Colección de Cuentos Breves

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Colección de Cuentos Breves

1. El zar y la camisa - León Tolstói


Un zar estaba enfermo y dijo: - Daré la mitad de mi reino a quien me cure. Entonces, se
reunieron todos los sabios y empezaron a discutir cómo curar al zar. Nadie sabía que hacer.
Sólo un sabio afirmó que se podía curar al zar. - Si se encuentra a un hombre feliz -dijo-, se
le quita la camisa y se le pone al zar, éste se curará. El zar mandó que buscaran a un
hombre feliz por todo su reino, pero por mucho que sus emisarios cabalgaron por todos sus
territorios, no pudieron encontrarlo. No había ni uno que estuviese satisfecho de todo. Uno
era rico, pero estaba enfermo; otro gozaba de buena salud, pero era pobre; otro era rico y
gozaba de buena salud, pero su mujer era malvada, o bien sus hijos; todos tenían algún
motivo de queja. Un día, a última hora de la tarde, el hijo del zar pasaba junto a una
pequeña isba y oyó a alguien que decía: - Gracias a Dios he trabajado bastante, he comido
cuanto necesitaba y ahora me voy a la cama. ¿Qué más puedo pedir? El hijo del zar se
alegró, ordeno que le quitasen la camisa a ese hombre, que le diesen una cantidad de dinero
a modo de compensación, todo el que quisiera, y que llevaran la camisa al zar. Los
emisarios fueron a ver al hombre feliz y quisieron quitarle la camisa; pero ese hombre feliz
era tan pobre que ni siquiera tenía camisa.

4. El burro y la flauta - Augusto Monterroso


Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba,
hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola
producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.

Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte


y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo
mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

5. Instrucciones para llorar - Julio Cortázar


Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar,
entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la
sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en
una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de
lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en
que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted
mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el
mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del
estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se
tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los
niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón
del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
6. Baby HP - Juan José Arreola
Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya
tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a
revolucionar la economía hogareña.

El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con
perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras,
anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada
uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden
que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja
indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora,
debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue
automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y
representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para
fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los
innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.

De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni
siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una
fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro
horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de
tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.

Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad


instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y
lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los
grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas
del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares.

El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no
cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que
contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu,
puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas
recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se
recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras
más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el
contador eléctrico.

Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo
lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo,
de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.

Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente
que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe
decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P.
atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre
todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos
explicativos que se obsequian en cada aparato.

El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y
precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus
coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P.
Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.

7. Fábula - Braulio Arenas


Un pastor se encuentra con un lobo.
- Qué hermosa dentadura tiene usted, señor lobo! le dice.
- ¡Oh! - responde el lobo - mi dentadura no vale gran cosa, pues es una dentadura
postiza.
- Confesión por confesión - dice el pastor - si su dentadura es postiza, yo puedo
confesarle que no soy pastor: soy oveja.

8. El fantasma provechoso - Daniel Defoe


Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo
monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era
demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema,
que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con
tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un
largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior
de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que
estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de
que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la
familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía
decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca
vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan
pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el
caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de
que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora.

Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo


noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la
vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se
hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía
oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte
habitada.

Inmediatamente se empezó a decir que en la casa había dinero escondido, y el


caballero esparció la noticia de que él comenzaría a excavar, seguro de que la gente
se pondría muy ansiosa de que así se hiciera. En cambio, no hacía nada al respecto.
Se seguía viendo la aparición ir y venir, caminar de un lado para otro, casi todas las
noches, y siempre desvaneciéndose con una llamarada, como ya dije, lo cual era
realmente extraordinario.

Al fin, alguna gente de la villa vecina, viendo que el caballero daba a la larga o
descuidaba el asunto, comenzó a preguntarse si el buen hombre les permitiría
excavar, porque sin duda había allí dinero escondido. Pues, si él consentía en que
ellos lo cogieran si lo encontraban, excavarían y lo encontrarían aunque tuvieran
que excavar toda la casa y tirarla abajo.

El caballero replicó que no era justo que excavaran y tiraran la casa abajo, y que por
eso obtuvieran todo lo que encontraran. ¡Eso era muy duro de tragar! Pero que él
autorizaba esto: que ellos acarrearían todos los escombros y los materiales que
excavaran y aparecían los ladrillos y las maderas en el terreno vecino a la casa, y
que a él le correspondería la mitad de lo que encontraran.

Ellos consintieron y comenzaron a trabajar. El espíritu o aparición que rondaba al


principio pareció abandonar el lugar, y lo primero que demolieron fue los caños de
las chimeneas, lo que significó un gran trabajo. Pero el caballero, deseoso de
alentarlos, escondió secretamente veintisiete piezas de oro antiguo en un agujero
de la chimenea que no tenía entrada más que por un lado, y que después tapió.

Cuando llegaron hasta el dinero, los ilusos se engañaron totalmente y se


maravillaron sin querer razonar. Por casualidad el caballero estaba cerca, pero no
exactamente en el lugar, cuando se produjo el hallazgo, cuando lo llamaron. Muy
generosamente les dio todo, pero con la condición que no esperaran lo mismo de lo
que después encontraran.

En una palabra, este mordisco en su ambición hizo trabajar a los campesinos como
burros y meterse más en el engaño. Pero lo que más los alentó fue que en realidad
encontraron varias cosas de valor al excavar en la casa, las que tal vez habían
estado escondidas desde el tiempo en que se había construido el edificio, por ser
una casa religiosa. Algún otro dinero fue encontrado también, de modo que la
continua expectación y esperanza de encontrar más de tal manera animó a los
campesinos, que muy pronto tiraron la casa abajo. Sí, puede decirse que la
demolieron hasta sus mismas raíces, porque excavaron los cimientos, que era lo
que deseaba el caballero, y que hubiérale llevado mucho dinero hacer.

No dejaron en la casa ni la cueva para un ratón. Pero, de acuerdo con el trato,


llevaron los materiales y apilaron la madera y los ladrillos en un terreno adyacente
como el caballero lo había ordenado, y de manera muy pulcra.

Estaban tan persuadidos -a raíz de la aparición que caminaba por la casa- de que
había dinero escondido ahí, que nada podía detener la ansiedad de los campesinos
por trabajar. De hecho, sí encontraron algunos objetos de valor del antiguo
monasterio, algo que los espoleó aún más. Al final, la casa fue derruida por entero y
los escombros retirados, cumpliendo el caballero con su deseo y empleando para
ello apenas un poco de ingenio.

9. A imagen y semejanza - Mario Benedetti


Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras.
Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios
terroncitos. Uno de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó
inmóvil sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el
terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto
fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un
reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se estiraron, en un
primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido
movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga.
Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo
sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un
andar bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera
del papel, cerca del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que
la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N
mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención, terminó por
atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre
el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó
una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y
avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La
bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie se
había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga
tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera
soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La
hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo.
Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes
había formado parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha
no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en
la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres
veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó
inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces se
resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil
inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era
casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie
clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o
menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la
madera del piso. A cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él,
esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta
su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el
palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las
rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo,
emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto
modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación
desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida.
La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta
horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia
el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por
algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que
sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más
de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo
de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un
golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la
hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito
quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la
hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde,
hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de
centímetro y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de
la hendidura y reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito.
La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro movimiento que un intermitente
temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su quinta operación de carga.
El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de la
hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor
acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua
dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el
paso era rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos
centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo
alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga
y hormiga.

10. El espíritu nuevo - Leopoldo Lugones


En un barrio mal afamado de Jafa, cierto discípulo anónimo de Jesús disputaba
con las cortesanas.

-La Magdalena se ha enamorado del rabí -dijo una.

-Su amor es divino -replicó el hombre.

-¿Divino?… ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su
sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?

-No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.

11. La araña pollito - Horacio Quiroga


Esta gran araña se llama así, según la etimología popular, por su capacidad para
atacar y devorar un pollito. No es fácil, sin embargo, que pueda hacerlo. Ni sus
costumbres ni sus fuerzas se lo permiten con éxito. Más fácilmente se ha de
contentar con insectos de su familia, a semejanza de todas las arañas. Sus dientes,
sin embargo, no son cosa de despreciar, ni aún por un ser humano, conforme se
verá por el siguiente ejemplo: un hombre que yo conocía, envejecido en la dura vida
del extremo nordeste de la república, no había perdido a sus años la costumbre de
reírse cada vez que oía hablar del veneno de la araña pollito.
Este hombre había sido mordido dos veces por tantas yararás, y una vez por una
serpiente de cascabel. En la mitad de su vida, un rayo le había arrancado todos los
dientes superiores. Debido, sin duda, a esta familiaridad con los acontecimientos
de volumen, el hombre resistíase a admitir el peligro que encarnan los vellosos y
curvos dientes de la araña pollito.
- Yo he visto más de mil en mi vida - decía-. Y todas aplastadas de patas contra el
suelo.
Yo sabía en esa época de dos endurecidos peones de monte, que se habían
desmayado instantáneamente al ser mordidos por esa araña.
- Dos miedosos, nada más; (él sabía bien que no eran miedosos) - decía riendo
nuestro incrédulo.
Pues bien; supe una mañana que dicho hombre acababa de ser visto sentado junto
al fogón con una vincha mojada sobre la frente, quejándose bien alto mientras se
balanceaba en el banco.
Había sido mordido por una araña pollito.
Fui a ver a aquel escéptico, sin reírme en lo más mínimo, porque sospechaba que
no había lugar a risa alguna.
- ¡Maldita basura! - me dijo inmediatamente el hombre mordido -. No puedo ni
tomar agua todavía...¡Y he aplastado miles y miles de esos bichos, le aseguro...
Figúrese que hace un rato yo estaba aquí mismo... esperando que hirvieran
porotos...cuando bien por encima de mi cabeza una de esas arañas bajó del techo
por el caño de la escopeta... Yo la arranqué del caño por una pata, y en el aire sentí
que se me enredaba en los dedos...y me picó. En seguida, en el momento mismo, vi
todo azul... y sentí que las piernas se me doblaban... Y casi caigo sentado en la olla
de porotos... ¡Nunca creí, yo le juro, que uno pudiera perder tan de golpe las
fuerzas, y ver azul el barro!...
Los otros dos hombres mordidos por una araña pollito, de que he hecho mención,
sufrieron igual síncope. Uno cayó desmayado con la mitad del cuerpo dentro del
agua, y el otro se desplomó sin sentido, a pleno sol de fuego.
Pero tanto el uno como el otro, e igualmente nuestro conocido, no sufrieron
mayores molestias, salvo una ligera hinchazón de la parte mordida, y un atroz dolor
de cabeza que los hacía hamacarse gimiendo.

12. Los desarraigados - Cristina Peri Rossi


A menudo se ven, caminando por las calles de las grandes ciudades, a hombres y
mujeres que flotan en el aire, en un tiempo y espacio suspendidos. Carecen de
raíces en los pies, y a veces hasta carecen de pies. No les brotan raíces de los
cabellos ni suaves lianas atan su tronco a alguna clase de suelo. Son como algas
impulsadas por las corrientes marinas, y cuando se fijan a alguna superficie es por
casualidad y dura sólo un momento. En seguida vuelven a flotar y hay cierta
nostalgia en ello.

La ausencia de raíces les confiere un aire particular, impreciso; por eso resultan
incómodos en todas partes y no se los invita a las fiestas ni a las casas, porque
resultan sospechosos. Es cierto que en apariencia realizan los mismos actos que el
resto de los seres humanos: comen, duermen, caminan y hasta mueren, pero quizás
el observador atento podría descubrir que en su manera de comer, de dormir,
caminar y morir hay una leve y casi imperceptible diferencia. Comen
hamburguesas McDonald's o emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín,
Barcelona o Montevideo. Y lo que es mucho peor todavía: encargan un menú
estrafalario, compuesto por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la
noche, como todo el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una
miserable habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no recuerdan
dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven.

Carecer de raíces otorga a sus miradas un rasgo característico: una tonalidad


celeste y acuosa, huidiza, la de alguien que en lugar de sustentarse firmemente en
raíces adheridas al pasado y al territorio, flota en un espacio vago e impreciso.

Aunque algunos al nacer poseían unos filamentos nudosos que sin duda con el
tiempo se convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra las perdieron, les
fueron sustraídas o amputadas, y este desgraciado hecho los convierte en una
especie de apestados. Pero en lugar de suscitar la conmiseración ajena, suelen
despertar animadversión: se sospecha que son culpables de alguna oscura falta, el
despojo (si lo hubo, porque podría tratarse de una carencia de nacimiento) los
vuelve culpables.

Una vez que se han perdido, las raíces son irrecuperables. En vano el desarraigado
permanece varias horas parado en una esquina, junto a un árbol, contemplando de
soslayo esos largos apéndices que unen la planta con la tierra: las raíces no son
contagiosas ni se adhieren a un cuerpo extraño. Otros piensan que permaneciendo
mucho tiempo en la misma ciudad o país es posible que alguna vez le sean
concedidas unas raíces postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero ninguna
ciudad es tan generosa.

Sin embargo, hay desarraigados optimistas. Son los que procuran ver el lado bueno
de las cosas y afirman que carecer de raíces proporciona gran libertad de
movimientos, evita las dependencias incómodas y favorece los desplazamientos. En
medio de su discurso, sopla un viento fuerte y desaparecen, tragados por el aire.

13. Nacimiento - Vicente Battista


Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el
hombre de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años,
poseía el don de la palabra. Esta novedad podría contestar una pregunta que hasta
hoy no tenía respuesta.

Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal,
una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan
calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres
habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a
sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las
experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No
sabe mentir.

Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su
turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una
cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una
historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo,
ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura.

14. El mundo - Eduardo Galeano


Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.

A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.

Y dijo que somos un mar de fueguitos.

- El mundo es eso - reveló - un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos
iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente
de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire
de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros
arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se
acerca se enciende.

15. Vendrán lluvias suaves - Ray Bradbury


En el living, cantaba el reloj con voz: tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete! como si
temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía. El reloj continuó
con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío. Las siete, y uno, el
desayuno, ¡las siete y uno!
En la cocina, el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido
interior ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos,
dieciséis tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.

Hoy es 4 de agosto de 2026, dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina,
en la ciudad de Allendale, California. Repitió la fecha tres veces para que todos la
recordaran. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de
casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y
electricidad.

En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de
memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.

Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, corran, ¡ocho y uno!
Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las
alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó
suavemente: Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy… Y la lluvia caía sobre la
casa vacía, despertando ecos.

Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado.
Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.

A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra.
Una pala de aluminio los llevó a la pileta, donde recibieron un chorro de agua
caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el
distante mar. Los platos sucios cayeron en una lavadora caliente y salieron
perfectamente secos.

Nueve y quince, cantó el reloj, hora de limpiar.

De los reductos de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños


animales de la limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones.
Golpeaban contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras,
absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores,
volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se esfumaron.
La casa estaba limpia.

Las diez. Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de
escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche,
la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros
de distancia.

Las diez y quince. Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas,
llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra
los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la
casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca.
Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la
silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una
mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas
en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más
arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos
levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.

Quedaban las cinco zonas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El
resto era una delgada capa de carbón.

El suave rociador llenó el jardín de luces que caían.

Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había
preguntado: «¿Quién anda? ¿Contraseña?», y, al no recibir respuesta de los zorros
solitarios y los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas
con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la
paranoia mecánica.

La casa se estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la


persiana se levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un
pájaro debía tocar la casa!

La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y
atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión
continuaba, sin sentido, inútil.

Las doce del mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el pórtico de entrada.

La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y
fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa
y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones,
enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.

Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de
inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran
rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados
de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras.
De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.

El perro subió corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta,


comprendiendo por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había
silencio.
Husmeó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba
haciendo panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el
aroma de la miel.

El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos
enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un
frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.

Las dos, cantó una voz.

Percibiendo delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron


silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico.

Las dos y quince.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que


saltaron por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa,
en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición
de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.

Pero las mesas estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en
los paneles de la pared.

Cuatro y treinta.

Las paredes del cuarto de los niños brillaban.

Aparecían formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados,


panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes eran de
vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una película giraba
silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del cuarto parecía una
pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos de hierro, y en el aire
cálido y tranquilo las mariposas rojas de delicada textura aleteaban entre los
fuertes aromas que dejaban los animales… había un ruido como de una gran
colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el ronroneo perezoso de un
león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y el murmullo de la fresca lluvia
en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto seco del verano. Luego las paredes se
disolvían para transformarse en campos de pasto seco, kilómetros y kilómetros
bajo un interminable cielo caluroso. Los animales se retiraban a los matorrales y a
los pozos de agua.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua caliente y cristalina.

La seis, la siete, las ocho. La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de
magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea,
donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un
centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.

Las nueve. Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías
en esa zona.

Las nueve y cinco. Habló una voz desde el cielo raso del estudio: Señora Mc Clellan,
¿qué poema desea esta noche?

La casa estaba en silencio.

La voz dijo por fin:

Ya que usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar. Comenzó a oírse


una suave música de fondo. Sara Teasdale. Según recuerdo, su favorito…

Vendrán las lluvias suaves y el olor a tierra


Y el leve ruido del vuelo de las golondrinas

El canto nocturno de los sapos en los charcos


La trémula blancura del ciruelo silvestre

Los ruiseñores con sus plumas de fuego


Silbando sus caprichos en la alambrada

Y ninguno sabrá si hay guerra


Ni le importará el final, cuando termine

A nadie le importaría, ni al pájaro ni al árbol,


Si desapareciera la humanidad

Ni la primavera, al despertar al alba,


Se enteraría de que ya no estamos.

El fuego ardía en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza


en el cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y
sonaba la música.
A las diez la casa comenzó a apagarse.

Soplaba el viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la


cocina. Un frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en
un instante!

¡Fuego! gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de
los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el
linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces
continuaban gritando al unísono: ¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trataba de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor


rompió las ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.

La casa cedió mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se


trasladaba con llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la
escalera. Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes,
proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared soltaban
chorros de lluvia mecánica.

Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La
lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había
lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.

El fuego subía la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de


las salas del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando
tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.

¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los
cortinados!

Luego, aparecieron los refuerzos.

Desde las puertas trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con
sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.

El fuego retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una


serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el suelo,
matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.

Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al
altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía
las bombas quedó destrozado.

El fuego volvió a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.


La casa se estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía
con el calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera
abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire
escaldado. ¡Auxilio, auxilio! ¡Fuego! ¡Rápido, rápido!

El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y
las voces gemían, fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil.

Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas
calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.

En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las
jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez
millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río
humeante…

Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían
otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el
pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una
sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una
relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después que otro. Era una
escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los
últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas
cenizas… y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz
alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas,
hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de
chispas y humo.

En la cocina, un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno


preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis panes
convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que, devorados por
el fuego, ponían a funcionar nuevamente el horno, que silbaba histéricamente…

La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo,
el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas,
circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy
abajo.

Humo y silencio. Gran cantidad de humo.

La débil luz del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared
quedaba en pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras
salía el sol, iluminando el humeante montón de escombros:
Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…

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