02-Lectura-LA PESTE DEL INSOMNIO
02-Lectura-LA PESTE DEL INSOMNIO
02-Lectura-LA PESTE DEL INSOMNIO
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue
llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos
despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón. Se
incorporó alarmada, creyendo que había entrado un animal en el cuarto, y entonces
vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como
los de un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su
destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya
amenaza los había obligado, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de
un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.
“Los niños también están despiertos” - dijo la india con su convicción fatalista -. “Una
vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste”.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el
pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la
enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se
propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los chivos
las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la
entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de
los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel
tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para
que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber
nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad solo se
transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas
de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la
población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo
recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios
meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne
experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte
de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para
laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano
escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito:
tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella
la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de
recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar
casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo,
de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre
le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de
su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica
en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado
marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco,
gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades
del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas
por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más
explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la
forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el
olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca
leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con
leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente
capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran
los valores de la letra escrita.