde con las lejanas brumas, y
en las orillas, pobladas de árboles de dorada corteza, no aparecen más que cabañas y raras
quintas medio ocultas en la verdura. Por fin, la última casa queda detrás, y nos encontraríamos
completamente solos si algunas obscuras embarcaciones, parecidas a grandes insectos, no
bogaran por el río. Los árboles de la orilla no se suceden con tanta frecuencia y son menos
altos; un poco más abajo ya no hay más que maleza, y luego, hasta las plantas desaparecen:
no queda otra vegetación que la de las cañas sobre el suelo aún fangoso, saliendo apenas por
encima del agua terrosa.

En este paraje la naturaleza se presenta tal cual era hace millares de siglos antes de que el
hombre se instalara en la orilla de los ríos y los arroyos que lo alimentan. Como en los tiempos
del pleriosauro, la tierra y el agua se confunden en un caos: bancos de cieno, islas emergiendo
aquí y allá, pero apenas distintas del agua que las baña, brillan como ella y reflejan las nubes
del espacio. Lienzos líquidos se extienden entre estos islotes, pero no se mezclan con el lodo
del fondo: son cieno más líquido que el barro de las orillas. Por todas partes se está rodeado de
tierra en formación y, no obstante, nos encontramos ya como en medio del mar; tan hermoso es
el paraje en que nos encontramos.

72
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Es que, en efecto, todo el espacio abarcado con la mirada era en otro tiempo mar. El río lo ha
llenado poco a podo, pero el suelo, de reciente formación, no está todavía afirmado. Sin
inmensos trabajos de desecación, es probable que jamás estuviera en condiciones de ser
habitado por los hombres, puesto que de su cieno y agua corrompida se escapan mortales
miasmas.

Llegado a estos parajes que fueron antes dominios del mar, el río, gradualmente contenido, se
extiende cada vez más y se hace menos profundo. Por fin, se aproxima al mar, y sus aguas
dulces, resbalando tranquilas, van a chocar contra las ondas espumosas de agua salada que se
agitan con estruendo continuo. En el choque de los masas líquidas, el agua del río se mezcla
pronto con las olas del inmenso abismo, pero, aun después de confundida, trabaja todavía.
Todas las nubes de barro, que había arrancado de sus orillas superiores y que tenía aun en
suspensión, son rechazadas por las olas hacia el lecho fluvial; no pudiendo ir más lejos, se
depositan en el fondo y forman así una especie de baluarte móvil sirviendo de límite temporal
entre los dos elementos en lucha. Aunque depositándose molécula sobre molécula, el banco,
que obstruye la boca del río, no cesa de trasladarse para formarse más lejos. Empujado por la
corriente fluvial, incesantemente aumentado por nuevos arrastres, el barro es llevado hacia
dentro del mar, y poco a poco la masa entera ha ido progresando.

De siglo en siglo, de año en año, de día en día, ese río que parece débil ante el poderoso mar,
consigue penetrar en él, y hasta se puede calcular cuánto avanzará en un período dado por la
uniformidad de su marcha. Pues bien, esta victoria del río sobre el océano, es debida a los mil
pequeños arroyuelos y arroyos de las laderas y los montes. Ellos son los que han roído las
paredes de los desfiladeros, los que arrastran los fragmentos de roca, los que muelen y trituran
las piedras, y los que arrastran la arena y diluyen la arcilla. Ellos son también los que poco a
poco rebajan los continentes para engancharlos hacia el mar en vastas llanuras en donde tarde
o temprano construirá ciudades y practicará puertos.

CAPÍTULO XX

EL CIELO DE LAS AGUAS

Lo mismo que los grandes ríos, el Ródano, Danubio o la corriente del Amazonas, el mar está
compuesto por millones de arroyos que afluyen a sus tributarios. Una vez mezcladas en el río
sus aguas, afluyendo de todos los puntos de los continentes, se mezclan de un modo más
completo en la inmensa profundidad del abismo marino, bastante grande para contener toda el
agua que todos los ríos arrojarían durante cincuenta millones de años. Por sus movimientos de
flujo y reflujo; sus movimientos ondulados, sus olas de tempestad y sus corrientes y contra-
corrientes, pasea el agua de todos los ríos de una a otra extremidad del globo. La gota salida de
una roca en las entrañas del monte, da la vuelta al planeta, purificada del aluvión que contenía,
disuelve las moléculas salinas, y de onda en onda, según los parajes que atraviesa, cambia de
peso específico, de salinidad, de color y de transparencia; la fauna infinitamente pequeña que la
habita, se modifica también en los diversos climas: tan pronto son animáculos fosforescentes
los que la pueblan y la hacen brillar durante las noches, como infusorios que la hacen parecerse
a una mancha de leche. Su temperatura varía constantemente. En los mares polares la gota se
transforma en un pequeño cristal de hielo; en los mares ecuatoriales se entibia bastante para
que los corales puedan depositar sus moléculas de piedra.

73
“El arroyo” de Elíseo Reclús

Comparado con el océano sin límites, el arroyo de la montaña no es nada, y sin embargo, sus
aguas, divididas hasta el infinito, se verían en todos los mares y en todas las riberas si fuera
posible seguirlas con la vista en todo su inmenso recorrido.

Para cada gota marina que corrió en otro tiempo por el arroyo, difiere la duración del viaje; una,
apenas entrada en el océano, es absorbida por las frondas de una alga marina y sirve para
hinchar sus tejidos; otra es absorbida por un organismo animal; una tercera, retenida por un
cristal de sal, se deposita en una playa arenosa y otra aun se cambia en vapor y vuela invisible
por el espacio. Este es el camino que toma más o menos pronto toda molécula acuosa.
Libertada por su expansión repentina, escapa de los lazos que la detenían en la superficie
horizontal de los mares y se levanta en la atmósfera, por donde viaja como viajaba por el
océano, bajo otra forma. El vapor de agua asciende así por toda la masa aérea, hasta por
encima de los ardientes desiertos, donde en cientos de leguas no corre ni un sólo hilo de agua;
sube a los límites extremos del océano atmosférico, a sesenta kilómetros de altura sobre la
superficie del mar, y, sin duda, una parte de este vapor halla también camino hacia otros
sistemas planetarios porque los bólidos que atraviesan los cielos estrellados formando flechas
luminosas y arrojan sus chispas sobre el suelo, deben, en cambio, llevarse consigo un poco de
aire húmedo que oxide su superficie.

Sin embargo, el vapor de agua que se escapa de la esfera de atracción terrestre para ir con los
bólidos a parar a los lejanos astros, es relativamente bien poco; el gran mar de humedad, tenido
en suspensión en nuestra atmósfera, está destinado a caer casi en su totalidad sobre el globo
terráqueo en forma de lluvia. Las innumerables moléculas de agua son invisibles mientras el
aire no se encuentra saturado; pero si el crecimiento de humedad o el descenso de la
temperatura determinan el punto de saturación, inmediatamente las partículas de vapor se
condensan, se convierten en gotitas de niebla o de nube, y se engloban con millones de otras
moléculas, formando un volumen inmenso, suspendido en las alturas. Si son demasiado
pesadas, las nubes se deshacen en lluvia sobre el océano, de donde han salido, o bien,
empujadas por los aires, van a chocar contra las escarpaduras de las colinas, por encima de los
continentes, deteniéndose en los campos de las mesetas o en las aristas y picos de las
montañas. Caen en forma de lluvia o de nieve; luego, gotas y copos, divididos hasta el infinito,
penetran en la tierra por las cavernas, las fisuras de las rocas y los intersticios del fecundo
suelo. Durante largo tiempo el agua queda oculta; después aparece a la luz en forma de alegre
fuente, y empieza de nuevo su viaje hacia el océano por los lechos inclinados del arroyo, de
barrancos y ríos.

Este gran circuito de las aguas ¿no es la imagen de toda vida? ¿No es el símbolo de la
inmortalidad? El cuerpo vivo, animal o vegetal, es un compuesto de moléculas que cambian sin
cesar, que los órganos de la nutrición o respiración han cogido de fuera para hacerlo entrar en
el torbellino de la vida. Arrastrados por el torrente circulatorio de la savia, de la sangre o de
otros líquidos, entran a formar parte de un tejido, luego de otro y de otros aún; así viajan por
todos los organismos, hasta que son definitivamente expulsadas, y entran en ese gran mundo
exterior, donde millones de seres vivos se empujan y combaten para ampararse de ellas como
de una presa y utilizarlas a su vez. A los ojos del anatomista y del micrógrafo, cada uno de
nosotros, a pesar del duro esqueleto y de las formas definidas de nuestro cuerpo, no somos
otra cosa que una masa líquida, un río por el que corren con una velocidad más o menos
grande, como en un cauce preparado por adelantado, innumerables moléculas que provienen
de todas las regiones de la tierra y del espacio, empezando nuevamente el viaje infinito,
después de un corto paso por nuestro organismo. Parecidos al arroyo que pasa, nosotros
cambiamos a cada instante; nuestra vida se renueva por minutos y, si nosotros nos creemos ser
siempre los mismos, es por una ilusión de nuestro espíritu.

Lo mismo que el hombre, considerado aisladamente, la sociedad en conjunto puede


compararse con el agua que corre. A todas horas, en todos los instantes, un cuerpo humano,
74
“El arroyo” de Elíseo Reclús

una simple milmillonésima parte de la humanidad se rinde o se disuelve, mientras que por otra
parte sale un niño de la inmensidad de las cosas, abre sus ojos a la luz y se convierte en sér
pensante. Como en una llanura todos los granos de arena y glóbulos de arcilla han sido
arrastrados por el río y depositados sobre sus orillas, todo el polvo que cubre el planeta ha
corrido con la sangre del corazón en las arterias de nuestros antepasados. A través de las
edades, las generaciones se suceden modificándose poco a poco; los bárbaros, con su aspecto
bestial y luchando por la preeminencia con las fieras, fueron reemplazados por seres más
inteligentes, a los cuales la experiencia y el estudio de la naturaleza han enseñado el arte de
domesticar los animales y cultivar la tierra; luego, por el progreso, los hombres llegan a fundar
ciudades, a transformar las primeras materias, a cambiar sus productos, a ponerse en
relaciones con todas las partes del mundo; así se civilizan, es decir, se ennoblece su tipo, su
cerebro es más vasto, su pensamiento más amplio, y, ensanchándose el círculo de las
concepciones, los hechos vienen a agruparse en el espíritu. Cada generación que perece
precede a otra diferente, que a su vez, da impulso a otras. Los pueblos se mezclan unos a otros
como los arroyos entre sí y los ríos con los ríos; tarde o temprano no formarán más que una
sola nación; lo mismo que todas las aguas de una misma cuenca, concluyen por confundirse en
un mismo río. La época en la que todas esas corrientes humanas se juntarán, no ha llegado
todavía: razas y pueblos diversos, siempre aferrados a la gleba natal, no se han reconocido
como hermanos, pero se aproximan más cada día; cada día también aumenta el amor, y, de
concierto, empiezan a mirar hacia un ideal común de justicia y libertad. Los pueblos que han
llegado a ser inteligentes, aprenderán a asociarse libremente: la humanidad, dividida hasta aquí
en corrientes distintas, no será más que un mismo río, y reunidos en una sola corriente,
descenderemos juntos hacia el mar inmenso donde van a perderse y renovarse todas las vidas.

75

También podría gustarte