Manifestaciones Del Flamenco en La Religiosidad Po
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Carmen Castilla-Vazquez
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CARMEN CASTILLA VÁZQUEZ
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Michel Meslin, en Aproximación a una ciencia de las religiones Madrid:Cristiandad, 1978, nos dice que
“en cuanto tales, las ciencias del hombre no pueden comprender lo sobrenatural”.
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tal manera que hay autores que consideran como marco más apropiado para el estudio de
la religiosidad, el mundo rural (Combalia i Prats, 1982). Por su parte Luigi Lombardi
(1989) nos dice que la religiosidad popular es la religión de las clases subalternas de una
determinada sociedad. Una religiosidad inmutable y conectada con el pueblo. Sin embar-
go, la historia religiosa no se puede separar de la historia socioeconómica, política y cul-
tural de la propia sociedad. La religiosidad popular no es algo que exista por germinación
espontánea o se mantenga inalterada por quién sabe qué características genéticas del pue-
blo. Se trata de una realidad cultural, cuyas modalidades son variables históricamente en
conexión con las modalidades culturales, religiosas, o no, hegemónicas, etc ... ( Lombardi
Satriani, 1989).
La religiosidad popular no deja de ser, sin embargo, una denominación polémica. La
religiosidad es la concreción de la religión, la cual se manifiesta a través de formas, com-
portamientos, rituales y creencias específicas. Respecto a la consideración de lo popular,
el debate es aún si cabe más controvertido y ambiguo; conocemos su imprecisión
terminológica y también conocemos el debate científico conceptual que está lejos de ha-
ber llegado a un consenso.
Ya en nuestra época, el desinterés por las expresiones populares por parte de la Igle-
sia, mucho más preocupada por el cumplimiento sacramental, comenzó a entrar en crisis
en la década de los sesenta del siglo XX. Asistiremos entonces a una revisión de la pos-
tura eclesiástica. Las reformas llevadas a cabo a raíz del Concilio Vaticano II, concilio de
base pastoral, impulsaron el reconocimiento de un pluralismo -considerado legítimo- de
formas de expresión en las capas llanas de la sociedad. Aspectos hasta entonces relegados,
como la participación de los fieles en la liturgia, el respeto a las tradiciones particulares
de las iglesias, etc., fueron tenidos en consideración. Ahora se aceptarán expresiones re-
ligiosas que hasta ese momento habían sido tachadas de supersticiosas. La Iglesia Católica
posconciliar, en su búsqueda de nuevos medios de expresión más cercanos al auténtico
lenguaje del pueblo, utilizó también la música y en el caso que nos ocupa, el cante jondo,
como portador de valores religiosos y como oración (Arrebola, 1988).
No obstante, a pesar de la diferenciación entre religiosidad popular y oficial no po-
demos decir que exista una separación absoluta entre ambas formas de expresión religio-
sa. Asimismo no son en modo alguno conceptos excluyentes, y se mantiene entre ellos una
permanente relación que da lugar a continuos cambios y adaptaciones entre ambas formas
de concebir y practicar la religión (Zamora Acosta, 1989).
Las experiencias y manifestaciones religiosas de los individuos pueden tener lugar en
el ámbito privado o en el público. Las primeras suponen una relación personal e inmediata
de los individuos o pequeños grupos con lo divino, fuera de la vista de los demás o en un
espacio reservado. Las segundas suelen desarrollarse en lugares considerados sagrados y
están casi siempre sometidas a ciertas reglas que indican el modo cómo se debe efectuar
la comunicación con lo sobrenatural. Estas manifestaciones religiosas que tienen lugar en
espacios públicos pueden ser de carácter corporativo y comunitario o de carácter indivi-
dual. Las prácticas religiosas colectivas adoptan generalmente la forma de liturgia y rituales,
procesiones, romerías, etc., precisan de la participación activa de grupos o comunidades
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y tienen una significación que supera los límites de lo estrictamente religioso. De la mis-
ma forma, precisan de especialistas religiosos, figuras que constituyen una parte impor-
tante y fundamental de la religiosidad popular, tanto en el mundo rural como en la socie-
dad urbana.
No nos parece oportuno seguir insistiendo en este debate terminológico pues lo real-
mente importante no es la definición sino las características del fenómeno de la religiosi-
dad popular. En este sentido, decimos que la religiosidad popular tiene una serie de ca-
racterísticas que la definen. La religiosidad popular tiende a buscar respuestas y solucio-
nes a necesidades básicas. Se trata de establecer con lo divino relaciones que sean más sen-
cillas, más directas y más rentables (Meslin, 1972). Normalmente los planteamientos
teológicos resultan demasiado elevados debido a su lenguaje conceptual. Como contrapartida
la religiosidad popular establece la creación de otros lenguajes más cercanos a la gente. Con
frecuencia se propagan leyendas, relatos maravillosos que se convierten en modos más
sencillos y cercanos de percibir lo sagrado. La religiosidad popular no dispone de dogmas
ni de catecismo, y supone una praxis poco intelectualista en la que predomina la búsque-
da de formas más intuitivas con predominio del sentimiento, del afecto y de la imagina-
ción, es una forma religiosa realmente vivida (Rodríguez Becerra, 2000:34). La religio-
sidad popular aparece como la expresión religiosa de aquellos que sienten y ven más que
de aquellos que saben y conocen (Basurko, 1982:307). Tiende la religiosidad popular a
establecer relaciones más directas con lo divino, y sus expresiones subjetivas y emotivas
responden al deseo y a la necesidad de relacionarse con lo sagrado mediante promesas,
novenas y toda una serie de prácticas devocionales que se encaminan hacia ese fin. Una
subjetividad que no es solamente individual, sino que abarca a un nosotros colectivo, de
los habitantes de una región o pueblo. En este sentido, hay ciertas ocasiones donde las
manifestaciones religiosas y populares son más patentes. Destacamos así, aquellos lugares
sagrados en los cuales el hombre entra en comunicación con la divinidad. En torno a las
ermitas y santuarios, lugares éstos menos controlados por la autoridad eclesiástica, se
concentran creencias populares y se organizan todo un sistema de ritos colectivos como
peregrinaciones anuales, procesiones, rogativas, etc.
Presupone también la religiosidad popular, la existencia de unos poderes sobrenatu-
rales a los que se dirige un ritual que es considerado central en las relaciones del hombre
con los mismos. Además, esta relación no se destina a la búsqueda de la salvación o la
recompensa en la otra vida, sino a solucionar los problemas terrenales, eso si, con la
participación directa de esos seres divinos, especialmente la Virgen, Cristo y los santos que
actúan en razón del poder de que están investidos, sin que los fieles se cuestionen si éste
emana de ellos mismos o lo tienen delegado.
En las creencias y prácticas religiosas participan la mayoría de los miembros de la
sociedad hasta el punto de ser aquéllas, rasgos identificadores más que otras formas cul-
turales. En definitiva, la religiosidad popular es algo vivo cuyas modalidades varían his-
tóricamente y a pesar de ello, las formas populares permanecen aun cuando se produzcan
cambios pastorales y doctrinales.
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Salvador Rodríguez Becerra (2000) nos habla de que existen varias razones que ex-
plican la relación de cada sociedad con lo sobrenatural y que varían atendiendo a “las
circunstancias históricas y medioambientales”. Pero, cabría preguntarnos ¿Por qué se
mantiene lo religioso en contra de las predicciones fatalistas que auguraban su desapari-
ción a medida que el grado de racionalidad aumentara en el hombre?. La religiosidad
permanece en el tiempo por encima de las instituciones eclesiásticas y sus disposiciones
de gobierno, y esa sensación de permanencia establece una estrecha conexión del presente
con el pasado y con el futuro. También se explica por la identificación del grupo frente
a los demás y por último, porque afecta a seres sobrenaturales con los que existe esa re-
lación especial y a los que se tiene que agradar para pedirles favores y beneficios.
No obstante decíamos que hay ciertas ocasiones donde las manifestaciones religiosas
y populares son más patentes. Nos estamos refiriendo a las fiestas, entendidas como ritua-
les. Cuando hablamos de rituales nos acercamos a la definición que de rito nos ofrece Marcel
Mauss (1970). Este, entiende por ritos, en primer lugar actos y en segundo término, actos
tradicionales o dicho de otro modo, realizados según una forma adoptada por la colecti-
vidad o por una autoridad. Ahora bien, no todos los actos tradicionales son ritos. Un rito
tiene una verdadera eficacia material.
Marcel Mauss distingue entre ritos mágicos y ritos sagrados. Los primeros descansan
en la fuerza o potencia que en sí mismos tienen: Él es el que crea y el que hace. Posee
la virtud intrínseca de constreñir directamente las cosas. Se basta a sí mismo. Los segun-
dos, al lado de la fuerza especial que, como sucede con los ritos mágicos, es inmanente a
su acción, se caracterizan por que sólo producen sus efectos por intervención de ciertas
potencias que existen según se cree, fuera de ellos. Se trata de potencias sagradas o re-
ligiosas, dioses personales, principios generales (...). Se considera que el rito debe actuar
sobre ellas, y a través de ellas, sobre las cosas. Los ritos religiosos consisten en solicita-
ciones por vía de ofrendas o de peticiones. Cuando la acción se ejerce por un intermedia-
rio, “el ser sobre el que se ejerce la acción no es inerte (...)”.
Los ritos religiosos son los que nos afectan en esta ocasión, unos rituales caracteriza-
dos por la naturaleza exclusivamente sagrada de las fuerzas a las que se aplican. Así, se
pueden definir como actos tradicionales eficaces que versan sobre cosas llamadas sagradas.
Desde este punto de vista podría considerarse el ritual, en palabras de Durkheim como reglas
de conducta que prescriben cómo el hombre debe comportarse con las cosas sagradas. De
este modo, los ritos suponen un cauce de actuación que permite a los hombres el acceso
a lo sagrado. Y lo sagrado es para Durkheim la expresión ideal de esa entidad moral que
es la sociedad.
Las fiestas entendidas como rituales, son una ocasión propicia para la concurrencia y
participación variada de las personas. Una de las características más importantes de los
rituales festivos es el ejercicio de comunicación que se desprende de la interacción regu-
lar de los participantes en ellos. Todo festejo propicia la intensificación de la comunica-
ción social y del intercambio de valores. Se intensifican y activan los contactos entre los
individuos y grupos, la emisión y recepción de mensajes, la utilización combinada de la
reserva de códigos culturales (Gómez García, 1991:49). La convivencia entre los partici-
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derá a diferenciar a su vez los cantes con acompañamiento instrumental, de los cantes a palo
seco, es decir sin acompañamiento. No obstante, no podemos olvidar los fandangos y
sevillanas, dos cantes bailables que aunque no se centren necesariamente en los temas
religiosos si se suelen interpretar en las festividades que nos ocupan.
2
Nos dice Joaquín Turina que “fue en los Rosarios de la Aurora, en el siglo XVIII, cuando los devotos y
campanilleros comenzaron a cantar trovos” (1982:37).
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El motivo religioso, y sobre todo la Virgen, también aparece en estos villancicos por
bulerías:
Antonio Mairena también grabó varios villancicos, todos de “música alegre, por
bulerías (son villancicos las bulerías navideñas “un niño tan bello”) o por tangos, gitanizando
el contexto belenístico”, pues como indica Arrebola, se gitaniza incluso a la Virgen3.
Prueba además de lo que decimos es el villancico gitano: “los gitanos de Belén”.
“Venid, gitanitos,
Venid a adorar
Al Verbo Divino
Que está en el altar,
Al Verbo divino
Que ha nacío ya (...)”
Los villancicos suelen estar acompañados por instrumentos tradicionales tales como
zambombas, panderetas y el almirez.
3
Alfredo Arrebola, La espiritualidad en el cante flamenco, Cádiz: universidad, 1988,pp. 71 “(...) Las letras
navideñas son muy numerosas, con la particularidad -aquí está la anécdota- de que a la Virgen María la
consideran gitana, en cambio a San José lo consideran payo”
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las panderetitas
de la nochebuena”.
4
Afirmación que aparece recogida en la presentación del monográfico dedicado a la Semana Santa en
Andalucía. Demófilo: Revista de Cultura Tradicional de Andalucía, 1997, núm. 23, p. 7-11.
5
El Diccionario de Autoridades impreso en 1739 afirma sobre la saeta: “Por alusión se toma el objeto que
hace impresión como hiriendo en él”.
6
Al siglo XVIII pertenecen las “saetas del pecado mortal, recomendadas por el reglamento de la
Hermandad de María Santísima de la Esperanza, establecida en la Corte. Dicho reglamento prevenía a los
señores hermanos: Échasen algunas saetas que el verso breve encerrarán un aviso moral capaz de despertar a los
pecadores del sueño del vicio” (citado por Joaquín Turina, 1982:27).
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La saeta moderna de fecha más reciente, es una seguidilla gitana, sin acompañamien-
to, a la que se aplica un texto religioso. Un cante muy difícil de ejecutar e inaccesible al
profano, “solamente pueden cantarla cantaores flamencos ya que conserva todo su apara-
to teatral, sus gritos y sus largos jipíos” (Turina, 1982:94).
La costumbre de cantar en Andalucía a los pasos de Semana Santa como rogativa o
agradecimiento debemos situarla varios siglos atrás. Tenemos datos que hablan ya de este
género desde 1691, apareciendo su existencia documentada en Sevilla entre los frailes del
convento de Nuestro Padre San Francisco. Estos monjes salían de su retiro todos los meses
del año ataviados con sogas y coronas de espina, en busca de pecadores dispuestos a ser
redimidos. Entre estación y estación de su particular vía crucis, aprovechaban para cantar
alguna que otra saeta. Sin embargo, no será hasta mediados del siglo XIX cuando se
generalice el hábito de cantar las saetas populares durante las procesiones. Se comienza
entonces a cultivar la saeta entre los cantaores andaluces apareciendo diferentes estilos que
aún hoy se conservan. No obstante, tendremos que esperar hasta principios del siglo XX
para ver cómo la saeta flamenca propiamente dicha inicia su andadura como consecuen-
cia de un aflamencamiento de las saetas populares. Como muestra podemos mencionar al-
gunos tipos tales como la saeta por seguiriyas, la saeta por martinete, por carcelera, o la
saeta malagueña, que aparecen a partir de ese momento. Con respecto a la paternidad de
la saeta flamenca existe una gran controversia. Se suele apuntar a Enrique el Mellizo como
pionero de estos cantes, si bien otros autores, como Hipólito Rossy, sostienen que fue Ma-
nuel Centeno su creador, por ser su versión la que en la actualidad goza de mayor pres-
tigio entre los cantaores. También son candidatos a ocupar la autoría de este género el ya
citado cantaor jerezano, El Gloria, Antonio Chacón, y Manuel Torre.
Desde el punto de vista metodológico son varios los enfoques que se han aplicado a
su estudio. En primer lugar, hablaríamos del enfoque religioso musical, que descansa
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“Las investigaciones sobre el tema coinciden en que los avisos y sentencias que en
forma de coplillas rezaban y cantaban los Padres Franciscanos por las calles en los
siglos XVI y XVII en determinados momentos de sus misiones se conocían con el
nombre de saetas y eran aplicadas a las letrillas que se cantaban bajo la denomina-
ción de “saetas penetrantes” y emparentadas con ellas “las saetas del Pecado Mortal
y las Coplas de la Aurora”.
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Por último nos vamos a detener en las fiestas patronales, destacando en ellas el papel
de las romerías como momentos cumbres de este tipo de celebraciones. Cada año con la
llegada de la primavera, los caminos de Andalucía se llenan de carros, de coches y caba-
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llos que desde sus lugares de origen, inician un trayecto cuyo fin es el encuentro con una
imagen que reside habitualmente en un santuario: es la romería. La romería es una pere-
grinación de uno o varios días de duración a un santuario o ermita donde reside general-
mente la imagen de una Virgen. Estas fiestas, sustentadas por hermandades y cofradías,
asociaciones cuya principal función consiste en organizar cada año la peregrinación, son
un momento idóneo para expresar la religiosidad de la comunidad en cuestión. Toda ro-
mería esta precedida de una preparación religiosa que tiene como culmen el camino hacia
el lugar de encuentro. Esta preparación consiste, en la mayoría de las ocasiones, en una misa
que en muchos lugares suele ser además flamenca. La celebración suele estar amenizada,
en los momentos cumbres, por sevillanas o cantos litúrgicos aflamencados, entonados por
un grupo que forma parte del conjunto de hermanos de dicha hermandad organizadora, o
bien por algún coro contratado para tal ocasión. La romería, como toda fiesta, supone una
ruptura con lo cotidiano, el relajamiento de algunas normas sociales, el reencuentro con
la familia y amigos, etc. En el santuario, lugar privilegiado por cobijar la imagen divina,
es donde se establece la comunicación directa realizando peticiones o agradeciendo los
favores recibidos mediante promesas y exvotos. Pero es durante el camino, antes de lle-
gar al santuario donde se ponen de manifiesto las expresiones flamencas. Los fandangos
y sevillanas serán dos de los cantes, aunque no los únicos, que se den cita en las romerías.
Sus letras estarán acordes con el lugar de procedencia de los romeros y no necesariamen-
te serán letras religiosas, a pesar de que el ritual en cuestión si participe de este carácter.
Hablamos entonces de fandangos de Huelva, fandangos de Málaga, sevillanas rocieras, etc.
Las sevillanas, género bailable original de Sevilla, se cantan y bailan según la estruc-
tura de las siguidillas, y aunque no están consideradas como palo flamenco propiamente
dicho funcionan como género aglutinador de elementos flamencos y por ello se configu-
ran como prototipo de la canción folklórica aflamencada. En el siglo XVIII aparecen ya
las sevillanas como un estilo independiente de siguidillas, estilo documentado en todos los
bailes celebrados en la Sevilla del siglo XIX, influido por la escuela bolera de esa época.
Existen numerosos tipos de sevillanas, diferenciándose fundamentalmente entre sí por la
melodía sobre la que se cantan y el modo de acompañarlas, aunque todas mantienen la
estructura de cuatro letras de siguidillas separadas entre si por la posición del baile. La
estructura formal de las sevillanas es común a todas las variantes: introducción-salida-
vuelta-salida-vuelta-salida-cierre, y entre las líneas más cultivadas destacan las boleras
(tradición de la escuela bolera), las de las cruces de mayo, las corraleras (patios de veci-
nos), las bíblicas (con las letras referentes al Antiguo Testamento), las camperas, las
marineras (de los barcos que bajan a Sanlúcar de Barrameda), las litúrgicas (Nuevo Tes-
tamento), las de feria, las rocieras (dedicadas a la Blanca Paloma, con gaita-flauta y tam-
boril), las toreras, las romeras, etc. Las sevillanas se suelen acompañar con guitarra, pal-
mas y castañuelas, instrumentos que sustituyen al pandero y las sonajas que parece ser,
fueron en su momento los instrumentos de las primitivas siguidillas sevillanas9.
9
La sevillana es un “baile de pareja y consta de numerosos pasos pertenecientes a la escuela bolera y a la
antigua escuela española de palillos. La letra consta de cuatro versos (heptasílabos primero y tercero y
pentasílabos segundo y cuarto) al que se le añade un estribillo de tres versos, resultando una letra de siete versos
como corresponde a la forma estrófica de la seguidilla” (Todo el flamenco. [S.l.]: Edilibro, 1998).
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“Sentaíto en la escalera
Esperando el porvenir
Y el provenir nunca llega”.
Sin embargo no es sólo la brevedad lo que consigue atraparnos, sino también sus
vocablos directos y claros. No se basa esta poesía en lo raro o lo distante, sino que busca
en las cosas cotidianas, el detalle más exacto y revelador, aquello que despierte nuestros
sentidos. En definitiva, las letras del cante hablan con naturalidad y acierto poético de las
cosas humanas, de las cosas comunes a todos los hombres y mujeres, sean cuales sean sus
circunstancias, sin ocultar el medio social en el que nacen. Así, hacen alusión a la condi-
ción humilde de sus protagonistas, a las situaciones de pobreza e incluso de marginación,
en ocasiones, declaradas explícitamente.
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Muchas veces se ha discutido sobre en quién recae la autoría de estas letras. Sin
embargo, sean quienes fueren sus autores, los que realmente dan forma a las letras son los
cantaores. El cante y sólo el cante es quien ha determinado, con su puesta en escena, la
poesía de las letras. Y ello nos hace enlazar con un rasgo de suma importancia en este tipo
de letras y es la utilización de la primera persona. Esta primera persona en las letras apa-
rece como fragmento de un diálogo o bien en forma de reflexión. Pero en todo caso, lo
que se transmite se nos comunica desde dentro, y es el cantaor el que nos hace partícipe
de su arte y sus sentimientos, que son también los sentimientos de los que escuchan.
Debemos tener en cuenta que hay letras flamencas religiosas y otras que no lo son. A
nosotros nos interesan aquellas letras que utilizadas en el cante flamenco responden a ese
sentimiento religioso. Este sentimiento está muy arraigado en el pueblo andaluz. Es por
tanto evidente que el flamenco, cuyas letras no pretenden otra cosa que dar a conocer la
vida y su acontecer cotidiano, emplee en su retórica, una gran cantidad de términos re-
lacionados con el mundo religioso. En este sentido, no resulta extraño que nos encontre-
mos con letras que se utilizan como oraciones y promesas dirigidas a la divinidad. Una
divinidad, que lejos de ser distante se muestra cercana y hacedora de bienes a través de los
intermediarios divinos más cercanos: la Virgen o los santos.
Profundizando más en este aspecto cabe decir que la figura de la Virgen está muy
presente en las letras flamencas.
“Hasta la fe de bautismo
la empeño por tu querer,
ahora te vas y me abandonas,
que te castigue Undibé”.
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El sentimiento religioso también sirve para maldecir, para expresar odio, para piro-
pear a la persona amada o para hacer un rápido retrato de alguien.
“Salgo de mi casa,
salgo maldeciendo
hasta los santos que están en los cuadros,
la tierra y el cielo”.
En esta última letra, como en muchas otras, se aprecia una delicada manera de indi-
car en palabras de Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, que el cantaor lleva la imagen
de su amor “como si fuera un relicario, haciendo de ella un objeto verdaderamente reli-
gioso y sagrado”.
Tras esta breve exposición hemos ahondado en la relación que existe entre la religio-
sidad popular y el flamenco. Hemos tenido ocasión de ver rituales religiosos donde se
ejecutan palos flamencos de carácter religioso, como la saeta y el villancico interpretados
en los contextos de la Semana Santa y la Navidad respectivamente. Asimismo, hemos
comprobado cómo determinados palos flamencos que a priori nada tienen que ver con el
hecho religioso adoptan letras religiosas en rituales concretos. Nos referimos a los fandangos
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o las sevillanas cuando se utilizan en las romerías. Estos elementos, los villancicos, las saetas,
las sevillanas, los fandangos, en los que nos hemos basado para analizar dicha interacción
han sido considerados como símbolos, entendidos no tanto por su forma objetivable sino
por lo que representan. Las saetas se convierten en símbolos no por el hecho de recibir una
interpretación. Un elemento nunca recibe interpretación simbólica por sí mismo, sino en
cuanto que se opone a otros elementos. Podemos así decir que las saetas en su uso ritual,
durante la Semana Santa se oponen al uso normal y discreto que de ellas se lleva a cabo
en otros momentos del año y además también por oposición a otros cantes en otros mo-
mentos rituales. Así, podríamos señalar el contraste que se establece entre la saeta ejecu-
tada en la Pascua, el villancico ejecutado en Navidad o la sevillana ejecutada en una ro-
mería.
En definitiva, es evidente la relación que existe entre la religiosidad popular, su com-
ponente festivo y la música, y aunque esta relación sea objetiva, observable y palpable, es
verdaderamente una “concordancia simbólica” (Sperber, 1978:147). Realmente, la relación
sólo se establece en la medida en que tal concordancia sea objeto de una representación
cultural institucionalizada. El olor a azahar, nos recuerda a la primavera, los olores a
incienso, nos recuerdan y nos transportan a la Semana Santa, pero también esperamos que
en Semana Santa haya saetas, que en Navidad haya villancicos y que en una romería se
escuchen fandangos o sevillanas. En definitiva, esas esperas son el resultado de una
institucionalización y dependen de un código cultural. Se trata por tanto de un simbolismo
individual, pero sobre todo colectivo, que nos lleva a “evocar recuerdos y sentimientos
sustraídos a la comunicación social” y donde esta relación entre religiosidad popular y
flamenco cobra toda su fuerza.
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