Funes, El Memorioso

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Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado,

sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto)


con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha
visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la
noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada
y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus
manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate,
con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la
casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo
claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero
antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi;
la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos
aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso
el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del
volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino
me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el
Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño;
Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente
me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro
Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los
superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto,
pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray
Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un
atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me
había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo
Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos
cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi
felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color
pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se
enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos
sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una
especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se
ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de
golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un
muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una
estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas,
recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin
límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son,
Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió:
'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco".
La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que
acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera
recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y
el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes,
mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de
saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una
planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos
decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor,
y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años
85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray
Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y,
finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había
volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había
quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda
magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos
a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en
boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con
elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos
los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres,
permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el
punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado...
Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su
condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados;
otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso
gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en
aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris
illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios
de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio,
que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista.
Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las
orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me
dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro
encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84",
ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío,
finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la
valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de
cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la
buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín".
Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra
era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello
preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma.
Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No
supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el
arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para
desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de
Quicherat y la obra de Plinio.

El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera


inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me
perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente,
el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la
forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de
dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me
distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que
me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El
"Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche,
después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la
noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la
madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del
fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo
sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el
patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una
parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y
burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía
de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o
incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi
temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme
diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del
capítulo xxiv del libro vii de la Naturalis historia. La materia de ese
capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non
iisdern verbis redderetur audíturn.

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el


catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo
rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía
vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y
de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de
mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro
argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de
reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con
veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es
remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis
lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron
esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de


memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de
los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de
sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los
veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la
mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con
fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se
maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa
tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son
todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un
desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo,
su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años
había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se
olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento;
cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan
nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco
después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó.
Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su
percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes,


todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra.
Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril
de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro
en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de
la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la
acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen
visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera.
Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado
nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me
dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos
los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños
son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi
memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia
en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que
podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las
aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una
cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las
muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas
estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En


aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin
embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un
experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo
postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas
y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.
Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de
numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro
mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía
borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres
orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola
palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los
otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo)
Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros
números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la
ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de
quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una
especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de
explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo
contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era
decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no
existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes
no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii,
postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa
individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre
propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo
desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En
efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada
monte, sino cada una de las veces que la había percibido o
imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a
unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo
disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era
interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de
la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de
la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la


serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las
imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta
balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso
mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo
genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos
tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y
catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las
tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus
propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el
emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes
discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de
las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la
humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo
multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia,
Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la
imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus
avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad
tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir.
Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la
sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas
que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos
era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce
físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no
amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla homogéneas; en esa dirección
volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del
río, mecido y anulado por la corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el
latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar.
Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el
abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo
tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció
monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las
profecías y a las pirámides.

Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos)
perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de
multiplicar ademanes inútiles.

Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

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