La Casa de La Muerte

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Amanda y Josh se habían mudado de casa.

Ahora ocupan un
viejo caserón misterioso. Tal vez embrujado. El pueblo de
Dark Falls también les parece extraño.
Sus padres ven las cosas de otra manera: «Los niños ya se
acostumbrarán. En cuanto se hagan nuevos amigos todo
cambiará.»
Amanda y Josh se conforman. Pero los amigos no serán los
que sus padres esperan, ya que quieren ser amigos de
Amanda y de su hermano… para siempre, hasta la
eternidad.
R. L. Stine

La casa de la muerte
Pesadillas — 4

ePub r1.3
javinintendero 27.05.18
Título original: Goosebumps #1: Welcome to dead house
R. L. Stine, 1992
Traducción: María Rabassa

Editor digital: javinintendero


Digitalización de texto: siwan
ePub base r1.0
A Josh y a mí no nos gustó nada la nueva casa. Sí, era
grande y parecía una mansión comparada con nuestra casa
anterior. Alta, de ladrillo rojo, con un tejado negro en declive
y una hilera de ventanas con postigos negros.
«Qué casa tan oscura», pensé, plantada en la calle frente
a ella. Estaba totalmente en la penumbra, como si se
ocultara a la sombra de los retorcidos árboles inclinados
sobre ella.
Aunque era el mes de julio, el jardín delantero estaba
cubierto de hojas muertas. Crujían bajo nuestras zapatillas
de deporte mientras caminábamos sin ganas por la entrada
de gravilla.
Por entre las hojas secas asomaba la maleza. Toda clase
de matorrales sofocaban lo que una vez había sido un
sendero de flores al pie de la entrada.
«Esta casa me da miedo», pensé con tristeza.
Josh debía de estar pensando lo mismo. Al contemplarla
los dos liberamos un profundo suspiro. El señor Dawes, un
amable joven de la agencia inmobiliaria, se detuvo cerca de
la entrada principal y se volvió hacia nosotros.
—¿Está todo bien? —preguntó, fijando sus ojos azules en
Josh, y luego en mí.
—Josh y Amanda no querían cambiar de casa —explicó
papá, metiéndose los faldones de la camisa en el pantalón.
Ha engordado bastante y casi siempre se le salen las
camisas.
—No es fácil para los muchachos —agregó mi madre con
una sonrisa. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de
los vaqueros mientras se acercaba a la puerta—. Usted
comprenderá. Tienen que dejar a sus amigos, y
acostumbrarse a un lugar nuevo y extraño.
—Extraño, ésa es la palabra —dijo Josh agitando la
cabeza de un lado a otro—. Esta casa es siniestra.
El señor Dawes se rió:
—La casa es vieja, eso es todo —dijo, dándole a Josh una
palmadita en el hombro.
—Sólo son necesarias algunas reparaciones —dijo papá,
dirigiendo una sonrisa al señor Dawes—. Nadie ha vivido
aquí desde hace tiempo, así que habrá que trabajar un
poco.
—Desde luego es muy grande —agregó mamá,
pasándose la mano por su negra caballera lisa y sonriendo a
Josh.
—Tendremos espacio suficiente para un estudio y tal vez
para un cuarto de juegos. ¿No te gustaría, Amanda?
Me encogí de hombros. Un soplo de aire frío me hizo
estremecer. Sin embargo era un cálido día de verano; pero
cuanto más nos acercábamos a la casa, más frío sentía. Creí
que se debía a esos árboles altos y viejos.
Llevaba pantalón corto de tenis y una camiseta azul sin
mangas. Hacía calor en nuestro coche. Pero ahora me sentía
congelada. «Quizás haga más calor dentro de la casa»,
pensé.
—¿Cuántos años tienen? —preguntó el señor Dawes a mi
madre, mientras avanzaba hacia la entrada.
—Amanda tiene doce —contestó mamá—. Josh cumplió
once el mes pasado.
—Se parecen mucho —observó el señor Dawes.
Yo no sabía si se trataba de un cumplido o no. Debe de
ser cierto. Somos altos, delgados, con pelo castaño y rizado,
como el de papá, y los dos tenemos también ojos castaños.
Todo el mundo dice que somos unos niños «serios».
—Quiero regresar a casa —dijo Josh. Su voz se quebró—:
Odio este lugar —añadió.
Mi hermano es el muchacho más impaciente del mundo.
Cuando decide una cosa nada le hace volver atrás. La
verdad es que está un poco mimado. Eso creo yo. Y cuando
monta una pataleta acerca de algo, casi siempre se sale con
la suya.
Aunque nos parecemos físicamente, en realidad no
somos tan similares. Yo soy más paciente que Josh, y mucho
más sensata. Quizá porque soy mayor, además de ser
mujer.
Josh agarró a papá de la mano y trató de arrastrarlo
hasta el automóvil:
—Vámonos, papá. ¡Volvamos inmediatamente a nuestra
casa!
Sabía que esta vez Josh no se saldría con la suya. Íbamos
a mudarnos a esa casa, no había ninguna duda. Después de
todo, no costaba nada. Un tío abuelo de papá, a quien ni
siquiera conocíamos, había muerto dejándosela en herencia.
Nunca olvidaré la cara que puso cuando recibió la carta
del abogado. Dio un grito y comenzó a brincar por toda la
sala. Josh y yo creíamos que había perdido la chaveta, o
algo por el estilo.
—Mi tío abuelo Charles nos ha dejado una casa en su
testamento —explicó papá, y volvió a leer la carta—. Está
en un pueblo llamado Dark Falls.
—¿Qué? —exclamamos Josh y yo al unísono—. ¿Dónde
queda Dark Falls?
Papá se encogió de hombros.
—No me acuerdo de tu tío Charles —dijo mamá,
colocándose detrás de papá para tratar de leer la carta.
—Yo tampoco —reconoció papá—. Pero debía de ser un
tipo interesante. ¡Caramba! Debe de ser una casa increíble.
—Tomó a mamá de las manos y bailó con ella alegremente
por toda la sala.
Estaba emocionado. Desde hacía tiempo había estado
buscando un pretexto para dejar su aburrido trabajo de
oficina y dedicarse por entero a su carrera literaria. Pues
bien, la casa, totalmente gratis, era la oportunidad más
idónea.
Ahora, una semana después, henos aquí en Dark Falls, a
cuatro horas en automóvil de nuestra casa, viendo la casa
del tío Charles por primera vez. Y antes de haber entrado,
Josh ya estaba tratando de arrastrar a papá al coche.
—Josh, ¡basta ya! —exclamó papá disgustado, tratando
de zafársele, pues lo tenía agarrado. Papá cruzó una mirada
desesperada con el señor Dawes. El escándalo que había
montado Josh le entristecía. Decidí intervenir:
—Déjalo, Josh —dije con calma, agarrándolo por el
hombro—. Nos comprometimos a darle una oportunidad a
Dark Falls, ¿te acuerdas?
—Ya se la he dado —replicó Josh, sin soltarle la mano a
papá—. Esta casa es vieja y fea, y me da mala espina.
—Ni siquiera has entrado todavía —dijo papá furioso.
—Sí. Entremos —nos animó el señor Dawes, clavando su
mirada en Josh.
—No quiero —insistió.
A veces es muy terco. Me sentía tan infeliz como él ante
esa casa vieja y oscura. Pero nunca me portaría como él se
estaba portando.
—Josh ¿no quieres escoger tu habitación? —preguntó
mamá.
—No —respondió.
Los dos nos detuvimos para contemplar el segundo piso.
Tenía dos ventanas grandes, una al lado de la otra, que
parecían dos ojos negros devolviéndonos la mirada.
—¿Cuánto tiempo llevan en su actual residencia? —
preguntó el señor Dawes a papá.
Papá lo pensó un momento.
—Unos catorce años —contestó—. Los muchachos han
pasado toda su vida allá.
—Siempre es difícil mudarse —dijo el señor Dawes. Me
miró a mí y su voz asumió un tono comprensivo—. ¿Sabes
una cosa, Amanda? —dijo—. Yo me trasladé a Dark Falls
hace sólo unos meses, y al comienzo no me gustaba nada.
Pero ahora no querría vivir en ninguna otra parte. —Me
guiñó el ojo. Cuando sonreía, se le hacía un simpático hoyito
en el mentón—. Vamos adentro. La casa es realmente
bonita. Te va a sorprender.
Todos seguimos al señor Dawes, menos Josh.
—¿Hay otros niños por aquí? —preguntó. No sonaba a
pregunta, sino a desafío.
El señor Dawes asintió con la cabeza.
—La escuela está a sólo dos manzanas —dijo señalando
hacia la calle.
—¿Lo ves? —interrumpió mamá—. Podéis ir a la escuela a
pie. Se han acabado esos largos trayectos de todos los días
en autobús.
—A mí me gusta el autobús —insistió Josh.
Había tomado su decisión. No pensaba perdonar a
nuestros padres, a pesar de que tanto él como yo habíamos
prometido mantener una actitud abierta frente a la
mudanza. No sé qué pensaba lograr mi hermano con tanta
insistencia. Nuestro padre ya tenía suficientes
preocupaciones. Para empezar, todavía no había podido
vender la casa anterior.
A mí tampoco me ilusionaba la idea de mudarnos. Pero
sabía que el hecho de haber heredado esta casa grande
significaba una gran oportunidad para todos nosotros. En la
otra vivíamos con estrecheces. Y una vez que papá lograra
venderla no tendríamos más problemas de dinero. Josh
tendría que darle una oportunidad; por lo menos, eso
pensaba yo.
De repente, oímos que Petey ladraba y aullaba, armando
un auténtico revuelo, desde el coche, estacionado en la
entrada de la casa.
Petey es nuestro perro. Es blanco, de pelo crespo, muy
simpático y suele portarse muy bien. Casi siempre acepta
quedarse solo en el coche. Pero en esos momentos estaba
ladrando a toda pastilla, y arañaba la ventana, desesperado
por salir.
—¡Quieto, Petey! —exclamé. A mí siempre me hacía
caso.
Pero no esa vez.
—Voy a soltarlo —dijo Josh. Y corrió hacia el automóvil.
—¡Espera! —gritó papá.
Pero creo que Josh no lo oyó por el barullo que estaba
armando Petey.
—Más vale dejar que el perro explore —dijo el señor
Dawes—. De todos modos, la casa también va a ser de él.
Unos segundos más tarde, Petey correteaba
nerviosamente por el prado, levantando las hojas amarillas
con sus patas y ladrando de la emoción mientras se dirigía
hacia nosotros. Se nos echó encima, como si no lo
hubiéramos visto en quién sabe cuánto tiempo. Luego, para
nuestra sorpresa, empezó a gruñir al señor Dawes y a
ladrarle amenazadoramente.
—¡Quieto! —gritó mamá.
—Es la primera vez que hace algo así —dijo papá
disculpándose—. De verdad, suele ser muy amistoso.
—A lo mejor huele algo en mí. Quizá sea el olor de otro
perro —dijo el señor Dawes, soltándose el nudo de la
corbata a rayas y mirando al perro con cautela.
Finalmente, Josh alejó a Petey del señor Dawes.
—Basta, Petey —lo regañó, acercando su cara al morro
del animal—. El señor Dawes es nuestro amigo.
Petey le dio un lametón por respuesta.
—Vamos adentro —urgió el señor Dawes pasándose la
mano por el pelo corto. Introdujo una llave en la cerradura y
sostuvo la puerta abierta mientras entrábamos todos; yo
detrás de mis padres.
—Yo me quedo aquí fuera con Petey —dijo Josh, sin
moverse del sendero.
Papá comenzó a protestar, pero luego cambió de idea.
—Está bien. No hay problema —convino con un suspiro,
al tiempo que agitaba la cabeza—. No voy a discutir contigo.
No entres. Puedes, incluso, vivir aquí fuera si te place.
Estaba realmente molesto.
—Quiero quedarme con Petey —repitió Josh, mirando al
perro que metía el hocico entre las flores muertas del jardín.
El señor Dawes entró detrás de nosotros y cerró la puerta
con delicadeza. Echó un último vistazo a Josh:
—No se preocupen —le dijo a mamá con una sonrisa
tranquilizadora.
—A veces es muy terco —se disculpó mamá y se asomó
a la sala—. Lamento el comportamiento de Petey. No sé qué
le habrá pasado a ese perrito.
—No tiene importancia, señora. Empecemos por la sala
entonces —dijo el señor Dawes, entrando primero.
Creo que van a sentirse agradablemente sorprendidos
cuando vean lo amplia que es. Por supuesto, requiere
mucho trabajo.
Nos llevó a inspeccionar cada rincón de la casa. Yo
empecé a emocionarme. La casa, con tantas habitaciones y
cámaras, tenía su encanto. Mi cuarto era enorme, con baño
propio y un antiguo asiento junto a la ventana desde donde
podía cómodamente mirar hacia la calle.
«Ojalá Josh estuviera con nosotros —pensé—. Si viera
cómo es la casa por dentro seguro que se pondría
contento.»
Me parecía increíble que tuviera tantas habitaciones.
Había hasta una buhardilla llena de muebles viejos y pilas
de misteriosas cajas de cartón cuyos secretos podríamos
desvelar.
Permanecimos en la casa una media hora, aunque perdí
la cuenta. Y creo que después los tres nos sentíamos más
alegres.
—Bueno, ya han visto toda la casa —dijo el señor Dawes,
dándole un vistazo a su reloj. Se encaminó hacia la puerta.
—¡Un momento!, quiero mirar mi cuarto una vez más —
atajé con emoción. Subí la escalera saltando los peldaños
de dos en dos—. Vuelvo en un segundo.
—Date prisa, cariño —dijo mamá—. Estoy segura de que
el señor Dawes tiene otros compromisos.
Llegué al segundo piso y caminé deprisa por el estrecho
pasillo hasta llegar a mi nueva habitación.
—¡Vaya! —exclamé en voz alta. Sentí el tenue eco de mi
voz resonando en las paredes vacías.
La habitación era muy grande. Me encantó la ventana
ancha con su asiento. Me acerqué a la silla para mirar hacia
la calle. Entre árboles pude ver nuestro automóvil en la
entrada y, más allá, al otro lado de la calle, una casa que se
parecía mucho a la nuestra.
«Voy a colocar mi cama contra la pared, mirando hacia la
ventana —pensé alegremente—. Y mi escritorio allá. Por fin
voy a tener espacio para un ordenador.»
Miré nuevamente el armario ropero. Era alto y se cabía
de pie ahí dentro. Tenía una lámpara en el techo y amplios
estantes en la pared del fondo.
Me dirigía a la puerta, pensando en cuál de mis pósters
iba a traer, cuando de pronto vi al muchacho.
Estuvo en la puerta, quieto; apenas un instante. Luego se
volvió y desapareció por el pasillo.
—¿Josh? —dije—. ¡Eh!, ven a mirar.
Asustada, me di cuenta de que no era Josh. Era un
muchacho de pelo rubio.
—¡Hola! —grité asomándome al pasillo. Miré a uno y otro
lado—. ¿Quién es?
Pero no había nadie en el pasillo. Todas las puertas
estaban cerradas.
—¡Un momento, Amanda! —me dije a mí misma en voz
alta—. ¡Contrólate!
¿Lo había imaginado?
Mamá y papá me llamaban desde abajo. Eché una última
mirada hacia el oscuro pasillo, y corrí a unirme con ellos.
—¡Hola, señor Dawes! —dije bajando la escalera—. ¿Hay
algún fantasma en esta casa?
Se rió. La pregunta le pareció graciosa.
—No, lo lamento —dijo, mirándome con sus ojos burlones
—. No hay fantasmas. Muchas casas de por aquí los tienen,
según cuentan. Pero ésta no, desgraciadamente.
—Pues… pues creo haber visto algo —dije. En realidad
me sentía un poco ridícula.
—Deben de ser sólo sombras —intervino mamá—. Con
tantos árboles alrededor, la casa es muy oscura.
—¿Por qué no buscas a Josh y le cuentas lo que hemos
visto? —propuso papá, metiéndose de nuevo en el pantalón
los faldones de la camisa—. Mamá y yo tenemos que hablar
de algunos asuntos con el señor Dawes.
—Bueno, mi amo —dije haciendo una reverencia. Luego
salí en busca de Josh para contarle todo lo que se había
perdido—. ¡Josh… Josh! —llamé ansiosa; pero no veía a mi
hermano por el jardín.
—¿Josh?
De pronto sentí una corazonada.
Josh y Petey ya no estaban.
—¡Josh! ¡Josh! —primero llamé a Josh, luego a Petey. Pero
no había señales de ninguno de los dos.
Corrí hasta la entrada y miré dentro del coche. Pero allí
no había nadie. Mamá y papá todavía estaban en la casa,
hablando con el señor Dawes. Miré hacia la calle, en las dos
direcciones, pero no se veía ni rastro de ellos.
—¡Josh! ¡Eh, Josh!
Finalmente mamá y papá salieron de forma apresurada,
alarmados. Me imagino que habían oído mis gritos.
—No puedo encontrar a Josh y Petey —grité desde la
calle.
—A lo mejor están por la parte de atrás —respondió
papá.
Volví a subir a toda velocidad por el sendero, levantando
las hojas marchitas con los pies. En la calle hacía sol, pero
tan pronto entré a nuestro jardín, en la penumbra, sentí frío
de nuevo.
—¡Josh! ¿Dónde estás?
¿Por qué me sentía tan angustiada? Era normal que Josh
desapareciera. Lo hacía con frecuencia.
Corrí alrededor de la casa. Grandes árboles se reclinaban
contra las paredes, tapando casi toda la luz del sol.
El patio trasero era más grande de lo que esperaba; un
rectángulo largo que bajaba en pendiente hasta terminar en
una cerca de palos, al fondo. Como el jardín de la fachada,
este patio también estaba cubierto de maleza que asomaba
por entre las hojas amarillas. Una fuente esculpida en
piedra yacía entre las hojas, caída de medio lado. Más allá
estaba el garaje, una construcción de ladrillo rojo que hacía
juego con la casa.
—¡Josh… Josh!
Tampoco estaba allí. Me detuve, escudriñando el suelo,
tratando de hallar alguna huella o señal de que Josh hubiera
corrido por entre las hojas.
—¿Lo has encontrado? —Papá llegó a mi lado, jadeante.
—Ninguna señal —le dije, sorprendida de lo preocupada
que me sentía.
—¿Has mirado en el coche? —preguntó papá. Parecía
más molesto que preocupado.
—Claro. Ha sido lo primero que se me ha ocurrido.
También he mirado en el patio trasero. No creo que Josh
haya desaparecido así como así, sin decir nada.
—Yo sí lo creo —dijo papá con un gesto de impaciencia—.
Ya sabes cómo es tu hermano cuando no le dan lo que
quiere. Quizá sólo pretende asustarnos y hacernos creer que
se ha escapado.
—¿Dónde está? —preguntó mamá, cuando regresamos a
la puerta de la casa.
Papá y yo nos encogimos de hombros.
—Tal vez ha hecho amistad con alguien y se ha ido —dijo
papá. Pasó una mano por su pelo rizado, y me di cuenta de
que él también empezaba a preocuparse.
—Hemos de encontrarlo ahora mismo —dijo mamá
mirando hacia la calle—. No conoce este vecindario. Lo más
seguro es que se haya perdido.
El señor Dawes cerró la puerta con llave y descendió por
la escalera de la entrada.
—No puede estar lejos —dijo, dirigiéndole a mamá una
sonrisa reconfortante—. ¿Por qué no damos una vuelta en el
coche? —agregó—. Estoy seguro de que lo encontraremos.
Mamá agitaba la cabeza y miraba a papá con ansiedad.
—Lo voy a matar —murmuró. Papá le puso una mano en
el hombro para calmarla.
El señor Dawes abrió el portamaletas del pequeño
Honda.
Luego se quitó la chaqueta y la colocó dentro, y sacó de
allí un sombrero negro tejano, como de vaquero, y se lo
puso.
—¡Vaya! ¡Qué sombrero! —exclamó papá sentándose
delante.
—Me protege del sol —dijo el señor Dawes sentándose al
volante y cerrando la puerta.
Mamá y yo nos colocamos en la parte de atrás. La miré y
vi que estaba tan ansiosa como yo.
Arrancamos en silencio, mirando los cuatro por las
ventanillas del automóvil. Las casas que pasábamos
parecían viejas. La mayoría más grandes aún que la
nuestra. Sin embargo, todas estaban más cuidadas, recién
pintadas y con los jardines arreglados. No vi a nadie en las
casas ni en los patios. Tampoco había gente en la calle.
«Qué vecindario tan silencioso —pensé—. ¡Y qué
oscuro!» Todas las casas estaban rodeadas de árboles altos
y frondosos, los jardines delanteros bañados en penumbra.
La calle era el único lugar soleado, una especie de cinta
dorada que discurría bajo la sombra de los árboles. «A lo
mejor por eso el pueblo se llama Dark Falls», pensé.
—¿Dónde estará Josh? —preguntó papá, mirando a
través del parabrisas.
—Lo voy a matar de verdad —repitió mamá—. No era la
primera vez que decía eso acerca de Josh.
Habíamos dado dos vueltas a la manzana, y no había
ninguna señal de Josh.
El señor Dawes propuso que diéramos una vuelta por las
manzanas más próximas y papá estuvo de acuerdo.
—Espero no perderme —dijo el señor Dawes, doblando
por la siguiente esquina—. Yo también soy nuevo aquí.
Miren, ahí está la escuela —anunció señalando un edificio
de ladrillo rojo. Era una escuela muy vieja; columnas
blancas flanqueaban la puerta de dos alas—. Ahora está
cerrada, naturalmente —dijo el señor Dawes.
Observé con curiosidad el patio de recreo detrás de la
escuela. Estaba vacío. No había nadie.
—¿Tanto ha podido caminar Josh? —preguntó mamá. Su
tono de voz era más alto de lo normal y un poco ahogado.
—Josh no camina —dijo papá poniendo los ojos en blanco
—, ¡corre!
Doblamos por otra esquina y entramos en una nueva
manzana de casas en penumbra. Un cartel anunciaba:
«Camino del cementerio.» Delante del automóvil apareció
un extenso camposanto. Las lápidas de piedra formaban
hileras a lo largo de una colina que descendía hasta
convertirse en una llanura donde había más lápidas y
monumentos. Unos cuantos arbustos crecían allí, pero no
muchos árboles. Al pasar por las tumbas, que vagamente se
veían desde el coche, caí en la cuenta de que este lugar era
el único sitio soleado en todo el pueblo.
—Ahí está su hijo —señaló el señor Dawes frenando
súbitamente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó mamá, inclinándose para
mirar por la ventanilla que daba a mi lado.
¡Claro!, allí estaba Josh, corriendo como un loco entre las
hileras de lápidas blancas.
—¿Qué está haciendo? —pregunté abriendo la puerta.
Bajé del coche, di unos pasos por el prado y lo llamé. Al
comienzo no se percató de mis gritos. Parecía estar
escondiéndose, asustado, entre las tumbas. Corría hacia un
lado y luego, súbitamente, cambiaba de sentido y corría
hacia el otro.
—¿Por qué hace eso?
Di otro paso y quedé inmóvil, aterrada.
En ese instante me di cuenta de que Josh corría así entre
las lápidas (escondiéndose, tratando de escapar) por una
sola razón. Era víctima de una cacería.
Alguien, o algo, lo perseguía.
Caminé con miedo hacia Josh, mirando cómo se
agachaba y cambiaba de dirección, con los brazos
extendidos hacia delante. Luego me di cuenta de mi error. A
Josh no lo estaba persiguiendo nadie. El que perseguía a
alguien era él.
Estaba corriendo detrás de Petey.
Bueno. A veces mi imaginación me juega malas pasadas.
Pero correr de ese modo por un viejo cementerio, incluso en
un día de sol, despierta en cualquiera ideas extrañas.
Llamé nuevamente a Josh, y esta vez me oyó. Se volvió
con cara de preocupación.
—¡Ven, Amanda, ayúdame! —gritó.
—¿Qué te pasa, Josh? —Avancé tan rápido como pude
para alcanzarlo. Pero él siguió corriendo a toda velocidad
por entre las tumbas, saltando de una hilera a otra.
—¡Auxilio!
—¡Josh! ¿Qué pasa? —Volví la mirada y vi que papá y
mamá venían justo detrás de mí.
—Es Petey —exclamó Josh jadeante—. No lo puedo parar.
He conseguido agarrarlo una vez, pero se me ha escapado.
—¡Petey! ¡Petey! —llamaba papá al perro. Pero Petey no
hacía caso. Corría de una tumba a la siguiente, husmeando.
—¿Cómo has llegado tan lejos? —preguntó papá cuando
alcanzó a mi hermano.
—No he tenido más remedio que seguirlo —explicó Josh,
todavía jadeante—. Se me escapó. Estaba husmeando entre
las flores marchitas del jardín. Y luego, sin avisar, comenzó
a correr. Cuando lo llamé, no me obedeció. Ni siquiera me
miró. Corrió y corrió hasta llegar aquí. Me tocó seguirlo.
Tenía miedo de que se perdiera.
Josh se detuvo y dejó que papá continuara con la
persecución de Petey.
—No sé qué le pasa a ese perro tonto —me dijo—. Está
rarísimo.
Aunque le costó esfuerzo, papá logró atrapar a Petey, y
lo cogió en brazos. El perrito emitió un gruñido, de protesta,
y luego se dejó llevar.
Todos volvimos al coche, que estaba estacionado en la
cuneta de la carretera. Nos esperaba el señor Dawes.
—Tal vez deberían ponerle correa —dijo con
preocupación.
—Petey nunca ha llevado correa —protestó Josh,
instalándose en el asiento de atrás, cansado.
—Bueno, pero quizá sea conveniente, aunque sólo sea
durante un tiempo —dijo papá tranquilamente—. Sobre todo
si se va a escapar de esa manera. —Papá colocó a Petey en
el asiento de atrás y el animalito se acostó feliz en brazos
de Josh.
Nos metimos todos en el coche y el señor Dawes nos
condujo a su oficina, un pequeño edificio de techo bajo al
final de una fila de oficinas parecidas. Mientras llegábamos,
yo acariciaba la cabeza de Petey.
«¿Por qué se habrá escapado? —me preguntaba—. Petey
nunca había hecho nada parecido.»
Pensaba que el perro también estaba triste por la
mudanza. Como nosotros, había pasado toda su vida en la
vieja casa y le debía de dar pena abandonar el viejo
vecindario.
La casa nueva, las nuevas calles, todos los olores
desconocidos debieron de trastornar al pobre animalito. Josh
quería irse de allí; también Petey.
En cualquier caso, ésa era mi teoría.
El señor Dawes estacionó el coche delante de su
pequeña oficina. Luego le estrechó la mano a papá y le
entregó su tarjeta.
—Pueden pasar por aquí la semana que viene —les dijo a
mis padres—. Todos los formalismos legales estarán en
orden. Después de firmar los documentos pueden ocupar la
casa cuando quieran.
Abrió la puerta del coche y, tras despedirse de todos con
una sonrisa amable, se bajó.
—Compton Dawes —dijo mamá, leyendo la tarjeta por
encima del hombro de papá—. No es un nombre muy
común. ¿Será Compton un viejo apellido?
El señor Dawes negó con la cabeza.
—No, soy el único Compton en mi familia —dijo—. No
tengo ni idea de dónde procede. Ni idea. A lo mejor mis
padres no sabían escribir «Charlie».
Riéndose de su propio chiste, bajó del coche, se quitó el
sombrero negro de vaquero, sacó su chaqueta del
portaequipajes y entrando por la puerta de su oficina,
desapareció.
Papá recuperó la plaza del conductor, moviendo el
asiento hacia atrás para acomodar su barriga. Mamá pasó
delante y emprendimos el largo viaje de regreso a casa.
Mamá cerró la ventanilla, pues papá había conectado el
aire acondicionado. Luego le dijo a Josh:
—Desde luego, tú y Petey habéis tenido una gran
aventura, ¿no es así?
—Así es, mamá —respondió Josh sin entusiasmo. Petey
dormía en su regazo, roncando suavemente.
—Te va a gustar tu habitación —le dije a Josh—. La casa
es una auténtica delicia. De verdad.
Josh me dirigió una mirada pensativa, pero no dijo nada.
Le di un codazo en las costillas.
—¡Contesta! —le insistí—. ¿No me has oído?
Pero esa expresión extraña, pensativa, no desapareció de
su rostro.

Las dos semanas siguientes pasaron muy lentamente. Yo


caminaba por la casa pensando que jamás volvería a ver mi
habitación, que nunca más volvería a desayunar en la
cocina y nunca más vería televisión en la misma sala. Y
otras tonterías por el estilo.
Incluso llegué a sentirme enferma el día que los señores
de la mudanza llegaron con unas inmensas cajas de cartón
para empaquetar nuestros enseres. Había llegado la hora de
embalar. Era una realidad. Subí a mi habitación y me eché
sobre la cama. No para dormir. Sólo atiné a mirar el techo
durante más de una hora, y mi cabeza se llenó de
pensamientos desordenados, inconexos, como en un sueño,
aunque estaba totalmente despierta.
No era yo la única que se había puesto nerviosa ante la
inminencia del cambio. Papá y mamá se peleaban por nada.
Una mañana tuvieron una fuerte discusión sobre si el beicon
estaba demasiado hecho o no.
Por una parte, era divertido verlos comportarse como
niños. Pero Josh permanecía ensimismado en todo
momento. Casi no hablaba con nadie. Hasta Petey estaba
enfurruñado. Ni siquiera se levantaba para acercarse
cuando uno le ofrecía las sobras de la mesa.
Pero lo peor fue la despedida de mis amigas. Amy y Carol
estaban en el campamento de verano, así que tuve que
escribirles una carta. Kathy, en cambio, estaba en su casa;
ella era mi primera y mejor amiga, y me resultó muy difícil
despedirme de ella.
Creo que muchas personas se sorprendían de nuestra
prolongada amistad. No nos parecíamos físicamente. Yo soy
alta, delgada y morena; en cambio Kathy es blanca de piel,
de pelo rubio y un poco gordita. Pero hemos sido amigas
desde el parvulario, e inseparables desde cuarto de
primaria.
Cuando Kathy vino a casa para despedirse, la noche
anterior a la partida, ambas nos sentíamos francamente
mal.
—No te pongas nerviosa —le dije—. No eres tú la que se
despide.
—Tampoco te vas al fin del mundo —contestó, mascando
su chicle con fuerza—. Dark Falls está apenas a cuatro horas
de aquí, Amanda. Nos veremos a menudo.
—Supongo que sí —dije sin convicción. Cuatro horas de
viaje era lo mismo que estar en las antípodas, a mi modo de
ver—. En cualquier caso, siempre podremos hablar por
teléfono —le dije desanimada.
Ella hizo un globo de chicle y luego lo succionó.
—Tienes razón —dijo, fingiendo entusiasmo—. En el
fondo tienes mucha suerte, ¿sabes? Salir de este barrio tan
aburrido y vivir en una mansión no es algo que pase cada
día.
—No es un barrio aburrido —protesté. No sé por qué lo
defendía. Nunca antes lo había hecho. Es más: una de
nuestras diversiones preferidas era imaginar sitios donde
nos habría gustado crecer.
—El colegio no será lo mismo sin ti —dijo Kathy,
doblando las piernas y sentándose sobre ellas—. ¿Quién me
va a pasar las chuletas que me solucionen los problemas de
matemáticas?
No pude reprimir una carcajada.
—Siempre te pasaba las soluciones más disparatadas —
dije.
—Pero era el detalle lo que importaba —dijo Kathy. Luego
suspiró—. Y ahora pasamos al primer año de secundaria. En
tu nuevo colegio, ¿eso es parte del instituto de bachillerato
o pertenece todavía a la primaria?
Puse cara de disgusto.
—Todo está en un solo edificio. Es sólo un pueblo
pequeño. No hay instituto aparte. Al menos no lo vi.
Charlamos durante una hora. Hasta que la mamá de
Kathy nos recordó que ella debía volver a casa.
Entonces nos abrazamos. Había decidido no llorar, pero
unos lagrimones calientes se me formaron en los ojos, y en
cuestión de segundos rodaron por mis mejillas.
—Me siento tan triste —lloriqueaba.
Me había prometido ser madura y controlarme. Pero
Kathy era mi mejor amiga, ¿qué podía hacer yo?
Prometimos estar juntas siempre el día de nuestro
cumpleaños, pasara lo que pasase. Obligaríamos a nuestros
padres a hacer todo lo posible para que ninguna de las dos
se perdiera el cumpleaños de la otra.
Entonces nos abrazamos de nuevo. Y Kathy dijo:
—No te preocupes, nos veremos mucho. De verdad.
Ella también tenía lágrimas en los ojos.
Se volvió y desapareció por la puerta, que dio un golpe
seco al cerrarse. Me quedé allí, mirando la oscuridad de la
noche, hasta que Petey entró, haciendo ruido con sus uñas
sobre el suelo de linóleo, y comenzó a lamerme la mano.

El día siguiente, día de mudanza, era un sábado de lluvia.


No hubo tormenta, ni rayos ni truenos. Pero sí hubo lluvia y
viento suficientes como para que el viaje en coche fuera
una lata.
Al acercarnos al pueblo el cielo parecía oscurecerse más.
Los pesados árboles se inclinaban sobre la carretera.
Conduce más despacio, Jack —advirtió mamá—. La
calzada está muy resbaladiza.
Pero papá tenía ganas de llegar a la nueva casa cuanto
antes, y anticiparse a la llegada del camión de mudanzas.
—Nos dejarán las cosas en cualquier parte si no estamos
allí para supervisar —explicó.
Instalado a mi lado en el asiento de atrás, Josh se
portaba como de costumbre. Primero se quejó de que tenía
sed. Cuando eso no dio ningún resultado, dijo que estaba
muerto de hambre. Pero como todos habíamos desayunado
muy bien, Josh tampoco consiguió nada con esos lamentos.
Sólo intentaba llamar la atención. Yo trataba de animarlo,
diciéndole que la casa por dentro era una maravilla y que su
habitación era grandísima. Aún no la había visto.
Pero Josh no quería que nadie lo animara. Empezó a jugar
al boxeo con Petey, hasta lograr que el pobre animal se
inquietara, brincando por todo el asiento. Papá le ordenó a
gritos que dejara de molestar.
—Hagamos un esfuerzo —dijo mamá—. Y tratemos de no
molestarnos los unos a los otros.
Papá se rió.
—Buena idea, mi amor —dijo.
—No te burles —respondió mamá, furiosa.
Entonces se inició una fuerte discusión sobre cuál de los
dos se había cansado más con los preparativos del viaje.
Mientras tanto, Petey se levantó sobre sus patas traseras y
se puso a aullar.
—¿No puedes hacer que se calle? —gritó mamá.
Agarré al perrito, pero se irguió de nuevo y se puso a
aullar.
—Nunca había hecho esto —dije.
—¡Haz que se calle! ¡Eso es todo! —repitió mamá.
Bajé a Petey tirándole de las patas y a continuación Josh
comenzó a aullar. Mamá le lanzó una mirada mortífera. Pero
Josh no dejó de aullar. Se creía muy gracioso.
Finalmente llegamos a la entrada de la casa. Los
guardabarros del coche recibían el impacto de la gravilla
mojada. La lluvia golpeaba con fuerza en el techo del
automóvil.
—Hogar, dulce hogar —dijo mamá. No sé si lo decía con
ironía. Creo que simplemente se sentía feliz de llegar al final
de un viaje tan aburrido.
—Por lo menos llegamos antes que los de la mudanza —
dijo papá mirando el reloj. Luego cambió de cara—. Ojalá no
se hayan despistado.
—¡Qué oscuro está todo esto… parece de noche! —se
quejó Josh.
Petey brincaba en mi regazo, desesperado por salir.
Normalmente le gustaba viajar. Pero una vez que el coche
frenaba, se moría de ganas por bajar.
Abrí la puerta, el perro saltó al suelo encharcado,
salpicando en el agua y corrió locamente para uno y otro
lado, atravesando el jardín.
—Por lo menos hay alguien contento de haber llegado —
dijo Josh en voz baja.
Papá accedió a la puerta de la casa y, después de pelear
un rato con las llaves, logró finalmente abrir la entrada
principal. Nos hizo señas para que pasáramos.
Josh y mamá corrieron a protegerse de la lluvia. Cerré la
puerta del automóvil y seguí sus pasos.
Pero algo llamó mi atención, algo que no alcancé a
distinguir sino por el rabillo del ojo. Me detuve y miré hacia
arriba, hacia las dos ventanas grandes situadas encima del
pórtico.
Me puse una mano sobre los ojos para ver mejor a través
de la lluvia.
Entonces lo vi.
Un rostro. En la ventana de la izquierda.
El muchacho.
El mismo muchacho estaba allí, mirándome.
Secaos los pies antes de entrar —ordenó mamá—. No
vayáis a ensuciar de barro el suelo. —Su voz retumbaba
entre las paredes desnudas de la gran sala vacía.
Entré por la puerta principal. La casa olía a pintura
fresca. Los obreros habían terminado de pintarla el jueves.
Hacía calor, mucho más que fuera.
—La luz de la cocina no funciona —gritó papá desde la
parte posterior de la casa—. ¿Es que los pintores han
desconectado la electricidad?
—¿Cómo puedo saberlo? —contestó mamá.
Las voces retumbaban en esa casa tan grande y
deshabitada.
—Mamá, hay alguien arriba —dije limpiándome los
zapatos como ella había ordenado, en el felpudo con el
letrero de «Bienvenidos».
Luego entré en el salón.
Mamá estaba junto a la ventana, mirando hacia fuera
para ver si llegaban los del camión de mudanza, supongo.
Se volvió con rapidez.
—¿Qué dices?
—Hay un muchacho ahí arriba. Lo he visto en la ventana.
—Me costó trabajo pronunciar esas palabras.
Josh entró por el pasillo de atrás. Estaba con papá, me
imagino. Se rió de mí.
—Ya ¿hay alguien viviendo aquí? —preguntó.
—No hay nadie arriba —dijo mamá con impaciencia—.
¿Cuándo me concederéis un momento de paz?
—¿Y yo qué he hecho? —se quejó Josh.
—Mira, Amanda. Todos estamos un poco nerviosos —
empezó a decir mamá.
Pero la interrumpí.
—He visto su cara, mamá. En la ventana. No estoy loca.
—¡No me digas! —bromeó Josh.
—¡Amanda! —Mamá se mordió el labio inferior, como
solía hacer cuando estaba realmente exasperada—. Lo que
has visto ha sido un reflejo o algo así. Un árbol,
probablemente —se volvió otra vez a mirar por la ventana.
Llovía a cántaros, y el viento hacía que el aguacero azotara
la ventana con fuerza.
Me coloqué al pie de la escalera, hice un embudo con las
manos y grité hacia el segundo piso:
—¿Quién está ahí?
Silencio.
—¿Quién está ahí? —Esta vez grité un poco más fuerte.
Mamá se tapó las orejas con ambas manos.
—¡Amanda! ¡Por favor!
Josh se había metido en el comedor. Por fin se decidía a
explorar la casa.
—Hay alguien ahí arriba —dije con insistencia. Luego,
impulsivamente, empecé a subir la escalera. Mis pasos se
oían claramente en los peldaños de madera.
—¡Amanda! —oí que gritaba mamá.
Pero yo estaba tan furiosa que no le contesté. ¿Por qué
no me creía? ¿Por qué tenía que decir que era un árbol lo
que yo acababa de ver?
Me aguijoneaba la curiosidad. Tenía ganas de saber quién
estaba allí. Era importante demostrarle a mamá que estaba
equivocada. Que no era un estúpido reflejo lo que había
visto. Yo también puedo ser terca. ¿Será una característica
de la familia?
La escalera crujía bajo mis pies. Subí poco a poco, y sólo
me asusté al llegar al segundo piso. Entonces sentí un gran
peso en la boca del estómago.
Me detuve con la respiración entrecortada, descansando
en el pasamanos.
¿Quién podría ser? ¿Un ladrón? ¿El hijo de algún vecino
que se había metido en la casa para curiosear?
Quizá no tendría que haber subido sola. Tal vez el
muchacho de la ventana era peligroso.
—¿Hay alguien ahí? —llamé. Mi voz sonaba débil,
temblorosa.
Apoyándome en la barandilla, me dispuse a escuchar.
Oí pasos en el pasillo.
No. No eran pasos. Era la lluvia. Nada más. El azote de la
lluvia en las tejas de pizarra.
Por alguna razón, el sonido tuvo la virtud de calmarme.
Abandoné la barandilla y me interné en el pasillo largo y
estrecho. Estaba totalmente oscuro, excepción hecha de un
rectángulo de luz tenue que entraba por una pequeña
ventana del fondo.
Di unos pasos. Las tablas de madera crujían.
—¿Hay alguien?
De nuevo, ninguna respuesta.
Me acerqué a la primera puerta. Estaba cerrada. El olor a
pintura era sofocante. En la pared había un interruptor.
Pensé que podría ser la luz del pasillo. Lo accioné, pero no
pasó nada.
—¿Hay alguien ahí?
La mano me temblaba al tomar la manivela de la puerta.
La sentí caliente y húmeda.
Giré la manivela y, respirando hondo, empujé la puerta.
Escudriñé la habitación. Un tenue rayo de luz grisácea se
filtró por la ventana grande. Un súbito centelleo me hizo
brincar del susto. Le siguió un trueno, un terrible rugido a lo
lejos.
Lenta, cautelosamente, entré en la habitación.
Ni rastro de nadie.
Era un cuarto de huéspedes. Podría ser la habitación de
Josh, si la aceptaba.
Otro rayo. El cielo estaba oscurísimo. Afuera todo se veía
negro, aunque eran apenas las dos de la tarde.
Retrocedí hacia el pasillo. La siguiente habitación, con su
gran ventanal sobre el jardín delantero, sería la mía.
¿Estaría el misterioso muchacho mirándome desde mi
propio cuarto?
Me deslicé por el pasillo, apoyando mi mano en la pared
por alguna razón. Luego me detuve frente a la puerta de mi
habitación, también cerrada.
Respiré profundamente, y golpeé con mis nudillos en la
puerta.
—¿Quién está ahí? —llamé.
Escuché.
Silencio.
Entonces sobrevino la tremenda descarga de un trueno,
más cercano esta vez. Quedé paralizada de terror,
conteniendo la respiración. Hacía mucho calor, se sentía la
humedad. El olor a pintura me mareaba.
Agarré la manivela de la puerta.
—¿Quién está ahí?
Apenas hice girar la manivela, cuando se me acercó
sigilosamente por detrás y me agarró por el hombro.
No podía respirar. Ni gritar.
Parecía que me iba a estallar el corazón.
Petrificada por el terror, hice un esfuerzo desesperado, y
volví a mirar.
—¡Josh! —Proferí un grito enfurecido—. Casi me matas
del susto. Pensé que…
Me soltó y dio un paso atrás.
—Te engañé —dijo, y soltó una sonora carcajada que
retumbó a lo largo del pasillo.
El corazón me palpitaba. La cabeza me iba a estallar.
—No tiene ninguna gracia —le dije con furia y lo empujé
contra la pared. Me había dado un susto de muerte.
Se partía de risa, arrastrándose por el suelo del piso.
Parecía un psicópata. Traté de empujarlo de nuevo, pero no
pude.
Furiosa, di media vuelta y —¡Dios mío, no!— vi que la
puerta de mi habitación se abría lentamente.
Miré incrédula, inmóvil como una estatua, mis ojos
concentrados en la puerta que se movía.
Josh dejó de reírse y se levantó, completamente serio.
Sus ojos negros también miraban con una expresión de
terror.
Oí que alguien se movía dentro de la habitación.
Oí susurros.
Y risas ahogadas.
—¿Quién… quién anda ahí? —llegué a pronunciar esas
palabras con una vocecita que ni yo misma reconocí.
Chirriando, la puerta se abrió un poco más y luego
empezó a cerrarse.
—¿Quién anda ahí? —pregunté de nuevo, esta vez con
más determinación.
De nuevo… cuchicheos y algo que parecía moverse.
Josh se apoyaba contra la pared y se deslizaba hacia la
escalera. Tenía una expresión que no le había visto nunca.
Estaba simplemente aterrorizado.
La puerta crujía como la de las casas de fantasmas en las
películas. Se cerró un poco más.
Josh ya estaba llegando a la escalera. Con la mano me
hacía señas desesperadas para que lo siguiera.
Pero, en vez de seguir sus pasos, así la manivela y
empujé la puerta con toda mi fuerza.
No hubo resistencia.
—¿Quién anda ahí? —grité.
Pero la habitación estaba vacía.
Se oyó un trueno.
Tardé unos segundos en descubrir lo que hacía mover la
puerta. La ventana de enfrente estaba entreabierta y el
viento soplaba haciendo que la puerta se abriera y se
cerrara. Supuse que este fenómeno explicaba también los
demás ruidos dentro de la habitación, que yo había
confundido con cuchicheos.
¿Quién había dejado la ventana abierta? Los pintores,
seguramente.
Respiré lenta y profundamente, esperando que mi
corazón palpitante recobrara su pulso normal.
Sintiéndome un poco timorata y estúpida, me acerqué a
la ventana y la cerré.
—Amanda, ¿estás bien? —murmuró Josh desde el pasillo.
Iba a contestarle, pero se me ocurrió algo mejor.
Como casi me mata del susto unos minutos antes, ¿por
qué no darle un susto morrocotudo también a él? Se lo
merecía.
Así que me callé.
Lo sentí acercarse tímidamente a la puerta de mi cuarto.
—¿Amanda? ¿Amanda? ¿Estás bien?
Caminé de puntillas hasta el armario, y abrí la puerta un
poquito. Luego me tendí en el suelo, boca arriba, con la
cabeza y los hombros dentro del armario, escondidos, y el
resto del cuerpo extendido sobre el suelo.
—¿Amanda? —Josh parecía muy asustado.
—¡Aahh! —gemía yo.
Sabía que al verme tirada así en el suelo se le pondrían
los pelos de punta.
—Amanda, ¿qué pasa?
Estaba en la puerta. En cualquier momento me vería
tirada sobre las tablas, en la oscura habitación,
aparentemente sin cabeza, y los rayos, centellas y truenos
haciendo de las suyas por toda la casa.
Respiré profundamente y retuve el aire para no reírme.
—¿Amanda? —susurró nuevamente. Luego me vio,
supongo, pues emitió un «Aggh» como si se estuviera
ahogando, y lo oí jadear.
Acto seguido dio un grito con toda la fuerza de sus
pulmones. Lo oí correr a lo largo del pasillo gritando:
—¡Mamá! ¡Papá! —Sentí sus pasos bajando las escaleras,
y su voz pidiendo auxilio una y otra vez.
Me reí para mis adentros. Pero cuando me iba a levantar,
sentí de pronto una lengua tibia que me lamía la cara.
—¡Petey!
Me lamía las mejillas y los ojos frenéticamente, como si
quisiera devolverme a la vida o decirme que todo estaba
bien.
—¡Basta, Petey! ¡Ya está bien! —Me reí, abrazando al
perrito—. ¡Ya es suficiente, Petey! ¡Me estás mojando!
No quería parar. Seguía lamiéndome con ferocidad. «El
pobre también está nervioso», pensé.
—¡Basta, Petey! ¡Cálmate! —le dije, tomando su cara
entre mis manos—. No te pongas así. Este sitio va a ser una
delicia. Ya lo verás.
Esa noche me reía, mientras acomodaba la almohada
antes de meterme en la cama. Me acordaba del miedo que
había pasado Josh esa tarde, del tiempo que le duró el susto
tras bajar yo brincando por la escalera, sana y salva. Estaba
furioso porque lo había engañado.
Por supuesto, a papá y mamá no les hizo ninguna gracia.
Los pobres estaban cansados y nerviosos porque el camión
de mudanza había llegado en ese momento, con una hora
de retraso, obligándonos a Josh y a mí a declarar una
tregua. ¡Se acabó eso de asustarnos el uno al otro!
—Es difícil no asustarse en esta casa tan vieja y tan rara
—dijo Josh.
Sin embargo, acordamos no tomarnos más el pelo, si
podíamos evitarlo.
Quejándose de la lluvia, los obreros empezaron a
trasladar los muebles al interior de la casa.
Josh y yo les indicábamos dónde queríamos que
colocaran las cosas. Mi cómoda se les resbaló subiendo la
escalera, pero sólo se rayó un poco.
Los muebles parecían pequeños y extraños en esta casa
tan grande. Josh y yo tratamos de no estorbar mientras
nuestros padres trabajaban toda la tarde arreglando cosas,
vaciando cajas y guardando ropa. Mamá pudo incluso colgar
las cortinas en mi habitación.
¡Vaya día!
Ahora, un poco después de las diez de la noche, trataba
de dormir por primera vez en mi nuevo cuarto. Me puse de
lado, luego de espaldas. Era mi cama de siempre, pero no
podía dormirme.
Todo parecía muy diferente, fuera de su sitio. La cama no
estaba colocada en el mismo sentido que en mi habitación
de toda la vida. Las paredes estaban desnudas; no había
tenido tiempo de pegar mis pósters.
La habitación era enorme y estaba vacía. Las sombras
eran muy oscuras.
Sentía cierta comezón en la espalda, luego en todo el
cuerpo. «Esto está lleno de pulgas», pensé sentándome en
la cama. Pero era ridículo pensar eso, pues estaba en mi
cama de siempre, con sábanas limpias.
Me obligué a acostarme de nuevo y cerré los ojos. A
veces, cuando no puedo conciliar el sueño, cuento en
silencio de dos en dos, imaginando cada número en mi
cabeza mientras van pasando. Esto tranquiliza mi mente y
me permite dormir.
Intenté, con la cara hundida en la almohada, imaginar los
números al pasar: 4… 6… 8…
Bostecé ruidosamente. Estaba despierta todavía y eran
las dos de la madrugada.
«Me he desvelado para siempre —pensé—. Jamás podré
conciliar el sueño en esta habitación.»
Pero me dormí a no sé qué hora ni durante cuánto
tiempo. Una o dos horas, a lo sumo. Fue un sueño ligero,
incómodo. Luego algo me despertó. Me senté en la cama,
sobresaltada.
A pesar del calor que había en el ambiente, sentía frío en
todo el cuerpo. Había quitado la colcha y la sábana. Me
estiré para agarrarlas. Pero el miedo me paralizó de nuevo.
Oí cuchicheos.
Alguien estaba cuchicheando dentro de la habitación.
—¿Quién… quién es? —Mi propia voz era también un
cuchicheo diminuto y asustadizo.
Tomé la colcha y la sábana y me cubrí hasta el mentón.
Oí nuevos cuchicheos. Mis ojos se iban acostumbrando a
la luz tenue, la cual me permitía distinguir las siluetas a mi
alrededor.
Las largas cortinas de mi anterior habitación, que mamá
había colgado esa tarde, ondeaban en la ventana.
Eso explicaba los cuchicheos. Era el ruido de las cortinas
lo que me había despertado.
Una suave luz grisácea se filtraba por la ventana, y
proyectaba sobre mi cama las sombras de las cortinas
ondeantes.
Bostezando, me estiré y bajé de la cama. Sentí un frío
gélido al cruzar la habitación, sobre las tablas desnudas,
para cerrar la ventana.
—¡Ay!
Se me escapó un grito ahogado cuando vi que la ventana
estaba cerrada.
¿Cómo podían moverse las cortinas de esa manera, si la
ventana estaba cerrada? Me quedé parada frente a ella,
contemplando los tonos grises de la noche. No había casi
viento. La ventana parecía herméticamente cerrada.
¿Había imaginado ese movimiento de las cortinas? A lo
mejor mis ojos me engañaban.
Bostecé de nuevo y volví a la cama, atravesando el
extraño juego de sombras. Me cubrí totalmente con la
colcha y la sábana. «Amanda, deja de asustarte sin
necesidad», me regañé a mí misma.
Minutos después me dormí de nuevo y tuve el sueño más
terrorífico de mi vida.
Soñé que estábamos todos muertos. Mamá, papá, Josh y
yo.
Estábamos sentados alrededor de la mesa del comedor,
en la nueva casa. El comedor estaba muy iluminado, tan
intensamente, en realidad, que al principio no podía
distinguir nuestras caras. Las veía blancas y un tanto
borrosas.
Luego, lentamente, pude enfocar la vista y distinguir que
no teníamos rostros. Nuestra piel había desaparecido, y sólo
relucían nuestras calaveras de color verde tirando a gris.
Había trozos de piel colgando de mis huesudas mejillas. Y
en lugar de ojos, sólo tenía dos cuencas, vacías y negras.
Los cuatro, todos muertos, comíamos en silencio.
Nuestros platos contenían sólo unos pequeños huesos. En el
centro de la mesa había una gran fuente rebosante de
huesos, huesos humanos.
Y luego, en medio de este sueño, nuestra horripilante
cena se vio interrumpida con unos fuertes golpes en la
puerta, golpes insistentes, cada vez más fuertes. Era Kathy,
mi mejor amiga. La veía a través de la ventana, golpeando
la puerta desesperadamente con los puños.
Quería abrirle la puerta a Kathy. Quería salir corriendo del
comedor, abrirle la puerta y abrazarla. Necesitaba hablar
con ella. Explicarle qué era lo que me había sucedido, que
estaba muerta y que mi rostro había desaparecido.
Sentía vivos deseos de ver a Kathy.
Pero no podía moverme de la mesa. Lo intentaba, me
esforzaba, pero no podía levantarme.
Los golpes en la puerta se hicieron más y más fuertes,
hasta volverse ensordecedores. Pero yo seguía sentada, allí,
con mi grotesca familia, tomando huesos de la fuente y
comiéndomelos.
Me desperté sobresaltada, con la horripilante sensación
del sueño todavía presente. Aún sentía los golpes en mis
oídos. Agité la cabeza, esforzándome por olvidar aquella
horrible pesadilla.
Ya era de día. Podía ver el azul del cielo a través de la
ventana.
—¡No, no!
Las cortinas. Ondeaban de nuevo, meciéndose
ostensiblemente.
Sentada en la cama, observé…
La ventana aún estaba cerrada.
—Voy a ver qué pasa con esa ventana. Tiene que haber
una grieta o algo —dijo papá. Estábamos desayunando, y
papá engulló otro bocado de huevos con jamón.
—Pero, papá… ¡es muy extraño! —dije. Todavía sentía
miedo—. Las cortinas se movían como si algo las hiciera
temblar, ¡y la ventana estaba cerrada!
—A lo mejor le falta un vidrio —sugirió.
—Y a Amanda un tornillo —dijo Josh. Creía que era un
chiste extraordinario.
—No te metas con tu hermana —lo regañó mamá,
colocando su plato sobre la mesa antes de sentarse. Parecía
cansada. Su pelo negro, normalmente sujeto atrás, estaba
desgreñado. Se ciñó el cinturón del albornoz—. ¡Ay! Anoche
no dormí ni siquiera dos horas.
—Yo tampoco —suspiré—. De nuevo pensé que pronto
aparecería en mi cuarto aquel muchacho.
—Amanda, olvídate de esas ideas —dijo mamá,
visiblemente molesta—. Muchachos en tu cuarto, cortinas
que tiritan. Debes reconocer que estás nerviosa y que tu
imaginación se está desbordando.
—Pero mamá… —protesté.
—Seguro que había un fantasma detrás de la cortina —
dijo Josh para fastidiar. Levantó las manos y soltó un
fantasmagórico aullido.
—¡Un momento! —Mamá le puso la mano en el hombro
—. ¿Os acordáis de que me habéis prometido no asustaros
el uno al otro?
—No va a ser fácil para nadie adaptarse a este lugar —
dijo papá—. Es posible, Amanda, que lo de las cortinas haya
sido un sueño. ¿No nos has dicho algo acerca de una
pesadilla?
La terrorífica pesadilla volvió a invadir mi mente. Volví a
ver la fuente rebosante de huesos humanos. Sentí
escalofríos.
—Este sitio es muy húmedo —dijo mamá.
—Sí —respondió papá—. Pero ya se secará con un poco
de sol.
Miré por la ventana. El cielo se había convertido en una
sólida masa color gris. Los árboles parecían difundir la
oscuridad a nuestro jardín.
—¿Dónde está Petey? —pregunté.
—Ahí fuera —respondió mamá, mientras comía un
bocado de huevo—. Él también se despertó temprano. No
podía dormir, supongo. Entonces lo dejé salir.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Josh. Mi hermano
siempre tenía que conocer el programa del día con todo lujo
de detalles. Con el propósito de oponerse a todo.
—Tu padre y yo tenemos que abrir más paquetes —dijo
mamá. Echó una mirada al pasillo, repleto de cajas sin abrir
—. Vosotros podéis ir conociendo el vecindario. Explorad un
poco. Tratad de hacer amigos de vuestra edad.
—En otras palabras —dije— quieres que no molestemos.
Mamá y papá se rieron.
—Amanda, eres demasiado inteligente —dijo papá.
—Pero yo quiero organizar mis cosas —objetó Josh. Yo
sabía de antemano que no le iba a gustar el plan, como de
costumbre.
—Vestíos y procurad distraeros —dijo papá—. Y llevaos a
Petey, ¿vale? Con correa. Dejé una al pie de la escalera.
—¿Y nuestras bicicletas? ¿Por qué no podemos ir en
bicicleta? —preguntó Josh.
—Porque están esparcidas entre miles de cosas, al fondo
del garaje —dijo papá—. Imposible sacarlas. Además, una
de las ruedas está pinchada.
—Si no puedo ir en bicicleta, entonces me quedo aquí —
insistió Josh, cruzándose de brazos.
Mamá y papá trataron de hacerlo entrar en razón. Luego
lo amenazaron. Al final, mi hermano aceptó dar «un paseo
corto».
Terminé mi desayuno, pensando en Kathy y en otras
amigas y amigos. Me preguntaba cómo serían los niños de
Dark Falls. ¿Iba a encontrar amigos aquí? ¿Amigos de
verdad?
Me ofrecí a lavar los platos del desayuno, ya que mamá y
papá tenían tanto trabajo que hacer. El agua tibia me
calentaba las manos mientras iba enjabonando y limpiando
los platos. Seré muy rara, pero a mí me gusta lavar platos.
Detrás de mí, en alguna parte de la casa, oía a Josh
discutir con papá. Apenas oía algunas palabras entre el
sonido que producía el chorro de agua.
—Tu pelota de baloncesto está en alguna de esas cajas —
decía papá. Luego Josh respondió algo. Entonces papá
replicó—: ¿Cómo voy a saber en cuál?
Poco después Josh añadió algo más, y papá contestó:
—No. No tengo tiempo ahora para buscarla. Aunque no lo
creas, tu pelota no es mi prioridad número uno en este
momento.
Coloqué los platos en el escurridor y busqué un trapo
para secarme las manos. No encontré ninguno.
Seguramente estaban en alguna caja. Me sequé las manos
lo mejor que pude en el delantal, y me dirigí hacia la
escalera.
—Estaré lista en cinco minutos —llamé a Josh, quien aún
discutía con papá en la sala—. Nos vamos ahora mismo.
Comencé a subir la escalera, pero me detuve. Arriba, en
el descansillo del segundo piso, me esperaba una extraña
muchacha, más o menos de mi edad, de pelo negro y corto.
Me sonreía, pero no era una sonrisa cálida ni amistosa. Sino
la sonrisa más fría y más siniestra, que había visto en mi
vida.
Una mano me tocó el hombro.
Me volví precipitadamente.
Era Josh.
—No voy a salir si no puedo llevar la pelota —dijo.
—Josh ¡por favor! —Miré nuevamente hacia el segundo
piso. La niña ya no estaba.
Sentí un escalofrío. Las piernas me temblaban. Me así a
la barandilla.
—¡Papá! ¡Ven, por favor!
Josh se sintió culpable.
—¡Pero yo no he hecho nada! —gritó.
—No. No eres tú —dije, y llamé otra vez a papá.
—Amanda, estoy ocupado —dijo papá, quien apareció al
pie de la escalera, sudando por el esfuerzo de armar e
instalar los muebles de la sala.
—Papá, he visto a alguien. Ahí —señalé—. Una niña.
—Hazme el favor, Amanda —respondió con una mueca—.
Deja de ver cosas ¿vale? No hay nadie en esta casa salvo
nosotros cuatro. Y tal vez algún que otro ratoncito.
—¿Ratones? —preguntó Josh, entusiasmado—. ¿De
verdad? ¿Dónde?
—Papá, no es una fantasía —dije. La voz se me
quebraba. Me dolía profundamente que no me creyera.
—Amanda, mira otra vez… por favor —dijo papá
contemplando el descansillo del segundo piso—. ¿Qué ves?
Seguí su mirada. Había un montón de ropa. Seguramente
mamá la acababa de sacar de las cajas.
—Son simples prendas de vestir —dijo papá con
impaciencia—. No es ninguna niña. Es ropa. Sólo ropa.
—Perdóname —me disculpé en voz baja, y repetí,
mientras subía por la escalera—. Perdóname.
Pero no me sentía arrepentida, sino confundida.
Y asustada.
¿Cómo podía imaginar yo que un montón de ropa se
convirtiera en una niña sonriente?
No era posible.
No estoy loca. Y veo bien.
¿Qué me estaba pasando, entonces?
Abrí la puerta de la habitación, encendí la luz y vi que las
cortinas ondeaban ante la ventana.
—¡No… Otra vez no!
Corrí a la ventana. Y la encontré abierta. ¿Quién la había
abierto?
Probablemente, mamá.
Un aire caliente y húmedo se introdujo en el cuarto. El
cielo estaba gris y pesado. Olía a lluvia.
Me asusté otra vez al mirar hacia la cama. Alguien me
había tendido una muda de ropa. Unos tejanos viejos y una
camiseta, a los pies de la cama.
¿Quién los puso ahí? ¿Mamá?
Me asomé a la puerta y llamé:
—¡Mamá! ¿Has sido tú la que me ha puesto una muda de
ropa encima de la cama?
Oí que me contestaba, pero no entendí bien qué decía.
«¡Calma, Amanda! —me dije a mí misma—. ¡Cálmate!
Por supuesto que ha sido mamá la que ha puesto ahí la
ropa. ¿Quién si no?»
Desde la puerta oí cuchicheos en el armario. Cuchicheos
y risas nerviosas detrás de la puerta del armario.
Era el colmo.
—¿Qué está pasando aquí? —grité a pleno pulmón. Corrí
al armario, furibunda, y abrí la puerta con todas mis fuerzas.
Con auténtica furia aparté la ropa colgada. Pero no había
nadie.
«¿Ratones? —pensé—. ¿Serán los ratones de los que ha
hablado papá?»
—Tengo que salir de aquí —dije en voz alta.
Me di cuenta de que aquella habitación me estaba
enloqueciendo. No. Más bien me estaba volviendo loca yo
sola. Por imaginar tanta cosa rara.
Todo en la vida tiene una explicación lógica. Todo. Tras
ponerme los tejanos, y mientras cerraba la cremallera,
repetí la palabra «lógica» varias veces. Lo hacía
mentalmente. Lo hice tantas veces que al final ya no
parecía una palabra de verdad.
«¡Cálmate, Amanda. Cálmate!»
Respiré profundamente y conté hasta diez.
—¡Buuu!
—¡Josh! ¡No sigas con eso! —le dije—. Además, no me
has asustado. —Me había puesto muy seria con mi
hermano, pero no tanto en realidad como revelaba mi tono
de voz.
—¡Vámonos! —dijo, mirándome desde la puerta—. Este
lugar me produce escalofríos.
—¿A ti también? —inquirí—. ¿Qué problema tienes tú?
Empezó a decir algo… pero se detuvo. Parecía turbado.
—Olvídalo —murmuró.
—No. Dime —insistí—. ¿Qué es lo que ibas a decir?
Josh le dio una patada a la moldura del piso. Finalmente
dijo:
—Anoche tuve un sueño terrorífico. —Miró las cortinas
que seguían ondeando a mis espaldas.
—¿Un sueño? —dije. Recordaba mi propia pesadilla.
—Sí. Había dos muchachos en mi cuarto. Dos tipos
bastante malos.
—¿Qué hicieron? —le pregunté.
—No me acuerdo —dijo Josh, evitando mirarme a los ojos
—. Sólo recuerdo que me asustaron.
—¿Y qué paso? —pregunté, al tiempo que me cepillaba el
pelo frente al espejo.
—Me desperté —dijo. Luego agregó, con impaciencia—:
¡Vámonos!
—¿Esos muchachos te dijeron algo? —pregunté.
—No. No creo —contestó pensativo—. Sólo se reían.
—¿Se reían?
—Sí, con una risa nerviosa. Pero no quiero hablar más de
eso. —Parecía inquieto—. ¿Vamos a dar ese estúpido paseo,
o no?
—Sí. Ya estoy lista —dije. Terminé de cepillarme y eché
un último vistazo a mi reflejo—. ¡Vamos al estúpido paseo!
Lo seguí por el pasillo. Al pasar junto al montón de ropa,
pensé en la muchacha que había visto allí. Y en el
muchacho en la ventana, cuando llegamos. Y en los dos
muchachos del sueño de Josh.
Sólo podía pensar que Josh y yo estábamos muy
nerviosos por la mudanza a este nuevo lugar. Tal vez mamá
y papá tenían razón. Imaginábamos más de la cuenta. Tenía
que ser nuestra imaginación.
Si no, ¿qué otra cosa podía ser?
Segundos más tarde llegamos al patio posterior de la
casa, en busca de Petey. Como siempre, estaba contento de
vernos. Se nos echó encima, ensuciando nuestra ropa con
sus patas llenas de barro, corriendo con frenesí a nuestro
alrededor, dando vueltas y más vueltas, levantando hojas.
Me alegré de verlo.
Hacía un calor bochornoso, a pesar del cielo gris. No
soplaba el viento. Los pesados árboles se erguían inmóviles,
como estatuas.
Caminamos por la entrada de gravilla enfilando la calle.
Con los zapatos levantábamos las hojas amarillas. Petey
corría a nuestro lado; a veces se adelantaba, a veces se
quedaba atrás.
—Por lo menos papá no nos ha encargado rastrillar todas
estas hojas —dijo Josh.
—Pero lo hará —opiné yo—. Creo que todavía no ha
encontrado el rastrillo.
Josh hizo una mueca. Nos detuvimos en la acera,
observando la casa. Las dos ventanas grandes del segundo
piso nos devolvían la mirada como si fueran un par de ojos.
Por primera vez noté que la casa contigua era casi del
mismo tamaño que la nuestra, sólo que era de madera y no
de ladrillo. Las cortinas de la sala estaban echadas. Varias
de las ventanas del segundo piso tenían también los
postigos cerrados. Esa casa, como la nuestra, estaba en
penumbra, rodeada de árboles.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Josh, tirando un
palito para que Petey lo buscara.
—La escuela está por ese lado —dije señalando—. Vamos
a inspeccionarla, ¿no te parece?
La calle era empinada. Josh había cogido una rama de
árbol que había caído sobre la acera y la utilizaba como
bastón. Petey trataba de morderlo mientras caminábamos.
No veíamos a nadie en la calle, ni en los jardines de las
casas. Tampoco pasó ningún coche.
Empezaba a creer que el pueblo estaba totalmente
abandonado, cuando de pronto el muchacho salió de detrás
de un pequeño seto.
Apareció de forma tan inesperada que nos hizo parar en
seco a Josh y a mí.
—¡Hola! —saludó tímidamente.
—¡Hola! —contestamos al unísono.
Entonces, antes de que pudiéramos evitarlo.
Petey se acercó al muchacho, husmeó sus zapatos y se
puso a ladrar y a gruñir. El muchacho dio unos pasos hacia
atrás y levantó las manos como para protegerse del perro.
Parecía bastante asustado.
—¡Quieto, Petey! —ordené.
Josh lo agarró y lo cogió en brazos, pero el perro continuó
gruñendo.
—No muerde —le dije al muchacho—. Lo siento.
—Está bien —dijo mirando cómo se retorcía Petey,
tratando de escaparse de los brazos de Josh—.
Seguramente huele algo en mí.
—¡Quieto, Petey! —ordené de nuevo. El perro no cesaba
de retorcerse—. ¿Quieres que te ponga la correa?
El muchacho tenía el pelo rubio, corto y ondulado, y sus
ojos eran de un azul muy claro. Tenía una simpática nariz
respingona, que parecía un poco fuera de lugar en una cara
tan seria. Llevaba un suéter morado de manga larga, a
pesar del bochorno, y unos tejanos negros ceñidos. Un
gorrito de béisbol sobresalía del bolsillo de detrás del
pantalón.
—Yo soy Amanda Benson —le dije—. Y éste es mi
hermano Josh.
Indeciso, Josh colocó a Petey nuevamente en el suelo. El
perro ladró una sola vez, pero no le quitó los ojos de encima
al muchacho. Gruñó suavemente y luego se sentó y
comenzó a rascarse.
—Mi nombre es Ray Thurston —dijo el muchacho, con las
manos en los bolsillos y la mirada clavada en el perro.
Luego se relajó un poco al notar que el animal había dejado
de amenazarlo.
De pronto caí en la cuenta de que Ray me resultaba
familiar. Pero, ¿dónde lo había visto antes? ¿Dónde? Lo miré
atentamente hasta recordar…
Entonces sentí tal miedo que me faltó el aliento.
Ray era el muchacho, el muchacho de mi habitación. En
la ventana.
—¡Tú…! —No me salían las palabras—. ¡Tú estabas en
nuestra casa!
Se veía confundido:
—¿Eh?
—Tú estabas en mi habitación, ¿sí o no? —proseguí.
Se rió.
—No entiendo —dijo—. ¿En tu habitación?
Petey levantó la cabeza y gruñó nuevamente. Luego se
dedicó otra vez a rascarse en serio, como buscándose
pulgas.
—Creo haberte visto —dije. Ahora dudaba. A lo mejor no
era él. Tal vez…
—No he estado en tu casa en mucho tiempo —dijo Ray,
mirando a Petey todavía con desconfianza.
—¿Mucho tiempo?
—Sí. Es que antes vivía allí —respondió.
Los dos lo miramos atónitos.
—¿En nuestra casa?
Ray asintió con la cabeza.
—Cuando llegamos al pueblo por primera vez —dijo.
Cogió un guijarro y lo tiró a la calle.
Petey gruñó y empezó a correr detrás de la piedra. Luego
cambió de idea y se situó en plena calle, moviendo la cola
de la emoción.
Pesadas nubes bajas se acumulaban en el cielo. La
oscuridad crecía.
—¿Dónde vives ahora? —le pregunté.
Ray tiró otro guijarro y señaló vagamente hacia la calle.
—¿Te gustaba nuestra casa? —preguntó Josh.
—Sí. Estaba bien —respondió Ray—. Me gustaba por lo
oscura que era.
—¿De veras? —dijo Josh incrédulo—. Para mí es horrible.
Con tantas sombras…
Petey lo interrumpió. Empezó a ladrarle otra vez a Ray.
Se puso a centímetros de distancia del muchacho y luego se
retiró como asustado. Ray también se puso nervioso, dando
unos cuantos pasos atrás.
Josh sacó la correa del bolsillo de su pantalón:
—Lo siento, Petey —dijo. Lo mantuve quieto mientras
Josh unía la correa al collar.
—Nunca ha hecho esto antes. En serio —le dije a Ray.
La correa confundía a Petey. Se resistía con fuerza y
tiraba de Josh hasta la mitad de la calle. Pero por lo menos
dejó de ladrar.
—Hagamos algo —dijo Josh. Estaba aburrido.
—¿Como qué? —preguntó Ray. Se mostraba más
confiado ahora que Petey estaba sujeto.
—Podríamos ir a tu casa —propuso Josh.
Ray movió la cabeza.
—No creo —dijo—. Ahora no es el momento.
—¿Dónde está la gente? —pregunté, mirando la calle
arriba y abajo—. Este sitio parece muerto ¿no?
Ray se rió.
—Sí. Podría decirse eso. —Luego preguntó—: ¿Queréis
que os enseñe el patio de recreo detrás de la escuela?
—Bueno, ¿por qué no? —dije. Me gustaba la idea.
Los tres emprendimos el camino, Ray delante, yo detrás,
al lado de Josh, que asía la rama de árbol con una mano y el
lazo de Petey con la otra. El perro corría en cualquier
dirección, dándole problemas a Josh.
Doblamos por la primera esquina y tropezamos con una
pandilla de jóvenes.
Eran diez o doce, la mayoría muchachos, pero había
también algunas niñas. Se reían y gritaban, empujándose
unos a otros, como jugando, mientras se nos acercaban
ocupando el centro de la calle. Algunos tenían mi edad, más
o menos. Los otros eran un poco mayores. Vestían tejanos y
camisetas de colores oscuros. Una de las niñas destacaba
por su pelo rubio, lacio, y su apretada camiseta verde.
—¡Eh, mirad! —gritó un muchacho alto, de pelo negro
engominado. Nos señalaba.
Al vernos se callaron, pero seguían avanzando hacia
nosotros reprimiendo la risa, como si se hubieran explicado
un chiste.
Al ver que se acercaban, nos detuvimos. Yo sonreí y
quise decir ¡Hola! Petey tiraba de la correa y ladraba con
todas sus fuerzas.
—¡Hola, chicos! —dijo el joven alto de pelo negro,
sonriente. Los demás encontraron esto muy divertido, quién
sabe por qué. Se rieron. La niña de camiseta verde empujó
a un muchacho bajito pelirrojo. El muchacho casi se me cae
encima.
—¿Cómo van las cosas, Ray? —preguntó una niña de
pelo negro corto, también sonriente.
—Más o menos. ¿Qué tal, chicos? —respondió Ray. Y nos
dijo:
—Éstos son unos amigos míos. Viven aquí.
—¡Hola! —dije. Me sentía incómoda. Quería que Petey
dejara de ladrar y tirar de esa manera. El pobre Josh apenas
si podía contenerlo.
—Os presento a George Carpenter —dijo Ray, señalando
al muchacho pelirrojo. Éste saludó con la cabeza—. Y Jerry
Franklin, Karen Somerset, Bill Gregory… —Completó el
círculo de muchachos, presentándonos a cada uno. Intenté
recordar los nombres, pero era imposible, por supuesto.
—¿Os gusta Dark Falls? —me preguntó una de las niñas.
—Pues… no sabría decirlo —contesté—. Es nuestro
primer día. Parece un lugar amable.
Por alguna razón, algunos se rieron de mi respuesta.
—¿Qué tipo de perro es ése? —le preguntó George
Carpenter a Josh.
Agarrándolo de la correa, Josh le habló de la raza de
Petey. George miraba al perro como si nunca hubiera visto
un animal parecido en su vida.
Karen Somerset, una niña muy bonita de pelo rubio y
corto, se me acercó mientras los otros se fijaban en Petey:
—¿Sabes qué? Yo viví una vez en tu casa —dijo en voz
baja.
—¿Qué? —Quizá no había oído bien.
—Vamos al patio de recreo —dijo Ray, interrumpiendo.
Nadie respondió a su sugerencia. Todos se callaron. El
mismo Petey cesó de ladrar.
¿De verdad me había dicho Karen que vivió en nuestra
casa? Quería preguntarle, pero ella se había incorporado
nuevamente al círculo de sus amigos.
El círculo.
Habían formado un círculo en torno a Josh y a mí.
Sentí un espasmo de miedo. ¿Sería mi imaginación?
De pronto parecían todos tan diferentes… Sonreían, pero
sus rostros estaban tensos, en actitud vigilante. Como si
estuvieran a la expectativa de algo.
Dos muchachos llevaban bates de béisbol. La niña de
camiseta verde me miraba de arriba abajo; no perdía
detalle.
Nadie dijo nada. La calle estaba en silencio. Sólo se oía el
leve gemido de Petey.
De repente me sentí muy asustada.
¿Por qué nos miraban así?
¿O era otra vez mi imaginación?
Volví a mirar a Ray, que estaba a mi lado. Parecía
tranquilo, pero no me miró.
—¡Venga, muchachos! —dije—. ¿Qué pasa? —Traté de
hablar en tono despreocupado, pero me temblaba la voz.
Miré a Josh. Estaba tratando de calmar a Petey, y no
parecía haberse fijado en el cambio que se había producido
en el ambiente.
Los dos muchachos con bates de béisbol los levantaron a
la altura de sus cinturones y dieron unos pasos adelante.
Eché una mirada recorriendo el círculo. Sentía angustia,
el miedo se había apoderado de mí.
El círculo se cerró. Los muchachos nos habían cercado
totalmente.
Las negras nubes parecían descender sobre nosotros.
Sentía el aire pesado, húmedo.
Josh le arreglaba el collar al perro y aún no caía en la
cuenta de lo que estaba sucediendo. Yo esperaba que Ray
dijera algo, o que interviniera para tranquilizar a los
muchachos. Pero no. Permaneció inmóvil, inexpresivo, a mi
lado.
El círculo se cerró aún más. Los muchachos siguieron
avanzando.
Se me había cortado la respiración. Abrí la boca, tomé
aire, a punto de dar un grito tremendo.
—¡Hola, chicos! ¿Qué pasa?
Era la voz de un hombre, hablando desde algún lugar.
Todos se volvieron a mirar al señor Dawes, que venía
hacia nosotros dando zancadas. Cruzaba la calle
rápidamente, con la chaqueta abierta y una sonrisa
amistosa.
—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo.
No se había dado cuenta de que la pandilla de jóvenes
nos había amenazado a Josh y a mí.
—Vamos al patio de la escuela —dijo George Carpenter,
jugando con el bate de béisbol—. A jugar.
—Buena idea —dijo el señor Dawes, arreglándose la
corbata. Miró hacia el cielo oscuro—: ¡Ojalá no caiga un
chaparrón y os interrumpa el juego!
Los jóvenes se habían dispersado en pequeños grupos de
dos o tres. El círculo había desaparecido.
—¿Ese bate es de béisbol? —le preguntó el señor Dawes
a George.
—George no sabe —contestó otro muchacho—. Nunca ha
jugado con él.
Todos se rieron. George amenazó con el bate al otro
muchacho, en broma.
El señor Dawes agitó la mano en señal de despedida.
Luego se detuvo y nos miró sorprendido: —Josh, Amanda —
dijo—, no sabía que estuvierais aquí. No os he visto.
—Buenos días —respondí. Estaba desorientada. Hacía
unos minutos me sentía muy asustada, y ahora todo el
mundo se reía y bromeaba.
Tal vez sólo había imaginado que los muchachos nos
amenazaban. Ray y Josh se comportaban como si todo fuera
normal. ¿Sería otra vez mi desbocada imaginación?
Si el señor Dawes no hubiera aparecido, ¿qué habría
pasado?
—¿Cómo os va en la nueva casa? —preguntó el señor
Dawes, pasándose la mano por el pelo rubio.
—Bien —contestamos al unísono. De repente Petey
empezó a asediar al señor Dawes con sus ladridos, tirando
de la correa.
El señor Dawes hizo una exagerada mueca de disgusto.
—¡Me siento maltratado! El perro todavía no me conoce.
—Se inclinó sobre Petey—: ¡Hola, perro! ¡Tranquilízate!
Petey respondió con ladridos aún más furiosos.
—Hoy parece no conocer a nadie —le dije al señor Dawes
disculpándome.
¡El señor Dawes se irguió de nuevo, se encogió de
hombros y dijo:
—Uno no puede caerle bien a todo el mundo. —Luego
volvió a su coche, estacionado en la calle—. Precisamente
voy a vuestra casa —nos dijo— a ver si puedo ayudar en
algo a vuestros padres. ¡Divertíos, muchachos!
Subió al coche y desapareció.
—Es un tipo simpático —dijo Ray.
—Sí —dije. Aún me sentía incómoda. Me preguntaba qué
harían los muchachos ahora que el señor Dawes no estaba.
¿Volverían a formar ese círculo amenazante?
Pero no. Todos se dirigieron hacia la escuela.
En el camino hacían comentarios jocosos entre sí y
hablaban como cualquier grupo de jóvenes. Casi ni se
fijaban en nosotros.
Empecé a sentirme un poco ridícula. Era evidente que
ninguno quería asustarnos, ni a mí ni a Josh. Habían sido
imaginaciones mías.
Por lo menos, pensé, no había gritado, ni había armado
un escándalo. En definitiva, no había quedado como una
loca de remate.
El patio de recreo estaba vacío. Supuse que los demás
jóvenes del vecindario se habían quedado en sus casas
porque el tiempo amenazaba lluvia. El patio era un amplio
terreno llano cercado por una alta valla de metal. Próximos
al edificio de la escuela había columpios y toboganes. Al
otro extremo había dos canchas de béisbol. Más allá pude
distinguir unas canchas de tenis, también vacías.
Josh ató a Petey a la cerca y se reunió corriendo a los
demás. El muchacho llamado Jerry Franklin seleccionó los
equipos. Yo formé parte del mismo equipo de Ray. Josh
estaba en el otro.
Cuando le tocó el turno a nuestro equipo, me sentí
contenta y un poco nerviosa. No soy una experta jugadora.
Sé darle a la pelota más o menos. Pero a campo abierto soy
un fracaso total. Por fortuna, Jerry me colocó en el puesto
más alejado, donde la pelota llegaba muy de vez en cuando.
Las nubes se abrieron y el cielo se iluminó durante un
rato. Jugamos dos vueltas. El otro equipo estaba ganando:
ocho a dos. Me divertía. Sólo una vez metí la pata. Y di un
doble la primera vez que me tocó batear.
Me sentí contenta de estar con un nuevo grupo de
jóvenes. Parecían simpáticos, sobre todo esa niña llamada
Karen Somerset. Ella me daba conversación mientras
esperábamos nuestro turno con el bate. Tenía una sonrisa
simpática a pesar de los frenos de metal que llevaba en los
dientes. Tenía ganas de ser mi amiga. Parecía evidente.
En el momento en que mi equipo comenzaba la tercera
vuelta salió el sol. De pronto oí un fuerte pitido. Provenía de
Jerry Franklin, el organizador. Soplaba un silbato de plata y
todos se le acercaron corriendo.
—Hemos de terminar ahora mismo —dijo mirando al
cielo, que se iluminaba cada vez más—. Acordaos de que
hemos prometido estar en nuestras casas a la hora del
almuerzo.
Miré el reloj. Aún no eran las once y media. Muy
temprano todavía.
Pero, para mi sorpresa, nadie protestó.
Todos se despidieron enseguida, y comenzaron a correr.
No podía creer que se fueran tan rápidamente. Como si
fuera una competición, o algo así.
Karen pasó junto a mí como una exhalación con la
cabeza gacha, con una expresión muy seria en su simpática
cara.
Luego se detuvo un instante para mirarme:
—Me alegro de haberte conocido, Amanda —dijo—.
Hemos de reunimos un día de estos.
—¡Claro! —le dije—. ¿Sabes dónde vivo?
No oí claramente su respuesta. Asintió con la cabeza, y
me parece que dijo:
—Sí, ya sé. Yo también he vivido en esa casa.
Pero era imposible que hubiera dicho eso.
Pasaron los días. Josh y yo nos íbamos acostumbrando a
la nueva casa y a los nuevos amigos.
Nos encontrábamos con ellos todos los días en el patio
de la escuela; aunque no eran exactamente amigos todavía.
Hablábamos y nos dejaban jugar en sus equipos. Pero no
era fácil conocerlos bien.
En mi habitación oía cuchicheos a altas horas de la
noche, y risas contenidas, pero me esforzaba por no
hacerles caso.
Una noche creí haber visto a una muchacha toda vestida
de blanco en el pasillo del segundo piso. Pero cuando me
acerqué no encontré más que un montón de sábanas sucias
y ropa de cama amontonada contra la pared.
Josh y yo nos adaptábamos, pero Petey mostraba un
comportamiento muy extraño. Lo llevábamos a la escuela
todos los días, pero teníamos que atarlo a la cerca. En caso
contrario, ladraba a los muchachos y trataba de morderlos.
—Todavía está nervioso por el cambio —le decía a Josh—.
Se adaptará enseguida, ya lo verás.
Pero no se adaptó. Pasados quince días,
aproximadamente, cuando terminábamos un juego de
béisbol-sala con Ray, Karen Somérset, Jerry Franklin, George
Carpenter y otros amigos, miré hacia la cerca y vi que Petey
había desaparecido.
No se sabía cómo, pero el perro se había librado de la
correa y se había escapado.
Lo buscamos durante varias horas, llamándolo, dimos
una vuelta por todas las manzanas, nos metimos en los
patios de las casas, en descampados y bosques. Entonces,
después de haber recorrido todo el vecindario, Josh y yo nos
dimos cuenta de que no teníamos ni idea de dónde
estábamos.
Las calles de Dark Falls parecían idénticas las unas a las
otras. En todas había casas de ladrillo o madera, con viejos
y frondosos árboles alrededor.
—Es increíble —dijo Josh—. Nos hemos perdido. —Se
apoyó en el tronco de un árbol para descansar un rato.
—¡Qué perro! —murmuré, buscando todavía a Petey por
la calle—. ¿Por qué ha hecho esto? Nunca se había
escapado.
—No sé cómo ha podido soltarse —dijo Josh, agitando la
cabeza y limpiándose el sudor de la frente con la manga de
la camiseta—. Lo até bien.
—¡Un momento! —dije—. A lo mejor ha vuelto a casa. —
La sola idea de que así fuera me dio ánimos enseguida.
—¡Claro! —Josh abandonó el tronco del árbol—. Apuesto
a que tienes razón, Amanda. Lo más probable es que lleve
horas en casa, y a nosotros no se nos ha ocurrido mirar allí
primero. ¡Vámonos! ¡Qué tontos hemos sido!
Eché una mirada a la calle y a las casas vacías.
—Pero primero tenemos que encontrar el camino de
vuelta —dije.
Traté de recordar qué dirección habíamos tomado cuando
salimos de la escuela. Pero no me acordaba. Entonces
empezamos a caminar al buen tuntún.
Por fortuna, al llegar a la esquina, vimos la escuela.
Habíamos trazado un círculo completo. Desde allí fue fácil
orientarnos.
Al pasar frente a la escuela observé el lugar de la cerca
donde Josh había atado al perro. ¡Qué animal tan tonto!
¡Qué mal se estaba portando desde que habíamos llegado a
Dark Falls!
¿Estaría en casa ahora? Eso deseaba.
Minutos más tarde Josh y yo llegamos a la entrada de
gravilla y empezamos a llamar a Petey a grito pelado. La
puerta principal se abrió bruscamente y allí estaba mamá,
con el pelo recogido en un pañuelo rojo, y los tejanos llenos
de polvo.
Acababa de pintar el porche de atrás, junto con papá.
—¿De dónde salís? ¡Hemos comido hace dos horas!
Los dos preguntamos al unísono:
—¿Petey está aquí?
—Lo hemos estado buscando —dije yo.
—¿Está aquí? —insistió Josh.
Mamá no entendía nada.
—¿Petey? ¿No estaba con vosotros?
El corazón me dio un vuelco. Josh se echó al suelo
profiriendo un gemido y se quedó tendido de espaldas entre
las hojas del jardín.
—Entonces ¿no lo has visto? —pregunté desconcertada y
con voz temblorosa—. Sí, estaba con nosotros, pero se
escapó.
—¡Ay!, lo siento mucho —dijo mamá, instando a Josh
para que se incorporara del suelo—. ¿Y cómo se ha
escapado? ¿No le pusisteis la correa?
—Tienes que ayudarnos a encontrarlo —urgió Josh, sin
levantarse—. Saca el coche. Lo tenemos que encontrar,
¡ahora mismo!
—No debe de estar lejos —dijo mamá—. Seguramente,
tendréis hambre. Almorzad primero, y luego…
—¡No! ¡Ahora mismo! —gritó Josh.
Papá salió de la casa, con la cara y el pelo cubiertos de
pequeñas gotas de pintura blanca:
—¿Qué está pasando? —preguntó—. Josh ¿por qué gritas
así?
Le contamos lo que había pasado. Nos dijo que estaba
muy ocupado, que no tenía tiempo para ir a buscar a Petey.
Mamá se ofreció para esa tarea, pero sólo si almorzábamos
primero. Levanté a Josh, tirándole de los brazos, y lo llevé a
rastras hasta la casa.
Nos lavamos deprisa y engullimos un par de bocadillos
en un santiamén. Mamá sacó el coche del garaje y nos
dispusimos a recorrer todo el pueblo, a la búsqueda del
perro extraviado.
Pero no tuvimos suerte.
Ninguna señal de nuestro entrañable perro.
Nos sentíamos pequeños, acongojados.
Mamá y papá llamaron a la policía. Papá repetía que
Petey sabía orientarse, que en cualquier momento podría
aparecer.
Pero no le creíamos.
¿Dónde estaría nuestro perro?
Cenamos en silencio. Fue la tarde más larga y horrible de
toda mi vida.
—Lo até muy bien, seguro —dijo Josh con lágrimas en los
ojos. No había probado bocado.
—Los perros son expertos en el arte de escapar —dijo
papá—. No te preocupes. Petey volverá.
—¡Vaya nochecita! —dijo mamá, aburrida.
Se me había olvidado por completo que ellos iban a salir.
Unos vecinos de la manzana contigua los habían invitado a
una comida típica llamada «la olla de la suerte».
—Yo tampoco estoy para muchas fiestas —suspiró papá
—. Estoy cansado de pintar todo el día. Pero hay que ser
buenos vecinos. ¿Seguro que estaréis bien, verdad? —nos
preguntó.
—Creo que sí —dije, pensando en Petey, con el oído
atento a ver si lo oía ladrar o arañar la puerta.
Pero no. El tiempo pasó lentamente y a la hora de
acostarnos Petey todavía no había aparecido.
Josh y yo subimos desanimados a nuestras habitaciones.
Me sentía cansadísima de tanta preocupación y de tantas
andanzas en busca de Petey. Sin embargo, sabía que no
podría conciliar el sueño.
Estando aún en el pasillo, frente a mi puerta, oí
cuchicheos dentro de la habitación y leves pasos. Los
sonidos habituales. Ya no me asustaban. Ni siquiera me
sorprendían.
Sin vacilar, entré y di la luz. Mi habitación estaba vacía,
como ya era de esperar. Los misteriosos ruidos se acabaron.
Vi que las cortinas pendían inmóviles en la ventana.
Luego vi la ropa extendida sobre la cama.
Varios tejanos y camisetas, y un par de pantalones de
deporte. Además, mi única falda elegante.
«¡Qué raro!», pensé. Mamá era una fanática del orden. Si
ella había lavado esta ropa, ¿por qué no la había doblado y
guardado en los cajones?
Solté un suspiro y comencé a ordenar la ropa. Imaginé
que mamá había tenido tanto trabajo que simplemente no
pudo dejarlo todo bien arreglado.
Seguramente lavó la ropa y la dejó allí para que me
encargara de ella. O tal vez con la intención de guardarla
más tarde, pero luego se distrajo con otras tareas y se le
olvidó.
Media hora después estaba acostada en mi cama,
aunque totalmente despierta, contemplando las sombras en
el techo. Pasados unos minutos, o unas horas, no lo sé,
seguía desvelada pensando en Petey, en nuestros nuevos
amigos del pueblo, en el ambiente del pueblo mismo,
cuando de pronto sentí que la puerta de mi habitación
chirriaba y se abría.
Oí pasos que se deslizaban sigilosamente.
Me senté en la cama. Había alguien.
—¡Amanda! ¡Soy yo!
Alarmada no reconocí al principio el susurro de mi
hermano.
—Josh ¿qué haces aquí? ¿Qué quieres?
Una súbita luz me deslumbró, obligándome a protegerme
los ojos.
—Perdóname. Es la linterna. No pensaba…
—Esa luz es muy fuerte —le dije, todavía deslumbrada.
Josh dirigió el poderoso rayo de luz blanca hacia el techo.
—Sí. Es una linterna halógena —explicó.
—Bueno ¿y qué es lo que quieres? —le pregunté irritada.
Todavía no podía ver bien. Me restregué los ojos, pero eso
no me alivio.
—Yo sé dónde está Petey —susurró Josh—. Y lo voy a
buscar. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Qué dices? —Miré el pequeño reloj en mi mesa de
noche—. Es más de media noche, Josh.
—¿Y qué? No tardaremos nada —respondió.
Ya había recuperado la vista y pude distinguir a Josh a la
luz de la linterna. Estaba vestido. Llevaba tejanos y camisa
de manga larga.
—No entiendo, Josh —dije, sentada en el borde de la
cama—. Ya hemos buscado por todas partes. ¿Dónde crees
que está Petey?
—En el cementerio —contestó Josh. Sus ojos se veían
más grandes, oscuros y serios contra la luz blanca.
—¿Cómo lo sabes?
—Se fue allí la primera vez, ¿te acuerdas? Cuando
llegamos a Dark Falls. Se metió en el cementerio que está
detrás de la escuela.
—Un momento, por favor… Un momento.
—Hoy hemos pasado frente al cementerio, pero no
hemos entrado. Allí está, Amanda. Estoy seguro. Y voy tras
él, aunque no me acompañes.
—¡Cálmate, Josh! —le dije poniendo mis manos en sus
delgados hombros. Para mi sorpresa, mi hermano estaba
temblando—. No existe ninguna razón que pueda
demostrarnos que Petey esté en el cementerio.
—Allí se metió la otra vez —insistió Josh—. Buscaba algo.
Yo lo sabía, y ahora sé que nuevamente merodea por allí. —
Se apartó de mí—. Bueno, Amanda, ¿vienes o te quedas?
Mi hermano debe de ser el muchacho más terco e
impulsivo del mundo.
—Josh, ¿piensas explorar un cementerio desconocido a
estas horas de la noche? —pregunté.
—No me da miedo —contestó iluminando mi habitación
con su poderosa linterna.
Por un instante creí ver a alguien medio escondido detrás
de las cortinas. Abrí la boca para gritar. Pero me detuve. Allí
no había nadie.
—¿Vienes o te quedas? —repitió con impaciencia.
Iba a decirle que no. Pero volví a mirar las cortinas, y
pensé que tal vez sería más peligroso estar aquí, en mi
propia habitación, que en el cementerio.
—Bueno, voy —dije sin ganas—. Ahora, vete de aquí
mientras me visto.
—Está bien —susurró, apagando la linterna y sumiendo
otra vez la habitación en la más absoluta oscuridad—. Nos
encontraremos abajo, en la entrada.
—Josh, sólo una rápida mirada al cementerio y luego
regresamos. ¿Entendido?
—De acuerdo —respondió—. Estaremos aquí antes de
que mamá y papá hayan regresado de la fiesta. —Se fue sin
hacer ruido, bajando rápidamente los peldaños de la
escalera.
«Ésta es la idea más loca de todas», pensé mientras
buscaba mi ropa en la oscuridad.
Pero al mismo tiempo me parecía emocionante.
Claro que Josh se equivocaba, sin duda alguna. Petey no
iba a estar ahora merodeando a esas horas por un
cementerio. Era absurdo.
Pero al menos no estaba lejos. Y sería una aventura. Algo
sobre lo cual escribir una carta a mi amiga Kathy.
Y si Josh tenía razón y lográbamos encontrar al pobre
perrito extraviado, pues tanto mejor.
Minutos después, vestida con unos tejanos y un suéter,
me reuní con Josh. Era una noche tibia. Un pesado manto de
nubes tapaba la luna. Por primera vez me di cuenta de que
no había alumbrado público en nuestra calle.
Josh tenía la linterna halógena encendida, iluminando el
suelo.
—¿Estás lista? —preguntó.
Era una pregunta estúpida. Si no estuviera lista, no
estaría allí.
Caminamos sobre las hojas muertas buscando la escuela.
Desde allí apenas faltarían dos manzanas para llegar al
cementerio.
—Está muy oscuro —dije en voz baja. Las casas estaban
a oscuras y silenciosas. No había brisa. Era como si
estuviéramos solos en el mundo.
—Demasiado silencio —dije apresurándome para que
Josh no me dejara atrás—. No se oye ni una mosca, nada.
¿Seguro que quieres ir al cementerio?
—Sí. Seguro —dijo siguiendo con los ojos el anillo de luz
que formaba la linterna delante de nosotros, en el suelo—.
Estoy convencido de que Petey está allí.
Caminábamos sobre el pavimento de la calle, al lado de
la acera. Ya llevábamos unas dos manzanas de camino; ya
divisábamos la escuela en la manzana siguiente, cuando
oímos unos pasos que seguían nuestro rastro.
Nos paramos en seco. Josh bajó la linterna.
Los dos oímos el sonido. No era imaginación mía.
Alguien nos estaba siguiendo.
Josh se asustó tanto que se le cayó la linterna, y el
impacto en el pavimento fue estrepitoso. La luz tembló,
pero no se apagó.
Josh se inclinó para recuperar la linterna, y en ese
momento nuestro perseguidor nos alcanzó. Me volví para
mirarlo. El corazón me palpitaba locamente.
—¡Ray!, ¿qué haces tú aquí?
Josh dirigió el rayo de luz a la cara de Ray, y Ray
reaccionó tapándose el rostro con ambas manos y
retirándose rápidamente para refugiarse en la oscuridad.
—¿Y qué hacéis vosotros por aquí? —inquirió. Parecía tan
asustado como yo.
—Nos… nos has dado un susto de muerte —dijo Josh con
rabia. Volvió a bajar la luz de la linterna, alumbrando el
suelo.
—Perdonadme —dijo Ray—. Os iba a llamar, pero no
estaba seguro de que fuerais vosotros.
—Josh tiene unas ideas extrañas acerca del paradero de
Petey —le expliqué, todavía sin aliento—. Por eso estamos
aquí.
—¿Y tú qué? —preguntó Josh.
—A veces no puedo dormir —susurró Ray.
—Y tus padres, ¿no se preocupan de que salgas tan
tarde? —pregunté yo.
A la luz de la linterna vi cruzar por su rostro una sonrisa
malévola.
—Es que no lo saben —dijo.
—¿Vamos al cementerio, o nos quedamos aquí
charlando? —Josh estaba impaciente. Sin esperar la
respuesta, salió pitando hacia el cementerio. La luz se
agitaba delante de él, sobre el pavimento. Yo mantuve su
ritmo para no quedarme a oscuras.
—¿Adónde vais? —preguntó Ray, corriendo detrás de
nosotros.
—Al cementerio —dije.
—¡No! —gritó—. ¡No vayáis!
El tono de su voz era tan amenazante, que me detuve.
—¿Qué dices?
—Digo que no vayáis al cementerio —repitió.
No podía ver su rostro en la oscuridad. Pero sus palabras
eran una seria advertencia.
—¡Daos prisa! —gritó Josh. Mi hermano ya estaba lejos.
No se había detenido y tal vez por eso no había percibido el
tono de voz de Ray.
—¡No sigas, Josh! —gritó Ray. Era más una orden que una
sugerencia—. ¡No vayáis!
—¿Por qué no? —pregunté ansiosa. ¿Nos estaba
amenazando Ray? ¿Sabía algo que nosotros ignorábamos?
¿O yo estaba exagerando una vez más?
Traté de escudriñar en la oscuridad para ver su cara.
—¿De veras pensáis ir? ¡Pues estáis locos! —dijo Ray.
De pronto me asaltó una duda; quizá lo había juzgado
mal. Ray tenía miedo de ir al cementerio. Por eso trataba de
disuadirnos.
—¿Venís o no? —preguntó Josh. Nos separaba una
considerable distancia.
—Creo que no deberíamos —advirtió Ray.
«Sí, tiene miedo», pensé. Lo de la amenaza había sido
pura imaginación mía.
—Tú no tienes por qué venir —insistió Josh desde lejos—.
Pero nosotros sí.
—No. De verdad —insistió Ray—. No es una buena idea.
Ahora corríamos los dos tratando de alcanzar a Josh.
—Petey está ahí —explicó Josh—. Estoy seguro.
Pasamos frente a la oscura y silenciosa escuela. Parecía
mucho más grande de noche. La linterna de Josh
centelleaba en las ramas de los árboles cuando doblamos la
esquina y tomamos el camino del cementerio.
—¡Esperad, por favor! —insistía Ray. Pero Josh no se
detuvo, y yo tampoco. Quería llegar y terminar cuanto
antes.
Me limpié el sudor de la frente con la manga de mi
camiseta. Hacía bochorno. Me arrepentí de haberme puesto
una camiseta de manga larga. Me palpé el pelo. Estaba
chorreando.
Las nubes ocultaban la luna. Llegamos al cementerio y
entramos por una puerta bajo el pequeño muro. En la
oscuridad distinguí las hileras desordenadas de tumbas.
La luz de la linterna de Josh saltaba de lápida en lápida.
Mi hermano llamaba:
—¡Petey! ¡Petey! —Su voz rompía el silencio de la noche.
«Está perturbando el sueño de los muertos», pensé.
Sentí un espasmo de miedo.
«No seas tonta, Amanda», me regañé a mí misma. Luego
también me uní a los gritos de Josh tratando de alejar esos
pensamientos malsanos.
—Esta es una idea particularmente desafortunada —dijo
Ray, deteniéndose muy cerca de mí.
—¡Petey! —llamaba Josh.
—Ya sé que la idea es mala —le dije—. Pero no quería
que mi hermano viniera solo.
—No deberíamos estar aquí —repitió Ray.
Empecé a desear que Ray no hubiera venido. Nadie lo
había obligado. ¿Por qué escandalizaba tanto?
—¡Eh! ¡Mirad esto! —dijo Josh desde donde estaba,
varios metros más adelante.
Corrí por entre las hileras de tumbas, mientras mis
zapatos se hundían en el suelo húmedo. No me había dado
cuenta de que habíamos atravesado casi todo el
cementerio.
—¡Mirad! —dijo Josh de nuevo, alumbrando con su
linterna una extraña estructura construida al final del
cementerio.
Al comienzo no pude distinguir bien de qué se trataba.
¡Era todo tan extraño! Distinguí una especie de teatro, o
anfiteatro, diría yo. Unas gradas, cavadas en forma circular
en la misma tierra, descendían en anillos cada vez más
reducidos hasta llegar a una especie de plataforma, en el
fondo, similar al escenario de una sala de espectáculos.
—¿Qué diablos es esto? —exclamé.
Me acerqué para verlo más de cerca.
—¡Amanda, espera! ¡Volvamos a casa! —dijo Ray. Trató
de cogerme del brazo, pero me escurrí y terminó asiendo el
aire.
—¡Qué extraño! —me dije—. ¿Quién construiría un teatro
al aire libre dentro de un cementerio?
Miré hacia atrás para ver dónde estaban Josh y Ray, y mi
zapato chocó contra algo. Caí al suelo, golpeándome
fuertemente en la rodilla.
—¿Qué es esto?
Josh lo alumbró mientras yo me levantaba lenta y
penosamente. Había tropezado con la enorme raíz de un
árbol.
A la luz imprecisa de la linterna, observé la torcida raíz
que procedía de un árbol antiquísimo y corpulento que
estaba a varios metros de distancia. Inmenso, se inclinaba
sobre el extraño anfiteatro subterráneo, tan inclinado que
parecía que se fuera a caer en cualquier momento. Sus
grandes raíces se levantaban del suelo y sus ramas,
dobladas por el follaje, casi lo tocaban.
—¡Ma… deee… ra! —gritó Josh bromeando.
—¡Qué cosa tan rara! —dije yo—. Dime, Ray ¿qué es
esto?
—Un lugar de reunión —contestó con voz baja y sin
moverse de mi lado. Miraba el árbol fijamente—. Lo utilizan
como una especie de salón municipal. Aquí tienen lugar las
reuniones del pueblo.
—¿En el cementerio? —dije. Era increíble.
—¡Vámonos! —nos urgió Ray. Parecía muy nervioso.
Los tres percibimos pasos. Detrás de nosotros, entre las
tumbas. Nos volvimos, y el círculo de luz de la linterna
recorrió la hierba.
—¡Petey!
Allí, al pie de una lápida, estaba nuestro perro. Me sentía
feliz.
—¡No lo puedo creer, Josh! ¡Qué maravilla! ¡Tenías toda
la razón!
—¡Petey! ¡Petey! —Josh y yo nos dispusimos a cogerlo.
Pero Petey se arqueó como si quisiera huir de nosotros.
Nos miró de una manera rara; sus ojos, rojos como rubíes,
brillaban a la luz de la linterna.
—¡Petey! ¡Por fin te hemos encontrado! —dije.
El perro agachó la cabeza y se alejó trotando.
—¡Ven, Petey! ¿No nos conoces?
Josh dio una inesperada carrera y lo cogió.
—Petey ¿qué te pasa? —dijo levantándolo del suelo.
Me acerqué rápidamente, pero en ese momento Josh
dejó a Petey nuevamente en el suelo, y se retiró diciendo:
—¡Ay, qué mal huele!
—¿Qué dices? —pregunté.
—Petey huele muy mal —dijo Josh—. ¡Como una rata
muerta!
Se tapó la nariz con los dedos.
Petey se alejó caminando.
—Josh, el perro no se alegra de vernos —dije llorando—.
Es como si no nos conociera. ¡Míralo!
Era verdad. Petey se detuvo en la siguiente fila de
tumbas, se dio la vuelta y nos miró con furia.
Me sentí fatal. ¿Qué le había pasado a nuestro perro?
¿Por qué se portaba así? ¿Por qué no se alegraba de vernos?
—No entiendo nada —dijo Josh, todavía con una mueca
de asco a causa del mal olor del perro—. Normalmente, si
uno se va durante treinta segundos, celebra con entusiasmo
el regreso.
—Vayámonos enseguida —dijo Ray. Todavía estaba al
final del cementerio, al pie del árbol inclinado.
—Petey, ¿qué te pasa? —llamé al perro. Pero no
respondió—. ¿No te acuerdas de tu nombre? ¿Petey?
¿Petey?
—¡Qué olor! —exclamó Josh—. ¡Qué asco!
—Tenemos que llevarlo a casa y bañarlo —dije. Me
temblaba la voz. Me sentía muy triste. Y también asustada.
—A lo mejor no es Petey —dijo Josh pensativo. Los ojos
del perro aparecieron otra vez rojos a la luz de la linterna.
—Es él. No hay duda —dije—. ¡Mira, todavía arrastra la
correa! Agárralo, Josh, y volvamos a casa.
—¡Agárralo tú! —respondió Josh—. ¡Huele que apesta!
—Cógelo de la correa —dije—. No hay necesidad de
llevarlo en brazos.
—¡No! ¡Hazlo tú! —dijo Josh con su acostumbrada
terquedad. Vi que no tenía otra opción.
—Bueno —dije—. Voy por él. Pero préstame la linterna.
Josh me la pasó y comencé a correr hacia el perro.
—¡Siéntate, Petey! ¡Siéntate! —Era la única orden que el
animal obedecía.
Pero esta vez no me hizo caso. Al contrario. Se volvió y
se fue al trote, con la cabeza gacha.
—¡Petey! ¡Ven! —llamé desesperadamente—. ¡No me
obligues a correr otra vez!
—¡Que no se vaya! —dijo Josh, siguiéndome.
Moví la linterna a lo largo del prado.
—¿Dónde se ha metido?
—¡Petey! ¡Petey! —llamó Josh angustiado.
—¡Ay! ¡Lo hemos perdido otra vez! —me lamenté.
Los dos lo llamamos una y otra vez.
—¿Qué le pasará al tonto ése? —dije.
Dirigí el rayo de luz hacia una hilera de tumbas, luego
hacia otra. Pero nada. Lo llamamos repetidamente. Ni la
menor señal del perro.
Entonces el círculo de luz se posó un momento frente a
una de las lápidas.
Leí el nombre inscrito en la piedra, y quedé muda de
espanto.
No podía moverme.
Finalmente emití un sonido.
—¡Josh! ¡Mira! —Lo cogí del brazo y no lo solté.
—¿Qué te pasa? —preguntó Josh asustado.
—¡Mira! ¡El nombre en la piedra!
Decía: «Karen Somerset.»
Josh lo leyó. Luego me miró, todavía desconcertado.
—Es mi nueva amiga —le dije—. La niña con quien juego
todos los días en la escuela.
—Debe de ser su abuela, o algo así —dijo Josh. Luego
agregó con impaciencia—: ¡Vámonos! ¡Tenemos que
encontrar a Petey!
—¡No! ¡Mira las fechas! —le dije.
Leímos las fechas bajo el nombre de Karen Somerset:
«1960-1972».
—No puede ser su madre ni su abuela —dije. Mantenía
iluminada la lápida, a pesar de que mi mano temblaba—.
Esta niña murió cuando tenía doce años. Mi edad actual. Y
Karen también tiene doce años. Me lo dijo.
—¡Amanda! —Josh se puso furioso y miró para otro lado.
Pero yo di unos pasos e iluminé la lápida siguiente.
Llevaba un nombre desconocido. Pasé a la siguiente. Otro
nombre desconocido.
—¡Amanda! ¡Por favor! ¡Vámonos! —se quejó Josh.
La siguiente lápida llevaba el nombre de «George
Carpenter: 1975-1988».
—¡Josh! ¡Mira! ¡Es George, el de la escuela!
—¡Amanda! ¡Tenemos que buscar a Petey! —insistió.
Pero no podía alejarme de las lápidas. Pasé de una a otra,
iluminando las inscripciones con la linterna.
Encontré a Jerry Franklin. Luego a Bill Gregory. Mi
angustia crecía por momentos. Eran los muchachos con
quienes jugábamos a béisbol. Todos tenían aquí sus lápidas.
Con el corazón desbocado caminé entre las tumbas, con
los pies casi hundidos en el suelo húmedo. Me sentía
helada, helada de miedo. Haciendo un último esfuerzo
mantuve la luz fija un momento para mirar la inscripción de
la última lápida de la fila:
«Ray Thurston: 1977-1988.»
—¡Noooo…!
Josh me estaba llamando. Oí su voz, lejana, pero no
entendía las palabras.
El resto del mundo se desvaneció por completo. Leí de
nuevo las letras esculpidas: «Ray Thurston: 1977-1988.»
Me quedé inmóvil, mirando las dos palabras y las cifras.
Las miré tanto, que al final perdieron su sentido, eran algo
impreciso.
De pronto me di cuenta de que Ray se había situado
silenciosamente a mi lado. Me observaba con una mirada
perdida.
—Ray… —alcancé a pronunciar su nombre con dificultad,
mientras iluminaba la lápida con la linterna—. ¡Ray, éste
eres tú!
Sus ojos brillaron, y luego se convirtieron en rescoldo
vivo.
—Sí, soy yo —dijo sin levantar la voz, y acercándose más
—: ¡Ay, Amanda…! ¡No sabes cuánto lo siento!
Di un paso atrás. Mis pies se hundían en el barro del
cementerio. Sentía el aire pesado. No se oía ningún sonido.
No había ningún movimiento.
Muerte.
«Estoy rodeada de muerte», pensé.
Paralizada en mi sitio, incapaz de respirar, en medio de
las tinieblas más espantosas, con las tumbas rodeándome
con sus sombras grotescas, me pregunté: «¿Y ahora? ¿Qué
me va a hacer?»
—¿Ray? —Me costó trabajo pronunciar su nombre. Mi voz
sonaba débil, ajena—. ¿Ray, de verdad estás muerto?
—Lo siento. No deberías haberlo sabido todavía. —Su voz
flotaba como una pesada nube fantasmagórica en el aire
sofocante de la noche.
—Pero, ¿cómo? ¡No… no entiendo! —Por encima de su
hombro, a cierta distancia, veía la luz blanca de la linterna.
Josh estaba entre las largas hileras de lápidas, lejos,
buscando a Petey.
—¡Petey!—susurré. El miedo me ahogó la voz y el
estómago se me encogió. Estaba horrorizada.
—Los perros siempre saben —explicó Ray, sin mostrar
ninguna emoción—. Los perros siempre distinguen a los
muertos vivientes. Por eso tienen que morir primero. Porque
siempre saben.
—¿Quieres decir que… Petey… Petey está muerto?
Las palabras se me enredaban en la garganta.
Ray asintió con la cabeza.
—Siempre matan primero a los perros.
—¡No! —grité a todo pulmón—. ¡No! —Retrocedí unos
pasos más y perdí el equilibrio, tropezando con una
pequeña tumba de mármol. Salté asustada.
—No deberías haber visto esto —dijo Ray. Su cara
delgada no revelaba emoción alguna, salvo los ojos negros
que expresaban una tremenda tristeza—. No estaba
previsto que tú supieras esto, al menos hasta dentro de
unas semanas. Yo soy el vigilante. Mi tarea era vigilar para
asegurarme de que no vieras nada hasta que llegara la
hora.
Se me acercó, sus ojos encendidos con una luz roja que
casi me quemaba la vista.
—¿Tú me vigilabas desde la ventana? —Prácticamente
estaba gritando—. ¿Eras tú quien estaba en mi habitación?
Nuevamente asintió.
—Yo viví en tu casa alguna vez —dijo, dando un paso
más hacia mí, obligándome a retroceder y a sentir el frío del
mármol—. Y soy el vigilante.
Hice un enorme esfuerzo para girar la cabeza y no ver
más sus ojos encendidos. Quería gritar, decirle a mi
hermano que corriera a buscar auxilio. Pero Josh estaba muy
lejos. Y yo, petrificada por el terror.
—Necesitamos sangre fresca —dijo Ray.
—¿Quéee? —grité—. ¿Qué estás diciendo?
—El pueblo no puede sobrevivir sin sangre fresca.
Ninguno de nosotros puede sobrevivir. Muy pronto lo vas a
entender, Amanda. Entenderás por qué tuvimos que
invitarte a la casa… a la Casa Muerta.
Vi de reojo el rayo de luz que se acercaba en zigzag, Josh
estaba cerca, muy cerca de nuestro camino.
«¡Corre, Josh! —dije para mis adentros—. ¡Corre rápido!
¡Llama a alguien! ¡A quien sea!»
Formulé las palabras sólo en mi mente. No fui capaz de
pronunciarlas.
Los ojos de Ray brillaban. Estaba frente a mí, y su
expresión era dura y fría. No movía ni un músculo.
—¿Ray? —A través de mi camiseta sentía el frío de la
tumba contra la que estaba paralizada de terror.
—Cometí un error —dijo él—. Yo era el vigilante. Pero
fallé.
—Ray… ¿Qué vas a hacer?
Sus ojos color rubí titilaban:
—Lo siento mucho.
Se elevó del suelo y levitó encima de mí.
Me ahogaba. No podía respirar ni moverme. Abrí la boca
para gritar, pero era incapaz de emitir sonido alguno.
¿Dónde estaba Josh?
Miré por entre las hileras de tumbas, pero no vi la luz.
Ray flotaba un poco más alto. Me cubría como una
sombra. Me sofocaba. Me asfixiaba.
«Estoy muerta —pensé—. Muerta.»
Ahora yo también estoy muerta.
Entonces, súbitamente, una luz irrumpió en la oscuridad.
La luz alumbró la cara de Ray, era la luz blanca de la
linterna halógena.
—¿Qué pasa? —preguntó Josh. Su voz sonaba aguda y
nerviosa—. ¡Amanda, dime!, ¿qué está pasando?
Ray gritó y cayó al suelo.
—¡Apágala! ¡Apágala! —gritó desesperado. Su voz
simulaba el murmullo del viento.
Josh sostuvo la brillante luz justo en la cara de Ray.
—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo?
Volví a respirar. Miré hacia la luz y traté de controlar el
desbocado palpitar de mi corazón.
Ray levantó las manos para protegerse de la luz. Pero era
demasiado tarde. Logré ver lo que le estaba sucediendo. La
luz ya le había producido un daño irreparable.
Su piel parecía derretirse. Todo su rostro se hundió,
dejando al descubierto la calavera.
Miré hacia el blanco círculo de luz, incapaz de retirar la
vista, mientras la piel de Ray se doblaba y caía, como cera
derretida. El sólido cráneo quedó al descubierto, los ojos
salieron de sus cuencas y cayeron al suelo sin hacer el
menor ruido.
Josh miró horrorizado, sin moverse ni retirar la luz. Y los
dos contemplamos la sonriente calavera con sus negros
cráteres mirándonos.
Grité aterrorizada cuando Ray dio un paso hacia mí.
Pero entonces me di cuenta de que Ray no caminaba,
sino que se estaba cayendo.
Salté a un lado, viendo cómo se derrumbaba. Se me
escapó un grito de horror cuando su cráneo dio
estrepitosamente contra la tumba de mármol y se quebró
con un ¡crac! nauseabundo.
—¡Ven! —gritó Josh—. ¡Ven, Amanda! ¡Sígueme!
Me cogió de la mano, arrastrándome con todas sus
fuerzas. Pero yo no podía apartar la vista de lo que quedaba
de Ray: unos cuantos huesos dentro de ropas arrugadas.
Nada más.
—¡Amanda! ¡Vámonos!
Antes de darme cuenta me vi corriendo al lado de Josh,
como no había corrido jamás en mi vida. Corrimos por toda
la larga hilera de lápidas en dirección a la calle. La luz de la
linterna alumbraba las tumbas a nuestro paso.
Resbalábamos sobre la tierra mojada, jadeando en el aire
tibio y sofocante de la noche.
—¡Tenemos que contarles todo a mamá y a papá! —
exclamé—. ¡Hemos de irnos ahora mismo! —grité.
—Ellos… ellos no nos creerán —dijo Josh. Llegamos a la
calle y seguimos corriendo. Nuestros fuertes pasos
retumbaban en el pavimento—. ¡Casi ni yo mismo lo creo!
—agregó mi hermano.
—¡Han de creernos! —le dije—. De lo contrario, ¡los
sacaremos a rastras de esa casa!
La luz blanca nos indicaba el camino; seguimos corriendo
como locos por las calles silenciosas. No había un solo farol,
ni luz alguna en las ventanas de las casas. Ningún coche
iluminó la calle con sus luces. Nada.
Qué mundo tan oscuro habitábamos.
Había llegado la hora de abandonarlo.
No descansamos hasta que llegamos a la casa. Yo
echaba de vez en cuando un vistazo hacia atrás para ver si
alguien nos perseguía. Pero no vi a nadie. En el vecindario
no había señales de vida. Estaba totalmente vacío.
Me dolía un costado, pero seguí corriendo sin pausa.
Llegamos al sendero de gravilla, con su grueso manto de
hojas muertas, y subimos la pequeña escalera de la
entrada, e irrumpimos por la puerta principal. Los dos
gritamos al unísono:
—¡Papá! ¡Mamá! ¿Dónde estáis?
Silencio.
Todas las luces estaban apagadas.
—¡Mamá! ¡Papá! ¿Estáis ahí?
«¡Por favor, salid enseguida! —rogaba yo mentalmente,
mi corazón galopando, con un dolor clavándose como un
aguijón en la costilla—. ¡Por favor, salid enseguida!»
Registramos la casa entera. Y no estaban.
—La fiesta —recordó Josh—. Puede que estén todavía en
la fiesta.
Nos habíamos detenido en la sala, jadeando. El dolor
cedió un poco. Había encendido las luces, pero la sala no
perdió su atmósfera sepulcral y amenazadora.
Miré el reloj que había encima de la chimenea. Casi las
dos de la madrugada.
—Ya deberían estar aquí —dije con voz temblorosa.
—¿Adónde han ido exactamente? —preguntó Josh—. ¿No
habrán dejado un número de teléfono? —Iba hacia la cocina.
Lo seguí, encendiendo luces. Fuimos a mirar la agenda
que estaba en la mesa de la cocina, donde mamá y papá
siempre nos dejaban recados.
Nada. La libreta estaba en blanco.
—¡Hemos de encontrarlos! —exclamé. Josh estaba muy
asustado, sus grandes ojos reflejaban miedo—. ¡Tenemos
que irnos de aquí!
¿Y si les ha pasado algo?
Iba a decirlo, pero me controlé a tiempo; no quería
asustar a Josh más de lo que estaba. Además, era probable
que estuviera pensando lo mismo.
—¿Llamamos a la policía? —preguntó, mientras
regresábamos a la sala y mirábamos por la ventana hacia la
oscuridad de la noche.
—No sé —dije apoyando mi frente sudorosa contra el
vidrio frío—. No sé qué hacer. Sólo quiero que vengan. Que
vengan enseguida para irnos inmediatamente.
—¿Por qué tanta prisa? —Era la voz de una niña, justo
detrás de nosotros.
Nos dimos la vuelta gritando de miedo. Karen Somerset
estaba allí, quieta, en el centro de la sala, con los brazos
cruzados.
—¡Pero… tú estás muerta! —La frase me salió como una
explosión.
Ella sonrió. Fue una sonrisa triste, amarga.
Luego surgieron dos muchachos más. Venían del pasillo;
uno de ellos apagó la luz.
—Hay demasiada luz aquí —dijo. Y se detuvieron al lado
de Karen.
Luego apareció Jerry Franklin (otro que estaba muerto) al
lado de la chimenea. Y vi a la niña de pelo negro corto, la
misma que había visto en la escalera, cerca de mí, al pie de
las cortinas.
Todos sonreían, sus ojos brillaban en la penumbra,
incandescentes pero sin vida. Estábamos rodeados.
—¿Qué queréis? —les grité con tanta fuerza que no
reconocía mi propia voz.
—¿Qué pensáis hacer?
—Nosotros vivíamos en esta casa —dijo Karen
suavemente.
—¿Quéee? —grité de nuevo.
—Todos vivíamos en tu casa —dijo George.
—Y ahora ¿sabes qué? —dijo Jerry—. ¡Ahora somos
muertos vivientes en tu casa!
Todos prorrumpieron en carcajadas escalofriantes, y
estrecharon un poco más el círculo en torno a nosotros.
—¡Nos van a matar! —gritó Josh.
Avanzaban en silencio. Josh y yo nos pusimos de
espaldas contra la ventana. Yo miraba alrededor del oscuro
salón, buscando alguna vía de salida.
Pero no había escapatoria.
—Karen, tú parecías tan buena… —Lo dije sin pensar, sin
calcular el efecto de mis palabras.
Sus ojos se encendieron más aún:
—Yo era buena —dijo en un tono frío—, hasta que llegué
aquí.
—Todos éramos buenos —dijo George Carpenter con voz
igualmente fría—. Pero ahora estamos muertos.
—¡Dejadnos salir! —gritó Josh, levantando las manos,
como tratando de protegerse—. ¡Por favor! ¡Dejadnos salir!
Se rieron de nuevo. Una risa fría y amarga. Una risa
muerta.
—No te asustes, Amanda —dijo Karen—. Pronto estarás
con nosotros. Para eso te han invitado a esta casa.
—¿Qué? No comprendo —dije. Mi voz temblaba.
—Esta es la Casa Muerta. Aquí viven todos los que llegan
a Dark Falls por primera vez. Cuando aún están vivos.
Esto les hizo gracia a los demás. Todos se rieron, con una
risa malévola.
—Pero nuestro tío abuelo… —empezó a decir Josh.
Karen movió la cabeza; sus ojos brillaban, divertidos:
—No, Josh —dijo—. Lamento decirte que no existe ningún
tío abuelo. Fue un truco para haceros venir. Una vez al año
alguien nuevo ocupa esta casa. En años anteriores fuimos
nosotros. Vivíamos en esta casa antes de morir. Ahora os
toca el turno a vosotros.
—Necesitamos sangre fresca —explicó Jerry Franklin. Sus
ojos brillaban como dos rubíes en la penumbra—. Cada año
nos hace falta sangre nueva, ¿entiendes?
Se nos acercaron más. Josh y yo los sentíamos encima.
Respiré profundamente. Quizás era mi último suspiro.
Cerré los ojos.
Entonces oí que alguien golpeaba la puerta.
Un golpe seco, y luego volvió a hacerlo, con insistencia.
Abrí los ojos. Los niños habían desaparecido. El aire olía a
podrido.
Josh y yo nos miramos estupefactos. De nuevo
escuchamos golpes en la puerta.
—¡Son mamá y papá! —exclamó Josh.
Corrimos hacia la entrada principal. Josh se tropezó con
una mesita en la oscuridad; yo llegué primero.
—¡Mamá! ¡Papá! —grité, abriendo la puerta—. ¿Dónde os
habíais metido?
Extendí los brazos para recibirlos… pero me quedé
atónita, con los brazos en el aire. Emití un grito de horror.
—¡Señor Dawes! —exclamó Josh—. Creíamos que…
—Ay, señor Dawes ¡qué contenta de verlo! —dije
aliviada, abriéndole la puerta.
—¿Estáis bien, chicos? —preguntó, mirándonos
preocupado—. Gracias a Dios que he llegado a tiempo.
—Señor Dawes… —comencé. Me sentía tan aliviada que
las lágrimas brotaban de mis ojos—. Yo…
Me tomó del brazo.
—No hay tiempo para conversar —dijo echando una
mirada hacia la calle. Vi el coche a la entrada. Tenía el
motor en marcha y las luces de cruce encendidas—. Tengo
que sacaros de aquí, todavía nos queda tiempo.
Lo seguimos. Luego vacilamos. ¿Y si el señor Dawes era
uno de ellos?
—¡Daos prisa! —nos urgió, manteniendo la puerta abierta
y lanzando una mirada nerviosa hacia la oscuridad—. Creo
que corremos un gran peligro.
—Pero… —dije, viendo sus ojos desorbitados. Trataba de
decidir si podíamos confiar en él o no.
—Estaba en la fiesta con vuestros padres —dijo—. De
pronto, todos los comensales formaron un círculo alrededor
nuestro. Nos tenían cercados… y empezaron a avanzar.
«Lo mismo que los muchachos nos hicieron a nosotros»,
pensé.
—Rompimos el círculo y empezamos a correr —dijo el
señor Dawes, echando nuevamente una mirada hacia fuera
—. No sé cómo, pero los tres logramos escapar. ¡Ahora daos
prisa!, ¡hemos de salir de aquí ahora mismo!
—¡Vamos, Josh! —dije nerviosa. Luego le pregunté al
señor Dawes—: ¿Dónde están nuestros padres?
—¡Vamos! Enseguida os cuento… Por el momento están
a salvo. Pero no sé por cuánto tiempo.
Lo seguimos hasta el coche. Las nubes se abrían y una
delgada franja de luna brillaba tenuemente en el pálido
cielo que anunciaba el amanecer.
—Algo anda mal en este pueblo —dijo el señor Dawes,
sosteniendo la puerta del coche para que pudiéramos
ocupar el asiento de atrás.
Me senté junto a Josh y el hombre cerró la puerta.
—Lo sé —le dije, mientras se sentaba al volante—. Josh
también. Es que a nosotros…
No me dejó terminar la frase:
—Tenemos que irnos lo más lejos posible, donde no nos
puedan encontrar —dijo.
Dio la vuelta rápidamente. Las ruedas chirriaban en el
pavimento mientras enfilaba el coche buscando la calle.
—De acuerdo —le dije—. Al menos ha llegado usted.
Nuestra casa está llena de muchachos, ¡muchachos
muertos!, y…
—¡Ah!, los habéis visto… —dijo el señor Dawes, con una
expresión de terror. Y aceleró.
Desde la ventanilla del coche contemplé la blanca
oscuridad. Un sol anaranjado se asomaba por encima de las
copas de los árboles.
—¿Dónde están nuestros padres? —pregunté de nuevo,
con ansiedad.
—Hay una especie de anfiteatro al final del cementerio —
dijo el señor Dawes. Miraba hacia delante, a través del
parabrisas, con los ojos ligeramente cerrados y la expresión
tensa—. Está construido en la tierra, oculto por un viejo
árbol. Los he dejado allí y les he dicho que no se muevan.
Creo que están bien. Nadie buscaría en ese lugar.
—Nosotros hemos visto ese teatro —dijo Josh.
Una luz blanca brilló de golpe en el asiento de atrás.
—¿Qué es eso? —preguntó el señor Dawes, mirando por
el espejo retrovisor.
—Mi linterna —dijo Josh, apagándola—. La traje por si
acaso. Pero el sol saldrá pronto. Ya no la necesito…
El señor Dawes frenó, aparcando al borde de la carretera.
Estábamos frente al cementerio. Bajé rápidamente del
coche, ansiosa por ver a mis padres.
El cielo aún estaba oscuro, pero con franjas violetas. El
sol, un globo naranja oscuro, apenas si se veía sobre los
árboles. Al otro lado de la calle, más allá de las tumbas
desperdigadas, percibí la silueta oscura del árbol inclinado
que cubría el misterioso anfiteatro.
—¡Rápido! —urgió el señor Dawes, cerrando la puerta del
automóvil—. Vuestros padres estarán ansiosos por veros.
Cruzamos la calle, caminando y dando saltos. Josh
llevaba la linterna en la mano.
De pronto, al pisar el prado del cementerio, Josh
exclamó:
—¡Petey!
Allí estaba nuestro perro, caminando entre las lápidas.
—¡Petey! —llamó Josh otra vez, y comenzó a perseguir al
perro.
Mi corazón dio un vuelco. No había tenido la oportunidad
de contarle a Josh lo que Ray me había revelado acerca de
Petey.
—¡No, Josh! —grité.
El señor Dawes se alarmó.
—No tenemos tiempo —dijo—. Tenemos que darnos
prisa. —Y llamó a Josh para que regresara.
—No, aún no —dije, y me fui corriendo por entre las
tumbas, lo más rápido que pude, llamando a mi hermano—:
¡Josh, espera! No lo persigas más. No lo persigas… ¡Petey
está muerto!
Josh estaba a punto de alcanzarlo, pues Petey caminaba
despacio, husmeando el suelo, sin levantar la cabeza, sin
prestarle atención a Josh. En ese momento, Josh tropezó
contra una pequeña tumba y se cayó.
Al perder el equilibrio, pegó un grito. La linterna voló por
los aires, y chocó estrepitosamente contra otra lápida.
Llegué donde estaba Josh.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Estaba boca abajo, mirando fijamente hacia delante.
—¡Josh! ¡Contéstame! ¿Estás bien?
Lo agarré por los hombros y traté de levantarlo del suelo,
pero siguió con su mirada fija, la boca abierta, los ojos
desorbitados.
—¿Josh?
—¡Mira! —señaló finalmente.
Sentí alivio al comprobar que no había perdido el
conocimiento.
—¡Mira! —repitió, señalando la tumba contra la que se
había caído.
Me fijé en la inscripción de la tumba, y la leí, modulando
sílaba tras sílaba, en silencio: «Compton Dawes R.I.P: 1950-
1980.»
Mi cabeza empezó a dar vueltas. Me sentía mareada. Me
esforcé por no caer, aferrándome a Josh.
Compton Dawes.
No era su padre ni su abuelo. Él mismo nos había dicho
que no existía otro Compton en su familia.
De modo que el señor Dawes también era un muerto
viviente.
Muerto. Muerto. Muerto.
Tan muerto como los demás.
Era uno de ellos. Uno de los muertos vivientes.
Josh y yo nos miramos horrorizados. Nos abrazamos en
medio de la aterradora oscuridad del cementerio.
Estábamos rodeados. Rodeados de muertos.
«¿Y ahora qué?», me pregunté.
«¿Y ahora qué?»
—¡Levántate, Josh! —dije. Mi voz era apenas un susurro
ahogado—. Tenemos que alejarnos de aquí.
Pero era demasiado tarde.
Una mano me agarró por el hombro con firmeza.
Volví a mirar y me encontré cara a cara con el señor
Dawes, quien leía, con los ojos semicerrados, el epitafio de
su propia tumba.
—¡Usted también! —grité, entre decepcionada,
confundida… y aterrorizada.
—Sí. Yo también. —Lo dijo casi con tristeza—. Todos
estamos muertos. —Sus ojos ardían clavados en los míos—.
Éramos personas normales. La mayoría trabajaba en la
fábrica de plásticos, en las afueras del pueblo. Pero ocurrió
un accidente. Un gas amarillo se escapó de la fábrica y flotó
sobre el pueblo. Fue tan rápido que no lo vimos, no nos
dimos cuenta. Entonces fue demasiado tarde. Dark Falls no
volvería a ser un pueblo normal. Todos estábamos muertos,
Amanda. Muertos y enterrados. Pero no pudimos descansar,
ni dormir. Dark Falls se convirtió en un pueblo de muertos
vivientes.
—¿Qué… qué nos va a pasar? —conseguí preguntar. Me
temblaban tanto las rodillas que casi no podía mantenerme
en pie. Un hombre muerto me tenía agarrada del hombro.
Un hombre muerto me estaba mirando a los ojos.
Tan cerca estaba de él, que sentía su podrido aliento.
Volví la cabeza hacia otro lado, pero aun así el horrible olor
me asfixiaba.
—¿Dónde están papá y mamá? —preguntó Josh. Se había
levantado del suelo, y se paró frente al señor Dawes con
una mirada desafiante, acusadora.
—Están sanos y salvos —dijo el señor Dawes con una
leve sonrisa—. ¡Venid conmigo! Ha llegado la hora de que
los veáis.
Traté de escaparme, pero me tenía bien sujeta y no pude
quitármelo de encima.
—¡Suélteme! —grité.
Su sonrisa se amplió.
—Amanda —dijo—. Morir no duele. Ven conmigo. —Su
tono de voz era suave, casi reconfortante.
—¡No! —gritó Josh. Se agachó repentinamente y agarró
la linterna que había caído.
—¡Sí, Josh! —grité—. ¡Alúmbralo con la linterna! —La luz
nos podía salvar, podía vencer al señor Dawes como venció
a Ray. Lo podía destruir.
—¡Rápido! ¡Alúmbralo! —grité otra vez.
Josh apuntó la linterna en dirección al rostro del señor
Dawes, y la encendió.
Pero no pasó nada.
No alumbró.
—Está estropeada —dijo Josh—. Ha sido el golpe contra la
lápida.
Mi corazón parecía explotar. Miré al señor Dawes. La
sonrisa que había en su rostro era de triunfo.
—Ha sido una buena jugada —dijo el señor Dawes,
felicitando a Josh. Luego desapareció la sonrisa de su rostro.
De cerca no parecía tan joven y apuesto. Su piel era
seca. Es más: se estaba desprendiendo. Y tenía ojeras
fláccidas y feas.
—¡Vamos, chicos! —dijo empujándome con fuerza. Miró
hacia el cielo, que comenzaba a iluminarse. El sol se
levantaba por encima de los árboles.
Josh vaciló.
—¡Venga! ¡Vamos! —El señor Dawes se estaba
enfadando con Josh. Me soltó, y dio un paso amenazante
hacia mi hermano.
Josh miró la linterna estropeada que llevaba en la mano
derecha. Luego movió el brazo hacia atrás y,
sorpresivamente, tiró el pesado aparato justo a la cabeza
del señor Dawes.
La linterna dio en el blanco. Con un espantoso ¡crac!, le
pegó al señor Dawes en toda la frente, abriéndole un hueco
grande en la piel.
El señor Dawes emitió un grito. Sus ojos se abrieron
desmesuradamente. Confundido, se tocaba con la mano la
frente abierta, por la que asomaba un pedazo de calavera.
—¡Corre, Josh! —le grité.
No habría tenido que decírselo. Josh ya estaba volando
en zigzag por las hileras de lápidas, con la cabeza
agachada. Y yo detrás, corriendo a toda velocidad.
Echando una mirada hacia atrás vi al señor Dawes
tratando de emprender la carrera en nuestra búsqueda. Se
tambaleaba, cubriendo con la mano su frente herida. Dio
unos pasos y luego se detuvo repentinamente, mirando
hacia el cielo.
Me di cuenta de que había demasiada luz para él. Tenía
que permanecer en la sombra.
Josh estaba escondido detrás de un viejo monumento
funerario, una especie de lápida grande agrietada. Me
coloqué a su lado en cuclillas, jadeando.
Recostados sobre el mármol, nos asomábamos para ver
qué pasaba. El señor Dawes, evidentemente enfurecido, se
dirigía hacia el anfiteatro, al amparo de la sombra de los
árboles.
—Ya no nos persigue —susurró Josh, tratando de superar
el miedo. Su respiración estaba todavía entrecortada—. Está
retrocediendo.
—Es que no resiste el sol —le dije, aferrada al
monumento—. Seguramente busca a mamá y papa.
—Esa estúpida linterna —dijo Josh con rabia.
—No te preocupes por eso —le tranquilicé, sin apartar la
vista del señor Dawes hasta que desapareció tras el gran
árbol inclinado—. Y ahora, ¿qué hacemos? Yo no sé…
—¡Mira! —Josh me codeó.
Señalaba varias figuras oscuras que se escurrían entre
las tumbas. No sabíamos de dónde habían salido. Quizá de
ninguna parte.
¿Habrían surgido de las mismas tumbas?
Caminaban rápidamente, casi flotando sobre la hierba
verde del cementerio. Se dirigían hacia las sombras. Todos
mantenían un silencio absoluto, mirando fijamente hacia
delante. No se saludaban entre sí. Iban deliberadamente
hacia el anfiteatro escondido, como atraídos por un imán.
Como marionetas movidas por cuerdas invisibles.
—¡Míralos! —susurró Josh, escondiéndose detrás del
monumento funerario.
Las formas oscuras en movimiento hacían que las
sombras del cementerio se ondularan junto a ellas. Era
como si los árboles, las tumbas y el cementerio mismo
estuvieran corriendo hacia el oculto anfiteatro.
—Ahí está Karen —dije, señalándola—. Y George, y todos
los demás.
Los jóvenes de nuestra casa se movían rápidamente, en
grupos de dos y de tres, siguiendo a las otras sombras,
igualmente silenciosas y concentradas.
«El único que falta es Ray», pensé.
Porque nosotros matamos a Ray.
Es decir, matamos a alguien que ya estaba muerto.
Josh interrumpió mis morbosos pensamientos.
—¿De verdad crees que papá y mamá están ahí, en esa
especie de teatro? —preguntó Josh, interrumpiendo mis
cavilaciones, mirando las sombras que se movían.
—Ven —le dije. Lo tomé de la mano, tirando de él para
que abandonara su sitio al pie del monumento—. Tenemos
que averiguarlo.
Las últimas figuras oscuras flotaban al lado del inmenso
árbol inclinado y desaparecían. El cementerio quedó
envuelto en un silencio total. Un cuervo solitario planeaba
arriba, bien alto, en el límpido cielo azul de la mañana.
Muy despacio, Josh y yo nos acercamos al anfiteatro. Nos
manteníamos agazapados, sin levantar la cabeza. No era
fácil desplazarnos de esa forma. Me sentía pesadísima. El
peso del miedo, tal vez.
Estaba desesperada por ver si mamá y papá estaban allí.
Pero al mismo tiempo no quería mirar.
No quería verlos en manos del señor Dawes y los demás.
No quería verlos… asesinados.
Ese pensamiento me paralizó. Extendí el brazo para
detener a Josh también.
Estábamos al pie del gran árbol, invisibles detrás de sus
enormes raíces torcidas. Más allá del árbol, abajo en el
teatro, escuché un murmullo de voces.
—¿Están ahí papá y mamá? —preguntó Josh en un
susurro. Empezó a asomarse, pero lo detuve nuevamente.
—¡Cuidado! —dije en voz baja—. Que no te vean. Están
prácticamente debajo de nosotros.
—Pero tengo que saber si papá y mamá están aquí —dijo.
Estaba asustado y ansioso.
—Yo también —dije.
Nos asomamos con cautela por encima del tronco
macizo. Sentí la vieja corteza bajo mis manos. Mi mirada
penetraba la intensa sombra negra que producía el follaje
del árbol.
Y los vi.
Vi a mamá y papá. Atados con una soga, de espaldas el
uno al otro, en el centro de la plataforma, al fondo del
teatro, a la vista de todos.
Estaban en una postura muy incómoda. Y muy
asustados. Tenían los brazos fuertemente atados. Papá tenía
la cara de color violáceo. Mamá tenía el pelo desgreñado,
caído sobre la frente, y la cabeza agachada.
A pesar de la oscuridad causada por las sombras del
árbol, pude ver al señor Dawes al lado de nuestros padres,
junto con otro señor más viejo.
Vi que los bancos excavados en la tierra estaban repletos
de gente. No quedaba un solo puesto vacío. Me di cuenta de
que el pueblo entero estaba presente. Todos menos
nosotros, Josh y yo.
—Van a matar a mamá y a papá —dijo Josh,
apretándome el brazo, temeroso—. Los van a convertir en
seres iguales a ellos.
—Y luego saldrán en nuestra busca —dije pensando en
voz alta. A través de las sombras miraba a mis padres. Los
dos tenían las cabezas agachadas, frente a la turba
silenciosa. Esperaban el desenlace de su fatal destino.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Josh.
—¿Qué? —Miraba a mis padres con tanta concentración
que momentáneamente había perdido la conciencia, creo.
—¿Qué vamos a hacer? —repitió Josh, aferrado todavía a
mi brazo—. No podemos quedarnos aquí mirando, sin hacer
nada.
De golpe supe qué era lo que teníamos que hacer. Se me
ocurrió así, de repente, casi sin reflexionar.
—Quizá podamos salvarlos —dije, alejándome un poco
del árbol—. Tal vez podamos hacer algo. Josh me soltó,
mirándome ansioso.
—Vamos a tumbar este árbol, Josh —le dije, con un tono
de seguridad que me sorprendió a mí misma—. Vamos a
echar este árbol abajo y a dejar que la luz del sol llene el
anfiteatro.
—¡Sí! —respondió con entusiasmo—. Míralo. Está
prácticamente caído. Sí, lo podemos hacer.
Yo sabía que lo lograríamos. No sabía de dónde procedía
tanta seguridad. Pero estaba convencida de que lo íbamos a
lograr.
Debíamos actuar con la máxima rapidez.
Una vez más me asomé por encima del tronco, para ver
a través de las sombras. Todos en el teatro estaban de pie.
Y comenzaban a avanzar lentamente hacia mamá y papá.
—Vamos, Josh —dije—. Tomaremos impulso y dando un
gran empujón tumbaremos el árbol. ¡Ya!
Sin más palabras, nos retiramos unos pasos. Sólo hacía
falta darle un empujón bien fuerte y el árbol cedería
fácilmente. Todas sus raíces estaban prácticamente a flor de
tierra.
Un buen empujón. Nada más. Y el sol llenaría el teatro
con un chorro de luz. Una bella luz dorada. La luz brillante
del sol.
Los muertos se desintegrarían.
Mamá y papá estarían a salvo.
Los cuatro estaríamos a salvo.
—Vamos, Josh —dije—. ¿Preparado?
Asintió en silencio, con su cara solemne y sus ojos
asustados.
—Bueno. ¡Ya! —grité.
Corrimos hacia el tronco, a toda velocidad, con las manos
extendidas para empujarlo.
Un instante después chocamos contra el árbol,
empujando con toda nuestra fuerza, con las manos primero,
luego con los hombros. Empujando… empujando…
Pero el árbol no se movió.
—¡Empuja! —grité—. ¡Otra vez!
Josh exhaló un suspiro. Estaba desesperado. Vencido.
—No puedo, Amanda, no lo puedo mover.
—¡Josh! —Lo miré llena de furia.
Reunió nuevas fuerzas y volvió a intentarlo.
Desde abajo se elevaban voces asustadas, voces
furiosas.
—¡Rápido! —grité—. ¡Empuja!
Apoyamos los hombros contra el tronco, efectuando un
tremendo esfuerzo, cada músculo trabajando al máximo.
Teníamos las caras congestionadas.
—¡Empuja! ¡Sigue empujando!
Sentía las venas en mi sien, a punto de reventar.
¿El árbol se estaba moviendo?
No.
Cedió un poco. Pero luego volvió a su sitio.
Crecía el coro de voces.
—¡No podemos! —dije decepcionada, frustrada y…
aterrorizada—. ¡No lo podemos mover!
Derrotada, caí sobre el tronco, enterrando la cara entre
mis manos.
Pero me levanté enseguida, pues oí un ruido extraño,
como de algo que se rompía. El ruido aumentó. Se convirtió
en un temblor, luego en un rugido. La tierra parecía estar
rasgándose, rompiéndose en pedazos.
El viejo árbol cayó en segundos. En realidad ya estaba
inclinado y sus ramas casi tocaban la tierra. Pero a pesar de
su escasa altura cayó con un poderoso estruendo que hizo
temblar el suelo.
Josh y yo nos abrazamos, maravillados e incrédulos,
viendo cómo la luz del sol llenaba el anfiteatro.
Y oíamos los gritos. Gritos de horror, de furia, de frenesí.
Los gritos se convirtieron en aullidos. Aullidos de dolor,
de agonía.
La gente del anfiteatro, los muertos vivientes atrapados
por la luz dorada, se amontonaban unos encima de otros,
enloquecidos en su intento de huida, gritando,
arrastrándose, escalando, empujando, en un esfuerzo inútil
por alcanzar la sombra.
Pero era demasiado tarde.
La piel se desprendía de sus huesos. Los miré,
boquiabierta. Se convertían en polvo ante mis ojos. Se
desintegraban. Y su ropa con ellos.
Sus gritos de angustia resonaban en el cementerio
mientras los cuerpos se deshacían, las pieles se derretían,
los huesos caían hechos añicos. Vi a Karen Somerset
arrastrarse por el suelo. Vi cómo caía su cabellera formando
un charco hirsuto a mis pies, y dejando al descubierto el
cráneo oscuro. Ella me dedicó una mirada, una mirada de
nostalgia, me parecía, y de remordimiento. Y luego sus ojos
se salieron de las cuencas y rodaron por el suelo. Y abrió su
boca de calavera sin dientes y murmuró:
—¡Gracias, Amanda! ¡Gracias! —Y se derrumbó.
Josh y yo nos tapamos los oídos para no escuchar los
horripilantes gritos. Miramos hacia el otro lado para no ver
cómo el pueblo entero y agonizante se convertía en polvo y
ceniza, destruido por el sol, ese sol tan diáfano, tan cálido.
Cuando miramos de nuevo, todos habían desaparecido.
Mamá y papá estaban allí de pie, maniatados. Sus caras
expresaban una mezcla de horror e incredulidad.
—¡Mamá! ¡Papá! —grité.
Nunca olvidaré su sonrisa cuando corrimos a liberarlos.

Nuestros padres no se entretuvieron en empaquetar todo


de nuevo y contratar el camión de mudanza para volver a
nuestra antigua casa. Volvíamos al viejo barrio.
—Qué suerte no haber vendido nuestro hogar —dijo papá
cuando subíamos al coche para emprender el viaje de
regreso.
Papá retrocedió para salir. Se preparaba para arrancar,
cuando me entraron unas ganas terribles de echar una
última mirada a la casa. No me lo explico, pero era un deseo
incontenible.
—¡Para un momento! —grité, bajando del coche.
A pesar de las protestas de mis padres, regresé corriendo
y me paré frente a la fachada, contemplando la gran casa
silenciosa, vacía, envuelta como siempre en espesas capas
de sombra gris.
Quedé como hipnotizada. No sé durante cuánto tiempo.
De pronto sentí el crujir de las ruedas sobre la gravilla. El
ruido me liberó del ensueño. Vi una camioneta roja
estacionada a la entrada.
Dos muchachos, más o menos de la edad de Josh,
bajaron de la camioneta por la parte de atrás. Sus padres
también salieron del vehículo. Todos miraban la casa con
curiosidad. No se fijaron en mí.
—Ya hemos llegado, muchachos —dijo la mamá,
sonriente—. Ésta es nuestra nueva casa.
—No parece nada nueva. Parece viejísima —observó uno
de los muchachos.
Luego su hermano me vio y se le abrieron los ojos.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
Los demás miembros de la familia se volvieron para
mirarme.
—¿Yo?… Yo… —Su pregunta me había tomado por
sorpresa. Mi padre tocaba el claxon con impaciencia—. Yo…
yo vivía antes en esta casa —respondí.
Luego me di media vuelta y corrí a toda velocidad hacia
el coche.
«¿Quién era ese señor parado en la puerta de la vieja
casa, con una libreta de notas en la mano?», me
preguntaba. Pues creía haber visto, mientras corría, la figura
de un hombre en la sombra. ¿Sería el señor Dawes?
No. No era posible que fuera él quien recibiera a esa
familia.
No podía ser.
Pero no miré hacia atrás para tratar de averiguarlo. Cerré
la puerta del coche y partimos a toda velocidad.
R. L. STINE. Nadie diría que este pacífico ciudadano que vive
en Nueva York pudiera dar tanto miedo a tanta gente. Y, al
mismo tiempo, que sus escalofriantes historias resulten ser
tan fascinantes.
R. L. Stine ha logrado que ocho de los diez libros para
jóvenes más leídos en Estados Unidos den muchas
pesadillas y miles de lectores le cuenten las suyas.
Cuando no escribe relatos de terror, trabaja como jefe de
redacción de un programa infantil de televisión.

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