02-Lectura-LA PESTE DEL INSOMNIO

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La peste del insomnio.

Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra y fue
llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con ellos
despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón. Se
incorporó alarmada, creyendo que había entrado un animal en el cuarto, y entonces
vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como
los de un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada por la fatalidad de su
destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas de la enfermedad cuya
amenaza los había obligado, a ella y a su hermano, a desterrarse para siempre de
un reino milenario en el cual eran príncipes. Era la peste del insomnio.

Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque su corazón


fatalista le indicaba que la dolencia letal había de perseguirla de todos modos hasta
el último rincón de la tierra. Nadie entendió la alarma de Visitación. “Si no volvemos
a dormir, mejor”, decía José Arcadio Buendía, de buen humor. “Así nos rendirá más
la vida”. Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio
no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino
su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido. Quería decir
que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a
borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de
las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio
ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía,
muerto de risa, consideró que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por
la superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso, tomó la precaución de
separar a Rebeca de los otros niños.

Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía aplacado, José


Arcadio Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama sin poder
dormir. Úrsula, que también había despertado, le preguntó qué le pasaba, y él le
contestó: “Estoy pensando otra vez en Prudencio Aguilar”. No durmieron un minuto,
pero al día siguiente se sentían tan descansados que se olvidaron de la mala
noche. Aureliano comentó asombrado a la hora del almuerzo que se sentía muy
bien a pesar de que había pasado toda la noche en el laboratorio dorando un
prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su cumpleaños. No se
alarmaron hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse se sintieron sin sueño,
y cayeron en la cuenta de que llevaban más de cincuenta horas sin dormir.

“Los niños también están despiertos” - dijo la india con su convicción fatalista -. “Una
vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste”.

Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que había


aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo beber a
todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que estuvieron todo
el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez no solo veían las
imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las imágenes soñadas
por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes. Sentada en su
mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un hombre muy parecido a
ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa cerrado por un botón de oro,
le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una mujer de manos delicadas que
separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo. Úrsula comprendió que el hombre
y la mujer eran los padres de Rebeca, pero aunque hizo un grande esfuerzo por
reconocerlos, confirmó su certidumbre de que nunca los había visto. Mientras tanto,
por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de
caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niños y
adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los
exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del
insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al
principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces
había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron
tanto, que pronto no tuvieron nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la
madrugada con los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el
valse de los relojes. Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de
los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar
sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta
los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en
que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y
cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que
sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando
contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no,
sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban
callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino
que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque
el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que
les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que
se prolongaba por noches enteras.

Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el
pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la
enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se
propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los chivos
las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a la
entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y súplicas de
los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los forasteros que por aquel
tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que hacer sonar su campanita para
que los enfermos supieran que estaban sanos. No se les permitía comer ni beber
nada durante su estancia, pues no había duda de que la enfermedad solo se
transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y de beber estaban contaminadas
de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste circunscrita al perímetro de la
población. Tan eficaz fue la cuarentena, que llegó el día en que la situación de
emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo
recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante varios
meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad. Insomne
experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la perfección el arte
de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que utilizaba para
laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo dijo: “tas”. Aureliano
escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la base del yunquecito:
tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se le ocurrió que fuera aquella
la primera manifestación del olvido, porque el objeto tenía un nombre difícil de
recordar. Pero pocos días después descubrió que tenía dificultades para recordar
casi todas las cosas del laboratorio. Entonces las marcó con el nombre respectivo,
de modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas. Cuando su padre
le comunicó su alarma por haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de
su niñez, Aureliano le explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica
en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado
marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama,
cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco,
gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades
del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas
por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más
explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la
forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el
olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca
leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con
leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente
capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran
los valores de la letra escrita.

En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía


Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En todas las
casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero
el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron
al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba
menos práctica pero más reconfortante. Pilar Ternera fue quien más contribuyó a
popularizar esa mistificación, cuando concibió el artificio de leer el pasado en las
barajas como antes había leído el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes
empezaron a vivir en un mundo construido por las alternativas inciertas de los
naipes, donde el padre se recordaba apenas como el hombre moreno que había
llegado a principios de abril y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña
que usaba un anillo de oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento
quedaba reducida al último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado
por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces
construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de
los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de
repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los
conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que
un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que
en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más necesarias para
vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas, cuando apareció por el
camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita triste de los
durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y un carrito
cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José Arcadio Buendía.

Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el propósito de


vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que se hundía sin
remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito. Aunque su voz estaba
también cuarteada por la incertidumbre y sus manos parecían dudar de la existencia
de las cosas, era evidente que venía del mundo donde todavía los hombres podían
dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala,
abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención
compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de
afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el
visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del
corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien,
porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada
de objetos indescifrables, y de entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le
dio a beber a José Arcadio Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo
en su memoria. Los ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo
en una sala absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse
de las solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al
recién llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.

Fragmento de: Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.

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